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novela PREMIO NACIONAL CIUDAD DE BOGOTÁ 2006



novela PREMIO NACIONAL CIUDAD DE BOGOTĂ 2006

El viajero en el umbral Gabriel Jaime Alzate Ochoa


© Gabriel Jaime Alzate Ochoa © Alcaldía Mayor de Bogotá © Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable o transmitida, en ninguna forma o por ningún medio magnético, electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros, sin el previo permiso escrito de los editores.

Dirección de arte y diseño: Diego Amaral Ceballos Diseño de cubierta: Pablo Arrieta Gómez Fotografía de cubierta: Germán Montes-Archivo Dirección de Turismo Finalización de cubierta y armada electrónica: David Reyes Coordinación editorial: Mª Bárbara Gómez Rincón Impresión: D’Vinni Ltda.

Impreso y hecho en Colombia

Primera edición: mayo de 2007

ISBN: 978-958-8321-10-3


Ă?ndice UNO: Los vigilantes 11 DOS: El cerco 25 TRES: La huida 33 CUATRO: Dos mujeres 41 CINCO: Asonada 55 SEIS: En la carretera 65 SIETE: Olga 77 OCHO: Hotel Stein 85 NUEVE: Empadronamiento 95 DIEZ: En el hospital 105 ONCE: Hotel en la playa 119


DOCE: Ite, missa est 135 TRECE: La fiesta 147 CATORCE: El cadรกver de Pedro 157 QUINCE: Juego de azar 167 DIECISร IS: Umbral de soledad

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Son un largo gemido todas las calles que conozco. Rogelio EchavarrĂ­a



UNO: Los vigilantes

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e dormido días enteros. De cuando en cuando me levanto para tomar algo. La fiebre sube y baja. Llamaron de la editorial. Están preocupados porque no me reporto ni entrego los últimos textos corregidos. Enviarán a un supervisor para ver qué sucede. El supervisor es una extraña figura que han resuelto crear en la editorial para casos de extrema urgencia como supongo que es el mío. Se espanta al ver el desorden del apartamento y más aún al darse cuenta de que mi aspecto es peor de lo que supone. Dice que hubiera preferido encontrarme muerto a tener que soportar mi voz destemplada. Mejor un muerto que un fantasma. Lo que más le incomoda es no hallar por parte alguna la carpeta con los textos impresos y corregidos, ni el archivo grabado en el computador. En la editorial pocos conocen el verdadero poder de las palabras. Como si escribir fuera todo. Hay correctores que podrían pasarse escribiendo el mismo texto toda la vida. Puristas del lenguaje. Se vanaglorian cuando pueden decir el número de errores que hallaron en un texto. Para colmo, algunos de ellos padecen una charlatanería incurable: una vez comienzan a hablar ya no pueden detenerse. Acostumbran ponerse como ejemplo de cual-

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quier situación embarazosa o inteligente, lo que ya es mucho decir. Alardean de las bondades de sus aciertos, de su ojo clínico para hallar problemas en un texto. Por eso a veces los reducen a su mínima expresión. Quitan. Pulen. Añaden. Raspan. Lo calibran sin temor. Lo tornan inasible. Lo hacen ilegible. Lo arrojan a la basura. Vuelvo al supervisor que está en mi apartamento. Es lo que importa ahora que estoy enfermo. El hombre ordena. Dispone en silencio. A veces habla solo. Se trata de una perorata que no entiendo. Lo rehuyo. Con esta debilidad no soy quién para entrar en discusiones. En silencio desde mi cama, aguardo a que termine con su tarea. He tenido sueños. Recuerdo algunos fragmentos. El más persistente es una serpiente oscura que bordea una carretera. La veo pasar. Me acerco a ella. Se trata de gente que va pegada a la cinta de asfalto. Caminantes con sus cosas al hombro. No sé de dónde vienen. No sé adónde se dirigen. Cuando intento preguntarles desa­ parecen. Camino por un desierto. Despierto rendido. Me duelen los pies. En la boca tengo una costra de polvo. —¿Qué le ha pasado en estos días? —pregunta el supervisor. —He estado enfermo —respondo. —Parece moribundo. —No me he visto en días. —¿Le ha visto un médico? —No. Mejor dicho: no sé. El supervisor llama a un médico adscrito a la empresa. No tarda en llegar. Me examina. Hace preguntas. —¿Con quién vive? —Solo. Usted tiene que saberlo. Hace años trabajo para la editorial. —¿Hay alguien que pueda ayudarle de tanto en tanto? —No tengo familia.


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—¿Alguna criada? —Prescindí de la última de ellas porque empezaba a parecerme desquiciada. —¿Alguna mujer? —¿Arreglaría eso mi situación? Vivo en una unidad residencial que es pequeña si se le compara con otras de esta misma ciudad. Un gueto, para decirlo en dos palabras. Aquí vive, sobre todo, gente mayor. Jubilados, hombres y mujeres solteros, estudiantes que viven solos o hacen parejas pasajeras, gente recién casada que trabaja todo el día y una que otra familia que se resiste a desaparecer y continúa trayendo hijos al mundo. En general ese tipo de familias no es bien mirado aquí porque los niños resultan incómodos por su apabullante manera de moverse y de hablar. Cuando uno sale a trabajar puede verlos sentados en cualquier muro de los que bordean los jardines. Las piernas cuelgan en un balanceo burlón, los ojillos resplandecen, sus bocas siempre mascan algo. Otras veces sonríen y uno piensa que esa sonrisa no la descifra ni Dios mismo, suponiendo que esté interesado en hacerlo. El médico y el supervisor cuchichean en la cocina. El supervisor sin decir palabra abre la puerta del apartamento y sale. El médico echa mano de un periódico viejo y tras quitar ropa ajada y sucia de una silla se acomoda lo mejor que puede para leer. Entre los periódicos encuentra dos de los libros que leí antes de caer en cama: Victoria, de Joseph Conrad y a su lado Lord Jim del mismo autor. —¿Usted lee semejantes libracos? —pregunta al cabo de un rato. Se queda meditativo unos instantes y agrega: —Lo suyo es sin duda un virus y todos los virus son agentes patógenos tremenda-

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mente fuertes. Por su aspecto, infiero que ha resistido de milagro. Créame que no exagero. ¿No le parece? —No sé demasiado acerca de qué me ha pasado en este tiempo. —Si se viera… —Basta con saber cómo me siento. Hojea los libros. Abre en cualquier parte y lee sin darle mucha importancia al asunto. Me mira. Mueve la cabeza. Los deja a un lado. Repite: “Un virus, un virus terrible”. Retoma la lectura de los periódicos y mientras lee deja escapar exclamaciones, puja, ríe bajito, carraspea. Después vuelve a lo suyo: “Es un milagro que se encuentre vivo”, dice con ánimo vivaz, pero de repente se apaga y vuelve a la lectura. No ha dicho nada nuevo. Uno siempre resiste de milagro. Respecto a la debilidad, esa sí que me parece una afirmación harto singular. Somos débiles porque sí. Por naturaleza, por herencia, por necesidad. Creo que lo único que resiste a los embates de la debilidad es la memoria, o esa forma de la memoria que llamamos recuerdos. Los recuerdos son nuestros signos vitales. En todo este tiempo no he dejado de soñar. Tal vez no sean más que los delirios propios de la fiebre, pero son algo: hay un enorme edificio gris con muchas ventanas que dan a un parque. Me encuentro parado en la acera que da a una puerta giratoria de esas de vidrio como las que hay en algunos hoteles elegantes. A mi lado están las maletas. De pronto alguien pregunta: “¿Adónde viaja el señor?”. El hombre aplaude con fuerza y aparece un carruaje tirado por un par de hermosos caballos negros. El hombre toma mis maletas, abre la puerta del carruaje y sube. Da la orden de partir al cochero y se marcha. Me quedo solo. Un viento frío barre la desolada calle. Meto las manos en los bolsillos de mi abrigo. El sueño es reiterativo. A veces alguien habla desde una esquina, pronuncia el nombre de alguna ciudad. “Praga”, dijo la


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última vez. Otras veces alguien ríe y su risa es como la voz de un viejo que tose y se ahoga. Lo que más me gusta del sueño es que jamás he tenido un abrigo, pero allí aparezco vestido con uno tan agradable, tan vistoso dentro de su exquisita sobriedad que he decidido que si salgo de este trance en que me hallo, es decir, que si no me botan del trabajo y tengo arrestos para andar de nuevo por la calle, me mandaré a confeccionar uno en la calle de los Sastres, que está a dos cuadras del edificio en donde vivo. El supervisor aparece en la puerta del apartamento. Sonríe satisfecho. Su sonrisa es la misma que uno ve en la cara de esos escaladores de los grandes picos nevados cuando regresan y han clavado una banderita en alguna cima. El médico hace a un lado el periódico. Suspira. — ¿Y qué? —pregunta. —Todo listo —dice el supervisor y levanta un puño en gesto de victoria, algo muy común en este tipo de sujetos para quienes todo en la vida constituye un desafío. —He pasado por cada uno de los apartamentos del edificio. —¿Y? —Les he hablado de la situación de este hombre —me señala con un giro de cabeza—, y he contratado a algunos que han de turnarse para cuidarlo. Conque esas tenemos. Ya hay quien venga a hacerme compañía, a ofrecerme una sopa, un trozo de pan, verduras, un cafecito en las mañanas. Nuestra empresa cancelará puntualmente el servicio prestado, el mismo que de manera oportuna descontarán de mis honorarios mes a mes. De un tiempo a esta parte me he habituado a vivir solo. Sé del eco de mis pasos en el apartamento cada noche y cada amanecer. Puedo distinguir el ruido del agua que gotea en el pequeño patio

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de ropas. Sé contar gota a gota hasta que la canilla se congela de silencio. Ahora, gracias a mi enfermedad, he logrado que me construyan un infierno compartido. El supervisor y el médico se marchan presurosos como si temieran que el contagio del virus sea un hecho cumplido y mañana amanezcan postrados esperando la muerte tal y como ha ocurrido conmigo. Antes de hacerlo abren las cortinas de mi habitación y todo se inunda de luz. Como vivo en un quinto piso el panorama siempre es considerable desde aquí, mírese hacia donde se mire. Es de mañana aún y el sol ilumina todo con una fuerza que delimita aristas, techos y ventanas de los otros edificios. A los lejos, la luz marca muy bien la línea azul de las montañas y sus picos de piedra que brillan cuando da directamente sobre ellos. Recién llegué a vivir a este apartamento, esa visión de cada mañana era lo que más me alentaba para salir. Me detenía en la esquina a contemplar cómo las montañas iban vistiéndose de sol minuto a minuto. Antes vivía en un barrio lleno de gente joven. Ruido y más ruido. Dulces muchachas con piernas y traseros de una belleza única. Gente feliz. Yo era profesor en la universidad. Hasta me respetaban. Esta ciudad es grande, hace un calor de los mil demonios, el río es cenagoso por tramos, lo que dificulta la navegación en tiempos de verano. Esta gente es despreocupada: la noche es un baile constante; a veces hay quien entra en las casas en medio del jolgorio y dispara a la diabla, a ver si alguien cae. Así se aseguran de que aquel a quien buscan caiga de todos modos. Aunque haya muertos, tienen claro que la vida es otro asunto. Apartan los muertos, rezan, lloran. A los nueve días vuelven a bailar. Un día dejé de ser profesor y me enrolé en la editorial. Cambié de barrio. Adiós a las muchachas de senos rosados. La ciudad sigue


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igual, el país sigue igual. Hay tanta gravedad y tanto desparpajo para morir. De día en día puede verse el río y los barcos que lo surcan, pero esa es otra visión, digamos que más lejana y algo etérea, porque por instantes una suerte de niebla cubre todo y es como si viviéramos en medio de un desierto en el que sólo podemos contar con las atrocidades del calor y el sudor que corre por nuestros cuellos. También están los espejismos, esa suerte de realidad paralela: vemos cosas y corremos hacia ellas en medio del día, pero en el fondo sabemos que jamás las encontraremos. Esta es una ciudad que vive de ilusiones. He sabido de personas que en las mañanas acuden presurosas al río con el fin de alcanzar el primer barco que los lleve muy lejos, pero resulta que justo ese día no hay barcos en el río porque la niebla espesa les impide navegar. Pero ellos los ven, sienten sus sirenas, su lento navegar río arriba. La humedad es permanente. Todo es propicio para que las enfermedades se ensañen con uno, lo atormenten, lo maltraten hasta la agonía. Cuando niño, uno escapaba de la viruela, del sarampión o de las paperas y estaba listo para la vida, pero parece que con la edad las cosas tienden a complicarse. Este abril he cumplido cincuenta años. La primera persona que llega, según el trato establecido por el supervisor, es una mujer de cerca de treinta años, mediana estatura y cabello negro. Una mujer bonita. En un santiamén pone todo en su sitio, o al menos en lo que ella supone que es el sitio de cada cosa. Rezonga mientras se detiene a mirarme cuando pasa con la escoba o el trapo de quitar el polvo. Después, aparece con un cocido de verduras. “Cuando mi marido bebe, y eso sucede muy a menudo, tengo que prepararle un cocido de verduras con pollo. Es lo único que lo pone bien, le permite respirar de nuevo y marcharse al trabajo. Con esto lo

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controlo. Porque si amanece con resaca se convierte en un energúmeno”. Todo eso lo dice mientras me da la espalda y veo su hermoso trasero enfundado en una faldita apretada, un trasero compacto que sube y baja armoniosamente cada vez que la mujercita cambia de posición. —Levántese —me ordena. Con un movimiento del mentón señala hacia el comedor. No sé por qué, pero tengo la sensación de que sabe que la miro y en qué sitio exacto detengo mis ojos—. Ya está bien de pereza. Haga de cuenta que terminaron sus vacaciones. —No puedo —respondo. Con tremendo esfuerzo me incorporo, no puedo hacer nada diferente a sentarme y apoyar la cabeza en la pared. Tan débil estoy. La mujer se queda mirándome y viene hacia mí, se detiene a un paso de la cama y estira los brazos al igual que lo haría la aya de un niño que recién comienza a caminar. Intento moverme sin resultado alguno. Parezco atornillado a la cama. Gracias al sudor que ha corrido por mi cuerpo durante este tiempo huelo a infierno. —Levántese, hombre. Haga un esfuerzo —dice la mujer y acerca los brazos. Como puedo me ubico en una posición que me permita tomarla de las manos. La agarro con una fuerza tal que en el fondo sólo es una desesperada urgencia de salir del lecho mugriento. La mujer, que no espera semejante reacción de un cadáver, pierde el equilibrio y se precipita sobre mí. Yacemos en la cama. Ella encima resollando y afanada con su cara pegada a mi cara. Perfumada y suave como una niña de quince años que va para una fiesta. Yo sin fuerzas bajo su peso mientras siento los volúmenes de sus senos en mi pecho. Sus piernas trabadas en mis piernas. Y yo que pensé que estaba muerto. Algo en mí comienza a despertarse, empiezo a sentir un cosquilleo en la parte baja del


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abdomen. La mujer se me aferra, respira hondo, cierra los ojos. Levanto mis brazos y los paso por su espalda. Allí permanezco anclado un rato. —De nada sirve tomar precauciones con los hombres —dice la mujer y tras desprenderse se levanta de un salto. Después, me toma por un brazo y tira con fuerza hasta que logra izarme de la cama. Una vez estoy en pie me acerca una silla mecedora y con un empujón me hace caer en ella, después la lleva a rastras hasta la mesa del comedor, en donde me espera un humeante plato. La mujer se sienta, apoya ambos codos sobre la mesa y mete su linda carita entre las manos. —A ver, coma, resucite, conviértase en todo un hombre, así como cuando estaba aliviado y salía para el trabajo con su maletín de cuero bajo el brazo y no se dignaba saludar ni mirar a nadie. Coma, hombre, coma, y deje de mirarme —dice. Veo el volumen de sus senos que descansan sobre la madera pulida de la mesa. Unos senos medianos y muy redondos. Cada cucharada de alimento me hace sudar copiosamente. Sin duda se trata de una buena señal, porque al menos no tengo esa náusea horrible que sentía cada vez que el hambre me revolvía las tripas y me imaginaba frente a un plato de comida. Cuando voy por la mitad del plato, la mujer ríe maliciosa. Me quedo mirándola. Sus ojos negros chispeantes me indican que debo seguir en mis asuntos. —¿En qué trabaja? —la pregunta llega de repente y se detiene frente a mi cara, sobre el plato. Digamos que como he permanecido tanto tiempo por fuera de circulación he terminado por sentir que el mundo no es el mundo y que las voces de los otros son mera imaginación, acaso como las voces oídas durante el sueño. Pero al rato me doy cuenta de que es la mujer la que me habla. —Soy corrector de una editorial.

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—¿Corrector? —Leo lo que los demás escriben y vuelvo a escribirlo. —Su compañía paga bien —dice. Tiene una cara linda esta mujer. Una cara que de pronto se vuelve misteriosa. Hay un gesto que comienza aunque jamás se define. Un rostro así es bello por la sencilla razón de que está a punto de decirnos algo, pero calla en el momento justo. La belleza tiene que ver con el silencio oportuno. —No… —digo, y cuando quiero agregar otra palabra constato que acaba de ocurrir un milagro: veo el fondo del plato y compruebo sin asomo de dudas que he sido capaz de comer todo. En el colmo del entusiasmo me dispongo a pararme de la silla, pero de pronto el mundo se me borra. Una sombra cruza por mi cara. Despierto. Estoy en la cama. Todo huele a nuevo, a limpio. Tengo puesta una de mis pijamas de algodón. De momento no veo a la mujer por ninguna parte. Entonces caigo en cuenta de dos cosas: o bien entré en un estado de inconciencia tal que me vestí yo mismo sin darme cuenta y aguardé a que la mujer arreglara el apartamento y me hiciera la cama, o ella eligió una pijama, bañó y aseó por completo este desastre de cuerpo y luego me vistió como se viste a un niño. ¡Qué bochorno! Me vio desnudo. Me aseó. El calor de la vergüenza asciende por mi cuerpo y una debilidad cada vez mayor se apodera de mí. Intento bajarme de la cama y no logro moverme. Es el desamparo total. A merced de gente desconocida uno no sabe ya a qué atenerse. ¿Quién entrará por esa puerta dentro de unos segundos? Ése es el problema. En este edificio todos deben tener una copia de la llave de mi apartamento y van a entrar cuando les dé la gana. La mujer aparece en la puerta de mi habitación, sonríe con malicia. —¿Cómo se siente?


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He de confesarle que no encuentro las palabras precisas para responderle. Me encuentro turbado al máximo. —No sé —intento darme vuelta y ocultar mi cara enrojecida a sus miradas impertinentes. —Traje los periódicos de hoy —dice, los deja en la mesa de noche y se marcha. Me he quedado dormido. Despierto hecho una miseria de sudor y desaliento. Compruebo que los periódicos están intactos. No he sido capaz de leer ni siquiera los titulares. —Creo que está peor de lo que me dijeron —la voz a mi lado no es la más amable del mundo: proviene de un tipo mayor que tiene el aspecto de uno de esos motociclistas de las películas, medio asesino, medio vagabundo, medio modelo de revista para señoras. Entre los dedos de una mano sostiene un cigarrillo sin encender, en la otra mano un vaso. Bebe despacio. Le pregunto quién es. No responde. A paso lento va hasta la ventana. El tipo tiene cabeza redonda, cejas pobladas y nariz recta. Lleva el cabello cortado muy bajito, casi rapado. Habla lento. Su voz parece un eco de sí misma. Cuando camina, uno piensa que los pasos dejan marcas en las baldosas. El aspecto que tiene no es el más amigable. Da la impresión de ser un niño que alguien ha metido en un cuerpo que no le pertenece. Las manos, que no puede dejar quietas, parece que hablaran por él, van más allá que las palabras. Pienso que son como las manos de un enterrador que cumple con su labor mientras silba un bolero. —¿Qué día es hoy? —me incorporo a medida que suelto las palabras sin dejar de mirarlo. —Lo mismo da si es viernes, miércoles o domingo —responde, y agrega que cuando me recupere traerá un calendario para que me ponga al día.

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—Los miércoles —le digo— tenemos junta de asesores editoriales. Los viernes bebo una botella de vino y como almejas y aceitunas. —Al menos no ha perdido la memoria —dice el tipo y regresa al sitio en que lo encontré al despertar. La memoria, ha dicho. ¿Qué sabe él de asuntos como ése? Nadie tiene derecho a mencionar esa palabra en presencia de alguien que como yo no quiere, no desea, no puede definitivamente recordar nada. Estar impedido para llevar adelante el ejercicio de recordar es un privilegio de los desgraciados. No de los amnésicos. Los enfermos debemos sufrir graves alteraciones en el sistema nervioso y esto no nos permite controlar el tiempo. Perdemos todo contacto con la parte de la realidad que está sujeta a las medidas, a las pausas. Alguien me dijo que una vez había viajado en un barco en el que entrenaban gente para la guerra. Tenían prohibido portar relojes. A veces llovía y la oscuridad era tan densa que duraba días enteros al cabo de los cuales salía el sol y uno seguía sin saber qué día o qué hora era. Si uno hacía preguntas, la tripulación contestaba: “¿Para qué quiere saber la hora, el día en que estamos? En la guerra no hace falta. Un reloj en esas circunstancias sólo sirve para saber la hora exacta de la muerte. Para nada más”. O como en el amor: cuando uno está enamorado no hay tiempo que valga ni tiempo que alcance. El amor es tan vasto que arrasa con todo y el tiempo parece enrollarse como esos gusanos que uno encuentra detrás de las puertas y que a primera vista son tan pequeños que provoca dejarlos de lado, pero cuando se desenrollan uno no cree que sea posible que alcancen tales proporciones. Entonces recurrimos a las promesas, para jugar con el tiempo y de paso con el amor. Por eso viene la ruina del amor y el tiempo se pierde irremediablemente entre nosotros.


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—¿Se durmió otra vez? —la voz del motociclista me saca de mi ensimismamiento. —Pensaba. —Intente pararse de la cama. Yo le ayudo —dice y se hace a mi lado. Con un brazo musculoso me agarra por debajo del hombro y me levanta. En un instante me encuentro parado en la puerta del baño—. Báñese. Adentro he puesto una silla de plástico para que se siente, no sea que un desmayo lo tire al suelo y se rompa el alma.

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DOS: El cerco

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oy ha venido otra mujer. Tiene unos sesenta años. Es diligente y parlanchina. Su cara parece haber sido atacada por una bandada de aves carroñeras. Tiene la nariz a medio hacer, casi en carne viva. Respira con dificultad. Me confiesa que está espantada: no se había imaginado que un ser humano pudiera caer en semejante degradación física a causa de una enfermedad. —Está en los huesos —dice no bien acaba de entrar y se queda mirándome como si me conociera de toda la vida—. ¡En los puros huesos! —exclama y se lleva las manos a la cabeza—. ¿Se ha mirado a un espejo? —No —le digo y me quedo mirándola fijamente. La falta de una buena nariz no permite comprobar si la mueca es exacta, si la tristeza se refleja de manera total o si la alegría puede manifestarse completamente en un rostro deforme. Sin embargo, la vieja se las arregla para parecer expresiva en medio de su rostro de espanto. Con cuidado me toma por un brazo como si temiera romperlo y me guía hasta el comedor. Ha puesto ante mí un café con panecillos y queso blanco. También tres cajas de medicamentos. La vieja ha escrito en una

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hoja de cuaderno los horarios en que debo tomar las cápsulas de diferentes colores: azul a las nueve, roja a las diez treinta y verde a las cinco de la tarde. —El señor de su oficina dijo que lo necesitan cuanto antes. Tiene mucho trabajo atrasado. —Lo imaginaba —cierro los ojos con fuerza. Todo mi interior estalla como un brote de luciérnagas. —¿Sabe? Tengo una enfermedad en la piel —la vieja habla orgullosa plantándose a mi lado, como si pretendiera darme ánimos para ingerir los alimentos—. Una enfermedad muy particular. Cuando mi marido murió no me había comenzado, pero ya ve usted cómo son las cosas. Pensaba que a su muerte la vida cambiaría, que conocería la paz de la viudez, pero me gané esto. También tengo un hijo. Es el que estuvo aquí cuidándolo. Su esposa es la mujer que vino ayer a traerle un caldo de verduras con pollo que yo misma preparé. —Ya. —¿No puede hablar? ¿Así de mal se siente? —Siga —le digo. La nariz tal vez le afee el rostro, que resulta bien expresivo a pesar de la llaga en medio, no puedo negarlo. Como tiene unos hermosos ojos verdes que brillan con intensidad al capturar la luz que encuentran a su paso, siempre parece estar hablando con ellos. —¿Y su familia? No respondo. —¿Murieron? Continúo en silencio. —Morir no es gran cosa —dice la vieja después de un suspiro—. ¿De qué hablamos usted y yo? De la vida, de nada más que de la vida.


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Sigo en silencio y mastico lentamente cada bocado. —Una vez —continúa la vieja— pusieron preso a mi marido. Era un contrabandista de armas. Fue hace muchos años. ¿Y sabe qué pasó? Nada. Me dije: éste no va a volver jamás, así que hagamos de cuenta que está muerto. El maldito aparecía por la prensa en fotos y los periodistas escribían sobre él, acerca de sus hazañas, como si se tratara de un aventurero de novela. —Ajá —digo en un susurro y estoy a punto de ahogarme. —No hable —la vieja me golpea en la espalda con el puño—. Usted no está en condición de hablar. Oiga y calle. ¿Está claro? Asiento y continúo con mi desayuno. —Mi marido no era más que un vulgar contrabandista. En fotos era tan hermoso con el cabello oscuro, la nariz recta y grande, la quijada cuadrada. Pensé: éste ya no regresa. Pero regresó. Le abrí la puerta, lo abracé y le serví la comida como si nada. Trajo dinero. Creo que es el único que ha llegado de la cárcel con dinero. Desde ese día ya no lo sentí más como parte de mi vida. Por la ventana entra un resplandor de partículas volátiles que se arremolinan junto a las cortinas. Me gustaría caminar junto al río, pararme en el puerto un rato y abordar un barco, pero me invade un cansancio que no da tregua, se cuela por los poros y va directo al centro mismo de la vida. Supongo que para los antiguos existía algo semejante, pero para nosotros, ¿qué es lo que existe? Nos hemos quedado con las manos vacías. No somos más que el comienzo de un espejismo. —La mujer de mi hijo dijo que usted es escritor ¿Qué siente uno al ser escritor? —la pregunta de la vieja me sorprende. —¿Escritor yo? No, señora. Mi oficio es corregir cuartillas. A veces escribo el editorial para una revista cuando el encargado está de vacaciones.

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Jamás había estado enfermo. Un hombre de traje completo, de camisas planchadas, cuello almidonado, zapatos lustrados. Impecable. Nada más parecido a la muerte que un tipo impecable. Si un carro salpica de barro su vestido, termina la elegancia. Mis compañeros de la editorial a cada rato van al médico, les mandan hacerse exámenes de laboratorio, los incapacitan por alguna dolencia. Viven entre la enfermedad y la salud. Conmigo el asunto es bien diferente: ni un resfriado, ni una gastritis, y eso durante años. Pero un día sucede algo: veo borroso, caigo en cama presa de la fiebre, deliro, vomito. Bordeo la muerte. Cualquier achaque nos pone a las puertas del sepulcro. —Creo que estoy mejor —le digo. —¿Mejor? ¿Está usted seguro de lo que dice? Debe ser por la fiebre. La fiebre altera la razón —dice y echa a correr hacia el teléfono. Habla con ansiedad y en voz baja, agitada. Supongo que habla con su hijo o con la mujer de éste. De repente el apartamento parece a punto del colapso. Llegan la nuera y el hijo de la vieja y se mueven frenéticos por todas partes. No puedo dar un paso sin que salga uno de los miembros de esta familia y me corte el camino. Se interponen entre mis pasos y cualquier sitio al que voy. Al fin, me tumbo en un sillón de la sala. Descanso. Ellos no. La vieja en la cocina. El motociclista sentado frente a mí golpea con el puño cerrado contra la palma de la mano. Su esposa se ha metido en mi habitación. Revuelve, acomoda, limpia. —Me encuentro mejor —insisto—, no deben preocuparse. —No puede ser posible —se lamenta la vieja desde la cocina. El pánico parece apoderarse de ella.


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—No puede ser —dice la mujer, que se sienta frente al televisor y ve telenovelas de canal en canal. —Esto no lo esperábamos, por Dios que no —añade el motociclista. Al cabo de un tiempo, la mujer del motociclista se planta a mi lado. Pone su mano en mi frente. Suspira. El motociclista echa mano del teléfono y se comunica con la editorial. En silencio me observan. Cuchichean. Se tocan con los codos. De reojo parecen controlar cada uno de mis movimientos. —No —dice la vieja. —Esperemos a ver qué pasa —añade su hijo. —Es cuestión de tiempo —explica la mujer. Cierro los ojos. Siento la presencia vigilante. Permanecen quietos un rato. Aguardan algo, tal vez una señal de mi cuerpo, una voz que delate debilidad para caerme encima. Inquietos, van y vienen. Me invitan a pasar a la mesa. El almuerzo es suave: sopa de verduras, pescado hervido, pan integral, papas al vapor y ensalada. Mientras como, no me quitan los ojos de encima. En el mismo silencio levantan la mesa. Digo: “Gracias”. No hay respuesta. En la cocina discuten entre cuchicheos. Me invade un sopor de espanto. Parece que estoy condenado a quedarme aquí para siempre y morir. No hablo en sentido literal: basta conque uno se quede sentado junto a la puerta de su casa o en su habitación y ya está muerto. Hay que levantarse y salir. ¿Qué tal que uno se quede esperando la recuperación y ésta no llegue jamás? Vivimos del aplazamiento, como si en las más íntimas regiones de nuestro ser estuviéramos constituidos por calendarios inmóviles y relojes detenidos. Uno dice: “Mañana haré esto, lo otro, luego aquello”, y dilata el tiempo porque parece que “mañana” no es más que un juego de probabilidades, un arrojar los dados para ver cuándo sale el número

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que hemos esperado toda la vida. Y nos decimos: “Ya viene, en este lance ha de ser”. Pero jamás ocurre lo anhelado. Tengo que salir. La vigilancia de estos personajes cada vez se convierte en un asunto más difícil de soportar. Hay días en que ni me miran, como si yo hubiera dejado de existir. Pasan a mi lado ignorándome o dejan los alimentos en el comedor y tosen, o gruñen algo para indicar que puedo pasar. Vigilar es un asunto delicado. Estar como si no estuviera, vivir como si no existiera. De algún modo nos sabemos indispensables unos para otros. La vigilancia es un hecho. Sin embargo, la indiferencia se agazapa lista para caer sobre uno en el momento menos esperado. Jugamos a la traición, que es el juego preferido por todos. Traicionamos porque sí. Tal vez sea ésa la razón de ser de cada uno de nuestros movimientos. Quizá las palabras, esas herramientas complejas que sostienen el andamiaje de la vida, no sean más que disimulos de traición. Pequeñas horcas, cadalsos erigidos con sonidos. Vigilamos a los otros por medio del lenguaje, esperamos sus respuestas, sus silencios. El lenguaje es la confirmación de que nos encontramos expuestos. A veces, cuando siento con más fuerza la urgencia de salir de aquí, me detengo a pensar si habré sido justo con ellos, puesto que se trata de su trabajo, y ganan unos pesos por poner sus ojos en mí, para decirlo en sentido figurado y no hablar de que se han convertido en simples carceleros. Amables, sí, no hay que dudarlo, pero carceleros. Hay días que transcurren en total sombra. Los vigilantes llegan, ocupan sus posiciones y se entienden por señas. No hablan para no ser evidentes. Cualquier palabra puede perderlos. No saben que el silencio envuelve con mayor riesgo que las palabras. Me suministran los medicamentos y sirven mis comidas. De tanto en tanto dejan un pocillo de café en un sitio por el que suelo pasar


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o un plato con panecillos y queso blanco. A veces té verde. Fruta en las mañanas. Les agradezco. Es la constancia de mi condición de prisionero. Antes cumplían rigurosamente sus turnos: primero la mujer que se precipitó sobre mí en un intento por levantarme de la cama; luego la vieja y al final su hijo el motociclista. Ahora vienen por parejas o llegan los tres. De momento desaparece alguno, pero al rato reaparece en escena. No preguntan cómo me siento. Me miran de arriba abajo. Nada más. He sorprendido a la mujer del motociclista cuando se queda quieta junto a la puerta de mi habitación y mira la cama. Nostalgia de un abrazo, pienso. En sus ojos hay chispas. Su firme trasero, sus piernas torneadas como las de aquellas muchachas del barrio en que viví. Nos hemos convertido en un grupo que juega a ignorarse sin perderse de vista. Incluso dan la impresión de que entre ellos mismos no existiera ningún tipo de vínculo. Siento que me observan. Doy vuelta, y aunque la sensación persiste, no encuentro a nadie. Sólo el sonido de unos pasos rápidos que se alejan. Un carraspeo. Una tos. Una risita que se desvanece detrás de alguna puerta. El sonido de algo semejante a un ala que se agita. Cuando es hora de marcharse, sea al caer la tarde o al comienzo de la noche cerrada, se cuidan de que todo parezca normal: dejan las luces encendidas, prenden el televisor y salen sin hacer ruido. Como si quisieran dar la impresión de que todo lo he hecho yo y de que ellos no existen. Entonces me asomo a la ventana, miro hacia la calle. Voy a la cocina, abro la nevera. Pellizco un poco de queso. Bebo una copita de vino. Respiro hondo. La vida bulle en mí. Aliento alguna esperanza en medio de la tiniebla. Si algún día amanezco bien, siento que he recuperado mis fuerzas por completo y me dedico a mis labores cotidianas, digamos que por ejemplo resuelvo echar mano del trabajo atrasado y

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me siento frente al computador, creo que para ellos será un golpe brutal. Tanto tiempo dedicados a hacer de mi enfermedad algo de cada día, y de un momento a otro ver que todo se esfuma. Temen que este creciente vigor que late en mí se convierta en posible amenaza para sus vidas. ¿Qué haría el verdugo sin el condenado a muerte? La historia no dice nada al respecto, pero es fácil imaginar a la familia del verdugo muriendo de hambre porque el jefe del hogar ha quedado cesante, preguntándose: si papá tuviera trabajo, ¿qué clase de bandido, de asesino habría contribuido hoy con nuestro desayuno? Odiarían las cárceles de por vida, no porque ellas encierren a los hombres sino porque los han dejado sin el pan de cada día y están repletas de posibles candidatos para el trabajo de su padre. La historia es injusta. ¿Pero qué puedo hacer? Si continúo así, con el tiempo no seré más que un cerdo cebado y gordo que transpira grasa por todas partes mientras espera el cuchillo que ha de poner fin a esta larga espera.

