las otras Año VI - Nº 55 - MARZO 2014
Editorial
Este es un número extraño. Demoró más de lo que hubiera deseado, pero por varios motivos no lo publiqué antes. Lo extraño no es la demora, sino la selección del contenido. En principio esperaba editar un número especial dedicado a los lectores más pequeños, pero me encontré con una mezcla de textos. Al final de cuentas, es lo que me gusta: la variedad, como si uno se parara frente a una biblioteca casi desordenada. Por otro lado, las clasificaciones y categorías, los géneros mismos, me parecen arbitrarios y hasta excluidores. Frente a esa biblioteca imaginaria, el lector adulto sabe guiar a los niños, como espero que lo hagan los lectores de Las otras Palabras con lo que aparece en esta edición si acaso pasean por sus páginas con los más pequeños. Lo otro que diferencia a este número de los anteriores, es el uso de las ilustraciones. Salvo las de Sandra Perfecto que corresponden a un libro y las de dos de mis cuentos, en esta edición publico un solo ilustrador, Agustín Addesso, un joven artista nacido en mi pueblo natal, San Andrés de Giles. Creí conveniente publicar sus trabajos juntos, como en una galería, antes que mezclarlos con los textos, como lo he hecho en otras ediciones. Sus dibujos cierran esta edición. Espero que disfruten este número y lo compartan.
Final de esta etapa Este es, además, el último número de Las otras Palabras. Por distintas razones resolví dejar de editar la revista. Algunas de esas razones son discutibles, otras no tanto. Debo señalar, en este sentido, que esta etapa no ha contado con ningún tipo de apoyo económico y todo el trabajo ha sido ad honórem, lo que también influyó a la hora de disponer de tiempo y energías para llevarlo a cabo. Sólo quedan palabras de agradecimiento a todos ustedes y la incertidumbre de si volveré al ruedo en algún otro momento con otro proyecto. Edito -a mi manera- desde muy pequeño. Sé que más adelante las venas reclamarán más tinta (real o virtual), pero no ahora. Espero haber hecho mi aporte -modesto y arbitrario- a la difusión de parte de la obra de algunos de los excelentes escritores con que cuenta nuestro país. La mirada partió siempre desde la Patagonia y a ella le agradezco que me permita seguir disfrutando de la narrativa y la poesía de autores de excelencia. Ariel Puyelli 2
Sumario
10. Raquel Barthe comparte con los lectores Los oficios de Zacarías y otros cuentos.
4. Carmen Miguel nos entrega material de su nuevo libro Atadito de cuentos.
15. Mei Casares (o Merry Gagei) nos introduce en el mundo de Viejo Sabio y otros cuentos.
21. Ariel Puyelli nos cuenta cómo fueron Las deliciosas vacaciones de los Choriz y los Morsish.
31. Rafael Urretabiscaya nos inquieta con La abuela muerta y otros cuentos.
39. Publicamos una selección de cuentos y poesías de Claudio García.
48. Pablo Tolosa nos envía cuentos de sus Malditos animales.
56. Nos despedimos con la selección de ilustraciones de Agustín Addesso.
Las otras Palabras es una publicación periódica dedicada a la publicación de cuentos, poesías y fragmentos de novelas de, principalmente, autores de la Patagonia argentino-chilena. Año II (2ª Época) Nº 55 - Marzo de 2014 - Lago Puelo, Chubut, Patagonia Argentina Editada por Ediciones GataFrida. Editor responsable: Ariel Puyelli e-mail: revistalasotraspalabras@gmail.com Blog de la revista: revistalasotraspalabras.blogspot.com Está permitido reproducir total o parcialmente el contenido de esta revista con el fin de colaborar en la difusión de la obra de nuestros escritores e ilustradores / artistas plásticos. Se ruega consignar el nombre de los autores y la fuente.
Tapa: ilustración de Agustín Addesso.
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Carmen Miguel cuentos Ilustraciones: Sandra Perfecto
Las palabras son mis amores. De niña las lanzaba al aire en sonidos, se rompían con el viento, se aplanaban con el calor entre las flores, se mojaban con la lluvia.
En las noches las escribía en mi pizarrón imaginario antes de dormirme.
De a poco aprendí a unirlas y de a poco escribí cuentos…
Aquí va mi atadito de palabras hecho cuentos.
Miguel, Carmen Adelina Atadito de cuentos. - 1a ed. - Lago Puelo : GataFrida Ediciones, 2013. 72 p. ; 21x14 cm.
Los lectores pueden adquirir el libro Atadito de cuentos escribiendo a aapuyelli@gmail.com
ISBN 978-987-27381-3-6 1. Narrativa Infantil Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863.928 2
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Se llamaba Florentina, le decían abuela Flor. Era blanca y dulce, con aroma a canela, a vainilla o a jardín según la estación del año. En invierno salían de su horno delicias para los nietos. ¿Cuántos? Todos; los propios, los amigos de los propios, los nietos vecinos, nietos de nietos. En verano cantaba a los verdes de su parque, a los colores de los pétalos. Fragancias, vida verde eran su propia vida, también los chicos ponían gusto a sus días, completaban sus almanaques de luz. Abuela Flor consentía a los pequeños, a los más grandes escuchaba. Con la risa en los ojos siempre tenía una respuesta a preguntas fáciles o difíciles. Clarita y sus tareas eran la visita después de tardes de escuela. ¡Qué sencillas las divisiones cuando ella las resolvía! Juan logró de la abuela los cuentos más fantásticos; según él, sus bolsillos eran mágicos, pues desde allí salían rollos de historias. Abuela Flor metía sus manos en ellos y las sacaba abiertas de ilusiones. Pepita tenía los cantos de rondas desde su rodete trenzado y blanco. Raquel y Gertrudis, las nietas jóvenes, le comentaban a orillas de su falda sobre sus pequeños amores, encuentros y besos nuevos con sabor a menta. Ella parecía volar en recuerdos, se perdían sus ojos entre las flores y sonreía. El amor había pintado su vida y sabía volcar en las niñas sus palabras sanas, naturales. Nadie imaginó que la abuela Flor alguna vez habría de morir. Imposible. Es más, para todos sería un hada eterna, sería abuela de nietos de nietos. Para muchos era un ángel, algunos esperaron que crecieran alas en su espalda. Pasó el tiempo, fue costumbre de costumbres saludar, visitar, mimar a Flor. Ella seguía con sus dulces, con sus aromas, con sus manos llenas de cuentos y los ojos matiz de risa. Un invierno cocinó muchos pasteles de membrillo, tortas de canela, budines de naranjas. Se cansó del frío gris y pese al calendario no llegaban los días buenos, la primavera se hacía esperar. Viento, agua y nieve azotaron su parque. La abuela se puso triste, se nublaron sus ojos como nunca, sus manos aquietaron el vuelo. Junto a la ventana lloró con la lluvia por el jardín no revivido. Una mañana, decidida, desde él convocó a los pájaros. Fueron muchos los que llegaron, la rodearon. Los acarició y les dijo: ─Amigos voladores del aire, quiero sentarme a esperar el verano, sé que si lo hago el buen tiempo llegará pronto. Los pájaros protestaron: ─Abuela, te vas a enfermar. Deja que nosotros vayamos a buscarlo. ─No ─dijo Flor─, quiero esperarlo en el jardín, me sentaré a esperarlo. Avisen a todos los demás que estaré aquí siempre, para abrigarlos y para oír sus trinos. 5
Los pájaros partieron. Tampoco los nietos, nietos de nietos, pudieron convencerla. La abuela Flor con su pollera de pétalos se sentó a esperar el verano. El verano llegó y con él le crecieron ramas desde sus brazos, ramas que apuntaron al espacio y contaron en las noches sus chispas en lo hondo. Sábanas de hojas acariciaba el viento, volviéndolas nubes rojas cada amanecer. Un corazón de savia vivía en su cuerpo; rosada diadema de lombrices adornó su cabellera raíz; su voz se unió al canto de todas las aves; sus ojos, a la profundidad plata de las estrellas. Infinidad de flores blancas como su pelo perfumaron las noches de los veranos en ese parque que se convirtió en el paseo de los nietos, nietos de nietos, que acompañaron a esa abuela, hada florecida, en el centro de un lugar de cuentos. Cuentos de cuentos.
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Junto a la casa de Beba un gallinero prolijo de tablas blancas y un techo de chapas pintado de rojo cobija el aleteo, la inquietud, la vida de ocho gallinas, dos gallos y algunos pollitos. Beba, una niña muy niña, ama a estos animalitos, compañía de todos sus días. Los llama cada mañana haciendo un especial sonido con su boca, que sus amigos de plumas ya conocen. Acuden pronto pues saben que ese llamado trae una bolsa, sostenida por las manitos de esa niña, que hará la magia de una lluvia brillante y amarilla de sabrosos maíces. Para Beba no todos los días son iguales, a veces está triste. Sus ojos café saben llorar y lo hace muy cerca del gallinero. El llanto pequeño no muere en la tierra donde caen sus lágrimas, ese llanto pequeño llega hasta Coquita, su amiga, una gallinita colorada que sale de su cobijo y se agacha junto a Beba. Sabe que Coquita escuchará acurrucada en su falda ese ramo de palabras tristes que se perderán entre las plumas suaves. Animalito tierno, que regala su tibieza a una niña sola. Besa Beba la cabeza inquieta, deja a Coquita en el suelo, la ve alejarse picoteando aquí y allí, casi siempre se da vuelta, hace un aleteo y cacarea un poco. Ya está, Beba se aleja del gallinero. Una sonrisa roja juega en su boca, sonrisa pintada por las plumas de su gallina Coquita.
Un, dos, tres, marea baja otra vez. Clarita saltaba jugando a romper los dibujos del agua. El mar hacía su baile interminable de pequeñas olas. De pronto, una mariposa amarilla con pintas negras llamó la atención de la niña. ─Mariposa chiquita: ¿te escapaste de un jardín? La mariposa se detuvo en una piedra. El agua llegó suavemente, la tocó y después la arrastró. Clarita observó cómo movía las alas. No, chiquita, no te despidas. Corrió y alcanzó a la ola ladrona, le arrebató la mariposa que parecía enredada en hilos espumosos. La tomó de las alas y la puso en su palma. La tarde, las olas, el sol vieron entonces una burbuja amarilla. Dentro de ella, una niña que conversaba con una mariposa, quien solo un ratito antes se imaginó que no volvería a ver jardines. Después dos manitos suaves la devolvieron a las flores.
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Mi nariz estaba pegadita al vidrio. Mamá había dicho: ─Imposible salir, hace mucho frío. Mis juguetes aburridos parecían tiritar en un rincón y mi bicicleta había envejecido ese invierno. La nariz me dolía y el aliento dibujaba una nube en el vidrio. Mamá seguía con su tejido; yo, con mi tristeza de frío. ─Mamá, ¿por qué no te aburrís? Siempre jugás al mismo juego de limpiar y cocinar. Yo ya me he cansado de suspirar nubes contra la ventana. Quiero amasar tortitas de barro y llevar a pasear a mis muñecas. Mamá dejó un momento su tejido y con sorpresa, como si lo descubriera de pronto, me dijo: ─Clarita, en tres días llega la primavera. Vas a ver qué lindo se pone todo. Los árboles brotan, sale el pastito en el jardín, los ciruelos se llenan de flores. El sol es más tibio y vas a poder volar con tu bici. Alegrate, Clarita, en tres días llega la primavera. Esto fue para mí una pildorita de felicidad, hacía cuentas: duermo esta noche, la noche de mañana y la noche del otro mañana y, ¡paff!, llega la primavera. Cuánto tiempo me pareció. Era un elástico que se estiraba y se estiraba, hasta que por fin llegó la última noche de invierno. Me acosté temprano, pensando en flores, bicicletas, pastitos y muñecas. Le di la despedida a mi bolsita de agua caliente. Por la mañana abrí rapidísimo los ojos, salté de la cama gritando: ¡Es primavera! Corrí las cortinas..., ¿y la magia? ¡Todo está igual que ayer! No, peor; hoy está nevando. Y lloré por el frío y por la nieve. Mamá, ¿qué me dijiste?, ¿qué le pasó a la primavera? ─Clarita, la primavera todavía está jugando a las escondidas. En poquitos días hará piedra libre y entonces podrás jugar con ella. Mientras tanto, bien abrigadas saldremos a jugar con nieve, luego prepararemos los juguetes y la bici para recibirla. ─¡Qué alegría, la primavera solo está escondida!
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Raquel Barthe y otros cuentos Nací en Buenos Aires y durante 40 años me dediqué a la docencia en el área de la Educación Física en escuelas primarias. El 15 de julio de 2004 dicté la última clase. Actualmente soy bibliotecaria, escritora y graduada en 2002 en la carrera de Edición por la UBA. Además de escribir, dicto cursos para docentes y coordino talleres de lectura y de escritura para adultos y niños en forma presencial y virtual. Pero mi especialidad es la Literatura Infantil. Participo en mesas redondas y doy charlas y conferencias sobre el tema. También visito escuelas para dialogar con los niños y adolescentes lectores. Llevo publicados más de veinte libros dedicados a los chicos, algunos de ellos con premios, como la Faja de Honor de Literatura Infantil, otorgada por la Sociedad Argentina de Escritores en 1992, por el libro Audaz como un oso. Aunque a partir de 1994 he d e j a d o d e p re s e nta r m e e n to d o t i p o d e concurso. Comencé a escribir porque a mi hija Morgana le gustaba leer y a mi hijo Diego le gustaba escuchar lo que ella le leía. Cuando crecieron se transformaron en mis "críticos literarios" y luego en colaboradores. En 1995 y 2003 coordiné en la SADE un taller de Literatura Infantil para escritores. Y en la actualidad, coordino talleres "virtuales" y realizo trabajos de editing y corrección de estilo y soy agente literaria especializada en literatura infantil y educación. Si te interesa, acercate a la propuesta. A partir del 1 de setiembre de 1997 y hasta
agosto de 1998, me desempeñé como directora de la Colección El Mirador (literatura infantil) de la Editorial Guadalupe. Durante ocho años trabajé en la Biblioteca del Docente (GCBA) y más tarde, estuve a cargo de la Biblioteca Pedagógica del D.E. 4º, dependiente de la entonces Secretaría de Educación del GCBA. En el año 2000, y hasta 2004, retomé mi cargo de Maestra Curricular de Educación Física en la Escuela "Dra. Elvira Rawson de Dellepiane" del GCBA, donde estuve a cargo del Nivel Inicial y Primer Ciclo EGB. Entre 2004 y 2005, integré el Comité asesor de Pasantías en la modalidad "Práctica Profesional en Instituciones Públicas u ONG", de la carrera de EDICIÓN de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. He escrito y publicado, en diferentes medios, numerosos artículos relacionados con el tema de la lectura, los libros y las bibliotecas. Algunos de ellos se pueden encontrar en la revista Ludo. También participé como jurado en concursos literarios. Edito el boletín electrónico El Mangrullo, que se publica mensualmente en forma gratuita por suscripción y también en Internet. Me intereso especialmente en el área de la literatura infantil, la lectura y la edición. Trabajo como agente literaria especializada en educación y literatura infantil/juvenil y estoy a cargo de los derechos de autor de la totalidad de la obra de María Hortensia Lacau. Y, en mis ratos de ocio, administré por casi 6 años una lista de literatura infantil...
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Zacarías leyó el diario y encontró un aviso que solicitaba "peluquero experimentado". Lo leyó varias veces y, a pesar de que no sabía lo que significaba “experimentado”, decidió pedir el trabajo y allá fue... Lo contrataron y le dieron un delantal blanco, un peine y una tijera y, así, Zacarías se puso a esperar la llegada del primer cliente. Al poco rato entró en la peluquería un desprevenido señor que deseaba un corte de pelo. Zacarías, muy contento, comenzó a cortar un poco por aquí... otro poco por allá... pero no lograba un corte parejo y, entonces, se dio cuenta de que no era tan fácil ser peluquero. Y siguió emparejando, hasta que el pobre señor quedó totalmente pelado. Tuvo que correr más de cinco cuadras para escapar del enfurecido cliente y del dueño de la peluquería. Pero como Zacarías necesitaba trabajar, decidió intentar otro oficio y, esta vez, se convirtió en "albañil". “Esto sí que es fácil”, pensó, “sólo hay que poner ladrillos uno sobre otro... ¡y listo! Así lo hizo; sólo que cuando terminó de levantar las cuatro paredes, se había olvidado de hacer el hueco de las ventanas y de la puerta y, lo peor, fue que él había quedado atrapado dentro. Hubo que derrumbar media casa para rescatarlo y, por supuesto, perdió el empleo. Zacarías probó trabajar como "sastre" y resultó un "desastre" y de la sastrería también lo echaron. Esta vez se encontraba algo desalentado, pero igualmente tomó el trabajo de "plomero". Cuando terminó de conectar todas las tuberías sin contratiempos, creyó que por fin había encontrado el oficio adecuado y se sintió satisfecho. Claro que esa satisfacción le duró muy poco porque, cuando la dueña de casa fue a cocinar y quiso encender el horno, se le llenó de agua y el pato que estaba en la fuente se fue nadando... Zacarías había hecho tal mezcolanza de tuberías, que para que saliera agua por la canilla había que descolgar el teléfono y para hablar por teléfono meterse en la ducha. El televisor se encendía con la llave de luz del comedor y la luz del comedor, abriendo la canilla de la cocina. En fin, ¡un completo fracaso! Esta vez sí que Zacarías se encontraba verdaderamente desalentado, pero ¡muuuy, muy desalentado! Y fue su abuelito el que con mucha sabiduría y cariño le encontró la solución del problema: -Pero Zacarías, ¿por qué te empeñás en realizar oficios que no conocés? -preguntó el abuelo. -Lo que pasa es que yo no sé hacer nada bien -contestó muy triste Zacarías. -No es verdad; lo que pasa es que no sabés buscar trabajo porque hay algo que sabés hacer muy bien y que te gusta -dijo el abuelo. Y era cierto porque a Zacarías le gustaban las plantas y tenía un hermoso jardín. Ahora, gracias a su abuelo, sabía que podía convertirse en un buen "jardinero". Entonces Zacarías siempre tuvo trabajo y fue feliz realizándolo y todos lo llamaban, ¡"Súper Zacarías", el héroe de los jardines!
