La caña gris. Número 4-5. Otoño 1961

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LA

CAÑA

GRIS

Revista de poesía y ensayo

COLABORAN: Carlos Bousoño, Francisco Brines, Gabriel Celaya, Alfóns Cucó, Antonio Gala, J. L. García Molina. Ramón Gaya, Juan Gil-Albert, José Agustín Goytisolo, José Oliuio Jiménez, Jacobo Muñoz, Alfonso Roig, Juan Ruiz Peña, Rafael Soto, Miquel Tarradell y José Ángel Valente Traducciones de Hóldcrlin, Quasimodo u Prévert. Critica de libros.

Valencia

Otoño 1961 www.faximil.com

Números 4 y 5


DIRIGE:

José María Abad Tallada.

ASESORA:

Vicente Ventura Beltrán.

PREPARAN:

DIBUJAN:

José Luis Garda Molina. Jacobo Muñoz. Monjalés. J. M. López Iturralde.

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VALENCIA www.faximil.com

DIRECCIÓN: CIRILO AMOROS, 18


LA

CAÑA Otoño

de

GRIS 1961

SUMARIO

Pág. 2 3 8 10 13 14 15 18 20 21 22 28 29 30 44 45 47 48 49 50 53

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HAY QUE TENER CONFIANZA, Gabriel Celaya POESÍA E HISTORIA, José Luis García Molina CUATRO POEMAS DE HOLDERLIN GONGORA Y SU LECCIÓN POSIBLE, José Olivia Jiménez TRES CANCIONES DE BARCAS, José Ángel Valente VIENTO DE INFANCIA, Rafael Soto Vergés EL FRUTO PROHIBIDO, Ramón Gaya EN LA MUERTE DE ÁNGEL FERRANT, Alfonso Roig BARRIADA, Juan Ruiz Peña TORNES OBSTINADAMENT, Alfons Cucó CARTA A PROPOSITO DE UNA ESPAÑOLA, Juan GilAlbert EL JARRO, Carlos Bousoño ORACIÓN ANTE EL JARRO, Carlos Bousoño SITUACIÓN DE VICENTE ALEIXANDRE, Jacobo Muñoz POEMA, Antonio Gala APUNTES PARA UNA POÉTICA, José Agustín Goytisolo PLAZA DEL CARROUSEL, Jacques Preven DOS POEMAS, Salvatore Quasimodo EL MUNDO DE LOS LIBROS CARLOS SAHAGUN, Francisco Brines ELADIO CABAÑERO, Francisco Brines


HAY QUE TENER CONFIANZA Hay que tener confianza, esperar, (¡ay, tanto y tanto tiempo!), saber aguantar. En el sol hay tormentas atómicas, decisivas. Pero los periódicos no traen esas noticias. Por eso se piensa a veces que todo da lo mismo o que aquí no pasa nada aunque todo es como un grito. Estamos en ese grito que no oímos porque en él vivimos como unos tontos, ensordecidos. Lo que más nos despierta es el silencio porque entonces se oye el miedo. Se oye el hueco, se oye todo lo que no está resuelto. Y esperar es difícil cuando uno está casi muerto. Por eso se prefiere leer los periódicos del día y decir que nada importa aunque sea mentira. Pero aún queda una esperanza de no sabemos qué y eso nos tiene a todos alerta y de pie. GABRÍEL CELAYA

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POESIA E HISTORIA 1. Aunque se han hecho y existen diversos análisis literarios que tienen en cuenta todo tipo de preocupaciones intelectuales, cabría decir que en nuestro momento, confuso todavía, aún no ha sido suscitada la pregunta elemental acerca de lo que pueda suponer el ángulo histórico en la vida personal. Se diría que la historia aún no ha sido plenamente aceptada como subsuelo radical, y que, en definitiva, se camina más por la vía incierta que por la clara. En un libro reciente, Barraclough ha escrito: «Solemos creer que vivimos en una edad científica, pero, en un sentido más profundo, todos vivimos —incluso, desde Darwin, los cultivadores de las ciencias naturales— en una edad histórica o en una edad de historicismo. Esa es quizá la última razón y justificación de nuestro interés por la historia: ésta se ha convertido, nos guste o no, en una parte inseparable de nuestro ser y de nuestras actividades mentales» (1). El alcance de tales palabras, tan fácilmente aceptadas por el hombre de hoy, apenas si es puesto en claro, paradójicamente, por él mismo y para sí mismo. Lo que, por otra parte, no es tarea simple, ya que es ésta una de las experiencias más radicales de nuestro siglo —y que, como tal experiencia, aún puede ser ahondada en diversos sentidos—. Collingwood lo ha expresado así: «Marchamos déla idea de Naturaleza ala idea de Historia» (2). Dejando a un lado todos los supuestos intelectuales que se ocultan tras dicha afirmación, es indudable que su contenido no afecta particularmente a ningún aspecto ni a rama alguna determinada, sino a una totalidad y, más concreta y radicalmente, a nuestra vida y a los diversos quehaceres en que ella logra constituirse. Problema que, desde un principio, y por encima de nuestra propia voluntad, puede resultar —y resulta— un muro, o bien una posibilidad. La variación profunda, el cambio que acerca de nuestros más íntimos deseos, voliciones, e incluso desiderata impone • un tiempo, y nuestra respuesta al mismo, es, en realidad, aún tarea ira fieri. Implica una revolución mental, sensible e intencional, cuyos resultados están en gestación; hasta cierto punto, un sentimiento de transitoriedad —extremo del anterior ahistoricismo— inunda hoy nuestro panorama. Y, entendiendo que me refiero a la literatura, no está lejos la actitud sartriana que niega la eternidad y otros conceptos ambiguos y equívocos. El punto de vista de la historia es uno de los puntos radicales a partir de los que todo hombre empieza a conocer y a conocerse, sea en un plano ontológico, sea en la estricta necesidad histórica que busca un pasado de explicación colectiva. Por lo común, el poeta expresa su vida personal. Ahora bien, si aceptamos la fecunda disG. BARRACLOUGH: La historia desde el mundo actual (Madrid, 1959). R. G. COLMNCWOOD: Idea de la naturaleza (Méjico, 1957).

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tinción orteguiana entre vida personal y vida 'histórica, nos encontraremos frente al conflicto en que el poeta se ve muchas veces al no coincidir ambas vidas en él mismo —sabiendo además que la vida histórica le presenta unas imposiciones determinadas—. A partir de dicho momento el poeta es un desplazado. Cualquier posible teoría tropezará inevitablemente con esta radical historicidad, que ha subvertido y cambiado la mayor parte de los temas que la vida depara al hombre, y que el hombre interpreta desde su circunstancia. 2. O sea: la historia está asumida desde un plano de conciencia. Es, pues, un elemento sustantivo, configurador, de irrupción necesaria. Un elemento en el que, por otra parte, acaso deba cifrar su raíz toda posible objetividad, tanto en el plano de las relaciones humanas -—el plano de la comunicación— como en el mundo de las humanidades. Es decir, los datos de comprensión de la ecuación eternidadtemporalidad, de la antinomia esencia o existencia, habrán de ser los históricos. Es ésta una simplificación agudísima de un problema latente, cuya importancia sería inútil destacar. La consideración de la conciencia histórica viene aquí referida a un hecho sencillo: en qué sentido una conciencia de este tipo ha hecho cambiar los temas tradicionales de la lírica, y cómo desde un período dado han ido aceptando o ignorando su imperativo diversas generaciones. Por de pronto cabe afirmar que la poesía es, en primer término, una actividad histórica. La tesis resulta obvia. Sin embargo, el problema adquiere carácter en este momento preciso en que el poeta vuelve la espalda a tal conciencia y propone un mundo ajeno a la misma. (El poeta, desde otro punto de vista, es siempre alguien que coopera al mundo, sea en el sentido que sea.) Y la importancia de su obra es una importancia histórica que nos viene a partir del goce estético. La poesía está adscrita a unas posibilidades anteriores a su existencia, y, posteriormente, a una realización peculiar; pero su punto de partida es el mundo real, y su validez, la interpretación que del mismo lleva a cabo. 3. Es preciso reconocer que la poesía no rebasa nunca el plano de la subjetividad. Este es su gran peligro, pero también su previo interés, su grandeza. A partir de un plano individual el poeta entrega siempre una experiencia de la vida. El poeta asume una determinada aventura de realización: sabe en todo momento —me refiero, claro es, al poeta, o sea al que logra hacer coincidir en su obra intención y ejecución— en qué consiste lo que lleva entre manos. Y al usar de sus facultades trasciende a una zona bien amplia, en relación directa con su asunción de dicha conciencia histórica. Valéry ilustra, casi paradigmáticamente, la actitud opuesta: la desesperanza, evasión y caída del poeta en el vacío, en el no-sentido en que consiste el purismo: «conciencia límite de la vida en donde no cabe estar». La otra cuestión, o quizá la cuestión única, es que el poeta, apenas comienza su obra, debe saber en qué consiste la misma, y sa-

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berlo en un sentido esencial: su obra es una realización que aceptará o no un mundo existente, e incluso, en un plano individual, aportará datos de interés. En todo caso, en el mejor, la poesía entra en relación con un cierto sentido ontológico de la existencia. Su pregunta, elemental o no, ingenua o experimentada, acerca de la convivencia humana, del tú, del nosotros, o de la muerte, o de entidades colectivas, es de excepcional importancia. 4. Cada tiempo aporta una experiencia radical, insustituible, a la que es preciso someterse, o liberarse de ella. Y estas experiencias, de configuración decisiva a lo largo de los diversos períodos, constituyen no sólo la base, el ángulo en que se halla situado el escritor, sino también el ofrecimiento de una serie de facilidades —o, por el contrario, el germen de una respulsa—. No hay estacionamiento posible: hasta en el caso de un poeta que vislumbre religiosamente el absoluto, existe un dinamismo. Cuando hablamos de poesía medieval, renacentista o romántica, los ejemplos de estos poetas nos interesan en los más diversos sentidos, pero no en el radical de nuestra propia obra, que es novísima respecto a toda anterioridad y diversa en su nivel. Lo que, sin embargo, no supone ruptura alguna, sino antes bien un afinamiento más preciso del sentido histórico. La poesía está limitada a nativitate por su tiempo. 5. Es posible enfrentarse con el hecho poético desde ángulos diversos. Del mismo modo que hay una investigación literaria formalista, que tiende a verlo en sí mismo, unívocamente, hay una crítica interna, natural, cuyos supuestos gravitan históricamente en una tensión dialéctica, polarizadora, bien sea ésta social, personal o puramente técnica. Investigación que, aun viniendo desde unos intereses históricos inmediatos, no llejra al punto decisivo en que la actividad personal, generacional, del presente, se yergue bajo un signo de aventura, implicada dentro de todo un vasto sistema de intereses. Momento en que la poesía deja de ser gratuita. Por su propio crecimiento interno la poesía no puede regresar a cualquier otra actitud anterior. Está situada en la raíz misma de una experiencia epocal insustituible, como hemos dicho. La dialéctica interna de toda época está en razón de su experiencia humana. Podríamos preguntarnos, por ejemplo, por el sentido último de la poesía de Jorge Manrique, Dante o Holderlin. Se trata de una poesía cuyas características más acusadas se deben al encuentro de su propia razón de ser con lo trascendente. Podríamos, pues, preguntarnos por qué se dio, y por qué pudo darse tal poesía en su tiempo; connotar efectivamente la relación entre ambos. Relación por fuerza histórica. No se trata de una causalidad estricta •—es un problema distinto—. La obra de estos autores se nos aparece insustituible respecto de su propia época: es una conciencia límite respecto de ella misma. Conciencia de la muerte en Manrique, de lo teológico en Dante, de lo divino en Holderlin, bien que nos vengan por una vía estética. En este sentido, pues, no hay gratuidad en el acto poé-

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tico, sino más bien fatalidad, como ha dicho, a otro respecto, Luis Cejnuda. Se trata, en definitiva, del intento eliotiano de hallar el «punto de intersección de lo temporal con lo intemporal». Aquí se insinúa otro aspecto decisivo de la creación poética. El hombre no domina mentalmente lo que las situaciones provocan. Puede llegar a conocer las estructuras de una época, sus instituciones; puede efectuar estadísticas, aportar datos, probabilidades, pero en última instancia surge la posibilidad del azar y de la contingencia de la vida humana. Proyecciones humanas libres, en fin, aun cuando se apoyen quizá en una metafísica determinada. Con ello aparece la esencial fragilidad de la vida individual, fragilidad constante y anterior al encuentro con la vida histórica. La poesía desarrollada en torno a un principio estrictamente idealista es la primera en dejar bien patente esta singular condición. Experiencia que nos ha llevado a ese «crecimiento de conciencia» -—en palabras de Maritain— qiue suponen la obra de Rilke, Eliot. Machado, Cernuda o Aleixandre. 6. La poesía posee un valor único y válido per se, pero sólo adquiere tal categoría en el conjunto y totalidad en que se inscribe. Entonces, considerándola en su actividad histórica, se nos convierte en un factor de importancia única por lo que de oposición y proposición supone en el mundo de la realidad histórica. Cada generación tiene su peculiar modo de entender la poesía, y desde él trata con urgencia de salvarla, elevarla a una dimensión nueva, darle un diverso contenido humano. Hay épocas, ciertamente, que delimitan parcialmente el campo de la poesía, pero también hay otras que favorecen su aventura y su riqueza. Paralelamente a la creación, a la posibilitación de modos auténticos de vivir, al descubrimiento de realidades inéditas que la poesía puede ofrecer, a su auto-hacerse, y con él al auto-hacerse de su época, va la conciencia creadora, crítica, imponiendo necesariamente un tipo particular de creación. El poeta debe saber pensar su tiempo histórico, saber vivirlo, para que su obra nos sea insustituible. En él cabe una responsabilidad creadora. 7. Abrir la poesía a un hondo diálogo con su tiempo, pensar de nuevo el futuro, fructificándola. Esta frase es inútil, sin duda. La poesía fructifica en el poema, que es lo dado a considerar. Pero el poeta que piensa se enfrenta constantemente con la ambigüedad del mundo. Y el poeta debe odiar la ambigüedad, y debe extraer de ese mundo el fruto de su propio tiempo. El está, como todos nosotros, en una línea histórica determinada, abierta, inexorable: sobre esa línea, en la que caben todas las actitudes humanas posibles, está él con una obra necesaria a realizar. Esa línea, hoy por hoy, es su conciencia histórica, y con ella, y en ella, la posibilidad de renovar desde su ángulo este mismo mundo en el que vivimos. JOSÉ LUIS GARCÍA MOLINA

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AHIR MORI CARLES RIBA

Entre els ametllers els pins de l'Illa feliç endins de la tarda marina ara passes com l'ombra antiga d'un heroi. I nosaltres que hem estat hostes teus que t'hem vist moure i ens has donat la mà avui esgarrifats aprenem durament que pels qui han de venir seràs també la pura veu que crema però sense ulls ni rostre. Ens has fet rics i ara que te'n vas amb la host silenciosa servem els misteriosos mots oferts dins del record inexpugnable. Petita pàtria tu que necessites els teus pocs fills fidels a cada mort sentim una bandera que devalla. Petita pàtria ara som més sols que mai i més fidels que sempre. Mallorca, 13 juliol 1959. MIQUEL TARRADELL

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CUATRO POEMAS DE HOLDERLIN MIENTRAS FUI UN MUCHACHO Mientras fui un muchacho, cuántas veces me salvó un dios del látigo y del grito de los hombres. Seguro y sin cansancio, jugaba con las flores de los campos, y jugaban conmigo las ondas de los cielos. Y de igual modo que hoy alegras el corazón de cuantas plantas te alzan sus brazos delicados, alegrabas mi corazón, oh padre Helios, y llegué a ser tu favorito, como Endimión, oh luna sempiterna. ¡Si pudierais saber qué amor os tuvo mi alma oh dioses fieles y propicios! Bien es verdad que entonces todavía no os llamaba con nombre alguno, ni a mí vosotros me llamabais como entre sí acostumbran los mortales. Y sin embargo os conocía mejor que a ningún hombre. Y al silencio del éter mejor que a sus palabras. El profundo rumor de los bosques me ha formado, y conocí el amor bajo las flores. En brazos de los dioses me 'hice grande.

