HOMENAJE
LUIS CERNUDA
COLABORAN
LA CAÑA GRIS
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Vicente Aleixandre, Francisco Brines, José María Castellet, Rosa Chacel, Vicente Gaos, Juan Gil-Albert, Jaime Gil de Biedma, Derek Harris, José Hierro, José O. Jiménez, Jacobo Muñoz, Robert K. Newman, Carlos Otero, Octavio Paz, José Ángel Valenté y María Zambrano.
Jacobo Muñoz J. L. García Molina
PREPARAN:
DIRECCIÓN: CIRILO AMOROS, 18
-
VALENCIA
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Números 6, 7 y 8
LA CANA GRIS O T O f í O 1962
SUMARIO Pdg.
CINCO POEMAS DE LUIS CERNUDA
5
LUIS CERNUDA EN LA CIUDAD, Vicente Aleixahdre
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LUIS CERNUDA, Octavio Paz
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LA POESÍA DE LUIS CERNUDA, María Zambrano
15
LUIS CERNUDA, Vicente Gaos
17
LUIS CERNUDA, UN POETA, Rosa Chace!
13
NOTAS SOBRE LA CRITICA EN CERNUDA, José Hierro
21
FICHA CONMEMORATIVA, Juan Gil-Albert
26
LUIS CERNUDA, José María Caslellet
28
LUIS CERNUDA Y LA POESÍA DE LA MEDITACIÓN, José Ángel 29
VARIACIONES DE UN TEMA CERNUDIANO, Carlos Otero
39
EMOCIÓN Y TRASCENDENCIA DEL TIEMPO EN LA POESÍA DE LUIS CERNUDA, José Olivio Jiménez
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Valente
Pdg. PRIMERAS POESÍAS, Richard K. Netvman
84
TIEMPO DE VIVIR, TIEMPO DE DORMIR, Luis Ceñuda
100
FOTOGRAFÍA DE LUIS CERNUDA
101
EJEMPLO DE FIDELIDAD POÉTICA:
EL SUPERREALISMO
DE
LUIS CERNUDA, Derek Harris
102
INDÍGENAS Y EXTRANJEROS SOBRE CERNUDA, C. P. 0
109
EL EJEMPLO DE LUIS CERNUDA, Jaime Gil de Biedma
112
ANTE UNAS POESÍAS COMPLETAS, Francisco Brines
117
POESÍA Y PENSAMIENTO POÉTICO EN LUIS CERNUDA, Jacobo
154
ANTOLOGÍA POÉTICA DE LUIS CERNUDA
167
BIBLIOGRAFÍA SOBRE CERNUDA
200
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Muñoz
En este año de 1962 se alcanzan los sesenta años de vida de Luis Cernuda y los veinticinco de su ausencia física de España. A lo largo de estos últimos, su obra densa, creciente y ejemplar ha ido ejerciendo entre las jóvenes generaciones españolas un callado y decisivo magisterio, a pesar de la adversidad de las circunstancias que la han rodeado. El presente número pretende ser un mínimo testimonio de ello. Agradecemos su presencia a cuantos han acudido a este homenaje. Y a Luis Cernuda, su autorización generosa para www.faximil.com
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publicar una parte escasa, pero reveladora, de su poesía, apenas accesible hoy entre nosotros. Si estas páginas sirven para, de algún modo, difundir la calidad altísima de su obra, haciendo llegar a la vez hasta Cerniida algo de ese afecto y esa adhesión con que desde hace años cuenta en España, sobre todo entre lo$ que en ella nacían por el tiempo mismo en que él la abandonaba —definitivamente, según parece—, su razón última se habrá cumplido.
Los poemas siguientes pertenecen al libro Desolación de la Quimera (1956-61), sección XI de La Realidad y el Deseo. Es la misma sección que, entonces «sin título e inacabada», cerró en 1958 la edición tercera de aquélla. Desolación de la Quimera se publicará en México durante el curso del año entrante.
LUIS DE BAVIERA ESCUCHA
WHENGRIN
Sólo dos tonos rompen la penumbra: Destellar de algún oro y estridencia granate. Al fondo luce la caverna mágica Donde unas criaturas, ¿de qué naturaleza?, pasan Melodiosas, manando de sus voces música Que, con fuente escondida, lenta fluye 0, crespa luego, su caudal agita Estremeciendo el aire fulvo de la cueva Y con iris perlado riela en gotas. Sombras la sala de auditorio nulo. En el palco real un elfo solo asiste Al festejo del cual razón parece dar y enigma: Negro pelo, ojos sombríos que contemplan La gruta luminosa, en pasmo friolento Esculpido. La pelliza de martas le agasaja Abierta a una blancura, a seda que se anuda en lazo. Los ojos entornados escuchan, beben la melodía Como una tierra seca absorbe el don del agua. Asiste a doble fiesta: una exterior, aquélla De que es testigo; otra interior allá en su mente, Donde ambas se funden (como color y forma Se funden en un cuerpo), componen una misma delicia. Así, razón y enigma, el poder le permite A solas escuchar las voces a su orden concertadas, El brotar melodioso que le acuna y nutre Los sueños, mientras la escena desarrolla, Ascua litúrgica, una amada leyenda.
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Ni existe el mundo, ni la presencia humana Interrumpe el encanto de reinar en sueños. Pero, mañana, chambelán, consejero, ministro, Volverán con demandas estúpidas al rey: Que gobierne por fin, les oiga y les atienda. ¿Gobernar? ¿Quién gobierna en el mundo de los sueños? ¿Cuándo llegará el día en que gobiernen los lacayos?
Se interpondrá un biombo, benéfico, entre el rey y sus ministros. Un elfo corre libre los bosques, bebe el aire. Esa es su vida, y trata fielmente de vivirla: Que le dejen vivirla. No en la ciudad, el nido Ya está sobre las cimas nevadas de las sierras Más altas de su reino. Carretela, trineo, Por las sendas; flotilla nivea, por los ríos y lagos, Le esperan siempre, prestos a levantarle A donde vive su reino verdadero, que no es de este mundo: Donde el sueño le espera, donde la soledad le aguarda, Donde la soledad y el sueño le ciñen su única corona. Mas la presencia humana es a veces encanto, Encanto imperioso que el rey mismo conoce Y sufre con tormento inefable: el bisel de una boca, Unos ojos profundos, una piel soleada, Gracia de un cuerpo joven. El lo conoce, Sí, lo ha conocido, y cuántas veces padecido, El imperio que ejerce la criatura joven, Obrando sobre él, dejándole indefenso, Ya no rey, sino siervo de la humana hermosura. Flotando sobre música el sueño ahora se encarna: Mancebo todo blanco, rubio, hermoso, que llega Hacia él y que es él mismo. ¿Magia o espejismo? ¿Es posible a la música dar forma, ser forma de mortal alguno? ¿Cuál de los dos es él, o no es él, acaso, ambos? El rey no puede, ni aun pudiendo quiere dividirse a sí del otro. Sobre la música inclinado, como extraño contempla Con emoción gemela su imagen desdoblada Y en éxtasis de amor y melodía queda suspenso.
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El* es el otro, desconocido hermano cuyo existir jamás creyera Ver algún día. Ahora ahí está y en él ya ama Aquello que en él mismo pretendieron amar otros. Con su canto le llama y l.e seduce. Pero ¿puede Consigo mismo unirse? Teme que, si respira, el sueño escape. Luego un terror le invade: ¿no muere aquel que ve a su doble? La fuerza del amor, bien despierto ya en él, alza su escudo Contra todo temor, debilidad, desconfianza.
Como Elsa, ama, mas sin saber a quién. Sólo sabe que ama. En el canto, palabra y movimiento de los labios Del otro le habla también el canto, palabra y movimiento Que a brotar de sus labios al mismo tiempo iban, Saludando al hermano nacido de su sueño, nutrido por su sueño. Mas no, no es eso: es la música quien nutriera a su sueño, le dio forma. Su sangre se apresura en sus venas, al tiempo apresurando: El pasado, tan breve, revive en el presente, Con luz de dioses su presente ilumina al futuro. Todo, todo ha de ser como su sueño le presagia. En el vivir del otro el suyo certidumbre encuentra. Sólo el amor depara al rey razón para estar vivo, Olvido a su impotencia, saciedad al deseo Vago y disperso que tanto tiempo le aquejara. Se inclina y se contempla en la corriente Melodiosa e, imagen ajenada, su remedio espera Al trastorno profundo que dentro de sí siente. ¿No le basta que exista, fuera de él, lo amado? Contemplar a lo hermoso, ¿no es respuesta bastante? Los dioses escucharon, y su deseo satisfacen (Que los dioses castigan concediendo a los hombres Lo que éstos les piden), y el destino del rey, Desearse a sí mismo, le transforma, Como en flor, en cosa hermosa, inerme, inoperante, Hasta acabar su vida gobernado por lacayos, Pero teniendo en ellos la venganza de un rey. Las sombras de sus sueños para él eran la verdad de la vida. No fue de nadie, ni a nadie pudo llamar suyo. Ahora el rey está ahí, en su palco, y solitario escucha, Joven y hermoso, como dios nimbado Por esa gracia pura e intocable del mancebo, Existiendo en el sueño imposible de una vida Que queda sólo en música y que es como música, Fundido con el mito al contemplarlo, forma ya de ese mito De pureza rebelde que tierra apenas toca, Del éter huésped desterrado. La melodía le ayuda a conocerse, A enamorarse de lo que él mismo es. Y para siempre en la música vive.
A PROPOSITO DE FLORES
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Era un poeta joven, apenas conocido. En su salida primera al mundo
Buscaba alivio a su dolencia Cuando muere en Roma, entre en sus manos una carta, La última carta, que ni abrir siquiera quiso, De su amor jamás gozado. El amigo que en la muerte le asistiera Sus palabras finales nos trasmite: «Ver cómo crece alguna flor menuda, El crecer silencioso de las flores, Acaso fue la única dicha Que he tenido en el mundo.» ¿Pureza? Vivo, a las flores amadas contemplaba Y mucho habló de ellas en sus versos; En el trance final su mente se volvía A la dicha más pura que conoció en la vida: Ver a la flor que abre, su color y su gracia. ¿Amargura? Vivo, sinsabores tuvo Amargos que apurar, sus breves años Apenas conocieron momentos sin la sombra. En la muerte quiso volverse con tácito sarcasmo A la felicidad de la flor que entreabre. ¿Amargura? ¿Pureza? ¿O, por qué no, ambas a un tiempo? El lirio se corrompe como la hierba mala, Y el poeta no es puro o amargo únicamente: Devuelve sólo al mundo lo que el mundo le ha dado, Aunque su genio amargo y puro algo más le regale.
DOS DE NOVIEMBRE Las campanas hoy Ominosas suenan. Aún temprano, el aire, Frío acero, llega Por tu sangre adentro. Recuerdas los tuyos Idos este año Dejándote único. Ahora tú sostienes Sólo la memoria: El hogar remoto, Familiares sombras,
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Todo destinado Contigo al olvido.
El azul del cielo Promete, tan limpio, Aire tibio luego. Y por el mercado, Donde están las flores En copiosos ramos, Un olor respiras, Olor, mas no aroma, A tierra, a hermosura Que, antigua, conforta. A pesar del tiempo, Al alma, en la vida, Materia y sentidos Como siempre alivian.
DEL OTRO LADO Fueron por los mismos lugares: El claustro, el vasto patio hermoso Donde el reloj seguía midiendo a otros el tiempo, El corredor, el jardinillo Y, entrados en la casa, Subieron los peldaños que él pisara. De él los dos iban hablando. Si él pudiera oírles, no se reconociera En nada: extraño en el paraje, Sus actos y su vida, comentados, Aún no menos extraños. Las palabras de otros El mito involuntarias tejen De un existir cuando ya ausente o ido. Si extraño todo, también acaso menos duro Su existir se diría, como si ya dotado De aquella suerte fácil para muchos Que antes les envidió, a pesar de su dicha Más rara en disfrutar de las horas soleadas.
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Llegados a la puerta del que fuera su cuarto, Ocupado por otro, detenidos un punto, Silenciosos un punto, escuchar parecían Como si fuera a hablarles el ausente, Aunque estuviera ya, apaciguado, sin conciencia, En el seguro donde al fin reposan los amigos.
PEREGRINO ¿Volver? Vuelva el que tenga, Tras largos años, tras un largo viaje, Cansancio del camino y la codicia De su tierra, su casa, sus amigos, Del amor que al regreso fiel le espere. Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas, Sino seguir libre adelante, Disponible por siempre, mozo o viejo, Sin hijo que te busque, como a Ulises, Sin Itaca que aguarde y sin Penélope. Sigue, sigue adelante y no regreses, Fiel hasta el fin del camino y tu vida, No eches de menos un destino más fácil, Tus pies sobre la tierra antes no hollada, Tus ojos frente a lo antes nunca visto.
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CERNUDA
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Luis
LUIS CERNUDA, EN LA CIUDAD
No he conocido a Luis Cernuda en su primerisima juventud. Alguna vez me lo he imaginado, en su tierra sevillana, pasando por aquellas calles estrechas, justo como el mismo aire de su libro inicial. Luis tenía veintiséis años cuando le vi por primera vez: en otro sitio lo he contado. Más en alguna ocasión, en Sevilla, he pensado que me hubiera gustado pasear con él y sorprenderle acorde con su ciudad. En Madrid, Luis Cernuda era sevillano. Lo decía su acento, quizá esa implícita sabiduría con que, joven, pasaba junto a las cosas, sin adhesión exterior, pero con aprecio que era conocimiento, creciente ante lo natural, levemente desdeñoso, ignorante, ante el múltiple artificio o la convención. Recuerdo haberle visto gustoso en un movimiento humano exaltado: masa madrileña, la ciudad hervidora en un trance decisivo para el destino nacional. Era un día de abril y las gentes corrían, con banderas alegres, por improvisadas. Enormes letreros frescos, candidos, con toda la seducción de lo vivo espontáneo, ondeaban en el aire de Madrid. Mujeres jóvenes, hombres maduros, muchachos, niños. En los coches abiertos iban las risas. Cruzaban camiones llevando racimos de gentes, mejor habría que decir de alegría, gritos, exclamaciones. Pocas veces he visto a la ciudad tan hermanada, tan unificada: la ciudad era una voz, una circulación y, afluyendo toda la sangre, un corazón mismo palpitador. Por aquella calle de Fuencarral, estrecha como una artería, bajaba el curso caliente, e íbamos Luis y yo rumbo a la Puerta del Sol, de donde partía la sístole y diástole de aquel día multiplicador. Luis, con su traje bien hecho, su sombrero, su corbata precisa, todo aquel cuidado sobre el que no había que engañarse, y rodeándonos, la ciudad exclamada, la ciudad agolpada y abierta, exhalada, prorrumpida habría que decir, como un brote de sangre que no agota ni se agota pero que se irguiese. La alegría de la ciudad es más larga que la de cada uno de. los cuerpos que la levantan, y parece alzarse sobre la vida de todos, con todos, como prometiéndoles, y cumpliéndoles, más duración. Así, cuando unas gargantas enronquecían, otras frescas surgían, y era un techo, mejor un cielo de griterío, de júbilo popular en que la ciudad cobraba conciencia de su existencia, en verdad de su mismo poder. Ella se sentía voz e hito, como un ademán que se desplegase en la historia.
íí
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Luis marchaba sin impaciencia. Todo había sido repen-
tino. El eneres ¡ximiento de la ciudad, en la alegría resolutoria, la marcha o el hervor común, el regocijo sin daño, la punta de sol dando sobre las frentes: todo, una esperanza descorredora y, en el fondo, el ámbito nacional. Pero Madrid es chiquito y cada hombre un Madrid como un pecho con su porción de corazón compartido. Luis y yo habíamos marchado como un día cualquiera, porque aún no se esperaba del todo aquello, ignorado de cada cual. Recuerdo aquel movimiento súbito por aquella calle, como por tantas calles que no se veían. ¿De qué hablaba Luis Cernuda? En aquel instante, quién sabe; quizá de un tema literario. Cada uno de los transeúntes se hizo de pronto espuma del curso atropellador: curso mismo o su parte y él su coronante expresión. Luis y yo, flotadores, remejidos, urgidos, batidos y batidores, aguas hondas y salpicadas crestas, todo a instantes y todo en la comunión. Bajaba el río por la calle de Fuencarral y desembocaba en la Red de San Luis. Por la Gran Vía descendía otra masa humana, no apretada propiamente sino suelta y fresca, con sus banderas y sus cantos, sus chistes públicos, sus risas primeras, una multitud niña, lavada, con lienzos blancos levantados a los rayos del sol. Y en medio los grandes camiones como pesados elefantes que llevasen gentes iguales, reidoras, bailadoras, saludadoras con los ojos, con las manos, con las miradas salutíferas que eran propiamente una invitación a vivir. Porque era vida, vida del todo la ciudad, con los ojos puestos en su mismo esperanzado crecimiento natural. Luis Cernuda y yo, inmersos, no disueltos, bajábamos casi a oleadas, arriba, abajo, tan pronto claros, tan pronto hondos, sostenidos o sostenedores, hacia la desembocadura o hacia la reunión, si la había, de las aguas, final. Vn instante, en atención a él, al ser pasados en el movimiento de las aguas de la calzada a la acera, le dije: "/.Quieres que. nos vayamos por esta bocacalle ahora al pasar? Se puede." "No", oí su res. puesta. "No", dijo sonriendo; "no", asintiendo, casi diría extendiendo sus brazos en el movimiento natural. Un momento le miré como nadador. Pero en seguida pensé: no, agua mejor, curso mejor. Y le vi a gusto. Sonrió y se dejó llevar.
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ALEIXANDRE
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VICENTE
LUIS
CERNUDA
Ni cisne andaluz Ni pájaro de lujo Pájaro por las alas Hombre por la tristeza Una mitad de luz Otra de sombra No separadas: confundidas Una sola sustancia Vibración que se despliega en transparencia Piedra de luna Más agua que piedra Río taciturno Más palabra que río Árbol por solitario Hombre por la palabra Verdad y error Una sola verdad Una sola palabra mortal Ciudades Humo petrificado Patrias ajenas siempre Sombras de hombres En un cuarto perdido Inmaculada la camisa única Correcto y desesperado Escribe el poeta las palabras prohibidas Signos entrelazados en una página Vasta de pronto como lecho de mar Abrazo de los cuatro elementos Constelación del deseo y de la muerte Fija en el cielo cambiante del lenguaje Como el dibujo obscenamente puro Ardiendo en la pared decrépita
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Días como nubes perdidas Islas sepultadas en un pecho Placer Ola jaguar y calavera Dos ojos fijos en dos ojos ídolos Siempre los mismos ojos
Soledad Única madre de los hombres ¿Sólo es real el deseo? Uñas que desgarran una sombra Labios que beben muerte en un cuerpo Ese cadáver descubierto al alba En nuestro lecho ¿es real? Deseada La realidad se desea Se inventa un cuerpo de centella Se desdobla y se mira Sus mil ojos La pulen como mil manos fanáticas Quiere salir de sí Arder En un cuarto en el fondo de un cráter Y ser bajo dos ojos fijos Ceniza piedra congelada Con letra clara el poeta escribe Sus verdades oscuras Sus palabras No son un monumento público Ni la Guía del camino recto Nacieron del silencio Se abren sobre tallos de silencio Las contemplamos en silencio Verdad y error Una sola verdad Realidad y deseo Una sola sustancia Resuelta en manantial de transparencias OCTAVIO PAZ
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París, a 29 de noviembre de 1961.
LA POESÍA DE LUIS CERNUDA
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No me es posible corresponder a la petición de los directores de LA CAÑA GRIS de que me una al homenaje que esa revista dedica a la poesía de Luis Cernuda. No me es posible enteramente, quiero decir. Falta de tiempo para escribir sobre una poesía que no sólo estimo tan larga y altamente, sino que significa, desde que la conocí hace tantos años, algo esencial para mi idea y sentir de la poesia; no quiero abstenerme por este motivo de tomar parte en este puro homenaje. Poco amiga de ellos, los encuentro legítimos cuando nacen de la generosidad que lleva a pagar una deuda que nadie reclama; cuando son portadores de la alegría sin mancha, de la alegría incontenible que da la admiración. Y así esta alegría no puede quedarse quieta, ensimismada; se desborda y derrama, se alza y se rinde llevando una palabra que es una ofrenda. Recuerdo la alegría que el encuentro de la poesía de Luis Cernuda me dio, allá cuando tenía yo algo así como veinticuatro años. Lo hago hoy como lo hubiera hecho entonces, con la alegría además de no tener que renunciar, como en otros casos, a las lecturas de esa época y con la pena de que ese agobio que se suele llamar «vida» no me permita adentrarme un tanto en esta poesía que de modo tan cierto y claro se aparece como subsistente ante el tiempo que vendrá. Ofrezco el original español inédito de la nota que escribí hace aproximadamente dos años para la Antología dirigida por Elena Croce, «Poeti del Novecento italiani e stranieri» (Einaudi 1960, Turín). La brevedad era obligada por la falta de espacio. «La perfección es el signo que preside la obra de Cernuda, hasta el punto de que, de humanísimo contenido, sugiere haya sido trabajada por algún elemento: aire, sutil fuego. Hay en ella algo de intocado y aun de intangible. Y por ello, de raíz romántica, entra en el clima de lo clásico. La Realidad y el Deseo es el título de su obra central que sigue creciendo ininterrumpidamente desde adentro de sí misma. El deseo, lo más ilimitado de lo humano, lo más devorador, se dibuja en esta poesía como incesante fuego que deja su impronta creando una sola, pura línea. El deseo, fragmentario, confuso de condición, al dar esta continuidad descubre así lo que parece no tener: esencia. Se piensa que tal resultado sólo ha podido producirse por una especie de impasibilidad al modo clásico —tal Lucrecio—, en una distancia que
no anula el sentir, en una mirada de alguien que asiste a su propia vida y a la universal vida, absteniéndose de hacer comentario alguno, sosteniéndola con la mirada y con la pasión, la imposible pasión de los filósofos y de ciertos poetas, para que sea ella la que dé a ver su cambiante, trágica esencia. Y así, la poesía se hace ella misma, ella a solas. Aparece inconmovible y temblando, según número y medida. Cadencia que el aire arranca de la realidad inalcanzable. Gemido y llanto que se resuelven al fin en palabra. Canto del deseo; el canto más antiguo, enigmático, de la vida en su permanente alborear.»
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MARÍA ZAMBRANO
LUIS CERNUDA
Un andaluz entre las nieves. Un español fuera de España. Un poeta, un hombre universal que mira, con recogido y desdeñoso amor, el mundo, como quien espera el alba sin impaciencia, aunque anheloso, cuando es noche cerrada. Tu pasión diamantina en verso diamantino, en notas de cristal, en apurada melodía tu transparente y fino pensamiento vertisle. Palabras que nos envuelven como la niebla gris, como la velada tristeza, como la soledad, como la ceniza bajo la cual luz y fuego alientan. Tu tumba acaso esté donde habite el olvido. Para tu obra no habrá tumba. Vive y vivirá perenne en todo corazón que ame belleza y verdad, verdad y belleza.
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VICENTE GAOS
LUIS CERNUDA, UN POETA
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Es frecuente hoy día que los filósofos trabajen con poetas, empleándolos como emplean el rubí los relojeros: establecen con ellos —o de ellos— ejes firmísimos, en torno a los cuales se mueve y marcha el pensamiento. Esta conjunción —poetas y filósofos, rubíes y engranajes— es, ante todo, pura cuestión de trato con el tiempo. El rubí tarda mucho en cuajarse; tarda siglos y. luego, no se le nota: en él no hay más o menos, no deja ver lo laborioso que fue su acendramiento hasta llegar a merecer el placet; «No le toques ya más, —- que así es la rosa». Y no sólo en esto coincide con la rosa el rubí, pues, aunque no vive, también aparece lleno de su color, «sangre divina...». Pero es mucho más lo que se puede decir del rubí. Se cría en las profundidades y su belleza es una acumulación de sustancias no vistas, destinadas a la luz. Sólo por ella se deja traspasar, sólo se da ella, tomándola, porque sin ella no tendría voz: con la luz que le llega hasta el fondo, nos habla de su fondo, de su espesor, en el que la luz no deja nada oculto: le muestra y le demuestra como un íntegro misterio. Esa fijeza de su integridad es lo que le da categoría de punto de apoyo. Fiada en su estabilidad, rueda la mente, tiempo y tiempo, contemplando y comprendiendo. Todo esto es solamente un giro alrededor de lo que gira en torno a la poesía; algo, en fin, en lo que trato de encajar la máquina toda que da sentido a la esfera. Y, con todo esto, pretendo hablar de la poesia de Luis Cernuda, pero no quiero empezar a hablar de ella porque, si empiezo, ¿cómo terminar? Prefiero limitarme a aludir a su poesía por medio de una alegoría de la poesía, lo que significa afirmar la verdad, la excelsitud de su poesía. Dice el filósofo que más trabaja con poetas; «Bello no es lo que agrada, sino lo que está comprendido por aquel destino de la verdad que se cumple cuando lo eternamente no-aparente, y por esto invisible, alcanza la más aparente epifanía. Nos corresponde dejar el verbo poético en su verdad, que es la belleza. Esto no excluye, sino que incluye que.pensemos la palabra poética.» Es evidente que cada poeta es único —a u n q u e cree o pertenezca a una escuela—, pero su ser único culmina cuando su palabra trae noticia de una región que es ella única, en si y por si, a la que sólo los únicos tienen acceso. Si de esto
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se entiende que reservo el derecho de admisión a la poesía para unos pocos, se entiende indiscutiblemente mal. Lo único aquí —en lo que llevo dicho— es la tensión de la entrega del poeta hasta alcanzar lo único de la poesía; luego, su palabra, habla para todos. Lo que no quiere decir que todos la escuchen ni la comprendan. Es precisamente en el poeta, ¡tan único!, en el que la donación de su palabra no tiene límites, porque si en ella no estuviese la noticia que quiere dar, si lo visto y logrado en la región única fuera sólo placer para sí mismo, no hablaría. Por el contrario, el poeta aguza su mismidad para tocar con ella lo que ningún otro puede tocar y, cuando lo alcanza, lo trae atravesado por su dardo y lo lanza a la masa oceánica. Todos pueden tragar el anzuelo, pero no todos lo tragan. Esto es lo que tiene la creación poética: tiene del cristal, por su acendramiento y su incorruptibilidad; tiene de la rosa, por su visión breve y deslumbrante; tiene del alimento vivo que se traga, al pasar, y queda en la sangre. Adoramos al poeta que tiene todo eso. Creo que, sin duda, el parangón más justo es el del rubí del relojero, porque lo más satisfactorio es encontrar una palabra poética y cercarla con la lógica, comprobar que ni produce disonancia alguna, ni se deforma, ni sufre alteración en su unidad hermética, ni cierra el camino a los radios infinitos que parten de ella. Como, por ejemplo, cuando en el «Soliloquio del farero» Luis Cernuda dice: «Cómo llenarte, soledad, — Sino contigo misma.» En el largo poema, la infidelidad esboza sus fallidos intentos: «Quería una verdad que a ti te traicionase, — Olvidando en mi afán — Cómo las alas fugitivas su propia nube crean.» Luego: «Te negué por bien poco.» La enumeración de las tentaciones es más bien triste, pero ironía sólo hay en la que corresponde a la vanidad: ironía de una gracia visual incomparable: «Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma.» Y la vuelta es triunfal, realmente, quiero decir; es la vuelta a su reino. «Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos, — Limpios de otro deseo; — El sol, mi dios, la noche rumorosa, — La lluvia, intimidad de siempre, — El bosque y su alentar pagano, — El mar, el mar como su nombre hermoso; — Y sobre todos ellos, — Cuerpo oscuro y esbelto, — Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía, — Tú me das fuerza y debilidad — Como al ave cansada los brazos de la piedra.» En este soliloquio no hay solipsismo. Podrá creer que lo hay quien tenga en cuenta el último verso del libro —en el poema «Música cautiva»: «Entonces dime el remedio, amigo, — Si están en desacuerdo realidad y deseo.»—, pero no. No, aunque el poeta mismo lo creyese —acaso lo creyó algu-
na vez, pero no lo sintió nunca—, porque su deseo no puede errar: deseo lo deseable, lo que con el deseo tiene consonancia magnética: la realidad. El desacuerdo —más bien imperfección práctica— está generalmente en la realización, que nunca puede manchar, ni siquiera tocar, la esencia de la diosa. Así, pues, el «Soliloquio del farero» es el poema del ensimismamiento, de la posesión magnánima, en la que el poeta sabe lo que es: más que farero, faro. «Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres, — por quienes vivo, aun cuando no los vea.» Y remala el poema, en el que, al encerrarse con la amada, ya no la tiene como cuerpo de su deseo —realidad—, sino como su almendra —verdad—. «Tú, verdad solitaria, — Transparente pasión, mi soledad de siempre, — Eres inmenso abrazo; — El sol, el mar, — La oscuridad, la estepa, — El hombre y su deseo, — La airada muchedumbre, — ¿Qué son sino tú misma? — Por ti, mi soledad, los busqué un día; — En ti, mi soledad, los amo ahora.» He glosado unos cuantos versos de un solo poema; el libro La Realidad y el Deseo tiene unos cuatro mil. Meditar en ellos, no exhaustivamente, porque esto no es posible, sino siquiera concienzudamente, exigiría, tal vez, cuatro mil páginas. Por esto me limito a calificar a Luis Cemuda como un poeta, y sólo llamo poetas a esos en los que la poesía transparece, a esos que los meditadores olvidamos —cuando estamos con ellos— porque no vemos más que poesía: ésos son los excelsos, los puntales del mundo, los ejes en torno a los cuales tensamos nuestra espiral, engranamos los complicados dientecillos de nuestra especulación mientras ellos siguen —preciosa materia— puros, fijos, invulnerables, «en su verdad, que es la belleza». La Realidad y el Deseo es una vida ante la belleza. Una vida que no es más que deseo, ante una realidad que no es más que'belleza; porque para Luis Cernuda lo que no es belleza no tiene realidad, no existe: es una errata en el cosmos. Y este desear tan furiosamente la belleza nos lleva a la cuestión insoluble: si el amor desea tanto la belleza es porque no la posee. Consecuentemente, el amor no es bello. Pero como resulta que el amor es lo más bello, la realidad de ese imposible es la poesía. Un poeta que, como Luis Cernuda, vive, respira y se ensimisma en esa cuestión, hasta hacer de ella su sí mismo, es un poeta.
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ROSA CHACEL
NOTAS SOBRE LA CRITICA EN CERNUDA
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Lo que debió ser un ensayo meditado va a acabar en telegrama. A veinticuatro horas del plazo señalado para la entrega de los trabajos, no es posible otra cosa. Tuvo culpa la falta de tiempo, pero no toda la culpa. En el fondo me daba cuenta de que me había metido en algo para lo que no estoy capacitado. Si no deserto es porque quiero estar presente en el homenaje a Cornuda, este admirado poeta. Puede que en ello haya una buena parte de vanidad, semejante a la de tantos que se molestan si su nombre no sale citado entre los asistentes a un acto importante. Aun sabiendo que ni mi nombre ni mis palabras van a tener valor para él, acudo a la llamada de LA CAÑA GRIS en calidad de español que no olvida a un poeta tanto tiempo alejado físicamente. Una intervención de carácter más bien simbólico, patentizadora de que su obra lo mantiene cerca de nosotros. Y lamento que junto a este valor simbólico no posean estas líneas un valor real. No me justifico por temor a lo que digan los lectores, sino por afán de que Luis Cernuda sepa que su obra —poética o crítica— es gustada honda, emocionada, inteligentemente. Yo la gusto así; pero yo soy otra persona que la que estas líneas revelan. Cernuda, como crítico, posee todas las aptitudes necesarias a un crítico «profesional», y además otras que no todos éstos poseen. En primer lugar, claridad de ideas. En segundo lugar, claridad de expresión. Después, algo que sólo posee el crítico que es —no sé si «además» o «sobre todo»— poeta: visión intuitiva. Quiero decir que en el crítico no poeta, como en el historiador de arte, suele existir una evidente capacidad para ajustar las obras criticadas a sus ideas previas. Lo que no es tan fácil en ellos es la capacidad de distinguir lo vivo de lo muerto debajo de apariencias semejantes. Aquí es donde el instinto, la sensibilidad, se erigen en juez. Cernuda, certeramente, distingue lo verdadero de lo imitado, las voces de los ecos, el ser total de la figura de cera. Como poeta, posee esta aptitud para ver debajo de las apariencias. Y, como poeta, lo expresa más allá del valor lógico de la palabra. De ahí el poder seductor de sus escritos, su capacidad de insinuar más de lo que dice, de hablar a algo más que a la razón de su lector. En esta palabra expresiva de poeta reside su hechizo. Y también el peligro de que lo que en su crítica hay de poeta nos embauque, impidiéndonos ver lo que
advertiríamos rápidamente si nos lo dijera un teórico a secas. No ignora la historia, naturalmente, pero su visión no es exclusivamente de historiador. Quiero decir que él enjuicia la obra a criticar .desde el punto de vista del presente: La tarea del historiador y del crítico es colocarse en aquel punto de vista particular (cosa nada fácil, ya que ambos tienen otro punto de vista propio, que es el de su tiempo) y decidir, de una parte, si la época que comentan realizó lo que pretendía, y de otra, si lo que pretendía vale la pena realizarse. Esta segunda decisión la toman, inevitablemente, el historiador y el crítico según el criterio actual de su tiempo, y si coinciden ambos puntos de vista, el del pasado y el del presente, se dice que la literatura de la época en cuestión está viva, y por remota que sea del presente aparece en cierto modo como contemporánea; si no coinciden, está muerta y resulta extraña.
A pesar de lo que expresa en el párrafo anterior, no es ésa la actitud del historiador y del crítico —entendidos éstos en el sentido restringido de quien no está dotado de la intuición poética—. Para un historiador, todo aquel que realizó lo que pretendía, tiene su lugar en la historia. Berceo como Garcilaso, Santillana como Manrique. Cada nombre llena un hueco. Poco le importa al historiador si lo llenó bien o mal. Sólo el poeta-critico es capaz de plantearse el problema de si lo que pretendía valía la pena de realizarse. Campoamor no significa lo mismo para el teórico que para Cernuda, porque aquél no se plantea el problema de si coinciden intención y ejecución. Un historiador puede cometer el error que no cometería un crítico-poeta. Por ejemplo, repudiar a Meléndez Valdés por su intención. No es tampoco de historiador su visión, porque para Cernuda importan del pasado aquellos nombres y tendencias que, poéticamente, actúen sobre él. Los demás, aunque muchos los consideren vivos, no le incitan a entrar en su producción y desentrañarla: el cancionero anónimo, el romancero, el barroco. Por el contrario, estudia en su obra crítica poetas contemporáneos, con los que tiene escasa o nula afinidad. Su visión es presente, y le interesa lo que del pasado es presente para él. O todo lo perteneciente al presente, aunque le sea ajeno. Acaso una de las ideas claves del sistema cernudiano consista en las relaciones entre el lenguaje hablado y el escrito: 1) Hay momentos cuando lenguaje hablado y lenguaje escrito coinciden, como ocurre en las Coplas, de Jorge Manrique; 2) otros cuando lenguaje hablado y lenguaje escrito comienzan a diverger, como ocurre en Garcilaso, y 3) otros, por último, cuando lenguaje hablado y lenguaje escrito se oponen, como ocurre en Góngora.
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Idea clave porque equivale a un módulo para, con arre-
glo a él, deducir los gustos del Cernuda lector, así como también los del Cernuda poeta. «Igual antipatía tuve siempre al lenguaje suculento e inusitado, tratando siempre de usar, a mi intención y propósito, es decir, con oportunidad y precisión, los vocablos de empleo diario: el lenguaje hablado y el tono coloquial hacia los cuales creo que tendí siempre.» Esta confesión del poeta, aunque matizada más adelante «...no siempre puede el escritor, ni sabe, ser fiel a sus gustos, y también en poesía, como en todo, el azar nos conduce en ocasiones, no siempre mal, contra nosotros mismos»— podría hacernos pensar que los poetas del momento en que lenguaje hablado y lenguaje escrito coinciden han de ser sus predilectos. Pero no ocurre así. Sus preferencias en todo.momento le hacen gustar más de los poetas incluibles en el segundo de sus apartados que de los encasillables en el primero y tercero. Es decir, los poetas en los que el lenguaje hablado y el escrito comienzan a separarse. Así, al referirse a Manrique, cuyas Coplas interpreta con rara sensibilidad, observa: Encierra la palabra una significación prístina y escueta, y también cierta gama de significados accesorios que la cultura le añade, dando lugar a una especie de irisación dentro del contenido original, descompuesto éste en varios matices expresivos... ...la palabra río, de la cual Manrique, precisamente por no darle otro significado que el suyo exclusivo, obtiene tan efectivo símil de la vida humana... ...A Garcilaso le es posible todavía mantener en la palabra su significado singular, utilizando al mismo tiempo la gama de significaciones accesorias... ...Dicha actitud (la de Garcilaso) es opuesta a la de Manrique, y de ahí el singular valor expresivo de las Coplas, donde la palabra es una con su significación primera. Otros poetas podrán tener más sensualidad, como Garcilaso; más pasión, como Bécquer; pero ninguno tan perfecto dominio del pensamiento sobre la palabra...
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La poesía más refinada, aquella a la que la cultura llenó de significados accesorios, es la poesía con la que la sensibilidad de Cernuda más se identifica, aunque sepa gustar de cualquier otra. De ahí su extrañeza porque «Machado no mencione a Garcilaso y en cambio se extasié ante cualquier copliUa andaluza», calificado por nuestro Cernuda de «ejemplo extremo de los disparates en que pueden incurrir hasta las gentes más razonables y sensatas». Cernuda olvida, al parecer, que es precisamente el gusto por una poesía cuyo lenguaje coincida con el hablado el que lleva a Machado a opinar asi. Si Cernuda fuese un crítico a secas, no un poeta que hace crítica, aceptaría igualmente ambos tipos de poesía, cada uno en su escalón, pero sin prescindir de ninguno.
Lo popular —caso extremo de coincidencia de lenguaje hablado y escrito—• y lo barroco —momento en que ambos se oponen— tienen escasas simpatías para Cernuda. Su poco amor a lo popular le lleva a dudar de la existencia de un arte semejante. Pero es que Cernuda, apoyándose para su ataque en Wordsworth, identifica la posible poesía popular con la que emplea un lenguaje que «no debe diferir de la buena prosa, excepto en lo que al metro respecta». Y al calificar algunos romances anónimos de «exquisitos y delicados» cree que lo hace «de un modo poco adecuado a la idea que comúnmente se tiene acerca de lo popular; porque la poesía popular no debe ser, según parece, ni exquisita ni delicada». Pienso que se trata de un error. No hay duda de su popularidad desde el momento en que buena parte de ellos han sido recogidos de labios del pueblo. El pueblo los cantaba en el instante mismo que el Marqués de ¿antillana calificaba a esta poesía tan injustamente, y en las versiones más modernas subsisten las exquisiteces y delicadezas, lo que significa que no le estorbaban al cantarlas. Ciertamente la teoria del autor colectivo tiene poca consistencia, pero no se trata de llamar popular a lo hecho por el pueblo, sino a lo aceptado y repetido como propio. Otra cosa sería preguntarse si el pueblo no habrá conservado el romancero por una oscura necesidad de evasión, que hoy encuentra satisfecha en los problemas del fútbol o en los programas de radio y televisión. En este caso, tal vez la poesía popular no pueda existir ya con aquella fuerza que tuvo cuando era cantada, soporte de la música. Pero tuvo su utilidad para el pueblo. El la conservó. Aunque pueda decirse que no se dio cuenta, criticamente, de su valor. Lo mismo que ocurre con las viejas lozas, cobres y tejidos, tan bellos, y que hoy cambian en los pueblos remotos, los chamarileros, por objetos de plástico. Han sido de uso popular y somos las gentes de las ciudades las que las estimamos por su belleza, no por su utilidad. Podríamos decir que la poesía —épica, pregonada o lírica, cantada coralmente— era útil para el pueblo.
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Ciertamente que el neopopularismo dista mucho de ser popular. Pero es que se trata, y Cernuda lo advierte, de una reelaboración culta, externa, de lo que tuvo y ya no tiene sentido vivo para el pueblo. Es María Antonieta jugando a las pastorcillas. O, menos frivolamente expuesto, una tentativa semejante a la de los músicos nacionalistas. Pero ésta no es razón para calificar de «costumbrismo trasnochado» o «costumbrismo español» a la ambientación del Romancero Gitano o del Llanto. Se puede estar de acuerdo o no con esta actitud, pero no calificar —injusta y graciosamente— a Lorca como podría calificarse a un sainetista, en que la pintura de costum-
bres es su fin, o incluso a Zorrilla, costumbrista de lo morisco o de lo medieval de cartón. Yo tenía una serie de notas que, a la hora de la verdad, no me han servido de gran cosa. He dejado volar los dedos sobre la máquina y ya no tendré tiempo de volver sobre lo escrito para ordenarlo, ni de sistematizar y redactar lo que hubiera querido escribir. Esta es una de las virtudes —aunque muchos no lo crean virtud— de la prosa crítica de Cernuda: que apasiona, ilumina, irrita. Nada de lo que escribe resulta indiferente. Acaso porque, como decía al principio, es siempre el poeta el que se oculta tras los juicios. Sus palabras traen, junto a la claridad de las ideas, no sé qué extraño calor, como de persona que está junto a nosotros y pone en el tono de su conversación matices que enriquecen y amplían el sentido lógico de sus palabras. Es también como si, en ocasiones, hubiese un fallo en su razonamiento que advertimos oscuramente, sin que podamos, a la hora de analizarlo, precisar dónde se halla. Así cuando Cernuda habla del modernismo. Al leer que «si el modernismo influye entre nosotros es sólo con respecto a lo menos importante de la poesía contemporánea», algo nos dice que esto no es cierto: Unamuno, Antonio Machado y Juan Ramón no hubieran sido concebibles sin el Modernismo. Hubieran sido tal vez tan grandes poetas, pero no de la manera que lo son. Y es porque ellos, muy españolamente, también como Cernuda, desdeñan todo lo que suponga movimiento esteticista, revolución de afuera adentro. Lo que no es obstáculo para que en su tiempo lo aceptaran, en principio, por lo que tenía de reacción contra el achabacanamiento, cié reivindicación de la música de la palabra frente a la mostrenca versificación. Y si «de la musique avant toute chosse» no fue su estética —como no la fue para Verlaine, ni después para Mallarmé—, supieron volver a las fuentes de la poesía, la que «busca ante todo la música, no la sonoridad», la que consigue el «acierto infalible de ritmo y expresión». Hicieron música de cámara de la gran orquesta wagneriano-rubeniana. Y es curioso pensar que el wagnerismo de Prosas Profanas desaparece en Cantas de Vida y Esperanza. Y aquí hemos de pensar si hubo evolución de Darío, una vez pasada la armoniosa locura de antaño, o fue influido por aquellos tres poetas. Mucho habría que alabar y señalar en la obra crítica de Cernuda, tan fecunda. Pero el tiempo ha llegado a su límite. Y aqui quedan, más desordenadas y confusas que inteligentes y armoniosas, unas líneas cuyo valor es simbólico. Las lineas de un español que, como si fuera una carta escrita a vuela pluma, quería hacer llegar al poeta Luis Cernuda un poco de su calor admirativo. Simbolismo sin valor real: ya lo dije al principio. _ , TI 25
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JOSÉ HIERRO
FICHA CONMEMORATIVA
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Conocí a Luis Cernuda en Madrid, hace de esto ya tiempo, en la primavera del 36. Parecía tener veinticinco años, y era esbelto, cenceño, d© atezada piel, con negro pelo ceñido como un casquete a la cabeza y la nariz acusadamente respingona sobre un pequeño bigote retocado. No recuerdo quién dijo que hubiera podido pasar por un rey de Cambodge vestido a la inglesa, tal vez yo, aunque debido a algo mecánico, imperceptiblemente cortante, que había en él, sin la gracia oriental. Poco después, el trastorno de España lo trajo a Valencia. Por dificultades de hospedaje me convertí en el depositario de sus maletas, y esto le hacia venir a casa a menudo a charlar con Gaya y conmigo, o bien a cambiar de atuendo o, simplemente, de corbata. Hube de acompañarle a mi sastre, que le confeccionó- una elegante chaqueta blanca con el revés protegido de seda gris. Uno de aquellos días nos leyó, recostado en un diván, el poema a Larra que acababa de escribir; lo recitó sin énfasis, con un cierto dejo seco y, no obstante, eficaz, que dejaba más patente lo preclaro de su belleza. Otro día, en un atardecer, se presentó bastante excitado, él corrientemente inexpresivo, trayendo y comentando un librito de Gide que, colándose un tanto subrepticiamente, había de causar en nuestras filas, hablo de un grupo restringido pero significativo de escritores, poetas, pintores y músicos, una reconsideración de actitud con respecto a las vicisitudes que estábamos viviendo. Estaba presente María Zambrano. Fue también aquí donde escribió la sin par Elegía a Federico García Lorca, que arrancó lágrimas al profesor granadino F. M., concebida con esa difícil mezcla a la que Cernuda ha dado forma propia y en la que, la perfección latina, el esfumado nórdico y la molicie meridional, crean una magia nueva del decir, para cuyo ensamblaje se ha necesitado el paso de más de dos mil años de trasiegos y sedimentaciones. Pero no quiero dejar de referirme a lo que, y así lo sospeché en el acto, pudiera resultar un dato esencial, y es que, una mañana, camino de la Malvarrosa, me hizo partícipe de lo siguiente: el mito de la antigüedad que prefería era el de Apolo persiguiendo a la ninfa Dafne que, al ser alcanzada, se convertía en otra cosa, en laurel; al hombre se le trasforma, en sus manos, todo lo que ve, lo que posee; no consigue nunca sino apresar algo distinto de aquello que anhelantemente buscó. Penetrado por el estilete de esta última intuición, el suceso clásico adquiría una
fatalidad reinante que no daba pie a ninguna esperanza. Y dejo de ello testimonio por lo que de decisivo parece ofrecernos para el profundo conocimiento del hombre y del artista. Mis relaciones con él se mantuvieron, en todo momento, correctas y gratas; incluso pareció que iban camino de ser amistosas. Luego nos han distanciado los acontecimientos, los años, la tierra y el océano; desconozco si algún elemento más. Mientras tanto Cernuda se ha convertido plenamente en lo que ya era incipientemente para muchos ': el máximo poeta español de su tiempo; un poeta, que a sus coterráneos les ha de venir cuesta arriba tener que aceptar, más que por lo que les fustiga, por lo que les rebasa. Un grupo de jóvenes que le admiran, encabezado por Jacobo Muñoz, han q u e r i d o dedicarle un homenaje en la levantina CAÑA GRIS. La localización me obliga a colaborar en él, aun siendo como soy del parecer que las obras auténticas no están necesitadas de esta explícita insistencia tan del gusto actual y que, en ocasiones, hincha también las velas de los mediocres. ¿Qué le añade a Cernuda una corona más, o qué le hubiera restado nuestro silencio?: nada. Delicioso es, sin embargo, se me puede objetar, el que antes de morir advierta el hombre la sonrisa que le adelanta la posteridad con el nombre de Gloria. JUAN GIL-ALBERT
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1 En \féxico, Bergamín me dijo: «Cuando no soporto ninguna lectura recurro a Luis.» Por cierto, en este homenaje brillan, para mí, dos ausencias —por lo que su enjuiciamiento de la obra de Cernuda tiene de válido, y de valioso—: las de Ramón Gaya y del propio José Bergamín.