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Entre exclamaciones de asombro y aplausos, el Mago sacó de su galera un conejo blanco. Era un truco que repetía en todas sus funciones de circo. Sin embargo la repetición no le quitaba encanto: cuando aparecía Tabaré, los chicos se maravillaban hasta el cansancio. Y el animal, acostumbrado a las aclamaciones y los aplausos, saludaba con las orejas a su público infantil. Pero los conejos también se cansan de trabajar y Tabaré exigió al Mago diez días de vacaciones. Entonces se cepilló las orejas, el pompón de su cola y, después de despedirse, se alejó a los saltitos por el camino. Durante los diez días siguientes, el Mago sufrió las burlas de los chicos porque cada vez que llegaba el número de la galera, sacaba las cosas más raras. Un día sacó una milanesa con papas fritas y los chicos al verla gritaron: "¡Uuuuh!", mientras el payaso Ramón, con gran tranquilidad, se la comía. En otra oportunidad sacó un zapato, una media y... ¡una margarita! Y otra vez los chicos gritaron, "¡Uuuuh!" También sacó un cucharón, un pollito y una mariposa, pero los chicos siempre gritaban, "¡uuuuh!" Y cada vez lo hacían más fuerte. El Mago ya no sabía qué hacer y llamó por teléfono a todas las madrigueras que figuraban en la guía, pero no pudo encontrar a Tabaré y, muy afligido y con mucho miedo de escuchar nuevamente el "¡uuuuh!" de su público disconforme, salió a la pista. Cuando llegó el truco de la galera, metió la mano temblorosa y tocó algo suave... blando... tibio... que sacó despaciiito... y..., "¡aaaah!" exclamaron los chicos con regocijo al ver aparecer unas orejotas muy largas. ¡Tabaré! gritó el Mago lleno de alegría. Pero Tabaré tenía una sorpresa para todos: otro par de orejas asomó de la galera y, con un gracioso salto, una conejita con ojos de enamorada se acomodó junto a Tabaré. Desde entonces, los chicos esperan con impaciencia el tuco de "Tabaré” (Los dos cuentos anteriores fueron publicados en www.leemeuncuento.com.ar)
En China los ruiseñores son pájaros muy respetados y admirados, pero aquí... ¿quién conoce cómo es un ruiseñor? Si dijéramos un jilguero o un chingolo, entonces sí es hablar de pájaros conocidos, y lo mismo ocurre con el tordo o el hornero, pero... ¡un ruiseñor! Ese pajarito sólo aparece en los cuentos chinos. Sí señor, en los cuentos chinos. Es por eso que algunos creen que se trata de algo así como un hada, un duende o cualquiera de esos personajes que en realidad no existen. Sin embargo, los ruiseñores existen y son como todas las aves, de carne y hueso y, por supuesto, con muchas plumas. Y esta es la historia de un ruiseñor que vivía en China y que un día decidió salir a recorrer el mundo y conocer otros países. Después de mucho volar sobre mares y continentes (a bordo de un avión, claro está) llegó a Buenos Aires. Una bandada de gorriones le dio la bienvenida y con gran curiosidad preguntaron qué clase de pájaro era. -Soy un ruiseñor. -¿Un ruiseñor? -repitieron a coro y, creyendo que se trataba de alguien muy importante, volaron a desparramar la noticia de su llegada. -Ha venido el Sr. Ruiz; ha venido el Sr. Ruiz... Y la noticia voló de pico en pico y se extendió de un extremo a otro de la Argentina despertando la curiosidad y deseos de conocerlo. Todo aquél que tenía el cuerpo cubierto de plumas, emprendió viaje hacia la ciudad para ver al famoso señor Ruiz. ¡Hasta los plumeros dejaron de sacudir en su pretensión de viajar! Los primeros cóndores que llegaron se posaron sobre los cables que atraviesan el cielo de la calle San Martín. No sólo produjeron un tumulto, sino que también, debido a su gran peso, destruyeron la red telefónica. 12
¡Dejaron incomunicada a media ciudad! Mientras tanto, en Plaza Congreso, el tránsito se detuvo causando terribles embotellamientos a causa de los flamencos que mojaban sus largas patas en a fuente. Y las palomas, temerosas de la invasión, se peleaban con loros y cotorras que no dejaban de chillar: -Señor Ruiz... señor Ruiz, señor Ruiz... En todos los barrios se producían contratiempos semejantes, y otros aún peores, cuando la gente se distraía observando las aves: caminaban mirando hacia arriba y chocaban entre ellos, tropezaban, caían... en fin, sufrían toda clase de accidentes insólitos. El pequeño ruiseñor, posado en la punta del Obelisco, miraba tanto desorden y confusión mientras pensaba: «¡Qué país tan loco!» y «Quién será el Sr. Ruiz? Seguramente alguien muy importante, acaso el presidente». Y como nadie reparaba en un pajarito tan pequeño, decidió regresar a China. Y se fue. Una semana más duró aquel lío. ¡Una semana completa! Hasta que las aves comenzaron a pensar que eso del Sr. Ruiz era puro cuento, ¡un cuento chino! ¿Quién habría empezado el rumor? ¿De dónde habría salido la falsa noticia? Nunca se supo, pero poco a poco emprendieron el regreso hacia sus pagos y Buenos Aires volvió a la normalidad. Y pasaron muchos años y el asunto se olvidó por completo. Y cuando algún pajarito joven pregunta a su abuelo: -Pío Nono, ¿qué es un ruiseñor? El anciano responde: -Sólo un personaje de cuento..., ¡sí señor! Un personaje, pero de cuentos chinos. (Incluido en la antología Cuentopibes - Bs. As. - Utpba, 1991)
El Verde ya estaba aburrido de hacer siempre lo mismo: desde hacía seis meses que trabajaba pintando el paisaje, mañana, tarde y noche, sin parar. Entonces decidió tomarse vacaciones y le pidió a su amigo el Amarillo que lo pintara en su lugar. El Amarillo era un buen amigo y empezó con mucho entusiasmo, pero... a él nunca le había gustado trabajar y pronto se cansó. Se sentó a descansar y pensó qué fácil sería su trabajo si los árboles no tuvieran hojas. Llamó a su amigo el Viento y le pidió que soplara muy fuerte. Y el Viento sopló y sopló; sopló tanto que todas las hojas salieron volando y los árboles se quedaron desnudos. Y, sin hojas para pintar, el Amarillo se fue a dormir la siesta y ¡durmió durante seis meses! Hasta que volvió el Verde y lo despertó muy enojado: ─¡Qué hiciste! ¿Dónde están los colores? ¿Qué pasó con las hojas verdes...? El paisaje estaba triste y descolorido. ─Y, ¿a dónde se fueron los pájaros y las mariposas? ─siguió protestando el Verde. Todos se habían ido al país de los Colores a pedir ayuda para volver a pintar el paisaje. Y, ¿qué creen que pasó? Sí, durante los siguientes seis meses, y con la ayuda de todos, el paisaje volvió a llenarse de colores. Hasta que el Verde volvió a cansarse y se fue nuevamente de vacaciones... y la historia se repitió otra vez. ¿Hasta cuándo? ¡Hasta dentro de otros seis meses! *NOTA: Estos dos cuentos y los de la página siguiente, fueron publicados en el artículo "La importancia del cuento en el jardín de infantes y primer año EGB- Cómo se relaciona el lector con el cuento, con el libro, con la lectura" escrito por Raquel M. Barthe (Escritora, Bibliotecaria y Editora), fascículo Nro. 6, año 2004 del Actualizador Docente (revista mensual de venta por suscripción), Editorial A Construir. El texto del mismo incluye propuestas prácticas de implementación en la sala. Más información: http://www.editorialaconstruir.com.
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Se llamaba Pompón porque era chiquito, peludo, tibio y suave como un copo de algodón. Y si Pompón hubiera nacido conejo, su mamá habría estado muy orgullosa. Pero Pompón... ¡era un sapito! Y cada vez que se metía en la laguna, había que secarle el pelo con pétalos de margarita silvestre. Y, a medida que fue creciendo, también el pelo le creció. Y fue el único sapo con trenzas. Y también fue el único sapo que nadaba con gorra de baño.
¿Sabías que... cuando los chicos están aprendiendo a escribir, resulta fácil equivocarse y perder alguna letra? El duende de las letras perdidas es el encargado de buscarlas y, cuando las encuentra, las guarda en un cofre muy grande, con siete cerraduras. Ese cofre lleno de letras es su gran tesoro. Pero a veces, cuando los chicos son descuidados, el duende junta tantas letras que ya no caben en el cofre. Entonces llama a sus amigas las hadas y les regala las que le sobran y ellas se pasan siete días eligiendo las que necesitan. Luego se las llevan a la nube 28, donde escriben los "cuentos de hadas", para regalárselos, más tarde, a los chicos.
Felipe piensa que hay cosas muy raras que él no entiende: ¿Por qué los plumeros tienen plumas y no vuelan? ¿Por qué las mesas tienen patas y no caminan? ¿Por qué los libros tienen hojas que no se caen en otoño? ¿Por qué se oye el murmullo del agua, si ella no tiene boca? ¿Y por qué si el buzón tiene boca, no habla? Son tantas las cosas que Felipe no entiende, que se cansa de pensar y juega a las escondidas con su oso Bernardo.
No era linda, ni era fea. Tampoco podía decirse que fuese buena. Pero nadie podía asegurar que fuese mala. A veces se portaba un poquito mal y otras, ¡requetebién! Unos días obediente y algunos desobediente. Tan limpita por la mañana y tan sucia cuando llegaba la noche... ¿Quién era esta nena tan especial? Nada menos que Lucrecia, una niña como todas. Pero el papá la llamaba "Lucrecia la bella" y le decía que era una princesa. Y Lucrecia imaginaba que vivía en un castillo muy hermoso en la punta de una montaña.
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Mei Casares o Merry Gagey
y otros cuentos ¿Qué es el amor? Le pregunté una vez a una siquiatra y ella me contestó que había terminado de leer un estudio hecho por un prestigioso profesional en el cual en la página número mil reconocía que no se sabía qué era el amor… Y cuando la mujer encuentra al marido con la niñera no hay amor que valga y se cae una estantería. Y será por eso que me gusta John Lennon y su canción “Imagine”. Viajar y leer son dos verbos que los practico y, sin agotarlos, me fascinan. ¡Hay que ver qué bien se complementan! Escribir es otro verbo que practico pero no con la frecuencia que quisiera porque soy vaga. Alguna vez alguien me dijo que esa era una condición del ser escritor y me tranquilicé. Tanto, que soy más vaga que escritora. En mi primer libro publicado “Cuentos para mis nietos” practiqué la experiencia de publicar algo que había escrito con amor. Y me gustó la experiencia. Por eso espero ir dejando de lado la vagancia y escribir más. Y publicar. Soy Mei o Merry. Pero esa es otra historia que la escribiré en el “Anecdotario de mi vida".
Tapa de Cuentos para mis nietos
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Había una vez un viejito muy, muy, viejito que quienes lo conocían, decían que aquel arrugado y pequeño hombre llamado Viejo Sabio, tenía todos los años. ¡Vaya a saber qué significaba tener todos los años…! ¡Debían ser muchos! La cuestión es que aquel hombre caminaba por un bosque cuando se cruzó con un niño al borde del llanto. Pensó “pobre niño” y se acercó. Quedó muy asombrado cuando le dijo que su angustia se debía a que había perdido el nombre y ya nunca más nadie sabría cómo llamarlo. A medida que “Sinnombre” hablaba, el viejito entendía menos. Él, que tenía muchos años de sabio, era la primera vez que escuchaba semejante disparate. Lo tomó en sus brazos y sentándolo en sus rodillas le pidió que le contara cómo era posible perder el nombre. —Verás Viejo Sabio, yo nací hace algún tiempo con un nombre que, según todos decían, era un nombre extraño. Para mí también era difícil de pronunciar, entonces le pedí a mi madre que me lo anotara en un papel autoadhesivo que empecé a llevar pegado en mi muñeca. Pero hoy, luego de nadar un rato en el río, vi que mi nombre no estaba, había desaparecido. Y ya ves, estoy muy triste porque al perder mi nombre, no te lo puedo decir, y tampoco se lo podré decir a quien me lo pregunte. Viejo Sabio quedó pensativo un rato y finalmente le dijo que no se preocupara, que él lo acompañaría hasta su casa y allí encontrarían la solución, ya que sus padres inmediatamente le recordarían su nombre. “Sinnombre” se largó a llorar desconsoladamente. Tanto que Viejo Sabio no podía consolarlo, ni siquiera poniendo en práctica viejos trucos que siempre divertían a los niños, como colgarse de las ramas con su barba, o hacer magia con sus manos y transformar cuanto objeto anduviera tirado por el bosque en palomas, conejos, ardillas. Por un momento “Sinnombre” lo prestaba atención a sus juegos…pero inmediatamente se largaba a llorar con una boca tan grande que se podían ver todos sus dientes y hasta la campanilla de su garganta. Viejo Sabio no sabía qué hacer. — ¿Qué pasa? ¿Es que no me puedes llevar hasta tu casa? — Te diré algo —dijo al fin “Sinnombre”-, pero debes prometerme que guardarás el secreto. — Por supuesto, mi querido niño, ese secreto estará tan bien guardado, que sólo tú y yo lo sabremos. Así fue como Viejo Sabio se enteró de la historia de aquel niño que había perdido su nombre. Comenzó diciendo que hacía un tiempo había descubierto una habilidad que lo ayudaba a hacerse amigos con facilidad. Se trataba simplemente de sonreír. Así fue cómo descubrió que cuando su madre lo estaba retando por haberse portado mal, simplemente con sonreírle, ella 16
cambiaba su humor. Lo mismo sucedía con su padre. Pero lo más extraño es que esto funcionaba siempre, con quien fuera: si alguien discutía, él sólo los miraba, sonreía y todo terminaba amistosamente. Así lo probó una y otra vez hasta que su hada protectora un día apareció para decirle que lo llevaría a un lugar donde la gente no sabía sonreír y, por lo tanto, vivían de mal humor o tristes. Por esa razón todo había cambiado en aquel lugar: las plantas no tenían flores, todo estaba gris y triste. Ni el sol tenía ganas de salir cada mañana. Cuando el hada protectora habló con sus padres, ellos le dieron permiso, pero sólo por un par de días, ya que si iba por más tiempo lo extrañarían mucho. Así fue cómo partió a aquel lugar desconocido. Una vez que “Sinnombre” devolvió con su sonrisa la alegría a las personas, las flores y las plantas y el sol volvió cada amanecer, estuvo listo para marcharse. Sin embargo el Hombre de las Tinieblas, que estaba muy ofendido porque le habían quitado su poder, apareció entre las sombras y arrebatándolo del hada protectora, lo llevó a una cueva desconocida y profunda. Viejo Sabio escuchaba con atención aquella historia que nunca, en todos los años de su larga vida, había escuchado jamás. “Sinnombre” no supo decirle cuánto tiempo le llevó escabullirse por un río subterráneo ayudado por todas las almas buenas, hadas y gnomos que amaban la felicidad de su sonrisa, y que finalmente lo habían dejado en aquel bosque creyéndolo a salvo. Fue en aquel momento, en el que ambos se habían encontrado, cuando él se dio cuenta de que había perdido su nombre. Ahora tenía dos grandes preocupaciones: cómo recuperar su nombre y cómo llegar a casa de sus padres para devolverles la felicidad. Viejo Sabio tomó su mano y le dijo que caminarían juntos hasta encontrar el poblado más cercano y allí darían con su casa. Mientras caminaban, le dijo al niño que debían tener cuidado e ir atentos porque en aquel bosque habitaban tigres. — ¡Oh! —dijo el niño— mi nombre tiene que ver con los tigres, ahora que recuerdo mi padre siempre decía que mi nombre quiere decir “Hijo de Tigre”… — ¿Pero cómo no me lo has dicho antes? —dijo Viejo Sabio— ¡Entonces eres el famoso Nahuelquir! — ¡Es verdad! ¡Es verdad! Pero… ¿Por qué famoso? — Hum —dijo Viejo Sabio dudando—. Tal vez ahora no lo entiendas, pero tu nombre tiene la fuerza de dos razas que se unen: el viejo tigre milenario ha dado vida a un joven “tigre blanco” capaz de defenderse sólo con su sonrisa. Caminaron un largo trecho hasta llegar al poblado. Allí encontraron la casa de Nahuelquir y a sus angustiados padres que, al verlo sonreír, como siempre, olvidaron toda tristeza.