LO IMPERDONABLE Que os burléis de los artistas, que olvidéis a los amigos, que juzguéis como pequeño al espíritu profundo, os lo perdonará Dios todo. Mas no turbéis la paz de los amantes, nunca.

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APLAUSO HUMANO Desde que amo, ¿acaso no está lleno mi corazón de una vida más honda, y es, a la vez, más puro? ¿Por qué, pues, cuando yo era más salvaje y orgulloso, y vacío, y mis palabras más ricas, me escuchabais con atención más firme? La muchedumbre, ay, gusta de lo que por las plazas se vende; y sirve bien al poderoso quien es esclavo. En lo divino tan sólo creen ya los divinos.

A LAS PARCAS Un verano y un otoño concededme tan sólo, oh poderosas, para que al fin madure el canto mío, y logre, ya saciado por sus dulces juegos, morir en paz mi corazón. El alma que no pudo ver cumplida su ley sagrada estando viva, menos podrá dormir silente en los abismos. Mas si logro plasmar aquello que es en mí rastro divino: la poesía, oh, ¡sea entonces bien venido el mundo de las sombras! Ya nada más preciso. Y aun cuando el canto deje de latir conmigo, tal un dios habré vivido. (Del libro inédito "Veinte poemas" de Hólderlin, versión de Jacobo Muñoz.)

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GONGORA Y SU LECCIÓN POSIBLE La ocasión del cuarto centenario del nacimiento de Góngora parece haber obligado a recordar, en la mayoría de los casos, cuan diferente va siendo nuestro actual clima poético y cultural —humano— de aquel otro que favoreció su definitiva revaloración en la fecha del tricentenario de su muerte, año de 1927. Conferencias, artículos, homenajes —-todos esta vez un poco en tono menor— han tenido buen cuidado en dejar bien precisa la diferencia, aun cuando tal no fuera exactamente su propósito específico. Un buen ejemplo podría ser la encuesta sobre Góngora realizada por Jiménez Martos para una revista madrileña (La Estafeta Literaria, núm. 221, 16 de julio de 1961) entre catorce poetas de las más variadas promociones que hoy coexisten en el panorama español. Aunque conocidas, o al menos esperadas, sus respuestas no dejan de ofrecer interés en cuanto que revelan sus posiciones presumibles ante el hecho poético. Los poetas mayores en edad (Alonso, Aleixandre, Diego) manifiestan su entusiasmo, en forma concisa y segura, por lo brillante y perfecto de su dicción poética, es decir, por el aspecto incontrovertible del cordobés. Poetas que le siguen, concretamente algunos de la primera generación de postguerra, se ven urgidos de mayor número de palabras para explicarse e introducirán ya en sus juicios algunos elementos significativos en la otra dirección: Carlos Bousoño marcará sus preferencias por los «sonetos graves de la vejez» y José Hierro tendrá que recordar, por oposición, «el espeso tinto Quevedo», aunque no escatima su respeto por el «Góngora con todas sus consecuencias». No se consultó a Vicente Gaos, pero aquí podria tenerse en cuenta también, como respuesta en mayor desarrollo, el capítulo que a Góngora dedica en su reciente libro Temas y problemas de la literatura española y en el que señala cuánto de oportuno para la intencionalidad estética de sus reivindicadores había en aquel frenesí gongorino del 27. Aquéllos, por otra parte, no han negado el hecho ni el frenesí fue nunca en ellos visión turbia de las cosas: recuérdese que el propio Dámaso Alonso, a sólo un año de la conmemoración, podria ya escribir: «Góngora no es nuestro poeta, ni menos el poeta.» Por último, si nos detenemos en algunas de las más jóvenes respuestas, encontraremos una dosis mayor de admiración —de admiración sin reservas,

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pudiéramos decir—, aunque no sostenida siempre, a nuestro juicio, sobre muy claras razones. Bien a la vista están las conclusiones que de estas diferentes actitudes pueden derivarse, y seria ocioso entretenernos en ellas. Todo homenaje debido a la cronología tiene algo de circunstancial. Y a la vez, en cierta manera, no deja de ser una forma de definición del momento histórico que rinde homenaje. La exaltación del 27, uno de cuyos aspectos, y no el menos delicioso, fue precisamente aquel tono rebelde y juvenil, dejó, sin embargo, un saldo positivo y serio: la justa comprensión, en su dimensión histórica y hasta pedagógica, del Góngora oscuro, discutido, maldito. Y esto de una vez y para siempre; basta, si no, comparar lo que cualquier manual de historia literaria enseñaba y enseña sobre el autor de las Soledades, antes y después de aquel centenario. A lo hecho por aquel grupo habría que añadir lo aportado por algunos antecedentes ilustres para darnos al fin la imagen, hoy ya (lásica, de un Góngora difícil pero no oscuro, que nadie se atrevería a negar. La recordación de! 61 ha ido por otros caminos. Góngora es, ante todo, un fenómeno estético; y en esta linea, un ejemplo apurado, un caso límite. Nuestro tiempo, preñado de eticismo, de cargas morales, de angustias y problemas, mal puede ver a Góngora sino bajo especie de antídoto, de reacción, o acaso de salvación precaria. Y esto, aun así, muy confusamente. Nunca cabría la identificación, el asomarnos a su obra como a un espejo donde reconocernos. Pero estábamos en fecha de homenaje, y algo debíamos resaltar y valorar. De aquí ese empeño —que parece dar la tónica de este otro centenario— por hurgar en el rostro humano del poeta y buscar y ofrecernos sus momentos testimoniales., los cuales, aunque evidentes —ahí están—, son realmente pálidos a la luz cegadora de la otra cara de su obra. Confesamos que los resultados de esta búsqueda, con ser meritoria y bienintencionada ella en si, nos convencen mucho menos que la exploración por el otro mundo, el inimitable y único, de sus creaciones mayores, aunque de modo natural la complementa. Quizá pueda hoy emocionarnos con mayor intensidad el aviso final de aquel soneto de 1623: «Mal te perdonarán a ti las horas, — la horas que limando están los días, — los días que royendo están los años.» Mas si pensamos objetivamente en el Góngora puro, tendremos de inmediato en nuestra mente al otro Góngora, al delimitador feliz de cotos cerrados de belleza, al autor del Polifemo y de las Soledades. Y sin embargo... Esto, que es a la vez su grandeza y su limitación, vendría a ser hoy su único ejemplo posible, el

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saldo positivo de este otro centenario, si cuidamos de matizar con exactitud nuestro pensamiento. Góngora, artista cumplido y extremado, quedará siempre como una llamada alerta a !as exigencias del arte. Y hoy sentimos penosamente cómo las urgencias de la época —trágicas, tremendas, inaplazables— parecen haber extraviado al poeta, creando en él algo así como una vergüenza de su oficio y empobreciendo su palabra hasta niveles insospechados de aridez y de prosaísmo. Gozosos hemos recibido esta vuelta de la poesía a los menesteres del hombre y de sus cosas, única manera de entender su absoluta pureza. Pero no olvide el poeta, sin embargo, que su tarea de redención se realiza a través de la palabra y que la pureza de los fines no conlleva innecesariamente la impureza de los medios. Un poeta español que hoy se cuidaría mucho de atraerse la sospecha de esteticismo, Rafael Alberti, ha denunciado recientemente los peligros de la facilidad, de la dejadez y la desgana, ante el hecho evidente de lo que él llama «un casi anónimo versolibrismo suelto». No habrá que insistir en que la amenaza se extiende en proporciones mucho mayores de lo que sería de desear. Y aquí vendría la lección de Góngora, la única que hoy rendiría sus frutos a plenitud. Tal lección no podrá ser, por un lado, ni la de un estilo en si, definible por una suma de apretadas características, cuya imitación rebasaría el absurdo; ni, por otro, la de una actitud evasiva ante la realidad tangible, que el hombre de nuestro tiempo ya no puede soslayar. Si, en cambio, la del rigor y la disciplina en el ejercicio poético, frente al descuido y la improvisación; la del amor y el respeto a la palabra, que no supone inevitable traición a lo esencial humano, ya que al cabo es su único o más leal instrumento de expresión. Por encima de las disímiles perspectivas de uno y otro centenario, en éste de 1961, y para la salvación de la poesía, para el cumplimiento mejor de sus fines primeros, la obra de Góngora, reducida ya a sus justos limites, tiene mucho que decir como advertencia oportuna ante las tentaciones de una fácil, pedestre espontaneidad. Y esto no es un escollo lejano; es algo que vemos con frecuencia erigirse engañosamente como el natural correlato expresivo de una voluntad raigalmente humana en el arte, en la poesía. Si se tienen bien en cuenta, o si han quedado definidas las dos limitaciones expresadas líneas arriba, no es arriesgado afirmar que, sobre sus valores intrínsecos y de época, este magisterio de Góngora será el único de sus valores que los tiempos no podrán dañar. JOSÉ OLIVIO JIMÉNEZ

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TRES CANCIONES DE BARCAS

Al barquero de este rio dije: Vamonos; barquero dame la mano. Dijo el barquero: Quien pasa no regresa de este paso. Dije: Barquero, ¡vamonos! II Que nadar sé, barquero, que nadar sé, aunque el mar sea alto, que nadar sé, alto y oscuro sea, que nadar sé, aunque sea de noche, que nadar sé. III En la barca vamos sin testigo, vamos en la barca del frío. Vamos en la barca amarga, quien no da moneda no pasa. Quien no da moneda viva sin barca queda ni orilla. Vamos en la barca. JOSÉ ÁNGEL VALENTE

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VIENTO DE INFANCIA

Conoces tú el sentido de los años sombríos. GEOBC TRAKL

A Fernando Quiñones.

VUÉLVENOS la verdad, viento estampado, trémula imagen [del torreón de yerba donde cae mi edad, de esta pared caída donde también se vence algún [testigo de lo terrestre y llora y ya toda la niebla se apodera de la patria. Yo vi aquellos lugares de la niñez sus lóbregas mareas, donde torvas gaviotas alentaban batallas de brumas y confusas [decisiones, donde la sombra hollaba los hayedos, y si hendía mi arzón persiguiendo las turbias inscripciones de la caducidad, los breves muertos sobre el verde mojado, [los autillos augures laboraban un viraje de lo desconocido y como dando indicios de otros credos. Vi [caida la afirmación del hombre, las haciendas de muerte y claridad, ya más confusos los destellos del carro [en la cuneta. Tú, visible virador de los tilos en los cansados términos, volviendo el velamen del campo, las antorchas cabrías, los rituales fuegos fatuos, tú en la casa del ser, del invadido por la yerba, tú aquí donde [también se vence algún testigo de lo celeste y llora, dinos verdad, [oh viento entenebrado. RAFAEL SOTO VERGÉS

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EL FRUTO PROHIBIDO ( D I A R I O DE UN PINTOR)

Tras muchos años de ausencia, llamón Gaya ha vuelto a España, y apenas aqui, en la primavera pasada, presentó una exposición y ofreció un libro: ambos excepcionales. Y ligados por un cordón umbilical: pintura y pensamiento, plasticidad y critica. Diriamos, una simbiosis perfecta. No conozco ningún caso similar en el que concurran, con justeza tal, la inteligencia pictórica de un hombre y la visión crítica de un pintor; es decir, es el único caso que recuerdo, desde Leonardo, en que un pintor puede, por decirlo asi, mojar la pluma y el pincel, en el agua transparente del mismo enigma. Esto vs lo que le liare tan distinto a los demás, a los que pintan e incluso a los que escriben; esa dualidad única que constituye su don extraño y que algún dia habrá que analizar detenidamente. Ahora, en Valencia, después de haber gozado las primicias de su última cosecha murciana, y para que aquellos que lo desconocen afinen el oído, le quité de las manos estas páginas en las que, con su característico decir, tan afin a su pintar, esa acuidad ¡>ersonalisima que si peca de algo es de personal, se interna, sensiblemente, por el único tema, tal vez, en el que profesamos convicciones contrarias: Francia. J. G.-A.

Como se sabe, pensar, tener y ejercer la muy humana, demasiado humana facultad o capacidad de pensar, es algo muy distinto a tener. .. Pensamiento. Tan distinto que es casi lo contrario, pues para pensar sólo se necesita disponer de una buena maquinaria pensante —que no es mal regalo—, mientras que tener Pensamiento, ser Pensamiento, sólo se puede tener y ser... sin pensar, involuntariamente, es decir, como algo recibido, pero no ya recibido como un simple regalo útil, sino como un alto don valioso, y... no demasiado humano. Creo que es Baroja quien habla de una buena señora que, de pronto, le confiesa: «Yo no pienso nunca, pero cuando pienso no pienso en nada.» La verdad es que a esa señora yo no la encuentro nada estúpida. Esa mujer sabía algo muy verdadero y muy difícil de alcanzar y de aceptar por otros seres mucho más sesudos, más satisfechos de sus cerebros, más... franceses en suma, es decir, sabía que pensar, incluso pensar bien, muy bien, no es apenas nada. Esa mujer, aparte de una rara modestia altiva, limpia, tranquila, sin veneno, poseía una idea muy alta de lo que es Pensamiento; había comprendido que ella, pese a su autor reconocida vaciedad, podía perfectamente poner en marcha, cuando quisiera, ese prestigioso mecanismo pensante, pero que ese mecanismo, sin Pensamiento que roer, sin un material previo, sin un previo contenido pensable, no podía valer la pena de ser utilizado, y cuando por debilidad caía en la tentación, comprendía que su pensar no pensaba nada, no era nada.

