Cuentos de Lovecraft

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Lovecraft

Cinco relatos insólitos

devuélvalo y tome otro.

f u n d a c i ó n g i l b e r t o a l z at e av e n d a ñ o

muchos como usted. Por eso, cuando termine,

howard phillips lovecraft

Es para que usted lo lea y para que lo lean

Cinco relatos insólitos

libro al viento

Alcaldía Mayor d e Bogotá S e cr e ta r í a d e C ult ura , R ec r eac i ó n y D ep o r te S e cr e ta r í a d e E d ucac i ó n F undaci ó n G i lb e r to A l z ate Av en da ñ o

Howard Phillips

Este es un «Libro al viento».


para la calidad de la educación" y de la "Herramienta para la vida: aprender a leer y a escribir correctamente".

Lovecraft

del proyecto "Transformación pedagógica

Cinco relatos insólitos

desde todas las áreas y grados, en el marco

S e c r e ta r í a d e E d u c a c i ó n

de aprendizaje de la lectura y la escritura

howard phillips lovecraft

maestros y maestras que lideran los procesos

Cinco relatos insólitos

libro al viento

Alcaldía Mayor d e Bogotá S e cr e ta r í a d e C ult ura , R ec r eac i ó n y D ep o r te S e cr e ta r í a d e E d ucac i ó n F undaci ó n G i lb e r to A l z ate Av en da ñ o

Howard Phillips

Este "Libro al viento" será trabajado por los


libro al viento

U n a ca m pa ñ a de f o m en to a l a lectur a creada por l a S e c r e t a r í a d e Cu l t u r a Recreación y Deporte y l a Secr e ta r í a d e Ed u c aci ó n e i m p u l s a d a p o r l a Fu n d a c i ó n G i l b erto A l z at e Av en da ñ o


Alcaldía Mayor de Bogotá Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte Secretaría de Educación del Distrito Fundación Gilberto Alzate Avendaño


Howard Phillips

Lovecraft

Cinco relatos ins贸litos Traducidos del ingl茅s por Catalina Holgu铆n Selecci贸n y nota introdcutoria de Julio Paredes Castro


alcaldía mayor de bogotá Samuel Moreno Rojas alcalde mayor de bogotá Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte Catalina Ramírez Vallejo se c r e t a r i a d e cu l t u r a , re c r e a c i ó n y de p o r t e Secretaría de Educación del Distrito Abel Rodríguez Céspedes secretario de educación Jaime Naranjo Rodríguez subsecretario académico Ignacio Abdón Montenegro Aldana director de gestión institucional Virginia Torres Montoya subdirectora de medios educativos Roberto Puentes Quenguán dinamizador plan distrital de lectura y escritura Fundación Gilberto Alzate Avendaño Ana María Alzate Ronga directora Julián David Correa Restrepo gerente área de literatura

© De esta edición: Fundación Gilberto Alzate Avendaño, 2008

www.fgaa.gov.co

© Traducción: Catalina Holguín

Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso del editor.

isbn 978-958-8471-05-1

Asesor editorial: Julio Paredes Castro

Coordinadora de publicaciones: Pilar Gordillo

Diseño gráfico: Olga Cuéllar + Camilo Umaña

Impreso en Bogotá por la Imprenta Distrital


7 Introducción 13

La música de Erich Zann

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L A DEC L ARAC I Ó N DE RAND O L P H CAR T E R

40

DA G Ó N

50

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EL COLOR QUE V I N O DE L ES P AC I O

E L á r b ol

Contenido



i n t rodu c c ión

“la más antigua y poderosa emoción de la humanidad es el miedo y la más antigua y poderosa clase de miedo es el miedo a lo desconocido”. Con estas frases iniciaba Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) su reconocido ensayo El horror sobrenatural en la literatura, donde hacía un detallado recorrido histórico y temático de algunos de los autores y corrientes más significativos en los géneros del cuento de terror, la novela gótica, la literatura de lo macabro y de la tradición sobrenatural, en varios ejemplos de la literatura anglosajona del siglo xix y comienzos del XX. La sentencia sin duda podría servir para intentar una fugaz definición tanto de la misma obra de Lovecraft como de su biografía, armada esta última sobre una serie de rasgos personales que bordearon la fábula y el absurdo. Así, por una parte, el lector que se adentre en la literatura de Lovecraft, no muy extensa por lo demás, encontrará que en sus relatos y novelas breves hay un constante esfuerzo por acercarse, definir y darle forma a eso que él llamaba lo “desconocido”, como esencia del terror máximo, encarnado en una innumerable serie de criaturas y mundos anteriores

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al tiempo, al espacio, a la imaginación, al lenguaje, a la lógica de los hombres y, por lo tanto, anteriores a la comprensión y al pensamiento humanos. Y es precisamente en este esfuerzo de expresar lo inexpresable donde reside el estilo tan particular de la literatura de Lovecraft, como sin duda lo podrá intuir el lector de Libro al viento en los siguientes cinco relatos. Tan insólita como sus argumentos literarios, la biografía de Lovecraft está plagada también de fantasmas y contradicciones existenciales, esquivos a la comprensión como los seres ocultos que acechan desde el más allá, y que lo convirtieron en un individuo casi lisiado para habitar el espacio y el tiempo inmediatos que le tocó vivir. Incapaz de llevar a cabo cualquier oficio práctico que le ayudara a paliar la creciente pobreza, de sostener una relación sentimental duradera, Lovecraft desconfió hasta poco antes de su muerte de la multiplicidad evidente de la vida, en especial, de la multiplicidad de individuos y ascendencias que poblaban el mundo a su alrededor, convencido de la ilusoria superioridad aria que dominaba la sociedad segregada de su época. Al final, la realidad cotidiana se constituyó para Lovecraft en el territorio de lo desconocido, quizás más desfigurado y aterrador que ese otro que le dictó la imaginación.

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Hijo único, Lovecraft nació en Providence, capital de Rhode Island, en el seno de una tradicional familia de Nueva Inglaterra, con ancestros que, según él mismo, se remontaban a los primeros pobladores de origen británico en América y que lo llevó al convencimiento de pertenecer a un linaje de especial categoría. Niño precoz, ateo por convicción desde los cinco años, y lector voraz de novelas fantásticas y de aventuras, perdió a su padre a los ochos años y quedó bajo la rigurosa tutela de su madre y dos tías maternas que lo sometieron a una infancia y una juventud en las que no sólo prevaleció el puritanismo austero sino una reclusión casi total; aislamiento que lo convirtió en una criatura extraña y al que se sumaron el temprano desdén por el mundo diurno fuera de la casa, una constitución enfermiza (con la rara afección, entre otras, de no poder mantener constante la temperatura del cuerpo) y una educación escolar irregular que frustró su primer sueño de graduarse como astrónomo profesional. A raíz de la muerte del abuelo materno en 1904, la situación económica de la familia inició un lento pero constante declive, condición que a la postre influyó en muchos de los terrores y frustraciones sociales de Lovecraft, como el de quedar y convivir al mismo nivel de los sectores empobrecidos de los inmigrantes, por ejemplo,

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a quienes no los protegía la ilusión de esa estirpe nativa aristocrática con derechos innatos, convirtiéndose así en foco principal de su racismo. En 1921 murió su madre y, además de perder a su único interlocutor válido con el mundo de los otros, Lovecraft, que llevaba varios años escribiendo y colaborando como corrector aficionado para algunas revistas dedicadas a la literatura fantástica y de horror, decidía abandonar cualquier pretensión de convertirse en escritor profesional, aunque ya había escrito cuentos como “Dagon” (1917), “Beyond the wall of sleep” (1919), “The Statement of Randolph Carter” (1919), “The Tree” (1920), “The Music of Erich Zann” (1921), para mencionar algunos con los que ahora se encontrará el lector. Sin embargo, este es en el año de 1921 en el que aparecían los primeros relatos, como “Nameless City”, por ejemplo, publicados principalmente en la revista Weird Tales, que darían forma posterior a dos de los temas y estructuras sobre las que terminó por distinguirse su obra: los llamados Mitos de Cthulhu y el famoso y terrible libro Necromicon del loco árabe Abdul Alhazred, de donde provienen el horror invisible, las sombras del abismo y del caos, y la cosmogonía de los “dioses exteriores y primigenios”, así como los escenarios míticos de Dunwich y Arkham.

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Simultáneo a la aparición de los universos de Cthulhu y Necromicon, Lovecraft iniciaba una correspondencia que alcanzó, según cálculos, el asombroso número de cien mil cartas, y alrededor de las cuales terminó por formarse el llamado Círculo de Lovecraft que acogió a varios escritores como Robert Howard, August Derleth (quien acuñó el título de los Mitos de Cthulhu), Clark Aston Smith y Robert Bloch, autores de una literatura paralela a la de Lovecraft, armada con los elementos temáticos y poéticos creados por él. 1921 también fue el año cuando Lovecraft conoció a Sonia Greene, con quien se casó en 1924, para separarse dos años más tarde, en un matrimonio previsiblemente irregular y poco feliz, que significó el único encuentro físico y terrenal de Lovecraft con una mujer. Un fracaso adicional que agudizó su misantropía y la paradoja de llevarlo a escribir sus relatos más apreciados, como “The Call of Cthulhu” (1926), “The Case of Charles Dexter Ward” (1927), “The Colour Out of Space” (1927), “History of Necromicon” (1927) o “The Dunwich Horror” (1928). De regreso a Providence en 1927, Lovecraft continuó la convivencia con sus dos tías y murió diez años más tarde una mañana de marzo a consecuencia de múltiples complicaciones de un cáncer intestinal.

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Lovecraft nunca vio en vida sus cuentos publicados en forma de libro (fue August Derleth quien primero recogió y publicó parte de su obra a manera póstuma) y de su nombre sólo supieron sus amigos y seguidores más cercanos. Aunque su literatura ha enfrentado la arremetida de una crítica purista, como gran parte de la literatura de terror, desvirtuando su retórica y sus abstracciones, Lovecraft cuenta hoy con un prestigio incuestionable para lectores en muchas lenguas y ha alcanzado un destino también insólito para cualquier escritor: ser adorado por fanáticos del rock, de los juegos de rol y de una que otra secta oculta que nunca han leído sus obras.


La música de Erich Zann [The Music of Erich Zann, 1921]

He examinado mapas de la ciudad con el máximo

cuidado, pero nunca he vuelto a encontrar la Rue d’Auseil. No he consultado sólo mapas actuales, pues sé que los nombres de las calles cambian. Por el contrario, he explorado a fondo los recovecos más vetustos del lugar y he investigado personalmente cada región, bajo cualquier nombre, que pueda parecerse a la calle que yo conocí bajo el nombre de Rue d’Auseil. Pero, a pesar de mis esfuerzos, aún persiste el humillante hecho de no haber podido encontrar la casa, la calle, ni siquiera la localidad, donde, durante los últimos meses de mi vida de estudiante pobre de metafísica, escuché la música de Erich Zann. Que mi memoria esté hecha pedazos, me sorprende poco; pues durante mi periodo de residencia en la Rue [13]


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d’Auseil mi salud mental y física era pésima y recuerdo que nunca invité a mis pocos conocidos. Que no pueda hallar de nuevo el lugar me resulta a la vez sorprendente y desconcertante; pues estaba a media hora de camino de la universidad y lo caracterizaban peculiaridades que difícilmente podrían ser olvidadas por cualquiera que lo hubiera visitado. Nunca he conocido a nadie que haya visto la Rue d’Auseil. La Rue d’Auseil se extendía a lo largo de un río oscuro, bordeado por escarpadas bodegas de ladrillo de ventanas sucias y atravesado por un pesado puente de piedras negras. La orilla del río estaba siempre en penumbras, como si el humo de las fábricas aledañas nunca dejara pasar el sol. El río también emanaba un tufo demoníaco que jamás he sentido en otro lugar y que quizás me ayude a localizar la calle algún día, pues reconocería el olor de inmediato. Al otro lado del puente había estrechas calles adoquinadas con rieles; luego empezaba una cuesta gradual que después se volvía increíblemente empinada hasta llegar a la Rue d’Auseil. Nunca he visto una calle más estrecha y empinada que la Rue d’Auseil. Era casi como un acantilado, cerrada al paso vehicular, llena de tramos de escaleras, y terminaba en una imponente pared cubierta de enredaderas. El empedrado [14]


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era irregular: a veces losas de piedra, a veces adoquines y a veces parches de tierra cubiertos de una vegetación grisácea, abriéndose paso sin descanso. Las casas eran altas, de techos con forma de pico, increíblemente viejas, inclinadas hacia atrás, hacia adelante y hacia los lados de una manera estrafalaria. A veces un par de casas opuestas, inclinadas las dos hacia delante, casi formaban un arco sobre la calle, impidiendo por completo el paso de la luz. También había algunos puentes que conectaban las casas de un lado a otro de la calle. Los habitantes de dicha calle me impresionaron particularmente. Al principio pensé que era por su silencio y su reticencia, pero luego decidí que era más bien porque todos eran muy viejos. No sé cómo terminé viviendo en una calle así, pero no estaba en mis cabales cuando llegué allá. Había vivido en muchos lugares miserables de donde siempre me expulsaban por falta de pago; hasta que finalmente encontré la tambaleante casa de la Rue d’Auseil administrada por el paralítico Blandot. Era la tercera casa desde el comienzo de la calle y, claramente, la más alta de todas. Mi habitación estaba en el quinto piso; era el único cuarto habitado en esa planta, pues la casa estaba casi vacía. La noche que llegué escuché una extraña música [15]


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que ­provenía del ático y al día siguiente interrogué al viejo Blandot al respecto. Me dijo que era un viejo alemán que tocaba la viola, un extraño hombre mudo quien se registró con el nombre de “Erich Zann” y que tocaba por las noches en la orquestra de un teatro barato; añadió que el deseo de Zann de poder tocar en las noches después de volver del teatro fue la razón por la que escogió ese ático aislado, cuya ventana de un solo pescante era el único punto de toda la calle desde donde se podía ver por encima de la pared hacia el declive y el panorama más allá. Desde entonces escuché a Zann todas las noches, y aunque me mantenía en vela, la extrañeza de su música me tenía embrujado. Yo sabía muy poco de aquel arte, pero estaba seguro de que sus melodías no se comparaban con ninguna música que hubiera escuchado antes; y concluí que el compositor era un genio tremendamente original. Entre más lo oía, más me fascinaba, hasta que después de una semana resolví que debía conocer al viejo. Una noche cuando volvía de su trabajo, intercepté a Zann en el corredor y le dije que quería conocerlo y estar con él cuando tocara. Era una persona pequeña, delgada y encorvada, con ropas ordinarias, ojos azules, una cara grotesca similar a la de un sátiro y una cabeza medio calva; al escuchar mis primeras palabras pareció molesto y [16]


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asustado a la vez. Mi evidente afabilidad, sin embargo, lo suavizó; entonces me indicó de mala gana que lo siguiera por las escaleras oscuras, inestables y crujientes del ático. Su cuarto, uno de los dos que había en aquel altillo de techos empinados, estaba en el lado occidental y miraba hacia la alta pared que formaba el extremo superior de la calle. Era muy amplio, pero el estado de abandono y desolación lo hacían ver aún más amplio. No había más muebles que un estrecho catre de metal, un lavabo sucio, una pequeña mesa, una biblioteca grande, un atril de metal y tres sillas pasadas de moda. Había pilas de partituras regadas por todo el suelo. Las paredes estaban hechas de tablas y quizás nunca habían visto el estuco; mientras que la abundancia de polvo y telarañas hacía ver el lugar más desierto que habitado. Evidentemente, para Erich Zann el mundo de la belleza existía en algún remoto cosmos de la imaginación. Indicándome que tomara asiento, el viejo mudo cerró la puerta, echó el cerrojo de madera y encendió una vela que se sumó a la que ya traía encendida. Sacó la viola de su estuche apolillado y se sentó en la silla menos cómoda de todas. No usó el atril, pero, sin darme opción de escoger y tocando de memoria, me hechizó por más de una hora con acordes que nunca había oído, acordes que debían [17]


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haber sido de su propia invención. Describir su naturaleza exacta resulta imposible para quien no es versado en las artes musicales. Eran como una especie de fuga, con pasajes recurrentes del más cautivante tono, pero me resultaron notables por la ausencia de cualquiera de las extrañas notas que yo había escuchado desde mi cuarto abajo en otras ocasiones. Esas notas embrujadoras que yo recordaba y que en varias ocasiones las había silbado y tarareado de forma inconciente, así que cuando el músico finalmente dejó a un lado el arco, le pregunté si podía tocar algunas de ellas. Con mi petición su rostro de sátiro perdió la cansada placidez que había expresado mientras tocaba y pareció mostrar la misma curiosa mezcla de rabia y miedo que noté cuando me acerqué al viejo por primera vez. Por un momento estuve tentado a usar la persuasión, prestándole poca atención a sus caprichos seniles; incluso traté de despertar el extraño ánimo de mi anfitrión silbando algunos de los acordes que había escuchado la noche anterior. Pero no continué con esta estrategia por mucho tiempo; pues cuando el músico mudo reconoció la melodía que silbé su cara se distorsionó repentinamente con una expresión que excede todo análisis, y su mano larga, fría y huesuda se alargó para tapar mi boca y silenciar la cruda [18]


