Cronicas & cronicas de jorge castaneda

Page 1


CRONICAS & CRONICAS

JORGE CASTAÑEDA


A MANERA DE PROLOGO

Siempre en mi vida literaria me ha gustado meter la cuchara en todos los géneros. En la poesía, el cuento, la novela, el relato histórico, la nota periodística porque “nada de lo literario me es ajeno”. Y la crónica es una aldaba que me ha llamado siempre golpeando a las puertas de la inspiración. Desde entrar a un comercio, ver los abarrotes en las estanterías, observar los usos y costumbres cotidianas de la gente, describir los oficios simples pero imprescindibles que tiene la vida, todo es un llamado imperioso para dar paso a su majestad la crónica y sus géneros anejos. Esa crónica que al decir de Juan Villoro “es el ornitorrinco de la prosa”. Que palpita sangre, que tiene vida. Emparentada con la aguafuerte, con la viñeta, por solo rescatar a Roberto Arlt y José Camilo Cela con su Colmena. Y en este libro hay Crónicas & Crónicas: para todo gusto, para cada oficio, para cada lugar. Es una estancia para compartir las cosas simples y cotidianas con el ojo múltiple del transeúnte, del trabajador, de los maestros panaderos, carniceros y otras yerbas. Crónicas de lugares comunes, donde hay que andar con las orejas paradas para mirar con ojo minucioso los detalles a veces pequeños pero que hacen a la felicidad de cada día, como entrar a un kiosco o ver la otra realidad desde la fosa de un taller. “Los idiomas nos hacen” -decía Valle Inclán- y nosotros hemos de deshacerlos. Forjar cada palabra para que ensamble en el engranaje de cada crónica. Echar en el saco del idioma los vocablos que el texto nos exige con urgencia y precisión de relojero. No se si en estas crónicas lo habré logrado pero al menos lo he intentado y escribirlas alegró harto mis días tan comunes y populosos al decir de Borges que los de Balzac. Por otra parte será un libro inconcluso porque yo creo que los libros de crónicas nunca tienen fin. Nuevas observaciones nos tentarán con nuevos textos y así se nos pasa la vida como “las islas azores” al decir de Maiakoski. No espere mucho el lector de estas páginas, porque los escritores y los artistas en general siempre ambicionamos mucho y a veces la cosecha es magra y poca, como las uvas en agraz. Pero vale el intento. Si alguien comparte algunas páginas y se encuentra con que lo narrado también le ha pasado, el objetivo estará cumplido.


PARA MI PADRE

¡Oh, padre del desconsuelo! Te veo en el tiempo con tus ojos mansos. Te adivino en los acordes de la guitarra despuntando estilos y milongas, austero de gestos y parco de palabras. Guitarra que como las alas de un pájaro tenía una cinta argentina en el diapasón alborotando el sentir de tus silencios. Te recuerdo en las noches estivales tranquilo bajo la sombra de los álamos mirando las estrellas del cielo transparente del sur. Con tus partidas de taba y el viejo pangaré gargantilla que trajiste con vos desde Choele Choel. Padre que supiste de prudencias como de pitar largamente el “brasil” para perderte sin apuros ni urgencias en el humo áspero del tabaco negro. Padre que nunca hablaste mucho porque la vida te dio otras virtudes, yo te recuerdo en el aroma de los alfalfares, de los cardos, del coirón. Pionando en las estancias o a tus anchas en una obra en construcción. ¿Cómo poder ahora que ya no estás y que tanto ha pasado el tiempo decirte cuánto te quise y cuánto te extraño? ¿Cómo poder expresar que hoy lamento no haberme acercado más a tu mundo y hablar de las pequeñas cosas que son las realmente importantes? ¿Cómo no haberme dado cuenta que tu mejor caricia fue tu entrega al trabajo cotidiano para darnos el pan de cada día? Te recuerdo sentado bajo la sombra del árbol del cielo que alguna vez generosamente plantaste con tus manos. De tu prudencia y humildad tengo el corazón colmado. Porque nunca buscaste pleitos y nunca pudieron los arrogantes hacerte enojar por banalidades sin importancia. Por eso a pesar del tiempo transcurrido desde que te marchaste a veces cuando despierto por las mañanas tu recuerdo está presente y ese día tengo la sensación que algo me falta. Y entonces me figuro que converso con vos y que hablamos, o lo que es mejor nos entendemos sin palabras y así puedo contarte de mis asuntos, de mis sentimientos, de la alegría que tengo por los hijos que son tus nietos, de las pequeñas felicidades que la vida me regala en forma casi cotidiana. Padre que fuiste mi sangre y mi todo. ¿Dónde colocar tantas cosas que tengo para decirte? ¿Qué hacer cuando quiero hablarte y me doy cuenta que ya no estás conmigo? Padre trajinando con tus amigos las calles de mi ciudad natal de Bahía Blanca, trabajando de albañil con la vianda para almorzar en la obra de construcción ya sea verano o invierno, manejando la vieja moto Puma por las calles del barrio, tomando mate amargo como desayuno por las mañanas. Padre que cuando tomaste el tren que no quiso saber de regresos porque la muerte te esperaba en la gran ciudad lejos de los tuyos perdí la oportunidad en la estación de Valcheta de decirte: Viejo, te quiero… Ese tren que te llevó al pago lejano del que no se regresa, a veces pita en mi corazón con sonido de tristeza. Y me acuerdo de vos. Padre que tan lentamente como viviste de pronto un día aciago que nunca olvidaré tus ojos se quedaron cerrados para siempre lejos de tu casa y yo que no pude decirte adiós.


LA CARNICERIA

Apuremos la crónica como se bebe un vino áspero y fuerte. Penetremos en su ámbito y al traspasar el umbral dejemos toda pudicia afuera. Si andamos imperativos el chuletero tiene que ser para nosotros. Y si andamos con antojo de puchero la falda, el rabo y la quijada o en su defecto el hueserío de caracú con carne. La bandeja con las vísceras a las que Borges llamó la parte más innoble e inmunda del animal son un manjar digno de los dioses del Olimpo. ¡Oh, la profundidad de la entraña, la nobleza del corazón, la grosura interior de la tripa gorda!! Arriba la ganchera con cuartos enteros, la ponderable rojez de las medias reses dispuestas y orondas. Abajo en el piso con aserrín fino el cajón con los desperdicios, la untura del sebo, las manchas de sangre… En la mesada sobre la cuadrícula blanca de los azulejos el matambre arrolado, la nalga exuberante, el peceto señorial, la bola de lomo con toda su redondez y contundencia, la pulpa charra, las chuquisuelas tentadoras, el lomo ya príncipe y tierno, jugoso y selecto, y el asado en tiras ya patrón del mostrador y del despacho. El carniza deja sus impresiones digitales y untuosas sobre la redonda balanza de colgar, en la chaira agreste, en la sierra estridente, y ávida cuyo ruido asusta a los niños, pero que troza los cortes impecables, en la picadora donde prepara la carne picada para exhibirla en la aseada bandeja reina del mostrador y en la otra donde los tendones de las patas son una tentación para la gula incontenible. Mientras tanto la caja sonríe con el efectivo y la libreta negra de anotar soporta con estoicismo el fiado más atroz y descarado. ¡Qué viva el osobuco! ¡La riñonada nos llama! ¡Me da la palomita! ¡La tapa de asado tiene buena cara! ¡Mejor el corte americano! ¡Ah, las fúnebres morcillas con nuez, la fina elongación de las salchichas parrilleras, la infantería nutrida de los chorizos!! Me llevo la tortuguita para cortarla en filetes y guisarla, el vacío para las delicias de la parrilla, carne rostizada y los bifes anchos para tirarlos en la plancha de la cocina a leña para enojo y espanto de la patrona. ¿Y del cogote, la carnaza y el garrón, qué me cuenta? Si me vende una cabeza hago la lengua a la vinagreta y asada me como los ojos para ver mejor y las quijadas para las abundancias espartanas del puchero. Delicia oscura del hígado, trapecio irregular de la cuadrada, la pornografía del cuajo, las curvas del chinchulín, la insoportable levedad de las mollejas y los sesos infaltables para la raviolada del domingo. Los pollos adocenados, el mondongo para acompañar el guiso con porotos, el carré de cerdo apetecible y sabroso, el cordero patagónico esperando el filo del asador. El blanco delantal ya rojizo de faenas, las manos pringosas de trajinar los cortes. Don, ¿no tiene carne para el perro? Por favor ¿Me guarda los menudos para los gatos? ¡Traedlo a Rembrandt para que pinte su “Buey desollado” que yo me lo como entero! Carnicería, quirófano de las reses, de ti salimos con la bolsa de los mandados repleta, los incisivos preparados y los molares al acecho, mandíbula dispuesta. No podrá ser de otra manera, porque los argentinos, de carne somos.


ENTRADA A LA PANADERIA

¡Ay, el aroma denso del pan crocante de noches larga de insomnios repetidos hasta el alba! El ponderable volumen de las bolsas de harina en estibas perfectas, la poderosa levadura evangélica para leudar toda la masa, los conservantes de los que no conviene abusar, la grasa, los implementos infaltables y la bondad invariable del panadero y sus ayudantes. Y ya con la madrugada la trincha gran señora y patrona de la mesa con su hermana rural la galleta de campo de mitades iguales y divididas. El pan flauta con toda su longitud musical y angostura, los puños cerrados de los miñones, el tradicional Felipe durmiendo en sus laureles, las baguetes con su escudo de armas, el acento gutural del pan francés y las variedades tentadoras del pan con grasa como tostados rosetones para apetecerlos de vez en cuando. ¡Ay, delicias del pan de miga de allende el condado de Sándwich! ¡Existencias salvadoras del pan rallado para rebozar la textura charra de la carne para milanesas! ¡Oh, poema circular de las pre-pizzas para hacerlas tentadoras de muzarella y anchoas! ¡Ay, levedad del pan tostado, un manjar crocante para acompañarlo con manteca y mermelada o untarlo con pasta de ajo! ¿Dónde pondré la forma de los cuernitos? ¿Quién cuenta las laminillas multiplicadas del hojaldre? ¿Qué hay en los agujeritos de las marineras? ¿Dónde se fueron los panes de leche, aquellos que comía en los años de mi infancia? ¿Quién endulza el sabor de la crema pastelera? Allá los piononos, dulces tubos de sabor; los bizcochuelos, dos veces cocidos como su nombre lo indica; las tortas elegantes; los postres borrachos. Y para entendidos la finísima oquedad del redondo pan árabe propicio para acompañar los manjares del kepí y el levené. Y los panes ázimos, rituales y milenarios como la misma pascua. Porque una panadería es un ámbito de recogimiento, un reparto de santidad a manos llenas. Me pierdo en el cañaveral de los grisines y las variedades con orégano o salvado; trepo a las bandejas de las facturas y su aroma me penetra el alma: caras sucias, -redondas y morenas-; los vigilantes, ¡qué miedo!; las borlas de fraile redondas y ponderables con dulce de membrillo en su interior y rellenas con dulce de leche y azucaradas por fuera; las medias lunas para festejar la victoria de los otomanos y los cañoncitos, tan apetecibles a pesar de su bélico apelativo y aunque aleves disparen contra el hígado. Ya embriagado de tantas exquisiteces el maestro repostero me guía hasta el jardín de las delicias donde las masas finas se enseñorean presuntuosas. Yo las separo de su papel enmantecado y me doy un atracón, a pesar que la gula es un pecado. Amo los hornos a leña cuando el frío de la noche patagónica cuaja de blanco los techos con su helada transparencia, mientras las manos del panadero y sus ayudantes laboran su partitura de espigas y milagros donde solo falta la multiplicación de los peces o las puertas abiertas de don Juan Riera, panadero.


Por las panaderías se me emblanquece la barba y enharinan las manos y como aquellos discípulos de Jesús que iban por el camino hacia la aldea de Meaux, reconozco al Señor resucitado por su gesto de partir el pan.


YO ANTE LOS ALBAÑILES ME SACO EL SOMBRERO

A una obra en construcción yo entro como Pancho por su casa a pesar de no llamarme Francisco. Nada más apropiado que hacer un replanteo de la obra, plano en mano, donde la escuadra es dueña y gran señora para partir desde las estacas inapelables que marca el linde de nuestros dominios. Y eso para que después la medianera no sea causa de litigio entre los vecinos. Y preparar la zanja para los cimientos y las zapatas porque a nadie como lo afirma el evangelio le gusta edificar su casa sobre la arena. Me siento orondo y a gusto entre la mampostería donde las hiladas de ladrillos dan una forma de laberinto a la edificación incipiente donde el único minotauro es el oficial albañil y donde Ariadna si pasa por la vereda recibe los piropos de los obreros. Las paredes son el imperio de las reglas y las grampas, de la verticalidad de la plomada con su piolín inapelable y de la cuchara de albañil que si se llama Gherardi de apellido mucho mejor. Y ni hablar del nivel y sus maravillas con su redondo vacío de aire que siempre tiene razón si se ubica entre las dos rayas del centro. Y las tenazas, auxiliares dóciles para el entramado de los hierros del encofrado. La masa ponderable y necesaria con sus compañeros los cortafríos obedientes y precisos. El cucharín para los retoques minuciosos del azulejado. El fratás para disimular las imperfecciones del revoque aleve, la llana para ordenar el yeso que nunca debe secarse, para los enlucidos y la argamasa. Y el balde que parece vasallo pero es un rey que se magnifica en el pasamano cuando hay que llenar la losa de hormigón armado. Señorial la carretilla con su milagro de palanca, la hormigonera con su forma y música de panal rumoroso, la pulidora de pisos con si pie redondo y girador entre la pastina usurpadora. Los hidrófugos a veces de la marca “ceresita” o la capa aisladora negra de brea. Algunas filas más arriba de los dinteles el entramado del anillado de hierro del encadenado previsor para el espanto de las rajaduras. Yo quiero hacer un frente con ladrillos a la vista y tomarle la junta con cemento o mejor con piedra laja de Los Menucos o de valcheta! Ay, los plomeros que ya con piezas de plomo trabajan poco y nada; y los carpinteros con su metro infaltable de madera; los pintores con sus escaleras de tijera y sus sombreritos de papel de diario y los electricistas con el teastigo previsor de sus buscapolos. Hay que cargar la mucheta, no olvidarse de curar la losa, preparar el revoque fino unos días antes, y si de él hablamos admirar la precisión selectiva de las zarandas, tamiz mayor de los granulados. Como las panaderías una obra en construcción tiene su aroma característico, su encanto particular. Yo ante los albañiles me saco el sombrero. Por la memoria de mi padre que sé del sacrificio y la intemperie, comer la vianda en la obra y alimentar con las bolsas de cemento vacías la fogata para calentar las manos en los inviernos rigurosos. Rey del oficio, le disgustaban los chapuceros, por eso su apodo de “chapu”.


Viejo querido, si entré solo a una obra en construcción hoy salgo contigo como tantas veces y con todos los maestros albañiles, señores del tablón y la cuchara. Salud y trabajo para todos.


ENTRE FRUTAS Y VERDURAS

¡Qué desborde de colores, de aromas, de sabores inminentes, de formas gráciles al tacto y hasta de sonidos tan particulares que tiene una verdulería y frutería! Todo deslumbra de frescura desbordando las formas rectangulares de las jaulas. Verbosidades de la acelga con sus tallos blanquecinos, las variedades de la lechuga que n os cuenta huertas y almácigos, su pariente la escarola y la silvestre amargura de la chicoria que hace bien para la circulación de la sangre. Y los tallos del apio, hojarasca y raigambre junto a la estilizada silueta de los ajos puerros y el haz prieto donde los espárragos se asemejan a húsares bizarros y escogidos. ¡Cómo no extasiarse ante la redondez bicolor de los rabanitos tentadores y ni que hablar de las ristras de ajos colgadas estratégicamente para exorcizar males y estrecheses! Las cusas elípticas, los morrones ora verdes o colorados, la gema esmeralda oscura de los zapallitos de tronco. ¡Qué fiesta para la cocción cuando se hacen rellenos, o rebozados o fritos!!! El brócoli con su escudo nobiliario, la chaucha curva y tradicional en bandejitas preparadas, los abuelos choclos con sus barbas rubias y vestidos con smoking verde. El hojaldre circular del repollo, col necesaria para envolver niños, las alcachofas raras y cabezudas que cuando silvestres se llaman alcauciles; anaranjadas y fálicas un kilo de zanahorias vale una hora de espera y yo las pongo en la balanza que debe marcar el peso justo. Y del berro ¿Qué me cuenta? ¡Linda fruta la berenjena!! Solía decir un amigo valchetero. Innumerables las cabecitas de la cebolla para llorar a destajo y sin duelo. Y que humildes las papas terrosas y nobles, amigas del hombre para combatir el hambre. Y de la batata ¿Qué me dicen cuando uno se trabuca? Yo me emperejilo de pies a cabeza y meto la nariz entre los manojos del cilantro. ¡Qué aroma el del hinojo! ¡Qué nombre el del coliflor!! ¡Qué color el de las paltas señoriales parecidas a pomos bermejos! Porque no soy ningún nabo hablo con los zapallos de todas las variedades: el anco, el criollo ¡Qué sé yo!! Me estremezco: veo los ajíes de la mala palabra, rojos y pequeños para inflamar el paladar con su calor de brasas encendidas. Allá los canutos esbeltos de las cebollitas de verdeo y más acá las manchas rojas de sangre –asesino- me dice la remolacha. Y los verdes pepinos ¡Qué invitación para las manos! Si hasta me pongo colorado como un tomate mientras a mi lado las endibias me dejan verde de envidia. Me lleno las manos de kinotos, calo la sandía, sopeso los melones, me pincho con la cáscara fósil del exótico ananá, me encaramo al banano para bajar un cacho amarillo y dulce como la miel. El sabroso coco todo barbudo por afuera me espera recóndito de dulzuras. Las ciruelas, las cerezas, las guindas que no se deben romper, las frambuesas, las nueces para cascar. Pruebo una y pruebo otras, pruebo todas… El aroma denso de las manzanas las hace deliciosas como su apelativo lo indica, arenosas o verdes. ¡Que edén recobrado, fruta prohibida! Elijo un damasco que algunos llaman albaricoque, lo miro, lo masco ¡Qué ambrosia de dulcísimo sabor! Los duraznos con su piel ingrata Quiero probar otra vez los japoneses que comía goloso y a hurtadillas en los años de mi infancia, o sino los rojos pelones repetidos y circulares como pequeños bochines. Quiero una chica buena mandarina, busco mi media naranja. ¡Qué susto, la bergamota!!


Me quemo las manos con los soles del pomelo y desecho la acidez de los limones amarillos y orondos. Yo me compro un kilo de kiwis porque aportan mucha vitamina c. Las peras ¡qué formas íntimas, qué jugosas! Y más allá los racimos plenos, la uvada completa, parral caído, madre del vino ¡¡Qué venga un pintor para componer su naturaleza muerta!!! Compro, compro, Abandono el local mientras pelo una naranja sin pepitas para dármela como decía Cervantes “monda y desnuda”. Me voy. Adiós bondades y dulzuras, beldades de la buena mesa. Adiós otra vez, hasta pronto, hasta mañana, hasta cuando tenga ganas.


DE MECANICOS Y TALLERES

Algunos mecánicos para ir a trabajar se visten de frac. Uno de ellos se llama Héctor y es mi amigo. Suele usar una gamuza amarilla en el bolsillo superior de su overol y un trozo de estopa casi permanente entre sus manos. Uno los observa y dan la impresión que para ser directores de orquesta sólo les falta la batuta; porque para ellos poner a punto un motor es como afinar un stradivarius que si queda regulando su armonía iguala a la de la mejor de las sonatas para piano. En sus lugares de trabajo, los talleres, son una fiesta para los cinco sentidos. Andan a sus anchas entre aromas varios y característicos –nunca se debe decir olores- los que sí por separado no dicen nada juntos definen la quintaesencia de un taller: el etéreo y volátil de la nafta y de su primo pobre el gas-oil; el de los lubricantes donde la reina grasa hace también las delicias del tacto; los de la oleosidad diversa de los aceites; el resultante de la combustión de los motores en marcha y hasta los indignos del carburo que si solo repugna aliado a los otros hace a las inquietudes de los más exigentes perfumistas franceses. La morsa implacable; el tablero de herramientas donde la familia Bhaco predomina indiscutida; las flatulencias delatoras del compresor; el torno siempre servicial y salvador, vasallo fiel; la fresadora que siempre da una mano; el complejo auxilio de las poleas, tarzán de las cadenas; la veracidad inobjetable del calibre y hasta el alambre siempre versátil y necesario. Y el paraíso de los abarrotes con los salvadores tarritos llenos de tornillos, arandelas, tuercas, como un bazar oriental repleto de minucias para grita como el sabio: ¡¡Eureka!! ¡Los y fanfarrias para los mecánicos argentinos! Yo quiero descender a la profundidad oscura de la fosa para ver el mundo distinto. Observatorio privilegiado, honduras del conocimiento, lupa escrutadora, edén del indiscreto, examen riguroso. Extasiarme contemplando los invariables calendarios que exhiben señoritas ligeras de ropa o casi sin ninguna, lo que es más placentero para los ojos. Contemplar como se extrae un palier, ver como el cigüeñal transforma el movimiento de las bielas, ponerme el impertinente para darle luz a los platinos, hacer fuego con la chispa de las bujías. ¿Y qué me cuentan del traspatio del taller? Cementerio de partes, piezas inútiles, repuestos inservibles, cubiertas rotas, latas de grasa, baterías agotadas y cebaduras viejas de yerba. Hemos también de saber que todo taller tiene sus amigos infaltables: los habitúes que cumplen con el rito de la visita cotidiana porque sencillamente son amantes de los fierros, de la lectura compartida del diario y de las charlas sobre fútbol. ¿Y qué taller no prepara su auto de competición? ¿Salve, mecánicos de mi tierra, inteligentes y habilidosos!! Qué en vez de cerrarse cada día se levantes más persianas y que haya trabajo para todos. Ustedes se lo merecen.


UNA CRONICA SERVICIAL

Una estación de servicio es un santuario pagano. Sahúman los lubricantes como el mejor de los inciensos. Se expenden los combustibles por litros en horres sedientos. Es un hábito necesario para la lectura del diario, para la charla con los amigos, para los chistes pesados. Sala de primeros auxilio de los autos hay estaciones y estaciones. Están las urbanas y las que apartadas en las rutas no dejan de tener su magia particular. Llamativas e invitadoras con el atractivo de sus luces de neón son como un faro para quién viaja kilómetros y kilómetros en la noche. Son una isla iluminada con los surtidores en fila con sus mangueras de marcianos como robots cibernéticos. Sólo me dan pánico cuando los veo con sus mangueras cruzadas y vengo escaso de combustible. Al lado el motel acogedor anónimo e impersonal para reponer nuestras fuerzas. Y allí el restaurante tentador con su tenedor libre en el que si paran los camioneros, debe ser bueno para yantar. Pero si tenemos algún desperfecto mecánico adosado está el taller y la gomería servil con calibres y compresor. Y el servicio de lavado y engrase para dejar todo reluciente. Aunque a veces solo usamos el baño salvador, con los retretes bien limpios aunque haya que oblar alguna moneda para su buena higiene y mantenimiento. Si acaso llueve y la lluvia golpea el parabrisas cuyas escobillas barren incesantes su superficie de cristal para ver a una de esas estaciones de servicio perdidas en el desierto es como para sentirse todo un Jack Kerouac de los caminos. Adentro en las vitrinas las pilas de lubricantes, las latas de grasa, los pomos de líquido para freno y para transmisiones, los filtros de aceite, el agua destilada, los refrigerantes, algunas baterías y la estopa omnipresente para todo servicio. Allí la quincalla de poco valor, los almanaques con señoritas agradables y sensuales, los ceniceros de propaganda, los banderines deportivos y en el lubricentro vecino toda la tentación de productos para quiosco. Afuera los patrones de la playa: el agua, los matafuegos, los baldes con arena, los letreros de no fumar y las flechas indicadoras para no perdernos en su laberinto. Y abajo enterrados en lo subterráneo los tanques previsores usurpando el subsuelo con su contenido líquido e inflamable. ¡Ay, la gasolinera cercana, los oportunos bidones, la manguera impertinente, el aroma volátil de las naftas!! Oasis con hidrocarburos ¡qué encanto particular sino fuera por el bolsillo que sufre para llenar el tanque siempre menguado y exigente!! Los diferentes colores de las naftas, el rojizo del kerosén, los surtidores con indicadores digitales a los que hay que mirarlos bien cuando el sol encandila para que nos cobren el precio justo; hasta el gas natural comprimido, la econafta y muy pronto el hidrógeno. Ecología y ciencia que se estrechan la mano. Pero yo, -perdón- solo vengo a inflar la rueda de mi bicicleta.


YO QUIERO SER UN MAESTRO QUESERO

Me coloco la gorra de cocinero y el guardapolvo blanco que identifica a los artistas de la alta cocina, porque hoy con enorme agrado y pasión de sibarita soy un maestro quesero. Me extasío ante las fragantes estibas de los redondos manjares derivados de la leche, aunque también a decir verdad hay algunos que son rectangulares, cuadrados o con forma de pera. Embelesado los miro unos sobre otros donde predominan indiscutidos con sus colores negros, colorados, blancos o amarillentos conforme a su tipo y calidad. Los huelo como una fina nariz especializada cual la de los perfumistas franceses. Los palpo, los levanto de su lugar de reposo y hasta me animo a darlos vuelta como sus secretos de fabricación lo indica. Si me los acerco a la oreja hasta creo escuchar su lenta maduración, su metamorfosis interior. De sabores ni qué hablar. Solo que es recomendable ser acompañados de los vinos especiales que se hacen compañía de buena vecindad. Escudriño con atención de especialista las hormas profusas de los quesos. Leo las etiquetas que me cuentan su historia particular, me delito con las atractivas chapitas que los identifica para contarnos sus ocultas bondades y su lugar de origen. ¡Quiero probarlos a todos!! Darme un gran atracón a pesar que la gula es un pecado. Tomo un provolone y me lo imagino rostizado. Elijo un roquefort e hinco la rodilla en tierra porque sé que es el rey de los quesos. Opto por un gruyere y quiero tajarlo para apreciar sus agujeros, porque si la pasta está bien amasada el tamaño de éstos no debe ser más grande que el carozo de una ciruela. Veo un camembert y presuroso corro a comprar una rojiza botella de borgoña, aunque los entendidos me digan que va bien con una buena sidra. Soy un verdadero entendido, leo a Virgilio y a Plinio que descubrieron sus cualidades nutritivas y estimulantes y yo sumiso les hago caso. Miro al salvador cuartirolo. El muzzarella es un lujo para la redondez de las pizzas. Me llevo un edam. Para postre acompañado de dulce de batata o de membrillo escojo el círculo de sabor del chubut. El cheddar me inspira para escribir una oda. El gouda despierta mi vocación de gourmet. Me llevo un emmenthal y me quedo con las ganas de catar un brie, acompañado por una copa de un buen armagnac. Mirando los quesos soy un exquisito como cualquier refinado habitante de la isla de Sibaris. Los de rallar son un manjar para comerlos con pan y aceitunas. Los que vienen en barra son ideales para los emparedados y los tostados de miga, tan tentadores y oportunos. Pero los quesos también tienen su aspecto metafísico que ha sabido desvelar a filósofos y científicos. ¿Dónde se van sus agujeros? ¿Son preexistentes a la masa de los mismos? ¿Podemos decir de la redondez de un queso que su centro está en todas partes y su circunferencia en ninguno? ¿Quién descubre su cuadratura? Interrogantes tan acuciantes para un amante de los quesos a pesar de los que dicen que son asuntos rampantes y bizantinos. Salvador Dalí, reconocido maestro quesero afirmaba que la ciudad de Nueva York era un roquefort gótico y la ciudad de Chicago un camembert romano. Yo poeta y cronista de naderías sentencio que el queso es un subproducto de la leche y ésta de la vaca la que como todos sabemos “es un animal forrado de cuero”.


DE ESPECIAS VIVIRA EL HOMBRE

Desde los tiempos más remotos el hombre supo meter mano a las especias de todo tipo, color, olor y sabor. Junto al oro y las joyas: regalo de reyes. Moneda para el pago de rescates han significado poder y riquezas para quienes han controlado su tráfico y comercio. Dieron esplendor a los pueblos que las supieron monopolizar y supo nacer de ellas el arte de condimentar. A mi me gusta contemplar los especieros ordenados en las alacenas y el gusto de destaparlos y olerlos es incomparable. Su aroma me perfuma el alma. Me trae recuerdos de mi madre y de su cocina sabrosa y sencilla. Escribiendo esta crónica me siento un Marco Polo, un Colón, un Vasco de Gama y como dice la Biblia “acerco los tamos a mi nariz”. Tengo en mis manos polvo de achiote, que sirve como colorante de quesos, helados, salchichas y cremas. Y para la carne y los embutidos quiero una pizca de las delicadas hojas de ajedrea, condimento picante para rebozar pescados. La albahaca para la salsa pesto donde es reina y señora desvela las delicias de cualquier mesa que se precie, o un pellizco para la base de las pizzas. De albahaca son mis recuerdos y de albahaca los olores de la cocina mediterránea. Para los guisados yo quiero utilizar alcaravea con sus tallos, sus semillas y las raíces primarias. Y quiero que con el extracto de sus semillas que me preparen Kümmel, licor de los dioses. Me veo saborizando los panes con las semillas de amapola y también los dulces y los pasteles. ¡Un manjar!! Dadme anís para las tartas y los licores y el cielo derribado del anís estrellado para condimento de las carnes y con su aceite hacer pastis. ¡Salud! Al apio lo quiero mucho, ya sea en ensaladas o aromando la sopa y el puchero, ¡qué rico! Me pongo exquisito y manirroto. A las estigmas del azafrán las apetezco ya en hebras o en polvo. En vasijas pequeñas es un diminuto tesoro de color y de sabor. Me pongo exigente y sólo quiero comprar el procedente de “cierta región de La Mancha” porque no solamente de quijotes vive el hombre. Ante la canela me saco el sombrero. Para el café una delicia, para maridar con los postres, para el ponche y los pasteles. En rama o en polvo nunca ausente. Corteza derribada, fragante y fina. Compro cardamomo si me encuentro holgado de dinerillos para los panes y los curries. Si es el de Ceilán soy Gardel. Del cebollino solo expreso que sus hojas son ricas en la ensalada y para aromatizar los quesos. Todo un arte. El cilantro se ha impuesto a trompicones en la alta cocina de todo el mundo; señor en la sopa y para sazonar potajes y platos con carne y pescados. Me gusta pero sin abundar. El clavo tiene historia y prosapia. Son los capullos secos de la flor del clavero: para marinar las carnes: clavo, clavo y clavo. Yo ante el comino pongo la capa: para las empanadas, infaltable en el cuscús, está como un señor en mi especiero. Del curry poco hablo porque suele mezclar entre 16 y 20 especias distintas. En la india es el rey y en Madrás se hace fuerte y picante.


Para los exquisitos la cúrcuma. El daikón con su forma de rábano para ensaladas o como guarnición. La endrina con cuyas bayas se preparan mermeladas y jaleas. El epazote, pariente del cilantro, para guisados y platos con alubias. Señores estoy nombrando al estragón y me pongo de pie. Su sabor es único y característico, ingrediente esencial de las hierbas más finas. De la galanga utilizo las raíces para los embutidos. La hierbabuena es una gran señora de los platos: por mi ascendencia árabe la tengo entre mis preferidas y la cultivo en mi jardín. Su aroma me llena el corazón de recuerdos. El hinojo con sabor de anís, ya crudo o cocinado. El hisopo para los platos con frutas. El jengibre está en un pedestal. Su raíz es un condimento esencial para muchos platos. Para la salsa bechamel el macis. La mejorana ni hablar con las verduras y los huevos: relaciones de buena vecindad. El laurel merece toda una crónica por sí solo. Tiene antigüedad, linaje, nobleza, honor, gloria, arquitectura y literatura. Sus hojitas sahúman como un incienso pagano y gastronómico. Salud hojas de acanto. La mostaza tiene la humildad que le dejó el evangelio. Pequeña pero fuerte. Vale oro. La nuez moscada me trae recuerdos de mi infancia con su exótico y pequeño rallador. Si del orégano hablamos lo remito al lector al poema de las Odas Elementales donde Pablo Neruda supo glosar sus maravillas. De perejil somos. Nos emperejilamos por cualquier cosa. Siempre está a mano. Verde y salvador. Quiero plantas tan grandes como para dormir la siesta bajo su sombra. El pimentón nunca falta: esta siempre preparado para aderezar los pulpos y los platos típicos de la cocina española. Por las pimientas muchos dieron sus propias vidas. Están siempre presentes. Son imprescindibles. En todas sus variedades. Merecen un poema, una crónica y mucho más. Y de la sal, de donde viene la palabra salario, se puede escribir muchos libros, hacer una Biblia con su historia que es en definitiva la historia del hombre. Para el asado de cordero dadme romero. Para condimentar aves viva la salvia. La pasta gruesa de tahini la tengo en frascos que atesoro para condimentar los garbanzos y toda la cocina del Oriente Medio. Cuando salgo a caminar por la estepa patagónica vengo con manojos de tomillo silvestre entre mis brazos. ¡Que aroma para aderezar las salsas! La vainilla tiene una larga tradición repostera. Se extrae por la fermentación de la vaina de una orquídea trepadora. Y así ha sabido trepar a las cremas, los helados, los pasteles y cuantas otras delicias. El último párrafo es para el wasabi que merece un ditirambo. Rábano picante japonés para condimentar el sushi y el sashimi, pequeños bocadillos de sabor tan atractivos como para pintar una naturaleza muerta. Se de mis limitaciones. Pido perdón. Seguro que hay omisiones vergonzosas. Especias de todo el mundo, perdonadme si faltan algunas: ¡Qué tengáis larga vida!