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En cambio, la llamada cultura francesa —que tampoco es ninguna estúpida, pero que carece de aquella modestia altiva y sin sombra de resentimiento que encontrábamos en la señora barojiana— no ha sabido o no ha querido saber distinguir entre el simple mérito de pensar (que es algo así como masticar) y la viva y oscura riqueza de tener Pensamiento, de disponer de Pensamiento, o sea de alimento propio, y así, la acomodada cultura francesa, aprovechándose de tan extendida confusión entre saber pensar y tener Pensamiento, pudo hacernos creer, durante demasiado tiempo perdido, ido, que ella —la sabihonda, la primera de la clase— podía permitirse ejercer una especie de tutela sobre el mundo moderno y... pensativo. ¿Había deslumhrado de tal manera a todos, para que con esa sola e innata capacidad de reflexión, de pensatividad, se le dejara por ello reinar tranquilamente, despóticamente? Es cierto que tanto alemanes como rusos, españoles, ingleses e italianos —muy a menudo disparatados, locos y en desorden— permanecieron boquiabiertos ante la llamada cultura francesa por su esplendoroso buen sentido; pero,.. además, aparte de estas adhesiones que le llegaban de fuera, ¿qué pudo realmente envalentonarla, fortalecerla, hasta el punto de pensarse elegida para el mando? ¿Acaso contar, sobre sus espaldas, con uno de los más decisivos filósofos de la modernidad? Disponer de alguien así, de primer orden (como la llamada cultura francesa jamás había podido disponer hasta entonces ni después de entonces jamás), no tuvo más remedio que enloquecerla de... cordura, de razón. Pero el propio Descartes —tan grande— ¿no era, también él, como un desmesurado genio del pensar más que del Pensamiento? Hace años, alguien a quien estimo mucho, extraordinariamente inteligente pero víctima —como tantos— de ese mañoso concepto francés de cultura en donde se manejan y ordenan con una mezcla de naturalidad y solemnidad unas ideas solas, unas ideas sin carne, o mejor, una especie de mundo sin carne, desprovisto, lleno de ideas pero desprovisto de Pensamiento, me decía que los españoles habían podido hacer cosas (La Celestina, Las Meninas, Don Quijote, La Tirana, Fortunata y Jacinta) siempre que se tratara de algo «observado y experimentado- en la realidad y en la vida», pero que habían carecido siempre de reflexión, y... por lo tanto, pensaba él, de Pensamiento. Mi buen amigo, leyendo una página de Montaigne o el Journal de Gide, disfrutaba viendo funcionar esa maquinaria bastante perfecta y, desde luego, admirable, del cerebro francés, es decir, disfrutaba asistiendo en persona a la formación, a la cristalización de lo que él llamaba, ingenuamente, el Pensamiento. Ignoraba que el Pensamiento no es nunca, no puede ser nunca un fruto, o por lo menos, a la manera de los demás frutos, claro, que van formándose, cargándose, enriqueciéndose, sino que se diría un extraño fruto inicial, original; un fruto del que se parte, pues el Pensamiento está ahí desde un principio, aposentado desde un principio, o no estará nunca. www.faximil.com

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El Pensamiento no es un... resultado, como suelen creer los afanosos pensadores, sino un fruto ya completo, ya lleno in partenza. Lo que sí sucede es que en España el Pensamiento no se ha dado nunca... separado, separado de su carne y su sangre, sino muy metido y fundido en ellas; para quienes lo buscan, pues, en su conocida fisonomía pura, descarnada, ha de resultar muy difícil reconocerlo, deletrearlo, y terminan por suponer que allí no puede estar. También parece que no está, por ejemplo, en Santa Catalina de Siena, o incluso en Nietzsche —de ahí, quizá, que en la Historia del Pensamiento se le despache siempre en un cerrar de ojos—, pero, claro, es un error, pues en éstos —como en Cervantes, en Velázquez, en Galdós— el Pensamiento es una sustancia previa, anterior a la persona misma, de existencia difícil, misteriosa, oscura, y no un ejercicio, y no un método de claridad, una claridad vacía, una claridad de nada. La voz poderosa, clara, grave, dura, libre, de Santa Catalina, tanto en el siglo xiv como ahora, es... casi incomprensible pero llena de certeza, llena de contenido cierto, es decir, de Pensamiento. A esta mujer —que tiene la reciedumbre de nuestra Santa Teresa— la oiremos desgañitarse en nombre del espíritu, pero siempre desde una carnalidad muy osada y valerosa que, aunque aspira a vencerse, no tiene por qué avergonzarse de su condición. Para cerebralistas y espiritualistas ideales, Santa Catalina de Siena carece de interés, ya que no pueden encontrar en ella idea de espíritu, sino carne de espíritu, y al leer sus cartas, se decepcionan, pues suponen que allí, al fin y al cabo, no se dice gran cosa, o sea, no se dice nada que ellos reconozcan como Pensamiento. Pero cuando al comenzar las cartas escribe su acostumbrado «Yo, Catalina, sierva inútil de Jesucristo, os escribo en su preciosa sangre», nos damos cuenta de que eso solo es ya Pensamiento; incluso llegamos a sospechar que es más Pensamiento que aquello otro que pueda entregarnos una frente deliberadamente pensativa como la de Pascal. Lo que dice Pascal es, sin duda, muy importante, pero se trata de algo sin encarnación, sin realidad y, por lo tanto, vacío, lleno de importancia pero vacío de realidad.

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RAMÓN GAYA


EN LA MUERTE DE ÁNGEL FERRANT A Vicente Perelló.

La llegada de un telegrama es todavía, en nuestros medios rurales, que caminan a ritmo acompasado y lento, frío cuchillo que preocupa y acongoja. En circunstancias similares me llegó la noticia de la muerte de Ángel Ferrant, el pasado verano. Pocos días antes le había yo invitado a compartir mi paz campesina, ignorante de que el amigo entraba en aquellos momentos en agonía definitiva. Ángel Ferrant fue un adelantado del arte moderno en el «ruedo ibérico», de donde apenas se movió, rodeado de una general indiferencia ante su figura de escultor admirable. Como es bien sabido, desde hace un siglo París ha asumido la capitalidad de la parte mayor de las corrientes artísticas de nuestra época, situación contra la que han vuelto ojos llenos de rencor no pocos nacionalismos a ultranza, olvidando arbitrariamente lo imprevisible de tal estado de hecho, existente, en definitiva, «por la gracia de Dios». Desde entonces, París ha sido —y sigue siéndolo— crisol y fermento de mil diversos temperamentos y vocaciones, allí congregados desde las más diversas partes del mundo, sin exigir a cambio abdicación alguna. La tierra española, rica en pasado y rica en hijos ilustres que desarrollaron su obra allende los Pirineos (no hará falta insistir en la sostenida presencia de españoles y rusos en el mundo artístico de París), apenas si ha ofrecido, a lo largo de dicho siglo, algo más que un escaso puñado de individualidades, sin haber llegado a fraguar —como, por ejemplo, Italia con el futurismo— ni siquiera un único movimiento influyente en la central corriente del arte. Sólo teniendo en cuenta tales circunstancias históricas será tal vez posible calibrar en su justa medida el heroísmo de Ángel Ferrant, solitario, incomprendido y, en ocasiones, hasta hostigado. En su obra confluyen dos caudales decisivos: incesante creación de formas y mutación inacabable de las mismas. Ángel Ferrant se sentía fuertemente atraído por la inmensa riqueza formal del universo, a través de la cual intentaba explicarse su propia existencia. Y, sin embargo, nunca le satisfizo la simple copia de formas ya encontradas —trabajo que él relegaba al hombre práctico—, pensando que la máxima dignidad humana radica en dar vida a las formas nacidas de la imaginación creadora, no de la fantasía. (Llamaba soñador al hombre dedicado a este segundo trabajo.) www.faximil.com

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Semejante actitud vital coincide con la doctrina de Worringer, para quien «la historia del impulso de imitación no es la historia del arle», ya que la obra de arte se halla al lado de la naturaleza como un organismo autónomo equivalente, y en su más hondo ser, sin nexo con ella. Nuestro escultor conocía bien el riesgo que entraña dicha actitud: la caida en un mero decorativismo, y señaló, no sin tristeza, la abundancia, por otra parte inevitable, de abstractos que, en realidad, «ejercen de adornistas». Siempre le acompañó la preocupación por el movimiento, en el que buscaba, por encima de su raíz mecánica, el germen poético, impulsor de inagotable número de formas artísticas. Se trata, en definitiva, de aquel encanto «infinito y misterioso» que Baudelaire veía en todo navio en alta mar. Sus «móviles» y sus tableros cambiantes pronto desembocaron en la escultura de sus últimos años, que él mismo llamó infinita. Era deseo suyo que el espectador de tales esculturas llegara a asumir el papel de actor, en común anhelo de un más allá, para lo que era preciso abrir toda figura como una ventana —en frase de Marinetti—, «desechada la posibilidad de un término como cúspide rígida, inflexible y única». Tal repugnancia por la concreta frontera aparencial del mundo y sus objetos —muros— no le venía de ninguna posible amargura existencialista (su alma era la de un niño), sino de un intenso afán liberador, semejante al que impulsa a los escolares del aula al mundo del juego, empleando la bella imagen orteguiana. También supo llevar sus esfuerzos al difícil terreno del arte religioso, dando una solución aceptable a la actual crisis de la imagen sacra: evitar el excesivo realismo y el simbolismo academicista. Fue plasmando sus creencias artísticas en una serie de escritos de gran belleza, y que esperamos sean reunidos algún día. Como sacerdote y amigo, bien sabe Dios cuánto sentí no poder estar a su lado en aquellos momentos finales. Entre tantos recuerdos de Ángel Ferrant me queda especialmente la imagen de un hombre sencillo y bueno, que todas las mañanas llenaba de migas de pan el alféizar del gran ventanal de su casita de «El Viso», para los gorriones del lugar que, proletarios del aire, acudían a bandadas. Entre el escultor y los pájaros había un tácito convenio: el mutuo respeto hacia la libertad de los unos y hacia la intimidad del otro. Así, a cambio del alimento material, los gorriones daban a Ángel Ferrant un estímulo diario para su necesaria independencia creadora, hija del ensueño, ya que Ángel Ferrant era de aquellos hombres que «porque sueñan, obran». ALFONSO ROIG

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BARRIADA

Bajo una cacerola quién sabe lo que hay, puede ser lluvia y viento frío de abril, pueden ser estas casas, de un gris sombrío, sin un tiesto, sin verdor, sin algo que sonría, sólo leves visillos, descoloridos, iguales. La fábrica es enorme, con naves de cemento y maquinaria nueva (hoy es sábado, acaban de salir los obreros), y van por una calle sin árboles, con nubes blancas, y un perro solitario. Se van, reina el silencio. En un montón de escombras, feliz en su inocencia, jugando está algún niño; a veces, una rata cruza despavorida y los niños se ríen. Luego, vuelve el silencio a flotar sospechoso. JUAN RUIZ PEÑA

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TORNES OBSTINADAMENT

Tornes obstinadament a la nit: una sendera feta vessant estèril de tu, d'Abril i d'alegria. Alçària inútilment constant restes encara. Aci, on l'esforç i el dolor t'han conferit hostatge. Se'ns ha aturat el temps a l'alba. I tornem durament a la nit, al buit angoixés. La bellesa solar ha esdevingut, de nou, en tenaç perspectiva. Immòbil pàtria, en la fusta i la llum romans, com en un somni.

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ALFONS CUCÓ


CARTA A PROPOSITO DE UNA ESPAÑOLA*

A Daniel X. En el Escorial.

Día 30 de agosto: Santa Rosa de Lima.

Querido Daniel: Calma; ya ves que mi contestación no se ha hecho esperar, pero necesito poner un poco de orden en tus preguntas para que mis respuestas no salgan también a la desbandada. Me doy cuenta de lo que debe ser entrar a comprar un libro cualquiera y encontrarnos, de pronto, enfrascados en las inmensidades de "La sinrazón"; resulta una sorpresa excesiva y comprendo tu reacción. Lo que ya no comprendo tanto -es tu, extrañeza y, hasta me parece ver, tu reproche, porque no te haya hablado nunca de su, autor. ¿Estás seguro? ¿Quisieras preguntar a tu madre, si te anda cerca, el juicio que le mereció, hará unos tres años, un libro que le presté y que se llamaba ''Memorias de Leticia Valle"? Lo que ocurre es que, hasta hace poco, no te has dignado poner tus ojos más que sobre aquellos textos que considerabas rigurosamente serios, y el género novela, tanto como sus frecuentadores, apenas si merecía de ti una displicente condescendencia. Sectarismo juvenil, me decía yo, y me encantaba oírte exponer, con profesoral diligencia, los eslabones lógicos de "La crítica de la razón práctica", a la que, con mis años, no había encontrado nunca el momento de hincarle el diente. Sí, con seguridad que te he hablado de Rosa Chacel, pero tú no podías escucharme. Sabes que conviví con ella en Río y en Buenos Aires, y hasta, me consta, que debiste leer una nota mía, que ahora no encuentro, y en la que decía algo como que: Hoy, en l<t crisis actual, parecía como si hubiera que esperar de la mujer unas directrices que, de momento, el hombre había perdido. Yo llamaba a esto la reaparición de las pitonisas y ponía al frente de mi comentario un nombre: el de Rosa. Ya sabes hasta qué punto este tema fue tomando cuerpo en mí y las veces que, en nuestras charlas, constituía el objeto de nuestro debate —¡Ahora habrás visto cuan certero era mi apunte!—. Tú te defendías como si te sintieras atacado en tu honor, pero de entonces acá tengo la impresión de que has andado bastante camino en la dirección que yo señalaba —Acuérdate de tu encuentro con Simone Weil—. Cada vez más pienso que comprender bien las cosas nos supone el abandono de nuestras particularidades, incluso la más dominante, la del sexo; son amputaciones violentas, pero plausibles, cuando de lo que

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se trata es de ver claro —en este libro, para forzar su visión, Rosa se hace hombre-—. No insisto sobre esto, pero tengámoslo en cuenta y volvamos al tema. Me dices que devoraste el libro de un tirón; que te parece no haberlo comprendido bien; que te quedó, de su lectura, la sensación del zumbido de una colmena con el peligro, incluso, de los picotazos, pero que has sentido pasar por sus páginas el resplandor del genio. Luego, lo cual me ha hecho sonreír, me preguntas la edad de Rosa, temeroso de que pueda ser demasiado joven; tranquilízate sobre esto. Un libro así no podrá ser escrito nunca por un joven —-joven de años—, ni, perdóname, tampoco es el libro que pueda digerir, con sus entrañas ávidas, pero elementales, la juventud. Rosa Chacel pertenece a una generación de obra tardía, al contrario de lo que sucede con la llamada del 98. Lo que puedo decirte, para empezar, es que es alguien que no defrauda. Se puede, pienso, en todo caso, no acoplarse a ella; no sentir, a gusto, ese zarpazo pleno, de humanidad, que constituye su trato o, mejor, su vida; pero no defrauda. Se la cree capaz de escribir lo que escribe y de ser quien es. Capaz, aunque su capacidad nos desborda. A ella no, ella está repleta de su capacidad. Sus libros nos parecen, a quienes la conocemos, sus bodegas. Tienen con su autora una relación sustancial como los añejos con su viña madre Una relación tan natural como pueda ser ésta pero, a la vez, tan elaborada. Y en esta elaboración entran ya otros cometidos que no son meramente orgánicos y que descubren la trama intelectual, y ambiciosa, de una labor y de unos resultados. Los vinos son para beber, pero son también embriagantes. Es por eso que yo te hubiera aconsejado, en este caso, beber a grandes sorbos lentos. Con los cinco sentidos alerta, si no se dispone de más. La densidad de lo que se nos vierte nos obliga a tomar precauciones. No para defendernos, actitud siempre restrictiva, y mísera, cuando vamos a enfrentarnos con el arte, pero, por el contrario, para predisponernos convenientemente, y sin paliativos, a sufrir su secreta comunicación vital, su soplo regenerador. Yo diría, más bien, que en Rosa Chacel su obra se desborda y se "contiene" en sus libros, de tal manera, al hecho de desbordarse se le han ajustado después las cuentas. Me refiero al rigor extremado a que, en todo momento, está sujeta la trama. Obra de creación supone, hoy, obra de laboratorio; lo cual obliga al artista ha doblarse de científico. Quien deja un cabo suelto facilita el devanar del ovillo. Y lo que se persigue es, precisamente, crear un todo tan compacto que nada ni nadie consiga meter en él la mano para desmontarlo de nuevo; ni una puerta excusada, ni una ventana traicionera. Aquel mundo flota ya en el vacío, definitivamente cerrado y consumado. Si es verdadero no se consumirá jamás. Esa será la virtud que, frente al paso arrebatado de la vida, se habrá conseguido imprimirle. Me doy cuenta de que, en ese mundo novelesco, lo que valoras más es ese afán desusado de razonar las cosas intangibles y que, en un momento dado, llamas la "intrepidez constructiva de la introspección". www.faximil.com