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imitación. Al hacerlo siguió haciendo gala de su excentricidad mientras lanzaba una mirada de alarma hacia la solitaria ventana con cortina, como si tuviera miedo de algún intruso… una mirada doblemente absurda, ya que el altillo se encontraba alto e inaccesible por encima de todos los tejados adyacentes, siendo esta ventana era el único punto de la calle empinada, como me había dicho el conserje, desde el cual se podía ver por encima de la pared hacia la cumbre. La mirada del viejo me recordó el comentario de Blandot, y por cierto capricho tuve el deseo de ver el amplio y vertiginoso panorama de tejados iluminados por la luna y las luces de la ciudad al otro lado de la cima, a los cuales sólo tenía acceso este músico cascarrabias. Me dirigí hacia la ventana y habría corrido las cortinas de no haber sido por el inquilino mudo, quien se abalanzó sobre mí con más rabia y más temor que antes; esta vez indicó con su cabeza la puerta mientras hacía un esfuerzo por arrastrarme hacia ella con ambas manos. Entonces completamente repugnado con el comportamiento de mi anfitrión, le ordené que me soltara y le dije que me iría de inmediato. Suavizó el apretón y cuando vio mi disgusto y ofensa, su propia furia se disipó. Me apretó de nuevo, esta vez con más amabilidad, y me obligó a tomar asiento; entonces [19]


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con un gesto de melancolía se acercó a la mesa desordenada, donde escribió muchas palabras con su lápiz, en el trabajoso francés de extranjero. La nota que finalmente me entregó era una súplica de tolerancia y perdón. Zann dijo que estaba viejo, solo y afligido por extraños miedos y desórdenes nerviosos relacionados con su música y con muchas otras cosas. Había disfrutado de mi compañía y deseaba que volviera y que no me fijara en sus excentricidades. Pero no podía tocar sus melodías extrañas en presencia de otros y tampoco podía escucharlas en boca de otros; tampoco podía soportar que otros tocaran alguna de las cosas de su habitación. No sabía, hasta que hablamos en el corredor, que yo podía escuchar su música desde mi cuarto, y me preguntó si podría hablar con Blandot para tomar el piso de más abajo donde yo no pudiera oírlo en las noches. Él pagaría, escribió, la diferencia en el alquiler. Mientras trataba de descifrar su pésimo francés, me sentí más indulgente hacia el viejo. Al igual que yo, era víctima de una enfermedad física y mental; además, mis estudios de metafísica me habían enseñado a ser bondadoso. Un leve ruido de la ventana rompió el silencio… El postigo debió de haber tableteado con el viento, y por algún motivo me sacudí tan violentamente como Erich [20]


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Zann. Así que cuando terminé de leer, estreché la mano de mi anfitrión y nos despedimos como amigos. Al siguiente día Blandot me dio una habitación más costosa en el tercer piso, entre el apartamento de un prestamista de edad y el de un tapicero respetable. No había nadie en el cuarto piso. No pasó mucho tiempo antes de percatarme que la avidez de Zann por mi compañía no era tan fuerte como pareció cuando me persuadió para que cambiara de habitación abajo del quinto piso. No me pidió que lo visitara y cuando lo hice, pareció incómodo y tocó apáticamente. Esto ocurría siempre de noche: durante el día dormía y no recibía a nadie. Mi gusto por él no aumentó, aunque el ático y la extraña música aún me tenían fascinado. Tenía un curioso deseo de ver por esa ventana, por encima de la pared y la pendiente, hacia los techos inclinados y las torres que debían extenderse más allá. Una vez subí al ático mientras Zann estaba en el teatro, pero la puerta estaba cerrada con llave. Lo que sí logré fue escuchar al viejo mudo tocar por las noches. Al principio me iba en puntas de pie hasta mi antiguo cuarto en el quinto piso; después fui lo suficientemente atrevido para subir los últimos peldaños de las crujientes escaleras del ático. Ahí en aquel corredor [21]


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a­ ngosto, al lado de la puerta con llave y el ojo de la cerradura tapado, a menudo escuché sonidos que me llenaban de un espanto sin nombre: el espanto producido por extrañas maravillas y misterios amenazadores. No es que los sonidos fueran desagradables, pues no lo eran; sino que sus vibraciones sugerían la presencia de algo fuera de este mundo, y en ciertos momentos la cualidad sinfónica de la música me hacía dudar que fuera producida por un solo hombre. Sin lugar a dudas, Erich Zann era un genio de un poder salvaje. Con el paso de las semanas, su música se hizo más extravagante, a la vez que el músico adquirió un aspecto macilento y un aire escurridizo que daban pena. No me volvió a recibir en su habitación y me evitaba cada vez que nos encontrábamos en las escaleras. Entonces una noche, mientras estaba al pie de la puerta, escuché la viola explotar en una ráfaga babélica de sonidos; un pandemonio que me hubiera llevado a dudar de mi propia cordura si no hubiera escuchado a través de la puerta sellada una prueba de que aquel horror era real: el sobrecogedor grito inarticulado que sólo un mudo puede emitir y que se produce sólo en momentos del más terrible pavor o angustia. Golpeé la puerta una y otra vez, pero no recibí respuesta. Entonces esperé en el corredor oscuro, temblando de frío y de miedo, hasta [22]


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que ­escuché al pobre músico levantarse del suelo con la ayuda de una silla. Creyendo que acaba de recuperar la conciencia después de haberse desmayado, volví a golpear la puerta al tiempo que lo llamé por su nombre. Escuché a Zann trastabillar hasta la ventana, que cerró después de ajustar los postigos, y luego trastabillar hasta la puerta, que abrió vacilante para recibirme. Esta vez se alegró de veras al verme; su cara distorsionada brilló con alivio al tiempo que se aferraba a mi abrigo como un niño se aferra a las faldas de su madre. Temblando patéticamente, el viejo me obligó a tomar asiento mientras se hundía en otra silla, al lado de la viola y el arco echados en el suelo de manera descuidada. Por un momento permaneció inmóvil, cabeceando extrañamente, pero con la paradójica insinuación de escuchar algo con intensidad y alarma. Después de un rato pareció satisfecho, y dirigiéndose a otra silla al lado de la mesa, escribió una nota breve, me la entregó y volvió a sentarse a la mesa, donde empezó a escribir rápidamente y sin cesar. En la nota me imploraba que en el nombre de la piedad, y por el interés de mi propia curiosidad, esperara mientras él escribía en alemán la relación de todas las maravillas y los terrores que lo atormentaban. Esperé mientras el lápiz del mudo volaba. [23]


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Fue quizás una hora más tarde, mientras seguía esperando y mientras las hojas del músico escritas frenéticamente se seguían acumulando, que vi que Zann se estremecía como por la señal de un horrible golpe; sin lugar a dudas, estaba mirando hacia la ventana con cortinas y escuchaba atentamente entre temblores. Luego imaginé que yo también oía un sonido; aunque no era un sonido horrible, sino una nota musical exquisitamente suave e infinitamente distante que parecía provenir de una casa vecina o de un hogar más allá de la imponente pared sobre la cual nunca había podido mirar. El efecto que tuvo sobre Zann fue terrible, pues, arrojando el lápiz, se levantó repentinamente, tomó la viola y comenzó a lacerar la noche con la música más extravagante que jamás hubiera oído salir de su arco, excepto cuando lo escuchaba al pie de la puerta cerrada. Sería inútil tratar de describir la música de Erich Zann aquella horrenda noche. Era más pavorosa de lo que jamás había escuchado a escondidas, porque ahora podía ver la expresión de su rostro y podía ver que el motivo era un temor absoluto. Estaba tratando de producir un sonido para mantener algo lejos o para ahogar algo… ¿Qué? No puedo imaginarlo, aunque presentí que debía ser algo portentoso. Su música se tornó fantástica, indómita e histérica, aunque poseía por completo las cualidades de genio supremo que [24]


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yo sabía habitaba en ese hombre. Reconocí la melodía: era una feroz danza húngara muy popular en los teatros, y me detuve a pensar que era la primera vez que escuchaba a Zann interpretar algo de otro compositor. Los gritos y gemidos de la viola desesperada se hicieron cada vez más y más altos, los gemidos cada vez más y más feroces. El músico, que sudaba de una manera sobrenatural y se contorsionaba como un mico, siempre mirando frenéticamente hacia la ventana con las cortinas corridas. Creí ver a través de sus acordes febriles a oscuros sátiros y bacantes bailando y girando demencialmente en medio de furiosos abismos de nubes y humo y relámpagos. Y entonces me pareció oír una nota supremamente aguda y firme que no provenía de la viola; una nota calmada, deliberada, intencionada, burlona que venía de algún lugar lejano en el Oeste. En este punto, los postigos empezaron a sacudirse bajo un estridente viento nocturno que se había levantado afuera como respuesta a la enloquecida música adentro. La viola hiriente de Zann alcanzó un nuevo nivel al emitir sonidos que jamás creí posibles en ese instrumento. Los postigos golpeaban con más fuerza hasta, sueltos, y empezaron a azotar la ventana. Entonces el vidrio se rompió vibrando bajo la persistencia de los golpes, y un viento [25]


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­ elado entró haciendo chisporrotear las velas y alboroh tando las hojas en las que Zann había escrito su horrible secreto. Miré a Zann y vi que estaba más allá de la conciencia. Sus ojos azules estaban brotados, vidriosos y ciegos, y su música se había convertido en una irreconocible orgía ciega y mecánica que ninguna pluma podría definir. Un ventarrón súbito, más fuerte que los anteriores, levantó el manuscrito y se lo llevó hasta la ventana. Seguí desesperadamente las hojas, pero se esfumaron antes de que llegara a los postigos destruidos. Entonces recordé mi viejo deseo de mirar a través de la ventana, la única ventana de la Rue d’Auseil desde la que se podía ver la pendiente más allá del muro y la ciudad que se extendía abajo. Estaba bastante oscuro, pero las luces de la ciudad siempre estaban encendidas, y esperaba verlas en medio de la lluvia y el viento. Pero cuando miré desde la más alta de todas las ventanas, mientras las velas chisporroteaban y la viola demente rugía con el viento nocturno, no vi ninguna ciudad abajo ni tampoco las amables luces de las calles que me eran familiares, sino la negrura de un espacio sin límites; un espacio impensable animado por la música y el movimiento y sin ninguna semejanza con nada de esta tierra. Y mientras permanecía ahí observando con terror, el viento apagó las dos velas del ático, sumiéndome [26]


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en una oscuridad impenetrable y salvaje, con el caos y el pandemonio frente a mí y la locura endemoniada de esa viola aullando a la noche detrás de mí. Me alejé a tientas en la oscuridad, sin tener forma de encender una vela, chocándome contra la mesa, volteando una silla, hasta que finalmente encontré el lugar de donde nacían los gritos de esa música estridente. Podría al menos intentar tratar de salvarme a mí mismo y a Erich Zann, sin importar las fuerzas que se me opusieron. En un momento imaginé que algo frío me rozaba y grité, pero la viola maldita ahogó mi grito. De repente, desde las sombras el arco enloquecido me golpeó, y supe que estaba cerca del músico. Estiré las manos y sentí el espaldar de la silla de Zann y después encontré y sacudí su hombro en un esfuerzo para que reaccionara. No respondió, y la viola siguió aullando sin descanso. Moví la mano hasta sentir su cabeza, detuve su cabeceo mecánico y le grité al oído que debíamos huir de las cosas desconocidas de la noche. Pero no me contestó ni aminoró el frenesí de su música impronunciable, mientras que a través de todo el ático las extrañas corrientes de viento parecían danzar en la oscuridad y en una confusión de voces y sonidos. Cuando mi mano tocó su oreja me estremecí, aunque no supe por qué… no lo supe hasta que [27]


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sentí su cara inmóvil; la cara helada, rígida, inerte cuyos ojos sobresalían inútilmente hacia el vacío. Y entonces, por algún milagro, encontré la puerta y el cerrojo y me alejé como un loco de esa cosa de ojos vidriosos en la oscuridad y de los aullidos macabros de esa viola maldita cuya furia aumentaba a medida que me alejaba. Saltando, flotando, volando por esas escaleras infinitas de esa casa oscura; corriendo mecánicamente por la estrecha e inclinada antigua calle decrépita plagada de escalones y casas tambaleantes; zapateando por las escaleras y los adoquines hasta llegar a las calles de abajo y al río putrefacto amurallado; jadeando al cruzar el gran puente oscuro hasta ver las calles y bulevares amplios y saludables que nos son familiares: todas estas son impresiones terribles que aún permanecen en mí. Y recuerdo que no había viento y que la luna había salido y que todas las luces de la ciudad centelleaban. A pesar de mis más cuidadosas búsquedas e investigaciones, nunca he podido volver a encontrar la Rue d’Auseil. Pero no lo siento del todo; ni por esto ni por la pérdida del compacto manuscrito en esos abismos imposibles de soñar y que habría podido explicar la música de Erich Zann. [28]


L A DEC L ARAC I Ó N DE RAND O L P H CAR T ER [The Statement of Randolph Carter, 1919]

Les repito que no sé qué le ocurrió a Harley Warren, pero pienso–o por lo menos espero–que se encuentre en una nada pacífica, si es que existe aquel estado bendito. Es cierto que durante cinco años he sido su amigo más cercano y compañero parcial de sus terribles investigaciones en lo desconocido. No voy a negar, aunque mi memoria es incierta y opaca, que su testigo pudo habernos visto juntos en la carretera de Gainsville, caminando hacia el pantano del Gran Ciprés a las once y media de aquella horrible noche. Incluso puedo afirmar que traíamos linternas, palas y un extraño rollo de cable conectado a ciertos instrumentos; pues todas esas cosas jugaron un rol en esa única escena que aún permanece impresa en mi temblorosa mente. Pero de lo que ocurrió después y del motivo por el que fui encontrado solo y aturdido a orillas del [29]


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pantano a la mañana siguiente, quiero insistir que no sé nada, excepto lo que ya les he explicado una y otra vez. Ustedes me dicen que no hay nada en el pantano o cerca de éste que se parezca al escenario donde se desarrolló aquella escena terrorífica. Les contesto que no entendí nada más allá de lo que vi. Debió de haber sido una visión o una pesadilla–espero con todo mi corazón que haya sido una visión o una pesadilla–pero es todo lo que mi mente retuvo de aquel episodio ocurrido horas después de habernos alejado del mundo de los hombres. Y el motivo por el que Harley Warren no volvió sólo puede ser explicado por él, su sombra, o alguna cosa innombrable que no me atrevo a describir. Como ya dije antes, los estudios de lo oculto de Harley Warren me eran familiares y, hasta cierto punto, los compartía. De su vasta colección de libros raros sobre temas prohibidos he leído aquellos que están escritos en los idiomas que domino; pero éstos son pocos en comparación con los libros en idiomas que no comprendo. La mayoría, creo, están escritos en árabe; y aquel libro endemoniado que lo condujo a su fin–el libro que traía en su bolsillo cuando se fugó del mundo–estaba escrito en un idioma cuyos caracteres no se parecían a nada que yo conociera. En cuanto a la naturaleza de nuestros estudios… ¿acaso [30]


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debo repetir que ya no lo entiendo por completo? Me parece una bendición que ya no entienda nada pues eran estudios terribles, los cuales realicé más en un espíritu de fascinación renuente que en uno de convicción absoluta. Warren siempre me dominó, y a veces me atemorizaba. Recuerdo cómo me estremecí al ver su rostro la noche antes del terrible acontecimiento, cuando habló sin cesar sobre su teoría, los motivos por los que algunos cuerpos no se pudren sino que permanecen firmes y robustos en sus tumbas por más de mil años. Pero ya no siento miedo de él, pues sospecho que ha conocido horrores que sobrepasan mi conocimiento. Ahora temo por él. Una vez más les digo que no recuerdo nuestro propósito aquella noche. Con seguridad estaba relacionado con el libro que Warren traía consigo: aquel libro escrito en un lenguaje incomprensible que había recibido de la India un mes antes. Pero juro que no sé qué esperábamos hallar. Su testigo dice que nos vio a las once y media por la carretera de Gainsville, caminando hacia el pantano del Gran Ciprés. Probablemente esto es cierto, pero no lo recuerdo con certeza. Sólo tengo grabada en mi memoria esa escena y aquello debió de ocurrir cerca de la medianoche, pues una medialuna menguante se alzaba en los cielos vaporosos. [31]