ENTRE ESFERAS CIRCULOS TONDOS Y MANDALAS

La luna es un círculo de estaño en el cielo. La pelota de fútbol es un tondo que se patea. El rosetón de las catedrales es un calidoscopio redondo de formas y colores. La naranja es una circunferencia de sabor. Los huevos de dinosaurios son esferas que pesan lo que valen. Las tectitas son pequeñas bolitas. Y así podemos seguir porque al decir de Tácito “en todas las cosas parece existir como ley un círculo”. El círculo tiene misterio y magia. Es una de las formas más arquetípica de la naturaleza. Emblema principal en muchas banderas del mundo. Forma perfecta a la que algunos viejos matemáticos soñaron buscar su cuadratura, como algunos teólogos el sexo de los ángeles. En el círculo está simbolizado el infinito, la rueda de la vida, el eterno devenir, porque en él, según Heráclito de Efeso “se confunden el principio y el fin”, la serpiente que se muerde la cola. No en vano afirmaban los antiguos que “el universo es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. La rueda de una bicicleta tiene tanta belleza como la Divina Proporción. La esfera de un reloj de bolsillo nos subyuga por sus enigmas. Un plato sobre la redondez de una mesa nos invita al ágape y la amistad. El cero tan simple y visual puede significar la nada o el todo. “Porque el uno dividido por cero produce el infinito. Es decir la totalidad”. Y el cero es redondo como la boca de un tonel. Como una rotonda. ¿Acaso las celebraciones tribales danzando en torno al tótem o el rehué de los mapuches no son un mandala humano para concentrar la energía toda del universo? ¿Y las chozas de los pueblos originarios de casi todo el mundo, incluidos los esquimales, no son más redondas que una moneda antigua? ¿No es el poste un centro del redondel donde son fusilados los condenados a la pena capital? ¿El chamán no danza acaso describiendo círculos para entrar en trance y profetizar o sanar a los enfermos? ¿El monumento megalítico de Stonhenge en Bretaña no es una gran circunferencia de piedra donde pueblos de la antigüedad celebraban sus ritos mágicos integrados al ojo del cosmos? ¿No es el mismo ojo un redondo contenedor de humores? ¿En la Cueva de las Manos entre centenares de improntas no hay pequeños círculos? Un mandala es un milagro de perfección. Una consecuencia del desarrollo espiritual de los hombres sabios de la India y del Tibet. ¿Centro o circunferencia del mandala? Se preguntaba Julio Cortázar. Rudolf Arnhein escribía que “los objetos esféricos y circulares son forasteros privilegiados en nuestro medio”. Y que “al no conocer la vertical ni la horizontal, la esfera o la rueda no tienen relación con el sistema cartesiano y están exentas de sus restricciones”. Los tondos son obras de arte encerradas en círculos. Hércules y Atenea de Duris, La Virgen con el Niño de Miguel Ángel, la Madona del Magnificat de Boticelli, la de Rafael, donde el marco redondo delimita el espacio. En una antigua viñeta bíblica el Creador con un compás en la mano está midiendo el redondel del mundo. El disco del discóbolo vale tanto como la figura toda. El sol espectacular del cuadro de Van Gogh tiraniza al sembrador y al árbol. Las plazas redondas de alguna forma rompen la simetría de algunas ciudades. La columnata de Bernini crea un espacio circular porque quiere abrazar el mundo. Las redondas


manzanas de Parque Chass presagian el laberinto. La ciudad de Pinamar se concentra como los círculos de una piedra que mueve las aguas del estanque. Mediante círculos la famosa “giradora” de los tehuelches buscaba el camino de los antepasados para ascender al paraíso. El aro de fuego. Los anillos de los desposados. Los ojos de buey. Las cúpulas de las catedrales, los rodamientos. El círculo nos precede y nos explica. Y también nos enseña sobre la fugacidad de esta vida terrenal y efímera, porque no somos otra cosa más que una simple pompa de jabón que en el aire se desvanece, por más redonda que sea.


ENTRE FLAUTAS Y SIRINGAS

Soy un ratón más junto a otros miles que saliendo subyugados de sus cubiles y de sus agujeros vamos en pos de la música embriagante del flautista de Hamelín. Me observo escuchar embelesado en los días redondos de mi infancia la siringa del afilador y adivino las chispas de la piedra de afilar sobre el acero brillante de cuchillos y tijeras. Con el perdón de Rubén Darío y su responso, como otro Verlaine de estos tiempos “le doy a la siringa agreste mi acento encantador”. Quiero glosar a Pan, el dios griego de la fertilidad y los pastores, habitante de Arcadia, del que proviene el término “pánico”, portador de cuernos, largas orejas y patas de carnero que al perseguir a una ninfa para someterla, la pérfida se convirtió en caña dejándolo amargado y melancólico hasta que con el correr del tiempo a falta de mujer, bien pudo decir el sátiro, buena es la siringa. Escucho en el cañaveral como aquel viejo campesino los sonidos del viento en las cañas quebradas y a la mañana siguiente con mis propias manos voy dando forma y sonido a la zampoña. Tocando mi flauta me siento como el encantador de serpientes del bello cuadro del aduanero Rousseau. Flauta dulce quiero decir, nunca amarga. Como la piritaña que hacen los muchachos alegres con las cañas del alcacer. O de carrizo, de cebada, de azúcar, de calabaza, de hueso de llama, de piedra. Fístula. Tibia. Flauta. Quiero hablar con el silencio. Soplar la flauta vertical del pinkillo. Darle a la quena las notas agrestes de su paisaje. Acariciar la boca redonda del sikus como los labios morenos de una mujer campesina. Hacer brotar del cuerpo pequeño y apretado de la pifilka el canto perdido de los viejos mapuches. Tener la boca grande para tocar la armónica que también se llama flauta. Quiero reunir muchos flautistas para que dancen los pueblos. Para hipnotizar a los incautos. Para que la cobra lentamente salga del encierro de su cesta de juncos. Para librar a los poblados de las plagas de ratones y otras sabandijas pequeñas y molestas. Para enamorar a las ninfas en la espesura de los bosques. Para mi propio concierto y regocijo. Para que el viento pase por sus tubos y toda la música del Olimpo baje a la tierra para alegrar el corazón de los hombres. Flauta, flautín, zampoña, siringa, fístula, caña, tibia, hueso, sikús, quena, pinkillo, pifilka, armónica, dulce o traversa, simple o compuesta, artesanal o mecánica. Quiero escribir esta crónica en su homenaje. Que le broten notas a las palabras. Que la música escape del papel. Que la crónica raye en el elogio descarado. Que tenga todo el tiempo del mundo, hasta que las velas no ardan o simplemente “hasta que le suene la flauta al burro”.


CRONICA DE UN POETA EN VALCHETA

Me levanto bien temprano con el ánimo dispuesto. Desayuno frugal: cada tres días té negro sin azucar y al cuarto café con tostadas. La lectura de los diarios me dispone para comenzar el nuevo día. Si el tiempo está lindo voy a mi trabajo caminando. Busco la sombra de los árboles mientras los ligustros y aromos sahúman la mañana como un incienso pagano. Si está el turno de riego, el agua que corre por las acequias se incorpora a mi bienestar porque predispone mi ánimo con su bucólica frescura y su rumor sediento de huertas y jardines. Los vecinos me saludan por la calle con un don Jorge y “se me acercan con su montón de cosas y yo las acaricio” como dice la letra del tango “Viejo Discepolín” de Homero Manzi. Voy sintiendo la presencia del arroyo y de los árboles de la ribera. Y desde sus asentamientos habituales o desde el aire hay graznidos alborotados porque se saluda mi paso con salva de loradas. Es que ellos me conocen y yo también. A veces de puro traviesos quieren participar bulliciosos y parlanchines en mi salida diaria del programa radial “Agua Fresca”. Yo los dejo porque a veces los loros son compañeros de nuestra soledad y hasta converso con ellos y les aconsejo que pasen un buen día si hacer mucho desastre en los cables y los sembrados. Y ellos entienden porque saben que los quiero. Según los pronósticos y eso “ya se siente”, hoy va a apretar la canícula. El bochorno del día pondrá su proa hacia altas temperaturas. Algunas rachas como espejismos levantarán sus vahos de la calzada. Y uno buscará después del almuerzo el frescor del dormitorio para el solaz de la lectura y de la siesta reparadora y asaz servicial. El sol redondo de la tarde calcina y languidece las támaras de los árboles y las flores de los jardines. Todo se dormita y achaparra. Una gran lasitud espera el crepúsculo para regar si la presión del agua en los atanores lo permite. Yo conforme a su procedencia he bautizado con nombres a mis plantas de interiores y del minúsculo jardín que poco puedo atender. Hasta los árboles de mi casa tienen apelativos familiares. Mi aguaribay se llama “Don Memo”, mi granada “Nahuel”, y algunas de mis plantas “Soy del Sur” y “Pelito”. Y cuando yo les hablo se ponen contentas. En la noche como buen descendiente de árabes me gusta tener algún amigo de invitado a la mesa, Y algunos manjares para el buen “yantar”. Miro algo de televisión en el canal “a” o los programas que me gustan. Y luego las horas de lectura donde alterno entre cinco o seis libros que leo a la vez, según el buen consejo y tino de mi amigo Juan Carlos Irízar, que de eso sabe mucho. Por supuesto que me gusta bañarme y ponerme ropa limpia. Debo mencionar a Irma, mi compañera de vida, que entiende y sobrelleva mis locuras con un estoicismo que es digno de imitar. Sin ella no sería nadie. También suelo repetirme algunos refranes que me gustan como ese de andar “a los palos con las águilas y a las patadas con los pichones” y otros de mi repertorio que tanto me divierten. Ya pasada la medianoche me dispongo a dormir. Trato de hurtarle a mi mundo onírico algún número para ganar en la quiniela, pero es en vano. Casi nunca sucede. Los párpados cansados se me cierran y mientras encomiendo a Dios mi sueño pienso: mañana será otro día y ya no me acuerdo de nada.


A MI ME GUSTAN LAS BARRACAS

A mí me gustan las barracas. Pero esas de la tercera acepción del Diccionario de la Lengua Española que se definen en América como “edificios en que se depositan cueros, lanas, maderas, cereales y otros efectos destinados al tráfico”. Esas que hacen acopio de frutos del país. Amplias, con portones de chapa corredizos, mampostería de ladrillos a la vista, sin ventanas y con el piso enlucido de cemento con las juntas de dilatación tomadas. Si yo fuera el dueño les pondría nombres de fantasía acordes a la zona en que están ubicadas como “Viento Andino”, “Línea Sur”; o si no con reminiscencias del país de aquellos acopiadores pioneros que vinieron de países del oriente como “La Flor de Siria”, “Los Cedros del Líbano” o como aquel español que la bautizó con el nombre de su pueblo natal, allende en la Madre Patria: “Barraca Arboleas”. Me gustan las barracas y observar las tareas especializadas de los clasificadores de lana, ver las estibas de los fardos de polietileno de 220 a 300 kilogramos de peso, como una montaña blanca de vellones prietos. Observar como se aparta la barriga (de precio inferior); como se teme a lana picada con sarna; como se aprecia un buen lote para hacer el calado. Porque como en todas las cosas de la vida hay lanas y lanas, de finuras y rindes distintos. Me gustan las barracas. Mirar la precisión inapelable de la báscula con su pesado pilón que es atraído por la fuerza de gravedad; la prensa hidráulica con su motor eléctrico y cajón con rieles. Admirar la pericia de los trabajadores para cargar el camión donde los bultos son elevados por la pluma y acomodados con los ganchos. Me gustan las barracas. Controlar como se hace el romaneo, cuyo nombre viene de la romana, a la cual como dice el refrán nunca hay que cargar. Ver como se pelan los cueros cuando tienen algo de lana, como se secan, como se salan. Saber que si están cortados valen menos. Los de vacuno, los de capón, los de cordero, los de equino, los de cabra; cada uno con su precio distinto. Me gustan las barracas. Acopiar pieles de zorro. Los grises, grandes y chicos; los colorados, de primera y de segunda; bien estaqueados para que no desmerezcan. Y comprar pluma y cerda, frutos livianos de los campos patagónicos. Pero prefiero el pelo de cabra con su blancura leve; eso sí: sin puntas amarillas porque vale mucho menos. Me gustan las barracas. Con su olor característico y acre como a campo abierto. Con el trajinar de los obreros que conocen el oficio de memoria. Riqueza estibada y clasificada bajo el techo parabólico esperando los camiones para ir a otros destinos. El escritorio, corazón de la barraca, me gusta menos, pero es imprescindible para todo buen negocio. Papeles, formularios, precios, fluctuaciones conforme al mercado mundial, certificados, burocracia, transferencias, fluctuaciones de la economía y del tipo de cambio, acoso del fisco y cuántas otras yerbas más. Me gustan las barracas y por eso pido prosperidad para todos. Para el productor que siempre sufre, para el acopiador paciente, para el exportador que confía en el país y también para mí, aunque solo me compre un buen suéter, producto final de tanto ajetreo.


QUIERO HACERME APICULTOR

Ya los almendros comienzan a florecer en el vergel del valle como diciéndole adiós al señor invierno que mañana hacia otros fríos pondrá su proa. Las támaras de los sauces llorones se inclinan reverentes hacia las aguas del viejo arroyo mesetario comenzando a vestirse de un verde incipiente. Las jarillas crespas y siempre verdes entran en floración por el milagro de la primavera. Luego verdecerán los mimbres, los álamos altos y enhiestos y en las chacras el milagro de las viñas, preludio de la abundancia de los racimos y del buen vino chacolí. Y en los cuadros de secano el aroma embriagante de los alfalfares en flor que marean como un mar. Por eso en esta estación con más gracias que las del famoso cuadro de Sandro Botticelli, quiero hacerme apicultor. Amigo de las abejas y de los enjambres para llenarme la boca con la incomparable dulzura de la miel. Y sentirme a mis anchas ante esos insectos “himenópteros, de unos quince milímetros de largo, de color pardo negruzco y con vello rojizo, que vive en colonias, cada una de las cuales consta de una sola hembra fecunda, la reina, muchos machos y numerosísimas hembras estériles, incapaces de procrear, que habita en los huecos de los árboles o de las peñas, o en las colmenas que el hombre le prepara y produce la cera y la miel”. Me coloco la indumentaria apropiada para prevenir la picadura de los afilados aguijones y tomo entre mis manos como un obispo episcopal los implementos para ahumar y calmar la belicosidad de los insectos que verán interrumpida su melifica tarea. Recorro entre acequias y pastizales las rumorosas colmenas y se me enjambra el corazón cuando levanto las alzas. ¡Qué milagro de ambrosia dulcifica ambarina mis horas de apicultor! Me entero si hay panales silvestres y en entero que la palabra en su etimología procede de pan, por ser un conjunto de celdillas de cera llenas de miel y que al castrar la colmena sale en forma de pan. Me solazo al pensar que los zánganos, que no trabajan ni hilan, pagarán cara su osadía en el invierno cuando las abejas hembras los maten para que no le coman su alimento y porque uno de ellos después de fecundar a la reina habrá también de perecer. ¡Qué triste destino! Yo quisiera ser un privilegiado y observar el vuelo nupcial donde en el tálamo del aire al salir la reina virgen el zángano más veloz y fuerte la fecunda, en su efímero momento de gloria. ¡Quiero probar el polen porque trae juventud y salud; y los propóleos, esa substancia cérea con la que bañan las colmenas! ¡Como Juan el Bautista quién pudiera ser anacoreta para alimentarse solamente de langostas y de miel silvestre! Quero prevenir las enfermedades de la colonia, usar el extractor para usurpar las dulzuras, esperar con paciencia la cosecha, preparar los recipientes, etiquetarlos con los rótulos del emprendimiento y mirar al trasluz la ambarina belleza que después en ordenadas estanterías sólo esperará ser consumida en las mesas familiares. Quero hacerme apicultor, sentirme el señor de las abejas, soñar que soy el rey del apiario, llamarlas a todas por sus nombres, reconocerlas por su vuelo y escuchar la música monocorde de sus enjambres para tener una relación de buena amistad. No en vano Eloy Martínez tituló a su novela “El vuelo de la reina” y el nicaragüense Rubén Darío en la voz del hermano Francisco le dijo al lobo de Gubbia “que Dios melifique tu ser montaraz”.


Yo hago lo que puedo. Me voy con mis panales a otra parte. AdiĂłs abejitas, enjambres y colmenas. Y nos veremos. Hasta maĂąana. Hasta mĂĄs ver. Hasta siempre.


PELUQUERIAS ERAN LAS DE ANTES

Hay que encender uno por uno todos los pabilos porque hoy penetro al recinto de una peluquería, pero una peluquería de las de antes. Me saco el sombrero y junto con la campera de abrigo las cuelgo en el perchero, guardián impávido del salón. La gentileza del barbero me saluda como anticipando las confidencias que vendrán con la charla amena abonada por muchos años de buena relación. Tomo asiento en el sillón giratorio que cuando el fígaro comienza a trabajar me enseña toda la perspectiva panorámica de este santuario pagano destinado a los feligreses del aseo masculino. Es incomparable la música estridente de las tijeras modelando el corte pedido por cada cliente. Las manos hábiles del peluquero, (que no es peligroso como mono con navaja ni tampoco en estado de ebriedad como rezan los refranes), recorren la pelambre como un Miguel Ángel sacando lo que sobra. Yo me observo en los atractivos y cálidos espejos biselados con forma de tríptico como en algún retablo de los pintores renacentistas. Miro los objetos infaltables: la laboreada navaja de acero toledano guardada en su estuche; los peines, algunos de cola como los pianos de concierto; las máquinas manuales de rapar y entre ellas la temida doble cero de los años de mi infancia; como una concesión a la modernidad las afeitadoras eléctricas; el algodón que embebido en alcohol es pasado por la nuca recién rasurada y libre de la molesta pelusa provocando una incómoda sensación sobre todo si estamos en la estación del señor invierno; las bacías para preparar la espuma junto a las brochas; los serviciales cepillos que se llevan los pelitos invasores; las sábanas que se anudan al cuello como grandes baberos y para los más exigentes los secadores eléctricos y las bachas con agua tibia para el lavado previo. En un anaquel invitador la tradicional gomina; los modernos acondicionadores de efecto húmedo de colores vivos; la variedad de colonias y perfumes; las redomas con esencias; los vistosos y ventrudos atomizadores con su perilla de goma para asperjar el cabello antes del peinado final; los redondos espejos donde el irón nos hace observar el corte realizado para saber si estamos conformes. Yo recuerdo con nostalgia aquella peluquería que frecuentaba en los años de mi juventud sita en mi ciudad natal de Bahía Blanca, que también agregaba como entonces era costumbre un salón para el lustrado de zapatos y se ofrecía en sus escaparates los tentadores enteros de lotería para los amantes de la diosa fortuna. Y nunca podremos olvidar aquella peluquería de los años de nuestra infancia, de la que siempre guardaremos un recuerdo ambivalente; porque cuando hemos sido niños la odiábamos como a la pócima de aceite de ricino y a la tortura de bañarse, pero una vez pasado el tiempo la añoramos como a casi todas las cosas felices que se perdieron para siempre. Mi pueblo de adopción, -mi lugar en el mundo-, tiene una larga tradición peluqueril y reconocidos barberos dejaron la impronta de sus anécdotas y recuerdos, siendo siempre mentada aquella sentencia de uno de ellos que sabía decir ante el estupor de los clientes que en este delicado oficio “había que encontrarle la coyuntura al pelo”. Otros tiempos. El progreso que es inclemente las va llevando al desván de las cosas idas. Quedan pocas. Yo las prefiero y por eso esta crónica es casi un ditirambo. Hoy los tiempos posmodernos las denominan salones de belleza con cortes unisexo lo que mucho no me enfada, como tampoco que al peluquero se lo llame estilista. Pero eso sí, al coiffeur lo miro con desconfianza.


UNA CRONICA DIFERENTE

A veces en la vida se ven las cosas desde una perspectiva diferente y lo único que no anda en las dos ruedas de una silla es el alma. Porque en esta jungla de cemento implacable y moledora que son las grandes ciudades cada escalón es una muralla china; cada bache una zanja de Alsina; el cordón de la vereda un asesino al acecho; los carteles de advertencia vial y de publicidad estática alfanjes aleves; los cables de riel en los postes de empresas de servicio lazos crueles; las baldosas flojas cazabobos dispuestos para engañar hasta los más desconfiados y hasta subir una escalera puede ser más difícil que escalar el Aconcagua, a pesar de las famosas instrucciones escritas por Julio Cortázar en sus “Historias de Cronopios y de Famas”. Yo quiero que los teléfonos públicos estén al alcance de mi mano; que haya una plataforma al mismo nivel de la acera para acceder a los transportes públicos de pasajeros; asientos disponibles para personas con capacidades diferentes con pasajes gratuitos y preferenciales; que las rampas en los edificios públicos proliferen como hongos en las plazas; que donde haya puertas giratorias también esté la alternativa de las comunes; que las puertas de vidrio cuando están muy limpias sean señalizadas con adhesivos; y hasta quiero que los libros y las guías telefónicas y de códigos postales n o tengan la letra tan chiquita que me impida su lectura. Porque debo tener las mismas posibilidades que todos los ciudadanos y muy en especial no ser discriminado, actitud que espanta más que todos los impedimentos físicos. Quiero que se haga más fácil lo difícil, que se ilumine lo oscuro, que se enderece lo torcido, que se bajen los collados, que se empareje lo hendido para que el rasero de la solidaridad nos deje el camino más liso que una mesa de billar. Y no quiero la lástima ni la mirada de soslayo, la suficiencia ni la caridad, la impaciencia de algunos cuando me tienen que repetir una frase por que no escucho bien, cuando reacciono tarde o simplemente no hago las cosas tan “bien” como las hacen ellos. Es que sólo crece lo invisible y que está por abajo para acopar en sombra y verde lo que está por arriba. Es que cada uno es “como Dios lo hizo y a veces mucho peor” (perdón Cervantes por la cita del bueno de Sancho Panza). O será “que lo esencial es invisible a los ojos” como supo decir el Principito. Porque si todos comprendemos que somos diferentes nada estará perdido. Diferentes, ni más ni menos.


CRONICA DE LA OTREDAD

A veces se hace difícil entender al otro. Lo vemos como a un extraño. Y cuando no lo desdeñamos estamos prestos para la descalificación no sólo injustificada sino también apresurada y a veces inoportuna. El problema radica esencialmente en la intolerancia y en la falta de respeto y comprensión por las ideas, los gustos o las actitudes de nuestros semejantes. Es también cierto que el sistema imperante nos ha impuesto un individualismo atroz y salvaje donde solamente nosotros somos los dueños de la verdad olvidando que en realidad “la verdad o la tienen todos o no la tiene ninguno”. Parte de la cuestión es que nos hemos convertido en adoradores de nuestra propia virtud teniendo de nosotros mismos una opinión más alta de lo que en realidad somos y tendemos a considerar que todos los que no comparten nuestra forma de ver las cosas están equivocados. Por eso hay en las relaciones cotidianas cierto desprecio al otro. No lo miramos como a nuestro prójimo sin darnos cuenta que los mismos defectos y virtudes que él tiene también las tenemos nosotros. En esta negación de la otredad, cuando hablamos, solamente nos escuchamos a nosotros mismos y atendemos a nuestras propias razones, sin siquiera elaborar mentalmente si lo que nos están diciendo es razonable o no, cortando toda forma posible de diálogo y entendimiento. Subestimamos su forma de pensar, reprobamos sus gustos artísticos o intelectuales; criticamos sus actitudes ante determinadas circunstancias; descalificamos sus opiniones políticas y levantamos una muralla ante todo lo que nos parezca distinto. Y en esa perspectiva acotada vamos de lo individual a lo general invalidando procesos históricos, sacan do de contexto las acciones y cayendo en generalizaciones sin grandeza donde el mundo que nos rodea se hace sectario y sesgado. Pareciera que tenemos miedo de los otros, tal vez porque no queremos reconocer que hay otras formas de concebir el mundo y distintas maneras de vivir y de pensar. Por eso cuestionamos a las otras personas y hasta llegamos a invalidar los libros que leen, los gustos que tienen y sus actitudes como personas. La otredad es un valor negación que se opone a la tolerancia, la comprensión y la solidaridad, que a lo largo de los tiempos ha hecho y seguirá haciendo mucho daño a una sociedad organizada. Es necesario cambiar íntimamente nuestras actitudes mezquinas para comenzar a transformar los límites de nuestra familia, de nuestra ciudad y de nuestro país, porque tal vez en estos momentos difíciles como decían los intelectuales del siglo pasado “solo el acto cuenta” ante la caída de los valores humanos que fueron los pilares básicos de nuestra sociedad. Para eso es necesario cambiar el “yo” por el “nosotros” y comenzar a ver a los que nos rodean con ojos nuevos, porque la vida necesita de la relación y la relación de la comprensión y del entendimiento mutuo. Un mundo mejor se construirá cuando entendamos como decía Cervantes a través de su genial escudero Sancho Panza que “cada uno es como Dios lo hizo y a veces mucho peor”. Y para ponernos en serio en el lugar del otro debemos reencontrar la verdad evangélica de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Así sin dudas algo empezará a cambiar.


CRONICA DEL LOCUAZ

El locuaz habla hasta por los codos. Cualquier tema es propicio y cualquier ocasión es buena. Cataratas de palabras sin ton ni son: en el clavo, en la herradura; ampliando el tono con las manos en la boca como “Megafón” o gritando al oído. Trivialidades o sandeces, injurias o rumores, disparates o improperios, el locuaz nunca se cansa de hablar. De sí mismo y de los otros, sobretodo si los otros están ausentes. Habla por metros; botarate de la lengua dilapida el tiempo en gastar saliva hasta que se le seca la boca. Nunca escucha ni piensa. Incluso habla solo. Palabras al viento que entran por un oído y salen por el otro. El locuaz es un necio. La lengua es su músculo favorito y el que ejercita con mayor perseverancia. Con ella “inflama todo”. Es peligrosa y no sabe ponerle freno. No puede detenerla. Grita, humilla, susurra, zahiere, difama, anatemiza, ausculta podredumbres y sobre todo cansa, cansa… El locuaz dice: “salid sin duelo palabras corriendo” parafraseando al bueno de Jorge Manrique. Y se olvida que es está haciendo uso de la palabra. Si el tiempo es oro el locuaz está en bancarrota; un rey Midas en el mundo del revés que se empobrece minuto a minuto y empobrece a los demás. Si acaso tiene contertulios está en su salsa. No se da cuenta cuando disimuladamente intentan retirarse. Sigue hablando como si nada. Desdeña a Gracián porque para él, lo bueno nunca será breve. No habla ni ora: perora. Se hace insufrible cuando además de latoso apela al ditirambo más desembozado. Como langosta salta de una idea a otra sin profundizar ninguna ni hacer una pausa o algo que se le parezca. El locuaz no conoce la prudencia y por eso irrita permanentemente. Es un desvergonzado que no sabe decir los silencios. Verborrágico interrumpe a los demás y sin siquiera ruborizarse controla el monopolio de la conversación que convierte en un monólogo. Yo prefiero el silencio a la multitud de palabras del timorato. Me alejo de los locuaces, en especial de aquellos precoces que recién te conocen y a los diez minutos ya te cuentan vida y obra. Me molestan mucho y prefiero estar solo. Porque el locuaz también es inoportuno para cumplir con la general de la ley. Cae en el peor momento y si uno se lo saca de arriba queda después con el complejo de culpa y que Freud nos perdone. “El que mucho bate la lengua poco piensa” dice el refrán y yo voy dando remate a mi crónica para que no me quepa también el sayo.


ENTRE MACONDO Y VALCHETA

Macondo “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. Valcheta, un pueblo asentando sus reales a la vera del arroyo homónimo cuyo remoto curso atisbaron los ojos asombrados de los primeros exploradores describiendo la pureza de sus aguas y la feracidad de sus pastos y en cuyos parajes aledaños los huevos de titanosaurios rigen su duermevela entre nidadas y cascarones. Macondo donde Melquíades “fue de casa en casa arrastrando don lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aún los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se los había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos”. Valcheta, donde las mojarras desnudas son una especie única en el mundo porque están desprovistas de escamas y escudriñan desde hace más de cien años de soledad las nacientes del arroyo mesetario, donde el brazo frío y el brazo caliente se unen en “La Horqueta”, confluencia y derrotero que busca su destino de arena y sal en el gran bajo del Gualicho. Macondo cuyas casas “se llenaron de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos” y donde “el concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor que Ursula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad” y cuando “los gitanos encontraron aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros”. Valcheta donde las loradas parten inquietas y bulliciosas todas las santas mañanas desde los árboles de las riberas inquietando a propios y forasteros pero en especial orientando a los arrutados con alada y móvil precisión de brújula con forma de bandada. Macondo donde “las mariposas amarillas precedían las apariciones de Mauricio Babilonia” y aún “alguna vez las había sentido revoloteando sobre su cabeza en la penumbra del cine”. Valcheta, donde un árabe de los mal llamados turcos hubo pintado las gallinas de verde, rojo furioso, amarillo o fucsia para que nadie se imaginara que eran hurtadas por la noche de los gallineros más desaprensivos y para que ningún vecino las reconociera como propias. Macondo, donde “el primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas” y donde “un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico” dejó su huella implacable. Valcheta, donde el negro Eusebio de la Santa Federación tuvo más ínfulas que un obispo, sin haber pisado nunca su suelo. Macondo, donde “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”. Valcheta entre la elevación azulada de la meseta y el bajo salitroso del Gualicho; entre los “pozos que respiran” y la “piedra de poderes”; entre la “cueva de Curín” y la “puerta del diablo”; entre los árboles milenarios y la paz mítica de “la gotera”, donde la estirpe vieja de sus familiares aguarda un destino mejor y más auspicioso a la sombra de los sauces históricos que reverdecen por sus gajos con cada primavera.


CAMIONERO POR DESTINO PROPIO

El camionero es el patrón de la ruta, un caminante sobre ruedas. Es un viajero por destino propio, un caballero andante que recorre kilómetros y kilómetros. El camionero es un Marco Polo que vive cotidianamente la aventura del asfalto, un nómada que se siente a sus anchas en todas partes, desde La Quiaca hasta Ushuaia. Un naufrago en la isla móvil de su camión. El camionero es un trabajador empírico que almacena conocimientos para su oficio en base a la experiencia. Un rabdomante que encuentra en su camino, por ejemplo, los restaurantes donde se come barato y sano; las estaciones de servicio donde se es atendido como un duque; las gomerías en las que se realiza el trabajo en forma rápida y profesional. Un camionero que se precie sabe cuidar la carga, cumplir con los horarios exigentes que imponen las empresas, tomar varias cebaduras de mate para matar el tiempo, pensar en muchas cosas mirando las volutas de humo de su cigarrillo, aunque el fumar sea perjudicial para la salud. Un camionero tiene el oído tan aguzado como el de los músicos para escuchar si el motor tiene algún desperfecto, si las transmisiones comienzan a fallar, si los rodamientos están en problemas. Es un zahorí para ubicar los inconvenientes mecánicos, porque tiene los cinco sentidos puestos en su labor. Observando con pericia el tablero de instrumentos donde los testigos inapelables dan cuenta de la vida interior de su vehículo. Tiene el tacto y los reflejos habituados para realizar los cambios de velocidad con la maestría necesaria para que no sufra el motor ni la caja. Conoce las curvas peligrosas, las temibles subidas cuando se va con carga completa, registra bache por bache los tramos de ruta en mal estado, las rotondas de acceso a las ciudades, las complicadas maniobras para estacionar cuando con impecable ajuste realiza las tareas de carga y descarga. Nada escapa a su atención porque el camionero es un verdadero profesional del volante. Sabe conducir en la nieve y también cuando la capa de hielo se apersona sobre el asfalto. Si acaso se hace de noche elige junto a otros compañeros el lugar seguro para dormir, luego del asado reparador y de la higiene personal en los baños con duchas de las gasolineras. En el buche salvador van sus pertenencias de viaje, algún calentador con garrafa, los elementos infaltables del equipo de mate, la previsora frazada por las dudas, la linterna servicial y a su lado la clava para verificar la presión de los neumáticos y para se defensa personal en el caso de alguna emergencia; porque el camionero también sabe que el suyo es un trabajo de alto riesgo, no sólo por conducir en nuestras rutas generalmente en mal estado siendo una de las causas principales de los accidentes de tránsito, sino también por los robos de los temibles piratas del asfalto. El buen camionero de noche en la ruta es un quijote respetando los carriles reglamentarios, indicando el paso con sus luces previsoras, colocando las balizas cuando la situación lo requiere, poniendo las luces bajas para no encandilar al que viaja en sentido contrario. ¡Qué maravilla conducir de esa manera! Son también solidarios con el viajero en problemas, amigos de la radio son fieles oyentes de los mejores programas.


Ya sean propietarios de su camión o empleados de alguna empresa: ¡Salve, camioneros de mi tierra! A veces me siento como Martín Tregua, el torturado protagonista de la novela “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sábato que “contemplando la silueta gigantesca del camionero contra aquel cielo estrellado del Sur” le escucho decir “Qué grande es nuestro país, pibe”. Y yo también creo que nuestra patria es grande por el esfuerzo de trabajadores como éstos. ¡Fanfarrias y laureles para los camioneros argentinos!


CRONICA PEQUEÑA Y DULCE

Traspaso los umbrales del quisco. ¿Qué voy a comprar? Adentro todo es aroma y color: sabores intensos, nutridas estanterías, abarrotes colmados, ganas de mercar. En su diminuto recinto me siento a mis anchas como cuando era niño. Mirón de maravillas estoy feliz en la tienda de alfeñiques. Los alfajores me entran por los ojos: redondos (aguante Indio Solari), de mousse, blancos, diminutos, triples, de chocolate, artesanales con dulce de frutas regionales o caseros en bandejitas de seis unidades. ¡Yo me los como todos! Y para seguir con la familia las obleas con su papel dorado o plateado ¡qué delicia! A su lado los tradicionales turrones. ¡Para comerse uno, dos, tres…! Yo me extasío en las carameleras y quiero un kilo de caramelos surtidos, de todos: masticables, de leche, finos, de licor, ácidos, de menta, capuchinos, rodajas, rellenos, redondos, de anís, de eucalipto, media hora ¡qué se yo! Para mí, para convidar, para todos. Y miro los paquetes de pastillas, pequeños tubitos de colores. A su lado las variedades de gomas de mascar: individuales y con historietas, en cajitas, de menta, de fruta, de mentol, con juguito, en blister, en tiras y hasta con forma de huevos de dinosaurios, para salir haciendo globos o para guardarlos en el bolsillo. Ah, y pensando en la fémina que amo me dejo tentar por una caja de bombones para regalar. Dejo la caramelera vistosa y rectangular y mi vista se posa en el ámbito de las galletitas. ¡Qué variedad! Dulces y redondas, surtidas, crocantes, cuadradas, con forma de bizcochitos (dos veces cocidas) para acompañar el mate, integrales, de soja, de cereal, rellenas, alargadas, de gluten, en caja para copetín, con forma de animalitos, tostadas o azucaradas. Pero yo como siempre compro un paquete con salvado, mis preferidas. Al alcance de mi mano las tentadoras botellitas de licos, los bombones de fruta con forma de gajos. ¡Quiero dos, quiero seis, quiero más! ¡Qué morenos los chocolates! ¡Qué pequeña ondulación la de los chocolatines! Los blancos, aéreos de tan livianos. Los con maní, con frutas, y los señoriales con almendras. ¡Qué festín! Y pido una tableta de chocolate cobertura para repostería ¡qué bueno! Me distraigo, miro el estanco de los cigarrillos con sus incitadoras marquillas, los sellos, el tabaco en paquetes y el papel de arroz para fumar, la pipería distinguida, el ejército servicial de las cerillas y los auxiliares encendedores: lumbre de bolsillo, vasallos fieles. Y eso que yo dejé de fumar porque el tabaco es perjudicial para la salud. En aquel rincón la noble librería: cuadernos, anotadores, sobres, bolígrafos, lápices negros y de colores, marcadores indelebles y de los otros, chinches, libretas ¿qué me falta? Estoy en el quiosco. Salvado si busco la quincalla de poco valor: la canastilla con agujas, el vasito acorazado del dedal, las bobinas multicolores del hilo de coser a máquina, a mano, de bordar, sisal, de embalar, la cortante tijera con sus ojos desiguales, la baratija necesaria. ¿Tiene piedritas para el encendedor? Quiero cargar el mío ¿tiene gas butano? Me da una carga de bencina para el carusita… Miro las toallitas higiénicas…me sonrojo. También me pongo impertinente: pido preservativos.