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TRES: La huida

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e despertado con la intención de hacer maletas y largarme pase lo que pase. No me importa si mis carceleros ponen el grito en el cielo. Sé que no se trata de mi estado de salud sino de la penosa situación en la que de seguro quedarán ellos: es probable que en la editorial inicien un juicio en su contra por no haber sido capaces de retenerme y los dejen en la inopia. El turno de madrugada le tocó al motociclista. Creo que en toda la noche no dejó de fumar, porque cuando paso por la sala hay una atmósfera nauseabunda. Lo miro, gruño un saludo y él ni se molesta en contestar, asomado a la ventana con la vista fija en la calle. Voy a la cocina y busco café. Cada vez gozo de una mayor autonomía de movimientos. Soy capaz de tomar decisiones sin desmayarme al primer respiro. Como el pájaro que sacude las alas después de la tormenta, me agarro instintivamente de todo. Tanteo como ciego. Éste es el momento justo para hacer maletas y largarme. En puntillas me dirijo a mi habitación para evitar que el tipo sorprenda mis movimientos. Son precauciones inútiles, porque cuando paso por la sala el hombre se halla concentrado mirando por unos binoculares hacia la calle.

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Con doble llave cierro la puerta de mi habitación, a pesar de la expresa prohibición: “Ante su delicado estado de salud, debe permanecer a la vista de los contratistas”, advirtió el supervisor de la editorial. Contratistas es el nombre que allí dan a cualquiera que trabaje para ellos de ocasión, así se trate de un asesino a sueldo, de un barrendero o de alguien que cumpla las veces de médicocarcelero, como es el caso de esta familia. No sé por qué me da por pensar en el trabajo y en el director de la editorial, que tenía por costumbre mover las manos con energía. Eran gestos de una precisión absoluta. Pero a veces flaqueaba y sus gestos no eran más que ligeros ademanes de maestra de escuela. Su vozarrón anunciaba: “Hay que escribir sobre esto y aquello y hacerlo en estos precisos términos”. Era el dueño de la palabra y nosotros sus siervos. Uno siempre acaba de esclavo del lenguaje. Alguna vez lo contradije abiertamente. Desde entonces me miró como a un forastero metido en su casa y si no prescindió de mis servicios fue un milagro. No volvió a hablarme, me evitaba cuantas veces le era posible, su secretaria hacía las veces de recadera. Los demás en la editorial no tardaron en imitarlo. Incluso si corrían el riesgo de cruzarse conmigo por uno de los pasillos de la empresa mejor se encerraban en sus oficinas. Dejaron de frecuentarme. Yo era un proscrito. Varias cosas se encadenan: la actitud de los otros, el tiempo en el trabajo y las palabras. A la entrada de la oficina de redactores, correctores y editores, una suerte de galpón con cubículos de madera cubierta con paño de colores, se alzaba un majestuoso reloj de cucú. Un verdadero armatoste como para turbar al más cuerdo. Por su ventana, cada hora aparecía un pajarraco negro que gritaba. Uno sentía que cantaba no para dar la hora sino para marcar el tiempo que a cada uno le quedaba de vida. Trabajo y vida, y trabajo y muerte, eran una sola cosa. La sensación de que el


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ave oscura y el jefe de la editorial eran lo mismo o de que aquélla constituía una extensión de éste, lo amilanaba a uno, lo dejaba al borde del delirio. Uno sabía que si al llegar en la mañana a la editorial hallaba en el escritorio un legajo de papeles para revisar, encontraría en la margen superior de cada texto un número asignado que correspondía al tiempo que debía emplear en la corrección, de manera que a cada grito del pajarraco correspondía un texto corregido. Comparado con esto, el suplicio de Tántalo en el pozo es un juego de niños. Tal vez por eso los que trabajamos allí acabamos por odiar de alguna manera las palabras, esos peldaños que conducen al fondo del alma de los hombres. Su resonancia es la salvación y la condena. Todo lo que se dice es el pasaporte para un juicio en contra nuestra. Dicen que las palabras son el puente hacia los demás, pero sospechosamente se olvidan de agregar que también constituyen el hilo del compromiso, la pluma que usamos para firmar la sentencia de muerte, el nudo de la horca, la desesperanza, el comienzo de la fatalidad. Me aterra pensar que en algún momento el motociclista recele, toque a mi puerta, y como me niegue a abrir la derribe de un empujón. Somos tan frágiles en estas circunstancias que hasta un soplo de viento puede dejarnos sin aliento y a merced de los otros. —¿Cómo se siente? —pregunta el motociclista cuando estoy a punto de entrar en la ducha. —Todo anda bien —respondo mientras hago un esfuerzo para modular mi voz y acompasar los latidos de mi corazón. —¿Sabe? Han comenzado a preparar la fiesta —dice el tipo y siento que su voz se aferra a la puerta como una lapa. Carraspeo. Después de un instante que a cualquiera en mi situación ha de parecerle eterno, el hombre insiste en preguntar

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por mi estado de salud. Aunque estoy perfectamente, siento que agonizo si el tipo decide permanecer ahí por más tiempo. ¿Y si muero aquí mismo, a medio desvestir, mitad del cuerpo fuera y mitad dentro de la ducha? ¿En qué habrán quedado mis planes de fuga? Si vivir resulta difícil, vivir acorralado es la peor de las vergüenzas: cada respiración es prestada, la voz es el eco de las voces de los otros. La vida es una celada en medio de la noche. —En la calle de los Sastres preparan una fiesta —dice el motociclista. Ahora su voz atraviesa la puerta, entra a la habitación. —Qué bueno —respondo con un suspiro. —¿Ha ido alguna vez? —No. No. —No sabe de lo que se pierde. —Ya. —Desde aquí puede verse el ajetreo. ¿Le molesta si bajo un momento a mirar? Sé que me prepara una trampa. No son más que una familia de espías. Cuando salga me caerán encima, y entonces estaré condenado a perpetuidad. —No, no —respondo y creo que mi voz no alcanza a llegarle. El tono de duda que hay en mis palabras me pierde. El tipo quiere salir, cogerme por sorpresa si hago un movimiento en falso. —Le prometo que no tardaré. Soy hombre de palabra —dice y siento su respiración como un resuello profundo. —No hay problema —digo, y mi voz tiene el tono de súplica del condenado a muerte. —¿Está seguro? —pregunta, y luego añade sin dejar de acezar, pegado a la puerta—: Mire que no podemos correr riesgos, no en estas circunstancias. Si lo prefiere, permaneceré aquí. Mi madre y mi esposa no tardarán en relevarme. —No, no, no —repito y siento que desfallezco.


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Silencio. El hombre se ha ido. Abro la ducha y dejo que el agua corra mientras pienso que es la última vez que gozo de semejante privilegio. Si esta gente se da cuenta de que voy a escapar son capaces de confinarme en un rincón y prohibirme todo. Me visto, y empaco a toda prisa. Llevo lo justo que puede necesitar un fugitivo: casi nada. El aire para respirar, tal vez. Echo una última mirada a todo cuanto dejo. Los objetos son el vínculo con esa parte de la vida que siempre hemos temido dejar. En una maleta empaco ropa y dos libros. En el bolsillo mis tarjetas de crédito y algo de efectivo. Me precipito a la escalera. Cinco pisos son la mejor muestra de la inutilidad humana. Deberíamos tener alas, no ascensores. Tengo pavor a esas cajas de metal. Cinco pisos para mí son ahora una metáfora de la eternidad. En un santiamén bajo las escaleras. El sol que se cuela por las claraboyas de la escalera me da en la cara como un reflector de esos que utilizan en las películas para torturar a los presos. La cabeza me duele. El piso se mueve bajo mis pies como cuando uno se pasa de copas y la vida se convierte en un oleaje que arrastra hacia abajo. De trecho en trecho me detengo. Oigo las voces provenientes de los otros apartamentos. Apagadas unas, fuertes y perentorias otras; llantos de niños encerrados, canturreos de mujeres, susurros de pasión. En unas cuantas zancadas más, corriendo el riesgo de asfixiarme porque siento que pierdo el aire, y mientras el cerebro se bambolea en mi cabeza como gelatina, gano la puerta del edificio. Si logro poner un pie afuera estoy salvado. Camino por los angostos paseos peatonales que semejan laberintos y que llevan a la portería. Creo que fueron diseñados a propósito para evitar la presencia de extraños, para controlar las

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visitas o confundir a la gente no deseada. Si uno es forastero no tarda en perderse, en dar vueltas y vueltas. Como los edificios son iguales, uno termina por enloquecer. Ha sucedido que en mitad de la noche escuche uno gritos de la gente que intenta salir y no puede. Dan vueltas y más vueltas hasta que caen abatidos por su propia desesperación. Descanso en un recodo, cambio de mano la maleta, continúo mi camino. A lo lejos veo la garita del portero como un oasis en medio del desierto. Los hombres somos muy poca cosa para tanta angustia. ¿Será que esto no es más que un espejismo y yo continúo en mi cama a merced de mis carceleros? El saludo del portero me arranca de mis cavilaciones. El hombre oye radio mientras acaricia la pistola. Un paso más y estoy en la calle dispuesto a hacerme matar. Lo que es yo, no regreso jamás a este sitio. El portero me mira. Veo su cabeza bajo la gorra con insignia, su cuello de toro, el cuerpo de luchador, el uniforme azul oscuro, y el cinturón con la cartuchera y la pistola. Voy a morir aquí mismo. El hombre se dispone a abrir la puerta y franquearme el paso. Su mano enguantada se detiene y va directo a la pistola, se posa sobre ella. —Tiempo sin verlo, caballero —me dice—. ¿Otra vez de viaje? Sonrío, inclino la cabeza. El sol me revuelve el cerebro. —Tenga cuidado —advierte—. La gente anda como loca por todas partes. Es mejor no moverse mucho. —Sí, gracias —mi voz trabajosa me delata. En segundos el tipo estará sobre mí empuñando el arma, reduciéndome por completo. Me da la espalda, sube el volumen a su radio y mira al cielo abierto. Calculo cuánto tardaré en cruzar la calle en medio de un tráfico de espanto, corriendo el riesgo de sufrir un desmayo o de que


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me atropelle un carro. Si gano la acera de enfrente estoy salvado. Los peatones camino al supermercado de la esquina son tantos y vienen de tan diferentes sitios que uno termina por confundirse entre ellos. Desde la acera alcanzo a ver en la otra esquina a la mujer del motociclista que camina con la vieja, su suegra. Van deprisa, miran en todas direcciones. Voy en pos de ellas. Sin duda van a la calle de los Sastres. Si supieran que el motociclista ha ido allí serían capaces de destriparlo. Si supieran que he escapado y voy tras ellas, el asunto sería muy distinto. Cruzan la avenida, burlan los semáforos con la imprudencia propia de un peatón de nuestro tiempo que busca la muerte bajo las ruedas de un camión de basura.

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CUATRO: Dos mujeres

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a fiesta en la calle de los Sastres es una celebración que data de hace tiempo. Aún hay gente que prefiere que le hagan su vestido sobre medidas, porque les confiere un toque de exclusividad que de otro modo no pueden alcanzar. Aquí conviven todos, desde la rata miserable hasta el más estirado de los infelices. Sastres hay de todas las edades, desde ancianos que a duras penas ven para ponerse el dedal o para enhebrar una aguja, hasta aprendices hombres y mujeres jóvenes. A excepción de los sastres, todos somos forasteros. Entre los asistentes hay gente de aspecto desencajado y triste que encarga el traje para que algún familiar se vaya a la tumba tan pomposo como si se tratara de un chambelán de la reina de Inglaterra; están las parejas de novios que piensan casarse y acuden con el fin de elegir los trajes (supongo que esa felicidad no irá más allá de lo que tardarán en quitárselos en la noche de bodas); hay gente que ama el pasado y viene en busca de algo que les permita revivir la cena de su mayoría de edad, el baile de sus quince años, la noche de sus bodas de oro matrimoniales, el día en que comenzaron a trabajar.

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Entre tanta gente, no faltan los curiosos que vienen a mirar y acaban por encargar cualquier prenda. Dicen que éstos ya no se apartarán jamás de la calle y han de volver con frecuencia como si la primera prenda encargada les conminara a formar parte de una hermandad a la que resulta imposible renunciar. Acaban por parecerse entre ellos y es factible hallar, de esquina en esquina, grupos que charlan animadamente mientras comparten experiencias. De la misma manera que otros hablan de fútbol o de golf, éstos alardean de un pantalón de dril satinado, de una camisa de seda, de una chaqueta para el invierno o de un traje para ir al hipódromo. La calle es una caldera a punto de reventar. Se tiene la impresión de que en un santiamén esto puede explotar. Por donde paso encuentro una mano que me toma por el brazo y unos ojos que creen reconocerme. Yo voy de huida y ellos se empeñan, como si estuvieran avisados, en detenerme, en pretender abusar de mi exiguo tiempo. Estoy perdido. Aquí sólo falta el aviso que Dante colgó en la entrada del infierno: “Lasciate ogni speranza, voi, ch’entrate!” (¡Los que entráis aquí dejad toda esperanza!). El ser humano no ha crecido mucho. Continúa aferrado a las épocas de ritos y hogueras en torno a cualquier objeto que lo sorprende. Algún día comprueba que sólo ha sido un fiasco, una trampa más de la vida y siente que, o bien debe inclinar la cabeza y llorar en silencio, u obstinarse en sus actos primigenios. Por regla general opta por lo segundo y en su corazón se instala un gran dolor. Mis dos carceleras prosiguen su afanado paso por entre la multitud. Por momentos se detienen a mirar en todas direcciones. En un alarde de soberbia decido no bajar la vista y me quedo mirándolas fijamente. Que me vean de una vez por todas. Estoy seguro de que si deciden regresar y perseguirme les va a resultar difícil llegar hasta


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donde me encuentro: tanta es la gente que hay de por medio. Me han visto, y en el instante en que las miradas se cruzan levanto las cejas de modo provocador: “A ver, aquí estoy, vengan por mí”. “El asunto no es con usted”, parecen decirme sus ojillos de ratas. Más adelante, cuando el gentío parece cerrarse en torno de sí mismo, las mujeres dan muestras de una excitación sin límites y giran hacia la derecha dirigiéndose a las escaleras que conducen a la puerta de una de las sastrerías. Si permanezco quieto pasarán a mi lado. He fracasado. No sólo estoy perdido sino a merced de mis perseguidores. Adiós viaje. Adiós fuga. Cuando miro hacia el sitio al que las mujeres se dirigen veo al motociclista parado en el rellano de una escalera abrazando a una muchacha más joven que él y de estatura por encima de la mediana. Sus labios son de un rojo intenso y los ojos dos chispas azules. Mis carceleras vociferan. Cuando pasan a mi lado me miran extrañadas. —Jamás había visto alguien tan parecido al moribundo —dice la vieja. —No se fíe nunca de un hombre, señora —responde la nuera. Quiero ir tras ellas, pero siento que no puedo moverme. Vuelvo a mirar hacia el rellano y detallo la cintura, las piernas, los hombros de la muchacha que conversa con el motociclista mientras las dos mujeres caen sobre ellos. El motociclista abraza a la mujer de los ojos azules, se ubica detrás de ella y la convierte en su escudo. Las dos mujeres, de espaldas a mí, menean la cabeza al compás de las palabras. El hombre, airado, suelta a la muchacha y empuja a su madre a un lado. Luego, como si en lugar de manos tuviera zarpas, agarra a su esposa por los hombros y la atrae hasta tenerla muy cerca. La

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mujer de los ojos azules se aparta mientras los curiosos vuelven sus miradas hacia el pequeño y enfebrecido grupo. Con mi maleta abro paso por entre la gente y cuando llego al lado de la escalera compruebo que la gresca entre mis carceleros ha subido de temperatura. —Descarada —dice la mujer del motociclista y enseña el puño. La mujer de los ojos azules sigue como si nada, con la mirada fija en algún lugar de la calle. —No tiene vergüenza. Mi hijo es un hombre casado —grita la vieja —Arréglense con él —la mujer de los ojos azules habla y sus dientes brillan. —Esta mujer es tan mala como el rastrojo que no comen las vacas —gruñe la vieja. La mujer de los ojos azules toma al motociclista por una mano, pone un pie en el peldaño que está más arriba de ellos y comienza a subir sin dejar de mirar a mis carceleras, que permanecen clavadas al piso. —¿Qué hiciste con el enfermo, irresponsable? —increpa la vieja a su hijo. —Ya decía yo, señora, que no hay que fiarse de los hombres —dice la mujer del motociclista. El motociclista parece detenido en vilo sobre la cuerda floja de su memoria. —Murió esta mañana —dice y su voz es como un bálsamo que recorre mis entrañas. —¡Imposible! —la vieja se precipita escaleras arriba. Lo encara—: Teníamos un compromiso. Ese hombre no podía morir, nos pagaban por cuidarlo. —La muerte no da espera, madre.


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—Todo por andar tras esta barragana de mierda —dice la esposa del motociclista. Entretanto, la mujer de los ojos azules se ha puesto unas gafas oscuras y semeja un enigma de esos que llevan milenios sin descifrar. Sonríe como la esfinge preguntona del desierto que aguarda el paso de los caminantes. —¿Ahora qué vamos a decirles a sus jefes? —la voz de la esposa del motociclista es un hilo delgado que se quiebra en las últimas palabras. —Que le dio un infarto —dice la suegra—, lo fulminó un ataque de nervios, lo secuestraron. Cualquier cosa. —¿Y el cuerpo, señora? Hay un cuerpo. Y bien pesado, por cierto. ¿Qué hacemos con el cuerpo? No podemos ser tan descuidados. —Lo tiramos al río. —¿Está loca, señora? ¿Cómo se le ocurre? Como están las cosas es imposible. La vieja no responde. De improviso, madre, hijo y nuera dan vuelta y bajan presurosos las escaleras. Pasan a mi lado sin verme. De manera que estoy muerto. No existo. Jamás había sentido tal alivio. La mujer de los ojos azules sonríe como si me invitara a descansar sobre su pecho. —Esa gente es capaz de matar por tonterías —me dice—. Siempre es igual: arman un escándalo por cualquier cosa y después se van —mueve las manos como si agitara un abanico. ¿Por qué me habla de estas cosas? No puede tratarme como a un viejo conocido y, sin embargo, sus palabras son una cuerda que me lleva del cuello y me invita a ir en pos de ella. Alguien tiene que saber que estamos vivos aunque sea para vernos gritar. Me siento frágil. La enfermedad es un asunto de nunca

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acabar, el germen del mal camina por los vericuetos del cuerpo y con su linterna de hielo atraviesa huesos y órganos. —Ese hombre —continúa—, no necesita más que tranquilidad, pero su madre y su esposa le hacen prometer cosas imposibles, y toda promesa es el comienzo de una desgracia. Después de un tiempo en que permanece ensimismada, la mujer me pregunta si necesito ropa, algún traje en especial. Su padre es sastre. Su familia ha vivido de este oficio durante genera­ ciones. —Ahora —me dice—, cuando todo el mundo ha decidido viajar, largarse de esta ciudad y del país, conviene tener a mano un traje nuevo, un pantalón, acaso una camisa fresca para el verano. Las prendas hablan por sí solas. Venga conmigo. Voy con ella. Entramos en la sastrería. En ese instante comprendo que de alguna manera soy libre y puedo hacer lo que se me antoje. A lo mejor sueño y vale la pena no despertar jamás, no sea que me encuentre de nuevo postrado en mi cama con la fiebre atenazando mis sentidos y mi cuerpo al borde de un río seco. Detallo los anaqueles con las telas, los ganchos, los trajes nuevos. La muchacha se mueve como el humo por el espacio abierto. Pregunta si viajo como todo el mundo en este tiempo. Miro alternativamente mi maleta y la cara de la muchacha. —No sé —le digo—. No sé qué hacen los demás. Yo viajo, me voy, así de sencillo. —Lo que quiero decir —me explica— es que ahora viaja mucha gente. —No estaba enterado, le aseguro. —Bueno, al menos los que están en capacidad de empeñar o vender sus cosas se van lejos. Es por causa de la situación que vivimos, ¿comprende? —No. La verdad, no comprendo.


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—¿Ha leído los periódicos? En las páginas de clasificados abundan los avisos de “Vendo por motivo viaje”. Se encuentra casi cualquier cosa por el precio que uno desee. Pero no hay quién compre. Nadie quiere llenarse de objetos para después desembarazarse de ellos. Prefieren vivir con lo justo. —No sé de qué me habla —le digo—. Permanecí mucho tiempo enfermo. No sé qué pasa con la gente. —Imposible que desconozca lo que pasa, señor… —dice mientras pone en orden los cortes sobre una mesa—. En la ciudad, en el país, las cosas han cambiado mucho. La mayoría de las personas que ahora van por esta calle son gente de paso. No pertenecen a parte alguna. Imposible que usted no lo sepa. —Estuve enfermo. Y cuando uno anda en ese estado, la memoria, la vida se van deprisa como si el mundo dejara de existir. No bien pronuncio la palabra “enfermo”, comprendo que ésa es la clave que separa la libertad de la prisión. La debilidad se agazapa en nosotros. La muchacha sirve café mientras permanecemos en silencio. El silencio es el mejor bálsamo para los que tienen las horas contadas. —¿Cómo llegó esa gente a su casa? —la pregunta de la hija del sastre me instala de nuevo en mi lecho sudoroso y revuelto en medio del olor que la fiebre ha dejado en mi cuerpo. —La editorial donde trabajo los contrató para que me cuidaran cuando caí enfermo —le explico. —¿Cuidarlo? —parece asombrada—. Bien haría usted en cuidarse de ellos. No los conoce. —Son algo raros —digo en un susurro, como si temiera que anduvieran con la oreja pegada a la puerta. —¿Raros? Son obstinados a morir. ¿Quiere venir conmigo? Le mostraré la casa.

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—Prefiero esperarla. No puedo perder tiempo. Tengo que marcharme antes de que vuelvan mis carceleros o que regrese su amigo. Se va por unos minutos y al regresar trae consigo un morral de los que llevan los estudiantes. Sonríe. —Papeles, cosas necesarias. Uno nunca sabe —dice. Se planta frente a mí—: No pasará nada —me dice—. Por lo demás, estoy segura de que mi amigo se encuentra en manos de ese par de espantajos. Viera cómo lo humillan. No pueden ver que se me acerque. Y eso que nos conocemos desde la infancia. Tomo mi maleta y me dispongo a incorporarme cuando la muchacha me hace un gesto para que la espere. A esta hora la calle está tan congestionada que si uno no es un experto puede perderse. Hay que saber moverse entre la gente. —En la ciudad —me explica— hay gente de todas partes. Gente que huye por diversos motivos: porque algún día decidieron no trabajar más en lo que habían hecho toda la vida, o porque los echaron de sus trabajos; porque estaban hartos de cualquier cosa, porque se quedaron sin familia o porque los dejaron de querer. —¿Cómo lo sabe? Parece estar muy enterada —mi voz es un susurro que se desvanece. —Cualquiera sabe lo que pasa —dice muy tranquila—. La gente se va por miedo a aparecer con un tiro de gracia en la cabeza o por miedo a desaparecer de un día para otro. También trafican con lo que pueden, con lo que tengan a mano, sean antigüedades o carros robados, niños de brazos, libros de segunda, pinturas falsas o licor adulterado, marihuana, mascotas enfermas que hacen aparecer como sanas y armas de todo tipo, ancianos que son utilizados para pedir limosna, mujeres que desean vender sus favores, y lisiados de guerra. ¿Acaso no lo sabía?


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—Había demasiado trabajo en la editorial. Uno corregía hoy y mañana y después. Cada vez había un libro nuevo. El tiempo no alcanza para nada cuando se trata de leer lo que la gente escribe. Teníamos una bodega a la que entraban materiales todo el tiempo. Les ponían un número en el lomo y uno sólo sabía eso. Nada más. Algún día sonaba el teléfono y uno contestaba. Del otro lado alguien preguntaba si el número tal ya estaba listo. Nada más. Cuando acababa, había otro libro. Cuando termino de hablar siento un alivio total. La mujer asiente en silencio. Conoce alguien que ha decidido viajar esta misma tarde. Es una amiga suya. Me llevará a su casa. Avanzamos por entre la gente que se apiña en las calles. La muchacha señala diferentes grupos de personas: familias enteras arrastran sus pertenencias en carritos de madera o en coches tirados por caballos. Camino pegado a sus talones. Siento el perfume que envuelve su cuerpo. De tanto en tanto reparo en las gotas de sudor que bajan por su rostro, se pierden en el cuello y ruedan por el escote. Cuando llegamos a la esquina, la muchacha me indica con el mentón que mire hacia las escaleras de su casa. Ahí están mis carceleros. La muchacha me asegura que no debo preocuparme porque esa gente es capaz de matarse por cualquier nimiedad en cuestión de segundos. Su vida es una constante obligación que los convierte en esclavos de cada cosa que hacen. Antes, cuando viajaba por razones de trabajo, todo estaba solucionado de antemano: pasajes, viáticos, hoteles, conferencias. Luego redactaba un informe con un lenguaje parecido al que usaría un intelectual moribundo y lo entregaba a uno de los numerosos comités que decidían todo en última instancia. Nada más. Ahora siento que viajar es como abrir la puerta de una habitación ajena

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a la que nos acercamos por vez primera: no hay luz o el resplandor resulta tan fuerte que anula la vista. La muchacha me toma de la mano. —Están cerca, no debe darse vuelta. Apúrese. —¿Nos han visto? —Siga, venga, no mire. Rápido. Vamos por entre la gente a paso veloz. La muchacha dice con voz tensa: “Permiso, permiso; necesitamos aire fresco, mi esposo está mal de salud; abran paso, por favor. Es un asunto de vida o muerte”. Nos metemos por entre nudos de personas que discuten: algunas de ellas prometen pasajes para volar con diferentes líneas aéreas, otras se ofrecen a conseguir tiquetes para abordar los buses que parten de los diferentes terminales. Desentendido como voy, tropiezo y en torno a nosotros se arma tremenda algarabía. La gente protesta, un grupo de exaltados me rodea. Con la mano libre la muchacha da una bofetada al más enojado de todos mientras dice: “El pobre está quedándose ciego y ustedes, infelices, pretenden involucrarlo en una bronca de maleantes”. Seguimos. Me doy vuelta y veo a mis carceleros a escasos metros. No sé si me han visto. Como buscan por todas partes, tan pronto pueden vernos en un lado, pueden perdernos en otro. Recojo algunas frases: “Mi esposo está mal de salud; es un asunto de vida o muerte”. “El pobre está quedándose ciego”. ¿Es que sólo la crueldad puede mover a la gente? ¿Si dijera que soy un hombre feliz el efecto sería el mismo? La piedad nos perderá. Salimos del tumulto de la calle de los Sastres. No veo a mis carceleros. Tomamos un respiro. La cabeza amenaza con estallarme, la sangre golpea con fuerza en las sienes. Siento que la vida me está tomando ventaja, una cierta ventaja sucia. No hace ni dos


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horas que he salido de casa y el mundo parece otro. Alguien debió pintarle las paredes en mi ausencia. Cuadras más adelante llegamos a un gran edificio en cuyo centro hay un patio rodeado de jardines y balcones con flores. La música proviene del extremo del patio. Es una música triste y fuerte, como la de muchas piezas para piano de Chopin, que semejan la danza final de una bailarina desahuciada. En el centro del patio hay una fuente de piedra que gotea con la lentitud de una pena vieja. El piano vertical oscuro está junto a una puerta entreabierta y brilla contra el blanco de la pared. Pienso en Federico García Lorca: “Si muero, dejad el balcón abierto”. Reparo en la gente sentada en torno al piano. De una ojeada calculo que no pasan de quince. Al piano se halla una mujer de largo cabello negro que toca con un imperceptible movimiento de manos. Nos detenemos. La serenidad parece caer como un torrente de silencio sobre el mundo. Cuando la mujer acaba de tocar, se yergue como estatua que cobra vida y sonríe a la muchacha que me acompaña. ¿Quién es usted? Me preguntan sus ojos. Suelto la maleta. Alguien trae sillas para nosotros. Inclinada a medias sobre el teclado, la mujer comienza de nuevo su interpretación. Lento, suave y después con un vigor que uno no atina a decir de dónde proviene. Pienso en el Minueto de La Arlesiana de Bizet. La más limpia esencia musical. La mujer hace pausas y su respiración parece un espejo que se rompe en pedazos. Cuando cesa la música, nos retiramos con la pianista a un extremo del patio y entramos en un pequeño apartamento. —Él desea viajar contigo —dice la muchacha de los ojos azules a la pianista. Ella me mira como si pretendiera ver más allá de mis huesos o como si estuviera en presencia del más extraño de los seres. Se

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encoge de hombros y sin decir palabra sirve café y ofrece cigarrillos. Fuma en silencio arrimada a la pared. —Me llamo Milena —dice al cabo de un rato y tiende la mano. Parece que se entiende a la perfección con la muchacha de los ojos azules. Milena. Por fin un nombre, por fin alguien decide decir quién es. Milena va delante de nosotros, nos guía por un estrecho corredor que da a la parte posterior del edificio, hasta que damos a un amplio parque de juegos. Lleva una maleta no más grande que la mía. —Aquí nos despedimos —dice cuando terminamos de cruzar el parque—. Adiós, Olga —dice a la mujer de los ojos azules—. Venga —me toma por el brazo—, tenemos que salir de aquí. En este momento nada hay menos seguro que estos espacios abiertos. Olga. Otro nombre, un vínculo más. La muchacha de los ojos azules se ha quedado quieta. Nos mira con determinación y mueve la cabeza. —Viajo con ustedes —dice y enseña su morral de estudiante. Milena se adelanta, la toma por los hombros: —Usted no puede abandonar el trabajo en la sastrería, Olga. Tampoco puede dejar solo a su padre, que es un anciano. —Anciano pero fuerte —responde Olga, y con un movimiento suave se deshace de las manos de Milena—. Mientras pueda enhebrar una aguja y tenga suficiente carácter para gritar a los operarios y aprendices cuando pretendan haraganear, está salvado. No me necesita. —El pobre va a sufrir. —No tenga lástima de un viejo, Milena. La lástima es un insulto. —Llámelo…


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—Dígame, Milena, ¿qué tal que usted tuviera que cargar con su piano? ¿De qué huimos las dos? ¿Acaso no se trata del mismo asunto? Milena y Olga. Detrás de cada nombre ha de haber una historia, porque el anonimato pierde a los cuerpos. Un cualquiera no cuenta a la hora del balance entre los vivos. Emprendemos el viaje mientras la tarde se deshace en un desorden de colores. Si antes estaba a merced de mis carceleros, ahora viajo con un par de desconocidas. Supongo que siempre ha sido igual, pues, ¿qué era si no el trabajo en la editorial? Desconocidos éramos todos. Tal vez lo único que resultaba ligeramente familiar eran las palabras, esas enemigas cercanas de la locura. Pero cuando éstas faltaban vivíamos de cara a lo insospechado. Si me alcanzan mis perseguidores, puedo terminar de mala manera en una zanja, al borde de una carretera. Sé que no tendrán piedad conmigo. —Hay que dejar todo atrás —dice Milena cuando echamos a andar. —Nadie deja nada —agrega Olga en tono festivo y suelta una risa ligera—. No quiero imaginarla a usted arrastrando un piano por estas calles. —Rápido —la voz de Milena es seca—, que la noche no nos sorprenda antes de que encontremos techo. —Con tanta gente en las calles —agrega Olga—, cualquiera puede extraviarse. En eso consiste esta guerra: todos van y vienen y ninguno tiene claro en qué dirección ha de ir. —¿Guerra? —mi pregunta las toma por sorpresa. Mueven la cabeza en silencio. —Es una forma de hablar —dice Olga.