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Mi abuela vivía en un país donde todo se cubría de nieve para Navidad. Mientras esperaban que llegara Papá Noel, los niños jugaban a armar muñecos de nieve gordos y grandotes con zanahorias como nariz y gorros y bufandas que sacaban a escondidas de sus roperos sin que sus mamás los vieran. Así se divertían y podían pasar horas, mientras pensaban qué pedirle a Papá Noel. Sin embargo, una de aquellas veces, siendo mi abuela muy niña y cuando jugaba con otros amiguitos a una guerra de bolas de nieve, alguien dijo que había escuchado en su casa que ese año Papá Noel no iría a dejar juguetes porque se había enamorado. De inmediato la guerra de nieve paró y todos preguntaron: ¡¿Quéeeee?! El niño que había dado la noticia se hizo más pequeñito de lo que era y se asustó al ver el asombro que había causado lo que había dicho. —Bueno, hummm, no sé…yo escuché…no estoy seguro…
Y así quedó la cuestión. Cada uno se fue a su casa para averiguar si aquello era cierto. Cuando mi abuela le preguntó a su mamá si era verdad que Papá Noel no vendría porque estaba enamorado, ella le respondió que algo había escuchado en la radio, pero que no creía que fuera cierto… A partir de ese día todo fue confusión en el pueblito. Los niños escribían cartas a Papá Noel sin saber si él vendría y los mayores cuchicheaban entre ellos, pero no decían nada a sus hijos. Todos pensaban: ¿vendrá Papá Noel? Mientras tanto en el lejano país donde vivía Papá Noel algo estaba pasando. Resulta que él había conocido a una señora muy agradable y encantadora que era la dueña de la enorme juguetería donde Papá Noel se proveía de los juguetes para llevar a los niños. Y era verdad: él se había enamorado de aquella mujer y como todo enamorado, sólo pensaba en ella. ¡Hasta se había olvidado que Navidad estaba cerca! Había que leer las cartas que mandaban los niños, preparar los regalos y llenar las bolsas. También había que cuidar a los renos que tiraban de los trineos, darles suficiente comida para que estuvieran fuertes para tan largo viaje. Pasaron los días. Muchos días. Y Navidad se acercaba. Los chicos habían escrito sus cartas sin saber si Papá Noel vendría. Todos sabían que cuando la gente se enamora cambia de vida y temían que Papá Noel renunciara a lo que había hecho siempre: llevar regalos a los niños. Sin embargo Navidad llegó y con ella Papá Noel. Apareció como todos los años: con sus bolsas de regalos para todos los niños. Mi abuela que lo miraba asombrada y contenta de que él hubiera llegado. Como siempre. Pero no pudo con su curiosidad y entonces le preguntó a Papá Noel si era cierto que se había enamorado y que por allí se había dicho que por esa razón no vendría. — ¡Jo jojo!-rió Papa Noel—. Es verdad. Estaba enamorado. — ¿Estaba? —preguntó mi abuela. — Sí, mi querida niña, estaba. Pero todo aquello ha terminado y ¿sabes porqué?
Y acercándose al oído de mi abuela le dijo algo y se despidió de todos. Mi abuela dice que ella rió con ganas y todos le preguntaron qué le había dicho Papá Noel. — ¡Ja ja ja!—seguía riendo ella—. Parece que la novia lo quiso poner a dieta y dijo que eso ¡nunca lo va a
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Cuenta esta historia que en un pueblo muy chiquito, que tenía una sola escuela, un día de invierno la maestra enseñaba los números. Hizo pasar a los chicos al pizarrón y a Pablo le hizo escribir el número 1. A Pablo le costaba mucho hacer un palito para un lado y un palo flaco para abajo, pero lo hizo. El siguiente en pasar fue Santi, a él le tocó escribir el número 2. Y le salió muy bien porque se acordaba lo que le había dicho su mamá: había que hacer como un mango de un paraguas y un palito acostado. Para hacer el número 3 la maestra preguntó quién quería pasar y pasó Julieta. Ella les dijo a sus compañeros que el número 3 era como un corazón sin terminar que miraba hacia la izquierda. Todos se rieron. Ignacio era el más charlatán del curso y por eso, Claudia, la maestra, le dijo que escribiera el número 4 (así no distraía al resto con su charla). Pero Ignacio se había olvidado cómo se hacía ese número. Cuando Claudia preguntó quién lo quería ayudar, María se ofreció y le dijo a Ignacio que cruce su pierna izquierda sobre la rodilla derecha y ¡ya está!. Así dibujaron el 4. Juan dijo que quería dibujar el 5. Que él sabía cómo hacerlo porque le hacía acordar a un patito. Así siguieron escribiendo los números, y cada uno que pasaba hacía reír a los compañeros con las ocurrencias que decía. Finalmente la maestra hizo pasar de a dos a sus alumnos, y así toda la clase ayudó a escribir los números. Marta y Esteban dijeron que el 6 era un rulo. Manuel y Roque, después de escribir el 7, dijeron que era como el 1, solo que el brazo que salía hacia la izquierda sostenía la pata flaca para que no se cayera. Amanda y Ernesto dibujaron el 8, diciéndoles a sus compañeros que un círculo se había sentado arriba de otro. Y para terminar, Rocío e Inés dijeron que el 9 era un rulo, como el 6, pero mirando para abajo. Claudia los felicitó a todos porque habían trabajado muy bien y además se había divertido escuchando sus ocurrencias. Cuando mi abuela me contó este cuento, yo pensé que no tenía nada de diferente a cualquier escuela y cuando se lo dije ella me respondió: esperá, ya vas a ver cómo sigue… Aquel día la clase de los números terminó justo cuando sonó la campana anunciando que las actividades del día habían concluido. Maestros y alumnos se fueron a sus casas. En el pizarrón quedaron todos los números como los habían escrito. Allí estaban solos, viendo cómo llegaba la noche en ese frío invierno. El portero, Tobías, que tenía su casa al lado de la escuela, todas las noches recorría el establecimiento con un farol en la mano, porque en aquellos tiempos no había luz. Caminaba por los pasillos cuando escuchó mucho barullo. Pensó que tal vez se había abierto una ventana y que sería el viento el que lo provocaba. Sin embargo, a medida que se acercaba al aula de Claudia, el batifondo era mayor. Tuvo un poco de miedo y se aproximó despacio. Entreabrió un poco la puerta y apenas se asomó no podía creer lo que estaba viendo: todos los números estaban mezclados en una gran pelea. Él miraba una y otra vez, se restregaba los ojos y volvía a mirar y allí estaban todos peleándose. Dejó el farol en el piso y trató de poner orden, pero no había caso: el 1 pedía que le devolvieran su pata más corta. El 5 se había enroscado con el 3 y era una cosa extraña. El 2 quería devolverle su pata más corta al 1 que la tenía de sombrero, pero no podía. El 6 y el 9 no sabían quién era uno y otro. El 8 lloraba buscando su otro círculo. En tanto que el 7 y el 4, cansados, se habían acostado a dormir. Tobías se largó a reír con una gran carcajada y no podía parar de reírse. Aquello sí que no lo había imaginado nunca. ¿Cómo era posible que los números estuvieran haciendo tan desopilante lío en un pizarrón? Los números, o lo que quedaba de ellos, al escuchar las carcajadas de Tobías hicieron silencio y no pelearon más. Él aprovechó a preguntarles qué había pasado (aunque se sentía un poco ridículo hablando con unos números). Fue el 7, que junto con el 4 eran los que estaban más enteros, el que le explicó a Tobías lo sucedido. Dijo que todo aquello había empezado cuando el 1 afirmó ser el más importante de todos los números, porque para enseñar a contar siempre comenzaban por él. Tobías pensativo tomó una tiza y dijo: les voy a mostrar algo.
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Y escribió en el pizarrón: 1 + 1 = 2 y ayudó al 2 a devolver su pata corta al 1 2 + 1 = 3 y ayudó al 3 a desenredarse del 5 3 + 1 = 4 y el 4 ya no pudo descansar más 4 + 1 = 5 y el 5 le agradeció haberlo ayudado 5 + 1 = 6 y el 6 no se confundió más con el 9 6 + 1 = 7 y el 7 se acomodó en su lugar 7 + 1 = 8 y levantó del piso el círculo que reclamaba el 8 8 + 1 = 9 y el 9 ocupó su lugar agradeciendo que no era el 6 — Como ven, el 1 tiene algo de razón, porque sin él, ustedes no existirían —dijo Tobías. Todos giraron sus cabezas y pensaron que tenía razón. Pero antes de que ninguno pudiera hablar, el 9 preguntó: — Y yo más 1 ¿qué? Primero empezaron a reírse algunos y después se rieron todos. Hasta Tobías, que por fin dijo: — Eso estaba esperando que preguntes. Pero ese número lo van a aprender con su maestra, yo no se los puedo enseñar. Los números quedaron muy tristes porque estaban ansiosos por saber qué número nuevo se formaba. Viendo que en el aula todo estaba en orden otra vez y que se había hecho muy tarde, Tobías tomó el farol, dijo hasta mañana y cerró la puerta. Al día siguiente cuando todos los alumnos y Claudia entraron al aula, se dieron cuenta inmediatamente de que algo había cambiado en el pizarrón. Pero lo que más les llamó la atención es que el número 9 estaba más flaco y parecía llorar. La maestra se acercó. No podía creer aquello que veían sus ojos ¿sería verdad? Poco a poco los catorce chicos se fueron levantando de sus asientos y la rodearon. — ¿Qué pasa, señorita? Ella estaba por contestar cuando escucharon: — Y yo más 1 ¿qué? Todos pegaron un salto para atrás, desconcertados. A partir de ese momento Claudia no sabía cómo poner orden. Finalmente cuando logró que todos estuvieran sentados, les dijo: — Vamos a hacer un repaso de lo números que vimos ayer y hoy van a aprender algo nuevo. — Y yo más 1 ¿qué? —se volvió a escuchar. Y fue Pablo el que dijo: — El 9 quiere saber cuánto es él más uno. A lo que Claudia respondió que eso ya lo había escuchado, pero que antes de contestarle al 9, tenían que repasar lo que estaba escrito en el pizarrón. Sin embargo, todos los niños le pidieron que por favor le contestara al 9 porque no querían verlo tan triste. Claudia, que también sentía tristeza por verlo tan acongojado al 9, tomó una tiza y escribió: 9 + 1 = 10 — Entonces yo soy el más importante de todos los números, porque me transformo en dos números -dijo el 9. En el aula se hizo un silencio tan grande que ni las moscas volaban. Justo en ese momento entró Tobías, para explicarle a Claudia lo que había pasado la noche anterior. Cuando terminó el relato, los chicos, que lo habían escuchado con suma atención, le pidieron a Claudia que dijera qué número era el más importante. Ella, con mucha paciencia, les explicó que no hay un número más importante que otro, que todos son importantes, que a medida que ellos fueran creciendo verían que un número siempre ayuda a otro a transformarse en uno nuevo y por eso todos son importantes. Finalmente dijo que lo que ella no terminaba de entender era que los números hablaran. Eso nunca le había pasado. Y según me contó mi abuelita, desde esa vez, los números nunca más hablaron.
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Ariel Puyelli
y otros cuentos Ilustraciones del autor
Ahora que tengo 50 años y me relajé en varios aspectos, veo que tendría que haber escrito menos y leer más. Pero lo hecho, hecho está. De todos modos, estoy a tiempo de enmendarme con la Literatura y en la práctica, por estos tiempos, lo estoy intentando. Decir que “escribo para niños y adolescentes” no me convence. Escribo para lectores. Ellos juzgan si el libro merece ocupar un espacio en la biblioteca o no. Y en qué sector. Pero se me conoce más dentro de lo literario- por los libros de cuentos y novelas que entretienen a chicos y adolescentes. (Debo confesar que el contacto con este público me fascina y me estimula a seguir chichoneando con las letras). El cuento Las deliciosas vacaciones de los Choriz y los Morsish es, en realidad, un alarde de mi conocimiento de idiomas y cocina. (Lengüichis et cuisín) Camelia, la gallina cantora, es parte de la colección de cinco cuentos cortos “Chulenguitos”. En esa colección está acompañada por personajes muy queridos por mí. La novia de la Quebrada, inédito hasta ahora como el primero, debería estar entre los cuentos de mi libro El ahorcado del desierto, ya que tiene el mismo espíritu y refiere a los mismos temas. Y Las cotorras de la Nené... ¡fue tan divertido escribir esa historia! Desde los mails que crucé con Nené Guitart, que inspiraron el relato, hasta la edición artesanal del libro de bolsillo, fue un placer y hoy es uno de mis libritos menos difundido y más querido por mí. Ojalá te guste el fragmento que publico en estas páginas. Por último, en la foto vemos a Ciro detrás de un sujeto que con sus patas delanteras amasa almohadones y tallarines. Y dice que escribe.
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Mesié Choriz y su esposa, la agradable Madam Mortadelle y Mister Morsish y su impecable esposa, Misis Salchich, jamás imaginaron que sus vacaciones en África serían las más especiales de sus aristocráticas vidas. Al llegar fueron recibidos con mucha amabilidad por su guía, un hombre muy alto y negro hasta los dientes, que hablaba muy bien el francés de los Choriz y el inglés de los Morsish. A los cuatro extranjeros les encantaba viajar a lugares muy lejanos. En esos años todavía no se había inventado el avión de pasajeros como lo conocemos hoy en día, entonces se viajaba en barcos, autos, camiones, caballos y camellos, entre otros medios de transporte. Para llegar hasta este lugar, nuestros viajeros utilizaron todos los detallados, en ese orden. -¡Sest magnifíc! -exclamaban los Choriz montados en sus camellos. -¡Ou ies, itis guánderful! ¡Clik! ¡Click! -les respondían los Morsish y sus cámaras de fotos. El guía les explicaba que a la derecha del paisaje había desierto, que a la izquierda podían admirar más desierto, que terminaban de pasar por el centro del desierto y que más adelante habría muuucho más desierto. Los Choriz y los Morsish estaban encantados: habían pagado muchisimisimísimo dinero por ese viaje y cuando los ricos pagan muchisimisimísimo dinero por algo, por más que este algo resulte un fracaso, para ellos es buenisimísimo. Porque la verdad, los cuatro estaban muriendo de calor y de sed, pero no querían decir nada para no ofender a nadie, como gente muy educada que era. Después de varios días de viaje, llegaron a la jungla. Entonces ahí fue distinto: los cuatro sintieron morir de calor húmedo, muy húmedo. Los mosquitos eran tan grandes que no picaban: daban patadas. El lugar estaba lleno de serpientes venenosas, tigres y leones deseosos de merendar turistas; plantas carnívoras de ésas que existían antes y que se comían una persona en dos bocados, arenas movedizas, precipicios, ríos imposibles de cruzar y algún que otro peligro más. 22
El guía fue devorado por tres moscas, pero a los Choriz y a los Morsish no les preocupó demasiado por dos motivos: porque pudieron tomarle fotografías y porque una tribu que, si bien no entendía el francés ni el inglés, por medio de señas les ofreció alojamiento y comida. La tribu de los Mondongo estaba muy contenta: ¡al fin tenían visitas! Los Choriz y los Morsish se sentían en el paraíso, ya que entendieron que no les cobrarían la estadía. Encima -y esto fue la mejor noticia- los invitaron a cenar. -¡Morfongui, morfongui! -habían gritado los Mondongo sobándose la panza. -¡Uí, uí! -dijeron los Choriz. -¡Ies, Ies! -exclamaron los Morsish. Como europeos elegantes que eran, para la hora de la cena estaban vestidos con formalidad. Y así los cocinaron: formalmente, según los ritos de los Mondongo. Los Choriz y los Salchich, antes de ser devorados, agradecieron la invitación y tomaron muchas fotografías de la preparación de la comida; es decir, de ellos mismos flotando en la gran olla sagrada. Dicen que dicen los Mondongo, que los cuatro estaban riquísimos. Pero eso dicen los que dicen que dicen los Mondongo. A mí no me parece serio contar cosas que uno no vio y mucho menos repetir frases que no escuchó. Esto está tan mal como andar comiéndose a las visitas. No sé, me parece.