Y el papel higiénico ¿me lo envuelve por favor? Ah, también me llevo un paquete de algodón de 150 gramos. Y por las dudas una caja de protectores tamaño mediano, no? Y también porque ando con urgencias de un resfriado compro un paquete de pañuelos descartables. Tomo un chupetín y me lo pongo en la boca: soy Koyac. Pido cincuenta gramos de gomitas surtidas (frutales y triangulitos de menta) Mejor déme más, soy adicto. El exhibidor vertical de gaseosas, bebidas y lácteos me tienta con sus ofertas refrescantes, pero compro agua mineral. Los analgésicos se ofrecen con descaro (pobres las boticas). Me lastimé el dedo ¿tiene apósitos? Un frasco de alcohol puro y otro de agua oxigenada para completar el botiquín. Y los pañales descartables para el nene ¡qué asco! Observo el panel de las revistas cuyo colorido contrasta con la seriedad entintada de los diarios. ¡Qué place! ¿Habrá llegado el mío? Para el deleite de mi hábito lector lo quiero fragante de tinta fresca y me lo llevo doblado debajo del brazo como un señor. ¿No me olvido de alguna minucia? Recorro la vitrina con los artículos de perfumería y compro un peine de bolsillo para los pocos cabellos que me quedan. Desodorantes axilares, colonias, perfumes, talcos, gel de efecto húmedo, jabones vestidos y desnudos, pinzas de depilar, espejos, hojas de afeitar, máquinas descartables para rasurar y toda la familia del señor cosmético. Por las dudas me llevo un sobrecito de champú y otro de enjuague capilar. Ah, y un tubo de pasta dental, cepillo no porque tengo. Y antes que me olvide un pote de pomada para calzado color marrón militar aunque esa palabra me de miedo. También tengo anotado para no olvidarme una crema de leche de ordeñe y otra bronceadora con factor 12 de protección. Artículos de cotillón no me hacen falta pero es bueno saber que aquí se venden: minucia necesaria, ejército frágil Me faltan pilas y recuerdo que tengo que comprar lámparas de luz y un insecticida de efecto rápido. Las tabletas mata-mosquitos me hacen temblar: Homicida parecen decirme. Saco un huevo de chocolate y lo abro para ver la sorpresa que encierra en su interior. Las colecciono. ¿Cómo no voy a comprar un billete de lotería? Me llevo un tercio. Y de paso le juego al 23 a la cabeza, a la corrida y en redoblona con el 32 a los diez. Me siento Gardel. Quiosquero ¡qué paciencia la tuya! Abacero de dulzuras. ¡Cuántas horas de trabajo! ¡Cuántas lidias con los proveedores para amonedar el jornal! ¿Lo sabrán los inspectores de la AFIP y los municipales? Salgo del quiosco saboreando un bombón helado con una sonrisa de satisfacción de oreja a oreja. El mundo es bueno y la gente es mejor.


DE LOS OFICIOS MADEREROS

Escuchar y ver un aserradero en movimiento es como gozar de una orquesta interpretando la mejor de las óperas de Giuseppe Verdi aunque yo prefiero las de Richard Wagner. Todo es labor y movimiento. Se asemeja a un panal donde cada una de las abejas realiza su melífica tarea cotidiana: el trajín apresurado de los operarios hábiles para el oficio maderero. Los obesos rollizos que al pasar por cada una de las máquinas en una epistemología que maravilla, sufren una metamorfosis similar a la de la oruga que se transforma en mariposa. El aserrín fino e invasor que en parte es volado por el viento furtivo y asaz traicionero. La viruta leve como amarillentos y ensortijados rulos. Los mascarones de proa de las desechadas cantoneras que sólo sirven para leña o para decoración. Las correas transmitiendo el movimiento de las poleas como infinitas cintas de Mobeluis, obedientes y continuas. Las sierras dentadas y redondas que van hincando sus afilados dientes en el corazón de los troncos. Oloroso y fragante bosque caído. Sombra derrumbada, acostada forestal. Observo con precaución como la sierra sin fin con carro cantea las tres caras del rollizo descartando la trabajada filigrana de las cantoneras que se juntan en grandes pilas como pequeñas montañas. Miro su paso por la sin fin con tableadora que las reduce a fetas que luego irán a la despuntadota para darles el largo que se necesita. En la cepilladora escucho el grito caído del árbol que se hace útil y se integrará hecho mobiliario al noble servicio del hombre. La agujereadora como un sacabocado que rota se especializa en sacar el ejército rural de las varillas. Veo servicial y a la espera la afiladora de hojas de sierra que trabaja sólo cuando las otras máquinas callan. Al final de la jornada como en un laberinto me paseo por las estibas y recorro la pequeña ciudad del aserradero sintiendo la fuerte presencia de la madera y sus secretos, su resignado descansar esperando la nueva transformación que nunca le hará olvidar la identidad del árbol que un día fue. Veo, palpo, levanto, cargo, huelo, estibo junto a los laboriosos obreros los productos del aserradero: las tablas que reclaman su oficio de anaquel; los tablones para el trabajo en los andamios; las varillas para sostener los alambres; los necesarios tirantes para las techumbres, adocenados y en serie como muebles de forja. Yo quiero perderme en la magia de estos establecimientos madereros; conversar con el capataz que con ojo vigilante controla todas las faenas; estibar con los operarios las maderas pesadas y prepararlas para que se estacionen hasta que puedan usarse; apreciar como se carga un camión; acompañar la pieza que pasa prieta entre las hojas cortantes de la cepilladora; escuchar las penurias financieras del empresario que sabe que carga sobre sus espaldas no sólo la presión despiadada del fisco sino la subsistencia de las familias que dependen de su empresa. ¡Qué maravilla forestal! ¡Saber que hay que replantar por cada árbol que se tala! ¡Qué se deben cuidar nuestras plantaciones promocionando beneficios para los valles menores! Si es así, “que despierte el leñador” como supo decir Pablo Neruda, poeta de Chile.


Mi cr贸nica dice que haya trabajo y dignidad, porque eso es fuente de toda riqueza, aunque yo entre al aserradero con el s贸lo atrevimiento de pedir madera de descarte para el asado de los domingos.


COMO CUANDO ERA NIÑO

Yo quiero volver a ser niño. Recuperar para mi contento la infancia despreocupada corriendo insolente por las calles del bario La Falda, descolgando mis recuerdos y la nostalgia en ese balcón suburbano de la ciudad de Bahía Blanca, ámbito de mis correrías ya para siempre perdidas en el laberinto implacable del tiempo y de los años. Por eso esta crónica de mis juegos infantiles tan inocentes como aquellos años donde aún no estaban presentes las urgencias de la vida con sus avatares y desengaños inevitables, y donde la figura tutelar de los padres era una dicha cotidiana y feliz que nunca podremos apreciar en su tiempo sino cuando ya no la tenemos con nosotros. ¡Cómo olvidar el ruido de las cinco payanas golpeando sistemáticas sobre la acera en las horas de la siesta fatigando el descanso de los mayores! Horas ganadas con el juego de los cinco cantillos con uno en el aire y esperando con ansiedad pasarlos como gotas cuadradas por el puente de la otra mano. ¿Qué las payanas son un juego de niñas? ¡A otros con ese cuento! A la ronda jugué poco pero sus cantigas todavía despiertan en mi interior al niño dormido. ¿Dónde se fue Mambrú? ¿Antón Pirulero, atiende su juego? ¿Martín Pescador me dejará pasar? ¿Con qué tropezó la farolera? Y ¿encontraré en San Nicolás a la chica que sepa coser, que sepa bordar y que sepa abrir la puerta para ir a jugar? Si hablo de la biyarda o de la tala entro en la parte más homérica de mis recuerdos, porque en ese juego que “se da con un palo en el extremo de otro más pequeño, haciéndolo saltar para luego pegarle en el aire” como lo supo definir Carlos de la Púa, hoy siento que hice formidables proezas con ella. Lo de las figuritas merece una digresión aparte y muchos cronistas se han ocupado de ellas, pero yo de ese mundo de tapaditas y arrimadas sólo recuerdo las tres más difíciles con las que llegué a completar el álbum que troqué por un hermoso, (el más hermoso del mundo), fútbol Nº 5; y nombro a los tres esquivos jugadores que la iban de difíciles: Báez, Maldonado y Sciancalepore. Mi crónica se hace redonda y diminuta y cabe en los bolsillos, porque todavía en algún frasco perdido se enseñorean aquellas bolitas lecheras que eran mis preferidas, los bolones como patrones pesados, las japonesas, el hoyo, el triángulo tentador, las reglas del juego siempre violadas. Mundo pequeño y rodante hoy perdido para siempre en algún rincón del alma. De la escondida recuerdo que es un juego mixto y en el que aprendí no a contar hasta cincuenta sino a veces hasta mil, y el que también temprano desnudó mi torpeza para esconderme, gracias a lo cual ye de adulto suelo dar siempre la cara, aunque sea para mi propio mal. Y por ese juego que consiste en saltar, uno tras otro sobre el compañero que permanece con el torso inclinado, de acuerdo a ciertas reglas predeterminadas, una vez como dijo Gómez Blas “gemí sin desconsuelo por la recalcadura de los tobillos en los brincos temerarios que sustentaban mi fama de saltarín de rango”. Lo de mida lo dejo para la enjundia de los puristas. El hoyo pelota me trae recuerdos dolorosos. Había que pagar la prenda con el fusilamiento y aún recuerdo con espanto los ladrillos desiguales del paredón de ajusticiamiento mientras la redonda y mojada pelota de trapo dejaba sus marcas en mi otrora pequeña humanidad. Por eso yo trataba siempre de embocar, pero cosas extrañas tiene la vida…


De las fogatas de San Pedro y San Juan guardo el mejor de los recuerdos. Juntar los yuyos, las cubiertas viejas, los papeles, los cartones y velar como un caballero las armas para que los intrusos del otro barrio no le prendieran fuego por anticipado. Humo perdido en un cielo que ya no puede volver. Con el carrito de rulemanes me inicié en el vértigo de la velocidad y muchas horas oficié de mecánico, mientras perdura en mis oídos el ruido de los rodamientos sobre la calzada aleve en la que no pocos golpes nos propinamos. La llanta de una rueda de bicicleta llevada por un alambre que sirve de guía nos fatigaba sin descanso como una especie de tracción a sangre donde ganaba no el más ligero sino el más habilidoso. De los barriletes rememoro el armado de las bombas, cometas o estrellas, la longitud de sus colas y la malicia de colocar hojas de afeitar en ellas para cortarles el hilo a los competidores. ¿Cuántos cables habrán truncado nuestros sueños de papel y engrudo? ¿En qué cielo jugarán nuestros recuerdos? ¿En aquel que prometía la rayuela y que siempre asocio con la tapa del famoso libro de Cortázar? El de las pelotitas de goma, los autitos Duravit, con uno de los cuales soñé muchas noches, el mundo en dos ruedas de la bicicleta, de los patines, de los sacachispas, de las temidas gomeras también llamadas hondas, del codiciado rifle de aire comprimido… Todo, todo se ha perdido con el siglo que se fue. Nada tiene la magia de aquello, tal vez porque fuimos felices sin saberlo. Supo decir el poeta que “el niño se ha vuelto hombre y el hombre ¡tanto ha sufrido!”. Es cierto, chau, juegos de la infancia, adiós trompos, pelotas y bolitas, soldaditos de plomo, autitos de carrera para jugar en el cordón del asfalto. Me voy, los dejó en el desván de las cosas que nunca volverán. Hasta siempre, hasta mañana, hasta que un niño despierte y se ponga a jugar.


ENTRE TAXIS Y REMISES

Yo quiero rendir un homenaje a los tacheros. Escribir una crónica que ande en cuatro ruedas, un ditirambo elogioso y laudatorio para estos obreros del volante que pasan muchas horas de su vida trabajando en el habitáculo familiar de su automóvil. Entre ellos hay de todo como en la viña del Señor. Pero yo Quero manifestar mi admiración por su pericia para manejar en las calles cuando el tránsito se satura y los vehículos van más apretados que en procesión de seminaristas. Quiero escribir una crónica en negro y amarillo o en su defecto con el color que cada comuna les permita para identificar a los que están debidamente habilitados. De los truchos no quiero hablar y quedarán afuera de estas páginas. Maestros del oficio, cicerones aficionados, conocen las calles de su ciudad como la palma de sus manos y contrariando a sus detractores no se pierden ni siquiera en el laberinto del Parque Chass. Si acaso estoy apurado, los espero con paciencia de transeúnte en su parada habitual. O bien mientras voy caminando con urgencias de peatón trato de observar desde lejos al que viene libre de pasajeros para ocuparlo aunque sea por pocas cuadras. Una alternativa más cómoda es llamarlos por teléfono y aquí me corresponde hacer las merecidas loas al operador que en la soledad de su base realiza su esforzada labor cotidiana. Subo por la puerta trasera que da contra la acera, me acomodo, dejo en el asiento mis pertenencias personales, me coloco por hábito el cinturón de seguridad mientras me invade el aroma perfumado del desodorante y realmente me siento mejor conducido que Mis Daisy aunque no sea una margarita. Leo someramente la habilitación municipal con sus inspecciones actualizadas, converso con el taxista que me cuenta sus cuitas a las cuales yo también le acoto mis pareceres en una amable charla no por lo trivial de los temas menos amena. Todo está en orden. ¡Qué maravilla! Cierro los ojos y escucho los ruidos habituales del tráfico automotor; el tiempo muerto en las esquinas con semáforos; las bocinas estridentes; algún insulto; la sinfonía de los motores en marcha; de las frenadas imprevistas y casi adivino la presencia temeraria de los colectivos cuyos conductores según las malas lenguas y la mía que no es de las mejores, se disputan con tirria creciente la calle con los tacheros, pero deben ser fantasías urdidas por los mitólogos urbanos. Si acaso llueve, la lluvia es una bendición no solamente para el campo sino también para los taxistas porque todos se disputan sus servicios. Incómoda para los usuarios desprevenidos no solo por no llevar paraguas, sino porque es muy difícil encontrar un taxi libre. Eso sí, si ando con poco dinero como me ocurre a menudo, miro con preocupación la tiranía cronométrica del reloj digital y me bajo unas cuadres antes de llegar a mi destino, por las dudas. Pero en situaciones holgadas siempre llevo cambio chico o calderilla para no pagar con un billete de cien pesos, un acto de impertinencia total. Ser taxista en Argentina es ejercer un oficio para el infarto. Temblar con los aumentos del combustible, (aún teniendo el equipo de gas natural comprimido); manejar entre el tránsito enloquecedor de nuestras ciudades; sobrellevar con estoicismo el mal carácter del algunos clientes; doblar el diario después de leer en la parada todas las malas noticias de cada día y sobre todo esperar con cansancio el fin de la jornada para llevar el magro jornal a la familia que espera.


Yo a veces como en los años de mi infancia tengo la tentación de viajar en mateo, esos que eran tirados por tracción a sangre, pero la modernidad se los ha llevado al bulevar de los recuerdos. Por eso tomo un taxi. Me subo, doy la dirección y mientras converso con el tachero nadie me saca de la cabeza que seguro es un arquitecto, un médico, un profesor de filosofía o un ingeniero que se encuentra sin trabajo. ¿O será otra leyenda del imaginario popular? Tengo también la sensación que el conductor puede ser Rolando Rivas y me apresuro a pedirle un autógrafo. ¡Qué venga tiempos mejores para todos y para los taxistas trabajo, seguridad y prosperidad!


ENTRE LIBROS Y BIBLIOTECAS

Me descalzo. Traspaso el umbral de la biblioteca y penetro a un ámbito sagrado, a una mezquita del saber. Adentro todo es anaqueles y en ellos adocenados los libros formando hileras donde las paralelas jamás se tocarán o tal vez sí. Para mí la biblioteca es como mi segunda casa; para Jorge Luís Borges el paraíso. Es un laberinto ordenado del conocimiento. Una enjundia encuadernada de la historia de la humanidad. Un tiovivo temático y simultáneo. Un Aleph encerrado entre cuatro paredes. Una biblioteca es un espacio silencioso para celebrar los banquetes del espíritu. Para libar el néctar destilado del conocimiento. Para acercarse a la santidad laica de la cultura. Yo quiero palpar los libros, olerlos en toda su densidad. Mirar sus láminas, extasiarme con sus grabados, gozar con las distintas tipografías, buscar el pie de imprenta, introducirme en el prólogo, en el introito feliz, en el prefacio que augura el contenido como una sibila sentada a la puerta de su templo. Quiero descolgarme en el colofón, ilustrarme con el escolio, husmear en las enciclopedias, colocarme los quevedos para leer los ensayos, entretenerme con las novelas, temblar de miedo con las de misterio, transportarme con la poesía, atisbar por las celosías del teatro el alma de los personajes. Porque yo amo los libros…Y aunque no los lea me gusta tenerlos, saber que están cerca de mí, al alcance de mi mano. Yo hinco la rodilla en tierra y les rindo pleitesía: a las tablillas de Nínive allende la biblioteca de Assurbanipal, Rey del Mundo y de Asia en las que se cuenta la épica de Gilgamesh. A los rollos escritos por los judíos sobre la piel de animales y conservados en vasijas de barro contando precisamente la epopeya del “pueblo del libro”. A los conservados por el tirano Pisístrato en Atenas, el primero en establecer una biblioteca pública con libros relacionados a las artes y las musas. A la “Biblia del Oso” del “Casiodoro aquel que me hace muchos males”. Una biblioteca es como un árbol, (la tradición dice que era una higuera), bajo la cual el Buda recibió la Iluminación. Es un universo donde los libros se agrupan en galaxias que encierran mundos dispares y múltiples. En sus mesas de lectura hay tanto respeto como en un templo y un silencio de hospital pero más feliz. Tomo un libro. Miro si tiene la distinción del ex libris, observo si es una edición príncipe, escudriño si está firmado por el autor, si tiene anotaciones al margen. Abro sus páginas al azar y leo por el sólo placer de leer. Yo me quedo a vivir en las bibliotecas a pesar de la tiranía de los horarios y de la impaciencia de los bibliotecarios. Soy un impertinente de la cultura. Busco como el hombre del evangelio la perla perdida…encuentro gemas, verdaderas joyas salidas de la máquina que inventó Gutemberg. Y en el recinto ordenado y luminoso de las librerías soy un comprador compulsivo. Pienso en los monjes copistas sentados en la umbría oscuridad de las abadías; en la biblioteca perdida de Alejandría; en las joyas literarias de Cartago, perdidas para siempre; en la Bagdad donde el persa escribió sus Rubaiyat; en la biblioteca de los atálidas, gobernantes de Pérgamo; en la de Marco Tulio Cicerón, tan abundante de libros “que usaba frecuentemente”; En la Bernardino Rivadavia de mi ciudad natal de Bahía Blanca donde pasé tantas horas de lectura con alegre solaz.


Quiero consultar algún autor, busco un dato insólito, estoy investigando sobre algún tema olvidado, quiero un libro para aprender un oficio, otro que hable de plantas o de animales, porque hay abasto de conocimiento si vamos a la biblioteca. ¿Dónde estará la de Babel? ¿Y la que reúne todos los libros quemados en la hoguera, los enterrados, los tapiados para siempre por la intolerancia de los tiranos de turno? Busco una escalera para trepar a los últimos anaqueles casi linderos con el techo. Observo el lomo de los ejemplares alineados y leo los rótulos de sus títulos y el nombre de sus autores. Tomo uno, tomo dos. Los abro, los miro, los huelo y nuevamente los repongo en el lugar que el bibliotecario les ha asignado para dormitar hasta que alguien los despierte de su sopor. Conservo como un tesoro entre otros tantos documentos personales mi credencial de socio. Señala mi pertenencia. Es mi llave de entrada. Soy feliz en las bibliotecas. Los libros son mis amigos y yo les retribuyo le lealtad que me dispensan.


EL PESCADOR

El sedal, las horas frente al silencio, el tiempo que discurre apenas para pensar, la caña con el anzuelo tentador y asaz traicionero, y el pez como una vara de plata palpitante debajo de las aguas copiosas. Nadie va dos veces al mismo río y sin embargo el ritual es siempre el mismo ¡0h, Heráclito! Deviene el sedal, devienen las aguas, deviene el pensamiento del hombre que discurre como otro pez esquivo. La nasa que espera para gratificarse, la paciencia del pescador a prueba de toda contingencia, el sebo, la lombriz, los ojos escrutadores ante la presencia del posible cardumen desaprensivo. ¡Oh, el que quiera pescado! ¡Ay, el pez grande que se come al más chico! ¡Oh, el estatero en la boca del pez! Yo quiero una tilapia del mar de Genesaret; un pejerrey ensimismado en su trono; el óvalo del lenguado; el salmón orondo; un surubí redondo; el dorado como un sol. Hasta una tararira de dientuda; el barroso bagre (me recuerda al Tape Burgos); la trucha salmonada; el cazón toro de lidia; su pariente el tiburón que amedrenta; cualquier cosa quiero menos un botín inesperado. Hay que jalar suavemente, hay que darle siempre una oportunidad, devolver la pieza pequeña, cobrar sólo lo necesario, respetar los meses de veda y en especial multiplicar los peces como en la pesca milagrosa: a manos llenas. ¡Delicias del pescador que da, que regala, que comparte, que vocea! Porque no sólo de pan vivirá el hombre. La escollera, el meandro, el pozón, el recodo, la pesca embarcado. ¡Qué maravilla de instinto, que intuición de nictálope, que astucia de zorro viejo! El pez es un tesoro lleno de vida, una gema de las profundidades, un relumbre de estaño, un relámpago plateado, un arco voltaico, un ojo quieto, un conde de aluminio, un sumergible con vida. En cambio un pescado es un tesoro desenterrado, aderezado es una fiesta para la mesa, pero un pescado en la playa muerto es una angustia sin nombre, un cataclismo impredecible. Las horas para el pescador son segundos. El viento, las botas de agua, el anorak impertérrito, la gorra protectora y una ardiente paciencia más tenaz que la del cartero de Neruda. Un pescador es un novio que espera a su amada con la certeza que la cita será jubilosa. Un artista del deporte. Un pescador será siempre un presocrático porque su espíritu tendrá el gozo de los epicúreos y que me perdone el bueno de Zenón de Zitio y los ecologistas.


CRONICA DE MIERCOLES

Heme aquí este primero de mayo del año dos mil dos a pura buscapina después de yantar el asado tradicional y la libación correspondiente. O sea: una tarde con una migraña de miércoles y no de ceniza precisamente. Aquí estoy como pan que no se vende y harina que no se amasa y para colmo de males aparte del dolor de cabeza con más clavos que una vieja propaganda de Geniol con los recuerdos más entreverados que carne para chorizo. Siento más agujereada el alma que casco de barco cribando en las aguas, buscando ensimismarme mientras la tarde toda de estaño se delata gris y otoñal. Asocio por puro oficio reglas gramaticales y pronuncio: cardizal, pastizal, cañizal, maizal, nabizal. (Lindas palabras para utilizarlas en alguna crónica). Pero es en vano. Los recuerdos se agarran como abrojos y no me los puedo sacar de encima. Los malos y los buenos. Primero de a uno como las ovejas saltando el corral pero después en tropilla como los caballos: desordenados, impertinentes, bruscos y hasta traicioneros. A lo mejor después de la catarsis obligada sea posible separarlos como los naipes de una baraja y ordenarlos por sus palos respectivos, porque como sabía decir Eduardo Galeano “cuando las mareas bajan después de la creciente a un lado quedan bagres y al otro las tarariras”. Para no cargar más la romana y bajar la cortina ante las telarañas viejas del pasado, pienso en esta fecha de feriado en la gesta de los mártires de Chicago y en la corrupción de estos desganados días argentinos: escandalosos, postrados, decadentes, tristes, iguales de perversos y sobre todo en Eduardo Mallea y Ezequiel Martínez Estrada cavilosos en su desvelada vigilia reflexionando sobre los problemas de la patria y de sus habitantes. ¡Qué crónica más triste! Cegatos los sentimientos, la esperanza con cara de vaca cansada, rumiantes de desatinos en el pasto-mundo de todas las amarguras. Mañana será otro día me digo y asocio: “Mañana matate un pollo para comerlo esta noche”. Y que conforme donde coloque la coma me divierte un poco. Y pienso en el maestro Juan Filloy con sus travesuras de anagramas y palíndromos: “Salta Lenín el atlas” o “Dábale arroz a la zorra el abad” y otros más de mi coleto para leerme al derecho y al revés, minucias que me motivan para escribir. En esta tarde de primero de mayo me siento raro, especial. Tal vez con dolores de entuertos en el alma sin ser mujer ni haber parido.


UN DESIERTO POR OTRO

Los taureg supieron trajinar el laberinto del desierto a su antojo. Con sus dromedarios soportaron el sol ardiente y la sed implacable. Dejaron las huellas de sus caballos –los mejores del mundo- que el viento y la arena con formas más cambiantes que las de Proteo desdibujaban con persistencia y tenacidad. Sólo el verde espejismo de los oasis les permitía descansar del trajín de sus vidas errantes donde los días y las noches se repetían iguales y recurrentes. Las caravanas, el comercio de animales, la libertad de sus vidas nómades, las noches frías contrastando con el calor opresivo del sol calcinante, los dátiles, la leche de cabra, el redondo pan relleno al rescoldo, el filo cortante de sus dagas engastados sus mangos de piedras preciosas y sus hojas de fina filigrana. El desierto fue el protagonista de estos pueblos. Su razón de ser. Su ámbito reservado. Conservando una cultura varias veces milenaria pudiendo llegar a decir que allende fue formada la placenta del mundo y de la civilización. El cuño precioso de la vida. Pueblos y pueblos pasaron por sus arenas ardientes, señores ya del arte de la guerra o del comercio, protegidos sus rostros y sus cuerpos por la túnica blanca como el color de las raras nubes que nunca supieron traer el milagro del agua. Sólo la sed y la fatiga, la búsqueda del sol a campo traviesa, la libertad de vivir sin arraigo, sólo el desierto “inconmensurable y abierto” su lugar en el mundo. Y el pie en el estribo partiendo siempre de ningún lugar para arribar a otra nada toda de arena y de sol. Por eso tal vez la estirpe nueva de esos atrevidos hombres del desierto supo elegir después de los barcos temibles un paisaje similar, pero esta vez para echar raíces y formar familias que habrían de perpetuar el exótico apelativo de su linaje. Y cambiaron un desierto por otro, éste nuestro y cercano, que está aquí al alcance de la mano y también cerca de las estrellas de un hemisferio diferente: la región sur de Río Negro, en pleno corazón de la Patagonia, madre tierra de todos los desahuciados. Y como allá también trajinaron el nuestro para ejercer el viejo oficio que traían en su sangre: el comercio. Con su castellano a destiempo, algunos con el Corán debajo del brazo (Hay un solo Dios y Mahoma su Profeta), con sus comidas típicas, con la delicadeza gris del narguile con su persistencia ante los obstáculos, con la obstinada paciencia de saber que todo se puede. Cambiaron un desierto por otro. Tuvieron hijos, familias con apellidos orientales y siempre el recuerdo de aquel desierto más grande que dejaron en Arabia. Ese desierto que dejó las cicatrices de su ámbito en el alma de esos inmigrantes y el viento la música permanente que aquí no sólo suele levantar la arenisca de las dunas como allá, sino también las piedras y doblar la copa de los árboles a su antojo. Porque el desierto es la circunstancia de estos pueblos: su forma de ser, la matriz que los ha moldeado desde tiempos pretéritos. El desierto allá y el desierto acá. ¿Importa algo? De esa sangre, de esa herencia, de esa prosapia yo también he venido al mundo. Amed Ardín, abuelo legendario: mi crónica te recuerda.


ENTRE PITOS Y CACHIMBAS

En la adolescencia fumar el primer cigarrillo es un arte de magia mayor a pesar del desengaño inmediato y de la tos como respuesta inevitable. Porque fumar –una vez que se adquiere el hábito- como bien lo expresa el tango “es un placer genial, sensual”. Si hasta parece cierto, como lo sugiere la propaganda, que el cigarrillo “es el amigo fiel” que nos acompaña en los momentos más difíciles de la vida. En la ciudad de Bahía Blanca, para ser más precisos en el ámbito de la placita Brown ¡cómo recuerdo sus moreras!-, a media cuadra exacta del edificio de la vieja escuela industrial donde curse mis estudios secundarios, con el primer cigarrillo entre los labios salí con otros condiscípulos hacia el tedio de las clases vespertinas. ¿Y qué hombre me sentía! Con él, gran alacridad. Hombría. Señorío. ¿Placer? Tal vez. ¡Oh, delicia de los tabacales! ¡Y qué decir de las hermosas y coloridas marquillas! ¡Y del aroma acre del tabaco de aquellos “brasiles” que fumaba mi padre, negros y sin filtro cuyas volutas de humo esfuminan los recuerdos de mi infancia! Y como no encenderlo después de almorzar o de cenar, anejo al café y a la sobremesa con amigos. O cuando padres primerizos esperamos al primogénito medrosos y llenos de inquietudes. O en la esquina predeterminada y feliz donde aguardamos impacientes la llegada de la primera novia ya con veleidades de mujer. El tabaco mariposa, los utensilios para armar, el papel de arroz, las boquillas con su exótico refinamiento de féminas fatales y ni hablar de la variedad de pipas que aún hoy se enseñorean como grandes señoras en los anaqueles de mi biblioteca. ¿Y del rapé, qué me cuenta? Yo abro la pitillera de plata con mis iniciales en relieve para convidar a todos. O en momentos de estrechez meto mano en la chuspa de cogote de avestruz para armar mi tagarnina de tabaco muy malo. Visito el estanco donde venden las llamativas latas de tabaco rubio con aroma a chocolate fragante y delicioso. Y el trono donde reinan los puros, que si son habanos tienen su nacencia en la isla con forma de lagarto. Su mágico ritual, la belleza terciada de sus cajas, la tijerita redonda para despuntarlos. Y los toscanos, sus parientes pobres. Estoy mirando el narguile que mi abuelo trajo consigo de allende el país de los cedros: ¡cuánta nostalgia! ¡Oh, los humos de Cabrera Infante, los atados fumados a mansalva por García Márquez en la bruma de su macondo gris, los pitillos de Sabina, la pipa de Sastre, las volutas en gris mayor de Tennesse Williams! Y los encendedores, las cerillas largas, la pipería dispuesta con sus instrumentos imprescindibles. Nuevamente ha aumentado el precio de los cigarrillos ¡qué atropello a la razón! Para cumplir con la ley mi crónica también debe decir: “El fumar es perjudicial para la salud”. Entre pitos y cachimbas, puchos y toscanos, habanos y tagarninas, sin habernos separado mal, a los cuarenta y siete años de mi edad y por propia convicción yo dejé de fumar. ¿Y usted?


EL AZUL EXTINTO

El azul extinto, el último arrebol de la tarde que encarama su angustia en las paredes de los edificios. Su insectificación sin atenuantes, su noria de labores sin sentido esfumando la mudanza última de la luz para la cual no hay escorzos. Todo tiene un desgaste que espanta: la decadencia que herrumbra los muros con su corrupción implacable, el ambular a ciegas por laberintos que solo pierden la cordura de las almas, el desgano que corre como rata por tirante. Todo se estanca como el agua de los pantanos, los ojos vacíos, las manos como garras, las agallas arrumbadas en algún rincón, el rictus del todo está perdido, el paso cansino, la boca con regusto a uvas en agraz. ¡Qué tristeza de escaleras sucias, de desvanes insalubres, de polillas trabajando en lo oscuro! ¡Qué demolición por dentro, que gesto estúpido de clow emporcando de cieno la poca dignidad que queda! Las horas vacías y rotas como en los flácidos relojes de Dalí, un estrépito de alfarería que se quiebra, unas fisuras que poco a poco ganan la existencia para rasgarla irremediablemente. Aquí no hay esperanza como en el infierno del Dante, ni paraíso, ni huríes, ni siquiera están los íncubos usurpadores, porque todo son miasmas, honguillos, orín que lentamente putrefacta. ¿Qué puede esperar el hombre-insecto-alimaña-despojo-nada sino caminar como el Robot de Marechal con carbunclos grises como penas, espantajo de sombras? No tiene principio ni fin, anda por las cornisas en desarraigo mayor, trasiega los dolores, escudriña los sinsentidos, es hipócrita y corifeo a la vez sobre el coturno inútil, Abel y Caín, diástole y sístole sin saber ni el cuándo ni conjugar el porqué. El hombre manivela, lleno de ganchos declamando incertidumbres a los cuatro vientos, que no se agranda como pan en el agua ni madruga más temprano para que no lo ayude nadie. Va sobre sus suelas, abre dentelladas, deja su estela de fracasos, elucubra somos, elabora detritos, el baladí para todo, es inane por propia determinación. El hombre interrogación camina por la tarde y en el pabellón de sus orejas ya crece ansiosa la penumbra de la noche.


UNA CRONICA REDONDA

Fulbo, balón, el útil, el proyectil, la bocha, la menina, el esférico, la redonda, la globa, rellena de estopa o de paja, de vejiga de buey inflada, de papel, de plástico, de lata vieja de leche nido, de trapo con cobertura de medias viejas de mujer, de goma saltarina, de cuero flor, de poliuretano sobre espuma de polietileno, de setenta centímetros de circunferencia y algo menos de medio kilo de peso, y preferentemente de gajos con forma de hexágonos de colores negro y blanco. Casi nada. Para el ingenio de Teseolini, Valbonesi y Polo, tres ilustres cordobeses que la inventaron sin tientos para alivio de los jugadores. Avestruz sin patas, hermana del botín, prolongación del pie, luna de la cancha, globo con peso, moneda que salta, nido de hornero sin agujero, disco que vuela, misil que se dispara, circunferencia que bota, bola en movimiento, escarabajo gigante, erizo sin púas, glóbulo de aire, círculo de alegría, melón que no se cala, balero sin hilo, doncella esquiva, tondo que se desplaza, redondel de mariposas, muñeca brava, esfera que se disputa, sandía que se juega, rosetón de catedral que se patea, globo terráqueo que se ataja, prima donna del juego más maravilloso del mundo. Para enviarla al área contraria, para tocarla y pasarla, para meter un caño, para darle de bolea, para que vuelva con la pared, para divertirse, para peinarla de cabeza, de palomita, para bajarla con el pecho y devolverla al arquero, para la magia de la gambeta, para la media vuelta, para la chilena, de taquito, para acariciarla, para darle de media cancha, para meterla desde el otro arco, para darle comba de gol olímpico, para sacarla airosa de la sombra fugaz del túnel, para shotearla desde el punto penal, para romper la red, para encajarla en el ángulo y hasta para dejarla picando. En la cancha, en el baldío, en la mano de Maradona, en el pecho de Obdulio, en el patio de la escuela, en el zaguán, en la terraza, en la playa, en el dormitorio, en la sala de estar para romper jarrones, en el jardín, en una baldosa para hacer jueguitos, en el alma. En el beso de Pelé, en las manos enguantadas del arquero, en un pibe de barrio de cualquier color y continente, o afuera hecha monumento en el jardín de la casa de Di Stéfano. Ella, porque ella es mujer y necesita mucho amor. Por eso “venga hijita”, “gracias vieja”. Reina para los príncipes “la que corre es ella”. Potranca redonda “cuando ella venía yo la dominaba”. Aro de fuego “si la maltratás te rompe la pierna”. Novia furtiva “la trataba con tanto cariño como trato a mi mujer”. Ambrosia necesaria “yo sin ella, soy como un recién nacido sin chupete”. De forma atractiva “como las mujeres es cosa gustosa”. Pura como la madre “la pelota no se mancha”. Fútbol lindo, naranja con gajos, humilde o reglamentaria, emperatriz de la cancha, doncella o hetaira, balón de ilusiones, señora o percanta, la Divina Proporción “cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”, sin que le busquen la cuadratura a su círculo de fiesta, a rodar por el césped, por los estadios, por las tribunas, en los vestuarios, por los potreros, y más linda que un sol que nunca encandila a rodar por todo el mundo para seguir haciendo jueguitos en un rincón grande del corazón.