Howard Phillips Lovecraft

El lugar era un antiguo cementerio abandonado; era tan antiguo que temblé al ver las señas del tiempo inmemorial. Estaba localizado en una hondonada profunda y húmeda, cubierta de pasto rancio, musgo y unas curiosas hierbas trepadoras, llena de un vago hedor que mi mente ociosa absurdamente asoció con piedras podridas. A cada cuarta había señas de descuido y decrepitud, y me sentí invadido con la noción de que Warren y yo éramos las primeras criaturas vivientes que perturbaban el letal silencio centenario. Sobre el borde del valle, una medialuna marchita se asomaba por entre los vapores infectos que parecían emanar de las insólitas catacumbas y gracias a sus débiles rayos pude distinguir una repelente variedad de losas antiguas, urnas, cenotafios y mausoleos; todo desmoronándose y todo cubierto de musgo, manchado por la humedad y cubierto parcialmente por una voluptuosa capa de vegetación enfermiza y asquerosa. La primera impresión vívida que tengo de nuestra presencia en esta nefasta necrópolis fue cuando Warren y yo nos detuvimos frente a una especie de sepulcro medio deshecho y botamos al suelo las cargas que al parecer traíamos. Ahora recuerdo que tenía conmigo una linterna eléctrica y dos palas, mientras que mi compañero cargaba una linterna similar y un aparato telefónico portátil. No [32]


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cruzamos palabra, pues parecíamos conocer el lugar y la tarea por hacer; y sin más demora tomamos nuestras palas y empezamos a quitar el pasto, las hierbas y la tierra suelta del mortuorio decrépito. Después de descubrir toda la superficie, que constaba de tres inmensas losas de granito, nos alejamos unos pasos para evaluar el osario; Warren pareció hacer unos cálculos mentales. Luego se volvió al sepulcro y, haciendo palanca con su pala, trató de levantar la losa más cercana a las ruinas de lo que pudo haber sido un monumento. Warren no logró levantarla y me hizo un gesto para que lo asistiera. Finalmente, con nuestros esfuerzos combinados aflojamos la piedra, la levantamos y la volcamos a un lado. Debajo de la losa apareció una apertura negra de la cual emanó un efluvio de gases fétidos tan nauseabundo que nos alejamos aterrorizados. Después de unos momentos, sin embargo, nos volvimos a acercar al hoyo y notamos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas iluminaron la parte superior de unas escaleras de piedra rezumantes de un abominable pus del interior de la tierra y rodeadas de unas paredes húmedas incrustadas de salitre. Y ahora por primera vez me viene a la memoria un intercambio verbal: Warren hablándome con ese tono de voz madura; una voz singularmente imperturbada por [33]


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el formidable escenario que nos rodeaba. –Me temo que tendré que pedirte que te quedes en la superficie –me dijo–, pues sería un crimen dejar que alguien con nervios como los tuyos descienda a ese lugar. No puedes imaginar, ni siquiera a partir de lo que has leído y de lo que te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que un hombre que no posea una sensibilidad blindada pueda experimentar aquello y volver vivo y cuerdo. No quiero ofenderte, y Dios sabe que me encantaría traerte conmigo, pero la responsabilidad es de alguna manera mía y no podría llevar a un atado de nervios como tú a la muerte o a la locura. ¡Te digo que no puedes imaginar lo que es eso! Pero te prometo que te informaré por el teléfono de cada movimiento… ¡Como ves, traje suficiente cable para llegar al centro de la tierra y regresar! Aún puedo escuchar esas palabras pronunciadas con tanta calma y aún recuerdo mis protestas. Al parecer yo estaba tremendamente ansioso de acompañar a mi amigo a esas profundidades sepulcrales, pero él se mostró reacio de manera inflexible. En un momento amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo; y la amenaza fue efectiva, pues sólo él poseía la llave de la cosa. Aún puedo recordar todo esto, aunque ya no sé qué clase [34]


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de cosa buscábamos. Después de obtener mi renuente aceptación de sus planes, Warren recogió el rollo de cable y ajustó los instrumentos. Con un gesto suyo tomé uno de éstos y me senté en una tumba descolorida cercana al hoyo que recién habíamos abierto. Luego apretó mi mano, se colgó el rollo de cable al hombro y desapareció por el indescriptible osario. Durante un minuto vi el brillo de su lámpara y escuché el ruido del cable a medida que lo iba dejando tras de sí; pero pronto el brillo desapareció abruptamente, como si hubiera encontrado un giro en las escaleras de piedra, y el sonido se apagó casi con la misma rapidez. Estaba solo, pero a la vez atado a las profundidades insondables por medio de unas cuerdas mágicas cuyo revestimiento verde brillaba bajo los tenues rayos de una medialuna decreciente. Consulté mi reloj constantemente bajo la luz de la lámpara eléctrica y escuchaba con una ansiedad febril el receptor del teléfono; pero por más de un cuarto de hora no oí nada. Luego el instrumento comenzó a producir un leve chasquido y llamé a mi amigo con una voz tensa. Aunque estaba atemorizado no estaba preparado para escuchar las palabras temblorosas y alarmadas de Harley Warren provenientes de esa bóveda sobrenatural. Él, que había [35]


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descendido con tanta calma hacía poco tiempo, ahora llamaba desde lo profundo con un susurro trémulo más portentoso que el más estridente de los alaridos: –¡Dios mío! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo! No pude responder. Sin palabras, sólo podía esperar. Entonces volví a escuchar esos sonidos frenéticos: –Carter, es terrible… Monstruoso… ¡Increíble! Esta vez la voz no me falló y, excitado, vertí sobre el receptor un torrente de preguntas. Aterrorizado, le pregunté varias veces: –Warren, ¿qué es? ¿Qué es? Una vez más escuché la voz de mi amigo, aún áspera con el miedo, y ahora, al parecer, teñida de desesperanza: –¡No te lo puedo decir, Carter! Está completamente más allá del pensamiento… No me atrevo a decírtelo… Ningún hombre podría verlo y sobrevivir… ¡Dios santo! ¡Nunca soñé esto! De nuevo silencio, excepto por mi torrente de preguntas incoherentes y nerviosas. Luego la voz de Warren con un tono de consternación más extrema: –¡Carter! Por el amor de Dios, ¡pon la losa en su lugar y vete si puedes! ¡Rápido! Deja todo y sal ahora mismo… ¡Es tu única oportunidad! Haz lo que te digo, ¡no me pidas que te explique! [36]


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Lo escuché, aunque sólo podía repetir mis preguntas frenéticas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras; debajo de mí, un peligro más allá del radio de la imaginación humana. Pero mi amigo se encontraba en una posición peor que la mía y en medio de mi temor sentí un vago resentimiento, pues él pensaba que yo era capaz de abandonarlo en esas circunstancias. Más chasquidos y, después de una pausa, un grito lastimero de Warren: –¡Lárgate! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y lárgate, Carter! Algo en el lenguaje infantil de mi compañero evidentemente en apuros desató mis facultades. Pensé en una acción y se la comuniqué: –¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar! Pero con mi oferta la voz de mi interlocutor se convirtió en un grito terriblemente desesperanzado: –¡No lo hagas! ¡No puedes entenderlo! Es demasiado tarde… es mi culpa. Pon la losa en su lugar y corre… ¡No hay nada que tú ni nadie puedan hacer! El tono cambió de nuevo, esta vez se hizo más suave, como de una resignación sin esperanza. Pero se mantenía tenso por la ansiedad que sentía por mí. –¡Rápido… antes de que sea demasiado tarde! Traté de no obedecerle; traté de sacudir la parálisis que [37]


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se había apoderado de mí y cumplir mi promesa de ayudarlo. Pero su siguiente murmullo me encontró aún atado con las cadenas del terror más puro. –¡Carter… apúrate! No hay nada que hacer… Debes irte… Mejor uno que dos… la losa… Siguió una pausa, más chasquidos, luego la voz débil de Warren: –Ya casi termina… no lo hagas más difícil… tapa esas malditas escaleras y corre por tu vida… Estás perdiendo tiempo…Adiós, Carter… No te volveré a ver. En este momento el murmullo de Warren se convirtió en un grito; un grito que eventualmente se convirtió en un alarido cargado del espanto de todos los tiempos… –Maldigo estas criaturas diabólicas… Legiones… ¡Dios mío! ¡Esfúmate! ¡Esfúmate! ¡ e sf úm ate ! Después de eso quedó el silencio. No sé durante cuantos millones de años permanecí estupefacto, susurrando, tartamudeando, llamando, gritándole al teléfono. Una y otra vez durante esos millones de años susurré y tartamudeé, llamé, vociferé y grité: –¡Warren! ¡Warren! Contéstame… ¿Estás ahí? Entonces después vino sobre mí el mayor de todos los terrores: lo increíble, lo impensable, lo casi innombrable. Ya dije que sentí que pasaron millones de años después [38]


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de que Warren gritara su última advertencia y que sólo mis gritos rompieron el repulsivo silencio. Pero después de un rato escuché chasquidos en el receptor y agucé mis oídos. De nuevo llamé: “Warren, ¿estás ahí?” y escuché una respuesta que ha oscurecido mi mente. No trato, señores, de explicar esa cosa–esa voz–ni puedo describirla en detalle, ya que las primeras palabras se apoderaron de mi conciencia y crearon un vacío mental que se extiende hasta cuando me desperté en el hospital. ¿Debo decir que la voz era profunda, vacía, gelatinosa, remota, sobrenatural, inhumana, incorpórea? ¿Qué les puedo decir? Fue el fin de mi experiencia y es el final de mi historia. La oí, y no supe más: la oí mientras permanecía sentado, petrificado en ese cementerio desconocido en una hondonada, en medio de losas derruidas y tumbas al borde del colapso, entre vegetación podrida y vapores de miasmas. La oí arriba desde las profundidades más secretas de ese maldito sepulcro abierto, mientras veía unas sombras amorfas y necrófagas danzar bajo esa luna maligna y marchita. Y esto fue lo que dijo: –¡Tonto! ¡Warren está MUERTO!

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DA G Ó N

[Dagon, 1917]

Escribo esto bajo una presión mental considerable,

pues a partir de esta noche dejaré de existir. Sin dinero y a punto de consumir los restos de la única droga que hace mi vida soportable, no podré aguantar la tortura y me lanzaré desde la ventana de este ático a la mugrienta calle. No crean que mi adicción a la morfina me convirtió en un débil o un degenerado. Cuando lean estas páginas escritas precipitadamente podrán entrever, aunque quizás nunca comprendan, por qué necesito el olvido o la muerte. Ocurrió que en una de las partes más abiertas y menos frecuentadas del gran Pacífico el paquebote que yo comandaba fue atacado por asaltantes alemanes. La Gran Guerra apenas comenzaba y las fuerzas marítimas de los germanos aún no se habían degradado por completo; así que nuestro bote era una presa legítima, y sus tripulantes fuimos tratados con toda la justicia y consideración que se nos debía como prisioneros navales. Es más, la libera[40]


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lidad de nuestros captores fue tal, que cinco días después de ser apresados logré escapar solo en una pequeña barca aprovisionada con suficiente agua y comida para un buen período de tiempo. Cuando finalmente me encontré al garete pero libre, no tenía noción de mi posición. Nunca un navegante competente, sólo pude especular vagamente gracias al sol y las estrellas que me encontraba en algún lugar al sur de la línea ecuatorial. No tenía idea de la longitud y no había ninguna isla o costa a la vista. El cielo estaba despejado y durante días navegué a la deriva bajo un sol aplastante, esperando a que pasara un barco o me topara con la costa de una tierra habitable. Pero ni el barco ni la tierra aparecieron, y empecé a desesperar, solo en medio de un infinito azul ondulante. El cambio se dio mientras dormía. Nunca sabré los detalles; pues mi sueño, aunque tumultuoso y lleno de pesadillas, fue continuo. Cuando por fin desperté, descubrí que estaba enterrado en una superficie babosa cubierta de un lodo infernal que se extendía alrededor en todas las direcciones y que mi bote se hallaba encallado a lo lejos. Aunque uno podría imaginar que mi primera sensación sería una de asombro al ver la prodigiosa transformación del paisaje, la verdad es que me sentía más horrorizado [41]


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que maravillado pues el aire y la tierra pútrida tenían un aspecto siniestro que me heló hasta el tuétano. Esta fétida región estaba cubierta con restos de peces en estado de descomposición y de otras cosas indescriptibles que vi saliendo del limo asqueroso de la planicie. Quizás no deba creer que logre expresar en simples palabras la monstruosidad que puede habitar una inmensidad yerma y silenciosa. No se escuchaba nada y nada se podía ver excepto una extensión vasta de légamo negro; fue precisamente ese paisaje silencioso y homogéneo el que me provocó un pavor nauseabundo. El sol ardía en medio de un cielo cruel y libre de nubes que me pareció casi negro, como si estuviera reflejando la ciénaga entintada bajo mis pies. Mientras me arrastraba hacia el interior del bote varado comprendí que sólo una teoría podría explicar mi situación. Gracias a una conmoción volcánica sin precedentes, una porción del suelo oceánico había surgido a la superficie, exhibiendo regiones que durante millones de años habían permanecido escondidas bajo las insondables profundidades marinas. Era tan vasta la extensión de tierra que había surgido, que no podía detectar siquiera el más débil ruido del océano, sin importar que tanto aguzara mis oídos. Tampoco había aves carroñeras que se encargaran de los cadáveres. [42]


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Permanecí horas absorto en el bote, que yacía sobre un lado y me daba cierta sombra a medida que el sol recorría los cielos. Con el paso del día, la tierra perdió su contextura babosa y pareció que en poco tiempo estaría lo suficientemente seca para caminar. Esa noche dormí muy poco, y al siguiente día empaqué una bolsa con agua y comida en preparación de la travesía en busca del mar y de un posible rescate. La tercera mañana vi que la tierra seca me permitiría caminar fácilmente. El hedor de los peces era enloquecedor; pero estaba demasiado preocupado por cosas más graves para inquietarme por un problema tan nimio y me arrojé hacia una meta desconocida. Todo el día avancé sin descanso hacia el oeste, guiado por un montecillo lejano que se elevaba por encima de las otras lomas del desierto reverberante. Esa noche acampé y al siguiente día seguí caminando hacia el montículo, aunque aquel objetivo no se veía más cercano que cuando lo vislumbré por primera vez. Era ya la cuarta noche cuando llegué a la base de la colina, que resultó ser mucho más alta de lo que se veía a lo lejos, pues la rodeaba un valle que la hacía resaltar. Estaba demasiado cansado para ascender, así que dormí a la sombra de la montaña. No sé por qué esa noche mis sueños fueron tan salvajes; [43]


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pero antes de que una fantástica luna gibosa ascendiera sobre la planicie oriental, me desperté cubierto de un sudor frío, y resolví no volver a dormirme. No podía volver a soportar esas visiones. Bajo el brillo de la luna descubrí lo imprudente que había sido viajar durante el día. Sin el azote del sol abrasante, mi travesía me habría costado menos energía; es más, en ese momento me sentí capaz de emprender el ascenso que había pospuesto al atardecer. Recogí mi bolsa y caminé hacia la cresta de la elevación. Ya dije que la monotonía de la llanura me había provocado un terror vago; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a la cima del montículo y vi al otro costado un cañón o un pozo infinito que revelaría sus profundos nichos negros cuando la luna ascendiera en los cielos. Me sentí en el borde del mundo, observando desde las barreras el caos eterno de la noche infinita. Aunque atemorizado, recordé El paraíso perdido, cuando Satanás escala la montaña horrenda en medio del reino de la oscuridad. A medida que la luna remontaba el cielo, comencé a ver que los declives del valle no eran tan perpendiculares como había imaginado. Cornisas y afloramientos en la roca me permitirían un fácil descenso. Después de una caída de cien pies la pendiente se hacía más gradual. Urgido por un impulso que aún no puedo analizar por [44]


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completo, bajé atropelladamente por entre las piedras y me paré en la suave pendiente de más abajo mirando las profundidades estigias que la luz aún no penetraba. En un solo instante, toda mi atención fue capturada por un objeto en la ladera opuesta, el cual se elevaba abruptamente a unas cien yardas de mí; el objeto brillaba con un color blanco bajo los rayos de la luna ascendiente. Pronto me convencí de que era simplemente una piedra enorme; pero estaba conciente de que su contorno y su posición no eran precisamente naturales. Al estudiarla más de cerca me llené de sensaciones que no puedo expresar; pues a pesar de su magnitud y de su posición en un abismo que yacía en lo profundo del océano desde que el mundo era joven, percibí sin lugar a dudas que el extraño objeto era un monolito bien formado cuyo volumen revelaba la destreza manual y quizás la reverencia de criaturas pensantes. Asustado y aturdido, pero no sin la excitación del científico o del arqueólogo, examiné con más cuidado mis alrededores. La luna, ya casi en su cenit, brillaba extrañamente sobre las pendientes abigarradas que cercaban el abismo y revelaba en el fondo de éste un cuerpo de agua remoto que se extendía en varias direcciones y que casi tocaba mis pies. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas [45]