LUIS
CERNUDA
La obra de Luis Cernuda es una de las más conscientes entre todas las de los componentes de la generación —-ya hecha fangosa— llamada «del 27». Ello se traduce no sólo en su obra poética, sino también en sus trabajos críticos. En otra parte, he señalado que Cernuda se nos aparece hoy como el poeta «del 27» que más agudamente ha interpretado el proceso sufrido por sus compañeros de generación y, por consiguiente, por él mismo. Cernuda ha revisado con clarividencia la herencia poética recibida —dentro de la tradición simbolista—, a la que ha opuesto una concepción de la poesía en la línea más consecuente que exigían los nuevos tiempos. Hoy es Cernuda, en el sentido vivo de la palabra, un clásico de nuestra poesía y un militante de la crítica creadora y, por consiguiente, combativa. Su obra, pese a las múltiples dificultades a las que su difusión se ha visto sometida, fructifica generosamente en la joven literatura española actual. Reconocerlo y propagarlo, en sus justos límites, es el mínimo homenaje que merecen el autor y su obra. JOSÉ MARÍA CASTELLET
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LUIS CERNVDA Y LA POESÍA DE LA MEDITACIÓN
La crítica ha sido, en lo que se refiere a la obra de Luis Cernuda, parca en palabras y corta, con raras excepciones, en ideas. El fenómeno no deja de ser curioso, ya que paralelamente a esa especie de semisordomudez crítica la poesía de Cernuda ha ido creciendo hasta convertirse en uno de los hechos de mayor y más preciso relieve de nuestra tradición poética del medio siglo. Es obvio que en la medida en que esa tradición constituye el legado literario sobre el que de manera inmediata hemos de pronunciarnos, el examen de la obra de Luis Cernuda tiene para nosotros un extremado interés. Ese examen deberá partir del reconocimiento de un doble hecho que tal vez no se ha señalado suficientemente o quizá no se haya señalado en absoluto; a saber: la obra de Cernuda no sólo nos ofrece un cuerpo poético de desusada calidad, sino que acarrea al propio tiempo una renovación del espíritu y la letra del verso castellano. Quiero decir con ello que la obra de Cernuda rebasa su propia órbita —esa órbita en la que, como muy bien ha señalado Octavio Paz \ se producen «algunos de los poemas más intensos, lúcidos y punzantes de la historia de nuestra lengua»— para venir a dar nueva inflexión a la tradición literaria a la que pertenece. Quizá esta afirmación parezca a algunos excesiva. Sólo quisiera recordar a este respecto lo que alrededor de 1900 escribía Únamuno, opuesto por igual a la tradición poética española más próxima (Zorrilla, Núñez de Arce) y al movimiento modernista: «... nuestra poesía española es, en cuanto al fondo, pseudopoesía, huera descripción o elocuencia rimada, y en cuanto a la forma, música de bosquímanos, tamborilesca, machacona, en que el compás mata al ritmo» 2. Si se apurara mucho el análisis del modernismo me temo que podría comprobarse hasta qué punto ese movimiento se produce en gran parte a favor y no en contra de los elementos más viciosos de la tradición retórica nacional. Lo cierto es que Unamuno vio de modo claro que sólo el abandono radical de esos elementos permitiría una auténtica renovación del verso castellano. «¿Que por qué no me adapto a la forma y modo tradicionales? —escribe a su amigo el poeta vasco Juan Ardazún—. Es porque, claramente, de corazón, creo que son antipoéticos, que en España no hemos tenido
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Las citas de La Realidad y el Deseo se toman de la tercera edición.de ese libro (Fondo de Cultura Económica, México, 1958), que se designa en estas notas con las siglas RD. 1 Suplemento de Caracola, núm. 81, julio 1959. 2 M. GARCÍA BLANCO: Don Miguel de Unamuno y sus poesías, Universidad de Salamanca, 1954, p. 44.
apenas poesía, sino elocuencia rimada o descripcionismo más o menos sonoro» '. La línea que Unamuno se propuso fue simplemente la de abrir para el verso español la posibilidad de alojar un pensamiento poético. En ese esfuerzo, y creyendo aportar «algo nuevo a las letras españolas de hoy» *, se acerca a la obra y espíritu de Leopardi, Wordsworth, Coleridge, Browning y a toda una zona poética que con acertada expresión (luego veremos todo el alcance de ese acierto) califica de «poesía meditativa». Pues bien, precisamente en la capacidad de dar de modo pleno al Verso español esa inflexión meditativa que para él pedía Unamuno, reside una de las aportaciones capitales de Cernuda a nuestra tradición inmediata, y es ése el aspecto de su obra que aquí nos interesa. Su posición con respecto a los elementos viciosos de la tradición vernácula no es menos tajante que la del autor de «El Cristo de Velázquez». Podrían allegarse diversos testimonios para probar la anterior afirmación, pero quizá sea suficientemente expresivo el siguiente juicio de Cernuda a propósito de Jorge Manrique: «Su austeridad y su reticencia han hallado pocos adeptos en nuestro lirismo subsiguiente, y no es de extrañar, dada la afición vernácula a la redundancia y al énfasis» 5. Es evidente que en el modo poético de Cernuda ha habido desde el comienzo una disposición temperamentalmente hostil a la idea de la poesía como «furor de palabras o sonido estupendo», para decirlo con la formulación condenatoria que contra la alta retórica de su tiempo lanzó don Juan de Jáuregui, otro sevillano ilustre. Desde esa predisposición temperamental toda la obra de Cernuda crece orientada hacia dos polos, a los que él mismo ha aludido refiriéndose también a la poesía de Manrique: la sumisión de la palabra al pensamiento poético y el equilibrio entre el lenguaje escrito y el hablado. En el camino hacia ambas metas, que son en realidad una sola y que tan plenamente conseguidas han de considerarse en un gran número de poemas de La Realidad y el Deseo, Cernuda va incorporando en vivo, injertando en la tradición nuestra muchos elementos de la tradición europea relegados entre nosotros y que él busca, a fin de cuentas, en un auténtico movimiento hacia sí mismo. Es el propio Cernuda quien ha recordado a ese propósito la frase de Pascal: «No me buscarías si no me hubieras encontrado.» En efecto, sólo porque la incorporación de esos elementos se produce de modo natural y en el mismo sentido del crecimiento propio, Cernuda ha podido traspasarlos eficazmente a una obra que, a su vez, ha dejado y deja sentir largamente su influencia entre los escritores de la posguerra civil y en los grupos más jóvenes. El mismo Cernuda, en un brillante ejercicio de autobiografía es-
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3 Ob. cit, p. 44. * Ob. cit., p. 16. 5 ' Luis CERNUDA : Poesía y Literatura, Selx Barral, Barcelona, 1960, p. 60.
piritual, el «Historial de un libro» ', ha dejado constancia de su deuda inicial con determinados poetas franceses, como Mallarmé y Rimbaud, y ha analizado despacio su etapa de directa inspiración superrealista. Esa etapa está consumada ya cuando aparecen las Invocaciones (1934-35), libro donde sin duda alguna alcanza Cernuda su entera madurez expresiva. De la época de las Invocaciones data el encuentro de Cernuda con la obra de Holderlin, otro de los poetas cuyo contacto había de dejar huella más visible en el autor de La Realidad y el Deseo. Los libros siguientes, Las Nubes (1937-40) y Como quien espera el Alba (1941-44), son contemporáneos de una nueva experiencia humana y literaria: el establecimiento o destierro de Cernuda en Inglaterra, a raíz de la guerra civil española, y el conocimiento detenido de la poesía inglesa. La posible relación de Cernuda con otros poetas de su promoción, sus contactos con la poesía francesa y su descubrimiento del mundo hólderliniano, los dioses antiguos, la tradición pagana o ciertos elementos de acarreo romántico que su obra ofrece de modo inmediato al lector, han sido temas tocados con mayor o menor fortuna por la crítica. Creo en cambio que el significado que dentro de la evolución de Cernuda tiene su encuentro con la tradición poética inglesa sólo ha sido objeto de atención muy superficial. El hecho es extraño, ya que se trata en este caso de elementos que Cernuda incorpora en el momento en que su caudal poético es mayor y más rico, y que deberían por tanto suscitar más vivo interés en el crítico. Por otra parte, es precisamente en ese momento cuando la poesía de Cernuda aporta definitivamente a la tradición española inmediata un tono de voz que, tal vez por «la afición vernácula a la redundancia y al énfasis» y tal vez por otras razones en cuyo análisis no sería fácil entrar ahora, no había sonado con frecuencia en nuestras latitudes, sobre todo después del siglo xvn. Al referirse a su encuentro con la tradición poética inglesa, escribe Cernuda: «Aprendí mucho de la poesía inglesa, sin cuya lectura y estudio mis versos serían hoy otra cosa, no sé si mejor o peor, pero sin duda otra cosa. Creo que fue Pascal quien escribió: «No me buscarías si no me hubieras encontrado», y si yo busqué aquella enseñanza y experiencia de la poesía inglesa fue porque ya la había encontrado, porque para ella estaba predispuesto» 7. Al hablar así alude el autor de esas líneas al hecho indudable de que sin la evolución interior, fatal, de su propia poesía —y eso es lo que hay que entender por «predisposición» en este caso—, la experiencia referida no habría sido fecunda. Quisiera añadir, sólo como aclaración de algo que me parece necesariamente implícito en las palabras citadas, que esa experiencia tampoco habría sido posible de no haber en la tradición a la que un poeta pertenece elementos «predispuestos» para ella. Por esa razón el encuentro de Cernuda
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« Ob. cit, pp. 233-280. ' Ob. ctt., pp. 259-260.
con la tradición poética inglesa es a la vez un encuentro con los elementos de la tradición propia gracias a los cuales dicha experiencia iba a resultar posible y fecunda. De ahí que desde su madurez de escritor llegue Cernuda a una intensa valoración de toda una zona de nuestra lírica en la que figuran Jorge Manrique, Aldana, la Epístola Moral o San Juan de la Cruz. ¿Por qué vía ha llegado Cernuda a esa selección y qué significa ese proceso no sólo con respecto a la obra de madurez del poeta, sino como aportación a la poesía española del medio siglo? Tales son las preguntas cuya contestación me propongo dejar esbozada en lo que sigue. Quisiera tomar como punto de partida otra de las afirmaciones que en el «Historial de un libro» hace su autor a propósito del momento que nos interesa: «Mas ese efecto de la lectura de los poetas ingleses —escribe allí Cernuda— acaso fuera más bien uno cumulati-vo o de conjunto que el aislado o particular de tal poeta determinado» 8. En efecto, no se trata aquí del descubrimiento sorprendente de la obra de un poeta concreto, como había acontecido a Cernuda en el caso de Holderlin, sino del encuentro con toda una zona poética que sin ser exclusiva de la tradición inglesa está en ella excepcionalmente representada. Esa zona a la que aludo es la misma hacia la que en los alrededores de 1900 orientaba sus solitarios esfuerzos innovadores don Miguel de Unamuno y a la que éste designó con la acertada expresión de «poesía meditativa». Los puntos de contacto o de contagio con la tradición foránea en que Unamuno y Cernuda coinciden son reveladores. Baste citar a Worsdworth, Coleridge y Browning, a los que habría que añadir el nombre de Leopardi, cuya lectura sitúa Cernuda en el Madrid asediado de 1936. En la línea de desarrollo de la poesía española durante la primera mitad del siglo, acaso sea Unamuno el antecedente más directo, y en cierto modo único, de determinadas características esenciales de la obra de madurez de Cernuda. Y eso resulta todavía más visible cuanto mayor es el contraste que en muchos respectos nos ofrece la visión del mundo de ambos escritores. Quizá no esté de más recordar que, aun abundando en críticas de detalle, Cernuda cree que probablemente sea Unamuno «el mayor poeta que España ha tenido en lo que va de siglo» 'J. Lo cierto es que la obra de ambos viene a enlazar con determinados elementos de la tradición europea, especialmente interesantes para quienes como ellos sintieron la necesidad imperiosa de someter al ritmo interior del pensamiento poético el brillo pródigo de la genialidad verbal. En carta a Ruiz Contreras, escrita hacia mediados de 1899, afirma Unamuno que su labor poética viene a abrirle determinadas posibilidades de manifestación para las que considera incapaz a su prosa, y añade: «Guardo, a la vez, reflexiones acerca de la poesía » Ob. cit, p. 262. Luis CERNUDA: Estudios sobre poesía española contemporánea, Madrid, 1957, p. 90. 32
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meditativa, sugeridas por mis frecuentes lecturas de Leopardi, de Wordsworth, de Coleridge, y notas acerca de la forma poética poco amplia y de cadencias muy tamborilescas en castellano» 10. Es evidente, pues, que Unamuno buscó en esa línea de poesía meditativa una salida o expansión de la estrechez retórica del verso nativo, a fin de dar realidad a un credo poético explícitamente encaminado «a pensar el sentimiento y a sentir el pensamiento». Pero en su relación con la poesía meditativa, que tiene lugar en gran parte a través de la tradición inglesa, faltó a Unamuno contacto con uno de sus primerísimos eslabones, la poesía de los «metafísicos», en la que esa presencia del pensamiento-pasión que el autor de «El Cristo de Velázquez» apuntaba como meta de su propio verso se constituye en característica definitoria de toda una escuela de escritores. La obra de los «metafísicos» —directamente y a través de su incorporación a la sensibilidad contemporánea: Hopkins, Eliot, etcétera— es, en cambio, una de las más importantes zonas de contacto de Cernuda con lo que, según la designación unamuniana, venimos llamando poesía meditativa. En uno de los ensayos recogidos en el volumen Poesía y Literatura, se pregunta Cernuda si no habrá algo más que una simple afinidad fortuita entre nuestra poesía mística y nuestra poesía gongorina y el grupo de poetas metafísicos ingleses del siglo xvn: Donne, Herbert, Crashaw, Marvell, Vaughan y Traherne. Esa pregunta se ha formulado en diversas ocasiones y con desigual fortuna en el campo de la literatura comparada. Creo que hoy puede considerarse en gran parte contestada en la medida en que se acepte la existencia de lo que Unamuno llamó «poesía meditativa» como género de características muy acusadas dentro de la tradición poética occidental. Precisamente la configuración histórica de ese género de poesía y su prolongación hasta nuestros días han sido objeto, en fecha todavía no lejana, de un libro del profesor Louis L. Martz, de la Universidad de Yale, titulado The poetry of meditation " . La tesis del profesor Martz, que me parece tan reveladora con respecto a la poesía metafísica inglesa como en función de la poesía española de la misma época, es en sustancia la siguiente: las cualidades desarrolladas por el «arte de la meditación» extendida y popularizada por la Contrarreforma son esencialmente las mismas que la crítica del siglo xx ha admirado en Donne, en Herbert o en Marvell. Para el citado autor, la poesía metafísica del siglo XVII es el resultado del influjo del arte continental de la meditación en las tradiciones poéticas inglesas. Martz estudia con penetradora capacidad de análisis y sensibilidad particularmente aguda cómo los esquemas poéticos de Donne o Herbert, por ejemplo, se ajustan a la estructura meditativa de los ejercicios ignacianos o a las prácticas de la meditación recomendadas en los tratados más difundidos de la época: los de Fray Luis de Granada, Fray Diego
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GARCÍA BLANCO: Ob. cit., p. 17. MAKTZ: The Poetry
Louis L. Press, 1955.
of Meditation, Yale University 33
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áe Estella, Gaspar de Loarte, Luis de la Puente O —más adelante— San Francisco de Sales. La tesis del profesor de Yale se entenderá mejor si se tiene presente que el eje de la práctica meditativa es la combinación del análisis mental con la volición afectiva; tal combinación es lo que ha hecho posible, según Martz, esa «mezcla particular de pasión y pensamiento» 12 característica de los metafísicos. Recordemos aquí que, según ha explicado Eliot en ensayo justamente famoso, «un pensamiento para Donne era una experiencia: modificaba su sensibilidad». Y recordemos también que otra de las notas señaladas por Eliot en la poesía de los metafísicos es «una aprehensión sensorial directa del pensamiento o una recreación del pensamiento en sentimiento» I3 . A la luz de estas afirmaciones podemos ver hasta qué punto el credo poético unamuniano («Piensa el sentimiento, siente el pensamiento») 14 coincide con la sustancia medular de aquella zona de poesía que él mismo con anticipado acierto denominó «meditativa». Pues bien, esa particular presencia del pensamiento-pasión en poemas cuya estructura responde por entero a la técnica de la poesía meditativa es, a mi modo de ver, la característica central de la obra de madurez de Cernuda. Esto es lo que Cernuda recibe no ya de un poeta determinado, o ni siquiera de ese grupo de poetas del siglo xvn inglés que constituye lo que se ha llamado desde Johnson en adelante escuela metafísica, sino de su contacto con toda una tradición poética o género de poesía que existe gracias al ejercicio de ciertas potencias o virtudes que encontraron en los métodos de meditación de la Contrarreforma un amplio campo de rigurosa práctica. En ese momento el arte de la meditación y el arte poética se confunden. Pero, en cualquier caso, los supuestos del arte poética siguen siendo esencialmente los mismos en todos los poetas alineados en la gran tradición de la poesía meditativa occidental: Blake, Wordsworth, Hopkins, E. Dickinson, Yeats, Eliot, Rilke... Conviene aclarar que la estructura meditativa no va necesariamente adscrita a un contenido religioso rígidamente determinado: el caso de Yeats es suficientemente significativo a ese respecto. En ese sentido, y para comprender la continuidad de la poesía meditativa como género, ha de recordarse con Martz que la disciplina de la meditación estaba destinada a desarrollar un estado de espíritu que no difiere en absoluto del descrito por Coleridge en su famosa explicación del mecanismo creador de la imaginación. Dicha descripción, una de las piedras angulares de la moderna crítica literaria, ha sido parafraseada y traducida así por el propio Cernuda:
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« HEEBERT J. C. GRIERSON: Metaphysical Lyrics and Poems, Oxford, 1956, p. ajvi. 13 T. S. ELIOT: «The Metaphysical Poets», Selected Essays, 19171932, Nueva York, 1932, pp. 245-248. " L. F. VIVANCO: Antología Poética. Miguel de TJnamuno, Madrid, 1942, p. 7.
<E1 poeta a su vez, en perfección ideal, pone en actividad, el alma entera del hombre, así como sus facultades (subordinadas unas o otras según su relativo valor y dignidad), y difunde un tono y espíritu unificador, fundiendo por así decirlo unas facultades con otras. Operación que se efectúa, precisamente, gracias a aquel poder mágico de síntesis al cual Coleridge atribuye de modo exclusivo el nombre de imaginación. El poder de la imaginación, movido por la voluntad y el entendimiento y bajo el control de ambos, se revela en cierto equilibrio o reconciliación de cualidades contrarias: lo idéntico con lo diferente, la idea con la imagen, lo individual con lo representativo, lo nuevo con lo familiar, un estado emotivo usual con otro desusado, el juicio firme con el entusiasmo profundo...» I5 . Ese poder «esemplástico» (éis én plattein) de la imaginación es asimismo la coronación del proceso contemplativo, al final del cual los sentidos y los poderes interiores del alma han de reducirse a unidad. También en Cernuda la unificación de la experiencia es, en términos muy parecidos a los que venimos comentando, la culminación y virtud última del proceso poético. Así lo afirma en la conclusión reveladora de uno de los poemas de «Vivir sin estar viviendo» : Cuando en ella [en la obra] un momento se unifican, Tal unos son amante, amor y amado, Los tres complementarios luego y antes dispersos: El deseo, la rosa y la mirada lt. El nuevo tono que de manera característica tiñe los poemas de madurez de Cernuda —es decir, la obra de éste posterior a 1937— responde al movimiento peculiar del poema meditativo y en ellos la composición de lugar y el análisis mental de sus elementos se combinan de modo típico con el poder unificador del impulso afectivo. De ahí que ya en las «Invocaciones», pero sobre todo a partir de «Las Nubes» se afirme tan vigorosamente el-sentido de la composición del autor de La Realidad y el Deseo. Lo que entiendo aquí por sentido de la composición es la capacidad de servidumbre del medio verbal, que no ha de tener ni más ni menos desarrollo que el necesario para que el objeto del poema agote en la forma poética todas sus posibilidades de manifestación o de existencia. Y eso lo consigue Cernuda no sólo en poemas de cierta extensión y tan claramente ajustados al esquema meditativo como los titulados «El ruiseñor sobre la piedra», «Elegía anticipada» o «Río vespertino» 17, sino en poemas muy cortos en los que, por vía análoga a la que le S. T. COLERIDGE: Biographia Literaria, Oxford, 1949, vol. II, Luis CERNUDA: Pensamiento poético en la Úrica inglesa, ImUniversitaria, México, 1958, pp. 74-75. RD, p. 259. RD, pp. 184-188; 221-222; 231-234. 35
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p. 12; prenta " »'
permite asimilar el espíritu de la canción tradicional, reproduce en forma nueva la estructura expositiva, breve y cerrada, del soneto barroco. Un ejemplo claro de lo que acabo de decir podría ser el poema «Amando en el tiempo» 18 o el titulado «Violetas», que reproduzco por entero: Leves, mojadas, melodiosas, Su oscura luz morada insinuándose Tal perla vegetal tras verdes valvas, Son un grito de marzo, un sortilegio de alas nacientes por el aire tibio. Frágiles, fieles, sonríen quedamente Con muda incitación, como sonrisa Que brota desde un fresco labio humano. Mas su forma graciosa nunca engaña: Nada prometen que después traicionen. Al marchar victoriosas a la muerte Sostienen un momento, ellas tan frágiles, El tiempo entre sus pétalos. Así su instante alcanza, Norma para lo efímero que es bello, A ser vivo embeleso en la memoria 19. De los poemas más extensos cuyo desarrollo corre exclusivamente al hilo de la meditación quisiera traer aquí el fragmento siguiente de «Río vespertino» (...) Contemplación, sosiego, El instante perfecto, que tal fruto Madura, inútil es para los otros, Condenando al poeta y su tarea De ver en unidad el ser disperso, El mundo fragmentario donde viven. Sueño no es lo que al poeta ocupa, Mas la verdad oculta, como el fuego Subyacente en la tierra. Son los otros, Traficantes de sueños infecundos, Quienes despiertan en la muerte un día, Pobres al fin. ¿De qué le vale al hombre Ganar su vida mientras pierde el alma, Si sólo un pensamiento vale el mundo? 20. De nuevo encontramos aquí como culminación del proceso poético y elemento definitorio del mismo la unificación de la experiencia («su tarea de ver en unidad el ser disperso»). Pero, además, el fragmento citado se cierra con palabras traídas de San Juan de la Cruz y especialmente significativas para Cernuda: «Si sólo un pensamiento vale
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RD, pp. 230-231. RD, p. 183. RD, p. 232.
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el mundo.» Las palabras de San Juan de la Cruz reaparecen en el verso final del poema «El retraído»: Si morir fuera esto, Un recordar tranquilo de la vida, Un contemplar sereno de las cosas, Cuan dichosa la muerte, Rescatando el pasado Para soñarlo a solas cuando libre, Para pensarlo tal presente eterno, Como si un pensamiento valiese más que el mundo
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.
Me parece evidente que el contacto de Cernuda con la tradición meditativa a través de la poesía inglesa resulta particularmente fecundo en la medida en que es, al propio tiempo, redescubrimiento o hallazgo contemporáneo de nuestra propia poesía meditativa, cuyas raíces no son probablemente distintas de las de los metafísicos. No es mero azar que precisamente al hilo de un examen de la poesía de San Juan de la Cruz llegue Cernuda a la más clara formulación de lo que para él es el sentido último del proceso creador: «Porque en San Juan de la Cruz —escribe— la belleza y pureza literaria son resultado de la belleza y pureza de su espíritu; es decir, resultado de una actitud'ética y de una disciplina moral. No es quizá fácil apreciar esto hoy, cuando todavía circula por ahí como cosa válida ese mezquino argumento favoreciendo la pureza en los elementos retóricos del poema, como si la obra poética no fuera resultado de una experiencia espiritual, externamente estética, pero internamente ética» 22. Al hablar así revela Cernuda otro de los elementos esenciales de su obra de madurez: el subsuelo ético en que se fundamenta su propia meditación poética. De ahí que resulte tan particularmente afín a su actitud la meditación moralizadora de nuestro barroco y pueda sentir tan próximo el grave desarrollo meditativo de la «Epístola Moral». Tampoco es un azar la reaparición o eco visible del último verso de la «Epístola» en éstos de La Realidad y el Deseo: Ya en tu vida las sombras pesan más que los cuerpos; Llámalos hoy, si hay alguno que escuche Entre la hierba sola de esta primavera, Y aprende ese silencio antes que el tiempo llegue. («Otros tulipanes amarillos»)
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Bien sé yo que esta imagen Fija siempre en la mente No eres tú, sino sombra
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RD, p. 255. Poesía y Literatura, p. 53. RD, p. 226.
Del amor que en mí existe Antes que el tiempo acabe. («Sombra de mí») " Quizá lo dicho hasta aquí sea suficiente para dar idea de los elementos con que la obra de Cernuda viene a enriquecer la tradición poética española. Por su triple contextura intelectual, estética y moral ha de considerarse esa obra como una de las piezas capitales en el desarrollo contemporáneo de nuestra poesía. JOSÉ ÁNGEL VALENTE
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RD, p. 314.
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VARIACIONES
DE UN TEMA CERNUDIANO
A Elena y Stanko Vranich. Hay en la obra de Cernuda tres poemas, muy concentrados y sencillos, que se prestan admirablemente al comentario. A modo de variaciones sobre el mismo tema, la rara luz que se proyectan ofrece extraordinario interés a quien los confronta. A continuación copio dos de ellos. Van a doble columna para facilitar el cotejo: 1 XXHI Escondido en los muros Este jardín me brinda Sus ramas y sus aguas De secreta delicia. Qué silencio. ¿Es así El mundo ? Cruza el cielo Desfilando paisajes, Risueño hacia lo lejos. Tierra indolente. En vano Resplandece el destino. Junto a las aguas quietas Sueño y pienso que vivo. Mas el tiempo ya tasa El poder de esta hora; Madura su medida Escapa entre sus rosas. Y el aire fresco vuelve Con la noche cercana, Su tersura olvidando Las ramas y las aguas.
Jardín antiguo Ir de nuevo al jardín cerrado, Que tras los arcos de la tapia, Entre magnolios, limoneros, Guarda el encanto de las aguas. 5 Oir de nuevo en el silencio, Vivo de trinos y de hojas, El susurro tibio del aire Donde las almas viejas flotan. Ver otra vez el cielo hondo 10 A lo lejos, la torre esbelta Tal flor de luz sobre las palmas: Las cosas todas siempre bellas. Sentir otra vez, como entonces, La espina aguda del deseo, 15 Mientras la juventud pasada Vuelve. Sueño de un dios sin [tiempo '.
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» L. CERNUDA: La Realidad y el Deseo (México: Fondo de Cultura Económica, 1958), pp. 23-24 y 170-171, respectivamente, con variantes dignas de notar en una estrofa: Mas el tiempo ya tasa el poder de esta hora: madura su medida escapa con sus rosas. Las demás son supresiones de signos de puntuación (¿por qué irwitarian al lector al énfasis y al engolamiento ?): comas después de ri~ sueño y de quietas; puntos suspensivos después de mundo, y signos de admiración (antes: ¡Qué silencio!, ¡Tierra indolente! ¡Sueño de un dios sin tiempo!).
Además de variaciones sobre el mismo tema, en su condensada brevedad son casi exactamente iguales: 5 y 4 estrofas, 20 y 16 versos, 140 y 144 sílabas 2. Hasta es casi igual la proporción de dáctilos y troqueos (uno a tres, aproximadamente). Los apoyos rítmicos, en su intrincada distribución (¿se ajusta al sentido?), producen un latir vivo, sutil (acelerado Y entrecortado en los heptasílabos, más demorado y continuo en los eneasílabos), acallando suavemente el tictac de la pauta métrica. Nada más lejos de sonsonetes y rimbombancias. El tono, aunque diverso, es apagado, íntimo, en ambos casos: un susurro tibio, al oído. La misma lírica asonante, el mismo tipo de estrofa 3, la misma intención de canto. Los dos podían servir de modelo de poemacanción: canción de primavera o canción de otoño, poco importa. No que el poema sea cantable o musicable, sino que él mismo es canción, es decir, un equivalente fónico, poético, de canción musical. La gran profusión de asonancias internas (de efectos sutiles a veces, a veces marcados) parece querer subrayar la intención de canto. Dentro de estrofa: ramas-aguas, silencio-(cielo)-TÍsueño-(lejos), indolente-resplandece, tierra-quietas, sueño-pienso, tasa-escapa; guarda-aguas, cerrado-arcos-encanto, vivo-trinos-tibios, ver-vez, cielolejos, cosas-todas, sueño-tiempo. De estrofa a estrofa (eco que recorre el poema y sigue vibrando) : muros-mundo, desfilando-vano, sueñopienso-tiempo, madura-tersura, ir-oir-sentir, limoneros-nuevo-silencin, aguas-almas-palmas-pasada, donde-torre, viejas-esbelta, luz-juventud, bellas-mientras... ¿Son todas estas asonancias fortuitas? ¿Las hay superfluas, perjudiciales? ¿Refuerzan la línea melódica? ¿Contribuyen a la estructuración del poema, ligando o aproximando elementos o partes? En cuanto a la sintaxis, la diferencia es bien notoria. El poema número 1 consta de una serie de oraciones yuxtapuestas (once en veinte versos), todas (semánticamente) dependientes del elidido yo de sueño y pienso, que es el a mí de me brinda. Y aunque este yo tácito no se planta en medio de todo, el punto de vista es subjetivo. El yo habla más que nada para sí, y se dice una cosa tras otra, erráticamente. Al completar cada una de las oraciones, el lector se interrumpe y vuelve a empezar. Por el contrario, el poema 2 consiste en una oración única, casi toda sujeto (hasta vuelve). Lo que no es sujeto es atributo, porque el verbo principal está sobreentendido. La construcción resulta así esquemática como una ecuación. Y esta ecuación única, sin verbo, va del principio al fin sin tropiezos, de un tirón, como precipitándose en la
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2 Por ejemplo, «Juventud, divino tesoro...» consta de 69 versos eneasílabos. Por lo demás, resulta sumamente instructivo confrontar estos eneasílabos de Darío con los de Cernuda. 3 Este cantar o copla, con asonancia en los pares (afín, por tanto, al romance, aunque con más línea melódica y menos monotonía, por regla general), se remonta, como es bien sabido, a las jaryas hispanohebreas del siglo XI.
marcha. Por el camino, en el orden preciso, incorpora a su sujeto múltiple y ramificado todo lo que se encuentra. Los signos de puntuación, casi siempre engañosos, aquí lo son aún más. Claro que nadie se llamará a engaño. A pesar de los puntos que le salen cuatro veces al paso, haciendo guiños de entonación descendente, el lector mantiene en vilo su voz hasta la última palabra. Cada verso le remite al siguiente, al siguiente, hasta que se cae de bruces en el silencio. Sólo al final se completa el hilo del discurso *. Pero tal vez lo más singular de esta sintaxis está en el uso de los infinitivos. En primer lugar, el sujeto queda totalmente fuera del poema. Aunque es un alguien, o sea un hombre, quien lo piensa o lo dice, no hay ni siquiera un yo tácito como en 1. En segundo lugar, las acciones, como la espada de Damocles, quedan en el aire, en suspenso, mentadas e intactas, sin iniciar. Ni yendo (acción en marcha) ni ido (acción exhausta), sin'o ir. A la gramática corresponde aquí, en buen grado, tanto la estremecedora descarga poética final como la serenidad reticente del tono levemente elegiaco, tan libre de aspavientos sentimentaloides. Lo que estaba en potencia, en el aire, se esfuma, como fantasma que era, en el anliclimax del último verso. A esta descarga poética final contribuye la gradación ascendente (y de fuera a dentro, de ir a sentir), acelerada, de las estrofas, y el cambio enfático de metro en el verso 13 y en el 16. Es de notar que el anticlimax (Sueño de un dios sin tiempo) casi desaloja por completo, como si dijéramos, un último verso que la pauta de las estrotas anteriores nos había predispuesto a esperar. Tras el encabalgamiento (tan significativo), sin permitir que el engaño se prolongue una milésima de segundo, la realidad se atraviesa (interrupción súbita), cerrando abruptamente el paso al deseo. El lenguaje es, en ambos poemas, claro, conciso, sencillo. El léxico, usual y frecuente, está al alcance de todos. Sin estridencias ni oropeles, la dicción se ciñe a los temas. Quizá ciertas metáforas 5, especialmente las verbales, presenten alguna dificultad: el cielo desfila paisajes (¿qué quiere decir esto?), el destino resplandece en vano (¿por qué?), la hora escapa entre sus rosas (¿entre qué rosas) *, las ramas y las aguas olvidan su tersura. Ni el cielo es risueño, ni la tierra indolente, ni tibio el susurro: los adjetivos están transferi-
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4 Las tres primeras estrofas pudieran muy bien terminar en coma o (mejor) punto y coma (separando así los cuatro sujetos de sus partes respectivas). Después de vuelve, dos puntos harían más patente la elisión del único verbo principal: «Ir, oir, ver, sentir: sueño de un dios sin tiempo», vale decir, «Ir, oir, ver, sentir es (o mejor, serla, hipótesis irrealizable) el (nótese esta adición) sueño de un dios sin tiempo». (Se echa de ver que la aparición del verbo dañaría el efecto poético.) Verdad es que estos dos puntos estarían, de cierto modo, en conflicto con los que siguen a palmas, y sin éstos la estrofa sería otra5 cosa. ¿Qué pensar de esa torre esbelta-flor de luz? Góngora a Córdoba: «¡Oh torres coronadas — de honor, de majestad, de gallardía!» 6 «¡Ah, tiempo, tiempo cruel, que para tentarnos con la fresca rosa de hoy destruíste la dulce rosa de ayer!», Ocnos, 2." ed., p. 62.
dos, «desplazados». El silencio no es un silencio muerto o fúnebre, sino vivo y jovial. Vivo de trinos y de hojas, es decir, perceptible gracias a los trinos de los pájaros y al ruido de las hojas (obsérvese, aparte la economía de expresión, lo que pasa a significar de, y la parte de trinos que alcanza a hojas). De es siempre, en verso y en prosa, un jack-of-all-trades o factótum: compárese la espina del deseo con la espina del pescado y se verá que, en el primer caso, de equivale, sobre poco más o menos, a un signo igual y representa (aunque con disimulo) un papel metafórico. La espina no es el pescado, por supuesto, pero la espina es el deseo: el deseo como espina, en lo que tiene de espina, es decir, en su aspecto punzante (como subraya el adjetivo aguda) 7. Pero, a fin de cuentas, ¿qué nos dicen estos poemas? Porque el jardín podrá ser el mismo, pero la situación es bien diferente. El yo tácito del poema 1 ¿no parece estar soñando el futuro, sin presente, en su ahora? Claro que este jardín («o¿¿ le bonheur est marié au silence», diría Baudelaire) tiene mucho de edén, de secreta delicia natural. Con todo, no pasa de sueño quieto, mientras el tiempo escapa. La vida^debe de ser otra cosa 8. En el poema 2 se trata de ir de nuevo, otra vez (implícitamente nevermore, nunca más) al jardín antiguo (¿por qué va pospuesto el adjetivo?), aquel jardín remoto donde entonces, antaño, punzaba (mejor dicho, punzó) el deseo juvenil. Ya no está el jardín escondido en los muros, para que el mozo solitario se lo apropie por unos instantes, sino cerrado, inaccesible, tras los arcos («para un andaluz, la felicidad aguarda siempre tras de un arco») de la tapia que sólo un dios sin tiempo (¿cómo sin?) podría volver a traspasar. No puede el hombre llegar de nuevo allí como no sea a través de los arcos del recuerdo («¿no es el recuerdo la impotencia del deseo?»). El sueño o ensueño de futuro es ahora evocación de pasado fenecido, arrastrado en la ráfaga del tiempo, como la juventud del mozo, como los cuerpos de las almas viejas, presagiosas. ¿Cuál es, en síntesis, el impacto total de un poema y del otro? ¿Pretenden contagiarnos una emoción o, por el contrario, sondear, ante nuestros ojos atónitos, la zona de sombra que hay en la vida? ¿Hasta qué punto es expresable, puntualizable, lo que transmiten? ¿Podrían verterse en prosa? ¿Cabe aislar los efectos que produce ésta o aquella piececita? ¿Operan diversamente en cada poema los ingre-
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7 Esta aguda espina es eco de la aguda espina dorada de A. Machado, y, a su vez, del cravo de Rosalía de Castro. (L. CERNUDA, Estudios, 1957, p. 66. Cfr. Cuadernos de estudios gallegos, XIII [1958J, p. 216. núm. 11.) Copiaré sólo la última estrofa del conocido poema de Machado: Mi cantar vuelve a plañir: «Aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada.-» 8 El primer libro de juventud de Cernuda se tituló Perfil del Aire (1927).
dientes comunes: jardín, aguas, silencio, cielo, lo lejos, sueño, tiempo, aire, vuelve?... ¿Son importantes los contrastes: escondido-cerrado, risueño-hondo, hacia-a, fresco-tibio, aire-juventud?... ¿Qué añaden les elementos privativos de cada poema: ramas, mundo, paisajes, tierra indolente, destino, aguas quietas, poder de esta hora, noche cercana, por un lado; por otro, arcos de la tapia, magnolios, limoneros, trinos, hojas, susurro del aire, almas viejas, torre esbelta, espina del deseo?... Haya simbolismo, adecuación, en el ritmo, o no, ¿se ciñe al sentido la materia fónica, los sonidos? Sea cual sea la reacción y el veredicto final de cada lector, tal vez le interesen algunos datos externos. Ambos poemas figuran en varias antologías 9. Entre el primero y el segundo median casi tres lustros Io, el tiempo de una generación, según los entendidos. Uno y otro corresponden, de cierto modo, a libros iniciales: la canción juvenil, al primer libro del poeta; la canción otoñal, al primer libro de! desterrado y del maestro. Se prestan así a comparar la labor de plenitud con la iniciación poética. El lector tiene la palabra. En Ocnos (1942) hay una tercera variación, en prosa y con el mismo título del poema 2, del que debe ser casi gemela. En la confrontación de estos dos poemas gemelos pudiera aprenderse algo sobre lo que es el verso y la prosa poética, al menos en este autor. Yo voy a limitarme a citar lo que corresponde a las tres primeras estrofas del poema anterior:
3 JARDÍN ANTIGUO Se atravesaba primero un largo corredor oscuro. Al fondo, a través de un arco, aparecía la luz del jardín, una luz cuyo dorado resplandor teñían de verde las hojas y el agua de un estanque. Y ésta, al salir ajuera, encerrada allá tras la baranda de hierro, brillaba como líquida esmeralda, densa, serena y misteriosa. En el silencio circundante, toda aquella hermo-
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'•< Estos son dos de los cuatro poemas de Cernuda que da Peers (1949). El número 1 ha sido seleccionado por el propio Cernuda (1933) y por Diego (1932 y 1934), Domenchina (1941), Laurel (1941), Sáinz de Robles (1946) y Cano (1952); el número 2, por F. Giner de los Ríos (1945), el ya citado Peers (1949), A. del Río (1954) y García Prada (1958). (Menciono sólo primeras ediciones.) i» El 1 fue publicado en el suplemento literario de La Verdad (Murcia) el 22 de agosto de 1926, cuando el poeta, todavía en Sevilla, contaba veintitrés años; el 2 fue escrito en Glasgow (Escocía) el 13 de septiembre de 1939, días antes de cumplir el poeta (el 21 de septiembre) sus treinta y siete años.
sura se animaba con un latido recóndito, como si el corazón de las gentes desaparecidas que un día gozaron del jardín palpitara al acecho tras de las espesas ramas. El rumor inquieto del agua fingía como unos pasos que se alejaran. Era el cielo de un azul límpido y puro, glorioso de luz y de calor. Entre las copas de las palmeras, más allá de las azoteas y galerías blancas que coronaban el jardín, una torre gris y ocre se erguía esbelta como el cáliz de una flor. Como se ve, los tres poemas describen un jardín real, concreto, que los ojos de la cara o los del recuerdo tienen delante " . Pero eso no es todo. En los tres casos se trata de lo que suele llamaTse símbolo literal (o símbolo «bisémico»). El jardín es literalmente así y es, además, por asociación, un mundo de cosas. ¿Qué cosas? Lo excepcional en nuestro caso es que el poema en prosa nos da, en su segunda parte, la clave del simbolismo de los tres poemas: Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Allí en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable. La amplitud del cielo te acuciaba a la acción; el alentar de las flores, las hojas y las aguas, a gozar sin remordimientos. Más tarde habías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente. Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarte de nuevo al borde de la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada 12. Aunque por vías diferentes, los tres poemas vienen así a converger en el tema central de toda la obra de Cernuda: el conflicto entre realidad y deseo, entre apariencia y verdad, esencia de todo lo poético. No faltan las más importantes ramificaciones del tema central : el tema de las gracias del mundo, el del vivir sin estar viviendo, el de las horas contadas. Queda así admirablemente resumido el mundo poético cernudiano. C. P. OTERO
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11 Sin duda alguna, los famosos jardines del Alcázar, en la Sevilla nativa de Cernuda. 13 Cfr. «Un jardín» (verosímilmente el jardín Borda, en Cuernavaca) en Variaciones sobre tema mexicano (1950), p. 55: Aunque al primer golpe de vista, abarcando los terrados, las escalinatas, las glorietas del jardín, algo te trae o la memoria aquel otro cuya imagen llevas siempre en el fondo de tu alma.
EMOCIÓN Y TRASCENDENCIA
DEL TIEMPO EN LA
POESÍA
DE LUIS CERNUDA
Parece ser ya obligado signo de estos años el tener que volver frecuentemente la mirada hacia el poeta profético por excelencia de nuestro tiempo hispánico, Antonio Machado. 0, si se quiere, hacia aquel Juan de Mairena, zumbón y grave, a quien su creador hizo decir las cosas clarividentes, por lógicas, aunque pueda parecer paradoja, que no cabían en el verso. No sorprenda, pues, que se comience esta incursión por la idea y emoción del tiempo en la obra de otro poeta español contemporáneo trayendo el recuerdo de Machado. Ni el propio Cernuda mostrará asombro, ya que él mismo ha advertido el hecho de la presencia, al parecer necesaria, de su antecesor sevillano. Tampoco será cuestión de detenerse en la clásica definición machadiana de la poesía como «palabra esencial en el tiempo». Muchas fueron las ocasiones, reiteradas e insistentes, en que el poeta de Campos de Castilla volvió sobre el asunto, como para llegar a un total desarrollo de aquella fórmula. Ya se ha visto que con ello pretendía encauzar hacia el buen camino los extravíos de una lírica destemporalizada, como la llamaba él, y en los cuales veía incurrir a los poetas de mayor prestigio de su tiempo. Eran los años alrededor de 1930. Nada de eso hará falta, desde luego. Pero hay un pasaje del Mairena que no cuesta mucho trabajo recordar cuando se lee la poesía de Cernuda. Es aquel en que el discípulo de Abel Martín afirmaba: «Sin el tiempo, sin esa invención de Satanás, sin ese que llamó mi maestro "engendro de Luzbel en su caída", el mundo perdería la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza. Y el diablo ya no tendría nada que hacer. Y los poetas, tampoco» \ Claro está que Mairena dice los poetas, es decir, todos los poetas; pero bien supo él mismo distinguir entre aquellos que nos dan «una intensa y profunda impresión temporal», Manrique el primero, y aquellos otros que no la pudieron o supieron expresar si la sintieron. Dios, según la enseñanza bíblica, había prometido al hombre un paraíso eterno, y fue Luzbel quien le condenó, entre otras cosas, a la más triste de todas: la sujeción a la ley del tiempo y a la certidumbre de la muerte. Así es; sin esa invención del demonio, amigo particular por coincidencia del hedonista Cernuda, este poeta no habría tenido nada que hacer. Y subrayo intencionadamente la palabra hedonista, como ya se verá, para aquellos que quieran llevar demasiado lejos la exaltación de la hermosura física como última explicación válida del canto total de Cernuda. Lo que conANTONIO MACHADO: Obras. México: Editorial Séneca, 1940, p. 675.
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cede sólido sustrato al término realidad, en la antinomia que da título a sus poesías completas, es algo de más honda dimensión que la realidad concreta de la hermosura corpórea y tangible, y aun de su abstracta idealización. Es, en última instancia, la evidencia de esa misma hermosura como realidad fluyente, que existe no más para desaparecer, temporal en el único sentido bajo el cual a los humanos les es dado concebir el tiempo. Y alzado frente a ella, como imposible, un deseo tenso de fijación, de permanencia, de eternidad, que la mente del hombre sólo puede vislumbrar como condición suprema del lado trascendente, invisible y simultáneo de aquella misma realidad. Si no se proyecta sobre esta perspectiva la oposición realidad y deseo, no se llegará a entender el alcance metafísico último de la poesía de Cernuda. Conviene no apresurarse. Para que no quede demasiado lejano el recuerdo de las palabras anteriores de Machado y se diluya la consonancia que se quiere destacar, pues de esto se trata, véanse aquí estas otras de Cernuda. Pertenecen a una de las prosas de Ocnos, libro en el que se asiste a una espiritualización de las sensaciones de tal calidad de pureza como resultaría muy difícil encontrar en la lírica y en la prosa castellanas. Queriendo introducir allí con toda claridad el problema, escribía Cernuda: «Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre vive libre del aguijón de la muerte» (10) 2. ¿Esa «visión colérica con espada centelleante» no es por ventura aquí la imagen expresiva de este personaje amigo del poeta Cernuda, el demonio, al cual habrá de invocar, ya por su nombre, sin eufemismos, una y otra vez en su poesía? Compañero, confidente, conciencia misma, este demonio cernudiano, menos bíblico que el de Machado, más humano y sustancial, aparece ligado siempre a lo que es causa y sostén definitivos de la angustia del hombre. Por eso podrá decirle el poeta, después de llamarle hermano y semejante: Porque somos chispas de un mismo fuego, Y un mismo soplo nos lanzó sobre las ondas tenebrosas De una extraña creación, donde los hombres Se acaban como un fósforo al trepar los años fatigosos de [sus vidas. («La gloria del poeta», 115) 3. En estos dos últimos versos se define ya, en su misma longitud Todas las citas de Ocnos se hacen por la edición de Londres: The3 Dolphln, 1942. Las citas en verso refieren siempre a la tercera edición de La Realidad y el Deseo, México: Fondo de Cultura Económica, Colección Tezontle, 1958. Los subrayados en las citas son nuestros. 46
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verbal, el encuentro arduo del hombre con sus dos hechos realmente únicos, impensables separadamente, ya que al cabo no son sino dos rostros paralelos de una misma realidad: la continuidad áspera y esforzada de la existencia, el trepar de los años, y la gestación lenta y simultánea de la muerte, que de aquélla se nutre, el apagarse como fósforo. Hay que destacar la suprema virtud poética de este verso: la economía expresiva y la riqueza de sugestión con que Cernuda recoge en él lo que es tema alimenticio, manantial sin fondo de los grandes poetas y filósofos de nuestro tiempo, pocas veces tan próximos los unos a los otros. Porque lo que el pensamiento contemporáneo trata de hacer, por debajo de etiquetas y de modas, es no distanciar los hechos fundamentales de la vida y de la muerte como términos radicalmente contrapuestos, sino verlos en su condicionada, fatal indisolubilidad. Y esto, que es raíz última de la angustia del hombre, puede ser a la vez el solo asidero posible para su conformación moral. En ese destino consciente hacia la muerte, que es la sustancia de toda existencia auténtica, para decirlo con una expresión que la lectura de Heidegger ha puesto en uso, hay, sí, un momento en que el tiempo alcanza al hombre: es cuando éste proyecta su poder pensante sobre la faz enmascaradora de esa rica y viva variedad que le tienta y rodea. Ya Antonio Machado lo había formulado también: «En cuanto nuestra vida coincide con nuestra conciencia, es el tiempo la realidad última, rebelde al conjuro de la lógica, irreductible, fatal» 4 . El propio Cernuda ha evocado, dentro de su personal historia, ese momento, tan amplio a veces como toda la vida, en que el hombre va descubriendo con dolor la fugacidad ínsita en todo lo existente; esto es, la obra del tiempo en todas las cosas que ama y aun en sí mismo. Es concretamente en la página final de Ocnos, de inapreciable valor para clarificar la hondura trágica de la preocupación temporal en Cernuda. Cabe la tentación de historiar la presencia del tiempo en La Realidad y el Deseo; más todavía si se tiene en cuenta que se trata de una obra construida en todos sus momentos sobre la más estrecha vinculación entre poesía y vida, y que toda vida es esencialmente historia. Si el mismo poeta nos avisa: «Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza», no sería arriesgado penetrar en el envés de esta afirmación, y traducirla así: «Llega un momento en la poesía de un hombre, de un poeta, cuando el tiempo le alcanza.» En efecto, interés y posibilidades tendría el rastreo histórico de este tema en la poesía de Cernuda: cuándo ofrece sus primeros síntomas, cómo va creciendo y desarrollándose, en qué momento parece adueñarse con mayor fuerza del impulso poético, de cuántas maneras se ramifica, sublima o trasciende. Todo ello obligaría a una marcha cronológica, año tras año, libro tras libro. Tal procedimiento permitiría incluso ciertas constataciones estilísticas que, de todas formas, siempre acabarán por entregarse. Aunque éste no sea
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A. M.: Op. cit., p. 478.
el camino que estrictamente aquí se seguirá, sin renunciar tampoco de un modo absoluto a él, debe decirse de entrada que tal evolución no partiría nunca en Cernuda, como en otros poetas de su misma generación, de una intuición primaria pretemporal, o, si se quiere, extratemporal; es decir, que nunca se le ve cómodamente situado en una desgajada realidad ahistórica, cuya difícil plenitud gustaron mucho de cantar los poetas puros de los años 20, dentro y fuera de la lengua. Por el contrario, ya en sus Primeras Poesías {Perfil del Aire, Í924-27), libro dirigido con delicado temblor hacia la hermosura del mundo, y escrito naturalmente bajo un signo de época de mayor rigor intelectual al que ningún híjo de aquellos años pudo escapar, está ya presente la idea del tiempo, la idea o su aprovechamiento, aunque no alcance todavía las dimensiones tremendas a que habrá de elevarse más adelante. Unas veces aparecerá como realidad externa o cósmica, empleada como elemento que permite la apertura de una determinada sugestión poética: Ya las luces emprenden El cotidiano éxodo Por las calles, dejando Su espacio solo y quieto.
(X, 16)
Es aquí, todavía, el simple tiempo mecánico, presente en la sucesión día-noche y en su correspondiente transposición espacial de lo lleno y lo vacío. Otras veces se sentirá como leve insinuación del espíritu, aunque adherida indefectiblemente al fondo del mundo, de la naturaleza circundante: Siento huir bajo el otoño Pálidas aguas sin fuerza, Mientras se olvidan los árboles De las hojas que desertan. (XII, 17) Y, en fin, no dejará de surgir el hecho rotundo, ya sin matizaciones metafóricas, en el poema final, clave, del libro: Mas el tiempo ya tasa El poder de esta hora; Madura su medida Escapa entre sus rosas. (XXXIII, 24)
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No está aún el dolor desatado ante el paso de las horas y la fuga de las cosas. Aquél vendrá después, avasallador ya cuando la cronología implacable cargue de enseñanzas la realidad humana del poeta. Pero sí está en Perfil del Aire la serena conciencia del hecho, aunque expresada con limpia y cuidada palabra: limpia por nacer de una voz adolescente, en la antehistoria de su dolor humano; cuidada por atenta a las incitaciones poéticas del momento que recomendaban el ceñimiento, la contención, el pudor. Es difícil, pues, hablar de un Cernuda fuera del tiempo. Ni se está muy lejos de la
verdad si se dice que, de todos los poetas de su generación (y éste es un dato que habrá de ser tenido en cuenta cuando se estudie el problema de su conexión con el momento actual de la poesía española), fue él quien primero se incorporó y quien de una manera más obstinada se ha sostenido fiel a éste que, sólo para el fácil entendimiento, podría llamarse tema de su poesía; puesto que tal constante es de naturaleza más profunda de la que suele darse en la connotación usual de tema poético. El tiempo en Cernuda es, ante todo, una emoción de intensísimo grado; después, y a la vez, un punto para la contemplación reflexiva; y, finalmente, una aspiración para su misma trascendencia. A través de estas tres separadas vertientes, artificial dicotomía, tratarán de seguirlo las siguientes páginas, desarrollando en sucesión lo que sólo integradamente alcanzaría su total sentido. Pero ya se verá cómo esta metafísica imposibilidad (la de la irreductibilidad de lo múltiple a lo único, de lo sucesivo a lo simultáneo), ante la cual nuestra mente y nuestro lenguaje son los primeros en doblegarse, es precisamente la causa más secreta de ese dolor y de esa aspiración suprema que deja la conciencia del tiempo en la obra viva de Cernuda: La emoción. No ha gustado el autor de La Realidad y el Deseo de referirse insistentemente a su propia obra. Sin embargo, alguna vez lo ha hecho, y esas ocasiones han sido recogidas en la última parte de su libro Poesía y Literatura, que se constituye así en una ayuda y un estímulo preciosos para quien intente acercarse a su poesía con amor e interés. En una de esas páginas, escrita originalmente hace ya muchos años, nos cuenta el poeta: «Leyendo un estudio de cierto arabista acerca de la vida y la doctrina de un teólogo musulmán, hallé esta respuesta del teólogo en cuestión a uno de sus discípulos; mientras caminaban por la calle, uno de aquéllos le preguntó, al oir un son de flauta: "Maestro, ¿qué es eso?" Y el maestro le respondió : "Es la voz de Satán que llora sobre el mundo." Según aquel teólogo, Satán ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan, y por eso llora; llora, como el poeta, la pérdida y destrucción de la hermosura» 5. Las emociones son las adherencias del alma, jubilosas o tristes, positivas o devastadoras, a la irrefutable presencia de las cosas. Sin éstas, entendiéndolas en su sentido más abarcador como todo lo que desborda el ámbito rigurosamente subjetivo, aquéllas no podrían producirse. La emoción de más dolorosa entraña será, pues, la que surja del contemplar el acabamiento de las cosas mismas, y de las reflexiones que tal contemplación despierte. Bajo esta especio se ha manifestado siempre, en su más inmediata y externa providen-
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« México: Biblioteca Breve, Editorial Seix Barral, S. A., 1960, 199.
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cia, la preocupación temporal en la poesía de todos los siglos. Después de la gran época clásica (y haciendo la salvedad de períodos afines, en los que el artista ha parecido orientarse hacia un análogo objetivo de libertad ucrónica), es el cristianismo quien introduce más agudamente ese aguijón doloroso; y la Edad Media desarrolla todo un tópico literario, el del Ubi sunt, que recoge y llega a mecanizar esa interrogación punzante por las cosas que fueron, hasta que es reavivado y sutilizado de maravillosa manera por Jorge Manrique en los albores ya de un nuevo clasicismo. Nunca de mejor modo que desprendida de las cosas que amamos y que vemos desaparecer, puede la emoción del tiempo definirse y concretarse poéticamente. Y como la fugacidad, es decir, la certidumbre de la nada, es dimensión negativa aunque realísima en la ontología humana, se descubre así una profunda sabiduría en el sentimiento de castigo que hay en el llanto de Satán, según la respuesta del árabe, y en el comentario y ampliación que añade Cernuda. Sí, una terrible condenación, de origen y naturaleza daimónicos, es la fuerza que impulsa a ese rezo elegiaco que es toda auténtica poesía. Puede haber, y de hecho la hay, otra poesía vuelta hacia la plenitud o la esperanza. Pero ésta es sólo un ensayo voluntario y titánico del hombre, frustrado en su última instancia humana y elegiaco por lo tanto en potencia; sólo viable quizá a través de la asunción mística. Aquí podría plantearse una delicada cuestión que dilucidar, y que en cierto modo fue ya sugerida. En Cernuda es tan evidente la exaltación de la hermosura física, del encanto supremo de la juventud, que puede provocar referencias al sentido hedonista de su obra. No faltaría, desde luego, la palabra misma del poeta, en su verso o en su autocrítica, que contribuyera a reforzar el señalamiento. Puede hacerse gracia de su mención, pues aun al lector menos familiarizado con esta poesía es acaso lo primero que le espere: su canto sostenido a la belleza y a la gracia. Hermosura, luz, amor, juventud; vocablos que tanto se repiten en aquélla, y que así, separados de su contexto, son abstractos depositarios de cualidades afines, todas ellas exaltadoras y radiantes. Hará falta acercarse a la realidad indivisible del poema para que pueda apreciarse nítidamente el halo de sombras que siempre les circunda. No es sino con grave peligro de que las palabras empiecen a traicionar cómo sería posible identificar apresuradamente el hedonismo con la simple exaltación de la hermosura sensorial. Como actitud si se quiere filosófica, como posición ante la vida, el hedonismo es la aspiración al goce pleno o su realización, la entrega total al halago de los sentidos, al disfrute irreflexivo de la excitación física o material del amor. No hay en él todavía propósito calculado de equilibrio, como en el epicureismo, que tienda a evitar la posible secuela negativa del placer, esto es, el desplacer o el dolor. Para su plenitud, el hedonista tendrá que destruir el tiempo, detenerlo; situarse, sin pasar, en un presente henchido en el que los sentidos dirán la total palabra y la hermosura se ofrecerá, entera, sin peli-
gros, sombras ni limitaciones. Es, de todas las formas posibles de entender la vida, aqueíla que con mayor urgencia requiere un espacio ahistórico, sustraído del tiempo. Tan pronto el hombre sienta la más leve sospecha de la destrucción fatal de aquello que es causa de su gozo, y del goce mismo, el placer se convertirá inmediatamente en semilla de dolor. La conciencia del tiempo transformará así la emoción placentera en dolorosa, y esto es un lugar común de la existencia. ¿Puede hablarse, en rigor, de un Cernuda hedonista? ¿Podría una composición como la «Oda», de su libro segundo, Égloga, Elegía, Oda, hacer descansar sobre ella todo el peso de la rápida clasificación? En la «Oda» se canta la soberbia realidad física semihumana —o semidivina, según se entienda la naturaleza de su personaje— de un joven dios que pasea morosamente su gracia por el escenario igualmente hermoso de una tarde estival. La palabra poética va siguiendo deleitosamente el excitante despliegue vital de aquella forma prodigiosa; y hay una exacta correspondencia, regida sin embargo por una vigilancia de signo intelectual, entre la actitud de estremecida delectación sensorial del contemplador y la materia física misma del lenguaje. ¿Hedonismo humano y poético? Antes que aventurar una respuesta, recuérdese el cierre del poema: Huye el cuerpo feliz como en un vuelo. Claro que esta aérea desaparición es, en un poema de acusada atmósfera clasicista tanto en tema como en desarrollo, un recurso propicio más, el mismo deus ex machina que movía aquellos seres sobrenaturales de la égloga garcilasiana, el evidente punto de referencia en este libro de Cernuda. Por eso convendrá más resaltar aquellos versos que el poeta desliza en la exacta mitad del texto: A su vigor pleno La libertad conviene solamente, No el cuidado vehemente De las terribles y fugaces glorias Que el amor más ardiente Halla al fin tras sus débiles victorias.
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Aun aquí, en este paisaje de perseguida serenidad, la idea fija de lo fugaz no deja de aparecer, siquiera sea en términos de alusión negativa. Y una última pregunta todavía en relación con la «Oda»: ¿Puede considerarse este segundo libro, que aunque no traicione la íntima sensibilidad de su autor responde por tantos motivos a estimulaciones poéticas del momento, como definidor de su estilo, o sea de la unidad sustancial entre su visión del mundo y su arquitectura léxica? Inútil sería negar en Cernuda, sin embargo, la llamada imperiosa de ese mundo1 de datos externos que entregan los sentidos. El personaje central de una de sus narraciones, «El indolente», dice al final de su larga historia: «Porque en la vida no hay más realidades que éstas: un destello de sol, un aroma de rosa, el son de una
voz; y aun así de vanas y efímeras son lo mejor del mundo, lo mejor del mundo para mí» 6. Pero obsérvese al paso que no deja de sugerir, como en soplo ligerísimo, el hálito de transitoriedad presente en las cosas mismas que exalta. Y el historiador de su propia obra confesará muchos años más tarde, en un paréntesis tan innecesario como definitivo: «La hermosura física juvenil ha sido siempre en mí cualidad decisiva, capital en rni estimación como resorte primero del mundo, cuyo poder y encanto a todo lo antepongo» 7. Sería cuestión de decidir qué está pesando más, en su conjunto. Si el himna a la hermosura, que requeriría para ello que ningún sombrío pensamiento le estorbare, que se sintiera esa misma hermosura como detenida, fija, intemporal y suficiente y total en sí misma. 0, por el contrario, la consciente obsesión por los síntomas de movilidad y de cambio que advierte en todo objeto hermoso y que provocan al cabo, como respuesta, una vibración de dolor: el llanto de Satán sobre las cosas que pasan. Esta conciencia convertirá a la hermosura misma, haciéndola desbordar su pura abstracción, en raíz de una concreta emoción humana de naturaleza muy distinta a la del placer. No hay dudas; ante tal disyuntiva, y rebasada esa engañosa primera impresión, la obra toda de Cernuda se sitúa en esta segunda zona. Y éste es el enriquecimiento inicial que la preocupación del tiempo, hecha ya pura emoción, aporta a su palabra poética. Será dispensable tarea recoger aquí todos aquellos momentos en que el poeta asocia la contemplación de un cuerpo bello a la sugestión de su obligado término. No faltan en ningún libro; y apurando las cosas podría decirse que la emoción provocada no está ausente de ningún poema siquiera no se manifieste siempre de explícita manera. De donde resulta bastante curioso que muchos de los estudios críticos generales sobre esta poesía no hayan destacado con mayor relieve un rasgo que estadísticamente cobra tanto bulto. Por modo natural, en los libros últimos se intensifica esa disposición emocional frente al tiempo, como que ya una serie de razones está operando tercamente en ese sentido: mayor peso de los recuerdos; lección insistente de la experiencia, una y otra vez repetida; amplitud de la perspectiva cronológica, que incita y fuerza al recuento. Por eso tendrá mayor interés apresar viva ya esa emoción en los años primeros, los de la estricta juventud del calendario, pues el rasgo denunciará entonces vocación implacable de destino. Un río, un amor, de 1929, se abre con el poema «Remordimiento en traje de noche», que revela ya desde su título la contribución que el poeta va a pagar en éste, su tercer libro, a las posibilidades poéticas y humanas del superrealismo entonces en boga. El hombre gris de este poema, o el sentimiento que en él objetivara Cernuda, está sentido en el
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• L. C.: Tres narraciones. Buenos Aires: Ediciones Imán, 1948, p. 80. 7 L. C.: Poesía y Literatura, p. 242.
tiempo, y por medio de los viejos símbolos de sugestión allí le situará poéticamente: No estrechéis esa mano. La yedra altivamente Ascenderá cubriendo los troncos del invierno.