GARDEL ES GARDEL

Gardel es Gardel. El Morocho del Abasto. El Troesma. El Bronce que Sonríe. El Zorzal Criollo. Carlitos. El Mudo. Charles Romuald. El Francesito. El hombre con una lágrima en la garganta. El que tenía alma de niño y sonrisa de ángel. Gardel es Gardel. Su voz incomparable. La magia de sonrisa. Y la con la pinta con la que sueña en una esquina cualquier cacatúa. Gardel es Gardel. En el panteón glorioso según Simón Collier junto a Maurice Chevalier, Bing Crosby y Al Jonson. Los más grandes entre los grandes. Gardel es Gardel. Y también Lepera. El que cada día canta mejor. El hombre que está solo y espera en la esquina de Corrientes y Esmeralda prefigurando el famoso libro de Scalabrini Ortiz. El que vive no sólo en el bronce sino en los coloridos firuletes de los fileteadores. En la estampita junto al casi santito Ceferino con quién supo compartir juegos y estudios en el colegio Pío Nono. El de la bala en el pulmón izquierdo. El que supo trocar como los grandes la n por la r. “Al viento las carpanas”. Gardel es Gardel. El de Toulouse. El de Tacuarembó. El de Buenos Aires. El de París. El hijo célebre de Berthe Gardés, planchadora francesa. Gardel es Gardel. Con Razzano. Con su caballo Lunático. Con el caudillo Barceló. Con Caruso. Con Benavente. Con Leguisamo. Con Guillermo Bordicci, Domingo Riverol y José María Aguilar, sus guitarristas más destacados. Con Peggy, Mary, Betty, Julie y todas las rubias juntas de Nueva York. Gardel es Gardel. En los humildes pueblos del interior. En Colombia. En Venezuela. En España. En Japón. En Francia. En Nueva York. En Buenos Aires. En Montevideo. En el Chantecler. En el Armenonville. En la radio Gran Splendid. Gardel es Gardel. El de los estilos camperos. El de los discos de pasta. La leyenda. El mito. El de “Sonia”. El de “Hopa, hopa, hopa”. El de “Como todas”. El de “Mi noche triste”. El de “Mi Buenos Aires querido”. El de “Silencio”. El de “El día que me quieras”. El de “Volver”. El de los singles radiales. El de la Paramount. Gardel es Gardel. En la cornisa de los íconos populares argentinos. En el mito que sobrevuela a la Reina del Plata. En su voz inconfundible. En la “sonrisa que cautivo a millones”. En el altar de los colectivos o en la capillita más pequeña de los taxímetros. En los calcos adheridos en los parabrisas. En la foto vestido de gaucho abrazando a su guitarra. Gardel es Gardel. Un trasunto de lo que somos y seremos los argentinos. Por eso cada día canta mejor. Por eso esta crónica donde declaro bajo juramento que soy gardeliano sin sombrero, aunque haya sol y no pueda sacármelo para saludar a las damas. Por eso los argentinos cada día que pasa con nuestras victorias patrias o deportivas o cuando algo nos sale bien “somos Gardel”. Por eso lo gloso en crónicas y palabras, aunque a veces alguno me diga ¡anda a cantarle a Gardel!


RETRATO

Tus ojos en cruz debaten en la alta noche sus esquemas patibularios y una ronde de viejas herrumbres habla de frustraciones y regresos. El hoy es el ayer con sus cicatrices, con las arrugas del alma que se amotinan en el umbral de la puerta, con la página del debe en letras denunciantes, con la insurrección de todas las bastardías que claman por abrir las esclusas de la vida. Tus ojos en cruz tienen una pena colgada y una resignación que no se dice, un estrépito escaleras abajo, el aleteo de unas alas que frustradas se rebaten a sí mismas. Tus ojos en cruz buscan el rebozo que no existe y hospedan todas las sombras necesarias para auscultar el abismo donde los dolores se crucifican incesantes como autómatas de la nada. Tus ojos en cruz desmenuzan la incertidumbre de las horas que decretan la vanidad taciturna de los días hastiados de tempestades y borrascas. Tus ojos en cruz lloran como la lluvia su persistencia en los cristales empañados y su monotonía en el cinc gris de los tejados pobres. Tus ojos en cruz se persignan de lástima y enarbolan la pena que inclemente se multiplica y persiste entre cascajos y mugres. Tus ojos en cruz desbandan la esperanza como un escopetazo en el coto de caza. Tus ojos en cruz llaman en todas las aldabas con ruido lúgubre, con imagen de mantel que se sacude en el traspatio donde van a llorar las cosas olvidadas, con tristeza impenetrable de tarde dormida junto al paredón descascarado donde las rachas de viento se llevan los papeles inútiles y la hojarasca sabandija que fenece a la vuelta de la esquina. Tus ojos en cruz, cirujanos de la angustia, lloran sin lágrimas el vals de los recuerdos mientras las vivencias se agolpan detrás de la puerta para susurrar su salmodia lastimera, su pitanza mustia. Tus ojos en cruz desmoronan toda esperanza, regurgitan orines penetrantes, incuban derrotas como de cabezas tronchadas por el acero de los alfanjes eleves, desechan las plegarias hasta las heces, se resignan impúdicos a salvarse, porque no hay nadie, porque no hay nada, porque no vale la pena, porque todo se pierde como la moneda que rueda hasta el desagüe de las inmundicias, como la sangre que drena hacia la nada de todos los desganos. Tus ojos en cruz tienen un hastío enorme de vivir. De buscar la salida. D no hallar la luz al fondo del túnel. De implorar. De rebajarse. De ponerse de rodillas con un ruego en cada pupila. Tus ojos en cruz enjugan el fracaso y la resignación se cruza de brazos en las ventanas caídas de tus párpados.


EL GRIAL EN EL FUERTE ARGENTINO

Estepa sin agua ni árboles “donde sólo se nutren algunas plantas enanas”. Bahía sin Fondo. Golfo salobre. El mar arisco y azul. Jarillal y matas negras. Cerro “Fuerte Argentino”. De argentum, plata. Lugar al que singlaron las naos, épocas pretéritas, misterios arcanos. Ínsula de los hombres blancos. El Grial y sus misterios. Sus virtudes recónditas. Rayo y lanza, piedra luciferina, tesoro del Rey Pescador. Aventuras iniciáticas, leyenda de los antiguos cátaros, mito de los persas. El Rey Arturo y sus Caballeros y allende del mundo conocido el reino del Preste Juan. Ciudadela dispar. Portal de todas las leyendas. Manifestación y misticismo. Derrotero del Graal. La odisea del caballero Parsifal. Gran diferencia de mareas: “La nave tomó puerto debajo del castillo”. Pozos artesianos. Hontanares. Aguas subterráneas. Anuncios del paso de la joya esmeraldina. Aquella que guardara José el de Arimatea. Emblema del ciclo olímpico. Su superioridad innata. Su presencia para con la función regia. Su edad de oro. Rex Regnum, Rey de Reyes, Señor Universal o Rey del Mundo. Los gigantes. El culto panteístico lunar. El héroe y el titán. El camino de los hiperbóreos. El Avallón, Los Tuatha de Danann. Promontorio de los caballeros celtas. Serpientes entrelazadas. Tejones olvidados. Sillares derruidos. Cruces templarias. Antes de Pigafetta. Antes. “Ancien Fort Abandonne”. Las planchas cartográficas del científico francés Martín de Moussy. Clepsidra del tiempo. Hábitat del puma predador. Soledades en la soledad. Mayorazgo del sol implacable. “Johannes presbyter, divina gratia dominus dominaciun omniun, quae sub. Coelo sunt ab orbu solis usque aul paradisum terrestrem. Toco con mis manos el misterio de su ámbito. Siento sus corrientes arteriales y subterráneas. Las claves perdidas. Veo su forma de águila de alas extendidas que desde el aire observara los ojos asombrados de Antoine de Saint Exupery. Los frágiles aeroplanos de la Aeroposta. Dante, el Velero y el Dux. El Grial, los ángeles, el Paraíso, la fortaleza de Montsegur allende los Pirineos. Piedra celeste toda luz. Bacía de oro y piedras preciosas. “Es la cosa más rica que por vida se pueda tener”. ¿Fluyentes tributarios de la meseta? ¿Segunda desembocadura del Río Negro? ¿Derrotero de Parsifal y sus caballeros del Temple? Pájaros arrutados. Aves migratorias. Dominios del viento. Huellas humanas. Signos del hombre bajo la Cruz del Sur. Fuerte de piedra. Pirámide iniciática. Estaciones iguales y en la altura las banderas y los gallardetes. Riscales del salitre. El mar azul y extendido. Fondeadero. Murallas antiguas. Mortero en las junturas. Leyendas y sagas del fin del mundo. El grial como misterio gibelino. Sus frescos hontanares. Los templarios. Tierra Santa y su “caballería espiritual”. Lugar elevado. Vasos comunicantes con la meseta de Somuncurá y los “pozos que respiran”. Con Yamnagoo y el Umbilicus Mundis. Alfa y Omega. El Fuerte Argentino y la Ciudad de los Césares que tanto fatigara a los frailes.


Los colores rojo y blanco tan caros a los caballeros del temple y a los ismaelitas, los estandartes y los gallardetes en lo alto desde la edad del Medio. Mil años. Tiempo y tiempo. 41º 02 de Latitud Sur. Arcilla quemada. Hombres blancos. Cruces de brazos iguales. ¿Llegó a su pie el curso del Valcheta? Las claves del enigma. Cerro “El Fuerte” en el golfo de San Matías. Donde las mareas se enseñorean soberanas. Donde el hombre olvidó su escala primordial. Donde los viejos mitos subyacen escondidos. Recónditos sueños de piedra y arena. Utensilios de obsidiana. Dioses vencidos. Ritos caídos. Gemas en la espesura. Yelmos bruñidos. Caballeros de la Custodia. La nave posada en la Bahía sin Fondo. “La piedra que no es piedra ni tiene naturaleza de piedra se puede encontrar en la cima más alta de la montaña” ¿La plata del Temple? ¿El misterio del Grial? Patagonia. Soledad en las soledades. Soles ardidos. Lunas que pasaron. Achaparrada flora. Cimeras en las testas. Pectorales con cruces. Piedras templarias. El Grial. Cerro Fuerte Argentino, en el golfo de San Mathías. ¿Es Tierra Santa la que pisáis? Descalzaos. Al conjuro de los tiempos la gesta anima la búsqueda. Una nueva cruzada espera a sus vasallos en la estepa que aguarda desde los tiempos liminares. Y que llama de lejos. Que llama de lejos.


LA PATAGONIA ES UN CHANCHO QUE VUELA

La Patagonia es un Macondo lato y estepario, un ámbito de monstruos gigantes, de endriagos, de aves plumíferas y grandes que teniendo alas no vuelan, de mangrullos amarronados de cuatro patas que gregarios ambulan de monte en monte con su relincho arisco. Es el último confín caído de la mano del mundo donde la aventura y el asombro corren parejos. Donde el viento levanta las piedras y deforma la copa de los árboles a su arbitrio. La Patagonia es un chancho que vuela. La Patagonia es una latitud de escoriales silentes bajo las lunas blancas y redondas; una soledad crecida en la altura azul de las mesetas; es el aroma acre del cloruro de sodios que enloquece los hollares de las bestias que habitan los bajos de todos los bajos. Gualicho errante. Misterios arcanos. La cruz del Sur donde nunca se arrutó el tesón de los pioneros. La Patagonia es los carcomidos infolios que en noches febriles entre el escorbuto y la ansiedad escribiera Pigafetta sobre gigantes que bailaban; la ciudad mítica allende los Andes que buscaban los frailes; las manzanas silvestres del imperio de Sayhueque; la “piedra azul” pitonisa de los Curá; la bandera argentina que enarboló Casimiro; la búsqueda de Popper; el faro del fin del mundo; los ventisqueros; las rastrilladas donde las lanzas trazaron sobre la tierra el mapa de todas las gestas. La Patagonia es la tierra “sobre la que pesa la maldición de la esterilidad” (¡Oh, anatema de Darwin, acicate para los intrépidos!). Es el tiempo petrificado; las flechas de obsidiana; las correrías de los bandidos; los ritos caídos de las viejas razas; la Arcadia perdida de los galeses; los rifleros del Coronel Fontana; la remonta de Nicolás Descalzi; los sueños proféticos de Don Bosco; el santuario cautivante de Ceferino. La Patagonia es un desafío que merece aceptarse. Es un cielo estrellado que parece tocarse con las manos; es un silencio que dice mucho; es un paisaje que se incorpora al alma como el calafate a los labios. Es la gesta del Comandante Luís Piedra Buena por patriota y por nauta; es la “Proa del Mundo” al decir del Ingeniero Domingo Pronsato (hijo ilustre de Bahía Blanca); la Patagonia es la “región de la aurora” como la bautizara la pluma del Padre Entraigas. Es un esfuerzo compartido; una esperanza que nunca cesa como la distancia de sus caminos; es un sentimiento tan indeleble como las manos en la cueva del río Pinturas. Un tótem, un linaje que cubre y abriga como las matras de las tejedoras mapuches. Es un desafío permanente. Una incógnita que nunca cierra. La Patagonia es el sol ardido sobre los fortines y la soldadesca; el espejo de los lagos; la altitud desmesurada de las araucarias; los volcanes irascibles; el mar inmenso y azul sobre la costa escarpada; los fondeaderos de mala muerte; el relevamiento minucioso de Basilio Villarino y Bermúdez; las notas detalladas del Perito Moreno; la Reina y el arcabuz del Padre Mascardi. La Patagonia es una flor en la espesura. La Patagonia es el párrafo final de la novela “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sábato; la soñada por Ezequiel Ramos Mexía y el geólogo norteamericano Bailey Willis; “la que piensa” como escribió Juan Benigar; la que poblada de plantas enanas esconde en los petroglifos un pasado legendario; la del volcán Domuyo que guarda en sus entrañas un tronco de oro dormitando entre los hielos eternos; La Patagonia se hace collón en las noches de luna llena y petrifica la debilidad de los timoratos. La Patagonia es la circunstancia de los hombres cabales; el menocó que marea como un mar; las bardas; los ríos como arterias impetuosas; las salinas blancas de promesas


salobres. La Patagonia es una marca en caliente, una prolongación de las soledades del alma. Por la Patagonia, el Norte está en el Sur. Y en ella se cuecen habas y legumbres, risas y llantos, llamadas desde el fondo de los tiempos. La Patagonia es los fósiles de los grandes saurios; el bosque tropical que les daba sombra y alimento, las grandes palmeras con dátiles hechos piedras, las araucarias en rodajas petrificadas, los redondos y ponderables huevos de los saurios que la habitaban, los dientes de sable del temerario tigre, el caparazón amedrentante del milodón. Lámpara encendida en las edades geológicas. La Patagonia es un mandato de imperiosas urgencias, para nosotros y para nuestros hijos. Mi querida tierra, mi lugar en el mundo.


EL VENDEDOR MÁS GRANDE DEL MUNDO

El mago Raúl Antonio Borja sacaba milagros de la galera, hacía volar los libros a su alrededor con total entropía y provocaba circunvalaciones de rayos y centellas como la orbital de un átomo enloquecido girando en torno a la extremidad superior de su anatomía compuesta por una testa sapiencial y una faz toda mandíbula. No solo era una proa apuntando al desafío sino el vendedor más grande del mundo al que cuando algún potencial cliente le espetaba que no deseaba comprar nada, la nada también le ofrecía en forma de libro con el título de una de las novelas de la escritora española Carmen Laforet, incluida en la colección del Clásicos Contemporáneos, Tomo I, Editorial Planeta S.A. Barcelona, España. Las espuelas de la inquietud se clavaron con desmesura en sus ijares rotundos y anduvo los barrios caliginosos de la ciudad de Bahía Blanca con precisión de relojero, paciencia de cazador profesional y perseverancia de buscador de oro sin límites, pero nunca sin pitanza. En el octavo piso, reducto último de la distribuidora editorial que tanto lo sufrió, Massaferro lo supo con los viejos vendedores de Codex, del Punta aciago y gran lector, Rodríguez con la caja de Pandora de su portafolios, Perdomo el gerente con sus gafas gruesas como culo de botella pero jamás impertinente, el Higinio González aprendiz de vendedor después llamado Higón y Castrito el cadete en el local de abajo enfrentando al del mismísimo “mono relojero” que tanto toleraron con tirria creciente. Allí colecciones enteras y abigarradas le sacaron el sombrero y él en cambio sólo su lengua contundente y que no era de las mejores. Por las mañanas, incluso en la de los veranitos de Santa Rosa, solía desvelarlo el rito compartido del café con leche y medias lunas con otros colegas y la preparación de los catálogos y del itinerario por barrios las consabidas barriadas o en su defecto por las calles de los cabaret donde hasta las chicas que fuman la noche le compraban libros de Papá Hemingway o de Aldous Huxley pero jamás de Remarque ni de don Pío Baroja, que Dios los tenga en su gloria. Para argumentar la venta de “Sin novedad en el frente” contaba a los clientes impresionables como uno de los personajes de la novela se comía las ratas acompañando las palabras con los ademanes más justos y convincentes. Sólo el carnicero de un mercadito lo amedrentó con cu cuchilla por aquella cuestión nimia de la nena y las palabras por éste dichas en el recinto del baño, situación de la que salió en plena vereda con el cuerpo entero pero con el orgullo más abollado que la armadura del Quijote, musitando después del susto en voz baja “está que da asco la situación en Damasco”. En la villa suburbana y militar de Espora solía vender todo tipo de material sobre todo cuando los maridos uniformados estaban trabajando en la base aeronáutica, desde la “Enciclopedia Cumbre del Hogar” hasta los tres tomos de las “Conversaciones de Historia de España”, encuadernadas en pergamino y tela, no sin antes advertir que dicha obra no solamente se refería a la historia de la península ibérica como bien lo decía su título sino a la de toda Europa. En ciertas ocasiones especiales cuando la calle estaba dura para demostrar la bondad de sus productos tomaba el Tomo I de las Obras Completas de William Shakespeare, número 14- de la colección Clásicos Planeta y juntaba tapa con tapa mientras las mil seiscientas quince hojas impresas en papel Biblia con el canto superior dorado se abrían como un cilindro erizado; o bien de una sola página asida por sus dedos hacía pender


sin que se rompa toda la ponderable media obra del gran dramaturgo inglés. ¡Grande, Borja! Lo imagino jamás ocioso, prestidigitador de fábulas, espadachín de embustes, marchante de obeliscos y vendedor de buzones, a paso vivo por alguna callejuela de aquellas, con algo parecido a una sonrisa y con la certeza infalible de llevar un parque de tranvías en cada bolsillo.


YO GRAMATICO: UNA CRONICA DEL BUEN HABLAR

Yo, médico. Yo, catedrático. Así supo titular sus libros el bueno de Baldomero Fernández Moreno y para no ser menos “Yo, gramático” me place titular a esta crónica del buen hablar. Amerita sacarme el sombrero ante la riqueza del idioma de Miguel de Cervantes, porque el castellano, -al decir de una vieja sentencia- “es muy rico en expresiones idiomáticas”. Tiene reglas y también excepciones a las reglas. Tiene musicalidad y también luz y color en las vocales: ejemplo de ello dan las obras literarias de don Ramón del Valle Inclán y Ramón J. Sender, para los cuales por ejemplo la a era una vocal blanca. Yo quisiera como Rubén Darío tomar “un vaso de bon vino” con Maese Gonzalo de Berceo (su apellido es mi seudónimo): escribir tras los vitrales mester de clerecía o tal vez caminar por la campiña conversando como al pasar de “vaqueras hermosas” con el buen Arcipreste. Echar los versos en “celdillas iguales” o volcar las palabras de la prosa como “gemas preciosas en el saco de terciopelo”. Escribir lento pero bien; publicar poco y espaciado “porque no se puede echar libros al mundo como quién fríe buñuelos” como solía decir el manco glorioso de Lepanto; tener muchas lecturas y buenos escritores porque “hacen falta muchos dómines para cultivar la buena prosa de la conversación”. ¿Y qué me cuentan de Roa Bastos y José Camilo Cela? Esos enseñan a escribir como nuestro compatriota Jorge Luís Borges. Y también Gabriel Miró, un orfebre de la palabra. Y Marechal con el cual hubiera querido sentarme a la mesa del banquete. ¡Oh, Severo Arcángelo, vulcano en pantuflas, padre de los piojos, abuelos de la nada! Tengo al alcance de mi mano la “Gramática de la lengua castellana”. ¡Qué rigor y justeza para cada vocablo! ¡Qué suenen salvas de culebrinas; qué me acerquen támaras de jacintos; qué hojas de acanto coronen mis sienes! Afuera el muladar de la quintería desordenada y la aladrería dispersa. Desparpajado y desenvuelto me desternillo de risa. Hago aspavientos. Encuentro mi punto álgido y tirito de frío. Voy al trastero y desempolvo los cachivaches. Me fumo una cachimba. Me calzo los quevedos y desecho el impertinente. Me restriego los dientes con dentífrico concentrado. Coloco una calcomanía en la luneta trasera de mi automóvil. En la esquina de mayor tránsito dirijo el tráfico de rodados y peatones. En la abacería cercana adquiero la quincalla de poco valor y en la rosticería los manjares para el buen yantar a chila come. Me extasío inverecundo ante la dehiscencia de una flor. Tomo el arco y la clava, la primera para alcanzar los temas elevados y la última para los asuntos gallináceos. Si me tratan a mansalva estoy contento. Si es con alevosía me siento defraudado. Si me hacen una zancadilla otra vez me levanto. Prefacio o introito lo mismo de da. Quiero agregar un escolio al tratado. Tiemblo, estoy carambanado. Me pierdo en aguas de borrajas. Subo al carajo. Si hablo tartajeo. La saeta y el carcaj. La nasa y los pescados. La baca y los petates. El sedal y la caña. La perspectiva y el escorzo. Las estrellas y el astrolabio. La bomba y la adala. La carabela y la falúa. El péndulo y los zahoríes. La vaquería y la dehesa. Es inane escribir tantas fruslerías; tengo las manos llenas de baratijas. No me asustan los endriagos porque no soy medroso. Y si de embelecos se trata me gustan “los fraguados en la boca”.


“Escudos pintan escudos/ cruzados hacen cruzados/ y tahúres muy desnudos/ con dados hacen condados”. ¡Oh, don Luís de Góngora! Y Baltasar Gracián, tejedor de naderías. Enalbardo el asno. Paso el alfolí de las ofrendas. Echo los óbolos en el gazofilacio. Nunca me permitiría escribir “la baca es un hanimal forado de kuero” aunque me divierte la literatura de César Bruto. Elaboro como Juan Filloy palíndromos y digo como Cortázar “salta Lenín el atlas”. Pongo mi capa en el suelo para que no tengan el mal gusto de suprimir la ortografía. En Felipe IV, 4 quiero hollar los umbrales de la Real Academia Española. Pero basta ya. ¡Qué avenamiento de palabras!


LA CASA DE LA MUERTE

Y era la casa de la muerte entre las rejas negras y la herrumbre de las paredes como un zarpazo de uñas combas y negras. Y era la muerte esperando en la mitad del trayecto como una boca desdentada y purulenta. Y era la muerte que cada tarde nos aguardaba con su frío de escupitajos, azotes y sepulcros. Y era la parca con su guadaña de nieblas entre baba y lodo, entre gusanos y larvas, entre vómitos y cofres, entre crespones y coronas. Era la muerte con su rancio olor a flores marchitas y su tristeza de velorio fúnebre. Y era la muerte con su figura de vieja decrépita, de negra escoba, eructos del infierno, reflectores de sombra. Era la muerte con sus acuosidades verdes, sus substancias pútridas y penetrantes, su cuerno de inmundicias, sus mucosidades en horrible flujo. Era la muerte en su casona de Villa Mitre con crematorios y piras, con momias y faraones, con recintos especiales para evitar la putrefacción de los cuerpos. Era ella milenaria con su despeinada testa de Gorgona al acecho, como un seol abierto, con sus cancerberos arrutados y el caronte con su barcaza de tablas podridas con más formas que las de proteo. Era la muerte escarbando inmundicias, onanista de la vida, auscultando tinieblas y vísceras, mutando lepras en su cara, con un carbunclo debajo de cada brazo, con hedor en los alvéolos y escamas en los talones. Con sus pústulas ardientes y sus apostemas a punto de reventar como un botón de mala vida. Y eran nuestros pasos de estudiantes resonando en las aceras de la casa de la muerte donde a veces como una flor de luto nos regalaba su presencia tan vieja y repetida como la historia del hombre sobre la faz de la tierra. Era la muerte compañera, negro crespón, alternativa de la vida, infinito que vuelve al infinito, terrón que vuelve al terrón, alquimista del destino, sustracción implacable, luna menguante, ataúd de huesos, osarios cenicientos, uñas y cabellos creciendo en la nada. Era la muerte oronda con forma de mujer tocando su Orfeo lúgubre, rasguñando los cajones, pateando cuernos, profanando cenotafios, habitando nichos ocupados y fosas comunes repletas de cadáveres. Era la muerte, Pierino, que nos aguardaba cada día con su cuerno roto de cascajos y penumbras.


UNA CRONICA PARA EL GUANACO

Centauro de leyendas, sofrenando el galope por los escoriales, orejas alertas en la estepa, por las mesetas, en las planicies, mangrullo viviente en la escarpada costa marina donde el mar de un azul infinito se repite incesante como tu especie vulnerada. Lama guanicoe por los montes, atisbando el horizonte con ojo avizor entre las largas y curvadas pestañas, cuidando la manada de hembras, buscando por instinto ancestral el abrevadero para saciar la sed urgente cuando el sol canicular de la Patagonia agobia y fatiga. Relincho arisco en el labio leporino, jugando a las escondidas entre jarillas y calafates, cérvido cuasi, camélido pequeño, dejando las huellas de tus pezuñas partidas como en las grecas que otrora se plasmaron en los petroglifos y las piedras tutelares, en las labores de las matras tan antiguas como tu especie o en la impronta estilizada de las cuevas. Tótem y linaje para las familias que perpetuaron tu nombre en el abolengo de sus apellidos indios. Bravo, astuto y ligero cuando acosan los predadores, ecuestre y vulnerable arriba de los cerros cuando se recorta su figura enmarcada por el sol tramontano. Hueque o luán, yoon, amrua o naú, por los faldeos de las montañas con su pequeño rebaño, con sus colas cortas y curvadas por los desérticos y ardidos arenales, arañadas sus verijas por las ramas de las plantas enanas del monte. En la trampa aleve de los desfiladeros donde le aguarda la muerte sangrienta que impone el cazador. Ya chulengo, en el quillango laboreado con el dibujo de su panteón de dioses vencidos, en la ruca del mapuche, en los tientos, en los raspadores, utensilio útil, en el tendón tensado por el brazo fuerte del guerrero, sabrosa carne, en la piedra bezoar que usan sabiamente las machis o ya convertido luhán, figura estelar con las altas estrellas. Guanaco, por el gualicho sombra errante de un tiempo distinto, por los pedreros o tal vez acosado y herido de muerte por la bala del cazador buscando el remanso de las corrientes de agua, para morir con cierta dignidad solitaria como algunos de tus mayores predadores: los hombres.


BAHIA BLANCA MI CIUDAD

¡Qué magia tiene mi ciudad natal! ¡Cuánta nostalgia y cuántos recuerdos! Los años de mi infancia corriendo en pantalones cortos allí en la casita de la calle Belgrano 1138 en el barrio de La Falda. Los tiempos felices con mis padres llenos de proyectos y de sueños que después la vida se ocupó de truncar. El Mercado Polar, la carnicería en esquina de Héctor, la peluquería de Gallego, el almacén de don Incola con sus chupetines “chupe-tucho”, el taller América lindero con la casa paterna y una cuadra más arriba especializado en diesel el Europa, el midget de Pisani y ya más lejos hacia el centro el Jardín de Infantes sobre la calle corrientes. Casi en el arrabal la Escuela Nº 29 con sus pinos verdes, el Club La Falda con su salita de primeros auxilios y mis primeras nebulizaciones, la casa de la señora directora doña Mercedes P. de Tuma –gran escritora y luego amiga- y la de la familia Chisú con el Jorge y su bicicleta de competencia. ¡Cuántos recuerdos! Los primeros paseos para ir al centro, el puente sobre el Palihue Chico, el Teatro Municipal donde estudié dibujo, las películas en el Club Bella Vista, en el Palacio, en el Gloria, las fabulosas matinée del Don Bosco o el Rossini con la magia del bombón helado, los caramelos Tofí, o las hermosas cajitas del maní con chocolate que jamás he vuelto a probar con ese sabor. Mis juegos favoritos: la escondida, el hoyo pelota, los picados, las bolitas, el rango, las fogatas de San Pedro y San Juan, las figuritas, los autitos de carrera y la compra de mis primeros libros que vendía la Casa Muñiz: la colección Iridium de la Editorial Kapeluz. El Bocha, el Osvaldo, mis amigos de entonces, ¿dónde andarán? Y luego el cambio forzoso del primer desarraigo a la casa que con sus propias manos levantó el viejo –obrero albañil- en la calle Drago 2314, el 7º grado en un vagón del ferrocarril en la Escuela San Francisco de Asís en Villa Loreto: Padre Danilo, Padre Juan, los recuerdo trabajando incansables con sus sotanas arremangadas. La cancha de Villa Mitre, domingos futboleros y las carreras de midget y motos, la pasión del básquet y el seguimiento de Estudiantes, mi equipo favorito. Mi ídolo: el mago Beto Cabrera. El Club Villa Nueva para los primeros aperitivos, las aventuras en el barrio Obrero con los amigos que ya me empezaban a sobrar, los 514 y “La Pachanga” bajando por la Necochea. El viejo y redondo palomar y el caminito que daba a la estación Rosario glosada después por Los Visconti; Pierino Gallucci hoy dibujando en España, el péndulo Larrañaga, el Iñaqui Redondo, Alicia Sigal, los Miguel; otros tiempos más felices. Luego la ENET de la calle Chiclana (hoy solo queda su paredón), mi primer cigarrillo en la placita Brown ¡cómo olvidarlo si fue mi mejor amigo hasta que dejé de fumar! Aquellos profesores: Polenta director. El Ingeniero Bruner con su Rambler de puertas selladas, la señora Carmen Trevín y Ángel Vanzolini que me transmitieron el cariño por las letras, Marcelo Guardiola, el arquitecto Cantarelli y los maestros no sólo de taller sino de la vida: Grioli, Gherardi y Spadavechia. ¡Cuántos recuerdos! Luego el cambio al quinto año del Colegio Nacional nocturno de la calle Sarmiento: el flaco Lacunza, el mago Borja, Agustín Vila, Graciela Saeta y cuántos otros. Hacerse hombre fue realizar el servicio militar en la base naval de Puerto Belgrano por dos años. Otros amigos. ¿Qué será de ellos? Los hábitos felices de mi ciudad natal: el rito del Café Nº 1, la Biblioteca Rivadavia, la lectura de la Nueva Provincia, los billares del Bristol, el bar Londres, la cervecería


Munich. El tradicional café Llao en la avenida Colón con sus largas noches de bohemia y política y la Universidad del Sur donde inicié el profesorado de letras. Mis amigos de entonces: Amadeo, el petiso Mateos, el negrito Ancel, el gordo Ogues que para nosotros era “odres”, el personal de la Editorial Planeta donde trabajé de vendedor de libros (del Punta que ahora es fotógrafo y vive en la provincia de Neuquén), Eduardo Pánik ya profesor de filosofía dando clases en la Universidad de San Pablo en Brasil, Norberto Vilchez que integró primero “Los Charabones” y luego los Huanca Hua. Los compañeros de la Asociación Bahiense de Escritores: Héctor Libertilla (premio Paidós), Atilio Zanotta –sigue escribiendo-, y otros que ya se me olvidan despuntando el “vicio” de las palabras. Los paseos por la avenida Alen, el balneario Maldonado, las comidas en el barrio Patagonia donde el “chancho” Ferrero tenía su quinta, las escapadas a Monte Hermoso para jugar al Scrabel con Jaime, los encuentros con el Toto –gran personaje de la ciudad y el flaco Pela. La Comercialina, la Posta del Chiva, los bailes en el barrio Noroeste. El Parque de Mayo, el Independencia, la sede del club Olimpo con su pileta de natación donde hice mis primeros aprendizajes, los viajes a Grümbein. La primera casi novia a la que le llevaba los libros a la salida del secundario. Los años de la militancia con tantos compañeros que aún los extraño porque dieron la vida por una causa. La congregación evangélica de la iglesia de la calle Inglaterra donde asistía con mi familia los domingos. ¡Cuántas cosas la vida se ha llevado junto con mi juventud! A veces cuando suelo visitar mi ciudad después de tantos años de estar viviendo en Valcheta, provincia de Río Negro, veo con tristeza que todo ha cambiado. Tal vez tenga razón Heráclito con su pensar tan sombrío: nadie va dos veces al mismo río.


CON ALMA DE PAYASO

Su casa como caracol, su parafernalia a cuestas, sus bártulos en el morral. Nómades por destino propio, hacedores de milagros, prestidigitadores de ensueños, feriantes de lengua batiente. Magos en las plazas, en las vacaciones de la costa caballeros andantes, virtuosos en el redondel, impagables en el picadero, impávidos bajo la luz delatora de los reflectores, imprevistos en las esquinas aprovechando el tiempo muerto que dan las luces de los semáforos. Sus dislates me divierten, sus malabares me asombran: tragasables, tirafuegos, merceros de sonrisas, abaceros de buenos momentos. Yo lo escucho entre el gentío de audiencia menuda. ¡Quiero a la mujer barbuda! ¡Yo prendo la mecha para arrojar por las nubes al hombre bala! ¡Venid a mí payasos que les compro todos los globos con formas de animalitos! ¡Y me como los pochochos acaramelados, y me hago una panzada con las garrapiñadas! Nostalgia de la olla de cobre con sabores y aromas para hacer las delicias de todo el mundo, vestidas transparentes con la bolsita tubular que vale solamente un peso. O la obesidad dulce y leve de los copos de nieve de blanco color. Miro, me desternillo de risa, paso buenos momentos. ¡Qué me importa si en lo mejor del espectáculo llega ella, la menos esperada y más temida: la gorra! Con todo gusto pongo mis óbolos. ¡Venid a mí charlatanes de feria para enroscarme la víbora que me compro todos los elixires y los tónicos para hacer crecer el cabello! Salgo acicalado de m i casa para ir a la peatonal. Me extasío ente el ojo intrépido del monociclo, salto por los aros con su círculo de fuego, me coloco en la silueta para que me arrojen los cuchillos, me paro en el medio para que ante mis ojos asombrados giren las clavas con sus encendidas llamaradas, me pierdo en el raudo laberinto de los malabares con sus doce bolos en el aire y hasta me ofrezco de apoyo para que el payaso se suba a su aparato de una sola rueda loca. ¡Oh, punto del equilibrio! ¡Oh, las largas medias de colores, los zapatones agrandados, los tiradores con dibujos! Yo también quiero un par para usarlos y desterrar el cinto. Maestros mayores de fantasías, constructores de irrealidades, arquitectos de los gestos. Yo miro a los mimos y voy creando como un demiurgo los objetos que en el vidrio de la nada me sugieren. Payasos de la vida, saltimbanquis de sueños, arlequines de magia y volantines, feriantes de todas las pantomimas, callejeros de alegres piruetas, ilusionistas del milagro y la tapa. Pelotitas al aire: cuatro, ocho, doce, que yo las agarro todas. Discos en los brazos y los pies. Danzas, parlamentos, espectáculo. Como en las viejas plazas del medioevo entreteniendo al vulgo. Como en las cortes de los príncipes renacentistas, vosotros, juglares de mil oficios, jugadores de manos ligeras, felices volatineros, pálidos payasos bajo la aleve luz de los reflectores, encantadores de milagros y serpientes, comediantes públicos, cuenteros de las mil noches y una más: siempre habrá niños y habrá magia, siempre estarán los aplausos y las risas porque desde el principio de los tiempos la fiesta debe continuar. Vamos histriones al aire libre, artistas de la calle, caballeros de la risa, payasos a trompicones, equilibristas a todo tiempo, chicas lanzallamas.


Se prenden las luces, crece la m煤sica, llegan los espectadores. Vamos, vamos, que ya comienza la funci贸n.