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Se dice tanto —afirmas— y tan seguido, que produce una especie de vértigo; lo que es verdad. Hemos de tener en cuenta que ese razonar empeñado de Rosa lleva un signo volitivo inconfundiblemente hispánico; se "quiere" razonar como si una persona sola emprendiera la empresa de levantar a su raza de su penuria, ya que España ha razonado siempre corto y mal. Esa no es su vena, pero se diría que ahí se persigue con ahínco hacer entrar en razón la sinrazón española, y sin perder una pizca de su peculiaridad. Es decir, de reservarle a la razón española' todo su apasionamiento. De ahí la intención de esa curiosa glosa pascaliana: "La raison a ses passions que le coeur ne connais point." La verdad es que la ambientación porteña del libro, estupenda por lo demás, te lo aseguro, en lo que tiene incluso de resonancia de gran ciudad anodina, no consigue, como verás, pasarles la esponja a ese apenas criollo que es Santiago, y a esa vallisoletana que es Herminia; los dos permanecen intactos, él tratando de solucionar lo irresoluble, como buen español; ella enfrentada, no menos española, con el toro de su suerte. Sobre esto hablaríamos, como propondría la misma Rosa Chacel, horas enteras. Y sin embargo, verás: creo que un libro es excelente cuando, agotada la curiosidad de su novedad, seguimos necesitándolo. Entonces lo abrimos al azar y leemos un fragmento. Independiente de la anécdota, un fluido pasa de él a nosotros, como en el contacto de una piedra viva, de un manantial oculto. Su sentido propio nos repercute. Es algo tan característicamente definido como un edificio o una comarca. El libro no es ya sólo que lo leamos, es que existe. Y lo que vamos a buscar en él es la modalidad que la vida ha tomado, como expresión, en aquel reducto precioso. En este sentido, si yo algún día., como ya me ha ocurrido, saco del anaquel este libro de Rosa, será más bien añorante de algunos de esos trozos "fabulosos" en que nos habla de los animales: la visita crepuscular al zoológico, el episodio escalofriante de las toninas, o la breve historia, contada de mano maestra, de la comadreja. O de aquellos otros en que la luminosa plasticidad que los ojos perciben le hace decir inolvidablemente —prefiero copiártelo íntegro—•" "Había bajado un poco la temperatura; era esa hora en que parece que la noche ha agotado las reservas de calor y todavía no han llegado las provisiones de la mañana. Recogí la colcha y las sábanas que habían caído al suelo y la tapé un poco. La colcha era de una tela flexible, azul pastel, que por su propio peso se ciñó al cuerpo de Elfriede. El color empezaba a aparecer, y así, envuelta en azul y blanco, tan laxa como si estuviese incrustrada en el plano de la cama, parecía un relieve de Della Robbia. No sé si la despertó el peso de la colcha o el de mi observación." O aquel momento en que a Elfriede, que lleva el pelo suelto, se le rasgo su bata en el jardín, y dice Rosa que al andar asomaba su rodilla por aquel desgarro, como ocurre con las túnicas de los arcángeles. De todo el libro manan, no en profusión, pero distribuidos con justeza, esos brotes de amenidad que pasan como naderías pero que

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suspenden el ánimo del lector avisado; como cuando dice: "...doblando el ángulo queda el lugar donde estuvieron las colmenas, que se desterraron porque los chicos no las dejaban tranquilas; pero las plantas de romero, los mirtos y ligustros que dan nombre a la estancia, existen todavía y siempre hay por allí abejas que vienen como al solar de sus abuelos." No me extrañaría que te parecieran motivo secundario, pero te aseguro que en esas insignificancias suele estar cifrado el secreto de una calidad. Respecto a tu sospecha de que mucho de lo que allí se recoge, por lo vivido que está, haya de tener un subsuelo autobiográfico, claro que sí, pero no en mayor proporción que Tolstoi o Stendhal lo tienen también. No olvides que el protagonista de "La sinrazón" habla en primera persona, de modo que estamos asistiendo a un relato que escribe una mujer contado por un hombre, y muy virilmente por cierto; con la contrapartida de un personaje femenino (Herminia) en el que se reconoce a la autora apenas suena su voz contundente a través de una conferencia telefónica, y que sirve de firme contrapunto a la elíptica ascendente del soliloquio de Santiago •—el contrapunto y una especie de apuntalamiento de conciencia—. Parece, no sé por qué, como si, sin ella, Santiago se hubiera abismado con menos clarividencia. Quinina, entre los dos, resulta la más novelesca por menos explícita. De modo que se da aquí, en gran manera y con dominio de lo que se quiere, esa tendencia de la novelística actual de abrirnos el panorama abismal del hombre sirviéndonos, como medio concreto, el discurrir de una anécdota localizada y en sí misma banal. Pero lo autobiográfico está en el hecho de que todo novelista nato se hace añicos a sí mismo para tratar de construir luego, con afanoso frenesí indagatorio, ese espejo disperso en partículas en las que está y no está, todo él, a un tiempo. Y no sólo por el capricho infantil de destruir, pero por otra necesidad, menos primaria, de indagar, reconstruyendo, la inextricable trabazón fugitiva de que está hecha la unidad. La unidad novelística diversificada en los personajes, en esa variedad de gentes que la conducen sin saberlo y que vienen a ser como puntos de apoyo sobre los que el autor descubre, no importa que consternado, el inquebrantable camino que recorre y remonta, desoyendo los ruegos que se le dirigen, la verdad desnuda. El novelista apunta al todo, y el todo, si el novelista lo merece, le responde de la misma manera, es decir, responde a esa fidelidad con que se le escarba, dando de sí lo que tiene, el todo y algo más. Y ese algo más es lo que suele resultar, a la postre, tan amargo, tan anonadante. Para el cumplimiento de su cometido, Rosa Chacel se halla dotada de un temperamento enérgico que debe a su raza, y al que le queda aún mucho de su romántico esplendor. Y de un gusto clásico, incluso severo, que aspira a la expresión científica de la verdad, "desnuda y radiante de modestia', como ella la llama. Por otra parte, la atracción de lo novelesco ha reñido en ella una batalla violenta, pero equitativa, con su afán filosófico (o religioso), y que se ha visto corowww.faximil.com

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nada, más que con una victoria, con una admirable dosis artística de componibilidad; es decir, que cada elemento ha penetrado al otro hasta quedarse, sin avasallamiento, impregnado de él. Si bien, en las últimas veinte páginas, el desgarro entre juicioso y delirante del protagonista parece como rebasar por su cuenta el borde, alto, claro está, que le impone su vaso. Morirse, en una novela es, siempre que la muerte va unida a una contienda, evasión. De momento nos parece la comprobación suprema de una causa; más tarde nos damos cuenta de que algo, o alguien, se nos escapó. Por cierto que esa muerte del protagonista, "repentina y algo misteriosa", como se la llama, alguien que muere con un cuaderno al lado, abierto en la última página, ¿no podría ser la de un conocido? Y también para ti; ja le hablaré de ello. Bien, llevo ya dos horas largas escribiéndote y mi carta toca a su fin. ¿He dicho algo que te sirva? Lo dudo. Como de ordinario, me he dejado arrastrar por mi pendiente en lugar de atender, con precisión, al tono de tus interrogantes. Es decir, que también yo me desordené. De todos modos, esto puede haber servido para crear el clima de nuestras sucesivas insistencias. Y para terminar, cojo el tomo de ''Los mandarines" y leo el último capítulo, en el que la protagonista nos habla de su suicidio frustrado. Su estilo es menos denso: su contenido, más superficial. También allí se dice: "Yo hacia la razón, la razón que mantiene el orden." En Rosa Chacel, habíamos leído: "No hay más que un terreno: el de la razón. Lo que queda fuera de este terreno no toca tierra." Para que un francés hable así no necesita más que recordar: todo está predispuesto, Habla, pues, con entera facilidad —empleo "superficial" y "facilidad" no dándoles un sentido deficiente, sino en el suyo propio—. Pero para un español la cosa cambia. Aquí hay que extraerlo todo esforzadamente porque nadie ayudó nunca. Y de ahí que un español cuando razona, con tanta pasión, arranca de sí esos jirones vivos que palpitan también en su voz cuando canta. Eso es lo que más me conmueve en Rosa Chacel: el intento grandioso de salir de su círculo cordial sin traicionarlo. Pero a lo que iba: los dos textos, el francés y el español, los dos textos voluminosos, copiosas, inquirientes, ponen su punto final con la misma frase, con un "Quién sabe." Extraña coincidencia que no deja de parecerme significativa. Es una expresión escéptica, si quieres, pero llena de cautela y de consideración Te aconsejo, a este respecto, que releas el final de la página 379, el parlamento de Herminia, porque es ella la que habla, no Santiago, en el que dice que "nuestra era se fue feminizando (no afeminando, no: son dos cosas completamente distintas. Eso es lo que no comprendió Nietzsche), en el sentido de la pacificación, de la piedad, del respeto a la vida". Y sigue leyendo a la vuelta de la hoja, donde encontrarás cosas tales como: "La idea de la guerra ya no tiene crédito moral", o la de: "Estamos viviendo la idea de la paz, como nunca antes de ahora." Henos ante la pitonisa pontificando "sagement''. www.faximil.com

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}' basta. No aludo a la "Orestíada" porque sería el cuento de nunca acabar. Te supongo dispuesto a rendir tu Numismática, y si así es, no te pasará por alto, espero, que mañana entramos en septiembre. Las playas empiezan a despoblarse hacia el logro de esa serenidad otoñal que sabes que me encanta, y en la que suelo quedarme solo como alguien que se toma las vacaciones a destiempo. ¡Ah, el maldito placer de desertar! Hasta pronto, pues, y disculpa los desaciertos de tu viejo amigo JUAN GIL-ALBERT

* Esta española, Rosa Chacel, nació en Valladolid, heredando ya en el hogar palerno la vocación literaria. Cursó escultura en Madrid, visitando luego Roma, con su marido, pensionado en aquella ciudad. Colaboradora de la RevisLa de Occidente, publicó en ella un capítulo de su primera novela: Estación, ida y vuelta. En 1940 se trasladó a Sudamérica, y reside, desde 1942, en Buenos Aires, donde ha publicado ya cuatro libros excepcionales. La sinrazón (Ed. Losada, Buenos Aires, 1960) ha surgido al cabo de un largo proceso de sedimentación y trabajo, y es la obra maestra de Rosa Chacel y una de las novelas más importantes de la literatura española. Según los más diversos testimonios, «desde Galdós no se había hecho nada de esa categoría en el mundo de la novela española». Esperamos que el público peninsular dedique a lal acontecimiento la atención que merece. Con La sinrazón se convierte Rosa Chacel en una de las personalidades más ilustras de la España peregrina. (N. de la R.)

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EL JARRO Vosotras, mis pequeñas fraternas cosas tristes. Vosotras, tan desoladas tras la Ausencia grande, dais acaso placer, acaso tibieza confortante tan sólo a los que así contemplan vuestra presencia muda en el ocaso. Todo se va, es muy cierto. Todo tiene en el ocaso yerto de la vida un pálido color que se desvae. Pero entonces este amor que me coge la garganta, este día que parece mostrarnos la existencia sin duelo, ¿qué puede ser o significa? No significa; existe. No significa; duele. Contemplando una plazuela al fondo de una calle de sombra donde un niño hace, girar un aro interminable, yo me pregunto a veces qué consuelo puede alcanzarnos. Si morir es duro, hace caricia un surtidor, el fresco caño de un agua pura, o simplemente las gotas frescas del rocío. Amo el simple estar de una presencia tibia a nuestro lado, el consuelo de una mano querida retenida en la sombra. No furtivo, el corazón aprenda a amar la vida en su dureza sin piedad o en el contorno grácil de un jarro esbelto en medio de un crepúsculo. Tocamos la superficie nítida asombrada que llegará a más lejos que nosotros. Sumidos en su esplendor nocturno de materia algo sabemos de un futuro enigmático. Tentamos un más allá de piedra, una rotunda negación de la nada, un duro jarro, y nos decimos que no todo muere. que algo se queda vivo entre nosotros.

CARLOS

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ORACIÓN ANTE EL JARRO Ante ti yo respiro. Ante ti yo me postro y respiro, y enmudezco y me quedo y respiro. Sumido- en tu acorde, allegado hasta ti grave templo de perfección, providencia y cobijo y reposo, yo me siento con humildad en las gradas de tu majestuosa apariencia, me persuado de mi pequenez y recorro con pie cansado el hondo bramido ligero de tu perduración, la pesadumbre de tu claridad, la concentración de tu regocijo, la espesura de tu tiniebla y el ancho aliento de tu juventud generosa. ¿Qué hay en ti; qué voces juveniles cantan en el rincón más oscuro; qué primaveras florecen; qué rosas se abren, crecen, aspiran, se agrandan, continuamente movidas, levantadas, ascendidas de pronto? ¿Qué es lo que se mueve y arguye sin destrucción en tu seno; qué es lo que viaja en tu inmovilidad; qué ráfagas exteriores golpean tu quietud sin cansancio? ¿Qué fascinación te esclarece; qué elevada presencia te asume, reconcentra y aclara? Oh, yo veo países que tú recorres ligero, sin apresuramiento, sin demora, en la noche, en la mañana, mediodías, veranos. Dime entonces el ademán con que corriges el sueño, la verdad y la vida. Cómo la recompones y con qué grave consideración la instituyes. Dime cómo podré caminar desde ahora, cómo podré fatigado llegar hasta ti, vivir sin sollozo, hundirme en tu esclarecimiento, escuchar la pregunta que asoma de tantos labios, de tantos cansancios absortos, de tanta humanidad que no puede esperar, que no puede llegar ni decir. Cómo decir, callar, si tanto sueño, si tanta injusticia nos roe, si tanto desaliento nos pesa, en la noche, sin ti, lejos de ti, tan solos de tu enorme sosiego, de tu enorme esperanza y sosiego, en la noche callada...