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Durante horas, la gallinita Camelia aguardaba el canto del gallo. Todas las madrugadas, mientras el resto del gallinero dormía, ella se acomodaba bien cerca del palo del gallo Quiquirilo como si estuviera en la primera fila de un gran teatro. Las demás gallinas creían que estaba enamorada de Quiquirilo, pero no era así. Camelia adoraba su voz y su canto. “Es el mejor gallo cantor de todos los gallineros”, aseguraba. No sólo por admiración lo escuchaba atentamente todos los días. La gallinita Camelia también quería cantar. Cuando le contó esto a su prima Rosalía, recibió una dura respuesta: - Tú eres una gallina y las gallinas cacareamos. No cantamos. Los que cantan son los gallos. - Pero a mí me gustaría cantar como él… -insistió Camelia. - Las gallinas cacareamos y ponemos huevos y basta dijo con fastidio Rosalía-. Y si no pones huevos, ya sabes qué te pasará… Camelia sabía muy bien lo que les pasaba a las gallinas que no ponían huevos: iban derechito a la olla del dueño de la granja. “Puedo hacer las dos cosas: cantar y poner huevos. De hecho, puedo poner huevos cantando”, se dijo y comenzó a practicar. - ¡Quiquiricó cooo cooo! Hum… Me parece que no me sale muy bien. Quiquirilo canta quiquiriquí quiquiriquí… Intentaré nuevamente: ¡Quiquiricó cooo cooo! - ¡Ay! ¡Basta ya con esos aullidos! chillaron las otras gallinas. - ¡No se enojen, tengan paciencia, ya saldrá bien! rogó Camelia, pero ninguna la escuchó. Se armó tal alboroto, que apareció el dueño de la granja, un señor muy serio que con su sola presencia, hizo callar a todos. Cuando observó que el revuelo no lo había producido algún zorro u otro ladrón de gallinas, se retiró tranquilo. - ¿Viste lo que lograste? le reprochó su prima-. La próxima vez, seguro que nos dejará sin comer… Entonces Camelia, después de poner tres huevos, decidió ir a practicar lejos del gallinero. De un salto, se ubicó sobre borde del estanque, pero los patos tampoco entendieron las explicaciones de la gallinita, así que la obligaron a irse lejos. - ¡Una gallina que quiere cantar como un gallo! ¡En qué granja se ha visto! rezongó un pato viejo. A decir verdad, ninguno de los animales de la granja soportó las prácticas de Camelia y todos, a su turno, le exigían que se fuera más y más lejos. El gallo Quiquirilo observó todo desde el techo del gallinero y le dio mucha lástima la pobre Camelia. Entonces se acercó a ella y, como no pudo convencerla de que no cantara, se dio cuenta de que lo mejor era darle unas lecciones: - Debes alzar la cabeza así… Inflar el pecho de esta manera… Sacar el aire muy fuerte y acomodar la garganta para soltar un poderoso… ¡Quiquiriquíííí! Camelia estaba emocionada. ¡El mismísimo Quiquirilo, el mejor gallo cantor, le estaba enseñando a cantar! - ¡Quiquiricó cooo cooo…! - No, no… Intenta nuevamente le pidió con paciencia Quiquirilo. Así estuvieron casi una semana. Después de poner dos o tres huevos, Camelia se retiraba muy lejos con el gallo y practicaba canto. Finalmente, tanto esfuerzo rindió frutos. Camelia tenía una voz preciosa y su canto era tan potente y bello como el de Quiquirilo. - ¿Ahora qué harás? le preguntó el gallo cuando consideró que la gallinita ya había aprendido todo lo que él podía enseñar-. ¿Piensas que te darán empleo en algún gallinero? Los que cantan son los gallos le recordó. Si bien Camelia estaba contenta porque al fin había aprendido a cantar, se puso un poco triste porque Quiquirilo tenía razón. El gallito se dio cuenta y le propuso lo siguiente: - Mira, hagamos esto: si nuestro patrón no se enoja, puedes cantar conmigo. Madrugar, madrugas, lo veo todas las mañanas… Camelia se puso muy feliz por la propuesta del gallo y al día siguiente cantaron juntos por primera
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vez. Al escuchar el canto precioso de los dos, toda la granja se acercó de inmediato. Al finalizar, aplaudieron con ganas. Esta situación se repitió varios días. Pronto, Camelia y Quiquirilo se convirtieron en verdaderas estrellas de la granja. Todos los animales estaban fascinados con ellos y cada madrugada era un espectáculo único. El dueño de la granja despertó un día muy extrañado por lo que estaba escuchando. Cuando llegó hasta el grupo de animales que escuchaba el canto de esa mañana, todos huyeron, creyendo que se enojaría mucho porque ninguno estaba en su lugar. Sin embargo, lo único que dijo fue “caramba, qué curioso…” Y se retiró. Al día siguiente, regresó a escondidas con un grabador. Registró la canción de Camelia y Quiquirilo sin que se dieran cuenta y volvió a irse. Una tarde, llegó un automóvil que parecía muy importante, de tan grande y lustroso que era. De él bajaron dos señores y hablaron con el dueño de la granja, quien les hizo escuchar el canto de la gallinita y el gallo. Los animales creyeron entonces que había llamado a la policía y se asustaron mucho; más aún cuando el hombre metió al gallo y la gallina en una gran caja. - ¡Los vendió! ¡Seguro que está muy enojado! ¡Adiós, amigos! dijeron con tristeza algunos animales cuando el automóvil partió rápidamente llevando a los dos compañeros de granja. Pero al cabo de algunos meses, regresaron. Camelia y Quiquirilo estaban muy cambiados. Los animales no sabían exactamente por qué, pero había algo en sus apariencias que los mostraba diferentes. Entonces supieron qué había ocurrido: los dos habían sido llevados por esos señores que eran de la televisión, para cantar frente a las cámaras y en espectáculos especiales, ya que era la primera vez en la historia de las gallinas que una de ellas cantaba con un gallo. Y encima, que el gallo la acompañara. Los animales de la granja festejaron la noticia y los abrazaron con mucha alegría. Desde ese momento, todos sin excepción, quisieron cantar como el gallo. Imaginen ustedes el revuelo que causaban las vacas, los caballos, los patos, las gallinas, los pollitos, las cabras y las ovejas, cuando todos al mismo tiempo intentaban cantar “quiquiriquí quiquiriquí”. Debo confesar que hasta yo he caído en la tentación y a la mañana siguiente de enterarme esta historia, me levanté bien tempranito e hice el intento. De más está decirles la risa que causó en mi familia y en los vecinos… ¡Qué papelón!
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Es el único lugar donde el sol no se pone: se esconde, dice el alemán con su énfasis de erres. Como si el sol de la Quebrada fuera otro sol y no fuera el mismo que ilumina el resto de los cerros y montañas… El sol de la Quebrada se esconde. Huye. Se escapa. El alemán juega con sus palabras. Quiere jugar con sus oyentes. Todos escucharon los relatos de la novia. Todos cuentan su historia. Y a diferencia de otros, cada uno de ellos es fiel al original. La muchacha vivía con sus padres allá, detrás de aquellos cerros. No se sabe si la adoptaron, la recogieron o si la tuvieron de muy grandes… Se sabe, sí, que casi ni tuvo contacto con las personas y que los padres murieron cuando era una adolescente… El alemán hace pausas infinitas. Mira a los ojos y hurga en el interés y la curiosidad de sus interlocutores. Luego, cuando está satisfecho de haber atrapado toda la atención, prosigue: La sangre… En fin, ya se sabe. La muchacha creció y quiso un hombre. Pero para ese entonces ya ni hablaba. Se había convertido en una ermitaña. Las palabras habían quedado enterradas con el tiempo. Los que la vieron en vida, dicen que ni edad tenía. Bien podía ser joven. Bien podía ser una mujer mayor para cuando no aguantó más. En el monte sin gente no hay tiempo. Los que la vieron por entonces, afirman que ya había dejado de ser gente. Era un pedazo de monte, nada más. Pero quería un hombre. Mientras el alemán habla, el sol busca su escondite y el último reflejo parece un velo de novia en las aguas tranquilas del lago. Y no aguantó más. Y bajó. Como para darle tiempo a la muchacha para que descienda hasta el infierno mismo, la boca del alemán calla. Y la muchacha baja hasta el bosque, junto al lago. Allí están los hombres. Allí está el deseo sin palabras. Sólo deseo. Deseo puro. Salvaje como el monte de sus venas. Nadie culpó a los animales salvajes. La afirmación rotunda del alemán no deja resquicios de duda. Cuando desapareció el primer muchacho empezó la cacería. Como si se hubiera desatado una ley natural, de inmediato se supo que había sido la muchacha. Aquellos pocos que la habían visto, sabían que sucedería algo así. Y sucedió repetidas veces. Pero la muchacha desapareció. O se volvió monte. La vivienda precaria se convirtió en tapera. Y ella en leyenda. Sabemos que están muertos. Aunque nunca apareció un cadáver. La noche se abre tan inmensa como el misterio. El monte no conoce las reglas del amor. Sólo sabe de la vida y la muerte. La supervivencia, en fin… La novia de la Quebrada es también la novia de la luna. Extraña paradoja: la misma luna que encanta a los enamorados enciende la leyenda. No se conocen conjuros contra el deseo salvaje. No se conocen…
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(Fragmento)
La Nené tiene cotorras. Bueno, que la Nené tiene cotorras, es una forma de decir. La Nené no tiene cotorras. Las cotorras no son de nadie. Alborotan el árbol de la vereda de Nené, y ella dice que le pertenecen. Las cotorras cotorrean todo el día y la Nené cree que se quieren comunicar con ella. “Me hablan todo el tiempo”, asegura la Nené, pero no cuenta qué le dicen. O sí, a veces dice algunas cosas que suenan un poco extrañas, como que la invitan a tomar vino. La Nené está un poco loca. Bueno, que la Nené está un poco loca, es una forma de decir. Yo digo que está un poco loca porque cree que las cotorras son angelitos. Para mí, son cotorras comunes y silvestres, pero ni ahí de decírselo a la Nené. ¡Se pondría como loca! Aunque ya esté un poquito. Que la Nené crea que las cotorras del árbol de su vereda son angelitos que la invitan a tomar vino, a lo mejor no es tan grave. Lo grave es que están desapareciendo todos los gatos del barrio y la de al lado la culpa a la Nené. A pesar de que nunca la vio ni así de cerquita de alguno de los mininos, la Chola, la de al lado, ha inventado cada cosa. Una vez le dijo a la de enfrente que se los come. La de enfrente, para mandarse la parte de que es medio finoli, vomitó en la vereda del asco que le dio, según ella. Otra vez, le dijo al del almacén que los mata y los entierra en el fondo de la casa. Pero el del almacén no la escucha nunca, así que se limitó a decirle “siete con cincuenta, señora”. La Chola siempre la acusa a la Nené frente a los otros, pero nunca se lo dijo a ella, porque sabe que la Nené no tiene nada que ver con las desapariciones de los gatos y se pondría muy triste por semejante acusación. Cuando se pone triste la Nené, llueve semanas enteras. A lo mejor es coincidencia, pero la Chola es muy supersticiosa. “Capaz que es verdad que esos bicharracos son medio angelitos y hacen milagros para ésa (para la Nené)”, pensó la Chola al quinto día de lluvia, después de decirle a la Nené qué feo tenía el pelo, que por qué no se compraba chancletas nuevas y otras descortesías por el estilo. Al sexto día, le llevó de regalo un par de chancletas nuevitas y santo remedio. La Nené se puso contenta y salió el sol. La Chola rezó hasta bien entrada la madrugada. La Chola no tiene árboles en la vereda. Y odia a las cotorras aunque cree en los angelitos y una vez tuvo una gata a la que le puso de nombre “Manuelita”. Un buen día, la gata desapareció. La Chola culpó a la Nené y la Nené le dijo que con ese nombre, seguro se había ido de viaje, que la buscara en Pehuajó. La Chola se enojó tanto, que espantó a las cotorras ese día. La Nené ni se inmutó. Le respondió que ése no era nombre de gata, sino de tortuga. Cerró la puerta de su casa y no salió en toda la tarde. Cada vecino al que le desaparece su gato y que le va a reclamar a la Nené, recibe respuestas similares. Pero nadie denuncia nada a la policía porque todos creen que está loca. Y la gente le tiene miedo a la gente loca. No soy el único que cree que la Nené está loca. Y eso que yo no tengo gatos. Aunque creo en los angelitos y no en las cotorras. Quiero decir: no creo que las cotorras hablen como las personas. Mucho menos con la Nené. Las cotorras son inteligentes y no entablarían conversación con alguien como la Nené, que está un poco loca. O loca del todo. No sé. A la Nené se le puso en la cabeza que a los angelitos, o sea a las cotorras, les pueden gustar sus sándwiches de milanesa. Todos los días, al mediodía, les prepara una docena de sándwiches de milanesa y los deja a todos en fila sobre el tapial, junto a la vereda. Luego regresa a la cocina a vigilar que no se le peguen los fideos. Las cotorras miran los sándwiches de miga y no dicen ni mu. Tampoco podrían decir mu, ya lo sabemos. Es una forma de decir.