CEFERINO ES CEFERINO

Ceferino es Ceferino. Unánime pero múltiple. El último heredero de una dinastía vencida y expulsada a los contrafuertes de la cordillera para llorar quinientos años de oprobio y de humillación. Doncel el viento canta y habla. Donde la estepa se pierde caída de toda cartografía. Donde el ñanco presagia como un alado augur desde las alturas, cerca del panteón de dioses cuaternarios, donde Gualicho aún juega con los hombres de barro. Ceferino es Ceferino. El niño. El hijo de la cautiva Rosario Burgos. El príncipe de una raza nadando en las aguas turbulentas del Río Negro a la altura de Chimpay, “lugar para abrigar” según la toponimia y allí se abrigó el sueño del santito. Ceferino es Ceferino. El hijo de Manuel “garrón de piedra”; el nieto del gran señor de Salinas Grandes Juan Namuncurá, “piedra azul” y su gran imperio de tacuaras al sur del mundo. Demóstenes con vincha que sentía la tierra y la vida con corazón y linaje de indio. Camerino es Ceferino. El niño de ojos asombrados en el Pío Nono. El que se abrigara junto a la sotana inquieta de los salesianos que trajinaron la Patagonia con sus misiones aventuradas. El que en el colegio intimara con otro mito como si el destino los juntara: con el Morocho del Abasto, Carlos Gardel. Ceferino es Ceferino. En Roma. Con Don Bosco y su gran perro protector. Con otro niño que será ilustre: Domingo Savio; para mayor gloria de Dios. Con el Cardenal Cagliero, con el Papa. Tal vez soñando con los lejanos aduares, con el aire recio del Sur donde los hombres se forjan en los rigores del coraje. Camerino es Ceferino. Con sus sueños. Con su enfermedad entonces incurable. Con su amor al altar. Con sus cantos seráficos. Con sus certezas para ser útil a su gente. Con toda la incertidumbre por la suerte de ese pueblo que todavía no se resigna a morir. Ceferino es Ceferino. Con Gardel. Con Eva. Un mito. En las estampitas. En los parabrisas. En las capillitas en las rutas ahora compartiendo los honores con las banderas rojas del Gauchito Gil. Ceferino es Ceferino. Más allá de los intereses. De las jerarquías eclesiásticas. Del boato, de las misas y el incienso. Las oraciones son las preces de un pueblo que lo hizo suyo. Así mirando el cielo, cerca de las aguas frías del río Negro. Con una cruz en las manos y un poncho indio sobre los hombros. Ceferino es Ceferino. En Roma. En Buenos Aires. En Fortín Mercedes. En Aluminé. El dato del terruño seguro poco importa para un casi santo. Porque el está en el corazón de los suyos. De los hombres y mujeres que peregrinan para venerarlo. Para traerle sus ofrendas pobres y simples. El está en el espíritu de los que lo quieren en verdad. Ceferino es Ceferino. Marginal. Hijo de un pueblo vencido. Mucho más allá del boato y de los altares. De las mezquindades azarosas de estos tiempos globalizados. Ceferino es la última interpelación de un pueblo como el mapuche que no se resigna a desaparecer. Venerable, beato o santo, Ceferino es Ceferino.


MI ESCRITORIO VALE MUCHO

Mi escritorio y biblioteca tienen para mí un valor incalculable. Amo ese lugar donde me siento feliz. En su ámbito paso las horas de solaz rodeado de los objetos simples que he sabido reunir y conservar a lo largo del paso de los años. Las fruslerías de poco valor monetario pero con una carga afectiva cuyo contacto alegra siempre mis horas de trabajo. Los libros ocupan un lugar destacado y a pesar que a algunos los leo y releo con deleite, como buen bibliófilo los amo por igual. Desde los de encuadernación de tapas amarillas de la colección Iridium que comenzara a comprar cuando era niño hasta los dedicados por sus autores que ya superan los quinientos ejemplares. Sobre ellos tengo mis preferencias como por ejemplo el volumen de las Rubaiyat de Khayyam de Editorial Kraft, las Florecillas de San Francisco de Asís de Editorial Difusión, mi Tomás de Kempis y la Vida de Nuestro Señor Jesucristo de Wallon en segunda edición del año 1896. Pero hablar de ellos sería largo y ocioso. En un anaquel tengo una postal que dice: “Hay excomunión reservada a su santidad contra cualquier persona que quitare, distrajere, o de otro cualquier modo enajenare algún libro, pergamino o papel de esta Biblioteca sin que pueda ser absuelta hasta que esté perfectamente reintegrado”. Al lado izquierdo de la mesa donde está instalada la computadora en la que escribo esta crónica está siempre dispuesto en irregulares estantes mi archivo de revistas, (varias Crisis, Todo es Historia, Humor y otras más ya casi perdidas para siempre), mi colección de recortes, un ejemplar de cada una de mis colaboraciones en diarios y revistas, toda la correspondencia recibida, mis libros publicados, y algunas botellas de mis bebidas preferidas, entre ellas un chianti panzón revestido de paja. A la derecha un viejo combinado Winco con varios discos de pasta que aún suelo escuchar. Sobre él adornos y artesanías que he sabido conseguir y comprar. Varias cerámicas engalanan los anaqueles; un viejo velero añora sus viajes por el mar. Desde pequeñas estatuillas me observan los paisanos de Molina Campos, una serie de piratas, el gesto irónico de Borges y la pose clásica de Chaplín. Un reloj de arena mide mis horas o mejor dicho parte del transcurso de mi vida y en un cenicero intiman dos cachimbas que nunca utilicé por haber dejado de fumar. En las paredes varios diplomas azuzan mi vanidad, algunos grabados, un óleo con mi retrato, una vieja rastra con patacones, afiches con poemas dedicados y algunas plaquetas que demuestran la indulgencia de algunas instituciones de la cultura hacia mi obra literaria. Sobre otro escritorio los utensilios de trabajo: mi vieja y querida lapicera Tintekuli, anotadores y debajo del vidrio varias fotos de tiempos lejanos y felices y un mapa de la provincia de Río Negro. En los cajones las carpetas con los libros inéditos, la colección de filatelia y de postales de todas partes del mundo y los viejos papeles que poco valor tienen pero que conservo con una tenacidad envidiable. Sobre las alfombras del piso dos tallas del maestro artesano Rodolfo Astrada cuyos rostros de madera emergen ahítos de silencios y de sueños inconclusos. En las paredes dos afiches con poemas de Pablo Neruda, poeta de Chile y sobre el tabique de madera machihembrada un cartel con mi lema: “Meden Agan”, que significa sin excesos. Un citroen 3 CV de Jorgito mi hijo cuando era niño, un proyector de diapositivas y otro láminas que casi nunca uso por haberlos derrotado la modernidad, un juego de ajedrez


profesional cuyo trebejos se aburren en su caja de madera, otro de dominó cuyas piezas anhelan en vano buscar sus polos iguales, un estuche artesanal para guardar lápices hecho con broches, muchos llaveros, mi reloj de bolsillo, mi encendedor carusita, mi regla T, mi compás, mis barcos en tierra, mi olvidada Remington Rapid, mis viejos asuntos, mis juegos de niño. Mi escritorio es un aleph personal, mi paraíso en la tierra, mi lugar de solaz. Gozo de privilegios especiales entre todos mis amigos porque Dios y la vida me permiten ser feliz haciendo lo que me gusta. Supo decir Monseñor de Montaigne encerrado en su torre estudio con un millar de libros a su alrededor que su rincón preferido estaba prohibido a la comunidad conyugal, filial y civil. Yo discrepo con el gran ensayista, soy más permisivo: el mío tiene las puertas abiertas para la familia y los amigos porque me gusta acoger y agasajar al visitante que siempre será bienvenido.


EL REINO MESETARIO

Alturas de la meseta lata y extensa. Reino perdido entre la soledad y las piedras donde la postergación se sienta en su trono y la desesperanza se apoya en su báculo. Caña cascada su pena mayor. Hacia el olvido, la nada, el después, los otrora. Escoriales colgados de los balcones donde la distancia y el silencio entretejen su urdimbre pobre de pesadumbres y de indiferencias, donde las pilas de monedas como brazos salomónicos parecen alcanzar la diafanidad íntima del cielo azul y dilatado. El abandono su marca perceptible. El misterio un arcano donde los caballos rompen los sellos del tiempo. La impotencia su derrotero y la espera unos ojos cegatos donde su lagrimal acuoso llora a destajo. Los cerros donde el topónimo se vuelve gutural y austero. Las lagunas donde el viento se persigna y escapa como un ladrón furtivo entre los altos cañadones, furioso y desbocado. Las piedras augures donde los viejos pobladores hurtaron al basalto la oquedad para hallar morada y cobijo. Sus difusas incertidumbres. El alto vuelo del ñanco de supersticiones antiguas, la mirada súbita del pilquín. La lentitud mimética del matuasto. El relincho alerta del guanaco con sus orejas tiesas. El avestruz raudo y señorial, apelativo y linaje de viejas familias. El zorro astuto y huidizo cruzando ágil el riscal de la estepa. Sus claves perdidas. La cruz de los escoriales. Las verbenas en flor. Los pozos que respiran con su fragua de caracola marina. La catedral de “la gotera” con su hilo de agua prístina, reloj vivo de los tiempos, pila bautismal, oasis colgado del cerro como antaño los jardines de Babilonia. Álamos en la altitud. Edades primordiales. Apellidos de los hombres de la tierra, viejos pobladores, de dinastías vencidas donde los ojos crucifican al mañana y la espera se pierde por las hilachas de parajes sin nombre. Por las picadas irascibles donde hasta el alma se desacomoda al ver tanta pobreza, tanta distancia. Hacia la letanía del viento, la traición inclemente de la nevazón, el frío que muerde la carne y penetra como las espinas de las tunas. La piedra dueña, la vieja de las ofrendas, el toro del agua, la tropilla invisible, los anchimallenes. El mito y la realidad compartiendo el redondo pan casero, la carne de yegua al amparo del fogón, las noches donde el cielo parece bajar al mundo de los hombres para mostrarles el camino de las estrellas, la antigua morada de sus dioses tutelares. El tótem de su sangre de viejos guerreros. Alturas de la meseta de Somuncurá. Horizonte sin mengua donde hasta la confianza se arruta como el trote desconfiado del caballo. Los viejos hábitos de bajar los cueros, de hablar poco, de escuchar la voz de uno mismo y de conversar con el silencio en los corrales de pirca, en la hilacha de la chivada, en el filo cortante del cuchillo, en la piel del colorado recién estaqueado. Piedra que suena de tanta marginación, de impotencia, en los puños cerrados del basalto, en el estropicio helado de la ventisca, en las arrugas del rostro, en el cabello cano de los ancianos, en los puestos escondidos, en las sendas donde el timorato se pierde. Otro tiempo y otro lugar. Edades legendarias. Magisterio errante de la piedra y del agua, reino mesetario, planiza azulada, estepa achaparrada, proa al Sur de todos los olvidos. Meseta de Somuncurá. Alta, fuerte, dilatada, agreste, tutelar. Tan vieja como la edad del continente. Tan nuestra como el aire que respiramos.


EL PODER DE LA PALABRA

“En el principio era el Verbo. Y el Verbo era en dios y el Verbo era Dios. Y todas las cosas fueron hechas por el Verbo” supo comenzar su evangelio San Juan. El Verbo, la palabra, la divina expresión del Dios hacedor del Génesis. El Verbo en el esplendor de la edad áurea, la palabra creadora que encerraba en sí misma la esencia de las cosas y de los seres, los primeros arcanos. La palabra al decir de monseñor Octavio Derisi “causa primera constitutiva de las esencias y creadora de las existencias”. La palabra “donde el hombre se descubre y se encuentra concientemente a sí mismo y se posesiona de sí como persona”. “El pensamiento toma su forma de las palabras como el agua de las vasijas” solía decir el gran viejo de las barbas de chivo don Ramón del Valle Inclán, porque “el encontrado batallar del alma humana agranda la cárcel de los idiomas, y a veces sus combates son tan recios, que los quiebra”. Por eso “los idiomas nos hacen y nosotros hemos de deshacerlos”. Las palabras, el idioma “hijo del arado, porque desde los surcos de la siembra vuelan las palabras con gracia de amanecida como vuelan las alondras”. “Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto trasmigrar de patria, de tanto ser raíces. Son antiquísimas y recientísimas. Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada” dice Pablo Neruda, poeta de Chile. La palabra de los cancioneros, de los juglares, de los aedos, de los vates, de los oradores, las del hipócrita en los teatros griegos, las presentes en la arenga del general cuyo ejército parte a la batalla, admonitoria o profética. Las de los oráculos, las del responso final, aquellas de Maese Gonzalo de Berceo que sin duda valen un “vaso de bon vino”. Las maravillosas de Ramón J. Sender donde el sonido es subsidiario al color y cada vocal se identifica con uno, por que la a es blanca, la e verde y así con todas. Words, words, words, al decir de Hamlet, príncipe de Dinamarca. Palabras, palabras, palabras. Pero las palabras precediendo la idea y despertando diferentes matices en el alma del que escucha o que las lee. Palabras precisas de los prosistas o potenciadas y proféticas de los poetas. Las palabras. Aquellas vertidas en el Siglo de Oro, en el barroco. Las de los proverbios y refranes del Rabí Sem Tob, las presentes en los cantares de gesta, en los infolios de indias, en la soledad de las abadías, en las crónicas de la conquista, aquellas traídas por los árabes con su dominio de ocho siglos y venidas a esta América nuestra para renacer con el Inca Gacilaso, en el modernismo de Darío, para intimar con los pueblos americanos y fortalecerse mutuamente. Palabras, “vocablos amados. Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío. Vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas” Palabras para el prólogo, el introito o el prefacio, para el epílogo, para el drama, para el colofón, para la comedia, para la novela, para el ensayo, para la crónica, para la fábula, para la parábola, para el ditirambo, para la retórica, para el cuento, para la oda, para la viñeta, para el agua-fuerte, para la homilía, para el discurso. En el púlpito, en la cátedra, en el estrado, en el taller, en la carnicería, en la calle, en las veredas. En la radio, en la televisión, en el reproductor musical, en Internet donde entró su majestad la Ñ, en el fax, en el celular. Palabras. Palabras. Palabras.


Y aquí en nuestra América indígena “donde los mayas abandonaban sus ciudades prodigiosas cada cincuenta y dos años porque por desconocidas razones esperaban el fin del mundo y no develaban jamás las palabras de sus verdaderos nombres porque corrían el riesgo que les robaran el alma”. Sin embargo honraban a los “maestros de palabras” y placenteramente ofrendaban cacao y manutención a los forjadores de palabras más resistentes que las piedras de sus pirámides abolidas. La palabra decía el peruano Manuel Scorza es “un torreón desde donde se vigila tenazmente la noche”. “La palabra, esa que asombró al gran Atahualpa cuando Hernando de Soto se le abalanzó al galope y detuvo su caballo a un metro de su sagrada persona. Y el divino no se movió y luego mandó a ahorcar a los cobardes que del prodigioso monstruo escaparon como plumas de gallinas, pero cuando conoció los libros, los papeles que hablaban, desfalleció”. La palabra de los gnepines de nuestros pueblos originarios, mapuches y tehuelches, forjando en el sur del mundo la cultura y la cosmovisión de pueblos que no se resignan a tantos años de vasallaje. Las palabras que en la Patagonia barrida por grandes vientos fueron dejando prendidas los cronistas en la achaparrada flora de piquillines y jarillas. Las palabras de los viejos ritos alentando en las rogativas el camino de los antepasados hacia su panteón de dioses milenarios. Las palabras presentes en los mitos creadores mapuches cuando el viejo padre con su hermano Gualicho dio vida a los muñecos de barro y les insufló el soplo de vida. Los escritores patagónicos somos herederos de estas vertientes y tenemos la gran responsabilidad de ser el paisaje y la expresión de toda una inmensa región que aún duerme a la intemperie de una sociedad cada vez más injusta. ¿Podemos hablar de una literatura patagónica? Tal vez, si somos capaces de colocar en nuestros textos la característica tenaz de los hombres y mujeres que con una gran fuerza interior logran sobreponerse a todos los obstáculos que la región nos impone. Si damos expresión y vida a la soledad, a las encrucijadas, a las grandes distancias que no solamente son las de los caminos y las huellas sino las que fatigan adentro del alma. Tal vez, si recogemos con amoroso cuidado la historia grande de nuestros pueblos con su gesta de grandeza y con los sueños de los pioneros que buscaron en estas tierras una nueva arcadia, para ellos y para sus hijos. Tal vez, si sabemos buscar las huellas de nuestra propia identidad en las viejas rastrilladas que como cicatrices de antiguas heridas fueron dejando las lanzas de los pueblos que nos precedieron. Tal vez, si amasada con los sentimientos universales del hombre trabajamos la argamasa de nuestras raíces locales. Así podrá ser que vayamos paso a paso conformando una literatura patagónica, que no solo debe transmitir el color local que es lo de menos, sino nuestro carácter, nuestra búsqueda, en síntesis la expresión escrita de nuestra idiosincrasia. Tenemos un largo camino por delante y una gran responsabilidad. La palabra. Rescatar la palabra. Ha llegado la hora: dignifiquemos la vida, el amor, la amistad, porque para eso estamos los escritores.


COMO DIENTES QUE CRECEN A DESTAJO

En los glóbulos de humores acuosos toca la pena su siringa triste y arrastra en sus calcañares una angustia de tulipanes mustios elevados al cuadrado. Todo suena a degüello, a soledad, a reata de onagros, a piara de cerdos, a calabaceras estériles, a estaciones insalubres pudriendo sus durmientes bajo el sol canicular. Las támaras crecen impúdicas por los canutos de sus piernas y unas sierpes implacables se prenden como brazaletes en la flacura de sus brazos. Quedan pendientes las asignaturas, se enmascaran las actitudes, se emporcan los ojos y un fémur baila solo en el sarao de las penumbras. Crecen dientes en la sombra a destajo como babosas sopapas, como masas gelatinosas escarbando con sus patas de gallina los estercoleros donde todos los detritos se multiplican escandalosos con estridor lacerante. Está también la soledad que nunca ociosa habita cavernosidades adentro, alma al garete, troncos partidos en rodajas salvajes, esperanza desjarretada por todos los verdugos de la vida y de los hombres. Porque ellos se encaraman en el siglo y clavan la falacia de sus estandartes por doquiera abriendo zanjas y dolores como los “potros de bárbaros atilas” furiosos y ventrudos. Orinan largamente sobre una humanidad en decadencia que ni siquiera tiene lágrimas para derramar. Sólo telarañas, ponzoñas infectas, gangrenas voraces, desgarros atroces, sentinas con desperdicios, insectificaciones globalizadas, pequeños hombrecitos arracimados en la multitud, conato de imberbes. Hoy está la mano mendicante extendida hacia la nada sin escudilla ni mendrugos: esparraguera, caña fístula, vara de despojos, espiga de huesos. El ojo cegato purgante y desolado. Impar, non, entrópico, asimétrico. ¡Qué venga el hombre hemostático para que le ponga la mano en la cabeza y pare el flujo de sangre! ¡Qué no arrojen sus sarmientos al fuego! ¡Qué los tahúres no echen suertes sobre su desolación de cuatro pelos y ninguna sonrisa! ¿En qué cordón sentarse para que la vergüenza no escatime sus dentelladas? ¿Dónde poner los pies para que los hacheros de la desesperanza no talen la dignidad? ¿Dónde colocar esta angustia que crece entre coles y estiércol, jamases y nunca, entre derrumbes y muladares? Ratas de albañal grandes como conejos, agujeros en el jubón de los poderosos, marmitas volcadas, clavijeros desvencijados, umbrales del siglo XXI. Las rotulas como bolas de billar, el cabello partido al medio, metáfora de su persona. Los codos angulares como viejos perfiles de hierros abandonados, la ojera única en el ojo más grande, sin boca, sin nariz y abajo, muy abajo el callo sobresaliente del tobillo ocupando su lugar en un mundo sin espacios. Abajo, bien abajo donde todo está perdido. A la miel le han puesto arrope. ¡Qué la resistencia crezca como una planta rastrera! No hay que dejar volcar la malvasía en ritones baratos y cascados, “ni echar el vino nuevo en odres viejos” Hay que laborar la nueva partitura que nos redima para siempre. Aunque seamos pocos. ¡Salute dijeron tute!


CRONICA DEL ANGEL NIÑO

Desguarecido ángel, niñez en estropicio aguas debajo de todas las decadencias. Reventa de ojos como esclusas abiertas de la vida, las últimas sentinas de barcazas insomnes vacías de sobornos, la cortada trunca del suburbio donde crecen putrefacciones incesantes a pura mansalva, a todo asco, a torpes escupitajos que caen como pedradas afuera de las saliveras impúdicas y vanas. Ángel sirviente entre aguas servidas, hombreador de escombros hacia la nada, esclavo de cruces agónicas y desmerecidas, forastero entre ferruginosas escorias, husmeador de los postremos osarios donde el siglo se desmorona por implosión, estercolero de pelambres, carnazas al desnudo, compañones aplastados. Ángel del cieno de alas abajo como candelas que se apagan, vicisitudes por los cuatro costados, mustia noche sobre tu propia orfandad, frasca y decrepitud prematura en la arboleda. Ángel de la guadaña implacable cuando la suerte se da vuelta como tongorí en la chaira, fermentando en lo oscuro, trabajando en la noche, incubando pesadillas que se encumbran a horcadajas, remoquetes insultantes. ¿Qué agobio sin nombre rige su cetro de miserias? ¡Traed la balanza de platos desiguales para pesar la decrepitud donde el fiel enloquece con sus oprobios! Escalad el aire a furiosas bocanadas para el ángel y su niñez efímera escudriñen el lejano lampo de sol que entre las nubes cerradas quiere abrir una grieta en el horizonte de hojalata, de orines, de saliva, de bruma, de peldaños en descenso, de inmundas incubaciones. Bajo la alfombra de su figura empolvad las miserias como las rodajas de una fruta pasada, temed en su desamparo el mundo, las tinieblas, el torniquete a la altura del corazón para sufrir más. Masticad las fibras correosas, amasad la amalgama muy alquimia del siglo vergonzante tirada en la dureza del cemento y de la calle donde nada importa ni cuenta sino el automatismo del robot y la lógica de una globalización que suena a cuento chino. Bufonada. Buzones que se compran y se venden. Niñez que se trafica con descaro, hambre, balanza falsa de un mundo que se cae. Ángel derrotado, hombres de barro. Apretad el redondel desigual de los ojos como pomos de carnaval del mundo toro minotauro hasta que salten sus lágrimas de pus, hasta que cese de ajustar los pernos en los huecos del alma, hasta que nos permita salir del laberinto donde se quedaron todas las ilusiones y el hilo de la esperanza nos guíe otra vez como columna de nube en el desierto. Porque el Angel quiere, y quiere, y quiere. No dejemos que junten los pedazos de lo que fuimos. Allende detrás de la espesura ha de despuntar la utopía y veremos la luz recuperada, el espacio de claridad donde se vive de veras.


CUANDO LOS SANTOS VIENEN MARCHANDO

¡Qué suenen címbalos y atabales! ¡Encended los Cisneros de trébedes! ¡Pasad el alfolí por la feligresía! ¡Enalbardad los onagros para la procesión! ¡Preparad los incensarios! ¡Dispensad las gracias! ¡Haced cadenas de oración! ¡Dad glorias a Dios! ¡Disponed los panes ázimos y descolgad las cítaras de lo sauces! Porque esta crónica hablará de religiones y de religiosos, de sectas y de manosantas, de diezmos y pastores, de garúes y de chantas, de lefebristas y de carismáticos; porque de todo hay en la viña del Señor. Pero vayamos por partes como a paso de sotana, “vestidme despacio que estoy apurado”. Los observo embelesado y quiero unirme a ellos. Tocar las campanillas y sonar los platillos de metal. Calzar sandalias, raparme el cabello: ser un Hare Krisna. Ponerme una túnica color azafrán, alcanzar mi luz, mi iluminación. Tener a mano mi oriente mágico y místico, mis dioses exóticos. Escucho a Gautama Siddhartha, tomo mi escudilla de monje mendicante, viajo allende los bancales del Potala, como tsampa, transmigro, hago girar las ruedas del destino, me hinco de hinojos ante el gran Dalai. Levito. Hay predicación en la calle, reparto de tratados de la Sociedad Bíblica, las Santas Escrituras versión Reina-Valera bajo el brazo, himnarios abiertos, de confesión evangélico pentecostal, bautismo por inmersión, himnos tradicionales al son de las panderetas. El pastor de riguroso traje que invita, las hermanas del coro con sus largas polleras, los instrumentos musicales, la oración elevada en voz alta, la escuelita dominical, la imposición de manos, los instantes de adoración y la fe como un grano de mostaza. De riguroso traje y corbata, impolutos, rubios, ojos celestes, embajadores de la gracia divina los hijos de Joseph Smith, -agricultores y polígamos- bajan del estado de Utah con el libro del mormón en la mano para misionar en las colonias del sur. Con sus templos iguales la “Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días” se aposenta en pueblos y ciudades. ¡Salud, Bringhan Young y qué el ángel le quite los sellos a su libro de oro! ¡Los americanos más famosos! Son testigos en Belén, en Samaria y hasta en el último confín de la tierra. Infatigables, impertérritos, de dos en dos van casa por casa y puerta por puerta golpeando todas las aldabas para hacer un prosélito. No juran ninguna bandera. No reciben trasfusiones de sangre, se oponen al servicio militar. Para su doctrina el infierno no existe, en la tierra está la eternidad, guardan el día sábado y entre otras minucias el número de los salvados para ellos ya está prefijado. Dejan a cambio de su charla un librito azul y las muy difundidas revistas Atalaya y Despertad. Nunca en Domingo. Son los Testigos de Jehová cuya cafila se bautiza en piletas pelopincho. Sangre árabe corre por mis venas porque mi abuelo nació en el Líbano. Por eso tiendo mi estera, pronuncio mi oración mirando a la ciudad sagrada de la Meca, ayuno en Ramadán, abro el Corán, leo las suras. “Ala es el único Dios y Mahoma su profeta”. ¡A las colectividades del mundo árabe, Salud! Vudú, candomblé, winti, titos del hombre olvidado, las danzas rituales y el loa que flota en el ambiente. Transmutados misticistas. Su danzar frenético, el trance, el clímax ritual. El contacto y la purificación. Los observo oculto en el follaje: sus fetiches me embriagan. Adiós a las pesadumbres del universo real. Adiós a la vida ordinaria. Adiós a lo que soy.


Me acomodo frente al televisor, entre mediático y absorto mirando la pantalla color: “Ondas de amor y Paz”. Voy al cine y me recibe el pastor Jiménez; a la carpa y está Carlos Anacondia, a la cruzada en el obelisco y escucho a Luís Palao, en la campaña y predica Billy Graham, en la radio y sintonizo a Yiye Ávila o los sermones del Hermano Pablo, recalo en la modernidad de sus iglesias y llevó mis óbolos para llenar de aceite las vasijas de los pastores brasileros de la Iglesia de Dios Universal. Me dan una lucecita a cambio. Soy de la moderna fraternidad de los creyentes. Canto: “me llaman aleluya, aleluya soy”. Me voy con los seguidores de Lucero. Le arrojo un tintero al demonio. Sigo la doctrina de Calvino, la de Juan Knox. Me hago valdense, congregacionista, bautista, metodista con John Wesley, de los hermanos libres, anglicano con el arzobispo de Canterbury, presbiteriano, de la iglesia reformada ¡qué se yo! Adentro me espera la paz y la fe. Largas barbas, los íconos, la tradición. Abrid paso: la Iglesia Armenia, la ortodoxa Griega, la Iglesia Católica Ortodoxa Apostólica del Patriarcado de Antioquia ¡qué maravilla! La sinagoga. La Menorah de siete brazos, el rabino, los circuncisos, los rollos de la torá, las hierbas amargas. Aarón y Moisés, Jehová y sus Nombres, los cabalistas, la historia milenaria del pueblo hebreo. Me parece tocar el muro de los lamentos. Llevo filacterias, guardo la Ley, participo del seminario rabínico. Soy cuákero con George Fox; voy a la colonia menonita y vivo con ellos. Abrazo al sintoísmo, me llama Laotsé; la Iglesia del Nazareno tiene reunión; bebo mi colación de jugo de frutas con los hermanos adventistas del Séptimo Día; Cristo es la Respuesta celebra y adora a Jesús; porto mi ramo de olivo en la procesión como entrando a Jerusalén entre palmas y hosannas; soy carismático con los curas sanadores; abro el breviario, soy monje trapense, jesuita, trabajador como un franciscano; llevo los cirios, me encierro en la biblioteca vaticana; soy sargento y me integro al coro tocando la tuba con los hermanos del Ejército de Salvación; reparto biblias en los hoteles como Gedeón Juez; agnóstico soy pero nunca ateo; santón de barba rala junto al sagrado Ganges; ni más papista que el Papa ni hermano de la Orden Templaria me debato entre religiones y doctrinas. Salgo a la calle. Es mi hora: “los santos viene marchando”, me voy con ellos. Para sentirme bien, para encontrar el camino, para ser mejor, para hallar a Dios.


EL MIRON DE LADRILLOS

El mirón de ladrillos es un lince para usufructuar lo ajeno desmintiendo aquello que a Jenaro lo llevaron preso. Vigila con sus ojos atentos el entorno que lo rodea. Toma notas mentales de lo que puede serle útil. Hurga hasta en la maleza de los terrenos baldíos buscando utilidades, escudriña hasta los últimos rincones y si por su voluntad fuera se birlaría hasta el aire que respiramos. El mirón aprovecha el descuido y la confianza de sus semejantes y nada escapa a la ligereza de sus manos. Es un rey midas que vive del hurto cotidiano. Una pequeña hormiga que lleva todo lo que encuentra a sus escondrijos. Roba la energía eléctrica a los vecinos inocentes; sisa como un murciélago ávido el agua potable municipal; se conecta solo y entre penumbras al servicio de cloacas públicas; elucubra conexiones clandestinas de cable visión y hasta suele hartar el vientre con las viandas ajenas que desaprensivos dejan a su alcance. Maderas, andamios, puntales y cuñas de las obras en construcción pasan a engrosar su patrimonio y que coloca en predios ajenos y abandonados para deslindar responsabilidades. Si acaso hay arena la hace desaparecer en un santiamén. Llega a cargar estibas completas de ladrillos diciendo que son para su casa. Y si no hace hurto hormiga, uno por uno van a parar a las paredes de su vivienda. Este mirón de ladrillos es un maestro del destornillar: desarma los vehículos estacionados pieza por pieza y tornillo por tornillos, todo accesorio le viene bien. Prestidigitador avezado lo que desaparece entre sus manos jamás vuelve a encontrarlo nadie. Es un estratega porque observa de día mientras camina como si nada y por la noche labora con tesón de abeja nocturna. Construye sin infraestructura ni materiales; no arregla nada pero tiene muchas herramientas “compradas” al descuido; consume sin dinero y en la mesa de algún café suele filosofar sobre la vida y sus problemas quedándose hasta con la circunstancia de sus ocasionales compañeros, amén de algunas saquitos de azúcar, cucharitas, servilletas de papel y otras menudencias. Ama los libros de los que se apodera con sigilo sobaco abajo; le encantan los bloques de cemento que acarrea a hurtadillas; los trozos de hierro, fardos de alambres; los herrajes dóciles a su destornillador y aún las puertas que saca de sus goznes. Sus ojillos viajan por el aire y todo lo tabula, tasa y destina, porque él sabe lo que hace. Si tiene sus momentos de ocio los trajina recuperando cables de cobre y otras nimiedades afines a su pasión. Su familia lo pondera y apaña; su casa se fragmenta en subdivisiones impensables y sus caballos –que los tiene- no mueren sino de inanición. ¡Oh, señor de lo ajeno, hidalgo de lo fácil, amigo de lo mostrenco! ¿Habrá algún paraíso abandonado con forma de desván para que descanses de tus fatigas, sin que nadie te diga PUM! Sólo mi crónica habrá de perdurar tus hazañas.


TE ESPERO GODOT

Sentado en mi tajuelo vacilante ante los umbrales de un nuevo siglo, temblando dentro de mis arrapiezos, sin pasado, indiferente al presente y al porvenir, perdido; como un astrolabio sin estrellas, barco sin bitácora; entre boñigas de burro y cagajones de caballo, entre magnolias y gladiolos, entre epitafios y sombras, entre orines y acuosidades, mirando pasar el río turbulento y lato, te espero Godot. Huracán sin ojo, agricultor de amargos, con más tristeza que una aladrería dispersa y abandonada entre malezas, más cegata el alma que los ojos, sin poder asirme a nada, sin catalina ni caballo para galopar, sin expectativas ni vanas esperanzas, orinando desde la altura de mis vacíos y con más agujeros que un queso gruyere, te espero Godot. A la deriva, bebiendo hasta las heces el poso del vaso pringoso, entre la hojarasca que el viento del otoño se lleva irremediablemente, en el silencio de todos los silencios y la soledad en compañía. En el pináculo del templo, en la escuela de pobres, en el brazo escuálido de la niñez efímera, en el muladar de la lengua mendaz de los políticos, en el estercolero donde el pollo mundo escarba con sus patas inmundas, rudimentando baldosas con mi cafila de súcubos, te espero Godot. Con la sabandija que se solaza en los maizales, como un choclo sin barba, rebasando el gazofilacio de escupitajos en vez de ofrendas, con el tamo en las narices de los que no tienen mañana ni porvenir, metiendo las manos como garfios en el abrigo raído de mis cincuenta y nueve años para sacar nadas y supuestos, te espero Godot. En el redondel del toril, en la mano sin mitón, en el calofrío de la noche, en la dentera atroz, en el grito ululante, en el lagrimal trunco, bípedo torpe, azulejo cuadrado, entre mis vacíos y mis acrobacias sin cuerda, te espero Godoy. En el carámbano helado más tajado que una pared a plomo, sin atenuantes ni circunstancias, sin entorno ni escorzos, sin disculpas ni culpas, ocioso como un adoquín estacionado en la nada del tiempo, como un animal solípedo esperando el pienso en la víspera, desolado en la frasca de de los árboles después del verano, más desmedrado que un animal sin coyuntura, te espero Godot. Con la caparazón de mis dolores, en la letrina maloliente donde defecan vituperios y anatemas, inerme ante las barbaridades que los inicuos conjugan a los cuatro vientos, con el arcabuz del silencio colgado en bandolera, con mis necesidades insatisfechas, sin vuelta de hoja, te espero Godot. Bajo los cirros del poniente, en el banquillo de los acusados ante la inquisitoria de los impíos más seguros y echados para atrás que el que inventó la gárgara, entre despojos y hongos, entre orines y flatos, entre drenajes y pérdidas, te espero Godot. Cuando llegues tal vez no pase nada pero la espera habrá de gritar con voz en cuello por todas las azoteas que nunca habrán de ganar la partida estos higos de fruta.