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—Quiso decir caos, desorden, locura —agrega Milena—. Lo que usted quiera pensar va bien. Pero que se puede perder la cabeza, no lo dude. Siento como si la vida estuviera compuesta por dos momentos: el primero corresponde a aquellas situaciones que vivimos y que nos hacen pensar cosas como ¿por qué hice esto? El segundo está construido por un sentimiento diferente: no atinamos a preguntarnos nada. Vivimos en el borde del acantilado. Sólo basta que una ola nos alcance para que nos precipitemos al fondo del mar. Escapar es la clave. ¿Pero cómo?

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CINCO: Asonada

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uando salimos del barrio experimento una sensación de alivio. Miro atrás y me parece que todo cuanto dejo no es más que un conjunto de cosas, de formas y colores difusos. Milena y Olga van a mi lado sin decir palabra. Viejas y mudas conocidas. Desprenderse es la palabra precisa, dejarlo todo y echar a andar del mismo modo que el condenado se acomoda a vivir con su verdugo. Al dejar atrás el barrio, la soledad es total. Cuando por casualidad hallamos algún taxi no es más que una mancha amarilla que vuela y nos ignora. Nadie se atreve a detenerse. Después de caminar unas quince cuadras, y justo cuando estamos en el barrio vecino, advierto que entre barrio y barrio han diseñado una suerte de frontera, algo muy sutil de todos modos, pero frontera: una casilla en una esquina y en ella un vigilante con sofisticados aparatos de comunicación. —Es por la seguridad —me explica Olga—. Hay asuntos que aún quedan por resolver a la municipalidad: las pandillas de jóvenes son un reto, andan armados y quieren imponer su ley. Cuando se enfrentan hay muertos de lado y lado, sólo que a veces los muertos son gente que nada tiene que ver en el asunto. Espectadores que

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pasan por la calle, alguien que se asoma a una ventana o que lee el periódico en su casa. —Miserables —digo en un susurro. —No —corrige Olga—. Son jóvenes aquí y en cualquier parte. De todas las clases y colores. Van a sus anchas, el mundo les pertenece. Disparan porque sí. Digamos que les encanta matarse entre ellos. —No dejan en paz a la gente —comenta Milena—. Para ello han dispuesto el sistema de peaje. El pago de las tarifas permite a la gente cruzar de un barrio a otro. Hay horas de silencio y soledad en las que afuera no se ve un alma. Con lo recaudado compran armas. —Si pagamos el peaje —explica Olga—, reconocemos que somos extraños en este territorio. En cierto modo, eso nos protege. ¿Acaso mi enfermedad duró tanto tiempo como para que yo permaneciera ajeno a todos estos cambios? Sé que es imposible dar marcha atrás. Cuando se pierde el camino de regreso a casa es porque dentro de cada uno de nosotros algo se ha roto de manera definitiva. ¿Será que los cambios comenzaron antes de que mi organismo sintiera los rigores de la peste que me arrojó a la cama? Quizá esa enfermedad no fue sino una manera diferente de enterarme de lo que sucedía: supe qué pasaba y no lo soporté. Somos muy poca cosa como para poder controlar este universo de infamia que nos arrastra. En la puerta de la casilla, el vigilante espera el pago del peaje. Saluda y su voz es seca y dura como el eco en los montes talados. Le extiendo un billete. —¿Acaso pretende sobornarme? —siento que su pregunta es una amenaza y una convención tácita: hay que sobornarlo a como dé lugar. Si guardamos los formalismos, no hay problema. Entre


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tanto, mis acompañantes se apresuran a buscar en la maleta de Milena, de donde sacan un montón de cuentas de colores y una alhaja de oro. Las dejan en la mano del guarda. El tipo digita en un teclado y nos entrega un recibo. Cuando damos la espalda para retirarnos, el hombre habla: —El billete —dice y se cuadra marcial. —Usted no puede recibir dinero —dice Milena. —El billete —insiste el guarda, y lleva la mano a la pistola que cuelga de su cinturón. —Tenemos prisa —dice Milena y echa a andar, pero el guarda le sale al encuentro. —Si supieran el tiempo que llevo sin ver uno de esos billetes —dice y suspira mientras saca el arma de la funda. —No es asunto nuestro—le digo. —El billete, rápido; no querrán que arme un escándalo. —Ármelo si es tan guapo, bien pueda —lo desafía Olga. —¿Saben cuánto cuesta la bala que voy a emplear en alguno de ustedes? Dejo el billete en su mano. —Gracias, señor —el tipo se relaja, regresa a la casilla y cierra la puerta. De nuevo silencio y soledad. Me he perdido de tantas cosas durante mi enfermedad. Quiero saber más y las mujeres se apresuran a explicarme que la constante ida y venida de la gente ha convertido la ciudad en una serie de zonas vedadas, repleta de fronteras, salvoconductos y santo y señas. —La gente que desea irse y la que llega es tanta que acaban por confundirse —dice Milena. —En la estación del tren —agrega Olga— es tal la multitud que se ha dado el caso de gente que pretende viajar y acaba viviendo

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allí mismo bajo un techo de lata, o en las escaleras que conducen a las bodegas. Ya no saben si van o vienen. —El problema en el río es todavía más grave —Milena habla sin énfasis, como si recitara un parlamento de espaldas al público—, porque las barcas de alquiler se agotaron. —Sí —añade Olga—, los naufragios han aumentado de manera brutal. Alguien ha querido insinuar que se trata de suicidios colectivos. Gente que no puede con el desespero… —Tal vez —corta Milena—, pero hay que tener en cuenta que también está la inexperiencia de la gente para luchar con los rápidos y remolinos. —Cuestión del oficio —conviene Olga—. No todos han de saber lo que es una barca, una canoa, una balsa… ¿Se imagina que cualquiera puede confeccionar una capa al estilo de las que usaban los caballeros españoles del siglo XVII? Ni soñarlo. O piense, mejor, si todos los que tocan el piano pueden interpretar a Bach de la forma ideal. —Hay historias de historias —Milena parece entusiasmarse, su voz suena alegre—. Fíjense que cuando entre esos desconocidos se da una relación amorosa, celebran las bodas ante todo el mundo en el terraplén frente a la estación del tren. Después, cada uno coge por su lado. Al fin, dicen, el motivo del viaje siempre fue uno diferente al del matrimonio y lo que interesa es que cada cual siga su rumbo. Entiendo. Si uno se queda quieto muere en medio de la tiranía de su propia vida. Si regresa sucede lo mismo. La muerte está siempre a la altura de las circunstancias. Mejor es darse prisa porque la noche comienza a caer precipitándose en medio de un chubasco con viento que llega desde el río y corta la cara en ráfagas. En un hotel cercano al aeropuerto conseguimos una habitación para los tres. Desde las ventanas de la habitación vemos


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las largas filas de gente que se agrupa a la entrada de las agencias de viajes. Corrió el rumor de que los pilotos de las líneas aéreas preparaban una operación tortuga y eso fastidió el ánimo de los viajeros que se incomodaron al punto de armar una gresca de proporciones crecientes. Alguien prendió fuego a un cubo de basura y de inmediato los demás procedieron a arrojar allí maletas y ropa. La policía intervino, detuvo algunos revoltosos y se marchó. Pero el asunto amenaza con empeorar, dicen. Mientras fuma, Milena se quita los zapatos. Sin ser gruesa, tiene una contextura fuerte. Sus ojos negros escrutan todo. En ellos hay una luz que parece pasearse por el delirio. Son ojos que respiran. Los pómulos teñidos de un color rosa que no desaparece jamás. Sus pies como dibujados por Botticelli. Olga se arrima a la ventana. Se da vuelta y habla mientras señala afuera. —Allá van esos tres: la vieja, el hijo y la nuera. Se empeñan en alcanzarnos. Están cerca, pero enredados. Me asomo y los veo apurarse para entrar a un centro comercial vecino al hotel. Entre Olga y yo ponemos a Milena al tanto de cuanto ha sucedido. —Razón tienen en querer alcanzarlo. Como están las cosas, nadie puede darse el lujo de perder un empleo. —Eso no es ningún empleo, es sólo su maldita obstinación —estalla Olga. —Razones tendrán. Ese hombre, su amigo, por ejemplo… —No es él, Milena —responde Olga con calma—, son ellas dos. La madre y la esposa. Son como brujas rumbo al aquelarre. —Todas las mujeres somos, al fin de cuentas, algo brujas —Milena sonríe detrás del humo. —Las conozco muy bien —alega Olga.

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—El pasado es el problema. Si uno no conociera tanto a la gente, si uno no creyera tanto en lo que ve o cree que ve, estaría obligado a prestar más atención, a desconfiar de verdad, pero, ¿quién desconfía totalmente de algo? —Tengo hambre —dice Olga. Propone que bajemos al restaurante del hotel. Le digo que resulta inexplicable la prudencia que hemos tenido hasta ahora si vamos a correr el riesgo de ser sorprendidos. Dice que no hay problema, no van a encontrarnos. ¿Quién puede decirme si por buscar una posibilidad de fuga segura no he encontrado un nuevo par de carceleras? Amables y bonitas. Nunca antes me había sentido protegido. Uno siempre cree que alguien necesita piedad y pierde a los otros por acercárseles, y supone que puede ser importante componer con palabras lo que sólo pueden resolver la muerte y la soledad absoluta. ¿Qué debe pedírsele a una persona que agoniza? Que muera pronto y deje en paz al mundo. Olga aguarda una respuesta. Prefiero no arriesgarme. Antes de cerrar la puerta me mira como cuando alguien remueve el fondo de una charca. Milena enciende otro cigarrillo. Permanecemos en silencio durante un tiempo largo. —Lo ideal para una persona que se dedica a la música es el silencio —dice Milena al cabo de un rato—. Si uno pudiera permanecer callado. Pero los demás siempre esperan que uno diga algo. —Las palabras pierden a la gente demasiado fácil —le digo. —¿Sabe qué es lo que más desea la gente después de asistir a un concierto? Hacer preguntas. Piensan que los músicos se deben al público y un músico no se debe más que a sí mismo. —Necesitan romper la barrera. Creerán que la música está en algún sitio del intérprete. Como una magia, como…


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—No. La cosa va en otro sentido: el músico ve la partitura. Piensa cómo ha de sonar esta frase o la otra. El compositor se ha cuidado de todo. Siempre deja una sutil indicación por ahí, un guiño. En ese momento comienza la vida del intérprete. El diálogo que jamás termina. —Entiendo. —¿Está seguro? Fíjese: la gente del edificio en donde vivía, allí adonde usted fue con Olga, no quería que me marchara. Presionaron hasta el último momento para que me quedara. No resistían quedarse sin la música. Más aún: en los anteriores intentos de marcharme, encontré no sólo resistencia sino franca agresividad. Me siguieron, arrastraron el piano por las calles del barrio. En una ocasión me sentí tan presionada que me detuve en una esquina y de inmediato, para callarlos nada más, me senté al piano que arrastraban detrás de mí y les improvisé cualquier cosa, toqué deses­ perada… Cuando acabé, comenzaron a tirarme monedas sobre la tapa del piano. Volví y desde entonces tocaba para ellos cada tarde en el patio del edificio. Otro silencio que Milena se encarga de pautar cigarrillo tras cigarrillo. —Pero en el fondo —dice después de un rato—, tocaba sólo para mí. Después explica que lo que la preocupa realmente, si es que puede llamar a ese sentimiento de tal modo, es que la gente de su edificio sepa que se ha ido para siempre. Pueden enloquecer en medio del desespero. Se habían aferrado tanto a ella, a su piano, que está segura que pueden perder la cordura de un momento a otro. Es noche cerrada. Olga tarda demasiado. ¿Y si ha ido en busca de mis carceleros? Esta agobiante sensación de inseguridad ronda en todo instante. Uno se pasa la vida cuidando lo que tiene en el

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interior para que lo de afuera no vulnere, no destruya ese secreto que nos permite respirar a solas. Los ojos de Milena son como la piedra tallada. No permiten que uno vaya más allá. Cuando miran agotan la serenidad. —La música —dice Milena de pronto— no es más que una forma de contarse, de amarse. El piano es un amante muy e­ xigente, más que otro cualquiera. Muchas horas de entrega diarias. A veces cuatro, cinco. Jamás puede dejarse —dice como si confiara un secreto. —Ya. Entiendo. —No. No creo. Oiga bien: alguna vez amé a un hombre. No como suele amarse, de esa manera desaforada que siempre termina por sumirnos en la desdicha. Era un amor pautado por la serenidad. Era la conciencia del amor. Para ese entonces terminaba mis estudios de música en el conservatorio. —¿Y? —Ese hombre nunca me exigió nada. A veces ni cruzábamos palabra. Iba a mi casa. Nos encerrábamos a besarnos en silencio. Dejábamos que las caricias fueran el reverso de las palabras. Todo era como un vuelo de mariposas, vasto y colorido, pero efímero. Al fondo de la habitación, el piano negro vertical como una sombra. —¿Y luego qué pasó? —pregunto, porque supongo que de un momento a otro, así como comenzó a hablar, se calle, y me sobrecoge el temor de caer en el silencio. —Los amantes saben cuándo han llegado al final del camino, aunque no sepan en qué momento empezaron a andar —agrega, y luego, entre carraspeos—: lo único que tengo claro es que un día desperté entre cuatro paredes blancas. Sin amante, sin piano, sin nada. Había comenzado a perder la razón.


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De cuando en cuando sus familiares la visitaban en la casa de reposo. Jamás supo por qué pretendían encerrarla todo el tiempo, aunque a veces le permitían pasear por los jardines de una tierra fría y lluviosa en la que el sol daba de lleno en la mañana, y en la tarde se perdía entre nubes grises y montañas verdes. Cuando terminó el encierro volvió a su casa y al piano. Los rostros de sus familiares eran viejos. Comenzaron a morir. Se sentó a esperar. Hasta que se marchó de allí. Calla. Su rostro, antes de piedra, ahora es suave, lo tiñe una sombra que proviene de la cortina de la ventana por la que se cuela la luz de alguna lámpara. Me asomo a la ventana: continúa llegando gente al aeropuerto y la policía permanece en vigilia constante para controlar a los viajeros. De vez en cuando se oyen gritos aislados. Taconazos de botas. Los policías se cuadran para el relevo. Giran, saludan. La multitud de viajeros se dispersa, parece replegarse como una cortina de colores. A lo lejos veo los destellos azules y naranja de una tormenta que crece sobre las montañas. Cerca de la medianoche llega Olga. Nos quedamos mirándola, Milena por encima del humo de su cigarrillo, yo en medio del temor de que detrás de Olga aparezcan mis carceleros. A lo mejor se ha visto con el motociclista. ¿Cómo confiar en ella? Permanece en el vano de la puerta. —Los pilotos han entrado en huelga —dice—. Están exhaustos de viajar noche y día. Las líneas aéreas han tratado de reemplazarlos con pilotos militares. Hay amenazas de bombas —sus ojos brillan como carbones encendidos en la sombra. —Tendremos que viajar de cualquier modo —comenta Milena y apaga el cigarrillo. —Tiene que haber un lugar por el que podamos abandonar esta ciudad —les digo—. Sea como sea, mañana nos vamos.

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Un rumor sordo se eleva desde algĂşn punto de la noche, crece y crece como el siseo del agua cuando llena un recipiente y se halla a punto de desbordar.

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SEIS: En la carretera

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uando nos disponemos a dormir, Olga, que ocupa la cama a mi derecha, cuenta cosas de su vida. Lo hace con voz queda, como si pretendiera arrullarnos. Son historias sueltas, como quien arroja piezas de un rompecabezas sobre una mesa y luego espera que alguien las recoja para armar la historia. Eran pobres cuando estaba pequeña, pero su padre tenía habilidad para la costura. Vivían en una casa de alquiler, con ventanas grandes que daban a la calle y un patio trasero con árboles y palomeras. Su padre afinó el corte, se endeudó para comprar revistas de moldes y máquinas Singer. Su madre era una mujer diligente y triste que temía que sus hijos murieran de hambre porque había épocas en las que casi nadie se daba el lujo de encargar un traje a la medida. Olga conoció al motociclista cuando era una muchacha de colegio. Él la esperaba al salir de clases y la acompañaba hasta su casa. Le ayudaba con las matemáticas porque Olga era torpe con los números. El muchacho vivía solo con la madre. “Esa mujer siempre me ha recordado a un hombre que arrastra una carreta llena de muertos”, dice Olga.

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La noche avanza por entre sus palabras de la misma manera que el hilo que pende de la caña del pescador se desliza en el río hasta que la mosca que hay en su extremo comienza a girar y coquetea con la trucha. El padre de Olga amplió el negocio y contrató aprendices. El riesgo valió la pena. Los aprendices trabajaban medio día y el otro medio lo dedicaban a ir de puerta en puerta ofreciendo sus trabajos. La única condición que el hombre ponía a sus empleados era que cuando salieran a visitar posibles clientes vistieran de riguroso negro, con corbata, no importaba si el calor amenazaba con derretirlos como a muñecos de chocolate. Los encargos no se hicieron esperar. Nadie dormía por atender los numerosos pedidos. No hubo descanso y el negocio prosperó. El motociclista tiene un nombre seco: Pedro. Un día apareció con una moto. “Adoro esa moto, adoro la velocidad, el viento zumbando en mis oídos, el sudor que hay en la espalda de Pedro cuando vamos por la autopista camino a los muelles”. No oí más. Caí en el mundo del sueño. Me despierta ruido de sirenas y chirrido de llantas. Milena y Olga están en la ventana. Hay un incendio en el centro comercial vecino al hotel y frente al aeropuerto. Grupos de personas airadas se apiñan frente a los almacenes y empiezan a romper las vitrinas. Supongo que su enojo tiene que ver con la suspensión de los vuelos. No es difícil inferir que ellos han armado esta locura del fuego. Que reclamen airados. No serán tan estúpidos como para pedir favores en este momento. La policía los aparta y vuelven a juntarse con renovado vigor. A veces dejan de gritar y hacen un murmullo semejante al de las olas del mar cuando la marea sube. Un susurro que mete miedo. Esto amenaza con ponerse peor. Tenemos que salir de aquí inmediatamente.


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Avanzamos rápido por la acera que bordea el hotel hasta ganar la esquina más cercana. La mayoría de almacenes ha quedado reducida a cemento y metal retorcido. El saqueo es un hecho cumplido. Nuestra huida motiva la airada reacción de la turba que se halla frente a los restos de los almacenes, y cuando creemos que todo ha quedado atrás, algo que proviene de ellos cae y revienta cerca de nosotros. Nos detenemos. Alguien de entre la multitud grita y nos señala. Una piedra da en mi pecho. Su impacto no es muy fuerte, pero me deja aterrado. Nos lanzan trozos de vidrio, piedras, palos, botellas, objetos renegridos por el fuego, pedazos de cerámica. Un golpe seco en mi cabeza. Mi visión se nubla. Un hilo de sangre baja por mi frente hasta la boca. Paso la lengua, la pruebo. Escupo. La cabeza me duele. A lo mejor no ha sido una piedra sino un hacha la que me ha herido. Una herida es la evidencia más exacta de la intromisión del exterior en nuestro interior. Algo me dice que soy vulnerable. Puedo perderlo todo en segundos. Es el comienzo del miedo. Tengo las manos y la camisa manchadas de sangre. Por donde voy dejo una huella de sangre como res que traen del matadero. Corremos para dejar atrás la zona del aeropuerto y tomamos por la avenida que lleva a la ciudad. Cuando hemos caminado poco más de media hora, un camión de carga se detiene. —¿Adónde van? —pregunta desde su ventanilla el chofer, un hombre gordo sin afeitar que se queda mirando mi herida o la mancha de sangre que hay en mi frente. —A la costa —respondo automáticamente. Con el pañuelo termino de limpiar la sangre de la cara. El dolor de cabeza es terrible. El hombre mueve sus manos, con el gesto me hace señas de dónde debo limpiar aún. —Esa herida no pinta nada bien —me dice—. ¿Qué le sucedió?

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—Alguien lanzó una piedra, un… —Esa gente está loca —dice el camionero—. Vengo de dejar una carga en el aeropuerto. El incendio dejó varios muertos y muchos heridos. La gente intenta pasar a los aviones por la fuerza y la policía tiene orden de disparar —se queda mirando a mis dos compañeras, las mide cuidadosamente, deja que sus ojos vayan de una a otra con calma. Al rato, el hombre dice que piensa tomar la carretera que lleva al norte y luego ir por ella unas dos horas antes de cruzar hacia el río. Puede llevarnos un buen trecho. Aceptamos. Mira dentro de la cabina del camión. Dubitativo mueve la cabeza. Entiendo. Sí, viajaré atrás, junto a la carga. El rítmico bamboleo del camión me adormece, pero estoy tan tenso que no logro desconectarme más de cinco o diez segundos. El dolor en la herida persiste. Por momentos mis ojos se cubren de una película gris. Creo que entro en un sueño profundo, pero tras un parpadeo la luz se hace de nuevo. Desde mi sitio junto a la carga veo perfectamente las montañas lejanas, verdes y azules con sus lajas de piedras brillantes y majestuosas que despuntan con los rayos del sol como espejos milenarios para la vanidad de los dioses. El camión se detiene. He dormido un buen trecho. Dormir mientras se viaja es el pecado del viajero. Se pierde el paisaje que los demás ven y que nunca, por mucho que le cuenten a uno, podrá recuperarse en su total magnitud. El dolor en la frente ha desaparecido. Sólo queda una sensación de piel calcinada. Una huella. Caín el errante. Busco una camisa limpia en la maleta. Quiero tener otra cara cuando las mujeres me vean de nuevo. El camionero se apea y me invita a bajar, lo que me permite verlo en su justa medida: mediana estatura, robusto y fuerte. Puro músculo. “Con estas manos derribé un toro y le torcí el cuello”.


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Ésas pueden ser sus palabras. O éstas: “Mire estos brazos. ¿Cree que he sido capaz de golpear a una mula en la cabeza y dejarla inconsciente? No se imagina lo que es la inconsciencia de una mula”. Nos explica que la carretera se encuentra bloqueada. Estamos cerca de una localidad cuya población hace retenes y cobra peaje a los viajeros. Así se ayudan para conseguir los alimentos suficientes para pasar cada día. De lo contrario, hubieran desaparecido. Hay quien asegura que entre ellos se esconden criminales, gente venida de otras regiones. El camionero concluye su disertación: cualquiera es capaz de pasarse cinco días sin comer y aguanta como sea, pero si sus hijos dejan de tomar el desayuno un solo día, a uno se le daña el corazón. Entonces comienza el desastre. ¿Qué responderle? Lo miro de la misma manera como se mira a un hombre que ha vestido un disfraz de camionero y recita un parlamento para el teatro. Mis compañeras de viaje duermen. Parece que hasta aquí llegamos. El camionero habituado a este tipo de percances no da muestras de enfado o de impaciencia. Dice que son cosas normales hoy en día, ni siquiera inconvenientes: un retén, gente descontenta; una pira hecha con llantas de automóvil. Hay un carro hecho añicos, llantas quemadas, una barricada hecha con canecas de gasolina, con bancas arrancadas de los parques. El camionero dice que si seguimos lo más probable es que primero encontremos un cerco de hombres del ejército y más adelante uno de policías y al final otro cerco de hombres o mujeres armados que portan brazaletes de policía civil. No nos dejarán pasar. Mejor dar marcha atrás y tomar una ruta alterna. Llevará unas horas más, pero el camino estará despejado. —¿Policía civil? —nos sorprende la voz de Olga que se dirige hacia nosotros.

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—Sí —dice el camionero. —Pedro siempre quiso ser un policía civil. Por eso desde muy niño su madre lo inscribió en la academia militar —cuenta Olga. Después dice que el motociclista tomaba cursos de manejo de armas, rescate, estrategia militar, tácticas antimotines. A medida que habla sus ojos azules parecen opacarse. —Ahora todo el mundo parece haber asistido a la academia militar —dice el camionero mientras hurga entre sus dientes con un palillo que ha sacado del bolsillo de la camisa—. Cada uno sabe lo suyo: disparar, artes marciales, espionaje, delación… Nos estamos… Lo interrumpen los gritos que provienen de la gente que arma el retén. Hay sucesivas descargas. Abajo, por la carretera, la humareda emerge entre los árboles. Un incendio más. El camionero va hasta la cabina del vehículo y se asoma. De un salto Milena se pone en el suelo, compone su vestido, arregla el cabello revuelto y bosteza. —Pronto nos alcanzarán —le dice Olga—. Pedro es un tipo especializado en esa clase de misiones. Estrategia, táctica, seguimiento. Saben leer los caminos, huelen el aire como perros… —Nada tengo que ver en este asunto —Milena hace un gesto en dirección a mí—, y mucho menos con esa clase de gente. Es a él a quien persiguen. ¿Perseguirme? Suena gracioso saber que un especialista en persecuciones, un cazador de recompensas, un mercenario, abandona su presa para ir tras las faldas de una mujer. ¿Vendrá en su moto de no sé cuántos cilindros? ¿Vendrá con su madre y su esposa, ésas que a su vez se han convertido en sus carceleras? Está visto que uno es capaz de pasarse la vida buscando una prisión. El camionero dice que hay que seguir, y cada uno se apresura a ocupar su lugar. Cuando estoy a punto de acomodarme junto a la carga oigo el ronroneo de motores. En la parte de arriba de la


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carretera aparecen dos camperos militares seguidos por una moto negra. El camionero dice que hemos de hacer de cuenta que somos gente que viaja con él desde hace tiempo. —Jamás recojo a fugitivos —advierte—. Así que hay que decir que vamos para la costa. Usted —me señala—, si preguntan algo, dirá que va en plan de negocios, que es un agente viajero. Ellas dos viajan a visitar a un familiar. —Es Pedro —dice Olga emocionada mientras señala la carretera por donde bajan los camperos y el motociclista. Su amante. Mi carcelero. Digo que a lo mejor no se trata del mismo motociclista. Es probable que sea un tipo de esos que acompañan a las tropas para hacer el trabajo sucio: torturar, interrogar, matar, enterrar, desaparecer. Expertos en la guerra. Olga insiste en que se trata de Pedro. Se encuentran a pocos metros de nosotros. Levantan polvareda. Por momentos dejamos de ver la mancha negra, después reaparece inclinándose a un lado y a otro como lo hacen los corredores profesionales antes de tomar una curva. Si el tipo quiere camorra tendrá que vérselas conmigo. No estoy dispuesto a ceder a sus órdenes ni a sus presiones. Si hay que matarse, nos matamos. Cuando nos instalamos en el camión, pasan los camperos y al desaparecer la polvareda compruebo que en el recodo de la carretera permanece la mancha negra. No se ha despojado de su casco, ni sabemos si mira hacia nosotros, porque el visor del casco no está levantado. Quieto, como si se tratara de una valla publicitaria que anuncia un perfume para matones. El camión retrocede, da una vuelta para tomar la pendiente y volver a la carretera principal. La mancha negra no se mueve. Cuando hemos recorrido unos veinte o veinticinco metros viene tras nosotros. Al llegar al desvío para tomar la carretera principal

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nos pasa de largo y levanta el visor del casco. Unos ojos fríos de lagarto me miran. La herida vuelve a doler. Es un dolor intermitente que nubla la vista. Creo que se ha infectado y eso me llena de terror, porque está en la frente, tan cerca de los ojos, del cerebro. Uno puede perderlo todo en instantes. Tendré que ver a un médico cuando pasemos por alguna ciudad. Debe ser mediodía. El calor es insoportable y el hambre amenaza con desbaratar mis tripas. No hemos desayunado. A lo mejor Milena y Olga fumen o quizá el camionero lleve algún termo con café. Trataré de dormir. Un grito del camionero me despierta cuando soñaba que me hallaba de nuevo en mi apartamento consumido por la enfermedad. Milena y Olga sonríen. Olga hace un giro, sacude el cabello. ¿Qué sabrá esta mujer? ¿Por qué se ausentó tanto tiempo anoche? ¿Acaso sabe que el motociclista nos aguarda emboscado en cualquier recodo del camino? ¿Y si todo apunta a mi regreso a la editorial, y esto no es más que una forma de dilatar el tiempo de mi sufrimiento, la fiebre? Traición y persecución son dos palabras que siento tan cerca como si las llevara tatuadas en el pecho. El lugar en el que nos detenemos es amplio y más parece un parqueadero para cambiar aceite a los camiones que otra cosa, pero cuando miro más detenidamente compruebo que si bien a nuestra derecha hay un terraplén con una hilera de camiones estacionados, junto a ellos se encuentran muchos automóviles particulares. Buses y microbuses empolvados, con las carrocerías golpeadas y las farolas rotas como si acabaran de llegar de una carrera de locos. Al fondo hay un restaurante de proporciones considerables, de diseño estrambótico, lleno de torrecillas y murallas, como si se tratara de un parque de diversiones para niños.


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El camionero indica que en este sitio termina la primera parte de la ruta y señala el punto en donde la carretera se bifurca. Si queremos seguir con él hacia el oriente, ya falta poco para alcanzar la frontera con Venezuela. Si preferimos viajar por nuestra cuenta a la costa puede conseguir quién nos lleve. La mesera que nos atiende pide disculpas, puesto que dada la situación no hay energía suficiente para todo el lugar: hay torres de energía caídas, fuentes de agua contaminada, inundaciones y enfermedades por todas partes. Es necesario apagar los ventiladores cada media hora durante quince minutos. Aclara que mejor es entrar en razón y no pedir imposibles, ya que no existe motivo para preocuparse, pues hasta el momento nadie ha muerto a causa del bochorno. Pedimos el almuerzo. Los demás comensales nos miran de reojo. En especial a las mujeres. A veces las miradas se detienen en mi frente, en la herida. Como si llevaran largo tiempo esperando al tipo con la frente marcada. Paso el pañuelo por la herida y se impregna de un agua rosácea. Arde como si acabara de hacer contacto con un hierro al rojo. Me han marcado. Soy una bestia, un esclavo. Llevo la señal de Caín. A mitad del almuerzo, el camionero resuelve que si queremos seguir camino con él, está decidido a llevarnos hasta la costa. A Cartagena. Le da igual norte que sur, oriente que occidente. Está cansado, dice, y en esa ciudad tiene amigos de toda la vida. —¿Y la carga? —pregunto. — Jamás llegará a su destino —explica y se encoge de hombros. —¿Cómo así? —Es probable que antes de cruzar la frontera, los asaltantes de camiones se queden con ella. Prefiero venderla en el primer lugar

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donde me ofrezcan unos buenos pesos —agita la cabeza, hace a un lado el plato, aparta la silla y se pierde entre las mesas. A punto de terminar el almuerzo nos sorprenden unas voces airadas que, provenientes del fondo del comedor, se acercan al sitio en que nos encontramos. —La vas a pagar, vagabunda —dice una voz de mujer. —Zorra infame, ¿no te enseñaron a respetar los hombres ajenos? —grita otra voz, y a medida que reconozco las voces mi desaliento aumenta. —¡Descarada! —grita la primera voz. —¡Atrevida! —añade la otra. No hay nada que hacer, estoy perdido. Las voces se acercan interpelando a quien se cruza en el camino y en instantes se encuentran encima de nosotros. Por lo pronto encaran a Olga. En lo que a mí corresponde, parecen ignorarme. No les importo. Se me ocurre que, después de un buen tiempo, un prisionero acaba por considerar a sus carceleros como a miembros de su familia. Tal vez suene mal, pero no resulta descabellado. La convivencia termina por afectar la sensatez. ¿Será que nos habituamos demasiado pronto al maltrato y después lo echamos de menos? He aquí a mi lado, y completa, la familia de mis carceleros: la madre de Pedro parece a punto de sufrir un ataque. Congestionada, su color cambia del rosa al pálido. La nuera aprieta los dientes y calla. Pedro se repantiga en la primera silla que encuentra a mano. Sus ojos ya no son fríos como los ojos de lagarto que creí ver cuando pasó a nuestro lado en la moto. ¿En dónde ha quedado tanto brío, tanto odio? Ahora parece un hijo más, obediente. Aparto mi silla y decido que es preciso poner fin a este asunto. —¿Qué hace, cómo se le ocurre? —Milena me toma por el brazo—. Lo que esta gente quiere es llamar la atención para que usted caiga en sus manos. ¿Acaso piensa entregarse?