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BOUSOÑO


SITUACIÓN DE VICENTE ALEIXANDRE Pícente Aleixandre y la generación de 1925. Hasta no hace mucho era usual ver en Darío y el Modernismo el origen de la corriente poética que llena los últimos sesenta años de nuestra historia literaria. Hoy sabemos bien que su raíz de más visible y próxima operancia es la obra de Bécquer, con la que por fin se cierra ese largo período de sequedad poética que durante casi dos siglos interrumpe la tradición nacional. Así, pues, la continuidad respecto de nuestros clásicos, los grandes autores del XVI, del XVII y aun anteriores, es, en cierto modo, irregular. Las características generales de la moderna poesía europea —ruptura de los nexos lógicos, individualismo, predominio progresivo, aunque temporal, de las imágenes visionarias, etc.-— y, por tanto, de los poetas españoles de buena parte de lo que va de siglo, sobre todo los del 25 en su amplia fase inicial (1), tienen su origen más o menos remoto en ese gran momento poético, a fines del xvm, en el que, casi paralelas, surgen y crecen las obras de un Hólderlin, un Keats, un Leopardi, esto es, los poetas de la llamada «era de la revolución»; momento casi por completo estéril en nuestra lengua, y que marca el comienzo del largo y definido período que, a través de la columna vertebral del xix francés —Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé—, llega hasta casi nuestros propios días. Más o menos íntimamente relacionados con la poesía europea de su tiempo, y hasta en algunos casos a partir de ella misma, han vivificado y asumido los grandes poetas españoles de nuestro siglo —desde Unamuno, el más viejo del 98, hasta Altolaguirre, el más joven del 25— el legado y la tradición espiritual y material de nuestros clásicos, cuya presencia es bien perceptible en la doble vertiente, crítica y creadora, de su obra. A los poetas que vamos a comentar debemos en buena parte la reconsideración decisiva de Garcilaso, Góngora, San Juan, Bécquer, por no aludir sino figuras de máxima trascendencia. En la tercera década del presente siglo surgen, uno tras otro, (1) No reina todavía unanimidad en los textos respecto a la nomenclatura de esta generación. He. podido recoger los siguientes nombres: «del 27», «de la Dictadura», «de la República», «de enireguerras», «de Litoral»; tal vez circule alguno más. Luis Cernuda utiliza el de «Generación de 1925», atendiendo a la íecha intermedia entre el primer Libro de Poemas, de Lorca, que aparece en 1921, y el más tardío, Ámbito, de Aleixandre, que ve la luz en 1928. Es, pues, un nombre debido a razones intrínsecas a la propia generación, y no meramente accidentales, como las del tan difundido «del 27», que hace referencia al tercer centenario de Góngora, cuya celebración no parece lo suficientemente decisiva como para dar título a una generación semejante. En cuanto a los restantes, a la vista está lo ocioso de su empleo.

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una serie de poetas cuyos libros primeros fueron recibidos con entusiasmo variable, pero siempre con cierta repulsa ante su pretendido hermetismo, al que se tachó con frecuencia de «intelectual». Luis Cernuda, en un libro reciente (2), ha trazado la trayectoria evolutiva de estos poetas: Guillen, Salinas, Diego, Lorca, Alberti, Aleixandre, Prados, Cernuda y Altolaguirre, cuyo desenvolvimiento inicial cifra en los estadios siguientes: 1.° Predilección por la metáfora. 2.° Actitud clasicista. 3.° Influencia gongorina (fase que se relaciona con las dos anteriores); y 4." Contacto con el superrealismo. De estas cuatro fases es el contacto con el superrealismo francés la que se nos aparece como más importante respecto del posible carácter orgánico de dicho grupo, a cuyo análisis hay que volver en vista de lo que supuso este movimiento para algunos de sus miembros. El año 1891 llevó a cabo Jules Huret en París una Enquéte sur l'évolution littéraire en la que se reveló el Simbolismo —hasta entonces sólo conocido por un grupo de iniciados— como «la más celebrada tendencia del día»; Verlaine, y sobre todo Mallarmé, eran el centro de la atención del público del momento, que veía en Baudelaire el precursor más importante de la poesía simbolista. En esta poesía triunfa un afán ir racionalista que se opone a toda idea conceptual del lenguaje, y que, como dice Lukacs (3), glorifica a la intuición, acepta la teoría aristocrática del conocimiento, la mitomanía, etc. Mallarmé, que era un platónico, piensa que el poema debe ser «algo misterioso cuya llave tiene que buscar el lector». Se desarrolla también en este momento el concepto de «poesía pura». En un párrafo de una carta de 1891 indica Mallarmé la posible significación de la «pureza» en su lírica: «Descomponer y consumir las cosas en nombre de una pureza central.» Desobjetivación, pues; supresión de toda posible «embriaguez del corazón». Por otra parte, Mallarmé habló a menudo de las estrechas relaciones que hay entre música y poesía, en un tono que ha sido muchas veces mal interpretado, ya que él se refería no sólo a «la sonoridad agradable del lenguaje», sino sobre todo a una «vibración de los contenidos intelectuales de la poesía y de sus tensiones abstractas, más fácil de captar para el oído interno que para el externo». Sólo ya estas palabras indican el fondo propiamente ontológico de esta excepcional poesía en cuyo análisis, claro es, no podemos entrar. La obra de arte —como dice Hauser (4)— era considerada entonces no sólo como finalidad, no sólo como juego suficiente por sí (2) Estudios sobre poesía española contemporánea (Madrid, 1957). Es este libro el único trabajo amplio y sistemático con que contamos acerca de lo más vivo de la poesía española última. Se trata de unas páginas densas y ricas en sugerencias, desarrolladas en torno a una cerrada estructura interna: no es, pues, una mera recopilación de ensayos acerca de temas y estilos afines. Por eso, mis referencias, explícitas o implícitas, a tal obra habrán de ser constantes en el primer apartado de este .trabajo. (3) El asalto a la razón, pág. 9. Méjico-Buenos Aires, 1959. (4) Historia social de la literatura y el arte, pág. 1203. Madrid, 1957.

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mismo, cuyo encanto es natural que sea destrozado por todo objetivo ajeno a la estética, sino que, en su autonomía, se convierte en modelo de vida. El movimiento simbolista extrema así los viejos riesgos románticos al hacer del arte la justificación de la vida, estado al que se llega al cabo de un hondo divorcio entre el artista —por lo general de extracción burguesa él mismo—, y que resulta ser un desplazado, y la clase reinante: la burguesía del Liberalismo económico y el laissez ¡aire, laissez passer. Y así se prolonga durante los primeros años del novecientos, llegando a increíbles excesos —por ejemplo, el hedonismo, el esteticismo, etc.— el intento romántico de evasión ante la realidad. Este estado de cosas hace crisis casi definitiva con un nuevo movimiento que surge, también en Francia, hacia 1916: el dadaísmo, que se alza contra la reducción al absurdo a que estaba expuesta la literatura en los confines del Simbolismo, algunos de cuyos epígonos ostentaban un ya inaguantable bizantinismo. El dadaísmo nace como protesta contra una sociedad que había puesto al mundo en pie de guerra, y es también un desesperado intento por destruir los viejos moldes expresivos, ya gastados, en pro de una máxima libertad formal. Y, sin embargo, este movimiento no es sino un destello romántico más del irracionalismo occidental, cuyo origen cifra Lukacs en Schelling. Lo que surgió como impulso renovador, resultó, a la postre, pura destrucción sin norma. De ahí su escasa trascendencia. En 1924 promulga André Bretón su Primer manifiesto superrealista, sentando las bases de un nuevo movimiento espiritual, más que meramente literario, y que sucede bien pronto al fallido intento dadaísta de Tristán Tzara; vamos a revisar brevemente sus rasgos fundamentales. Según apunta el propio Bretón, el superrealismo, que implica toda una gigantesca protesta, giraba al principio enteramente en torno al tema de la lengua, y en seguida intentó completar el extraño método poético del dadaísmo con el «modo automático de escritura». Y así, al mismo tiempo que atacaba al arte nacido de una voluntad predeterminada, esperaba salvarlo, aceptándolo —según dice Hauser— «a lo sumo como vehículo de conocimientos irracional, de inmersión en lo subconsciente, en lo prerracional y lo caótico; adoptando el método sicoanalítico de la libre asociación, es decir, del desarrollo automático de las ideas y de su reproducción, sin ninguna censura racional, moral ni estética, pensando haber descubierto así una infalible receta para la restauración del bueno y viejo tipo romántico de la inspiración». Pero, dejando aparte esta contradicción inherente al superrealismo, de la que tan pronto se dio cuenta el propio Freud, y que había de llevar a sus seguidores más recalcitrantes a un arte insípido, monótono y rígido, lo decisivo de este movimiento —dentro de un terreno puramente poético— es el descubrimiento de una «sewww.faximil.com

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gunda realidad», surrealité, estrechamente relacionada con el mundo de los sueños. El sueño se convierte en paradigma de toda imagen del mundo, en el cual realidad e irrealidad, lógica y fantasía, trivialidad y sublimación de la existencia, forman una unidad insoluble e inexplicable.» De este modo nos encontramos con que el superrealismo afluye a un estadio metafísico, revalorizador en el terreno poético, de aquella idea de la coincidentia oppositorum que desarrollaron en su filosofía Cusa y Bruno (5). Y este es, precisamente, como luego veremos, el punto de intersección del superrealismo español con el francés. El superrealismo fue, en suma, «la última tentativa del irrealismo para mantener su dominio espiritual a través de la literatura y el arte», según ha escrito Castellet; pero fue sobre todo «una protesta total contra la sociedad y contra las bases en que ésta se hallaba sustentada: contra su religión, contra su moral, contra su política», y ahí hay que cifrar, en parte no pequeña, su posible supervivencia. Volviendo de nuevo a la generación española de 1925, nos encontramos con que, poco a poco, y por lo general después de publicados ya sus primeros libros, el superrealismo francés influye más o menos tangencialmente en su nuevo tono, un tono pasajero, pero que decide toda una amplia fase de su trayectoria. Esta influencia es evidente, por una parte, en la extrema libertad formal —verso libre, abandono de los ritmos y rimas tradicionales, técnica visionaria, y algunas otras características más, estudiadas exhaustivamente por Carlos Bousoño, a propósito de Vicente Aleixandre, en un libro excelente (6)— que muestran tantas publicaciones del momento; y, por otra, en el tono general de ruptura, a veces violenta, perceptible en estas obras. Al mismo tiempo que toma carácter el aliento superrealista en parte de esta generación, se desarrolla otro modo literario, de origen a la par francés e hispanoamericano: el creacionismo. El chileno Huidobro y el español Juan Larrea adoptan, primero en francés y luego en castellano, el verso creacionista, cuyo inmediato seguidor y defensor fue Gerardo Diego. Vicente Aleixandre, Luis Cernuda y Federico García Lorca, en cambio, hicieron coincidir sus particulares propósitos poéticos, durante algunos años, con el superrealismo. Los restantes permanecen indecisos entre ambas corrientes, que sólo tenían en común la extrema libertad expresiva. En realidad, los versos creacionistas, hoy tan poco interesantes, no dejan de parecemos un juego verbal, más o menos afortunado. El superrealismo (5) A título de curiosidad cabe recordar la comparación hecha por algunos especialistas entre el Superrealismo y el Manierismo posrenacentista. Según Hauser «sólo el Manierismo había visto el contraste entre lo concreto y lo abstracto, lo sensual y lo espiritual, el sueño y la vigilia, con la misma luz deslumbradora» (Ob. cit., pág. 1277). (6) CARLOS BOUSOÑO:La poesía de Vicente Aleixandre, 2.a ed. Madrid, 1956.

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palabras de C. M. Bowra (7), fue, como vimos, Mallarmé, y que surgen entre 1871 y 1888, fecha en que nace Eliot (8). A esta generación, que no deja de mostrar a su vez algún que otro pasajero contacto con el superrealismo (como, por ejemplo, en ciertos aspectos de Eliot o Joyce), y entre cuyos miembros más destacados figuran además Rilke, Stefan George, Swinburne y Ungaretti, pertenece plenamente Juan Ramón Jiménez. Y en un sentido puramente temporal, también Unamuno y Machado. Así, pues, Guillen y Salinas son los más visibles representantes españoles de las últimas consecuencias del simbolismo, movimiento en nada afín al Modernismo hispánico, que, como han demostrado cumplidamente Luis Cernuda, por una parte, y el helenista inglés C. M. Bowra, por otra, depende realmente de lo parnasiano. En un libro hace poco traducido al castellano (9), el profesor Friedrich estudia a nuestros poetas del 25 como miembros de la antedicha generación europea, lo que no es sino uno de los varios errores históricos que encierra, entre sus muchas virtudes, esta obra. Al hacer tal cosa adscribe de modo terminante a los poetas del 25 una serie de características —cuyo origen data de Baudelaire— que sólo son evidentes en la parte juvenil «hermética» de su poesía. Un libro firmado en el año 1956 no puede ignorar la evolución general de estos poetas, juzgados, sin duda en buena medida, a través de la célebre Antología de Diego. La generación española de 1925 —que según el propio Friedrich es, junto con Machado y Jiménez, «quizá el tesoro más valioso de la lírica europea contemporánea))— resulta ella sola, en rigor, la heredera, dentro del ámbito europeo, y sucesora en calidad, de los poetas que surgen entre 1871 y 1888 (10). Características peculiares del superrealismo español Al apuntar las dos notas eje del superrealismo —rebeldía y abolición de cualquier norma expresiva— ya vimos en qué degeneró, paradójicamente, la segunda: la mayoría de los poemas superrealistas estrictos de aquel tiempo apenas tienen hoy otro interés que el meramente histórico. La famosa «escritura automática» se convirtió pronto en una coraza esterilizante. Pero bajo este rasgo formal latía algo decisivo: el profundo cansancio moral de un grupo de hombres ligados a una sociedad que entró hace muchos años en crisis, y a cuyo fin tal vez estemos asistiendo ya. De ahí la posterior implicación política que adquirió este movimiento, y algunos de sus

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(7) The heritage of symboüsm, pág. 1. Londres, 1943. (8) Valéry, discípulo fiel de Mallarmé y testamentario supremo de la «poesía pura», nace en 1871, y no hará falta insistir en los lazos que unen a Guillen, y a Salinas, por ende, con este poeta. (9) Estructura de la lírica moderna. Barcelona, 1959. (10) Un mero dato histórico: Eliot publica una de sus obras cumbres: The Waste Land, en 1922. Las obras fundamentales de Aleixandre, Cernuda o Alberti empiezan a surgir pasado ya el 30. Junto a estos poetas españoles sí es posible, en cambio, colocar a figuras como Eluard, Brecht o Quasimodo.