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Y el último poema del libro, «Como la piel», acaso uno de los de mayor fluencia o libertad superrealista, se clausura, y clausura la colección, con un verso preñado de sugerente temblor temporal, al que no es ajeno la carga conceptual o simbólica depositada en cada uno de sus vocablos significativos: Cuando una estrella muere como otoño para olvidar su [sombra. (63)
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(Habrá que evitar ahora, a toda costa, la tentación del catálogo. Levantar una argumentación expositiva a base de ejemplos sueltos, muertos, fragmentados de su única vida posible, la del poema, es tarea cómoda y fácil, pero a la larga inútil cuando no engañosa. Tampoco parece posible prescindir enteramente de ellos. La única forma aconsejable será la de someterse siempre a un flexible criterio de ponderación, que evite la reiteración o el abuso. Si se acude aquí a reducir la selección, casi de mecánico modo, a un ejemplo por libro, es por no resignarse a abandonar ilustrativamente el hilo de esa emoción que tan vivamente se sostiene a través de toda la obra de Cernuda. Pero vale la pena subrayar el valor pequeñísimo, por no decir nulo, del ejemplo aislado.) Un texto de Los placeres prohibidos, 1931, el titulado «Tu pequeña figura», recoge, todavía muy tempranamente, esta definición de la vida: líquido lamento fluyendo entre sombras iguales (80). Nueva versión de la metáfora inmortal, que la intuición hace aquí aún más densa, pues la idea clásica del fluir inmutable aparece teñida de los matices más tenebrosos, el lamento y las sombras, como expresivos de las realidades interior y exterior de la existencia. Y todo constreñido a un verso único, como ejemplo otra vez altísimo de eficacia poética; pues parece ser una constante del estilo cernudiano este gusto por la expresión sentenciosa, especialmente en sus últimos libros, hecho éste que permitiría antologizar muy significativamente su pensamiento poético. No mucho después, en Donde Habite el Olvido (1932-1933), casi como corolario natural, Cernuda completa la definición anterior con este desolador aviso: No creas nunca, no creas sino en la muerte de todo (101), en el que ya enuncia explícitamente uno de los temas inevitables, el central y orgánico en los poetas del tiempo, el de la muerte. Cuando se llega al libro Invocaciones (1934-1935), donde se encuentran algunos de sus poemas de más acentuado sensorialismo, la emoción contrastada de lo temporal se hace por ello mismo más dramática y poderosa. Deténgase la atención en «Por unos tulipanes amarillos», uno de los poemas más logrados en esa dirección. Es fácil
distinguir la perfecta simetría de] texto, dispuesto en dos mitades exactas: una primera, tibia, henchida de delicias y gozo, exaltada; otra segunda, nutrida ya de las apetencias y sentimientos más secos y amargos del vacío y la ausencia. Entre ambas, en el justo medio, como para precipitar fatalmente la una en la otra, aquellos versos en que el amante declara su voluntad de fijación y eternidad precisamente porque ha descubierto, o recordado, que es otra forma de conocer, la finitud cierta del amor: Y mordí duramente la verdad del amor, para que no pasara Y palpitara fija En la memoria de alguien, Amante, dios, o la muerte en su día. (114)
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Sólo el vehemente deseo del que ama podrá intentar detener, en nombre del amor, lo que está sometido de suyo a la ley fatal del acabamiento. Pero, como un relámpago, esta idea ha herido con su luz la conciencia del amante, y después del último verso de los acotados, que termina con la mención de la muerte, acabamiento final, ya no podrá el poema volver al tono de casi voluptuosa delectación de la primera parte. Será ya, por fuerza, hasta su término, un canto elegiaco mantenido, más penetrante aún, pues viene a depositarse precisamente sobre aquella radiante y luminosa atmósfera de su mitad inicial. Es natural, pues, que cuando la mirada poética se desplace de lo estrictamente personal a lo colectivo, del yo individual al yo social, el poeta siga contemplando toda su realidad vital, ahora más amplia, inmersa igualmente en las aguas del tiempo, y que la misma emoción enturbie, o purifique, su palabra. No otra cosa ocurre en Las Nubes (1937-1940), muchos de cuyos poemas se sustancian de esa conciencia española y esa preocupación patriótica que su autor confiesa no haber vuelto a sentir. (Desconocemos la producción posterior al último poema de La Realidad y el Deseo.) Aparece en Las Nubes, en toda su plenitud, el poeta dramático que es Cernuda, y no es de extrañar que sea el tema de la patria, unido a las circunstancias especiales que lo hicieron nacer (el horror de la guerra y la destrucción, el reino del odio dominando sobre un país, la separación física o material, el comienzo del desarraigo, etcétera( quienes extrajeran las riquísimas posibilidades poéticas de esa honda vena dramática. España no podría aparecerle a Cernuda, en aquel trágico momento, sino sentida en su ineluctable destino histórico, el cual identificará, poeta lírico en todo momento, al suyo individual e intransferible. Hay una interacción de uno y otro campo, y el resultado arroja así un saldo emotivo de más grueso volumen, ya que son dos cauces los que corren a alimentarlo. Un viento de muerte parece recorrer el libro; y esta precisa palabra, muerte, bien que expresiva de una realidad o de una aspiración, es la que con mayor frecuencia se repite en él. Como ovillándose alrededor de un eje sobre la idea del tiempo, el hilo de los recuerdos
comienza a tejer su labor a partir de ahora inacabable; y el tono nostálgico de Cernuda se hace más fuerte y concreto, merced también a algunos recursos de los que ya después se hablará. Importa decir ahora cómo el poeta no dirige su atención hacia otras posibles perspectivas del tema de España, y su esperanza o su dolor ante la patria son hijos de ese sentir temporal desde donde se la ve. Es siempre tiempo, histórico o intrahistórico, personal o subjetivo, lo que hay en sus elegías españolas y en sus impresiones de destierro. Sobre la imagen de una España real y eterna, a través del tiempo, se yergue el sentimiento difícil de una única esperanza: Tu pasado eres tú Y al mismo tiempo eres La aurora que aún no alumbra nuestros campos. Tú sola sobrevives Aunque venga la muerte; Sólo en ti está la fuerza De hacemos esperar a ciegas el futuro. («Elegía española», I, 141.) Cuando la emoción es negativa, lo cual es el tono general del libro, es también una emoción segregada de un accidente temporal. Con esa adecuación apuntada entre lo individual y lo colectivo, que parece ser patrimonio terrible del destierro, y que ha sido referida concretamente al caso de Cernuda por José Luis Aranguren 8, la patria es vista también como un ser para la muerte, como un ser cumplido por la muerte: «¿España?», dijo. «í/rc nombre. España ka muerto-». («Impresión de destierro», 168.) Pero Cernuda no pretende engañarse. Sabe que la existencia de la tierra nativa y los sentimientos que pueda inspirar, el de su amor, su conquista o su pérdida, no son más que formas diferentes de esa proteica negación que es la existencia del hombre, por debajo de cuyas caras una sola y cierta asoma, la de la muerte. Como las demás manifestaciones del amor, éste de la patria es un deseo de eternidad ante la realidad inmutable de la nada. Pero el poeta sabe de la desaparición final de ese mismo amor, como de toda otra forma de la existencia; y lo dice explícitamente en el poema «El ruiseñor sobre la piedra», emocionado, aunque ya más sereno 8
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Cfr. «La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración» en Crítica y meditación. Madrid: Ediciones Taurus, 1957, p. 184. Muy difícil serla, sin embargo, decidir hasta qué punto es sólo puro «espejismo negativo» esta identificación en ei caso concreto que propone el profesor Aranguren.
testamento literario, hasta ahora conocido, del tema de España en la obra de Cernuda: Hay quienes aman los cuerpos Y aquellos que las almas aman. Hay también los enamorados de las sombras Como poder y gloria. O quienes aman Sólo a sí mismos. Yo también he amado En otro tiempo alguna de esas cosas, Mas después me sentí a solas con mi tierra, Y la amé, porque algo debe amarse Mientras dura la vida. Pero en la vida todo Huye cuando el amor quiere fijarlo. Así también mi tierra la he perdido, Y si hoy hablo de ti es buscando recuerdos En el trágico ocio del poeta. (185) Ese hurgar en los recuerdos, que en lo adelante será abono continuo de su poesía, pudiera acaso traer el riesgo de favorecer un tono nostálgico excesivamente blando o lastimosamente personal. Pero la probada vigilancia de Cernuda en relación con su propia obra se erigió a tiempo para sortear ese doble escollo, habida cuenta además de sus confesados esciúpulos ante los desbordamientos sin limites de la personalidad. Su «Historial de un libro», escrito con motivo de la aparición de La Realidad y el Deseo en su tercera edición, es un documento indispensable no sólo para conocer la correspondencia entre los logros del poeta y los hechos del hombre, sino también para seguir el proceso interior de formación de su obra y de su poética '. Entre otros datos preciosos que allí se nos brinda, nos habla Cernuda de cómo, en determinado momento de ÍU trayectoria, se sintió impelido con mayor urgencia a buscar una forma objetivada de la experiencia poética, que evitara la reducción de la poesía a una simple impresión subjetiva. A la altura de Las Nubes, en el poema «Lázaro», hay ya una buena muestra de cómo el poeta alcanza esa deseada objetivación, la cual sería el único antídoto posible a los peligros insinuados. Se dará quizá con mayor rotundidad en creaciones posteriores: «Góngora» y «Quetzacoalt», de Como quien espera el Alba (1941-1944); «Silla del Rey» y «El César», de Vivir sin estar Viviendo (1944-49); «Águila y Rosa», de Con las Horas Contadas (1950-56), libro cuyo título es ya una angustiosa declaración temporal, y Birds in the night, de su última colección, inacabada y sin título (1956-...). No se incluye en esta relación el poema «Mozart», porque no cae totalmente en la línea 3
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Apareció primero en la revista Papeles de Son Armadans y está recogido en Poesía y Literatura (pp. 233-280). Aunque no se trata en rigor de una autobiografía, puede tener mucho de ello: de aquí au extraordinario interés. Recuérdese cómo para Dilthey, dentro de su concepción historicista del hombre, era la autobiografía la forma suprema y más instructiva en que se daba la comprensión de la vida.
de los anteriores: es más bien la descripción emocionada de un mundo estético y un homenaje a la vez, una acción de gracias. Iguales reservas, estrictamente hablando, cabría hacer a los dedicados a Góngora y a Verlaine y Rimbaud, en los que la lectura más superficial descubre en ellos un objetivo diferente al de los otros mencionados en la serie anterior. Cernuda ha advertido concretamente del propósito que en aquellos poemas alentaba: «Proyectar mi experiencia emotiva sobre una situación dramática, histórica o legendaria..., para que así se objetivara mejor, tanto dramática como poéticamente» 10. Se esta así ante otra forma, acaso la más lograda desde el punto de vista del poema, de plasmar la emoción temporal. Los nombres o situaciones escogidos, colocados ya de por sí en. el tiempo, con una distancia cronológica o legendaria y con una limitación espacial determinadas, hacen difícil, por no decir absurda, la efusión sentimental, el subjetivismo a ultranza, aunque el aliento humano y vivo no se enrarezca ni se evapore. Cuídese de pensar que se trata de meras evocaciones, al menos del tipo de evocación descriptiva al uso. Cernuda hace vivir su personaje desde dentro, y desde un tiempo que es el suyo a la vez, con lo cual puede intercambiar, o mejor identificar, lo que podrían llamarse ideas y sentimientos personales, es decir, del autor, con aquellos más objetivos que el tema escogido demandare. ¿Importa realmente decidir la atribución última de ésos pensamientos con que el Rey matiza la descripción de lo que, desde su silla, contempla? Este rey podrá afirmar con toda objetividad, nacida de su precisa situación y de sus reflexiones anteriores: La mutación es mi desasosiego. Que victorias de un día en derrotas se cambien. Para concluir con esta aseveración, que cierra su soliloquio: Y el juluro será, inmóvil, lo pasado: Imagen de esos muros en el agua. («Silla del Rey», 273.) Pero a la vez estas observaciones, en las cuales la emoción cede ya el paso a la formulación especulativa, son característicamente cernudianas; es decir, que el poeta ha encontrado en el esquema argumental del poema un punto de apoyo para su propia definición. El separar unas y otras, lo personal y lo situacional, es inútil, puesto que la situación se levanta precisamente para proyectar lo personal con menor embarazo, con mayor energía y rotundidad. Interesa más bien observar cómo la libertad y seguridad que confiere este mecanismo permite a la expresión abrirse opulentamente y llegar a extremos tan distantes y difíciles como los de la crueldad y la repulsión, por un lado, visibles en algunos pasajes de Ibídem, pp. 261-262. 57
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«El César» (aquella estrofa que comienza Para el placer soy viejo. Quiero a veces..., 280), y el de la piedad casi alcanzando la ternura con que toca el infortunado destino humano, físico y espiritual, de María Tudor, en el titulado «Águila y Rosa» (290). La emoción del tiempo se obtiene plenamente por las dos circunstancias señaladas: naturaleza de la situación y cúmulo de pensamientos y matizaciones temporales que sobre ella carga el poeta. Paralelamente, facilita la entrega de esa misma emoción objetivada un hecho que le viene intrínsecamente condicionado: su ideal, repetidas veces afirmado por Cernuda en su «Historial», de un lenguaje hablado y un tono coloquial, que adviene en algunos de estos poemas a su más conseguida virtualidad. Quienes ven precisamente caídas o falta de vigilancia en aquello que es voluntario propósito revelan total incomprensión de una declarada intencionalidad expresiva y aun de algunos de los signos más relevantes de la poesía de nuestros años. Esa tendencia a la objetivación presenta en el Cernuda de los últimos tiempos otra forma de concretarse, que no puede decirse que está ausente de una manera definitiva en los primeros. No será ya necesario buscar el asidero de una situación, la que en su mínima referencia argumental al menos se presenta como externa a la más inmanente individualidad: tal el caso de los poemas comentados más arriba. Se trata ahora de acudir a un desdoblamiento del yo poético, que permite al discurso lírico surgir como un monólogo o, si se quiere, como un diálogo dramático. La forma más sencilla o elemental será la del uso de una segunda persona, de un tú, que apuntaría a la única alteridad posible, por ahora, de un poeta que canta desde los posos más hondos de su soledad. Véase el poema «Otros tulipanes amarillos», de Como quien espera el Alba (225), uno de los de más acendrada emoción temporal desde su título mismo, que es de por sí el eco de un recuerdo, y el titulado «Viendo volver», de Vivir sin estar Viviendo (279), al cual habrá que referirse después con mayor detenimiento. En la línea definida del diálogo dramático se puede situar «Noche del hombre y su demonio» (227), en el que el poeta se permite algunas de sus más patéticas y sinceras confesiones, toda vez que el personaje infernal es aquí, con más fuerte razón que en otras apariciones suyas en la obra de Cernuda, algo así como el sustrato de conciencia de su autor. Pero lo que aquí discuten poeta y amigo son problemas dirigidos hacia otras de las preocupaciones fijas en la temática de Cernuda: la inflexibilidad y penuria de su destino poético, único posible, sin embargo; la necesidad humana de una trascendencia, siquiera sea en la forma de una heterogeneidad alzada en los fondos mismos del engaño y la ilusión; y la irrevocable inclinación a gustar en toda su pureza al amargo sabor de la existencia: la búsqueda de la verdad y no de la mera felicidad; todo ese mundo, en fin, que está invitando al análisis de la filiación básicamente ética de esta poesía. No está ausente la emoción del tiempo, desde luego, pero más
ilustrativo en esta dirección es «Nocturno yanki>, de Con las Horas Contadas, en el que sí valdrá la pena detenerse. «Nocturno yanki» es un poema en el que se cumplen muchos de los fines autoimpuestos por Cernuda, pero que provoca, sin embargo, una primera impresión de extrañeza en su lectura. Están allí la palabra sencilla, el tono coloquial, el claro predominio del ritmo de la frase sobre el del verso, y, ante todo, la precisa objetivación. Las cinco primeras estrofas definen con cuidadoso detalle una concreta situación: el poeta, solo en la noche, en el aislamiento de su recogida habitación, se dispone a leer. Las cuatro o cinco siguientes plantean ya el problema del tiempo, introduciéndolo mediante unas interrogantes de valor universal: Tiempo tienes. ¿Mucho? ¿Cuánto? ¿Y hasta cuándo El tiempo al hombre le dura? (293) Se da entrada también a la cuestión, no menos agónica para Cernuda y de naturaleza en esencia temporal, de la discordancia extrema entre su tiempo humano y ese otro tiempo inalcanzable que sería el de la vida de su obra. Finalmente, ya lanzado por la pendiente de la introspección, aparece el balance exacto de su existencia: más que de los hechos, de las motivaciones de los hechos, y de los estragos de la realidad sobre el afán del hombre. En unos rápidos versos sintetiza su concepción del espíritu como duración, como vida histórica indivisible, que ya desde aquí nos servirá de base para posteriores consideraciones: Quien eres, tu vida era; Uno sin otro no sois, Tú lo sabes. (296)
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La dura historia de sus proyecciones éticas (el insobornable sentido de la dignidad, la búsqueda afanosa de su verdad, o de la verdad, la lealtad a su propio destino) se cuenta aquí con viril sobriedad, sin desbordamientos personales, con una decantación expresiva que evita la más leve sombra de languidez o desmayo. El poema está escrito en estrofas de pie quebrado, sin rima. Pero el ritmo, especialmente en su segunda mitad, cuando el efecto del encabalgamiento cede un poco, trae al lector por modo irremisible el recuerdo de aquellas coplas inmortales, las de Jorge Manrique a la muerte de su padre. ¿Y habrá lector de lengua española para quien las Coplas no sean ya, sin necesidad de evocar en detalle su desarrollo, una imagen clarísima del drama del hombre frente al tiempo y la muerte? En virtud de esa portentosa unicidad con que coinciden y se encuentran en la creación manriqueña la forma y el contenido, bastará ya su acusado contrapunto rítmico para que suene en el fondo de nuestra memoria histórica algo así como un redoble en las eternas campanas de la Vida y de la Muerte. La cultura tiene también su memoria, y no es un azar que cuando Cernuda quiera hacer
un planteamiento definido del problema del tiempo y del contenido de su tiempo humano, la intuición le haya llevado a canalizar su intención a través del vehículo de una forma estrófica que es ya en sí, por virtud de un momento genial en la poesía de nuestra lengua, pura emoción temporal n . Desde todos los ángulos y bajo todas las formas se ha visto así que la más persistente ganancia de la obra de Cernuda es ese sentimiento que va fijo a la contemplación del pasar, del fluir inexorable de toda realidad. Por eso, sin pretender hacer filosofía, su pensamiento poético es una isla de riquísima vitalidad en la corriente historicista de nuestro tiempo. Sobre esto ya se volverá más adelante. Dígase ahora que como poesía, en fin, trae un hálito de vida, de emoción: lo que en el tratamiento filosófico, cada vez de suyo menos abstracto, puede ser todavía supuesto y especulación, cobra por gracia de la palabra poética realidad concreta, viva, individualizada. Lo que, por otra parte, parece ser el objetivo final a que esa misma filosofía aspira. No sin soberana razón ha hablado Heidegger de esa filosofía del futuro que, de haberla, hasta su nombre perderá para ir, fuera ya de su bagaje abstracto, a abrazarse y confundirse con la existencia humilde y concreta. Con esa misma existencia en cuyas tierras puede únicamente hundir sus raíces la poesía. Del paisaje inminente de la vida, de su vida vivida e intransferible, ha extraído Cernuda el zumo o la materia para su emocionada lección de historicidad. Y esa lección, obvio es decirlo, se ha vertido siempre en un lenguaje tan rigurosamente poético que casi es traicionar su purísima esencialidad lírica el señalarlo con términos más o menos técnicos o filosóficos. Todo aquello que de su realidad inmediata le llame con mayor fuerza (un cuerpo hermoso, un jardín, unos árboles) no es sino revelación de un común destino: el de su mutación, su agostamiento, su fina!, y así también el del hombre que los contempla. Léanse poemas de tan evidente ejemplaridad como «El Águila», «Los Espinos», «Amando en el Tiempo», «Jardín», todos de Como quien espera el Alba, su libro de más apretada densidad. O algunas páginas de Ocnos: «El Placer», por ejemplo, donde unas manos acariciadoras y un hermoso cuerpo, atributos de deleitosa materialidad, son vistos y expresados en el camino hacia su hundimiento fatal en la muerte. O «Los Pregones», en que se hace historia aún con la alegría puramente sensorial de unas voces en el aire, que el poeta coloca y ordena en el tiempo: «Era el primer pregón la voz, la voz pura; el segundo, el canto, la melodía; el tercero, el recuerdo y el eco, la voz y la melodía ya desvaneci-
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11 Léanse estas palabras del propio Cernuda sobre las Coplas de Manrique: «Con movimiento imperceptible, tal el de la existencia, se deslizan los versos, su unidad de visión no excluyendo transiciones menos voluntarias que inevitables, para considerar un punto aquello que la lenta huida del tiempo se lleva de nosotros y de nuestro contorno.» (En «Tres poetas metafisleos», Poesía y Literatura, p. 61.)
da» (14). Naturalmente, hasta los conceptos abstractos habrán de ser sentidos en su insoslayable función temporal: Alma, deseo, hermosura, Son galas de las bodas Eternas con la muerte, Incolora, incorpórea, silenciosa. («Motabilidad», 210.) Hasta llegar a «Río Vespertino», texto de proporciones mayores, que es como un posible repertorio de su temática temporal y de sus preocupaciones éticas. Poema es que ningún conocedor de los Versos Libres del cubano José Martí puede leer sin que le sacuda un raro sentimiento de sorpresa: la agitación espiritual y las angustias morales que recorren a ambos, y hasta la atmósfera y el tono verbal, apoyados en los dos casos sobre recios endecasílabos blancos, parecen a ratos emanar de impulsos muy próximos. Destaqúense de ese largo poema estos cuatro versos, que contienen con gran vigor la imagen angustiosa que el hombre contemporáneo parece contemplar por doquier, y que está en la base de todas las explicaciones y las tesis de la filosofía actual: Con tácita premura en cada ciclo La primavera acerca más la muerte Y adondequiera que los ojos miren Memoria de la muerte sólo encuentran. Una violenta ráfaga de aire quevedesco (Y no hallé cosa en que poner los ojos — que no fuese recuerdo de la muerte) conmueve íntimamente estos versos. En ellos ha podido Cernuda, con su economía de medios característica, concentrar la emoción más desgarrada y honda de la realidad temporal y fluyente. Buena muestra, en la línea de la única forma admisible de aproximación entre la auténtica lírica, por emocionada y honda, y la sola filosofía al parecer posible para el desengañado hombre de hoy. La reflexión.
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Por caminos inevitables ha estado acercando Cernuda, cada vez más entrañablemente, lo que es en todo rigor emoción pura al producto objetivado en palabras de una actitud reflexiva, en esa tensión que sólo es posible en la gran poesía. Muchos de los ejemplos anotados no habrían podido emanar sino de la reflexión. Aquí babrá que moverse con mayor cuidado; pues no bastará con ofrecer algún poema, o fragmento de poema, que despierte en el lector una vibración derivada directamente de la angustia de lo temporal. Es cuestión, más bien, de apresar entre líneas cuál sea en Cernuda la concepción del tiempo, admitida la remota posibilidad de que de ella pudiera hablarse como de algo segregado del ámbito emotivo. Repítase ahora lo dicho al principio: sólo por humana impotencia
cabe aquí esta distensión expositiva. Aunque tal circunstancia quizá no deje de favorecer en sí misma la conveniencia de una organización didáctica del tema. Varias precauciones podrían salir al paso. No hay que temer, en primer lugar, hablar de reflexión o de resultados de la reflexión en la poesía de Cernuda. El mismo autor, en su autocrítica, repite expresiones como éstas: «lo que yo quería decir», «el hilo de mi pensamiento», «la materia a informar», etc. 12 ; es decir, el propósito de comunicar abiertamente algo. No vacila, pues, en sentir la poesía como un medio de comunicación con los hombres, después de haberlo sido de conocimiento. Pero aquella comunicación ha de ser lograda a través de un contenido; interpretado éste como un complejo en torno a un eje conceptual y definible por lo tanto racionalmente. Y esto supone naturalmente no quedarse en la penuria de una escueta vibración verbal, que pudo parecer riquísima conquista a algunos poetas de nuestro pasado inmediato, ni ensayar tampoco una penetración de signo tan esotérico y radical que devenga hermetismo: nobilísima actitud en la cual está cediendo Cernuda otro punto de contacto con la poética española actual, tan llena de escollos pero tan digna y generosa. Pues afortunadamente, al menos así puede creerse hoy, se ha rebasado ya aquella idea de la poesía como forma más o menos sublimada de juego o como un misterioso cuerpo al que sólo podría hacerse referencia con palabras o en fórmulas de magia. La magia estará en el acto de creación y aun se dirá que sin ella no hay realmente poesía; pero el producto poético en cuanto tal, el poema, tiene que ser algo objetivado que nos entregue, en la medida que no le hayan traicionado al creador sus posibilidades expresivas, una real y concreta experiencia humana. Y aquí seguirían las cautelas, todas, por otra parte, bien conocidas. Sería ahora la referente a la palabra experiencia, la cual habrá de ser entendida, claro está, en un sentido muy amplio, sin mezquinas amputaciones por ninguna de sus lindes posibles. Ni por la que se dirige hacia la más estricta intimidad del poeta ni por aquella que va a desembocar obligadamente en su destino histórico y social; ni por el lado de su excitación puramente sensorial ni por el otro que apunta a sus cargas emocional o reflexiva. Y una forma de mezquindad sería escindir, del mundo de la experiencia poetizable por el poeta, aquello que fuera conquista de su poder pensante. La famosa respuesta atribuida por Valéry a Mallarmé («Mais, Degas, ce n'est point avec des idees que Ton fait des vers... C'est avec des mots») tan traída y llevada siempre que esta cuestión se debate, puede ser exacta si no conduce, como ya advirtiera certeramente Pedro Salinas, a postular que la poesía se hace sin ideas I 3 . Tal cuestión permitiría recordar aquí, muy de pasada, que el mayor logro de la obra de 12
Ibfdem, pp. 246, 247, 252. Cfr. PEDRO SALINAS: Jorge Manrique o Tradición y Originalidad, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1947, p. 220.
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Cernuda, en términos de pura poesía, es ese equilibrio hermoso y mantenido a través de la palabra entre la emoción y el pensamiento. Y es que no hay riesgo de que la balanza se incline más hacia este lado, aunque algunos poemas de su etapa de madurez, escritos cuando la labor del poeta estaba vuelta más hacia el recuento histórico de su propia intimidad que al vivir exterior abundoso y concreto, parezcan acumular una mayor materia reflexiva. Este hecho no ha pasado inadvertido a la crítica y, aunque podría obligar a una llamada de alerta, no es de creer que fuese necesaria, pues en esos libros de madurez está también el poema más leve o la canción a la peculiarísima manera cernudiana. Lo que no está nunca es el volatilizado apunte lírico: Cernuda es un poeta especialmente vocado a la composición del poema. No existe el riesgo, debe repetirse, y no precisamente por la mayor o menor extensión del texto poemático, lo cual a la larga no es sino accidental o secundario. Puede fácilmente comprobarse que tanto en los poemas mayores como en las canciones más breves los temas y las emociones son generalmente los mismos. Lo que evita el peligro es la evidencia de que al poema no pasan ideas abstractas, sino reflexiones vividas por un hombre sobre su existencia o, más ampliamente, sobre la existencia. Pero insístase otra vez: reflexiones teñidas de emoción. Y no sería legítimo ni honrado pedirle al poeta que se deshiciera de su inteligencia como motor de poesía si lo que al cabo nos devuelve es un objeto puramente poético. Además de que, aun en la situación de una lírica extremadamente intelectual, el saldo de ideas es, por lo general, el común al tiempo del poeta,- y éste, como tal, se salvará no por ellas, sino por la personal manera de dejarlas permear de su emoción humana y convertirlas en auténtica poesía. Es un problema que está más que resuelto. No dejan de ser literalmente exactas, per^ inquietan por la escondida reserva del tono, estas palabras, que vienen ahora al caso, de Rene Wellek y Austin Warren, cuando al discutir el tema de la relación entre literatura e ideas escriben: «Si analizamos muchos poemas famosos por su filosofía, a menudo sólo encontramos simples lugares comunes sobre la mortalidad del hombre o lo incierto del destino. Las frases proféticas de poetas Victorianos como Browning, que han impresionado a muchos lectores como una revelación, resultan ser a veces simples versiones de bolsillo de verdades de remotísima antigüedad» " . Ante tal aserto no caben discrepancias esenciales, objetivamente hablando. Pero conviene decir que esa reserva sugerida, que aparece muy entre líneas, y otras de talante más agudo que sería posible subrayar en el mismo capítulo, suelen darse comúnmente en críticos formados en los años de entre guerras, período caracterizado en literatura, como es bien sabido, por un cierto pudor o, al menos, por una
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« Teoría Literaria. (Versión castellana de José M> Gimeno Capella.) Madrid: Editorial Gredos, 1959, pp. 132-133.
elaboración intelectual y hasta una ocultación de la problemática universal y eterna del hombre, de esos «lugares comunes» de que hablan los críticos citados. Eran los años en que el mayor triunfo del artista pudo consistir en inventarse su propio camino, personalísimo y único, de evadir o sublimar las responsabilidades del destino histórico, individual o colectivo. A la sombra de aquellos gloriosos monstruos literarios, dicho sea con todo el respeto y la más exacta intención, tuvo que nacer una crítica formidable, pertrechada de un envidiable bagaje de erudición, manejada con indiscutible lucidez e iluminadora en alto grado de las realizaciones de su época y de las pasadas, pero que actuaba desde una estética y una ética que ya no pueden ser las nuestras y por lo cual esa crítica nos va sirviendo cada vez menos para orientarnos en el paisaje de la poesía y la literatura actuales. Esto se diga, muy rápidamente, para indicar cómo sin negar en absoluto nuestra admiración más profunda por las pacientes exégesis y síntesis elaboradas por críticos como Wellek y Aurren, ya citados, u otros como Hugo Friedrich y Ernest Curtius, por ejemplo, sentimos, sin embargo, como parciales las posiciones desde donde se producen para sobre ellas explicarnos lo que hoy ocurre en derredor: a la luz de tales actitudes críticas, qué débil y apagada habríamos de ver esta pobre poesía de nuestro tiempo, tan humilde y heroica y que por ello tanto amamos. Y si tal sentimiento fuere, en suma, una limitación, sería la nuestra, la de nuestra época: una forma más de la dialéctica temporal. Inténtese ahora, volviendo a Cernuda, una aproximación a su concepción del tiempo partiendo de algunas claves que ofrece la interpretación filosófica de Henri Bergson. Sabido es que el pensador francés aportó una sugerente teoría sobre el tiempo, denunciando a la vez las profundas deformaciones que en la real aprehensión de éste había provocado de continuo la orientación espacialista de la filosofía tradicional. Por encima de este interés, no se ignora que es con Bergson con quien de una manera definitiva queda incorporada la dimensión temporal entre las instancias íntimas y últimas del ser. Tampoco se olvida que desde la publicación, en 1889, de su Essai sur les donnés inmédiates de la conscience, libro en el cual formuló categóricamente sus ideas sobre el tiempo y el espacio, mucho ha llovido sobre los campos de la filosofía hasta nuestro momento, lo cual quiere decir que otros pensadores ilustres (Husserl, Simmel, Heidegger) han enriquecido de manera profusa la meditación temporalista con nuevos y excitantes puntos de vista. Ni se desconoce que Sartre ha hecho su aguda crítica en algunas páginas de L'Eíre et le Néant y que Gastón Bachelard, como un ejemplo más reciente, ha elaborado una opuesta interpretación dialéctica del tiempo como realidad instantánea o discontinua, aprovechable y aprovechada eficazmente por la crítica literaria 15. Todo
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15 Véase el libro Federico García horca, poeta de la intensidad, de Crlstoph Eich. (Versión castellana cte Gonzalo Sobejano. Madrid:
esto no obsta para que Bergson nos pueda ayudar a explicarnos a Cernuda si se cuida mucho de no tomar a éste como un Bergson a la letra. Con ello, a más de un intrínseco error, se cometería una doble deslealtad: con el filósofo mismo, que tanto insistió en la imposibilidad de penetrar la realidad desde la inteligencia, esto es, a través de conceptos ya hechos; y con el poeta, falseando la unicidad indestructible de su poesía. No se trata, pues, de comprender una cierta realidad, que en este caso es la de una determinada obra lírica, partiendo de los conceptos, fijos por tales, de un filósofo , por mucho que éste proclame el valor superior de la intuición, y precisamente por ello mismo. Tómese aquí a Bergson no como la fuente de una deuda, que no lo es en ninguna ocasión, sino sencillamente como la guía para un mejor entendimiento. Comiéncese por recordar que la vieja idea heraclitiana según la cual es el cambio continuo, el movimiento incesante, la esencia última del universo, aparece otra vez en el núcleo de la cosmología bergsoniana, después de mucho siglo de parmenídeo reposo filosófico. Tal idea es al mismo tiempo la intuición matriz o básica en la concepción de la realidad de Cernuda. Repárese simplemente en el título de una de las últimas obras de Bergson: La pensée et le mouvant, para la cual el profesor cubano José Ignacio Lasaga sugiere como mejor traducción posible algo así como «el pensamiento y lo que se está moviendo» 16. Y no hará falta resaltar demasiado, a estas alturas, que no otro es el rostro con que a Cernuda se le ofrece el mundo. La idea, que el poeta expresó diáfanamente en aquel verso de «Silla del Rey» (La mutación es mi desasosiego), está latente en toda su poesía, y en las prosas de Ocnos, donde hay más de un momento explícito. Y no procede aquí multiplicar ejemplos porque es en verdad una intuición subyacente a toda su obra, lo cual haría más que arbitrario seccionar fragmentos con un propósito meramente ilustrativo. Si del terreno de la explicación del mundo se pasa al de la sicología filosófica, habrá de recordarse cómo Bergson, identificando tiempo y realidad espiritual, hablaba del espíritu como de duración y definía a aquél como la totalidad de la vida síquica transcurrida hasta cada momento. Yendo más lejos, Bergson señaló la diferencia entre durée puré y durée homogéne, es decir, entre el tiempo real, cualitativo y heterogéneo, y el tiempo cuantitativo y racionalizado, producto del viejo hábito de la lógica de hacer entrar el espacio en la concepción del tiempo. Para Cernuda, la vida del espíritu conoce de esa misma continuidad indestructible, y aunque por una parte cede al mecanismo del olvido (que alcanza en él una equivalencia
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Editorial Gredos, 1958.) Es una interesante interpretación de la poesía de Lorca a la luz del método estructural cié la Universidad de Zurich y de la concepción del tiempo profesada por Bachelard. >• Cfr. JOSÉ I. LASAGA Y TRAVIESO: Introducción a la Filosofía. La Habana: Editorial Selecta, 1960, p. 279.
metafísica que no está en Bergson, como ya se verá), tiene, sin embargo, la clarísima certidumbre de cómo en cada instante del espíritu, y por lo tanto de la vida del hombre, está todo su pasado y es a la vez punto de partida de su proyección hacia el futuro. Como la exterior, la del espíritu es también una realidad única, pero variable, moviéndose sin cesar, en no contenida germinación de futuridad: El susurro del agua alimentando, Con su música insomne en el silencio, Los sueños que la vida aún no corrompe, El futuro que espera como página en blanco. Todo vuelve otra vez vivo a la mente, Irreparable ya con el andar del tiempo... («Tierra nativa», 197.) Con mayor corporeidad, porque el peso concreto también es mayor, el hombre y su vida es esa misma unidad histórica en el cambio, desde su pasado. Es una idea de reconocida fortuna en la especulación contemporánea, y no exclusivamente bergsoniana, que adquiere poderoso relieve en la filosofía de la vida de Simmel, por ejemplo, y no menor desarrollo en el pensamiento historicista de Ortega y Gasset: el hombre es lo que ha sido, su pasado es su vida. Hay un poema de Cernuda, el titulado «Viendo volver», que habrá de leerse con atención por cuanto es una eficaz lección de metafísica existencial, esto es, temporal aún: la única al cabo que parece no discutir el hombre de hoy, aunque no la única posible, al menos como aspiración, y según se ha de ver en seguida en el propio Cernuda. Para introducirse, o mejor, para introducir al hombre de su poema en la trama de su realidad temporal, no puede acudir a otra imagen que a aquella ya clásica del río de Heráclito, bien que con un matiz intencional y expresivo diferente: Irías y verías Todo igual, cambiado todo, Así como tú eres El mismo y otro. ¿Un río A cada instante No es él y diferente? (279) Vuélvase ahora a aquellos versos destacados de «Nocturno Yanki»: Quien eres, tu vida era; Uno sin otro no sois, Tú lo sabes.
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Es la misma idea expresada con sutileza distinta. Claro está que el propósito del poema no era allí, como tampoco lo es en este otro ni es nunca en Cernuda, el de ofrecer en síntesis una teoría ontológica, sino el de brindar, cuando más, los resortes espirituales
más íntimos de una situación exístencial. Por eso el texto de «Viendo volver», al avanzar, se va haciendo más concreto y crudo, por real, hasta concluir en una nota intensa de dolor desengañado y de piedad, esto es, de emoción humanísima y directa : Al verle, tú querrías Irte, ajeno entonces, Sin nada que decirle, Pensando que la vida Era una burla delicada, Y que debe ignorarlo el mozo hoy. (280) Lo que interesaba ahora era ver cómo este poema insiste, valiéndose de una forma muy propia de superposición temporal, en ese sentimiento de la radical historicidad de la existencia. Y habrá que tener presente este sentido de la unidad esencial del espíritu a través de los rostros cambiantes de la materia, para decidir en cuánto se acerca y se aleja Cernuda de otras actitudes más relativistas de la filosofía actual, a las que por otras vertientes parece momentáneamente ceder. Dentro de aquella unidad, nada queda perdido o inútil, todo queda enlazado en su continuidad, aunque al hombre mortal, en su limitación, le sea muy arduo, si no imposible, alcanzar integradamente esa totalidad. Sin embargo, cree en ella, y repite su acto de fe o de duda o de esperanza: Cuanto el destino quita Es luego recobrado en forma extraña. Ganar, perder, son nombres sin sentido, («El Fuego», 247.) irreparable Todo ya, y perdido, o ganado Acaso, quién lo sabe. («Viendo volver», 280.)
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Es aquella misma intuición, expresada aquí poéticamente bien en forma de una certidumbre o bien de una conjetura, que invita a recordar otra vez de cuan expresa y total manera está permeado el pensamiento cernudiano del sentimiento historicista de nuestra época. Las asociaciones que los versos anteriores provocan son inevitables, y detenerse en ellas, aunque resulte digresión, no parecerá demasiado inoportuno. ¿Cómo no recordar ahora, por vía sólo de referencia, la idea del hombre implícita forzosamente en la idea de la historia de Collingwood? Si para el pensador inglés el hombre ha de ser, de hecho, un microcosmos de la historia; si el pasado histórico no es nunca un pasado muerto, sino de algún modo vivo aún en el presente; si los sucesos no son cosa que empiezan y acaban, sino procesos, esto es, cosas que se convierten unas en otras,
cómo no ver en aquellos versos de Cernuda una poética plasmación de toda esta teorética historicista que de tan fecunda manera vivifica el pensamiento actual ''". Se podrá decir que éste es un sentimiento general, y que no es Cernuda el único poeta quo lo expresa; con ello en nada se mermaría su intrínseco valor. Es más: quizá no sea posible encontrar una mejor caracterización de esa unidad íntima del tiempo vivencial, tan presente en nuestro poeta, que estas palabras con las que Dilthey, olro filósofo del historicismo, describía análoga tendencia espiritual de un poeta pretérito-: «...vivió siempre dentro de la conexión de toda su existencia. Sobre su sentimiento del instante se proyectaba siempre lo que habría sufrido y lo que podría venir. Todo se iba acumulando dentro de él. Parece como si el momento no tuviera para él verdadera realidad» 18. Y no es casual que ese poeta que Dilthey describe, con palabras que le serían totalmente aplicables a Cernuda, sea precisamente Hólderlin. Y no lo es, pues bien conocido queda el íntimo tejido comunicante que va de uno a otro poeta: hermoso caso agudísimo de ese varo fenómeno que es la afinidad espiritual. Una de las matizaciones más preciosas de tal concepción continuada del tiempo según la fórmula de Bergson, es esa convicción manifestada por Cernuda de que no hay forma de la realidad que se pierda enteramente, que de un modo u otro no retorne; sustrato filosófico de una común sugestión poética que no es extraña en la poesía de todas las épocas. Entiéndase que aquí realidad y tiempo, como en Antonio Machado, están identificados, del mismo modo que lo estarán existencia humana y temporalidad. Aquella unidad íntima del tiempo, y esto lo sabe bien el poeta, es tan cierta como inabarcable para la conciencia del hombre por la pobreza de sus sentidos. Por eso cuando la exalta, cantándola todavía como espinosa conquista humana, cuida de situarla en una atmósfera casi mítica, como en el final de esa interior experiencia narrada en «Río Vespertino»: Del hombre aprende el hombre la palabra, Mas el silencio sólo en Dios lo aprende. En la paz vespertina, más humilde Que el júbilo animal a la mañana, Lo renunciado es poseído ahora, Cuando la luz su espada ya depuso En el tiempo sin tiempo, consumando La identidad del día y de la noche. (233) Todo esto podrá decirse en cuanto al tiempo cualitativo o hete17
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Cfr. R. G. COLLINGWOOD: Idea de la Historia. México, 1952. Para una exposición de las ideas del pensador inglés, véase: «Collingwood y la Historia como autoconocim'iento del espíritu», en La Filosofía del Siglo Veinte, de JUAN CARLOS TORCHIA ESTRADA. (Buenos Aires: Editorial18Atlántida, 1955, pp. 184-191.) Obras de Wilhelm Dilthey. Tomo V: Vida y Poesía (2.a edición). México: Fondo de Cultura Económica, 1953, p. 399.
rogéneo. Pero al hombre tal dimensión del tiempo, la verdadera, se le escamotea bajo múltiples máscaras, que se presentan de común como tiempo medido, contado, temporal; la durée homogéne de Bergson. Todas las cosas que nos rodean no son sino engañosas formas de la temporalidad, y la existencia toda, la temporalidad máxima. Entretanto, el hombre siente que el tiempo sigue su marcha real, implacable, que no permite en modo alguno dejarse apresar. Esta antinomia insoluble es la base misma de la emoción dolorosa del tiempo, y en pocos momentos la habrá expresado Cernuda con tanta claridad como en un pasaje de Ocnos que será obligado recordar aquí. El poeta acaba de contemplar un cuerpo hermoso, y esta contemplación le trae el recuerdo de otro, visto hace muchos años. En cuanto cuerpos son, como todo objeto, realidad temporal, mudable. En cambio, la cualidad que en ellos se deposita, la hermosura, parece estar referida al reino de lo que siempre ha de existir, no a lo intemporal, sino a lo eterno; es decir, a esa dimensión suprarreal que al hombre no le es dado poseer. Cernuda advierte esa radical oposición, y no sólo la expresa, sino que apostrofa con honda melancolía al tiempo mismo, al tiempo esencial: «Sólo al recordar que entre uno y otro median veinte años, que este ser no había nacido cuando el primero llevaba ya encendida la antorcha inextinguible que de mano en mano se pasan las generaciones, un impotente dolor nos asalta, comprendiendo, tras la persistencia de la hermosura, la mutabilidad de los cuerpos. ¡Ah, tiempo cruel, que para tentarnos con la fresca rosa de hoy destruíste la dulce rosa de ayer!» (23). Señaló Bergson también cómo el paso de la durée puré a la durée homogéne, del tiempo a la temporalidad, está influido por la idea inseparable del espacio, que rige fundamentalmente nuestra conciencia. Un sentido básicamente espacial está operando en la concepción de lo temporal, pues aquello que así se nos presenta —cuerpo, objeto, situación— está definiendo intrínsecamente unos límites en el espacio. No hay dudas de que a poco que empezamos hablando de tiempo acabamos de seguro en el espacio, e inversamente. Juntos tienen que andar también en la intuición poética, la cual se ve obligada así a valerse de imágenes corpóreas, esto es, espaciales, para dar expresión a sugestiones de orden temporal. En muchos momentos Cernuda asocia, con sus respectivos nombres, una y otra categoría; y vencer las angustiosas celadas y limitaciones de lo temporal supondrá destruir por igual las barreras del espacio: Y alcanzar aquel muro del espacio Separando mis años de los tuyos futuros. («A un poeta futuro», 207.)
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Libres vosotros del espacio humano Del tiempo quebrantasteis las prisiones. («Elegía anticipada», 222.)
De aquí se deriva que la eternidad, atributo exclusivo de los dioses, sea también ruptura, liberación de una y otra realidad: Amor divino Sombras de espacio y tiempo pone en fuga. Mira la altura y deja que te envuelva La mirada luciente de los dioses: Eterno es ya lo que los dioses miran. («El Águila», 192.)
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No se vean los anteriores párrafos como un intento de presentar la poesía de Cernuda como una objetiva lección de filosofía bergsoniana. Ya esto se dijo. Pues hay otras muchas laderas por donde esa misma poesía muestra una mayor proximidad a formas o posiciones más recientes del pensamiento contemporáneo. Ya se destacó su cercana familiaridad con el historicismo. De un modo más específico, la vislumbre, a ratos confusa o contradicha, de una vastedad del no ser (Ocnos, 43) ; la idea de la estrecha condicionalidad advertida por doquier entre vida y muerte; la casi exultante declaración de ésta como única realidad abrumadora, total; la conciencia dolorosa de saberse arrojado en una situación existencia] para la cual no ha habido elección previa; su decisión ética de renunciar a convenciones y compromisos formales y vacíos de la vida social, inauténtica, para decidir en libertad y entregarse fielmente a su destino; todo ello aproxima su pensamiento a predios muy abonados por la prédica más reciente de Rilke, Jaspers, Heidegger 0 Sartre. Que una sola dirección del pensamiento actual no baste para explicar totalmente una obra, que aun dentro de ella nos sorprendan matices que sólo en apariencia puedan estorbar su coherencia interior, no es sino el triunfo de una de las tesis sostenidas con más intensidad precisamente por ese mismo pensamiento de nuestro siglo: la de que ninguna explicación o interpretación puede levantarse sino desde la intransferible y concreta realidad de la cosa única que se contempla o juzga. Sobre tales bases, de unas y de otras y de sí mismo, levanta Cernuda el implícito edificio de su concepción temporal; no inevitablemente delineado en expresa palabra, aunque sí por ineludible manera subyacente siempre a su emoción. El tiempo existe, pero es algo que para el hombre se deshace en la nada, puesto que a los ojos humanos se manifiesta sólo a través de los objetos, esto es, de las cosas temporales. Pero esas cosas, ya empíricas o ideales, por razón de su misma temporalidad acaban por disolverse, por desaparecer, absorbidos en esa misma realidad que en ellos plasmó: 01 tiempo. Este sería, al cabo, un análisis hecho desde la razón; y siendo la esencia del tiempo esencialmente irracional, ya se sabe de antemano —y se sabe desde San Agustín y aun desde antes— que todo juicio basado en la razón acabará pulverizándolo y destruyéndolo. Porque no hay objeto concebible que pueda escapar a esa
ley, todo lo existente o pensable termina por convertirse, cuando más, en pura persistencia síquica: el recuerdo, la memoria. Pero aun éstos concluyen por entrar en el juego fatal, camino ya de su desintegración. Es entonces cuando el olvido aparece en el proceso, enseñoreándose de todo. Mas el olvido —el primer olvido, para decirlo matizadamente— es, como todo, un ser temporal, por cuanto hace referencia, siquiera de negativa manera, a una realidad anterior. Cuando las últimas huellas de sus huellas hayan desaparecido, acabará borrándose también. Y sólo podrá admitir una de estas formas de supervivencia: continuarse en el recuerdo, en el recuerdo de un olvido, con lo cual volvería a iniciarse la fantasmal sucesión. 0 desembocar en el olvido total, esto es, en la nada, la ausencia sin fin o la muerte. En ese largo proceso, noria infinita de infinito número de vueltas, es, sin embargo, el olvido la entidad que puede alcanzar más autonomía, más vigor, ya que su naturaleza está hecha al cabo de la misma materia que la muerte. Al final, en el verdadero final, será ésta la única certidumbre absoluta. Dicho de otro modo, que aun cuando la razón aniquile la esencia del tiempo, sus consecuencias existenciales siguen manifestándose a través de signos del más doloroso linaje. En la historia del hombre no se podrá encontrar tan poca cosa que pueda producir tan trágica secuela. El olvido se presenta, pues, bajo dos especies en la poesía de Cernuda. Una, más limitada, en el sentido todavía concreto de mecanismo sicológico de negación de una experiencia anterior. La otra, que es una ampliación de la primera y con ella indiscriminada, será ya el olvido como realidad de negación absoluta, como sucedáneo existencial de la muerte. Difícil sería apresarlos separadamente, pues cada olvido es una forma pequeña y anticipada de la muerte. El personaje de «El Indolente», que ya se recordó, hace énfasis en esta vigencia del olvido sicológico y creador cuando confiesa a su interlocutor, en el final mismo de la narración: «¿El recuerdo? No quiero ser hipócrita. Casi no tengo recuerdos ya. Al referir esta historia me parecía que la iba inventando y olvidando...»19. Esta afirmación podría invocarse para clarificar la función creadora del olvido sobre la que tanto ha insistido Rilke, para quien «la primera palabra de un verso» sólo puede surgir después de la obra paciente y fecundante de un largo olvido. Sin embargo, este posible valor no aparece desarrollado en la poesía de Cernuda con la intensidad de su ecuación olvido = muerte, presente desde muy temprana fecha. Véase la perfecta correspondencia en estos verso? de 1931: Pero así no me basta; Más allá de la vida, Quiero decírtelo con la muerte;
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>» Loe. cit.
Más allá del amor, Quiero decírtelo con el olvido. («Te Quiero», 83.) Y en Ocnos se reitera muy explícitamente la identificación. El poeta describe la música: «Y tal ola que nos alzara desde la vida a la muerte, era dulce perderse en ella, acunándonos hacia la región última del olvido» (41). Los años maduraron esa convicción. El tono se hace a veces patético, desesperanzado: ¿Qué empresa nuestra es ésta, abandonada Inútilmente un día? ¿Qué afectos imperiosos Estos, con cuyos nombres se alimenta el olvido? («Por Otros Tulipanes Amarillos», 226.) Y en otras tiene el aire de una convencida y serena declaración: La razón era vuestra, mis amigos: Es el olvido la verdad más alta. (Apología Pro Vita Sua, 212.) ¿Y qué decir ahora de la presencia de la muerte en la obra de Cernuda que no sea ya reiterativo? Sólo un olvido elevado a categoría de muerte puede abrogarse, en el verso último, tales derechos de suprema verdad, ya que este honor se reserva, indiscutible, a la muerte. Se dijo que en Las Nubes una fuerte brisa mortal sacudía todos los poemas. Allí, entre otras cosas, el poeta llama a la muerte la patria más profunda, única realidad clara del mundo, única gloria cierta que aún deseo, etc. Pero el tema cobrará después una riqueza humana extraordinaria. No ya cuando se la invoca como aspiración, sino cuando se reconoce la implacable tenacidad con que la muerte acosa la precaria existencia del hombre, aun en aquellos momentos y experiencias urgidos de mayor plenitud de vida: Ni sin muerte es el cuerpo Testigo del amor... («Vereda del Cuco», 237.) O cuando reitera la inflexible y mutua limitación de vida y muerte. Como en estos versos, que recogen breve, pero expresivamente, el tema heideggeriano de la autenticidad, sólo posible cuando el hombre acepta su abandono en una existencia que no eligió y realiza diáfanamente la presencia inaplazable de su última posibilidad, la de la muerte:
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Te dieron lodo, sí: vida que no pedías, Y con ella la muerte, de dura compañera. («La Familia», 203.)