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Cuando los linyeras del barrio se dieron cuenta, se pusieron muy contentos. Todos los mediodías espían desde la esquina y cuando la Nené cierra la puerta de su casa, corren a buscar los sándwiches. La Nené, después de almorzar sus fideos, se pone muy contenta al observar que de sus sándwiches no quedan ni las migas. La Chola también se alegra, pero de que los linyeras no vayan a pedirle más pan duro. Las cotorras, no sé si se alegran. El barrio, ni lerdo ni perezoso, enseguida les puso un apodo a los linyeras que almuerzan los sándwiches de las cotorras de la Nené: los cotorros de la Nené. Eso le causó mucha gracia al barrio. Hasta que un día la Nené, con eso de que los angelitos la invitan a tomar vino, dejó una cajita en el tapial y los cotorros se emborracharon en la esquina y armaron un alboroto bárbaro. La Nené, desde la cocina, escuchaba cantos y gritos. Pensó que eran sus angelitos que estaban brindando con el vino que les había dejado en el tapial y entre fideo y fideo, agregó en su lista de compras, muchas cajitas de vino. Por suerte la policía la convenció de que no era conveniente que las cotorras tomaran vino y la Nené, que les tiene pánico a todas las personas con uniforme, les hizo caso y no dejó más cajitas en el tapial, si no… Desde el día que los cotorros armaron el escándalo en la esquina, los papás de los chicos del barrio empezaron a amenazar a sus hijos. “Si no tomás la sopa, vas a terminar siendo un cotorro”. Cuando los chicos del barrio de al lado se enteraron, comenzaron las burlas en toda la ciudad. Cada vez que ven a un chico del barrio de la Nené, le gritan “qué hacés, cotorrito”. Y se arma la bronca. Pero de esto, la Nené ni enterada. La Chola tampoco, ya que se la pasa en la ventana esperando que regrese su gata Manuelita y es lo único de lo que conversa. Aparte de hablar mal de la Nené. Cuando está por nevar, las cotorras se inquietan más de lo normal. Esos días, la Nené saca una silla y se queda horas viendo cómo revolotean sobre el árbol. La Chola dice que les habla, que les pide que la gente enferma se cure, que no haya más guerras y que baje el precio de los fideos. Esos días, los cotorros también se inquietan, porque la Nené se olvida de hacer los sándwiches de milanesa. Y los cotorritos pasan el tiempo mirando al cielo, a ver cuándo comienza a nevar para hacer batallas de bolas de nieve con los otros chicos, los que se burlan de ellos. Esos días, todos son espías: la Chola espía a la Nené y espía a ver si regresa Manuelita; los cotorros espían a la Nené a ver si se decide a hacer los sándwiches de milanesa; los cotorritos espían el cielo a ver si empieza a nevar; los chicos de los otros barrios espían a los cotorritos; los pocos gatos que quedan en el barrio espían a las cotorras y las cotorras de la Nené no, porque las cotorras no saben espiar. Yo, que estudié la vida y las costumbres de las cotorras, lo sé muy bien. Cuando a finales del invierno las cotorras viajan a otros lugares y abandonan el árbol de la vereda de la Nené, la Nené se pone muy triste porque primero piensa que les dijo algo que las hizo enojar. Entonces vuelve a sacar la silla a la vereda y llora desconsoladamente dos o tres días. Cuando la Chola, harta de sus gemidos y llantos, siente lástima por ella, sale a la vereda y la convence de que los angelitos volaron al cielo para tomarse vacaciones. La Nené, al final le cree y se serena. A veces piensa que ella también debería tomarse vacaciones, entonces llama por teléfono a las agencias de turismo del pueblo para preguntar si ya se hacen viajes al cielo. Como todos conocen a la Nené, le responden que en poco tiempo partirán los primeros vuelos y que se quede tranquilita, que la primera en viajar, será ella. La Nené se pone loca de contenta, lo cual es una forma de decir, y se queda horas y horas en la vereda mirando al cielo planeando viajar a tal o cual nube. Los que la pasan muy mal son los cotorros, que tienen que volver
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a pedir comida a los vecinos. Es ahí cuando la Chola reza para que las cotorras de la Nené regresen pronto con los sándwiches de milanesa. Sucede que la Chola es muy amarrete y no quiere ni siquiera regalar el pan duro. Y eso que la Chola come tanto pan como la Nené fideos. En el verano, en ausencia de las cotorras de la Nené, siempre viene de visita la prima Esther. La Esther vive en Buenos Aires y como es más amarreta que la Chola, prefiere aguantar a la Nené y sus fideos que pagar un hotel para salir de vacaciones. La Nené no entiende cómo las cotorras no son capaces de irse de vacaciones a su casa, en lugar de ir al cielo, que está tan lejos y todavía no hay viajes en aviones especiales. Entonces la Esther le explica que las vacaciones consisten en irse del lugar donde vive uno, por un tiempo. La Nené piensa que piensa, al final se convence. O se resigna. Y pasa horas aburriendo a la Esther con sus cuentos de que los angelitos le dicen esto o aquello. La Esther no la escucha. Si la escuchara, podríamos enterarnos qué es lo que dice la Nené que le dicen las cotorras. Pero la Esther es amarrete hasta para escuchar. La Chola le tiene una bronca bárbara a la Esther, porque la Esther llega con sus ropas, joyas y zapatos de taco alto de ciudad. Mientras dura la visita de la Esther, la Chola se olvida de su gata Manuelita y se la pasa murmurando que qué se la cree ésta, que quién le dijo que eso le queda bien, que dónde se ha visto semejante mal gusto y cosas por el estilo. La Esther nunca la mira de frente a la Chola. Siempre de costado o de reojo. La Esther dice que la Chola es muy bruta. Y no está muy equivocada, pero la Chola tampoco. Quién se cree ésa que es para decirle bruta a la Chola. Cuando la Esther está sentada junto a la Nené, en la vereda, los cotorros ni se acercan. Saben que la Esther los saca corriendo. No los soporta ni de lejos. Qué barbaridad, qué barbaridad, se la pasa diciendo la Esther cuando los ve rondar la esquina. Quién permite esto, dice la Esther. La Chola se pone contenta, porque los cotorros no se acercan a su casa. Pero en el fondo la Chola es mala persona. Cuando la Esther está en la vereda y los cotorros en la esquina, saca una bolsita con pan duro y lo apoya en su tapial, tentando a los cotorros. La Chola espera que los cotorros se acerquen para que la Esther arme un escándalo de novela. Aunque esto no sucede, porque los chicos del barrio, los cotorritos, no la quieren a la Chola. Siempre aparece corriendo alguno de ellos y manotea la bolsita para llevarla a manos de los cotorros. La Esther, que está con la cabeza embotada por la charla de la Nené, apenas si tiene fuerzas para gritar “nene, más despacio que podés atropellar a alguien”. Es ahí cuando la Chola se encierra otra vez en su casa y no sale en todo el día, de tan chinchuda que se queda. Los cotorritos son muy traviesos. Una vez fabricaron una cotorra de papel maché y la colocaron sobre una rama. A la mañana siguiente, imitaron el habla de una cotorra y la Nené se asomó por la puerta llorando de la emoción. Los cotorritos se fueron y desde la esquina opuesta a los cotorros, observaron con muchas risas cómo la Nené la saludaba primero y se callaba después, intrigada por el silencio de la cotorra. Cuando a la Nené le empezaba a agarrar un ataque de angustia, los cotorros, que habían advertido la travesura de los cotorritos, se acercaron a la Nené, la distrajeron y retiraron la cotorra de papel maché. “Uy, se voló”, dijo uno de los cotorros y la Nené se tranquilizó. “Por qué mejor no le deja muchos sándwiches de milanesa, por si vuelve”, sugirió otro. La Nené le hizo caso y ese día los cotorros no tuvieron que salir a pedir pan duro por el barrio. Los cotorritos, temerosos de la furia de los cotorros, nunca repitieron la travesura. Aunque los cotorros hubieran preferido que lo hicieran todos los días. Un verano se hizo muy largo y la Nené se enfermó de tanto esperar a las cotorras. Pensó que se habían perdido en el cielo y que no podían regresar de sus vacaciones. No tenía con quién hablar y además extrañaba condimentar el huevo batido con provenzal para los sándwiches de milanesa. Se sentía muy mal. Y para colmo de males, no dejaba de
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llover a cántaros. La Chola estaba preocupada por la Nené y porque se le llueve la cocina. Los vecinos buenos del barrio organizaron una comida y, bocado va, bocado viene, se pusieron a pensar. Uno tuvo una idea brillante: encargarle a un pariente del norte una buena cantidad de cotorras para soltar frente al árbol de la Nené. En menos de un mes, recibió un jaulón con más de cincuenta cotorras. Los vecinos aprovecharon la madrugada para soltar las cotorras, que, como si supieran de qué se trataba la campaña, se acomodaron en el árbol. A la mañana, empezaron a gritar. La Nené salió en camisón loca de alegría. Loca, es una forma de decir, ya que para ese entonces ya estaba bastante loca. Pero cuando la Nené se acercó al árbol, las cotorras extranjeras huyeron despavoridas y no regresaron nunca más. Por las dudas, la Nené preparó sándwiches de milanesa. Los que regresaron ese mediodía mientras ella comía fideos, fueron los cotorros y se llevaron los sándwiches empapados. A la tarde, la Nené esperó y esperó. Pero nada. Las cotorras no volvieron. La Nené estaba a punto de volver a enfermarse cuando el viento cambió y el aire se puso frío. Y el frío la curó a la Nené, que renovó su confianza en que de un momento a otro, las cotorras, sus cotorras, sus angelitos, volverían. La Nené cumple años en febrero, cuando las cotorras están de vacaciones. Los vecinos organizan una gran comida en la calle y hasta viene el intendente. Todos, menos la Chola, sacan mesas, sillas, platos, manteles, y comparten una tremenda olla de fideos. A la Nené la sientan de cara a su árbol y ese día, por suerte para todos, no se pone triste, sino no podrían comer afuera. Como ocurre siempre, todos hablan a los gritos y nadie se escucha. Los cotorros reciben en la esquina platos de plástico con fideos y los cotorritos se portan bastante bien. La Chola aparece a la hora del brindis, con un vestido pasado de época, pintarrajeada en exceso y con un paquetito. Todos aguantan la risa cuando ven así a la Chola. La Nené elogia su vestido, su maquillaje y recibe el paquetito. El regalo de la Chola es siempre el mismo, pero la Nené, que aparte de estar un poco loca es bastante desmemoriada, abre el paquete como si fuera una novedad. “Qué será, qué será”, se pregunta y las madres tapan las bocas de los cotorritos para que no metan la pata. “Ay, qué lindo, una cotorrita blanca”, dice la Nené y la Chola siempre la corrige molesta: “no, querida, es un angelito de cerámica”. “Eso fue lo que dije”, remata la Nené y todos se ríen. Menos la Chola, que se hace la simpática y se sienta junto a la Nené para levantar un vaso de sidra y brindar con todos. A la Chola el alcohol le hace mucho mal. Un vasito de sidra es suficiente para que se emborrache. Entonces, todos los años, también se repite el mismo rito: la Chola termina su vasito de sidra, eructa despacito y dice que en honor a la Nené va a cantar una canción. Los cotorros se acercan para no perder ningún detalle, los cotorritos se acomodan para reírse de ella y los vecinos se resignan a los alaridos de la Chola, que cree que es una soprano del teatro Colón. Por suerte las cotorras están de vacaciones, si no… La Nené aplaude a rabiar las canciones de la Chola hasta que se cansa y sin decir nada, se retira a dormir la siesta. Uno a uno, los vecinos llevan las mesas, las sillas, los platos y los manteles; y el intendente queda con ganas de decir un discurso. La calle queda desierta bajo el sol de la tarde y los cotorros guardan celosamente los fideos que sobraron. El barrio vuelve a la normalidad, lo cual es una forma de decir, porque la Chola, hasta que no queda sin voz, continúa sus alaridos. Extenuada, ve que está solita, haciendo equilibrio en una silla de plástico, entonces se deprime y regresa a su casa llorando hasta que entra en un profundo sueño que dura hasta el día siguiente, cuando es la Chola de siempre.
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Rafael Urretabiscaya y otros cuentos Rafael Urretabizkaya nació en Dolores, Buenos Aires, 8 de octubre de 1963, justo el día de su cumpleaños. Escritor y maestro. Desde 1983 en el sur de Neuquén, Patagonia Argentina, trabajó como maestro rural y durante 17 años en diferentes comunidades mapuche del sur de la provincia, (Aucapán, Chuiquilihuin, Pilo Lil, Huilqui Menuco, Paila Menuco para arriba y abajo como huevo de rengo), actualmente en San Martín de los Andes. Para la compañía de títeres "La pelela" realizó una adaptación de El Quijote de la Mancha estrenada en 2005 y de larga gira. Ahora trabaja con la misma compañía la puesta de "Vairoleto". Flojo para el éxito, amansa ganas de dormir una siesta a la orilla del río ahora que viene el verano y así etcéteramente algunas cosas más.
Publicaciones: Te agarro a la salida (con la beca de Fundación Antorchas, Buenos Aires, Corregidor, 1997); libro de cuentos. Aimé, en coautoría con W. Arrúe san Martín de los Andes Ed. Mingaco, 2000, y cuatro reediciones); novela. Tita y Toto (Córdoba, Nuevo Siglo, 1997); libro de cuento . Carlito el carnicero (San Martín de los Andes, De la Grieta, 1997); libro de poesía. Tierras de aventuras, libro de cuentos, compartido con Emilio Urruty y Silvia Iparraguirre, Buenos Aires, Editorial Desde la Gente,(2.004). Teresa, editado entre la SEA Neuquén y el Plan Nacional de Lectura (2.008). Informe sobre aves y otras cosas que vuelan (San Martín de los Andes, De la Grieta, 2011); libro de poesía. La ruina (Neuquén, Educo, 2013). Novela. Y en antologías regionales (Argentina y Chile) y nacionales.
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A veces pienso porqué será que su nombre me venía conocido, aún desde la certeza que no era así. Cómo es que todo podía ser inaugural y familiar al mismo tiempo. Lo pienso ahora y lo pensé entonces, durante esos primeros encuentros en que por sobre todo, ella se ingenió para ser de antes y de ahora. El árbol no daba fruta hacía seis años. Yo en realidad nunca lo había visto dar, pero lo quería porque los chicos necesitan donde subir por eso de ver el mundo desde abajo, supongo. Le habríamos dicho “el ciruelo” como al de la tía de Eti, pero desfrutado como era le daba solamente para ser “el árbol”. Árbol que nunca daba pero que ese año dio. La abuela se había callado hacía poco. Sus distintos modos del silencio eran interpretados por mi tía que sabía exactamente si la abuela quería acostarse o sentarse en la silla debajo del alero. Yo tenía un presentimiento de trampa en las dos. Por eso a veces me sentaba un rato frente a frente de la abuela y le hacía mis mejores morisquetas durante un rato, pero la guacha se las aguantaba en su mirada de pez. A veces le decía a tía que la abuela se quería acostar. Ella venía, escuchaba su silencio de estar sentada y me decía que no. “No ves que no”. A veces pienso que la conocía o que conocía algo de ella que me hacía suponer el resto. El árbol dio unas ciruelas hermosas que la tía me prohibió tocar. Es que con algunas verdes pero grandes quería hacer dulce ácido de ese que sólo puede comer una tía como ella, con las maduras orejones y con las pasadas compota y dulce del que comíamos la gente. Es decir que para mí quedaban las verdes pero chicas y robar. El árbol se sacudía el sueño que le agarraba la raíz hace una vida y la tía instalaba un reglamento frutero casi impasable. La abuela se decidió por ese tiempo a agregar un silencio tres, o la tía a descubrirlo. Fue justo cuando le trajeron la silla de ruedas que empezó a callar de manera que claramente significaba: “llévenme a la vereda, frente al ciruelo”. Pienso que cuando la vi me acordé de ella y fue también como acordarme de mí. Me despertó cosas que tenía de antes y después. Que venía de Conesa lo dijo de un principio, como señalando un allá. Un lugar del que no podía ser parte. Y no dijo mucho más. Hablaba eso sí de su tía donde la habían dejado y ahí crecía yo, porque su tía era más la vieja Char para mí, que cualquier otra cosa para ella. Fue rechazada por los demás por haber caído a esa esquina, con los Char. Nosotros no teníamos botellas rotas en la medianera como ellos ni en realidad huerto o gallina que lo justifique, pero también éramos los solos del barrio. 32
Por eso creo, y porque el ciruelo se animó ese año, empezamos a encontrarnos en la siesta y tuvimos ocasión de robar fruta de la verde para dulce, de la madura para compota y orejones y también de las habilitadas verdes chicas. Fue haciéndole pata para que suba que eligió quedarse a mitad de camino, con un pie en el suelo y el otro entre mis manos y me besó dulce y ácida, poniendo todos sus quince contra mis doce. Y el tronco soltó olores que le volvían de otro tiempo justo cuando ella se desprendía la blusa. Yo sentí cómo la tía dormía. Pude ver su boca entreabierta con un hilo de baba, la rejilla en el pelo. Sentí que el ciruelo volvía de un viaje, que vapores y sombras lo recorrían. Y sentí que la abuela frente nuestro, en su silencio tres, mentía. Apoyó su segundo pie en el suelo, me tomó las manos y comenzó a pasárselas por su pecho primero y enseguida una dejó ahí y la otra mandó entre sus piernas que estaban para compota. Se apretó contra mí soltándome las manos que ya supieron y con brazos y pestañas y la sal de su cara me aplastó contra el árbol y nos dijo cosas. Sentí que algo se develaba dentro mío. Como la confirmación de una duda de toda la vida, cuando me bajó los pantalones y la abuela miró como nunca a ninguna de mis muecas. Y grité que la había descubierto mientras ella se frotaba y decía que ¡shhhh! Y la abuela no sólo me miró sino que gritó desde el fondo de su vida un silencio cuatro que despertó a la tía que llegó con la rejilla en el pelo y el cuello atorado de retos y pisó una ciruela de las de dulce y la abuela se murió y yo no nací; pero fue como empezar de nuevo.
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Sentado al borde del amanecer, el tipo se ceba un mate mientras mira crecer la mala nueva. Trae la yeta pegada en cada mueca y lo hace con un orgullo casual e inmerecido. Es la viva imagen de un cristo arrepentido de andar movilizando tamaño despelote. No saber es parecido a ser impune, pero es distinto que inocente. Agita las manos como papando moscas, aunque es el aire otra vez lo que empieza a irritarle las mucosas. Se coloca el pañuelo en la boca y estornuda monedas cansadas. El patrón se anuncia gritando su condición al final de la huella. Dice que es el patrón desde el triple plateado de su nuevo vehículo, cruza de camioneta con jet y elefante. Sin apearse le dice al tipo que necesita más y que más rápido. Espera que éste baje los bidones de la caja, y tiene la deferencia de decirle chau con dos palmadas en la espalda. Patrón se aleja con la gracia de un ovni en sentido contrario del viento. El viento, justamente, le trae al piloto un olor de la infancia. Un olor que al mismo tiempo lo afloja en sonrisa y lo pone en alerta. Olor que le aprieta las bolas y le acariña la cabeza. Llega en el mismo olor la sal de un tiro perdido y el desmayado tono de un pedido de clemencia. Lo siente. Siente pero no alcanza a descular bien de qué se trata. No saber, a veces, es parecido a ser impune pero distinto que inocente. Vacía los bidones en el tanque del avión y sale a arar el cielo de la soja. Verde intenso, barrios, verde intenso, barrios, verde intenso, escuela, verde intenso, ríos. No es tan difícil embocar aire en el aire, piensa el tipo, justo en el instante que en un patio de tierra tres pibes detienen su juego para tirarle a la avioneta gomerazos y saludos admirados. Los saludos porque es lindo volar, los gomerazos porque hace rato que por la zona no se ve ni un solo pajarito.