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bañaban la base del monolito ciclópeo, cuya superficie me mostró inscripciones y toscas esculturas. Los hieroglíficos me eran completamente desconocidos y no se parecían a nada de lo que yo hubiera leído en libros; eran, en su mayoría, símbolos acuáticos de pescados, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y otros animales. Muchos de los caracteres representaban animales desconocidos en el mundo moderno, pero cuyas formas putrefactas había observado mientras caminaba por la planicie oceánica. Fueron los grabados pictóricos, sin embargo, lo que más me embrujaron. Era posible verlos con facilidad a través de las aguas que nos separaban, pues esta vasta gama de bajorrelieves habrían hecho retorcer de envidia a Doré. Creo que estos grabados debían de representar hombres… al menos, cierta clase de hombres. No obstante, las criaturas aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina o visitando solemnemente un monolito que también parecía estar sumergido bajo las olas. No me atrevo a hablar en detalle de sus formas o de sus rostros, pues el solo recuerdo me hace palidecer. Más grotescos que cualquier cosa concebida por Poe o Bulwer, estas criaturas parecían seres humanos a pesar de tener manos y pies palmeados, labios impresionantemente ­anchos y flácidos, ojos saltones y vidriosos y otras características [46]


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demasiado desagradables de recordar. Curiosamente, parecía que el bajorrelieve estuviera desproporcionado; pues una de las criaturas aparecía cazando una ballena un poco más grande que sí misma. Me fijé, como ya dije, en su deformidad y su raro tamaño; pero pronto decidí que eran simplemente los dioses imaginarios de alguna tribu primitiva de pescadores o navegantes; alguna tribu cuyo último descendiente había perecido eras antes de que el primer ancestro del Hombre de Piltdown o de Neandertal naciera. Estupefacto por esta revelación de un pasado más allá de la concepción del más osado de los antropólogos, me quedé cavilando mientras la luna emitía extraños reflejos sobre el canal silencioso frente a mí. Entonces lo vi. Con un leve batir en las aguas que marcó su ascenso a la superficie, la cosa se hizo visible sobre las negras aguas. Vasto y asqueroso como Polifemo, se abalanzó hacia el monolito con una rapidez monstruosa y lo rodeó con sus enormes brazos escamosos mientras inclinaba su cabeza reverentemente y emitía ciertos sonidos. Creo que fue entonces cuando enloquecí. De mi ascenso frenético por la pendiente y de mi travesía delirante de vuelta al bote, recuerdo poco. Creó que canté bastante y que reí extrañamente cuando no pude cantar. Recuerdo vagamente que una gran tormenta se [47]


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desató cuando llegué al bote; de cualquier modo, sé que escuché los bombazos de los truenos y otros ruidos que la Naturaleza profiere sólo cuando la invade un ánimo salvaje. Cuando me levanté de las sombras estaba en un hospital de San Francisco, adonde me había llevado el capitán de un barco americano que recogió mi bote en el medio del océano. Aunque dije muchas cosas en mi delirio, noté que nadie prestó atención a mis palabras. Mis salvadores no sabían nada de superficies marinas elevadas por explosiones volcánicas en el Pacífico; y tampoco consideré necesario insistir en algo que no creerían. Una vez busqué a un etnólogo famoso y lo entretuve con preguntas peculiares sobre la leyenda filistea de Dagón, el dios pez; pero al ver que el tipo era irremediablemente convencional, dejé de insistir con mis preguntas. Es en la noche, en especial cuando la luna se ve gibosa y decrece, que veo la cosa. Ensayé la morfina; pero la droga sólo me ha dado un alivio pasajero y me ha convertido en su esclavo. Entonces ahora voy a acabar con todo, después de haber escrito un reporte de lo ocurrido para informar o divertir a mis prójimos. A menudo me pregunto si no pudo haber sido un mero espectro: una simple fiebre ­causada por los rayos del sol mientras navegaba en ese [48]


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bote después de escapar de los alemanes. Me pregunto esto, pero siempre me responde una vívida visión tenebrosa. No puedo pensar en el mar sin estremecerme ante las cosas inenarrables que en este preciso momento se arrastran y se deslizan por su piso limoso, adorando sus ídolos arcaicos y esculpiendo horrendas imágenes a su semejanza sobre obeliscos submarinos de granito mojado. Sueño con el día que surjan de entre las crestas de las olas para arrastrar, entre sus garras apestosas, los restos de una civilización enclenque arruinada por la guerra; el día cuando la tierra se hunda y el suelo oceánico ascienda en medio de un pandemonio universal. El final está cerca. Escucho un sonido en la puerta, como si un inmenso cuerpo pegajoso se frotara contra ella pesadamente. No me encontrará. ¡Dios, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

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EL COLOR QUE VINO DE L ES P AC I O [The Colour Out of Space, 1927]

Al oeste de Arkham las colinas se levantan de una

manera violenta y hay valles con bosques profundos que ningún hacha ha cortado jamás. Hay estrechas cuencas oscuras donde los árboles se inclinan fantásticamente y estrechos arroyos fluyen sin haber reflejado nunca la luz del sol. En las colinas suaves hay granjas antiguas y rocosas; sus cabañas achaparradas cubiertas de musgo se posan en el saliente de la montaña mientras meditan sobre los viejos secretos de la Nueva Inglaterra. Pero ahora todas están vacías, las amplias chimeneas al borde de la ruina y los muros resquebrajados abombándose peligrosamente bajo el peso de antiguos tejados a la holandesa. Sus antiguos habitantes se han ido y a los extranjeros no les gusta vivir allá. Lo han intentado los franco–canadienses, lo han intentado los italianos y los polacos han [50]


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venido y se han ido. No es por algo que se pueda ver, oír o controlar, sino por algo enteramente imaginario. El lugar afecta la imaginación y no atrae sueños apacibles en la noche. Quizás sea esto lo que aleja a los forasteros, pues el viejo Ammi Pierce nunca les ha hablado de los días extraños. Ammi, hace años que su cabeza no está en su lugar, es el único que aún queda, o que aún habla, de los días extraños; y se atreve a hacerlo porque su casa está muy cerca de los campos abiertos y de las carreteras transitadas alrededor de Arkham. Existía un camino que subía por las colinas y atravesaba los valles, que llegaba justo donde se encuentra ahora el yermo maldito; pero la gente dejó de usarlo y construyó un sendero nuevo que se arquea a lo lejos hacia el sur. Los vestigios del viejo camino todavía se ven entre la maleza de un rastrojo persistente, y algunos rastros seguramente permanecerán aun cuando la mitad de los valles hayan sido inundados para la nueva represa. Entonces los bosques profundos serán cortados y el yermo maldito dormirá en el fondo de las aguas azules cuya superficie reflejará el cielo y ondeará bajo el sol. Y los secretos de los días extraños harán parte de los secretos de las profundidades: unidos a las leyendas escondidas del antiguo océano y a todos los misterios de la tierra primitiva. [51]


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Cuando inspeccioné las colinas y los valles para la nueva represa me dijeron que el lugar estaba maldito. Me lo dijeron en Arkham, y como es un pueblo muy viejo lleno de leyendas de brujas pensé que aquella maldad era algo que las abuelas les habían susurrado a sus nietos a través de los siglos. El nombre “yermo maldito” me pareció muy curioso y teatral, y me pregunté cómo se había originado en el saber de gentes puritanas. Luego vi ese amasijo oscuro de cuencas y colinas yo mismo, y no me pregunté nada excepto su propio misterio vetusto. Era de mañana cuando lo vi, pero en aquel lugar la sombra siempre estaba al acecho. Los árboles eran demasiado gruesos y sus troncos demasiado grandes para cualquier madera saludable de Nueva Inglaterra. Los espacios sombríos entre los árboles eran excesivamente silenciosos, y el suelo se había vuelto demasiado blando, con un musgo insalubre y alfombras de infinitos años de descomposición. En las cuestas de los espacios abiertos, especialmente al borde del camino viejo, había granjas pequeñas; a veces tenían todas las construcciones en pie, a veces tenían solo una o dos, y a veces solo una chimenea o un sótano pequeño. Las hierbas y los brezos reinaban y unas cosas pequeñas, furtivas y salvajes susurraban en la maleza. ­Había una bruma opresiva y desapacible que lo cubría todo; había un [52]


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toque de lo irreal y lo grotesco, como si algún elemento vital de la perspectiva y del claroscuro se hubiera torcido. No me extrañó que los forasteros no se quedaran, pues ésta no era una región para dormir. Se parecía muchísimo a un paisaje de Salvator Rosa; era muy parecido a un grabado prohibido de algún cuento de terror. Pero nada de esto era tan espantoso como el yermo maldito. Lo reconocí apenas lo vi en el fondo de un valle espacioso; pues ningún otro nombre podía ajustarse a aquella cosa, ni otra cosa ajustarse a ese nombre. Era como si el poeta* hubiera acuñado la frase después de haber visto esta región en particular. Mientras lo veía pensé que debía de ser el resultado de un incendio; pero ¿por qué no había crecido nada nuevo en estos cinco acres de desolación cenicienta que se abrían al cielo como una gran mancha corroída por un ácido en medio del bosque y los campos? La mayor parte estaba ubicada al norte del viejo camino, pero usurpaba también un poco del otro lado. Sentí una extraña reticencia al acercarme, y lo hice finalmente sólo porque mis asuntos me conducían a través del lugar. No había vegetación de ningún tipo en esa amplia * El poeta es William Shakespeare. La frase “yermo maldito” o “blasted heath” aparece en el primer acto de Macbeth y la usa el protagonista para describir el lugar donde habitan las brujas.

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extensión, excepto una ceniza o un polvo fino que ningún viento parecía remover. Los árboles cercanos se veían enfermizos y mal desarrollados, y muchos troncos muertos seguían en pie o en el suelo pudriéndose al borde de ese sitio. Cuando pasé apresuradamente vi a mi derecha las piedras y los ladrillos caídos de una vieja chimenea y de un sótano, y la negra mandíbula boqueante de un pozo abandonado cuyos vapores fétidos modificaban extrañamente los matices de la luz del sol. En comparación, hasta el camino empinado por los lejanos bosques oscuros me pareció acogedor, y no volví a maravillarme de los murmullos atemorizados de la gente de Arkham. No había ni casas ni ruinas alrededor; incluso en los días de antaño, el lugar debía de ser remoto y solitario. Al anochecer, aterrorizado de tener que pasar de nuevo por esa mancha siniestra, me desvié por el curioso camino del sur. Deseé vagamente que se acercaran algunas nubes, pues un extraño temor de ese cielo profundo y vacío se había acunado en mi alma. En la noche pregunté a los ancianos de Arkham sobre el yermo maldito, y a qué se referían con la frase “días extraños” que tantos evitaban con murmullos. Sin embargo, no pude obtener ninguna buena respuesta satisfactoria, excepto que el misterio era mucho más reciente de lo que [54]


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yo había imaginado. No era en absoluto un asunto de antiguas leyendas, sino algo que había sucedido en vida de los presentes. Había ocurrido en los años ochenta, y una familia había desparecido o había sido asesinada. La gente no era precisa; y como todos me dijeron que no prestara atención a las historias dementes del viejo Ammi Pierce, lo busqué la mañana siguiente, después de haber oído que vivía solo en una antigua cabaña tambaleante donde los árboles empiezan a engrosar. Era un lugar espeluznantemente arcaico, y había empezado a exudar el tenue miasma que se aferra a las casas que han estado de pie por demasiado tiempo. Sólo con mis golpes persistentes logré despertar al viejo, y cuando arrastró los pies tímidamente hacia la puerta supe que no se alegraba de verme. No era tan débil como me lo imaginaba; pero sus ojos se cerraban de una manera curiosa, y la ropa desaliñada y una barba blanca le daban un aspecto exhausto y sombrío. Sin saber cómo lograr que contara sus historias, fingí interés en un asunto de negocios; le hablé de mis inspecciones y le hice preguntas vagas sobre el distrito. Era mucho más brillante y educado de lo que me habían dado a entender, y antes de yo percatarme él ya había entendido más del tema que cualquier otro hombre de los que había visitado en Arkham. No era como los campesinos que [55]


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había conocido en otros lugares donde se construirían represas. No protestó por las millas de bosques antiguos y granjas que desaparecerían, aunque se habría quejado si su terreno no estuviera por fuera de los límites del futuro lago. Alivio fue todo lo que mostró; alivio de que desvanecieran los antiguos y oscuros valles por los que había rondado toda su vida. Estarían mejor bajo agua… mejor bajo agua desde los días extraños. Y con esta introducción bajó el volumen de su voz ronca, al tiempo que su cuerpo se inclinó hacia delante y su índice derecho empezó a apuntar temblorosa e impresionantemente. Fue entonces cuando escuché la historia, y mientras su confusa voz continuaba ronca y con murmullos, yo me estremecía una y otra vez a pesar del día de verano. A menudo tuve que traer a mi interlocutor de vuelta de sus vericuetos, establecer datos científicos que su mente tambaleante había memorizado de las charlas de profesores, o saltar los abismos ocasionados por fallas en su sentido de la lógica y la continuidad. Cuando terminó no me sorprendió que su mente se hubiera quebrado un poco ni que la gente de Arkham no quisiera hablar mucho del yermo maldito. Me apresuré a mi hotel antes del atardecer, evitando que las estrellas se desplegaran sobre mí en el espacio abierto; y al siguiente día regresé [56]


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a Boston para renunciar a mi trabajo. No podía volver de nuevo a esa confusión mortecina de bosque añejo y colina, o enfrentar una vez más el maldito yermo gris donde ese pozo negro boqueaba al lado de los ladrillos y las piedras caídas. La represa será construida pronto, y todos esos secretos arcaicos estarán por siempre seguros bajo el abrazo del agua. Igual no creo que quiera visitar ese lugar de noche, al menos no cuando las estrellas siniestras alumbran; y nada podría obligarme a beber del agua nueva de la ciudad de Arkham. Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito. Desde los juicios de las brujas no habían surgido leyendas extravagantes, e incluso entonces estos bosques occidentales no eran tan temidos como la pequeña isla de Miskatonic donde el diablo conducía sus audiencias al lado de un curioso altar más viejo que los indígenas. Estos bosques no estaban embrujados y su crepúsculo fantástico nunca fue terrible antes de los días extraños. Entonces llegó esa nube blanca de mediodía, esa secuencia de explosiones en el aire y aquella columna de humo saliendo del valle metido entre el bosque. En la noche ya todo Arkham había oído de la gran piedra que había caído del cielo y se había enterrado al lado del pozo de la granja de Nahum Gardner. Esa fue la casa que existió donde ahora está el yermo maldito: la casa [57]


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blanca y bien arreglada de Nahum Gardner que reposaba en medio de jardines y huertos fértiles. De camino al pueblo para contarle a la gente sobre la piedra, Nahum se detuvo en la casa de Ammi Pierce. Entonces Ammi tenía cuarenta años y todos los sucesos extraños se habían fijado vigorosamente en su memoria. Él y su esposa llamaron a tres profesores de la Universidad de Miskatonic, quienes a la siguiente mañana se apuraron para ver al extraño visitante del desconocido espacio estelar, y se preguntaron por qué Nahum había dicho el día anterior que era muy grande. “Se encogió”, dijo Nahum mientras señalaba el gran montículo cafesoso encima de la tierra rasgada y pasto quemado cerca del pozo arcaico del jardín del frente; pero los hombres sabios dijeron que las piedras no se encogen. Su calor se había mantenido constante, y Nahum afirmó que en la noche había brillado suavemente. Los profesores examinaron el bulto con un martillo geológico y les pareció curiosamente suave. Realmente, era tan suave que parecía de plástico; y excavaron en vez de desportillar un espécimen para llevar de vuelta a la universidad y examinarlo. Lo llevaron en un cubo viejo que tomaron prestado de la cocina de Nahum, pues incluso el pequeño trozo se negaba a enfriar. De vuelta pararon en la casa de Ammi para descansar y [58]