O cuando, y éstos son los instantes de más dramática grandeza, aun con el reconocimiento de su inexorable destino, el poeta encuentra fuerzas para cantar y exaltar el prodigio de la existencia: Tu vida, lo mismo que la flor, ¿es menos bella acaso Porque crezca y se abra en brazos de la muerte? («Las Ruinas», 195.) Gradación, en fin, de un tema único, el del olvido y la muerte, que tiene necesariamente que constituir el jalón último, o penúltimo, de las reflexiones de un poeta del tiempo. Olvido, muerte: experiencias supremas y definitivas que apuntan ya a una trascendencia, pero que están aún, conviene recordarlo, en el costado rigurosamente humano, esto es, del lado acá del problema. Es imposible, no obstante, quedarse aquí. La lectura de la poesía de Cernuda es asistir a un patético combate interior del cual es el hombre actor único y víctima a la vez. Por un lado, esta terrible convicción a la que el poeta quiere aferrarse, sin embargo, como tabla humana de salvación: Todo lo que es hermoso tiene su instante, y pasa. Importa como eterno gozar de nuestro instante. («Las Ruinas», 194.) O sea el autoengaño piadoso de pretender eterno lo temporal. Por el otro, la desazón de los límites, la necesidad de desbordarlos, de hallar y disfrutar su sobreabundancia: elementos libres que aprisiona mi cuerpo ¿Fueron sobre la tierra convocados Por esto sólo? ¿Hay más? Y si lo hay, ¿adonde Hallarlo? («A un poeta futuro», 208.) Se hace inevitable, pues, ensayar el paso trascendente. La muerte no puede ser el principio de la nada, ni el tiempo sólo lo temporal. Hay algo más, y en su penetración encuentra la poesía su más alta dignidad. La trascendencia.
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Las distintas concepciones temporalistas de nuestra época, aunque con variaciones o peculiaridades más o menos evidentes, coinciden en proclamar la superior vigencia de un tiempo finito, subjetivo y vivencial, definido en torno a la individualidad concreta de la existencia. Niegan todas ellas, paralelamente, la idea de un tiempo abstracto e inmutable, fluyendo impasible, y en el cual las cosas estuvieran como flotando perdidas y aisladas. Pero también por donde se observe, se descubre que todas las estructuras levantadas para explicar la realidad de la conciencia no pueden concebir
a ésta como una entidad completa y terminada en sí misma, sino más bien como una organización polar cuyo complemento necesario habrá de ser, según el punto de mira desde donde nos situemos, el mundo exterior, el otro o el trascendente. Será muy difícil, pues, para un hombre que no esté cogido en las redes de un materialismo radica] o de un escepticismo devastador, limitarse a las instancias inmediatas de su tiempo tangible, ni aun siquiera a conformarse con intuir, como hasta ahora se ha visto en Cernuda, la concentración posible de toda esa fluencia temporal, con sus tres momentos o éxtasis de pasado, presente y futuro, en una sola realidad instantánea y única. Esa concentración, en verdad, podría ser descrita aún en términos de inmanencia. Pero ella deviene, sin embargo, estímulo, apremio incitador del hombre, que intentará así penetrar la faz oculta o sobrenatural del problema, aquélla que daría su sentido último a esa unidad vivencial del tiempo humano. Cuando se adquiere la noción de que toda la temporalidad cabe en un instante, de modo automático el espíritu aspira a desentrañar su correlato trascendente, pues aquel instante aparecerá nada más que como símbolo o cifra de otro momento más profundo, no extratemporal o intemporal —instancias en suma inabarcables por el hombre—, sino supratemporal, esto es, eterno y definitivo. Que tal vislumbre se consiga o no, es ya otra cuestión. Lo que importa es que se formule su deseo, lo que bastará para quedar marcado como un impulso hacia la objetividad, condición sine qua non de la más profunda vida del espíritu, como lúcidamente ha desmostrado Max Scheler. «Hay dentro de toda cosa la indicación de una posible plenitud», escribía Ortega y Gasset en el fecundo prólogo a sus Meditaciones del Quijote 20. Aun aquellas intuiciones más sutiles del hombre, se dirigen obstinadamente hacia esa plenitud. Esa tensión da significado hondo a lo más estremecido y sustancia] del pensamiento contemporáneo, y por donde se extienda la vista los ejemplos proliferan. No cabe negar que hay también posiciones más escépticas y relativistas, que apenas levantan el vuelo de la tierra, y que dentro de ellas se barajan en calidad de explicaciones últimas rótulos como los de vacío y absurdo^ o los de náusea y vértigo para señalar las experiencias que aquéllos provocan. ¿Será muy comprometido decir que tales interpretaciones, por seductoras y coherentes que parezcan en su exposición, acaban por dejar en el hombre un vacío aún mayor, el de la insatisfacción? Por eso, si hubiera que aproximar el pensamiento de Cernuda, por las posibles filtraciones existencialistas sugeridas, al de alguno de los filósofos incluidos en la nómina oficial de esta corriente, no sería muy arriesgado hacer surgir el nombre de Karl Jaspers mejor que el de cualquier otro. Téngase en cuenta, y antes de ver de cuan tenaz manera se plantea Cernuda el problema de la trascendencia, que para el pensador alemán la
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20 Madrid: Ediciones Revista de Occidente, Colección El Arquero, 6." edición, 1960, p. 2.
última situación-límite del hombre es precisamente la intuición de que este mundo no sea el absoluto que busca y necesita. Asumir esa situación, según Jaspers, significa abandonar la ilusión de que el mundo es la totalidad del ser y trascenderla, interpretando a aquél como cifra. Con lo cual se está ya en las lindes de la metafísica. Aquí habrá de intentarse una visión ilustrativa, a través de su misma poesía, de cómo el propósito de llegar a esa dimensión profunda del tiempo alcanza una urgencia emocionada en Cernuda. Pero antes de examinar la específica cuestión valdrá la pena detenerse en otras cuatro fundamentales del mismo pensamiento cernudiano, que son naturalmente previas a aquélla y sin las cuales es posible que se haga difícil su más clara inteligencia. Son éstas: la actitud cognoscitiva frente a la realidad, su idea esencial del hombre, la función del amor, y la salvación de la poesía —o mejor, la salvación por la poesía. En relación con el primero de estos temas se ve en seguida que la posición de Cernuda es la de un idealista. El mismo se ha referido en su Historial de un libro, un poco de soslayo esta vez, al tema siempre problemático de las convicciones filosóficas y religiosas propias; y tal parece como si allí se excusara apoyándose en la afirmación de Coleridge de que «los hombres son, por nacimiento, platónicos o aristotélicos, o sea idealistas o materialistas» " . Pero bien se echa de ver, en el verso y en la obra crítica, esa constante preocupación por el lado trascendente de la realidad, que Cernuda gusta de llamar invisible, y sin cuya posesión todo intento de conocer queda manco e incompleto. Los momentos expresivos de esta preocupación son tan abundantes que hacen por fuerza casi innecesario el señalamiento. Léanse, no obstante, estas líneas introductorias de su estudio «Tres poetas metafísicos», en las que al pretender definir esa suerte de alta poesía que es un purísimo medio de conocimiento trascendente, parece estar Cernuda bosquejando su propia y genuina definición: «La poesía pretende infundir relativa permanencia en lo efímero; pero hay cierta forma de lirismo, no bien reconocida ni apreciada entre nosotros, que atiende con preferencia a lo que en la vida humana, por dignidad y excelencia, parece imagen de una inmutable realidad superior. Dicho lirismo, al que en rigor puede llamársele metafísico, no requiere expresión abstracta ni supone necesariamente en el poeta algún sistema filosófico previo, sino que basta con que deje presentir, dentro de la obra poética, esa correlación entre las dos realidades, visible e invisible, del mundo» 22. Dondequiera será fácil descubrir en Cernuda esa convicción de que todo auténtico conocimiento conlleva siempre la penetración hacia las zonas suprasensibles del ser. De aquí que al referirse, de ocasional manera, a los poemas últimos de Holderlin sea precisaPoesía y Literatura, p. 276. Ibídem, p. 57. 75
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mente su visión sobrehumana del mundo lo primero que en ellos destaque " . O que, al intentar esclarecer la clave de su propio mecanismo lírico, tenga que acudir a la frase de un filósofo idealista, Fichte, cuando éste habla de «la idea divina del mundo que yace al fondo de la apariencia» 24, la vislumbre de la cual es precisamente para Cernuda la meta de su quehacer poético. No puede agotarse el catálogo de ocasiones, que prueban hasta la saciedad lo que en verso también supo decir y repetir, esto es, su aspiración hacia ese certidumbre maga de nuestro mundo visible e invisible. Es natural que este objetivo de posesión total de la realidad sólo pueda darse partiendo de análoga concepción de la esencia del hombre. Ya en un significativo poema, «A Larra con unas violetas» (1837-1937), escrito en los años en que más externos cuidados parecían llamarle, el hombre es definido como hijo desnudo y deslumbrante del divino pensamiento (146). De ese modo habrá de ver siempre el origen y la naturaleza del ser humano; razón por la cual se duele amargamente cuando cree percibir cuerpos que no albergan un destello de amor ni de alto pensamiento (137). Por causa de esa divina procedencia, habrá de salvar siempre como lo mejor del ser humano su facultad pensante: pensamiento, en Cernuda, no es igual a razón, como sentimiento no tendrá que coincidir con pura vibración emocional. Y la exacta palabra, pensamiento, se repite con singular insistencia, por lo que no resulta casual que aparezca asociada expresivamente a aquellas ocasiones en que el poeta, como se verá más adelante, clama por el reposo y la serenidad sólo posibles en la evasión de lo temporal inmediato. Sabe que ese preciado bien no le es dable al hombre sino como un anticipo de su pensamiento; y por ahora no puede hacerse otra cosa que recomendar una atenta lectura de las estrofas finales de poemas como «El Retraído» y «País», sobre las que ya se habrá de volver, y en las que queda cabalmente tipificada tal asociación. Sólo por el rendimiento leal de su pensamiento, por el ejercicio ascético de esa facultad reveladora de su divino origen, puede el ser humano llegar al conocimiento de su interior hombre, para utilizar el plástico concepto de Francisco de Aldana, cuya posesión tanto encarece Cernuda en el poeta clásico. En la búsqueda de esa raigal esencialidad, pocas cosas externas pueden ayudar. Por tanto, el amor, en su valor más absoluto, será básicamente una vía de acceso a la deseada reducción de la apariencia a la realidad, o, dicho de otro modo, a la exploración anhelante a través de las capas epidérmicas y nebulosas del sei hasta llegar a su raíz íntima y luminosa: La mirada es quien crea, Por el amor, el mundo, Y el amor quien percibe,
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Ibídem, p. 99. Ibldem, p. 197. www.faximil.com
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«
Dentro del hombre oscuro, el ser divino, Criatura de luz entonces viva En los ojos que ven y que comprenden. («La Ventana», 242.) De aquí se desprende que, a pesar de su título, por otra parte enteramente justo, no hay desorientación posible en la recta inteligencia de los Poemas para un cuerpo, en los que plasmó Cernuda de expresa manera, en sentimientos, reflexiones y experiencias, el teína del amor. A pesar de que allí se da todo su crédito al motivo del amor, esto es, al cuerpo amado, difícil será encontrar un pasaje, un verso solo, cargado de sensualidad y aun de sensorialidad. La intuición poética no pudo surgir, como dice el poeta de la misma realidad corporal que exalta, fuera del pensamiento; y si no fuera muy peligrosa la adjetivación, cabría decir que es toda una teoría inlelectual del amor la que de estos poemas se sigue. Al menos, queda bien claro que la más alta función del amor es ese aniquilamiento de lo aparente y la posibilidad de entregar al hombre su más honda y verdadera esencia: Sin querer has deshecho Cuanto mi vida era, Menos el centro inmóvil Del existir: la hondura Fatal e insobornable. («Fin de la apariencia», 321.) Análogo destino, aunque acaso más seguro y amplio y permanente, se le atribuye a la poesía. Cernuda la define reiteradamente como medio de fijar la belleza efímera. Alzando la idea hasta sus más altas implicaciones, no sólo es ya la posibilidad de eternizar la belleza, sino la de desentrañar ese halo invisible que es la riqueza más importante de la realidad, y que el ojo profano no puede percibir sino a través de la obra generosa y maga del poeta: Con reverencia y con amor así aprendiste, Aunque en torno los hombres no curen de la imagen Misteriosa y divina de las cosas, De él, a mirar quieto, como Espejo, sin el cual la creación sería Ciega, hasta hallar su mirada en el poeta. («El poeta», 258.)
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Así, cuando los efectos demoledores de la razón desbocada reduzcan hasta el absurdo toda trascendencia, o cuando las amarguras de la experiencia parezcan hacerla igualmente imposible, quedará siempre la poesía como única salvación. La inflexible lealtad a su destino de poeta, la misma que él exaltara en Hó'lderlin, es una prueba más, rotunda y total, como si aún fuera necesaria, de su fe
en esa vida misteriosa y divina que envuelve a los seres. La poesía es la sola forma de superar el escepticismo, pues ella misma es fe y continuidad y permanencia. Por eso será bien traer aquí unas palabras con las que Cernuda describe la actitud espiritual del autor, que él sigue considerando anónimo, de la Epístola Moral a Fabio: «El poeta mira ahora el mundo como apariencia no muy convincente, de cuya irrealidad todo en torno parece advertirle: del pasado, nada queda; del futuro, nada debe esperarse. Su actitud frente a la realidad es la de un racionalista ("sacra razón y pura me despierta") desengañado, que adopta el camino medio aconsejado por el escepticismo, cosa bastante peligrosa para un poeta, ya que el escepticismo podrá ser comienzo de la sabiduría, pero es seguro término de la poesía» 25. La cita es oportuna porque, de pasada, toca Cernuda aquí el problema de la destrucción racional del tiempo, ya aludido, y a pesar de la cual el verdadero poeta sabe recoger y expresar las consecuencias existenciales de esa fantasmagórica entidad, y aun proclamar su deseo de posesión trascendente, que es el momento mismo en que el escepticismo tendrá necesariamente que callar. Y si antes se dijo que la poesía era esencialmente elegía, rectifiqúese o complétese ahora tan parca definición y dígase que es a la vez elegía y plegaria. Se excusará, por conveniente, todo este largo rodeo, del cual una verdad de principios se habrá derivado: para Cernuda el hombre es, por su origen divino, un ser destinado a la trascendencia, al descubrimiento de ese rostro invisible que está más allá de la realidad aparencial, sea la suya personal interior, sea la del mundo externo. Y en esa búsqueda, que da sentido a su dignidad humana, el pensamiento, el amor y la poesía se le ofrecen como únicos instrumentos posibles. Insistente, hay una idea o casi sentimiento básico: la necesidad de destruir, superando, la dolorosa dispersión aparente de las cosas para llegar al único gozo absoluto, el de su armonía en la unidad. Ya se había señalado cómo en la dimensión del tiempo, que para el entendimiento habrá de llamarse humano, como lo hace Cernuda, la verdad estaba para él en esa continuidad enriquecedora que se iba integrando y sustanciando en cada instante; dicho con menos palabras, en su unidad esencial. ¿Pero es el tiempo una mera relación casual, concebible en términos abstractos y formales? ¿O no es más bien la realidad misma, transparentándosele al hombre a través de la sucesión de su existencia, la temporalidad, en un doble juego de entrega y de rechazo? Toda la argumentación de estas páginas se ha levantado sobre esta segunda idea, y huelga insistir más en ella. Recuérdese no más que ya en Ocnos Cernuda había definido muy claramente tal identificación: «Intentaba forzar sus recuerdos, para recuperar conocimiento de dónde, tranquilo e incosciente, entre nubes de limbo, le había tomado la mano de Dios, arrojándole al tiempo y a la vida...» (28). Sobre esta idea, se percibe
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Ibidem, pp. 69-70.
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al poeta sintiendo el deseo de considerar la unidad vivencial del tiempo, que es todavía atributo del lado visible de la existencia, como signo exterior de una unidad más entrañable de esa misma realidad, la que habrá de producirse ya en su lado trascendente. Cuando Cernuda se refiere a éste, prefiere llamarle tiempo de los dioses, y lo sabe suprarreal, esto es, real pero segregado del ámbito temporal y limitado del hombre: Todo es cuestión de tiempo en esta vida. Un tiempo cuyo ritmo no se acuerda, Por largo y vasto, al otro pobre ritmo De nuestro tiempo humano, corto y débil. Si el tiempo de los hombres y el tiempo de los dioses Fueran uno... («A un poeta futuro», 207.) Cernuda reitera esta atribución a los dioses. Podría haber dicho, claro es, Dios, o haber utilizado cualquiera de las fórmulas que religiones y filosofías le ofrecen abundantes. Una explicación, no gratuita aunque sí superficial, remitiría tal atribución a su confesado amor al mundo de las tradiciones griegas, al cual se ha referido también en su Historial26. En Holderlin es habitual la expresión, y los dioses en su poesía son algo más que seres simbólicos o que una simple alusión humanística. Jaspers decía que en esa labor de desciframiento de la realidad, que es la función esencial del hombre, el filósofo encontraba hecho ya un lenguaje de cifras: los mitos, las religiones, los sistemas metafísicos. Cernuda prefiere volverse al lenguaje de los mitos griegos, sin explorarlos desde luego, sino valiéndose sencillamente de concepciones y de nombres en los cuales parece sentirse cómodo. Lo que interesa más subrayar es la aspiración del poeta a poseer y expresar ese momento de unidad en la trascendencia, donde toda la eternidad se resume en un instante, como ya había ocurrido antes en las instancias del tiempo humano. Por eso cuando alude a esa suprema dimensión, cuida de situarla fuera del ámbito existencial: claro que se trata de poesía y no de doctrina filosófica, y las matizaciones expresivas no se ven urgidas del rigor que es propio en éstas. Pero la ubicación es bien explícita, en los poemas que antes se mencionó: Tu existir es de donde Percibe el pensamiento Por la arena de mares Amigos La eternidad en tiempo. («País», 303.) O bien en este otro momento, en que la identificación está todaIbldem, pp. 276-277.
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vía referida a una experiencia vivencial o humana aunque descrita en palabras que apuntan a la sobretemporalidad: Es grato errar afuera, Ir con tu sombra, recordando Crecida ya su flor sin tiempo. Lo pasado tan cerca en lo presente. («El Amigo», 243.) Además de su localización supratemporal, esa plenitud metafísica se ve constituida por dos notas que sustancialmente la definen. La primera de ellas es esa de la unidad o fusión, tal un absoluto presente teológico, de lo que el ejercicio de la razón distiende en los tres fatales momentos del devenir: Si morir fuera esto, Un recordar tranquilo de la vida, Un contemplar sereno de las cosas, Cuan ^dichosa la muerte, Rescatando el pasado, Para soñarlo a solas cuando libre, Para pensarlo tal presente eterno Como si un pensamiento valiese más que el mundo. («El Retraído», 255.) Lo que unido en los dioses es vida, Y desunido es apetencia de la muerte. («Las Edades», 265.)
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Obsérvese en algunos de los últimos ejemplos lo que ya se había indicado: cómo siempre que el poeta recoge esa visión más honda de la realidad, la palabra pensamiento, con todo lo que ella comporta, anda muy cerca. La otra nota que se anunciaba y que es intrínseca al sentido de unidad, es la de reposo o quietud: la instancia contraria a las de movimiento y cambio que van implícitas en la captación de lo temporal. En ese instante donde la eternidad se resume no cabe sino la más absoluta inalterabilidad; en ella se cumplirá plenamente, al cabo, lo que es en el hombre deseo obsesivo de su terrenal existencia, dominada por la mutación. Por eso cuando Cernuda, cara aún a su tiempo vivencial, intuye o prefigura esa realidad última, tendrá que hacerlo destacando esa sensación de inmovilidad: «Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar» (Ocnos, 10). Entre los humanos ya se dijo, pero es ésta la ocasión de entenderlo plenamente, es sólo el poeta quien puede vislumbrar esa unidad; en gesto fugaz que es, sin embargo, el único modo de alcan-
zarla. Cernuda lo expresa en los versos últimos de su composición «El Poeta», en los que se ve obligado también a apoyarse comparativamente en la única experiencia humana que, fuera de la poesía, hace posible esa unidad, es decir, en el amor: A aquel que te enseñara adonde y cómo crece: Gracias por la rosa del mundo. Para el poeta hallarla es lo bastante, E inútil el renombre u olvido de su obra, Cuando en ella un momento se unifican, Tal uno son amante, amor y amado, Los tres complementarios luego y antes dispersos: El deseo, la rosa y la mirada. (258) Los tres elementos del verso final reproducen respectivamente los tres protagonistas del drama metafísico: el hombre, la realidad trascendente y el impulso desde aquél hacia éste. Sugestiva plasmación poética en la que se traducen, casi término a término, los tres componentes, según Husserl, de la intimidad trascendental: el sujeto puro, las vivencias y el tiempo vivencial. Se está, pues, en el justo momento en que Cernuda, para quien la verdadera sustancia del tiempo era, como reiteradamente se ha dicho, su pura duración, su unidad, trasciende esa perspectiva que todavía mira hacia la vertiente temporal del problema y en salto místico irrumpe en su faz suprarreal o supratemporal. Y aquí surge de nuevo la asociación con Bergson, ya enunciada, en quien se da la misma evolución en las fases últimas de su obra filosófica. José Ferrater Mora ha ofrecido una explicación muy satisfactoria de ese momento final de la metafísica bergsoniana; y si se reproduce aquí no es tanto, desde luego, por Bergson, sino por la posibilidad de aplicarla con justa correspondencia al destino último del pensamiento poético de Cernuda. Ha escrito Ferrater:
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«Porque Bergson representa, con mayor dramatismo que ningún otro filósofo contemporáneo, esa misma lucha interna en que se resume en buena parte el proceso de la filosofía de Occidente. Si, por un lado, parece acentuar hasta la exasperación la conciencia y la continuidad de la conciencia, por el otro parece tender hacia esa inmovilidad y reposo en que se resume la vida del alma. Ahora bien, esa inmovilidad y reposo del alma no son la inmovilidad y el reposo del ser eleático, sino más bien las del ser neoplatónico; no el reposo de lo intemporal, sino el reposo de lo eterno. Lo que Bergson parece subrayar es, con la continuidad de la conciencia y la pura duración de la memoria, el carácter histórico no sólo de la existencia humana, sino también de todas las cosas y en especial de la totalidad de ellas. Parecería, de consiguiente, ser la historia aquello precisamente que Bergson descubre en la intimidad del ser, en el
corazón de las cosas. Pero, en verdad, lo que hay en ellas no es tanto la temporalidad como la posibilidad de concentración en un solo y extático instante de toda la continuidad del tiempo. Así, la fórmula última que convendría a Bergson para caracterizar la realidad fundamental de la que todas las realidades, aun la mínima duración de la materia, participan, sería la misma profunda fórmula con que desde Boecio la eternidad es definida: interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio, la posesión completa, perfecta y simultánea de una vida interminable» 2? . Síganse con cuidado estas reflexiones y apliqúense literalmente al proceso que corre a lo largo del texto de La Realidad y el Deseo. La identificación no será nada difícil. Si la necesidad de trascendencia no fuera ya de por sí sustancial a la vida del espíritu, otras claves, éstas acaso menos convincentes, podrían aportarse para impulso tan evidente en la obra de Cernuda. Una de ellas, de tónica más racionalista, sería la del amor por la claridad, esto es, por lo claro y lo distinto, que siendo en general una de las grandes preocupaciones filosóficas puede decirse que no está en absoluto ausente del pensamiento de Cernuda. Y nada se somete menos a la claridad y la distinción que la intimidad existencial. Por eso si el hombre se demora o retiene en sus zonas o ámbitos más bajos, tanto por ello más oscuros, se le hará cada vez más imposible la posesión de aquellas premisas impuestas. Tendrá necesariamente que trascenderlos en busca de una luz sobrenatural que haga posible que lo uno no sea producto de una confusa integración en el caos, sino virtual consecuencia de una nítida definición. Imperativo de la luz llamaba a esto Ortega, quien supo ver la radical -oposición entre claridad y cambio: «Claridad significa tranquila posesión espiritual, dominio suficiente de nuestra conciencia sobre las imágenes, un no padecer inquietud ante la amenaza de que el objeto apresado nos huya» 2 \ Para Ortega, en aquel momento de sus Meditaciones, esa claridad nos era dada sólo por el concepto. Y dentro de un pensamiento idealista, la plenitud del concepto es únicamente posible en el reino de lo trascendente, donde ya las cosas no pueden escapar. Así en Cernuda. Otra explicación podría ensayarse, ésta por los terrenos de la volición. Aquí cabría tomar como punto de partida las consideraciones de Otto Weininger en relación con el tema de la irreversibilidad del tiempo, aprovechadas eficazmente por el pensador argentino Francisco Romero en sus lúcidos comentarios sobre las concepciones temporalistas de nuestro siglo. Si se tiene en cuenta la vocación metafísica de Cernuda, así como su innegable proyección eticista, no ha de asombrar el que se le asocie aquí con el nombre " JOSÉ FERRATER MOKA: «Introducción a Bergson», en Cuestiones Disputadas. Madrid: Revista de Occidente, 1955, pp. 142-143. 28 82
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ORTEGA Y GASSET: Op. cit, p. 71.
de un filósofo que ha hecho de la fundamentación metafísica de la ética la base de su pensamiento. Decía Weininger: «La irreversibilidad del tiempo se identifica con el hecho de que el hombre es en lo más profundo un ser que quiere. El yo como voluntad es el tiempo» 29. Sin lugar ya para más dibujadas perfilaciones, estas palabras orientadas hacia Cernuda ofrecen un asidero aprovechable. Para un hombre que no sólo acepta, sino que fundamentalmente quiere, las consecuencias del ejercicio de su voluntad tienen que devenir por modo inevitable aspiración de permanencia, esto es, de tiempo; y tiempo, en última razón, definitivo y eterno. Y aquí se está otra vez, de vuelta, en el punto inicial. La realidad que el nombre tiene a su vista es una entidad temporal, sometida férreamente a las leyes del cambio, de la mutación, camino siempre a su destrucción final. Frente a ella, frente a esa apariencia agobiadora y terrible, el hombre formula como esperanza, como única salvación posible, su deseo de trascendencia, de reposo, de fijación. Sabe que tal gesto quedará, al cabo, en eso: una aspiración, un deseo, forma la más trágica de su limitación humana frente a la certidumbre total de la realidad. Y cuando contempla, develadas ya por debajo de otras antinomias enmascaradoras, las hondas proporciones metafísicas de su conflicto, de su drama en el mundo, entonces y sólo entonces llega a realizar la entera significación de aquellas dos palabras que un poeta escogió un día para bautizar su obra: realidad y deseo. JOSÉ OLIVIO JIMÉNEZ
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Citado por FRANCISCO ROMERO, Filosofía Contemporánea.
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dios y Notas (3.» edición). Buenos Aires: Editorial Losada, S. A., 1953, p. 34.
«PRIMERAS POESÍAS». 1924-27*
Las Primeras Poesías de Luis Cernuda forman la sección primera de su obra poética completa titulada La Realidad y el Deseo (última edición, México, 1958), y constituyen la edición definitiva de la obra inicial del poeta Perfil del Aire, publicada por vez primera en 1927. En 1936, cuando Cernuda se decidió a publicar sus poemas en una colección única, cambió el título de Perfil del Aire por el de Primeras Poesías, suprimió ocho poemas de la obra original y añadió dos sonetos. El presente estudio gira en torno a las Primeras Poesías, según aparecen en la edición de 1958 de La Realidad y el Deseo. Para comprender y apreciar las Primeras Poesías es preciso analizar previamente la significación del título La Realidad y el Deseo. En él va implícita una visión del mundo como constante y esperanzada lucha entre las aspiraciones del hombre y la realidad. Pedro Salinas describe así esta visión: «Realidad y deseo enfrentados, como el luchador y la fiera en el coso del mundo. El hombre desea sin tasa y sin concreción: el mundo le ofrece, por un lado, concreciones —la realidad es concreción—; por otro, tasa, porque la realidad nos está inevitablemente tasada. Y así el conflicto nunca tendrá solución» 1. No es ésta una visión del mundo razonada, pensada cuidadosamente desde la filosofía, sino más bien parte integrante de la naturaleza del poeta. Representa su reacción emocional frente al mundo tal y como se lo encuentra. Algunos hombres, optimistas por naturaleza, como Jorge Guillen, encuentran el mundo bien hecho, lo aceptan según es y, en su obra, exaltan su íntimo sentimiento de armonía con el mismo. Otros, pesimistas por naturaleza, contemplan el mundo como un enemigo con quien se hallan en conflicto perpetuo. Su obra viene así a reflejar una rebelión contra el mismo, o bien un intento de evasión. Cernuda pertenece a este último grupo. Es fundamentalmente pesimista y su poesía lo es de rebelión y evasión. Una gran parte de las Primeras Poesías representa un aspecto del pesimismo de Cernuda, su sentido de aislamiento, de soledad. De esta manera, según señala Salinas, esta obra temprana podría encajar muy bien dentro de esa categoría poética a la que se ha referido Karl Vossler en su La poesía de la soledad en España 2. * Este estudio es el capítulo primero de una disertación que será presentada para cumplir uno de los requisitos para el doctorado en literatura española en Indiana University, Bloomington, Indiana, por Robert K. Newman, Miami University, Oxford, Ohio. 1 PEDRO SALINAS: Literatura española siglo XX, México, D. F.: Lucero, Editorial Séneca, n. d., p. 335. 84
SALINAS: Op. cit, p.
340.
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Antes de regresar directamente a las Primeras Poesías, sería conveniente examinar algunas de las generalizaciones de Vossler en torno ai concepto de soledad, con el fin de esclarecer algunos aspectos de la poesía que, en otro caso, podrían parecer contradictorios. Vossler establece una relación entre pesimismo y soledad. Hablando de la oposición entre soledad y sociedad, indica que hoy está considerada la inclinación a la vida social como más natural que la tendencia a una vida solitaria, aunque añade: «Pero hay también épocas y pueblos en que el individuo solitario figura como norma, como naturaleza primera, y se exalta como dechado, repudiándose en cambio la sociedad como cosa bastardeada y contranatural o remota de lo natural. Son los llamados pueblos y épocas pesimistas...» 3. Esta afirmación, en tanto que relaciona pesimismo y soledad, es confusa, ya que los relaciona en un sentido positivo, es decir, implicando que el pesimista, al rechazar la sociedad, busca la soledad de su libre albedrío, la recibe, pues, gustoso. Aunque esto no deje de ser cierto en algunos casos, incluso quizá en la mayor parte de ellos, no puede ser aceptado como generalización. Vossler, un relativista, se da cuenta de los peligros de generalizar en el campo de las emociones humanas, y así lo señala: Pero es que pesimismo y optimismo no son cosas absolutas, sino direcciones de nuestro pensar, nuestro querer y nuestro creer. Son cosas que alternan en el tiempo y se templan en virtud de este mismo cambio, al modo como los estilos de vida activa y vida contemplativa se condicionan, se reemplazan o se combinan... Con este asunto de sociedad y soledad entramos de plano en el libre terreno de las inclinaciones, de los instintos, del agrado, de la llamada cuestión de gustos, y con ello también en el reino de la poesía *. La definición de Vossler de la soledad es también relativa: La soledad completa no se da en el reino de los seres vivos. Todo ser vivo tiene su mundo, su medio, en el que crece y se desarrolla, y del que sólo le arranca la muerte. NI es lógicamente imaginable un sujeto solitario, un sujeto sin objeto. Si el sujeto pensante se aisla, este acto se logra sólo a costa de hacerse a si mismo objeto de su pensar, de oponer su yo a un tú o a un no yo, su ser así a un ser de otro modo, su unidad a una pluralidad o multiplicidad, su aquí a un allí, su ahora a un antes o después, su estado absoluto a una relación, su independencia a una dependencia, su libertad a una vinculación, etc. Sólo se da, pues, una soledad relativa o aproximativa, y nunca una soledad total, ya se aspire a ésta como fin último, ya se eluda. Si el lenguaje fuera lógico, nunca debería hablarse de soledad o de un desvío de ella ". 3 KARL VOSSLER: La poesía de la soledad en España, trad. R. de la Serna, Buenos Aires, Losada, 1946, p. 32. *5 Ibíd.
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VOSSLER: Op. cit., p. 32.
Es imposible, pues, hablar de Cernuda en términos absolutos como un optimista o un pesimista; es, fundamentalmente, un pesimista, es decir, el tono primordial de su poesía es pesimista más bien que optimista, triste más que gozoso. Sin embargo, ningún ser humano es consecuente con sus estados de ánima. Cambian de día a día, e incluso de hora en hora. Hay destellos de optimismo y de alegría en la poesía de Cernuda. Se dan con relativa frecuencia en las Primeras Poesías, van disminuyendo a medida que el tiempo transcurre, pero nunca desaparecen en absoluto. Con respecto a las dos actitudes frente a la soledad citadas por Vossler, una inclinación o un repudio de la misma, la de Cernuda es por lo general la última. Porque la mayor parte de las veces encuentra el sentido de aislamiento doloroso, y buena parte de su poesía está dedicada a la expresión de este sentimiento, o bien al intento de encontrar los medios de evasión del mismo. Sin embargo, como la mayor parte de los hombres, el poeta, ocasionalmente, encuentra paz y sosiego en la soledad. En las Primeras Poesías Cernuda se sirve de diversos medios para comunicar su sensación de aislamiento de) mundo. El primero de éstos es el U9o de un símbolo cuya importancia crece en su posterior poesía, el símbolo del muro: El afán, entre muros Debatiéndose aislados... • Mas no quiero estos muros, aire infiel a si mismo... (VII) Los muros nada más. Yace la vida inerte... (XVIII) En soledad. No se siente el mundo, que un muro sella... (XXII) Una y otra vez el poeta insiste en el tema del ser, incluyendo unidos los sentimientos de soledad, frialdad y ansia: ¿Dónde huir? Tibio vacio, Ingrávida somnolencia, Retiene aquí mi presencia, Todo moroso albedrio, En este salón tan frío, Reino del tiempo tirano... (VI) Y la fuga hacia dentro. Ciñe el frío, Lento reptil, sus furias congeladas; La soledad, tras las puertas cerradas, Abre la luz sobre el papel vacio... (VIII)
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• Todas las citas de la poesía de Cernuda son de Luis CERNUDA: La Realidad y el Deseo, «Primeras Poesías», México, D. F. Tezontle, 1958. Los poemas serán identificados por el número.
¿He cerrado la puerta? El olvido rae abre Sus desnudas estancias Grises, blancas, sin aire. Pero nadie suspira. Un llanto entre las manos Solo. Silencio; nada; La oscuridad temblando (XVIII). Más bien que intentar evadirse de su aislamiento, el poeta parece quedar por inercia en una torre de marfil, paralizada su voluntad. Las Primeras Poesías están saturadas de sentimientos de languidez, indolencia y tedio, emociones generadas y nutridas por la soledad. Frecuentemente están proyectadas por el autor sobre las cosas que le rodean, un paisaje, un diván, una llama: Soledad sin -amor ni claro día La indolencia del ánimo se adueña, Postrada y fiel huye la edad mudable (XIX). Desengaño indolente Y una calma vacía, Como flor en la sombra, El sueño fiel nos brinda... (III) La desierta belleza sin oriente A la prisión nocturna ciñe un cielo; De su seno mortal levanta el suelo El puro hastío que la llama siente... (XIX) La lámpara abre su huella Sobre el diván indolente Acogida está la frente Al regazo del hastío... (XXII)
Y una vaga promesa Acunando va el cuerpo. En vano dichas busca Por el aire el deseo (XVI). 87
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El deseo en sí mismo, careciendo de la energía que una firme voluntad puede darle, se hace vago, inefectivo, sin propósito. Como el agua, se desliza entre los dedos del poeta, dejándole preso de su indolencia, cogido entre una vaga sensación de bienestar, cuyo reposo le transporta consigo, y un sentimiento de ansia igualmente vago: Eras instante, tan claro, Perdidamente te alejas, Dejando erguido el deseo Con sus vagas ansias tercas... (XII) Pero escapa el deseo Por la noche entreabierta, Y en límpido reposo El cuerpo se contempla.
El paisaje desempeña también un papel importante en la creación de la atmósfera de soledad que informa las Primeras Poesías. Refleja los distintos estados de ánimo, tristeza, indolencia, serenidad y raramente alegría; pero cualquier estado de ánimo que refleje, el paisaje es siempre notable por una característica eje, su vaciedad. Tan sólo un árbol turba La distancia que duerme, Asi el fervor alerta La indolencia presente... (I) Ninguna nube inútil, Ni la fuga de un pájaro, Estremece tu ardiente Resplandor azulado... (V) Siento ir bajo el otoño Pálidas aguas sin fuerza, Mientras se olvidan los árboles De las hojas que desertan... (XIII) Consecuente cpn su aversión a lo que Salinas llama concreciones, Cernuda, más bien que centrar su atención sobre las cosas de la naturaleza —montañas, árboles, flores, etc.—, la concentra sobre los aspectos del espacio y la distancia, apareciendo así un sentimiento de lejanía del mundo. Es como si el poeta estuviera contemplando el mundo a través de unos anteojos. La almohada no abre Los espacios risueños; Dice sólo, voz triste, Que alientan allá lejos... (III) En la playa remota El mar no visto canta; Sobre su verde espuma Huye el aire en volandas... (XVI) Cuan lejano todo. Muertas las rosas que ayer abrieran Aunque aliente su secreto Por las verdes alamedas... (XII)
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Consecuente también con la tendencia del poeta a lft desmaterialización, es el uso que hace de la imagen del aire como tema. Debe recordarse que el título original de las Primeras Poesías era Perfil del Aire. Salinas menciona este tema lamentándose de que a él faltó la oportunidad de analizarlo. No tenemos espacio para examinar algunos otros de los ingredientes de esta poesía, que podrían contribuir a confirmar la impresión de impotencia desmaterializante, espiritualizadora, sin par en nuestra lírica de hoy, de la lírica de Cernuda. Por ejemplo, el
tema del aire, que aparece a lo largo del Hbro como una de las invisibles realidades del mundo 7. Esta «invisible realidad» es uno de los más complejos temas en la poesía de Cernuda, porque no solamente refleja todas las emociones y estados de ánimo de) poeta, sino que se muestra en todos sus aspectos y con todas sus cualidades, cada una de las cuales tiene su función propia o multiplicidad de funciones. El aire está estrechamente identificado con el estado emocional del poeta. El sentimiento de soledad, de ensimismamiento, va acompañado de una sensación de asfixia, de respirar aire viciado, o de vagar por un vacuum. Mas no quiero estos muros Aire infiel a si mismo, Ni esas ramas que cantan En el aire dormido... 8 (VII) El olvido me abre Sus desnudas estancias Grises, blancas, sin aire... (XVIII) Guardada está la dicha En el aire vacío... (XVI) (El subrayado es mío.) El aire se emplea también para comunicar la sensación de indolencia, de inercia. Aquí el aire (o el agua que, en este contexto, es usada simultánea o indistintamente con el aire) toma el lugar de la voluntad. Ni los problemas son resueltos ni los sueños realizados, sino que más bien son llevados por el aire: Visos y dejos de pena El agua me robaría; Que la desdicha sonría Hasta que el viento la Heve... (IX) Olvidados los sueños Los aires se los llevan... (X) Una de las cualidades del aire que Cernuda encuentra atractiva es aquella que tiene en común con el agua y el cristal: su transparencia. Aunque no es éste el tema principal de las Primeras Poesías, es interesante resaltar que el poeta dedica una décima de arte menor a esta cualidad: No es el aire puntual El que tiende esa sonrisa, En donde la luz se irisa Tornasol, sino el cristal; Que de tan puro, imparcial, Su materia transparente, XX, p. 346. 89
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SALINAS: Literatura española siglo CERNUDA: La Realidad y el Deseo.
Hurta a los ojos, ausente, Con imposible confín, Porque su presencia en fin Tan sólo el labio la siente (XVH). Estrechamente relacionado con la cualidad de la transparencia está, sin embargo, uno de los más importantes y frecuentes temas de su obra, el tema de la luz y la oscuridad. Las Primeras Poesías carecen casi totalmente de coloración. Se trata de una poesía de sombras, de variados matices del gris. Fiel siempre a su aversión por las concreciones, el poeta tiende constantemente hacia un tipo de luz que diluye los contornos de la realidad. Por esta razón, el atardecer o la noche son las horas del día que aparecen con mayor frecuencia, la huidiza luz del atardecer o de una estrella, o de una lámpara que lucha contra la envolviente oscuridad de la noche: Verdes están las hojas, El crepúsculo huye, Anegándose en sombra Las fugitivas luces... (I) Ya las luces emprenden El cotidiano éxodo Por las calles, dejando Su espacio solo y quieto... (X) Es la atmósfera ceñida; Sólo centellea un astro Vertiendo luz de alabastro Con pantalla adormecida... (XI) Va la sombra invasora Despojando el espacio Y la luz fugitiva Huye a un mundo lejano. Surge viva la lámpara En la noche desierta, Defendiendo el recinto Con sus fuerzas ligeras. Sólo el azul relámpago, Que vierte la ventana Hacia fuera, en el tiempo Misterioso resbala... (XXI)
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Estos efectos de luz son uno de los factores principales en la creación de la vaga y dulce tristeza que de modo tan característico impregna las Primeras Poesías. De los ejemplos arriba transcritos aparece claro que la fluidez de la luz, su fugacidad, es lo que realmente atrae al poeta. Es bien cierto que a lo largo de una constante lectura de esta obra se ve claro que cuanto más efímero es el tema, tanta mayor atracción tiene para Cernuda. A esto se refiere Salinas
al hablar de «la impresión de potencia desmaterializante, espiritualizadora» de la obra de Cernuda '. Contribuyendo- también a esta impresión, y participando de las cualidades de fluidez y fugacidad, está el tema del tiempo. Uno de los viejos y más universales temas de la poesía lírica, el tiempo, es tratado en las Primeras Poesías sin innovación fundamental. Como tantos poetas anteriores, Cernuda posee una clara conciencia de la fugacidad del tiempo: Eras instante, tan claro. Perdidamente te alejas, Dejando erguido el deseo Con sus vagas ansias tercas... (XII) Ingrávido presente. Las ramas abren trémulas. Candidamente escapan Estas horas sin fuerza... (XIV) Postrada y fiel huye la edad mudable... (XIX) De la fugacidad del tiempo no hay sino un paso a la consideración de la brevedad y futilidad de la vida del hombre. ¿De qué nos sirvió el verano, Oh ruiseñor en la nieve, Si sólo un mundo tan breve Ciñe al soñador en vano? (VI) Soy memoria Luego, nada. La sombra y Con la tierra
de hombre; Divinas, la luz siguen que gira (VII).
Buscando se irá el presente, De rosas hecho y de penas. Y yo me iré. Las arenas Han de cubrirme algún hoy. Canción mía, ¿qué te doy, Si alma y vida son ajenas? (XX) En ocasiones, Cernuda es azorinesco en su concepto del tiempo: Alzada resucita Tal otra vez la casa; Los tiempos son idénticos, Distintas las miradas... (XVIII) El sentido de la brevedad y futilidad de la vida conduce, como ocurre tan frecuentemente en la poesía española, a un sentimiento de irrealidad existencial, al tema de la vida es sueño. Como otro gran poeta solitario, Antonio Machado, Cernuda se siente a sí mismo un «pobre hombre en sueños»: Ver nota 7. 91
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Cuan vanamente atónita Resucita de nuevo La soledad. ¿Soñar? Soñaremos que sueño... (XXI) Junto a las aguas quietas Sueño y pienso que vivo... (XXIII) Sin embargo, no todo es tristeza en las Primeras Poesías. El mismo poeta que dice «sueño y pienso que vivo», puede afirmar: Existo, bien lo sé, Porque le transparenta El mundo a mis sentidos Su amorosa presencia... (VII) O bien, en un momento de rara alegría y optimismo, puede incluso expresar un sentimiento de identificación con el universo: Sobre la tierra estoy; Déjame estar. Sonrio A todo el orbe; extraño No le soy porque vivo. (V) La oscura visión cernudiana del mundo es una carga en exceso pesada para un hombre, llevada sin alivio alguno. Es indispensable iluminarla de vez en cuando. Un hombre que ve el mundo como perpetuo conflicto, debe, de tiempo en tiempo, encontrar momentos de paz y serenidad, en los cuales asumir un alivio espiritual. De lo contrario, la vida apenas podría ser vivida. Cernuda, por supuesto, encuentra tales momentos y los expresa en sus Primeras Poesías más frecuentemente que en otra parte cualquiera de su obra. Por paradoja, es en la misma soledad que le atormenta donde encuentra más a menudo una íntima sensación de paz: En su paz la ventana Restituye a diario Las estrellas, el aire Y el que estaba soñando. (1) La naturaleza, reflejo tantas veces de la tristeza del poeta, le sirve también para expresar su sentimiento de alegría y calma: Va la brisa reciente Por el espacio esbelta, Y en las hojas cantando Abre una primavera... (I)
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La luz no siempre es débil y fugaz, sino que en los momentos optimistas del poeta se hace clara e intensa. No hay sombras que la invadan para destruir su estado de ánimo: Asi sobre la tierra Cantas y ríes, cielo, Como un impetuoso Y sagrado aleteo.
Desbordando en el aire Tantas luces altivas, Aclaras felizmente Nuestra nada divina, Y el acorde total Da al universo calma: (V) Relacionado con la sensación de indolencia, que va acompañada normalmente del tedio, está el tema del sueño, o más bien el tema del ir a dormir. Cernuda gusta de describir la zona crepuscular de la conciencia, entre la vigilia y el sueño, un estado en el que el espíritu parece liberado del cuerpo. Es entonces cuando Cernuda se siente aliviado del peso del tiempo y adormecido por una vaga sensación de bienestar: El tiempo en las estrellas. Desterrada la historia. El cuerpo se adormece Aguardando su aurora. (III) Morir cotidiano, undoso Entre sábanas de espuma; Almohada, alas de pluma De los hombros en reposo. Un abismo deleitoso Cede; lo Incierto presente A quien con el cuerpo ausente En contraluces pasea... (IV) El poeta encuentra una sensación de paz y bienestar no solamente en las horas de reposo, sino también al despertar. El amanecer es el tema de una sola de las Primeras Poesías, pero es, sin duda, una de las más hermosas décimas líricas de la obra. En este poema Cernuda crea una atmósfera de serena alegría, armonizando los temas de la luz y del aire, temas que emplea tan a menudo para expresar la soledad y la tristeza: La luz dudosa despierta, Pero la noche no está; Hacia las estrellas va, Sobre el horizonte alerta. El aire tierno concierta Con esta candida hora. ¿Qué labio forma sonora Dio a esta risa? La ventana Traza su verde persiana En la enramada a la aurora. (XV)
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En el proceso creador, el poeta encuentra también una cierta paz. La tarea de cualquier poeta es, fundamentalmente, la de la comunicación, la de encontrar los precisos medios para comunicar aquello que, sea lo que fuere, tenga que comunicar a su lector. El proceso creador en poesía es, pues, por definición, una negación de
la soledad, el establecimiento de cualquier forma de contacto humano. La expresión de este proceso creador, con sus dificultades y satisfacciones, es uno de los más populares temas de la poesía. Cernuda no es una excepción. El tema aparece frecuentemente a través de toda su obra, y con él, el uso del «ángel» como símbolo de inspiración poética: Y el ángel aparece; En un portal se oculta. Un soneto buscaba Perdido entre sus plumas. La palabra esperada Ilumina los ámbitos; Un nuevo amor resurge Al sentido postrado... (X) Quedan dos temas de importancia principal en La Realidad y el Deseo, los temas del amor y del olvido. Ambos aparecen en las Primeras Poesías, pero no con la frecuencia con que se encuentran en obras posteriores. Baste decir aquí que ambos, amor y olvido, son medios de evasión de la soledad, y que, en cuanto tales, se hallan estrechamente identificados en el espíritu del' poeta desde un principio : Vivo un solo deseo, Un afán claro, unánime Afán de amor y olvido. Yo no sé si alguien cae... (VII)
Al aislar los temas individuales de las Primeras Poesías, con el fin de discutir su desarrollo en ellas, y sea cual sea el valor de tal proceso, se comete una injusticia para con la poesía, ya que esto supondría la ignorancia de uno de los mayores valores de la obra, a saber, su perfecta construcción poemática. Cernuda es uno de los más cuidadosos y hábiles arquitectos de la moderna poesía, y la sutileza con que entreteje, combina y armoniza varios temas y tonos emocionales dentro de un poema, informa su obra de una peculiar y singular belleza. Un buen ejemplo de esta hábil construcción es el poema final de las Primeras Poesías: Escondido en los muros Este jardín me brinda Sus ramas y sus aguas De secreta delicia.
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Qué silencio. ¿Es así El mundo? Cruza el cielo Desfilando paisajes, Risueño hacia lo lejos.
Tierra Indolente. En vano Resplandece el destino. Junto a las aguas quietas Sueño y pienso que vivo. Mas el tiempo ya tasa El poder de esta hora; Madura su medida Escapa entre sus rosas. Y el aire fresco vuelve Con la noche cercana. Su tersura olvidando Las ramas y las aguas. (XXIII) En la primera estrofa se entrelazan dos temas, el primero el de la soledad, y el segundo el de la naturaleza. En este ejemplo el sentimiento de soledad no atormenta al poeta, ni éste intenta evadirse de él, antes bien le transporta esa íntima soledad a una sensación de paz y de calma. El mundo físico refleja la serenidad del poeta, y, como de costumbre, se presenta con un mínimo de detalles concretos: muros, ramas, aguas. En la segunda estrofa el autor apenas repara sino en el jardín mismo, concentrando su atención en el silencio y en el cielo. De este modo, introduce el tercer tema del poema, el tema de la distancia y de la lejanía. La tercera estrofa introduce el cuarto y último tema, los temas centrales del poema, el sentimiento de pacífica indolencia y la casi soñada condición irreal de la vida. A través de estas estrofas el poema ha tenido un tono único, si no de alegría, sí al menos de agradable serenidad. El tema sexto, el tiempo, aparece en la estrofa siguiente y con él tiene lugar un cambio de acento. Perturbando la serenidad del poeta aparece una dulce tristeza, la conciencia de que el tiempo trae consigo esa inevitable «tasa» de la que habla Salinas 10. El tema séptimo y final es el del aire. Identificado en este caso estrechamente con el del tiempo, la fresca brisa del atardecer es la realidad específica que, perturbando la calma del ramaje y del agua, rompe el encanto en el que el poeta se había mantenido por la belleza y paz del jardín. Hay, pues, en este corto poema siete temas entretejidos y armonizados para crear un todo de admirable unidad y perfección, y dos tonos, combinados de tal forma que crean otro principal que puede ser bien descrito como amargo-dulce. Este poema ilustra ampliamente el hecho de que los temas y tonos individuales de la obra de Cernuda, pudiendo ser interesantes por sí propios, adquieren su pleno valor como las fibras de un fino tejido, sólo cuando están entrelazados en la construcción total de la obra. No obstante, son los temas y sólo los temas lo que une las
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Ver nota \
Primeras Poesías al resto de la obras de La Realidad y el Deseo. Los mismos temas tratados en las Primeras Poesías aparecen en obras posteriores, existiendo como única diferencia un mayor grado de complejidad y sutileza en su desarrollo, el mayor o menor énfasis e importancia recibidos. Los temas del amor y el olvido, por ejemplo, que, según indicamos, se dan en las Primeras Poesías en embrión tan sólo, asumen luego decisiva importancia en obras más tardías. La indolencia, por otra parte, tema principal en las Primeras Poesías, tiene importancia secundaria en obras posteriores. La soledad encierra un valor constante, ya que su expresión se halla, implícita o explícitamente, desde el primer poema de las Primeras Poesías hasta el último de La Realidad y el Deseo. ¿Por qué entonces los críticos o ignoran las Primeras Poesías o pasan sobre ellas ligeramente, como si no formasen parte verdadera de La Realidad y el Deseo? Contrariado por esta opinión crítica, el propio Cernuda se dirigió en 1948 a Dámaso Alonso en una carta abierta, haciendo saber al eminente crítico que el poeta de las Primeras Poesías es el poeta mismo de las obras posteriores " . La respuesta a este problema se halla, sin duda, en el hecho de que las Primeras Poesías difieren tan radicalmente de La Realidad y el Deseo en lo tocante a forma y técnicas poéticas, que no resulta fácil darse cuenta de que forman parte homogénea de dicha obra. Las Primeras Poesías se distinguen por una característica primera, su cerrada unidad formal. Esta obra temprana incluye veintitrés cortos poemas, once de los cuales están compuestos a base de cinco cuartetos heptasilábicos de rima asonante y diez son décimas octosilábicas de rima consonante. Los cuartetos y décimas están dispuestos alternativamente, y quedan completados por dos sonetos. De este modo la obra presenta un doble ritmo, contenido dentro de los mismos poemas, inherente al uso de formas tradicionales de versificación que exigen la repetición de versos con el mismo número de sílabas y, dada la consecución de la obra como un todo, por la alternancia de dos formas métricas básicas, el cuarteto y la décima. Otra característica que distingue las Primeras Poesías es su simplicidad sintáctica. Muy raramente aparecen transposiciones de elementos sintácticos, transposiciones necesarias para el logro de la rima o del metro: Buscando se irá el presente, De rosas hecho y de penas. (XX) Y el aire fresco vuelve Con la noche cercana, Su tersura olvidando Las ramas y las aguas. (XXIII) (El subrayado es mío.) 11
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Luis CERNUDA: «Carta abierta a Dámaso Alonso>, ínsula. Año III. Número 35 (15 de noviembre de 1948), p. 3.