DEL ENTERRAMIENTO DE LIBROS

Fueron torquemadas redivivos renovando su furia inquisitorial, savonarlas dispuestos para la tortura y la pira con el furor implacable de fanáticos irredentos, como calvinos irascibles hurgando minuciosos en las ideas de los hombres a su propio arbitrio y antojo. Catones de la picana y la sangre. Ultramontanos del odio y la yapa. Porque para estos fundamentalistas en aquellos años de plomo tanto tener barba como portar libros. La lectura –decían- envenena el alma y subleva a la sociedad. Subvierte. Hace pensar, despierta actitudes. A muchos argentinos colocaron el capotillo o el escapulario, con el estigma puesto del sambenito, porque fueron los que sobraban, los que no podían tener lugar ni identidad, los malditos con más anatemas que Baruch Spinoza, para ellos para sus hijos y hasta la décima generación. Contritos, hostigados, humillados, torturados, NN para siempre, sin patria, sin hijos, sin familia, sin hogar, sin libertad. Bajo las capuchas hasta sin aire. Y aniquilar fue la palabra. Al hombre y a sus ideas, a sus hábitos peligrosos, a sus tendencias diferentes. Porque yo he visto y participado del enterramiento de libros. Estuvimos de luto. Pala en mano fuimos los forzados sepultureros de la palabra escrita. Bajo tierra Marx, Lenin, Neruda, la biografía de Pancho Villa que un oficial la pateó bajo la lluvia en una tarde aciaga de requisas en mi ciudad natal de Bahía Blanca. Marat, Jesús, los escritos del Che, Gandhi, García Lorca por ser también “marica” –doble pecado-, la obra completa de Perón, de los revisionistas, Tehilard de Chardin, los ensayos de los curas tercermundistas, los infolios de los jesuitas, el Principito y hasta Tarzán de los monos. Lecturas peligrosas. Mala levadura. Bajo tierra para siempre. ¡Qué se pudran en la oscuridad de la gleba! Incinerados para siempre como antes en las hogueras. Había deshacerse de ellos. Decirles adiós para siempre. Envueltos en sacos de arpillera, en los bancales bajo las arboledas, en el campo, junto al mar en alguna playa solitaria, en las oquedades de los árboles, bajo el umbral de la casa, del cemento, en el rectángulo de los taparrollos. Lugares escogidos. Escondrijo difícil. Óbito forzado. Bibliotecas inconclusas, truncas, deshermanadas. Ejemplares nunca recuperados a pesar de haber dejado una señal para recordar el lugar de la fosa común. Fusiladores de la cultura. Anatomistas de la utopía. Patólogos de la tinta. Estos son recuerdos de mi juventud en los años aciagos de la dictadura militar, de mi vida de estudiante en la década de los años setenta. Años de intemperancia, de espíritus mesiánicos, fundamentalistas. Operación Masacre en su féretro, El Experimento Chileno a la fosa, los libros de Camus, los de Sartre y La Condición Humana de Malraux a los secretos escondrijos junto con la colección entera de la revista Crisis con la carta que me enviara su último director Vicente Zito Lema, que pude recuperar años después. Todavía la tengo como un recuerdo “malos vientos soplan sobre nosotros”, me decía y no equivocaba mi buen amigo. ¿En qué lugar ganado a la sombra y el olvido estarán mis libros? En los años setenta como tantos hombres y mujeres de mi generación anduve de enterramiento en enterramiento. “La muerte andaba por mis libros” decía Zitarrosa y por mi casa, por mi barrio, por mis amigos, por mis afectos.


UNA CRONICA PARA MARADONA

Los mitos sobrevuelan en el ánimo y el alma de los argentinos. Y con ellos hacemos nuestras catarsis colectivas como antes supieron hacerlo los griegos en las gradas de sus teatros. Por eso Gardel cada día canta mejor. Por eso caló tan hondo en el alma de su pueblo. Por eso su voz es nuestra voz, su pinta es nuestra pinta, su éxito es nuestro éxito. Porque el “Morocho del Abasto” supo se cabalmente lo que deberíamos ser los argentinos. Y también Evita, la Abanderada de los Humildes. El trasunto de un pueblo que se elevó a sí mismo para identificarse con la rebeldía y el poder. Por eso el Che, su gesta libertaria de coraje y aventura fue la nuestra, el espejo de lo que anhelábamos ser en aquellos años no tan lejanos de utopías no desmerecidas y avatares heroicos. ¿Y Maradona? ¿Cuántas personalidades múltiples habitan en el alma a veces arrutada del Diego de la gente? El muchacho de Villa Fiorito, el de los jueguitos maravillosos con su amiga: la pelota, esa que “no se mancha”. El ídolo, el Pelusa de las inferiores de Argentino Júnior, el mejor de todos, el campeón, Maradoo, la Mano de Dios, el del gol increíble a los ingleses, el hincha número uno de Boca, el del tatuaje del Che, el cubano por adopción, el héroe de Nápoles, el admirado en todo el mundo, más famoso que el mismo Papa. El rebelde, el trasgresor como Borges, como Charly, la piedra en el zapato para los poderosos de la FIFA y de los grandes intereses del negocio del fútbol. El que nos mueve el andamio, el que patea el tablero, el que desafía las estructuras y al que pocas veces se le escapa la tortuga. Pero también el que alguna vez perdió con las drogas, el que resiste ante tanta estupidez suelta y al acoso pegajoso del periodismo amarillo y de todos los colores. El de la mueca en la cara frente a la cámara para soltar la broca contra los intelectuales de pacotilla. Al que le “cortaron las piernas”. El que siempre tendió al diez en un país de mediocres que viven para zafar. El de los exabruptos contra algunos periodistas ya armado de palabra o escopeta. El gordito que alguna vez fue, el del síndrome de abstinencia, el mismo muchacho del potrero y de la alegría perdido ante las luces de este nuevo siglo globalizado y febril que ya le es extraño y pesado. El Director Técnico del seleccionado argentino de fútbol que lo recibió cuando las papas quemaban. Alcanzando la pelota de taquito, de traje y corbata, con el rosario en las manos, defendiendo el juego limpio, escuchando a sus asesores. Maradona el de la derrota. El del llano fácil y las palabras cortadas. El abatido en la conferencia de prensa. La cara visible de otro sueño frustrado. De un fracaso colectivo. Al que le pasaron facturas aprovechando el momento. Al que denigraron cuando antes lo elogiaron para ponerlo en el panteón de los mejores, Lágrimas y sonrisas. La fiesta de máscaras donde se ven caras y no corazones. Maradona el renunciado. Personaje de un sainete que nunca termina. Del conventillo de la paloma donde los dueños de la patria futbolística son actores de cuarta y un elenco de periodistas que da lástima. Pero también como el ave fénix otra vez el Diego vuelve diciendo verdades más grandes que una casa. Que solamente él puede decirlas, porque está más allá de todo. Maradona es Maradona. Y lo será para siempre. A pesar de muchos.


ENTRE OBSECUENTES

Únicos. Obsequiosos hasta el ridículo. No tienen librea pero sí la marca en las rodilleras de sus pantalones. Cortesanos hasta el disgusto los obsecuentes no se hacen, simplemente nacen. Como muebles de forja. Contritos. Convencidos del triste rol que les toca desempeñar algo tienen de serpientes por eso de arrastrase sobre su calcañar. Desafían inmutables los peligros más evidentes porque a la hora de defender lo indefendible nada los arredra. Su obcecación “casi asnal” al decir de Almafuerte sólo se evidencia para servir al amo, porque ellos no muerden la mano del que les da de comer y por eso soportan complacientes todas las tropelías. Sus genuflexiones empalagan. Son ecos casi perdidos de lo que debe ser un hombre. Abren la mano mendicante que jamás podrán volver a cerrar. Son como tristes marionetas útiles que para obtener su objetivo jamás habrán de cruzar el pantano del desaliento porque realmente no lo conocen. Sienten un íntimo placer al acatar los más mínimos deseos de los otros. ¿Qué hora es Apold? –La que usted quiera, General. Los caprichos de sus mandantes son órdenes que ellos cumplen con la meticulosidad de un robot. Afirman que defienden aún lo que no entienden o ignoran sin que se les mueva un pelo. Los obsecuentes de este tipo tienen más arrugas en el alma que la frenada de un gusano. En el arte de hacer política son imprescindibles. Juegan un papel muy importante. Ni siquiera se les cruza pensar que hay un límite entre lealtad y obsecuencia. En la oficina son intolerables y hacen hervir la sangre del más tranquilo. Si su señor lo ordena aunque esté lloviendo ellos dicen buen día. Y de convencidos no lleva ni paraguas. Los buenos obsecuentes están siempre listos. Su condescendencia es ilimitada. Sumisos hasta el hartazgo con los supremos son soberbios con sus iguales. Los obsecuentes no tiene cura y para agradar al soberano traicionan hasta a su propia madre. Y como excelentes vasallos ofrecen voluntariamente a sus damas para pagar el derecho de pernada. Son los primeros en los besamanos. Sonrientes, ufanos, satisfechos. Si su adalid se ríe ellos festejan. Si está enojado le temen. Si está triste hasta derraman algún lagrimón. Son literales hasta los puntos y las tildes. Se esmeran en cumplir los ucases al pie de la letra. Para ellos las ideas de sus amos son impepinables. Impertérritos a veces marchan al cadalso con una sonrisa en los labios. Yo a los obsecuentes no los quiero porque los conozco. No son de vidrio como el famoso licenciado de Cervantes, antes bien están blindados en acero y la obsecuencia está incorporada a su naturaleza, a su forma de ser. Es regla general que todo obsecuente encuentra a su señor y una cuerda íntima los une entre melosidades y zalemas. Hartan porque suelen encumbrarse en el otro. Por nada. A veces gratuitamente, porque sí nomás, satélites que reflejan la luz que ellos jamás tendrán. -Buen día, secretario. –Espéreme un segundo que le pregunto al diputado. Son irreductibles. Iguales. Y por eso en el contexto de su anomalía rastrera son transparentes y predecibles. Yo no los quiero. Será porque a diferencia de ellos me gusta más ser consecuente y en especial con mis propias ideas y mi forma de pensar.


QUE SE MUERAN LOS SOBERBIOS

Le tengo tirria a los soberbios. No me gustan y por eso me opongo a ellos con uñas y dientes. Con resabios de señores feudales se creen dueños de todo el mundo y de las vidas de los semejantes que los rodean. Son un asco. No los quiero. Imperativos, pedantes, atrabiliarios. Bajados como dioses del olimpo se llevan todo por delante. Sacando pecho degustan su bilis como eunucos sin remedio y fuera de sus cabales barritan su impotencia como elefantes enloquecidos y cegatos. Pierden los estribos con frecuencia porque el orgullo los mata, la pedantería los viste y la injuria calza sus pies. Yo los detesto. Son como globos henchidos de vanidad que si ostentan algún cargo público por más rampante que sea se inflan como pavos reales con más ínfulas que una mitra episcopal. Puertas que nunca están en su quicio pierden los estribos a cada momento y en cualquier lugar. Energúmenos desmedidos están convencidos que ellos siempre tienen razón y más cuando no la tienen. Furibundos sin cauce ni medida siempre el sol se pondrá sobre sus enojos. Sacados de sus casillas enervan a todos los que le rodean. Pecadores capitales agitan las pasiones mas bajas. La mansedumbre de los otros los excita. No tienen texto ni contexto. Son tan grandes que no entran en ningún lado. Yo los avento porque los quiero lejos de mí. Edecanes de la furia mascan improperios de todo calibre y munición. Insultantes del alma auscultan basuras en todas las cloacas. Montados en cólera conocen todas las formas de conjugar el verbo humillar. Porque sí. Por cualquier banalidad, por la fruslería más insignificante. “Entre esos tipos y yo hay algo personal” como supo decir Serrat. Hay que borrarlos. Combatirlos. Son como eructos escapados de algún personaje de Dostoievsky. Son gatos que no escaldas nunca, porque la soberbia está con ellos, es su estigma permanente, su llaga purulenta. Los soberbios son enfermos del alma. Ella es su imperio y su proa, su pan cotidiano. Altivos tienen un ojo en cada mano. Ciclotímicos cuando suelen pasar de la furia a la mansedumbre no les creo nada. Llenos de herrumbres se quedan solos porque no se quieren ni a sí mismos. Si se muerden la lengua se envenenan. Sus tristes bufonadas y berrinches dan lástima. ¡Ay soberbios qué fea es la vida! Al verlos tan orondos, tan bien pagados de todo encumbrados en el pedestal de su propia virtud, tan seguros en su camino, tan ufanos y amortizados de todo mal, yo me pregunto ¿será cierto que la soberbia es mala consejera?


COMO EL HIPOCRITA ELEVADO SOBRE EL COTURNO

Como el hipócrita elevado sobre el coturno viajan en la noche con la mascarada triste y pálida del amanecer. Saben que se desvanecerán como las luciérnagas ante la luz aleve del día y por eso una tristeza tabernaria anida en las ojeras de sus almas. La espera del final consabido después de la torpe ilusión de barajas y cantinas. La parrafada de los clowns con sus ojos como retortas grises, los tiradores sosteniendo el pantalón holgado flameando a media asta, la nariz husmeando en los calderos de olla podrida, ensayando sus acrobacias de gimnastas sin red ni alegrías ante la repulsa y la silbatina de miles de higos de fruta pidiendo su muerte en el redondel fúnebre de la carpa. La cara sonriente del Joker intercambiando de posición a su antojo, favoreciendo o perjudicando con su tricornio de colores al incauto que se ampare en el sonido falso de sus cascabeles, ofreciendo su impudicia en las dos cartas de la baraja a todo color o rebajado en la acromía de un mazo barato y grasiento. Juglar de la suerte, bufón de la carpeta, extremista del azar, portador de los cuatro palos en rojo y negro, guasón descarnado en los cuadros del cómic, desjarretando inocencias o como “El loco” reventando los signos en los arcanos mayores de las cartas del Tarot. El rictus triste de un Pierrot desecho y destripado, sin alma y sin abuela bajando como un ente menor por un rayo de mugre desparramado idilios cursis entre hollines y antros donde el alcohol entroniza su imperio de vicios y bastardías. En su rostro sin máscara la palidez escribirá histerias pródigas en hastíos y servidumbres. Se apagará en la canalla como un padre grosero o en el tamo que el viento arrastra errante en la madrugada. Anda Pierrot desconcertado con el pantalón amplio inflado de flatulencias, la camisola blanca vasta como el cuerpo de una vaca y en los ojales un redondel de nácar más grande que botón de manea. Insomne y ojeroso es un juguete en las manos de Colombina. La del traje ajado lleno de petachos. Sin máscara los ojos bribones circundados de un maquillaje tan falso como sus amores y con el tamborcillo batiendo a los cuatro costados. Arlequina casquivana y hueca donde ni Pantaleón el viejo mercante y tacaño se salva de sus maquinaciones. El pobre viejo calzonudo entre inocente y crédulo en sus manos es un burlador burlado. Arlequín, cómica pantomima con su mascarilla negra y su traje a cuadros de colores usurpando espacios y valores. Alerquín –como algunos dicen cuando se trabucanportavoz de suertes y amores no correspondidos. Arlequín en el brillo vano de las noches carnavaleras. El Dominó llorando sobre sus rombos de alquitrán, la Colombina despatarrada como una hetaira sobre sus devaneos, los payasos llamando a su función de mugre, la marioneta rota y desmedrada sobre el diván de patas desiguales, el decrépito Pantaleón hurgando en sus bolsillos, el Joker patético con su bocaza de muerte, el Pierrot conjugando su melancolía como un trébol de cuatro abandonos y el Arlequín como un saltimbanqui hacia la luz desgarradora del alba como los payasos de Rouault auscultando tristezas y desesperanzas en horras avenadas.


MI AMIGO PIERO MONTELPARE

No Della Francesca, no de Médicis, no Gallucci sino Montelpare a secas se llama mi amigo. Nato en Italia, antes de radicarse en Valcheta, provincia de Río Negro, conoció vivencias y trajines por las calles de mi ciudad natal: Bahía Blanca, el otrora Fuerte Protectora Argentina. Con la desmesura de los años jóvenes supo estrechar vínculos y personajes por las barriadas inquietas de la ciudad de ultramar. Y el viento, el viento eterno que meció como una mano fantasmal la cuna de Eduardo Mallea y provocó las iras destempladas de Ezequiel Martínez Estrada en su casona de la residencial avenida Leandro Nicéforo Alen. Si al primero irreverente le voló el sombrero éste último le sacó la lengua. Hablando de mí amigo el Piero como olvidar el “sole mío” ya paterno y peninsular con más nostalgia que los puertos, con más adioses que las viejas estaciones de trenes, con más lágrimas que vasos de bon vin. Montelpare supo fatigar los lugares característicos de la “bahía de las tristezas”: el café Nº 1, el Boston, el Bristol, la Posta del Chiva, la Comercialina, el Londres, la cervecería Munich, las salas de lecturas del la Biblioteca Rivadavia, los mingitorios en la plaza homónima y los mil lugares a muchos de los cuales ya borró para siempre la insensibilidad del tiempo que no perdona. ¡Cómo olvidar las barriadas dispersas, los partidos de fútbol y de básquet, la lectura incómoda de la Nueva Provincia, los bancos de la plaza desde donde se veían volar orondos los tucanes de la Diana Julio y a las enormes ratas desplazarse por la altura de los árboles. Y la 514 bajando por la Necochea, la Pachanga (verde como la esperanza), la Unión siempre a destiempo y otros bondis de líneas menores llenando de monóxido de carbono las arterias de la ciudad. Montelpare supo como yo de las salas del Palacio, del Gloria, del Rossini, del Don Bosco, los matinée a mansalva y en technicolor; y en el verano cuando el calor del resistero apretaba sabía otear impertérrito las piletas del Maldonado porque en aquellos años se necesitaba tanta agua para apagar tanto tedio. Estrechó manos insignes: la del Toto, descomunal y colgado del estribo de los colectivos donde viajaba gratis, la del flaco Pela masticando alambres, la del loco Daut que hizo enloquecer el astrolabio porque los cohetes en Bahía Blanca llegaron a luna antes que la Apolo y sus tripulantes. Montelpare –así lo llamo yo- fue también primer bogavante en la ciudad turística de Puerto Madryn: los galeses, los primeros barcos, la Patagonia austral donde la arena supo tragarse hasta los recuerdos. Después vendrá la pertenencia a esta tierra rionegrina, este solar nativo. Acompaña a veces mis soledades que son muchas, entre radios, televisores y electrodomésticos que a veces logra componer. Juega al ajedrez. Tiende la mano cuando puede. Sólo que simpatiza con River y yo soy de Boca. Hoy tiene una cruz que sobrelleva con estoicismo. Yo lo llamo a veces don Altobelli o Giácomo Capellettini para italianizarlo un poco más, a pesar que algunos lo apodaron “el tanito castigador” en las bohemias tertulias del Club Tigre.


Montelpare, como el discípulo pescador también es Pietro y sobre su piedra edifiqué mi crónica. ¡Salve amigo!


Y SU HIJO JUAN PABLO MONTELPARE

Juan pablo Montelpare, vástago del Piero, que también es mi amigo, supo ver la luz del mundo en este pueblo mesetario de Valcheta. También se lo puede llamar zancos, títeres, marionetas, dibujos, grabados, pinturas, fotografías, búsqueda o arte. Si arrojó el astrágalo fue para ver el mundo sufriente del entorno, por eso su serie pictórica titulada “Niñez efímera”; por eso su impotencia joven donde se atisban los ojos grandes como platos soperos, los cuerpos raquíticos, los brazos como varas mendicantes extendidos al vacío más atroz, a la nada escondida en el último refugio, al estropicio del alma, al paladar con sabor a cascajos y herrumbres, al vacío existencial sin turiferarios ni velones. Como su padre Piero sabe distinguirme con su amistad. Yo miro su desgarbo, el talego donde guarda su talento, la brújula de su barco que señala al norte de todas las utopías. Miro sus cuadros y se que no pinta por pintar. Sus pinceles escudriñan las miserias. Las exteriores que duelen como golpes y las del alma con sus cardenales que perduran latentes. Juanpi singla su nao al puerto de un mundo mejor donde las injusticias deben quedarse en las borrascas de alta mar. No hay quicios para sus puertas. Sin atajos Juan pablo Montelpare se abisma en sus estepas propias para abrir sus manos llenas de campanarios y palomares. En su casona de la ciudad de Viedma “atrapa sueños”, echa sus fantasmas y los nuestros al estercolero de un nuevo siglo que nada trae de deslumbrante ni esperanzador. Desteje un tiempo de juguetes rotos, de muñecas estériles, de afectos tan descartables como la urgencia de los tiempos que nos toca vivir. Juan Pablo Montelpare está fuera de los escorzos de una sociedad indiferente al dolor y perdida para siempre en sus propias contradicciones. Pero, pinta, dibuja, quita los marcos, formula instalaciones, adosa objetos, construye puentes, eleva torres, cava túneles en lo oscuro para llegar al círculo de luz donde se vive de veras. Juan pablo es un saltimbanqui, un feriante de plaza que nos interpela sin darnos cuenta, un entintador de nosotros mismos. Sus costumbres nómadas lo llevan a recorrer paisajes y países, como ahora me saluda desde el Ecuador lejano. Yo le levanto mis banderas y le hago señales de humo. Nos reconocemos a la distancia. ¿Hay cortapisas para las obras de Juanpi? Efímera como la nube que pasa es la vida que ve Montelpare. Como la que nosotros también vemos con pesadumbre en el cemento implacable de las ciudades o en las hilachas de los pueblos y parajes del interior: los cercos de retama, los vestidos pobres, las coladas al sol, los juguetes rotos. Piero y Juan pablo Montelpare han quedado atrapados en la jaula de mis palabras. Les abro la puerta. ¡A volar, amigos míos!


PARA HABLAR HE NACIDO

Para hablar he nacido, para usar las palabras y darles brillo, para abrigarlas, para pulirlas, para acariciarlas. A todas. A las opacas, las luminosas, las sonoras, las imperceptibles, las olvidadas, las diamantinas. A las livianas y leves como plumas, a las cortas y a las largas, a las fosforescentes como peces de río, a las trémulas, a las tímidas que apenas se asoman al mundo, a las rientes, a las fragantes como flores, a las coloridas como mariposas, a las escurridizas, a las malas y a las buenas. A todas. ¡Qué maravilla las palabras! Hoy salgo de croto a recorrer la campiña para hacer alguna changa. Trepo gratis a los trenes gracias a la medida que dictó el entonces gobernador José Camilo Crotto. Pero si quiero acaso comer un pollo opto por uno de esos de doble pechuga de la marca Patos – Vica, aunque después no me dejen entrar a los boliches. Y si de yantar hablamos para el desayudo quiero bizcochos por están dos veces cocidos. Si no tuviera vivienda sería un atorrante cualquiera y dormiría las horas del resistero en los caños, esos de salubridad de la empresa del señor A. Torrant. Para hablar he nacido. Para elegir las palabras como quién escoge las flores de una canasta. Algunas son como rosas blancas, como claveles encarnados, como dalias encendidas y otras como pensamientos o tulipanes. Las hay para todo gusto. Suaves, etéreas, rugosas, ásperas, nocturnas, lluviosas, cantarinas. Con forma de piedras, de canto rodado, verdes como esmeraldas, rubíes, opalinas. Lisas como las que erosionan las aguas de los ríos, de formas caprichosas. Sibilantes, pitonisas, sugerentes, expresivas, elementales. Una palabra es como la perla perdida del evangelio. Un universo de vocales y consonantes. Si regreso a mi casa sita en el barrio “Caferata”, entre las calles Asamblea, Moreno, Estrada y Riglos estaré sabiendo que así se llama por el diputado de ese apelativo que propició su creación en el año 1915 y que menciona la letra de un tango. Abro la puerta y soy un sibarita porque me gusta la buena vida. Y para eso viajo a la isla griega de Sybaris, en la orilla azul del golfo de Corinto, donde Smindrides, hijo de Hipócrates, se quejaba a menudo de la irritación de la piel por haberse tendido sobre pétalos arrugados de rosas. En cambio por sus malas costumbres y el pecado de su falta de hospitalidad no me hubiera gustado vivir en la ciudad de Sodoma, en cuyas cercanías la mujer de Lot quedó convertida en una estatua de sal, mal originando el vocablo sodomita. Y ya que estamos en el tema tampoco quisiera conocer la isla de Lesbos, donde Safo supo escribir sus deliciosos versos de amor, dando origen a la palabra lesbiana, a pesar que yo estoy a favor de las reivindicaciones de la igualdad de derechos de las personas. Para hablar he nacido. Para recibir de las musas el milagro de las palabras. Para engarzarlas en la oración con el cuidado que un joyero dispensa a las gemas preciosas. Las palabras son como un pan recién horneado para que en su mesa todos saciemos el hambre. Son los ladrillos fundamentales de un idioma. Las palabras nos hacen, nos expresan, nos explican. Son un trasunto de lo que somos. No quiero una victoria pírrica como cuando se enfrentaron griegos y romanos y de la que Pirro, rey de Epiro supo decir que “otra victoria como ésta, y estoy perdido”. Hipócrita no soy. Estoy muy lejano a la época de los mitos griegos y ya no canto con los corifeos ni me elevo sobre el coturno porque me gusta tener mi propia estatura y no me siento ningún petimetre.


Para hablar he nacido. Para gustar de las palabras. Para despertarlas de su descanso e incorporarlas a la frase. Para darles vida nueva en compañía de otras en buena vecindad. Para atarlas en yugo parejo. Para regresarlas a su sentido sagrado. Para que embonen, para que gocen de empatía entre ellas. Para que vivan. Para que recuperen su poder creador. Somos porque fue la palabra. Tenemos aliento de vida por la palabra. Por la palabra vivimos. La palabra es mi oficio. Y yo debo dignificarlas porque ellas son mi mayor compromiso. Mi razón de vivir. Mis amigas fieles. Como buen vasallo hinco rodilla en tierra ante mis doncellas las palabras. ¡Salud!


EN DEFENSA DE LA Ñ

La ñ es mi letra. Es toda una señora. Por ella me aniño. Ñoño estoy. Identifica al español y forma parte de mi apellido. Está presente en Castañeda. Tiene prosapia. Añado que la ñ vale mucho y eso me atañe. Porque campana no es lo mismo que campaña. Una retiñe y la otra no. Que nadie se engañe: es una hazaña que su majestad la ñ haya entrado a Internet por la puerta grande. Más vale tarde que nunca. No es para menos. Forma parte de más de 2.200 vocablos del idioma castellano. Puede estar en palabras cortitas como año o alargada en otras como empequeñecimiento o desacompañamiento. ¡Que suenen atabales y retiñan platillos! Es la decimoséptima letra de nuestro alfabeto y la decimocuarta consonante. Se distingue por una tilde que algunos osados dicen que es un relicto de otra más chiquita que se colocaba en la Edad Media arriba de otras letras. Otros lo llaman tilde. O circunflejo. Epícema, virguilla o vírgula que significa “pequeña vara”. Lo cierto es que si acaso llueve la ñ no se moja. Yo pienso que a la ñ la trajo la cigüeña. Es mi compañera. Y nunca pide una contraseña para desmañar el idioma. No solo encaña los cereales sino que estoica espera la guadaña. Está con el leñatero en la montaña. Tiene las manos llenas de piñones. Luce en los miriñaques. Padece migraña. Borda su monograma en el pañuelo y para manejarse tiene mucha muñeca. La ñ de soñar, la ñ de mañana, de ñandú, de ñoqui (aunque ella siempre trabaje). Piedra engarzada del idioma castellano, gema diamantina cuyo brillo no se empaña. Está en el baño, en el sueño y nunca hace mañas. Todos la encuentran y nadie la regaña. En la telaraña del abecedario ella se amaña para destacar y el diccionario la apaña entre la n y la o. Si acaso falta yo la extraño. Le tiro un cáñamo, le limpio las lagañas y antes que la zampoña prefiero la caña. La bordo como ñandutí, le agrego espadañas, la contemplo en la cañada y me la llevo del cañaveral al trapiche. La orno con piñones. La tomo por la empuñadura. A pesar de los sabañones y las musarañas es una patraña que sea mala letra. Son embelecos de baja calaña porque cuando entro a su cabaña se abuenan hasta las arañas. Ha sido de buena entraña que la ñ haya entrado a Internet aunque sea traída de las pestañas. Una hazaña del mejor gusto, sin patrañas. Sin meter cizaña a las otras letras esta vez la ñ reventó la piñata y lo que escribo no es ningún ditirambo. Otrosí digo: ahora que es oficial ya no habrá más añagazas que la entrampen. Me aliño con mis mejores galas. Le doy a la ñ todo mi cariño. Le pongo una pañoleta y la acuno en mis brazos como una niña dormida. Ñ que nadie te pierda ni te desprecie. Estaré siempre atento para defender tu igualdad de derechos. Añado un moño para destacar tu belleza. Letra ñ.


EL CAMAROTE CRONICA Y DITIRAMBO (REVISTA LIBRO)

La nao pone su pro en plena estepa patagónica. Rola entre coirones y neneos por la agreste estepa del Sur. Las jarillas crespas y verdes la otean con sus támaras agitadas por la fuerza del viento invernal. No hace agua por las costuras altas ni escora a babor. Sólo van a la sentina los hiatos y los ripios rampantes. Los sargazos del Sur tejen y destejen su estructura con la densidad viscosa de su abrazo. Las altas constelaciones que asombraron a los primeros cronistas le rinden su pleitesía displicente. Los guanacos, centauros de leyendas, atisban con su ojo quieto a la nave errante, pedida como el caleuche con sus escribidores al garete. Su armadía deja la rémora de mil mares. Yo subo a mi camarote, revista libro. El astrolabio se trastoca, la brújula enloquece. No hay bitácora para mis sueños ni hojas de ruta para orientar mis utopías. Me arrojo en la litera con fatiga recurrente. Gran lasitud. Enciendo mi cachimba y en el humo azul de su cazoleta se pierden los arabescos tristes de mi nostalgia. Me levanto. Abro la redonda media ventana y miro por el ojo de buey. Afuera la geografía del confín del mundo marea como un mar. La achaparrada flora de plantas enanas me perfuma el corazón. El viento cortante de las mesetas me despeina con su rosa de cuatro brazos. El cloruro de sodio me llena los pulmones, como antes a los exploradores los ollares de sus cabalgaduras. Regreso a la comodidad de mi litera. El camarote parece vagar por el espacio abierto y la inmensidad de la comarca. Pienso en ella, en los primeros cronistas con sus ojos asombrados por tanta espesura chata, en el inquieto rostro de los exploradores, en las gobernaciones caídas del mapa, en los adelantados con sus sueños de oro y piedras preciosas. Otra vez siento el llamado de la tierra. Miro nuevamente como si no mirara. Allende en los confines veo los gallardetes y las almenas de la dorada ciudad de los césares que tanto fatigara a los frailes. Los viejos objetos de obsidiana tan ceremoniales como los ritos de sus dioses vencidos, el enigma del tiempo en el frío laberinto de los petroglifos. En el timón con mano férrea para conducir la nave camarote veo la gorra y el rostro en penumbras del capitán Artola. Somos sus invitados, hijos de la pluma y de los sueños. Escritores. Hay un mandato que la patagonia nos entrega a nosotros, escribas. Nos alborota el alma. Los amigos que ocupamos el camarote de la revista libro nos conjuramos en torno a su estirpe milenaria. Escribimos con débiles trazos una letra más a sus letras. Otra palabra a sus palabras. Ella nos da fuerza y con sus atributos nos arma caballeros. Ya no somos solamente unos tímidos grumetes. Vamos a lucha. Los molinos nos esperan, pero a diferencia del ingenioso hidalgo de la Mancha en la revista libro los escritores de la Patagonia estamos más lúcidos que todos los lúcidos.


ELOGIO DE LA MANZANA

Poma, manzana, mal llamada fruta del deseo y de la tentación. Verde, amarilla, roja. Entera, en rebanadas, mordida, por mitades. Ya se llame Balswin, Delicius, Gala, de doble apelativo como la Granny Smith o aquella relacionada con la florista y el mismísimo George Bernard Shaw. Reina de las frutas, compañera del hombre desde que nació la agricultura, desarrollada del malus punilla y originaria del sudeste de Asia. Con jerarquía divina elevada al Olimpo de los dioses los griegos la apreciaron sobremanera. Quién coma una manzana por día –sabio rey Salomón- evitará la visita del médico. En el Jardín de las Hespérides era de oro y para los escandinavos las “manzanas de los dioses”. En Avalón, entre ellas, curó sus heridas el legendario rey Arturo. Y la isla de San Brandán también estaba cubierta por estos frutos curativos y milagrosos. Tácito, a orillas del Mar Muerto, las intuía hermosas y deleitables, pero adentro llena de cenizas. ¡Oh! manzanas de Sodoma. Fue también “la fruta de la discordia” al inicio de la guerra de Troya. La diosa Afrodita y el mismo Hércules supieron de ella. Hay pueblos que le confieren a la virtud de las manzanas el poder de otorgar belleza, larga vida y a veces hasta la inmortalidad. La “manzana de Samarcanda” al príncipe Ahmed lo curaba de todas sus enfermedades. A Guillermo Tell ya sabemos lo que le pasó y también a Isaac Newton. Teofrasto supo registrar minuciosamente una gran variedad de esta sabrosa fruta. “No busques manzanas bajo el álamo”, dice un refrán eslovaco y “una manzana podrida pudre todo el cajón”, decimos nosotros. Sin embargo para los armenios “todo lo redondo no es manzana”. El ya nombrado Salomón buscaba a la amada “entre los manzanos” según el Cantar de los cantares. Ray Bradbury -el mago de Illinois- titulaba en cambio “Las doradas manzanas del sol”. Y aquí en las antípodas se dieron las manzanas amargas al decir de su autor Julio Rajneri. Carlos Torres Vila solía cantar la canción “Amor de los manzanares” y Raúl Ferragut imaginó en su hermosa canción un diálogo entre “El manzano y el Limay”. Valentín Sayhueque, el hijo de Chocorí, estableció administrativamente aquí en la Patagonia su “Gobierno de las manzanas”. Seguramente esos silvestres que descendieron de los manzanos traídos desde Chile por el jesuita Nicolás Mascardi y de los cuales el explorador Basilio Villarino y Bermúdez escribió en su diario que “reconocí bien la rama y he visto la carga de manzanas que tenía, por los pezones cargados a las mismas”. Y que con los frutos de un solo manzano dice el cronista “se cargaron todos los marineros”. Y agrega que al haber dos casos de escorbuto “han venido bien las manzanas por no haber embarcado dietas, medicinas ni facultativo” observando a una de las manzanas ya mordida por la boca del hombre. Manzana, poma, fruto prohibido de la tentación. Árbol del deseo. ¿Algo habrá tenido que ver, allende el paraíso terrenal? Algunos aseveran que sí a pesar que la Biblia solo mencione al “árbol del conocimiento del bien y del mal”. Como pruebas al canto toman un cuchillo y la trozan por la mitad. Sugieren que en cada una de las partes estará reproducido el aparato reproductivo de la mujer –símbolo del


pecado y de la caída- y si el corte es transversal se apreciará con toda claridad una estrella: señal del paraíso perdido. A mí las manzanas me gustan. Con piel o sin ella. En la coquinaria, asadas al horno o en compota. Para postre decorando una buena tarta. Su pulpa hecha sidra es una bebida de los dioses y sus jugos son sanos y refrescantes. Las escojo, las sopeso, las observo, las muerdo y me alejo con ellas haciendo malabares.