miembros más ilustres, como Aragón una vez superado, más o menos definitivamente, el subjetivismo romántico-burgués occidental, una de cuyas últimas crisis ha sido el superrealismo. Es lógico que en España, donde un cúmulo de fuerzas adversas han detenido sempiternamente toda posible evolución, encontrase aquella rebeldía total un campo abonado. En el terreno de la técnica poética es preciso hacer referencia a los grandes aciertos logrados por Lorca, Cernuda y Aleixandre al usar de aquella máxima libertad formal sin renunciar a la voluntad artística. El aspecto «mágico» de sus poemas, la sutileza de sus asociaciones verbales, y tantas otras características, hacen de aquellos poemas composiciones insustituibles, de rara hermosura desvelada. En la obra de los tres grandes poetas superrealistas españoles, esta rebeldía, unida a la forzosa asistencia al fracaso de un pueblo, se enlaza íntimamente con una especial conciencia trágica del vivir humano, que informa la peculiar visión poética de la realidad subyacente a sus obras respectivas. Esto solo es bastante para marcar la clara heterodoxia del superrealismo español, que ya han visto varios críticos, entre ellos Ricardo Gullón y Carlos Bousoño (11). El propio Aleixandre la ha señalado al escribir lo siguiente, a propósito de Pasión de la tierra: «Es el libro mío más próximo al suprarrealismo, aunque quien lo escribiera no se haya sentido nunca poeta suprarrealista, porque no ha creído en lo estrictamente onírico, la escritura automática, ni en la consiguiente abolición de la conciencia artística.» La función del heterodoxo superrealismo español fue, pues, sacar a la luz una serie de fuerzas dormidas: «Pasión de la tierra, el libro segundo, de poemas en prosa, supuso una ruptura, la única violenta, no sólo con el libro anterior, sino con el mundo cristalizado de una parte de la poesía de la época. Algo saltaba con esa ruptura —sangre, quería el poeta—. Una masa en ebullición se ofrecía. Un mundo de movimientos casi subterráneos, donde los elementos subconscientes servían a la visión del caos original allí contemplado, y a la voz telúrica del hombre elemental que, inmerso, se debatía» (12). Esta ruptura puede adoptar, a veces, un tono caricaturesco al someter a crítica determinadas actitudes burguesas: Las damas aguardan su momento sentadas sobre una lágrima, disimulando la humedad a fuerza de abanico insistente. (11) Sería injusto no citar en esta ocasión a Pablo Neruda, cuya Residencia en la tierra está estrechamente vinculada al superrealismo español Por otra parte, Juan Larrea y, sobre todo, César Vallejo —que figuran por lo general como miembros de la escuela creacionista— revelan en su poesía una disposición anímica más afín a este talante trágico que, por ejemplo, a lo que representan los versos ríe Diego. En todo caso, apenas es posible juzgar con alguna exactitud a Juan Larrea, ya que su trabajo es hoy prácticamente desconocido e inaccesible en España. (12) VICENTE ALEIXANDRE: Mis poemas mejores. Madrid, 1956.

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Y los caballeros abandonados de sus traseros quieren atraer todas las miradas a la fuerza hacia sus bigotes.

Pero lo que hoy más nos importa es esa conciencia trágica, esa lucha entre dos mundos trascendida por estos poetas a un plano puramente metafísico que cristaliza y adquiere carácter definido en sus obras posteriores, de tan acusado bulto personal. Por desgracia, esta aseveración que nos sugieren los tres grandes poetas españoles que usaron durante algún tiempo del superrealismo como vehículo de su propia poesía magnífica —Aleixandre, Cernuda y Lorca—, sólo podemos hoy ratificarla respecto de dos de ellos. Y así abandonó el impulso superrealista las letras españolas (13). Abandono que podemos cifrar en estas palabras de Cernuda, escritas en su ya citado Historial de un libro: «El período de descanso entre Los placeres prohibidos y Donde habite el olvido... representó también el abandono de mi adhesión al superrealismo. Este había deparado ya su beneficio, sacando a luz lo que yacía en mi subconsciencia, lo que hasta su advenimiento permaneció dentro de mí en ceguedad y silencio.» A partir de este momento ya no es posible hablar de «Generación de 1925» •—entendiendo por tal un grupo orgánico— si no es por meros motivos didácticos. De todos los poetas que hemos citado, dos se alzan hoy sobre los años de nuestro siglo con importancia excepcional: Vicente Aleixandre y Luis Cernuda. Ambos han sabido armonizar, a diferencia de sus otros compañeros de generación, y a lo largo de su ya nutrida obra, dos características decisivas: evolución y continuidad, y han determinado, cada uno a su modo, el rumbo general de nuestra lírica. La reciente compilación de las poesías completas de Aleixandre en un único volumen permite aprehender al lector, con mayor facilidad, la sólida relación estructural que informa el todo de esta obra, sólo aparentemente escindida (14). Los ocho libros que ahora se nos ofrecen unidos, resultan, en última instancia, un vasto proceso de concreción, en el que se dan tres momentos decisivos: La destrucción o el amor, Sombra del paraíso e Historia del corazón; tres densos libros en torno a los cuales crece incesante la bibliografía —por una vez al menos la dispersa crítica española ha sido unánime—•. Carlos Bousoño, a quien ha correspondido la tarea de sistematizar definitivamente la obra de Aleixandre, distingue en ella dos períodos de evidente perfil autónomo: de Ámbito a Nacimiento (13) No ha sido ésta, desde luego, la vez primera que un grupo de escritores españoles ha entrado en estrecho contacto con tal o cual corriente literaria nacida en el país vecino. Pero sí es, sin duda, no pequeña novedad histórica el que los resultados españoles hayan superado, como es éste el caso, al modelo francés. (14) VICENTE ALEIXANDRE: Poesías Completas. Madrid, 1960.

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último, el primero y más largo, ya que abarca casi tres décadas. Historia del corazón, comenzado a escribir en 1945, representa, por ahora, el segundo. En realidad, la temática aleixandrina, la visión general del mundo, y el tono evolutivo de su poesía están perfectamente contenidos en los tres libros citados. La destrucción o el amor es la culminación del aprendizaje poético de Aleixandre, y es, a la par, una de sus obras fundamentales. Aunque los tres libros que le anteceden sean conjuntos decididamente coherentes, en cuyo seguro curso vemos desarrollarse lo que pronto será rotundo dominio del lenguaje, es preciso considerarlos como la búsqueda que de sí mismo hace el autor. Ámbito, a su vez, encierra aciertos —fluidez, luminosidad, transparencia— que luego resplandecen en Sombra del paraíso. De "La destrucción o el amor" a "Sombra del paraíso" Desde un principio se nos aparece esta poesía impregnada, en su peculiar conciencia trágica, por un intenso afán de elementaüdad, afán que hace al poeta cifrar el supremo bien humano en una especie de felicidad vitalista: Canto e! cielo feliz, el azul que despunta, canto la dicha de amar dulces criaturas, de amar a lo que nace bajo las piedras limpias, agua, flor, hoja, sed, lámina, río o viento, amorosa presencia de un día que sé existe.

La poesía de Aleixandre gira, en esta larga fase, en torno a tres temas fundamentales, viejos como el hombre: la naturaleza, el amor y la muerte, si bien el primero acaso sea sólo el soporte plástico de los otros dos. La sostenida presencia de la naturaleza como elemental factor primero hace de estos libros obras verdaderamente hilozoístas: ¡Oh tú, cielo riente que pasas como nube; oh pájaro feliz que sobre un hombro ríes; fuente que, chorro fresco, te enredas con la luna; césped blando que pisan unos pies adorados!

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En esta su constante aparición como germen poético, la naturaleza se nos aparece formada, en última instancia, por las «cuatro raíces» de Empédocles (fuego, aire, tierra y agua) a las que Aleixandre llama en Sombra del paraíso, explícitamente, «Los Inmortales». Sobre este afán primigenio se alza la preocupación amorosa, íntimamente entrañada con la muerte. Por lo general, las características internas de la sociedad española han sido poco propicias a la expresión desnuda del sentimiento amoroso meramente humano: la impronta ascética de buena parte de nuestra literatura y el cariz religioso de tantos de sus momentos


han impedido su normal desarrollo. Es bien evidente que hasta Salvador Rueda y algún otro poeta afín, apenas hay sino «una negación constante frente a la vida», que en este poeta desaparece para dar paso —no sin cierta segura innovación— al amor o al deseo «como urgencia de todo el ser», «como forma suprema de vida». Una vez salvados los manierismos de lo modernista-parnasiano, y las agresivas peculiaridades de los escritores del 98, ha correspondido a ciertas figuras del 25, y, sobre todo, a Aleixandre, el llevar este talante amoroso a su máxima formulación poética. Y esto lo ha conseguido con tal propiedad, que para encontrar un antecedente aún más exacto a tan abrasado sentimiento amoroso hemos de remontarnos hasta las grandes obras de la Mística española. Aleixandre traduce a lo humano lo que vemos surgido de San Juan o Santa Teresa a lo divino. De este modo, si para los místicos es el éxtasis la culminación del ímpetu amoroso: ¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en el mas profundo centro! Pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de esje dulce encuentro.

para Aleixandre lo es la muerte, o sea la «fusión con el cosmos», tal corresponde lógicamente al eudemonismo naturalista y vitalista (en este caso hemos de entender por vitalismo, exaltación física) que informa la primera y amplia fase de su obra: Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo, quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente que regando encerrada bellos miembros extremos siente así los hermosos límites de la vida_

Este eudemonismo amoroso-vitalista lleva al poeta, una vez acrisolada su exaltación directa de la materia poética que es la base de su trabajo, a la asunción del mito bíblico del Paraíso, íntimamente relacionado con la leyenda grecolatina de la Edad de Oro, como vía mejor para la objetivación final de su voluntad creadora Es curioso confrontar las observaciones de Cassirer y Neumann acerca de la estrecha vinculación existente entre lenguaje y mito. Ambos vienen a coincidir, desde sus distintos métodos profesionales, en que los mitos son el último estadio de ese proceso gracias al cual se alza una lúcida visión del mundo —una visión mítico-simbólica que suele ser la base de posteriores construcciones teóricofilosóficas—, sobre las sombras y vacilaciones iniciales de la mente. De modo parejo es preciso considerar la presencia del paraíso en la cumbre de esta etapa inicial de la poesía aleixandrina: se trata de una cristalización poética. La intuición de unos determinados deseos humanos, en los que la felicidad, según dijimos, no es el último, adquiere forma con-

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creta en Sombra del paraíso. Así, por ejemplo, el fondo plástico de este libro es el paisaje mediterráneo, cuyas características vemos aparecer en las sucesivas descripciones paradisíacas. De este modo adquiere forma impar la gran imaginación visual de Aleixandre, sobre un sostén alegórico. Todo lo cual posibilita en Sombra del paraíso la consecución de un estilo de extraña lucidez poética. Ahora bien, no se trata de cantar un pasado ideal, sino de establecer un contraste entre la plenitud, felicidad e inocencia primeras del hombre —«criatura en la aurora»— y del mundo paradisíacos, y la corrupción y decadencia de nuestro estado actual. Semejante función ejerce el mito, como ha visto el profesor Diez del Corral en un libro luminoso, en determinados puntos de la obra de otros escritores contemporáneos, sobre todo Eliot y Joyce (15). A esta nueva luz se acogen los contenidos formantes, ya enumerados, de la poesía de Aleixandre (16). Esta presencia del mito clásico, a pesar de su vaguedad, en Sombra del paraíso, es, tal vez, una causa más de la originalidad de este libro. En la literatura vernácula, tan rica en mitos propios —la Celestina, Don Quijote, Don Juan, las grandes figuras galdosianas, originales o recreadas, etc.—, apenas vemos, en cambio, la presencia del clásico, salvo en tal o cual excepción ilustre. Así, Diez del Corral, en el libro citado, apenas ha podido dedicarle espacio. Ya aludimos a la raíz romántica del superrealismo español, visible sobre todo en La destrucción o el amor. En Sombra del paraíso coexisten, raramente, el viejo impulso romántico —de impronta romántica es todo panvitalismo— y un nuevo ademán clásico: madurez de mente y de lenguaje. A veces es posible pensar en los poetas revolucionarios ingleses y alemanes de fines del siglo xvm, en quienes se da típicamente tal circunstancia. El propio Aleixandre ha puesto dos citas, una de Byron y otra de Novalis, al frente de otros tantos pasajes de su obra juvenil. Por otra parte, no es difícil hallar la presencia de Holderlin en algunos poemas de Sombra del paraíso. Por ejemplo, acaso sea posible relacionar el poema «Primavera en la tierra», de Aleixandre: Vosotros fuisteis, espíritus de un alto cielo, poderes benévolos que presidisteis mi vida, iluminando mi frente en los feraces días de la alegría juvenil.

con el de Holderlin «Mientras fui un muchacho». (15) L. DIEZ DEL CORRAL: La ¡unción del mito clásico en la literatura contemporánea, pág. 136. Madrid, 1957. (16) La transposición psicológica de esta mirada poética a un pasado perfecto, totalmente ahistórico, es la nostalgia por la infancia, que ha llevado a tantos poetas a cantarla, cifrando en ella todo lo recordado, y, aún más, lo deseado. De igual modo, los poetas latinos de la era imperial fundieron la Edad de Oro mítica con el ideal de la vida bucólica. Un ejemplo de esta querencia, de esta recreación elegiaca de los años puros de la infancia, puede verse en uno de los mejores libros de la más joven generación poética española: Las brasas, de Francisco Brines. www.faximil.com

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La cima de esta fase primera nos la ofrecen unos versos magníficos en los que se refleja buena parte de la total entraña de esta poesía, cuyas características internas hemos ido analizando: ¡Ah!, amigos, arrojad lejos, sin mirar los artefactos tristes. tristes ropas, palabras, palos ciegos, metales, y desnudos de majestad y pureza frente al grito del mundo, lanzad el cuerpo al abismo de la mar, de la luz, de la dicha inviolada, mientras el universo, ascua pura y final, se consume

Nacimiento último encierra, junto con varios poemas que aún pertenecen al espíritu de este primer período, otros que dejan adivinar un cambio inminente. Es, en realidad, un libro de transición —como Mundo a solas—, en el que destaca un poema bien significativo: «El enterrado». Pero el eslabón más importante entre Sombra del paraíso e Historia del corazón, esto es, entre un período y otro, hay que cifrarlo en el poema «No basta», con el que finaliza el libro paradisíaco. En él se acepta de golpe la miseria de la condición humana, y adquiere plasmación final aquella conciencia trágica que vimos latente en la poesía de Aleixandre. Un poema en el que, de espaldas ya a la posible evasión de la realidad que pueda suponer la nostalgia poderosa de un imposible estado inicial perfecto —el paraíso, la infancia, la vida pastoril idílica, etc.—, cree seguro el presagio del inmediato eje aleixandrino: el simple y esforzado vivir humano. Tal vez sea todo esto visible en una sola estrofa de dicho poema: Sobre la tierra mi bullo cayó. Los cielos eran sólo conciencia mía, soledad absoluta. Un vacío de Dios sentí sobre mi carne, y sin mirar arriba nunca, nunca, hundí mi frente en la arena y besé sólo a la tierra, a la oscura, sola, desesperada tierra que me acogía.