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Cuando en la escuela todos se pusieron contentos porque llegaba el viernes, Fredi, no. Cuando se juntaron el sábado a jugar a la pelota y discutieron a quién le tocaba patear para abajo, a Fredi le dio igual. Cuando la mamá amenazó el domingo con el baño, fue Fredi y se bañó. El lunes en la escuela, Fredi miró para el lado de la ventana y para el de las cuentas, pero no pudo tirar ni una mirada para el tercer banco. El martes pudo pero con ojos revoleados que le devolvieron una imagen toda tembleque. El miércoles pudo de nuevo, pero en medio de un ataque de risa y sin que hubiera pasado nada gracioso. Fredi pudo, incluso, pensar en medio del risaso, ¿por qué hago esto? Pero la risa le ganó al pensamiento. El jueves no pudo de vuelta. Capaz fue por lo de la risa del miércoles, o porque no, pelado; nunca se sabrá. Llegó el viernes y cuando todos se pusieron contentos, Fredi, no. El sábado volvieron a la canchita Ya no había puelche, entonces a todos les daba igual patear para el arco de abajo o el de arriba; a Fredi, también. El domingo la mamá dijo baño, y le sobraron todas las amenazas y explicaciones porque con esa sola palabra alcanzó para que Fredi se entregara. El lunes miró para el tercer banco... pero estaba vacío. El martes no miró, pero supo todo el tiempo que estaba ocupado. El miércoles miró con ojos revoleados, ¡pero así es imposible! El jueves arrancó sereno pero otra vez le ganó la risa. La risa dos, sereno cero, parece que pensó. El viernes cuando todos se pusieron felices porque por fin llegaba el fin de semana, Fredi, no. El sábado se quedó en casa jugando a la bolita. Se quedó como la vez que estuvo enfermo, pero estando sano. El domingo se bañó antes de que se lo pidieran y ahí fue que su mamá aceleró la preocupación. El lunes su mamá lo acompañó a la escuela y habló con la señorita Rosana que le dijo: “Tu chico anda muy distraído, además de abstraído, ausente y anónimo, hacelo revisar”. Cuando dijo el chico la maestra se refería a Fredi y con todo lo demás quiso decir que andaba en la luna. El martes la mamá lo llevó al médico y Fredi faltó a la escuela. El doctor le pidió un análisis de materia fecal y otro de orina, que es lo mismo que la caca y el pis pero en otro idioma. El miércoles fue a la escuela, miró para el tercer banco pero se puso un libro delante de los ojos como tratando de evitar encandilarse. Por la tarde hizo caca y pis en dos frasquitos, y llevaron al médico materia fecal y orina.
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El jueves volvió la risa traicionera, una risa que se mandó sola. Que no pidió permiso, ni perdón, ni chiste; arrancó y chau. La risa tres, pensó, abatido por la goleada. El viernes todos se pusieron contentos porque era viernes. Fredi no. El sábado fue a la canchita pero se quedó a un costado dibujando corazones en el suelo, después se volvió porque tenía ganas de algo que no sabía si era orinar o solamente hacer un poco pis. El domingo se juntó la familia: el abuelo, la abuela, todos los de la casa y, además, la tía Julita. Supo que hablaban de él porque le tiraban miradas resbaladizas, y eso que desde siempre lo habían mirado de pechito. “Los frasquitos”, pensó. El lunes fueron al médico. El médico andaba contento por algo que no se preguntó y no tuvo el deseo de explicar, pero andaba contento. Aunque los frasquitos no se hicieron presentes en el momento de la consulta se notó que habían dicho lo suyo, porque la única vez que fueron nombrados, el médico dijo tres no, apretados. Dijo así: nonono. Tres no apretados, en medicina quiere decir nada que ver. El martes Fredi miró al tercer banco, pero justo desde el tercer banco miraban para la ventana. El miércoles miró de vuelta al tercer banco y desde ahí otra vez miraban para la ventana; entonces Fredi miró para la ventana. En esa ventana se forma un alero que cae cerrado contra la pared y Fredi vio lo que miraban desde el banco de atrás. Una parejita de lloicas que había armado un nido y tenían tres huevitos y todo. Entonces miró la ventana y después al tercer banco, a ella, a Vanina. Y no tuvo ataque de risa ni ojo revoleado, ni tuvo necesidad de decirle que se había enamorado tanto hasta tener que hacer caca en un frasquito. Ella le hizo shhh, con un dedo delante de la boca. Como queriendo decir que no dijera lo del nido. Fredi le contestó con una sonrisa como queriendo entender todo lo que él necesitaba, y ahí nomás supo que tenían un nidito y un secreto. Ese mismo sábado Fredi volvió a jugar al fútbol en la canchita, no hizo ningún gol, pero estuvo contento como si hubiera hecho unos cinco. El domingo se resistió al baño con todas sus mañas y la mamá, aunque se hizo la empacada, estuvo contenta. El lunes nacieron los pichones.
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Carlos Mario quería olvidar a esa mujer y ahí nomás lo invadió una idea razonable. “Lo primero es lo primero”, dijo. Fue al registro civil y solicitó para Ella un nuevo nombre y poder así superar la necesidad olvidadora. La empleada del registro le dijo que no había problema ninguno, que se acercara en horario de 8 a 9 un martes o un viernes, con un sellado de 3,50 y fotocopìa del acta de nacimiento de la doña a olvidar. Le dijo que esas copias se entregan solo los jueves, pero que la encargada está de encargue con fecha probable de parto dentro de 27 días. Destacó también que no olvide buscar tres testigos ya sean de crímenes o cosas que ayuden a la policía que como es de público conocimiento está escasa de personal y que además, se viene la peña policial por el día del garrote y los agentes están abocados en armarse su merecido homenaje de ellos. Le dijo, por fin y por final, que estaba de suerte porque lo atendía Ella en persona, pero que se apurara porque la estaban por trasladar a la perrera municipal debido a la escasez de perros y la alta desocupación en los caniles para que ocupara alguno de ellos. Carlos Mario sin desanimarse notó que cuando la empleada del registro dijo “de suerte”, cuando dijo exactamente “está de suerte”, le sucedió un destello que le nació desde el hueso peroné y la tomó toda entera como a un ángel produciendo un efecto parecido a la luz mala, pero buena, “pero bueno” dijo ella; al advertir la mirada engripada de amor de Carlos Mario, “pero bueno hombre, prométame algo pero pronto, antes de que me trasladen de sección”. Carlos Mario dejó la oficina con aquella muchacha prendida de su cuerpo, la sintió enganchada junto al hígado o tal vez el riñón desde donde repetía: “de suerte” o exactamente le decía, “está de suerte”. Animado se dirigió a la clínica para que le realizaran una ecografía y poder precisar de este modo en qué lugar se había prendido este amor incipiente. Si del riñón o el hígado que no es lo mismo aunque casi, o quizás de algún otro pedazo del interior Carlos Mariense. La doctora que lo atendió era lejana, ajena y enojona como una olla de madera. Con una serenidad parienta de la indiferencia le dijo que “sí”, que “bueno”, que “no hay problemas Carlos Mario”, y agregó, “Véngase para la eco en ayunas con la luna en
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creciente, un día impar en que Huracán gane 2 a 1”. Y antes de cerrar el consultorio con un portazo glamoroso le dio en cajitas de muestras gratis un almanaque con las lunas y todo, y una revista “El Gráfico” para que sepa cómo va la campaña del equipo recetado. Carlos Mario salió destellante. Nunca había visto una mujer y tampoco una doctora que cerrara la puerta de ese modo. Así como diciendo: “10 de máxima 7 de mínima”, como diciendo “diga 33”, es decir un amor sin coseguro, puro huevo y corazón. Fue entonces que supo que eso que lo estaba molestando era hambre. Que por querer olvidar una cosa que ya no estaba seguro si era una novia o una cuenta, se había extraviado de comer. Y no podría afirmar en este punto si ahí fue que vio la fonda o que en realidad fue fondeado por la vida. Pero pasó que ese lugar lo llamó con el aroma de la cebolla saltándose; con el ruido del cascar de huevos y el aroma de los chorizos embrujando el espacio. Carlos Mario entró y quedó hipnotizado al ver a la mujer. Sus manos lo sabían todo; acariciaba de memoria lo que poblaba esa cocina, esas manos se llamaban con el salero y la pimienta como si fuesen hermanitos. La mujer llenaba todo el aire de una dicha posible, instantánea. De una dicha del día. De una dicha minuta y a buen precio. Entonces Carlos Mario tomó aire y se lo dijo; “Déme un plato de comida por favor, y déme más”. Ella le contestó salpimentada a gusto que sí, que no había ningún problema, si esperaba. Porque ahora tenía que despacharle a Don Palote que venía con la resaca de haberse tomado del pico un desamor bastante en serio. Carlos Mario aceptó. Tomó asiento, tomó vino con soda y se tomó el tiempo para mirar por la ventana y ver pasar a todas las mujeres que justo a esa hora y a propósito, se trasladaban a la verdulería, a visitar las tías y a comprar medio de pan; inolvidables.
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Claudio Garcia cuentos y poesías Aunque nací en Isidro Casanova, en el Gran Buenos Aires, allá por 1962, hace unos 30 años que vivo en Río Negro y verdaderamente me siento muy rionegrino y especialmente viedmense, ya que acá en Viedma me fui haciendo de amores, hijos, afectos y amigos, esas cosas por las que uno queda anclado a un lugar, más allá del maravilloso paisaje de río y mar que me rodea. Desde le adolescencia que de una u otra manera estoy ligado a la palabra. Cuando tenía 15 ó 16 años ya escribía algunos poemas influenciado por el Flaco Spinetta y era un gran lector, requisito, creo, por el cual uno se anima a escribir. Después me hice periodista, estudié comunicación social, y vivo de esa profesión. Ya en Río Negro, en la época del surgimiento del Fondo Editorial Rionegrino (FER), a mediados y fines de los ’80, publiqué mi primer libro de poemas, que tenían un sesgo de fuerte compromiso social y político por la militancia de aquella época en un partido de izquierda. Publiqué otros libros de poemas en los ’90 y a fines de esa década recién empecé sentirme cómodo con la narrativa. Algunos cuentos ya integraron antologías. Destaco que allá por 1999 me premiaron, sin publicarlo, un libro de cuentos en el XXI Encuentro Patagónico de Escritores (Puerto Madryn, 1999), con un jurado integrado por grandes escritores nacionales Héctor Tizón, Diego Angelino y Liliana Hecker. A fines del 2008 publiqué “El guardiacárcel guevarista y otros cuentos”, con prólogo de Juan Raúl Rithner y dibujo de tapa del Chelo Candia. A fines del 2013 pude editar otro libro de cuentos, “Método Morello para no separarse”, con dibujo de tapa de Juan Marchesi, y prólogo de Nito Fritz. Mi escritura, en fin, pasa por la poesía, la narrativa, pero también los ensayos y artículos periodísticos que suelo publicar en una agencia de noticias de la que soy responsable (www.appnoticias.com.ar). Un poco músico también, me gusta crear canciones con mi guitarra y gran parte de mis propios poemas están musicalizados. Para comunicarse conmigo lo pueden hacer a claudiogarcia@speedy.com.ar o a la dirección Fagnano 1581 2º B Barrio AMEL - Viedma (8500) Provincia de Río Negro.
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Del libro “El guardiacárcel guevarista y otros cuentos”
Susana: Mi amor, sabés que no sólo estoy enamorado de vos. Me sos absolutamente necesaria para poder conciliar el sueño. Desde mi juventud que no había podido lograr ese milagro. Siempre con insomnio hasta largas horas de la madrugada, pensando y pensando en boludeces, o haciéndome problemas por esto o lo otro. No me quedaba más que leer o enganchar alguna buena película en el televisor hasta que el sueño se dignara a reclamar su trono. Era terrible, porque en realidad pocas veces podía disfrutar verdaderamente de la trama de una novela o de los diálogos de un buen filme. Leía o miraba con disgusto, pensando que debería estar durmiendo porque mi cuerpo lo necesitaba; después de todo trabajaba gran parte del día. Esa era mi vida hasta conocerte. No pude creer la primera noche que pasamos juntos: hicimos el amor, y luego me acurruqué a tu costado y a los pocos segundos... desperté al otro día. Había dormido sin problemas. Lo atribuí a esa relajación que queda después del amor, o mejor dicho, que el amor fue tan bueno que logró distenderme al punto de quedar listo para atrapar los regalos del sueño. Me extrañó porque yo ya había pasado muchas noches con mujeres, y si bien había logrado esa paz que siempre queda después del orgasmo, el sueño, no obstante, nunca llegó así nomás. Con vos fue distinto.Acurrucarme a tu costado, pasando mis brazos por tu cuerpo, era suficiente para que yo pudiera dormir a los pocos minutos.Atu lado conocí por meses la felicidad. Por eso, te pido que regreses. En todo este tiempo que te fuiste no he podido cerrar un ojo. Soy como un chico sin su juguete preferido; fantasmas escondidos en el cuarto no me dejan dormir. Por favor, escribí también y decime que me necesitás... Roberto Roberto: Jodete, tomate un valium. Susana Susana: No sabés lo dolido que estoy. No pensé que me guardaras rencor. Te confesé con sinceridad que estoy tan enamorado que necesito rozarte, estar a tu lado, para poder conciliar el sueño. Que nunca me había pasado algo así con una mujer. Pero no sé que te hice para que me trates así, que me digas un "jodete" como si yo te hubiera... ¡qué se yo!... golpeado. Está bien que algunas mañanas yo te cagué a puteadas porque me hiciste café con leche, cuando vos sabés que no tomo más que mate, pero ¡sentirte dolida por esa boludez! Todavía ni siquiera entiendo porqué te fuiste. Busco y busco en la memoria y no encuentro ninguna razón valedera. Ahora que me volvió el insomnio, pienso y pienso, ¿qué pude haber hecho? Por favor, reconsiderá tu actitud. Fijate que esta ausencia de sueño que ha regresado, no puede ser más que síntoma de lo que te necesito. Pensá todo lo bueno que tenemos para vivir juntos. Roberto Roberto: Andá a cagar. No me molestes más. Susana Susana: Me encuentro totalmente azorado y perdido. Tengo ojeras increíbles por extrañar tu cuerpo en mi cama. No entiendo tu corta y agresiva respuesta. No entiendo tu actitud. Me quemo los sesos pensando qué pude haber hecho. ¿Qué pecado cometí? Nunca te engañé. Reviso los días que pasamos juntos y no encuentro actitudes mías graves como para que me dejaras y ahora ni siquiera contestes mis cartas con una explicación. Si es por lo del café con leche, te pido perdón. Pero ¿qué otra cosa? No sé... A lo mejor lo del perro... Pero esa fue una boludez. Vos sabés que desde que lo trajiste a casa no hizo más que mearme los zapatos cada vez que podía. Yo tuve paciencia, lo regañaba y le decía que no volviera a hacerlo. Pero cada dos por tres encontraba de vuelta los zapatos meados. Por eso tuve que matarlo. Vos sabés que no me quedó otra. Pero me resisto a creer que eso te pudo haber molestado como para que ahora me trates así. Amor, si es eso, te pido
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también perdón. Mi vida sin vos es un tango. Escribime diciendo que regresás. Roberto Roberto: Estás totalmente enfermo. Si escribís nuevamente llamo a la cana. Susana Susana: No me importa que venga la cana. Tengo que insistir. Imploro tu amor. No sabés lo largo que se me hace el día en el trabajo sabiendo que vos no estarás en casa esperándome. Y ni hablar de la noche; una tortura interminable de ojos abiertos. No entiendo tu ¿odio? ¿Por qué? ¿Porqué esas pocas palabras agresivas como respuesta? ¿Qué te hice? Anoche el insomnio fue más largo que nunca, así que repasé hora tras hora el tiempo que estuvimos juntos y, te repito, no encuentro ninguna cosa grave que haya llevado a alejarte de mí. De mi amor no podés dudar. Vos sabés lo necesaria que sos para mí. El sosiego que traes a mi vida. No entiendo entonces los motivos de tu adiós y de tus agresivas y parcas respuestas a mis desesperadas cartas. ¿Qué pude haberte hecho? Lo del café con leche, lo del perro, puedo entender quizás que te hayas enojado. Ya te dije que te pido perdón, pero ¿qué más? Pienso y pienso... ¿No será lo de tu vieja? Fue una boludez. Vos sabés que me tenía podrido trayendo cada dos por tres una tremenda olla de arroz con leche. Y yo siempre diciéndole: no se moleste, que a mí no me gusta. Y nada. Como si fuera sorda. Cuando parecía que por fin había entendido, abría la puerta y allí estaba otra vez con su maldita olla de arroz con leche. Por eso al final me cansé y le partí la olla en la cabeza. O mejor dicho le partí la cabeza. Pero vos sabés que sólo estuvo dos meses enyesada y no pasó de allí. Una pavada. ¿Verdaderamente estás enojada por eso? Si es así me cuesta creerlo. Dudaría de tu salud mental. Igualmente, para que veas cómo te amo, si es ese el motivo de tu enojo, te pido perdón. Lo que quieras. Pero quiero que nos reconciliemos. Quiero recuperarte. Recuperar la hermosa vida que teníamos juntos. Recuperar el sueño. Mimarte. Lo que quieras. Espero tu carta con ansiedad. Roberto Roberto: Suicidate, es lo mejor que podés hacer. Hice la denuncia a la cana. Susana Susana: Te diría que me veo tentado al suicidio. No puedo entender tu desamor. No puedo entender que en verdad haya venido la cana y me comunicara que no te moleste más porque terminaría en la cárcel. ¿Molestarte yo? ¿Puede ser esto verdad? Yo, que tanto te amo, ¿molestarte? Te pedí perdón hasta de las boludeces que pudieron haberte ofendido. El café con leche, el perro, tu vieja... ¿Se puede comparar esto, con todo el amor que vivimos; con las noches que pasamos juntos? Decime amor ¿se puede? Me cuesta creer que tirés todo nuestro amor por la borda. Aunque parezca reiterativo, me cuesta creer que estemos viviendo esto. De qué otra cosa te puedo pedir perdón. Decime por lo menos la causa de tu adiós, de tu parquedad, de tu odio. En qué te hice mal. Anoche hice una lista de las pequeñas boludeces que te pueden haber herido. Me costó encontrarlas. Nadie, pero nadie, en la misma situación, se podría haber enojado. Pero, qué se yo. Alo mejor tengo que entender que sos muy sensible y te pueden ensombrecer las cosas más nimias. Quizás si lees la lista que te hice, reacciones y te des cuenta que no me podés dejar por cosas tan boludas. 1.- Lo del café con leche. 2.- Lo del perro. 3.- Lo de tu vieja. 4.- Cuando te dejé sola en el cine aquella vez que a mitad de la película Maridos y Esposas de WoodyAllen, me criticaste el guión diciendo que los diálogos eran poco creíbles. Y luego te tuviste que venir sola en colectivo de la capital a casa. Una boludez. Vos sabes lo que admiro a WoodyAllen ¿Cómo me vas a criticar el guión? 5.- La vez que te engripaste y en lugar de un jarabe me confundí y te di un purgante. Acordate que tenían el mismo color. Me confundí. Una pelotudez. 6.-Que haya echado a tu amiga Alicia de casa y que te prohibiera verla. Era mala compañía para vos, no hacía más que hablarte del horóscopo y los astros. Pura superchería. Te hice un favor. Pero bueno, si es esto, que vuelva a verte cuando quiera. Para que veas que yo por vos hago cualquier cosa.
