Los perros de la noche y otros cuentos, de Ariel Puyelli

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Ariel Puyelli

Los perros de la noche

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y otros cuentos


Índice Los perros de la noche 7 El agua que seca 9 El hambre de la tierra 12 El ojo del diablo 16 El silencio 19 La novia de la Quebrada 22 La palabra 25 La piedra rodadora 27 La uña del duende 30 Las bestias 32 La manos de los Roca 35 Valle seco 38 El ahorcado del desierto 41 El fantasma del río Percy 46 Los desamparados 41

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Los perros de la noche Parece que fueran solamente colmillos, señor. Nada más. Así de fieros son. Eso dicen, pero no se conoce de nadie que se haya salvado para contarlo, señor. La jauría aparece como un revuelto de sangre y baba. Primero se escucha el aullido. Como de uno, no más. Se le hiela la sangre, señor. Entre los coirones o las lengas. En la playa del mar o los lagos. Los perros desatan su furia de muerte y surgen, como espectros, arrastrando el misterio de la noche y una historia incierta. Algunos dicen que son náufragos. Otros, que son hombres de mar abandonados a la suerte del Diablo por quién sabe qué crimen… Hombres perdidos. Hombres desesperados. Sólo hombres. Yo digo que son demonios, señor. ¿Qué importa de dónde vienen? Frente a la muerte poco interesan los orígenes ni las causas. Él lo sabe y es a ella a quien hay que temerle, dice. Hombres de mar convertidos en perros salvajes. Fantasmas de altamar o el tiempo. Fantasmas de sí mismos, quizás. La señal de la cruz no alcanza… El hombre habla y en su tono hay reproche. Un hijo le costó la advertencia equívoca, la superstición errónea o la fe desbordada. 3


Aprieta los labios y el reproche se vuelve culpa. El hombre vuelve a hablar y luego calla. Hay tantos otros que se deberían haber llevado… Como el ala de la muerte, los perros pasan y devoran. En las noches de luna llena, el aullido es anticipación, nunca anuncio. Los perros pasan, matan y se van. No se llevan nada, señor. Nada se llevan. Lo deja a uno enterito… La noche sin luna es más noche. Y el silencio sin luna detiene el tiempo. El hombre mira la noche profunda y suspira. En su suspiro se oye un aullido lejano, remoto. Hay que volver a las casas, si es posible.

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El agua que seca Y eso que don Mario le dijo que el agua no moja: ¡lo seca a uno! Despacito, como de a sorbitos, lo va dejando seco. Un papelito lo deja. Se va a embromar, murmuró cuando lo despidió en la tranquera. Sacudió la cabeza con la invocación a lo irremediable y se metió en la casa. El hombre estaba contento. La casa al borde del río, al pie de la cascada mayor, era el sueño de su vida. Pobre don Mario –le comentó a su mujer manejando hacia su nueva propiedad-. En fin, yo sé que lo dice sin mala intención, pero ¡qué ocurrencia!. Don Mario echó maderitas en la cocina económica. La mujer lo miró como miran las mujeres de su tipo: en silencio. Esperó. Sabía que algo iba a decir. Y lo dijo. «Los forasteros no saben nada. Ni oír saben». La mujer comprendió. Porque al igual que don Mario, sabía oír. Los dos conocían desde siempre la historia, aunque nunca la recordaban con palabras. Sólo de pensamiento. Ellos saben que las palabras le dan ideas al Diablo. Y se hacen historia de verdad, con nombre y apellido. El hombre fue advertido una vez más, pero inútilmente. La ciudad los pone lesos. O sordos, volvió a murmurar don Mario. 5


La cabaña del hombre fue tomando cuerpo, creciendo cobijo. Los troncos se volvieron paredes y techo. Las piedras, sendero. Los árboles, sombra para la gente. Y el sueño, realidad. ¿Usted habló con él?, le preguntó un vecino a don Mario. No hizo falta decir nada. Otra vez la cabeza lamentaba lo inevitable. Lo fatal. Las cascadas son ríos que la montaña no quiere –recordó el vecino-. ¡La montaña vomita esa agua!. Enojado, chupó con fuerza el mate y lo devolvió a las manos de don Mario, que seguía en silencio. Se van a secar, sí señor, remató el sujeto antes de que el silencio se instalara en la cocina. La cabaña fue terminada y ocupada por los felices propietarios. La dueña de casa comenzó los ritos habituales: una pequeña huerta, dulces caseros y recolección de flores para secarlas y hacer adornos. Como las flores se van a secar, pensó don Mario cuando entró en la cabaña acompañando al hombre, que lo necesitaba para alambrar. Ella pensó que era el cambio de clima. Es mucho más seco acá, se dijo y se proveyó de cremas hidratantes. El creyó que era el resultado de tantos trabajos duros, al aire libre. Pero no usó cosméticos. Sin darse cuenta se fueron secando por fuera y por dentro. Váyanse mientras les dé tiempo el agua, le dijo una sola vez don Mario. Pero al hombre se le habían secado por completo los oídos. Una mañana no despertaron. No tenían cómo. Papelitos eran. Don Mario y su vecino los encontraron abrazados en la cama. 6


Los paisanos se miraron pero no dijeron palabra. Tampoco era cuestiĂłn de decir algo que enojara al rĂ­o despreciado por la montaĂąa. Al fin de cuentas, tanto ellos como el agua, eran parte de la misma tierra.

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El hambre de la tierra No hay explicaciones para las explosiones de luz, señor. Aparecen durante cuatro o cinco días y se van. En diciembre y en marzo aparecen, señor. Como flashes del vientre de la montaña, cada solsticio de verano y de otoño -es decir alrededor del 21 de diciembre y el 21 de marzo- porciones de tierra y laderas de los cerros se iluminan a lo largo de varias noches en las afueras de San Martín de los Andes. Yo sé de qué habla, señor, pero ni siquiera nosotros sabemos de dónde salen o qué significan. Lo que sí sabemos es que no hay que dejarse alumbrar por esas luces. No, señor, hay que quedarse en las casas y no mirar para afuera. Pero ¡vaya a decirle eso a los curiosos! El anciano menea la cabeza con resignación. Harta está su alma de recoger el llanto de viudas y madres de curiosos que se aventuraron a descubrir el por qué. No siempre hay que preguntar, señor. A veces hay que callarse. O mirar para adentro. Como si la pregunta misma fuera un ánima, el anciano la rechaza. No hay que preguntar. Y a las luces, ni siquiera mirarlas. Ni de reojo, mire. Así de jodidas son. Frota sus manos terrosas y morenas y calla. A él no le está negado el recuerdo. Y vaya si quisiera que ya le llegara el tiempo del silencio para su mente simple. Él era muy curioso, señor. Y yo… Yo no tenía respuestas. ¿Para qué le iba a andar inventando cosas? Ya era grande, señor. 8