SU MAJESTAD EL VINO

El vino, inspiración de los poetas y de los artistas; símbolo de la sangre del Resucitado; fruto de la vid; rojo tulipán de la primavera; licor celestial; leche de Venus según Píndaro; o la bebida de los dioses para muchos supo alegrar por generaciones el corazón de los hombres. Ya lo dijo el Maestro de Galilea que “no sed debe volcar el vino nuevo en odres viejos”. Y es así. Ha evolucionado con el correr de la historia y de los tiempos para afincarse en las distintas regiones del mundo y de nuestro país para ser ungido ahora como “nuestra bebida nacional”. ¡Qué privilegio! Podemos decir como el rey impío de Macbeth “¡Dadme vino, llenad la copa hasta sus bordes!”. O tal vez aceptar prudentes el consejo del Quijote a su gordo escudero Sancho Panza, futuro Gobernador de la ínsula, “se templado en el beber, que el vino demasiado, no guarda secreto ni cumple palabra”. O advertir como Baltasar de Alcázar “no eches agua. Inés, al vino para que no se escandalice el vientre”. O bien pensar que casi todas las cosas al decir de Maese Gonzalo de Berceo “bien valdrán como creo un vaso de bon vino. O cantar como el extremeño Menéndez Valdez el himno “amigos bebamos; y en dulce alegría pasemos el día, la copa empinad”. Aseverar como el gran Víctor Hugo que “la uva y el vino son la obra admirable del famoso poeta sol”. Junto al gran nicaragüense Rubén Darío que descansa bajo sus leones de marmolina escribir que “amo tu delicioso alejandrino como el de Hugo, espíritu de España; éste vale una copa de champaña como aquél vale un vaso de bon vino”. Como el persa en las Rubaiyat glosar “bebe vino porque largo tiempo estarás bajo la tierra sin mujer y sin amigo”. O a modo del monje benedictino y ciego Dom Pérignon en la oscuridad de la Abadía de Hautvillers, exclamar “estoy bebiendo estrellas” al catar por primera vez el vino espumante, alegre y placentero llamado con justeza champagne. El vino, siempre el vino “porque el vino se parece al hombre como supo decir el atormentado Baudelaire. “¿Qué no halla vino? ¡Qué estulticia! ¡Qué locura! Si decís que no haya vino por cauda de los borrachos, debéis decir también por grados: que no haya noche por causa de los ladrones, que no haya luz por causa de los espías, y que no haya mujeres por causa de los adúlteros”. “El que bebe se emborracha, el que se emborracha duerme, el que duerme no peca, el que no peca va al cielo. Puesto que al cielo vamos ¡bebamos!” “Buena carne y vino puro dicen las antiguas leyes, agua que toman los bueyes que tienen el cuero duro”. Yo atónito ante tanta sabiduría al escribir esta crónica digo: ¡Salud, mester de vinería! Admiro en la redondez plena de la uvada el sabor gozoso que rige el vino y sus misterios, el ornato de las hojas de la vida y los brazos leñosos de los sarmientos. Voy catando al escribir las palabras como aquel protagonista desgraciado de “El tonel de amontillado”, del famoso cuento de Edgar Allan Poe. Viajo a la prehistoria; lo observo al patriarca Noé con su aladrería ya dispuesta a la embriaguez para dar reposo a su labor; levanto el ritón del griego; beso el cuerno del germano; miro el “vino cuando en la copa rojea” y después que alguien me ate al mastelero de algún barco como aconsejan los sabios Proverbios de Salomón. Cántaros, ánforas, cálices, vasos, copas, pipetas, odres, damajuanas, botellas, limetas, pellejos, cubas, toneles, lagares, bordelesas. Forma y contenido para que nunca se queden en agraz las uvas del vino y sus secretos.


Porque en ninguna parte –decía Jorge Edwards- se conversa una botella de vino como entre nosotros. Vino compañero del pan en la mesa familiar, de la convivencia, del amor y de la amistad. “Entre esa luz, ultrafloral morada/ a la sombra carnal y enamorada/ que lo íntimo visita la madera/ terrestre habita el vino y su locura,/ que en los huesos detiene la dulzura/ y el sueño vivo de la primavera” cantó alguna vez la vena lírica de don Jaime Dávalos. Y vale la pena volver a Kayyám, el persa armador de tiendas, poeta, astrónomo, y filósofo porque “de la felicidad sólo el nombre conocemos y nuestro amigo más viejo es el vino nuevo. Acaricia con la vista y con la mano el único bien que no falla: el ánfora plena de sangre de la vid”. A mis amigos los ingenieros enólogos Alcides Llorente y Federico Witkowsky que me invitaron a ingresar a su club del buen beber dedico esta crónica tan especial.


UN RECUERDO PARA PABLO NERUDA

Un vate, un juglar, un aedo, un poeta. Nada más ni nada menos. Un vidente, un desgarrado, un celebrante feliz, un dicente, un intermediario de afectos y anhelos. Un solitario, un armador de palabras, un herrero del idioma, un visionario. Una torre de Dios al decir del gran nicaragüense Rubén Darío. Un albatros en tierra como lo supo definir Baudelaire. Un barco ebrio al decir de Rimbaud. Tan solo un poeta nacido en Parral, en el mediodía de Chile, en el Sur de América para celebrar la fiesta de la vida y para glosar la maravillosa aventura de vivir. Con las grandes utopías, con la magia de las cosas pequeñas y sencillas, con al amor predestinado hacia la mujer –hacia todas las mujeres-, con el gusto salobre por los muelles, con la soledad siempre compañera abandonado en los lejanos países del Oriente, con la cachimba entre las manos, con el sonido triste de las barcarolas, con el rito iniciático en las alturas de Machu Pichu, en el corazón verde y palpitante de nuestra América indígena. Tan solo un poeta. Local y universal. De los suyos y un poco de todos. Con el oído tendido a la historia de su patria y con el corazón repartido en todos los rincones del mundo. Un cultor de la amistad y de las cosas buenas que la vida nos ofrece en forma cotidiana. Entre sus botellas raras, sus mascarones de proa, su colección de caracolas (malacólogo por vocación), sus libros de arte, sus caballos de madera, sus llaves sin cerradura, su pasión para atesorar formas y colores: en copas, en miniaturas, en juguetes, en réplicas, en espadas de narval, en piedras caprichosas. Un poeta en las cercanías del mar. Siempre el mar cerca de sus versos y de su corazón, un polizonte en los cinco continentes, navegante irredento, marino y capitán de las olas y la espuma. Pablo Neruda, poeta de Chile, “un animal de luz acorralado por sus errores y su follaje”, preparado “para sorprender a un notario con lirio cortado” o “esperando la fina boca, los dientes y la lengua, como una flecha roja, allí donde su corazón polvoriento golpea”. Como su homónimo, el poeta checo, universal y del terruño, solitario y gregario, triste y contento, preocupado y feliz, quevediano por mandato y muchas veces a su propio decir “tonto de capirote”. En los crepúsculos de la calle Maruri, en la fiesta cuando el sol se pone sobre el horizonte, en la buena mesa con el hermano orégano, el congrio, el perejil, con la humilde lavandera, con el sufrido minero, con la muchacha de “la boina gris y el corazón en calma, con España en el corazón. Con Federico García Lorca, Con Rafael Alberti, con Alberto Rojas Jiménez, con Miguel Hernández, con Illia Erenburg, con Vicente Aleixandre, y con todos los hermanos del mundo en la tinta, en la sangre y en la Poesía. Con sus sueños, con sus “trozos de madera color de ámbar”, con sus piedras, con su llamado imperioso y urgente a la paz y la fraternidad de todos los hombres. “Hondero entusiasta”, “habitante con su esperanza”, “Pablo nuestro que estás en tu Chile” al decir del gran Atahualpa Yupanqui. Un vate, un juglar, un poeta. Por él la “poesía no habrá cantado en vano” y habrán de sonar los campanarios. Salud Pablo Neruda, poeta de Chile.


YO SOY DE BOCA JUNIORS

“Si si señores yo soy de Boca, si si señores de corazón, porque este año desde la Boca, desde la Boca sale un nuevo campeón”. Si, yo soy de Boca, el club de mis amores. Por tradición familiar, por pasión, por amor a la camiseta, por el embrujo de sus colores, por su escudito lleno de estrellas. Porque Boca es un firmamento. Un universo en sí mismo. Una galaxia desplazándose a la velocidad de la gloria. Porque Boca es la “mitad más uno”, más dos, más tres más el infinito. Porque Boca es una totalidad hecha de historia y de pasión. Si, yo soy de Boca porque conjugo el verbo de lo excelso y proclamo m i carta de identidad cuando digo: “de mi Boca, de tu Boca, de nuestra Boca, de Boquita”. Porque Boca no tiene espacio ni tiempo y no hay recipiente que la pueda contener, es el alfa y la omega del fútbol, la cuadratura del círculo, la perfección del número áureo. Yo soy de Boca y tengo toda la pasión del hincha, fanático aunque no sea guardián de los templos y faccioso aunque no porte el faccio de los lictores. A pesar de los efluvios del Riachuelo o de los olores indignos de los pisaderos de adobes soy bostero, de barro, de barriada pobre, de sueños del pibe, de inmigrantes, de barcazas, de Filiberto, de Quinquela, del club de la ribera al lado del río con aguas color de ratón. Amo la Bombonera, quiero besar su césped. Es el santuario de mi club, el coliseo de los titanes, la arena de la gloria. Una caja de bombones como la soñara el yugoslavo Victorio Sulsic. Esa Bombonera que nunca tiembla porque siempre late. Con los bombos, con los tamboriles, con el corazón al unísono de todos los boquenses. Amo a Suecia por legar los colores de su bandera, bella como la proa de los barcos. De azul y oro está teñida mi vida y su circunstancia. Amo a boca porque en Boca el grito de aliento es un apócope que todo lo dice: Dale Boo…dale Boo…dale Boo…donde el resto sobra, lo demás se sobrentiende, lo que falta se adivina. A pesar de ser argentino por profunda vocación me siento también xeneize en el mejor dialecto genovés. Y envidio la gesta de los primeros inmigrantes de Génova que tuvieron un día la magistral idea de fundar un club para hacerlo universal. De sacar de la galera una pasión, una gloria, un carrusel de emociones. Yo soy de Boca, porque hasta inventamos la “hinchada Nº 12”, esa que nunca cede, que siempre acompaña, que vibra con cada partido más allá del resultado. Si si señores, yo soy de Boca porque de Boca era mi vieja, mi viejo, de Boca es mi esposa, mis hijos y así serán mis nietos y mi simiente: de Boca. Porque Boca es un blasón, una forma de concebir la vida, una marca de orígen, un sentimiento. Porque Boca es una familia grande, una cofradía, una fraternidad, un grito compartido, una sinergia que rompe todas las esclusas. Yo soy de Boca desde que tengo uso de razón. Con todas las vísceras, sin ningún lugar a dudas y aunque me guste mudar de ropa y de pertenencias jamás nadie podrá inducirme a cambiar de camiseta. Cada partido de mi equipo en un juego sacro. Yo sufro y me alegro. Grito y a veces hasta lloro, cada jugada me conmueve el alma y cuando Boca gana jugando todas las cosas me salen bien: el país anda mejor, me olvido de los problemas cotidianos, un ángel me sonríe desde el cielo. Cuando se despliegan las banderas en la cancha el corazón se me hace más grande, pían los pajaritos de los árboles, siento una música como una sinfonía que subyuga y cautiva.


Yo soy de Boca y presento mis cartas credenciales antes y después de cada partido. Parafraseando a Borges a mí se me hace cuento que nació Boca Juniors. “la juzgo tan eterna como el agua y el aire”.


EL FUEYE BIEN VALE UNA CRONICA

Con acordes roncos y monótonos fue fermentando la levadura triste de su prosodia infeliz. Su fueye de pesadumbres y de angustias alojó su acento amortajado en el alma de los hombres que amasaron sus ternuras y sus nostalgias junto a las aguas del río color de ratón. Después hasta llegó a acomodarse muy orondo arriba de las rodillas del hombre que estando solo esperaba en la esquina de Corrientes y Esmeralda. Bandola de nieblas fue estirando tangos y milongas como gatos negros al abrirse hasta dejarlos en el cierre final con más arrugas que frenada de gusano. Bandoneón. Órgano de catedral de bolsillo, nato en Alemania, hijo del señor Band, conoció como sus cultores y sus amantes la odisea de cruzar el océano para afincarse en las riberas barrosas del Río de la Plata, acunado en el cocoliche de los conventillos como cualquier inmigrante. Sus malandanzas por los arrabales le dio credencial de guapo y se supo hospedar entre las ofertas descaradas de los lupanares entre papirusas, compadritos y la fauna bohemia de musicantes y poetas. Bandoneón. Hijo de la necesidad supo vibrar con sus lengüetas el drama de los personajes del barrio pobre. Oruga que se estira y se repliega bufando sus tristezas como un toro herido. Paralelepípedo umbrátil si tiene cartas juega y si no se va a barajas. Arrulla como la torcaz y se mece acompasado entre las manos de quién lo toca. Sus setenta y un botones parecen la sotana de los frailes viejos, sus firuletes nacarados una ermita sacra y su fueye de cartón y de badana una fragua dientuda aspirando el aire con cansinas bocanadas más impotente que un pez fuera del agua. Bandoneón. Arrabalero por destino propio nunca buscó la santidad de los altares como los órganos sino que se hizo canyengue por propia vocación. Más cerca de la sangre, del sudor, del vino rancio, del dolor, de la pobreza, de las canillas y del hambre, le entregó a la canción del barrio su música más íntima y más triste. Bandoneón. Gusano de notas buscó los espacios abiertos lejos del encierro de las capillas para ganar un lugar en las orquestas de tango donde sacó cachafaz su mejor carta de presentación, las credenciales reas donde el lunfardo se prendió como un abrojo a su caja rectangular y bartolera. Sentimental en vez de decir solloza, oficia la misa dura del arrabal, conjuga la tristeza en todos los tiempos verbales, acompaña en la noche el ruido de la lluvia en las chapas de cinc. Bandoneón. Cuando se silencia se adormece adentro de su caja. Sueña notas monótonas que desgranará cuando lo despierten de su letargo para perpetuar el rito cotidiano y urgente de acompañar la soledad de las almas desveladas. Hablará de barcos, de adioses, de desengaños, de naipes, de novias ausentes, entre vasos de vino y lágrimas de ron. A veces gregario buscará la compañía de sus congéneres para acompasarse al unísono de todas las sinergias. Bandoneón. Tango, milonga, cortada, farol, atajo, percal, barrio, dolor, portón, andurrial, miseria, coraje, prudencia. Tan eterno y nuestro como la misma Buenos Aires. Bandoneón.


ENTRE CAMPANAS Y CAMPANILLAS

Acampanado estoy. Quiero campanarios en el patio de mi casa y hasta envidio el sonido de los carillones porque campanudo soy. Coleccionista de campanas merodeo las escuelas, las viejas estaciones, las iglesias de pueblo. Me abadajo. A veces creo que soy Aarón, el Sumo Sacerdote de Israel, hermano de Moisés, porque presiento colgadas de mi túnica campanillas y granadas. O en el peor de los casos veo pasar ante mis ojos a los cerdos de San Antonio Abad con su campanilla colgada del pescuezo y me hago devoto del Santo para holgar con ellos a mis anchas. Me admiro de los ciegos y de los leprosos que las llevaban prestas y cantarinas en sus manos enfermas. Pero también creo que es una falta de respeto que las usaran para llamar al personal de servicio para el menester burgués de atender las mesas ataviadas de los banquetes, porque tengo un alma proletaria a pesar que su sonido me agrade tanto. Eso sí, me gustaría tener una en cada mano para convocar a las Musas del Parnaso. ¿Dónde se va el sonido de las campanas? ¿Por qué su repique nos convoca con urgencia? ¿Es cierto que los fabricantes las añejan como a un vino delicado? ¿Por qué son las elegidas para anunciar hechos extraordinarios? ¿Qué razones de buena vecindad tienen con las palomas que anidan en los campanarios? ¿El campanario es la casa de las campanas? ¿Por qué tienen tamaños tan distintos? ¿Por qué el bronce pulido de su forma brilla como soles encendidos? Una campana es una dama antigua. Tiene linaje eclesiástico y civil. Infunde respeto. Hace callar a los timoratos. Late. Una campana late. Yo las quiero porque también son campanas de palo las razones de los pobres. Porque las escucho llamando a la oración y al recogimiento en la altura de los templos. Campanas y cruces se llevan de maravilla. Por eso están presentes en la liturgia urgidas por las manos rápidas de los monaguillos acólitos. ¡Suenen campanitas, como aquellas de Belén! ¡Anuncien otra vez el paso de los tranvías! ¡Despidan a los pasajeros en el andén de las estaciones! ¡Acompañen la salmodia del celebrante! ¡Regresen a las orquestas, amigas del pandero y de las maracas! ¿Por qué ponen en penitencia a los alumnos debajo de la campana? ¿Hay un cementerio para las que se mueren? ¿A que distancia se escucha su sonido? ¿Para que sirven las campanitas de cristal? ¿Los cencerros son acaso sus parientes campesinos? ¿A las campanas les gusta la soledad? ¿Por qué a veces son elegidas para tocar todas juntas? ¿Habrá un vuelo de campanas? ¿El badajo es una lágrima que llora? ¿Sus cadenas alguna vez se cortan? ¡Campanas de mi pueblo! ¡Campanas de mi ciudad en lo alto de la catedral frente a la plaza dormida! Las escucho porque llevo vuestros repiques en mi corazón y vuestra forma en mis ojos. De campanas estoy hecho. Para cantar. Para escribir. Para nacer. No quiero preguntar por quién doblan las campanas aunque adivino que algún día no muy lejano seguramente estarán doblando por mí. Pero todavía no. Dios quiera que no.


ELOGIO DE LA GRANADA

Yo te rescato fruta de los dioses. Quiero beber el néctar granate de tu jugo que algunos llaman granadina. O mejor como el sabio rey Salomón “beber el vino adobado del mosto de los granados”, el púnica granatum, bien especiado y aromático, propicio para la estación del amor. Y porque no también decir como en el Cantar de los Cantares al mirar las blancas colinas del cuerpo de una mujer que “las mejillas de la esposa son como cachos de granada detrás de su velo”. Quiero perderme observando las maravillas de ese arbusto de hojas oblongas y de flores de color rojo vivo y en el tiempo de cosecha asir el tesoro de sus frutos. Porque cada granada es un tesoro recóndito, una gema preciosa, un universo de tentadores rubíes. Caminar entre sementeras para solazarme en la santa tierra de olivos, de aceite, de sal, donde fluye toda leche y miel. Tierra feraz y prometida de trigo y de cebada, de vides, de higueras, pero sobre todo de granados. Tentadores, hospitalarios, serviciales. Poder decir como el rey poeta “al huerto de los nogales descendí a ver los frutos del valle, para ver si brotaban las vides y si florecían los granados, para allí darte mis amores”. A la granada, -considerada un símbolo de la fecundidad- fruta humilde pero codiciada, Dios debe haberla querido mucho para hacerla colocar en los capiteles de su Santo Templo en Jerusalén. No en vano sus sacerdotes en el borde orlado de sus vestiduras llevaban alternadas campanas y granadas, para mayor gloria del Altísimo. Abro una, la dejo monda y rutilante para hincar el diente en su laberinto de celdillas granates. La miro, me delito observando la gran cantidad de semillas internas rodeadas de su pulpa color de rubí. Después de quitarles su membrana blanquecina cato de un mordisco varios receptáculos que me dejan en la boca un regusto a grosellas. Sentencio como Plinio que el granado es uno de los frutales más valiosos. Y con Teofrasto lo describo minuciosamente. Quiero recolectar granadas. Sopesarlas. Adivinar sus semillas prismáticas y engarzadas. Balausta apetecible, baya apetitosa. El interior de una granada es un palacio morisco. Una flor encendida. Una llamarada de sabor y de color. Me gusta comerla en mermeladas y jaleas, beberla en zumos, verla formar parte de la macedonia sin desentonar, apreciarla en la preparación de helados, en gelatinas, en mousses y cremas. Para mitigar la sed, para hacer dieta de adelgazamiento, para recibir sus beneficios astringentes y antinflamatorios. La granada todo lo ofrece, todo lo suple, todo lo entrega. ¿Acaso no glosó sus virtudes García Lorca? ¿No se encontraba en los jardines pensiles de Babilonia? ¿No fueron los beréberes quienes la introducen en Europa y fundaron en el siglo X la ciudad de Granada? ¿No recomendaba Hipócrates su jugo para mitigar la fiebre? ¿No se dice que fue plantada por Afrodita y que Hades, el dios del infierno, se la ofreció a la bella Perséfone para seducirla? ¿Acaso bajo su follaje no se ocultó Romeo para entonar su serenata a Julieta? ¿No es considerado en el Islam el granado como uno de los árboles del Paraíso? ¿Los antiguos egipcios no eran enterrados con granadas? ¿Y los macedonios para hacerse invencibles no masticaban sus granos antes de ir a las batallas? Si voy a México me bebo un “Ponche de Granada” y en la noche de Yalda (Solsticio de invierno iraní) me las ofrecerán bien frescas.


ÂĄQuĂŠ maravilla, la granada! Salve, fruta humilde y valiosa. Mi crĂłnica te ensalza hasta el ditirambo porque has ornado mi prosa y refrescado mi paladar.


ZARANDAJAS A LA A

Hablarรกn las palabras claras en la maรฑana galana. Aclararรกn su garganta franca y larga. Habrรก aldabas. Atracarรกn las barcas a la rada. Harรกn palanca las campanas. Al alba aclararรก la calma. La casa blanca grata. Abrasarรก granadas. Amasarรก la masa. Abarcarรก la nada. Rancharรก la carnaza magra. Lavarรก manzanas, catarรกn naranjas, tragarรก bananas, tajarรก ananรกs, yantarรก la palta. Salarรก la ranchada. Gran panzada. La dama malvada malgastarรก la plata. Mala. Lanzarรก las dracmas. Rajarรก la chancha. Calarรก la nada. La ganarรก la farra. Bacana cara a la dama nada alcanzarรก. Avanza la gansa mansa. Cansada traspasa la charca. La gata flaca brama. Las ranas cantan baladas. La granja, las vacas, las batarazas. Tasarรก la balanza la panza. Andarรก la cabra blanca. La chancha lastrarรก. A las patadas la agarrarรกn. La palabra sagrada salvarรก las almas. Aclamarรกn y cantarรกn. Harรกn danzas, gran algazara alcanzarรก a las bancas. Alabanzas para JHVA. Maranatha. Atrรกs Satanรกs. Jamรกs harรก mal. Santa Ana harรก palmas. Annรกs arrastrarรก su carga amarga. Abraham abrazarรก a Sara. Hablarรก Naatรกn. Nahamรกn sanarรก. Canaรกn. Trabajarรกn para la madama. Habrรก champaรฑa. Agradarรกn. Plantas: Jacarandรก, arrayรกn, malva, azafrรกn, albahaca, allamanda, lavanda, calabaza, maranta, maya, palma, papa, batata. Dama machaza. Bombacha bataraza. Calzarรก alpargatas. Clavarรก la taba. Cabalgarรก la alazana malacara. Bรกrbara la a, alargarรก las palabras: barrabasada, abarraganรกbala, achamacanรกrala. Ama de casa lava las sรกbanas. Mamรก abatatada manda. Sacarรก la palangana para lavar la cara. Harรก la cama, catarรก la nata. Garparรก la grapa. Palmarรก la grasa. Sacarรก las papas, lavarรก la bacha, cargarรก la vaca, agarrarรก la manga. Alcanzarรก las tazas. La barcaza, la nasa, la caรฑa, la carnada, las agallas, las caballas, las carpas, la mar, la sal, la canasta. Tallarรกn las cartas. Las barajas mandarรกn. Bacarรก. Lรกmparas baratas. La banca gana. Racha malvada. Caramba. Malhaya. La batalla, Sacarรกn las armas. Matarรกn a mansalva las almas. Araca la cana. Bacรกn fanfa a la bataclana bajarรก la caรฑa. Harรก chanchadas. Manyada. Bagaza. Lampar nada. Raglรกn tasca rasca. Tarlatรกn tarasca. Marcha atrรกs. Sarasa. Ladra la chalcha macana macha. Arrastra calcaรฑar. La chasca blanca canas blancas. Chanta. Farfala. La calaรฑa fajarรก a malandras. Aman la a, la agrandan: Canadรก, Panamรก, Malta, Ghana, Chad. Granada, Kazajstรกn, Madagascar, Qatar, Sahara, La caravana va a Salta, a Alaska, al Taj Mahal, a la Alambra. A las mรกs altas: Nanda, Ranrapalca, Palpana, Araral, Caรฑapa, Gangkar, Namcha Barwa, Gardan Sar, Yampra, Ararat. Basta ya, cansa. Papรก Baltasar. Paja brava. Tabla rasa. Falsa balanza. Santa Marta. Rata blanca. Mala pata. Trabajar cansa. Vaca atada. Raja tabla. Malla cavada. Plata Lapas. Manga ranglan. Santa bรกrbara. Carpa blanca. Carta Franca. Mala fama. Amaranta. Carla. Amanda. Marta. Aldana. Clara. Ada. Agar. Aghata. Alba. Armanda. Ana. Arantxa. Ava. Habrรก mรกs. Rataplรกn. Tantas zarandajas para hallar palabras blancas. Abracadabra pata de cabra. Ya basta. Hasta maรฑana.


CESAR VALLEJO AMIGO

Poeta de cuatro lágrimas y una tristeza, vestido de lluvias y de tejados, de destemplanzas grises, de desabrigos aleves, de noches insomnes, de palabras engarzadas, de tiempos sin tiempo, de desganos fatigosos, de casas cerradas, de clausuras tristes, de aldabas que golpean enloquecidas en la puerta del corazón sobresaltado de angustias mayores y menores. Escritor de la América morena, de la india fragante de ríos arteriales y de selvas enmarañadas, de raíces gruesas creciendo incesantes en la humedad de los trópicos, de montañas con el sombrero nevado blanco y ahíto de alturas, de océanos palpitando infatigables en la soledad de las costas, el sol ceniciento, de las cataratas impetuosas, de los frutos maduros y redondos, de la arcilla y del tambor, de la pena y la resolana, de pirámides derruidas, del presagio aciago, del silencio que nunca podrá desclavar las puertas de sus goznes. De medroso que corre andante con pies de tungsteno. César Vallejo, hermano en la ancha poesía que late en cada uno de tus paisanos, danos un poco de esa luz que siempre buscaste, de esa inquietud lacerante, de ese idioma con sonido a madera, de esa pena que no sabe de redención ni pide tregua. Algo tenemos de nuestros aedos y su literatura está un poco en cada uno de nosotros. Porque somos la suma de los que nos precedieron y levantamos la antorcha que dejaremos a los poetas que vendrán detrás de nosotros para dar testimonio de nuestra vida y de nuestra sangre. Mañana, siempre mañana, en París y con aguacero o en cualquier otro lugar seremos polvo que vuelve al polvo. Pero no así nomás. No con las manos vacías. Dejaremos nuestro canto como quién arroja una semilla a la sementera. Y en la garganta de América estaremos todos, el valeroso ejército de los que hemos luchado y morimos de pie. Sin miedo ni cuarteles de invierno. Así nomás. Simplemente.


DE HUEVOS ESTA HECHO EL MUNDO

¡Dios te salve, hermano huevo, muy favorecido! Ya no busco más la cuadratura del círculo ni el sexo de los ángeles. Ahora me desvelo por saber quién nació primero, si fuiste tú o la gallina. Y paso las noches en completo insomnio cavilando sobre las virtudes de tu forma perfecta. Como los antiguos alquimistas trato de transmutar todas las locuras para hallarte ¡oh, huevo filosofal que tantas inquietudes supiste despertar! A veces hasta pierdo la calma para andar errante en las noches sin luna (y de las otras), de gallinero en gallinero solo para palpar el ovalado tesoro de tus madres, las gallináceas, a pesar de mi temor por los escopetazos con perdigones de sal. Tu clara y tu yema tienen nombre de damas de alcurnia, linaje selecto, de provecta estirpe huevera. Me atolondro si alguien me suelta la antigua adivinanza “blanco por fuera, amarillo por dentro”. ¿Acaso podrán definirte de forma tan elemental, huevo querido, dejando afuera casi todas tus virtudes? A esta altura ya la historia y la bibliografía de tu prosapia alcanza para formar una enciclopedia completa y para llenar miles de infolios con tus hazañas. ¿No fuiste acaso el mimado del gran almirante para demostrar su teoría? ¿Acaso no te glosaron los poetas populares preocupados literalmente en asuntos gallináceos al expresar que “con la carestía de éste mundo nuevo, no sabés Colón lo que cuesta un huevo?”. ¿Quién se queda con la plusvalía? ¿Y el basilisco no nació de ti, huevo? ¿Y los clowns osados y atrevidos no afirmaron también que la gallina turuleca “ha puesto uno, ha puesto dos, ha puesto tres?” ¡Qué impertinencia y explotación laboral! Ante tantas tropelías y embelecos debes decir al mundo y proclamarlo a los cuatro vientos que cuando una afortunada gallina te puso de color rojo nació Marco Aurelio ¡Qué blasón! Hay tratados para freírte bien, relojitos de arena para hacerte pasado por agua o duro, recipientes con dos cuencos para que acomodado a tus anchas te frites mejor. ¡Qué grande sos! ¿Acaso los “duelos y quebrantos que solía yantar don Quijote de la Mancha no eran otra cosa que huevos fritos con jamón y chorizos? ¿No es Huevoduro uno de los amigos más fieles y queridos de Condorito? ¿Dónde nació esa inclinación al eufemismo usando tu nombre para aludir a los testículos? ¿No se dice en el fútbol que uno debe poner huevos para ganar el partido? ¿No se reprochan cariñosamente los chilenos diciendo: huevón? ¿No se equivocan los políticos cuando dicen “juntos pero no revueltos”? Si de esa forma son tan ricos, sino que lo diga el coronel Gramajo. Yo me suelo enojar si a alguien lo apodan “huevo frito” por el tamaño de sus ojos, porque te están agraviando, huevito lindo. Les tengo tirria a los que desalientan tu consumo con esa mentira del colesterol y tampoco me gustan los huevos de chocolate que se regalan para las fiestas pascuales ¡qué asco! Y en defensa tuya en una carrera con la gallina, argumento que el ave plumífera te gana porque vos, que joder, ¡no tenés patitas!!! A tu forma la han plagiado de lo lindo y nadie te ha pagado derechos de autor; ni en la arquitectura, en la geometría, en la vida cotidiana, en todo. Simplemente sin ponerse colorados dicen muy orondos sobre cualquier bujería: -de formal oval- y no se les mueve un solo músculo de la cara.


Vergüenza debiera darle a la humanidad pasar de generación en generación cascándote. ¿Por qué no te tratarán con cariño? Yo pregunto: ¿Los de doble yema, serán así porque tiene doble catadura? ¿Quién tiene la gallina de los huevos de oro? ¿Por qué si un huevo flota en el agua está malo? ¿Dónde se pierden los huevitos nonatos cuando se mata a la gallina ponedora? ¿Por qué el pollito rompe la cáscara desde adentro? ¿Por qué hay huevos blancos y otros rosáceos? ¿Hay que separar la clara de la yema? ¿Podríamos vivir sin huevos? ¿Por qué la sabiduría popular dice que con mis huevos no hacen más tortillas? ¿Son unos desamorados los que dice que primero fuiste tú, pero que no te puso la gallina? ¡Salve, huevito! Es mentira que estés adocenado. Eres como las personas: uno e irrepetible. Y hoy estarás dispuesto en mi mesa, al lado del salero y del pan untado con ajo. Blanco, apetecible y tentador.

.


POETA EN ORIHUELA

¿Se puede hablar de Orihuela sin hablar de Miguel Hernández? ¿Se puede hablar de Miguel Hernández sin hablar de la Poesía? Seguro que todo en la aldea lo recuerda. Los amigos, los dolores, los afectos, los caminos, las huertas. ¿Fue el suyo un silbo vulnerado? ¿Fue su silbo el silbo apacible que el Jehová del Antiguo Testamento le mostró al profeta Elías Tisbita después del viento y del terremoto? ¿Fueron los vientos de su poesía los vientos del pueblo? Pueblo campesino, de gente trabajadora, de jornales agotadores, de pastores pobres, de ternuras contenidas, de afectos bruscos pero intensos, de pocas palabras y de muchos silencios. ¿Dónde estarán las nanas de la cebolla, escritas para sus hijos? La humilde hortaliza para engañar al hambre. Tesoro redondo de finas capas. Quien la corta llora. Y así debe ser para tener presente las tristezas cotidianas y las desgracias recurrentes que acechan a los hombres. ¿Dónde estará Ramón Sijé a quién tanto el poeta quería? ¿Acaso todos los seres humanos no nos moriremos también como el rayo? El corazón de Miguel Hernández era una colmena llena de bullicios y de música. ¿No dice acaso el acertijo de Sansón, juez de Israel, que “del fuerte salió dulzura”?. ¿Puede haber cosa más grande para un poeta que tener a España en el corazón, como escribiera desgarrado Pablo Neruda, poeta de Chile? Miguel Hernández la tenía toda. Con su historia, con sus poetas clásicos, con sus escritores, con sus desgarros, con sus días al decir de Borges “más populosos que los de Balzac”. ¿España podrá apartar ese cáliz de la boca de los poetas como quería César Vallejo, el gran peruano que se murió en París y con aguacero? No. Porque algunos debieron beberlo hasta las heces y no hubo ni siquiera vinagre y estopa para aliviarles los dolores del alma. ¿Se puede hablar de Orihuela sin hablar de Miguel Hernández. No. Porque Orihuela es Miguel Hernández. Como Isla Negra es Neruda, como Macondo es García Márquez, como Comala es Juan Rulfo, como Granada en Federico García Lorca, como La Mancha es Cervantes, como Avón es Shakespeare. “El viento sopla de donde quiere” dice el Señor de los evangelios. ¿Alguien puede predecir los vientos del pueblo? ¿Y quién intuye los vientos de la poesía? ¿De dónde vienen? ¿”Quién pudiera ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, compañero”?. ¿Quién podría levantar la voz venido del desierto para decir que tu poesía no ha estado prisionera en una celda ni ha muerto? ¿Qué tu poesía no ha enfermado, ni pasado hambre, ni llorado de pena? ¿Quién pudiera? Nosotros, los poetas, para eso estamos. Para vivir de pie y contar la historia de días mejores.


MI COMPAÑERA LA POESIA

La poesía y yo somos viejos amigos. La escuchaba cuando era niño en las letras de las canciones y de los tangos que entonaba mi madre –cuando falleció mi padre dejó de cantar-. Recuerdo que a los cuatro años de edad lloraba por que “las penas son de nosotros y las vaquitas son ajenas”. La poesía sencilla y profunda de Atahualpa Yupanqui supo embrujarme desde mi niñez. Y para qué hablar de las canciones infantiles, si todavía me da tristeza que Mambrú su haya ido a la guerra. Un libro que leía antes del preescolar como se llama ahora, quedó para siempre grabado en mis retinas con sus hermosos dibujos. Era “Girasoles” y traía hermosos poemas y prosas. Sus versos me parecía disciplinados y ordenados como soldados en un desfile. Era la poesía que ya me buscaba en aquel lejano entonces. En la escuela primaria me gustaba mucho redactar y buscar la síntesis en unos pocos renglones. Ignoraba entonces que esa sería una de las cualidades de la poesía que es justamente palabra potenciada. Una vieja revista ilustrada que contaba la vida de Rubén Darío, el gran poeta nicaragüense padre del modernismo, fue para mí un descubrimiento maravilloso. La leía y releía y me decía que yo también quería ser poeta, para irme a escribir en el delta del Paraná, sueño que se cumplió a medias porque poeta soy pero nunca escribí en el delta. Ya en el colegio secundario conocí las voces de los grandes escritores argentinos y la poesía de Baldomero Fernández Moreno, Jijena Sánchez (soy amigo de su nieto también escritor, actualmente radicado en Zagreb), Nalé Roxlo –el canto eglógico y sencillo de su grillo está aún en mi alma-, Enrique Banchs, Rafael Obligado, de quién recuerdo su poema dedicado al cardenal “Un cantor del Paraná”, y tantos otros cuya luz todavía llevo conmigo. Vino luego la adolescencia y la compra compulsiva de libros, y con ellos la bruma fría y exquisita de Lautreamont, las enumeraciones populosas de Withman, la enjundia de Borges, el desgarro atroz de Rimbaud, la melancolía sin excusas de César Vallejo, los ríos torrenciales de la poética nerudiana, el embrujo de García Lorca, la casona solariega de Antonio y Manuel Machado, la desventurada lírica de Miguel Hernández, la desmesura de Pablo de Rokha, la sutil fragancia de Juan Ramón Jiménez, la vertiente fecunda de Góngora y Quevedo, el bon vino de Maese Gonzalo de Berceo, los versos liminares de Homero, la brevedad sentenciosa del persa Omar Kahiam con la frescura de sus rubayatas, la sombra inescrutable de Edgar Allan Poe, el desgarro de Allen Ginsberg y sus amigos de la generación beat, la crudeza infortunada de Charles Bukowski. Y seguramente la enumeración sería demasiado larga pues quedan muchos más a los que a veces conforme a mis estados de ánimo leo y releo con sumo agrado. He dicho que la poesía ha sido mi mejor amiga y la Patagonia también me ha deparado verdaderas sorpresas como los libros de Elías Chucair, de Héctor Meis, de José Juan Sánchez, por solo citar a algunos. Y otra vez la lista sería demasiado extensa. Hay que saber leer poesía. Tener el oído afinado como para escuchar la buena música. Porque la poesía se encuentra por ejemplo en alguna frase afortunada que nos llega al alma y nos ilumina por dentro. Eso es poesía. Un relumbrón, un estremecimiento, una fugacidad que nos roza como el vuelo de una mariposa. La poesía en cada uno de los poetas será siempre una lección de soledad, pero que en determinado momento se convertirá en un diálogo permanente entre todos los hombres. La poesía dicen algunos se forja en las celdillas iguales de los versos. En el soneto, las décimas, las sextinas. La poesía –afirman otros- se hace más libre con el verso blanco.