Realismo y humanismo El propio Aleixandre se ha referido explícitamente al cambio acontecido en su poesía: «En la segunda parte de mi labor —Historia del corazón, hasta ahora— yo he visto al poeta como expresión de la difícil vida humana, de su quehacer valiente y doloroso.» Se trata, pues, de un libro estrictamente antropocéntrico, inmerso en la actual corriente intelectual europea a la que debemos una decisiva recuperación del sentido del hombre, en las más diversas disciplinas, desde la medicina hasta los principios físicos de un Heisenberg. Sobre este supuesto ha surgido una obra cuyo eje central es el estudio de las distintas realidades humanas, según una perfecta técnica de observación, en la que se dan cita el matiz sicológico y la ancestral sabiduría poética. El amor, la muerte, la posición del hombre frente al «otro», y tantos otros puntos esenciales, son considerados —mejor aún, es-

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tudiados— como hitos del general vivir, con una clara conciencia, por parte de Aleixandre, de la creciente historificación de la idea del hombre, que entre nosotros coincide, paradójicamente, con un increíble quietismo en todos los órdenes. En palabras del poeta: «Visión del hombre vivido, desde la conciencia de la temporalidad (por eso poemas de la edad humana: de niñez, de juventud, de madurez, de ancianidad.)» Sería difícil hallar categoría más constante en la literatura universal que la del tiempo. Hasta tal punto que más que como tema poético habremos de considerarlo sustancia misma de la poesía. Por sólo referirnos a nuestro siglo español, cabe citar el caso de Unamuno, cuyo gigantesco problema era, en definitiva, afán de alzarse sobre el tiempo. Maragall, en una carta a Carlos Rahola, nos ha dejado escrito: «Lligar lo temporal a lo etern y lo elern a lo temporal, aquesta es la tensió del mer esperit.» (Curiosa coincidencia: la poesía, para Eliot, responde a un afán por encontrar «el punto de intersección de lo intemporal con el tiempo».) Luis Cernuda ha dicho que «la poesía pretende influir relativa permanencia en lo efímero». Todo lo cual va preparando esa elevación de la realidad tiempo a un plano de conciencia que ha correspondido a Antonio Machado, para quien poesía es «palabra esencial en el tiempo». Y sobre todo: «En cuanto nuestra vida coincida con nuestra conciencia, es el tiempo la realidad última». (Esta reconsideración del tiempo tiene poco que ver con la tradicional amargura del fugit irreparabile tempus, que, por otra parte, puede ser, tal vez, el germen último de esta misma postura. Dentro del viejo plano, hasta Jorge Guillen, el parmenídeo poeta de la plenitud, ha traducido a su modo el verso latino: «¡Oh tiempo: con tu fuga mi corazón anegas!») La postura teórica del Machado final ha influido en la posición, intencionalmente histórica —sobre una base de acción política—, de algunos poetas actuales. Tema en el que no podemos entrar. En Aleixandre, esta asunción del tiempo como realidad actuante en la conciencia, ha ido perfilando esa postura eticista que ya han señalado algunos comentaristas de Historia del corazón, resultado lógico en un libro crecido en torno a los más decisivos problemas del hombre y por el hombre. En un poema muy reciente ha llegado a traducir la fórmula filosófica «el hombre no tiene naturaleza sino historia» por un «Soy lo que pasa» (17). (17) Al compás de la actual tensión antropológica urge que la crítica española de poesía abandone parcialmente su rígido formalismo —tan útil, por otra parte, al cabo de una larga tradición de retórica vacía—, y ahonde en las disciplinas histórico-filosóficas; en la medida en que logre definitivamente hacerlo cooperará a entender y situar la función poética como lo que realmente es: una parte no secundaria de la empresa humanista de toda época, ayudándonos así —igual que la filosofía, la sociología o la historia y la economía— a tomar conciencia clara de nosotios mismos, trascendiendo al campo crucial de tantos esfuerzos actuales: el estudio del ser del hombre y su existir en un espacio y un tiempo determinados.

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Nos hallamos, en fin, frente a un nuevo intento humanista. Y puesto que ésta es la intención aleixandrina, habremos de ver en ella un punto de lucha, de compromiso con unos valores, que disipan el viejo irrealismo. (No hará falta comentar una vez más el otro suceso paralelo: la desaparición del individualismo romántico.) Como dice Ullman, todo sistema expresivo entraña ya un modo de interpretar el universo; de modo que al eje interno de Historia del corazón habrá de corresponder un sistema realista, entendido ampliamente. Este realismo se ofrece en forma de una técnica descriptiva y un lenguaje coloquial desarrollado en los clásicos versículos aleixandrinos, de música tan acordada. Por otra parte, es un libro en que intuición y reflexión coinciden por completo. En su actual subordinación al hombre, la materia, la naturaleza misma, entran en proceso de espiritualización. Pensamos en la respuesta de Sócrates a Fedro —admirado por la atención momentánea que dedica el maestro, un día cualquiera, a un bello paisaje—: «Los campos y los árboles no me enseñan nada; en cambio, los hombres de la ciudad, sí.» (Afirmación que no todos aceptarían.) El hombre de Historia del corazón parece haber perdido una soledad prolongada: la nacida al filo de la Revolución francesa, con la desaparición de unos determinados grupos sociales que amparaban al hombre en su seno, adormeciéndolo. Pero ha ganado otra más noble: la soledad aristotélica, en la que le es presente al hombre la totalidad del mundo, y él mismo es luz de las cosas, integrado en el mejor camino hacia la colectividad verdadera: el «estar dos en recíproca presencia». Así dice Aleixandre: «No existe el poeta solitario: la poesía supone por lo menos dos hombres.» Es éste un momento en el que la poesía aleixandrina afirma su viejo afán metafísico, clarificándolo. Y no sólo dando cauce, en su estudio del hombre, a ese «mundo esencial, oculto tras el mundo sensible», del que nos habla Dilthey (18), y que es la raíz nutricia de la poesía metafísica, sino aprehendiendo unos problemas fundamentales, en su doble dimensión oculta y desvelada. Tema que dejamos intacto para ocasión más propicia. Por su constante aspiración hacia la luz, a través de una obra admirable, puede muy bien Aleixandre hacer suyos los viejos versos de Goethe, con los que deseamos acabar nuestro homenaje al gran poeta y al amigo generoso: Yo me declaro del linaje de aquellos que de lo oscuro hacia lo claro aspiran. JACOBO MUÑOZ

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(18) W. DILTHEV: Introducción a las ciencias del espíritu (trad. de Marías), pág. 144. Madrid, 1956.


POEMA Yo sé que llega el agua, nos envuelve sin detenerse y deja húmedos nuestros dedos y los párpados besados de su efímera esperanza. Sé que asume el paisaje y lo transporta camino de la mar y sus temblores. Sé que puedo beber un sorbo diferente cada día. Pero ¿podré con esto consolarme? Tú, amor, eras el lago. El río, irrepetible, no retorna. Confundido me quedo en sus riberas sin saber lo que espero ni a quién voy si no es a ti, que estabas en la fuente, origen tú, gota primera, amor, padre del mar, hermano de la lluvia; inconfundible, amor, inconfundible. Pase de prisa lo que va de paso. Lo que ha de morir, muera. Lo que ha de ocultarse en la noche, que se oculte. Tú, amor que has sido, sigúeme alumbrando, inmarchitable como el primer día en que al mundo cuajaste de rocío. Eres puesto que fuiste. Nada puede destronar tu absoluta monarquía. Sé que es fácil beber en cada hora un sorbo diferente, pero mi boca, amor, está sellada por tu boca y el mundo ha terminado. Tú fuiste el mundo: lo que me rodea hoy es sólo el recuerdo de unos ojos. Sobre mi corazón escribiste una fecha que no acaba. Corran los ríos y apresúrense a entregar en el mar mis agonías. Yo estoy en esta orilla contemplando cómo subes, amor, contra corriente. ANTONIO GALA

(Del libro inédito "El desentendido''.)

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APUNTES PARA UNA POÉTICA

Por qué escribo El origen de mi actividad poética es, para mí, bastante oscuro, y se halla íntimamente ligado a mi vida, experiencias, deseos y pasiones. Muchas cosas me determinaron y me empujan actualmente a escribir: los terribles años de nuestra guerra, siendo niño, guerra en la que perdí a mi madre, muerta en Barcelona, en 1938, en un bombardeo de aviación; luego, mi vida en un colegio religioso, triste y sórdido; los años universitarios, afanosos y rebeldes, y el descubrimiento de la poesía; y sobre todo, el afán de testificar o modificar la sociedad que me rodea... Me encuentro, en fin, ante un hecho consumado: escribo. Escribo porque me gusta, porque estoy vivo, porque creo tener algo que decir.

Para quién escribo En las actuales circunstancias del mundo y de la sociedad en que vivo, no considero honesta una postura de evasión ante la realidad. Creo que mi deber como escritor es, además de procurar escribir lo mejor posible, dar testimonio de lo que sucede, de lo que veo y pienso, de lo que ven y piensan hombres como yo, de lo que desean y por lo que luchan y mueren muchos hombres. En cuanto a la tan debatida cuestión del destinatario, yo quisiera que la poesía sirviese de aliento y fuera sentida por la mayoría de la sociedad. Pero esto queda en el plano ideal, que roza la utopía y se convierte en deseo vano. En el plano de la realidad —y prescindiendo de la eficacia que por su mayor o menor bondad y por su interés humano puedan tener mis poemas— es indudable que me dirijo a los hombres de mi tiempo, es decir, actuales, y de un nivel cultural parecido al mío. Pretender lo contrario sería ignorar que la sociedad que me rodea, dividida en compartimientos estancos y de muy difícil comunicación, está formada, en un enorme porcentaje, por analfabetos y semianalfabetos; por hombres que no han tenido nunca la oportunidad de interesarse por temas como la poesía, tan secundarios y como de lujo para personas que están abocadas a una lucha diaria para poder subsistir; gentes que no disponen ni de dinero ni de tiempo para comprarse un libro y leerlo en paz; gentes embrutecidas por el poco pan y mucho circo; y también gentes que entenderían perfectamente lo que decimos muchos, pero a las que no les interesa de ningún modo escucharlo o que lo escuchen otros, .

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La experiencia como fuente y objeto de la poesía No hablo de la experiencia de los demás, que desconozco por no haberla vivido. Es indudable que la experiencia de mi propia vida es la mejor —por no decir la única— fuente de influencias de mi poesía. No escribo poesía imaginativa, o de evasión de la realidad, y por ello, todos los temas que desarrollo en mis poemas me han sido sugeridos por situaciones y vivencias propias.

El oficio del poeta No creo en la inspiración entendida como soplo de las musas o visión fugaz de maravillosa belleza. Creo que un escritor, antes de tomar la pluma y el papel para disponerse a escribir, debe saber perfectamente sobre qué va a escribir. Por lo menos eso hago yo. Lo que no se sabe, muchas veces, es cómo se va escribir, es decir, cómo se deberá desarrollar la idea preconcebida. La determinación y el logro de la forma del poema o de la novela es el verdadero trabajo del escritor. Ahí sí que caben los momentos felices o inspirados, pero no entendidos como arte de magia inexplicable, sino como resultado del trabajo y de la lucidez de ánimo del escritor. Todos los actos humanos tienen explicación, y el de la creación artística no es ningún misterio. No creo en los misterios; detrás de cada misterio se esconde un rebuzno o una maldad.

El poeta, hombre entre los hombres Los conflictos afectivos son semejantes en todos los hombres, pues los afectos humanos son comunes a todos. Lo que sucede es que existen distintas sensibilidades afectivas, condicionadas por la salud, el medio, la educación, la estabilidad •—o inestabilidad— económica, etc. El escritor se vale de su oficio para, a través de su propia experiencia, plantear situaciones, deseos o estados de ánimo, en los que se sienten representados o interesados sus lectores. Por todo ello, la materia prima del escritor es la realidad, entendiendo por realidad no sólo el mundo externo de las cosas visibles y de los demás hombres, sino también el mundo real de los deseos y pasiones del hombre, de su miseria y de su grandeza. La literatura de evasión intenta actuar como un narcótico, anestesiando al hombre para hacerle vivir un mundo que no es el suyo. Esta literatura de evasión, como todos los movimientos artísticos, políticos y religiosos de cariz puramente espiritualista, responde a una actitud reaccionaria del hombre frente a los demás hombres, que está reñida con la honestidad profesional del escritor.

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JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO


PLAZA DEL CARROUSEL En la plaza del Carrousel, hacia el final de un hermoso dia de verano, la sangre de un caballo accidentado y desenganchado fluia sobre el pavimento. Y el caballo estaba allí, de pie, inmóvil, sobre tres patas. Y la otra pata, herida, herida y arrancada, colgaba. Al lado, de pie, inmóvil, estaba también el cochero, y además, el coche, también inmóvil, inútil como un reloj roto. Y el caballo callaba; el caballo no se quejaba; el caballo no relinchaba; estaba allí, esperaba, y tan hermoso, tan triste, tan sencillo, que no era posible retener las lágrimas, oh jardines perdidos, fuentes olvidadas, praderas soleadas; oh dolor, esplendor y misterio de la adversidad, sangre y resplandores, belleza golpeada, fraternidad. JACQUES PRÉVERT (Traducción de José Sanchis.)

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DOS

POEMAS

AHORA QUE NACE LA ALEGRÍA Se ha acabado la noche, y la luna se desciñe lenta en la claridad, tramonta en los canales. Es tan vivo septiembre en esta tierra de llanura, son los prados verdes como los valles del Sur en primavera. He dejado a mis compañeros y he ocultado el corazón entre los viejos muros para quedarme solo, y recordarte. ¡Cuan lejana estás, más que la Luna, ahora que nace el día y en las piedras golpean los cascos de los caballos.

IMITACIÓN DE LA ALEGRÍA Donde hacen los árboles aún más abandonada la noche, con qué indolencia se desvaneció el último paso tuyo, así como la flor que apenas aparece sobre los tilos, e insiste en su suerte. Una razón buscas en los afectos, sientes el silencio en tu vida Otra dicha me revela el tiempo reflejado. Aflige ahora, como la muerte, la belleza, en otros rostros fulmínea. He perdido todo lo inocente, aún en esta voz, que sobrevive para imitar la alegría. SALVATORE QUASIMODO

(Trad. de F. B.)

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EL MUNDO DE LOS LIBROS

NOTICIA

DE

DOS

LIBROS

En 1960 se cumplió el cincuentenario del nacimiento de Miguel Hernández. El poeta había vivido treinta y un años, y en ese tiempo vio publicados tres libros de poesía y tres de teatro; después de su muerte aparecieron nuevos títulos, algunos de ellos en América. Nos faltaba una edición que reuniese en un solo tomo la obra ya impresa y la que restase inédita. La editorial Losada cumple ahora este deseo unánime, al ofrecer sus obras completas. Estas incluyen, junto a la poesía, su prosa y su teatro; se puede decir que la totalidad de la obra del poeta levantino está junta. El volumen, considerando la juventud del poeta al tiempo de su muerte, pone ante nuestros ojos la abundancia de aquel espíritu. La edición, ordenada por el poeta paraguayo Elvio Romero, ha sido presentada, por la editorial, con gusto y sencillez. Diversas fotografías del poeta, autógrafos y reproducciones de portadas de primeras ediciones acompañan cálidamente la lectura. Una importante bibliografía y un índice de primeros versos completan la edición. María de Gracia Ifach, que ha colaborado esforzadamente en la recolección del material inédito, ha escrito un prólogo en el que recoge, con perceptible amor, los rasgos de una vida dramática y generosa. Echamos a faltar, en esta primera edición, las cartas escritas por Hernández a familiares, escritores y amigos. Estamos seguros que cuando se publiquen, la imagen del hombre y el conocimiento del poeta se nos harán aún más cercanos. Esperamos que en la segunda edición, junto a los poemas y prosas que vayan apareciendo, se subsane esta ausencia que ahora tanto añoramos.