A veces las experiencias ajenas no constituyen una respuesta. Y la pregunta siembra cizaña en el corazón. Alimenta la curiosidad hasta que estalla. Incomprensiblemente. Como son incomprensibles las luces en las afueras de San Martín de los Andes, en dirección a la ruta de los Siete Lagos. Ya es de noche en la chacra. La mujer corre la cortina de la ventana y desde el interior del rancho ya no se ve la primera estrella. La tierra eligió bien la fecha, señor: un 24 de diciembre. La voz del anciano ahora explota sordamente en rencor. Al instante intenta justificarse pero es inútil. No es que no seamos creyentes, capaz que fue el deseo de Dios, pero era un muchacho, no más… El chico no resistió las tentaciones. Primero fue la ventana ahora oculta tras la cortina estampada de flores. Luego la entrada del rancho desde donde se divisan las montañas detrás y el valle en el frente. Él era ducho en trepar el cerro éste de acá atrás. El viejo extiende su brazo con languidez. La mujer se retira a su cuarto quitándose el delantal. Y dicen los vecinos que esa noche estaban como locas… Pero para mí son cuentos. ¿Cómo pueden saberlo si no se pueden mirar? Los labios secos del hombre vuelven a sellarse como los ojos vacíos de mirada. Lo encontraron a la mañana siguiente, despeñado al otro lado del cerro. Curiosamente sólo tenía algunos raspones. Pero la tierra le chupó el espíritu, señor. Como un susurro y de manera involuntaria, el hombre elabora una respuesta a la muerte 9


absurda. La tierra necesita esas almas para respirar, señor. Ahora yo digo que esas luces son gente. Sí, señor, la gente que reclama la panza de la tierra. Ya es de noche. Debo regresar a la ciudad. Puede quedarse, si quiere… El tono grave de la voz del viejo me impacta. Pero mi deseo es reunirme con mi familia para celebrar la navidad. Con la cabeza gacha, el hombre me acompaña hasta el auto. Superada la impresión de ese cielo en el que entre tantas estrellas no cabría la punta de un alfiler, subo y arranco el auto. Quédese, señor. Ahora la voz es una súplica, un ruego

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El ojo del diablo La tierra nos mira. Todo el tiempo. Pero no tiene ojos como las personas. No. Los ojos que algunos ven en la tierra son los del Diablo. Sí, señor. En muchos lugares aparecen esos ojos. A veces uno. A veces los dos. Por ahí es donde espía el Diablo. Lo mira a uno y si alguien mira el ojo, ése se pierde para siempre. Al Diablo no le gusta que lo miren, no, señor. Don Guzmán, desde la profundidad de su ceguera, recuerda una vez más ese instante único que muy pocas personas viven en la vida. Ese momento en el que hasta pueden oler a la misma muerte. O peor aún: cuando la muerte es quien mete sus fauces oliendo salvajemente hasta el último hálito de nuestra propia vida. No sabíamos nada, qué íbamos a saber. Si hubiéramos sabido... Nadie sabía nada. Esas cosas no las sabe nadie. Quien crea que el Diablo avisa, bien equivocado está. El Diablo es el Diablo, no hay nada que hacerle. Yo le decía que a los pozones no. Que no fuéramos allá, pero no por nada. Es que es difícil que haya truchas en los pozones. Salvo con la crecida. Pero ese año, otra que crecida... La sequía de ese año se refleja en los las pupilas inertes de don Guzmán. Hace años se le secaron las lágrimas. Ahora llora rabia. Con las manos. Con los labios bien apretados. El viento nos quiso decir algo. Pero capaz que no se animó, ¿vio? El viento no es sonso... 11


Apenas si nos chifló algo al oído, pero estábamos contentos y cuando uno está contento, el viento es viento nomás. Don Guzmán suspira. Y ese suspiro es como el viento de esa tarde. Quiere decir algo, pero a lo mejor no se atreve. Cuando hay que nombrar lo innombrable, hasta el viento calla. Nada. No sacábamos nada. Cosa rara: el agua no estaba clarita como siempre. Yo le dije, pero él se rió. El hombre pasa su mano por el rostro, se detiene en los ojos que no miran. Los frota como queriendo borrar un recuerdo. Se puso todo negro de tormenta, pero él no se quería ir. Seguía riéndose y decía que hasta que no sacara una trucha, no volveríamos a las casas. Entonces sí, el viento se animó y nos dijo todo. Yo lo escuché y se lo dije. Pero él se sacudía de la risa. Entonces, desde la piedra alta donde tiraba la línea, se asomó al pozón y lo miró de lleno. Don Guzmán deja caer las manos en su regazo en un gesto claro de abandono. Como entregándose él mismo a la muerte. O al recuerdo. Que en este caso es lo mismo. ¡Volvé!, le pedí desde donde estaba yo. Pero él me miró, ahora sin reírse, con los ojos así de grandes y me respondió a los gritos que lo había visto, que estaba ahí. ¡Volvé!, insistí, pero él estaba duro, mirándolo de frente. Don Guzmán se agita en la insistencia por vencer el pasado. No pudo llegar a tiempo entonces, tampoco lo hará ahora. Hace un silencio, como velando una sombra. No sé si se tiró. O lo chupó. Pero el hijo desapareció como de un manotazo. No llegué. Igual me tiré. Diosito hizo que cerrara los ojos para que no me perdiera a mí también. Pero el Diablo es zorro y me empujó contra las piedras. 12


¿Después? Después la oscuridad esta. A él lo sacaron vacío. Ni una risa así de chiquita tenía. ¡Ahí había uno de los ojos del Diablo, señor! ¡Lo juro por ese hijo mío que, pobrecito, lo miró de frente y se perdió! Él se perdió... Y a mí me castigó con esto para que no lo busque nunca... Que no lo busque nunca, señor...

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El silencio Ustedes, los de la ciudá, no entienden estas cosas, señor. Por más que uno quiera hacerles entender, no entienden. Y se ríen. Sí, señor, ustedes se ríen de estas cosas. El vecino miraba los ojos pequeños del anciano y trataba de descubrir tras el velo del tiempo, una señal en la cual reconocerse. Hacía más de veinte años que él habitaba esas tierras y su condición de forastero era tan remota que la sentía ajena. Pero los ojos de los viejos a veces esconden las señales. En la vereda de la salita de primeros auxilios, el viento fresco de la tarde opinaba como el paisano,que pitaba un cigarro con lentitud. Y no se avisan estas cosas… Estas cosas vienen solitas, nomás. Casi sin darse cuenta uno. Adentro estaba el cadáver. Tan pequeño como el viejo que en cada silenciosa bocanada de humo decía otras palabras. Los tres eran vecinos. Pero decir vecinos en estas vastedades es lo mismo que decir extraños. Ustedes, los de la ciudá, no entienden estas cosas. Qué van a saber ustedes lo que es silencio, señor. El otro, sin poder evitarlo, recordó las amplias avenidas y el torrente humano. El olor a ciudad y el ruido. El ruido. Ustedes dicen que el barullo los mata. Pero no, señor. Lo que mata es el silencio. Lo deja sequito a uno, sin que se dé cuenta. Pobre el Laureano. Toda una vida con silencio. Como una plantita lo secó. 14


El viejo dejó caer el cigarro y lo apagó con su bota muy lentamente, como si fuera parte del rito. Adentro estaba el cadáver. Tan viejo como él. Sólo que un poco más seco. Como una plegaria o un secreto, el paisano dijo en un susurro: Lo va comiendo a uno. ¡Qué digo comiendo! Lo va secando a uno… El vecino escuchó esas frases y miró sus manos. Tan de acá. Tan de tierra y viento. Tan de piedra. Usté ya está grande para conseguir mujer. Váyase. Todavía tiene tiempo… Un poco de tiempo es lo único que tiene, señor. El vecino escuchó el consejo del viejo y no dijo nada. Se había acostumbrado a no decir nada. Más de quince años de absoluta soledad en medio de la meseta le fueron enterrando de a poco las palabras. Llegó la vieja ambulancia del caserío para retirar el cuerpo y marchar directamente al cementerio. Al fin de cuentas, los únicos que podían velarlo eran los dos vecinos que, a su modo, ya lo habían hecho en la vereda. Los dos hombres entraron en la salita. El muerto yacía boca arriba, desnudo. El viejo se quitó el sombrero. El otro miró las manos del muerto y se estremeció. Metió las suyas en los bolsillos e intentó disimular. Al salir, el viejo lo sujetó con fuerza del brazo. Váyase. Hágame caso, señor. Lo primero que seca el silencio es la cabeza. Después la lengua… El vecino lo observó con inquietud. Y cuando le agarra las manos, señor, ya se metió y puede ser tarde. Váyase, váyase, señor… 15