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7.- Que te haya roto en pedazos el álbum de filatelia que coleccionabas desde que eras chica. Vos sabés que lo dejabas en cualquier lado. Era una obsesión. En la cama, en el baño, en la mesa de la cocina, en el comedor, arriba del estéreo. Yo ya soñaba con ese enorme libro; tenía pesadillas en que los sellos me perseguían y pretendían pegarse a mis mejillas, en mis ojos, en el pelo... Te expliqué que hacerlo mierda era lo mejor porque ya me enfermaba, y sin dudas, te había enfermado a vos. Cualquier psiquiatra hubiera propuesto lo mismo. Pero, bueno, si es esto, te compró de vuelta todos los sellos que quieras. 8.- Que te haya vendido el original de Spilimbergo que habías heredado de tu abuelo oligarca. Vos sabés que estábamos endeudados, debíamos dos o tres cuotas del auto, y el almacenero ya no nos quería seguir fiando si no cancelábamos el chorizo de cosas que le debíamos. Está bien. Reconozco que no te consulté. Y que después descubrí que lo que me habían pagado no era ni la mitad de lo que valía el cuadro. Pero fue algo que hice por nosotros, para que los enojos por la falta de guita no perjudicaran nuestra relación. Te aseguro mi amor que si volvés te compro el cuadro que vos quieras. No un Spilimbergo, porque no podría, pero cualquier otro que te guste y que no sea muy caro. Bueno, paro acá. Quizás haya alguna que otra boludez más, pero estas son las que recuerdo. Espero que te des cuenta que ninguna justifica el dejarme, ni el odio que mostrás en tus cortas respuestas. Tengo unas ojeras infernales de tanto extrañarte y no poder dormir. Me voy a tener que comprar unos anteojos oscuros para salir a la calle. No me pidas que no siga insistiendo. Te amo. Te amo muchísimo. Roberto Susana: No puedo creer que me hayas enviado la cana en serio, y que ahora me encuentre aquí en este calabozo de mierda esperando una resolución del juez. Nunca hubiera pensado esta actitud, este odio gratuito, sin causa alguna. ¿Y mi amor? ¿Eso no cuenta? ¿Todo lo que hice por vos? Para que veas, acá tampoco puedo conciliar el sueño, aunque debo reconocer que el frío y el olor a orina de esta celda no harían dormir ni a la bella durmiente. Pero no. Sos vos. Tu ausencia y esta angustia de no saber la razón de tanto rencor. Espero salir pronto. En cuanto cuente la historia, cualquier juez entenderá la validez de mi amor y lo insólito de tu actitud. Cuando salga ya no te mandaré más cartas. Te iré a buscar y te cagaré a palos como hacía mi viejo con mi vieja. Será el último acto de amor que intente para recuperarte. Después de todo mis viejos vivieron felices casi cincuenta años. Quizás así reconocerás que mis sentimientos son sólidos y puros como el Ártico. Estoy seguro que todo volverá a ser como fue. No me imagino tener que resignarme. Cuento con ansiedad las horas que me quedan en esta celda de mierda. Con el amor de siempre. Roberto
Esta mujer era como un calamar. De su cuerpo esférico salían los tentáculos que agotaban mis fuerzas.Amarnos era terminar sofocado. Llegar al orgasmo con el último aliento. No pude soportarlo más y una noche, simulando que se trataba de un juego, até sus tentáculos a los extremos de la cama y los separé de su cuerpo con certeros hachazos. Apesar de todo, ella sobrevivió, y por una razón extraña perdonó la crueldad que había cometido. Por fin nuestros amores se volvieron lentos y dulces.
-¿Porqué tardás tanto en traer la cena?- pregunté desde la mesa, mirando hacia a la cocina. Mi mujer se había encerrado allí hacía como media hora y no aparecía. Había dicho “sentate en la mesa, que preparo una cena en dos patadas”. Pero ahora nada. El silencio y la tardanza. Volví a preguntar lo mismo, esta vez con más énfasis: -¡¿Porqué tardás tanto en traer la cena?! Decidí levantarme para ver qué pasaba. Cuando entré a la cocina encontré un cuadro de lo más inesperado. Mi mujer se encontraba muerta, recostada sobre la cocina y con su cabeza metida en una olla de agua que hervía. Primero me pregunté qué raro equilibrio impedía que cayera al piso con olla y todo. Después me dije para qué se molestó tanto, sin con un par de huevos me arreglaba.
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Nos amaremos en silencio. Comeremos en silencio. Nos vestiremos en silencio. Nos llamaremos por teléfono sólo para escuchar nuestra respiración. Así lo habíamos acordado. No hablar. Era estúpido. Muy estúpido. Pero nuestra relación se había ido deteriorando y como última alternativa antes de separarnos ella propuso que sigamos juntos conviviendo tres meses en absoluto silencio. Lo de darnos una chance no me parecía mal, pero lo del silencio me parecía un delirio. “¿Por qué?”, le pregunté. Y allí me enteré que últimamente venía leyendo unos libros de alguien parecido a un psicólogo, un tal Parlo Morello. Libros de autoayuda, de acuerdo a la clasificación de las editoriales. En verdad veníamos tan mal que yo ya ni sabía qué carajo leía. Morello, aparentemente, había construido toda una teoría del silencio, algo así como que la sociedad moderna le ha dado demasiada importancia a la palabra porque en realidad hay muy poco qué decir. El hombre vive tan enajenado por cosas materiales que la palabra pasó a ser algo así como el tul que esconde la realidad. El placebo. Hablar y hablar como para aparentar que uno está bien, pero en realidad, hablar y hablar porque no hay nada importante por decir y compartir. De allí el silencio. Usarlo para todo. Para mejorar el trabajo, para descubrir lo que uno quiere, para saber lo que se siente y… para mejorar la pareja. Se han escrito tantas boludeces, desde los Evangelios por lo menos, que atender una más me daba lo mismo. Si ella pensaba que era un camino aconsejable, lo tomaría. Después de todo no tenía claro si quería separarme o no. A lo mejor Morello y mi mujer tenían razón y el silencio ayudaría a redescubrir esas cosas por las que en un momento nos enamoramos. Los primeros días la cosa no estuvo mal. Después de todo yo era, de los dos, el más hosco e introvertido. No hablaba tanto, a diferencia de lo que pensaba Morello. Mi mujer era la que le daba mucho a la parla y reconozco que terminaba cansando. Tanto bla bla bla muchas veces me perdía y terminaba en realidad haciendo que la escuchaba pero en la cabeza los pensamientos divagaban por otros andariveles. Poder andar por la casa haciendo lo que se me cantara sin escuchar a mi mujer al 43
principio no me desagradó. Hacer el amor en silencio, tampoco. Era como que coger se convertía en un hecho casi mecánico y menos trabajoso. Nada del parloteo previo, las gansadas del te quiero y el cuchi cuchi. Al palo y a la bolsa. Los hombres, en general, no tenemos tantas vueltas con el amor. Por todo esto el silencio, por un tiempo, no resultó incómodo. Pero el silencio, tarde o temprano, puede aturdir más que las palabras. Es como esa tortura china medieval de la gota cayendo en forma constante sobre la cabeza de un condenado. Parece una tortura menor, pero termina siendo de las peores que alguien puede soportar. Ese silencio continuo en la casa, entre nosotros, cada vez más se me hacía insoportable. —Paremos
un poco con esto del silencio— le dije un buen día, cansado del método Morello. Las cosas mejoraron un poco, pero si seguimos con esto del silencio me voy a volver loco. —Mirá—
me contestó. Morello escribió que se necesitan seis meses de silencio para empezar a hablar nuevamente y retornar de a poco a una relación mejor. Así que todavía faltan cuatro meses. —¿Estás
en pedo? Primero me dijiste tres meses y ahora salís con seis. Cuatro meses más es una eternidad. Si ya el amor es algo complejo, qué puede saber Morello de cuántos meses se necesitan para que su método, de por sí extraño, dé resultados. ¿Querés que compre un loro para hablar con alguien? Yo así no puedo seguir. —Mirá,
yo voy a respetar los seis meses. Si verdaderamente querés que recuperemos nuestro amor hacé el sacrificio y aguantate cuatro meses más. Estoy segura que Morello tiene razón, y además estaré convencida de tu amor si hacés el sacrificio de no hablarme por cuatro meses más. Como no quería que me culpara después de no haber hecho el esfuerzo por evitar el divorcio, le dije que sí, a pesar de mis reparos y que sabía iba a costar muchísimo no hablarle por varios meses más. Y así siguió la cosa. Como dos mudos habitando en una misma casa. Me contenía y no le hablaba, pero esto cada vez me afectaba más y estaba en un grado de stress y nerviosismo que si me hubiera encontrado cara a cara con el tal Morello le hacía tragar sus libros y también las obras completas de Freud. En realidad yo ya había perdido la cuenta de cuánto faltaba para terminar esa especie de “voto de silencio” benedictino que me habían impuesto. Un buen día, cuando regresamos a la casa del trabajo, ella me sonrió y anunció: “¡ya podemos hablar!”. Esperó que yo le respondiera con alegría, que la abrazara, que le dijera que la amaba. —¡Andate
a la reputa madre que te remil parió!— le grité sin pensarlo, sin contener la bronca reprimida que venía acunando por el método Morello. Alos pocos días nos divorciamos.
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1 Aléjate del reloj, decía mi madre, y me obligaba a tomar espesos platos de sopa. Mi viejo era distinto. Confiaba en las virtudes que escondían mis ojos y me mandaba a prender sus cigarrillos. En mis hermanos nunca confié demasiado. Sólo jugaba con ellos cada tanto algunas partidas de ajedrez. Cuando crecí lo suficiente para decirles adiós recuerdo que nadie atinó a detenerme. Solemos vernos cada tanto para cruzarnos regalos baratos. 2 He dado diferentes tipos de alimentos a las especies en que me he ido transformando a lo largo de mi vida. De niño, cuando me asemejaba a un pequeño mono bribón, comía cuanto fruto colgara de los árboles. Mastiqué naranjas, manzanas, mandarinas, nísperos, pero, poco inteligente, también frutos tóxicos que me dejaban arrepentido por la leche de madre perdida. De joven, cuando me sentía vivo y elástico como un gato, conocí la carne y así me mantuve saludable como para descubrir el sexo en lugares alejados de la cama. Ya grande, convertido en un asno manso y perezoso, dejé que una mujer me alimentara a puro arroz y fideos, y apenas si sobreviví como para amar y leer un libro en cada cambio de estación. Ahora que me acerco a la vejez, transformado en un perro con dolores de hueso, apenas si me queda un poco de dentadura como para masticar pequeñas hojas verdes. Sólo cada tanto, recuerdo las especies que no fui, y allí me alimento de mi propio corazón, crudo y sangrante.
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7 Una mujer mal vestida me pidió que la amara en un callejón. Fue un amor tan intenso que decidí comprarla. Tenerla siempre a mano al volver del trabajo. Que estuviera a mi lado al despertar y antes de dormir. Pero los amores nunca fueron iguales, y la piedad impidió que le devolviera sus ropas raídas y su callejón. Hay meses que pierdo medio sueldo en putas baratas buscando aquella intensidad. Pero siempre esos amores se asemejan a los pobres tactos y orgasmos de la casa. Atesoro siempre el paraíso de aquella mujer mal vestida en un callejón, pero no basta para vivir. 8 He tenido reflexiones tan tristes sobre sucesos tan nefastos, como las bombas en Medio Oriente y el hambre en la periferia de los barrios, que decidí tomar una gran decisión: buscar las putas más hermosas de Trelew y creer que toda la fiesta de la vida consiste en eso. 9 Las ropas que visto fueron compradas a tipos que se encuentran próximos a morir. Concientes de su fin, obtuve de ellos buenos precios. Sólo me arrepiento de un gorro que no tuve el cuidado de probármelo, y cuando llegué a casa descubrí que no entraba en mi cabeza. No sé porqué dejé pasar unos días y cuando traté de devolverlo ya era tarde. El tipo se probaba su ataúd.
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10 Ella me dejó, pero a veces me consuela pensar que tiene momentos donde escarba en mi ausencia y se arrepiente. Tantos años en mi compañía, hicieron que descubriera mis partes malas. Desde que me dejó, recuerda mis partes buenas. 11 Admitiría morir, vaya y pase, pero estar ciego, que me corten la lengua, o que quede impotente, me resulta inconcebible. Entiendo más el suicidio que tener un gancho en lugar de mano. 12 Tus ojos se llenan de lágrimas y te encuentro igualmente bella, despunta siempre de tu cuerpo la aureola de las flores y los pájaros. Tuve la suerte siempre de conocer mujeres así. Recuerdo una casa de putas donde una tal Loló se desnudaba entre sábanas podridas, una palangana esmaltada, un espejo roto y una cortina de plástico negro que no dejaba filtrar el sol de la calle. Nada de ese entorno impresionaba su belleza. Encandilado por la lindura de las mujeres que me tocaron en suerte, nunca les pregunté si en verdad ellas se sentían así, agraciadas de esa íntima fuerza. O por el contrario, amaban y vivían como muñecas rotas.