Así es. Así será, porque la poesía si bien es forma y concepto, es algo más, inasible y misterioso que como una fragancia delicada se desprende de algún verso afortunado y salva toda una página. Lo supo Salvatore Cuasimodo con su pequeño poema de tres versos “Y enseguida anochece”, donde está presente en toda su majestad. Lo supo el rey sabio del Eclesiastés. Lo supo el Rabí Sem Tob en sus proverbios y refranes. Lo supo el autor anónimo del Mío Cid. Lo supo nuestro José Hernández y lo supieron varios de nuestros poetas de tango. La poesía ha sido mi amiga, reitero, y me ha dado el placer de leerla y a veces de escribirla con desigual suerte. A pesar de que es muy esquiva a veces he podido asir su musa y escribir algo que tal vez me trascienda. Poetas, vates, aedos, rapsodas. Un poco profetas, porque de allí viene la palabra. Celebrados en todas las culturas los hacedores de poesía que a veces de su desgarro interior supieron dejar obras perdurables en la historia de la humanidad. Nunca puede haber un día para festejar a la poesía, porque al decir de Bécquer “¡Siempre habrá poesía”.


PARA MI HIJA MARIA ELENA

Quién recibe un nombre no solo reciben un destino sino también un mandato. María Elena son dos nombres que tienen afinidad, porque las palabras, como los seres humanos, también se buscan haciendo relaciones de buena vecindad. Y como todo en el universo es vibración también tienen música. Una música que debe ser una imprenta en la vida de cada persona. El destino que de alguna manera auguran los nombres también debe buscarlo uno en lo más profundo de su ser. Por eso en la vida se necesitan ciertos valores algo olvidados como la tenacidad, la constancia, la firmeza, la rectitud, la coherencia, la humildad y sobre todo la entereza para reponerse en los momentos difíciles. Y también como decía al principio cada nombre tiene un mandato. No esta desacertado el general San Martín en sus célebres máximas al expresar que “serás lo que debas ser o sino no serás nada”. Ser lo que la sangre, la familia y el entorno han marcado para cada uno de nosotros. ¿Qué puedo yo decirte, si a ser padre no se aprende nunca? Solamente que uno siempre busca lo mejor para sus hijos. Simplemente desear que tengan suerte en la vida que es lo más importante. Que encuentren su luz, que a veces está tan cercana que no la vemos. Que sepan desbrozar las malezas del camino y que aprendan a distinguir el trigo de la cizaña. Consejos no, de poco sirven, más importantes son las vivencias que para eso hemos venido a este mundo. La vida es corta, eso se sabe. Tiene como decía Violeta Parra “dichas y quebrantos” y es señal de sabiduría tomar todas las cosas que nos ofrece con la misma serenidad de ánimo. Lo que no nos derrumba nos fortalece. El tiempo trabaja para cada uno a nuestro favor y nos habrá de colocar en la justa perspectiva que merecemos. Pero cuidado, también es cierto que cosecharemos nuestra siembra. Debes aprender que a las demás personas que nos rodean debemos mirarlas con cierta indulgencia, porque al decir de Sancho Panza “cada uno es como Dios lo hizo y a veces mucho peor”. Y todos en algún momento debemos cargar nuestra cruz. Uno quisiera que los hijos estudien una carrera terciaria, no para tener algún día un diploma colgado en el comedor de nuestra casa, sino para que tengan una forma de defensa en una sociedad cada vez mas impiadosa y excluyente. Pero también que no olviden el Arte que siempre tiende al Absoluto, a las grandes verdades, y muchas veces habremos de encontrar alivio a nuestra jornada bajo su sombra generosa. Aprenderás muchas cosas interesantes y también aprenderás que ni siquiera una larga vida alcanza para aprender todo lo que quisiéramos. Ten siempre a mano la compañía de buenos libros. Te acompañarán larga y placenteramente. ¡Son tan amigos! Es muy importante tener el alma en reposo. El sosiego y la serenidad nos hacen ver más claramente las cosas. Airarse por banalidades no sirve para nada, ya lo dijo el profeta que “no se debe poner el sol sobre nuestro enojo”. Fundamentalmente siempre deberás buscar el bien sobre todas las cosas y tratar de no herir impunemente a nadie. Tu prójimo tiene tus mismos sentimientos. Tener sentimientos humanitarios hacia los demás no es señal de ninguna hipocresía sino de grandeza moral. Nunca deberás olvidar que el perdón es necesario para uno, el que ofende tendrá que aprender a desatar sus nudos o vivirá con la culpa aunque nunca se de cuenta. En síntesis jamás será feliz.


Los padres, por lo menos en mi caso, no tenemos preferidos ni hijos favoritos, aunque a veces parezca lo contrario. No hay un metro que mida el amor. A todos se los quiere por igual pero siempre respetando los distintos caracteres y forma de ser. Hay que tener las dos manos, la blanda y la dura conforme a las ocasiones, dijo alguna vez Marechal. Hay cosas que no necesito decirte porque las cumplís holgadamente como astilla del mismo palo: preservar a los amigos, ser hospitalarios, compartir en la mesa el pan y el vino. Eso hizo Jesús en la última cena cuando sabía que marchaba hacia el calvario, compartió con sus amigos el pan y el vino y de alguna forma con toda la humanidad. De compartir –nunca te olvides- viene la palabra compañero. De ninguna manera pienses que uno desea para vos lo que no se ha podido ser en la vida. Sería una carga inútil como una bolsa llena de piedras, porque cada uno es único e irrepetible y debe cargar con sus propias frustraciones. ¿Qué más decirte? Que tal vez como padre alguna vez me he equivocado, no podría ser de otra forma. Si es así, pido el perdón. Ha sido sin querer lastimar. Por último te recuerdo otra vez, no te olvides que María Elena es un nombre con música. Esa música que te ha sido legada en tu nacimiento y que tendrás que descubrir de a poco en tu vida misma. No se puede esconder un almud debajo de la mesa porque no dará su luz. Por el momento nada más. Solamente como siempre desearte lo mejor. Así deberá ser. Así será.


EL CERRO CORONA – MESETA DE SOMUNCURA

Gigante dormido en la altitud de la meseta oteando la lejanía de las tardes patagónicas. Habrás visto las jornadas fatigosas de los fiscaleros, las labores rudas de los cuidadores de chivas, la paciencia serena del alambrador, del buscador de leña, la soledad más sola de los puesteros, los cazadores de guanacos, los avestruceros, la mirada curiosa de los pilquines, el paso furtivo del zorro colorado, el trote arisco de los yegüerizos montaraces, el vuelo en altura de los pájaros migrantes, las piedras calcinadas de los escoriales, la nevazón inclemente y zaina, los corrales de pircas, los ranchitos como hilachas al viento y al sol, las estrellas frías del Sur. Habrás escuchado la espesura del silencio, el balido lastimero de las ovejas, el soplido del viento enloqueciendo los cañadones, el ladrido de los perros famélicos y audaces, el rumor claro del agua en los vertederos, el derrumbe de las piedras, el relincho arisco de las bestias, el tumulto de las aguas impetuosas de las crecientes, las voces gastadas de los pobladores ahítos de pobrezas y desgracias. Habrás hurgado la profundidad en el círculo de la leña de piedra y los líquenes, descifrado el mensaje de los petroglifos y las pinturas rupestres, seguido el rastro de la piedra rodadora, desenterrado las viejas hachas ceremoniales de la raza vieja y sentido la hendidura fatal de los tunales y sus espinas. Habrás mirado pasar las lunas recurrentes y el camino rutinario de los astros, oído caer la lluvia torrencial después de los años de sequía, sentido el rocío matinal como una bendición asperjado en tus laderas, habrás templado las distancias como el clavijero de una guitarra y divisado a lo lejos la polvadera de los intrusos. Cerro Corona, imponente ante tanta planicie que se prolonga como una letanía hasta donde se pierde la vista, promontorio aislado, otero perdido de otras edades milenarias plenas de vigilias y custodias, señor del Somuncurá donde las piedras hablan y las plantas se achaparran, macizo que busca la altura desde la tierra pobre para celebrarla como en los viejos ritos ancestrales, poblador solitario en la vastedad infinita de la mesada. ¿Qué arcanos misteriosos se cobijan en tu faldeo? ¿Qué sueños se adormecen en tu altura? ¿Qué majestad habita tu geología imponente? ¿Qué corona de jarillas adorna la cima de tu testa? ¿Qué misterios subyacen en la honda oquedad de tus piedras primordiales? Sólo tu porte de gigante sabe resistir al viento y regir la latitud azulada de la meseta para protegerla del pajuerano que con aires timoratos profana un ámbito que otrora fue sagrado. Sólo tu entraña sensible conjuga un mensaje de atención para que nadie trepe a tu altura sin comprender el significado de la tierra y sus conjuntos y compre distancias con sus pesos falaces. ¡Sólo tú sabes resistir al forastero que ignora que tiene que descalzarse porque tierra sagrada está hollando sin estar preparado! Y para que aprendan, cubriéndote de densos nubarrones negros les darás tormentas y escarmiento hasta que desistan de subir. No saben que solo los hombres de limpio corazón que te propician con buenas intenciones podrán escalarte y hacer cima en tu altura majestuosa. Y eso para comprender allí en tu magisterio elevado que los hombres somos apenas una insignificancia, un accidente ante tanta grandiosidad, un instante fugaz como el jote que pasa por el cielo, un breve segundo en la vida de la humanidad.


ESQUINAS ERAN AQUELLAS

Nunca sabremos si la esquina es un punto de partida o de llegada. Pero si podemos afirmar que toda esquina que se precie cuenta con su ochava, su paredón, su almacén, su despacho de bebidas. Y antes, hace algunos años nomás, su farol –tal vez mortecino como dice algún tango- y porque no, su buzón carmín como aquel que está en la letra de “Tinta Roja”, cuando las cartas eran palomas que iban y venían con noticias y afectos. Ahora todo ha cambiado. Ya no están las barras de amigos pasando el tiempo en el ocio del barrio. Ni la figura de los guapos –que tanto inspiraron a Jorge Luís Borges y Evaristo Carriego- recortando su estampa contra la sombra del paredón. El progreso que es inclemente trajo semáforos, carteles de propaganda, cocheras grises y anodinas, graffitis urbanos y hasta algún cyber con su cultura mediática, enajenada y solitaria. Sin embargo siempre habrá alguna esquina tradicional. Y estará aquella precisamente glosada por el negro Celedonio Flores cuando un famoso aviador cajetilla supo calzar de cross amainando los ímpetus de los bravos compadritos de aquel entonces. ¿Estará en ella “el hombre tragedia” de Raúl Scalabrini Ortiz, esperando en soledad el advenimiento de la Patria no dependiente? Acaso todavía esté allí espera que te espera. ¿Y que “guarangos” bailarán el tango en aquellas esquinas porteñas? Yo me recuerdo las esquinas de mi barrio La Falda en Bahía Blanca. ¿Cómo poder olvidarlas? En ellas mi infancia anduvo a destajo por sus ochavas jugando al hoyo pelota y en sus paredones sufrí los fusilamientos aleves y sin clemencia alguna con la pelota de trapo bien mojada. ¿Estará la silla de mimbre donde don Nicola tocaba la famosa marchita con su acordeón en los años de la resistencia y que alternaba con canzonetas y tarantelas? ¿Y lindera con la esquina, estará la casa de la chica más bonita del barrio? Sólo me recuerdo su sonrisa y la cascada de su negra cabellera sobre los hombros. Ya no viene cansino el colectivo inclinando su estructura para frenar en ella y levantar los pasajeros que viajaban al centro. Ya no están mis amigos adolescentes de aquel entonces haciendo tiempo en ella antes de ir al fabuloso matinée que ofrecía a pocas cuadras el cine del club “Bella Vista”. Se fueron aquellas del café con billares donde a través de sus vidrieras mirábamos caer la lluvia persistente y otoñal. Las esquinas siempre tendrán la magia y la nostalgia de las cosas que se fueron con el paso de los años. Con sus portones, con su aroma a glicinas y cinacinas. Ellas fueron una parte importante de la vida barrial y bohemia. En alguna, inquietos por las primeras citas supimos fumar nuestros cigarrillos dibujando en el humo la impaciencia de la espera y en otras nuestra infancia ganaba el tiempo entre mandado y mandado jugando con los rebotes de la pelota de goma. ¿Dónde estará aquel tiempo perdido al decir de Marcel Proust? ¿Se habrá marchado para siempre tal vez como el sonido sin adioses de los pasos cuando se dobla alguna esquina? Ochavas, paredones y recuerdos que ya sólo evocan las letras de los tangos y algunos poemas. Cosas del ayer, del tiempo de María Castaña, me dirán. Lo cierto es que se fueron y ya no están más. Mejor terminar la crónica y chau Pinela.


ESTOY BEBIENDO ESTRELLAS

Cuenta la historia –yo debo creer que es así- que el iluminado monje benedictino Dom Pèrignon en el año 1668, gracias a su inteligencia, intuición y perseverancia, obtuvo un vino exquisito, alegre, placentero y según mi amigo el doctor Alcides Llorente “capaz de presidir con orgullo y delicada distinción las mesas de casamientos, agasajos, recepciones diplomáticas, etc.” Y expresa en un opúsculo sobre el tema que “este monje benedictino era el maestro de la bodega de la Abadía de Hautvillers, en Epernay, Francia, emplazada en una colina encantadora y bucólica del valle del río Marne”. “Este monje era ciego, pero ello no le impidió descubrir que el vino, bajo ciertas condiciones, tendía a fermentar y formar burbujas en la primavera siguiente a la cosecha”. “Cuenta la historia –prosigue Alcides- como un hecho destacable, que al beber por primera vez su producto artesanal, exclamó con entusiasmo y admiración: “¡estoy bebiendo estrellas!”. También se sabe que este religioso afortunado fue el primero en utilizar corchos en lugar de los tapones de aceite y en adoptar las botellas de vidrio grueso, capaz de soportar la presión que se genera en su interior. Yo me adhiero a los que dicen que “el champagne es la bebida de la celebración por excelencia. Y que “desbordando la música, incluso habría que ir por el lado de la danza porque el dios del champagne es indudablemente bailarín, semejante a esos maestros del ballet barroco que asocian la música, el canto y la danza, y en todo caso, el enemigo es la gravedad”. Y yo de puro atrevido afirmo que el vino espumante que tiene su distinción en las micelas de gas carbónico de su espuma de delicado abolengo, no tiene otra alternativa que hermanarse con la poesía. ¿No escribió acaso el gran Rubén Darío que los versos alejandrinos de Víctor Hugo valen una copa de champagne? Los enólogos lo clasifican según su tenor azucarino con palabras que suenan a un concierto de cuerdas: Nature, Extra brut, Brut, Sec. Dry o seco Demisec, medio seco o medio dulce y Dulce. ¡Qué maravilla!! Yo, escritor, agrego a su lado los adjetivos que más lo califican: burbujeante, rubio como dice el tango, ambarino, chispeante, frutado, espumoso, estrellero, delicioso, cosquillante, aromático, elegante, delicado, alegre, balsámico, fresco, lleno, armonioso, señorial, rutilante, linajudo, entrador. Mientras escribo este ditirambo me parece ver al favorecido benedictino a la sombra de su abadía degustando su descubrimiento. ¡Qué achampañado que está! ¡Qué feliz invención! ¡Qué de luciérnagas delicadas y ascendentes, bichitos de luz! Y como las estrellas ¡que incontables las burbujas que alborotan su paladar! Don Pérignon: con salvas de corchos de alcornoque yo lo quiero saludar y beber a su salud. Dadme una copa de tu champagne y el mundo nos sonreirá.


POR LAS HUELLAS DEL TOMILLO

¡Oh, Timus Vulgaris! humilde planta de viejo linaje, ya te usaban los antiguos egipcios por tus cualidades conservadoras y aromáticas en el arte de embalsamar, y creían además, muy místicos ellos, que tu perfume guiaba al espíritu del muerto en el tránsito hacia la otra vida. Los griegos, que también de plantas sabían mucho, llevaban una ramita tuya bajo la coraza pues tu contacto los volvía temerarios en el combate y porque creían –ilusos- que habías nacido de las lágrimas vertidas por la bella Helena de Troya. ¡Qué privilegio! Los romanos antes de cada batalla, te mezclaban con incienso para encenderlos en grandes fogatas, en los campamentos. Y tanto ellos como los escoceses tenían por costumbre beberte en forma de caldo para encender –decían- la sangre contra el enemigo. Los celtas, por no ser menos, en su búsqueda del Santo Grial, se dejaban guiar por tus matas y creían –más osados todavía- que los ángeles en Glastonbury te hacían crecer abundantemente en sus praderas. Y si nos remontamos a las leyendas artúricas, cuentan que las damas cuando despedían al caballero que partía a una de sus aventuras, le entregaban un saquito para que llevaran colgado al cuello algunas de tus ramas bendecidas o –debe ser verdad- en la soledad de los conventos te bordaban junto con una abeja en las ropas de sus amados. Hasta el día de hoy en muchas zonas de Irlanda y Escocia se cree que –la credibilidad es permanente a lo largo de los siglos- en ciertas noches del año, si se toma una infusión cocida con tu variedad silvestre y uno se echa a dormir, hadas y duendes se presentarán a conversar y a intercambiar secretos. En la Europa mediterránea rural hasta finales del siglo XVIII el pueblo echaba (casi como tenía por costumbre hacer la Inquisición con los seres humanos) tus ramas a las chimeneas para aromatizar la estancia común que compartían con los animales. Tomillo, amigo mío, ¿no te glosó acaso Serrat en su “Soneto a mamá” acordándose de tu olor en su cocina? ¿No te enseñoreas en los platos del todo el mundo e incluso no te dejas introducir feliz en los embutidos? ¿No alivias acaso las enfermedades respiratorias como el asma y la bronquitis cuando te beben en forma de pócima? ¿No eres un poderoso antiséptico y antitusivo? Aquí, entre otros yuyos y plantas bendecidas de la Patagonia estás presente, bien aromático y hasta con olor y sabor a limón. Y es cosa cierta que el ganado come tus plantas en la primavera. Yo ando detrás de tus huellas. Cuando voy al monte o a la meseta me entomillo con ganas. Te traigo a manos llenas, me aromatizo y hasta te saludo: -“Dios te salve tomillo, hermano mío”.


ICASTICO ESTOY

Esta mañana estoy icástico. Sin disfraz, natural, como soy. Mi cara en el espejo no me dice nada. La simpleza de los hábitos cotidianos: el rito del café con tostadas y la lectura del diario. El crucigrama que resuelvo en cinco minutos. El gusto por un nuevo día que al decir de Cervantes se me “deshace como sal en el agua”, pero no queda otra, “hay que poner a la criatura con los huesos mondos”. Saludo a Irma que me quiere mucho con un beso cortito como viraje e laucha y me voy caminando mientras hablo conmigo mismo. ¡Loco estoy! ¿Escribiré hoy algo que valga la pena? Así ando: desangrado en letras, master en quebrantos, arrebatado en fastidios, doctorado en fatigas. Albañil a ratos perdidos, amanuense sin descanso, lector voraz, gardeliano sin sombrero, bebedor en copas finas o directamente de la candiota, husmeador de las marmitas, mojador de pan en los tucos, jugador pero no fullero, tirador de solitarios, tarotista a la bartola, de trancas a barrancas siempre, usador de corbatas de higos a brevas, en economía siempre a tres dobles y un penique pero nunca prendido de la gran ubre, cuando tengo cartas juego y si no me voy a baraja, cartonero por vocación, sin joyas en la nariz ni zarcillos en las orejas, polizón ausente en los sobordos, almirante de todos los mares, aguantador en los resisteros, comprador compulsivo de bujerías, alcatraz de plumas caídas, cara con remoquete, empinador de la bombona, de buen paladar para la tagarnina, normal de compañones, desarrapado en los bancales, escudriñador de tafanarios, sentimental en los lenocinios, desmedrado en el andar, ávido, impepinable en dogmas y doctrinas, inverecundo cuando miento, descarado cuando pido, triste siempre, degustador de costrones, morador en las masías, permisivo con la frasca, ágil con el cazo, ratón de biblioteca, juez de pobres y ausentes, más bueno que una malva, ahíto de malandanzas, con más agachadas que un tero, más cascoteado que lechuza vieja, con los ojos más grandes que botón de manea, yantador de duelos y quebrantos, ganapán por los cuatro costados, de mucha sal en la mollera, escribiente de naderías, cogotudo nunca, empiojado en los inviernos, manirroto con plata, temerario cuando quiero, arlequín sin cascabeles, alfeñique de peluche, pelafustán de cuarta, impertérrito ante la adversidad, mariscal de la tristeza, recortador de papeles de diarios, archivero de primera, salteador de afectos, ávido en el morral, higo de fruta, avaricioso en los baratillos, a los palos con las águilas y a las patadas con los pichones, pecho frío, bostero sin remedio, pajuerano adentro y padentrano afuera, quemador de panes en la puerta del horno, andador entre coscojos, cagatinta con mucho gusto, barrigón al ñudo, edecán de miserias, heraldo de pocas virtudes, destripador de presuntos, albacea de soledades, bípedo implume, mendicante sin cuenco, francotirador de palabras, más terco que una mula, corsario de vicisitudes, malabarista de infortunios, orondo en el estercolero, satisfecho en el muladar, arrebatado de genio, buen padre y mejor esposo, coloquial con los amigos, aventador de ausencias, bebedor de balones de cerveza, fumador antes, informal con la indumentaria, delicado con los zapatos, sajador de calabazas, de palo para bailar, desafinado cuando canto, más hambriento que lima nueva, amador de parrillas y asadores, perdedor del último tren, trapacero del alma, en las quinielas derecho como hachazo e zurdo, con mas arrugas que frenada de gusano, con más carros parados que el que no tiene flete, huracán sin ojo, atunero sin destino, solo y gregario, triste y alegre, amado y odiado, escarnecido y bendecido, llovido y mojado. Y que me perdone el bueno de Estebanillo González por haber arado con su novilla.


SOMBRAS NADA MÁS

“Me llamo Juan y no tengo/ más que mi sombra en el mudo/ pero como me llamo Juan/ creo en la sombra que tengo”, escribió alguna vez Armando Tejada Gómez. ¿Hay alguna compañera más tenaz que la sombra? ¿Cuándo una sombra es cubierta por otra mayor, adonde se va la sombra faltante? ¿La luz y la sombra son irreconciliables? ¿Si el mundo no tuviese sombras sería distinto? A ver quien acierta con la vieja adivinanza: “Una señora muy aseñorada pasa por el agua y no se moja nada. ¿Quién es? Pascualito Marrazo muy ensombrecido en ese momento supo escribir un cuento cortito así: “La sombra corrió bajo el sol, llegó a la esquina y en un giro desesperado, se suicidó…debajo de aquel árbol” ¡Oh, sombra ausente, que vacío has dejado en el mundo!! Cuentan que a Siddharta Gautama, el Buda, la sombra siempre lo cubría sin éste moverse del lugar. En cambio el gordo Soriano que mucho sabía de estas cosas, tomó de las letras de tango los títulos de sus novelas y supo sentenciar como en el verso de Alfredo Lepera que “una sombra ya pronto serás”. Acaso Borges no escribió su “Elogio de la sombra” y no pidió en el “Poema de los dones” que “Nadie rebaje a lágrimas o reproche/ esta sentencia de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche”. ¿Será cierto que a veces hay sombras y nada más? ¿Qué gusto tendrá un trago de sombra? ¿Las sombras de la noche son iguales a la sombras del día? ¿El pelo más delgado hace su sombra en el suelo? ¿Las sombras apagan los relojes de sol? ¿Quienes conspiran en las sombras? ¿Cuándo estamos asombrados será porque nos hemos llenados de sombras? ¿La sombra del sombrero es igual a la de un árbol? ¿Quién como el sabio rey de la Biblia está sentado “bajo la sombra del Altísimo? ¿No fue también una Sombra la que cubrió a la Virgen María para engendrar al Niño Dios? ¿Por qué la sombra de la higuera es de mala leche? ¿Hay sombras buenas y sombras malas? ¿El profeta Jonás no estaba acaso cómodo dormitando bajo la sombra de su calabacera? ¿Qué diferencia hay entre la sombra de un toldo y la de un parasol? Yo pienso que mi sombra es distinta a todas porque tiene algo de compañera y confidente. Me da gusto verla repetir mis gestos y a veces cuando juguetona se me adelanta en el camino o cuando me persigue como un perrito. En algunas tardes del verano está si está mojada es porque se baño en las acequias. Pienso que si alguna vez pierdo yo también me habré perdido para siempre. ¿La sombra se mide por palmos o por pulgares? ¿Se vende por metros? ¿Cuánto pesa la sombra de una montaña? ¿Cuándo talan un árbol su sombra queda huérfana? ¿Habrá una casa para las sombras expósitas? ¿Por qué don Segundo era Sombra? ¿Será que un pensar es sombrío cuando tiene muchas sombras? ¿Por qué la muerte está llena de sombras? ¿Las historias tiene que ser “de amor y de sombra?”? ¿Se podrá recordar si uno se sienta bajo la sombra del olvido? ¿Por qué era terrible la sombra de Facundo? ¿Cuándo me acuesto, adónde se va mi sombra? ¿Se puede dormir bajo la sombra del perejil? ¿Si pierdo mi sombra, quién la encontrará? Yo te bendigo sombra fiel y callada, tenaz y persistente, mía y de nadie más. Juntos emprendimos el camino de la vida y juntos lo vamos a terminar. Allá, más allá, seremos sombras en las sombras, peregrinos en el reposo por los siglos de los siglos.


PARA LAS CHICAS QUE FUMAN LA NOCHE

He dejado ternuras mías en todas las casas de lenocinio, decía Raúl Scalabrini Ortiz. Tal vez sea cierto, así se las llame burdeles, cabaret, quilombos, prostíbulos, o sea lugares donde las chicas que hacen el amor ejercen el oficio más viejo del mundo. Sino que lo diga Tamar que por tener un hijo con el suegro se disfrazó de prostituta o Rahab, la ramera, que ejercía ese oficio en la ciudad de Jericó y ambas son mencionadas entre las cinco mujeres que figuran en el genealogía de Jesús, según relata el evangelio de San Mateo. ¡Qué honor! ¿No merecen un monumento aquellas cabareteras que en los días aciagos de la Patagonia Trágica, se negaron a hacer el amor con los militares asesinos de los obreros? ¡Qué ejemplo para timoratos y mojigatas! Nuestro tango las llama papirolas, percantas, yiros y otras lindezas por el estilo. Y sus letras cuentan con profusión la triste historia de las madamas, que cayeron en el vicio. ¿Acaso no se las llama también “mujeres de vida airada”, aunque sean más pacíficas y tranquilas las aguas de un estanque? ¿Si son mujeres públicas, será porque son de todos un poco, como las bibliotecas y los transportes? ¿Si son profesionales del amor, en que facultad se recibieron? ¿No comparan su capacidad amatoria con la entrega pasiva de las gallinas? ¿Y no lo mandan a uno a la puta que los parió, ofendiendo el honor de la madre? Despectivamente se las llama meretrices, rameras, prostitutas, hetairas, putas, mujerzuelas, busconas, cortesanas (como la sin par Pentesilea), zorras, pelanduscas, lumias, fulanas, pupilas, furcias. Para mi serán siempre “las señoritas que hacen el amor”. ¿No se dice a veces “vamos a ir de putas”? ¿O no glosa el refrán “fumar como puta presa”? Tal vez esta crónica sea “de puta madre”. ¿Acaso la “Reina Isabel” no cantaba rancheras con sus chicas (la ambulancia entre ellas), en las casas de perdición de las oficinas salitreras de Chile, como lo supo glosar Rivera Letelier? ¿No compuso Sabina su “Magdalena”, la reina de la saliva? ¿Y “la villerita”, de Horacio Guarany, no está presente en cada chica que vive de hacer el amor? ¿Qué eufemismo queda mejor: boîte, lupanar, burdel, cabarute, night club, wisquería? Allí donde están las luces rojas hay placeres esperando, aunque sean efímeros y por un puñado de pesos son el viejo reconocimiento entre un hombre y una mujer. Para intercambiar soledades, para hablar sin palabras, para comprar un trozo de cielo en quince minutos. Para que esta crónica sea perfecta quiero expresar que hay que luchar para terminar con las mafias que manejan el negocio de la trata de blancas y la prostitución de menores, que es harina de otro costal. POBRE COCA. Pobre Coca siempre/ labios pintados/ tacos altos/ y torcidos/ café con leche/ y medialunas/ a las siete/ de la mañana. Diluvio de asco/ la noche/ estrellas de barro/ charcos de color/ marrón gris. Pobre Coca/ siempre/ carcajadas y azotes/ costras y fermentos/ galerías/ en semipenumbras/ colillas y nicotina/ resto de bebidas/ en el vaso falso/ de cristal tallado.


SALVE GLORIOSAS ACHURAS

La brisa trae un aroma a parrillada. Y todos los sentidos se preparan como el perro de Pavlov para hincar el diente. Este plato, si se le puede llamar así, entre nosotros tiene cierto abolengo y la costumbre de manducarlo viene de lejos, que por algo estamos en el país de las vacas. Daría mi reino para observar el triperío entre los entresijos del animal, su trabajo fecundo en la oscuridad, palpar el desenterio y sentir entre las manos los manjares que luego dispondremos al fuego. Meto la cuchara en la casquería de las vísceras innobles (en esto discrepo con Borges) que también se llaman achuras o menudos y salgo orondo y satisfecho. ¡Cómo no escribir un poema a los riñones! Abiertos por el medio por el acero implacable del cuchillo se dividen en dos como las alas marrones de una mariposa. Hay que dejarles algo de grasa o si no asarlos en su propio saín para que queden más ricos. A la entraña –que hermosa palabra- hay que tenderla en todo su largo luego de haberle retirado con los dedos de la mano la capa que la recubre. Se puede hacer también a la plancha, pues su carne es muy apetitosa y tierna. El cuajo, si bien es algo impúdico, relleno con arroz, morrón picadito y carne de cordero cortada a cuchillo es un manjar digno de los dioses. También se suele hacer rostizado. La tripa gorda bien doradita vale un Perú. Eso sí, hay que tener la paciencia de darla vuelta y que no se caiga sobre las brasas. El chinchulín –su nombre sabe a delicias- es el rey de la parrillada. Para que quede bien crocante sin partes crudas es conveniente cortarlo en pedacitos y formar aros con forma de rodajas unidos con mondadientes y luego, vuelta y vuelta y adentro. La molleja en cambio es la diosa de todas las vísceras: sabrosa, apetecida, disputada ya sea a la sartén, cortada en dados después de quitarle la membrana o de mil maneras, tiene algo señorial que la distingue, no por gusto fue el plato preferido del Brigadier Juan Manuel de Rosas. El corazón es un estoico. Da gusto verlo tan servicial y preparado para el holocausto y la manducación. Del mondongo se conocen sus maravillas: exquisito. En milanesas, en empanadas, en buseca, en guisos, en la cacerola de barro y hasta en ensalada. Un guapo, un compadrito de la gastronomía. El hígado vale un poema. Recetado por los facultativos de la salud es bueno para incorporarlo a nuestra dieta cotidiana, nos aporta hierro y otras yerbas salutíferas. También es muy sabroso. De los sesos hay todo un tratado. Para los bocadillos de acelga, para los ravioles, de mil maneras. Hasta para degustarlos solos después de hervirlos con una pizca de sal. La lengua a la vinagreta como entrada anticipa las delicias de los platos por venir. Las quijadas en el puchero son como para hacer un ditirambo al buen yantar. La gelatina de las patas con sus tendones abre el apetito al más ahíto. Menudencias del ganado mayor o menor que alegran la vida y el arte de comer, que para no pecar de carnívoros pueden ser acompañadas de una buena menestra de verduras. ¡Qué placer! ¡Salud!


NO ME CANSO DE BUSCAR EL NUMERO AUREO PARA ESCRIBIR POEMAS

La búsqueda del número áureo ha agotado la capacidad y la inteligencia de las mentes más sagaces desde la época misma de los griegos, que de esto mucho sabían. A veces yo también en las noches de insomnio –que cada vez son más frecuentes- me desvelo tratando de armar los versos en estrofas que tengan las proporciones del dichoso “número de oro”. Lo supieron plasmar por ejemplo en edificios, esculturas, objetos de la vida cotidiana y hasta (parece cuento) en partes del cuerpo humano. Un rectángulo áureo en la arquitectura está en el alzado del Partenón griego. Los que sepan mirar que miren. También figura ese número bendito en la Gran Pirámide de Keops y en la tumba Rupestre de Mitra en Asia Menor. Número de proporciones perfectas, fue plasmado por el siempre vigente Leonardo da Vinci en las ilustraciones del libro de Fra Luca Pacioli “La Divina Proporción” y también, entre otros muchos ejemplos en el cuadro “Leda atómica” del genial Salvador Dalí. Pero también este capricho matemático en forma de número figura en el crecimiento de ciertas plantas, en las piñas, en la distribución de las hojas en un tallo, en las dimensiones de pájaros e insectos y hasta en la formación de caracolas y turritelas. Tal vez sean tan hermosas por ese detalle. Ni hablar de la espiral logarítmica vinculada a los rectángulos áureos. El que sepa mirar que mire la concha del nautilus. ¿No usaban esa proporción de oro las tropas del gran Alejandro Magno? ¿No se fatigaron los artistas para encontrar con él la forma perfecta del rostro y del cuerpo humano? ¿Los mercaderes y los vendedores de ilusiones no incorporaron los rectángulos áureos a la forma de las tarjetas de crédito, los documentos de identidad y las cajetillas de cigarrillos? ¿Será por eso que son tan irresistibles? Yo –reitero- no me canso de buscar el número áureo para incorporarlo a las estrofas de mis versos. Quiero medirlas, hacerlas armónicas a la vista, simétricas como las celdillas de los panales. ¿Serán más afortunadas mis poesías? ¿Habrá también un número de oro para regir los sentimientos y el pensamiento? Esta crónica rinde un homenaje a quién me supo hablar por primera vez de la famosa proporción: el comandante de gendarmería y también abogado Eduardo León Scheller Alric, a quién siempre recuerdo.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.