La novia de la Quebrada Es el único lugar donde el sol no se pone: se esconde, dice el alemán con su énfasis de erres. Como si el sol de la Quebrada fuera otro sol y no fuera el mismo que ilumina el resto de los cerros y montañas… El sol de la Quebrada se esconde. Huye. Se escapa. El alemán juega con sus palabras. Quiere jugar con sus oyentes. Todos escucharon los relatos de la novia. Todos los cuentan. Y a diferencia de otras contadas, cada una de ellos es fiel al original. La muchacha vivía allá, con sus padres, detrás de aquellos cerros. No se sabe si la adoptaron, la recogieron o si la tuvieron de muy grandes… Se sabe, sí, que casi ni tuvo contacto con las personas y que los padres murieron cuando era una adolescente… El alemán hace pausas infinitas. Mira a los ojos y hurga en el interés y la curiosidad de sus interlocutores. Luego, cuando está satisfecho, prosigue: La sangre… En fin, ya se sabe. La muchacha creció y quiso un hombre. Pero para ese entonces ya ni hablaba. Se había convertido en una ermitaña. Las palabras habían quedado enterradas con el tiempo. Los que la vieron en vida, dicen que ni edad tenía. Bien podía ser joven. Bien podía ser una mujer mayor para cuando no aguantó más. En el monte sin gente no hay tiempo. 16


Los que la vieron por entonces, afirman que ya había dejado de ser gente. Era un pedazo de monte, nada más. Pero quería un hombre. Mientras el alemán habla, el sol busca su escondite y el último reflejo parece un velo de novia en las aguas tranquilas del lago. No aguantó más. Y bajó. Como para darle tiempo a la muchacha para que descienda hasta el infierno mismo, la boca del alemán calla. Y la muchacha baja hasta el bosque, junto al lago. Allí están los hombres. Allí está el deseo sin palabras. Sólo deseo. Deseo puro. Salvaje como el monte de sus venas. Nadie culpó a los animales salvajes. La afirmación rotunda del alemán no deja resquicios de duda. Cuando desapareció el primer muchacho empezó la cacería. Como si se hubiera desatado una ley natural, de inmediato se supo que había sido la muchacha. Aquellos pocos que la habían visto, sabían que sucedería algo así. Y sucedió repetidas veces. Pero la muchacha desapareció. O se volvió monte. La vivienda precaria se convirtió en tapera. Y ella en leyenda. Sabemos que están muertos. Aunque nunca apareció un cadáver. La noche se abre tan inmensa como el misterio. El monte no conoce las reglas del amor. Sólo sabe de la vida y la muerte. La supervivencia, en fin… La novia de la Quebrada es también la novia de la luna. Extraña paradoja: la misma luna que encanta a los enamorados enciende la leyenda. No se conocen conjuros contra el deseo salvaje. No se conocen… 17


La palabra Haga silencio, m´hijo, si no, no vienen. El niño mira al abuelo sin entender. Hace varios días que no entiende las palabras del anciano. Las aguas inquietas del lago también hablan. Pero a ésas, el niño las comprende desde pequeño, aunque ese día no le hablan a él. El frío del atardecer envuelve las dos figuras sentadas sobre las piedras. Lentamente, las aguas también silencian su monólogo sin tiempo. Los ojos del niño reflejan la primera estrella. Los del viejo, recorren la superficie mansa del lago. Abríguese, m´hijo. El poncho del anciano calma los temblores del chico. Quiere decir algo, pero el abuelo repite: Haga silencio, m´hijo, si no, no vienen. La espera del viejo es mansa como el lago. La del niño es incertidumbre. Lejos está la casa. La madre y los hermanos. Tampoco entiende por qué él. Quizás porque es el mayor. Las horas pasan graves, como el rostro del anciano. El niño se duerme. Sueña troncos sobre el agua. El anciano lo despierta. Vaya, m´hijo, vaya a la casa. Pero calladito. Vaya… El muchacho intenta devolver el poncho, pero el abuelo lo rechaza con un gesto tierno. 18


Llévelo, llévelo… El hombre queda solo, de pie ante la orilla del lago. El niño voltea la mirada antes de perderse en el bosque. Ve al anciano entrar en el agua fría y tranquila. A lo lejos, remando alegremente, los ancestros que se acercan, dan vida a la palabra.

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La piedra rodadora No es el paisano al que más le gusta la plata, señor. No. Es al huinca al que le gusta. Y cómo, señor. Qué no hace por la plata. El hombre mira como mirando el viento mismo que levanta la meseta en el aire y la deposita allá lejos, en los cerros. Su mano reseca, curtida por los cielos, se levanta con lentitud y señala un lugar impreciso. Anda por ahí. Y hace un silencio casi ritual. La historia es bien conocida por muchos: la piedra es muy pequeña y rueda dejando tras de sí una huella similar a la de las serpientes. Quien es el afortunado de hallarla y recogerla, poseerá toda la fortuna que desee. Pero la piedra lo encontró a él. No él a la piedra, señor. La meseta habla el lenguaje del silencio. Él lo entiende. Por eso cuenta lo que el paisaje. Él decía que buscaba piedritas para los turistas, señor. Pero no. Él buscaba esa piedra. No otra. La piedra rodadora de la meseta. Esa quimera legendaria. Ese desvelo. O mera leyenda. Esa excusa para prolongar el calor del fuego en las largas noches de invierno. Casi veinte años anduvo perdido. Porque se perdió, señor. Todos los que buscan la piedra esa se pierden. Aunque sepan dónde están. La cabeza se les vuelve codicia y la codicia los pierde 20


para siempre… La voz del hombre se quiebra en rencor o arrepentimiento ajeno. Sus puños se cierran. Y calla por no querer desafiar la memoria. O para seguir escuchando al viento. Luego continúa hablando casi en un susurro. Y lo encontró. Encontró el caminito. Y lo siguió, claro. Curvita por curvita. La piedra es rápida. Todos lo saben. Al principio las anduvo despacito. Pero después corrió. Corrió como loco, señor. No quería que se le escapara. Mire si después de encontrar la huellita la piedra se le iba… La tarde se aleja con el aliento del hombre más anciano a medida que recuerda. La piedra no hace cuevitas, señor. A eso lo sabemos todos. Él también lo sabía, pero ya le dije que estaba perdido… Los ojos se depositan en sus manos callosas que imitan el movimiento. Entonces metió despacito la mano para que la piedrita no se escapara. Y no había piedra, claro que no, señor. Dos estrellas, como los colmillos de la serpiente misma, se asoman en el atardecer envenenando la memoria del anciano. El silencio se rompe con una última frase antes del regreso: Por lo menos no sufrió, señor. Lo va dejando dormidito a uno. Cuando lo encontramos tenía una mano así de hinchada. En la otra, apretaba una piedra. Pero no era la rodadora. No, señor, todos sabemos que no era esa. Era una cualquiera, como las que compran los turistas…

