Todo eso oyes. Novela de Luisa Peluffo. Patagonia Argentina

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Luisa Peluffo

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TODO ESO OYES

premio emecé 1988-89

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Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces desgastadas por el uso. Todo eso oyes. JUAN RULFO, Pedro Páramo.

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DONDE SE REINICIA UNA CORRESPONDENCIA

Manos Vacías, 5 de julio de 1928 Estimado Ciriaco: Le ruego me tenga al corriente y a diario del estado de salud de todos los de su casa, muy particularmente, de la de su papá, que según una carta de él, recibida ayer, se hallaba quebrantada. No importan, por esta vez, los descuidos ortográficos que, no hace mucho, motivaron la interrupción de nuestras relaciones epistolares.

Suyo afmo. s.s. José María Peñafiel

Casa del Árbol, 16 de julio de 1928

Estimado Dr. Peñafiel: La enfermedad de papá, que no es de importancia, va a ser el motivo que nos haga reanudar las relaciones epistolares que el año pasado se suspendieron impensadamente por un descuido mío; y no porque me molestaran los errores ortográficos que me señalaba usted. Espero que hoy como ayer me corregirá usted los lapsus calami, que perciba en mis cartas; quiero volver a ser su alumno, como cuando me daba clases de álgebra, aritmética y latín. Atenderé y practicaré sus consejos, como debe hacerlo todo “excelente alumno”, título que usted se dignó darme en una carta que conservo y consulto siempre que tengo que tratar cuestiones de lenguaje. Papá se halla en cama desde hace unos días, y la gripe, que se dice tiene, no es de gravedad. Las demás personas de la casa estamos bien de salud. Suyo afmo. Ciriaco Larra

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DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL REPROCHA E INDAGA A SU DISCÍPULO

Manos Vacías, 25 de julio de 1928 Querido Ciriaco: Antes que nada debo reconocer que ha mejorado notablemente en materia epistolar y que aquellos lapsus calami según los califica usted, ya no aparecen en sus cartas; aunque le observaré que a usted no le molestaban, sin duda, los errores sino mis correcciones, que no es lo mismo. Paréceme que no he sido comprendido, cuando hace días que no recibo noticias sobre el proceso de la enfermedad, que nunca dejará de ser “importante”, tratándose de su papá. Podrá, ella, no ser de gravedad; pero según sean las personas, serán importantes las leves cortaduras o los rasguños de un gato. Puede ser también un poco oneroso para un alumno como usted, que tanta consagración dispensa a sus estudios; pero mantengo mi pedido de tenerme al corriente de cuanto ocurra por su casa, en cuanto a enfermedades y sus procesos, hasta que se haya levantado su papá. En segundo término, ¿qué ha oído por ahí? ¿Podremos pagar los millones que debemos? ¿Aceptaremos el ofrecimiento de los yanquis, de sus armamentos e instructores, igual que los brasileños y chilenos? ¿Habremos de tolerar un presidente socialista después del tilingo de Alvear? Espero su respuesta.

Suyo, afmo. José María Peñafiel

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QUE TRATA DE UN PROPÓSITO LITERARIO

Casa del Árbol, 31 de agosto de 1928

Estimado Peñafiel: La inesperada muerte de mi padre me ha hecho evocar muchas cosas que siento necesidad de escribir. Con un poco de vergüenza me atrevo a pedirle que sea interlocutor de mis torpes notas y de los testimonios que estoy reuniendo para una posible... ¿novela? No sé, esta palabra me hace sentir estúpidamente pretencioso, cuando por el momento la única intención que me anima es rescatar de mi memoria ciertas impresiones y sucesos que tal vez sólo a mí interesan. Usted dijo una vez que siempre se escribe acerca de lo que se olvida; recién ahora, abrumado por la sensación de impotencia frente a la muerte de mi padre, frente a la muerte en general, comprendo cabalmente esa frase. Escribir es una forma de no morir. Por eso comencé estas notas; contra esa muerte que se llama olvido.

Suyo afmo. Ciriaco Larra

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DONDE CIRIACO LARRA COMIENZA ESTAS CRÓNICAS

Manos Vacías es un pueblo cuyo nombre surgió de una frustración. Mi padre nombró así estas tierras al no encontrar el fabuloso tesoro que, según dicen, enterró aquí el cacique Alcamán. Las crónicas oficiales cuentan que el cacique murió de tuberculosis, pero yo recuerdo haber oído decir que Alcamán fue asesinado salvajemente al no querer revelar el lugar del tapado. Y también, que viéndose estaqueado por soldados ineptos, se empeñó en enseñarles cómo debían hacerlo. Algunos opinan que hizo esto de pura jactancia, otros que sólo quiso acelerar su muerte. Lo poco que se sabe es que sus indicaciones exasperaron a uno de los comandantes del general Piedras, que se hartó de oír esa voz atiplada recomendando estirar un poco más los tientos. - A mí nadie me da órdenes, carajo, y menos un indio – parece que dijo y ahí nomás lo remató a punta de bayoneta. El Poder Ejecutivo recompensó a muchos de esos hombres y también a los primeros que se aventuraron por estas regiones, entre ellos mi padre, cediéndoles tierras del cacique. Desde entonces los pozos y zanjas abiertos por los buscadores del tesoro – aún en medio del pueblo – han sido un estorbo para todos. Nuestra propiedad, ubicada en el paraje de Árbol Tonto, a unas leguas de Manos Vacías, ha logrado mantenerse infructuosa; en parte debido a la escasez de agua y también a causa del odio de mi padre a las ovejas. Verlas cagar sobre un tesoro, aunque fuera hipotético, le parecía una profanación. Remigio Larra tampoco se llevó bien con sus hijos, a excepción de mi hermano Faustino y yo, los menores, nacidos ambos de su segundo matrimonio. Nosotros siempre fuimos para nuestros hermanastros las pobres víctimas de un excéntrico. Tal vez porque de chicos escuchábamos hasta quedar dormidos al calor de un rescoldo, sus crónicas de hazañas y tristezas, y sobre todo porque solía arrastrarnos en búsquedas interminables por estas montañas, a fin de reconstruir imposibles itinerarios, descabelladas estrategias del cacique. No vacilaron en decretar entonces que Remigio Larra estaba loco de remate al condenarnos a vivir en estas tierras inhóspitas, empecinado en la busca de un tesoro inexistente. Yo recuerdo esas excursiones en las que, aburrido, terminaba por seguir en el cielo el extraordinario diseño de alguna nube. - Esa parece una bota gigante, y esa otra un león – les decía, mientras Faustino resoplaba sin abandonar la pala. Un día mi padre se nos apareció demudado y casi afligido ante la posibilidad de un hallazgo. Su mal disimulado alivio, después de comprobar que se trataba de otra falsa pista, ya no me sorprendió. Comprendí que de ese absurdo tesoro lo único que le interesaba era la infinita búsqueda.