El viajero en el umbral

En el momento en que pienso responderle e intento zafarme de su mano, regresa el camionero. Desea saber si estamos dispuestos a seguir. Logro zafarme de Milena y la madre del motociclista se lleva un susto brutal porque me planto entre ella y Olga. Con un movimiento rápido agarro sus manos y la miro directo a los ojos. —¿Me buscaban? —le pregunto. Enmudece. La esposa de Pedro se vuelve hacia mí. —¿Me buscaban? —repito en su cara. Pedro, con los ojos entrecerrados, parece dormitar. Empuja una silla, la acomoda, sube la pierna, bosteza. —Y éste, ¿qué pretende? —pregunta después de mirarme. —Yo qué sé —responde su madre—. El problema, por lo pronto, es con ésta —dice y señala a Olga. Fingen no verme. Eso es claro. Me tienen en sus manos. O… ¡Dios mío, tanto he cambiado en tan poco tiempo! ¿Será posible que no me reconozcan? —Apártese, hombre —gruñe el motociclista desde su silla—. Esto no es más que un asunto de mujeres y es mejor no meterse. Uno siempre termina perdiendo. Con estas viejas… —¿Viejas? —su esposa lo encara—. Vieja será su madre. A mí me respeta. —Con mi madre no se meta —el motociclista se incorpora de un salto y la encuella—. Usted no sabe lo que es una madre. —¡No me haga reír! ¡Pero qué madre! —responde la mujer envalentonada mientras trata de quitarse de encima las manos de su marido. Antes de que mis carceleros tengan tiempo de reponerse, siento que me halan de atrás, me arrebatan por los aires y en menos de lo que pienso soy levantado en vilo por el camionero. Como un fardo me lleva sobre sus hombros. “¡Abran paso!”, ordena. La gente ríe a carcajadas, aplaude, grita. Atrás, mis carceleros continúan su discusión.

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SIETE: Olga

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lga desea viajar atrás. Quiere estirar las piernas y echar un sueño, así que la ayudo a subir y le hago lugar a mi lado junto a la carga. El motor del camión parece renuente a tomar velocidad. Olga señala un punto lejano en la carretera. —Puede ser Pedro. Es probable que haya abandonado a esas mujeres. No le importan gran cosa. ¿Se dio cuenta? Ni siquiera repararon en usted. —Peor que me ignoren. A lo mejor se trata de una trampa. Pasan por encima de uno para luego aplastarlo —digo—. Y para mí eso que usted señala no es otra cosa que un punto negro en la carretera. Un punto negro que se mueve. —¿Tiene miedo? —pregunta Olga mientras el camión acelera la marcha. El punto negro desaparece en la carretera. Miedo. Hay palabras que desde siempre despiertan toda clase de sensaciones. Hay palabras ligadas a la infancia y que ya no se van jamás. La palabra miedo es una de ellas. Miedo de estar solo o de ya no estar. Siempre miedo. Pero las cosas cambian. En la editorial me estorbaba el ruido, el cuchicheo constante de mis compañeros de trabajo. La editorial

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era el imperio del siseo, como si viviéramos a toda hora sobre el lecho de un río de palabras turbulentas. Por ello lo que más anhelaba era permanecer en casa, tendido en la cama de cara al techo y en silencio. Y, sin embargo, en la noche, cuando lograba la tan deseada paz y el silencio crecía por encima de mis expectativas, empezaba el miedo. —Si supiera lo bien que conozco a Pedro —dice, y cuando la miro me doy cuenta de que no abre los ojos, como si hablara para sí—. ¿Lo ve? —pregunta mientras se acomoda a mi lado. No veo nada. Sólo entonces percibo el calor, el sudor de su cuerpo que comienza a pegarse al mío—. Mire bien la carretera, porque de un momento a otro puede aparecer en su nave. Ese hombre es impredecible y fascina con sus maneras decididas. Ah, si usted supiera. Cuando una lo ha visto de cerca, en la intimidad, ya no puede volver a cerrar los ojos tranquila. —No se ve nada —mis ojos bien pueden perderse en la carretera sin hallar nada. A esta hora nadie se atreve a viajar. Cualquiera corre el riesgo de morir calcinado en una cuneta. A pesar de que viajamos en un reducido espacio podemos estirar las piernas, cambiar de posición con relativa facilidad. Olga bosteza, carraspea. —Todo esto es obra de mi padre —dice—. De mi padre y de la madre de Pedro. Se conocen hace tiempo. Cuando el marido de esa mujer murió, mi padre confeccionó el traje para el sepelio. Después, se quedó con la mujer. Olga cuenta que la veía metida en su casa. Disponía, ordenaba, gobernaba como un reyezuelo que hubiera perdido la chaveta. La odió. Si yo conociera a su padre, me daría cuenta de que parece más su abuelo que su padre. Le digo que ese tipo de situaciones son normales. Hay hombres que se casan mayores.


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—Es que no es mi padre. Es mi abuelo —dice y sonríe con una mueca helada. —¿Su abuelo? —Sí. Es como mi padre. —Ya. —Por su culpa mataron a mis padres. Así y todo lo quiero. Uno se siente obligado a querer. Pongo mi mano en la frente de Olga y aparto las gotas de sudor que corren hacia sus ojos. ¿Tendrá fiebre? Su cuerpo se estremece. Nada más sensual que la fiebre, el cuerpo a merced del calor. Sin apartar la mano de la cabeza de Olga miro la carretera y busco la mancha oscura, pero no veo nada. No hay nada. El mundo duerme o ha muerto. A lo mejor Pedro se estrelló y ha quedado tendido en mitad de la carretera. Pero esto sólo sucede en mi imaginación. Sé que de alguna forma ese ángel oscuro vuela hacia nosotros. Olga prosigue la historia: sus padres siempre anduvieron ocupados en los negocios de la sastrería comprando paños, telas, linos importados, sedas y piezas tejidas a mano. Viajaban hasta la península de la Guajira para comprar directamente a los comerciantes libaneses, a los turcos recién establecidos, a los sirios y judíos que habían construido ciudades mientras iban de puerta en puerta ofreciendo baratijas y retazos. Pero no pudieron aprender los gajes del oficio, las trampas del negocio, y el dinero desaparecía de sus bolsillos. Lo reemplazaban con disculpas, con historias de asaltos en mitad del camino, de clientes que desaparecían con sospechosa frecuencia debiéndoles dinero. A su abuelo no le gustó el asunto. Hizo los reclamos con prudencia. Los padres de Olga se hicieron los desentendidos. Su abuela, mujer sensata, se hizo a un lado en la discusión porque intuyó que nada bueno podía salir de allí, y encontró en el

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alcohol una manera de reducir la severidad sin agotar la dignidad. Se alejó del mundo de la sastrería y del de los hombres. En una mansarda al fondo de la casa se alcoholizó. Los padres de Olga la visitaban de tarde en tarde. Parecían pájaros asustados que fueran de rama en rama buscando el nido que no habían perdido. Mientras Olga dormita adivino sus ojos azules. Estira el cuerpo, cruza las piernas y mueve los pies. La parte inferior del vestido se levanta sobre las rodillas. El sudor que corre por su frente desaparece al contacto de mi mano. Pruebo la salobre humedad. Digo: “Olga, Olga”, y no sé si se trata de un intento de traerla a este mundo o simplemente ensayo decir su nombre a ver cómo suenan mis palabras. “Olga”, repito. Abre los ojos. “Tengo frío”, susurra. “Va a llover”, añade, y con un movimiento de cejas indica hacia la parte descubierta del camión: en el cielo el viento junta los nubarrones como remolinos oscuros. El padre y la madre de Olga bebían con la abuela de ésta en la mansarda. El abuelo se cansó de los padres de Olga y los echó a la calle. Los sacó del negocio. Canceló cuentas, firmas, escribió cartas a los proveedores de todo el país y los puso al tanto de la ignominia, del desastre familiar. Mientras el abuelo rehacía el prestigio, la sastrería y el ánimo, la abuela se deshizo en alcohol, se diluyó en la mansarda hasta ser nada. Olga la visitaba cada vez que los deberes en el trabajo de la sastrería se lo permitían. Una mañana fue a la mansarda, al regresar se paró frente al abuelo y dijo dos palabras: “Está muerta”. El abuelo respondió con sólo una: “Bueno”. —Olga —la llamo—. Olga —no responde. ¿Cómo va a oírme si en este instante la rondan las muertes de cada día? Su nombre ahorca como la palabra soga. Mientras dormita susurra palabras, invoca imágenes y colores. Dice: “Verde mar, azul marino, trans-


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parencia, conchas, arena”. Quizá sueña conque ya hemos llegado y nos preparamos para viajar en el barco que ha de llevarnos lejos. —No me mire —dice de pronto—. Cierre los ojos y acuéstese a mi lado. De un momento a otro la tormenta estalla frente a nosotros. Me incorporo y suelto los pliegues de la carpa. En la oscuridad cierro los ojos y me hago un sitio junto a Olga. Por lo pronto ya no sé cuál sudor es mío y cuál suyo. Ambos sabemos que una fiebre distinta enloquece los cuerpos. “Olga”, digo cuando sé que la tormenta ha pasado, y abro los pliegues de la carpa. Hay un cielo azul con pájaros frente a un verde que se extiende sin montañas y llega hasta donde alcanzan los ojos a ver. Olga se incorpora. Pregunto qué pasó con sus padres. —Los mataron —dice, y su voz parece sin aliento. Está sentada a mi lado con las piernas encogidas, la barbilla apoyada en las rodillas y los ojos fijos en la cinta plateada que bordea la carretera—. A mi padre y a mi madre les pasó igual que a muchos que primero desaparecen. Los dejaron a la entrada de la casa, sentados, recostados uno junto al otro. Los recogió la policía. Ella buscó al abuelo y le preguntó: “¿Papá, usted mandó que hicieran esto?”. El viejo le dio la espalda. En la mano llevaba el dedal que brillaba como un dedo acusador. —No se quitó el dedal ni siquiera para despedirlos. Por momentos pienso que estamos perdidos. Llevamos horas sin encontrar otros vehículos. Debe ser por la lluvia. Las poblaciones y ciudades pequeñas hechas jirones quedan tendidas a la vera del camino. La mayoría, abandonadas. Una burra que arranca el pasto, un perro esquelético, harapos, latas herrumbradas, restos humeantes, es todo lo que vemos. De tanto en tanto hay una cruz de madera con el travesaño caído de un lado. Más adelante un desfile de gente que carga todo en sus hombros como si hubieran

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resuelto llevar sus casas a cuestas. Ni levantan la cabeza para mirarnos cuando pasamos. No existimos para ellos. Éstas no son personas, pienso al cabo de un rato, son noticias. Gente de la guerra que camina desde siempre. A pesar de que el camión marche a toda prisa no dejaremos de verlos a lado y lado de la carretera. No cruzan palabra entre sí. Nadie como ellos para saber que la palabra engaño es hermana gemela de esperanza. La herida vuelve a doler. Quiero decir que tal vez haya dolido todo el tiempo y sólo de tanto en tanto despierta en mí la conciencia de tal dolor. Es probable que se trate de la tensión entre dos situaciones. Siempre ha sido igual: nada más indiferente frente a un dolor que otro dolor. ¿Cómo elegir? Cuando era niño y en la noche me atacaba un dolor cualquiera, de muelas, por ejemplo, pensaba que era preferible otro dolor a ése, en las piernas, en el estómago. Para éstos había soluciones más a la mano, pero para el primero siempre era preciso aguardar al día siguiente, pedir cita con el odontólogo, recorrer el camino hasta esa suerte de patíbulo y abrir la boca. Para entonces al dolor lo había reemplazado el terror. Lo insoportable consistía en no dar crédito a cuanto me sucedía: me hallaba en manos de un sentimiento ajeno y propio al mismo tiempo. Aunque el dolor no me dominara por completo, no recuerdo que en aquellos momentos hubiera pensado en la muerte como posible solución. Pero cuando pienso en las fiebres que me tuvieron al borde del desvarío total… Ah, entonces sí que pensaba en la muerte. Había días en los que pedía a gritos que todo cesara, que se abriese un espacio de horror o de nulidad y que dejara de respirar, pero que no me atenazaran más esas atrocidades que llegaban con la fiebre. Hasta llegué a desear con toda mi alma el susurro brumoso de las palabras de mis compañeros en la editorial.


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El cuerpo se me iba desde dentro, como si desapareciese por un sifón de agujas eléctricas. Allí quedaba todo. —¿En qué piensa? —la voz de Olga me sorprende. —En nada —respondo. Uno necesita de alguien que lo apremie con preguntas para soltar el fardo que lleva dentro. —¿Cómo va la herida? —Pensaba que mi herida no le importaba a nadie. Paso los dedos sobre ella y el dolor se convierte en latido, en punzada—. Si no quiere hablar… —De reojo veo que tiene la vista fija en la carretera, en los que marchan bordeando la cuneta—. ¿Adónde irán ésos? —No creo que piensen quedarse en ninguna parte. Pueden recorrer un país, dos, tres, un continente entero sin importarles en dónde se hallen. —¿Y nosotros? —Nunca pensé que iba a encontrarme en esta situación. —Después de que murieron mis padres sólo pensaba en largarme. Sin embargo, estaba Pedro. —El afecto es la peste. Es el gusano que roe la tapa del cajón del muerto. Olga suelta una risita que suena como esa música que escapa cuando se abre un joyero. Le pregunto qué será de Pedro, su madre y su esposa. —Deben andar por ahí. Ellas irán en carro como un par de damas voluntarias. Sólo les falta el uniforme. Pedro en su moto, como tromba. Van por todas partes. Es su oficio. No crea que cuando decidieron cuidar de usted era porque no tenían qué hacer. Su oficio es ir tras la gente, estar pendientes de lo que sucede a otros, inmiscuirse en la vida ajena por contrato. Mientras no están con las narices metidas en su vida, van detrás de otras personas. Se me ocurre que ahora mismo con potentes binoculares pueden estar espiándonos desde cualquier sitio. Es la manía de estar

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metidos en las vidas de otros lo que constituye su razón de ser en el mundo. Esa forma de alborotar por todo en torno a un hombre como Pedro, seguirlo, endiosarlo, vigilarlo, vivir a expensas de lo que haga o diga. Como si entre ellos mismos hubieran armado una prueba de resistencia: espías entre espías. No pueden vivir tranquilos. —¿Y Milena? —Esa vida de música es una locura. Igual que toda su familia. —Todas las familias son una locura —le digo. La tarde avanza: azul intenso y nubes escasas después de la tormenta. Al borde de la carretera aún se ven los caminantes. Cuando llegue la noche, descansarán en cuevas al lado de la carretera, junto a las alimañas. Supongo que falta poco para llegar a Cartagena, porque de tanto en tanto vemos las carpas de los socorristas que atienden emergencias y dedican su tiempo a tratar de convencer a los caminantes para que regresen a sus lugares de origen que, nadie lo ignora, ya no existen. Pero todo es en vano, porque los caminantes pasan de largo, porque parecen sordos a toda voz que les proponga algún tipo de trato, y porque el poder de convicción de los socorristas es nulo. Con sus vestidos azules y naranja, parecen muñecos que alguien ha dejado allí para adornar la carretera. 84


OCHO: Hotel Stein

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as murallas son majestuosas. El mar rompe contra un fortín de rocas y corales que han acumulado los años y constituyen la protección más eficaz contra el embate de las olas. Las murallas tienen pasadizos y escaleras interiores y los amplios arcos de la base se han convertido en almacenes en los que uno encuentra whisky, camisas de algodón, dulces, libros de segunda. En medio de la extensa edificación hay una torre con un reloj que lleva años sin funcionar. Hace años en las murallas había centinelas pendientes de los barcos que en la noche se acercaban a tientas entre la oscuridad al puerto y se hacían añicos contra los arrecifes. Los centinelas no podían abandonar sus lugares de trabajo so pena capital y se contentaban con imaginar noche a noche cómo los náufragos de aquellas naves eran tragados por las olas en medio de gemidos de desamparo para luego ser destrozados contra las rocas. Con el tiempo, hubo gente de la ciudad que en las noches se atrevía y aguardaba, junto a los arrecifes, a que los barcos se hicieran polvo al chocar contra las rocas. Iban dispuestos a todo, echaban mano de cualquier objeto del naufragio: un vestido rasgado, unas botas viejas, unos cubiertos de plata, alimentos. A los náufragos que

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aún respiraban medio destrozados los remataban a palo. Y entre tanto, desde las torrecillas de la muralla los centinelas practicaban tiro al blanco con ellos. La luz de las antorchas hábilmente dispuestas por los saqueadores iluminaba a uno que otro desgraciado que caía entre los restos del barco. Ahora, aunque todo ha cambiado, hay quien dice que aún vive gente en las murallas, en sus anchos y oscuros corredores. Se trata de una ciudad dentro de la ciudad. Sus moradores salen de noche, asaltan, violan, deslizan amenazas bajo las puertas. Secuestran, saquean cuando les es posible. Una vez consiguen lo que quieren, vuelven a sus murallas. El camionero nos deja frente a una plazoleta con palmeras y jardines descuidados mientras a gritos promete que volverá a buscarnos. Tomamos camino por entre la gente, abrumados por el calor. Por todas partes hay jaulas con pájaros parlanchines. Milena pasa junto a ellas y trata de imitar el silbido, el cloqueo, el grito de las aves. Son aves que huelen a sal, a densidad de olas sobre la costa. Olga va de largo como un caminante a quien no le interesa nada. ¿Será que el sexo me ha permitido conocerla? Mis manos acariciando sus caderas, su pubis arrimado a mis mejillas, húmedo y jugoso, carne abierta como una flor herida. Se detiene, da vuelta, ansiosa busca aire. No sé por qué, pero su gesto me recuerda que cuando nos encontrábamos en el restaurante, durante la discusión con mis carceleras, al fijarme en la mujer de Pedro recobré la imagen de cuando me hallaba enfermo y ella, en un intento de levantarme cayó sobre mi cuerpo. Respiramos juntos. Ella encima de mí. Sus pechos apretando mi respiración. Medíamos fuerzas o calculábamos deseo. Ahora descubro que en ese instante supe que iba a vivir, que estaba intacto a pesar de la fiebre y los quebrantos del cuerpo. Mi vientre buscaba su vientre. Si estaba vivo tenía que huir.


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Nos detenemos a comer en un ventorrillo. Olga asegura que Pedro tiene que estar aquí. A ese hombre le encanta el juego y esta ciudad ofrece los lugares idóneos para ello. —Lo imagino de casco, chaqueta y pantalones negros. Un bólido. Un hombre de fantasía con su ropa a la medida. Tan elegante… —A las que no quiero imaginar es a la madre y la esposa —le digo—. Si se empeñaron en seguirnos no van a dejarnos tranquilos. —Pedro lleva sus insignias en el bolsillo. Es un policía de civil. Un guardia del orden. —Olga habla como desde un sueño, ajena por completo a mis comentarios. —Si el motociclista anda por estos lados, nada raro que las dos mujeres estén cerca —insisto—. A esa gente no la une cosa diferente al odio. —Pedro tiene tatuada una araña en la mano izquierda —dice Olga. —La ciudad es muy grande como para que nos sorprendan tan fácil. Podemos escapar. Además, aquí hay gente que me conoce y nos ayudarán… —dice Milena y sigue su marcha por entre las jaulas con pájaros. —No creo que conocer a alguien sea suficiente —le digo, pero parece no oír. La multitud se hunde entre el olor a pescado podrido, basuras y excrementos acumulados en las alcantarillas. Pienso en mi vida. ¿Qué es el pasado? Sólo hechos, y por los hechos ya nada puede hacerse. Mi pasado acabó cuando decidí hacer maletas y salir. ¿Acaso no es lo más preciso que un hombre puede decir de sí mismo? Cuando trabajaba para la editorial, los días estaban hechos de aprensión. Ahora, en cambio, son riesgo. Sé que si me encuentran estaré perdido.

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La ciudad está de fiesta. En los cuatro costados de una plaza a la que llegamos hay parlantes, y en cada esquina han puesto tarimas para las orquestas. Bebemos cerveza. La descarga de música es total. Comienza el baile, y como si todos, extranjeros y lugareños, se conocieran, el intercambio de parejas es constante. La risa fácil se contagia. Milena se va, dice que debe hacer una llamada. Al poco tiempo está de vuelta. —Venga, bailemos —me invita Olga—. No se quede como una estatua. —Yo, que nunca supe dar más de dos vueltas en redondo sin marearme, ahora giro aferrado a sus brazos. —No puedo —le digo. —Sí puede. Recuerde cuando íbamos en el camión. Cierre los ojos y déjese llevar por lo que le diga el cuerpo —susurra a mi oído. La música cambia. Un bolero. Olga junta su vientre al mío. Voy perdido, sin retorno por entre la gente que baila. Olga me pide que baile con Milena, y sin abrir los ojos me entrego a esos brazos nuevos. Milena acerca su lengua a mi cuello. Tiemblo al contacto con su humedad. “Un piano es todo cuanto necesito. Un piano negro de cola”, dice. Abro los ojos y por sobre su hombro veo la multitud que se cierra en torno a nosotros mientras bailamos. Vuelvo a cerrar los ojos. Milena pregunta si deseo bailar con otras mujeres y pasa de nuevo la lengua por mi cuello. “Necesito un piano”, dice mientras mordisquea mi oreja. Esta mujer ha comprometido sus recuerdos con una historia que ha muerto. Ríe entre dientes y su aliento quema. Siento sus labios en mis labios. Se aparta: “Sería capaz de matar por un piano”, canturrea. Bailar con los ojos cerrados es marchar como las ratas al despeñadero tras la música del flautista. Milena dice


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que debo continuar con los ojos cerrados y se aparta. Habla con alguien. Ahora estoy en otros brazos. Otro perfume. No es Olga. No es Milena. Y si abro los ojos y encuentro que frente a mí tengo a una de mis carceleras, ¿quién puede hablar de esperanzas? Abro los ojos. Mi pareja es una mujer de cabello negro que tiene una cicatriz que le cruza el cuello de lado a lado como un collar de carne. Me lleva con suavidad hasta que la música cambia. Voy tras ella. Ya no bailamos. —Vamos al hotel Stein —me dice. —¿Y Olga y Milena adónde han ido? ¿Y las maletas? La mujer no responde. Siempre es lo mismo: apenas damos el primer paso, la tierra se mueve y caemos. Mientras nos arrastramos o fuimos en cuatro patas todo anduvo bien. Pero ahora, erguidos, mirando a uno y otro lado, el asunto tiende a complicarse. Pregunto por mis compañeras. La mujer ríe y la cicatriz en su cuello se agita como una víbora. No debo temer, dice, y me invita a seguirla por entre el gentío como si nos hundiéramos en un remolino que absorbe nuestras fuerzas. De repente la mujer se da vuelta y se queda mirándome: —¿Le agrada mi cicatriz? —pregunta desafiante—. Es una luna menguante. ¿Y esa herida? ¿Qué le ha pasado en la frente? Ese hueco parece infectado. ¿Ya lo ha visto un médico? ¿Por qué Olga y Milena no me dijeron nada? Demasiadas preguntas. No contesto, pero comprendo que resistirse es inútil. Uno comienza a rodar y ya no hay quien lo detenga. Desde que salimos del hueco eterno no dejamos de movernos. Al cabo de un rato le pregunto desde cuándo conoce a mis compañeras de viaje. Me aclara que sólo conoce a Milena de hace años. Añade que ésa es otra historia.

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¿Y si Olga y Milena son miembros de una red de conjurados que se empeña en seguir mis pasos con el único fin de controlar y dirigir cada uno de mis movimientos? Una sonrisa, un cuerpo desnudo, una palabra a tiempo son más peligrosos que la más obstinada de las voluntades. La puerta del hotel Stein es enorme, tallada en madera, y da a un zaguán amplio con piso ajedrezado. Al fondo hay un patio con flores. El edificio es de estilo colonial, de tres pisos, y abarca la manzana completa. El fresco en el interior del edificio permite recuperar el aliento. La mujer bate palmas y aparece una mucama. Su boca semeja el pico de un pájaro. —Las señoritas se encuentran en sus habitaciones —grazna la mucama y añade—: la habitación del señor está lista. —No puedo demorarme —digo y echo a andar hacia la puerta—. Voy a perder el barco. —¿Barco a estas horas? —el graznido de la mucama corta mi respiración. —Los muelles están cerrados —explica la mujer de la cicatriz—. Además, quedamos en que lo vería un médico. —Tengo que irme. Las mujeres ríen. La mujer de la cicatriz pregunta si tengo idea de lo que hace la gente que vimos en la plaza. Llegaron hace tiempo y se quedaron aquí. ¿Felices?, nadie lo sabe. Pero han renunciado a moverse más allá de sus propias expectativas. —Tengo que salir de aquí —insisto mientras me conducen a la habitación. Sé que no sería capaz de dar un paso más sin ayuda. Cuando despierto, por la ventana entra una luz que lo único que deja es dudas: ¿amanece o cae la tarde? Siento el cuerpo sucio. Me demoro en la ducha mientras dejo correr el agua. Llaman a la puerta. Suave, como si se tratara de un santo y seña. Dos toques largos y uno corto. Que sigan. En la puerta aparece un tipo vestido de blanco. Me hace señas para que no hable.


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—Soy el médico —susurra—. ¿Cómo estamos? —pregunta. Me encojo de hombros. El tipo trae un maletín de mano. Mira mi herida—. Está infectada —dice. Después añade—: Limpiamos, lavamos y listo. Tres días de reposo y santo remedio. Le digo que tres días son demasiado. Se da vuelta como si con él no fuera la cosa. Al momento la habitación es un quirófano. La mujer de la cicatriz asiste al médico. Escapar ahora será más difícil: tres mujeres, cuatro si cuento la mucama, más el médico y los empleados del hotel. Cierro los ojos. Dejo que el médico haga su trabajo. Pregunta: “¿Duele?”. No contesto. Duele horrible. Cuando termina, el médico se retira. La mujer de la cicatriz se queda. En la penumbra de la habitación la miro: para mí una cara nueva es lo mismo que un sol que revienta las entrañas. Por eso no le pregunto el nombre. Si lo sé estaré condenado a moverme con ella. —Por lo pronto, y mientras recupera la salud —dice la mujer de la cicatriz—, tendrá que habituarse al hotel. Hotel, supongo que usted lo sabe, quiere decir nunca jamás, tierra de nadie. Pregúntemelo a mí, que he pasado la vida de hotel en hotel. Permanezco en silencio. Es inútil intentar hablar cuando no hay fuerzas. —La mayoría de nuestros huéspedes son gente que vive a gusto una vez logran acomodarse a los horarios, al servicio —dice, y deja correr los dedos sobre el cordón de carne que tiene en el cuello. Luego agrega—: Uno se habitúa. Viví en Europa muchos años, siempre en hoteles. Mis padres tenían un trabajo itinerante. Yo iba con ellos. Los criados, los porteros, la gente del servicio a las habitaciones, fueron mi familia. Como si hubiera tenido hermanos, tíos y primos de todas las nacionalidades. ¿Comprende? Ya no puedo desprenderme de eso. Y para colmo, mis padres compraron

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este hotel y me lo dejaron de herencia. Una condena lujosa: una ficha, una llave, una tarjeta electrónica, son indicadores de que nadie existe para siempre. ¿Cómo se siente? —Mal —respondo. —¿Qué hacía antes de comenzar su viaje? —Trabajaba para una editorial. —Aquí tenemos una preciosa biblioteca. Tiene que visitarla. —Ya tuve suficiente de libros —le digo. Me invade un desaliento de muerte. Como están las cosas, por ahora el aplazamiento es la única posibilidad que la vida me ofrece. Hotel, ha dicho ella, significa tierra de nadie. Como los libros: cualquiera pasa por ellos y nada se altera en el mundo. Si fuéramos capaces de actuar como tantos personajes de los libros, el mundo sería otro asunto: un mundo lleno de Raskolnikovs; una ciudad colmada de doctores Jekills y señores Hydes, un país con unos cuantos aventureros como Heyst, el personaje de Conrad, o con algunas Lady Macbeth, reventaría en una semana. Pero leemos tan mal… Si en la editorial nos hubiéramos dado a la tarea de confundir antes que a corregir, el asunto habría sido diferente. —Aproveche el tiempo —dice la mujer—. La ciudad ofrece muchas atracciones. Claro que a veces uno no atina a explicarse si lo que ve es una atracción turística o una tragedia. Con tanta gente que llega día a día, nunca se sabe. —No entiendo. —Puede confundirse una comparsa de carnaval con una trifulca entre vecinos o entre desconocidos y vecinos. O la gente que proviene de otros lados arremete contra el muelle o contra la capitanía del puerto porque no les autorizan zarpar en un bote miserable. Lo mismo en el aeropuerto, aunque allí el problema cada vez es menor porque por lo general permanece cerrado la mayor parte del día. Podemos pasar semanas sin saber lo que es un


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avión… De pasajeros, quiero decir, porque helicópteros o aviones de combate son el pan de cada día. —Tengo que salir de aquí —digo. —Asunto suyo —dice en un susurro—. Inténtelo. No llegará a la escalera. Después de un rato cuenta que la biblioteca del hotel se ha conformado con los libros que los huéspedes dejan olvidados en las sillas junto a la piscina, en los pasillos que bordean el patio y entre los jardines o en las hamacas donde se acuestan a ver caer la tarde frente al mar. En cada libro han puesto un separador con el logotipo del hotel. Cada separador tiene una inscripción en letras góticas y el grabado de un barco que naufraga. La mujer de la cicatriz, que sabe de memoria la inscripción, la recita: “El verdadero viajero no parte jamás. Hoy come perro en Beijing, mañana serpiente en Singapur y luego mono asado en Calcuta o cocido de bagre en el Caribe, pero siempre, esté donde esté, tiene en su cabeza la idea de que los sabores son pasajeros como él mismo”. A punto de irse, desde la puerta dice: “Soy Felisa”.

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NUEVE: Empadronamiento

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l desayuno es servido en una terraza que da al mar. Cuando llego encuentro a Olga y a Milena sentadas a la mesa en silencio. Desde donde nos hallamos puede verse una gran extensión de playa cubierta por toldos de campaña que han ubicado para que los ocupen los viajeros que llegan sin cesar. Más allá y separados por un cordón de seguridad, hay toldas de colores chillones con sillas de plástico. Son las destinadas al turismo normal de la ciudad. ¿Y cómo harán para no confundirse cuando caminen por la playa o una vez se metan al mar? ¿Quién ha de controlar los cuerpos semidesnudos que chapotean entre las olas? Uno puede suponer tantas cosas en estos casos. Milena extiende una mano por encima de la mesa. La sostengo un instante. Ésta es la mano, éste es el cuerpo, ésta es la mujer. Olga me saluda con un gesto. Milena dice que durante la noche no ha dejado de pensar en el día cuando la dieron de alta en la clínica de reposo. Tras regresar a su casa decidió que ya no iba a salir jamás. Pero no fue así. Siempre se veía obligada a ir de un lado a otro en esa esclavitud de la música. Ahora, por fin, siente que hay una libertad digna, sin compases, sin partituras.