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La uña del duende No hacen ruido. Apenas si mueven las hojas cuando pasan. Copos de nieve. Suspiro blanco del bosque. La fantasía popular se encargó de ellos benévolamente. A veces los fogones perdonan. O no recuerdan. O desconocen. Entonces inventan la tranquilidad de las almas. Pero no, señor. Algunas de estas criaturas no son buenas. No. Como los hombres. Como la nieve misma, que a veces es tragedia en blanco vestida de silencio. Ése siempre estuvo ahí. Mi padre y el padre de mi padre lo sabían y lo respetaban. Peor que el respeto a las víboras. Más miedo le tenían. No hay sueros para esos duendes, no que yo sepa, señor. no creen en nada de lo que cuentan los paisanos. Los trajeron de vuelta en dos días. Martiniano estaba medio muerto. El padre no. Pero los dos decían más o menos lo mismo: «la uña, me clavó la uña». Y todos sabemos que esos bichos no muerden ni pican. Arañan, señor. En el peor de los casos le clavan a uno las uñas hasta el hueso y lo infectan hasta la muerte. Después también. Y eso fue lo que les hicieron a ellos. Los pobres no se repusieron nunca. Martiniano quedó postrado, casi ciego, casi mudo. El padre volvió a andar como al año, pero dejó de hablar y nunca más levantó los ojos, señor. Como si prefiriera ver al mismo Diablo antes que ver a ese duende otra vez. Los ojos buscaban en la tierra eso que le robó el duende. Porque el maldito seguro le arrancó un pedacito de hueso, señor. 22


Ellos quieren un pedacito de gente porque creen que con eso van a ser gente también. Yo no sé si eso es posible, pero que le dejan un pedacito de duende a los que agarran, sí. Eso es seguro. Y si no, pregúntele a la gente por qué le escapaba tanto a Martiniano y al padre. Pregúntele a la viuda, porque esa mujer es viuda aun en vida del marido, por qué se fue de la casa y por qué Martiniano y su padre como a los dos años se fueron a vivir al bosque. Pregúntele, señor.

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Las bestias No son liebres, ni zorros ni guanacos. No señor. No son animales. Son bestias, que es muy distinto, señor. Bestias. Bestias del diablo. Eso son. Dos puntos negros son los ojos detrás de las arrugas. El viejo los entorna. Apunta al rencor con su ceguera. Bestias… No hay predicciones. Basta la niebla. Cuando el cielo se derrumba a plomo sobre la tierra, aparecen ellas. Ni a paso de hombre se salva uno. Si uno no las atropella, ellas lo atropellan a uno. El viejo levanta la cabeza como oteando el aire. Quizás aún perciba los olores de sangre, de hierros retorcidos. Olores de gritos y alaridos en esa ruta sin destino cuando la niebla baja en el invierno. Afuera cae la noche. Adentro del viejo también. ¿Qué cómo son? Rugido y muerte. Así son, señor. En la noche de la meseta el silencio siempre anuncia algo. Pocos son los oídos capaces de interpretarlo. El viejo también hace silencio. Su mente vuelve a la vieja camioneta y al regreso inconcluso. Luego habla. O parece que hablara. Uno sabe que anda, señor. Ve cómo la chata se come las rayitas de la ruta. Pero al rato de 24


meterse adentro, se pierde todo. No hay espacio ni tiempo en esa niebla. Los ojos intentan ir más allá de esas paredes y no lo logran. Se lo va tragando a uno… Y de pronto aparecen ellas. De frente o de costado. Yo no sé qué buscan. ¿Qué buscan, señor? El rictus de la boca del viejo se retuerce en angustia y dolor. Él se sabe inocente. Otra víctima. Una de las pocas que pueden recordar. Se lo pasa a llevar a uno como si quisieran arrancarlo de acá… Y nadie quiere que lo arranquen de la tierra. No así… Así no, señor. Como los dedos de un dios maldito, desheredado, las bestias arrebatan almas amparadas por la noche, la niebla y el silencio. Almas, arrebatan. Y ojos. ¿Para qué me dejaron así, señor? ¿Por qué no me llevaron con ella? La pregunta se clava en el aire. Ella viajaba envuelta en temor. O premonición. Me había avisado…La pobrecita me había avisado… Dice el viejo y llora despacito, como para no despertar las risas de las bestias que aguardan al costado de la ruta. Afuera la noche se tiñe de blanco y más silencio. El hombre sale de su trance y tantea un leño para alimentar la cocina económica. El ambiente se llena de humo azul. No se parece en nada a la otra, la que no se debe nombrar en esa casa. Frota sus manos en el pantalón gastado. No quiere limpiarse. Quiere borrar recuerdos. Lo saludo en un susurro. No me responde. Las palabras están ahora yaciendo en la banquina, revolcadas en arrepentimiento y dolor. Las palabras que debería pronunciar aho25


ra el viejo, son metal y sangre. Afuera cuesta encontrar el auto. Todo estĂĄ quieto. Ni los perros se mueven. El silbido de la alarma que delata el vehĂ­culo, se pierde en la nada. Frente al volante se sabe que hay que enfrentar las creencias. O lo irremediable.

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Las manos de los Roca Se conoce a las gente por las manos, señor. Las arrugas hablan. La piel dice. Basta con mirarlas. No hace falta que uno las toque. Las manos dicen la vida. Cuentan el pasado. Acarician el presente. Yo le vi las manos, señor. Manos de señorito. Manos de muerte. Los almanaques no pueden señalar, pero cuentan. Los dedos, aunque ausentes, escriben. Con esas mismas manos acariciaba el pelo de nuestras indias. Y después… Soldados de políticos y terratenientes, los dedos jalaban los gatillos. Ordenaban. Fusilaban. Si hasta me la dio una vez, señor… Y yo le di mi mano, que nada más conoce yuyos y tierra y pelos de animales y la cara de los hijos que no están. Nada más. Los almanaques son invento para la memoria que a veces inventa otros almanaques. Más cercanos. Más reales. Hijo de Roca debió ser. Pero no. Gringo era. Escarbando los recuerdos que no se merecen, las uñas arañan las heridas. Y la sangre aparece en estas manos, señor. Roja como el pudor. Fría, ya no cálida como entonces, la sangre sigue escribiendo diarios íntimos antes que la misma Historia. Asco le teníamos, señor. Asco. Todos en la zona le teníamos asco. 27


Pero el asco, cuando es aliado del miedo, siempre engendra la misma hija: la sumisión más humillante. Las manos y ese rebenque… Era una niña, señor… Las del hombre se frotan como si amasara una niña nueva. Fresca, inocente. Libre. No hay lágrimas capaces de humedecer la masa del dolor. Ella dijo que no. Que no. Las manos arrugadas, curtidas, intentan cerrar la entrada de los recuerdos. Pero la frente, lacerada como las manos, es un almanaque con fechas exactas. Después del rebenque, usó las manos, señor. Esas manos de señorito bien. Esas manos que hasta parecían arrugaditas de trabajo. Las manos madre del asco hicieron su faena. Se murió sin un hijo. Sin un hijo se murió, señor… Capaz fue lo mejor. ¿No? La pregunta rebota inútil entre las arrugas de las manos del hombre, que en el aire intentan sujetar otro almanaque. Más viejo. Anterior al gringo. Más viejo que el rebenque. Más viejo aún que Roca y sus manos de señorito. Los dedos del hombre quedan inmóviles en el aire. Acaso pretenden detener la historia. O se preparan para reescribirla.