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Pablo Tolosa selección de cuentos Malditos Animales tardó dos años en gestarse y fue a partir de la muerte de un perro que atropellé. Aquel primer cuento, llamado El Perro, disparó la serie que luego fue completándose hasta llegar a los veinte. Hubo un segundo momento en esta historia. En el año 2008 realizando un taller de cine, se nos pidió que escribieramos un relato que incluyese un perro, una plancha y un reloj. Ahí nació Planchado, historia que fue elegida para ser filmada. El rodaje fue muy divertido y aunque nunca lo editamos fue una experiencia muy buena. Luego tomé contacto con varios escritores maragatos y nos juntamos a leer en patios coloniales de Patagones. En ese momento la serie de cuentos se definió y tomó el rumbo definitivo.Durante 2009 trabajé los cuentos en un taller literario, llevando a veinte la cantidad de cuentos escritos. Gané mucho con la opinión de mis compañeros y de mi profesor, Raúl Artola. Al llegar el momento de presentar el libro al concurso, agregué El cáncer de las cosas, un cuento más largo que surgió después de la muerte de un amigo. Finalmente saqué dos historias que no me parecían estar al nivel de las demás. Presenté el libro en la convocatoria de Fondo Editorial Rionegrino y el 22 de diciembre de 2009 tuve la gran noticia de que había ganado. El jurado estuvo compuesto por los escritores Ana María Shua (Capital Federal) y Leopoldo Brizuela (Buenos Aires) y el editor Elpidio Isla (Capital Federal). http://www.malditosanimales.com.ar/
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El cielo y la ruta parecen del mismo color. El horizonte divide el suelo y el cielo y repite mal la escena inferior en la superficie superior. Arriba, las nubes han hecho desaparecer el azul y cubren todo como una alfombra gris, que aquí y allá se afina para dejar pasar una luz suave y presagiante. En la otra cara de este espejo mentiroso, avanza el auto rumbo a la línea horizontal del final del paisaje. En las banquinas los yuyos crecen y cortan el aire con sus brazos espinosos. El velocímetro se ha clavado en ciento veinte y el motor regula su mantra de cilindros y combustible. El día se muere en mi parabrisas astillado a pedradas. Cien metros adelante, veo un perro. Es una mezcla de razas que resulta en esos animales de mirada eternamente triste y desvalida, que refleja soledad y despierta pena por la falta de cariño. Tiene el pelo negro y marrón claro y el hocico largo que delata un antepasado collie. Camina en la banquina contraria en el mismo sentido en que viajo. De pronto mira hacia mí y comienza a cruzar. Toco la bocina en un acto reflejo y el perro me mira y sigue avanzando. Repito el proceso, haciendo sonar tres veces seguidas el grito monocorde de mi auto y el animal vuelve a mirarme desde sus ojos apagados, mientras avanza hacia la mitad de la ruta. El golpe es casi inevitable a esta altura. Podría no suceder solo si ambos decidiéramos colaborar. Pero él se acuesta en el asfalto. Toco los frenos y el coche derrapa hacia mi derecha. Entonces intento acomodar el volante para que el perro pase entre las ruedas. Lo logro hacer con el tren delantero. El auto no acusa ningún golpe ni parece haber tocado nada. Sin embargo, la rueda trasera derecha pisa algo, no muy grueso, no muy blando, y lo quiebra. El espejo retrovisor me muestra el cuerpo del can girando y un camino de sangre dibujándose, como si en vez de una cabeza hubiera una gran tiza roja frotando el asfalto. Y luego, el sangriento sello repetido de las huellas de mis neumáticos, cada vez más difuso a medida que me alejo. Decido volver a ver qué le pasó, más por curiosidad que por solidaridad. Quiero ver como asesino. Luego de girar y desandar el camino hasta el accidente, estaciono en la banquina, bajo y busco el cadáver. Sin embargo, el perro está ahí mirándome. La rueda destrozó el hocico, arrancándoselo de la cara, pero no obstante la lengua del animal está ahí, colgando de su nuevo rostro, monstruoso, diabólico. Los ojos no pestañean cuando quiere gritar - de dolor, supongo y solo logra un nuevo espantoso quejido que debe ser la canción de cuna de un demonio. Yo estoy petrificado, no puedo ni sentir. Entonces, con ese andar cansino de antes del impacto, se dirige hacia mí. Lo dejo acercarse, atado de pies y alma por el miedo. En lo que parece un gesto de cariño, el perro me lame la pierna con su lengua, carente de cavidad bucal que la contenga. Y aunque pensé que el horror era máximo, descubro que mi ropa y mi piel ceden ante el lengüetazo. Mis pantalones y mi carne se abren, como si un chorro de ácido se hubiera derramado en ellos. Ante el dolor insoportable, caigo al piso gritando incrédulo y queriendo mitigar el espanto tomando con mis manos el pie, que se ha separado del cuerpo, carcomido por la baba y la sangre. El perro me mira sin odio. La lengua cuelga dejando caer de vez en cuando una masa gelatinosa y rojiza que al tocar el piso hecha humo y renueva un hedor acre que inunda mi olfato. Es ese olor el que me hace tener arcadas y vomitar un poco sobre el asfalto y otro poco sobre mí. El perro mira el vómito, mueve la cola y lo lame. Sin embargo, no puede llevarlo a su garganta por falta de paladar. Entonces, buscando más, supongo, lame mi cara. Definitivamente el dolor se multiplica por quinientos. Me intento parar, pero la pierna está perdida, así que doy un pequeño salto hacia atrás y caigo de nuca sobre el asfalto. Los pómulos han desaparecido y veo, en el reflejo deforme del guardabarros, cómo la cara se pierde y deja lugar a mi cráneo. 49
Los árboles se retuercen ante un viento minúsculo. Están desperezándose de unos días quietos y calurosos. Los entiendo; yo estoy igual. Reveo el mismo camino una y otra vez. Una huella que aún no es cicatriz en la tierra seca; plantas ralas y espinosas que no pueden verdear; con el desesperanzado color de un televisor sin brillo. Una multitud de hormigas iguales que más parecen las imposibles raíces de un árbol imaginario que las modestas formaciones de un diminuto ejército de bichos. Salgo a cazar. El aire se mueve lento y denso como un aliento. Hay moscas presagiando, de esas solitarias y grandotas como aviones: ellas son mi presa. Zumban su camino en la tarde. Saben de mí pero kamikazes sin razón, se juegan la vida pasando cerca mío. Mi mano es rápida. Muy rápida. Y no me da asco matarlas en el puño. Las aprieto fuerte; siento la fuerza de mis músculos contrayendo los dedos. Siento la desesperación de tres pares de patas moviéndose aterradas; siento el cosquilleo de las alas y a veces siento el zumbido dentro de mi mano. Es apagado y me estremece el cuerpo entero. Esto es el poder, es tener su vida en el puño de mi mano. Y cuando pasa eso estrujo el cuerpo de la mosca hasta que suena. Revienta y la tiro sin mirarla. Cuento las víctimas: una… dos…tres… A veces las veo después, en otra vuelta por el camino. Están ahí, sin dios. Solo una basura biodegradable. A veces veo las hormigas llevárselas al hormiguero. Una o dos obreras las arrastran para comerlas luego; las hormigas no comen en público. Hoy me siento bien. Los reflejos están al máximo y la mente despejada. Mi cuenta de bajas está en seis, posiblemente logre la más alta puntuación de los últimos meses. No volveré a alcanzar mi marca de once de una tarde de abril, aunque con la inestimable ayuda de un perro muerto. Lo de hoy es más raro. De los siete insectos que ví solo en un intento fallé. Se alejó arrogante y verde hacia alguna podredumbre cercana con el cantar mecánicamente monocorde de una cuerda apresurada y el plan de vuelo de corto plazo que un insecto puede pensar. Con el 50
recuerdo del moscardón ido en mi cabeza me sorprende un nuevo zumbido. Viene por la derecha, mi mejor lado. Mi técnica consiste en oír al animal, situarlo así en el espacio, calcular su velocidad y trayectoria y soltar el zarpazo a mano abierta. La convexa trampa aprisiona al desafortunado bicho y lo sentencia a una muerte horrible. Busco con el oído y lo encuentro muy cerca, subiendo de derecha a izquierda a la altura del muslo. Saco la mano con los dedos estirados y la cierro. Me parece ver algo rojo o tal vez bordó. No sé bien. Parece muy grande para ser una mosca. Estaba muy abajo y no pude ver bien. Sé que lo tengo porque lo siento. Es muy duro al tacto. Tal vez atrapé otra cosa, se me ocurre, pero claramente mueve las patas. Sin mirar aún despego un poco los dedos para intentar descifrar mejor lo que me he regalado en esta eficaz movida. Definitivamente no es una mosca. El ovni (objeto vivo no identificado) se aferra a mi piel y para ello despliega algún tipo de garra que lastima mi mano. Presiono los dedos y la palma para impedir que siga incrustando sus patas en mí pero no lo logro. El exoesqueleto nunca cruje, el infame líquido que suelo exprimir nunca aparece, pero lo que sea me responde clavando un aguijón en el centro exacto de mi palma. El dolor es inmediato y ya lo siento en los nudillos y en el codo, sube al hombro y me paraliza el lado derecho del cuerpo. La pierna se dobla hacia arriba tan rápido que me pateo la entrepierna y caigo de cara al piso, golpeando la frente en una piedra. Me doy cuenta de que no veo con el ojo derecho. El puño sigue apretado y ya no puedo abrirlo. No depende de mí. Se me contrae la otra pierna y el ruido del talón golpeando mi espalda me llena de horror. Pero lo que aniquila mi razón antes que a mi cuerpo es que desde la mano cerrada sale un sonido agudo y sostenido, un grito imposible, un silbido que llama a la muerte. Y la muerte me aprieta en su puño hasta que mi cuerpo cruje. Y ni siquiera tengo alas.
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Hace dos días que estoy de vacaciones. Hacía mucho tiempo que las necesitaba pero el quehacer diario y ese plus de obsesión que suelo agregar a la cosas que hago impedía que tuviera el digno descanso que merece alguien con la dedicación que mi profesión requiere. Dirijo la filial local de un gran operador de cable de televisión satelital. Actualmente hay cuarenta y dos señales que retransmitimos desde nuestros estudios. Es un servicio de veinticuatro horas por siete días y suele haber problemas todo el tiempo de muy diversa índole. Económicamente es muy bueno así que no me quejo. Ayer, estuve acostado leyendo el final de una novela que tenía inconclusa hacía más de cuatro meses. A la noche fui hasta el centro en auto, estacioné y caminé un rato sin rumbo. Después comí mariscos en un restaurante de moda y volví a casa. El cuerpo tarda en relajarse cuando se interrumpe una tarea tan intensa y demandante. La mente sigue resolviendo problemas que quedaron pendientes y para mí es difícil cambiar de tema. Por eso es que hoy dormí hasta esta hora. No quiero pensar en nada, aunque prendo la tele. Me prometo que solo voy a ver programas, no estadísticas de encendido, cantidad de películas rentadas o inconvenientes con subtítulos. Quiero ver el resultado de los partidos de fútbol, con quien sale la vedette de moda y si va a llover a la tardecita, sólo eso. Empiezo a recorrer la grilla con el control buscando algo que me atraiga. La sintonía me lleva de los noticieros a los canales de interés general, de ahí paso a los deportes, navego los canales eróticos y los internacionales. Cuando la grilla debería recomenzar y encontrar los canales de aire, encuentro una señal nueva. Me sobresalto. Físicamente es como una
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descarga de adrenalina que me hace sentar y quedarme viendo la pantalla buscando una explicación a lo que hay ahí. En el canal 137, que debería estar definitivamente vacío pues la concesión de señales solo cubre hasta el 122, la RAI, tengo la imagen de una sala de estar. Parece que alguien ha instalado una cámara casera y está transmitiendo una escena surrealista: en el sofá, ubicado de frente a la cámara hay un mono sentado con un control remoto en la mano. El animal parece estar mirando de frente a la cámara, como si ella fuese un televisor. Saco las sábanas y me siento a los pies de la cama. El mono sigue mirando a la cámara. No me doy cuenta si la transmisión tiene sonido o no, así que apunto el control al tele y subo el volumen. El simio hace lo mismo que yo. Compruebo que efectivamente hay sonido de origen. Tengo que llamar a la oficina y preguntarle si están viendo esto. Supongo que no porque en ese caso me hubieran llamado. Doy un salto para buscar el celular y entonces el mono se asusta. Hace el cuerpo hacia atrás y apunta con el control. Supongo que fue una coincidencia. Voy a la cocina y vuelvo con el teléfono. El animal se ha parado y está a centímetros de la cámara, como buscando algo. Cuando regreso se vuelve al sillón y apunta con el control nuevamente. Veo la barrita verde del volumen que baja hasta quedar casi en cero. Entonces con mi control vuelvo el volumen al nivel que lo había dejado y me quedo esperando. Mi cabeza está a punto de explotar. Lo que suceda a continuación puede mandarme derecho al manicomio. El mono levanta el brazo, dirige el infrarrojo hacia delante y vuelve a bajar el volumen. Me quedo en blanco. Petrificado. Ahora vuelve a apuntar con el control y aparece en pantalla el parlante tachado. Y ahí quedo sordo. El miedo empieza a invadirme desde cada rincón, el pánico me desencaja. Se me cae el teléfono. Lo veo pegar contra las baldosas negras, pero no lo escucho. Miro la pantalla y el animal sigue con el brazo estirado hacia la cámara. Veo que mueve los dedos y la señal del color aparece y baja hasta desaparecer. Y ya no veo los colores. Busco con la mirada pero solo hay sombras. Me doy cuenta que subió el contraste y empiezo a ver manchas blancas y negras. Quiero escapar de acá pero el mono cambia de canal.
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La niebla me tapa el cielo y el suelo. El auto avanza silencioso en la ruta y dibuja fantasmas con las luces que chocan contra la humedad suspendida en la noche calma y misteriosa. Apagué la radio y solo escucho el andar del motor y mi propia respiración. No he cruzado a nadie desde hace un rato; la bruma se ha cerrado cada vez más y mientras el cuentakilometros va narrando su historia de números que pasan, me alejo de todo. Menos de mí. No hay forma de dejarme atrás. ¿Qué transporte me llevará lejos de mí? De pronto un extraño ruido me saca de la ensoñación. Unos golpes secos y repetidos que tardo en identificar; absolutamente inesperado, el galope me genera expectación y ansiedad. Si el caballo está en la ruta puedo chocarlo. Sin embargo, no conozco estas banquinas así que parar es peligroso también. Desacelero y prendo todas las luces, pero no veo nada, aunque el galope sigue. Claramente siento el choque seco contra la ruta aunque la niebla se cierra cada vez más y no veo al animal. Abro la ventanilla y el perfecto tamborilleo se adueña de la noche y de mí. Sé que está detrás del auto, me persigue o está perdido. Sin terminar de resolver que hacer, acelero. Imprudente, ciego en la noche, paso de 40 a 60 kilómetros para alejarme del animal, seguramente extraviado en la espesa niebla y fascinado por la luz del auto. Me encuentro con una curva cerrada así que hago una maniobra muy poco elegante. Por suerte la ruta sigue vacía y no viene nadie de frente. Acomodo el coche en mi carril tocando la banquina, la 54
niebla esconde el centro del camino que no está señalizado. Cuando vuelvo a prestar atención me doy cuenta que el galope sigue ahí. No sabía que un caballo puede correr tan rápido, pero lo que más me inquieta es que el ritmo del trote suena igual, parece que el equino no hubiera variado la velocidad. Acelero nuevamente, de 60 a 100 kilómetros. La niebla se cierra y el auto navega en este limbo de humedad. Algo aparece en medio del camino y lo golpeo sin poder siquiera pensarlo. No sé qué era pero pedazos de cuero y sangre golpean contra el vidrio y vuelan tiñendo de rojo la neblina. Siento claramente que algunos pedacitos caen en el techo del auto. He dejado el volante quieto, así que no perdí en ningún momento el control. Prendo el limpiaparabrisas para sacar restos de carne y sangre adheridos al vidrio. Me doy cuenta que tengo el brazo izquierdo salpicado de carne con pelos, algo viscoso y, creo ver algunas venas arremolinadas en torno a una especie de coágulo oscuro. Completamente aturdido por la situación intento volver en mí pero empiezo a entender lo que escucho y eso me desbasta. Machacante, con la precisión anormal de un reloj, el sonido de los cascos contra la ruta me aterroriza hasta impedirme respirar. Mi cuerpo se ha paralizado, soy una roca al volante. Y entonces otro golpe me sacude. La sangre vuelve a regar el auto y a entrar por la ventanilla. Nuevamente he golpeado algo. Suelto el acelerador y dejo que el auto pierda velocidad de a poco. La noche y la niebla se condensan afuera. Cuando el coche se detiene abro la puerta y bajo. Apenas pongo los pies en el asfalto, desde la parte posterior del auto, como abriendo un telón de vapor, la yegua negra aparece ante mí. Se para y con sus gigantes ojos redondos, más oscuros que la propia noche, me observa. Parece que va a decir algo cuando la niebla empieza a desvanecerse. Las estrellas, ocultas hasta ahora, comienzan a mostrarse, algunas blancas, otras rojas y otras titilantes. Más allá está la luna, la fina y amarilla uña que apenas se levanta desde el horizonte plano y largo. Más abajo la ruta, que siempre estuvo ahí, ahora descubierta por los reflejos y las luminiscencias nocturnas. Toda la realidad revelada y ella, la yegua de la noche, una manzana caída del árbol de los sueños. Sin aviso, empieza a caminar y se aleja hasta desaparecer en la oscuridad. El sonido de sus pasos se pierde también y quedo solo, con la nueva noche y con mi viejo yo. Voy a subir al auto cuando veo mi sombra que se alarga en el camino. Las luces ya están sobre mí.
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Agustin Addesso ilustraciones ...Aquí estoy, frente a ti lector, presentándome y compartiéndote mis Munditos, lugares en los que me refugio y sano, en donde lo su-real ya no es fantasía y en donde todo puede ser, un mundo de ensueños y de crudas realidades que nos llevan por diversas sensaciones, agrias, no tan agrias y dulces como el agua de lluvia. Y para que me conozcas un poco más, te cuento que mis pagos son San Andrés de Giles y de a ratos ando por la Jungla Porteña, lugar donde estudié Escenografía (esas artes que también son mágicas). Voy y vengo, me gusta viajar (¿y a quien no?), andar por caminos que no estamos acostumbrados andar, respirar otros aires, compartir momentos con amigos de fogón, ver distintos colores y distintos contrastes, vivir los lugares que son además escenarios de muchos dibujos y que son parte de mis Munditos. Como ese mar de tierra que con su horizonte inspira y hace sonreír a cualquiera que se detenga a verlo, ni hablar del bosque geselino con sus duendes y pinos, o los paisajes cálidos de nuestra querida Quebrada de Humahuaca, lugares que también son importantes pa` mi espíritu y que enriquecen a la hora de ponerse con un lápiz y un cacho de papel, todo es importante y la naturaleza nos demuestra su inmensidad y nos la transmite. Ya no quiero hondar en palabras, te dejo seguir camino y gracias por detenerte, el tiempo es valioso pero más aún los sueños, no dejes de ser un niño y trata de ser adulto, siempre existe un lugar donde todo se puede, sólo no hay que dejar de buscarlo...
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