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—Todo se encuentra ocupado, ¿se da cuenta? —dice al cabo de un rato—. No hay sitio para nadie. Dentro de poco comenzarán las epidemias. ¿Cómo va la herida? —Mejor. —Lo mismo dijo Felisa. —Así que ustedes se conocen de tiempo atrás. —Alguna vez hice una gira por Europa. Mi padre dijo que ésa era la última escala de mi demencia musical. Felisa y yo nos conocimos en Madrid. Fuimos juntas a Suiza. Hacíamos dúos, cantábamos piezas cortas. Unas veces era ella quien tocaba el piano, otras yo. Europa es un capítulo olvidado. Felisa va siempre de un lado para otro, pero jamás deja la música. Uno nunca abandona nada. Yo no dejé atrás los pasillos y los prados del sanatorio. Aunque lo parezca, no es así. Las inmensas salas blancas aún viven en mí. Cuando menos lo pienso aparecen en mi camino. Pobre Milena. Los recuerdos precipitan en el pasado, no son más que acciones sin control, porque al igual que los pájaros, aparecen de pronto, cambian de rumbo, se detienen, gritan, caen en picada. ¿Qué puede hacer uno? Los recuerdos no dejan avanzar por sendas desconocidas. Como puntos de referencia no permiten que nos perdamos. Cumplen la misma función que los diccionarios que manejábamos en la editorial y que constituían la guía para el trabajo. Siempre teníamos a mano una considerable colección de éstos; igual contábamos con películas y discos compactos. A menudo, era tal la confusión que los correctores nos precipitábamos en masa sobre el mismo libro con el fin de consultar una palabra. Cada palabra era diferente, pero figuraba allí, en ese determinado tomo. Como aves de rapiña caíamos sobre el libro y buscábamos afanosos hasta que alguno gritaba: “¡Aquí está!”, y soltaba el libro que caía en otras manos y el caos se repetía de manera indefinida. Siempre vivíamos de


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victorias pasajeras, de encuentros casuales y míseros. Hallar una palabra no era nada comparado con la tarea de reconstruir un texto. Y, asimismo, buscábamos la perfección de la perfección para corregir siempre y no leer nunca. Antes de terminar el desayuno, Felisa se sienta a la mesa y dice que como todos los que llegan a la ciudad, debemos presentarnos para el empadronamiento. Hay que obtener un salvoconducto que es útil para casos extremos como una hambruna, una epidemia, un desastre natural. A la municipalidad le conviene saber quién llega y quién sale de la ciudad. Se trata de un ejercicio que se lleva a cabo cada año. Lo que pretenden las autoridades es saber con quiénes cuentan, y hasta cuándo esas personas, nosotros, por ejemplo, hemos pensado permanecer aquí. —Exageran —rezonga Olga sin apartar los ojos de la ventana que da al mar. —Si se considera el número de personas que llegan cada día, resulta preciso tenerlas bajo control, porque es prudente saber quién es quién y qué hace o piensa hacer en las próximas veinticuatro horas. —Exageran —insiste Olga. —No se apuren —nos tranquiliza Felisa—, se trata de simples trámites. Y, en el fondo, resulta benéfico para todos: el año anterior se reclutaron miles de trabajadores para arreglar las carreteras, extender las vías del tren, trabajar en las minas de sal, sembrar en la falda de la cordillera, esquilar ovejas en la sierra y colaborar en la restauración de las murallas. —Es cosa de locos —dice Olga—. ¿A quién se le ocurre contar semejante cantidad de gente? —Aunque se encuentren de paso —advierte Felisa— y ocupen una habitación en un hotel, son moradores de la ciudad. Vivir en

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un hotel no los salva de nada. Por el contrario, los hace más errantes que cualquiera de los muertos de hambre que se acuestan en las esquinas cuando llega la noche. —Nunca hemos tenido que dormir en cualquier parte —dice Milena. —¿Te pareció poco dormir en un camión? —la pregunta de Olga la toma por sorpresa. —En la calle, quise decir. No malinterpretes. —Entonces, no hables tanto. —Al sur de la ciudad han construido un campo de refugiados —corta Felisa—. Un sitio especial. —¿Refugiados de qué? —pregunto. —De nada —contesta con sorna—. Así han resuelto llamarlo. No hay que discutir las determinaciones del gobierno municipal. Hay sabidurías que no necesitan explicación. El empadronamiento comienza temprano y hay que estar preparados para responder a las preguntas: ¿Adónde nos dirigimos? ¿Qué pensamos hacer de ahora en adelante? ¿Cómo hemos sentido la ciudad hasta la fecha? ¿Hemos sido bien tratados por los ciudadanos? ¿Estamos dispuestos a pasar hambre en caso de emergencia? ¿Tenemos hijos? —No es tanto lo que preguntan como lo que desean que la gente responda —apunta Felisa—. Al final todos quedan contentos: nadie sabe lo que cuesta confesarse hoy en día. —¿Y si no vamos? —Milena hace la pregunta y apura un vaso de agua como si pretendiera evadir la respuesta antes que la autoría de la pregunta. —El servicio de delatores —explica Felisa— es de los más eficientes que hay en la ciudad. Los delatores son tenidos en cuenta para ocupar un lugar dentro de los cuerpos de seguridad del Estado. Los contratan para desempeñar el papel de agentes dobles. Resulta


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muy sencillo señalar al papá, a los hijos, a la madre, al hermano, a la amante. A veces sin salir de casa ya está el trabajo hecho. Lo importante es hacerse un lugar en el mundo. —¿Y luego qué pasa? —insiste Milena. —¿No te parece que haces demasiadas preguntas? —las palabras de Olga suenan como un latigazo. —No discutan —dice Felisa—. Los que son delatados van a parar a campos de refugiados y desde allí los envían a otros centros asistenciales que hay por todo el país. Un día cualquiera desaparecen. Se les borra de los listados y asunto cancelado. Si mis perseguidores acuden al empadronamiento, dicen que van en busca de un familiar y dan mis señas particulares, estaré perdido. En cuestión de horas me caerán encima. Pese a nuestra incomodidad por tener que reportarnos, dispuestos a atender las disposiciones de la municipalidad, una vez acabamos el desayuno salimos guiados por Felisa. A medida que nos adentramos por las callejas que llevan al sur de la ciudad, el olor a cenagal lo impregna todo. De esquina en esquina la gente apiñada en remolinos que van y vienen, parece no tener sosiego. Las caras terminan por ser las mismas, sin voz, sin gesto. Las calles no son más que un cansancio eternizado. Olga quiere que a toda costa le ayude a buscar al motociclista. Teme que le haya sucedido algo. Pedro no sabe lo que es la paciencia, aunque me asegura que es un hombre que guarda mucha bondad en su corazón. Una prueba fehaciente de ello es que colecciona recordatorios fúnebres, estampitas de las que años atrás las familias repartían entre quienes asistían a los funerales, con imágenes de cristos derrengados en la cruz y vírgenes de la soledad presas de aflicción. —Pedro las busca por todas partes —dice y su voz se llena de orgullo—. Hay una asociación de coleccionistas. La mayoría de

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ellos son sacerdotes ancianos. Como hoy ya nadie manda a imprimir estampas, Pedro las diseña y él mismo inventa las oraciones que van al respaldo de las mismas. Son sus tarjetas de visita. El shas, shas, shas de las olas del mar contra las murallas es un bajo continuo que acompaña nuestra marcha a través de las calles. A medida que nos mezclamos con la gente nos damos cuenta de que sus manos parecen no haber asido nada sólido en meses y que pueden quebrarse al primer contacto con algo más o menos fuerte. Algo me dice que estas mujeres ya de mí jamás se apartarán. No hablamos mucho, pero el solo hecho de movernos en la misma dirección es suficiente. Como cuando el acto del amor llega a su momento culminante y nadie sabe qué decir. Cada uno va desbocado presa de un frenesí particular mientras con el pensamiento recorre otros cuerpos. Después, viene la tristeza porque la única, la más primitiva forma de comunicación ha terminado. En el fondo los silencios de este tipo no son otra cosa que los anuncios de un desastre: el hombre se ha quedado sin palabras y hay que esperar lo peor. En la editorial teníamos una frase: “agotar el tema”. A veces, en ratos de asueto nos sentábamos a charlar y de repente nos quedábamos callados. Alguno decía: “Se agotó el tema, volvamos al trabajo”. Era la derrota de la comunicación, de los secretos compartidos, de la intimidad. Un montón de tipos no había sido capaz de sostener una charla mientras duraba el café. Un verdadero desastre. Si pudiera dejar esta ciudad, abordar un barco, tomar un autobús, un transporte cualquiera y seguir la línea de la costa de manera indefinida. Derivar siempre. Pero cada vez siento que eso está más lejos de mis posibilidades. Nos detenemos. Milena dice que tiene miedo. Olga hace rato no presta atención a nada. Felisa camina con la dignidad de un


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juez que se dispone a dar su veredicto. De cuando en cuando, Olga se arrima a una pared y descansa. Su gesto es el mismo de cuando íbamos en el camión y yo pasaba la mano por su frente. Veía próxima su boca. Mientras caminamos apoya una mano en mi hombro. Si pudiera acariciarla. Pero me abstengo porque sé que no es más que el juego de mi imaginación que la desea. —Si no encuentro a Pedro —dice Olga—, no estoy dispuesta a seguir en esto. —Él la encontrará a usted, pierda cuidado —dice Felisa. —¿Por qué está tan segura? —Porque en esta ciudad nadie pierde a nadie. Cartagena es la ciudad de los encuentros y los adioses. Pienso que mejor sería llamarla la ciudad de los recuerdos. Como si el mar avivara de repente todas las imágenes que uno suponía olvidadas. Los recuerdos son el ancla que alguien suelta en el cuerpo, en la voz, en la imagen de otra persona. Felisa dice que con ella no hace falta moverse demasiado. Basta con situarse en el sitio adecuado. —Soy un confesor espiritual para viajeros sin rumbo —dice. Sabe de caminos, de agencias de viajes, de itinerarios, de transportes más o menos rápidos, de sitios en donde tomar un suculento desayuno o una frugal colación—. Con los salvoconductos suceden cosas raras —explica—: si uno cae en manos de alguien que no sea experto, las cosas se complican. Uno puede llegar a una oficina que, aunque pertenezca al Municipio, es manejada por un funcionario corrupto que, nadie lo duda, igual necesita vivir, tiene familia, obligaciones. El alcalde, un hombre generoso, ha terminado por aceptar la existencia de oficinas paralelas como en un juego en el que todo el mundo tiene cartas parecidas. —Aquí hay tanta gente como en la calle de los Sastres —dice Olga y se para a mirar a todos lados—. Lo único que hace falta es

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el metro, las tijeras, la tiza, los cortes. El olor a tela, a paño. A veces cierro los ojos y recorro la sastrería mentalmente. —No puedes volver —dice Milena. —Anoche soñé con trajes de todos los colores, desde el fucsia al rojo encendido; desde el vino tinto y el verde esmeralda hasta el azul marino. Felisa pide que prestemos atención a la gente que se desplaza por las aceras, arrimada a las paredes. Los llaman suplicantes. Acechan en cada esquina, en los semáforos, en las escalas de los puentes peatonales. Se multiplican sin tregua. Vienen de todas partes y van a todas partes. El mundo ha comenzado a llenarse de ellos. Los hay de todas las clases, razas y lenguas. Cada uno tiene su hambre, sus desgracias con nombre, apellido, ciudad y vecindario. Sus enfermedades terminales. —¿Por qué los llaman suplicantes? —pregunta Milena. —Todo el tiempo están suplicando para que el destino los junte de nuevo con aquellos que han perdido —dice Felisa, y agrega—: tienen un destino común que es el mar. El mar, que es el agua de todos. Se lanzan al mar y se ahogan cuando les place. ¿Han oído hablar de la dulce somnolencia de los ahogados? Ahogarse en medio de los más diversos matices de verdes, azules y esmeraldas. Ése sí que es un fin digno. Así que he huido de mi trabajo, de mi ciudad, de mis carceleros para encontrarme a boca de jarro con tramposos que entregan documentación falsa, con suplicantes que se suicidan, con una mujer que parece una guía turística en la que no puedo confiar. Yo que había llegado a esta ciudad con la esperanza de salir lo más pronto posible, ahora me doy cuenta de que se trata de una encerrona. Uno camina dos pasos y sin percatarse retrocede cien. Sólo falta que nos digan que hemos de seguir al viento y guiarnos por la cresta de una ola. O por el mar, que es un arquitecto de silencios.


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De repente se alza una algarabía. Nos hacemos a un lado. Felisa dice que esta gente no busca nada diferente a alborotar. Nos ocultamos tras las torrecillas que sobresalen de la muralla y desde allí observamos a la multitud que se apiña y abarca el callejón. Se han subido a los techos, balcones y ventanas de las casas vecinas. Si tuviéramos en la vida al menos un instante de silencio para cada uno, un verdadero instante en que el silencio pasara por nuestras vidas, las cruzara de manera total, aprenderíamos a medir las palabras. El silencio es acero que desnuda de un tajo. Olga se acerca para señalarme entre la multitud, al fondo, contra el muro de piedra de una vivienda, a Pedro el motociclista que permanece recostado mientras fuma. —Tal vez con su ayuda podamos hacer algo. Él nos allanará el camino —dice—. Conozco su poder de convicción; su fuerza, en el momento de tomar decisiones, resulta arrolladora. Creo que le ha vuelto la fiebre y delira, pero sé que no puedo hacer nada por ella. La siento muy lejos, como a esas mujeres de los calendarios cuando teníamos quince años y uno las veía sonreír, desnudas, sobre el fondo de una playa con palmeras. Olga da un salto, cruza delante de nosotros, y en menos de un golpe de vista pasa por entre la gente y llega hasta Pedro, lo enreda en sus brazos, lo besa, se pega a su oído. Hablan, discuten. La gente forma un círculo en torno a ellos. Olga se aparta. Pedro inicia una arenga imposible de oír por el griterío de la gente que se acerca a él, lo rodean, se apartan, se miran entre ellos. Olga se hace a un lado y en un instante vuelve junto a nosotros. En medio de la arenga, Pedro levanta el brazo empuñando una pistola y hace que la gente retroceda espantada, pero en cuestión de segundos un rugido feroz se precipita sobre él. Al cabo de unos minutos, cuando la gente abandona la callejuela de la muralla, sólo quedan hilachas negras de ropa tiradas aquí y allá. De Pedro

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ni rastro. La sombra en que se ha convertido la multitud se aleja hacia la playa. —Ha muerto —gime Olga. Con las hilachas de ropa del motociclista hace un moño negro que prende de su pelo. —Nadie puede asegurar que ese hombre haya muerto. No hay cadáver. Hay sangre, pero la sangre no es todo. El cuerpo es la prueba definitiva —dice Milena—. Todo puede ser una trampa. —¿Entonces, qué se ha hecho? ¿Y si en medio de la confusión los hombres un día decidiéramos desaparecer para siempre, abandonarlo todo? ¿Por qué no? Cada esquina por la que cruzamos es un peldaño de horror. El silencio amplía el horizonte desierto de las calles. ¿Adónde han ido todos?

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DIEZ: En el hospital

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urante cuadras no hallamos un alma en la calle. Olga alarga el cuello, la mirada, y deja que sus ojos escruten en busca del motociclista. Sus manos se alargan para apartar a la gente como manos de ciega que pueden verlo todo. Si me pregunto ahora, justo cuando parece no haber salida alguna, cuáles fueron las razones para haber emprendido este viaje, no las tengo muy claras. Puedo decir que se trata de la fuerza de un sentimiento que desconozco. Quizá sea una parte oculta de mí que trata de manifestarse: el traidor, el héroe, el aventurero, el tahúr, el perfecto asesino, el ladrón elegante, el monje. Uno da un paso, pronuncia una palabra y en instantes se encuentra al otro lado del mundo. Felisa nos guía por la plaza de los Corsarios, en donde nos detenemos. La estatua del Gran Corsario refulge majestuosa. Es una escultura colosal que en una mano empuña la espada y en la otra el mosquete. De pronto, un ruido como de vidrio que alguien arrastra por el pavimento llega hasta la plaza y aparece un enorme bus cuyas paredes de vidrio dejan ver la carga humana en su interior. Hombres y mujeres amontonados que viajan desnudos.

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Mientras nos miran, permanecemos boquiabiertos ante semejante transporte. —Es el bus del manicomio —explica Felisa—. Antes no tenían cómo tranquilizar a los locos que ocasionaban serios problemas y alborotaban el sanatorio a toda hora. Furiosos, se resistían a permanecer encerrados. Entonces decidieron que cada día tirarían un loco al mar. El que más incomodara, fuera el más callado o el más frenético. Frente a las ventanas del edificio que los alberga, cada tarde el mar se llenaba de tiburones que, como pájaros de sangre, aguardaban su alimento de huesos y carne enloquecida. Pero un médico se quejó ante el Ministerio de Salud. Entonces alguien ideó el paseo. —¿Desnudos? —Olga no aparta los ojos del lento transporte que rodea la plaza. —No había alternativa posible. La desnudez, dijeron los médicos, era no sólo un escarmiento para los cuerdos, sino una posibilidad de refrescarles la carne demente. Cuando el transporte se detiene en un extremo de la plaza, de todas partes acude gente a rodearlo. —Son los familiares de los locos —explica Felisa—. Cada vez que hay paseo acuden para saber de sus enfermos. Contemplamos un muy particular ritual de comunicación: los enfermos muerden sus dedos y con la sangre proveniente de ellos escriben en las paredes de vidrio mensajes para los suyos: “Hay café en la estufa”, “La puerta está abierta”, “En la universidad nos vemos”, “Consigue las flores para padre”, “Madre olvidó las llaves”, “Por fin la he visto”, “Mañana te pagará”. Los familiares toman nota de los mensajes y Felisa nos explica que lo hacen con el único fin de presentarlos al día siguiente a los médicos como prueba palpable de la mejoría de sus parientes.


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—La mayoría de estas personas —continúa Felisa en un tono de voz semejante al que emplean las niñas cuando cuentan historias a sus muñecas antes de dormirse— no son de aquí. Se trata de viajeros que provienen del interior del país. Algún día llegaron por carretera. Traían sus cosas a cuestas en baúles o amontonadas en carros tirados por caballos. Una que otra familia venía en un carro desvencijado. Se quedaron a la espera. Esa espera les dañó el cerebro —dice y suelta una risa delgada como un puñado de alfileres. La tarde cae sobre nosotros. La única ruta que ahora intuimos que existe es la flecha que han dibujado los pelícanos en formación que viajan por el cielo. El vítreo chirrido del bus nos dice que la visita a los enfermos mentales ha terminado. El transporte se pierde por una calleja rumbo al sur. Después de contemplar ese cuadro de horror desnudo, quizá entendamos mejor que sólo somos sangre, desnudez, ausencia de este mundo. En forma de chubasco, la tarde cae sobre nosotros. Felisa nos guía por las calles que son el rezago del dolor de los suplicantes, sus sombras de manos extendidas, ojos que espían desde la muerte. La multitud ocupa de nuevo la calle mientras por el costado izquierdo avanza un piquete de soldados vestidos de negro con corazas, como caballeros galácticos. Se cubren con escudos. Al cinto llevan pistolas que van de la cadera a la rodilla. El rostro de Felisa palidece al paso de los soldados. —Ya sé qué va a pasar —dice y nos indica que mejor es apretarnos contra la pared. En mitad de la cuadra se encuentran la multitud y los soldados. Los dos grupos se mueven de costado, avanzan y retroceden unos cuantos pasos. Van lentos, sigilosos mientras unos levantan los brazos y los otros los escudos. Giran las cabezas. Hay un fuer-

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te taconeo sobre el pavimento. Un ruido de correajes, de metal. Silencio. Frenan. Siguen hasta casi tocar nariz con nariz. Desde los balcones de las casas la gente los mira. Buscamos escapar por cualquier lado. Un hombre que habla por radiotransmisor recomienda que nos apartemos. —Por favor, que alguien nos deje entrar a su casa —le digo. —Muévanse, aquí puede pasar cualquier cosa —nos apremia el hombre. —Mírelas, mírelas. Ahí están, van al frente del grupo—. Olga me arrastra por un brazo hasta dejarme cerca de la multitud. Ahí están mis carceleras envalentonadas alzando los puños, vociferando. El hombre del radiotransmisor nos llama. Toca tres veces largas en la puerta que está detrás de él. Al momento aparece el rostro de una anciana. ¿Qué queremos? El hombre le habla al oído. La vieja refunfuña. Después de implorar al cielo dice algo en voz baja. Las primeras explosiones nos alcanzan cuando trasponemos el umbral. Un griterío se eleva desde todos los ángulos de la calle y se confunde con las exclamaciones de júbilo y de terror que provienen de las ventanas y los balcones de las casas. —Extranjeros, forasteros, viajeros, todos son la misma mierda —despotrica la vieja al mismo tiempo que nos conduce por un corredor oscuro que huele a jengibre y cilantro, y desemboca en un patio en donde cuelgan de un almendro tres reses descuartizadas. Una costra oscura de sangre se extiende por todas partes. Las moscas revolotean. Las moscas no duermen. Una niña de blancura lívida las espanta con una hoja de palma. Se vuelve hacia nosotros cuando pasamos. —Apártate, muchacha, esta gente es peligrosa —le dice la vieja. —Él está herido —dice la niña y me señala.


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—Te prohíbo que lo mires —ordena la vieja—. ¡Aparta las moscas, maldita! Por una puerta que hay al fondo del patio salimos a una calleja, como asesinos en la sombra, cuando todavía oímos el eco de las explosiones. Olga dice que tiene que cerciorarse de si Pedro sigue con vida. Tal certeza despejará de una vez por todas las razones de su presencia en esta ciudad. —Y usted —me advierte—, haría bien cuidándose. Ya vio a ese par de mujeres. Cada vez están más cerca de nosotros. —A lo mejor han cambiado de oficio —le digo—, y de perseguidoras se han convertido en viajeras sin rumbo. —¿Y si en medio de todo lo encuentran? Yo, que jamás había deseado la muerte de nadie, que he vivido entregado a mi oficio, de repente me veo enfrentado a la indignante posibilidad de pensar “Son ellos o soy yo”, como si se tratara del encuentro con un asaltante en mitad de la noche: lo mato o dejo que se quede con mi vida. ¿Y si Olga y Milena forman parte de todo este asunto y no son más que emisarias de la editorial, enviadas para controlar mis movimientos? Como si no resultara suficiente con la estricta vigilancia que uno ejerce sobre sus actos. ¿No basta todo esto como para que tengan que venir otras personas a convertirse en eternos fiscales de la vida que llevamos? Tan pronto uno se descuida, baja la guardia, aparecen otros empeñados en recordarnos cuál es el camino a seguir. ¿Acaso no tuvimos suficiente con la infancia? ¿Acaso no bastaron los regaños, los castigos, los azotes que de niños recibimos? Pareciera que el animal requiriese de rejo toda la vida, el esclavo del látigo, el hombre libre de amonestaciones, leyes, prohibiciones. Y, sin embargo, las amenazas nos hacen mejores, agilizan nuestros sentidos, nos

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ponen alerta. Y un buen día decidimos dar el zarpazo definitivo: alguna cabeza ha de rodar, pero que no sea la nuestra. El cansancio es nada comparado con la ansiedad. Felisa nos preside por calles cada vez más solas. Miro su cuello, que siempre he imaginado como un collar de carne. Imagino una noche de amor entre el desvarío y la serenidad mientras beso la cicatriz de Felisa. ¿Cuántos hombres habrán accedido a ese amuleto? Pálida, como la esfinge preguntona del desierto espera a los caminantes. Y los caminantes caen por sí solos. Si llegara un caminante con los pies lacerados quizá las cosas cambiarían. Un hombre agotado de tanto andar, como aquel Edipo de la leyenda a quien el abatimiento sólo le dejó la alternativa de acabar con cuanto hallara a su paso. —¿Ahora qué hacemos? —siento que la pregunta de Milena va dirigida a mí y a nadie más. Es claro que fue por mi causa que emprendimos este viaje. —No sé qué harán ustedes —dice Olga resuelta—. Voy a buscar a Pedro como sea. En cualquier directorio telefónico tiene que haber un listado de las clínicas de la ciudad. Las visitaré una por una. Y no voy a esperar a que amanezca. Es posible que lo encuentre agonizando, pero lo encontraré. —Tengo hambre. Primero comamos algo —dice Milena. —Es mi asunto —replica Olga—. A Pedro lo busco yo sola. No te apures, querida. —Mi hambre es mi hambre. Tu Pedro está muerto. No lo busques más. —Busco porque soy yo, porque me da la gana. —Nada como los tiempos de la música —dice Milena. —Tuvimos suficiente música con el tiroteo y las explosiones de esta noche, ¿no te parece? —dice Olga.


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—Parézcame a mí o no, a nadie le importa. La música es otro asunto. Ustedes no entienden. Al amanecer nos acercamos a un puesto de la Cruz Roja en donde exhiben carteles con las fotos y la lista de desaparecidos en lo que va corrido desde la última convocatoria para empadronarse. Preguntamos por Pedro, pero nadie da razón de él. —Es posible que lo hayan reclutado —dice una enfermera. —¿Reclutado? —Olga encara a la mujer. Con calma, la enfermera explica que cuando se dan casos de sangre, casos menores de violencia, no es necesario adelantar juicios. Fiscales y defensores se encuentran demasiado atareados en asuntos de peso como para detenerse en minucias, así que la Municipalidad ha ordenado integrar a esas personas a los servicios de emergencia: una vez los curan de laceraciones y golpes los reseñan, y luego pasan a enrolarlos en cuadrillas que emplean para trabajar en las carreteras de penetración, en las minas de carbón, esquilando ovejas en la sierra o plantando algún tipo de vegetales que buena falta hacen. Algunos trabajan extendiendo los rieles del tren por terrenos insospechados. Construyen lo que ahora se llaman estaciones posibles, es decir, las que algún día podrán ser consideradas como tales. Los que corren con más suerte se quedan para la restauración de algunos tramos de las murallas. —No —Olga se aparta de la mujer, nos mira—, Pedro no es de ésos. Él lucharía hasta el último minuto antes de dejarse aparejar como una bestia de carga. —Nunca se sabe —dice Milena. —¿Podrías callarte? Por lo pronto, decidimos continuar nuestro camino. En la primera clínica que visitamos encontramos la recepción atestada. El acceso a Urgencias, igual. Un tren repleto de pasajeros descarriló y el número de heridos es suficiente como para mantener ocupados a

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los socorristas, enfermeras y camilleros. Olga se mete entre la gente hasta llegar ante un par de mujeres que suministran información. Da los datos de Pedro y las señas exactas de la ubicación del suceso. Las mujeres ríen. ¿Se trata de ese incidente? Fue algo aislado, le dicen. Mejor no se preocupa. A menudo se vive con tal intensidad que termina uno por engañarse fácilmente. Hacia el mediodía hemos recorrido tres clínicas sin obtener la información que pueda ayudarnos. Nadie ha visto a Pedro. Algunos saben del suceso frente a la muralla, pero sus datos no coinciden: unos alegan que se trató de una pelea callejera; otros, que no fue más que un enfrentamiento con la fuerza pública, y hay quien asegura que la gente habla del intento de suicidio de un tipo a quien había abandonado la esposa. Tal vez en el Hospital Departamental puedan darnos una información más veraz. Por lo general dichos sitios son considerados como hospitales de guerra. Allí acuden las personas sin recursos o llevan a los desconocidos cuando ocurren hechos sangrientos. Vamos allí. En el hospital conocen de un suceso frente a la muralla. Pero antes debemos especificar el tramo, la dirección exacta. Son tantos los hechos de sangre que se dan en esos sitios que la simultaneidad de los mismos resulta atosigante. Nos llevan frente a un mapa con las señales de los últimos incidentes y un médico muy serio señala diversos sitios. ¿Aquí, un poco más allá, por este recodo, cerca de este torreón? ¿Fue en la noche, mediando la tarde? ¿Cuántas personas participaron en el incidente? ¿Qué tipo de información pudimos recoger? ¿Se encontraba muy herido el sujeto? Olga describe la situación con lujo de detalles, recuerda que se besaron, se abrazaron. El médico la mira. Duda. Sí, está bien. De acuerdo. Tiene el aspecto de una mujer sensata, dice, lo que por estos tiempos no resulta muy común. Aunque si todo esto está


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cruzado por una historia de amor, ¿quién no duda? Sin embargo, promete que repasará los últimos listados de heridos. Conviene mirar en la sección Pacientes Críticos. Presididos por el médico, que no ha dejado de señalar a cada uno de los enfermos que encontramos en el camino y de hacer comentarios alusivos a su estado, llegamos a un pabellón en el que los pacientes se encuentran dispersos en pasillos y salones que parecen no acabar. De tanto en tanto, el médico se vuelve para señalar mi frente. Una herida que no cicatriza bien, comenta, puede ser un signo interesante. Mejor me hago un examen a fondo, recomienda. Además, mis facultades pueden alterarse por causa de esa herida. Visión borrosa. Alucinaciones. No le presto atención. Estos tipos siempre andan metiendo pánico a la gente. Según ellos todos vivimos a las puertas del cielo o del infierno, pero en todo caso más muertos que vivos. Imbéciles, ¿es que no se dan cuenta de que en este país el que nace ya está muerto? Seguimos. En camillas, en colchonetas tiradas en el suelo, en camas improvisadas, apoyados contra las paredes o en sillas de ruedas que parecen a punto de irse a pique, los pacientes nos ven pasar. Alguno levanta la mano. Otro gime. Alguno más pide que por favor nos comuniquemos con sus familiares en el interior del país. Al final de la sala, el medico se detiene. —Tiene que ser éste —dice, mientras lee la información que la enfermera de turno ha escrito en un papel. ¿Lo reconocemos? Olga titubea. —No creo que sea Pedro —dice Milena. —¿Qué sabes tú de hombres como Pedro? —replica Olga en un susurro. —Su aspecto es diferente —insiste Milena.

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El médico las calla con un ademán y ambas se acercan al lecho del paciente, pero el médico las detiene. —Así no —explica—. No deben respirarle encima. La infección puede presentarse en cualquier momento. El hombre tiene gran parte del cuerpo en carne viva. Nos pasa unos tapabocas que saca del bolsillo del uniforme. Debemos ponérnoslos. La única que no participa en este asunto es Felisa, que se mantiene apartada. —Háblenle —dice el médico y se hace a un lado—. Por muy fuertes que sean sus dolores, no son suficientes como para que se desmaye o pierda la razón. Los que pierden la razón por causa del dolor son remitidos a la estación de cristal. —¿Estación de cristal? —pregunto. —Al manicomio, señor —dice y me da la espalda. Tenemos cinco minutos. Pronto será hora de las curaciones. ¿Es él? ¿Olga está segura? No lo está. Sin embargo, hay un brillo en los ojos del tipo echado en la cama que habla por sí solo. Una frialdad de lagarto. Es la misma mirada de cuando veníamos en el camión y pasó en su moto a nuestro lado, levantó el visor del casco y fijó sus ojos en mí. —Pedro —dice Olga. El tipo no da señales de oírla, pero cuando ella repite el nombre en un tono más fuerte, el hombre muge como bestia. Los ojos de Pedro siguen fijos en mí. Aunque no creo en los destinos escritos, pienso que aquí no ha habido más que una serie de coincidencias: huí de mi apartamento, huí de mis carceleros. Me siguieron. Pedro se propasó con la multitud y obtuvo su merecido. Olga levanta la sábana y está a punto de irse al suelo, pero el médico la toma por un brazo y la aparta de la cama. El paciente


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tiene serias laceraciones. Tal vez haya recibido más golpes de los que un hombre normal puede soportar. —Me quedo con él —dice Olga. —En esta sala no hay lugar para acompañantes, señorita —advierte el médico. —Me quedaré en cualquier sitio —insiste Olga. —Los que son traídos a esta sala no alientan muchas esperan­ zas. Olga insiste: se quedará en un pasillo, caminará por los jardines, dormirá en cualquier rincón de las salas de espera. El médico anuncia que la visita ha terminado. Tenemos que irnos. Nadie dice palabra. Mudos, como santos en procesión y a la deriva, dejamos atrás a Olga. Sus ojos azules miran el jardín cuando nos despedimos. La única pregunta que se me ocurre hacer tiene que ver con mis carceleras: ¿qué pasará si se empeñan en seguir tras mi rastro? Ahora que Pedro se halla en el hospital, pueden aparecer de nuevo y unirán su rabia al dolor de tener a ese tipo tirado en una cama, moribundo. —Estaban en la refriega de anoche —dice Felisa—, así que es poco probable que aparezcan hoy. Si encuentran a Olga en el hospital son capaces de comérsela viva. Pero no hay qué temer, porque cuando la policía logra controlar un asunto de orden público, si no los reclutan como acostumbran hacerlo, los confinan en un hogar de paso, en el campo para refugiados. Después los dejan libres o los embarcan. —¿Embarcan? El asunto es sencillo, explica Felisa y adopta una actitud semejante a la de las maestras cuando comienzan a perder la paciencia. Una vez la refriega ha sido controlada por la fuerza pública, lo que

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por lo general no tarda más de tres o cuatro horas, los manifestantes son acorralados. Se les obliga a desplazarse hacia un sitio al extremo sur de la ciudad, vecino del campo para refugiados. Los manifestantes que se encuentran heridos son evaluados por los dependientes de las oficinas de Salud Pública. Los que pueden sostenerse por sí solos, no importan. Los que están muy mal, como Pedro, son llevados a los hospitales públicos. A los demás, una vez han hecho la selección, los llevan hasta los acantilados. Les dan a elegir entre el campo de refugiados y el mar. La gente decide. Se lanzan como ratas asustadas. Al día siguiente las autoridades recogen lo que han dejado los tiburones y la furia del mar contra las rocas. Hablan de embarcarse porque el informe de los noticieros es claro: un número indeterminado de personas que pretendían abandonar el país pereció tras naufragar la nave en que viajaban. ¿Cuántos naufragios ha habido? El mar es uno solo. La muerte lo mismo. —No asistir al empadronamiento les traerá problemas —advierte Felisa—. Basta conque alguna persona deje de entregar sus datos para que la búsqueda comience. —Pues —le digo— nos largamos del hotel y a usted se le acaban los problemas. —No es tan fácil. Se meterán en líos —insiste. Es preciso pasar por el hotel a recoger nuestras cosas. Después nos marchamos. No importa qué dirección hayamos de tomar. Podríamos pasar por Olga, convencerla de lo inútil que resulta seguir al lado de un moribundo. Más aún cuando pueden aparecer esas dos mujeres y complicarlo todo. Milena está de acuerdo. Felisa se despide y va a rendir cuentas a los empadronadores. Como dueña de un hotel debe informar de cada uno de sus huéspedes. El día se oscurece. Desde el mar llega una vaharada de humedad que violenta el ánimo. Pronto lloverá. ¿Estamos seguros de


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haber tomado la decisión correcta? ¿Conocemos bien el camino de regreso al hotel? ¿Qué haremos después? Antes de que podamos responder, la lluvia se precipita en torrentes.