Puede verse en estos ejemplos sin dificultad cómo las transposiciones usadas son de naturaleza tan simple y elemental que de ninguna manera dificultan la claridad de pensamiento, claridad de pensamiento que es una de las características más importantes de las Primeras Poesías. Más rara aún que la transposición es la ambigüedad sintáctica, como puede verse en el poema final de la colección: Escondido, en los muros Este jardín me brinda Sus ramas y sus aguas De secreta delicia. Qué silencio. ¿Es asi El mundo? Cruza el cielo Desfilando paisajes, Risueño hacia lo lejos. (XXIII) En el primer verso no queda claro si el antecedente de escondido es el autor o el jardín; en el verso sexto el sujeto de cruza puede ser el cielo, o bien el silencio del quinto verso. En este caso concreto, la ambigüedad armoniza muy bien con el esfumado total del poema, y con toda propiedad puede resaltarse su valor estético. Sin embargo, es interesante tener en cuenta que esto fue completamente inconsciente. El propio Cernuda no se dio cuenta de la ambigüedad existente hasta que se la señalaron. Su intención era que escondido modificase a jardín y que cielo fuese el sujeto de cruza I2 . Esto, por supuesto, no resta valor a la ambigüedad como recurso poético; se trata sólo de indicar cómo un autor no necesita ser consciente de todos los recursos que utiliza en una obra determinada. Si la sintaxis de las Primeras Poesías es, en su mayor parte, simple y sin adornos, el conjunto de las imágenes tampoco es de gran complejidad. A través de toda la obra es posible observar una tendencia a yuxtaponer lo subjetivo y lo objetivo, lo concreto y lo abstracto. Los siguientes ejemplos de símiles servirán para ilustrar tal propensión: Sobre el límpido abismo Del cielo se divisan, Como dichas primeras Primeras golondrinas. (I) Desengaño indolente Y una calma vacía, Como flor en la sombra, Kl sueño fiel nos brinda. (III) (El subrayado es mío.) Habrá sido observado cómo en cada uno de los anteriores ejemplos existe un lógico denominador común que permite el símil y hace inteligible inmediatamente al lector la comparación de dicha con golondrinas y de desengaño, calma con flor, verbigracia, en el Conversación con el autor, Ciudad de México, agosto de 1960. 97
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primer caso, la ligereza de los pájaros y la dinámica naturaleza de las emociones, y en el segundo caso, la inmovilidad de la flor y la estática naturaleza de «desilusión» y «calma». Falta aún mucho para Ifegar a la posterior imaginación superrealista de Cernuda en la que el común denominador se hace emotivo más bien que lógico, siendo de este modo las imágenes en un principio ininteligibles. No obstante, la tendencia, aquí expresada, de contrastar lo concreto y lo abstracto, lo estático y lo dinámico, es de suma importancia a través de toda LM Realidad y el Deseo (como indica el propio título). Finalmente, entre los recursos poéticos empleados en las Primeras Poesías, destaca uno por su mayor frecuencia: la personificación. En realidad, la personificación puede ser señalada como base de esta obra temprana. Un poema bastará como ilustración: Eras, instante, tan claro. Perdidamente te alejas, Dejando erguido al deseo Con su (sic) vagas ansias tercas. Siento huir bajo el otoño Pálidas aguas sin fuerza, Mientras se olvidan los árboles De las hojas que desertan. La llama tuerce su hastio, Sola su viva presencia, Y la lámpara ya duerme Sobre mis ojos en vela. Cuan lejano todo. Muertas Las rosas que ayer abrieran, Aunque aliente su secreto Por las verdes alamedas. Bajo tormentas la playa Será soledad de arena Donde el amor yazca en sueño. La tierra y el mar lo esperan. (XII) En el poema anterior hay diez ejemplos distintos de personificación, en cinco estrofas. El poema fue elegido al azar. No es en modo alguno excepcional; antes bien, tipifica el uso extensivo de esta técnica poética en Cernuda. ¿Qué conclusiones generales pueden ser obtenidas de las Primeras Poesías? Esta obra ha sido duramente atacada y sobremanera alabada por los críticos, pero acaso sea su más satisfactoria valoración la hecha por el propio autor, treinta y dos años después de su publicación:
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el libro de un adolescente, aún más lo era mi edad al componerlo, lleno conscientes, melancólico, precisamente que me hallaba para satisfacer esos www.faximil.com
Perfil del Aire es adolescente de lo que de afanes no del todo por la impotencia en
afanes («la melancolía no es sino fervor caldo», leí yo entonces en alguna página de Glde); pero al mismo tiempo, libro de un poeta que, desde el punto de vista de la expresión, sabía más o menos a dónde iba 13. Las Primeras Poesías no pueden ser ciertamente consideradas como una gran obra literaria: su brevedad y falta de complejidad le vedan tal consideración. Pero, por otra parte, los dos ataques contra tal obra dirigidos fueron manifiestamente injustos. No hace falta responder aquí a la acusación de que la obra primera de Cernuda fue poco más que una imitación de Guillen, ya que el poeta, particularmente irritado por esta acusación, se ha defendido de modo adecuado ' \ La segunda objeción, según la cual las Primeras Poesías no eran propiamente «nuevas», puede ser fácilmente desmentida, a no ser que se esté dispuesto a admitir que la novedad es de importancia fundamental al juzgar un libro de poesía. El hecho es que Cernuda ciertamente «sabía más o menos a dónde iba». Nadie podía esperar más de un poeta de veintitrés años. A pesar de su juventud y falta de experiencia, el autor mostró una habilidad sorprendente en su tratamiento de las formas tradicionales de versificación y de las imágenes tradicionales. Si su juventud aparece en las Primeras Poesías, es, sobre todo, en el desarrollo de los temas. Según ya indicamos, el poeta parece conocer sólo vagamente algunos de los temas (el amor, el olvido), que luego aparecen en toda su complejidad en las obras posteriores. El aspecto acaso más importante de las Primeras Poesías, lo que evidencia que el autor sabía a dónde iba, es la constante presencia de su personalidad en cada uno de los poemas, el penetrante yo del autor. Tanto si escribe en primera persona, como tan a menudo sucede: «Sobre la tierra estoy — déjame estar...», «Existo, bien lo sé...», como si escribe en estilo directo: «Así sobre la tierra — Cantas y ríes, cielo...», «Eras, instante, tan claro», o en tercera persona: «En soledad. No se siente — El mundo, que un muro sella...», el poeta domina su poesía y hace sentir su presencia en cada verso. Cernuda es un poeta personal, íntimo. Las Primeras Poesías llevan la impronta de su personalidad y de este modo constituyen una parte indispensable de su obra toda, la piedra angular, de hecho, de La Realidad y el Deseo. RICHARD K. NEWMAN
(Traducción del inglés de J. R. Torregrosa y Jacobo Muñoz autorizada por R. K. N.)
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» Luis CERNUDA: «Historial de un libro», Poesía y Literatura, Biblioteca Breve. Barcelona-México. Editorial Seix Barral, S. A., 1960, p. 240. " Ibíd.: «El crítico, el amigo y el poeta», pp. 206-229.
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Verano de 1960
EJEMPLO DE FIDELIDAD EL SUPERREALISMO
POÉTICA:
DE LUIS CERNUDA
Cantaba tempestades, estruendos desbocados Bajo cielos con sombra, Como la sombra misma, Como la sombra siempre Rencorosa de pájaros estrellas. («No intentemos el amor nunca.») En todo momento crítico, un hombre, quiéralo o no, suele revelar la verdad de sí mismo, y en el caso de un poeta, esta verdad es la de su poesía. El superrealismo aparece en la poesía de Cernuda como resultado visible de un momento crítico semejante, de modo que una divagación en torno a la índole del superrealismo cernudiano podrá destacar acaso algunos de los rasgos fundamentales de la obra del poeta. Apuntado, pues, el propósito de este ensayo, quisiera definir sus límites y términos. Se dedica sólo al estudio del superrealismo en el tercer libro de La Realidad y el Deseo, Un Río, Un Amor, porque aquí es donde aparece por vez primera y con pureza mayor 1 . Al hablar de «superrealismo» nos referirnos exclusivamente a su presencia en la poesía española, ya que no es un movimiento parejo al Surréalisme francés, sino una radical modificación del mismo. Ni la atracción sentida hacia las actitudes surréalistes durante una crisis vital, ni la modificación cernudiana del surréalisme son estrictamente singulares, pero sí son singulares sus conocimientos del surréalisme. Luis Cernuda es el único poeta de su generación que conoció verdadera e íntimamente la poesía francesa de vanguardia de los años 20. Sólo Emilio Prados y Vicente Aleixandre habían leído a l'os surréalistes, llegando, por otra parte, hasta Lorca y Alberti los principios de la nueva estética a través del creacionismo y la poesía de Larrea 2. Pero Cernuda conocía la poesía de Bretón, Aragón, Crevel, Eluard, y, además, estuvo en Francia desde 1
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Las actitudes superrealistas prosiguen en Los Placeres Prohibidos, aunque con ímpetu relajado, pudiéndose vislumbrar aún algunos dejos en Donde Habite el Olvido. Pero en estos libros retorna un estilo cuya evolución había ya comenzado en la poesía anterior a Un Río, Vn Amor. Me refiero a la poesía de evocación intimista, factor constante en la obra cernudiana, que logra su más alta formulación en Donde Habite el Olvido. 2 Luis CERNUDA: Estudios sobre poesía española contemporánea, p. 189, Madrid, 1957.
el otoño de 1928 hasta el verano de 1929, época, precisamente, en que comenzó a escribir Un Río, Un Amor '. Una breve digresión acerca de la índole del surréalisme nos permitirá establecer una base de comparación entre dicho movimiento y el superrealismo de Cernuda, destacando así las modificaciones ejercidas en él por este poeta español. Las características más acusadas del surréalisme son bien conocidas: rebeldía, desprecio hacia toda preocupación estética o moral y, sobre todo, el automatismo, el sine qua non del movimiento en cuestión. Por el camino del automatismo, los surréalistes intentaban suprimir la facultad conceptual del pensamiento, con el fin de lograr una expresión directa, puramente emocional e intuitiva. Buscaban la destrucción de las viejas y usadas asociaciones de palabras para crear después una nueva palabra intensificada, suprarreal, que derrumbara esa barrera de comunicación crecida en la poesía desde los tiempos de Bécquer \ Sin embargo, el automatismo, con su desprecio hacia las normas estéticas, llevó al pecado obsesionante del surréalisme, creando el poema desde una intensa confusión de emociones fragmentarias, desde la expresión de un vago emocionalismo, en lugar de unas emociones definidas. El automatismo es un proceso fundamentalmente antiartístico, y el arte requiere no sólo voluntad de expresión, sino también voluntad de comunicación. El distinguido crítico inglés de las artes plásticas, Sir Herbert Read, ha escrito que «la verdadera función del arte es la expresión de emociones y la comunicación de la comprensión»5. Pues bien, el automatismo es la voluntad de expresión in excelsis, pero sin preocuparse en modo alguno por la comunicación; es hasta un desprecio de la misma. Pasemos ahora de la poesía francesa a la situación de Luis Cernuda en 1928, y a su ya aludida crisis, crisis tanto existencial como poética. El joven poeta había completado ya su aprendizaje en Perfil del Aire y en Égloga, Elegía, Oda; pero esta trilogía clasicista le despertó una viva insatisfacción al no permitirle expresar «mucha parte viva y esencial» de sí mismo 6. Este descontento poético coincidió con un trastorno en su propia vida. Al morir su madre, en el verano de 1928, el poeta abandonó su hogar sevillano, encontrándose solo en el mundo, con la necesidad, además, de ganar su propio pan. Esta soledad alcanzó profundidad mayor durante su residencia en Francia. Se intensificó así su raíz de descontento ante la vida, agudizada
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3 Luis CERNUDA: Poesía y Literatura, Barcelona, 1960. «Historial de un libro», p. 242. 4 Quiéralo o no, el surréalisme podría cifrarse bien en el verso de Mallarmé: donner un sens plus pur aux mots de la tribu, porque, aun protestando contra la estética anterior, forma parte de la tradición postromántica. 5 «The real function of art is to express feeling and transmit understanding.s> The Meaning of Art, Londres, 1956, p. 189. « «Historial de un libro», loe. cit., p. 241.
al sufrir el poeta, por entonces, un desengaño amoroso, que, por retrospección, llegó a alcanzar su expresión más explícita en Los Placeres Prohibidos. Lo que Cernuda intentó expresar, en cambio, en Un Río, Un Amor es el caos emocional producido por el choque ante la pérdida del amor. La violencia de aquellas emociones exigía y necesitaba de una expresión inmediata, aun por encima de cualquier esperanza posible de recuperar lo perdido. En su poesía anterioT, cuyo tema era la adolescencia, el poeta estaba distanciado de las condiciones emocionales del poema, pero en Un Río, Un Amor, dada la urgente necesidad expresiva, el poeta es coetáneo de las emociones que expresa. Este cambio de perspectiva entre el poeta y su poesía intensificó el descontento respecto de Égloga, Elegía, Oda: la honda perturbación no cabía en silvas garcilasistas. Así, pues, en Un Río, Un Amor coinciden ambas crisis, poética y existencial, en su punto máximo. Cernuda necesitaba una forma y un estilo en los que dar curso a su caótico estado emocional, satisfaciendo al mismo tiempo su necesidad de inmediata expresión. Esta forma nueva y este nuevo estilo los encontró en el surréalisme. Se sintió inclinado el poeta hacia la asunción de aquel ímpetu destructor de la facultad discursiva del pensamiento, en un momento en el que, casi loco de congoja: Telarañas cuelgan de la razón En un paisaje de ceniza absorta; Ha pasado el huracán de amor, Ya ningún pájaro queda 7. Las emociones caóticas impiden toda filtración racional antes de hallar su expresión verdadera. Dada lo cual, Cernuda, paralelamente a los surréalistes, buscó la ruptura de «las leyes que presiden la unión» de las palabras, con el fin de hallar nuevas asociaciones capaces de intensificar la palabra hasta esa necesaria expresión directa. Pero Luis Cernuda nunca ha sido poeta pasivo ante cualquier posible influencia. Tomó el surréalisme para modificarlo hasta hacer de él cabal vía de expresión de sus propias exigencias poéticas. Llegó, en su búsqueda de la palabra nueva, hasta el umbral mismo del automatismo, pero sin penetrar jamás en él. Logró así un raro equilibrio entre sus propias necesidades expresivas y los límites del arte. Con su seguro instinto para lo justamente poético, supo ver en todo momento que el automatismo es una mera voluntad de expresión, y lo rechazó en pro de una voluntad de creación consciente y de una comunicación verdadera 8. 7
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«Telarañas cuelgan de la razón», La Realidad y el Deseo, 3.* edición,8 México, 1958, p. 68. La ausencia del automatismo es la distinción radical entre el superrealismo y el surréalisme, y esto es lo que levanta el superrealismo a un nivel de realización poética que jamás alcanzaron los poetas franceses.
La repulsa del automatismo en Un Río, Un Amor es evidente tanto en las imágenes como en la construcción de los poemas. Cernuda mismo ha confesado 9 que al comenzar este libro sentía cierta dificultad en el uso del verso libre, de modo que los primeros poemas escritos lo fueron en cuartetos endecasilábicos. Esta prosodia formal, aunque entraña una cierta dificultad expresiva, muestra bien la base de creación consciente del poema. En estos poemas que expresan emociones violentas en imágenes superrealistas, no hay conflicto alguno entre forma y contenido. El superrealismo cabe, pues, perfectamente dentro del endecasílabo, en contradicción categórica con el desdén por toute préoccupation esthétique. Aun en el momento mismo en que Cernuda adopta por fin el verso libre, su voluntad de creación artística prosigue. Algunos poemas están construidos por entero, y otros muchos en parte, a base de una repetición evidentemente premeditada. A veces el poeta emplea la repetición para crear una tensión en el poema que luego se cumple produciendo un gran efecto poético (véanse para ello «Como el viento» y «Todo esto por amor»). Otra forma de construcción consciente es la separación del verso final de un poema, casi al modo de estribillo, para condensar el tema (véanse «Daytona», «Habitación de al lado», «Duerme, muchacho», «Carne de mar»). En las imágenes individuales la voluntad artística queda a veces escondida bajo el esfuerzo de intensificación emocional de la palabra. Pero, aunque persiguen una expresión directa, las imágenes Tetienen una base consciente, sin llegar nunca a la arbitrariedad y autonomía absolutas de las imágenes de los surréalistes. Algunas imágenes son casi convencionales (véase, por ejemplo, la comparación del poeta con el viento acongojado y desnortado que gime por las esquinas en «Como el viento»). Debe hacerse notar también la aparición frecuente de las imágenes de luz y de tinieblas, ya existentes en la anterior poesía cernudiana: imágenes de luz por el deseo del poeta, o su inocencia, y de tinieblas —«sombras, nubes, nieblas»— por la tristeza y las fuerzas que se oponen al deseo. Pero en Un Río, Un Amor, el afán de encontrar expresión directa triunfa muchas veces sobre las asociaciones establecidas. Las asociaciones establecidas en la poesía anterior son un obstáculo a la expresión directa, porque sugieren muchas veces un mundo distinto al del caos emocional al que ha llegado el poeta. Así, pues, Cernuda intenta crear imágenes que adquieren su significación del contexto mismo del poema, significación que fuera de él no resulta válida. Para cortar toda conexión con las asociaciones anteriores, evitando de este modo todo recuerdo de las mismas, llega incluso a emplear palabras escogidas arbitrariamente, palabras carentes de todo contacto lógico con lo que representan, o puede también emplear, a veces, alguna imagen anterior, pero provista de nuevas asociaciones. Ejemplo extremo de este proceso lo tenemos «Historial de un libro», loe. cit., p. 246. 106
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en el poema «Sombras blancas», en donde la misma palabra aparece en dos imágenes con asociaciones contradictorias. Las viejas asociaciones anímicas suscitadas por el sustantivo «sombras» son destruidas por el adjetivo «blancas», llegando así ésta a ser una imagen de amor y de dicha en un paraíso «de azar abolido». Pero fuera de este paraíso, la luz, que es ahora la luz de la «Realidad» y no del «Deseo», da sombras de tristeza y de congoja, «sombras azules» Io. En sus imágenes superrealistas Cernuda no intenta propiamente destruir las apoyaturas lógicas y conceptuales, sino más bien dispersarlas, creando así una palabra nueva, una palabra que nunca hubiera tenido la actual significación, ni tampoco sus asociaciones actuales. En realidad, la imagen llega a ser un símbolo, pero un símbolo superrealista, de base conceptual destruida. El propio poeta ha explicado que sus imágenes son símbofos. En «Linterna roja» la búsqueda del amor inalcanzable reduce al poeta a mendigo, a sombra, a rey sin corona; sabemos,, sin embargo, que estas imágenes simbolizan su agonía emocional: Mas las sombras no son mendigos o coronas, Son los años de hastío esta noche sin vida. Este confesado empleo de símbolos revela la escasa adhesión de Cernuda a las normas estrictas del surréalisme. El símbolo, con sus implicaciones conceptuales, sufrió anatema por parte del surrealista verdadero, quien, además, encontraba totalmente recusable la explicación de las imágenes. De todos modos, aunque algunas imágenes de Un Río, Un Amor sean símbolos y tengan base conceptual, más o menos remota, no deben ser comprendidas conceptualmente. La imagen superrealista es creada con palabra nueva, de intensificada expresión y total ausencia de esas asociaciones conceptuales que halla la razón y consagra el uso. Su comprensión debe ser, por tanto, emocional. Un ejemplo de esta palabra nueva, puramente emocional, puede verse en las imágenes, tan características de estos poemas, que emplean el color como elemento primero. El concepto convencional, conceptual, de color, se destruye al ser asociado con elementos que lógicamente nada tienen que ver con él: «color amargo, color de olvido, color de verdades». Al yuxtaponer dos elementos diferenciados, el poeta despierta asociaciones nuevas. Dicha yuxtaposición sirve, por otra parte, para anular toda posible comprensión conceptual de la imagen, cuya base sí es, por el contrario, conceptual. «Color amargo» es imagen de una honda amargura. «Color» es empleado en lugar de «estado» o
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10 Es posible que azul sea empleado arbitrariamente para lograr una distinción respecto de blancas. Pero es también posible que «sombras azules» haga referencia a los blues, las canciones de tristeza de los negros norteamericanos. Por aquella época Cernuda se interesaba por Estados Unidos y también por el jazz. «Historial», pp. 242, 245, 247.
«situación», porque la unión de «color» y «amargo» alcanza un gran poder desorientador de las asociaciones conceptuales. Entre ambos elementos, tan distintos, se establece una analogía emocional, de tal modo que la imagen sólo es comprensible emocionalmente. Lo que equivale a decir que ha aícanzado una expresión directa. A pesar de esta búsqueda de una expresión directa, y a pesar de la citada supresión del eje conceptual, las imágenes de Un Río, Un Amor son comprensibles. El poeta ha sabido mantener su voluntad artística de comunicación. A veces, las imágenes pueden parecer arbitrarias, pero, resultan más bien escasas las que en realidad lo son. Véanse estos versos de «Vieja ribera»: Tanto ha llovido desde entonces, Entonces cuando los dientes na eran carne, sino días Pequeños como un río ignorante A sus padres llamando porque siente sueño. «Llovido» es una forma intensificada del «pasar», denotando así que el tiempo que ha pasado iba lleno de tristeza. Los dientes sin carne son una inversión de las encías sin dientes del niño inocente. «Días pequeños» es una imagen que revela la inconsciencia del fluir temporal en la niñez. El «río ignorante» es un símbolo, escogido acaso arbitrariamente, pero que en el contexto donde se encuadra significa «niño inocente». La base conceptual de las imágenes ha sido suprimida; pero la yuxtaposición de las mismas entraña un concepto ampliado de tristeza, la tristeza nacida al recordar la pasada inocencia. El concepto alcanza así una gran fuerza emotiva, conservando al mismo tiempo la posibilidad de ser comprendido. Algunas imágenes superrealistas de Un Río, Un Amor son verdaderos hallazgos. Por ejemplo, ésta de «Dejadme solo», imagen de las consecuencias nacidas de la pérdida del amor: Verdades o mentiras Son pájaros que emigran cuando los ojos mueren.
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Quisiera hacer hincapié otra vez en el hecho de que esta modificación del surréalisme llevada a cabo por Cernuda no es suya exclusiva. Es característica del superrealismo español en general. Lo que sí resulta singular es el equilibrio que en su caso existe entre la influencia surréaliste ejercida y la realmente aceptada. En realidad, Un Río, Un Amor está, quizá, más lejos del surréalisme que otros libros superrealistas de la generación del 25. Luis Cernuda jamás se deja dominar por las influencias que en un momento dado puedan atraerle, ya sea la del surréalisme, la de Bécquer, la de Hólderlin, o la poesía inglesa. Busca la infuencia porque así lo exige una necesidad expresiva que de ningún otro modo puede ser satisfecha. Una honda necesidad expresiva es el eje fundamental de la poesía cernudiana. Necesidad expresiva que el poeta sabe poner siempre en equilibrio con su voluntad artística de comunicación.
Así, en Un Río, Un Amor, busca una expresión inmediata, inspirada por la estética surréaliste, pero rechaza el proceso antiartístico del automatismo, alcanzando una palabra de gran intensidad expresiva y, a la par, comprensible. La voluntad de expresión es signo de fidelidad a sí mismo; la voluntad de comunicación es señal de fidelidad a la poesía. Durante Ja crisis en que fue escrito Un Río, Un Amor, Luis Cernuda supo guardar ambas fidelidades. Recordemos cómo de todos los poetas del 25 Cernuda es aquel para quien la poesía más necesaria resulta. Sus poemas deben ser escritos, obligado el poeta a la expresión por una honda necesidad vital. La poesía le ofrece así no sólo un camino de expresión, sino, sobre todo, una vida por y para ella, desde su hondura y sinceridad expresivas. Esta deuda vital para con la poesía la paga Luis Cernuda con la fidelidad: El mozo luego, enamorado, conocía Tu poder sobre él, y lo ha servido Como a nada en la vida, contra todo u . DEREK R. HARRIS
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«La Poesía», La Realidad y el Deseo, ed. cit., p. 307. www.faximil.com
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INDÍGENAS Y EXTRANJEROS SOBRE CERNUDA
La reciente publicación de una Nueva Historia de la Literatura Española ' viene una vez más a poner de manifiesto la actitud de varios autores, tanto españoles como extranjeros, al tratar de la obra de Luis Cernuda. Esta actitud resulta inexplicable desde cualquier lado que se la mire. Porque, una de dos: o la obra de Cernuda no vale nada, en cuyo caso no vale la pena hablar de ella, o tiene valor, en cuyo caso no cabe hablar de ella a tontas y a locas, sin haberla leído. Y menos aún sin haber visto los libros ni siquiera por el forro, como es el caso. De la gavilla de errores de hecho que hay en la página de la Nueva Historia dedicada a Cernuda, la mitad, aproximadamente, hubieran podido evitarse sin más que ver la cubierta de los libros: No «Variaciones sobre un tema mexicano», sino Variaciones sobre tema mexicano; no «Donde habita el olvido» (1935), sino Donde habite el Olvido (1934) ; no «Oknos, el alfarero» (1943), sino simplemente Ocnos (1942; segunda edición, 1948); etc. En éstos y otros puntos los profesores norteamericanos han sido demasiado fieles a sus fuentes: Lo de «Oknos, el alfarero» se remonta al artículo de Salinas en el Columbio Dictionary oj Modern European Literature (1947), si bien nadie disputará a Torrente el mérito de su difusión. También de Torrente pasan a la Nueva Historia los otros dos errores mencionados, y milagro parece que no hayan pasado otros, como el título «La soledad y el deseo» por La realidad y el deseo. Los profesores norteamericanos, pues que no los citan, no tienen que tomarse la libertad de puntuar a su modo versos ya puntuados en 1936, y menos la libertad de decidir por su cuenta que la poesía de Cernuda (en la que, al decir de Torrente, hay «más autenticidad de lo que a primera vista parece») «nos nos importa». Antes al contrario, tratan de dar idea de ella al lector, aunque a veces no resulte la que ofrecen la mejor de las ideas. (Ocnos: «Confesiones semilíricas acerca de la poesía contemporánea».) Verdad es que creen que La Realidad y el Deseo es una antología, y no parecen tener noticia de la tercera edición, publicada hace ya tres años (cuando citan Pensamiento poético en la lírica inglesa, aparecido sólo tres meses antes). Pero al tener por antológicos todos los poemas de La Realidad y el Deseo quizá muestren no poco acumen crítico. Y su retraso de tres años en el acopio de información, si bien se mira, no es nada. González-Ruano, pongamos por caso, en 1946, diez años después de la primera edición del libro citado, y seis años después de
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1 R. E. CHANDLER & K. SCHWARTZ: A New History oj Spanish Literature, Baton Rouge, Louisiana State University Press, 1961, págs. 397-399 et passim.
la segunda, confiesa con casual candidez: «En La invitación a la poesía (1933) y en la (segunda) antología de Diego (1934) se anuncian varios libros inéditos de Cernuda de cuya publicación no tengo constancia.» Y, seguidamente, al entresacar diez poemas de una obra ya por entonces crecida, antologiza uno rechazado por Cernuda. Con lo que resulta que no sólo los poemas de La Realidad y el Deseo, sino también los excluidos por el poeta, son de antología para González-Ruano, como lo son para otros antólogos. Al pasar de los poemas originales a las traducciones, la cosa va de mal en peor. Nadie, que yo sepa, ni siquiera A. Pellegrini 2 , ha reparado en la fecha (noviembre 1935) de las versiones de Hólderlin, ni en lo que pueda haber en ellas de acierto. Tampoco se ha querido ver el influjo que hayan tenido, pues que ni se han mentado como fuente aleixandrina. De la publicación de Troilo y Crésida no parece haberse enterado más que Mr. Ley. A los estudios críticos de Cernuda no les ha ido mucho mejor. La frase de Doreste, según la cual es Cernuda «más alto poeta que clarividente crítico», cuenta con el asenso de muchos tirios y no pocos troyanos, sin que, a lo que parece, nadie se haya parado a pensar en lo que pueda tener de contrasentido 3. De su «libro magnífico, excepcional dentro de la crítica literaria de la posguerra» (Enrique Fernández), sobre poesía contemporánea, no se ha dicho gran cosa, denuestos aparte, pese a que los libros de Castelltort y Vivanco, de igual tema y año, parecían invitar al parangón. Resultaría, de todos modos, prematuro tratar ya de aquilatar la contribución de Cernuda a la crítica literaria española. Hay que dar tiempo al tiempo. Un ejemplo minúsculo, que voy a citar, apunta a algunas de las dificultades que habrán de sortearse. Me refiero al estudio sobre Campoamor. Cano ha visto en él una «coincidencia» con el libro de Vicente Gaos, y el profesor Phillips, de la Universidad de Chicago, hasta se permitió una frase de doble sentido, si no acusatoria. Lo cierto, sin embargo, es que ese estudio se publicó por primera vez en México en la Cultura, suplemento de Novedades, el 12 de septiembre de 1954, es decir, un año, por lo menos,
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* ALESSANDRO PELLEGRINI: Hólderlin; storia della critica, Florencia, Sansoni, 1956. 3 «Ce serait un événement tout nouveau dans l'histoire des arts qu'un critique se faisant poete, un renversement de toutes les lois psyahiques, une monstruosité; au contraire, tous les grands poetes deviennent naturéllement, fatalment, critiques. Je plains les poetes que guide le seul instinct; je les crois incampletes. Dans la vie spirituelle des premiers, une crise se íait infailliblement, oü ils veulent raisonner leur art, découvrir les lois. obscures en vertu dequelles ils ont produit; et tirer de cette étude une serie de préceptes dont le but divin est l'infaillibilité dans la production poétique. II serait prodigieux qu'un critique devint poete, et il est impossible qu'un poete ne contienne pas un critique. Le lecteur ne sera done pas étonné que je considere le poete comme le meilleur de tous les critiques», BAUDELAIRE: OC, Gallimard, 1954, págs. 1059-1060.
antes de La poética de Campoamor, de Gaos, que no puede ser anterior a septiembre de 1955 (cfr. pág. 144., núm. 1). Pero la idea central del estudio aparece ya en «Poesía popular», como puede verse en el Bulletin o} Spanish Studies correspondiente a 1941, y ahora en Poesía y Literatura (cfr. pág. 19).
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C. P. O.
EL EJEMPLO DE LUIS CERNUDA
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En una sociedad literaria como la española, en la que los libros, según ha dicho en una ocasión Luis Cernuda, sólo tienen —cuando la tienen— actualidad; en donde la incomprensión o la reputación de una obra literaria pueden perdurar años y años, por la sencilla razón de que casi nadie relee, el centenario de un gran escritor del pasado, el oportuno homenaje a un poeta que aún vive son una bendición. Nos fuerzan, en efecto, a eso en que verdaderamente consiste la actividad de leer —lo otro es puro y simple informarse—: nos fuerzan a releer. Y por una vez, al menos, nos ponemos en situación de enfrentarnos con una obra ajena sin acudir a esos dos términos, bueno y malo, a los cuales, puestos a juzgar, tanta afición tenemos los escritores españoles. Ocurre, sin embargo, que no siempre hay tiempo para ello. Y aunque quizá en el caso del escritor muerto sea entonces callarse lo más decente, en el del poeta vivo, contemporáneo, acerca de cuya obra más de una vez pensamos en escribir un estudio crítico, otras consideraciones nos incitan a no callar. Al fin y al cabo, si Luis Cernuda está vivo, si la literatura, entre otras muchas cosas, es una forma de relación personal, ¿por qué no cumplir con un elemental deber de gratitud y educación, acusándole recibo de su obra? ¿Para qué privarse del gusto de decirle cómo y cuánto se le aprecia? Las páginas siguientes sólo aspiran a eso. Hay en la poesía de Cernuda, desde el principio, una cierta peculiaridad que progresivamente se irá acentuando. Una peculiaridad que el lector medio español —si es que en poesía se puede hablar actualmente de lecbor medio— registra en seguida, pero que sólo logra definir de un modo vago, quizá porque ni la poesía en cuyo magisterio nos hemos educado —la poesía de los del 27, contra la cual ahora empezamos a reaccionar conscientemente— ni, en general, la poesía en lengua románica, italiana, francesa o española, nos han acostumbrado a ella. Y como tan a menudo sucede, la dificultad en definir no ha dejado de traducirse en una cierta tendencia a la calificación peyorativa. Así, aunque la poesía de Cernuda sea, generalmente, tenida en muy alta estima, no es demasiado insólito un tipo de prejuicio que parece aplicarse por igual a la obra y al autor: el poeta Cernuda es «frío», o «raro», o «antipático». Es posible que esa peculiaridad, y no sólo la circunstancia de su prolongado exilio, nos explique por qué la poesía de Cernuda no ha tenido nunca, por lo menos hasta ahora, la directa influencia en el tono poético de unos cuantos años, la resonancia inmediata de la de otros grandes poetas de su promoción. ¿Qué clase de frialdad, rareza o antipatía es la que determina
en algunos lectores ese simultáneo movimiento de admiración y despego? Fríos son los tercetos del Jinete de jaspe o las silvas de la Soledad tercera; creo, sin embargo, que ni siquiera ahora, cuando tan demodée nos parece esa poesía, podrá un lector español ser del todo insensible al lujo imaginativo, a la suculencia verbal de esas piezas de Alberti. Nuestra debilidad por la poesía, buena o mala, que echa cintas por la boca de diferentes colores
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es un hecho innegable. Y en cuanto a rareza y antipatía..., nadie dirá que la persona que se refleja en los versos de, digamos Juan Ramón Jiménez, es una persona corriente y simpática, pero ello no constituye ningún obstáculo para el disfrute poético, y si a uno no le gustan sus poemas será por cualquier otra razón. A mí, por ejemplo, porque la mayoría de ellos me parecen bobos. Lo cierto es que la poesía de Cernuda —sobre todo a partir de Las Nubes— es una poesía que a la mayor parte de los lectores españoles, por razones de temperamento y también de cultura literaria, no nos entra fácilmente, y a la cual —y esto hace hon'or al poeta— tampoco se pliega fácilmente el idioma español. Su peculiaridad, diría yo, reside en la actitud o tesitura poética del autor implícita en cada verso, en cada poema, que es radicalmente distinta de la de sus compañeros de promoción y no demasiado frecuente en la historia de la poesía española. Esa diferencia de actitud quizá sea más fácil de rastrear si se compara el ensayo Historial de un libro, en el que Cernuda, al cabo de los años, vuelve sobre su «bra y la comenta, con. un reciente librito de otro gran poeta contemporáneo, El Argumento de la obra, de Jorge Guillen, o con las glosas de Vicente Aleixandre en Mis Poemas mejores. Guillen, en efecto, se toma el ingrato trabajo de explicarnos casi escolásticamente el mundo poético de Cántico y para ello zurce, uno tras otro, versos a veces separados por una distancia de quince o veinte años, pertenecientes a poemas muy diversas en intención y en motivaciones. Aleixandre, más modesto, se limita a exponernos brevemente su visión poética y se ocupa luego en situar cada uno de sus libros dentro del conjunto de su obra, valorándolos a la luz de lo que en ellos intentó y de lo que, ahora, le parece en ellos conseguido. Quien busque algo por el estilo en Historial de un libro, lo encontrará sólo a medias. El tema de esas páginas es sustancialmente el mismo del Prelude de Wordsworth: the growth of a poet's mind, desde la primera juventud hasta la fecha de la tercera edición de La Realidad y el Deseo. Es decir, que para Cernuda el sentido de su poesía y la historia de su concreta experiencia personal son una y la misma cosa. La Realidad y el Deseo es una íntima reflexión sobre la existencia moral e intelectual de Luis Cernuda y, en segunda instancia, una meditación sobre la vida —a criticism
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on Ufe, dicho con palabras de Arnold—. Por ello, cuando el autor vuelve sobre sus poemas, aunque los enjuicie desde un punto de vista literario, se sitúa casi siempre en una perspectiva que no es la de la pura y simple apreciación crítica, con todo y ser él un crítico excelente. Recuerdo cómo, leyendo Historial de un libro, me llamó la atención el siguiente párrafo: «En Ocnos, "Aprendiendo olvido", me he referido a la anécdota personal que está tras los versos de "Donde habite el olvido". La historia era sórdida, y así lo vi después de haberla sobrepasado; en ella mi reacción había sido demasiado candida (mi desarrollo espiritual fue lento, en experiencia amorosa también) y demasiado cobarde. Son necesarios, además, algunos años, aunque no sabría decir cuántos, para aprender, en amor, la parte de egoísmo que, no del todo conscientemente, arriesgamos en él. Si la sección segunda de La Realidad y el Deseo es una de las que menos me satisfacen en el libro, también es de ésas la sección quinta, "Donde habite el olvido", aunque no por motivos estéticos, como la "Égloga, Elegía y Oda", sino éticos, y su relectura me produce rubor y humillación.» Confieso que me resulta difícil imaginar a cualquier otro poeta del 27, y, si me apuran, a muchos poetas españoles, sintiendo rubor y humillación al recordar, mediante la lectura de los propios versos, la experiencia de la cual originaron; entre otras cosas, es verdad, porque son pocos los españoles adultos capaces de ruborizarse. Tal es, a mi entender, la diferencia que separa al poeta Cernuda, no sólo de sus compañeros de promoción, sino del tono general de una gran parte de la poesía española. Su frialdad es la apasionada frialdad del hombre que, a cada momento, está intentando entenderse y entender. El poema, sus poemas, no se encaminan a otra cosa. Parten de la realidad de la experiencia personal, no de una visión poética de la experiencia personal. Son, por así decirlo, poéticos a posteriori. Lo que en ellos se dice tiene una validez que no es sólo poética: la validez de una experiencia real y contingente que, el lector se da cuenta de ello, podía lo mismo haberse expresado en forma de fragmento autobiográfico, de narración o de ensayo, o podía no haberse expresado en absoluto, sin dejar por eso de haber existido. Dicho en otras palabras, la trayectoria poética de Cernuda se traduce en la progresiva desvirtuación y, finalmente, en la refutación práctica de un principio estético que, a partir sobre todo de Mallarmé, ha adquirido la categoría de un dogma, contra el cual muy pocos nos hemos rebelado aún: el de que en poesía, en un poema cuando es bueno, es o debe ser imposible distinguir entre el fondo y la forma. Esto —y ya es hora de decirlo— es una tontería, porque la verdad es que, en la práctica, todos distinguimos. Y no sólo eso; la distinción —más o menos consciente— entre fondo y forma es un elemento primordial en nuestro disfrute de lectores: sin él no podríamos apreciar cómo, y hasta qué punto, ha logrado el poeta concertar uno y otra. La identidad, la aspiración a la iden-
tídad, sólo puede conseguirse mediante un proceso de abstracción y formalización de la experiencia —es decir, del fondo— que la convierta en categoría formal del poema, que la anule en cuanto experiencia real para resucitarla como cuerpo glorioso, como realidad poética purgada ya de toda contingencia. Eso es lo que hacía Mallarmé, eso es lo que hacían k>s poetas del 27 y lo que, sin darse cuenta, hacen aún la mayoría de ellos cuando pretenden darnos poesía «humana», «social» —para decirlo con dos términos vagos que, asombrosamente, todo el mundo entiende en nuestras latitudes— o, sencillamente, poesía realista. Sus poemas empiezan a ser buenos cuando logran formalizar, evaporar la realidad contingente de la experiencia común que intentaban expresar, es decir: cuando empiezan a dejar de ser lo que pretendían. Por eso resultan insatisfactorios y rara vez convencen. Sin advertirlo, y a su manera, están aplicando el equivocado precepto de Chenier: sur des pensers nouveaux faisons des vers antigües. Lo malo es que no son ellos los únicos. Les acompañan, y con menos disculpa, muchos poetas más jóvenes, la mayoría de los que, más o menos desde 1945, han estado intentando una poesía distinta en intención, en alcance y en motivaciones, de casi toda la que se escribió en España durante los quince años anteriores a la guerra civil. Ello no es sólo consecuencia de los extraordinarios logros poéticos de los del 27 y de la clara conciencia con que, en sus momentos, supieron formularse la clase de poesía que querían hacer y los problemas formales que la misma planteaba; sucede, además, que estos poetas, mucho más inteligentes, cultos y educados de lo que es usual entre escritores españoles, se preocuparon de crearse una tradición, una interpretación de la poesía española que todavía —con ligeras correcciones, muchas veces efectuadas por ellos mismos—• sigue siendo la nuestra. Todo esto les confiere, sobre las generaciones poéticas más jóvenes, una virtud determinante, una capacidad de influencia, posiblemente sin paralelo en la historia de la poesía española moderna, de la que no han acertado a sustraerse quienes contra ellos pretendían reaccionar. Para ser eficaz, la reacción tendría que haber sido mucho más profunda, mucho más consciente, mucho más despiadada.
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En realidad —todos lo sabemos— ha sido muy superficial. Se ha limitado a la aparición de una temática nueva y a una cierta despreocupación, cuando no desdén, por las cuestiones de orden formal —una de las más irritantes limitaciones de esos poetas sería, según dicen, su excesiva preocupación formal— que ha dañado muchísimo a la poesía de los últimos años. La ausencia de una revisión seria de los supuestos estéticos en que se fundamenta la poesía de los del 27, de una meditación acerca de los problemas específicos, casi todos ellos de índole formal, que plantea la poesía que se intenta hacer se han traducido, como es lógico, en una falta total de forma en los peores, en los mejor dotados literariamente, en una inconsciente dependencia, en el plano teórico y en el plano
formal, con respecto a la poesía contra la cual pretendían reaccionar. No negaré que hay aciertos aislados, pero la poesía que venimos haciendo —esa poesía «humana», «social», «realista», o como queráis llamarla— adolece de una inconsistencia que a la larga es imprescindible remediar, si es que queremos ir con ella adelante. Ahora bien, para ello es necesario que nos pongamos a meditar muy en serio acerca de los supuestos estéticos que implica esa poesía —uno de los cuales, precisamente, es ese de la consciente distinción entre fondo y forma— y acerca de los problemas formales que plantea; y es necesario también buscar una tradición, unos maestros a imagen y semejanza de los versos que intentamos hacer. En ambos respectos, Luis Cernuda es el ejemplo más próximo, la más inmediata cabeza de puente hacia el pasado. El, que se planteó el problema antes que nosotros y que lo ha resuelto irreprochablemente, puede ayudarnos de modo decisivo. Y creo que sus enseñanzas pueden advertirse ya en algunos de los mejores poemas recientes. Quizá porque ahora es tan necesaria, la presencia de Cernuda empieza a sentirse en poesía española con una intensidad, con una profundidad como no se había sentido antes, y de la mejor manera: no influye, enseña. Cernuda es hoy por1 hoy, al menos para mí, el más vivo, el más contemporáneo entre todos los grandes poetas del 27, precisamente porque nos ayuda a liberarnos de los grandes poetas del 27.
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JAIME GIL DE BIEDMA
ANTE UNAS POESÍAS
COMPLETAS
Dos fases en la poesía de Cernuda
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Los poetas de la Generación del 27, en su núcleo más numeroso, tenían ya formada su personalidad en 1936. No ocurre esto con todos ellos: Aleixandre, Prados y Cernuda nos darán lo más importante de su obra, aquella que mejor les representa ante nosotros, después de esta fecha. Por entonces, Luis Cernuda había reunido su obra escrita en un volumen titulado La Realidad y el Deseo. Esta primera edición de su obra representa la que podemos denominar primera fase de su poesía. No es la guerra precisamente lo que origina la segunda fase del poeta, pero sí precipita su nueva poesía que, sin ella, tal vez se hubiese demorado más. También en algunos otros poetas, anteriormente a esta fecha, se vislumbraban ya síntomas de un cambio hacia una poesía de mayor calor humano. Cernuda supo verlo con sorprendente claridad, al filo mismo de los acontecimientos, no sólo por un imperativo espiritual, sino también por reflexión. La aparición de su poesía definitiva, aquella que alcanza la altura debida a su voz, se produce con Las Nubes (1937-40). El hecho de qut algunos poemas de este libro estén todavía dentro del ámbito espiritual de Invocaciones, su libro anterior, indica que esta poesía avanza por evolución natural, sin saltos arriesgados. Así, pues, al distinguir dos períodos en esta poesía no debe entenderse que la continuidad poética se debilite en momento alguno. Al contrario, esta obra viene caracterizada por su unidad, y cada uno de sus libros primeros representa una fértil conquista en el camino hacia la madurez definitiva. Sin embargo, creemos que la distinción hecha es válida, y una prueba de ello es que a cada una de estas fases corresponden, en la poesía española posterior, dos influencias distintas. Un hecho revelador de esta continuidad, hija de un temperamento auténtico e independiente, se nos revela en esos años bélicos. En la casi general corriente épica, de romances, que surge con la lucha, Cernuda es una excepción. El inicia entonces los grandes poemas de Las Nubes. Y no se confunda la independencia con la indiferencia en este caso. El tema de España alcanza, en este libro, unas vislumbres profundas y emocionadas, lo que nos indica que no fue sequedad de la sensibilidad lo que le impidió unir su voz al coro dominante. Supo adaptarse a su tiempo porque siempre estuvo abierto a la realidad, lejos de todo mimetismo. Cernuda no canta la guerra, sino la experiencia humana que de ella se deriva.
La unidad de esta obra se nos revela en una constante: Cernuda es siempre poeta de la realidad. «El instinto poético se despertó en mí gracias a la percepción más aguda de la realidad, experimentando, con un eco más hondo, la hermosura y atracción del mundo circundante» 1. Ser poeta de la realidad es bien distinta cosa a ser poeta de la mera apariencia real; ser poeta de la realidad es afirmar la existencia del misterio: «(la poesía) no es sino expresión de esa oscura fuerza daimónica que rige el mundo» 2. Para evitar deducciones precipitadas debemos advertir que Cernuda expresa esta concepción de la realidad en formas muy concretas, lejos de toda abstracción. Hay lecciones, aprendidas en la infancia, que no se olvidan ya nunca: «(Fue) él (el maestro) quien me hizo escribir mis primeros versos, corrigiéndolos luego y dándome como precepto estético el que en mis temas literarios hubiera siempre un asidero plástico» íl. Cernuda parte, para llegar a la realidad, desde la soledad. Esta es también una constante de su poesía; más aún, es una característica vital. Esta posición, natural en él, sufre una evolución con el tiempo; el lector irá percibiendo una mayor cercanía del mundo en torno a quien, abiertos los ojos en la penumbra, se le hace la pupila más luminosa. Esta soledad fructifica, y es, por tanto, activa; mas aunque su apetencia última y frustrada sea la libertad en los demás, en los seres y en las cosas, el poeta acepta el ámbito de la soledad como único reino. «Entre los otros y tú, entre el amor y tú, entre la vida y tú, está la soledad. Mas esa soledad, que de todo te separa, no te apena. ¿Por qué habría de apenarte? Cuenta hecha con todo, con la tierra, con la tradición, con los hombres, a ninguno debes tanto como a la soledad. Poco o mucho, lo que tú seas, a ella se lo debes» 4. La cita es concluyente; tal profesión de fe la suscribirían muy pocos poetas actuales, unos por cobardia, otros por convicción opuesta. Y, sin embargo, para unos y para otros esta poesía es un ejemplo de poesía comunicada. Si aún existen en el mundo hombres solitarios, meditativos, no se comprende por qué haya de ser una aberración la existencia, entre ellos, de algún poeta. Los poetas de este talante sólo pueden llegar a los demás —y llegar a los demás es lo que desea todo poeta— desde la soledad. A Cernuda le podemos calificar como un poeta de la acción, por conciencia ; no otra cosa nos muestra esa lucha constante entre realidad y deseo que en él no cesa con el declinar de la vida, haciéndole apurar hasta el fin su destino humano. Ya vimos cómo esta poesía se caracteriza por una gran unidad, en la que es posible distinguir dos fases. Intentaré ahora hacer perceptible en qué estriba la diferencia entre ambas. Dice Cernuda:
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1 «Palabras antes de una lectura», en Poesía y Literatura, página 2193. Ibíd. 3 Ocnos, «El maestro». 4 Op. cit., «La soledad».
«La esencia del problema poético, a mi entender, la constituye el conflicto entre realidad y deseo» 5. Estas palabras del poeta nos dan la clave interpretativa. De los dos términos de que se compone esta poesía, realidad y deseo, el segundo (el anhelo del hombre) permanece siempre idéntico en su esencia, y es el primero (la realidad) el que varía. En la primera fase la realidad es casi exclusivamente una: el amor físico; en la segunda, la realidad se hace más evidente, se multiplica, se diría que se trata más bien de realidades. Este cambio en el término realidad implica un crecimiento en el término acompañante, el deseo, ya que éste existe en función de aquél. Con el crecimiento de los dos términos la poesía se ha enriquecido, y es susceptible de ser comunicada a mayor número de lectores. La frustración humana, que no otra es la consecuencia que se deriva de esa lucha entre realidad y deseo, se percibe ahora con más intensidad, por llegar a nosotros con mayor evidencia. Esta poesía nos muestra, con justeza sorprendente, el intento continuado, y siempre fallido, del hombre en la vida. La causa del fracaso estriba en su misma esencia, porque el hombre está hecho de tiempo. Es Cernuda, no lo olvidemos, un poeta dramático. La esencia de su poesía, se dijo, es el conflicto entre realidad y deseo. Desde el primer momento se perfila también otro conflicto de una gran importancia: el que se origina entre su sistema personal de valores y el oficial de su época. Si de aquel primero puede surgir un poeta metafísico, este segundo hará posible la existencia de un poeta ético. Veamos ahora, en somero análisis, cómo se integra la primera fase en la segunda. La primera edición de La Realidad y el Deseo reúne seis libros. Todos ellos aportan, como hemos dicho, elementos conformadores de su poesía definitiva. En 1927 Cernuda publica su primer libro, Perfil del Aire. Es un libro de melancolía adolescente. Hay en él más deseo que realidad. El libro presenta un poeta de voz delicada, de acusada sensibilidad, y nos muestra el núcleo temático que teñirá preferentemente la primera fase: el deseo físico, el paso del tiempo, la belleza, la soledad, la indolencia. En los poemas largos su voz trota ya con sorprendente personalidad. Es el mismo poeta quien ha señalado, en estos poemas, una orientación hacia la expresión coloquial. En 1936, al término de su primera etapa, sustituye el título por el de Primeras Poesías, repudiando aquél por ingenioso; este hecho es significativo de un profundo cambio que alcanza inmediatos reflejos en su obra. Recordemos que el ingenio poético era tendencia dominante de la época; en el mismo libro tenemos una muestra de ello en la décima al ventilador, o en algunos versos: «(el ángel) un soneto buscaba ••• perdido entre sus plumas». Hacemos hincapié en estos pequeños detalles porque siempre es el punto de partida el que nos señala, con su posición exacta, el camino que al final se ha recorrido. «Palabras antes de una lectura».
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El segundo libro lo componen tres poemas largos: Égloga, Elegía, Oda (1927-28). Es su obra más intemporal, en las dos vertientes: de época y personal. Cernuda pasa de la poesía pura a un intento renovador de la poesía clásica, aunque con la independencia que siempre le caracterizó. Cuando el señuelo gongorinó, estamos en su fecha centenaria, deslumhra a tantos compañeros suyos, busca Cernuda un clásico que se le hermane: Garcilaso. La afinidad espiritual, y no el acontecimiento externo, señala en este caso el magisterio poético. El libro tiene importancia, dentro de su obra, por el aprendizaje formal que representa. Con precisión, y sin decaimientos expresivos, conduce el tema en un poema largo. «Me halagaba en ellas ver que comenzaba yo a concebir, y a realizar, que la materia poética era susceptible de amplitud mayor que la acostumbrada entonces entre nosotros» *. La temática que contenía el primer libro se ordena ahora en formas clásicas: la sensualidad, la melancolía, el hastío, el deseo, el sueño; incluso hay elementos muy concretos que se repiten: el lecho, la lámpara, el desnudo, la noche, la aurora. La posición vital del poeta se nos presenta estática, resultado espiritual de su espera humana en Sevilla. En la «Oda» hace su aparición un luminoso dios pagano; esta novedad revivirá, aquí y allá, dentro de su obra durante mucho tiempo. Vienen, a continuación, dos libros superrealistas, y con ellos una nueva oscilación, esta vez desde la poesía clásica hacia el movimiento más contemporáneo. El superrealismo, dice Cernuda, más que una moda fue «una corriente espiritual en la juventud de una época, ante la cual yo no pude, ni quise, permanecer indiferente» 7. De nuevo percibimos el tino que acompaña ai poeta sevillano al aceptar los movimientos más auténticos de su época. Con el superrealismo rompe su recogimiento adolescente, y se ayuda de este movimiento para desvelar su espíritu; ahí estriba su máximo valor. Para Cernuda, el superrealismo tiene un aspecto de rebeldía y de magia. Individualísimo en apariencia, es un movimiento colectivo de motivaciones afines; le distingue la rebeldía contra la sociedad, y en este ataque —y en la defensa de aquello que la sociedad oprime injustamente— se cifra principalmente su quehacer. Asoma la tragedia de su destino, la radical soledad del hombre que se ha enfrentado con el mundo. Pero todo ello, el ataque a la sociedad y la defensa del ser, aun partiendo de estos libros, será dicho después con claridad mayor. Algunos poemas son verdaderas visiones, ratificando el aspecto mágico señalado. Entran en su poesía, como motivo generador, las sensaciones; con ello las motivaciones se hacen más concretas. Esta experiencia sensorial sufre diversas conmociones: el cine, el jazz, las grandes
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* «Historial de un libro», en Poesía y Literatura, p. 231. Existe un precedente de esta intención en otro poeta anterior a Cernuda, sin que el resultado, no demasiado feliz, le impulsase a una continuidad:7 me refiero al poema «La selva fervorosa», de Moreno Villa. Ibíd.
ciudades modernas, etc., dando entrada al mundo exterior y múltiple. Esta apertura coincide con su salida de Sevilla, al encuentro de una mayor libertad. A un contenido de mayor libertad le corresponde una mayor audacia formal. Cambia la estrofa clásica por el ritmo del verso libre. Aunque volverá a la estrofa regular más tarde, ya nunca lo hará a la rima consonante. Pone la verdad por encima del azar artístico: «Poco a poco fui siguiendo un camino que me llevaba hacia un tipo de poesía en la cual lo que quería decir me parecía más urgente que lo que resultara al seguir los laberintos de la rima» 8. («Historial de un libro»). Ya es el pensamiento, en estos libros superrealistas, quien dirige la voluntad del poema. En Un río, un amor (1929), primero de estos libros, es el amor maltrecho, su sed permanente, quien protagoniza su contenido; ya no se trata solamente, como en los anteriores, del deseo del amor. En estos poemas reitera un sentimiento, el miedo, que en libros posteriores será irrelevante; no olvidemos lo que esta poesía, en su madurez lograda, deberá a la serenidad y a la reflexión. Surge la presencia anhelada de un paraíso terrestre. Este libro es de formación de una fuerte personalidad que está cristalizando; la profundidad heridora, que caracteriza la mejor poesía cernudiana, se logra más en versos aislados que en poemas enteros. Los placeres prohibidos (1931) se titula su segundo libro superrealista. Aquí concreta más la materia de canto que en el anterior: la rebeldía de los placeres prohibidos frente a la sórdida realidad que la sociedad impone, la exaltación del deseo amoroso: Tú justificas mi existencia: Si no te conozco, no he vivido; Si muero sin conocerle, no muero, porque no he vivido. («Si el hombre pudiera decir».) Los placeres son puros y no existe, por ello mismo, el sentimiento de culpabilidad personal. Hay reflexiones, en algunos poemas, que revelan una elección ética, dentro de una jerarquía de valores: La verdad de mí mismo, Que no se llama gloria, fortuna o ambición, Sino amor o deseo... (Ibíd.) Sin que ninguno comprenda Que ambiciones o nubes No valen un amor que se entrega. («Unos cuerpos son como flores».) Junto a una gran violencia expresiva apunta, sutilmente, la iro8
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Todas las citas de la poesía de Cernuda son de Luis CERNUDA: La Realidad y el Deseo, 3.a ed. Los poemas serán identificados por el título.