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parecieron pensativos cuando la señora Pierce dijo que el fragmento se estaba achicando y quemando el fondo del cubo. Efectivamente, no era grande, pero quizás habían tomado menos de lo que pensaban. Al día siguiente –todo esto ocurrió en junio del 82–los profesores volvieron de nuevo muy excitados. Cuando pasaron por la casa de Ammi le contaron las extrañas reacciones del espécimen y cómo había desaparecido por completo cuando lo pusieron en un vaso de precipitación. El vaso también había desaparecido, y los sabios hablaron de la curiosa afinidad de la piedra con el silicio. Había reaccionado increíblemente en aquel laboratorio impecable, sin hacer nada en absoluto y sin mostrar gases de oclusión al calentarlo con carbón, reaccionando negativamente en la cuenta de bórax y mostrándose absolutamente pesado en cualquier temperatura, incluso bajo el soplete de hidróxido. Sobre el yunque se mostró muy maleable y en la oscuridad su luminosidad fue pronunciada. Negándose tercamente a enfriarse, el espécimen había puesto a la universidad en un estado de completa excitación; y cuando al calentarlo bajo el espectrómetro mostró bandas brillantes distintas a cualquier color conocido del espectro óptico normal hubo mucha conversación animada sobre nuevos elementos, extrañas propiedades ópticas y otras cosas que [59]


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los hombres de ciencias perplejos tienden a decir cuando se enfrentan a lo desconocido. Aunque estaba caliente, lo evaluaron en un crisol con todos los reactores correctos. El agua no le hizo nada. Con el ácido clorhídrico sucedió lo mismo. El ácido nítrico e incluso el agua regia simplemente produjeron silbidos y salpicaduras contra su tórrida invulnerabilidad. Ammi había tenido dificultades recordando todas estas cosas, pero reconoció algunos solventes cuando se los mencioné en su común orden de uso. Amoníaco y soda cáustica; alcohol y éter; el nauseabundo bisulfito de carbono y una docena más; pero aunque el peso decreció constantemente a medida que pasaba el tiempo, y los fragmentos parecían enfriarse, no hubo ningún cambio en los solventes que indicara que estos habían atacado la sustancia. Pero era un metal, sin lugar a dudas. Primero que todo, era magnético; y después de haberlo sumergido en los solventes ácidos pareció dejar tenues rastros de las figuras de Widmanstatten que se encuentran en el hierro meteórico. Cuando su temperatura disminuyó considerablemente, los exámenes continuaron en un vaso; y fue en un vaso de precipitación donde dejaron los fragmentos tomados del trozo original. A la mañana siguiente, tanto los fragmentos como el vaso de precipitación habían desaparecido sin dejar rastro [60]


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a­ lguno, y sólo una mancha calcinada marcaba el lugar donde había estado en la estantería de madera. Todo esto le dijeron los profesores a Ammi cuando se detuvieron en la puerta de su casa, y una vez más fue con ellos a ver al mensajero pétreo de las estrellas, aunque en esta ocasión su esposa no lo acompañó. En efecto ya se había encogido y hasta los sobrios profesores no pudieron dudar de la veracidad de lo que vieron. Alrededor del bulto café decreciente localizado cerca del pozo había un espacio vacío, excepto donde la tierra había cedido; y mientras el día anterior la roca había medido sus buenos siete pies de largo, ahora a duras penas medía cinco. Aún estaba caliente, y los sabios estudiaron la superficie con curiosidad mientras removían un pedazo aún más grande que el anterior con martillo y cincel. Esta vez excavaron profundamente, y mientras removían la masa más pequeña vieron que el corazón de la cosa no era tan homogéneo. Habían descubierto lo que parecía ser el costado de un glóbulo colorido grande incrustado en la sustancia. El color, similar a algunas de las bandas del extraño espectro del meteorito, era casi imposible de describir; y fue sólo por analogía que lo llamaron color. Su textura era brillante y al golpearlo notaron que era a la vez quebradizo y hueco. Uno de los profesores le dio un golpe rápido con [61]


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un martillo, y se reventó con un breve estallido nervioso. Nada fue emitido y todo rastro de la cosa desapareció con la punción. Dejó tras de sí un espacio esférico hueco de unas tres pulgadas de diámetro, y todos pensaron que era probable que otros se descubrirían a medida que se deshiciera la sustancia que los cubría. Las conjeturas fueron en vano; así que después un intento inútil de taladrar para encontrar más glóbulos, los exploradores otra vez se fueron con su nuevo espécimen, el cual, sin embargo, se comportó tan desconcertantemente en el laboratorio como su predecesor. Aparte de ser casi plástico, tener calor, magnetismo y una ligera luminosidad, enfriándose sutilmente en presencia de poderosos ácidos, poseyendo un espectro desconocido, deshaciéndose en el aire, y atacando compuestos de silicio para causar una destrucción mutua, el espécimen no presentó ninguna característica que revelara su identidad; y al final de las evaluaciones los científicos de la universidad se vieron forzados a aceptar que no podían identificarlo. No era nada de esta tierra, excepto un pedazo del gran espacio exterior; y como tal, dotado de propiedades exteriores obedientes a leyes del exterior. Esa noche hubo una tempestad, y cuando los profesores fueron a casa de Nahum al siguiente día se vieron amarga[62]


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mente decepcionados. La piedra, aunque magnética, debió de haber poseído alguna propiedad eléctrica particular; pues había “atraído los rayos”, según dijo Nahum, con una persistencia singular. En el lapso de una hora el granjero vio los rayos chocar en seis ocasiones contra la grieta del jardín; y cuando la tormenta había acabado, nada quedó excepto un hoyo áspero al lado del pozo, casi ahogado de tierra colapsada. Las excavaciones no rindieron fruto, y los científicos verificaron que la roca había desaparecido por completo. El fracaso era absoluto; así que no quedó nada por hacer sino regresar al laboratorio y evaluar de nuevo aquel fragmento al borde de la desaparición que habían guardado cuidadosamente en un receptáculo de plomo. El fragmento duró una semana y al final de ésta nada de valor había sido aprendido. Una vez hubo desaparecido, no quedó ningún residuo, y con el tiempo los profesores apenas se sintieron seguros de haber visto con sus propios ojos aquel vestigio críptico de los insondables golfos del espacio; aquel mensaje solitario y extraño de otros universos y otros reinos de la materia, fuerza y entidad. Como era de esperarse, los periódicos de Arkham le prestaron mucha atención al incidente en que participaron profesores de la universidad y mandaron reporteros a hablar con Nahum Gardner y su familia. Al menos un [63]


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diario de Boston también mandó un escriba, y pronto Nahum se convirtió en una especie de celebridad local. Era una persona afable y educada de unos cincuenta años que vivía con su esposa y tres hijos en una agradable finca del valle. Él y Ammi se visitaban frecuentemente, al igual que sus esposas; y Ammi no tenía más que elogios para él después de todos estos años. Nahum parecía un tanto orgulloso de la atención que su casa había atraído y habló a menudo del meteorito en las semanas que siguieron. Aquel julio y agosto fueron calientes; y Nahum trabajó fuertemente con el heno de su campo de diez acres al otro lado de la cañada de Brook; su carreta tintineante dejó huellas hondas en los caminos oscuros. El trabajó lo cansó más que en otros años, y sintió que la edad empezaba a hacer sus estragos. Luego llegó la época de la cosecha. Las manzanas y peras maduraron lentamente, y Nahum juró que sus huertos estaban prosperando como nunca antes. Las frutas estaban adquiriendo un tamaño fenomenal y un brillo inusitado, y crecieron en tal cantidad que se ordenaron barriles de más para recoger la futura cosecha. Pero con la maduración llegó una dolorosa desilusión, pues de todo ese hermoso surtido de engañosa voluptuosidad ni una pizca se pudo comer. En el fino sabor de las peras y las manzanas ­había [64]


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reptado una sigilosa amargura y podredumbre, que incluso el más pequeño de los mordiscos inducía una repugnancia duradera. Pasó lo mismo con los melones y los tomates, y Nahum vio con tristeza que su cosecha entera se había perdido. Ágil para conectar los eventos, declaró que el meteorito había envenenado la tierra y le agradeció a los cielos que la mayoría de sus otros cultivos estaban en las tierras altas cerca de la carretera. El invierno llegó pronto y fue muy frío. Ammi vio a Nahum menos de lo que acostumbraba y observó que se veía preocupado. El resto de su familia también parecía taciturna y su atendencia a la iglesia y a los variados eventos sociales del campo fue poco constante. No había causa alguna para esta reserva o melancolía, aunque toda la familia decía de vez en cuando que su salud había empeorado y que sentía un leve sentimiento de desasosiego. Nahum dio la declaración más contundente cuando dijo que ciertas huellas en la nieve lo tenían inquieto. Eran las huellas normales del invierno dejadas por ardillas rojas, conejos blancos y zorros, pero el granjero caviloso juraba ver algo que no era enteramente correcto en su naturaleza y disposición. Nunca era específico, pero parecía pensar que las huellas no eran características de la anatomía y hábitos de ardillas, conejos y zorros normales. Ammi lo [65]


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escuchó hablar sin interés hasta la noche que pasó en su trineo por la casa de Nahum cuando volvía de la tienda de Potter ubicada en la esquina de Clark. La luna estaba brillando, y el conejo atravesó el camino, y los saltos de ese conejo eran más largos de lo que Ammi o su caballo consideraban correctos. De hecho, este último casi se había echado a correr hasta que le apretaron la rienda. Desde entonces, Ammi le dio más crédito a los cuentos de Nahum y se preguntó por qué los perros de los Gardner parecían tan asustados y temblorosos todas las mañanas. Se enteró de que habían perdido casi todas las ganas de ladrar. En febrero los chicos McGregor de Pradera Alta estaban cazando marmotas, y no lejos de la casa de los Gardner atraparon un espécimen muy particular. Las proporciones de su cuerpo parecían ligeramente alteradas en una manera imposible de describir, mientras que su cara había tomado una expresión que nunca antes nadie había visto en una marmota. Los chicos se asustaron de veras y botaron la cosa en el acto, y fue así como sólo sus historias grotescas de aquello llegaron a la gente del campo. Pero ya era de común conocimiento que los caballos se espantaban cerca de la casa de Nahum, y la base para un ciclo de leyendas estaba tomando cuerpo rápidamente. [66]


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La gente aseguraba que la nieve se derretía más rápido cerca de la casa de Nahum que en cualquier otro lugar, y a principios de marzo hubo una discusión consternada en la tienda de Potter ubicada la esquina de Clark. Stephen Rice había pasado por donde Gardner en la mañana y había notado las coles fétidas saliendo del lodo cerca del bosque al otro lado del camino. Nunca se habían visto antes cosas de aquel tamaño, y tenían colores tan extraños que no podían ser descritos. Sus formas eran monstruosas, y el caballo resopló con un olor que a Stephen le pareció sin precedentes. Esa tarde varias personas pasaron por el lugar para ver las plantas anormales y todos concurrieron que plantas de ese tipo jamás deberían brotar en un mundo saludable. Se mencionó ampliamente la fruta podrida del otoño pasado, y se comentó de boca en boca que la tierra de Nahum estaba envenenada. Claro que había sido el meteorito; y recordando lo extraña que la piedra les había parecido a los hombres de la universidad, varios granjeros les hablaron sobre el asunto. Un día los profesores fueron a visitar a Nahum; pero como no los conmovían los cuentos fantásticos y el folklore, sus inferencias fueron muy conservadoras. Las plantas eras ciertamente insólitas, pero todas las coles fétidas tienen más o menos tamaños y colores insólitos. [67]


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Quizás algún elemento mineral de la piedra había penetrado la tierra, pero pronto se disolvería. Y en cuanto a las huellas y a los caballos asustados: claramente eran meras habladurías de gente del campo que un fenómeno como el aerolito siempre iba a desatar. De veras no había nada que unos hombres serios pudieran hacer frente a los rumores fantásticos, pues los campesinos dicen y creen en cualquier cosa. Y entonces durante los días extraños los profesores se alejaron con desdén. Sólo uno de ellos, al recibir dos frascos de polvo para analizar durante un caso policial un año y medio después, recordó que el extraño color de las coles fétidas se parecía mucho a una de las bandas de luz anómalas que mostró el fragmento del meteorito bajo el espectrómetro de la universidad, y al glóbulo quebradizo que encontraron incrustado en la piedra del abismo. Las muestras de este caso expresaron en un principio las mismas bandas extrañas, pero luego perdieron esa propiedad. Los árboles brotaron prematuramente cerca de la casa de Nahum y en las noches se balanceaban amenazadoramente con el viento. El segundo hijo de Nahum, un joven de quince años llamado Thaddeus, juró que también se movían cuando no había viento; pero ni siquiera los chismosos creyeron esto. Sin lugar a dudas había ­inquietud [68]


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en el ambiente. Toda la familia Gardner desarrolló la costumbre de escuchar sigilosamente, aunque no los sonidos que pudieran nombrar concientemente. Esa manera de escuchar era ciertamente producto de los momentos cuando la conciencia parecía a punto de escaparse. Desafortunadamente, esos momentos aumentaron semana a semana, hasta que se volvió común oír que “algo no estaba bien con la familia de Nahum”. Cuando la primera saxífraga brotó, ésta tenía otro extraño color; no exactamente como el de las coles fétidas, pero explícitamente relacionado e igualmente reconocido por cualquiera que lo viera. Nahum llevó los brotes a Arkham y se los mostró al editor de La Gaceta, pero aquel dignatario no hizo más que escribir una nota humorosa sobre ellos en la cual se burlaba respetuosamente de los oscuros miedos de las gentes rústicas. Nahum había cometido el error de contarle a un flemático hombre de la ciudad cómo las mariposas antiopes agigantadas se habían comportado cerca de la saxífraga. Abril trajo una especie de locura a la gente del campo; y el camino que pasaba por la casa de Nahum dejó de ser usado hasta que terminó por ser abandonado completamente. Era la vegetación. Los árboles del huerto echaron brotes de extraño color, y entre la tierra pedregosa del [69]


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jardín y los pastajes aledaños surgió una vegetación que sólo un botánico podría conectar a la flora tradicional de la región. No se veían por ningún lugar colores saludables excepto en el pasto y el follaje; pero por todos lados estaban esas frenéticas variaciones prismáticas de un tono primario enfermo que no tenía lugar en ninguno de los matices conocidos de la tierra. Las dicentras holandesas eran siniestras y amenazantes y las sanguinarias se veían insolentes con su perversión cromática. Ammi y los Gardner pensaron que la mayoría de los colores tenían una familiaridad agobiante y decidieron que les recordaban uno de los glóbulos quebradizos del interior del meteorito. Nahum labró y sembró el terreno de diez acres y la tierra de la colina, pero no hizo nada con la tierra alrededor de la casa. Sabía que no serviría de nada y esperaba que la extraña vegetación del verano absorbiera todo el veneno de la tierra. Ahora estaba preparado para casi cualquier cosa y se había acostumbrado a sentir cerca de sí algo que quería ser oído. El rechazo de sus vecinos lo afectó, claro; pero afectó más a su esposa. Aunque los chicos estaban mejor pues pasaban todo el día en el colegio, no podían evitar sentirse asustados por los rumores. Thaddeus, un joven especialmente sensible, fue quien más sufrió. En mayo llegaron los insectos y la granja de Nahum [70]


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se convirtió en una pesadilla de cosas que zumbaban y reptaban. El aspecto y las costumbres de la mayoría de las criaturas no parecían normales y sus hábitos nocturnos contradecían toda observación pasada. La familia Gardner adoptó una actitud de vigilancia en las noches: vigilando al azar y en todas las direcciones en busca de algo que desconocían. Fue entonces cuando reconocieron que Thaddeus tenía razón sobre los árboles. La señora Gardner fue la siguiente en ver aquello cuando se asomó a la ventana y observó las ramas hinchadas del arce contra el cielo bajo la luz de la luna. Era cierto que las ramas se movían, y no había viento. Tenía que ser la savia. Todo lo que crecía se había trastornado. No obstante, el siguiente descubrimiento no lo hizo nadie de la familia de Nahum. La costumbre los había entorpecido; y lo que ellos no habían notado fue visto por un tímido vendedor de molinos de Bolton, quien desconociendo las leyendas del campo pasó por el lugar una noche. La Gaceta le dedicó un pequeño párrafo a la historia que éste contó en Arkham, y fue en el diario que los granjeros, incluido Nahum, se enteraron de esto. Había sido una noche oscura y la luz de la carreta era tenue, pero cerca de una granja en el valle, que todos reconocieron como la granja de Nahum, la oscuridad había aflojado. Una luminosidad sutil y singular parecía emanar de la [71]