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ONCE: Hotel en la playa

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vanzamos bajo la lluvia como perdidos en medio de un paisaje ruinoso por una avenida que suponemos ha de llevarnos al hotel. La gente decidida a cumplir la cita con los empadronadores hace fila frente a los edificios. El rostro de algunas personas muestra un reflejo de esperanza. Los demás, parecen regresar agotados de alguna tierra salvaje. Nadie habla. Cuando pasamos, se dan vuelta. Aquí, entiendo por sus gestos, los que no hacen parte de la fila son tratados como réprobos, gente que no tiene derecho a verle el rostro a la legalidad representada por el empadronador de turno. ¿Alguien puede indicarnos el camino al hotel Stein? Son extranjeros como nosotros; duermen en la calle, en sótanos, en los recodos de las murallas o en las cuevas de los acantilados. Nos ignoran, vuelven la cara contra la pared. Seguimos por una calleja. No es mediodía y ya todo se ha ensombrecido. Al fondo de la calleja un espacio vacío, y más allá, antes del mar, una casona de una sola planta rodeada por un bosque de árboles frutales y palmeras que al batir del viento se inclinan hasta tocar el techo de hojas de zinc. Un corredor amplio la rodea por sus cuatro costados. Afuera no se ve un alma.

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Miramos por una ventana: pasillos, habitaciones, bombillas encendidas. Ni un ruido. La puerta se abre de golpe y la cara de un hombre nos interroga: ¿qué deseamos? ¿Quiénes somos? ¿A qué hemos venido? ¿Quién nos habló de la casa? Le explico que nos hemos perdido. Íbamos en busca del hotel Stein. Es un hombre alto y corpulento con los brazos tatuados. Viste un holgado overol caqui y lleva botas de caucho. —Soy el administrador de este hotel. ¿Necesitan habitación? Nos invita a seguir sin demasiados preámbulos. Se ve que se siente orgulloso de los tatuajes de sus brazos, pues en todo momento los hace girar como si se tratara de una rutina de ejercicios y en un instante los dibujos fueran a cobrar vida y a contarnos la historia del tipo. Nos registramos, y cuando nos preguntan por la dirección y oficio, al ver que dudamos, el hombre interviene para decir que no hay por qué preocuparse, aquí no existen vínculos con los empadronadores. Son la plaga para los viajeros. Podemos estar tranquilos. —Un huésped —dice el administrador— tiene todo el derecho a inventar. La verdad siempre riñe con el buen servicio. Mientras llenamos los formatos, el hombre abre un arcón del que saca una botella y tres vasos. Sin esperar un gesto de nuestra parte procede a llenarlos. —¡Salud! —dice con voz cavernosa y desocupa el vaso de un envión. Sin que hayamos bebido todo el vaso, el hombre se toma su tiempo en un silencio durante el cual no deja de mirarnos de los pies a la cabeza. —La mayoría de huéspedes —continúa— duermen agotados por las largas jornadas de viaje. Parecen pájaros que buscan un nido en mitad de la tormenta, pero cuando el sol está alto hay que ver su desparpajo. Cuando unos se van, llegan otros.


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Entre pausa y pausa el hombre desocupa vaso tras vaso sin importarle si hemos bebido o si deseamos beber más. No da muestras de que el licor haga mella en su cabeza. —La gente —dice y deja a un lado la botella— se reemplaza a sí misma. Todos tenemos alguien que ocupe nuestro sitio si viajamos, si dejamos el trabajo, si morimos. Al fondo, por los pasillos que comunican las habitaciones, veo una mujer que cruza a paso cansino. Otra la sigue cabizbaja. Miran hacia la recepción y desparecen por otro pasillo. ¡Mis carceleras! ¿Será la imaginación que me juega sucio? Puede ser el cansancio. Pregunto al administrador por el par de mujeres. Las describo minuciosamente. —Aquí llegan muchas mujeres como las que usted describe. Es posible que se trate de ellas. Cuando uno empieza a sospechar ya no puede vivir tranquilo —suspira—. ¿Está enamorado de alguna de ellas? El amor es una enfermedad común en estos tiempos. Mire mis brazos: cada tatuaje es diferente, pero todos tienen una razón de ser. Mire bien: éste, por ejemplo —señala arriba cerca del hombro derecho—, es una casa con las puertas abiertas. Me lo hicieron cuando perdí a una mujer. No me importó que se fuera. Cuando llega otra le indico que puede irse cuando le dé la gana; para eso las puertas están siempre abiertas —se envanece, gira el torso—. Uno se enamora y ve en todas partes el objeto de su pasión. Allí va una con el cabello de la amada. Aquella otra tiene unos ojos que la recuerdan… El hombre nos muestra dónde hemos de pasar el resto del día, mientras dice que cuando llueve de esta forma, lo más probable es que antes del amanecer no escampe. Antes de que entremos en la habitación, el tipo se vuelve, alarga un brazo, lo gira ante nosotros y, mientras señala una lápida tatuada dice en voz baja:

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—Esto no es más que una historia de amor que ya no es nada. Una tumba. ¿Se dan cuenta? Cuando esa mujer murió me hice tatuar esta lápida. Juré no olvidarla. Pero si miran bien, junto a la lápida hay ventanas abiertas con pájaros. No podía ir tras ella, así que me hice tatuar los pájaros, y al fondo nubes y caminos y una casa con niños que juegan. Uno termina por inventarse aquello que no puede ser. A veces creo que falta espacio para mi sueño. Las habitaciones —explica— no son muy amplias, pero al final cada persona acaba por ajustarse al espacio. Así como en mis brazos hay espacio para cada tatuaje. Las paredes de las habitaciones son de madera forrada en corcho y no alcanzan hasta el techo. Parecen cubículos como los que ocupábamos en la editorial. —Se trata —dice el hombre tatuado— de un concepto bastante moderno del diseño: la hotelería al servicio de las necesidades de los viajeros —explica sin dejar de hacer guiños—. Llegan diez, quince, veinte nuevos huéspedes, y ¿qué hacemos? Nada más sencillo: se corren los módulos y se arma el espacio deseado. ¿Que se oye todo de espacio a espacio? Bueno, ¿qué hay de malo? La información acerca de quién o quiénes viven del otro lado no deja de ser un asunto interesante. En estos tiempos de sospecha es mejor saber que no saber. En un instante recorro el espacio y detallo todo. —Si desean saber quién ha pasado por este hotel —sigue el hombre en su perorata—, en la pared del fondo del hotel, junto a la salida a la playa, hallarán fotografías de todos cuantos han pasado por aquí. Lo ideal es que antes de marcharse cada viajero busque al fotógrafo y deje que le haga una instantánea. La gente posa frente al mar o en las hamacas que hay por el corredor. Otras fotos son tipo pasaporte con las orejas al aire, como si estuvieran a punto de emprender el vuelo para siempre.


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Cuando está a punto de abrir la puerta de la habitación, se da vuelta y señala en todas direcciones mientras habla sin parar: —Si alguien se siente abrasado de calor o a punto de perder la respiración a causa de que las paredes vecinas comienzan a estrechar el espacio que ocupa, lo mejor es gritar. Un solo grito fuerte basta para que del espacio vecino entiendan la emergencia, y el intento de expansión cesa de inmediato. Los servicios sanitarios se encuentran al fondo del pasillo. En la habitación hay una cama, una mesa, una lámpara, un armario. ¿Qué tal nos parece? Milena no responde. El cansancio la abate. Le digo al hombre tatuado que estoy en condiciones de demostrar que se trata del mismo par de mujeres. Puedo contarle una historia bien singular al respecto. —¿Historias? —dice y se lleva las manos a la cabeza—. No, por favor, historias es lo que hay. Lo peor de todo es que cada uno se cree con derecho a contarlas. Da pena lo bajo que se ha caído en los últimos tiempos: la gente lo único que desea es convertir su vida en historias. ¡Descansen! —dice en tono perentorio. Cuando cierro la puerta y me doy vuelta, Milena ya se encuentra acostada y duerme profundamente. Me tiendo a su lado. Un murmullo viene de los espacios vecinos. Risas contenidas. Voces. Susurros. Lejos tañe una campana. Al despertar me encuentro con la misma oscuridad. El mismo tañido de la campana. Milena no está y salgo a buscarla. Las luces iluminan profusamente los pasillos dando una ilusión de día que espanta. La gente sale de sus habitaciones como hormigas después que alguien ha pateado el hormiguero. Un altavoz deja oír música suave. Si encuentro al hombre tatuado tal vez pueda indicarme dónde hallar a Milena. ¿Y si voy tras la música? Pronto doy con el hombre tatuado, y cuando le pregunto por Milena, menea compasivo la cabeza.

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—Lo peor que puede hacer es preguntar por alguien. Hay demasiada gente que hace preguntas. A más preguntas, más gente desaparecida. Cada día desaparece alguien y al final nadie sabe de su paradero. Mejor desayuna, ¿no le parece? El comedor es un salón ubicado en la parte posterior de la casona. En sus paredes hay ventanales que dan a la playa y a una extensión de casetas de madera que tienen la apariencia de un mercado callejero. Cuando me dispongo a sentarme, el hombre tatuado me toca en el hombro. —¿Serán ésas las mujeres por las que me preguntaba? Vienen hacia acá a toda marcha. No respondo. Sería inútil hacerlo cuando mis carceleras se precipitan hacia nosotros tras un estruendo de vajilla rota que arrastran en la prisa por llegar. En un santiamén están a nuestro lado. —¿Está satisfecho, maldito infeliz? —pregunta la mujer de Pedro. —Señoras, por favor —corta el hombre tatuado—, en este hotel no permitimos palabras altisonantes. —Usted no se meta —responde la mujer y lo aparta de un empujón mientras se me acerca amenazante. —¿Por fin logró lo que pretendía, el señor? —dice la vieja y bate frente a mi cara un abanico hecho de palma trenzada. ¿Cómo responder a preguntas que no tienen respuesta? —Hemos escrito varias cartas a la editorial para la que usted trabaja —dice la vieja—. En la sección de correspondencia todo ha quedado listo. Ya verá de lo que somos capaces. Mi cara debe mostrar todo el asombro posible, porque el hombre tatuado se apresura a explicar de qué se trata. El hotel cuenta con una sección de correspondencia para que los huéspedes escriban cartas a quien deseen. Sólo que estos asuntos son dejados en manos del azar.


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—Nadie sabe si las cartas llegarán a tiempo o si tardarán años en hacerlo. Tampoco estamos seguros de que, tal y como se han puesto las cosas, las direcciones continúen siendo las mismas —se da vuelta, y a medida que gira las figuras tatuadas en sus brazos parecen cobrar vida—. Si se quiere, es un asunto de buena fe. Uno confía en que los servicios de correos estatales aún son tan eficientes como hace treinta o cincuenta años —hace una pausa y luego me indica una canasta con panecillos—: los panecillos con mermelada son deliciosos, pruébelos. —Después de lo que le ha sucedido a Pedro, usted se empeña en huir —se lamenta la esposa del motociclista—. ¿Cree que no sabemos qué pasó con mi marido? Y usted, dígame, ¿ha visto cómo tiene la frente? Qué herida más espantosa. ¿Ya lo vio un médico? Otra cosa sería si continuara en nuestras manos. Nada como cuando se encontraba postrado y se dejaba cuidar por nosotras. ¡Qué tiempos aquéllos! —Nada tengo que ver con ustedes —alego—. Su contrato debió expirar en el mismo momento en que recuperé mi salud. —¿Recuperó qué? —ambas abren los ojos, aunque la que habla es la más vieja—. Por Dios, uno no puede hablar en esos términos sin sonrojarse. ¿Quién habla de recuperar la salud? ¿Quién puede decir que está completamente sano? —Jamás hombre alguno había manifestado igual grado de obstinación —dice la esposa de Pedro—. Mírese a un espejo. ¿Ha tenido tiempo para ocuparse de su aspecto? Usted es el menos autorizado para hablar de salud. Me invade un gran desaliento. Les digo que ya no tenemos de qué hablar. Con seguridad la editorial estará agradecida por los servicios prestados. Por mi parte, hace rato que dejé de trabajar para ellos.

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Estallan en carcajadas. ¿Estoy dispuesto a comprobar lo que he dicho? ¿Hay algún papel que certifique que me encuentro cesante? Debo cuidarme de hacer ese tipo de afirmaciones, porque aunque ellas no han obtenido comunicación alguna de la editorial en ningún sentido, aún trabajan para ella. Basta conque uno se halle libre del peso de la enfermedad para que todo sea más confuso. Si tuviera unos grados de fiebre, mi cuerpo cedería gustoso al derrumbe, pero no ahora cuando mi salud se encuentra intacta. Debo dar la pelea. —¿Han visto a Pedro? —paso al ataque—. Está convertido en un amasijo de carne y trapos en el hospital. Y todavía tienen el descaro de perseguirme. —Un compromiso es sagrado, señor —responde la vieja, y en su cara se arma un mapa de colores entre el rojo y el pálido—. Tenemos que llevarlo con nosotras. Pedro es un asunto que, en parte, ya tenemos controlado. Desayuno deprisa y cuando me aparto de la mesa con el hombre tatuado a mi lado, ellas van detrás. El hombre tatuado me dice que mejor nos vamos al mercado. Es un sitio que todo viajero debe conocer por si se le presenta alguna emergencia, pero le digo que mi deber es buscar a Milena. —La señorita puede estar en cualquier lugar —dice—, incluso en el mismo mercado. —Es una mujer —le explico— de extrema fragilidad. —No, caballero —dice en tono solemne y me señala en uno de sus brazos el dibujo de una mujer con senos prominentes—. Fragilidad no es la palabra precisa para referirse a una dama. De tanto en tanto, como apuro el paso, aunque no tengo muy claro hacia dónde debo dirigirme, la mujer de Pedro rezonga que deje el afán. ¿Si ya estamos juntos de nuevo, para qué me afano? Su pregunta me revuelve las tripas.


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Me detengo. Hay truenos por todas partes. —¿Piensa quedarse ahí? —pregunta el hombre tatuado. —Truenos —digo. —Está equivocado. Son descargas de fusilería, mi estimado señor, que no es lo mismo —aclara y echa a andar de nuevo. Las dos mujeres permanecen calladas. En sus rostros se mueve la ansiedad como la sombra de una ventana que alguien ha dejado abierta. —Tengo que encontrar a Milena —insisto. —¿Habla en serio? —el hombre ríe—. Hay gente que encuentra en qué ocuparse una vez llega al hotel. Después no quieren moverse. Trabajan para pagar la estadía y se quedan a vivir entre nosotros. Lo denso de la atmósfera hace que sudemos sin parar. Me llama la atención que la gente no hable; todo cuanto hacen es murmurar y susurrar como si masticaran semillas de girasol. Se saludan por señas. Nunca se detienen en un tenderete más de lo necesario y parecen presas de un frenesí enloquecido. —Descansemos un momento —digo y el hombre me encara con un gesto de lástima. —En estos tiempos —dice y su mirada parece languidecer— el cuerpo se deja abatir con facilidad. No somos tan fuertes como en épocas de paz, cuando éramos capaces de soportar intensos dolores del alma. Nada nos turbaba el ánimo, pero las penalidades nos ablandan. Cuando pronuncia la última palabra me da un empujón y seguimos de largo por una vasta zona de carpas de colores, al fondo de las cuales, y en virtud de la oscuridad que alarga la lluvia que no cesa, brillan lámparas con luz de día. Una punzada en mi estómago. Bostezo largo y el hombre me mira asombrado. ¿Acaso he viajado a lo largo de tantos días sólo

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para venir a quejarme de hambre? Tengo que aprender de esas dos damas tan recias para el sufrimiento que jamás se ven cariaconte­ cidas, me dice. —Uno no puede mostrar sus debilidades al primero que se encuentra en el camino —advierte—. ¿Cree que soy de fiar, que soy un tipo de confianza? ¿Qué tal que yo sea un salteador de caminos? Usted está bien perdido —dice y ríe. Su risa es semejante al estallido de un vidrio. Pasa mucho tiempo antes de que hallemos un lugar para almorzar. Al fin llegamos a un extremo del mercado, en donde me dice que podemos detenernos y comer algo decente. Un grupo de comerciantes discute el precio del transporte de una carga con rumbo al interior del país. —En alguna parte nos hemos visto —dice una voz a nuestras espaldas al tiempo que un par de manos atenazan mis hombros. Me quedo quieto. Esa voz, esa voz… Las manos parecen de plomo. —Yo buscándolo por los peores sitios del mundo, y mire dónde vengo a encontrarlo. ¿En dónde no habré preguntado por usted? Respiro aliviado. Es el gordo conductor del camión. El hombre se queda mirando mi herida. —Está tan mal como el primer día. Esa herida espanta a quien la mira. Uno piensa tantas cosas… Animado por su comentario llevo mi mano a la frente a fin de palpar y ver cómo va el asunto, pero un grito se levanta de la mesa. Los comerciantes me piden que, por favor, aquí no haga eso. Están almorzando y, por lo demás, son enfáticos en advertir que nadie quiere más sangre. Todo el mundo ha tenido suficiente. ¿Por qué todos se preocupan por la herida? Porque yo jamás la veo, porque hace tiempo que me habló el muerto del espejo y a estas alturas de mi vida ya no tengo necesidad de rostro.


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Cuando le pregunto por la carga, el camionero dice que entregó parte al otro lado de la frontera. El resto lo vendió a lo largo del camino por mejor precio del que imaginaba. Si de aquí a mañana le da por regresar al interior del país no ha de faltarle carga para llenar el camión. —¿Y sus compañeras de viaje? —pregunta y sus ojos sonríen maliciosos. —Apenas ayer llegué al hotel que hay en la playa —contesto. Definitivamente quiero evadir el tema de Milena y Olga. —Remedo de hotel, dirá. La cama, la habitación móvil, ¿lo dejaron dormir los zancudos? Ese desayuno de horror… Por favor… Cuénteme: ¿qué se hizo la mujer de los ojos azules? Daba la impresión de que se entendían a la perfección. —No es más que una vagabunda —dice por lo bajo la mujer de Pedro. —Está perdida —le digo—, anda junto al hombre de la motocicleta. El tipo agoniza. ¿Recuerda al motociclista que nos perseguía? —¿Y la otra? —Llegó anoche conmigo, pero ahora no sé dónde se encuentra. El hombre tatuado, la mujer de Pedro, su suegra y yo almorzamos sumidos en un silencio que pesa, aunque a nuestro alrededor los comerciantes charlen animadamente con el camionero y hagan chistes a nuestra costa mientras él les cuenta del viaje y de las dos mujeres que me acompañaban. —¿Nos vamos? —dice el camionero. ¿Será que estoy condenado a volver al comienzo? Si desando el camino, a este paso acabaré en cama, otra vez enfermo y preparado para la muerte. Sin decir palabra atravesamos el mercado.

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Camino en medio del hombre tatuado y del camionero. Atrás van mis carceleras. El silencio entre nosotros es cada vez mayor y quizá resulte conveniente, puesto que llega un momento en que la sola posibilidad de hablar implica conjurarse contra uno mismo. La debilidad habita en las palabras, de la misma manera que el cuerpo es depositario de miles de enfermedades que trabajan desde dentro como zapadores. Un fotógrafo nos cierra el paso. Se planta ante nosotros y de repente comienza a dar vueltas, a calcular ángulos, enfoca, gradúa su lente, hace guiños, muecas. —¿Quiere hacerse una fotografía? —me pregunta. Le digo que no me interesa, pero el hombre insiste ante la mirada impasible de los demás. —Si no quiere una fotografía, puedo hacerle un retrato. Soy un artista. Puedo hacer un retrato con cinco o siete trazos. Lo que pretendo es definir los rasgos que han de permanecer en la memoria de los otros. No importa si el retrato al final se parece a usted. Busco la imagen ideal, que es otro asunto. Cuando el retrato se hace llegar a los familiares, a los empleadores, a los deudos en caso de que se produzca un deceso, la gente queda fascinada. Si no me cree, pregúntele al hombre —dice y señala al hombre tatuado—. Su hotel es el único en Cartagena que cuenta con mis servicios. Su hotel y la plaza de mercado. Aquí desempeño mi oficio a las mil maravillas. —No estoy interesado —siento que si este maldito charlatán dice una palabra más voy a estallar. —Tengo cámara digital. ¿Seguro que no desea enviar una fotografía a alguien? Puedo enviarla vía Internet, si lo desea. Tal vez haya alguien interesado en saber de su actual situación.


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Mis carceleras, que hasta ahora habían guardado silencio, rompen a reír y aplauden como un par de brujas en aquelarre. —No es mala idea —dice la mujer de Pedro—. Hágale una fotografía. —Quédese quieto —me ordena el fotógrafo al tiempo que el hombre tatuado me toma por un brazo y presiona para que obedezca al tipo que da vueltas en torno—. ¡Qué perfil tiene este hombre, carajo! —exclama sin detenerse—. No abra la boca, va a echar todo a perder. Téngamelo, no deje que se mueva, por favor. ¡Las manos quietas! ¡Listo! Cuando el hombre tatuado afloja la presión en mi brazo, me tiro encima del fotógrafo. Hay que matar a este tipo, me digo. Es un peligro público. ¿A quién en estas circunstancias le interesa que le hagan fotografías? El hombre es ágil, da vueltas, se escurre, hace carantoñas, se burla. —¡Malparido! —grito—. ¿Qué va a hacer con las fotografías? ¿Quién lo contrató? —Lo alcanzo, lo tomo por el cuello con ambas manos, y ante los ojos aterrados de mis acompañantes empiezo a apretar. El camionero me aparta y de nuevo, como si se tratara de alzar un niño, me alza en vilo como aquella vez en el restaurante de la carretera. Advierte que conoce a fondo los mecanismos que rigen en estos lugares. No debo armar bronca por tan poca cosa. —Un hombre que pretende huir por el resto de su vida no puede estar en sus cabales. Este hombre ha perdido la chaveta —dice la esposa de Pedro. —Nos vamos al hospital —dice la vieja—. Además, tenemos que recuperar la motocicleta de Pedro. El pobre no deja de preguntar por ella —añade con un hilo de voz que se convierte en lamento—. Y mientras tanto este infeliz quiere meterse en problemas.

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—Tranquilícense —recomienda el hombre tatuado—. Miren, miren bien esto —la mujer de Pedro fija los ojos en los brazos del hombre. La vieja enmudece y el hombre empieza a señalar uno a uno los tatuajes con tanto cuidado como si ejecutara una danza secreta o revelara un código milenario. —Pedro agoniza —dice la vieja en un susurro. —¿Y Olga? ¿Qué hacemos con ella? —la esposa de Pedro habla sin apartar los ojos del hombre tatuado. —Cuando Pedro muera, volveremos por usted, téngalo por seguro —amenaza la vieja. El desdén que se desprende de su lengua me golpea la vida. Mientras el camionero insiste en que sigamos, la vieja parece hipnotizada con los brazos del hombre tatuado. La mujer de Pedro sonríe con malicia mientras se me acerca y susurra a mi oído si recuerdo bien aquella vez cuando jugamos al muerto enamorado. Su aliento calienta mis entrañas. No entiendo. Me explica que el muerto enamorado fui yo mientras ella se encontraba encima de mí. Yo estaba más muerto que vivo. Me estremezco. La memoria es el cuerpo hecho jirones después de una noche de fiebre. Las dos mujeres se quedan con el hombre tatuado. El camionero y yo seguimos la marcha mientras la lluvia arrecia y la oscuridad crece por sobre nosotros. Al fondo veo una mancha negra llena de puntos luminosos que titilan. El camionero explica que son las embarcaciones que esperan a ver quién, en medio de la lluvia, se atreve a viajar con ellos. No tienen rumbo fijo. Navegan a merced del viento. Es muy probable que en mitad del camino vayan dejando su carga en cualquier parte. La gente se cansa bien pronto de navegar porque no están habituados al vaivén del oleaje. Algunos, desesperados, se lanzan por la borda; otros se tienden cara al sol, a las nubes o a la noche. Aguardan el momento decisivo en que la nave llegue a puerto. Duermen hasta que algo los consume.


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Puede ser el deseo de llegar. Mueren sin saber que han llegado al sitio tanto tiempo anhelado. —No puedo creerlo —le digo—, ¿de verdad saben adónde se dirigen? El camionero se queda mirándome. El asombro es una mueca que echa a perder la serenidad de su rostro. —¿Quién sabe? Calla. Sigue adelante.

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DOCE: Ite, missa est

E

ncuentro a Milena al finalizar el día. Trabaja seleccionando música según compositores, orquestas, directores, solistas, instrumentos. Con ello espera configurar una base de datos en el computador que tiene a su lado. Lleva puesta una bata azul dentro de la que su cuerpo parece flotar. Arquea las cejas. No dice palabra. Me siento a su lado. Al cabo de un rato, dice que el hombre tatuado le ha encomendado ese trabajo. —Hasta aquí llegó mi viaje —me dice—. Busque a Olga y siga con ella. —Mis carceleras están en este hotel. Tarde o temprano de nuevo me caerán encima. Si no me he movido es porque no ha dejado de llover. Y usted, ¿ha hecho este viaje para acabar frente a un computador digitando datos? Sus ojos puestos en mí dejan un rastro de silencio. Cuando pienso que va a decir algo, vuelve la cara a la pantalla. Por su rostro crece una sombra que no es otra cosa que ausencia. La dejo. El camionero me espera en la recepción del hotel en donde se apiñan los huéspedes esperando que les entreguen sus respectivas facturas para proseguir el viaje.

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—Si queremos salir de este sitio tenemos que hacerlo ahora mismo —me dice—. Si aguardamos a que esta gente cancele sus cuentas no vamos a salir nunca. Por lo pronto, hemos de participar en las mesas de discusión de las rutas de viajes. Es un requisito que el gobierno municipal ha hecho llegar a los hoteles. De alguna manera permite que haya claridad en las decisiones de los viajeros cuando se dan a la tarea de seguir su camino. Me explica que se trata de organizar grupos en donde cada huésped comunica a los otros qué ruta piensa tomar, qué horarios escoge, cuáles medios de transporte piensa elegir. Los demás argumentan a favor o en contra de la idea expuesta por el viajero de turno. Al final de las rondas, que son muchas puesto que los grupos terminan mezclándose, los huéspedes pueden llegar a estados de confusión tales que acaban por declinar sus intenciones de viaje, o las cambian de manera radical. Muy pocos son los que persisten en su idea inicial. Hay una agitación constante en medio de la cual los viajeros aseguran a gritos que perderán el avión, el tren, el bus, el barco. Pero al día siguiente están en lo mismo. Nunca parten. Seguimos por entre la gente. A decir verdad, esto parece otro mercado: ofertas, gangas, precios únicos, saldos de inventario. El camionero dice que a este paso no será posible salir de aquí. Para cancelar la cuenta es preciso haber formado parte de por lo menos un grupo en el que se discutan planes de viaje. Pero así y todo nos las arreglaremos como podamos. Al final del ir y venir entre la gente, estoy otra vez junto a mis carceleras, con el camionero y con Milena, que se nos ha unido, y sin embargo no parece desear nada. Advierto que por principio me niego a discutir mis planes de viaje. Por principio me niego a discutir cualquier cosa que tenga que ver con mi vida. No necesito congraciarme con nadie. Si a un condenado a muerte le proponen jugarse su sentencia a la baraja, es porque con seguridad la baraja


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está marcada. Cuando la vida se encuentra en manos de otros es preciso convertirse en un traidor. El asesino que nos habita deja de bostezar y actúa. Frente a la recepción del hotel, apuradas por salir, mis carceleras argumentan que tienen un familiar que agoniza en una clínica. Ha sufrido un accidente en su motocicleta. —Mienten —grito por encima de la gente que se da vuelta para mirarme—. Mienten porque ese hombre se enfrentó a una multitud enardecida. Lo lincharon. Allí no hubo ningún accidente. —¿Y éste quién se ha creído? —amenaza la esposa de Pedro—. ¿Acaso sabe de quién estamos hablando? —No viajo más —dice de pronto Milena—. Estoy cansada de tanto alboroto. —¿Está loca, Milena? —La sacudo por los hombros—. ¿Se conformará con tan poco? —No importa —me dice—. No estoy interesada en viajar, ni quiero moverme de aquí. Estar aquí me da tranquilidad. —Vamos a buscar a Olga, luego iremos al hotel donde Felisa —insisto, pero siento que mis palabras no lograrán convencerla. El camionero me hace un gesto. Miro a Milena. El brillo que hay en sus ojos me desalienta por completo. Se trata del mismo brillo que hay en los ojos de los que rezan cuando todo está perdido. Milena se aparta de nosotros. Intento asirla por un brazo. Me mira. Sus ojos son de pánico. Grita, y su grito es como un detonante que detiene el alboroto en torno nuestro y nos sume en un silencio brutal. Todos voltean a mirarnos y ella echa a correr hacia el interior del hotel, lo que provoca la desbandada de los demás. Apagan las luces del salón. El camionero me agarra por un hombro y de un empujón me avienta al suelo. Caemos junto a mis carceleras. Por los ruidos que oigo infiero que han comenzado

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a mover las paredes de los módulos. El camionero dice que preparan una trampa. Una cárcel. Quedaremos encerrados aquí. Nos arrastramos en silencio. La noche dentro de la noche. El terror. Durante este viaje había sentido muchas cosas, pero jamás había sabido lo que es el terror. Tenía una cárcel más o menos cómoda: tres habitaciones, cocina, sala y comedor. Tres sirvientes-carceleros. Tenía ventanas y sol. Hasta la editorial resultaba confortable en medio de la constante presión. Pero lo que vivo ahora no me lo esperaba: el cabello erizado, los vellos del cuerpo moviéndose como lombrices y la respiración contenida. El silencio es cada vez mayor. Acaso todos se arrastren como nosotros. Una mano en mi mano. Una mano en mi boca. Reconozco el perfume de Milena. —Se va a escapar —oigo murmurar a la vieja—. Otra vez se nos escapará. —No se preocupe, señora, que ese tipo cae porque cae —responde la mujer de Pedro. Ambas están cerca de mí. Sus murmullos van a ras del piso como serpientes que buscan a su presa. —Pedro muriéndose y nosotras aquí —dice la vieja. Suspira como si se hallara a punto de desfallecer. —Cállese, señora —responde la otra. —A mí no me calla nadie, degenerada —responde la vieja—. Si hubieras sabido cuidar de tu marido, no andaríamos ahora metidas de cabeza en este antro y tras de semejante tipejo. Milena aprieta su mano contra mi boca. La sombra que veo a la izquierda es ancha. Estira un brazo. Lo pasa por mi espalda. Es el camionero que me dice que hay que largarse. Si es necesario, pasaremos por encima de todo el mundo. No tardarán en llegar la policía y el ejército. Esto va a complicarse. Siento el tirón en mi espalda. Me incorporo. Como puedo agarro la mano de Milena y la arrastro conmigo. A todo correr pasamos por encima de la gente.


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Una que otra voz protesta. Alguien dice que debemos hacer silencio porque si disparan lo harán en esta dirección. —¡Se fue! —grita la vieja. —¡Maldito! —rezonga la mujer de Pedro. Abrimos la puerta que da a la explanada que hay frente al hotel. Atrás queda la recepción. Si el hombre tatuado está allí tiene que haber visto nuestras sombras recortadas contra el resplandor de luces titilantes que provienen del mar. Vemos correr una sombra armada con lo que parece un fusil. Alguien ordena disparar. Cerramos la puerta antes de que la figura se cruce con nosotros. La lluvia arrecia. Regresamos y caminamos en dirección a otra puerta. Corremos largo trecho. Los pasillos se amplían a medida que avanzamos. Por el olor a verduras y a carne ahumada deduzco que nos hemos internado por los vericuetos del mercado que visité durante el día. Descansamos. Milena, quieta contra la pared, parece desmayada. Tenemos que salir de aquí. El camionero camina dos pasos en un sentido, dos en otro, y regresa junto a nosotros. Corremos de nuevo por pasillos vacíos. Durante un tiempo sólo nos acompaña el sonido del viento y la lluvia que golpea el techo de zinc y en la lona de los tenderetes. Milena se niega a continuar, pero no dice nada. Su cuerpo envarado no responde a la urgencia que llevamos. La arrastro, salimos al espacio que separa las instalaciones de la plaza de mercado de un grupo de palmeras y un parque derruido frente al mar lleno de luces titilantes. El camionero señala una luz que crece por entre la lluvia: es el amanecer, la noche acabará pronto. —No, no —dice Milena. La claridad que se insinúa por sobre las palmeras en medio de la lluvia permite definir los rostros. El mismo brillo en sus ojos. Mueve la cabeza, suelta mi mano y se aparta.