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nía, el humor; y una mayor claridad lógica nos llega ahora de los poemas. El libro muestra una gran pureza en el sentimiento amoroso; es lo más importante, y se le niega. Es por ello por lo que hay un anhelo de evasión, «lágrimas por ser más que un hombre», y de ahí la identificación del deseo y la muerte, o la nostalgia de los dioses olvidados. Dicho libro y Donde habite el Olvido (1932-33) son, de este período, los que llevan más marcada la impronta de su vida personal. Esta característica ya no le abandonará a partir de Las Nubes; incluso en los poemas más objetivos, aquellos que presentan por protagonista a un personaje histórico, es fácil adivinar lo que hay de coincidente experiencia vital en el propio autor. En la colección que ahora nos ocupa, el poeta abandona el superrealismo y se acoge de nuevo a la tradición poética española; el título nos está indicando al poeta. Recordemos las palabras de Salinas a la primera edición de La Realidad y el Deseo: «Hay una elegancia de sonido, una sutileza de dicción poética de la más pura calidad becqueriana.» Y también, al igual que en el fino poeta sevillano del romanticismo, la vida personal irrumpe plenamente en la poesía. Se canta, con desvalimiento, el olvido de un amor, el vacío que se origina en torno suyo. De esta humana aventura retorna el poeta náufrago de amor y de verdad, solo, acogiéndose con fe y resignación a la tierra, por quien todos somos iguales. A partir de ahora la mutación de esta poesía será más pausada, y la forma va acercándose a la configuración que resultará después paradigmática. El poema XIV del libro nos señala una cota de mayor complejidad en el curso de la obra que vamos siguiendo. Las consecuencias éticas derivadas del amor se unen a finas observaciones psicológicas, y el lenguaje es de una delgadez expresiva como sólo Bécquer supo lograrla en algún poema. Aparecen, con Invocaciones (1934-35), los poemas largos y narrativos. El esplendor verbal es puesto al servicio de un mundo hedonista y pagano, que apaga con sus brillos un trasfondo vital de constante sinceridad. El tema del libro es el amor: desengañado de él, vuelve su mirada nostálgica al mundo de los dioses. Anhela la muerte. Arremete contra los hombres, de los que se sabe distinto por su condición de poeta; y esta idea persiste a través de su obra. La ironía, el improperio, la blasfemia, muestran un estado espiritual inconforme. El halago sensorial no volverá a alcanzar altura tan sensible como en estos poemas; el desequilibrio que se produce es inmediatamente corregido en el libro siguiente. Las Nubes nos dará entrada a una de las poesías más importantes de nuestra literatura. Estos libros fueron reunidos en La Realidad y el Deseo, título que ha seguido acogiendo la totalidad de su obra. Pero, de ellos, solamente dos colecciones íntegras habían salido a la luz pública
editadas en volumen: Perfil del Aire y Donde habite el Olvido; distintas revistas literarias habían publicado poemas sueltos. Así, pues, en 1936, el poeta se presenta con una obra considerable que exige la debida atención pública. Algunos compañeros de generación, ganados admiradores de esta poesía, escriben con entusiasmo sobre ella: García Lorca, Pedro Salinas. Todo parece dispuesto para la acogida franca, y sin reservas, por parte de los lectores españoles. En aquellos días sopla sobre España el viento de la guerra que, atropellando al tiempo, pone en olvido toda tarea ajena a sus cuidados. Han quedado, sin embargo, unos pocos volúmenes del poeta, y con ellos su recuerdo en algunas memorias fieles. Salinas había dejado escrito: «La Realidad y el Deseo es, a nuestro juicio, la depuración más perfecta, el cernido más fino, el último posible grado de reducción a su pura esencia del lirismo romántico español.» Al correr de unos pocos años, cuatro tan sólo, el poeta volverá a hablar y su voz sonará nueva, tan hermosa como antes, pero nos estremecerá su transformada reciedumbre. En el primer Cernuda se encuentra, y esto da fe de la profunda atención que mereció su obra, el origen de dos movimientos de la inmediata posguerra, frutos tardíos de su poesía. El primero de ellos es el garcilasismo, que si bien pudo acogerse directamente a la labor realizada por otros poetas más jóvenes que él, no cabe duda de que el impulso primero lo halló en su Égloga, Elegía, Oda 9. El otro movimiento, sin formar escuela nominada, tiene como factor determinante un acusado hedonismo, y éste sí proviene directamente del sevillano. Pocas veces se identifican en un poeta el amor y la vida como en el Cernuda juvenil: hay en esta poesía una exaltación deslumbrante de la belleza, y la comunicación con el mundo se da a través de los sentidos. Esta influencia, dispersa por la geografía del país, se concentra principalmente en el grupo de poetas cordobeses. Sin embargo, cuando estos dos movimientos rigen los impulsos poéticos de algunos grupos jóvenes, ya Cernuda había consolidado su gran poesía, de valores distintos y más altos que los que caracterizaron a éstos. Y de nuevo, la atención de los más jóvenes estará pronta para escuchar la nueva voz del poeta. En 1940 apareció en México la segunda edición de La Realidad
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9 No es Cernuda el único poeta de su generación que siente devoción por Garcilaso. Altolaguirre publica en 1933 una biografía del poeta de Carlos V, y Alberti cantó la emoción de servir a tan buen caballero. Luis Rosales, en Abril, y otros, renuevan la voz garcilasista en los años inmediatamente anteriores a la guerra. Cuando ésta termina, un grupo de poetas sigue esta corriente con voz numerosa. Hay un intento, en estos momentos de inevitable desorientación, de dar continuidad a la poesía española, entroncándola con la más joven de los años anteriores. Claro está, el movimiento obedece a razones menos aparentes que la señalada, pero visto a distancia es posiblemente -esta característica la que más nos seduce.
y el Deseo; acompañaba a los libros anteriores uno nuevo: Las Nubes. Con él se inicia lo que aquí llamamos segunda fase de su poesía. A partir de ahora ésta formará un bloque difícilmente divisible; y en una obra, que nace de la misma raíz personal, se corresponden la madurez lírica y la humana. Nos encontramos ante un claro ejemplo de clasicismo vivo. No obstante percibimos, en este organismo animado que es la poesía, ramas cambiantes por el paso del tiempo. Y en este árbol, ya glorioso, advertimos cómo en sus últimas entregas el tronco se va descarnando en un logicismo creciente, de desnudo y dramático pensamiento. Ya dijimos que este segundo período se caracterizaba por el crecimiento del término realidad. El poeta ha extendido la mirada, y abarca su visión más mundo. Recordemos unas palabras suyas: «son las circunstancias las que despiertan la poesía en el alma del poeta». Pero no se confunda una poesía motivada por las circunstancias, externas e internas, con una poesía de circunstancias. Una frase del mismo Cernuda puede darnos la clave de la diferencia: «lo que (el poeta) expresa en sus versos es la experiencia de la vida» 10, experiencia que, obvio es señalarlo, el poeta deduce de este encuentro con las circunstancias. En su «Historial de un libro» nos da una fórmula general e inequívoca para el crecimiento de toda poesía: «Creo que es necesidad primera del poeta reunir experiencia y conocimiento, y tanto mejor mientras más variadas sean.» ¿Cómo se cumplen en él las dos condiciones? Un hombre dolorosamente desarraigado, como lo fue Cernuda la mayor parte de su vida, obtiene una enriquecida experiencia del continuado cambio de país; si además es hombre de profundo talante meditativo la consideración de su peripecia humana le irá conformando la experiencia. El conocimiento viene enriquecido con el aprendizaje de las nuevas lenguas, y el estudio de sus respectivas poesías. He aquí, pues, experiencia y conocimiento que se irán renovando en el curso de su vida. El lector se erige en testigo de un profundo cambio; por sus efectos inmediatos, se diría que ahora el poeta intenta sacudir el espíritu más que hechizarlo. La poesía ha perdido su antiguo esplendor, la sensualidad es más contenida —sin decaer por ello su intensidad—, la pasión más reflexiva, el conocimiento impera. La poesía ha llegado, por el nuevo camino, a resultados de gran acendramiento y sobriedad. Y al acentuar una posición meditativa se ve acrecida una conciencia ética y crítica; los últimos poemas reflejan una línea de mayor austeridad y reticencia. Decíamos que el poeta abarcaba, con su visión, más mundo. Véamoslo en aquello que nos lo muestra más prontamente: la renovación y el enriquecimiento temático. Los temas propios de su poesía anterior, algunos tan sólo iniciados, persisten o se desarrollan con nuevos matices y enfoques de visión. Enumeremos algunos de
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Estudios sobre poesía española contemporánea, p. 32. www.faximil.com
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ellos: el paso del tiempo, la hermosura de los cuerpos, el deseo sexual, el ocio, la soledad, la muerte como liberación, la critica social. El nuevo enfoque de los temas viene dado, casi siempre, por un tratamiento de tono conceptual, por su talante meditativo. Así, el viejo tema del amor alcanza rara complejidad en Poemas para un Cuerpo, verdadero tratado del sentimiento amoroso. La incitación del mundo clásico, aunque disminuida, persiste con motivaciones concretas: el mito de Ganimedes, Urania, las estatuas clásicas. El tema de la naturaleza es, como antes, persistente aliento de esta poesía; pero, ahora, la devoción personaliza humildes elementos de ella sobre los cuales construye el poema: el chopo, los espinos florecidos, las violetas, los tulipanes (motivo de un anterior poema de Invocaciones), la nostalgia de un jardín. También el reino animal, con la visión de unas gaviotas o el encuentro con un pájaro muerto, da lugar a poemas de humana reflexión. La poesía, hemos dicho, se hace meditativa. Nos encontramos ante un poeta eminentemente temporal; la consideración de la vida del hombre es la que procura mayor materia de canto y, con ella, la vida del propio poeta. La juventud, la vejez, el tránsito de una a otra, el destierro, originan una poesía riquísima de aspectos y de gran sabiduría vital, hermosa y desolada. Materia de meditación será la misma poesía, la misión del poeta, la significación de su obra. Y en una poesía tan fuertemenle impregnada de tiempo no podía estar ausente la motivación eterna, clásica y romántica, de las ruinas: ya antiguas, ya dolorosamente actuales. La lista de los temas se podría ampliar largamente; he aquí algunos más, demostrativos de su variedad : España, los recuerdos, la guerra, la familia, la música, México, la muerte concreta (de un amigo, de un escritor admirado, de un niño), lugares urbanos (una fuente, una catedral, los cementerios, el suburbio). La celebración de centenarios, como los de Mozart o Larra, son también ocasión propicia. Otras veces presenta personajes o situaciones históricas, en poemas preferentemente psicológicos. Existen poemas satírico-literarios, religiosos, de motivaciones metafísicas. Vemos, pues, cómo el poeta deriva su experiencia de muy diversas circunstancias. Nos encontramos ante una de las obras más ricas en motivaciones de la poesía contemporánea. El mediodía de esta obra, a nuestro juicio, lo componen Las Nubes (1937-40) y Como quien espera el Alba (1941-42). El primero es un libro de humildad y, aunque fustigue sus vicios y crueldades, de piedad por los hombres. Cuando el poeta peligraba en un idealismo literario, y sufría el desengaño de su perdida juventud, las consecuencias de la guerra despiertan su conciencia. Al remansarse el dolor, grande y persistente, se eleva un espíritu anhelante y religioso. Hay un profundo cansancio que le hace desear más la muerte que la vida. Como quien espera el Alba es un libro reflexivo, desengañado en la meditación, a veces nostálgico. Ya cumplido el ciclo de la vida, cercana la muerte, mira el pasado y reconoce el presente. El juicio
sobre los hombres es devastador; tan sólo el amor y la poesía dan significado a una vida a la que cercan mentiras y amarguras. De nuevo Dios es sustituido por los dioses. Se advierte un desasimiento humano, una búsqueda de la serenidad. A pesar de la insistente cercanía de la muerte, el poeta no deja nunca de amar la vida; desea la eternidad en el tiempo. Es un libro de colmada madurez, poética y humana; en los poemas históricos, en los que hay una trasposición personal, la vida de los personajes presentados está ya cumplida, como él considera la suya en los poemas de reflexión subjetiva. Dice quevedescamente: Y adondequiera que los ojos miren Memoria de la muerte sólo encuentran. («Río Vespertino».) A partir de ahora la sequedad de su visión del mundo se acentúa; pero esto no debe inducirnos a creer que el lirismo se ausente o que la armonía del poema se desequilibre. Vivir sin estar viviendo (1944-49) es un libro donde los recuerdos sustituyen a los deseos. Propende a una reflexión desengañada, desde la vejez, del proceso vital del hombre. La vida es un fraude que se asume. Abundan los rasgos psicológicos, y la conciencia del paso del tiempo se hace urgente y dolorosa. Su último libro, Con las horas contadas (1950-56), reserva una sorpresa de vida al lector. En él se cruzan la nostalgia de la patria, la soledad, la vejez desolada; pero, de pronto, en este viejo espíritu ha irrumpido el gozo, la alegría. El amor, y el encuentro de México, renuevan la vida del poeta. El amor es, con la poesía, el don de la vida. El poeta, atento al milagro sobrevenido y prontamente huido, recoge los nuevos impulsos para continuar la marcha de la vida y de la obra. Podría parecer, a la vista del desarrollo interior de estos libros, que estamos ante una poesía en la que la vida se nos presenta negativa y de tonos apagados. Podemos decir, por el contrario, que ésta es una poesía luminosa, de vital optimismo. Es luminosa por el profundo lirismo que nimba los poemas, ya que los derechos de la belleza no fueron nunca abandonados y son equilibradores del resultado poético. Hay vital optimismo porque la vida, heridora y en perpetuo tránsito, es amada con todo el ser, con una entrega que llega a desear, como dejamos apuntado, la eternidad en el tiempo.
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El poeta, además de inspirado, es un artista; de ahí la importancia que adquiere el conocimiento del oficio poético. Las lecturas, y la reflexión, dirigen el creciente progreso del poeta. En Cernuda se dan juntos, a partir de Las Nubes, el máximo desarrollo espiritual y el dominio perfeccionado del instrumento expresivo. Las lecturas son, en primer término, las de su propia tradición. «Es necesario que el poeta, haciendo suya la tradición, vivificándola en él mismo, la
modifique según la experiencia que le depara su propio existir, en el cual entra la novedad, y así se combinan ambos elementos» " . lie aquí formulada, de modo exacto, la manera en que se incorpora la tradición a su poesía. Esta tradición, ya lo vimos, se perfilaba nítidamente en dos momentos determinados: Garcilaso, Bécquer. No son los únicos; y si en algún raro verso podemos anotar el visible fervor por un poeta de otros tiempos, es en el cuerpo entero de esta poesía donde se encuentra la voz de los mejores, indistintos y asumidos. La vastedad del concepto de tradición hace que estimemos en ella la poesía inmediatamente anterior: Unamuno, Antonio Machado. Junto a la tradición asimilada de su propia literatura, encontramos una constante renovación motivada por el conocimiento de las ajenas. En Primeras Poesías y en los libros superrealistas se acoge a movimientos que llegan de Francia. Es conveniente insistir de nuevo en que la personalidad de esta poesía no sufre merma porque estas orientaciones provengan de otro país. En Invocaciones, una luz deslumbrante y solar llega del Norte: Holderlin, a quien Cernuda tradujo con devoción. Sin embargo, la renovación más importante es aportada por el conocimiento de la poesía inglesa; es a partir de Las Nubes cuando se inicia este injerto fecundo. Cernuda, traductor de Shakespeare, ha publicado en México un libro que revela su conocimiento de la poesía inglesa: Pensamiento poético en la lírica inglesa (siglo XIX). En la general corriente de atracción poética por Francia, es Cernuda el segundo de nuestros grandes poetas contemporáneos que se emancipa de esta tendencia para apoyarse con seguridad en la literatura anglosajona; en esta preferencia fue ya precedido por Unamuno. Grandes literaturas, como la griega, o algún poeta, como Leopardi, son considerados con particular amor. Muy pocos poetas españoles han sentido tan urgente y necesaria la atención universal de la poesía; con ello, beneficiándose el propio poeta, ha beneficiado también a la futura poesía española. En poeta tan vigilante de su oficio como es Cernuda, el conocimiento poético se amplía por consideraciones ajenas a la lectura o a su propio quehacer. Así, de la experiencia deparada por la exposición de la materia docente en la cátedra, obtiene una consecuencia para su trabajo creador. El método que sigue para lograr el interés del estudiante lo aplicará para lograr la emoción del lector: «No tratando de dar sólo al lector el efecto de mi experiencia, sino conduciéndole por el mismo camino que yo había recorrido, por los mismos estados que yo había experimentado, y, al fin, dejarle solo frente al resultado» («Historial de un libro»).
Op. cit, p. 19. 127
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Actualidad de Cernuda.
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Hace muy pocos años, en 1959, una editorial madrileña encargó a un joven poeta la preparación de una antología, con carácter popular, de poetas españoles contemporáneos. El número y el nombre de los autores venía señalado por la editora. Entre los escogidos no se hallaba Luis Cernuda. El antologo intentó su incorporación con poco éxito; ni se podía aumentar el número de los poetas, ni se permitía la sustitución por alguno de los seleccionados, de evidente menor calidad. El argumento decisivo del hombre responsable fue tajante: Cernuda no es un poeta popular. Esta respuesta delataba dos fallos importantes en la persona que ocupaba tal cargo: nula estimación por la poesía y deplorable visión comercial. No se trata de que Cernuda sea un poeta popular. ¿De qué poeta de nuestro tiempo puede decirse eso? Ni siquiera García Lorca lo fue, a la manera que en el siglo XVII lo fuera Lope. El pueblo, en nuestro tiempo, no lee ni escucha poesía. Pero sí hay lectores de poesía; más de los que se cree, aunque siempre menos de los deseados. Posiblemente, desviada su sensibilidad, el pueblo encuentra satisfecha su necesidad de emoción en un espectáculo más impuro y superficial, pero estremecedor en su apariencia: el cine. El problema es, sobre todo, de elevación del nivel cultural, de un afinamiento de la sensibilidad. Desde luego, su solución no está en hacer una poesía voluntariamente mayoritaria para así conseguir arrastrar a un mayor número de lectores; ni tampoco en hacerla deliberadamente minoritaria, porque se sepa lo limitado del número de aquéllos. La disyuntiva es ociosa: ¿Poesía mayoritaria o minoritaria? Qué más da: poesía. Que no es el poeta quien elige a sus lectores, sino éstos a él. El poeta sólo tiene un lector con quien debe sentirse obligado, y ese único y primer lector es él mismo. Interpretamos que ésta ha sido siempre la actitud de Luis Cernuda ante la poesía. Hacía ya tiempo que en España los lectores habían elegido a Cernuda; mas, con muy poca suerte y menor consideración para con ellos, las obras del poeta llegaban raramente a las librerías. El tiempo, sin embargo, era favorable para que el encuentro se diese con el mayor de los asentimientos. En los pocos años transcurridos se ha producido una tierna e irónica paradoja: Cernuda es ya popular, al menos en la medida en que lo eran aquellos que componían la estricta antología, y esto ha ocurrido sin que la ocasión de poder adquirir sus libros sea más favorable. Los escasos ejemplares que, afortunadamente, entraron en el país han forjado su fama y producido su conocimiento. La causa de esta aceptación es muy visible. La poesía española de la posguerra ha evolucionado con respecto a la anterior, y sus características distintas son claramente perceptibles. Pues bien, si hay algún poeta español que, fuera de España, haya reunido en su obra un mayor número de estas características, es Luis Cernuda. Sin olvidar, y esto es muy importante, que casi todas ellas se encontra-
ban en un libro tan temprano como La Nubes (1937-40), el primer gran libro de la posguerra. Así, pues, estos anhelos comunes y, en algunos casos, la propia influencia de su obra en las ajenas, hacían de ella la más propicia, entre la poesía alejada, para su aceptación. Es la humanización de la poesía la que señala todos los cambios que sobrevienen. La invasión del hombre en los versos se da con total plenitud. Veamos algunas características comunes a la poesía de Cernuda y a la poesía de las jóvenes promociones españolas '-. Ya dedicamos amplio espacio a una de ellas: la abundancia y variedad de los temas. Vimos también cómo el poeta se pronunciaba contra el ingenio y el esplendor poéticos, lo cual nos muestra una tendencia a la sencillez. Ni consideró nunca el arte como un juego: «En los días de tu juventud solían sostener algunos, creyendo así alborotar el cotarro, que el arte era un juego. No dirás que tenían razón, porque no podían ni sabían tenerla». (Variaciones sobre tema mexicano: «Juguetes de la muerte».) Todos éstos son rasgos de la humanización poética que señalamos. Veamos otros: abundancia de poemas autobiográficos aunque, por aversión al subjetivismo, intenta y logra una objetivación de las circunstancias personales. Uno de los ejemplos más extremos de objetivación se da en «Un contemporáneo» IS. Asentimos emocionadamente al poema porque, aun sabiendo que se trata del mismo Cernuda, éste no habla directamente de sí mismo y se ve con lejanía de extraño; lo que pudo ser un muestrario de quejas se convierte entonces en la más digna y desinteresada de las defensas. Ya en los primeros libros había más autobiografía que en los restantes poetas de su generación. De la índole de esta poesía se deriva una característica peculiar: la profundización psicológica, de sí mismo o de los demás, es constante. Dijimos que la invasión del hombre se daba con total plenitud: la invasión de sí mismo se da también en los numerosos poemas del recuerdo. De esta introspección psicológica, el poeta sale enriquecido de conocimiento y presenta unas normas conductoras de la vida; una de las facetas más importantes de su obra, y en la que nos detendremos posteriormente, es la ética. Unida a ella el poeta desarrolla una continuada crítica social, para la que emplea la dura acusación, el sarcasmo o la ironía. En Cernuda se da, en esta segunda fase, una apertura a los demás: hay un naciente sentimiento de solidaridad. Lo que caracteriza, sobre todas las demás cosas, a esta poesía es la temporalidad. A ésta y a toda la poesía coetánea. De aquí que abunden tanto los poemas narrativos. El tono de Cernuda, en e!
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12 Es un hecho incontrovertible que el cambio se da en todos los poetas vivos, pero no en todos ellos con la misma claridad o con igual riqueza. La poesía de Cernuda es, en este aspecto, única, ya que une a su altísima calidad la temprana fecha de su nacimiento. 13 RD, p. 260.
tratamiento temporal, es meditativo; la reflexión acentúa, en sus últimos logros, un logicismo que pone de relieve en los versos un marcado tono conceptual. El pensamiento es quien conduce al poema. La poesía es menos estrictamente lírica que en sus primeros libros, y a menudo se expresa como poesía dramática. A pesar del tratamiento pudoroso de los sentimientos (de ahí la reticencia expresiva) hay, en esta segunda fase, un crecimiento de la emoción y de la pasión, aun siendo ésta contenida. La poesía de la posguerra ha hecho suyos, en numerosos poetas, dos temas de larga y continuada tradición que, después de ser cantados por algún miembro de la generación del 98, habían dejado de interesar casi por completo. Nos referimos al lema religioso y al lerna de España; nos detendremos en ellos para ver cómo se dan en Cernuda. También nos demoraremos en la consideración formal de su nueva poesía, en la que es patente su predilección por una expresión coloquial.
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Debemos consignar nuevamente que es la temporalidad la característica primordial de esta poesía. En 1935, Cernuda lo señaló con precisión: «el poeta intenta fijar el espectáculo transilorio que percibe», «el poeta llora la pérdida y destrucción de la hermosura». («Palabras antes de una lectura».) La consideración de Cernuda como poeta temporal nos llevaría de la mano al estudio conjunto y detallado de su obra entera. Un poeta temporal es siempre un vidente de la muerte: «Albanio comprendió que si las cosas le habían parecido tan hermosas la tarde anterior era porque sin saberlo estaban expresando su tránsito moral» (Tres narraciones: «El viento en la colina»). La vida transcurre sin decidir su atormentado conflicto entre realidad y deseo. Sólo es la muerte quien tiene poder para extinguir el fervor del deseo; sólo la muerte puede salvarnos de la repetida negación de la realidad. He aquí, pues, trascendida la vida en la muerte: «y quién sabe si no es en ese beso (de la muerte) donde un día encuentre el deseo humano la única saciedad posible de la vida» (Ocnos: «La música y la noche»). Esta fruición del tiempo, este temor de su pérdida definitiva, nos llevan a la poesía metafísica de Cernuda. Si de niño «le asaltaba el miedo de la eternidad, del tiempo ilimitado» (Ocnos: «La eternidad»), en las jornadas de madurez deseará muchas veces el eterno e insondable abrazo. Pero nunca podrá dejar de soñar un hermoso imposible: la eternidad en el tiempo. Otras veces es el tiempo quien penetra en la eternidad, es la vida quien trastoca a la muerte, porque tal vez el sueño de los muertos se despierte en el recuerdo de la vida. Cernuda, las consideraciones hechas nos lo están ya señalando, es un poeta de honda veta religiosa. Bastará que el principio nietafísico de su poesía lo refiera directamente a Dios, para que surja con toda su fuerza el poeta definidamente religioso:
Oh Dios, Tú que nos has hecho Para morir, ¿por qué nos infundiste La sed de eternidad, que hace al poeta? («Las ruinas».) Es connatural a Cernuda esta veta religiosa: «Poseía cuando niño una ciega fe religiosa. Quería obrar bien, mas no porque esperase un premio o temiese un castigo, sino por instinto de seguir un orden bello establecido por Dios, en el cual la irrupción del mal era tanto un pecado como una disonancia» (Ocnos: «La eternidad»). Esta actitud le lleva al encuentro de una conciencia moral propia que, al abandonarle la fe, será la que sostenga altivamente la dignidad del ser humano. Cuando la fe del niño se apaga desilusionada, Cernuda vuelve su afán insatisfecho al mundo de los dioses; su poesía expresa un soterrado anhelo religioso. Y cuando, en algún momento, la repulsa es violenta, el poeta está señalando con sus voces la necesidad de llenar aquel vacío. El libro que recoge con más intensidad su motivación religiosa es Las Nubes; nunca ha estado más cerca de Dios, más necesitado de El, que después de la experiencia de la guerra. Dice Cernuda: el nombre de Dios «cabe en el desconsuelo del hombre que está solo» 14. Pero nunca su actitud es totalmente decidida, siempre hay una lucha dramática entre la fe y la incredulidad. En un mismo poema, «.Apología pro vita sua», percibimos esta inquietud; si hay un eco de rebeldía unamuniana en estos versos: Para morir el hombre de Dios no necesita, Mas Dios para vivir necesita del hombre. termina el poema en una entrega absoluta de fe: Si dijiste, mi Dios, cómo ninguno De los que en ti confíen ha de ser desolado, Tras esta noche oscura vendrá el alba Y hallaremos en ti resurrección y vida. Para que entre la luz abrid las puertas. Esta poesía no es nunca confesional, y cuando en ella se dan elementos dogmáticos (el infierno, el juicio), son referidos con una significación de matiz personal. Si tuviéramos que señalar con unos versos en qué estriba la dificultad de la entrega al. sentimiento religioso en Cernuda, recogeríamos éstos de «La Adoración de los Reyes»: • ••sí yo vivo, Bien puede un Dios vivir sobre nosotros. Mas nunca nos consuela un pensamiento, Sino la gracia muda de las cosas. RD, p. 167.
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De nuevo encontramos al hombre temporal en su completa desnudez. Pensamos, no obstante, que en un espíritu tan acendrado y auténtico como éste, las posibilidades religiosas de su poesía se aparecen tan importantes que, si con lodo el ser vuelve a su urgencia, se nos ofrecerán logros irrepetibles. Cernuda canta la tierra y la historia de España. La preocupación patriótica le viene dada por los acontecimientos españoles; la guerra, vivida dolorosamente, despierta su conciencia: No sabe qué es la vida Quien jamás alentó bajo la guerra. («Elegía española II».) En el canto a España coinciden los poetas peninsulares y los del destierro. En Cernuda, al tratar el tema, se percibe una marcada evolución. El dolor, y una aguda nostalgia, sellan estremecí(lamente los primeros poemas; después hay un proceso de lejanía espiritual: «poco a poco se consumaba la separación espiritual, después de la material, entre España y yo» («Historial de un libro»). Sin embargo, esta lejanía espiritual no implica un enmudecimiento; el tema sigue dando repetidos estímulos a su voz, en algún momento con amorosa fuerza destructora. Los precedentes literarios, al tratar de este tema, hay que buscarlos en la Generación del 98. «Pero si comparamos los poemas de inspiración patriótica o nacional de Unamuno con los de Machado, hallaremos que el primero exalta sin crítica, mientras que el segundo lleva implícita en sus versos la crítica nacional» ''. En Cernuda se dan ambas cosas, crítica y exaltación; la primera, sobre todo al percibir la situación presente, y la segunda, cuando otea, en la lejanía, la gloria de un pueblo que vivía por unas creencias unánimes. Hay en este cantor imperial como una sutil continuidad del aristocrático espíritu de Garcilaso. En esta poesía hay un momento en que la visión machadiana de la España terrible se identifica con la suya: El odio y destrucción perduran siempre Sordamente en la entraña Toda hiél sempiterna del español terrible, Que acecha lo cimero Con su piedra en la mano. («A un poeta muerto».) Cernuda canta también, como Unamuno, la esencia eterna de España. En conjunto, el tema nos es presentado por Cernuda con mayor complejidad e idéntica pasión. Más generoso que aquéllos, no simboliza a España en Castilla.
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Estudios, p. 110. www.faximil.com
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Adquiere importancia capital el destierro en su poesía. Al preguntarse en «Río vespertino»: ¿Es del suelo la flor, o acaso al aire Debe forma, color, gracia y aroma? Sin raíz, es mejor. La tierra pide Demasiado... la respuesta la da un hombre que sabe del dolor que produce el desarraigo. Es tanta la fuerza de la tierra que sin ella todo llega a ser baldío: No son los nuestros aféelos ni tareas Si en tierra que no es nuestra los hallarnos. («Águila y rosa».) No creemos que nadie pueda llegar a expresar con más fuerza el amor a su tierra. Se siente hecho a su imagen, y en su peregrinaje oye resonar sus pasos como en el vacío: Y ser de aquella tierra lo pagas con no serlo De ninguna: deambular, vacuo y nulo, Por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce. («Ser de Sansueña».) Por ello, cuando se rebela ante su soledad injusta, la apostrofará con violencia, y al llamarla madrastra, lanzando sobre ella la mayor acusación de desamor, nos está indicando qué máximo afecto espera de ella. El encuentro con México adquiere la significación do un retorno; esa tierra es reconocida como suya. Variaciones sobre lema mexicano es un libro de reencuentro con España, a través del cuerpo físico de aquel país: «Cuando casi no creía en mi tierra, la vista de ésta me devuelve la fe en la mía, cuyos defectos no existirían sin sus virtudes.» Ha sido hallada la tierra prometida; los signos no han fallado: «Aquella tierra estaba viva.» En este reencuentro, las imágenes que estaban en el fondo del alma retornan visibles en el oleaje de la memoria. En México, proyección y continuidad de España, las raíces vuelven a encontrar la extensión y la hondura de la tierra. El pasado histórico, en su cénit, es recreado por Cernuda en poemas diversos. Hay un agradecimiento a la España heroica cuando de labios de humildes mexicanos oye las palabras de la lengua: «El poeta no puede conseguir para su lengua ese destino (universal) si no le asiste el héroe, ni éste si no le asiste el poeta.» En «Retrato de poeta», ante el de Fray H. F. Paravicino, refiriéndose al tiempo áureo en que fuera éste pintado por el Greco, dice:
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El instinto te dice que ese vivir soberbio Levanta la palabra. La palabra es más plena Ahí, más rica, y fulge-••
Es la palabra un espejo donde se refleja la realidad de la patria; ante el cuadro del poeta ido está el poeta de ahora, Cernuda, interrogándole amargamente: Tú viviste tu día, Y en él, con otra vida que el pintor te infunde Existes hoy. Yo ¿estoy viviendo el mío? En «Quetzacóate» canta la grandeza del pueblo conquistador; hay una glorificación de Cortés. El poema alienta con el calor humano de la aventura del humilde narrador, un conquistador anónimo, en el que presentimos la vivida y derrotada aventura del desterrado : Madrastra fuera, que no madre, y aún la quise. Comencé entonces a morir... Sólo el desterrado se puede expresar de esta manera; ya no sabemos si el soldado o el poeta quien, al ser arrojado de la tierra, se encamina a la conquista de un imperio o al lento y doloroso quehacer de la Obra. En Cernuda hay un orgullo del pasado hispano, «la temían y odiaban», y al comparar su presente decadencia con la gloria pretérita, cuando «mucho era ser de ella», dirá cercado por la soledad y el anonimato: Vivieron muerte, sí, pero con gloria Monstruosa. Hoy la vida morimos En ajeno rincón. Y mientras tanto Los gusanos, de ella y su ruina irreparable, Crecen, prosperan. Vivir para ver esto. Vivir para ver esto. («Ser de Sansueña».) Esta muerte anónima, nostálgica de otros funerales más gloriosos, ha sido narrada con fiel dramatismo por José Hierro, en un poema titulado «Réquiem». Y de nuevo anotamos coincidencias en el sentir de Cernuda y de la poesía española peninsular. El español fue grande porque acometió sobrehumanas tareas lleno de fe, en común anhelo. Entonces no importa que aquélla sea una sinrazón. Cernuda defiende estas empresas, alentadas por la fe unánime, junto a las que procuran la pequeña felicidad humana: Y esto que yo edifico No es piedra, sino alma, el fuego inextinguible. («Silla del Rey».)
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El Escorial puede simbolizar, en su grandiosa fábrica, cualquier obra titánica de aquel tiempo español. Y sobre ella gravita, ahora
también, el dramático conflicto entre deseo y realidad: el monarca ha edificado un sueño. El poeta, a partir de Las Nubes, se nos muestra dueño de una peculiar expresión, que ya no sufrirá profundos cambios y que irá evolucionando lentamente. Características expresivas de esta poesía son: la concisión y la contención. El avance formal se completa con la objetivación del poema y una acusada desnudez expresiva. El resultado de todo ello es la concentración y la intensidad. La variedad formal es grande. Distingue Cernuda dos clases de poesía: una subitánea, de iluminación, esencial; otra de exploración, originada por su complejidad, exigente de una reflexión. La primera requiere concreción; la segunda, desarrollo. Claramente identificada con la primera se nos presenta la canción, menos sensorial en este poeta que lo suele ser comúnmente. El poeta no emplea la rima consonante, aunque sí emplea la asonancia en las canciones. Abunda el tratamiento estrófico de los poemas, y el verso es extraordinariamente vario; el paso de un tipo de verso a otro, dentro del mismo poema, se realiza con naturalidad y sin forzamientos: a ello ayuda el repetido encabalgamiento de los versos y el ritmo musical, interior, que guía la poesía. Todas estas características, cuya finalidad perseguida es la naturalidad y la sencillez poéticas, señalan ya una tendencia al lenguaje coloquial. Algunos poetas han confundido el lenguaje coloquial con el deliberado prosaísmo, desvirtuando con ello la eficacia poética que se quiere obtener por este medio. El acierto en la elección de la palabra justa y expresiva señala en Cernuda al componente de la Generación del 27, grupo de poetas artistas. Recordemos que Cernuda señalaba en Garcilaso un desequilibrio —si bien pequeño— entre lenguaje escrito y lenguaje hablado, en favor del primero; en aquella poesía la palabra mantenía «su significado singular, utilizando al mismo tiempo la gama de significaciones accesorias» 16. Podríamos suscribir estas palabras para gran parte de la obra de Cernuda; sin embargo, en sus últimas entregas diríamos que aquel desequilibrio desaparece y que, si Manrique ejemplifica la identidad del lenguaje poético con el hablado, hay en la última obra cernudiana una inclinación al eje manriqueño. La causa principal por la que Cernuda no alcanza la debida difusión en España es la escasa distribución de sus obras. Después de la segunda edición de La Realidad y el Deseo (1940), apareció en Buenos Aires una nueva edición de Las Nubes (1943), presentada como libro solo. Posteriormente hace su aparición allí, en primera salida, Como quien espera el Alba. En México, en 1958, se edita la tercera edición de La Realidad y el Deseo, que reúne todos los libros anteriormente publicados y añade dos nuevas colecciones PL, p. 37. 135
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íntegras, y parte de otra, sin título e inacabada. En España, en todo este tiempo, las ediciones de Cernuda quedan reducidas a una segunda edición de Ocnos —poemas en prosa—, y a la breve colección de Poemas para un Cuerpo, en edición muy limitada. A un mayor conocimiento de Cernuda han contribuido, con gran eficacia, sus libros de crítica últimamente publicados aquí; grato indicio de un cambio favorable en la atención pública. A la causa anterior, debemos sumar otra también importante: el alejamiento físico del poeta, que ha impedido el magisterio personal de la palabra hablada. Creemos que estas causas, anteriormente señaladas, deben ir acompañadas de una tercera, consecuencia de la misma índole de su poesía. Veámosla. El español ha atendido siempre al talante ético de la obra literaria más que al asentimiento de la obra pura de arte l ; . Es Cernuda un poeta de gran importancia ética y de alta calidad literaria. He aquí, formulados los hechos, que se cumplen las condiciones necesarias para que un público encuentre con prontitud a un poeta. Sin embargo, ya hemos visto que es otra la realidad; al menos la consideración de esta poesía bajo el punto de vista que estamos señalando, no ha contribuido a un conocimiento general de la misma. ¿Qué sucede? La ética española siempre ha sido colectiva y de raíz tradicional. En la poesía de Cernuda, la ética se nos ofrece como un resultado personal y contraria, muy a menudo, a la que sustenta tradicionalmente el español. Creemos, no obstante, que esta cualidad independiente ha sido bien considerada por los lectores que, individualmente, han llegado a esta poesía. En la actual crisis del hombre, ningún poeta puede hacerse portavoz de unos principios que aparecen como formularios, y si su característica esencial es de índole ética aparecerá ésta como resultado de la autenticidad personal. El asentimiento de todo lector, más que a la peculiaridad de esta ética, irá dirigido a su autenticidad. El que la ocasión de llegar a esta poesía se haya hecho individualmente, creemos que ha evitado cualquier polémica enojosa e injusta. Dice Cernuda, refiriéndose a la poesía de San Juan de la Cruz: «La obra poética es resultado de una experiencia espiritual, externamente estética, pero internamente ética» 1S. Pues bien, su experiencia humana también se nos presenta, en la poesía, bajo este doble aspecto, ético y estético. Recordemos de nuevo aquellas palabras de Ocnos en que nos El propio Cernuda nos viene a recordar esto mismo con ñna ironía. Para justificar una narración que fue escrita por aburrimiento no encuentra más válidas razones, para que los demás la consideren, que las morales: «¿Diré entonces que la escribí por razones morales? Tal vez sea me.ior. Así unos la encontrarán bien sin saber por qué y otros mal por la misma causa; y discutiendo sobre esto un breve espacio se ayudarán a pasar el tiempo, "antes que el tiempo muera en nuestros brazos"» (Tres narraciones: «El viento en la colina»), 18 PL. p. 53. 136
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dice cómo, en la infancia, tenía «el instinto de seguir un orden bello establecido por Dios»; al hacer crisis su conciencia religiosa, aquel instinto de un orden bello persiste, y es entonces cuando surge una ética personal, necesaria, que sustituye a la ética religiosa: Nadie enseña lo que importa, Que eso ha de aprenderlo el hombre Por sí solo. («Nocturno yanqui».) En Cernuda, además, la falta de un destino fijo le va dejando sin otras raíces (familiar, geográfica " o profesional), quedándose cada vez más desnudo y ahincándose en la vida por raíces interiores: las de su espíritu, su carácter, su poesía. La fidelidad es el supremo bien del hombre; éste es un principio incontrovertible. La existencia de Cernuda, por la continuidad de esta devoción, es afortunada como pocas: «La importancia o fortuna de una existencia individual no resulta de las circunstancias trascendentales o felices que en ella concurran, sino, aun cuando anónima o desdichada, de la fidelidad con que haya sido vivida» (Ocnos: «Las campanas»). Fidelidad a un destino, el cual es conocido por una vigilancia y desvelamiento personal implacables: el resultado de esto es la formulación de una verdad, la suya, a la que se debe; de aquí su sentido de la dignidad. «Yo no me hice, y sólo he tratado, como todo hombre, de hallar mi verdad, la mía, que no será ni mejor ni peor que la de los otros, sino sólo diferente» («Historial de un libro»). Esta verdad es defendida con gallardía en todo momento, y la aversión a la mentira complementa a aquélla: La consideración mundana tú nunca la buscaste, Aún menos cuando juera su precio una mentira Como bufón sombrío traicionando tu alma A cambio de un cumplido con oficial benevolencia. Por ello en vida y muerte pagarás largamente La ocasión de ser fiel contigo y unos pocos-•• («Aplauso humano».) Cernuda es el autor de los poemas de más desnuda valentía de. nuestra literatura; en una literatura tan presionada por los intereses creados, colectivos o personales, le .eleva a la categoría heroica. «Quedaba la solución mundana, que él (Lotario) detestaba sobremanera, de pretender conciliar instintos propios y sentimientos ajenos, lo cual era el modo más seguro de no respetar ninguno de ellos» (Tres narraciones: «El sarao»). El encuentro de esta verdad ha
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13 A veces, en la distancia, se muestra poeta andaluz, de rica y honda voz, pero nunca —ni por asomo— es folklórica. A otro andaluz, Vicente Alcixandre, le ocurre lo mismo, pero en éste la condición nativa es, más que andaluza, mediterránea.
templado, por el dolor, el alma del poeta: y si éste acalla dignamente las manifestaciones del dolor, será implacable con la mentira y la inautenticidad. Refiriéndose a Felipe II, en Inglaterra, dirá: Denigran su grandeza, que no sabe prestarse A los prácticos modos de engañar la conciencia. («Águila y Rosa».) El sabe que la acción humana es, con mucha frecuencia, «fruto de imitación y de inconsciencia»; de ahí que tengan tan poco valor las normas heredadas, mientras que él ha tenido que ganar su propia verdad con sus errores. Es este poema. «La familia», uno de los más sinceros y estremecedores de nuestra poesía; todo él es un acto de amor, de perdón a sí mismo y a los demás. El amor por la verdad interior siempre debe guiar al hombre en la vida, aun sabiendo lo esforzada que es: No mires atrás y sigue Hasta cuando permita el sino. («Otros aires».) El resultado que persigue y encuentra el hombre que sigue e>te camino es la dignidad: Lo mejor que has sido, diste, Lo mejor de tu existencia, A una sombra'. Al afán de hacerte digno, Al deseo de excederle, Esperando Siempre mañana otro día Que, aunque tarde, justifique Tu pretexto. («Nocturno yanqui».) Esta exigencia de verdad interior nos está diciendo de una fe honda en el hombre. El valor de la auténtica fe es siempre reconocido por él y, aun no compartiéndola, la respeta. Así ocurre con la fe religiosa. Al llegar a México la halla dando fuerza a unas existencias oscuras: «Años, largos años en tierras puritanas te habían desacostumbrado de fe tan absoluta-•• Mas ahí está, viva por esos cuerpos, la obra más duradera de tu raza, entre estos que tan de la tuya te parecen» (Variaciones sobre lema mexicano: «La imagen»). Es la fe el principio vivificador de las grandes empresas, y así cuando El Escorial —símbolo— erige su pesadumbre, la vasta arquitectura protege
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tras el muro de piedra, La fe, mi diamante de un más claro día. («Silla del Rey».)
La energía de un pueblo, como la del hombre, se sustenta en la fe. Así España en sus tiempos gloriosos, así Grecia: Un pueblo existe por su intuición de lo divino Y es voz del sino que halla eco en su historia, Movido del ahínco indisoluble De su tierra y su dios; así creando Con lo invisible lo visible, Con el sueño el acto, con el ánimo el gesto, Del existir dando razón el mito, Adonde nace, crece, engendra y muere. («Las edades».)
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Estas estatuas del museo, motivo de la meditación, han dejado de ser dioses porque falta el espíritu, la fe que les infundió divinidad. Estamos ante una ética que valora los actos del espíritu sobre todos los demás. La vida del espíritu necesita, para desarrollarse con vigor, de unas condiciones idóneas; de ahí la apetencia del ocio, que hace posible al pensamiento. Para un hombre contemplativo el ocio significa la soledad, donde se sedimenta la turbulencia de la vida. Ya vimos cómo esta poesía partía de la soledad para ir al encuentro de la realidad, y esta experiencia nos era presentada por medio del pensamiento poético. Así, pues, el ocio es el trabajo del poeta, quien fructifica por él: es el «ocio fértil de la mente». El ocio permite, además del conocimiento de sí mismo, la fruición de la vida: «todo un día de ocio te aguardaba. •• Ocio maravilloso, gracias al cual pudiste vivir tu tiempo, el momento entonces presente, entero y sin remordimientos» (Ocnos: «El estío»). Es el estado perfecto del hombre: «no hacer nada es para ti actividad bastante» (Variaciones sebre tema mexicano: «Ocio»). Es un ideal de vida, no un estado aparente de muerte: «¿La muerte? No. La vida todavía, con un más acá y un más allá, pero sin remordimientos ni afanes» (Variaciones sobre tema mexicano: «Alborada en el golfo»). Esto nos lleva, de inmediato, a la consideración adversa del trabajo: «Pensaste en tus días futuros, en la necesidad de escoger una profesión, tú, a quien todas repugnaban igualmente» (Ocnos: «El destino»). El trabajo embrutece, hace a los hombres codiciosos; es una imposición de ellos: «la vanidad y el aburrimiento contribuyen al exceso de actividad humana». Y ante el dilema que la vida nos presenta, no duda en la elección: «Privado de gozo, de placer y de libertad, como tantos otros, comprendiste entonces que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas materiales los verdaderos pro"f)Iemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia» (Ocnos: «El desfino»). Esta atención a los verdaderos problemas del hombre es la que marca su destino de poeta. Rechazar la soledad, el encuentro con uno mismo, es el
origen de muchos males colectivos; en «Otras ruinas», a los habitantes de una gran ciudad les sobreviene la muerte apocalíptica propia de nuestro tiempo, la masiva destrucción de la guerra. No hay piedad en el poeta: «pues quien vivir a solas ya no sabe, morir a solas ya no debe». Si los hombres, faltos de vida interior, no se encuentran a sí mismos, están condenados a desconocerse. El poeta, más que otro hombre, necesita del ocio: «Al menos mirada y palabra hacen al poeta. Ahí tienes el trabajo que es tu ocio: quehacer de mirar y quehacer de esperar el advenimiento de la palabra» (Variaciones sobre tema mexicano: «Ocio»). Este ocio es, pues, lo contrario de la holganza, y si nunca fue buena consejera la apariencia menos lo será en esta ocasión, cuando de verdad nos encontramos ante «el trágico ocio del poeta». Este, como hombre, se salva por Ta poesía, ya que ella da razón de su existencia. Esto es compatible con la lucha sustentada por Cernuda para distanciar al hombre riel poeta. No se olvide que el poeta expresa siempre una experiencia y que ésta es siempre personal, aun cuando haga referencia a otros seros o a un mundo íntegramente fabulado; de ahí que nos llegue de toda gran obra el calor vivo del hombre que la hizo. Trasciende, pues, de toda poesía un valor para la propia vida del poeta: «La poesía, el creerme poeta, ha sido mi fuerza y, aunque me haya equivocado en esa creencia, ya no importa, pues a mi error fie debido tantos momentos gozosos» («Historial de un libro»). Hay una posición llena de fe ante la poesía, y ésta es creada por aquélla. Hemos señalado repetidamente cuánto representa Ta fe para Cernuda; es la que sostiene el ser del hombre. Cuando mira a su patria y le invade el pesimismo, dirá: «tan caídos estamos que ni la fe nos queda». Esta fe, última razón de la existencia, no podía faltar referida a la poesía, única expresión duradera 'de aquélla, y la sostendrá contra la indiferencia o frivolidad ajenas.
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A ella le dedicará su vida: «yo servía a algo, que en mi caso, no admitía se le diese devoción secundaria ni compartida: la poesía» («Historial de un libro»). En un breve poema titulado «La poesía», relata el proceso de sus relaciones con ella. Aquel niño, escogido por el sino para ser poeta, la sirvió de mozo «como a nada en la vida, contra todo». Ya hombre, duda del acierto de su camino y envidia a otros su libertad o su fortuna. Se rebela, pero al encontrarse más pobre sin ella, se reconcilia: es su Señora, y de nuevo siervo suyo para siempre. La poesía tiene por finalidad desvelar el mundo, decir su verdad oculta: Recoge el alma, y mira; Pocos miran el mundo. La realidad por nadie Vista, paciente espera...
Sin esta mirada del poeta «la creación sería ciega». Al desvelar el mundo en su obra, el poeta infunde La fe, la certidumbre Maga de nuestro mundo, visible e invisible. La poesía nos enseña a ver la unidad de la vida; en ella el deseo y la realidad se identifican por un momento, y el poeta nos ofrece «la rosa del mundo»: Para el poeta hallarla es lo bastante, E inútil el renombre u olvido de su obra, Cuando en ella un momento se unifican, Tal uno son amante, amor y amado, Los tres complementarios luego y antes dispersos: El deseo, la rosa y la mirada. («El poeta».) La poesía, puesta al servicio del hombre, cumple también una misión de ayuda y compañía. El poeta es, ademas, guía y fortaleza moral. Su tarea va encaminada no sólo a sus contemporáneos, sino también a los que les sigan en el tiempo; la verdad del poeta, sólo sueño o deseo ahora, al cumplirse en el tiempo futuro dará razón de su vida. El poeta canta con amor; hay en él una necesidad de compañía humana que, al fracasar aquí, orienta en un futuro. Para prestarle al hombre su ayuda la poesía deberá evitar cualquier mixtificación, fiel a su propia naturaleza: «algunos discuten acerca de que el arte debe '"comprometerse", ser útil. No conozco obra de arte comprometido que me haya servido tanto, ni mejor, en su pureza irreductible, como la de Mozart» («Historial de un libro»). La mayor ayuda que la poesía nos ofrece es la que se deriva de su función liberadora: la poesía «es la fuerza del vivir más libre y más soberbio»; y si de nuevo detenemos amorosamente la atención en el artista puro, Mozart, agradeceremos que nos ofrezca lo que el trabajo no da, libertad y esperanza. El poeta canta desinteresadamente, sin buscar los aplausos. Siente amargura cuando advierte que nadie escucha su voz esforzada y pura, y sí en cambio la mentira del histrión; y cuando piensa que a éste el destino lo olvidará, no se siente más consolado sabiendo que del poeta sólo quedará su nombre. Crece entonces la amargura recordando que alguna vez eligió la palabra y se olvidó de estar vivo. Dudamos si es el orgullo o la tristeza quien da el acento a esta exclamación: «El reino del poeta tampoco es de este mundo.» Porque la vida pasa, pero su voz perdura. Los hombres son más perecederos que las cosas y que las consecuencias de sus actos, y hay en ellos «el afán de llenar lo que es efímero de eternidad». El poeta lo realiza por medio de su obra.
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Cernuda defiende aquello que exalta el espíritu y ataca lo que
es contrarío a él: «¿Qué virtud puede tener tu tierra, tan caída? La de haber puesto el espíritu antes que nada» (Variaciones sobre tema mexicano: «Recapitulando»). De ahí la valoración del dolor y de la soledad. También, por esto mismo, la pobreza es reconocida y profundamente estimada, puesto que en ella puede aflorar más fácilmente el espíritu: «Espíritu y riqueza, parece imposible reunidos-•• Piensa sólo, si lo que te importa es el espíritu, a dónde debes inclinar tu simpatía» (Variaciones sobre tema mexicano: «Lo nuestro»). Por ello, en su poesía, la exposición de la pobreza personal se hace con dignidad y sobriedad; es posible por ella la energía del alma, la virilidad del espíritu. Cuando llega a México —pobre y vital— desde los países nórdicos —poderosos y fríos—, se pregunta: «¿Comprenderían allí los industriales protestantes que la pobreza puede ser vocación orgullosa e intransigente?» (Variaciones sobre tema mexicano: «Mercaderes de la flor»), y da, para todo un pueblo, su respuesta personal. La dignidad del hombre va unida al desinterés: «y no es que crea no haber cometido nunca actos indignos, sino que éstos no los cometí por lucro o por medro» («Historial de un libro»). Arremete por ello contra el peligro de la riqueza: «Yo, dijo finalmente Albanio, poseo el don de no tener propiedades.•• Ellas no son nuestras, sino nosotros de ellas; ellas son las poseedoras y nosotros los poseídos» (Variaciones sobre lema mexicano: «Propiedades»). Percibe una equivalencia de fortuna entre él y el pueblo: su carencia. «A veces casi lo agradeciste al sino, creyendo como crees que la abundancia daña. La pobreza puede engendrar brutalidad, pero la riqueza tontería» (Variaciones sobre tema mexicano: «El pueblo»'). La pobreza, pues, deberá ir acompañada de otras condiciones que hagan posible la vida del espíritu. Unida a la pobreza está la humildad de la vida; la prueba de un hombre son las acciones humildes y sus gestos recogidos.