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vegetación, el pasto, las hojas y las flores, y en un momento un trozo de aquella fosforescencia pareció moverse furtivamente en el jardín cerca del granero. Hasta entonces la hierba parecía intacta y las vacas pastaban libremente en el lote cerca de la casa. Pero al final de mayo, la leche se echó a perder. Entonces Nahum llevó las vacas a las tierras de la colina y los problemas terminaron. No pasó mucho tiempo antes de que vieran los cambios sufridos por el pasto y las hojas. Toda la vegetación se estaba tornando gris y estaba adquiriendo una cualidad quebradiza bastante singular. Ammi era la única persona que visitaba el lugar aunque sus visitas se hicieron cada vez menos comunes. Cuando el colegio terminó los Gardner se aislaron casi por completo del mundo y a veces le pedían a Ammi que les hiciera sus diligencias en el pueblo. La familia presentaba extrañas fallas físicas y espirituales, y nadie en el pueblo se asombró cuando empezaron a rondar las noticias de la locura de la señora Gardner. Aquello ocurrió en junio, cerca del aniversario de la caída del meteorito, y la pobre mujer gritaba sobre cosas en el aire que no podía describir. En sus desvaríos no había un solo sustantivo, sólo verbos y pronombres. Las cosas se movían y cambiaban y revoloteaban, y los oídos se estremecían con impulsos que no eran exactamente [72]


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sonidos. Algo había sido tomado; la estaban vaciando de algo; algo inapropiado se aferraba a ella; alguien tiene que quitarle aquello de encima; nada nunca se quedaba quieto en las noches; las paredes y las ventanas oscilaban. Nahum no la envió al manicomio, sino que la dejó vagar por la casa siempre y cuando no se hiciera daño a ella misma o a otros. Nahum no hizo nada aun cuando la expresión de su cara cambió. Pero cuando empezó a atemorizar a los chicos, y cuando Thaddeus casi se desmaya por las muecas que ella le hizo, Nahum la encerró en el ático. Para julio ella ya no hablaba y andaba a gatas, y antes de que finalizara el mes a Nahum se le metió en la cabeza que, al igual que las plantas de los alrededores, ella brillaba un poco en la oscuridad. Un poco antes de esto ocurrió la estampida de los caballos. Algo los había agitado en la noche, y sus relinchos y patadas en las pesebreras eran tenebrosos. Parecía que nada los calmaría, y cuando Nahum abrió la puerta del establo, salieron desbocados como venados asustados. Rastrearon los cuatro animales durante una semana y cuando los encontraron se veían bastante inútiles y descontrolados. Algo se había quebrado en su cerebro y por su propio bien todos fueron asesinados. Nahum tomó prestado un caballo de Ammi para recoger el heno, pero [73]


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descubrió que éste se negaba a acercarse al establo. Se asustó, se plantó y relinchó, y al final Nahum no pudo hacer otra cosa que dejarlo en el jardín mientras que los hombres usaban su propia fuerza para acercar la carreta al establo y palear el heno. Entre tanto, la vegetación se hizo gris y quebradiza. Incluso las flores de matices siniestros se tornaron cenicientas y las frutas nacieron insípidas, enanas y grisáceas. Las ásteres y el verbasco echaron unos brotes grises y deformes, y el acebo, las rosas y las cinias del jardín tenían una apariencia tan injuriosa que Zenas, el hijo mayor de Nahum, tuvo que cortarlas. Aquellos extraños insectos hinchados murieron por esa época y hasta las abejas abandonaron sus colmenas y huyeron a los bosques. Para septiembre ya toda la vegetación se estaba deshaciendo en un polvo ceniciento, y Nahum temía que los árboles murieran antes de que el veneno de la tierra se disolviera. Había momentos en que su esposa gritaba terroríficamente, y él y los chicos se encontraban en un estado permanente de agitación nerviosa. Empezaron a evitar a la gente y los chicos no volvieron al colegio. Fue Ammi, en una de sus pocas visitas, quien descubrió que el agua no estaba buena. Tenía un sabor nauseabundo que no era precisamente fétido ni tampoco salado. Ammi le [74]


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recomendó a su amigo que cavara otro pozo en los campos de la colina mientras la tierra se recomponía. No obstante, Nahum ignoró la advertencia, pues para entonces ya las cosas extrañas y desagradables lo habían endurecido. Él y los chicos siguieron usando el agua corrupta, tomándola con la misma apatía y monotonía con la que comían sus miserables alimentos mal cocidos y con la que realizaban las tareas infructuosas y tediosas de sus días sin rumbo. Los invadía una resignación inconmovible, como si caminaran en otro mundo entre hileras de guardias sin nombre hacia una previsible condena. Thaddeus se enloqueció en septiembre después de ir al pozo. Fue con un cubo y volvió con las manos vacías, vociferando y agitando los brazos, a veces riendo estúpidamente o mascullando sobre “los colores que bailan allá abajo”. Ya eran bastante trágicos dos casos de locura en una sola familia, pero Nahum se lo tomó con valentía. Dejó que el chico corriera por ahí durante una semana hasta que empezó a tropezarse y herirse. Entonces lo encerró en el ático en un cuarto enfrente del de su mamá. La manera como se gritaban el uno al otro detrás de las puertas con llave era pavorosa, especialmente para el pequeño Merwin, quien pensaba que se comunicaban en un lenguaje espantoso que no era precisamente de este mundo. [75]


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Merwin se estaba volviendo terriblemente imaginativo y su desasosiego se hizo peor después de que encerraran al hermano con el que más jugaba. Casi al mismo tiempo comenzaron a morir los animales. Los pollos se volvieron grises y murieron rápidamente. Al cortar su carne notaron que era seca y apestosa. Los cerdos engordaron increíblemente y luego, repentinamente, empezaron a sufrir cambios que nadie pudo explicar. Su carne, claro, era inútil, y Nahum estaba al borde la locura. Ningún veterinario rural quiso acercarse y el veterinario de Arkham confesó su desconcierto. Los puercos se tornaron grisáceos y quebradizos y se desmoronaron antes de morir. Sus ojos y sus hocicos habían sufrido extrañas transformaciones. Era imposible de entender, pues no habían sido alimentados con la vegetación contaminada. Luego algo atacó a las vacas. En algunas áreas o a veces en todo su cuerpo algo se marchitaba y comprimía misteriosamente, y el colapso y la desintegración se hicieron comunes. En las últimas etapas–pues la muerte fue el resultado seguro–las vacas se tornaron cenicientas y quebradizas al igual que los cerdos. No podía tratarse de un veneno, pues todos los casos se dieron dentro del establo cerrado. Las mordeduras de bichos rondando por ahí no podían haber transmitido aquel virus, pues ¿qué criatura de esta [76]


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tierra puede atravesar obstáculos sólidos? Debía de ser una enfermedad natural. Pero era imposible imaginar una enfermedad que causara tanto estrago. Cuando llegó la cosecha no quedaba un solo animal vivo, pues el ganado y las aves habían muerto y los perros habían escapado. Estos perros, tres en total, desaparecieron una noche y nunca más se volvió a saber de ellos. Los cinco gatos partieron un poco después, pero casi nadie noto su desaparición pues ahora parecía no haber ratones y sólo la señora Gardner estimaba a los graciosos felinos. El diecinueve de octubre Nahum entró dando tumbos a la casa de Ammi con unas noticias escabrosas. La muerte había tomado al pobre Thaddeus en el ático y se lo había llevado de una forma inenarrable. Nahum cavó una tumba en el cementerio familiar detrás de la casa y puso allí lo que encontró. No podía ser nada exterior, pues la pequeña ventana enrejada y la puerta con llave estaban intactas; pero se parecía a lo ocurrido en el establo. Ammi y su esposa temblaron mientras consolaban al hombre lo mejor que pudieron. Un terror denso parecía haberse prendido a la familia Gardner y todo lo que tocaban, la misma presencia de uno de ellos en una casa, era como un hálito expedido desde regiones sin nombre imposibles de nombrar. Ammi acompañó a Nahum a pesar de [77]


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no sentir la menor inclinación e hizo lo que pudo para calmar el llanto histérico del pequeño Merwin. Zenas no necesitaba que lo calmaran. En los últimos días no hacía más que clavar los ojos en el espacio y obedecer las órdenes de su padre. Ammi pensó que su destino había sido misericordioso. De vez en cuando, los gritos de Merwin recibían una débil respuesta desde el ático, y al ser mirado inquisitivamente, Nahum contestó que su esposa se estaba debilitando. Ammi logró escaparse antes de que cayera la noche, pues ni la amistad misma lo obligaría a quedarse en ese lugar donde la vegetación brillaba suavemente y los árboles se mecían sin viento. De veras era una suerte que Ammi no fuera más imaginativo. En medio de todo, su mente se había torcido tan solo un poco; pues si hubiera podido conectar y reflexionar sobre todos los portentos a su alrededor, habría enloquecido por completo. Ammi apretó el paso a su casa en el crepúsculo sintiendo los alaridos de la loca y del chiquillo nervioso repicando en sus oídos. Tres días después Nahum irrumpió en la cocina de Ammi temprano en la mañana, y aunque no vio a su anfitrión balbuceó otra historia desesperada mientras la señora Pierce lo escuchaba aterrorizada. Esta vez era el pequeño Merwin. Había desaparecido. Había salido [78]


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por agua en medio de la noche con una lámpara y un cubo y no había vuelto. En los últimos días estaba hecho trizas y casi no sabía quién era. Gritaba por todo. Nahum había escuchado un alarido frenético en el jardín, pero antes de que pudiera llegar a la puerta el chico ya había desaparecido. No se veía el brillo de la lámpara, y del chico no quedaba ni el rastro; pero cuando amaneció y el hombre volvía desesperanzado de su búsqueda nocturna por entre bosques y campos, éste vio algo muy curioso cerca del pozo. Era una masa de hierro fundida y aplastada que había sido con seguridad la lámpara; a su lado estaba la manija torcida y los aros de hierro a medio fundir del cubo. Eso era todo. Nahum no sabía qué pensar, la señora Pierce estaba en blanco y Ammi, al llegar a casa y escuchar la historia, no se atrevió a adivinar. Merwin se había ido y no había para qué contarle a la gente que ahora evitaba a los Gardner. Tampoco tenía ningún propósito decirle a los citadinos de Arkham que de todo se burlaban. Thad había muerto, ahora Merwin se había ido. Algo estaba al acecho, acercándose, esperando para dejarse ver y oír. Pronto Nahum desparecería y quería que Ammi cuidara de su esposa y de Zenas si estos sobrevivían. Tenía que ser un castigo de algún tipo, aunque no podía imaginar el crimen, pues él siempre [79]


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había seguido honestamente, hasta donde sabía, el camino del Señor. Por más de dos semanas Ammi no supo nada de Nahum; entonces, preocupado por lo que podía haber sucedido, se sobrepuso a sus miedos y visitó la casa de Nahum. De la gran chimenea no salía humo y por un momento el visitante temió lo peor. El aspecto de la granja era estremecedor: el pasto grisáceo marchito cubierto de hojas caídas; las enredaderas deshechas cayéndose a pedazos de las paredes y tejados arcaicos; y los árboles grandes y pelados arañando el oscuro cielo de noviembre con una maldad calculada que Ammi atribuyó a un sutil cambio en la inclinación de sus ramas. Pero en medio de todo, Nahum seguía vivo. Estaba débil y reposaba en un sofá de la cocina de techo bajo, pero estaba perfectamente conciente dándole órdenes a Zenas. El cuarto estaba mortalmente frío; y mientras Ammi temblaba, su anfitrión le gritó a Zenas con una voz ronca que trajera más leña. Ciertamente, la leña hacía mucha falta; pues la tenebrosa chimenea estaba apagada y vacía, mientras una nube de hollín se movía con el viento frío que bajaba del buitrón. Entonces Nahum le preguntó si la madera de más lo había calentado, y finalmente Ammi entendió lo sucedido. La cuerda más fuerte se había reventado al [80]


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fin, y la mente del desafortunado granjero ya no podría sufrir más. Las discretas preguntas de Ammi no sirvieron para obtener datos concretos sobre el paradero de Zenas. En su confusión, el padre atinó a decir: “En el pozo… vive en el pozo…” Entonces el visitante se acordó repentinamente de la esposa loca y cambió el objeto de sus preguntas. “¿Nabby? ¡Pero, si está acá!”, respondió sorprendido el pobre Nahum, y Ammi supo que tendría que buscarla él mismo. Dejando al bobalicón inofensivo en su sofá, Ammi tomó las llaves del clavo al lado de la puerta y subió las escaleras rechinantes hasta el ático. Apestaba allá arriba, y no se escuchaba ningún ruido. De las cuatro puertas, sólo una estaba cerrada con llave, y Ammi probó varias llaves del aro que había tomado. La tercera llave fue la correcta y después de agitarla torpemente, Ammi abrió la pequeña puerta blanca. Estaba bastante oscuro, pues la ventana era pequeña y estaba obstruida por unos barrotes de madera; y Ammi no vio nada sobre el piso de tablones. El hedor era imposible de soportar, y antes de seguir avanzando retrocedió al otro cuarto para llenar sus pulmones de aire limpio. Cuando finalmente entró, vio algo oscuro en la esquina y al observarlo detalladamente dio un alarido. Mientras gritaba le [81]


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pareció que una nube cubría momentáneamente la ventana y un segundo después sintió que lo rozaba algo parecido a una desagradable corriente de vapor. Colores extraños danzaron ante sus ojos; y si el horror del momento no lo hubiera aturdido, habría recordado el glóbulo dentro del meteoro que el martillo geológico había estallado y la mórbida vegetación que había brotado en la primavera. Pero en aquel instante sólo pensó en la blasfemia monstruosa que lo confrontaba y que de seguro había sufrido el mismo destino que Thaddeus y el ganado. Pero lo peor de aquel horror era que se movía lenta pero perceptiblemente mientras se derrumbaba. Ammi no me dio detalles de esta escena, pero la figura de la esquina no vuelve a aparecer en su historia como un objeto móvil. Hay cosas que no se pueden mencionar, y aquello que se hace por caridad humana a veces es juzgado cruelmente por la ley. Entiendo que no quedó en el ático nada que se moviera, y que haber dejado cualquier cosa con la capacidad de movilizarse habría sido un acto monstruoso digno de una condena eterna. Cualquiera, excepto un campesino impasible, se habría desmayado o perdido la razón, pero Ammi seguía consciente cuando cruzó la pequeña puerta y cerró con llave tras de sí aquel secreto maldito. Ahora tendría que lidiar con Nahum; [82]


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alimentarlo, cuidarlo y llevarlo a un lugar donde pudiera ser atendido. Al descender por las escaleras oscuras, Ammi sintió un golpe en el primer piso. Incluso percibió un grito ahogado repentinamente y recordó nerviosamente el vapor húmedo que lo había rozado en el terrible cuarto del ático. ¿Qué presencia había molestado con sus gritos y con su llegada? Paralizado por un miedo vago, siguió escuchando sonidos abajo. Sin duda algo se estaba arrastrando, y oyó algo asquerosamente pegajoso, una especie de succión impúdica y monstruosa. Con su sentido de la asociación elevado a niveles febriles, Ammi pensó sin motivo en lo que había visto arriba. ¡Dios Santo! ¿En qué siniestro mundo onírico se había metido? No se atrevió a moverse ni para adelante ni para atrás, sino que se quedó ahí, temblando en la mitad de las escaleras encajonadas. Cada detalle de la escena se marcó en su cerebro. Los sonidos, un sentimiento pavoroso de expectativa, la oscuridad, la inclinación de los escalones angostos y… ¡Cielo misericordioso!…, la leve pero inconfundible luminosidad emanada por todos los objetos de madera: escalones, paredes, listones y vigas brillaban por igual. Luego el caballo de Ammi estalló en relinchos, seguido de un traqueteo que delató un escape frenético. Al rato, el [83]


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caballo y la carreta dejaron de sonar, dejando al hombre aterrorizado en las escaleras oscuras preguntándose qué los había espantado. Pero eso no fue todo. Sintió otro ruido. Una especie de chapoteo… agua. Tenía que ser el pozo. Había dejado a Héroe suelto cerca del pozo, y la rueda de la carreta seguro había golpeado la hilada del borde del pozo y volcado adentro una de las piedras. Y esa fosforescencia pálida aún hacía brillar la madera. ¡Dios! ¡Qué vieja era esa casa! Casi toda había sido construida en 1670 y ese tejado a la holandesa a lo sumo en 1730. El sonido de un rasguño débil abajo se hizo más claro, y Ammi apretó el palo que había recogido en el ático por algún motivo. Templó sus nervios lentamente, terminó su descenso y caminó audazmente hacia la cocina. Pero no concluyó su camino, pues lo que buscaba ya no estaba ahí. Aquello se le había acercado, y seguía de alguna manera con vida. Ammi no pudo determinar si aquello gateó o si fue arrastrado por fuerzas externas; pero la muerte lo había tocado. Todo había sucedido en media hora, pero el colapso, la invasión gris y la desintegración ya habían avanzado considerablemente. Era terriblemente quebradizo y estaba descascarándose. Ammi no pudo tocarlo, pero observó con horror aquella parodia de un rostro. –¿Qué pasó, Nahum?, ¿qué pasó? [84]


