Enrique Casal Chapi. Coincidentes, por única y última vez, por así decirlo, bajo el techo patrio. Dos reuniones merecen ser señaladas. De una de ellas surgió "Hora de España": cuya idea mater se debe a Dieste; el título a Moreno Villa que, con Bergamín, dio su asentimiento a la idea. El ministerio de Propaganda cuyo titular era, entonces, un alicantino, Carlos Esplá, financió el proyecto, y la revista quedó en nuestras manos -en las de los que pasaban por ser la última promoción literaria-, sin que hubiéramos de quejarnos de presión alguna que menguara la libertad de que disponíamos, aunque, entre bastidores, las irremediables pugnas partidistas, nos tacharan de esto y aquello, y así si unos nos tenían por estetas, otros por comunistas, aunque los propios comunistas, si tomaban partido en la cuestión, lo hacían colocándonos el marchamo del trotskismo que servía entonces para designar algo vago, heterodoxo y condenable. De cualquier modo que fuera, realizamos una labor, que penetrada del espíritu de aquellos días combatientes, trazaba un puente provisional, estoy hablando desde el punto de vista de la vida del espíritu, entre el pasado, que se quedaba irremediablemente atrás, y el futuro del que, aunque esperanzado, nadie hubiera podido asegurar su forma. Durante algo mas de dos años, la revista salía de la imprenta cada primero de mes. Su primer secretario fue Antonio Sánchez Barbudo, cuyas directrices no hice más que tratar de cumplir, con menos eficacia por mi parte, cuando tuvo que incorporarse,
por la llamada de su quinta, al frente; llegado, a su vez, mi turno, Emilio Prados se encargó de sustituirme. Tipográficamente llevaba la firma de Altolaguirre; su portada, plena de nobleza, y las viñetas de Gaya, que consiguieron popularizar un estilo extraselecto de improvisación, seguirán dando la nota dominante de lo que quisimos salvar a través de la tolvanera de tanta pasión legítima y tanto error humano. La segunda reuni6n a que aludí, fue debida a la llegada de Alberti que los acontecimientos habían sorprendido en Ibiza, y que, con su mujer, tuvo que improvisar una escapatoria formal, puesto que las Baleares, paraíso marcadamente conservador, hubieran podido resultar, para él, un paredón trágico. Los invité a merendar si es que podía llamarse así lo que, en casa, prepararon al efecto. La ilusión nos la daba, más bien, la cristalería y un centro de rosas bermejas. Bebimos, claro, vino. Aquella noche, Cernuda decía, a quien quería oírle, que había tomado en mi casa unos excelentes bocadillos de tomate y que no necesitaba cenar; tales extremos de frugalidad habíamos alcanzado. Los Alberti, como se les llamaba, formaban una pareja grata a la vista -más representativa que precisamente simpática, diría yo-, ya que si ella era una mujer indudablemente bonita, Rafael poseía rasgos clásicos, coronados por una cabellera que dejándole la ancha frente al descubierto le daban como fondo, al perfil, un recorte de medallón. Siempre advertí en él una cierta tristeza que contenían sus párpados y una pro-