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—Milena —le digo—, tenemos que irnos. —Mueve la cabeza con fuerza. Tiembla, se aparta más. El camionero me toma por un hombro. Tenemos que seguir, si ella se resiste a ir con nosotros no podemos forzarla. Milena nos mira, cruza los brazos, cada mano en un hombro. —No —dice y retrocede—. No —repite, y ya no es más que una mancha en medio de la luz que crece bajo la lluvia que amaina—. ¡No! ¡No! —grita. Es lo último que oímos de ella. A todo correr me interno con el camionero por entre las palmeras. La lluvia cesa. La luz del día crece. Cangrejos de colores se desperdigan a nuestro paso. El agotamiento es un plomo dentro de mi cuerpo. ¡Cómo gritaban mis carceleras! Cada grito suyo era una voz que despertaba en mí la enfermedad y reavivaba el dolor en el cuerpo. Cada grito era la fiebre. Habrían podido matarme allí mismo. Al fondo veo el mar y los barcos pintados sobre un telón de luz. Aparte de las olas, nada más. Atrás de nosotros, la casona que es el hotel va difuminándose. No se ve un alma. ¿Ahora qué? Vivimos en una encerrona. Antes, para mí la encerrona eran las palabras. En la editorial si uno deseaba bastaba con presionar una tecla para desaparecer un texto. Ahora son las palabras de los otros las que se convierten en nuestra prisión, como agujas que tejen la invención de cada día y nos hacen perecer en su red. Mejor el silencio. Pero el silencio total es imposible. El camionero jadea. Su pesado cuerpo no aguanta más. Derrengado contra una palmera cierra los ojos. Quiere descansar un minuto. Tan sólo uno, dice. Después buscaremos a Olga y juntos cogeremos carretera. —No creo que sea prudente —objeto—. Olga está con Pedro y no va a dejarlo para irse con nosotros. Si mis carceleras lograron huir, a esta hora pueden encontrarse en el hospital.


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—Ya verá cómo esas mujeres acabarán peleándose por un muerto —dice el camionero. Me tiendo en el suelo. La playa, desierta; el camino que tenemos por delante, igual de vacío. En cierto modo es una ventaja, porque en estas circunstancias la gente no deja de ser un peligro. Cualquiera puede convertirse en nuestro enemigo. Un rostro ajeno no es más que la posibilidad de una delación, y cualquier intento de comunicación se convierte en una celada. Mi expresión debe ser la más desolada, porque el camionero me sacude. —¿Qué le pasa? —su voz es agria—. ¿No estará pensando en echarse atrás? —No —lo tranquilizo—, lo que sucede es que uno se cansa de contar con los demás para vivir. ¿Se ha dado cuenta de lo que hacemos todo el tiempo? En cada lugar hay que firmar, dejar la huella, informar de nuestro domicilio. Todos estamos condenados a saber de todos. Asimismo sucede con la enfermedad, que lo único que hace es dilatar la muerte. Del mismo modo que sentir esca­lofríos no es otra cosa que el anuncio de la fiebre, los temblores del cuerpo, el castañetear de los dientes. La miseria del cuerpo que hiede. —No se angustie por tan poco —dice el hombre—. Nada vale la pena. —Cuando estuve enfermo —le digo— sabía que la enfermedad era la puerta de la muerte. Una puerta que podía tardar en abrirse o que podía hacerlo de un momento a otro. No estaba muy seguro cuándo, pero sí sabía adónde conducía esa puerta. —El cuerpo es una mierda —contesta el hombre y escupe—. Uno debería desprenderse de todo cuando le diera la gana, pegarse un tiro, colgarse, pero no somos capaces. Cuando después de un tiempo, que se me antoja eterno y circular, lo que me hace pensar que resulta imposible tomar otro

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rumbo, logramos trasponer el parque en ruinas y el bosque de palmeras, el camionero se detiene. ¿Tengo bien claro en dónde queda el hospital en que se encuentra Pedro? Debemos ir por Olga. Le digo que sí. El hombre echa a andar. De pronto se detiene. —Mire el mar —me dice y señala hacia la izquierda—. ¿Se da cuenta? Está quieto. Es por la tormenta de estos días. Hay que tener cuidado. El mar es capaz de cualquier locura. ¿Tiene hambre? —Náuseas —respondo. —Lo mejor para las náuseas es un trago de agua del mar. Si uno no bota las tripas es porque está muerto. Si las bota, va a vivir largo rato. Anímese. Un poco de agua nada más. Verá lo bien que va a sentirse. Me niego. Mejor seguimos. Llegamos a una zona urbanizada y, recorridas unas diez cuadras, comienzo a reconocer edificios: la plaza en donde encontramos el bus con paredes de vidrio que transporta a los enfermos mentales. Vamos hacia el sur por una calle paralela. Al fondo está el hospital. Olga, Pedro, quizá mis carceleras. El día está lleno de luz. Las casas recién lavadas por la lluvia. —¿En dónde tiene su equipaje? —la pregunta del camionero me toma por sorpresa. —En el hotel Stein, al otro extremo de la ciudad. Pero no hará falta. Una maleta es poco más que nada. —Mejor viajar livianos —dice el hombre. —No pagamos la cuenta en el hotel de la playa —le digo, y el tipo se encoge de hombros. —Ahora deben estar buscándonos por muchas cosas —dice el camionero y ríe bajito, con satisfacción—. ¿Se da cuenta? Debemos dinero, no participamos en las mesas de discusión de las rutas de viajes, lo que quiere decir que nos negamos a suministrar información que el gobierno municipal considera importante. Estamos fritos, mejor dicho.


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—Nosotros no acudimos al empadronamiento, ¿usted lo hizo? —pregunto, pero el hombre no se molesta en contestar y escupe a un lado. —Había cosas más importantes que hacer —dice al cabo de un tiempo y ríe con la misma malicia de hace un rato. —Parece que desde que salí lo único que he aprendido a decir es no —digo—. ¿Y su camión? No responde. Ante mi insistencia, resuelve encogerse de hombros. Vuelve a escupir. —Se lo alquilé a unos contrabandistas que iban de viaje para la Guajira. Hoy por la tarde me lo devolverán. —¿Espera que le crea? —No es asunto mío convencer a nadie de algo tan probado como la honestidad de un contrabandista. Si no me cree, a mí qué me importa. —Y, ¿luego qué haremos? —Podemos negociar el camión con ellos. Cambiarlo por una lancha. Navegar a lo largo de la costa hacia Venezuela, entrar por el golfo… —¿Alguna vez ha manejado una lancha? Mi pregunta queda en el aire. Antes de llegar al hospital el camionero señala una cafetería. Tenemos que comer algo. Desde afuera, a los gritos pregunta si hay café, arepa de huevo, pescado frito. Responde una algarabía. Entramos. Se abraza con la gente que atiende. La dueña del negocio es una negra que más parece que baila en lugar de caminar. El camionero y ella se pierden en la trastienda. Pido varios platos y desayuno. Al rato aparece el camionero y tras él la negra componiéndose el pelo en una moña. Se sientan conmigo, pero no digo palabra. Lo único que por lo pronto me interesa es terminar de comer y salir en busca de Olga. Acabo el

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desayuno y me sumo en un estado de sopor que me tumba en la misma mesa como si algo se fuera a pique. Despierto. El calor y la quietud lo invaden todo. Tengo que moverme. No hay mejor vecino de la muerte que la quietud. Si uno se queda quieto lo matan los demás. El camionero me interroga con la mirada: ¿seguimos? —Vamos por la mujer de los ojos azules —dice. El hospital está a reventar porque las avalanchas e inundaciones producidas por la lluvia han dejado un considerable número de gente herida. Basta una lluvia para que todo comience a desbaratarse. El camionero me tira del brazo. No hay tiempo que perder. Encontramos a Olga después de recorrer un primer pasillo rumbo a la sala en donde han internado al motociclista. Está encogida en un sillón. No parece reconocernos. Pestañea. Me siento a su lado. —Pedro está en cuidados intensivos —nos dice—. Ya no reconoce a las personas. —¿A quién en semejante estado le interesa reconocer a alguien? —pregunta el camionero con un gesto de impaciencia. —A lo mejor ni se trate de Pedro —comenta Olga con un tono de confianza que alarma—. Un hombre con el rostro vendado no es de fiar. Puede tratarse de otra persona. Ha habido tantos disturbios en los últimos días. —Otra que enloqueció —dice el camionero—. Mejor nos vamos. —No puedo dejar a Pedro solo. Si al menos esperamos a que muera. —Cuando muera, usted se negará a abandonar el cadáver —le digo, porque siento que lo mejor es largarnos cuanto antes. Esta mujer va a meternos en un lío.


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Entretanto, el camionero se sienta en el suelo frente a nosotros, estira las piernas y comienza a roncar. El color blanco que baña las paredes, la falta de sol, el olor a desinfectante que se esparce por todas partes, hacen que los ojos de Olga pierdan color. El azul palidece en el fondo. —¿Y Milena? —Encontró trabajo en un hotel de la playa. Se quedó. Allí también estaban mis carceleras. Tenemos que seguir con el camio­ nero. —Y si Pedro muere, ¿qué haremos con el cadáver? —¿No habíamos quedado en que no pondría más condiciones? —Si pudiéramos llevar el cadáver con nosotros. Un cajón en la parte posterior del camión. Nadie se enterará. —No estoy dispuesto a regresar —le advierto. —No hablo de regresar. Pedro puede ir con nosotros hasta que podamos darle sepultura —dice con un dejo de tristeza y siento que, por primera vez en mucho tiempo, deseo que desaparezcamos todos del mapa. Que el tiempo corra como serpiente que se desliza entre la piel y los huesos y nos devore. El camionero deja de roncar y se sume en un sueño reposado. Olga cuenta que anoche Felisa pasó por el hospital. Quiere que la veamos en el hotel Stein y almorcemos con ella. —Felisa, como siempre, deja que la dulzura haga todo por ella —dice Olga. —Sí, cuando Felisa cruza las piernas, el mundo se pone a sus órdenes. —Voy a extrañar a Milena. —No importa. La ausencia es un asunto de cada día. No somos más que ausencia. Siempre dejamos de estar para alguien.

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Olga abre la boca y veo sus dientes que brillan. Asoma la lengua como una invitación. La pruebo. Otra vez Olga. El camionero despierta, da vueltas por el salón, bosteza, estira los brazos y se muestra inquieto. Nos explica que tiene que salir a buscar a los contrabandistas. Debe alistar el camión para el viaje. Si comienza otra vez la lluvia habrá más inundaciones y las calles van a bloquearse por los arroyos. No será fácil abandonar la ciudad. Pasará por nosotros al hotel Stein antes de que anochezca. Cuando el camionero va a salir, el médico que atiende a Pedro se planta en la puerta del salón. Su expresión dice más de lo que él mismo cree. Olga llora encogida en la silla. Tiembla. El médico abre los brazos, cierra los puños, se lleva las manos al pecho. Parece un cura en el púlpito. El cadáver de Pedro lo entregarán al caer la tarde. El camionero vuelve a sentarse en el suelo. Antes de irse, el médico hace una venia. Ite, missa est. Amén.

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TRECE: La fiesta

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l hotel Stein llegamos después de mediodía. Olga no para de llorar. Antes de salir del hospital el médico preguntó si queríamos echarle un vistazo al cadáver de Pedro. No dijo verlo por última vez. Dijo exactamente: “echarle un vistazo”. Como alguien que antes de cerrar una ventana ve un perro que cruza la calle. El camionero se quedó con la negra. A ese hombre no le veo cara de querer viajar. Esa mujer lo trastorna. Los pájaros gritan por todas partes. Algunos huéspedes pasan de largo hacia el patio, otros se instalan en la terraza frente al mar. El salón contiguo al comedor está a reventar. El alboroto es total. Felisa nos recibe con una sonrisa que despeja cualquier duda y trata de consolar a Olga. —El amor se halla en manos de la muerte, Olga —le dice—. Usted debe considerarse afortunada porque nada puede tocarla: el amor no es otra cosa que un huésped incómodo. Tarde o temprano uno se habitúa a vivir en una prudente lejanía respecto a todo cuanto implique aferrarse a algo. Como de memoria, y mientras Olga permanece sumida en un silencio ausente, Felisa dice que no hay por qué preocuparse, que todo aparece y desaparece a su debido tiempo, y comienza a contar

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la historia de sus padres, que eran un par de aventureros europeos de esos que uno piensa que llegan al trópico para quedarse. La gente de esos países, explica, supone que esto es una versión exagerada del paraíso. Un paraíso con muertos y tragedias, pero paraíso al fin. “El calor, la selva, los ríos. Quizá se trata de eso. Siempre los pájaros. Los colores que se difuminan por todas partes. El canto, el grito, el silbido. Los gritos de la gente que se pierde en la noche”. Olga la mira, asiente, llora. Se abrazan. Yo no existo. Felisa prosigue: para sus padres esto no era más que una avanzada del progreso con un clima parecido al del infierno. Compraron una antigua edificación y la convirtieron en hotel. No fue difícil. Todo estaba prácticamente listo. En otras épocas había sido convento, presidio, casa de gobierno municipal. Cuando el hotel comenzó a andar, se marcharon a Suiza. —Traiga vino —ordena a un mesero—. Vamos a brindar por el amor que ha muerto. Cerramos una puerta, ahora tiremos la llave al mar. Algún día no habrá nada. ¿Y qué? Su mirada se pierde en el jardín, donde saltan los pájaros. Bebemos en una terraza alejados de los demás huéspedes, como espectadores de una representación teatral, situados al margen y sin atreverse a decir una sola palabra. Los meseros se mueven con una diligencia que los eleva al rango de ángeles de la guarda. Nada falta. Felisa hace tintinear una copa. ¡Salud! ¡Salud! Nada más. Felisa sonríe a Olga. Le toma una mano. Le besa la punta de los dedos. Mi bella dama. Mientras, caminamos por la terraza que da al mar y encontramos a los huéspedes tendidos en sillas playeras, sumidos en un silencio de enfermos. Sin lengua. Sin brillo en los ojos. Mueven la cabeza cuando pasamos frente a ellos. Una venia, un gesto, un reconocimiento. No lo sé. ¿Cuándo he sabido algo con certeza?


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O quizá deba hacer la pregunta en estos términos: ¿cuándo me he interesado en saber algo con certeza? El aire caliente se cuela por la ropa. Produce un escozor en la piel que, mezclado con el sudor, acaba con el mínimo asomo de tranquilidad. Al caer la tarde, mientras damos una vuelta a las instalaciones del hotel sin apartarnos de los jardines, llegamos a una capilla. —La capilla perteneció a la Municipalidad, a la prisión, al convento. Tal vez es lo único que ha conservado su función, su estilo, aunque ahora no sea más que un espacio vacío con forma de capilla —explica Felisa. La hilera de bancas de madera se extiende hasta las cortinas sin lustre que cuelgan de modo desordenado y ocultan lo que en otros tiempos debió ser el altar. La luz se cuela por las ventanas de madera ubicadas en la parte superior. Atrás, junto a unos arcones con cerraduras metálicas, hay candelabros de gran tamaño con cirios a medio consumir, lo que de algún modo indica que de tanto en tanto suele pasar gente por aquí. —A veces llegan huéspedes que conservan intacta la fe, cualquier tipo de fe, nada en concreto. Piden un lugar para orar y lo hacen cuando les viene en gana. Les prendemos los cirios, como ambientación. Puro teatro —dice Felisa, y tras una pausa agrega—: algunas veces la capilla es usada como lugar para el encuentro de amantes furtivos. Un grito proveniente de la puerta de la capilla nos hace volver la vista. Cuando menos lo esperábamos llega el camionero seguido por un grupo de gente cuyo aspecto resulta bien particular: no son turistas, ni viajeros, ni nativos; más bien se trata de gente de todas partes. —No pudimos llegar antes —dice el camionero a grito limpio— porque mis amigos tuvieron algunos inconvenientes con las

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autoridades. Fíjese —todo el tiempo se dirige a mí—, el camión fue retenido por los policías que querían dinero. ¿Y qué hace uno ante semejante situación? En realidad sus gestos no son los de una persona golpeada por las circunstancias; más bien dan la impresión de que se siente feliz porque sus planes se echaron a perder. Los que vienen con el camionero tienen cara de fatiga y se apresuran a ocupar las bancas de la capilla mientras estiran las piernas y se pierden en largos bostezos. —Esta gente viajó desde la Guajira sin detenerse —el camionero se toma su tiempo, da vueltas mientras habla, observa con curiosidad cada detalle—. El cerco de las autoridades es constante y evadirlas significa moverse todo el tiempo. Hay que enfrentarlos, sobornarlos, matarlos, enterrarlos, olvidarlos. Es un trabajo que no compensa el esfuerzo. Sin que medien palabras de parte nuestra, el hombre continúa su discurso: nadie sabe lo que es pasar la noche, bajo el azote de los mosquitos, enterrando cadáveres en la arena, para que al día siguiente por cualquier eventualidad al mar le dé por meterse más allá de lo acostumbrado. Los muertos quedan cara al sol, boquiabiertos, con los ojos llenos de arena. Por fortuna, cuando sucede esto la mercancía ya ha sido entregada a sus compradores. —El único problema —explica muy serio—, es que por lo pronto no tenemos camión. —¿Y el cadáver de Pedro? —gime Olga. —Quedamos en que está prohibido pensar en ese muerto —le advierto. Si alguien entre los recién llegados la ha oído, no parece darse por enterado. Detallo el grupo que acompaña al camionero: un cojo entrado en años que no puede estarse quieto, la negra de la cafetería, un flaco de bigotes, un gordo casi enano, un tipo con apariencia de


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comerciante que lleva vestido completo y un sombrero echado hacia atrás, una mujer con unas ojeras de espanto que viste un traje ceñido y trae el cabello pintado de rojo. Cruzado de brazos, el camionero parece aguardar algo. ¿Por qué no tomo la maleta, cancelo la cuenta y me largo? ¿Qué espero? Lo único que por lo pronto no temo es la aparición de mis carceleras. Harto atareadas han de andar a estas horas trasteando el cadáver de Pedro. Olga parece cada vez más ausente, refugiada en la protección de Felisa. El camionero desea saber si nuestros planes continúan. Por primera vez en mucho tiempo me encojo de hombros. ¿Planes? —¿Piensa que vamos a quedarnos aquí toda la noche como feligreses esperando al cura? —dice el gordo casi enano con voz chillona. El tipo se ha levantado y enseña un fajo de billetes—. Perdimos el camión, pero pagaron a tiempo. ¿Alguien tiene sed? ¿Podemos beber algo? Felisa y Olga se escurren hacia la puerta y en un instante desa­ parecen. El gordo casi enano de salto en salto, como un acróbata de circo, va hasta los candelabros y enciende los cirios. En instantes la capilla es un resplandor que extiende sus brazos por las paredes y el techo. Los demás celebran la ocurrencia. ¿Quién vendrá a buscarlos a este sagrado lugar? Bromean. Se abrazan. La euforia es total. La negra se para frente a la hilera de bancas y con un movimiento de brazos manda a callar a todos y baila al compás de las palmas de los demás. Su cuerpo vibra mientras se arrima al camionero. Hay gritos de júbilo. Ahora entiendo: aquí no se ha perdido ningún camión, lo que sucede es que el camionero ha encontrado una mujer, que es bien diferente. Olga y Felisa aparecen acompañadas por meseros que empujan carritos con botellas de licor y platos de comida. La negra

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interrumpe la danza y la algarabía es general. Felisa se dirige al gordo casi enano, extiende la mano y éste le entrega parte del fajo de billetes. La negra reinicia el baile. Cuando detallo a estos personajes encuentro que han vivido siempre del otro lado de la ley, y sin embargo, en su trajín hay más normas de las que uno pudiera imaginar o desear para la propia vida. Es posible que mañana ninguno de ellos recuerde nada ni añore lo que ha sucedido durante esta noche. Dirán que hay que trabajar. El sol les dará en la cara. El cuerpo templado por la resaca resolverá con la templanza de un santo los malestares. El cojo ríe arrimándose a la negra y ésta lo rehúye dándole la espalda. El cojo hace ademán de ponerle la mano en el trasero, pero de inmediato la retira, como si hubiera tocado una parrilla al rojo. Risas, aplausos. El cojo remanga sus pantalones y muestra los tobillos llenos de cicatrices. —¿Quieren saber qué me sucedió? La ovación es unánime. —Yo no nací así, ni pensarlo —grita alborozado—. Cuando era niño, mis padres me ataban los pies para castigarme, para que no pudiera moverme a mis anchas por el mundo. Desde entonces los busco por todas partes. Mi profesión, que no conoce fronteras, me ha servido para ir de un sitio a otro buscándolos. Querían que anduviera apoyado en un bastón, pero ya ven, ni falta que hace. Mi equilibrio es el odio. Ya los hallaré. Entonces sabrán lo que es un hijo agradecido. Ríe con gran estruendo mientras los demás aplauden. Supongo que han de conocer esa historia desde siempre y que no les importa cuántas veces la bebida suelte la lengua del cojo. —¿Quién lo hirió en la frente? —La pregunta del cojo me toma por sorpresa—. Parece una señal hecha con un hierro al rojo. Si usted quiere, me dice quién fue el canalla que lo marcó


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para siempre y lo buscamos. Juntos podemos recorrer el mundo como una pareja de circo, ni más ni menos: ¡los hermanos cicatriz buscan venganza! —grita, y el escándalo de los otros resulta cada vez mayor. Al bailar, el cojo parece presa de convulsiones. Grita: “¡Vivan las cicatrices!”, y sus gritos retumban en la bóveda de la capilla. El frenesí crece. “¡Vivan los hijos agradecidos!”. Ha prometido cortarles los pies a sus padres cuando los encuentre. Pregunta si en toda la tierra habrá un hombre con más intención de agradecer que él. Bebe. —¿Quiere cortarle la cabeza a alguien? —me pregunta. Danza y su cojera parecer resultar un aliciente para el baile. Toma a la negra por la cintura y juntos se mueven como si se hallaran a bordo de un carrusel. Desde un rincón contemplo la escena. ¿Qué haremos ahora? Ya es de noche y no tenemos camión para el viaje. Además, este asunto promete acabar en tremenda borrachera. La luz de los cirios en los candelabros ha tomado fuerza. La capilla es un juego de luces dispersas y de sombras que extienden sus brazos para tocar los cuerpos que se agitan. Ahora conviene detenerse y no preguntar cuánto nos falta para llegar, puesto que desconocemos a dónde nos dirigimos, sino entender que al final todo este asunto no ha sido más que un engaño. La capilla se llena con la gente que proviene de los distintos salones del hotel y que ocupan las bancas como si de algún modo esta suerte de celebración se hubiera concertado. Los huéspedes se saludan como viejos conocidos. La euforia crece. Felisa se desplaza de un sitio a otro con una celeridad que asombra. Parece que la apremiara la necesidad de hablar con cada persona y, sin embargo, no cruzan más de dos o tres palabras. Olga ha desaparecido.

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Debo irme. En no menos de treinta pasos desde donde me encuentro alcanzaré la puerta, y para llegar de allí al jardín basta con apresurarse un poco. El paso ágil y la penumbra son los compañeros ideales. Hay que salir de aquí. Cuando me dirijo hacia la puerta, aparece un nuevo grupo de huéspedes. Resulta fácil adivinar que acaban de llegar al hotel y que aún no se han dirigido a sus habitaciones: empujan las maletas como si hicieran fila en la ventanilla de una empresa de aviación para confirmar sus tiquetes, pero en cuestión de segundos dan la impresión de haber vivido aquí toda una vida. El único compromiso que tienen es con la copa que sostienen en la mano. A esta hora, si los planes hubieran salido como lo teníamos previsto, hace tiempo habríamos cogido carretera. Imagino al camionero con los ojos fijos en la línea plateada que divide el asfalto y a su lado la negra. Enseguida, junto a la puerta, aparece Olga. Pero no. Aún me encuentro aquí, a cinco o diez pasos de la puerta, del jardín, de la brisa que recorre la terraza frente al mar. No hay camión. No hay viaje. Lo único cierto es el alboroto y la noche que avanza. Voy a salir. Me hago a una copa de vino. Derramo el contenido en mi camisa. Entono una canción. Tomo otra copa. Finjo que estoy ebrio. La puerta está cada vez más cerca, pero cuando me encuentro a punto de cruzarla otro grupo de huéspedes llega en desbandada. Me empujan y caigo. Pasan a mi lado mientras piden a gritos que alguien levante al borracho. Lo que faltaba: trato de hacer una actuación limpia y sólo consigo despertar piedad en los demás. El calor va en aumento y la brisa que proviene del mar no resulta suficiente para acabar con la atmósfera que sofoca, se anuda en torno al cuello, invade los pulmones.


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Mi plan se derrumba: yo que me imaginaba cruzando el jardín a toda prisa bajo los árboles mientras huía hacia el mar para abordar alguna embarcación, pero ha comenzado a tronar a lo lejos y en poco tiempo se desatará una tormenta. Los relámpagos estallan por encima de las palmeras, más allá, sobre la línea del mar. Los amigos del camionero se han replegado contra la pared del fondo y los demás huéspedes se reúnen en grupos pequeños que intercambian miembros como en un juego de salón: se repliegan, se dispersan, ocupan las bancas. Vuelven a juntarse para beber, intercambian insultos, abrazos, copas. Nadie parece enterarse de que una sospechosa quietud lo invade todo. Los árboles duermen. Ni siquiera el grito de un pájaro permite constatar que afuera hay vida. El mar está quieto. Un siseo como de agua que se acerca llega de tanto en tanto. Muy lejos la tormenta, entre roja y naranja, se debate en explosiones de luz que iluminan de sesgo los árboles, las paredes, los jardines. ¿Adónde habrá ido Olga? Lo peor que puede pasar es que se encuentre camino del hospital en busca del cadáver de Pedro. Me ha traicionado. Habíamos quedado en esperar, prometió no insistir en aferrarse a un cadáver y, si ahora va rumbo al hospital, por fuerza tendrá que encontrarse con mis carceleras, y lo que pueda pasar, nadie lo sabe, pero estoy seguro de que me veré en aprietos. El par de mujeres pueden desatar su ira en mi contra. Nada envilece más que la muerte cuando los vivos se niegan a entenderla.

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CATORCE: El cadáver de Pedro

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l silencio que viene de la terraza, de los jardines y del mar no es de esos que uno podría llamar normales: se abre como un telón a la tormenta que se desata a lo lejos. Cerca de la medianoche, desde afuera de la capilla llega un alegato. Muchos de los huéspedes que se han apiñado allí observan en silencio. Las voces airadas de mujeres contrastan con las de los hombres. Cuando logro desplazarme hasta la puerta encuentro a Olga acompañada por mis carceleras. Discuten con los empleados del hotel. —Estas mujeres no pueden dejar a la puerta del hotel ese coche tirado por un caballo. Nos encontramos en plena zona turística —dice el camarero. —¿Y el ataúd en el jardín? —pregunta otro—. Esto no tiene presentación. Que hablen con la señora Felisa. Atrás, junto a unos canteros con flores veo el ataúd. Así que han traído el cadáver de Pedro. Como están las cosas no iremos a ninguna parte. Olga ha incumplido el trato. Me ha traicionado. Traer a estas mujeres hasta aquí es como escupirme en la cara. ¿Por qué, si primero me ayudó a huir de ellas, ahora las pone sobre mi rastro?

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—¿No se da cuenta de su estupidez? Arruinó todo trayendo a estas mujeres —la encaro. Estoy dispuesto a correr todos los riesgos, pero esta mujer tiene que oírme. —No importa —dice. —Tiene que entenderme, Olga, Pedro ya no existe. No es más que un cadáver al que insisten en darle un nombre. Los muertos no cuentan. —Tenemos su recuerdo —dice ella con gravedad. —Sí, eso está claro: cada uno tiene sus recuerdos, y un buen recuerdo puede ser empleado con la misma efectividad de una bomba. Cruzo por entre grupos de personas que, recostadas en la puerta de la capilla, observan la discusión. Entretanto, la vieja se ha sentado al lado del ataúd. Me invade una niebla mental. Si me quedara ciego sería la gran afrenta de mi vida: no poder verle la cara en el último instante constituiría la peor humillación. La vieja abraza el ataúd. Olga y la viuda de Pedro se empeñan en seguirme. Después lo hace la vieja. Los huéspedes hacen bromas a costa de la insistencia de las mujeres. Dicen que por ellos no hay problema, aunque prefieren que la vieja se quede afuera con el muerto. Si la tormenta llega y la parte un rayo, con seguridad no se habrá perdido gran cosa, sostienen en medio de carcajadas. Pero a las mujeres jóvenes, por favor, hay que tenderles alfombra roja. ¡Que pasen! —¡Malagradecidos! ¡Hijos de puta! ¿Es que no tuvieron madre que los echara al mundo? —grita la vieja a medida que avanza y les enseña el puño. Su rostro maltrecho brilla en mitad de la noche bajo los relámpagos. Estoy perdido. Caer en manos de estas mujeres significa regresar. Seremos dos los muertos, aunque yo no viaje metido en un cajón.


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Me escabullo entre la gente que se agolpa. Con sólo haber bebido unas copas me siento tan ebrio como ellos. Transpiro vinagre. El calor sofoca. Tengo que saber por qué tiemblo: quizá el cuerpo sienta rabia por verse acosado, por saber que regresa al comienzo. Los huéspedes que han llegado y se encuentran tendidos en el piso junto a las maletas han volcado su interés en lo que sucede. ¿Qué pasa? ¿Es que alguien pretende interrumpir tan gran evento?, preguntan. Alguien desde la puerta responde que sólo se trata de una pelea entre mujeres. Buscan alguien que las transporte con un muerto que llevan en un cajón. No importa, que pasen. Si insisten en seguir, pues que dejen al muerto afuera. Bien le vendrá el chubasco que amenaza caer. Con el calor que hará en el cajón. Ríen. Conviene verles la cara a las mujeres, que sigan. Carcajadas. Que el muerto espere afuera, insisten, ya sabrá qué es eso de esperar eternidades. Además, ¿cómo pretenden mancillar la casa del Señor de las fiestas con un muerto? Más bromas. Tendría que llegar alguien que arrojara a los traficantes de muertos del templo. A latigazos, sí señores. No. A la iglesia no entra el demonio. Las carcajadas se elevan por encima del jolgorio que va en aumento. Cuando las tres mujeres cruzan por entre el gentío que aturde con sus gritos, algún huésped saca un trapo de la maleta y lo lanza hacia ellas. Muy pronto los demás lo imitan. La lluvia de prendas es total. Olga camina recta con la vista al frente. La viuda de Pedro la sigue con determinación, los puños apretados contra el cuerpo. Atrás, sin perder su aire de leprosa dispuesta a todo, la vieja. Afuera han dejado el cadáver de Pedro. Antes de llegar al fondo de la capilla, al sitio en que se encuentra Felisa con los contrabandistas y el camionero, todos sentados cómodamente en el suelo, enfrascados en un juego de cartas, la vieja se vuelve y clava sus ojos en mí. —¡Ahí está ese maldito! —grita.