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Valle seco No hay nada peor que la sequía, señor. Nada. Ni la mismita muerte, que nos abandona cuando la sequía se viene grande… El sol y el viento se conversan para jugar a la muerte, señor. Si parece que la echaran a patadas a la pobre… El hombre modela lentamente sus palabras secas, con los labios agrietados, como la tierra que mira con sus ojos muertos. Y esto era valle, señor. ¡Bien verde que era! Si el río era su amigo… Como la marca profunda de un dedo divino que se hubiera ensañado con el lugar y lo hubiera estigmatizado para siempre, el lecho del río es polvo que no alcanza a cubrir la miseria de la región. Valle seco tendrían que ponerle a este lugar, propone el hombre desde la amargura infinita. El caserío deshabitado se confunde con el entorno y un puñado de fantasmas nos mira desde las ventanas de piedra. Pero se esconden, más muertos de vergüenza que por la desgracia. ¿Los que se fueron? ¡Se fueron antes de tiempo, señor! Tendrían que haber esperado… Si igual se van a morir. Tendrían que haber esperado. Allá están, ahora, matándose entre ellos o muriendo de hambre en los pueblos. Desconocidos son allá, señor. Hasta la miseria los esquiva, por cobardes… El hombre calla y hace que mira al cielo que se burla con sus nubes grises. Esas nubes que pasan y se van. Acaso sean espejos. Pero en la tierra tampoco se está confabulando tormenta alguna. Todo pasa, señor. Todo. Hay que tener paciencia, nomás. 29


El hombre intenta una sonrisa y se me figura que por las comisuras de los labios cae un polvo fino, con olor a viejo. Tan viejo como el desierto. Los que creen se quedan. Los que sobreviven se quedan. Acaso para sobremorir. Yo sé que el río no va a volver. No. Pero ella nos va a traer el agua de los otros… El hombre enciende una luz casi imperceptible en sus ojos muertos. Los antiguos lo sabían. La luna nos va a repartir el agua, señor. ¿Para qué tanta para algunos y nada para otros? ¡A ésos les saca el agua y la reparte, señor! La voz del hombre es un carraspeo sordo. De su garganta sale una esperanza tan estéril como el polvo que comienza a levantarse otra vez sobre nuestras cabezas. Pero hay que saber hablarle… No es fácil pedir, señor. Y no le gusta que le rueguen. Hay que saber la palabra y ella los seca de a poco a aquéllos y nos trae el agüita… El hombre señala los cerros que ocultan la ciudad. Los chupa sin que se den cuenta. Despacito. Y despacito nos trae las gotitas, señor… Pero hay que conocer la palabra. Los que saben… Ésos se curaron, señor. ¡Qué le importa a uno de dónde viene el agua! ¡Que se arreglen la luna, la muerte, el sol, el viento! ¡Que arreglen las cosas entre ellos! ¡Que los otros se jodan, señor! ¡Yo ya estuve seco mucho tiempo! ¡Ahora que se sequen todos los otros! El hombre me apunta ojos de rabia y resentimiento. A la mayoría les fulminaría el corazón. Pero da lástima. Empieza a maldecir y a arrastrar sus pies terrosos hacia el lecho del río, donde desaparece entre el viento y el polvo. Volverá a ser solamente desierto en el aire hasta que encuentre oídos que lo escuchen. Acaso algún día conozca la palabra. Acaso alguna noche la luna lo escuche. Y ya no sea tarde.

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El ahorcado del desierto Quienes conocen el desierto patagónico, dicen que no es así. Que no es desierto. O mejor dicho: que no está desierto. Ellos aseguran que la mayoría de las personas que afirman que «en la meseta patagónica no hay nada más que viento y llanura», no sabe mirar. Que esa zona del país es más misteriosa y mágica que la cordillera o la costa. Que basta con recorrer sus increíbles dimensiones para toparse, cuando uno menos lo espera, con una hondonada, un descenso abrupto en el camino o la vuelta de una loma en los que podrá descubrir un paisaje único, extraordinario. Con las casas y las personas sucede lo mismo. A esos que no saben mirar, cuando van por la ruta a más de cien kilómetros por hora, las siluetas de la gente y las casas, se les escapan como la cola de un zorro en contramano. Los que no saben mirar no saben nada. Nada de nada. Por eso tampoco creen lo que cuentan los paisanos y en muchas oportunidades arriesgan sus vidas al no hacer caso de sus prevenciones. Aunque a veces, convengamos, para poner en peligro la vida hay que conocer y creer en los cuentos que se cuentan por ahí. Porque en estos temas, el que no sabe, a veces se salva por ignorante. ¿Por conocer la historia del ahorcado es que Ramón Cuestas murió? Eso nunca se sabrá. Este tipo de respuestas pasan por la vida como las casas del costado de la ruta. Pasan y no se pueden agarrar ni siquiera con los ojos. 31


A Ramón se le paró la camioneta. Un pozo de la ruta le rompió el tren delantero y ahí quedó, en el medio del desierto, a veinte kilómetros del pueblo más cercano. Ramón se alegró, porque veinte kilómetros en el desierto patagónico equivalen a dos cuadras de cualquier ciudad. Miró el cielo. Limpio, casi como la tierra a su alrededor. Debían ser las cuatro de la tarde. Había tiempo más que suficiente para esperar que alguien lo arrimara hasta el pueblo. Si podía arrastrar la chata, mejor. No necesitó armarse de paciencia. Él era un hombre paciente. Vaya si son pacientes los paisanos. «Hasta mañana no la podré arreglar». Así de simple y terminante fue el dictamen del mecánico del único taller en el pueblito. «Qué macana», dijo Ramón y miró hacia la calle. Los chicos, con sus guardapolvos blancos, demoraban la llegada a las casitas bajas. «Sí», concluyó el mecánico y se limpió las manos con un trapo que parecía más que sucio. A Ramón le dijeron que el bolichero alquilaba cuartos a los viajantes. Allí fue, arremolinado de viento ahora. Por la ruta pasaban veloces los autos, los camiones, otras chatas. Ramón ni miró. Con la vista baja llegó al boliche y arregló todo con el dueño. Diez pesos la noche. Quince con comida. «Quince, con comida», dijo Ramón y se sentó junto a la ventana a esperar después de llamar desde el público a su mujer y avisarle que llegaría al día siguiente. «Capaz», advirtió. Como en cámara lenta empezaron a llegar los vecinos para compartir naipes, aperitivos y chismes. El bolichero se encargó de que lo integraran enseguida. «Falta envido», dijo Ramón. «Quiero treinta y uno», dijo el otro. «Treinta y tres son mejores», replicó y su compañero lo abrazó como si lo conociera de toda la vida. Risas, más barajas, cerveza, maníes de quién sabe cuándo y la hora que trajo la comida para él y los otros tres parroquianos, que se quedaron como escapándole al viento, que ahora zapateaba en el techo de chapas del boliche. La sobremesa trajo el cigarro, el cigarro la caña, la caña el calor en la charla y la charla en la meseta, a la hora del cigarro y la caña, trae los cuentos. 32


Ramón sabe que los cuentos son eso: cuentos. Que no los tiene que creer. Pero la caña lo embota, el cigarro lo marea, la charla lo envuelve y el calor se le mete en la sangre. A lo mejor ya había escuchado la historia del ahorcado. A lo mejor no. Pero esa noche fue distinta: la escuchó y la creyó. Creyó cuando le dijeron que ocurrió ahí mismo, en las piezas del fondo del boliche. Creyó cuando le pusieron nombre y apellido al muerto: Rufino Sánchez. Y creyó cuando le dieron un motivo. Pero la caña emborracha la razón y el motivo se fue chiflando con el viento que se colaba por las hendijas. «Por ese pasillito, la anteúltima», le dijo el bolichero entregándole la llave de la habitación. Ramón fue otra vez con la vista baja, como queriendo evitar la cara del viento malo, ése que le mete cosas raras a la caña cuando la caña anda de vueltas por las tripas, por las venas. La habitación parecía un cajón de muertos, de tan angosta. Ramón se echó vestido sobre la cama. Dejó la luz prendida. No por miedo. Ramón no era un hombre de miedos. La dejó, nomás. Él, de tan pocas palabras, ahora era un ventarrón de frases sueltas en la cabeza. Se las quiso sacar con la almohada, pero no había caso. Daba vueltas inútilmente en la cama de ese tal Rufino que silbaba afuera la canción del viento. «¡Váyase, hombre!», se escuchó gritar y entonces abrió los ojos. Ahí lo vio. Al pie de la cama, bien juntito contra la puerta. Prolijo, con sus bombachas limpitas y su camisa celeste como recién planchada. Rufino lo miraba pero no. Tenía los ojos como esos que no saben nada, que van a más de cien por la ruta y creen ver las casas y las personas pero no miran. Así estaba Rufino. A medio metro del suelo estaba. Saltó de la cama en dirección al viento. Le dio un manotazo al muerto para que lo dejara salir, pero el hombre era pesado. No se movió. No importaba tampoco. Igual Ramón no hubiera llegado al viento. 33


Tuvo que entrar el chico de doce por la ventanita del baño y correrlo a Ramón para poder abrir la puerta. Esa mañana el viento no dijo nada. Tenía cola de paja. Si Ramón no hubiera creído, a lo mejor se iba a dormir derechito, no pensaba y no abría los ojos. Pero quién sabe.