La misma editorial, en su Biblioteca Contemporánea, ofrece una Antología de su poesía. Prólogo y selección se deben a María de Gracia Ifach. La índole popular de esta colección nos hace suponer que tendrá una mayor difusión que las obras completas. Sólo hemos querido dar noticia —venturosa noticia— de la publicación de estos dos libros en tierras americanas. Y deseamos que muy pronto los lectores españoles puedan disponer de ellos, para ofrecer al poeta levantino el homenaje más íntimo y agradecido que se le debe, el de su lectura. C.

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CARLOS

SAHAGUN

Ha llegado a las librerías españolas un libro de poesía adolescente. Es un milagro que rara vez ocurre. Para que se produzca tan insólito fruto, de emoción y de belleza, han de coincidir difíciles circunstancias. Nunca, hasta llegar a nuestro siglo, se había dado a las primeras edades del hombre un preeminente valor. Es una de las más hondas revelaciones de la poesía actual, la más luminosa. La ciencia sicoanalítica no ha sido extraña a este fenómeno general. Son numerosos los poetas que han cantado, con los distintos acentos, la derrotada aventura del reino alejado. Nostálgicos, bañados de melancolía, han visto en torno suyo la sombra. Algunos no han podido, ya nunca más, vivir en su ausencia. Sin embargo, son menos, muy pocos, los poetas de voz adolescente. Los que ranUin no abandonados en su orilla, sino desde su mismo centro. El primero de lodos en el tiempo, el que de todos ellos sostuvo por más tiempo su voz ruborizada, fue Juan Ramón Jiménez. A él debe nuestro idioma la revelación pura de aquel mundo. Para ello tuvo que contar con dos condiciones necesarias: una nueva sensibilidad, un nuevo lenguaje. La primera, otorgada por la gracia; la segunda, conquistada por el esfuerzo. Este genuino creador, menospreciado por la mayoría de los críticos y poetas de nuestra hora, tuvo el don de magisterio, el que es negado a casi todos. Y este magisterio persiste todavía, con más intensidad por alejado de la moda, en algunos espíritus jóvenes que, al acercársele, salen de su obra fortalecidos. Y enriquecidos en su sensibilidad. En lo que se refiere al lenguaje podemos decir, de un modo general, que es con Machado —y más que Rubén Darío— el maestro de los otros maestros. Para cantar aquel nuevo mundo sustituyó la reciedumbre del castellano por un castellano alado, flexible, también preciso, tierno, estremecido. Aventura de muchos llevada a cabo por uno solo. El libro que ahora llega a nuestras manos nos dice que, para bien de la poesía, hay urgentes sentimientos que no han caducado. Carlos Sahagún es un poeta de voz adolescente, como el primer Juan Ramón. Como lo fue. en dos libros suyos otro poeta de la generación anterior: Carlos Bousoño. (Inocencia y sabiduría que, aunadas, producen el milagro de una voz pura, como vio en este Vicente Aleixandre.) Hemos empleado la palabra milagro para definir la aparición de un libro de esta clase. Dijimos antes que se necesitaba sensibilidad adecuada y lenguaje. La primera significa asombro del mundo, pureza de corazón. Esta condición nalural es propia de todos los adolescentes sensibles, escriban o no escriban. Es la segunda la que se da muy rara vez; un lenguaje sabio, la expresión justa de aquel mundo, lo cual implica un gran poder reflexivo, que no es propio de esta edad. Que es dificultad, y grande, nos lo muestra la escasez de estos poetas; pero, a mayor abundancia, nos lo muestra la misma obra de Sahagún. Existen de él otros dos libros, el primero es casi la obra de un niño, y sin embargo sólo eD el último sentimos, con plenitud, la emoción de una vida que

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empieza. Ha encontrado, después de una silenciosa labor, la expresión adecuada. Y ésta le ha llegado cuando aún no se había perdido el caudal de sus aguas vírgenes Tal vez se trate, dentro de la posible obra del autor, de un libro único. Como si hubiera muerto un niño es una obra de impulso emocionado, de ternura cristalina. El poeta canta su primer amor: la alegría de su llegada, el desconsuelo de su frustración. Algo tan sencillo y repetido en el hombre, es el motivo del libro. Y el poeta, desde su adolescencia derrotada, siente nostalgia de una edad pretérita, la niñez; allí quisiera cobijarse, no haber crecido, refugiarse del dolor. Sin embargo, es opuesto el resultado: el muchacho se ha transformado en hombre. Aquella mirada atrás nos indica que hay una conciencia del tiempo, de su paso y de la transformación que produce personalmente en el poeta. Esta conciencia del tiempo es también, y en ello no se corresponde con la índole subjetiva del temperamento adolescente, de proyección externa: su paso y la transformación del mundo y de los demás hombres. De aquí las referencias a un hecho crucial de nuestra historia, la guerra del 36. El poeta, nacido en el 38, vive en su tierna conciencia las consecuencias de hechos anteriores Y loma expresión en su obra un claro fervor de solidaridad. Esta característica nos parece nueva, peculiar del poeta, en relación con los otros ejemplos apuntados de poesía adolescente. El libro es sencillo, los elementos con los que está construido son muy simples. Las metáforas son clásicas, casi apagadas. Al cotejarlo con Profecías del agua, su anterior libro, encontramos que el de ahora es mucho más desnudo, que los artificios literarios son más eficaces y menos aparentes. Lo que confiere personalidad a Carlos Sahagún es la emoción de sus versos. La forma cumple su misión, ser su portadora al no impedirla: Si hubieras sido niña rodeada por todas partes, ay, de soledad, yo le habría buscado hasta encontrarnos, hasta ponernos los dos a llorar Poesía ingenua, como es siempre el muchacho. (El cancionero popular medieval lo es también a veces, y por esp nos llega con la frescura de la más temprana juventud.) Y con la ingenuidad, la más desbordada ternura. Nos encontramos ante un muchacho melancólico, y sus versos van ritmados con morosidad. Esta morosidad, la complacencia gozosa o triste del espíritu, viene dada por la cercana repetición, dentro del mismo poema, de palabras, frases, versos; y está lograda con gran diversidad de matices. El lenguaje es apropiado al jovencísimo sentimiento; los diálogos, torpes y estremecidos: "¿Estudias mucho?" "Estudio poco." ''¿Vives poco?" "No, vivo mucho." Las hipérboles heroicas: De repente alguien, el viento, nos dejó sin libros, nos hizo dioses.

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El poeta está dispuesto a entregarle a la amada, sin distinciones, lo más sencillo o lo más difícil: Sí me dices que eche al rio mis versos, yo los echaré; si quieres que arranque aquella flor y que te la traiga, te la traeré La emoción nos llega, a menudo, por el titubeo del lenguaje. Una conjunción es frecuenle y significativa en estos versos: el pero adversativo, o el turbado rodeo de una frase: Me dejas, me quieres dejar que te diga... Todos estos elementos, adecuados en su expresión al sentimiento de que son portadores, son claramente significativos. Cierta vez el abandono se expresa con la mejor delicadeza del espíritu popular: Ya el ángel de la guarda lo decía: "Con este corazón no haremos nada." Al ángel le han debido de temblar las alas, porque con sólo el corazón se han hecho estos versos desnudos, purísimos. He aquí la historia de la más dolorosa derrota humana, la primera. Carlos Sahagún ha escrito, al ofrecernos la suya, un libro bellísimo. FRANCISCO BRINES

P. D.—Carlos Sahagún es alicantino. Es lamentable que este libro, al presentarse al Premio Valencia de Poesía, no mereciese la atención que le debía el Jurado. No siempre tienen éstos la posibilidad de destacar un libro excelente, y suponemos que tal deseo nunca les falta. Convendría revisar la formación de este tribunal; y ya que no se puede improvisar el conocimiento poético, sí al menos podría exigírseles una mayor sensibilidad. Como si hubiera muerto un niño. Premio Boscán 196D. Instituto de Estudios Hispánicos. Barcelona, 1961_

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ELADIO CABAÑERO Eladio Cabañero cumple, con Recordatorio, su tercera salida Ya anteriormente lo hizo con libros de definida personalidad. Es su obra consecuencia refleja de su vida, y al mostrarse ésta auténtica y continuada, no admite aquélla, en su visión del mundo, fáciles cambios. La ascendente trayectoria de Cabañero se traza, pues, en la dirección que ya le marcara su primer libro. Intentaremos precisar, en unas determinadas notas, el sentido y la evolución de esta poesía. Un mundo real, el que le circunda, es el objeto de su canto. Nacido en Tomelloso, son las tierras de la Mancha las que le dan el sentido y el amor de la tierra; a los hombres, a todos los hombres, los ve representados en aquellos que él ha visto sufrir y gozar. Con esto dejamos dicho que nos encontramos ante un poeta que, muy a la española, fija su atención en lo que directamente le llega al corazón. Sólo después, con ética amparadora, sube el arco que acoge naturalmente a la humanidad entera. Es la solidaridad, que, en este caso, más que una urgencia de la época es la consecuencia de una soterrada concepción cristiana de la vida. En la trayectoria de una poesía como ésta el problema estriba, admitida la inevitable y enriquecedora madurez humana que nos acarrea el tiempo, en la lucha por el logro de la expresión. En su segundo libro, y en relación con el primero, se advertían cambios estructurales, el poema se iba haciendo cada vez más narrativo; para alcanzar mayor fluidez se huia de la estrofa regular, los versos se sucedían como las olas continuadas, a veces la sintaxis se violentaba en esa búsqueda de lo espontáneo. La complejidad mayor de la visión se advertía en el tono amargo e irónico de algunos poemas, dando fe —esto último— del crecimiento vital del hombre. El libro que ahora leemos está formado por dos secciones que guardan, cada una de ellas, una unidad temática, y una tercera sección recopiladora de poemas escritos en épocas diversas, y solamente publicados en revistas. A cada una de ellas le dedicaremos una nota de atención. -Pero antes queremos indicar que las dos primeras partes se corresponden con una doble vertiente que el que se acerque a la obra de Eladio Cabañero puede advertir. Nos ofrece, en una, la misión emocionada de su infancia, de su pueblo, de su gente concreta. La otra es una poesía de rebeldía, de sarcasmo y profunda amargura, ocasionada por la injusticia y la incertidumbre del mundo. Estas dos vertientes se interfieren, a menudo, entre ellas_ Renovación del lenguaje.—La primera parte es, para nosotros, el más logrado fruto poético de la obra del autor. A esta parte le conviene, con entera propiedad, el título del libro. El poeta vuelve su mirada atrás, y las palabras surgen con la emoción de un rezo: es la meditación del corazón. En este encuentro con su niñez y su tierra, a Eladio Cabañero se le han despertado las palabras. La audacia del leguaje, que es característica de este poeta, ha sido amplia-

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mente recompensada ahora. No había ocurrido así siempre, pero los aciertos de este grupo de poemas hacen prever que el poeta está cerca de encontrar una madurez expresiva. Las caídas que se pudieran observar son levísimas. Mas éste es el riesgo del que se aventura. No había otras palabras para nombrar los seres y las cosas de aquel mundo, sino las mismas palabras que las nombran. Palabras campesinas, vivas en su boca y en la del pueblo. La función de la metáfora consiste en dar el conocimiento poético con la mayor exactitud; el poeta lo logra ahora con las viejas palabras. Esta veta, hallada por necesidad más que por intuición, será posiblemente explorada por el poeta; si logra una incorporación mesurada de la misma, la obra no perderá el equilibrio expresivo que deben mantener los poemas. El hondo sabor popular que nos trasciende viene dado también por el tono narrativo de los poemas, por la utilización de refranes populares, por los giros conversacionales y anacrónicos, por el sentido sentencioso de algunos pensamientos; alguna vez el poema se abre para dar paso a una tierna coplilla octosílaba. Nos valdremos de unos versos del poeta para señalar dos características esenciales de estos poemas: Miro todo de lejos, memoro, nombro, toco oscuro, oh paredes, saco a relucir vidas, materiales, historia, de manera que nadie equivocado piense que escribo algún poema misterioso sino de alta protesta y de dolor... Es patente que estos poemas encierran un fuerte sentido dramático, doloroso, de la existencia, y a la vez su hálito misterioso nos viene dado por el origen visionario de la contemplación. Si el poeta teme es porque sabe que se trata de poesía arrastrada desde dentro, y él es el primer sorprendido de que el dolor que siente, tan fuerte y concreto, tenga una apariencia misteriosa. Y él desea, ante todo, que llegue al lector su dolor, porque estos poemas son también de remordimiento. Poesía inconforme.—En la segunda parte asistimos a un monólogo conversacional; el lector atiende en silencio a lo que se le dice, se abandona al soliloquio, y el poeta sabe bien que este silencio nuestro es de asentimiento. Si nosotros tomásemos después la palabra lo haríamos también atropelladamente, con el Joño subido, y sería entonces el poeta quien callaría asintiendo. Es la comunicación de cosas sabidas entre dos viejos y buenos amigos. Hoy que nuestras palabras han sufrido lo suficiente para ser oídas... Poesía acusatoria, de una gran dureza. Eladio Cabañero da testimonio del dolor de los hombres, y para que la voz le nazca bronca, desgarrada, no necesita más que avistar, con los ojos bien abiertos, la gran marejada del dolor humano. Es tan suficiente e intensa esta desnuda verdad, que el poeta no necesita para sentir fuerza en su voz de ninguna doctrina, milenaria o actual. En estos poemas hay protesta y miedo. Se protesta de la injusticia, se teme

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la destrucción. El poeta acepta la muerte, pero se rebela ante la destrucción de la vida por los mismos hombres. Dijimos que estos versos no están sustentados por una doctrina; debimos decir que no los sustentaba un programa. Porque, quisiéramos no equivocarnos, nos está hablando un cristiano viejo, estamos recibiendo intensas oleadas de fe. (Hay también un cristianismo de programa, pero aquí no se trata de esto.) Los versos se precipitan, las frases usuales de la conversación se incluyen profusamente, hay un afán de decir pronto lo que se lleva dentro. El quiere que los hombres vivan en paz y amor, y al no cumplirse este destino, protesta. Las protestas suelen ser, en boca de los hombres sencillos, espontáneas, y es justo y a veces es hermoso el descuido de esta forma. El pan.—'Cabañero es un poeta de cosas sencillas y elementales. En 1955 escribió un poema que adquirió pronta resonancia. Lo titulaba El Pan. Ahora viene incluido en la tercera parte del libro. Al cabo de seis años, el poema mantiene toda su emoción y su fuerza lírica; el hecho nos interesa porque Eladio Cabañero se iniciaba entonces como poeta. El tiempo es mal enemigo de las primeras poesías, pero esta vez la prueba se ha salvado con éxito. Al destacarlo lo hacemos para valorarlo como un símbolo. A este poema han seguido otros después, y seguirán muchos más. FRANCISCO BRINES

Obras del autor: Desde el sol y la anchura. Imp. Gráf. Sánchez. Madrid, 1956. Una señal de amor. Ed. Rialp. Madrid, 1958. Recordatorio. Ed. Taurus Madrid, 1961.

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