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Las miradas se conjugan con el miedo que me abruma. Dejo de temblar y supongo que es a causa del mismo miedo. A lo mejor me encuentro paralizado por completo. Sin embargo, a punta de codazos consigo abrirme paso hasta plantarme a su lado. Si su cara es la lepra pública, la mía ha de semejar un espejo roto. ¿Y ahora? Los gritos de júbilo de la gente atruenan mientras la desmesura se apodera de la capilla. Bailan. Saltan. Beben. Los trapos y prendas que provienen de las maletas vuelan en todas direcciones. La gente se disfraza. Arrancan trozos de las prendas y los cuelgan por todas partes. Semejan guirnaldas de horror. Como si por aquí hubiera pasado un batallón de matones rompiendo cuanto encuentra a su paso. Ha comenzado a llover. Debo soltar amarras. ¿Cuántas veces me he dicho esto? De afuera proviene un olor de salitre en movimiento. El mar respira en medio de la lluvia. La tempestad, cada vez más cercana, ilumina la capilla. La fiesta arremete embravecida. Si antes pensaba que se trataba del final, ahora no sé cuándo terminará esto y podamos emprender la marcha. Las tres mujeres se detienen en medio del alboroto justo a mitad del espacio que las separa del grupo en el que Felisa y los demás juegan cartas. Olga los mira en silencio. La viuda de Pedro permanece con los brazos rígidos, como si esperara acostumbrarse a esa posición para ocupar otro cajón semejante al de su marido. La vieja, muy cerca, arroja su aliento en mi cara. Los huéspedes las miran desde diferentes ángulos, como si alguien los hubiera dispuesto para la fotografía en primera página de un periódico. Pasado un momento nadie advierte que aún nos encontramos parados en medio del desorden, lo que me lleva a


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pensar que en cualquier momento esto puede convertirse en una celebración de bebedores de sangre. Felisa se aparta del círculo de jugadores y toma a Olga por la mano para llevarla hacia donde se encuentran los demás. Las dos mujeres y yo las seguimos como sonámbulos. Una vez llegamos hasta el grupo de contrabandistas, algo me dice que la calma puede recuperarse. Suspenden el juego de cartas y nos echan una mirada rápida antes de renovarlo. Nos sentamos. —Llueve —dice el camionero—. Hay que esperar. Cartas doy. —Esta gente —le digo— quiere viajar como sea. Necesitan el camión. Afuera tienen un ataúd, usted sabe de qué hablo. —¡Cartas doy, señores! —grita el camionero. El juego prosigue. —Mientras aquí nos jugamos la vida —dice el flaco de bigotes—, usted pretende importunar con la urgencia de transportar un muerto. Le advierto, caballero, que un muerto no es nada más que un muerto. No hay afán. —¿Sabe usted lo que es una verdadera urgencia? —me pregunta el cojo que bailaba con la negra al comienzo de esta locura—. ¿Ha descuartizado a un hombre en cuestión de minutos para desa­ parecerlo cuanto antes? —No se asuste —me dice el flaco, que se da vuelta para tranquilizarme con un gesto—. Este cojo cuando habla es pura poesía. Masacra con las palabras. Sus versos fusilan a cualquiera —suelta tremenda carcajada—. No hay por qué preocuparse, caballero: ese hombre jamás ha tocado a nadie para hacerle daño, no sabe lo que es un arma. Tampoco hace falta que lo sepa, porque para eso estamos nosotros. Mientras el juego transcurre, el silencio gravita sobre nosotros como plomo y se extiende por toda la capilla. De afuera llega el

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susurro del viento que cruza por entre los árboles y luego se convierte en rugido. La luz de los cirios vacila. La lluvia a merced del viento se cuela por todas partes. Los postigos de las ventanas golpean recio contra los marcos de madera. La vieja y la viuda de Pedro están paralizadas. Los jugadores prosiguen sus apuestas. Sigilo de tahúres. Afuera, bajo la lluvia, el ataúd con el muerto. De algún lado de la capilla crece un rumor que acompaña una luz desordenada, y es que a causa del viento uno de los cirios ha caído encima de los trapos que, en su desenfreno, han arrojado los huéspedes. Una llamita crece rápida y el fuego irrumpe. La gente añade más trapos y las llamas suben con fuerza. Los huéspedes rompen una banca y arrojan la madera al fuego. El humo sofoca y provoca la desbandada. Es preciso abrir de par en par la puerta de la capilla para que el humo tenga escape. La gente se dispersa. No nos movemos, pero el juego de cartas se ha suspendido. Las miradas de los jugadores se centran en Felisa y luego vuelven a las cartas. Nadie parece dispuesto a hacer nada diferente a permanecer en el lugar en que se halla. —¡El cadáver de Pedro! —grita la vieja y echa a correr atravesando la capilla, por entre el humo, en dirección a la puerta y en medio del gentío borracho. La viuda de Pedro hace un ademán para seguirla, pero el tipo con apariencia de comerciante la toma de la mano. Con un gesto le indica que tenga paciencia. —Siéntese, niña —le dice el hombre—. Cálmese, por favor. —Afuera tengo un ataúd con el cuerpo de mi marido —explica ella. El hombre deja las cartas y se afloja el nudo de la corbata. Recoge las cartas. —¿Un cadáver? —pregunta—. Cambio tres cartas —mira las cartas y espera que los demás cambien su juego. Prosigue—: Usted,


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no debe preocuparse. Es posible que a estas horas el cadáver del que habla ya no esté allí. Revisa las cartas que le entregan y tras mirarlas hace un gesto de desagrado. Con un pañuelo seca el sudor que le corre por el cuello. Después, arroja las cartas y se retira del juego momentánea­ mente. —Esta época —continúa— es propicia para que alguien pase y lleve el cadáver a su casa. Claro que lo primero que tiene que hacer es salir del hotel, y eso no es imposible. A lo mejor esos borrachos han resuelto cargar con el ataúd y armar una procesión, nadie sabe. Cuando la gente se pasa de tragos, el espíritu se alborota y cualquiera es capaz de encabezar un desfile religioso. O una orgía… Se parecen tanto… —¿Qué? ¿Qué? —la mujer intenta pararse, pero el hombre la retiene por un brazo. —A esta hora deben ir con su muerto por la calle ofreciéndolo al mejor postor. Conocen las costumbres de la ciudad. Son tantas las familias que desean saber de sus hijos, padres y hermanos desa­ parecidos, que llegar con un cadáver a casa resulta un motivo de fiesta. No importa que no sea el que ellos desean. —Aunque los tiempos que vivimos sean de muerte y desapariciones —interrumpe el flaco en tono mesurado—, aunque hasta cierto punto la gente se haya habituado al incómodo ejercicio de la nostalgia y el rencor, los cadáveres debidamente guardados en su cajón son escasos. —Así es —prosigue el comerciante—. Uno puede encontrar muertos tirados en los basureros, en el fondo de los callejones en mitad de la noche o en los baldíos que dan atrás de las comisarías de policía, pero no es lo mismo. Un cadáver limpio es una dignidad que compensa cualquier sufrimiento y mitiga la larga espera de las familias.

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Mientras charlan el fuego se extingue en mitad de la capilla y el carnaval se traslada afuera bajo la lluvia. Han fabricado teas con trozos de madera arrancados de las bancas. Le digo a Felisa que en semejante estado pueden incendiarlo todo. No le importa. El hotel está asegurado. Hechos como éste son tan comunes que preocuparse no es más que perder energías. Vuelve a concentrarse en el juego. La viuda de Pedro se espanta. Necesita encontrar a la vieja. Corre hacia la puerta y luego de un silencio en medio del cual los hombres miran sus cartas, calculan y apuestan, Olga va tras ella. Los ruegos de Felisa resultan inútiles. Cuando intento atajar a Olga, me doy cuenta de que en sus ojos azules hay un brillo de serenidad que hace inofensivo cualquier gesto, cualquier palabra. Camina hacia la puerta justo cuando la viuda de Pedro regresa con el rostro desencajado. —Se llevaron a Pedro —dice desolada—. La señora tampoco está. Dejamos atrás la capilla y asistimos al espectáculo del hotel que comienza a ser acariciado por las llamas. La calle en medio de la lluvia no es más que una fiesta de luces. La gente de las casas vecinas al hotel asoma a las ventanas deseosa de participar en el jolgorio. Gritan, aplauden. Los huéspedes del hotel han comenzado a arrojar maletas, enseres, colchones desde los diferentes pisos. Parecen poseídos de una fuerza destructora tal que ni los mismos empleados del hotel se atreven a intervenir para contenerlos. —De tanto en tanto suceden estas cosas —comenta Felisa ante la mirada interrogante de la mujer—. Es una manera de anticiparse a procedimientos más violentos. Hay tanta sed de sangre que resulta mejor emprenderla con lo que haya a mano. Mañana o pasado mañana las cosas se repondrán, porque, dígame: ¿cómo detener un río de sangre?


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SĂ­, pienso, es lo mismo que pretender detener la enfermedad. Es preciso contagiarse de ella para saber cuĂĄn resistentes somos. Si terminamos hallando la muerte, no importa. Las dudas se despejan.

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QUINCE: Juego de azar

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ronto amanecerá y no deja de llover. El calor que producen las llamas que se extienden por los diferentes sitios del hotel aumenta el bochorno. Sudamos como bestias de carga. El trasnocho arma una coraza de fatiga en el cuerpo que a duras penas permite que demos un paso. El camionero hace la última apuesta: —Vamos a ver quién de nosotros encuentra el ataúd con el muerto. —Hay que revisar casa por casa —dice el cojo. —Si en la búsqueda hay problemas —prosigue el camionero—, cada uno verá de qué manera los resuelve. Quiero decir —explica— que se trata de algo parecido a una ruleta rusa: en esta situación meterse a una casa ajena no es recomendable. No basta con tocar y decir, “con permiso”. La gente no estará dispuesta a dejarnos pasar. Puede ser que lo mínimo que recibamos sea un tiro. —¿Y qué? —se envalentona el cojo—. Si a tiros nos reciben, a tiros entramos. La propuesta entusiasma a los demás y entre todos, en medio de animada discusión, proceden a fijar los montos de la apuesta: por cada casa revisada sin que se halle el muerto cada persona ha

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de agregar otra suma semejante a la apostada inicialmente. El que encuentre el sitio exacto se lleva el dinero. Las calles que dejamos atrás, vecinas al hotel, no son más que despojos de la noche. Maletas, ropa hecha jirones, borrachos tendidos en la acera, gente que se besa arrimada a una ventana, parejas que bailan en los zaguanes de las casas, música que viene de un balcón con flores, muchachas que cantan. Cuadras adelante hallamos a la vieja que llora sentada en la acera. —Necesitamos el cadáver de su hijo, señora, no tenemos tiempo —la apura el cojo. —¿Sabe dónde ha ido a parar? Puedo hacerle una buena oferta —dice el comerciante, que se ha despojado de saco y corbata—. Si usted habla, le aseguro que el billete corre como el agua. Hagamos un trato, señora. Los apostadores hacen todo tipo de ofrecimientos: el primero es que tan pronto hallen el cadáver de Pedro prometen oficiar una misa concelebrada en la catedral, pueden asegurarlo, tienen contactos influyentes en la arquidiócesis; después, vendrá el transporte del cadáver: fletarán un avión. En su profesión es fácil disponer de ese tipo de naves a cualquier hora; o si la vieja prefiere, lo llevarán en barco o en un coche fúnebre de lujo tirado por caballos. La vieja los mira. Extiende la mano. —El cadáver, señora —ordena el gordo casi enano—. Nos dice dónde está el cadáver o no hay billete. —Déjela —la negra se adelanta y lo hace a un lado—. Esto es un asunto entre madres. —¿Madre usted? —el tipo no sale de su asombro. —Una mujer es madre cuando le da la gana. No interrumpan —dice la negra mientras se arrima a la vieja—. Dígame, madrecita, ¿sabe en dónde está el cadáver de su hijo? —pasa un brazo por los hombros de la vieja, la atrae.


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La viuda de Pedro se adelanta. Pide que la dejen hablar con la vieja. —Imposible —la negra la aparta—. Usted no participa en el juego. Aquí hay mucho billete de por medio. Aunque no le parezca, es un asunto serio. —Por favor, señorita —interrumpe el cojo con gesto de actor—, por ahora debe dejar los sentimientos de lado. Si quiere participar en el juego, debe estar dispuesta a jugarse la vida con nosotros. ¿Dónde está su billete? La viuda de Pedro calla. —Con nosotros, señorita —insiste el cojo—, no hay problema. Si encontramos el cadáver de su esposo, cumpliremos lo prometido. No hay más que hablar. La vieja levanta una mano y señala hacia delante en dirección al final de la extensa calle bordeada de edificios de dos plantas de estilo colonial. El rostro de la mujer bajo la lluvia no es más que una máscara ajada por el tiempo. —Muy bien —dice el flaco de bigotes—. De aquí en adelante que cada uno elija casa para buscar al muerto. El grupo se desbanda por la calle. Olga, la viuda de Pedro, la vieja y yo nos quedamos. Llega un momento en que parece que aunque nos hemos movido toda la vida, no nos hemos desplazado ni un centímetro. Tal es el efecto que causa el cansancio. La rueda gira en un solo punto, y aunque esto suceda el eje no se parte en pedazos. ¿Qué hago aquí? Tal vez hasta ahora lo único nuevo que he aprendido a querer sea el silencio. La lluvia arrecia a medida que avanza la mañana. De tanto en tanto podemos ver la gente que se parapeta a la puerta de sus casas, dispuesta a no dejar pasar a ninguno de los apostadores. De pronto la tensión se rompe con un disparo: el primero en caer en

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medio de la calle con la cabeza convertida en una mancha roja es el cojo. El alarido que recorre la calle en todas direcciones no sé de dónde proviene. Tal vez el cojo exhaló un último suspiro que le arrancó las entrañas. Sin embargo, pasado un instante, descubro que se trata de los gritos de los demás apostadores. Un contrincante menos amerita una gran celebración. Las mujeres se apartan contra la pared. Si nada nos protege de la lluvia, ¿qué o quién nos protegerá de una bala perdida? El sucesivo retumbar de los disparos que provienen de las casas se confunde con los truenos que regresan con renovado furor. Podríamos seguir así de manera indefinida. Truenos, disparos, lluvia cerrada, claridad. Cada disparo que se oye puede ser un jugador menos. Un muerto más. Supongo que los jugadores han desenfundado sus armas y responden a los disparos de los francotiradores ubicados en los techos, agazapados en los rincones entre las casas y escondidos en los zaguanes. En medio del tiroteo, por la calle que da justo a la esquina en donde nos hallamos aparece un piquete de policía. Guerreros galácticos semejantes a los que vimos aquella vez cuando tuvimos que huir por una casa en cuyo patio se desangraban colgando los cuerpos de unas reses. El piquete se ubica frente al sitio donde nos encontramos y de inmediato los francotiradores desaparecen. Silencio. El jefe del piquete de policía habla por un megáfono. Su voz carrasposa pregunta a la gente de las casas qué tipo de ayuda necesitan. ¿Se trata de una verdadera emergencia? No hay respuesta. En el extremo de la calle, frente a frente con el piquete de policía, a escasos metros, estamos nosotros como estatuas bañadas por la lluvia.


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Con evidente molestia el policía del megáfono se da vuelta para preguntarnos, utilizando el mismo aparato, qué hacemos en este sitio. Deberíamos estar en nuestras casas. Por señas le respondo que, dada la distancia que nos separa y el fragor de la lluvia, me veo imposibilitado de responderle, pues carezco de megáfono. ¿Ha visto él una mañana más lluviosa que ésta en todos los días de su vida? El policía se muestra impaciente a medida que se acerca. —¿Está decidido a desatender la voz de la autoridad? —su tono aflautado semeja el de esos muchachos de barrio pobre que aspiran a convertirse en cantantes célebres en los programas para aficionados de la televisión. —Disculpe, señor —le grito, aunque sé que no es fácil que me oiga—, nada está más lejos de mis intenciones. —¿Qué pasa con esta gente, maldita sea? —pregunta el policía—. ¡Pelotón! Formar en posición de ataque —ordena y de inmediato el grupo avanza hacia nosotros. —Estamos desarmados —grito a medida que se acercan—. Si pudieran facilitarnos unas cuantas pistolas, un rifle, un cañón viejo, quizá. El hombre pierde la compostura. Está visto que la gente se ofusca por nimiedades. ¿Cómo espera este sujeto que me comunique con él si no es empleando sus mismos medios? ¿Cómo pretende que entremos en un combate desigual? Retrocedemos. Cuando estamos a punto de quedar contra la pared, reinician el tiroteo. Parece que en cada casa estallara un concierto de fuegos artificiales. Por el megáfono, el policía ordena a su tropa dar marcha atrás y dirigirse al lugar de los combates. A todo correr van de un extremo a otro de la cuadra. Pegados a las paredes nos escurrimos tratando de pasar inadvertidos. Uno llega a este mundo con el único propósito de no ser

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visto, pero se la pasa mostrándose. Nada mejor que ser sombra, pero uno se empeña en ser imagen, fotografía en primera página de los diarios. Cuán fácil es olvidar que no somos más que transeúntes: terminamos por inventar las calles por donde nos desplazamos, soñamos con la gente, la echamos a vivir a nuestro lado. Rodamos juntos como piedras sueltas en medio del derrumbe frente al abismo. Al final, no queda nada diferente a engaños. Pensamos que todos eran aliados nuestros sin darnos cuenta de que vivíamos entre enemigos. Los truenos y disparos suenan cada vez más ahogados, como si fueran tragados por el espacio de las casas. El policía del megáfono rompe a cantar con una voz cada vez más parecida a la de los ebrios. ¿Se habrá contagiado del caos que nos rodea? Canta y la tropa lo acompaña sin dejar de marchar. —Me muero —dice cerca de mi cuello la voz de aliento fétido de la vieja—. La náusea me arranca las tripas; que alguien me ayude, por favor. Puedo sentir que su cuerpo se ensancha hasta rozarme y su contacto eriza mi piel. Atrás, como una estatua sin ojos, la viuda de Pedro. A mi lado Olga. —Olga, usted me traicionó —le digo—. ¿Por qué me ayudó al comienzo del viaje y ahora resuelve abandonarme? —No fue así, fue diferente —responde en un susurro por encima de mi hombro—. Bastó con mirar el cajón con el cadáver de Pedro y mi vida cambió. Sus ojos azules recobran el brillo. Nada más fácil que traicionar: cuando uno se da vuelta para mirar en otra dirección, ya pertenece al bando contrario. Los ojos señalan, los dedos acusan, la respiración se altera. El cuerpo que se abraza no responde. —Usted me jugó sucio, Olga —insisto y siento que el cansancio me abate.


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—Si Pedro no hubiera muerto —dice y suelta un quejido. Creo que la traición de Olga ha venido gestándose desde hace rato. Sus reiterados silencios, su amor enfermizo por esa mancha negra en la carretera mientras ella y yo nos amábamos en la parte trasera del camión, hace que todo en ella huela a traición, a palabra no dicha, a gesto por la espalda. —Olga, Olga, Olga —repito mientras el aliento de la vieja me pudre el cuello. Doy un paso. El piquete de policía que pasa se detiene. —¿Pretende escapar? ¿Quiere saber qué siente un hombre con veinticinco balas en el cuerpo? —ruge el hombre del megáfono, y aunque su gesto no es el de alguien que desee acercarse, resulta suficiente para hacerme retroceder. Empujo a la vieja. Olga se aparta. La viuda de Pedro a mi espalda hace un ruido semejante al que sale del vientre de una cucaracha cuando uno la aplasta. Sí, Olga cabe perfectamente en la palabra traición. Yo podía asumir la idea de venganza y suponer que en mi actitud cabe esa palabra, pero lo único que siento de veras es que la palabra que resulta más apropiada es soledad. Si uno logra ubicarse entre los pliegues de esas siete letras, encuentra el refugio ideal: vivir de tal forma que los otros no llamen a nuestra vida. La puerta de la soledad está hecha de la madera del alcornoque. Es sorda. El policía del megáfono se ha puesto en posición de firmes y entona un himno que revuelve mi cerebro y mis entrañas. Parece que se dispusiera a inaugurar un acto público. Su severidad es tal que pienso que ha de tener de plomo la calavera. En instantes las tres mujeres que me acompañan cantan a pleno pulmón el mismo himno. ¿He de cantar con ellas? Si pudiera abrir la boca. Pero mis labios no responden. Siento que un dedo se hunde entre mis costillas.

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—¡Cante, infeliz! —ordena la vieja leprosa—. ¡Cante si no quiere que muramos todos! El policía hace una seña y de inmediato el piquete de policías cierra filas frente a nosotros. Impulsado por un extraño presentimiento, me vuelvo hacia las dos mujeres. Ahora me encuentro de espaldas a la calle. No sé qué ven en mi cara, pero se muestran incómodas. Quizá no esperaban tal determinación. —En el fondo —digo y siento el placer de saborear cada palabra—, ninguna de ustedes tiene la menor idea de lo que pasa aquí. ¿Saben de qué se trata todo esto? —Tenemos que recuperar a Pedro —dice la vieja. —Se empeñan en correr con un cadáver de un lado a otro. ¿Tiene eso sentido? —Imposible no hacerlo —dice la viuda de Pedro—. El que no entiende una palabra de todo esto es usted. Mi marido necesita descansar. —Miren señoras, los únicos que de veras necesitamos descanso somos los vivos —hablo en tono suave, pero resulto tan convincente como un académico ante un salón vacío. Siento que poco a poco voy entregándome. Supongo que los demás nos ven inmersos en un intercambio de susurros que difícilmente pueden comprender. Cara a cara como boxeadores que en mitad del cuadrilátero han perdido el rumbo y se preguntan qué hacen allí. Las dos mujeres apartan sus ojos de mí. Se miran. Por primera vez soy capaz de verme en ellas. Espejo que muestra la muerte ya no es espejo. Olga permanece sumida en lo que imagino son las maquinaciones de su traición. Ella que fue mía, ahora no es más que un lastre amargo en mi piel, un trozo de carbón que arde en


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las bodegas de un barco que naufraga, la más pura sensación de abandono cuando la muerte acecha. —¿Saben ustedes quién las contrató para cuidarme? —mi pregunta sólo motiva en ellas una mueca burlona—. Les advierto que cometen un tremendo error. —¿Saber? —dice la viuda de Pedro—. Aquí no hay nada que saber. De acuerdo. Convengo en que mi capacidad de convicción es floja. Soy un mal pedagogo. —Ay, señoras —les digo—, si ustedes supieran el alcance de sus actos… Si pudieran… —Usted es un tipo sombrío —dice la vieja rompiendo el silencio. Su semblante cada vez palidece más. —Oscuro y salvaje —añade la viuda de Pedro. En ese momento Olga se repliega contra la pared. —¿Jovencita, es que usted no tiene nada que decir? —la encaran. Bajo la lluvia el calor se pega a nuestros cuerpos, los mezcla en una suerte de olla hirviente que amenaza con deshacerlos. Paso la lengua por mis labios. Sal. Tal vez miedo. Grietas en mis labios. Sangre. —Quede claro —dice la vieja—: a nosotras nada nos interesa aparte de cumplir con el deber de familia que nos une. Estamos dispuestas a acudir a quien sea —en su tono percibo la mezcla de ira y bondad tan común en las personas que rezan en voz baja frente a los altares. —Sí —le digo—, pida, reclame, implore. Ya verá cómo van a terminar. —Hay que enterrar a los muertos —insiste—. Y, si usted sigue empecinado en fastidiarnos, voy a dar un grito que va a poner alerta a todos estos uniformados. Les mostraré las insignias de policía

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civil de mi hijo Pedro, y ellos verán que se trata de la madre de un servidor de la patria. Si usted no se quiere darse cuenta, peor para usted. Le advierto que se encuentra en serios problemas. En instantes, tendremos comunicación con las altas esferas. —¿Es que piensan seguir toda una vida pegadas a mis talones? Mi pregunta las toma por sorpresa. Se miran. Mueven la cabeza. Sus ojos recorren mi cuerpo de arriba abajo. Se detienen justo en mis pies. Rompen a reír. —Usted no entiende nada, hombre —dice la viuda de Pedro—. Nuestro principal deber es aferrarnos a su piel, sentirlo, vivirlo de cerca. Es probable que usted no se haya dado cuenta, pero cuando no podamos hacer nada más vamos a arrancarle la piel a tiras para meternos entre sus huesos. —¿Conoce la sensación que produce una astilla de guadua metida entre las uñas? —pregunta la vieja y el hedor de su boca me asfixia—. ¿Miles de astillas por entre las uñas de los pies? El mundo se acaba en ese instante y el corazón se desgarra, aunque la cosa no sea con él. Nosotras seremos esas astillas, ese dolor que lo taladrará hasta el desmayo. ¿Alguna vez me ha oído gritar? —Grite —la desafío—. Grite, vieja podrida. Usted grita y ellos disparan. ¿No se da cuenta que esa gente no está en capacidad de discernir entre un grito y otro? En un momento cuando mi confianza dice que tengo un punto a favor y respiro aliviado, la vieja hace un movimiento y con ayuda de la viuda de Pedro me dan vuelta de un empellón. Mi espalda queda apoyada contra la pared y ellas frente a mí. Todo se ha puesto al revés. Apoyan sus manos en mi pecho. —¿Acaso sabe usted lo que es un deber? —la pregunta de la vieja me deja frío, porque acto seguido, enumera en detalle las veces en que tardé en llegar a la oficina. Habla de mi demora en


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leer y corregir los textos que me entregaban, de mi actitud crítica con los correctores de la editorial, esos asesinos de sueños que devastaban textos enteros reduciéndolos a nada. No atino respuestas porque no salgo de mi asombro. ¿Cómo pudo enterarse de todo esto? ¿De qué manera los de la editorial urdieron el plan para que yo cayera en manos de estas personas? La viuda de Pedro intenta una explicación que estimo benévola: se trata, dice, de un asunto de responsabilidad y no puede haber duda al respecto. Ellas han perdido a un esposo y a un hijo. Lo peor que les puede pasar es regresar con las manos vacías, sin nada que mostrar aparte de un cajón con un cadáver. Sería vergonzoso a los ojos de cualquier persona. Así que he de seguir con ellas. Soy su presa de caza, su trofeo más preciado. O voy con ellas o me muero. —Por Dios —trato de explicarle—, Pedro no tiene nada que ver en todo esto. Y el asunto de la editorial, de mi trabajo, acabó hace tiempo, señoras. —¿Está loco? —exclama la vieja—. Si tenemos que llevar dos muertos, no hay problema. Los llevamos. Sin mediar otra palabra, las dos mujeres se lanzan sobre mi cuello. Pronto la asfixia no será más que un instante de visión borrosa. Olga no interviene. Distraída con la carrera de los policías, parece no asumir que me encuentro en una situación límite. Un poco más y habremos perdido todo contacto.

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DIECISÉIS: Umbral de soledad

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e tanto en tanto los ojos azules de Olga cruzan por mi cara. Cuando creo que estoy a punto de desfallecer, las manos de las dos mujeres aflojan la presión. Respiro. Las aristas del mundo recobran su dimensión. La lluvia es lluvia. Se reanuda el fragor de los combates dentro de las casas. ¿Por qué antes no se nos había ocurrido cruzar palabras acerca de este enojoso asunto? Uno sólo habla de lo que resulta definitivo cuando ya nada puede hacerse. Olga deja de prestar atención a los sucesos que transcurren a lo largo de la calle y se da vuelta hacia nosotros para señalarnos el hotel Stein: las llamas ascienden por las paredes, brazos de fuego salen de sus ventanas. De las casas vecinas al hotel se elevan voces de alerta. La gente arroja sus pertenencias a la calle. En desbandada pasan frente a nosotros. Pronto arderá la manzana entera. La calle se llena de rugidos de espanto y cuando la policía intenta frenar a los desbocados, es arrastrada por ellos. El hombre del megáfono se ha ubicado en un zaguán y desde allí ordena al piquete de policías que disparen, pero alguien le arrebata el megáfono y con él lo golpea en la cabeza.

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Permanecemos pegados a la pared durante una sucesión de instantes que se extienden más allá de cualquier medida. Sólo nos llegan visiones parciales de cuanto sucede, fogonazos, imágenes dispersas como cuando los recuerdos se fragmentan. Ahora no somos más que espectadores sin voz frente a la prisa ajena. Si nos movemos, la multitud nos arrastrará sin remedio. A medida que avanza la mañana, la gente sale armada y se para a la puerta de sus casas bajo la lluvia. Guardan lo suyo, pienso. Los saqueadores, los oportunistas, incluso sus propios vecinos querrán entrar a saco en las casas y… ¿Y si en cada casa guardaran un cadáver y todo este desorden ha obedecido al implacable deseo de cuidarlo? El tiroteo no mengua. De tanto en tanto se suceden ráfagas aisladas desde y hacia los techos de las casas. Los policías del piquete, una vez vieron a su capitán caído, no se apresuraron a auxiliarlo y, muy por el contrario, corrieron para unirse a los grupos de gente que intentaban meterse en las casas para asaltarlas o defenderlas. Pasan las horas y el desfile de desesperanzados que van rumbo a quién sabe qué lugar no descansa. Además, una vez que los vecinos del hotel han abandonado sus viviendas, aquellos que han llegado recientemente a la ciudad y van en busca de algo para comer o de lugares en donde dormir, han aprovechado el momento, que no puede presentarse más propicio. Entran en las casas, revuelven todo, sacan lo que necesitan. Algunos comen deprisa. Los veo pasar como enloquecidos masticando un bocado. Otros arrastran cobijas, almohadas, diversos enseres. Hay quienes no tienen problema en correr mientras se cambian de camisa, o se arriman al lugar donde nos encontramos, hacen un alto, se despojan de la falda o del pantalón. Así cambian la ropa vieja por la recién adquirida en el saqueo. A su paso lo único que


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dejan es un rastro de cosas viejas, como reptiles que se despojan de la piel. El incendio en el hotel ha cedido ante la llegada de los bomberos, y las llamas van apagándose en medio de un denso humo que se eleva en columnas por los diferentes pisos. La vieja coraza de cemento y piedra resiste en medio de un orgullo ahumado. —Hay que continuar —les digo a estas mujeres, pero no parecen dispuestas a moverse. Aleladas, contemplan la marcha de la gente. A medida que se hace menos densa la multitud y resultan más visibles los espacios por los que podemos escurrirnos para huir, las mujeres se muestran menos decididas a seguir y no despegan los ojos de las puertas de las casas por donde desaparecieron Felisa, el camionero y sus compañeros de juego. Si allí les ha sucedido algo, no es posible saberlo. Si en una de esas casas alguien ha encontrado el cadáver de Pedro, menos. Sé que si alguno de nosotros pone un pie en la calle, da un paso, uno solo en el mismo sentido de la gente que vemos pasar, ya no podrá detenerse. Irá con ellos, será uno de ellos, lo cual significaría renunciar a todo cuanto hemos hecho o pretendemos hacer. —Vamos hacia el hotel —les digo—, caminemos en sentido contrario a esta gente, y siempre por la acera. —Una propuesta atrevida, sin duda —dice la vieja, y escupe al suelo como cualquier hampón de barrio. —Atrevida y muy incómoda, por cierto —agrega la viuda de Pedro. De pronto, tengo a las tres mujeres mirándome con una atención que fastidia. Mueven la cabeza en un vaivén de péndulo. No dicen palabra. Hay una sonrisa que deja volar la tristeza en cada rostro. —¿Qué pretenden? ¿Acaso piensan enrolarse con ésos? —pregunto y señalo a la gente que pasa frente a nosotros.

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No obtengo respuesta. —No llegarán a ninguna parte, les aseguro. Esa agente no tiene cómo ni a dónde ir. Se encogen de hombros. El cansancio resulta cada vez más pesado. Es como dejarse invadir por un sentimiento que a medida que llega uno se ve obligado a reconocerlo como a un viejo enemigo. Algo dentro de mí despierta, ocupa su lugar centímetro a centímetro, poro a poro. No respiro. Dejo que abarque mi vida. Tengo que moverme cuanto antes, de lo contrario corro el riesgo de morir en esta acera. Me aparto uno, dos pasos. Camino en sentido contrario al de la gente que pasa y nadie repara en mí. ¿Qué puede importarles un tipo que va en sentido contrario? Un tipo que abandona el grupo es una boca menos para alimentar, un espacio más para estirarse en la noche. Olga se mueve, viene conmigo. —La lealtad a un muerto tiene que ser más fuerte que cualquier cosa —grita la vieja cuando estiro la mano para tomar la de Olga. —Recuerde los besos de Pedro, Olga. Usted lo conoció de siempre, incluso antes que yo llegara a su vida —dice la viuda de Pedro. —No puede irse ahora, justo cuando estamos a punto de recuperar su cuerpo —insiste la vieja. —¿Se imagina el sepelio que haremos? Un lento y hermoso desfile por la calle de los Sastres. Algo nunca visto —agrega la viuda con voz firme. —¡La ceremonia religiosa será soberbia, puedo jurarlo! —grita la vieja como una loca. Olga se detiene. La miro. Todo su cuerpo dice no.


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Continúo mi camino pegado a la pared de las edificaciones. Cierro los ojos y como un ciego me oriento por el contacto de mi mano en las paredes de piedra de las casas. A veces un espacio vacío. Una puerta abierta. Abro los ojos y me invade un deseo enorme de entrar y echarme a descansar en cualquier sitio aunque sea un instante. Lo bien que me vendría un sueño. Pero no. Es preciso seguir. Apresuro el paso. Pasado un tiempo, siempre siguiendo la línea de las casas, dejo atrás el hotel. Ante mí se abre un espacio sin medida, como cualquier desierto. Camino hacia la playa. El paso lento, mi respiración cansada. Siento que mis pulmones son dos bolsas de cartón. Los barcos parecen pintados al fondo sobre la raya del horizonte. Supongo que nadie los ocupa, y un barco sin marineros no es un barco. Hay un gran silencio. Es el silencio de un espíritu lisiado. Me tiendo a descansar en la playa. Sueño con una serpiente oscura que bordea una carretera. La veo pasar. Me acerco a ella. Se trata de gente que va pegada a la cinta de asfalto. Caminantes con sus cosas al hombro. Vienen no sé de dónde. No sé a dónde se dirigen. Cuando intento preguntarles, desaparecen. En mitad de la noche nadie sabe quién es. Vuelvo a dormir. Despierto rendido. Me duelen los pies. En la boca tengo una costra de arena. La playa está vacía y parece alargarse sin medida. La línea de la costa se pierde frente a mí. Echo a andar. Algo platea en el aire. Es el reflejo de un pez que salta, la espuma de una ola, la arena que cambia de color. Inclinado en la playa con el dedo escribo en la arena. Una frase. Otra frase. El agua llega cada vez más cerca de ellas. Pronto se las llevará.

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