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El fantasma del río Percy Unos pocos conocen una historia tan terrible como la que voy a relatar. Y ninguno de ellos se anima a contarla. Yo la conocí por un vecino que tuvo un accidente con su auto. Un accidente menor, pero que le sirvió para ser el espectador de uno de los hechos sobrenaturales más terroríficos que ocurren en las noches de luna llena en el puente del río Percy, camino al lago Futalaufquen. Mi vecino cruzó el puente con su auto cerca de la medianoche, en el verano del 2000. Iba a un camping del Parque Nacional, donde lo esperaban familiares y amigos. Era un viernes. El hombre tenía un comercio en Esquel y todos los veranos se reunía con su familia en un camping los fines de semana, hasta que a fines de enero se tomaba las vacaciones y compartía con ellos quince días de aire puro, sol y agua. Ese viernes se disponía a instalarse junto a su esposa y sus hijos para disfrutar de un merecido descanso, cuando al llegar a una de las curvas, la más alta, desde la que se puede ver el amplio valle y el curso del río, se reventó una de las cubiertas de su auto. El pobre hombre casi pierde el control del vehículo y se desbarranca, pero afortunadamente sólo fue un susto. Cuando se tranquilizó, bajó del auto para cambiar la rueda, pero antes se paró junto al borde del precipicio imaginando lo que por suerte no ocurrió, porque si hubiera caído al vacío, se hubiera matado. Mientras estaba cambiando la rueda, creyó oír gritos desesperados provenientes del valle. Dejó su tarea y entrecerró los ojos para ver mejor desde el borde del precipicio, pero no observó nada 35


en particular, aunque la luz de la luna llena iluminaba el valle completo. «Debió ser mi imaginación», se dijo mi vecino y continuó arreglando el auto. Pero los gritos se transformaron en alaridos y esta vez no le quedaron dudas. No era su imaginación. Los gritos desesperados eran reales. Volvió a observar en dirección al valle y su respiración se detuvo un instante cuando vio que desde la luna llena, bajaba un potente rayo de luz directamente al puente del río Percy, iluminando la figura de un hombre que agitaba sus brazos con violencia. Parecía que el rayo de luna lo levantaba en el aire. Los alaridos retumbaban en todo el valle provocando en mi vecino un terror paralizante. El sujeto del puente se elevaba cada vez más hasta que el rayo se apagó. Entonces escuchó el lamento de ese sujeto que caía al río y el ruido que hizo al impactar contra el agua y las piedras, que fue ensordecedor, porque parecía que no era un hombre el que impactaba sobre ellas, sino una roca. Un llanto de bebé comenzó a escucharse desde algún lugar. Luego se produjo un silencio mortal. El pobre comerciante, temblando de pánico, terminó de cambiar la rueda y huyó del sitio velozmente. Cuando llegó a la entrada del Parque, golpeó a la puerta de uno de los guardaparques, a quien le contó lo sucedido. El hombre, en lugar de sorprenderse, sólo le comentó que no se preocupara, que se trataba del «fantasma del río Percy», pero que no podía darle más detalles porque nadie se animaba a contar la historia. Yo la conozco. Yo conozco la historia del fantasma. Después de muchas averiguaciones logré que me la relatara el último testigo que vivió en carne propia los desgraciados hechos que convirtieron a James Arthur Person en el fantasma más desgraciado del Valle 16 de Octubre. Cuando llegó a la Patagonia, James Arthur Person creyó que la leyenda de Butch Cassidy y sus cómplices, sería un cuento de niños al lado de los robos que él podría cometer. Al igual que esos 36


bandidos, Person venía escapando de la justicia de su país, Inglaterra. Inmediatamente comenzó su carrera de robos en la provincia de Río Negro y desde allí fue bajando hasta la del Chubut. Person era un hombre desalmado. No tenía consideración con nadie. Y robaba tanto a los grandes comerciantes o hacendados, como al más humilde trabajador. Con sus víctimas, era muy cruel y en la mayoría de los casos, las asesinaba. Era tan malvado, que hasta los delincuentes más inhumanos rechazaban unirse a él, por lo que andaba solo por ciudades y montañas cometiendo sus crímenes. El sólo mencionar su nombre, hacía que todos los pobladores comenzaran a temblar, y las autoridades no podían capturarlo, porque según se contaba, Person tenía un pacto con el Diablo. Algunos aseguraban que era capaz de esquivar las balas. Otros, que había sido baleado muchas veces, pero que los proyectiles no le hacían nada y que con su caballo volaba por los aires. No sólo los pobladores creían esos dichos. Parecía que el mismo Person estaba convencido de ello, porque no dudaba en enfrentar a cualquiera que intentara balearse con él, escapando luego riendo a carcajadas… Lo real era que este delincuente sembraba terror por donde pasaba y fue necesario que las autoridades policiales de la provincia crearan un cuerpo especial de policías para capturarlo. Cuatro hombres fueron elegidos entre los más valientes, fuertes y astutos. Esos cuatro hombres se destacaban por su heroísmo e inteligencia. Durante varias semanas se entrenaron especialmente para que Person no los sorprendiera con alguna de sus tretas, ya que el forajido era muy hábil en sus huidas, y no había obstáculos que le impidieran escapar de sus perseguidores. Estos hombres no creían en el cuento de que Person tuviera un pacto con el Diablo. Estaban seguros de capturarlo en cuanto lo tuvieran a mano y sin dudarlo, se dirigieron a Esquel donde decían que estaba escondido. Más precisamente, en un cañadón cercano al puente del río Percy. 37