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Habló en voz baja, y sus labios protuberantes y agrietados a duras penas pudieron emitir una respuesta final. –Nada… nada… el color quema… frío y húmedo, pero quema… vivía en el pozo… lo he visto… una especie de humo… como las flores de la primavera… el pozo brillaba de noche… Thad y Merwin y Zenas… todo vivo… chupándole la vida a todo… en esa piedra… tuvo que llegar en esa piedra que arruinó todo… no sé qué quiere… esa cosa redonda que los profesores extrajeron… la rompieron… era del mismo color… igual a las flores y las plantas… tenían que ser más… semillas… semillas… crecieron… lo vi por primera vez esta semana… seguro atacó a Zenas… era un chico fuerte, lleno de vida… te ataca la mente y luego te atrapa… te quema… en el agua del pozo… tenías razón… agua maldita… Zenas nunca volvió del pozo… no te puedes alejar… te atrae… sabes lo que te va a pasar pero es inútil… lo he visto varias veces desde que tomó a Zenas… Ammi, ¿dónde está Nabby?… mi cabeza no está bien… hace cuánto le llevé comida… la matará si no tenemos cuidado… sólo un color… su rostro está tomando ese color… a veces en la noche… y quema y chupa… viene de un lugar diferente… uno de los profesores lo dijo… tenía razón… cuidado, Ammi, hará algo más… te roba la vida… [85]


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Pero eso fue todo. Aquello que habló dejó de hacerlo porque se había deshecho completamente. Ammi tendió un mantel de cuadros sobre los restos y retrocedió hasta la puerta. Subió la colina hasta el lote de diez acres y se fue a su casa dando tumbos por el camino del norte y los bosques. No podía pasar por el pozo donde habían estado sus caballos. Lo miró por la ventana y vio que no hacía falta ninguna piedra de la hilada. Después de todo, los bandazos de su carreta no habían tumbado nada…. El chapoteo en el agua había sido otra cosa, algo se había metido al pozo después de atacar a Nahum. Cuando Ammi llegó a su casa los caballos y la carreta habían llegado antes que él causándole un ataque de nervios a su esposa. La calmó sin explicaciones y se fue de inmediato a Arkham a notificarles a las autoridades la desaparición de la familia Gardner. No dio detalles, sólo se limitó a decir que Nahum y Nabby habían muerto, pues ya sabían de Thaddeus, y mencionó que parecían ser víctimas de la misma extraña enfermedad que había matado su ganado. También declaró que Merwin y Zenas habían desaparecido. La indagatoria en la estación de policía fue extensa, y al final Ammi se vio obligado a llevar tres oficiales a la granja de los Gardner, junto con un médico forense y el veterinario que trató a los animales enfermos. Ammi [86]


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fue en contra de su voluntad, pues ya la tarde llegaba a su fin y temía pasar la noche en ese lugar maldito, aunque lo reconfortaba estar con tanta gente. Los seis hombres siguieron la carreta de Ammi en una carroza y llegaron a la granja infecta a eso de las cuatro de la tarde. Aunque los oficiales estaban acostumbrados a experiencias desagradables, todos se conmovieron por lo que encontraron en el ático y bajo el mantel de cuadro en el primer piso. La granja gris era suficientemente tétrica, pero aquellos dos objetos deshilachados estaban más allá de toda definición. Ninguno pudo mirarlos, y aun el médico admitió que había poco por examinar. Se podrían analizar algunos especimenes, por supuesto, así que se dedicó a obtenerlos–y aquí resulta que este asunto tuvo una conclusión muy desconcertante en el laboratorio de la universidad adonde fueron llevados los dos frascos de polvo. Bajo el espectrómetro las dos muestras generaron un espectro desconocido cuyas bandas eran exactamente iguales a las que había emitido el meteoro el año pasado. La propiedad que emitía las bandas desapareció en un mes y sólo quedó un polvo compuesto por fosfatos alcalinos y carbonatos. Ammi no les habría dicho nada del pozo si hubiera sabido que los hombres pretendían actuar ahí mismo y en [87]


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aquel momento. Se estaba acercado el atardecer, y Ammi estaba ansioso de irse. Pero no pudo evitar ver con angustia el borde del pozo, y cuando un detective lo interrogó, Ammi aceptó que a Nahum lo atemorizaba tanto algo en el fondo del pozo que nunca se atrevió a buscar a Merwin o Zenas. Después de decir aquello, no se contentaron con nada excepto vaciar el pozo y explorarlo inmediatamente, así que Ammi tuvo que esperar temblando mientras los cubos de agua podrida eran regados en la tierra húmeda. Los hombres se percataron del fétido hedor, y hacia el final de la tarea se taparon las narices. No les tomó tanto tiempo como esperaban, pues el nivel del agua era muy bajo. No hay para qué hablar con exactitud de lo que hallaron. Merwin y Zenas estaban ahí, en parte, aunque sólo quedaban vestigios de sus esqueletos. También encontraron un venado pequeño y un perro grande en un estado similar, y una cantidad de huesos de animalillos. La baba rezumante al fondo era inexplicablemente porosa y burbujeante, y el hombre que descendió usando unas manijas enterró una vara en el barro sin encontrar ningún obstáculo sólido. Al caer la noche trajeron lámparas de la casa. Entonces, cuando vieron que no podrían extraer nada más del pozo, todos se sentaron a hablar en la sala antigua mientras la [88]


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pálida luz intermitente de la media luna jugaba en la desolación gris del exterior. Los hombres estaban francamente perplejos y no podían hallar un elemento convincente que relacionara los extraños vegetales, la enfermedad desconocida que había acabado con animales y humanos, y las inexplicables muertes de Merwin y Zenas en el pozo inmundo. Habían escuchado las habladurías de la gente; pero no podían creer que algo fuera de lo natural hubiera ocurrido. Sin duda el meteorito había contaminado la tierra, pero otra cosa era que personas y animales hubieran enfermado sin haber ingerido alimentos producidos en esa tierra. ¿Acaso fue el agua del pozo? Muy probablemente. Sería una buena idea analizarla. Pero ¿esa forma especial de la locura que había hecho que los chicos se lanzaran al pozo? Sus acciones habían sido tan similares… y sus restos mostraban que ambos habían sufrido una muerte gris y quebradiza. ¿Por qué estaba todo tan gris y quebradizo? El médico forense, quien estaba sentado cerca de la ventana, fue el primero en ver el pozo brillar. Ya era de noche, y los campos horrendos parecían brillar con algo más que la luz de la luna; pero este nuevo brillo era preciso y definido, y parecía subir hacia el cielo desde el fondo del pozo como el rayo claro de un reflector, haciendo brillar [89]


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los charcos al lado del pozo. Su color era muy extraño y cuando todos los hombres se amontonaron en la ventana, Ammi se sacudió de repente. El color de ese rayo de luz fantasmal no le era desconocido. Había visto el color antes y temió pensar en su significado. Lo había visto en el glóbulo asqueroso dentro del meteorito hacía dos veranos, lo había visto en la disparatada vegetación de la primavera y pensó haberlo visto por un instante aquella mañana en el ático cuando la maldita corriente de vapor lo rozó… y a Nahum se lo había llevado algo de ese color. Finalmente habló… dijo que era como el glóbulo y las plantas. Después de eso los caballos habían escapado, algo había chapoteado… y ahora el pozo vomitaba un insidioso rayo pálido del mismo matiz demoníaco. Hay que reconocer la agudeza de la mente de Ammi quien, incluso en aquel momento de tensión, meditaba en una cuestión casi científica. Él mismo estaba asombrado por su capacidad de haber extraído la misma impresión del vapor que había visto por la mañana en la ventana y de la emanación de neblina fosforescente en medio del paisaje negro y perverso. No era correcto… era contra natura… y pensó en las últimas palabras de su amigo: –Viene de un lugar diferente… uno de los profesores lo dijo… [90]


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Los tres caballos, que estaban amarrados a un par de árboles tullidos al lado del camino, empezaron a zapatear y relinchar desaforadamente. El conductor de la carroza salió de la casa para hacer algo al respecto, pero Ammi puso una mano temblorosa sobre su hombro. –No salgas –le susurró–. Hay cosas que aún no conocemos. Nahum dijo que en el pozo vivía algo que te absorbe la vida. Dijo que tenía que haber salido de la bola que estaba dentro del meteoro que cayó el pasado junio. Absorbe y quema, me dijo, y es sólo una nube de color como la que está allá afuera, algo que no puedes ver y no puedes definir. Nahum pensaba que se alimenta de cosas vivas, y que cada vez se hace más fuerte. Dijo que lo vio la semana pasada. Tiene que ser, como dijeron los profesores, algo del espacio exterior, al igual que el meteorito. No funciona ni está hecho como las cosas de Dios. Es algo del más allá. Entonces los hombres se detuvieron indecisos mientras la luz del pozo de hacía más fuerte y los caballos amarrados zapateaban y relinchaban cada vez más frenéticamente. Fue un momento de veras estremecedor; metidos en esa casa maldita con los fragmentos de cuatro cuerpos, los dos encontrados en la casa y los dos extraídos del pozo, y aquel rayo de fulgurosa malevolencia nacido en el fondo [91]


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gelatinoso del pozo. Ammi detuvo al conductor impulsivamente, olvidando lo afectado que él mismo estaba después de que aquel vapor lo rozara en el ático, pero quizás fue lo mejor. Nunca nadie sabrá qué estaba afuera aquella noche; y aunque esa blasfemia del más allá nunca hirió a nadie que tuviera la cabeza bien puesta, no hay manera de saber qué habría hecho esa emanación en sus últimas horas cuando estaba fortalecida y guiada por un propósito que se haría evidente momentos después. Repentinamente, uno de los detectives que estaba en la ventana lanzó un grito breve y agudo. Los otros lo observaron y pronto siguieron su mirada hacia arriba hasta el punto donde sus ojos se habían fijado de repente. No había necesidad de palabras. Lo que discutían los chismosos del pueblo se hizo evidente, y fue gracias a aquello que vieron y decidieron no volver a comentar que ya nadie habla de los días extraños en Arkham. Es necesario aclarar que esa noche no había viento. Una brisa surgió momentos después, pero en ese entonces no soplaba nada. Incluso las puntitas del seto gris y enfermizo, y el reborde del techo de la carroza estaban estáticos. En medio de esa calma impía las ramas altas de los árboles pelados del jardín se empezaron a mover. Convulsionaban con sacudidas repugnantes, arañando las nubes iluminadas por la luna con una locura [92]


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epiléptica y espasmódica; rasgando impotentemente el aire nocivo, como si trataran de sacudir un horror subterráneo sin cuerpo que amenazaba sus negras raíces. Ningún hombre respiró durante varios segundos. Luego, una nube oscura atravesó la luna, y la silueta de las ramas contraídas se desvaneció por un momento. En este instante salió de cada garganta un grito ronco amortiguado por el sobrecogimiento. Pues el terror no había desparecido con la silueta de los árboles, y en un instante de tenebrosa oscuridad los presentes vieron miles de puntitos radiantes y demoníacos en el ápice de cada rama, coronando cada rama con unas luces parecidas al fuego de Santelmo o a las llamas de los apóstoles en Pentecostés. Era una monstruosa constelación de luz artificial que brillaba con el mismo color que Ammi había aprendido a temer; como si un enjambre de luciérnagas alimentadas por cuerpos en descomposición danzara una zarabanda demencial sobre un pantano maldito. Entre tanto, el rayo fosforescente se hizo cada vez más intenso, inspirando en los hombres presentes un sentimiento de ruina que sus mentes conscientes jamás habrían podido imaginar. El rayo no sólo brillaba; también se desbordaba. El río deforme de extraño color que salía del pozo parecía ascender a los cielos. El veterinario tembló y se paró para asegurar la barra [93]


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que cerraba la puerta. Ammi, que también estaba temblando, no pudo hablar y tuvo que halar algunas camisas y señalar cuando quiso mostrarles el brillo en los árboles. Los relinchos y coces de los caballos se habían hecho perfectamente insoportables, pero ningún tesoro haría que una sola alma saliera de esa casa. El brillo de los árboles aumentó por un momento, mientras que sus ramas parecían extenderse verticalmente con más fuerza hacia el cielo. El borde del pozo comenzó a brillar, y un policía señaló en silencio unos cobertizos y unas colmenas cerca del muro de piedra del occidente. También brillaban, aunque los vehículos de los visitantes aún no parecían afectados. Luego se escuchó una conmoción y un ruido de cascos en la carretera, y cuando Ammi extinguió la lámpara para ver mejor se dieron cuanta que todos sus animales habían roto los árboles tullidos y habían huido con la carroza. El temor les aflojó la lengua y pronto intercambiaron murmullos apenados. –Se esparce sobre toda la materia orgánica –dijo el médico forense. Nadie contestó, pero el hombre que entró al pozo les dio a entender que su vara debió de haber perturbado algo intangible. [94]


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–Fue terrible –añadió–. No tenía fondo. Sólo materia y burbujas y la sospecha de que algo se escondía en el fondo. El caballo de Ammi siguió zapateando y gimiendo en la carretera y casi ahoga la voz temblosa de su dueño cuando éste dijo: –Viene de esa piedra… creció en el fondo… tomó todo lo que vivía… se alimenta de ellos, su cuerpo y alma… Thad y Merwin, Zenas y Nabby… Nahum fue el último… todos bebieron del agua… se apoderó de ellos… viene del más allá, donde las cosas no son como acá… ahora vuelve a casa… En este punto, mientras la columna de color desconocido se encendió repentinamente y empezó a tejerse en formas fantásticas que cada espectador describió de manera diferente, salió del pobre Héroe un sonido que ningún hombre ha escuchado jamás en un caballo. Todos en esa sala de techos bajos taparon sus oídos, y Ammi se alejó de la ventana agobiado por el horror y las náuseas. Las palabras no pueden describirlo… Cuando Ammi volvió a mirar, la bestia yacía en un montón entre los pedazos de la carreta bajo la luz de la luna. No volvieron a ver a Héroe hasta el siguiente día, cuando lo enterraron. Pero los presentes no tenían tiempo para lamentarse, pues casi [95]


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en el mismo instante el detective señaló en silencio algo terrible que se encontraba dentro de la sala misma. Con las luces apagadas, se hizo evidente que una leve fosforescencia se había apoderado de la casa. Brillaban el suelo de tablones, un fragmento del tapete rojo y los marcos de las ventanas. El brillo había infectado las vigas, la chimenea, las puertas y los muebles. Con cada minuto, el brillo comenzó a aumentar, y de repente se hizo evidente que todo ser viviente debía abandonar la casa. Ammi los llevó a la puerta trasera y los guió por el camino que atravesaba el lote de diez acres. Caminaban y se tropezaban como si estuvieran dormidos, y no se atrevieron a mirar para atrás hasta que llegaron a un punto lejano en la cima de la colina. Estaban agradecidos de que existiera este camino, pues no habrían podido salir por donde estaba el pozo. Fue suficientemente estremecedor el sólo pasar por el establo y los cobertizos fosforescentes, y ver los verrugosos árboles del huerto con sus formas retorcidas; pero gracias a Dios, las ramas se había extendido hacia arriba. Mientras cruzaban el puente sobre el arroyo de Chapman unas nubes oscuras taparon la luna, y desde entonces tuvieron que caminar a tientas hasta llegar a las praderas. Cuando observaron en la distancia el valle y la casa de [96]


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los Gardner, se percataron de algo tenebroso. La granja entera brillaba con un color desconocido y asqueroso; todo lo que aún no se había deshecho en polvo, árboles, edificios y pasto, brillaba. Las ramas se extendían hacia el cielo y en sus puntas ardían pequeñas llamaradas. El mismo fuego empezó a lamer las vigas de los tejados de la casa, el granero y los cobertizos. Parecía un escena de Fuseli, y sobre todo reinaba una confusión de luminosidad amorfa coloreada con el críptico arco iris envenado que salía del pozo, y éste rabiaba, sentía, lengüeteaba, giraba, chispeaba y burbujeaba malignamente con toda la fuerza de su propia aberración cromática cósmica. De repente y sin ningún aviso, esa cosa pavorosa se disparó hacia el cielo como un cohete o un meteoro, dejando nada tras de sí y desapareciendo a través de un hoyo perfectamente redondo en las nubes antes de que cualquiera de los presentes pudiera gritar. Ninguno podría olvidar aquello, y Ammi se quedó observando la constelación del Cisne, cuya estrella Deneb brillaba especialmente. El color desconocido se había unido a la Vía Láctea en ese punto exacto. Pero sus ojos fueron requeridos cuando el valle empezó a resquebrajarse. No fue más que eso. Un crujido y restallar de maderas, mas no una explosión como algunos de ellos sostuvieron. Pero el resultado fue [97]