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Viendo al indio mexicano, dirá: «Demasiado sería pedir su descuido ante la pobreza, su indiferencia ante la desdicha, su asentimiento ante la muerte» (Variaciones sobre tema mexicano: «El indio»). Ante el ideal de vida expuesto, exclama: «Lástima que el azar no te hiciera nacer uno de los suyos.* Estas citas nos muestran la solidaridad de Cernuda con el pueblo, por aquello que lo valora. Pero en Cernuda conviven juntos estoicismo y deseo del goce de vivir; y sabiendo cuánto puede enturbiar a éste la pobreza y el abandono, siente por los desheredados compasión y remordimiento. Un ejemplo, persistente en su obra, de esta apertura a los demás, nos lo ofrece en los poemas históricos. En ellos, Cernuda se encarna en personajes que protagonizan la narración poética; el reconocer que las vicisitudes personales se repiten en los demás hombres, a través de los tiempos, muestra que el poeta ha aceptado la vida con humildad y que la considera solidaria de las ajenas. Esta conciencia de solidaridad se despertó en él fuertemente con
la guerra española: «ninguna otra vez en mi vida he sentido como entonces el deseo de ser útil, de servir» («Historial de un libro»). Esta consideración humilde de los hechos de su propia vida es compatible con un aristocratismo espiritual; recordemos todo lo que se dijo al hablar de la excelencia de la misión del poeta. Sólo el poeta mira el mundo. Cernuda no cree en la poesía popular; es siempre el poeta, individualizado, quien crea. Cuando nos habla de su simpatía por el pueblo, inmediatamente aclara que ésta va dirigida «hacia lo que de singular puede haber en cada criatura de ésas, más que hacia el amontonamiento indistinto y democrático de ellas» (Variaciones sobre tema mexicano: «El pueblo»). Si la compasión se dirige a todos ellos, la estimación y el amor tendrán que ser merecidos individualmente. En Cernuda, que ataca violentamente a los poderosos, no alienta el demagogo, sino el lúcido: «verdad es vehemencia de las masas». Desdeña la injusticia de éstas, originada por su escaso discernimiento. el estruendo De las gargantas agrias, donde suena La música brutal del populacho, Cuyo admirar y odiar ciego confunde. («El César».) El poeta, que acepta para los hombres los beneficios de la pobreza, rechaza violentamente la vulgaridad: «...iluminada por la luz glauca de los ojos, a los que asoma a veces el afán de rasgar y de triturar, idea única entre la masa mental de su aburrimiento. ¿Qué poeta o qué demonio odió tanto y tan bien la vulgaridad humana circundante?» (Ocnos: «La pantera»). Es la vulgaridad la que ocupa el lugar que pertenece al espíritu; la ausencia del espíritu se percibe por su presencia. Esta es la causa del profundo odio que siente el poeta contra ella. «Noche del Hombre y su Demonio» es uno de los poemas donde se hace más perceptible la ética de Cernuda. Hay allí un retrato del hombre que encarna la vulgaridad. Había el Demonio: Siento nostalgia esta noche de otras vidas. Quisiera ser el hombre común de alma letárgica Que extrae de la moneda beneficio, Deja semilla en la mujer legítima, Sumisión cosechando con la prole, Por pública opinión ordena su conciencia Y espera en Dios, pues frecuentó su templo. Este es el hombre común, «feliz acaso». El Hombre es el poeta, y responde:
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Bien que no es la cuestión el ser dichoso. Amo el sabor amargo y puro de la vida,
Este sentir por otros la conciencia Aletargada en ellos, con su remordimiento, Y aceptar los pecados que ellos mismos rechazan. El poeta es, pues, un rebelde. Cuando en el lecho de la muerte revive su existencia, dirá orgullosamente: me pesan los pecados Que ¡a ocasión o fuerza de cometer no tuve. («Apología pro vita sua») Su visión de la sociedad es negativa: abundan los seres arriba descritos, ebrios de vulgaridad, y en ella rigen los malvados. Su oposición a la sociedad es total. Hay amargura por el estado de cosas que halla en el mundo, pero no hay cansancio vital. Es un luchador, y en su obra los versos dedicados a la crítica social sobreabundan; la invectiva, el sarcasmo, la ironía, son los látigos de los que se vale para golpearla sin desmayo. En la obra de Cernuda hay un acusado desequilibrio entre los versos de crítica social y los de directa solidaridad, expresada ésta como un abrazo amoroso. Veamos en unos versos la descripción de este mundo mal hecho; en ellos vuelve a surgir la idea de la redención poT el arte: Si de manos de Dios informe salió el mundo, Trastornado su orden, su injusticia terrible; Si la vida es abyecta y ruin el hombre, Da esta música al mundo forma, orden, justicia, Nobleza y hermosura. («Mozart».) Ataca la soberbia, la vanidad, la demagogia, la ambición, la mentira, la avaricia. Son males que aquejan a la sociedad y que se nutren de la infelicidad ajena. Ataca el mundo calculador, en sus distintas manifestaciones: en el comercio, que compra el sudor y la sangre de los otros; o en los matrimonios ventajosos, que son contrarios a la libertad y la autenticidad del amor. Censura la guerra, a la que nunca justifica: Ya sé lo que decís: el horror de la guerra, Mas lo decís en paz, y en guerra calláis con mansedumbre. («Quetzalcóatl».)
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He aquí un ejemplo de cómo la ética personal no es nunca traicionada. Cernuda nada dice que esté en desacuerdo con su íntimo sentir. Quien así habla es un conquistador, un hombre de guerra. Y el poeta ha salvado con maestría la verdad psicológica del personaje y su sentir personal. Cernuda duda de la gloria humana:
«Gloria es complicidad en algo impuro.» Et poder y la gloria son sombras; pero los efectos de aquél son trastornadores: gratificar deseos, Con dúctil amistad verse fortalecido, Comprarlo todo, ya que todo está en venta, Y contemplando la miseria extraña Hacer más delicado el placer propio. («Noche del Hombre y su Demonio».) Hay un desprecio por los poderosos; para el Hombre es más digno Sentirse vivo en medio de la angustia Que ignorar con los grandes de este mundo, Cerrados en su limbo tras las puertas de oro. El hombre debe esperar sólo de su conciencia, no de los privilegiados; de Cernuda se puede decir aquel verso que dedicara a Góngora: «mas él no transigió en la vida ni en la muerte». Ataca la hartura sin templanza de los poderosos que es causa de que los desvalidos padezcan frío y hambre. La sociedad es hipócrita, y arremete contra esta manera de manifestarse contraria a la autenlicidad y verdad que deben regir la vida. Es fuente de injusticia: «Por la cancela abierta de la casa venía un relente de perfume rancio, de vicio que la ley pasa por alto y ante el cual la religión cierra los ojos» (Ocnos: «El vicio»). Al mismo poeta, cuando ha muerto, se le excusa la vida, mientras la ol>ra es un trofeo. La hipocresía tiende a transformarse en hábito, y el poeta tratará de desenmascararla formulando los hechos como son: la ciudad niega sus pecados porque el domingo es devota. Esta aversión a la hipocresía es causa en el poeta de una constante introspección, de un descubrimiento de su verdad más íntima; consecuencia de ello es la revelación de verdades amargas que, por hondas, la sociedad suele callar hipócritamente: así, cuando nos dice que la identidad de la sangre no significa, por necesidad, identidad de las almas. Recordemos nuevamente el poema «La familia».
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El poeta rechaza la fortuna y el poder; veamos lo que pide a cambio: Más no pedí de ti, Tú mundo sin virtud, Que en el aire y en mí Un pedazo de azul. A otros la ambición De fortuna o poder;
Yo sólo quise ser Con mi luz y mi amor. («Antes de irse».) En este breve poema ha hecho profesión de fe de vida. Este pedazo de azul representa el mundo al que aspira, un mundo elemental y sencillo. Para su disfrute contará con la alegría, hecha «de impulso y de recogimiento». Frente a la ciudad, la naturaleza; la ciudad es maldita, opresora: Toda ella monstruosa masa insuficiente: Su alimento los frutos de colonias distantes, Su prisa lucha inútil con espacio y con tiempo, Su estruendo limbo ensordecedor de la conciencia. («Otras ruinas».) El poeta desea una vida luminosa, y escoge como espacio ideal a la naturaleza. Ella, aun siendo recién conocida, nunca es extraña. Es la compañía fiel para el solitario; las referencias al campo son constantes, y las descripciones muestran el amor y el agradecimiento que siente por él. La naturaleza amada es la del Sur, la de los países luminosos: Tus ojos son de donde La nieve no ha manchado La luz, y entre las palmas El aire Invisible es de claro. («País».) Allí donde encuentre la luz, el deseo y el ocio (por el que percibe «la eternidad en tiempo») está el propio país; con ellos se exalta el mundo elemental, y se aspira a vivir por cauces naturales. La contemplación de la vida, cuando nada la enturbia, es una dicha; entonces se percibe la hermosura. Es tan necesaria para el espíritu como lo pueda ser el pan para el cuerpo: «que la hermosura alimenta, y sin ella, como sin pan, también puede acabarse el hombre» (Variaciones sobre tema mexicano: «Mercaderes de la flor»). En la jerarquía de valores ocupa lugar preferente; es un don que refleja a Dios: La hermosura, la verdad, la justicia, cuyo afán imposible Tú sólo eras capaz de infundir en nosotros. Si ellas murieran hoy, de la memoria tú te borrarías Como un sueño remoto de los hombres que fueron. (<La visita de Dios».)
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La admiración por la hermosura es tanta, que ella, cuando se trata de seres humanos, origina su simpatía natural; ésta es la principal razón de su afinidad con el pueblo. Su fervor por Grecia bebe en es-
tas fuentes; si hubo una cultura que exaltara la belleza, ésta fue la griega. Ya en la infancia, al leer un libro de mitología, le parecen tristes sus creencias religiosas; no se olvide que Cernuda siente una avidez mayor por la vida terrenal que por la sobrenatural. En la recreación de un mito, el de GanimeBes, ofrece su personal homenaje a la hermosura: Tú no debes morir. En la hermosura La eternidad trasluce sobre el mundo Tal rescate imposible de la muerte. ¿Es la hermosura, Forma carnal de una celeste idea, Hecha para morir? Vino de oro Que a dioses y poetas embriaga, Abriendo sueños vastos como el tiempo, Quiero hacerla inmortal. («El águila».) La belleza física es la más alta encarnación de la hermosura. Es, en esta poesía, la realidad más deseada. Hay veces en que la realidad y el deseo se identifican: son los momentos de felicidad y de dicha. El poeta, que sabe su fugacidad, quisiera hacerlos duraderos : Si ahora Tu sueño al fin coincide Con tu verdad, no pienses Que esta verdad es frágil, Más aún que aquel sueño. («El viajero».) Los versos transcritos, referidos a su encuentro con México, son válidos para los instantes de ia satisfacción del deseo amoroso. En ellos, el cuerpo rompe sus límites; los amantes alcanzan la eternidad : No fue breve esa dicha. ¿Quién pretende Que la dicha se mida por el tiempo? Libres vosotros del espacio humano, Del tiempo quebrantasteis las prisiones. («Elegía anticipada».)
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El hombre, hijo de la tierra, desea unirse a ella: «El cuerpo no sabe sino que está aislado, terriblemente aislado, mientras que frente a él, unida, entera, la creación está llamándole.» Con anticipación a la que se da en el acabamiento de la muerte, logra esta unidad en el vivo estremecimiento de la posesión corporal: «a través de un terso cuerpo oscuro... abrazaste la unión con aquella
tierra que lo había creado» (Variaciones sobre tema mexicano: «La posesión»). De nuevo el cuerpo ha trascendido más allá de sus límites, con vuelo de espíritu. La consideración religiosa del placer como una satisfacción de los apetitos más bajos y groseros, y que hace al hombre más miserable, es la opuesta a la de Cernuda: «Mas la vista de dos cuerpos jóvenes y hermosos que, por el goce, se demuestran el uno al otro su amor, ¿no es acaso lo más puro que pueda ofrecer la creación?» (Tres narraciones: «El sarao»). Más aún, se estima el placer como un don que exige merecimiento: «Niño aún, mi deseo no tenía forma, y el afán que lo despertaba en nada podía concretarse; y yo pensaba envidioso en aquellos hombres anónimos que a esa "hora se divertían, groseramente quizá, mas que eran superiores a mí por el conocimiento del placer, del que yo sólo tenía el deseo. Y me preguntaba si eran dignos de ese conocimiento, si yo sería digno de tenerlo un día» (Ocnos: «El placer»). Hay una imposibilidad de negarse al deseo, aun sabiendo que de su aceptación puede derivarse gozo o pena. Cuando el deseo crece hacia el amor, no está lejano el momento doloroso. El hombre se cumple en el amor, por eso lo desea con todo el ser, y a la vez lo teme. Para defenderse de él, en los momentos de debilidad, tratará de negarlo: «Entrelazados, no en amor, qué importa el amor, subterfugio desmesurado e inútil del deseo, sino en el goce puro del animal, cumplían ei rito que les ordenaba la especie» (Ocnos: «Sortilegio nocturno»), Pero el hombre queda atento a su llegada, para salvarse en él: Fuerza las puertas del tiempo, Amor que tan tarde llamas. («Haciéndose tarde».) Sin que el deseo, como estímulo vital, descienda de su posición preeminente, el amor entra cálidamente en su entorno y nos es comunicado en su poesía. El amor libra al hombre de la desesperación, le da permanencia: «y sólo el amor alivió ese afán (de viajar), dándome la seguridad de pertenecer a una tierra, de no ser en ella un extranjero, un intruso. Por eso siempre lo antepuse a toda otra consideración, ayudado además por aquel atractivo poderoso que, como ya dije, tuvo siempre para mí la hermosura juvenil» («Historial de un libro»). Es un bien que se debe anteponer a todo: El mundo bajo insulta. Pero la vida es tuya: surge y ama. («Amor oculto».)
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El amor centra la vida del hombre. Su presencia le hace clarividente :
Por el amor tu espíritu rescata La realidad profunda. («La ventana».) Es la fuente de todo, es «la sola fuerza humana»; sosiega el aliña, redime el dolor de la vida. El amor es la unidad de todas las cosas. Lo eterno es el amor, no el amado; éste es el pretexto necesario para que el amor exista. Se da la paradoja de que, siendo el amado creación del amante, el amado lo es todo para el amante. El amor justifica la vida: esta dicha, Tan honda para mí, que así ya puedo Justificar con ella lo pasado. («El amante espera».) Pero esta dicha tiene un precio, es eT reverso que presenta el amor: Así, por cada instante De goce, el precio está pagado: Este infierno de angustia y de deseo. («Precio de un cuerpo».) L.& vida, que es goce y dolor, experimenta ambos, con la mayor intensidad, en el amor; de ahí que éste sea eT estado en que el hombre siente con más plenitud la vida. El nos da la medida del hombre, ya que la grandeza humana se mide por la pasión, que templa el alma. El amor no Jebe esperar recompensa, pedir el asentimiento a cambio; de nuevo aparece el desinterés como norma de la vida: «(la simpatía, el afecto) sólo puede y debe estar de nuestra parte, sin esperar correspondencia, que el amor para existir no la necesita» (Variaciones sobre tema mexicano: «Recapitulando»). Cuando el amor humano se niega, el hombre busca el centro vital en las cosas, amándolas. Sin embargo, huye todo lo que el amor quiere fijar; es el tiempo quien dicta el cotidiano fracaso. El olvido se alimenta de nuestras empresas y afectos, el hombre se siente constantemente amenazado por la frustración. Ante la inseguridad que le rodea, se aferra al presente para vivirlo con plena intensidad: La vida en tiempo se viva, Tu eternidad es ahora, Porque luego No habrá tiempo para nada Tuyo. Gana tiempo. («Nocturno yanqui».)
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El momento presente suele ser, con todo, precario; pero no importa, el futuro incita a la vida:
El futuro, a pesar de todo, Usa un señuelo que te engaña: El sí y el no de azar no usado, El no sé qué donde algo aguarda. («Otra fecha».) Tiene amor al tiempo, en el que transcurre la única vida posible del hombre; y desea que la eternidad sea una pervivencia de la vida nuestra. El mundo de los recuerdos acompaña al hombre; ellos hacen posible «la permanencia de lo frágil». Y, aunque en la vejez, «son fardo cansado», es el recuerdo el que sustituye al deseo: Cuando el recuerdo así vuelve sobre sus huellas (¿No es el recuerdo la impotencia del deseo?), Es que a él, como a mí, la vejez vence Y acaso ya no tengo lo único que tuve: Deseo, a quien rendida la ocasión le sigue. («La isla».) Este acusado sentido de la temporalidad, deja vibrando al alma con honda melancolía: «cuan bella fue la vida y cuan inútil» («Primavera vieja»). El hombre se sabe fugitivo en el tiempo, a pesar de su obra o de su nombre: Y yo, este Luis Cernuda Incógnito, que dura Tan sólo un breve espacio De amor esperanzado. («Para ti, para nadie».) A medida que el hombre se adentra en el tiempo, el recuerdo alejado le presenta su antigua juventud. Hay nostalgia, no sólo de la pureza juvenil, sino del fervor que acompaña a las primeras edades; la juventud es el bien preferido. Con la vejez, el fracaso vital se hace más evidente, y sólo cabe la resignación:
Con amargura, piensa el poeta que la vida es «una burla delicada»; la vida, cuando empieza, augura lo que luego no ofrece. No hay miedo a la muerte; piensa de ella que es una liberación, o que «acaso es de la vida una forma más alta» («Pájaro muerto»). El hombre, desolado al ver cómo se borra de su existencia, mira con ojos apagados más allá del tiempo, con una secreta y débil esperanza. Al considerar, con algún detenimiento, la ética del poeta, hemos J50
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No digas que no esperabas Todo ello en el principio, Y acepta, como si iguales, Lo esperado y lo vivido. («Para estar contigo».)
cercado su visión del mundo; casi podríamos identificar ambos. Posiblemente, de todos los poetas contemporáneos, es aquel del que se puede decir tal cosa con más probabilidades de que el acierto nos acompañe. La influencia de esta segunda fase de su poesía es perceptible en la que escriben algunos poetas jóvenes. Es un riesgo hacer afirmaciones tajantes en esta materia, y por ello procuraremos evitarlas. Falta la perspectiva histórica que deje ver de un modo claro esta influencia. No obstante, ciertas características que aquí hemos apuntado se han proyectado sobre algunos poetas españoles, reteniendo éstos un acento cernudiano, más o menos acusado. Si señalamos anteriormente, al hablar de su primera influencia, a un grupo radicado en una ciudad española, ahora se podría señalar algún otro que acoge, sólo en ciertas características, al Cernuda de la segunda fase. En la forma, se advierte un logicismo cercano al de Cernuda en sus últimas entregas, con huellas de algún rasgo estilístico más concreto. Una seca sinceridad psicológica, que no sólo se ve en poemas de tema similar al de «La familia», sino en otros de proyección aún más personal. También es perceptible un trasfondo ético de marcada crítica social; esta crítica se hace contra la burguesía, pero no desde el punto de vista de la clase proletaria, sino con preferencia desde la misma posición burguesa, como una disidencia. Esta crítica emplea el sarcasmo o la ironía. Copiamos unos versos de Cernuda en los que se advierte esta peculiar posición crítica: El vislumbre de espejos, oros sobrecargados, Entre los cuales discurría la vanidad solemne De ilustres aristócratas, eminentes políticos, acaudalados financieros, Que al hablar despertaban un eco de murmullos complacidos Y el respeto debido al rango y la fortuna. El recinto donde las damas, dispensando Una laza de té, medían su sonrisa según el visitante, Bajo de cuyos techos festejaron múltiples las bujías Intimas reuniones o brillantes saraos, o en ocasión más rara El matrimonio ventajoso por dos familias esperado. («Otra ruinas».)
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La poesía de Cernuda, por su misma riqueza de aspectos, halla eco actualmente en poetas de muy distinta naturaleza. Pero hablar de influencias es prematuro, sobre todo tratándose de un poeta como Cernuda, del que no es ningún riesgo afirmar que las generaciones venideras, al igual que las actuales, seguirán prestándole una fervorosa atención.
Alguna rara vez, el conocimiento de un poeta produce turbación. Para que ello ocurra se requiere, por parte del lector, cierta inocencia de espíritu, la virginidad del alma; de ahí que sea la edad juvenil la más propicia al milagro. Pero sólo habrá descubrimiento, y con él el más alto grado de turbación, si media en el conocimiento la sorpresa. El muchacho leyó, en una antología recién adquirida, a los poetas ya conocidos. Sólo después detuvo sus oíos ante el nombre nuevo, que sólo resonaba en él con un eco vago. A medida que avanzaba en la lectura, sentía crecer su emoción; el peso de la vida, aún no vivida, se le presentaba como una experiencia dolorosa. Ya, con el último verso, se supo con más tiempo detrás, y con fuerza recogida para ir al encuentro de las horas más adversas. Desde entonces, sabiendo tan poco del poeta, le amó. del mismo modo que al músico que le despertara el primer sentimiento de honda melancolía. Iba a su encuentro, allí donde creía poder hallarle, y le buscaba en todas las antologías de contemporáneos. Los ojos, recorriendo el índice, se detenían en sn nombre. Furtivo, en un rincón de la librería, se demoraba en el hallazgo: poco a poco, con lentitud entusiasmada, supo más de aquella poesía, v sus recuerdos del poeta eran más numerosos. Y empezó a compartir los poemas, en las tardes más solas, con los amigos elegidos, aquellos que miraban la luz desde un mismo silencio. Son los que, en la edad pura, a ningún extraño le dicen BU canción. Transcurrido el tiempo, ríe paso por otra ciudad, entró en una pequeña librería. Rodeado de otros libros, levemente cubierto de nolvo. encontró aquel que llevaba su nombre en la portada, v debajo el título hermoso v desconocido. Olvidado, o acaso desdeñarlo, de otros clientes anresurádos. se le ofrecía para que fuese suvo. Al abandonar el local, se sintió dueño de algo que, por deseado, no hubiese cambiado por ninguna cosa soñada. La luz de la tarde caía más hermosa. Ya en el tren, de regreso, venció la tentación urgente de la lectura. Y en la soledad de su cuarto, la tarde aue llegara, despacioso y maravillado leyó el libro. Aquel ejemplar fue afortunado: compartido con los más íntimos, retuvo en sus páginas las miradas más largas y encendidas. Me he permitido, tratándose de un homenaje, esta anécdota personal, ya que la vida no da siempre ocasión a los encuentros que el hombre desearía. Aquel muchacho, al tener conocimiento de esta poesía, se sintió milagrosamente fortalecido. No siempre es posible sorprender, tan vivo, el fervor de los hombres, y emociona pro-
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Descubrimiento de un poeta.
fundamente si el descubrimiento tiene lugar en edad tan desvalida y arriscada como la adolescencia. Entonces no es extraño que la alegría y la gratitud se asomen a los ojos, con un brillo de lágrimas *. FRANCISCO BIUNES
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* El poema primero, que tan viva impresión me causara, es «La visita de Dios». El libro, que adquirí en aquella pequeña librería madrileña, me parece todavía el más hermoso del poeta; es Como quien espera el Alba.
POESÍA Y PENSAMIENTO
POÉTICO EN LUfS
CERNUDA
De entre todos los miembros de la Generación del 25 es Luis Cernuda el menos conocido por el público español, a excepción, acaso, de Prados y Altolaguirre. La ausencia física del poeta, la casi imposibilidad, aún existente, de adquirir sus obras principales, el silencio o la incomprensión de buena parte de la crítica española y, en fin, el carácter estrictamente privado, ajeno a todo recurso honorífico, de su figura, son los motivos externos que en cierto modo han contribuido a ello. Y, sin embargo, la obra creciente de Cernuda, en la que poesía y crítica creadora se complementan para conseguir un todo de rara unidad y lucidez, ejerce hoy una callada y decisiva influencia sobre los más jóvenes poetas y críticos españoles. La evidencia de este hecho (por si no fuera ya más que suficiente la calidad intrínseca de su obra) pone nuevamente de manifiesto la necesidad de estudiar y situar a Cernuda en el lugar que con justicia le corresponde, acabando así con la ingrata ignorancia y el estúpido entredicho que han entorpecido su definitivo conocimiento y pública aceptación. Si por una parte Luis Cernuda es el autor de una de las obras poéticas más acabadas, más transparentes, de nuestra literatura, La Realidad y el Deseo (sin olvidar Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano, de poemas en prosa, tan inmersos en su peculiar mundo poético), por otra es uno de los poetas de nuestro siglo que con mayor consciencia ha meditado sobre su propia obra y sobre la función poética en general, dándonos así un pensamiento poético de rara coherencia y necesidad, del que La Realidad y el Deseo, libro que acoge sus poemas todos, es emanación creadora, y una visión crítica de épocas, temas y problemas poéticos sobremanera interesantes. De ahí lo fructífero de la actual presencia de Cernuda en nuestras letras. Tres son sus libros de crítica poética: Pensamiento poético en la lírica inglesa (Siglo XIX), Estudios sobre poesía española contemporánea * y Poesía y Literatura, el más reciente, que incluye dos trabajos inapreciables: «Palabras antes de una lectura»,
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1 Este libro es el único trabajo sistemático existente hoy acerca de lo más vivo de la poesía española escrita a partir de Campoamor. Desarrollado en torno a una cerrada estructura interna, viene a darnos un juicio nuevo y penetrante sobre el tema, replanteando con rigor diversos puntos sugestivos: el significado actual de la Generación del 98 (respecto de la cual aún no se ha superado, como dice Cernuda, la actitud panegirista), la influencia de Rubén Darlo en el Modernismo español, la génesis interna de la Generación del 25, etc.
donde ha encontrado curso de expresión teórica su propio pensamiento y visión poética del mundo, é «Historial de un libro», revelador de los términos de su proceso de conocimiento y desarrollo de la poesía. La consideración del pensamiento poético de Cernuda, en su exposición teórica y sus resultados prácticos, y el estudio de sus reflexiones en torno al proceso poético, suyo propio y general, son, en lo posible, el objeto del presente trabajo. Cernuda no es un mero teórico, sino ante todo un poeta, poseedor de un pensamiento poético propio, que en ciertas ocasiones, y bajo especie de aseveraciones o afirmaciones connaturalmente integradas en la trayectoria autónoma de sus libros críticos, ha expresado una serie de ideas de validez universal en torno a diversos aspectos de la función poética. Estas ideas son, por tanto, referibles en última instancia a su propio caso. Habremos, pues, de estudiar su pensamiento poético propio, su peculiar proceso de aprehensión y cristalización de la poesía y sus reflexiones generales acerca de la función poética, elevándonos de lo particular cernudiano a lo universal, pero siempre ahondando en el sentido y significado de estos temas en y para la obra toda de Cernuda.
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Comienza por afirmar Cernuda que el poeta «tiene una razón fatal, anterior a su propia existencia y superior a su propia voluntad, que le lleva a escribir versos», idea que, en su caso particular —y ejemplar— se hace así realidad: «No recuerdo que, antes de sorprenderme a mí mismo descubriéndome una vocación poética, hubiese yo pensado, ni deseado, ser poeta, aunque mi aceptación del hecho siguiera al despertar de la vocación.» En dicha aceptación no deja de haber, a su vez, un elemento otro de fatalidad, ya que el poeta siente progresivamente en su vida cómo la poesía llega a ser la «razón principal, si no única», de la misma, constituyendo así su trabajo vital constante. (He aquí, por otra parte, la sola máxima justificación del arte: su necesidad, que es su verdad.) Bien pronto se nos aparece la poesía como fruto ineludible de unas experiencias acusadas del poeta, surgidas a su contacto más profundo con la realidad en torno. En sus Variaciones sobre tema mexicano ha escrito Cernuda unas palabras («Detesto la intromisión de la persona en lo que escribe el poeta») afines a una conocida sentencia de T. S. Eliot: «Mientras más perfecto sea el artista, más completa será en él la separación entre el hombre que sufre y la mente que crea.» Esta indispensable separación no supone, sin embargo, que las experiencias propias del poeta no formen parte, en un sentido último, de las generales del hombre que en él palpita, aun cuando acaso sean las más breves y raras de entre las suyas. Precisamente en la obra de Luis Cernuda, debida al quehacer espiritual incesante de un poeta, es patente la subyacencia de una serie de experiencias humanas, personales y colectivas o históricas, que
3 Es increíble cómo a pesar de la claridad con que Cernuda ha formulado este aspecto inconforme tan característico de su obra toda —y, por tanto, también de Perfil del Aire— siguen repitiendo algunos la «dependencia» cernudiana respecto de Jorge Guillen, siendo éste, como es, un poeta radicalmente distinto de Cernuda, ya
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no son sino el «germen inicial», el substrato de su objetivadora creación poética. De ellas se nutre el saber reflexivo del poeta. En su «Historial de un libro» se ha referido Cernuda a esta condición primaria de su labor —de raigambre tan decisivamente vital—: «Siempre traté de componer mis poemas a partir de un germen inicial de experiencia, enseñándome pronto la práctica que, sin aquél, el poema no parecería inevitable ni adquiriría contorno exacto y expresión precisa.» Y también: «Creo que es necesidad primera del poeta el reunir experiencia y conocimiento, y tanto mejor mientras más variados sean.» Dicha experiencia entraña dos vertientes más o menos interrelacionadas: la personal y la colectiva (social o histórica). «El poeta no es, como generalmente se cree, criatura inefable que vive en las nubes (el nefelibata de que hablaba Darío), sino todo lo contrario: el hombre que acaso esté en contacto más íntimo con la realidad circundante. La realidad cambia, la sociedad se transforma, ya de modo gradual, ya de modo brusco y revolucionario, y el poeta, consciente de dichas transformaciones, debe hallar expresión adecuada para comunicar en sus versos su visión diferente del mundo.» Este íntimo contacto con la sociedad en transformación permite al poeta experimentar, y luego expresar, con radicalizad mayor, haciéndolas materia de poesía, las experiencias características de su tiempo, de acuerdo, pues, con un claro condicionamiento histórico. De modo que «el poeta ve, o, si se prefiere, experimenta y expresa lo que ve o experimenta». He aquí, progresivamente surgidos, los términos esenciales del proceso poético, a cuyo análisis vamos a proceder acto seguido: experiencia, mirada (que es visión creadora) y expresión, unidas luego en el poema «tal uno son amante, amor y amado». Las anteriores afirmaciones, contenidas en sus Estudios sobre poesía española contemporánea, son de todo punto aplicables a su propia obra. Cernuda ha dado expresión dinámica en su poesía a •todas y cada una de las experiencias colectivas más agudas de su generación: la rebeldía inicial, en los libros de su período superrealista; la guerra, en tantos poemas de Las Nubes; el destierro, tema frecuente en aquella parte de su obra posterior al año 39; la reconsideración dramática del problema español en su perfil último; el personal enfrentamiento a radice con la necesidad y el deseo de Dios (abriendo así uno de los aspectos más sobrecogedores de su obra: el religioso), y, en fin, el hecho central de alzarse sobre la descomposición decisiva de esta sociedad que aún es la nuestra: «Nunca como ahora la sociedad ha reducido la vida a tan estrechos límites. Y ciertamente el poeta es casi siempre un revolucionario» J .
que su apreciación de la vida está basada, al menos en parte significativa de su poesía, en una asunción exaltadora dé ciertos valores conformistas: «el mundo está bien hecho». Ejemplo de esta ceguera crítica, rayana en la injusticia, la da el Prof. Valbuena, en su Historia de la literatura española, para quien Cernuda comenzó su obra con «filigranas a lo Guillen». A la madurez de esta obra, contenida en Las Nubes y Como quien espera el Alba, Valbuena no dedica más que una exigua nota de pie. Y no digamos ya el señor iMontolíu, que califica a Cernuda en su lamentable Manual de literatura castellana de «seguidor de Jorge Guillen». Así se escriben estos manuales. 157
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Junto a estas experiencias generacionales, Cernuda (y con él, toda creación consciente y lograda) integra, naturalmente, un haz de experiencias poéticas intransferibles, aunque «acaso las experiencias del poeta, por singulares que parezcan, no lo sean tanto que no puedan encontrar eco, en sus líneas generales, a través de diferentes existencias». (La herencia de los clásicos es irrenunciable, desde luego, y según se amplía la perspectiva vital es posible apreciar con claridad mayor cuan grandes son sus valores supratemporales, inextinguibles; pero cuando se trata de un poeta contemporáneo, real intérprete del mundo nuestro, su mundo y el de sus lectores, las posibilidades de que nuestra mente reciba no ya su eco, sino el espíritu verdadero de su obra, y haga de él estímulo para la vida, son, sin duda, mucho mayores.) En la unión de ambas experiencias, personales y colectivas, podemos cifrar la génesis y desarrollo de su visión poética —esto es, creadora, y, por tanto, dialéctica— del mundo. Como ya dijimos, ocurren dichas experiencias en el poeta al entrar éste en contacto más íntimo con la realidad en torno, descubriéndola toda nueva y poderosa. Podemos así leer en Cernuda: «El instinto poético se despertó en mí gracias a la percepción más aguda de la realidad, experimentando, con un eco más hondo, la hermosura y la atracción del mundo circundante.» Ahora bien, esta experiencia encierra el germen de una gran tensión dialéctica, ya que el afán del poeta de anegarse en el «vasto cuerpo de la creación», poseyéndolo, para calmar el deseo surgido en él al contemplar y sentir su atractivo, es de imposible cumplimiento. Efectivamente, a partir de este momento se dan cita en el poeta dos corrientes opuestas —de ahí la insuperable dialéctica del mundo poético cernudiano—: «hacia la realidad y contra la realidad, de atracción y de hostilidad hacia lo real». Entre ambas fuerzas, lo cierto, lo único verdaderamente cierto, es el deseo de poseer la realidad surgido en el poeta al experimentar vitalmente la necesidad de su grandeza y hermosura, más cierto incluso —en este sentido radical— que ella misma: Cuando la muerte quiera Una verdad quitar de entre mis manos, Las hallará vacias, como en la adolescencia Ardientes de deseo, tendidas hacia el aire. Así, pues, dice Cernuda, «la esencia del problema poético, a mi
entender, la constituye el conflicto entre realidad y deseo, entre apariencia y verdad, permitiéndonos alcanzar alguna vislumbre de la imagen completa del mundo que ignoramos, de la "idea divina del mundo que yace al fondo de la apariencia1', según la frase de Fichte». La fuerza dramática de este conflicto no es, en fin, sino la fuerza misma de la vida, toda ella conflictiva en su aguda contingencia. Entre la realidad y el deseo tiene lugar, por tanto, el más verdadero, el más desnudo existere del hombre. Este es el origen de la trágica conciencia del vivir humano que advertimos en toda la obra de Cernuda. Ella da curso, como en el caso de Lorca y Aleixandre, a una de las peculiaridades más intensas del superrealismo español, prolongándose en Cernuda hasta los mismos versos últimos de La Realidad y el Deseo. Por otra parte, esa «idea divina del mundo que yace al fondo de la apariencia» en conflicto permanente con la realidad visible y limitada, cuya posesión apenas le está permitida al hombre, proporciona al poeta un último pretexto para informar su obra de un carácter metafísico, en íntima unión con otro gran conflicto: el temporal. «El poeta intenta fijar el espectáculo transitorio que percibe. Cada día, cada minuto, le asalta el afán de detener el curso de la vida, tan pleno a veces que merecería ser eterno.» En este otro conflicto, tan agónico como el anterior, percibe el poeta «la influencia de un poder demoniaco, o mejor dicho, daimónico, que actúa sobre los hombres», debiendo, por tanto, contar el poeta en la vida «con esa zona de sombra y niebla que flota en torno de los cuerpos humanos». «El poeta, pues, intenta fijar la belleza transitoria del mundo que percibe, refiriéndola al mundo invisible que presiente, y al desfallecer y quedar vencido en esa lucha desigual, su voz llora, enamorada, la pérdida de lo que ama» 3. En este punto el pensamiento poético de Cernuda desvela sus dos notas esenciales, de honda evidencia en La Realidad y el Deseo: ética y metafísica. En otro lugar ha dado Cernuda una brillante definición de poesía metafísica, compendio riguroso de todo lo anterior: * En el mismo texto —«Palabras antes de una lectura»— incluye Cernuda un párrafo igualmente revelador de la esencia de lo poético, o, al menos, de cierto aspecto de la misma: «Pero ese llanto no excluye que de la contemplación de la hermosura, aunque efímera, nazca en el poeta una alegría terrible, porque los sentimientos rara vez dejan de presentarse mezclados con sus contrarios en nuestra vida: sólo en la unión de los extremos podemos intuir una armonía superior a los poderes de la comprensión humana. ¿Qué sabemos nosotros lo que nuestra vida sea en el pensamiento de los dioses? Todo nos es preciso y necesario, porque en todo vibra un eco de la poesía, y ella no es sino expresión de esa oscura fuerza daimónica que rige el mundo.»
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Se apropia aquí Cernuda de la célebre teoría ñlosóñca, de raíz heraclítea, de la unidad de los contrarios, coincidentia oppositorum,
«La poesía pretende infundir relativa permanencia en lo efímero; pero hay cierta forma de lirismo, no bien reconocida ni apreciada entre nosotros, que atiende con preferencia a lo que en la vida humana, por dignidad y excelencia, parece imagen de una inmutable realidad superior. Dicho lirismo, al que en rigor puede llamársele metafísico, no requiere expresión abstracta, ni supone necesariamente en el poeta algún sistema filosófico previo, sino que basta con que deje presentir, dentro de una obra poética, esa correlación entre las dos realidades, visible e invisible, del mundo.» La poesía es, en fin, para Cernuda un dramático diálogo con la doble realidad, visible e invisible, en afán entrañable de armonizarlas, alzándose sobre la destrucción del tiempo. (La raíz platónica de este pensamiento poético es de claridad meridiana. Y no sólo en él, claro está, sino sobre todo a lo largo de su versión creadora, La Realidad y el Deseo, es una y otra vez imposible no pensar en Platón: ¿Es la hermosura, Forma carnal de una celeste idea, Hecha para morir? O bien, entre tantos otros ejemplos posibles: ... el amor es lo eterno y no lo amado.) Dicho diálogo halla expresión material, objetiva y autónoma, en la obra poética, que es, por tanto, el «resultado de una experiencia espiritual, externamente estética, pero internamente ética». Este eticismo interno es, en realidad, la definida postura moral del poeta ante las cosas. El empeño primero de hallar el propio destino, siéndole fiel día a día; el enjuiciamiento de las realidades y situaciones que constituyen, en elección constante, lo que llamamos «vida», «ser en el mundo», hacen del poeta una conciencia alerta. Esta conciencia, su demonio, mantiene una relación dialógica con el poeta mismo, según es posible ver en tantos poemas de La Realidad y el Deseo, en donde Cernuda se desdobla en dos, autodialogando, o, mejor aún, dialogando con su demonio, su Dios y su conciencia. La suya y la de su época. Ejemplo espléndido de esto es su «Noche del hombre y su demonio».
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incorporándola a su mundo poético. Al igual que en la filosofía de Nicolás de Cusa, el mundo nuestro, con sus contrastes y extremos —lo más grande y lo más pequeño, el todo y la nada, la luz y las tinieblas, el fuego y el agua—, es explicable como un despliegue del todo armónico que Dios, en su abundantia, posee dentro de sí. El mundo es para Cusa «la plena revelación de Dios». Cernuda, en ocasiones, refiere el mundo y lo humano, en la complejidad de sus extremos, al pensamiento —el ser armónico— de los dioses: «un dios que piensa el mundo», identificando así extensión divina y pensamiento divino, para mejor aprehender el total «eco de la poesía»: «expresión de esa oscura fuerza daimónica que rige el mundo», daimónica o divina, quién sabe.
Pero esta postura ética supone también la búsqueda de lo esencial de las cosas, la percepción y encuentro del ser oculto de la ejemplar realidad invisible que al poeta le es dado presentir cuando intenta erguirse sobre el paso del tiempo, su tiempo y el nuestro, haciendo que éste coincida —como enseñaba Machado— con la conciencia : Contemplación, sosiego, El instante perfecto, que tal fruto Madura, inútil es para los otros, Condenando al poeta y su tarea De ver en unidad el ser disperso, El mundo fragmentario donde viven. Sueño no es lo que al poeta ocupa, Mas la verdad oculta, como el fuego Subyacente en la tierra. En el desvelamiento reflexivo de este ser oculto, este ser que es la verdad del mundo fragmentario en que vivimos, por vía poética *, en labor a la par ética y metafísica, coincide Cernuda con Manrique, San Juan, Francisco de Aldana, Fray Luis de León, Unamuño o Machado, formando así. en esta estirpe poética española, ejemplo máximo de nuestras letras. El término tercero del proceso poético, por medio del cual encuentra el poema su definitiva plasmación material, es la expresión. Expresión debida a un fenómeno psíquico, a una experiencia peculiar y una visión poética específica (cuyo sentido en Cernuda acabamos de analizar), y que, a su vez, conlleva una serie de problemas típicos —coincidencia u oposición entre lenguaje hablado y len* La vía poética de este desvelamiento del mundo y su ser oculto es, para Cernuda, la mirada, mirada que es, por lo tanto, visión creadora del mismo. A esto se ha referido Cernuda en «Ocio», un poema de sus Variaciones sobre tema mexicano: «Mirar. Mirar. ¿Es esto ocio? ¿Quién mira el mundo? ¿Quién lo mira con mirada desinteresada? Acaso el poeta, y nadie más. En otra ocasión has dicho que la poesía es la palabra. ¿Y la mirada? ¿No es la mirada poesía? Que la naturaleza gusta de ocultarse, y hay que sorprenderla, mirándola largamente, apasionadamente. La mirada es un ala; la palabra es otra ala del ave imposible. Al menos mirada y palabra hacen al poeta. Ahí tienes el trabajo que es tu ocio: quehacer de mirar y luego quehacer de esperar el advenimiento de la palabra.»
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Dentro ya de la poesía cernudiana vemos cómo la mirada, esa mirada que es visión creadora, precisa del amor, eje fundamental del mundo poético de La Realidad y el Deseo, para desvelar la realidad profunda de la creación. Y aún más: La mirada es quien crea, Por el amor, el mundo.
guaje escrito, cambio, teoría del estilo, rima, ritmo y dicción, etc.—. Al hablar de la aparición primera de su impulso poético ha relacionado Cernuda una vez más los tres citados términos del proceso poético: «Hacía entonces —1923 ó 1924— el servicio militar y todas las tardes salía a caballo con los otros reclutas, como parte de la instrucción, por los alrededores de Sevilla; una de aquellas tardes, sin transición previa, las cosas se me aparecieron como si las viera por vez primera, como si por primera vez entrara yo en comunicación con ellas, y esa visión inusitada, al mismo tiempo, provocaba en mí la urgencia expresiva, la urgencia de decir dicha experiencia.» Esta expresión poética es, dada su urgencia, tan inevitable como la experiencia y la visión o mirada que van engendrando la Weltanschauung del poeta. Es sintomático el adjetivo («inusitada») que aplica Cernuda a su visión poética primera 5. Independiente de la voluntad del poeta nace el impulso para escribir versos, siendo así su punto de arranque «una experiencia inaplacable, una necesidad expresiva». «El impulso exterior podía depararlo la lectura de algunos versos de otro poeta, oir unas notas de música, ver a una criatura atractiva; pero todos esos motivos externos eran sólo el pretexto, y la causa secreta un estado de receptividad, de acuidad espiritual que, en su intensidad desusada, llegaba, en ocasiones, a sacudirme con un escalofrío y hasta a provocar lágrimas, las cuales, innecesario es decirlo, no se debían a una efusión de sentimientos. Aprendí a distinguir entre lo que pudiera llamar la causa aparente y la causa real de aquel estado a que acabo de referirme y, al tratar de dar expresión a su experiencia, vi que era la segunda la que importaba, aquella de la cual debía partir el contagio poético para el lector posible» e . 5 También en Ocnos iha dejado constancia Cernuda del carácter inusitado de su encuentro inicial con la poesía, encuentro paralelo a la intuición de esa realidad invisible cuya presencia es, precisamente, tan característica de su obra. El sentido es idéntico al de otros párrafos ya transcritos, mas la dicción es distinta: «¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entrevi entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.»
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8 Las anteriores palabras son, en realidad, un intento de fenomenología del momento poético, esto es, del impulso que lleva al poeta al acto material de ponerse a escribir versos. (Ya vimos qué tipos de experiencias se hallan tras dicho impulso.) Igual intento ha repetido Cernuda, ahondando en ello, en («El acorde», poe-
ma en prosa escasamente conocido y que tiene, para nosotros, un considerable interés. Renunciando a comentarlo, vamos a transcribirlo íntegro, llamando sólo la atención sobre la presencia de la música, la sensación de superación del tiempo, y, también, el horizonte sexual perceptibles en dicho momento. El Acorde
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El murciélago y el mirlo pueden disputarse por turno el dominio de tu espíritu; unas veces norteño, solitario, olvidado en la lectura, centrado en ti; otras sureño, esparcido, soleado, en busca del goce momentáneo. Pero en una y otra figuración espiritual, siempre hondamente susceptible de temblar al acorde, cuando el acorde llega. Comenzó con la adolescencia, y nunca se produjo ni se produce de por sí, sino que necesitaba y necesita de un estímulo. ¿Estímulo o complicidad? Para ocurrir requiere, perdiendo pie en el oleaje sonoro, oir música; mas, aunque sin música nunca se produce, la música no siempre, y rara vez, lo supone. Mírale: de niño, sentado a solas y quieto, escuchando absorto; de grande, sentado a solas y quieto, escuchando absorto. Es que vive una experiencia, ¿cómo dirías?, de orden «místico». Ya sabemos, ya sabemos: la palabra es equívoca; pero ahí queda lanzada, por lo que valga, con su más y su menos. ¿Es primero un cambio de velocidad? No; no es eso. El curso normal en la conciencia del existir parece enfebrecerse, hasta vislumbrar, como presentimiento, no lo que ha de ocurrir, sino lo que debiera ocurrir. La vida se intensifica y, llena de sí misma, toca un punto más allá del cual no llegaría sin romperse. ¿Como si se abriese una puerta? No, porque todo está abierto: un arco al espacio ilimitado, donde tiende sus alas la leyenda real. Por ahí se va, del mundo diario, al otro extraño e inesperado. La circunstancia personal se une así al fenómeno cósmico, y la emoción al transporte de los elementos. El instante queda sustraído al tiempo, y en ese instante intemporal se divisa la sombra de un gozo intemporal, cifra de todos los gozos terrestres, que estuvieran al alcance. Tanto parece posible o imposible (a esa intensidad del existir qué importa ganar o perder), y es nuestro o se diría que ha de ser nuestro. ¿No lo asegura la música afuera y el ritmo de la sangre adentro? Plenitud que, repetida a lo largo de la vida, es siempre la misma; ni recuerdo atávico, ni presagio de lo venidero: testimonio de lo que pudiera ser el estar vivo en nuestro mundo. Lo más parecido a ella es ese adentrarse por otro cuerpo en el momento del éxtasis, de la unión con la vida a través del cuerpo deseado. En otra ocasión lo has dióho: nada puedes percibir, querer ni entender si no entra en ti primero por el sexo, de ahí al corazón y luego a la mente. Por eso tu experiencia, tu acorde místico, comienza con una prefiguración sexual. Pero no es posible buscarlo ni provocarlo a voluntad; se da cuando y como él quiere. Borrando lo que llaman otredad, eres, gracias a él, uno con el mundo, eres el mundo. Palabra que pudiera designarle no la hay en nuestra lengua: Gemüt: unidad de sentimiento y consciencia; ser, existir, puramente y sin confusión. Como dijo alguien que acaso sintió algo equivalente, a lo divino, como tú a lo humano, mucho va de estar a estar. Mucho también de existir a existir. Y lo que va del uno al otro caso es eso: el acorde.
Aún ha ahondado Cernuda más en este sutil análisis de la píasmación poemática al explicar cómo y de acuerdo con qué procedimiento ha de encontrar cuerpo, a través de la expresión, esa obra autónoma que es el poema: «Quería yo hallar en poesía el equivalente correlativo para lo que experimentaba, por ejemplo, al ver una criatura hermosa (la hermosura física juvenil ha sido siempre para mí cualidad decisiva, capital en mi estimación como resorte primero del mundo, cuyo poder y encanto a todo lo antepongo o al oír un aire de jazz). Ambas experiencias, de la vista y del oído, se clavaban en mí dolorosamente a íuerza de intensidad, y ya comenzaba a entrever que una manera de satisfacerlas, exorcizándolas, sería la de darles expresión.» Ahora bien, esta expresión debe discurrir creadoramente, esto es, como obra de arte, de acuerdo con un proceso tipificado. Cernuda ha descifrado esto mismo (que viene a completar sus anteriores palabras acerca del «equivalente correlativo») en otro párrafo de su <Historial de un l i b r o : «El trabajo de las clases me hizo comprender como necesario que mis explicaciones llevaran a los estudiantes a ver por sí mismos aquello de que yo iba a hablarles; que mi tarea consistía en encaminarles y situarles ante la realidad de una obra literaria española. De ahí sólo había un paso a comprender que también el trabajo poético creador exigía algo equivalente, no tratando de dar sólo al lector el efecto de mi experiencia, sino conduciéndole por el mismo camino que yo había recorrido, por los mismos estados que había experimentado y, al fin, dejarle solo frente al resultado.»
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En la lectura del poema se ve precisado el posible lector, de acuerdo con este procedimiento, a rehacer espiritualmente el proceso poético mismo de su autor, actuando así la poesía sobre su mente «sustituyendo o contagiando, en cierto modo, su pensamiento y percepción por aquellos del poeta». Al rehacer el lector dentro de sí dicho proceso, la comunicación poética se ha cumplido. Al poeta le ha sido posible introducir, en rara síntesis, pasión, inteligencia e imaginación en su obra, pero sin hablar nunca expresamente de emoción (y mucho menos de sentimiento, que tiene poco o nada que ver con la poesía). Y, sin embargo, la emoción ha sido expresada. El lector la ha recreado dentro de sí, completando de esta manera la tarea del poeta. Para que pueda producirse cabalmente este fenómeno de comunicación entre autor y lector a través del poema, es necesario no sólo que la mente de éste sea susceptible de emoción poética, sino también que el poema sea un ente autónomo, objetivamente creado. Cernuda es, por cierto, un maestro de la composición poemática de este tipo:
«Aprendí a evitar, en lo posible, dos vicios literarios que en inglés se conocen, uno, como pathetic faüacy (creo que fue Ruskin quien lo llamó así), lo que pudiera traducirse como engaño sentimental, tratando de que el proceso de mi experiencia se objetivara, y no deparase sólo al lector su resultado, o sea, una impresión subjetiva; otro, como purple patch o trozo de bravura, la bonitura y lo superfino de la expresión, no condescendiendo con frases que me gustaran por sí mismas y sacriñcándolas a la línea del poema, al dibujo de la composición.»
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A partir de «Las Nubes» ha usado Cernuda con cierta frecuencia de un procedimiento poético entre nosotros insólito, si bien frecuente en la poesía inglesa; a saber: la proyección de la propia experiencia emotiva «sobre una situación dramática, histórica o legendaria», con el ya aludido fin de lograr una objetivación mayor, tanto poética como dramática. Sus poemas de esta circunstancia («Lázaro», «Quetzalcóatl», etc.) son de extensión considerable; Cernuda es el poeta de nuestro siglo español que más ha contribuido a la superación —ya perceptible en su «Égloga, Elegía, Oda»— de los poemas cortos, de uso tan insistente en Machado y J. R. Jiménez, explorando todas las ramificaciones y posibilidades del tema y relacionándolas dentro de la composición. El resultado de este intento han sido unos poemas lúcidos, concisos, perfectos, donde el sentido auténtico de la composición poemática ha sido plenamente recuperado. Al mismo tiempo, Cernuda nos ha ofrecido poemas como «Los Espinos» o «Primavera vieja», de dibujo corto y trazo preciso, donde lo esencial de la experiencia es logrado a modo de «relámpago», consciente e incisivo. Según sus propias palabras, los poemas largos precisan «desarrollo» y los cortos «concreción». «La extensión mayor o menor de un poema la dicta de antemano, como es natural, el germen del cual nace.» En cuanto a la expresión estricta, Cernuda se ha inclinado desde bien pronto hacia un «lenguaje coloquial», evitando hábilmente dos extremos usuales en la poesía vernácula: lo folklórico, o mejor aún, folklorista, y lo pedantesco; su técnica poética ha ido simplificándose progresivamente: escasos recursos metafóricos, uso limitado de la rima, prefiriendo, en su lugar, los ritmos poco acusados, de modo que en muchos de sus poemas «el verso queda como ensordecido bajo el dominio del ritmo de la frase». «Si en el verso hay música, mi preferencia se orientó hacia la "música callada" del mismo.» Es Cernuda un poeta austero, y aún podría decirse ascético, en su trabajo, donde logra dar forma luminosa a su pasión poética fríamente. Le ayuda a ello una innata contención que, siendo como es en él una característica espiritual propia, trasciende hasta el último recodo de sus versos. Pero, sobre todo, es capaz de hacer uso constante de una gran lógica poética, origen de la concisión y claridad de sus poemas largos, peno también de los de breve
cuerpo, y, desde luego, de todos aquellos poemas suyos, bastante numerosos, que en realidad constituyen un «poema-canción», donde el espíritu del poeta es expresado «por medio de palabras aladas» que fueron capaces de levantarle en volandas, gracias al impulso de la canción. Al mismo tiempo Cernuda ha sabido equilibrar en su obra tradición y novedad con segura sabiduría, vivificando aquélla gracias a la justa percepción de ésta. «Las novedades métricas, cuando sólo descansan en el prurito innovador, no arraigan en la tradición lírica. El ritmo del verso que usa un poeta surge con la visión que tiene, cton la experiencia poética que va a expresar, y su uso no es consecuencia de una decisión enteramente voluntaria. En poesía, en arte, no hay "fondo" y "forma", como pretenden los críticos estilo Menéndez y Pelayo; a lo más sería posible hablar de visión y expresión, compenetradas ambas en un todo que es el poema.» En cuanto a la elección —no totalmente voluntaria, como acabamos de ver— de una u otra expresión, el poeta se debe a su tiempo, verdad general que empieza a ser evidente en la propia obra de Cernuda: «Los cambios de expresión, y por tanto los de lenguaje, están determinados por el cambio de visión, y éste a su vez por la mutación de la realidad que viva el poeta.»