Durante varias noches, los hombres se apostaron en las cercanías del puente para aprehender al asesino. Pacientemente esperaron a pesar del frío. A pesar de la oscuridad. Una luna llena apareció imponente detrás del cerro Nahuelpán la última noche. Su luz comenzó a iluminar la vasta zona facilitando así el trabajo de observación de los policías, que presentían que ésa sería la última en esperar al delincuente. Y en efecto, uno de los guardias hizo señas con su linterna a sus compañeros de que se aproximaba un jinete. La forma endemoniada de cabalgar era característica de Person. Los policías se prepararon para la emboscada. El jinete se aproximaba a gran velocidad, iluminado por la luz de la luna. Al llegar al puente, Person se detuvo bruscamente. Miró a su alrededor como si supiera que lo estaban observando. Bajó de su caballo y cuando estaba a punto de desenfundar su rifle, escuchó la voz del jefe del grupo que le ordenaba rendirse. El bandido desenfundó igual su arma y escondiéndose detrás de una gran roca, junto al animal, les dijo que nunca se iba a rendir y que si intentaban algo, antes asesinaría al niño que llevaba de rehén. Los policías dijeron no creerle, por lo que Person se acercó con cautela a su caballo y desató un pequeño bulto. Un niño comenzó a llorar desesperadamente. El delincuente dejó a un lado el rifle y en su lugar tomó uno de sus revólveres, con el que apuntó a la cabeza del niño. Los policías le ordenaron otra vez entregarse, y aunque Person sabía que estaba rodeado, no estaba dispuesto a ello. «Sé que me ahorcarán si me entrego», les gritó. El jefe de los policías le respondió que de todas maneras moriría. Person disparó su arma hacia donde venía la voz, pero no sabía con exactitud dónde estaban los policías. Empezó a desesperarse y a amenazar con matar al niño si no se retiraban, pero el jefe le aseguró que de allí se irían con él, vivo o muerto. «No me importan sus amenazas», dijo Person enloquecido de furia. «Soy invencible, soy inmortal», gritaba mientras su arma se apoyaba amenazante en la cabeza del niño que continuaba lloran38


do desconsolado. Cuando el policía le dijo que era el último aviso para rendirse, Person anunció que dispararía su revólver. Y efectivamente, estaba decidido a hacerlo. La luna iluminaba ahora con más fuerza, y el bandido se dio cuenta entonces que ella había sido la entregadora. No tenía dónde huir sin ser visto. Como si fuera un reflector gigante, la luna alumbraba todo el lugar y Person la odió más que a cualquier cosa en el mundo. La furia que sintió entonces hacia ella, hizo que disparara su revólver al aire, en un intento inútil por apagarla. Fue entonces cuando para sorpresa de todos, la luna dejó caer un rayo potente sobre el criminal, quien perdió el equilibrio y cayó al suelo. La criatura rodó a unos centímetros de él y no lloró más. El rayo de luna seguía iluminando el cuerpo del delincuente que continuó disparando al aire, en un intento desesperado por matar esa fuente de luz que lo enceguecía. Ante el asombro de los policías, Person comenzó a ser elevado por el rayo de luna a decenas de metros del puente. Gritaba con furia y retorcía su cuerpo como queriendo desprenderse de ese haz de luz que lo sujetaba. Cuando estuvo a más de cien metros de altura, el rayo de luz se cortó y el bandido cayó en el río Percy, siendo arrastrado por las aguas. Los policías bajaron de inmediato para recoger al niño, pero cuando llegaron al lugar, lo único que hallaron fue un bulto con dinero que había robado horas atrás el delincuente. Los cuatro policías no comprendieron entonces de dónde había venido el llanto de la criatura. De nada sirvieron los trabajos de las patrullas que durante varias semanas buscaron el cuerpo sin vida de Person. Nunca más apareció. La historia del bandido fue tan cruel, que nadie quiso recordarla. Y la forma en que terminó su carrera criminal, fue tan sorprendente, que nadie la creyó. «Yo escuché el llanto del niño», me dijo varias veces el anciano que me contó la historia. «Mis 39


hombres y yo lo escuchamos, señor, lo puedo jurar. Nunca pudimos averiguar a quién le había robado esa noche. Si el niño existió o fue un truco del Diablo. Pero yo escuché y vi todo, tal como lo cuento», aseguró el viejo jefe de los policías hasta el final de sus días. Dicen que en las noches de luna llena, cerca de la medianoche, si uno se detiene en las cercanías del puente del río Percy, puede ver cómo la luna baja un rayo de luz para vengarse una y otra vez de ese delincuente que intentó asesinarla. Que el ruido que hace al caer es el ruido de su duro corazón. Y el llanto del bebé… En fin, eso es inexplicable…

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Los desamparados Cuando el incendio del amanecer aún no seca el rocío patagónico, el abuelo los escucha. Son los desamparados de Roca, que regresan al saqueo y la barbarie. A la muerte y la desolación. Todas las mañanas vienen, señor. Todas, toditas desde que tengo memoria. Y la memoria del anciano es centenaria. Todas las memorias paisanas parecen hacer un camaruco en su cabeza. Pero no hay rogativas. Es tarde para rogar. Lo es también para los lamentos. Aguzando el oído escucha los cascos de los caballos, los gritos desaforados, los disparos al aire, la aproximación de la muerte con quepi. En la cabeza del hombre, más hombres. Los suyos. Y mujeres y niños. Me gritan todo el tiempo, señor. Y no los puedo callar. Es tarde para salvarlos. Los pies del paisano viejo arrastran la historia. Una y otra vez. Todas las mañanas, hasta que el sol calienta la tierra. Entonces cada uno regresa a su lugar. Es tarde para salvarlos. Si pudiera hacer algo… Pero ¿qué puede hacer uno, señor? Nada se puede hacer, es cierto. Los soldados desamparados, los perdidos en el desierto, los obedientes, ejecutan día a día sus órdenes en la mente del paisano. El aire trae el olor de la pólvora y los ranchos quemados. Hasta que el sol calienta la tierra. Y los gritos de furia y horror. 41


Por más que me tape las orejas, señor… El hombre se hunde en la memoria, la que pocos quieren escarbar. Por miedo o por vergüenza. Los soldados arrasan una y otra vez. Luego queda sólo polvo en el aire de la mañana. Todas las mañanas, señor. Solamente cuando llueve se quedan allá, pero ¡cuándo llueve acá, señor! El agua es alivio, pero el pronóstico, lamento. La lluvia anega las voces y los llantos. Las violaciones y los incendios. El camaruco de la cabeza del viejo se pierde en un hilo de agua y tierra. A lo lejos se escucha un galope. El viejo se muestra abatido o resignado. Mira al suelo. Quizás sea un gesto de alivio. Quizás los fantasmas esta mañana sean realidad y acaben con tanta memoria. Regreso al pueblo. No sea cosa que los vea. Que me vean. En el pueblo seré otro. Los kilómetros consumirán la sangre. Inyectarán en las venas los ruidos y las obligaciones. El motor de la camioneta sonará más fuerte a medida que las casas vayan apareciendo. Pisar la ruta y encender la radio es un rito extraño a los ritos del viejo que ya no escucha más que los ruidos del campo. Y acaso preste más atención a los otros, a los del pasado, a los que se les metieron en el alma cuando era chico. Después de pasar por el cruce de caminos, antes de enfilar hacia la portada, la velocidad de la camioneta siempre disminuye. Es como si la meseta se aferrara a la caja del vehículo. Como si éste le perteneciera y quisiera impedir que entre al pueblo. Esquel es un pueblo con portada. La única entrada desde el norte está controlada por policías y gendarmes. Más allá, justo al comienzo de la cuadrícula de manzanas y gente, está el regimiento. Las pocas veces que el viejo fue al pueblo, no paró de temblar hasta llegar al centro. Nunca dijo 42


nada. Tampoco se me ocurrió preguntarle. Siempre bajó la vista, apretó los dientes y se sobó las manos. - Pase -dice un policía con cara de gendarme. Ahora la camioneta se libera y acelera la velocidad. Ya soy otro. Ese otro, no yo, sube el volumen de la radio y pisa el acelerador. - ¿Estuviste con él? -pregunta ella. - Sí. - ¿Y? ¿Cómo está? -vuelve a preguntar sin quitar los ojos del plato. - Igual -responde el otro aguardando la próxima pregunta, vieja, repetida: «¿no pensás sacarlo de ahí, internarlo?». - Si lo saco, se muere. - Se va a morir igual, pero solo y loco. El otro no dice nada. Mastica en falso. - En lugar de ocuparte de viejos locos, tendrías que buscar trabajo. El Plan no alcanza -señala con la boca llena. - Cortala. - ¿Qué le debés para estar llevándole el apunte? - ¡Cortala! Ella murmura: «es un indio de mierda». El otro suelta el tenedor. Aferra el cuchillo. Ella sabe. Él también. Ella se levanta de su silla con el plato y el vaso en las manos, rumbo a la cocina. Pobrecita. Espera que al pasar por la puerta todo quede en el olvido. Pretende convencerse de que el asunto se archivará en el cajón de las discusiones. Cada vez más periódicas. Cada vez más agresivas. Cada vez más insultos y menos argumentos. 43