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el ­mismo, pues en un solo instante caleidoscópico salió de la granja una explosión cataclísmica de chispas y materia; nublando los ojos de los presentes y generando un chaparrón relampagueante de fantásticos fragmentos coloridos desconocidos en el universo. Una nube de vapor pronto acabó con todo y ascendió por el mismo camino usado por aquella monumental aberración. Entonces quedó sólo una oscuridad densa a la que ningún hombre quiso volver. Un viento galopante pareció recorrer el valle arrasando con todo en resoplidos interestelares gélidos. El viento gimió y aulló, y azotó los campos y los bosques deformes en un frenesí cósmico, hasta que pronto el grupo de hombres temblorosos entendió que era inútil esperar a que la luz de la luna revelara los estragos en la granja de Nahum. Demasiado sobrecogidos para siquiera formular alguna teoría, los siete hombres tomaron el camino del norte hacia Arkham. Ammi estaba en peor estado que sus compañeros, y les rogó que lo acompañaran hasta su cocina en vez de ir directamente hacia el pueblo. No quería cruzar solo los bosques enfermizos y azotados por el viento para llegar a su casa. Él había sufrido un golpe más que los otros, y por siempre estaría agobiado por un miedo penetrante que ni siquiera mencionaría en los años por venir. Mientras el resto de los testigos fijaba su mirada impasible [98]


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sobre el camino adelante, Ammi se giró y por un instante vio el valle oscuro y desolado que hasta hacía poco había acogido a su desafortunado amigo. Y desde aquel punto vio que algo ascendió débilmente y luego se sumió de nuevo en el mismo punto de donde salió disparada esa masa informe hacia el cielo. Era sólo un color… pero no era un color que existiera en nuestra tierra ni en nuestro cielo. Y Ammi no ha sido el mismo desde el momento en que reconoció ese color y supo que un rastro de aquello sigue dentro del pozo. Ammi nunca se volvió a acercar al lugar. Ya han pasado cuarenta y cuatro años desde que aquel día horroroso, pero él no ha vuelto y estará muy contento cuando la represa lo cubra por completo. Yo también me alegraré, pues no me gustó cómo la luz cambió de color cuando pasé cerca de la boca del pozo abandonado. Espero que el agua siempre sea bastante profunda… Aún así, jamás beberé de esa agua. Tampoco creo que vuelva a visitar el condado de Arkham. Tres de los hombres que estuvieron con Ammi volvieron al día siguiente para ver las ruinas, pero no encontraron nada. Sólo los ladrillos de la chimenea, las piedras del sótano, basura mineral y metálica regada por ahí y el borde del pozo infernal. Aparte del caballo muerto, el cual arrastraron y enterraron, y la carreta que le [99]


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devolvieron a Ammi, todo lo que había tenido vida estaba muerto. Sólo quedaban cinco acres de una tierra gris fantasmal, y desde entonces nada ha crecido allí. Incluso hoy en día el terreno tierra está completamente descubierto, como una mancha corroída por un ácido en medio de los campos y los bosques, y los pocos que se han atrevido a visitarlo a pesar de las leyendas locales lo llaman “el yermo maldito”. Los cuentos del campo son raros. Y parecerán aún más raros cuando los hombres de la ciudad y los alquimistas de la universidad se interesen lo suficiente y decidan analizar el agua del pozo o la ceniza que ningún viento parece remover. Los botánicos también deberían estudiar las plantas tullidas que crecen a la orilla del lugar, pues quizás puedan explicar el rumor de que la enfermedad se está esparciendo poco a poco… quizás una pulgada al año. La gente dice que durante la primavera el color de las hierbas de los terrenos vecinos no es el adecuado y que los animales salvajes dejan huellas extrañas en la nieve. Nunca se acumula demasiada nieve sobre el yermo maldito como en otros lugares. Los caballos–los pocos que quedan en esta época motorizada–se ponen nerviosos al pasar por el valle silencioso; y los cazadores saben que no pueden fiarse de sus perros cerca del lugar. [100]


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Dicen que también ejerce una influencia mental negativa; bastante gente se puso rara después de que Nahum desapareciera, y nunca tuvieron la fortaleza mental para alejarse. Entonces la gente más estable abandonó la región, y sólo algunos forasteros han tratado de vivir en las casas ruinosas. No obstante, nunca se quedaron; y a veces uno se pregunta qué conocimiento han obtenido a través de murmullos mágicos. Se quejan de que en aquella grotesca región tienen sueños horrorosos; y con seguridad el sólo mirar ese reino oscuro provoca pensamientos repugnantes. Ningún viajero ha sido inmune a los sentimientos fatales inspirados por esos barrancos profundos, y los artistas tiemblan cuando dibujan aquellos bosques espesos poseídos de misterios físicos y espirituales. Yo mismo me siento curioso de lo que sentí cuando caminé solo por ahí antes de haber hablado con Ammi. Con el crepúsculo deseé vagamente que algunas nubes se acercaran, pues un extraño temor del cielo profundo y vacío se había acunado en mi alma. No me pregunten mi opinión. No sé… eso es todo. No había nadie más que Ammi para hablar al respecto; pues la gente de Arkham no habla de los días extraños, y los tres profesores que vieron el aerolito y su colorido glóbulo ya murieron. Había otros glóbulos, con seguridad. Uno de [101]


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ellos debió de haber escapado, y quizás había otro más. Sin lugar a dudas, todavía está en el fondo del pozo… Sé que vi algo raro en la luz al borde del hoyo fétido. Los campesinos dicen que la mancha se está expandiendo una pulgada por año, así que quizás todavía hay algo que necesita alimentarse. ¿Acaso vive en las raíces de esos árboles que arañan el aire? En estos días hay un cuento recorriendo Arkham sobre robles que brillan y se mueven en la noche misteriosamente. Sólo Dios sabe qué es todo esto. En términos físicos, supongo que lo que Ammi describió debería llamarse “gas”, pero este “gas” obedecía leyes ajenas a nuestro cosmos. Esto no provino de los mundos y soles que brillan en los lentes de los telescopios y las placas fotográficas de nuestros observatorios. Éste no fue un aliento venido de los cielos cuyos movimientos y dimensiones nuestros astrónomos aún no pueden medir. Sólo fue un color que vino del espacio: un mensajero aterrador venido de amorfos reinos infinitos que existen más allá de la Naturaleza; reinos cuya mera existencia nos aturde el cerebro y nos entumece al abrir frente a nuestros ojos frenéticos abismos vastos de negra oscuridad cósmica. Dudo mucho que Ammi me hubiera mentido a propósito, y no creo que su historia sea un rasgo de la locura [102]


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que la gente del pueblo me había anunciado. Algo terrible llegó a estos valles y colinas dentro del meteorito, y algo terrible–aunque no sé en qué proporción–aún vive. Me alegraré cuando suelten las aguas. Mientras tanto, espero que nada le pase a Ammi. Vio tanto… su influencia fue tan negativa. ¿Por qué se quedó en ese lugar? ¿Con qué precisión recuerda las últimas palabras de Nahum, “No te puedes alejar… te atrae… sabes lo que te va a pasar pero es inútil…”? Ammi es un buen hombre… Debo escribirle al ingeniero principal para que las escuadras de trabajadores de la represa vigilen al viejo. No quiero pensar en él como la monstruosidad gris, quebradiza y deforme que cada vez más invade mis sueños.

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E L ÁRB O L [The Tree, 1920]

Sobre una de las verdes pendientes del monte Mena-

lon en Arcadia yace una casa de campo en ruinas y un olivar. No muy lejos se encuentra una tumba antiguamente decorada con las más sublimes esculturas, pero ahora tan derruida como la casa. En un extremo de la tumba crece un olivo enorme con una forma un tanto repelente cuyas raíces han desplazado los antiguos bloques manchados de mármol pentélico; y el árbol se parece tanto a un hombre deforme, o al cadáver de un hombre, que los campesinos temen pasar por su lado en las noches cuando los rayos de la luna iluminan suavemente sus ramas torcidas. El monte Menalon es la morada predilecta del temido Pan y sus numerosos compañeros, y los zagales sencillos creen que el árbol tiene una oscura relación con esas terribles deidades pánicas; pero un viejo apicultor que vive en una cabaña de los alrededores me relató una historia diferente. [104]


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Hace muchos años, cuando la casa de la pendiente era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Kalos y Musides. Desde Lidia hasta Neapolis todos alababan la belleza de su trabajo, y nadie se atrevía a decir que el uno era más hábil que el otro. El Hermes de Kalos moraba en un templo marmóreo de Corinto y la Atenea de Musides coronaba una columna de Atenas cerca del Partenón. Todos los hombres respetaban a Kalos y a Musides y se asombraban de que ninguna sombra de envidia artística opacara su fraternal amistad. Pero aunque Kalos y Musides vivían armónicamente, sus naturalezas no eran iguales. Mientras que Musides disfrutaba de los festejos nocturnos en Tegea, Kalos se quedaba en casa alejándose sigilosamente de sus esclavos hasta llegar a las profundidades más frescas del olivar. Allí ponderaba las visiones que acudían a su mente, y allí creaba las hermosas formas que luego inmortalizaba en el mármol palpitante. Gentes verdaderamente inoficiosas decían que Kalos conversaba con los espíritus del olivar, y que sus estatuas eran simplemente las imágenes de faunos y dríadas con los que allí se reunía, pues en su trabajo no usaba modelos vivos. Eran tan famosos Kalos y Musides, que nadie se maravilló cuando el tirano de Siracusa envió emisarios para [105]


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que les hablaran de la costosa estatua de Tike que quería para su ciudad. Grande y elaborada con mucha destreza tenía que ser esta estatua, pues sería la envida de naciones y la meta de viajeros. Quien recibiera esta comisión sería infinitamente admirado por todos, y por este honor Kalos y Musides podrían competir. Su amor fraternal era conocido por todos, y el astuto tirano supuso que en vez de esconder su trabajo, el uno ayudaría al otro; la colaboración entre los escultores produciría dos imágenes de una belleza inenarrable y la más bella de éstas opacaría incluso los sueños de los poetas. Los escultores recibieron la oferta del tirano con alegría, así que en los días que siguieron, sus esclavos escucharon los golpes incesantes de los cinceles. Ni Kalos ni Musides escondieron su obra del otro, pero sólo ellos podían apreciarlas. Aparte de sus ojos, ningunos otros admiraron las dos figuras divinas liberadas con la maestría de sus cinceles de los bloques bastos que las habían apresado desde el principio de los tiempos. En la noche, como siempre, Musides buscó los banquetes de Tegea mientras Kalos vagó solitario por el olivar. Pero con el tiempo, los hombres notaron que Musides no se regocijaba como de antaño. Era extraño, se decían entre sí, que la melancolía se apoderara de aquel tan cercano [106]


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a ganar el más excelso de los galardones del arte. Pasaron muchos meses, pero en el amargo rostro de Musides no se dibujó la aguda expectativa que el concurso debía producir. Entonces un día Musides habló de la enfermedad de Kalos, y después de eso nadie se maravilló por su tristeza, pues el lazo que unía a los escultores era robusto y sagrado. Posteriormente muchos fueron a visitar a Kalos y ciertamente notaron la palidez de su rostro; pero había en él una alegre serenidad que dotaba su mirada de una magia que Musides carecía pues estaba claramente distraído y ansioso por alejar a los esclavos y alimentar él mismo a su amigo. Detrás de dos pesadas cortinas se ocultaban las dos esculturas inconclusas de Tike, que habían recibido poca atención por parte del enfermo y su fiel enfermero. A medida que Kalos se debilitaba a pesar de los ministerios de galenos perplejos y de su infatigable amigo, éste pedía a menudo que lo llevaran al olivar que tanto amaba. Una vez allí, solicitaba que lo dejaran a solas, como si quisiera hablar con seres incorpóreos. Musides siempre atendió a sus pedidos, aunque sus ojos se llenaban de lágrimas cuando pensaba que Kalos se interesaba más por los faunos y las dríadas que por él. Finalmente se acercó el fin, y Kalos habló de aquello que excedía su vida. Musides, [107]


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en lágrimas, le prometió un sepulcro más hermoso que la tumba de Mausolo; pero Kalos le ordenó que dejara de hablar de glorias plasmadas en mármol. Un solo deseo cautivaba la mente del moribundo: que las ramas de algunos árboles del olivar fueran plantadas cerca de su cabeza en su lugar de descanso postrero. Y una noche, sentado solo en la oscuridad del olivar, Kalos murió. El mausoleo que un Musides abatido esculpió para su amigo era de una belleza inefable. Nadie más que el mismo Kalos habría podido labrar bajorrelieves así, en los que aparecían todos los esplendores del Elíseo. Musides tampoco olvidó plantar las ramas de olivo cerca de la cabeza de Kalos. Cuando la violencia de su dolor eventualmente se convirtió en resignación, Musites trabajó con diligencia en su escultura de Tike. Todos los honores ahora eran suyos, pues el tirano de Siracusa no quería la obra de nadie más que Musides o Kalos. Su trabajo se convirtió en un desfogue de emociones, y trabajó firmemente todos los días, evitando las festividades que antes disfrutaba. Las noches las pasaba al lado de la tumba de su amigo, donde un joven olivo comenzó a crecer cerca de la cabeza del durmiente. Creció tan rápido este árbol y era tan extraña su forma, que quienes lo veían expresaban su sorpresa; y Musides parecía a la vez fascinado y repelido. [108]


Cinco relatos insólitos

Tres años después de la muerte de Kalos, Musides envió un mensajero al tirano, y se susurró en el ágora de Tegea que la grandiosa estatua había sido culminada. Para esta época, el árbol de la tumba había crecido magníficamente, excediendo en tamaño a todos los otros árboles de su clase y extendiendo una rama singularmente pesada sobre el apartamento donde Musides laboraba. Los visitantes admiraban tanto el árbol como las obras del escultor, así que Musides casi nunca estaba solo. Pero no le molestaba la multitud de visitantes; verdaderamente temía estar a solas ahora que había finalizado su trabajo. El viento crudo de la montaña formaba sonidos vagamente articulados cuando silbaba a través del olivar y del árbol del mausoleo. El cielo estaba oscuro la noche en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. Se sabía que venían por la gran imagen de Tike y para darle honores eternos a Musides, así que los ciudadanos los recibieron con mucha calidez. Con el pasar de la noche una tormenta violenta estalló en la punta del monte Menalon, y los hombres de Siracusa se alegraron de haber encontrado abrigo en el pueblo. Hablaron del ilustre tirano y del esplendor de su ciudad, y se regocijaron con la gloria que la estatua forjada por Musides le habría de traer. Los hombres de Tegea hablaron de la bondad de Musides y de su tristeza, pues ni siquiera [109]


Howard Phillips Lovecraft

los laureles del arte podrían confortar su dolor por Kalos, quien pudo haber portado la corona de laureles. También hablaron del árbol que había crecido cerca de la cabeza de Kalos. El viento gimió terriblemente, y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus plegarias a Eolo. En el sol de la mañana los ciudadanos guiaron a los mensajeros del tirano por la colina hasta el hogar del escultor, pero el viento de la noche había hecho cosas extrañas. Los gritos de los esclavos surgían de una escena desoladora, pues ya no se elevaban por entre el olivar las destellantes columnatas del gran salón donde Musides dormía y trabajaba. Las paredes y los cuartos sollozaban temblorosamente, pues sobre el suntuoso peristilo había caído la pesada rama del extraño árbol, reduciendo de una manera sobrenatural el hermoso poema marmóreo a una dolorosa pila de despojos. La consternación paralizó a los forasteros y a los tegeanos, que miraban del desastre al árbol siniestro que tanto se parecía a un ser humano y cuyas raíces se extendían de manera sobrecogedora hacia el sepulcro esculpido de Kalos. Su miedo y abatimiento aumentó cuando exploraron el apartamento caído, pues no quedaban rastros ni del noble Musides ni de la maravillosa imagen de Tike. Sólo el caos reinaba en las estupendas ruinas, y los representantes de ambas ciudades [110]


Cinco relatos insólitos

se ­marcharon desilusionados; los siracusanos no tenían estatua para llevar a casa ni los tegeanos, artista para coronar. No obstante, los siracusanos obtuvieron una estatua esplendorosa en Atenas, y los tegeanos se consolaron al erigir en el ágora un templo marmóreo conmemorando los dones, las virtudes y la piedad filial de Musides. Pero el olivar aún existe así como el árbol que nació en la tumba de Kalos, y el viejo apicultor me dijo que a veces sus ramas susurran con el viento nocturno y dicen una y otra vez: “¡Oida! ¡Oida! ¡Yo sé! ¡Yo sé!”

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c i n c o r e l at o s i n s ó l i t o s d e h o wa r d phillips lovecraft f u e e d i ta d o p o r l a fundación gilberto a l z at e av e n d a ñ o y l a s e c r e ta r ía d e educación del distrito pa r a s u b i b l i o t e c a

libro al v iento

bajo el número c i n c u e n ta y t r e s y se imprimió el mes de octubre del año 2008 e n b o g o tá


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