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Siempre conlleva un riesgo seguro todo intento de juicio absoluto acerca de una obra contemporánea a nosotros, v más aún cuando ésta es de la complejidad v riqueza de la realizada por Luis Cernuda. Por eso acaso sea preferible cerrar este estudio señalando solamente la viveza de su eco entre las actuales generaciones españolas. Por muchos conceptos Luis Cernuda ha sido un precursor: la dimensión temporal y conciencia! de su obra, la expresión coloquial y el enfoque justamente realista de la misma (por no aludir sino a datos de evidencia extrema) así lo certifican. Como tal precursor, Cernuda no podía ser lógicamente aceptado por sus contemporáneos estrictos, extraños en su mayoría a la exactitud y visión innovadoras de sus «Palabras antes de una lectura» (redactadas en 1935); no es otro el motivo interno de la injusticia con él cometida en un principio. La ignorada novedad de Luis Cernuda en los años anteriores a la guerra española dio, bien pronto, el fruto altísimo de «Las Nubes» y «Como quien espera el Alba», obras que allegan una calidad, confirmada en los nuevos libros incluidos en la edición tercera de JM Realidad y el Deseo, que ejerce hoy en España el más fecundo magisterio. El tiempo ha dado, pues, su respuesta. Últimamente ha publicado Cernuda un estremecedor Díptico español, donde podemos leer unos versos sintéticamente expresivos de su personalidad poética y, a la vez, sobremanera cercanos al concepto de poesía cuya experiencia parecen haber hecho las jóvenes generaciones que hoy escriben en España:
La poesía habla en nosotros La misma lengua con que hablaron antes, Y mucho antes de nacer nosotros, Las gentes en que hallara raíz nuestra existencia; No es el poeta sólo quien ahí habla, Sino las bocas mudas de los suyos A quienes él da voz y les libera. ¿Puede cambiarse eso? Poeta alguno Su tradición escoge, ni su tierra, Ni tampoco su lengua: él las sirve, Fielmente si es posible. Mas la fidelidad más alta Es para su conciencia: y yo a ésa sirvo Pues, sirviéndola, así a la poesía Al mismo tiempo sirvo. En los más altos momentos de La Realidad y el Deseo, su autor ha encontrado un tono nuevo, un acento peculiar en nuestra poesía, que ya será difícil olvidar. Como bien escasos poetas contemporáneos, Cernuda ha sabido hacer suyo el canto de las musas, dándonos así en tantos poemas admirables «la certidumbre maga de nuestro mundo visible e invisible».
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JACOBO MUÑOZ
ANTOLOGÍA
POÉTICA
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1937-56
OBRAS DE LUIS CERNUDA
VERSO
Perfil del Aire, Suplementos de «Litoral», Málaga, 1927. Donde habite el Olvido, Editorial Signo, Madrid, 1935. El joven Marino, Colección «Héroe», Madrid, 1936. La Realidad y el Deseo, «Cruz y Raya», Madrid, 1936. Segunda edición aumentada. Editorial. «Séneca», México, 1940. Tercera edición aumentada, Fondo de Cultura Económica, México, 1958. Las Nubes, Colección «Rama de. Oro», Buenos Aires, 1943. Como quien espera el Alba, Editorial Losada, Buenos Aires, 1947. Poemas para un Cuerpo (edición limitada fuera de comercio), Málaga, 1957.
PROSA
Ocnos, «The Dolphin», Londres, 1942. Segunda edición aumentada, Colección «ínsula», Madrid, 1949. Tres narraciones, Ediciones «Imán», Buenos Aires, 1948. Variaciones sobre tema mexicano, Colección «México y lo mexicano», México, 1952. Estudios sobre poesía española contemporánea, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1957. Pensamiento poético en la lírica inglesa (Siglo XIX), Imprenta Universitaria, México, 1958. Poesía y Literatura, Editorial Seix-Barral, S. A., BarcelonaMéxico, 1960.
TRADUCCIÓN
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Hólderlin, Poemas, Editorial «Séneca», México, 1942. Shakespeare, Troilo y Crésida, Colección «ínsula», Madrid, 1953.
A LARRA CON UNAS VIOLETAS (1837-1937)
Aún se queja su alma vagamente, £1 oscuro vacio de su vida. Mas no pueden pesar sobre esa sombra Algunas violetas, Y es grato asi dejarlas, Frescas entre la niebla, Con la alegría de una menuda cosa pura Que rescatara aquel dolor antiguo. Quien habla ya a los muertos, Mudo le hallan los que viven. Y en este otro silencio, donde el miedo impera, Recoger esas flores una a una Breve consuelo ha sido entre los días Cuya huella sangrienta llevan las espaldas Por el odio cargadas con una piedra inútil. Si la muerte apacigua Tu boca amarga de Dios insatisfecha, Acepta un don tan leve, sombra sentimental, En esa paz que bajo tierra te esperaba, Brotando en hierba, viento y luz silvestres, El fiel y último encanto de estar solo. Curado de la vida, por una vez sonríe, Pálido rostro de pasión y hastío. Mira las calles viejas por donde fuiste errante, El farol azulado que te guiara, carne yerta, Al regresar del baile o del sucio periódico, Y las fuentes de mármol entre palmas: Aguas y hojas, bálsamo del triste.
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La tierra ha sido medida por los hombres,
Con sus casas estrechas y matrimonios sórdidos, Su venenosa opinión pública y sus revoluciones Más crueles e injustas que las leyes, Como inmenso bostezo demoníaco; No hay sitio en ella para el hombre solo, Hijo desnudo y deslumbrante del diviao pensamiento. Y nuestra gran madrastra, mírala hoy deshecha, Miserable y aún bella entre las tumbas grises De los que como tú, nacidos en su estepa, Vieron mientras vivían morirse la esperanza, Y gritaron entonces, sumidos por tinieblas, A hermanos irrisorios que jamás escucharon. Escribir en España no es llorar, es morir, Porque muere la inspiración envuelta en humo, Cuando no va su llama libre en pos del aire. Así, cuando el amor, el tierno monstruo rubio, Volvió contra ti mismo tantas ternuras vanas, Tu mano abrió de un tiro, roja y vasta, la muerte. Libre y tranquilo quedaste en fin un día, Aunque tu voz sin ti abrió un dejo indeleble. Es breve la palabra como el canto de un pájaro, Mas un claro jirón puede prenderse en ella De embriaguez, pasión, belleza fugitivas, Y subir, ángel vigía que atestigua del hombre, Allá hasta la región celeste e impasible.
LA VISITA DE DIOS
Pero hondamente fijo queda el desaliento, Como huésped oscuro de mis sueños. ¿Puedo esperar acaso? Todo se ha dado al hombre Tal distracción efímera de la existencia; A nada puede unir esta ansia suya que reclama Una pausa de amor entre la fuga de las cosas. 170
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Pasada se halla ahora la mitad de mi vida. El cuerpo sigue en pie y las voces aún giran Y resuenan con encanto marchito en mis oídos, Mas los días esbeltos ya se marcharon lejos; Sólo recuerdos pálidos de su amor me han dejado. Como el labrador al ver su trabajo perdido Vuelve al cielo los ojos esperando la lluvia, También quiero esperar en esta hora confusa Unas lágrimas divinas que aviven mi cosecha.
Vano sería dolerse del trabajo, la casa, los amigos perdidos En aquel gran negocio demoníaco de la guerra. Estoy en la ciudad alzada para su orgullo por el rico, Adonde la miseria oculta canta por las esquinas O expone dibujos que me arrasan de lágrimas los ojos. Y mordiendo mis puños con tristeza impotente Aún cuento mentalmente mis monedas escasas, Porque un trozo de pan aquí y unos vestidos Suponen un esfuerzo mayor para lograrlos Que el de los viejos héroes cuando vencían Monstruos, rompiendo encantos con su lanza. La revolución renace siempre, como un fénix Llameante en el pecho de los desdichados. Esto lo sabe el charlatán bajo los árboles De las plaza?, y su baba argentina, su cascabel sonoro, Silbando entre las hojas, encanta al pueblo Robusto y engañado con maligna elocuencia, Y canciones de sangre acunan su miseria. Por mi dolor comprendo que otros inmensos sufren Hombres callados a quienes falta el ocio Para arrojar al cielo su tormento. Mas no puedo Copiar su enérgico silencio, que me alivia Este consuelo de la voz, sin tierra y sin amigo, En la profunda soledad de quien no tiene Ya nada entre sus brazos, sino el aire en torno, Lo mismo que un navio al alejarse sobre el mar. ¿Adonde han ido las viejas compañeras del hombre? Mis zurcidoras de proyectos, mis tejedoras de esperanzas Han muerto. Sus agujas y madejas reposan Con polvo en un rincón, sin la melodía del trabajo. Como una sombra aislada al filo de los días, Voy repitiendo gestos y palabras mientras lejos escucho El inmenso bostezo de los siglos pasados. El tiempo, ese blanco desierto ilimitado, Esa nada creadora, amenaza a los hombres Y con luz inmortal se abre ante los deseos juveniles. Unos quieren asir locamente su mágico reflejo, Mas otros le conjuran con un hijo Ofrecido en los brazos como víctima, Porque de nueva vida se mantiene su vida Como el agua del agua llorada por los hombres.
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Pero a ti, Dios, ¿con qué te aplacaremos? Mi sed eras tú, tú fuiste mi amor perdido,
Mi casa rota, mi vida trabajada, y la casa y la vida De tantos hombres como yo a la deriva En el naufragio de un país. Levantados de naipes, Uno tras otro iban cayendo mis pobres paraísos. ¿Movió tu mano el aire que fuera derribándolos Y tras ellos, en el profundo abatimiento, en el hondo vacío, Se alza al fín ante mí la nube que oculta tu presencia? No golpees airado mi cuerpo con tu rayo; Si el amor no eres tú, ¿quién lo será en tu mundo? Compadécete al fin, escucha este murmullo Que ascendiendo llega como una ola Al pie de tu divina indiferencia. Mira las tristes piedras que llevamos Ya sobre nuestros hombros para enterrar tus dones: La hermosura, la verdad, la justicia, cuyo afán imposible Tú solo eras capaz de infundir en nosotros. Si ellas murieran hoy, de la memoria tú te borrarías Como un sueño remoto de los hombres que fueron.
ATARDECER EN LA CATEDRAL Por las calles desiertas, nadie. El viento Y la luz sobre las tapias Que enciende los aleros al sol último. Tras una puerta se queja el agua oculta. Ven a la catedral, alma de soledad temblando. Cuando el labrador deja en esta hora Abierta ya la tierra con los surcos, Nace de la obra hecha gozo y calma. Cerca de Dios se halla el pensamiento. Algunos chopos secos, llama ardida Levantan por el campo, como el humo Alegre en los tejados de las casas. Vuelve un rebaño junto al arroyo oscuro Donde duerme la tarde entre la hierba. El frío está naciendo y es el cielo más hondo. Como un sueño de piedra, de música callada, Desde la flecha erguida de la torre Hasta la lonja de anchas losas grises, La catedral extática aparece, Toda reposo: vidrio, madera, bronce, Fervor puro a la sombra de los siglos.
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Una vigilia dicen esos ángeles
Y su espada desnuda sobre el pórtico, Florido con sonrisas por los santos viejos, Como huerto de otoño que brotara Musgos entre las rosas esculpidas. Aquí encuentran la paz los hombres vivos, Paz de los odios, paz de los amores, Olvido dulce y largo, donde el cuerpo Fatigado se baña en las tinieblas. Entra en la catedral, ve por las naves altas De esbelta bóveda, gratas a los pasos Errantes sobre el mármol, entre columnas, Hacia el altar, ascua serena, Gloria propicia al alma solitaria. Como el niño descansa, porque cree En la fuerza prudente de su padre; Con el vivir callado de las cosas Sobre el haz inmutable de la tierra, Transcurren estas horas en el templo. No hay lucha ni temor, no hay pena ni deseo. Todo queda aceptado hasta la muerte Y olvidado tras de la muerte, contemplando, Libres del cuerpo, y adorando, Necesidad del alma exenta de deleite. Apagándose van aquellos vidrios Del alto ventanal, y apenas si con oro Triste se irisan débilmente. Muere el día, Pero la paz perdura postrada entre la sombra. El suelo besan quedos unos pasos Lejanos. Alguna forma, a solas, Reza caída ante una vasta reja Donde palpita el ala de una llama amarilla. Llanto escondido moja el alma, Sintiendo la presencia de un poder misterioso Que el consuelo creara para el hombre, Sombra divina hablando en el silencio.
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Aromas, brotes vivos surgen, Afirmando la vida, tal savia de la tierra Que irrumpe en milagrosas formas verdes, Secreto entre los muros de este templo, El soplo animador de nuestro mundo Pasa y orea la noche de los hombres.
LÁZARO Era de madrugada. Después de retirada la piedra con trabajo, Porque no la materia sino el tiempo Pesaba sobre ella, Oyeron una voz tranquila Llamándome, como un amigo llama Cuando atrás queda alguno Fatigado de la jornada y cae la sombra. Hubo un silencio largo. Así lo cuentan ellos que lo vieron. Yo no recuerdo sino el frío Extraño que brotaba Desde la tierra honda, con angustia De entresueño, y lento iba A despertar el pecho, Donde insistió con unos golpes leves, Ávido de tornarse sangre tibia. En mi cuerpo dolía Un dolor vivo o un dolor soñado. Era otra vez la vida. Cuando abrí los ojos Fue el alba pálida quien dijo La verdad. Porque aquellos Rostros ávidos, sobre mí estaban mudos, Mordiendo un sueño vago inferior al milagro, Como rebaño hosco Que no a la voz sino a la piedra atiende, Y el sudor de sus frentes Oí caer pesado entre la hierba.
El cielo rojo abría hacia lo lejos Tras de olivos y alcores; El aire estaba en calma. Mas temblaban los cuerpos,
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Alguien dijo palabras De nuevo nacimiento. Mas no hubo allí sangre materna Ni vientre fecundado Que crea con dolor nueva vida doliente. Sólo anchas vendas, lienzos amarillos Con olor denso, desnudaban La carne gris y flaccida como fruto pasado; No el terso cuerpo oscuro, rosa de los deseos, Sino el cuerpo de un hijo de la muerte.
Como las ramas cuando el viento sopla, Brotando de la noche con los brazos tendidos Para ofrecerme su propio afán estéril. La luz me remordía Y hundí la frente sobre el polvo Al sentir la pereza de la muerte. Quise cerrar los ojos, Buscar la vasta sombra, La tiniebla primaria Que su venero esconde bajo el mundo Lavando de vergüenzas la memoria. Cuando un alma doliente en mis entrañas Gritó, por las oscuras galerías Del cuerpo, agria, desencajada, Hasta chocar contra el muro de los huesos Y levantar mareas febriles por la sangre. Aquel que con su mano sostenía La lámpara testigo del milagro, Mató brusco la llama, Porque ya el día estaba con nosotros. Una rápida sombra sobrevino. Entonces, hondos bajo una frente, vi unos ojos Llenos de compasión, y hallé temblando un alma Donde mi alma se copiaba inmensa, Por el amor dueña del mundo.
Por eso, puesto en pie, anduve silencioso, Aunque todo para mí fuera extraño y vano, Mientras pensaba: así debieron ellos, Muerto yo, caminar llevándome a la tierra. La casa estaba lejos; Otra vez vi sus muros blancos Y el ciprés del huerto. Sobre el terrado había una estrella pálida. Dentro no hallamos lumbre En el hogar cubierto de ceniza.
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Vi unos pies que marcaban la linde de la vida, El borde de una túnica incolora Plegada, resbalando Hasta rozar la fosa, como un ala Cuando a subir tras de la luz incita. Sentí de nuevo el sueño, la locura Y el error de estar vivo, Siendo carne doliente día a día. Pero él me había llamado Y en mí no estaba ya sino seguirle.
Todos le rodearon en la mesa. Encontré el pan amargo, sin sabor las frutas, El agua sin frescor, los cuerpos sin deseo; La palabra hermandad sonaba falsa, Y de la imagen del amor quedaban Sólo recuerdos vagos bajo el viento. El conocía que todo estaba muerto En mí, que yo era un muerto Andando entre los muertos. Sentado a su derecha me veía Como aquel que festejan al retorno. La mano suya descansaba cerca Y recliné la frente sobre ella Con asco de mi cuerpo y de mi alma. Así pedí en silencio, como se pide A Dios, porque su nombre, Más vasto que los templos, los mares, las estrellas, Cabe en el desconsuelo del hombre que está solo, Fuerza para llevar la vida nuevamente. Así rogué, con lágrimas, Fuerza de soportar mi ignorancia resignado, Trabajando, no por mi vida ni mi espíritu, Mas por una verdad en aquellos ojos entrevista Ahora. La hermosura es paciencia. Sé que el lirio del campo, Tras de su humilde oscuridad en tantas noches Con larga espera bajo tierra, Del tallo verde erguido a la corola alba Irrumpe un día en gloria triunfante.
CEMENTERIO EN LA CIUDAD Tras de la reja abierta entre los muros, La tierra negra sin árboles ni hierba, Con bancos de madera donde allá a la tarde Se sientan silenciosos unos viejos. En torno están las casas, cerca hay tiendas, Calles por las que juegan niños, y los trenes Pasan al lado de las tumbas. Es un barrio pobre.
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Como remiendos de las fachadas grises, Cuelgan en las ventanas trapos húmedos de lluvia. Borradas están ya las inscripciones De las losas con muertos de dos siglos, Sin amigos que les olviden, muertos
Clandestinos. Mas cuando el sol despierta, Porque el sol brilla algunos días hacia junio, En lo hondo algo deben sentir los huesos viejos. Ni una hoja ni un pájaro. La piedra nada más. La tierra. ¿Es el infierno así? Hay dolor sin olvido, Con ruido y miseria, frío, largo y sin esperanza. Aquí no existe el sueño silencioso De la muerte, que todavía la vida Se agita entre estas tumbas, como una prostituta Prosigue su negocio bajo la noche inmóvil. Cuando la sombra cae desde el cielo nublado Y el humo de las fábricas se aquieta En polvo gris, vienen de la taberna voces, Y luego un tren que pasa Agita largos ecos como bronce iracundo. No es el juicio aún, muertos anónimos. Sosegaos, dormid; dormid si es que podéis. Acaso Dios también se olvida de vosotros. [De Las Nubes (1937-1940).]
LAS RUINAS Silencio y soledad nutren la hierba Creciendo oscura y fuerte entre ruinas, Mientras la golondrina con grito enajenado Va por el aire vasto, y bajo el viento Las hojas en las ramas tiemblan vagas Como al roce de cuerpos invisibles. Puro, de plata nebulosa, ya levanta El agudo creciente de la luna Vertiendo por el campo paz amiga, Y en esta luz incierta las ruinas de mármol Son construcciones bellas, musicales, Que el sueño completó.
Levanta ese titánico acueducto Arcos rotos y secos por e\ valle agreste Adonde el mirto crece con la anémona,
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Esto es el hombre. Mira La avenida de tumbas y cipreses, y las calles Llevando al corazón de la gran plaza Abierta a un horizonte de colinas: Todo está igual, aunque una sombra sea De lo que fue hace siglos, mas sin gente.
En tanto el agua libre entre los juncos Pasa con la enigmática elocuencia De su hermosura que venció a la muerte. En las tumbas vacías, las urnas sin cenizas, Conmemoran aún relieves delicados Muertos que ya no son sino la inmensa muerte anónima, Aunque sus prendas leves sobrevivan: Pomos ya sin perfume, sortijas y joyeles O el talismán irónico de un sexo poderoso, Que el trágico desdén del tiempo perdonara. Las piedras que los pies vivos rozaron En centurias atrás, aún permanecen Quietas en su lugar, y las columnas En la plaza, testigos de las luchas políticas, Y los altares donde sacrificaron y esperaron, Y los muros que el placer de los cuerpos recataban. Tan sólo ellos no están. Este silencio Parece que aguardase la vuelta de sus vidas. Mas los hombres, hechos de esa materia fragmentaria Con que se nutre el tiempo, aunque sean Aptos para crear lo que resiste al tiempo, Ellos en cuya mente lo eterno se concibe, Como en el fruto el hueso encierran muerte. Oh Dios. Tú que nos has hecho Para morir, ¿por qué nos infundiste La sed de eternidad que hace al poeta? ¿Puedes dejar así, siglo tras siglo, Caer como vilanos que deshace un soplo Los hijos de la luz en la tiniebla avara? Mas Tú no existes. Eres tan sólo el nombre Que da el hombre a su miedo y su impotencia, Y la vida sin Ti es esto que parecen Estas mismas ruinas bellas en su abandono: Delirio de la luz ya sereno a la noche, Delirio acaso hermoso cuando es corto y es leve.
Esto es el hombre. Aprende, pues, y cesa De perseguir eternos dioses sordos 178
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Todo lo que es hermoso tiene su instante, y pasa. Importa como eterno gozar de nuestro instante. Yo no te envidio, Dios; déjame a solas Con mis obras humanas que no duran: El afán de llenar lo que es efímero De eternidad, vale tu omnipotencia.
Que tu plegaria nutre y tu olvido aniquila. Tu vida, lo mismo que la flor, ¿es menos bella acaso Porque crezca y se abra en brazos de la muerte? Sagrada y misteriosa cae la noche, Dulce como una mano amiga que acaricia, Y en su pecho, donde tal ahora yo, otros un día Descansaron la frente, me reclino A contemplar sereno el campo y las ruinas.
GONGORA El andaluz envejecido que tiene gran razón para su orgullo, El poeta cuya palabra lúcida es como diamante, Harto de fatigar sus esperanzas por la corte, Harto de su pobreza noble que le obliga A no salir de casa cuando el día, sino al atardecer, ya que las sombras, Más generosas que los hombres, disimulan En la común tiniebla parda de las calles La bayeta caduca de su coche y el tafetán delgado de su traje; Harto de pretender favores de magnates, Su altivez humillada por el ruego insistente, Harto de los años tan largos malgastados En perseguir fortuna lejos de Córdoba la llana y de su muro excelso, Vuelve al rincón nativo para morir tranquilo y silencioso. Ya restituye el alma a soledad sin esperar de nadie Si no es de su conciencia, y menos todavía De aquel sol invernal de la grandeza Que no atempera el frío del desdichado, Y aprende a desearles buen viaje A príncipes, virreyes, duques altisonantes, Vulgo luciente no menos estúpido que el otro; Ya se resigna a ver pasar la vida tal sueño inconsistente Que el alba desvanece, a amar el rincón solo Adonde conllevar paciente su pobreza, Olvidando que tantos menos dignos que él, como la bestia ávida Toman hasta saciarse la parte mejor de toda cosa, Dejándole la amarga, el desecho del paria.
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Pero en la poesía encontró siempre, no tan sólo hermosura, sino ánimo, La fuerza del vivir más libre y más soberbio, Como un neblí que deja el puño duro para buscar las nubes
Traslúcidas de oro allá en el cielo alto. Ahora al reducto último de su casa y su huerto le alcanzan todavía Las piedras de los otros, salpicaduras tristes Del aguachirle caro para las gentes Que forman el común y como público son arbitro de gloria. Ni aún esto Dios le perdonó en la hora de su muerte. Decretado es al fin que Góngora jamás fuera poeta, Que amó lo oscuro y vanidad tan sólo le dictó sus versos. Menéndez y Pelayo, el montañés henchido por sus dogmas, No gustó de él y le condena con fallo inapelable. Viva pues Góngora, puesto que así los otros Con desdén le ignoraron, menosprecio Tras del cual aparece su palabra encendida Como estrella perdida en lo hondo de la noche, Como metal insomne en las entrañas de la tierra. Ventaja grande es que esté ya muerto Y que de muerto cumpla los tres siglos, que así pueden Los descendientes mismos de quienes le insultaban Inclinarse a su nombre, dar premio al erudito, Sucesor del gusano, royendo su memoria. Mas él no transigió en la vida ni en la muerte Y a salvo puso su alma irreductible Como demonio arisco que ríe entre negruras. Gracias demos a Dios por la paz de Góngora vencido; Gracias demos a Dios por la paz de Góngora exaltado; Gracias demos a Dios que supo devolverle (como hará con nosotros), Nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada.
PRIMAVERA VIEJA Ahora, al poniente morado de la tarde, En flor ya los magnolios mojados de rocío, Pasar aquellas calles, mientras crece La luna por el aire, será soñar despierto. El cielo con su queja harán más vasto Bandos de golondrinas; el agua en una fuente Librará puramente la honda voz de la tierra; Luego el cielo y la tierra quedarán silenciosos.
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En el rincón de algún compás, a solas Con la frente en la mano, un fantasma Que vuelve, llorarías pensando Cuan bella fue la vida y cuan inútil.
LOS ESPINOS Verdor nuevo los espinos Tienen ya por la colina, Toda de púrpura y nieve En el aire estremecida. Cuántos ciclos florecidos Les has visto; aunque a la cita Ellos serán siempre fieles, Tú no lo serás un día. Antes que la sombra caiga, Aprende cómo es la dicha Ante los espinos blancos Y rojos en flor. Vé. Mira.
MAGIA DE LA OBRA VIVA La primavera nórdica como el amor es falsa: Ya verde y tibia ayer, hoy helada y ventosa, Con el sol rezagado allá en opuestos climas Cuando creyó sentir su beso el cuerpo pálido. Mas posible es buscarlo a través de las nubes, Tal pescador del sur por el fondo marino La opaca luz redonda en la perla cuajada. ¿No dora siempre el sol los sueños de otro suelo?
Por el campo tranquilo los arrozales verdes Se mecen sobre el haz rosáceo de lagunas En un sopor caídas, que las grullas vigilan Volando agudamente entre nubes deshechas. Las terrazas del templo, con Abiertas a jardines, llevan al Recatado, adonde tras el velo Brillan clarividentes los ojos
vastas galerías santuario de sombras de un espejo.
El templo, los jardines y los campos En silencio y en calma brotan como Fraguada por el aire, a la que basta Del labio para hundir su ordenación
cercanos burbuja un soplo quimérica.
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Cercada por el mármol, el agua en los aljibes Refresca las corolas del loto y la champaca,
Nutriendo desde siglos el oloroso musgo Sobre losas, columnas, cornisas y tejados. Figuras esculpidas por los muros ondulan O extáticas se tienden, cercadas de las plantas Y animales amigos, tal si un poder celeste, Todavía alentando, en piedra las trocase. Pero las hizo un hombre nacido de esa tierra, Del lugar mismo, amigo tranquilo de la vida, Que las tardes perdía en ocio junto al río Y las noches ganaba amando un cuerpo hermoso. Todos le conocían, creían ya saberle, Con esa vaguedad que el nombre sabe al hombre, Cuando tras la labor sin prisa de los años Coronó su cincel la cornisa del templo. Después, ya envejecido, ocioso y solo iba A sentarse en terraza o jardín frente a las piedras Que pobló lentamente de seres a su imagen, Mirando cómo el tiempo los iba haciendo suyos. Un día, nadie sabe, se marchó, murió acaso. La lluvia, el sol., la nieve, el viento contemplaron La obra que él dejara viva sobre la tierra, Más fuerte que el olvido volviendo su hermosura. Y al alba temprana del estío, un campesino, Desnuda piel cobriza con quitasol de paja, Vio jinetes de sombra galopar por los lagos Tras las estrellas pálidas de la noche en derrota. Como aves desdeñosas cuando el hombre aparece, Escaparon las sombras en un vuelo hacia el templo, Que de púrpura y oro teñía el sol naciente, Fundiéndose a sus muros con quieto escalofrío. Quién le diera a tus versos, igualando a las sombras Que el campesino viera pisar su prado al alba, Para volver después al éxtasis inmóvil, Vivir sin ti y sin nadie, con vida entera y libre.
ELEGÍA ANTICIPADA
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Por la costa del sur, sobre una roca Alta junto a la mar, el cementerio
Aquél descansa en codiciable olvido, Y el agua arrulla el sueño del pasado. Desde el dintel, cerrado entre los muros, Huerto parecería, si no fuese Por las losas, posadas en la hierba Como un poco de nieve que no oprime. Hay troncos a que asisten fuerza y gracia, Y entre el aire y las hoias buscan nido Pájaros a la sombra de la muerte; Hay paz contemplativa, calma entera. Si el deseo de alguien, Dócil no halló la vida Puede cumplirse luego, Quieres estar allá solo
que en el tiempo a sus deseos, tras la muerte, y tranquilo.
Ardido el cuerpo, luego lo que es aire Al aire vaya, y a la tierra el polvo, Por obra del afecto de un amigo, Si un amigo tuviste entre los hombres. Y no es el silencio solamente, La quietud del lugar, quien así lleva Tu memoria hacia allá, mas la conciencia De que tu vida allí tuvo su cima. Fue en la estación cuando la mar y el cielo Dan una misma luz, la flor es fruto, Y el destino tan pleno que parece Cosa dulce adentrarse por la muerte. Entonces el amor único quiso En cuerpo amanecido sonreírte, Esbelto y rubio como espiga al viento. Tú mirabas tu dicha sin creerla. Cuando su cetro el día pasa luego A su amada la noche, aún más hermosa Parece aquella tierra; un dios acaso Vela en eternidad sobre su sueño.
Al alba el mar pulía vuestros cuerpo», Puros aún, como de piedra oscura;
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Entre las hojas fuisteis, descuidados De una presencia intrusa, y ciegamente Un labio hallaba en otro ese embeleso Hijo de la sonrisa y del suspiro.
La música a la noche acariciaba Vuestras almas debajo de aquel chopo. No fue breve esa dicha. ¿Quién pretende Que la dicha se mida por el tiempo? Libres vosotros del espacio humano, Del tiempo quebrantasteis las prisiones. El recuerdo por eso vuelve hoy Al cementerio aquel, al mar, la roca En la costa del sur: el hombre quiere Caer donde el amor fue suyo un día.
NOCHE DEL HOMBRE Y SU DEMONIO D: Vive la madrugada. Cobra tu señorío. Percibe la existencia en dolor puro. Ahora el alma es oscura, y los ojos no hallan Sino tiniebla en torno. Es ésta la hora cierta Para hablar de la vida, la vida tan amada. Si al Dios de quien es obra le reprochas Que te la diera limitada en muerte, Su don en sueños no malgastes. Hombre, despierta. H: Entre los brazos de mi sueño estaba Aprendiendo a morir. ¿Por qué me acuerdas? ¿Te inspira acaso envidia el sueño humano? Amo más que la vida este sosiego a solas, Y tú me arrancas de él, para volverme Al carnaval de sombras, por el cual te deslizas Con ademán profético y paso insinuante Tal ministro en desgracia. No quiero verte. Déjame. D: No sólo forja el hombre a imagen propia Su Dios, aún más se le asemeja su demonio. Acaso mi apariencia no concierte Con mi poder latente: aprendo hipocresía, Envejezco además, y ya desmaya el tiempo El huracán sulfúreo de las alas En el cuerpo del ángel que fui un día. En mí tienes espejo. Hoy no puedo volverte La juventud huraña que de ti ha desertado.
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H: En la hora feliz del hombre, cuando olvida, Aguzas mi conciencia, mi tormento; Como enjambre irritado los recuerdos atraes; Con sarcasmo mundano suspendes todo acto,
Dejándolo incompleto, nulo para la historia, Y luego, comparando cuánto valen Ante un chopo con sol en primavera Los sueños del poeta, susurras cómo el sueño Es de esta realidad la sombra inútil. D: Tu inteligencia se abre entre el engaño: Es como flor a un viejo regalada, Y a poco que la muerte se demore, Ella será clarividente un día. Mas si el tiempo destruye la sustancia, Que aquilate la esencia ya no importa. Ha sido la palabra tu enemigo: Por ella de estar vivo te olvidaste. H: Hoy me reprochas el culto a la palabra. ¿Quién si no tú puso en mí esa locura? El amargo placer de transformar el gesto En son, sustituyendo el verbo al acto, Ha sido afán constante de mi vida. Y mi voz no escuchada, o apenas escuchada, Ha de sonar aún cuando yo muera, Sola, como el viento en los juncos sobre el agua. D: Nadie escucha una voz, tú bien lo sabes. ¿Quién escuchó jamás la voz ajena Si es pura y está sola? El histrión elocuente, El hierofante vano miran crecer el corro Propicio a la mentira. Ellos viven, prosperan: Tú vegetas sin nadie. El mañana ¿qué importa? Cuando a ellos les olvide el destino, y te recuerde, Un nombre tú serás, un son, un aire. H: Me hieres en el centro más profundo, Pues conoces que el hombre no tolera Estar vivo sin más: como en un juego trágico Necesita apostar su vida en algo, Algo de que alza un ídolo, aunque con barro sea, Y antes que confesar su engaño quiere muerte. Mi engaño era inocente, y a nadie arruinaba Excepto a mí, aunque a veces yo mismo lo veía.
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D: Siento esta noche nostalgia de otras vidas. Quisiera ser el hombre común de alma letárgica Que extrae de la moneda beneficio, Deja semilla en la mujer legítima, Sumisión cosechando con la prole, Por pública opinión ordena su conciencia Y espera en Dios, pues frecuentó su templo.
H: ¿Por qué de mí haces burla duramente? Si pierde su sabor la sal del mundo Nada podrá volvérselo, y tú no existirías Si yo fuese otro hombre más feliz acaso, Bien que no es la cuestión el ser dichoso. Amo el sabor amargo y puro de la vida, Este sentir por otros la conciencia Aletargada en ellos, con su remordimiento, Y aceptar los pecados que ellos mismos rechazan. D: Pobre asceta irrisorio, confiesa cuánto halago Ofrecen el poder y la fortuna: Alas para cernerse al sol, negar la zona En sombra de la vida, gratificar deseo?, Con dúctil amistad verse fortalecido, Comprarlo todo, ya que todo está en venta, Y contemplando la miseria extraña Hacer más delicado el placer propio. H: Dos veces no se nace, amigo. Vivo al gusto De Dios. ¿Quién evadió jamás a su desfino? El mío fue explorar esta extraña comarca, Contigo siempre a zaga, subrayando Con tu sarcasmo mi dolor. Ahora silencio, Por si alguno pretende que me quejo: es más digno Sentirse vivo en medio de la angustia Que ignorar con los grandes de este mundo, Cerrados en su limbo tras las puertas de oro. D: Después de todo, ¿quién dice que no sea Tu Dios, no tu demonio, el que te habla? Amigo ya no tienes sino es éste Que' te incita y despierta, padeciendo contigo. Mas mira cómo el alba a la ventana Te convoca a vivir sin ganas otro día. Pues el mundo no aprueba al desdichado, Recuerda la sonrisa y, como aquel que aguarda, Álzate y ve, aunque aquí nada esperes.
RIO VESPERTINO
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Dejando atrás el claustro, donde suenan Ecos de voces nuevas y nonatas, Por la vereda del molino viejo Se llega al río, en cuya margen hay Edificios de ámbar ceniciento, Barcas ociosas que el verano esperan
Por la corriente estrecha, entre los juncos Y estos olmos de hermosura increíble. Está todo abstraído en una pausa De silencio y quietud. Tan sólo un mirlo Estremece con el canto la tarde. Su destino es más puro que el del hombre Que para el hombre canta, pretendiendo Ser voz significante de la grey, La conciencia insistente en esa huida De las almas. Contemplación, sosiego, El instante perfecto, que tal fruto Madura, inútil es para los otros, Condenando al poeta y su tarea De ver en unidad el ser disperso, El mundo fragmentario donde viven. Sueño no es lo que al poeta ocupa, Mas la verdad oculta, como el fuego Subyacente en la tierra. Son los otros, Traficantes de sueños infecundos, Quienes despiertan en la muerte un día, Pobres al fin. ¿De qué le vale al hombre Ganar su vida mientras pierde el alma, Si sólo un pensamiento vale el mundo? Desatendido queda por los otros El sentido profundo del trabajo Que ocupó con amor a tantas vidas, No que el amor así perdido busque Elogio corruptor, honor innoble, Pero amor en amor quiere moneda, Aunque sólo en amar halla su precio. Alguno en tiempos idos se acogía Al muro propio, al libro y al amigo, Mas ahora vería roto el muro, Vacío el libro y el amigo inútil. Aquéllos son los más, tienen la tierra
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Y apenas si un rincón queda asignado Para el poeta, como muerto en vida. Es la patria madrastra avariciosa, Exigiendo el sudor, la sangre, el semen A cambio del olvido y del destierro. No importa la existencia, el tiempo dado Para justificarla, así se muere No de una muerte actual, sino futura. El alma, adoctrinada en hecatombes, Del gobierno de Dios ya descreída, Político eficaz oree al demonio. Verdad es vehemencia de la masa, Gloria es complicidad en algo impuro;
Ajado en toda cosa está el encanto, El fruto deseado amarga ahora Y un círculo de sombra encierra al día. Con tácita premura en cada ciclo La primavera acerca más la muerte Y adondequiera que los ojos miren Memoria de la muerte sólo encuentran. Pero desesperada la esperanza Insiste al revivir la savia nueva, Con frágil insistencia, como en marzo La campanilla blanca rompe el suelo Desolado por el cierzo y la escarcha. ¿Es del suelo la flor, o acaso al aire Debe forma, color, gracia y aroma? Sin raíz, es mejor. La tierra pide Demasiado, y el aire es generoso Hacia las criaturas de este suelo, Cuando el camino de la luz procura Su oscura fe. Aquella cosa importa De cuya fe conocimiento viene, Piedra angular de las generaciones Que labraron con fe lo no creído, Seguros, no en las cosas que veían, Pues fe no necesita lo visible; Fe, contra toda razón, es algo ciego, Sombra del pensamiento aquietadora. Si la voz del poeta no es oída, ¿Sino mejor no es para el poeta? Del hombre aprende el hombre la palabra, Mas el silencio sólo en Dios lo aprende. En la paz vespertina, más humilde Que el júbilo animal a la mañana, Lo renunciado es poseído ahora, Cuando la luz su espada ya depuso En el tiempo sin tiempo, consumando La identidad del día y de la noche. El viento fantasmal entre los olmos Las hojas idas mueve y las futuras. Está darmido el mirlo. Las estrellas No descienden al agua todavía.
VEREDA DEL CUCO
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Cuántas veces has ido en otro tiempo Camino de esta fuente, Buscando por la senda oscura Adonde mana el agua,
Para quedar inmóvil en su orilla, Mirando con asombro mudo Cómo allá, entre la hondura, Con gesto semejante aunque remoto, Surgía otra apariencia De encanto ineludible, Propicia y enemiga, Y tú la contemplabas, Como aquel que contempla Revelarse el destino Sobre la arena en signos inconstantes. Un desear atávico te atrajo Aquí, madura la mañana, Niño ya no, ni hombre todavía, Con nostalgia y pereza De la primera edad lenta en huirnos; E indeciso tu paso se detuvo, Distante la corriente, Mas su rumor cercano, Hablando ensimismada, Pasando reticente, Mientras por esa pausa tímida aprendías A conocer tu sed aún inexperta, Antes de que los labios la aplacaran En extraño dulzor y en amargura.
Tal si fuese la vida Lo que el amante busca, Cuántas veces pisaste Este sendero oscuro Adonde el cuco silba entre los olmos, Aunque no puede el labio
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Vencido el niño, el hombre que ya eras Fue al venero, cuyo fondo insidioso Recela la agonía, La lucha con la sombra profunda de la tierra Para alcanzar la luz, y bebiste del agua, Tornándose tu sed luego más viva, Que la abstinencia supo Darle fuerza mayor a aquel sosiego Líquido, concordante De tu sed, tan herido De ella como del agua misma, Y entonces no pudiste Desertar la vereda Oscura de la fuente.
Beber dos veces de la misma agua, Y al invocar la hondura Una imagen distinta respondía, Evasiva a la mente, Ofreciendo, escondiendo La expresión inmutable, La compañía fiel en cuerpos sucesivos, Que el amor es lo eterno y no lo amado. Para que sea perdido, Para que sea ganado Por su pasión, un riesgo Donde el que más arriesga es que más ama, Es el amor fuente de todo; Hay júbilo en la luz porque brilla esa fuente, Encierra al dios la espiga porque mana esa fuente, Voz pura es la palabra porque suena esa fuente, Y la muerte es de ella el fondo codiciable. Extático en su orilla, Oh tormento divino, Oh divino deleite, Bebías de tu sed y de la fuente a un tiempo, Sabiendo a eternidad tu sed y el agua. No importa que la vida Te desterrara de esa orilla verde, Su silencio sonoro, Su soledad poblada; Lo que el amor te ha dado Contigo ha de quedar, y es tu destino, En el alba o la noche, En olvido o memoria; Que si el cuerpo de un día Es ceniza de siempre, Sin ceniza no hay llama, Ni sin muerte es el cuerpo Testigo del amor, fe del amor eterno, Razón del mundo que rige las estrellas.
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Como flor encendidas, Como el aire ligeras, Mira esas otras formas juveniles Bajo las ramas donde silba el cuco, Que invocan hoy la imagen Oculta allá en la fuente, Como tú ayer; y dudas si no eres Su sed hoy nueva, si no es tu amor el suyo, En ellos redivivo,
Aquel que desde el tiempo inmemorable, Con un gesto secreto, En su pasión encuentra Rescate de la muerte, Aceptando la muerte para crear la vida. Aunque tu día haya pasado, Eres tú, y son los idos, Quienes por estos ojos nuevos buscan En la haz de la fuente La irealidad profunda, Intima y perdurable; Eres tú, y son los idos, Quienes por estos cuerpos nuevos vuelven A la vereda oscura, Y ante el tránsito ciego de la noche Huyen hacia el oriente, Dueños del sortilegio, Conocedores del fuego originario, La pira donde el fénix muere y nace. [De Como quien espera el Alba (1941-44).]
EL RETRAÍDO Como el niño jugando Con desechos del hombre, Un harapo brillante, Papel coloreado o pedazo de vidrio, A los que su imaginación da vida mágica, Y goza y canta y sueña A lo largo de días que las horas no miden, Así con tus recuerdos.
Vivir contigo quieres Vida menos ajena que esta otra, Donde placer y pena No sean accidentes encontrados, Sino faces del alma
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No son como las cosas De que cerciora el tacto, Que contemplan los ojos; De cuerpo más aéreo Que un aroma, un sonido, Sólo tienen la forma prestada por tu mente, Existiendo invisibles para el mundo Aun cuando el mundo para ti lo integran.
Que refleja el destino Con la fidelidad trasmutadora De la imagen brotando en aguas quietas. Esperan tus recuerdos El sosiego exterior de los sentidos Para llamarte o para ser llamados, Como esperan las cuerdas en vihuela La mano de su dueño, la caricia Diestra, que evoca los sonidos Diáfanos, haciendo dulcemente De su poder latente, temblor, canto. Vuelto hacia ti prosigues El divagar enamorado De lo que fue tal como ser debiera, Y así la vida pasas, Morador de entresueños, Por esas galerías Donde a la luz más bella hace la sombra Y donde a la memoria más pura hace el olvido. Si morir fuera esto, Un recordar tranquilo de la vida, Un contemplar sereno de las cosas, Cuan dichosa la muerte, Rescatando el pasado Para soñarlo a solas cuando libre, Para pensarlo tal presente eterno, Como si un pensamiento valiese más que el mundo.
EL POETA
Mucho nos dicen, desde el pasado, voces Ilustres, ascendientes de la palabra nuestra, Y las de lengua extraña, cuyo acento Experiencia distinta nos revela. Mas las cosas, El fuego, el mar, los árboles, los astros, Nuevas siempre aparecen.
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La edad tienes ahora que él entonces, Cuando en el tiempo de la siembra y la danza, Hijos de anhelo moceril que se despierta, Tu sueño, tu esperanza, tu secreto, Aquellos versos fueron a sus manos Para mostrar y hallar signo de vida.
Nuevas y arcanas, hasta que al fin traslucen Un día en la expresión de aquel poeta Vivo de nuestra lengua, en el contemporáneo Que infunde por nosotros, Con su obra, la fe, la certidumbre Maga de nuestro mundo visible e invisible. Con reverencia y con amor así aprendiste, Aunque en torno los hombres no curen de la imagen Misteriosa y divina de las cosas, De él, a mirar quieto, como Espejo, sin el cual la creación sería Ciega, hasta hallar su mirada en el poeta. Aquel tiempo pasó, o tú pasaste, Agitando una estela temporal ilusoria, A donde estaba él, cuando tenía La misma edad que hoy tienes: Lo que su fe sabía y la tuya buscaba, Ahora has encontrado. Agradécelo, pues, que una palabra Amiga mucho vale En nuestra soledad, en nuestro breve espacio De vivos, y nadie sino tú puede decirle, A aquel que te enseñara a dónde y cómo crece: Gracias por la rosa del mundo. Para el poeta hallarla es lo bastante, E inútil el renombre u olvido de su obra, Cuando en ella un momento se unifican, Tal uno son amante, amor y amado, Los tres complementarios luego y antes dispersos: El deseo, la rosa y la mirada.
EL CESAR Isla, en su roca escarpada inaccesible, Segura; sola morada para el César, como El César sólo sed para morar en ella. En torno a las columnas adelfas y cipreses Mojados y olorosos; abajo el mar insomne; Encima el aire, el aire que no oprime Sobre mí. Y el clima ilimitado de un estío.
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Todo aquí en soledad, a solas Como conciencia en alta noche,
Mas libre de su angustia. Seguro Estoy de que la faz humana, ya insoportable Tiranía, no romperá esta magia. La ciudad está lejos, y un sueño es su memoria, De cuya irrealidad tranquilizado Soy capaz de contento todavía. Conmigo estoy, yo el César, dueño Mío, y en mí del mundo. Mi dominio De lo visible abarca a lo invisible, Cerniendo como un dios pues que divino soy Para el temor y el odio de humanas criaturas, Las dos alas gemelas del miedo y la esperanza. Pero ¿es cierta esta calma? ¿No hay zozobra Entre las ramas de un puñal al acecho? Lejos aún está la madrugada Con su insomnio tenaz, o su visita De horribles sueños, que me cuestan Lágrimas y gemidos. Mas no debo Pensar en eso, sino mirar las rosas Cándidas y lascivas, como las criaturas Que a mi placer atienden, con delicia Absorbente y feroz, digna del viejo César. Para el placer soy viejo. Quiero a veces, Junto a la pubertad rendida, replicarla Con forma tan perfecta. Todavía un impulso Generoso; no: mejor abatirla (La insolencia dorada del cabello, Los miembros lisos desdeñosos, El ágV movimiento esquivo), Humillarla, mientras repto por ella, Como babosa sobre pétalo nuevo, Mordiendo sin aliento, en arrebato De rencor placentero, de gozo degradante. Al besar una boca, el pensamiento De que aquella cabeza caería Si una palabra digo, aún extiende Mi gozo más allá de sus fronteras Naturales. ¿Acaso al cuerpo de que se goza Una tortura no imponemos? ¿Un eco no es el gozo Corporal nuestro del instinto De crueldad, que adentro duerme?
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Acaso no soy viejo. Algún instante Siento la juventud en mí, plena, sin tiempo, Como jamás lo fuera en su tiempo caduco;
Juventud que valora su calidad preciosa. Y los años vividos no parecen Aminorarla, antes acrisolarla Por su cénit perfecto. Mas luego, en otro Instante, el tiempo con su apremio extrema La carga que doblega y que pretendo Arrojar. Ilusiones aún: la vida es otra cosa. Cuando en tregua fugaz, calmados cuerpo y mente, Quieto bajo la lana cálida y ligera, A oscuras, oigo en mi yacija La lluvia, el surtidor, el oleaje, Batiendo contra el mármol o la roca, Resucitar parecen las aguas del pasado, Que vuelven y me ahogan, lentas, irreprimibles. ¿Sería así la vida que puras me auguraban? Si tuerce el sino de un amor primero, Todo es deforme entonces; Y acaso yo vengara largamente Que la razón de Estado me forzase, Traicionando el deseo de mis entrañas Por el capricho lujurioso de una loca. Pero aun así, ¿la saciedad no acecha Todo, al amor y al capricho? ¿A qué culpar de nada a nadie? Propósitos perdidos del mozo generoso A quien temple y destino hostigan de consuno. Cuando laurel y púrpura eran gratos Tras hazaña de armas o de togas, Que las picas de hierro y el bronce de los haces Orillan. Cuando marfil y cedro iban Entre la multitud mecidos, Como nave entre olas, al estruendo De las gargantas agrias, donde suena La música brutal del populacho, Cuyo admirar y odiar ciego confunde. El poder, ¿quién lo habrá conocido Como yo? En el terror de otros, En su codicia insinuante, Que asoman a los ojos, traicionando Asumida confianza o largueza; En la tácita oferta de todo el ser, en alma Y cuerpo, lo terreno y lo celeste, Pues hasta el hierofante con los dioses trafica.
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El poder, ¿quién ha de conocerlo
Como yo? El poder que corrompe Espíritu, como una enfermedad oculta Corrompe carne. Pero aun así, divino Es, que aislado me destina A ver las criaturas allá lejos, Lo mismo que las ve el águila en el aire. Grandeza corrompida que arrastra y que levanta, Mantiene en equilibrio este mortal residuo De mi existir, tan desmedido y flaco. Mas suena sigilosa una pisada, La seda reticente en la cortina; Me obsesiona un rumor inexistente A toda hora. El poder no corrompe, Enloquece y aisla. Acecha alguno En el vestíbulo, viniendo en busca Del anillo. Mis guardas me protegen, Que nadie pueda entrar. Acaso están vendidos. Tan débil yo, el victorioso, tanto, Que el peso de una pluma aterra a mi garganta. Es la sangre, tanta sangre vertida; Su rumor ¿no sube por los aires, Clamando en vano? Tanta muerte, De amigos y de extraños, administrada con veneno O con puñal; súbita asombrando O demorada, por mejor conocerla. ¿Amigos, dije? Amante o familiar, extraños todos. Cuando mis manos flaccidas contemplo Al fuego de las hachas (ah, las brasas Del nuevo terremoto: rojas están, y las creía Yertas), que inquietan más que alumbran la nocturna Calma del camarín, ningún rocío de sangre Las colora: muertas parecen, e inocentes. Inocentes, lavadas en su blancura vieja, Como las de una virgen que hilara y que rezara Ajena al mundo, al animal espasmo Emparejado. En vano las pregunto; no conocen Ellas ni nadie el beneficio de la sangre vertida. La víctima provoca al verdugo inocente, Y la sangre no acusa, la sangre es beneficio Mayor, necesaria igual que el agua es a la tierra.
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[De Vivir sin estar viviendo (1944-49).]
LIMBO A Octavio Paz La plaza sola (gris el aire, Negros los árboles, la tierra Manchada por la nieve), Parecía, no realidad, mas copia Triste sin realidad. Entonces, Ante el umbral, dijiste: Viviendo aquí serías Fantasma de ti mismo. Inhóspita en su adorno Parsimonioso, porcelanas, bronces, Muebles chinos, la casa Oscura toda era, Pálidas sus ventanas sobre el río, Y el color se escondía En un retablo español, en un lienzo Francés, su brío amedrentando. Entre aquellos despojos, Provecto, el dueño estaba Sentado junto a su retrato Por artista a la moda en años idos, Imagen fatua y fácil Del dilettante, divertido entonces Comprando lo que una fe creara En otro tiempo y otra tierra. Allí con sus iguales, Damas imperativas bajo sus afeites, Caballeros seguros de sí mismos, Rito social cumplía, Y entre el diálogo moroso, Tú oyendo a alguien que dijo: «Me ofrecieron La primera edición de un poeta raro, Y la he comprado», tu emoción callaste.
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Así, pensabas, el poeta Vive para esto, para esto Noches y días amargos, sin ayuda De nadie, en la contienda A donde, como el fénix, muere y nace, Para que años después, siglos Después, obtenga al fin el displicente Favor de un grande de este mundo.
Su vida ya puede excusarse, Porque ha muerto del todo; Su trabajo ahora cuenta, Domesticado para el mundo de ellos, Como otro objeto vano, Otro ornamento inútil; Y tú cobarde, mudo Te despediste ahí, como el que asiente, Más allá de la muerte, a la injusticia. Mejor la destrucción, el fuego.
LA POESÍA Para tu siervo el sino le escogiera, Y absorto y entregado, el niño ¿Qué podía hacer sino seguirte? El mozo luego, enamorado, conocía Tu poder sobre él, y lo ha servido Como a nada en la vida, contra todo. Pero el hombre algún día, al preguntarse: La servidumbre larga qué le ha deparado, Su libertad envidió a uno, a otro su fortuna, Y quiso ser él. mismo, no servirte Más, y vivir para sí, entre los hombres. Tú le dejaste, como a un niño, a su capricho. Pero después, pobre sin ti de todo, A tu voz que llamaba, o al sueño de ella, Vivo en su servidumbre respondió: «Señora».
SOLEDADES ¿Para qué dejas tus versos, Por muy poco que ellos valgan, A gente que vale menos?
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Tú mismo, que así dices, Vales menos que ninguno, Cuando a callar no aprendiste.
Adonde si un eco encuentran Repite lo que no sabe. [De Con las horas contadas (1950-56).]
MÚSICA CAUTIVA A dos voces «Tus ojos son los ojos de un hombre enamorado; Tus labios son los labios de un hombre que no cree En el amor.» «Entonces dime el remedio, amigo, Si están en desacuerdo realidad y deseo.»
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[De Sin título, inacabada (1956).]
BIBLIOGRAFÍA SOBRE CERNUDA
Adelantamos aquí una de las secciones de la «Bibliografía cernudiana» (medio millar de entradas) reunida por Carlos-Peregrín Otero, que se publicará completa como apéndice a su libro en preparación La poesía de Luis Cernuda. 1927. 1.
ANÓNIMO [LLUIS MONTANYA ( ? ) ] :
[Reseña sobre Perfil del Aire], L'Amic de les Arts; gaceta de Sitges. 2. 3.
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A[YALA], F[RANCISCO]:
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BERGAMlN, JOSÉ:
«El idealismo andaluz», Ibid., 11 (1 junio), p. 7. 5.
SALAZAR y CHAPELA, E . :
«Perfil del Aire», El Sol (Madrid), 18 mayo, p. 2. 1928. 6.
MADARIAGA, SALVADOR DE:
«Notas españolas: Un rato con Carmen», El Sol, 1 abril, p. 4. (Folletones de El Sol.) 1930. 7.
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La poesía española contemporáneo, Ibero-Americana, ginas 123-25.
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JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN:
«Luis Cernuda», Héroe, núm. 4.—Caricatura Hrica núm. 61 del libro Españoles de tres mundos, Losada, 1942, pp. 163-64, en la sección «Estetas de limbo». 10.
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«Homenaje al poeta Luis Cernuda», El Sol, núm. 5822 (domingo, 19 abril), p. 6. 15.
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«El homenaje a Luis Cernuda: García Lorca leyó un bello trabajo sobre el poeta y su obra», El Sol, núm. 5823 (21 abril), p. 2.—Reproduce Integro el trabajo recogido en F. GARCfA LORCA: Obras completas, Aguilar, 1954, pp. 4850, y en Cántico (Córdoba), 9-10 (1955), pp. 5-6. 16.
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«Con la inmensa minoría».—«Critica», El Sol, núm. 5828, [domingo], 26 abril, p. 4.—(Reproducido en Excelsior [México], 10 agosto 1958.) 19.
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Advertencia.—Los números 89 y 129 van, por descuido, en el año de la segunda edición. Los números 107 a 118 debieran remitir al número 106. El número 113 es una reproducción parcial del número 70, y no debiera figurar aparte.
Se acabó de imprimir este Homenaje a Luis Cernuda el día 15 de noviembre de 1962, en los talleres gráficos de Pascual Quiles, Grabador Esteve, 19, Valencia. Cuidó de la
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