El otro tiembla de rabia y no es el vino el que les llena los ojos. Es la sangre que vuelve a fluir, pero de una manera muy distinta a como fluye en la meseta. Esta sangre duele cuando pasa. Es sangre espesa y huele mal. Los ojos del otro se hacen chiquitos. Los oídos, zumbido sordo. Como si escuchara a lo lejos el motor de la camioneta rumbo al pueblo. Cada vez más rápida. Rumbo al pueblo. Al barrio del gobierno. A la casa del otro. Pobrecita, intenta que el detergente lave platos e insultos. Pobrecita. Pero ella sabía. En el fondo sabía. Quizás por eso no recogió toda la vajilla de la mesa. Sabía que el otro no le permitiría terminar su tarea. Mientras cae, ve a sus padres en el campo. Sentados junto al fogón, como siempre. Mirando en silencio las bardas de la zona de Piedra Parada. Los ve como en una película muda. No hay palabras en su cabeza. Recién las hubo cuando la chocó contra el piso de cerámica barata. «Indio de mierda», escuchó de su boca y no pudo averiguar a quién se lo decía. El otro libera los ojos y los oídos. Abre la mano y suelta el cuchillo para empuñar el resentimiento. Mete en un bolso viejo algunas cosas. Cierra la puerta con llave y arranca la camioneta. Esta vez no es la meseta la que intenta retener el vehículo. Es la culpa que no duerme la siesta en la ciudad. Los milicos no lo detienen en la portada. No los mira. No lo ven. Está muy concentrado en las lágrimas que no salen. La sequía de ese rostro es comparable a la de la meseta del viejo. Es ancestral. Y está poblada de fantasmas. Él mismo se sabe fantasma ahora y siente que la meseta lo recibe en esa condición.

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El abuelo no se mostró sorprendido cuando me vio regresar. Quizás lo sabía o lo presentía. En la profundidad de sus ojos se advierte que alguna vez hubo sangre. Por eso hay comprensión y no preguntas. - Quédese lo que quiera -se limitó a decir y echó ramitas en la cocina económica para calentar el agua-. Lávese y tome algo calentito. Allá atrás puede dejar la chata -dijo señalando un lugar sin huella, detrás de una lomada. La camioneta quedó resguardada de la mirada desde cualquier lugar. Acaso alguna vez el viejo tuvo que esconder algo ahí. Acaso la camioneta no esté sola en ese sitio. El viejo duerme y corta el silencio con su respiración pesada. Cada tanto escucho «¡ejéi»! y lo imagino danzando alegre, conduciendo alguna rogativa, firme la mano en el vasito de muday, salpicando la tierra con ese preparado sagrado. El otro no se fue y me dice cosas. No me deja dormir. Lo dejo. Sé que mañana se cansará y regresará al pueblo. A hacerse cargo de lo que hizo. A inventar excusas. A mentir con la lengua y con los ojos. A hacer lo que tantos huincas le enseñaron. A esconder. A esconderse en la multitud. A disfrazar su nombre. A humillarse y erigirse como víctima. El viejo grita entre sueños y su grito aturde al otro. Es que este no es su territorio. Este es el territorio del viejo y el de sus ancestros. El de Inacayal, luego de sus servicios como lugarteniente de Sayhueque, el Señor del País de las Manzanas. El territorio ganado a fuerza de huidas y resistencias. La Mapu de la resistencia. El abuelo resiste en sueños con la danza y los gritos ahogados en la madrugada silencio. Echado sobre las pilchas del último caballo del viejo, persisto en unirme a su danza de ensueño. Pero las manos todavía están tibias de sangre y la voz del otro insiste. «Esa sangre no es mi sangre», le digo. «Por eso», me dice sin entender mis palabras. Entonces callo y lo dejo hablar. Y habla y 45


habla. Como los huincas, que hablan y hablan. El viejo ahora es sólo resoplido. Siquiera su aliento volara esas palabras que cultrunean mi cabeza. Con las primeras luces del sol, el otro se calla despacito. El abuelo despierta y sacude los sueños moviendo lentamente sus manos en el aire, como dispersando a la gente vieja. Me mira y sonríe. No es día de visitas de fantasmas, parece. Aunque mi boca no se mueve, le sonrío. Sus ojos brillan y balbucea algo en mapuzungún, la lengua de la tierra a la que saluda de cara al sol. El arroyo lava los últimos vestigios de la fiesta en comunidad y carga la pava para el mate. - ¿Qué tengo que hacer? - Nada, señor. Nada. Hay que dejar. Deje. -dice el viejo y agrega palitos a las brasas de la cocina económica. La policía me busca, dice el vecino del viejo que todas las semanas le alcanza los víveres. En el rostro del hombre no hay acusaciones ni reproches. El abuelo está más preocupado por el control de la caja que por mi situación. - Está todo -señala y me sonríe con su boca desdentada. «Está todo» significa que no falta nada. El vecino sonríe también afirmando las palabras del abuelo. Todo está en la caja. El secreto también. Intuyo que los viejos saben que no me buscan a mí, sino al otro. No me permitirían quedarme, si no fuera yo. El abuelo insiste en que deje. El otro, desde la lomada en la que se oculta la camioneta, sentado sobre una piedra, me mira y ríe. En la caja hay vino y un pedazo de carne de potro que le regaló el vecino. El viejo la asa y el humo es fiesta y plegaria al viento. Gruesas nubes se unen al festejo y liberan, a la tarde, el agua que nunca sacia la meseta. Generosa, como si le sobrara, la descarga en el arroyo helado. Con lo que sobra, borra las huellas. El campito del viejo ahora parece sellado a los ojos del huinca policía. Pero 46


todos sabemos que entre los milicos hay peñí, hermanos con uniformes de blancos. Esos no se saben. Pero intuyen las cosas de la tierra. Y las de la gente de la tierra también. Desde la ventana del rancho, vemos llover en silencio. No pasa el tiempo en la meseta. Alimento la cocina económica. Antes de la lluvia, recogimos ramas en el monte. Éramos el viejo y yo, sin embargo había demasiada gente allí. El abuelo me miraba y reía. Yo era el centro de la risa del viejo y sus ancestros. Al regresar, me tocó el hombro. Todos me tocaron el hombro. Menos el otro, que ya se había ido al pueblo. Al fin, Judas iba a cumplir su tarea.

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Los perros de la noche y otros cuentos

Ariel Puyelli reside en Lago Puelo, Chubut, Patagonia Argentina. Es escritor y periodista. Escribe cuentos, novelas y poesías para niños, adolescentes y adultos. Sus títulos se pueden consultar en http://arielpuyelli.blogspot.com/ Coordina talleres de escritura literaria y terapéutica. Sobre sus actividades en la escritura terapéutica, existen videos sobre sus charlas y la presentación de su libro Escritura Terapéutica: cuando la palabra escrita sana (Ediciones GataFrida, 2018) en su canal de YouTube. Contacto: aapuyelli@gmail.com / Facebook, Instagram y Twitter: Ariel Puyelli +549 2945 466918

Este libro se pone a disposición del público de manera gratuita con el pedido de que se respeten los derechos del autor.

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