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DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL ALIENTA AL INCIPIENTE AUTOR Y LE PIDE UN FAVOR

Manos Vacías, 18 de septiembre de 1928 Mi querido Ciriaco: Me parece excelente su decisión de escribir; no se preocupe por el momento si será una novela o no. Escriba, y para adquirir el oficio le recomiendo que lo haga a diario. El viernes o sábado iré a almorzar con ustedes, siempre que no haya lluvia. Y allí en su mesa me dirá: ¿en qué piensan los habitantes de Manos Vacías, cuáles son sus aficiones? Y también: ¿a qué se debe el nombre otorgado al paraje Árbol Tonto? ¿Y el de su casa? No sé cómo presentarme en ella sin llorar como un niño en la cuna. ¡Usted y Faustino, tan parecidos a su padre! En nombre de los moradores de esta casa se le pide a usted el siguiente favor: que su firma, para mí, sea C.L., sin rúbrica. Pues cada una de sus cartas, con la firma misma de su padre, no puedo leerlas, anegados mis ojos de lágrimas. Para mí, no es esto un mal; pero se afligen los demás de verme llorar... y no saben si entregarme o no sus cartas. Cuente siempre con el afecto paternal de este amigo que le desea salud y felicidad.

Suyo José María Peñafiel

P.D.: Dígale a Faustino que me escriba.

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DE LO QUE RESPONDE CIRIACO LARRA A LA PREGUNTA INICIAL DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL

Casa del Árbol, 1° de octubre de 1928

Querido Peñafiel: Paso a contestar su carta del 18 y aquí empiezan mis apuros, conminado como estoy a contestar por lo menos su pregunta referente a los habitantes de Manos Vacías. El sábado pasado, estando usted en mi casa, no lo hice porque no había meditado todavía sobre ella. Ahora someto mi respuesta a su benevolencia y a su crítica. Creo que todos nosotros hemos experimentado siempre una curiosa atracción hacia los monumentos y, si bien en este pueblo escasea el agua, en cambio proliferan las estatuas y las placas conmemorativas de sucesos importantes. Las hay en homenaje a la madre, al niño, a un fraile lanceado por los indios, a un maestro heroico y, desde luego, en la plaza principal puede verse a un adusto general Piedras de bronce, en uniforme de campaña, montado sobre un matungo agobiado después de la célebre gesta del desierto. La estatua de Alcamán, una talla de madera arrinconada en los fondos de la comisaría, lo muestra empuñando una lanza con la mano izquierda. La diestra está alzada en gesto hospitalario. Esto ha provocado las más variadas conjeturas. Hay quien dice que el cacique era zurdo; otros afirman que se trata de un error del escultor, porque opinan que los indios no son ni zurdos ni diestros, sino solamente indios. Hay también quienes tienen sus reservas en cuanto al gesto hospitalario y aventuran que es más bien la expresión de una amenaza, algo así como: “ya van a ver”. Mi padre, que conoció personalmente a Alcamán, decía que nunca lo vio empuñando una lanza, tal vez porque su físico esmirriado no se lo permitía, y que debía el prestigio más que nada a sus dotes oratorias. - Hablaba sin parar – le oí decir más de una vez, admirado -. Era capaz de hablar horas enteras sin detenerse ni para tomar aliento. De todas maneras, la pieza escultórica que más atrae la atención de los pocos forasteros que llegan hasta aquí es la estatua ecuestre del general Piedras. La de Alcamán no interesa a nadie, es sólo un indio y por añadidura zurdo.

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C.L.


DONDE SE PROSIGUE LA RESPUESTA A LAS PREGUNTAS DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL

Casa del Árbol, 3 de noviembre de 1928

Estimado Peñafiel: Siguiendo con su propuesta anterior le cuento, aunque usted ya lo sepa, que nuestra propiedad abarcaba en un tiempo el pueblo y la región de Manos Vacías y que hoy sólo nos queda una pequeña fracción ubicada en el paraje llamado Árbol Tonto, en cuyas inmediaciones mi padre construyó su casa. Árbol Tonto no figura en ningún mapa respetable y muy pocas personas, entre ellas usted, conocen el extraordinario camino que conduce a estos ranchos terrosos, humildemente erguidos como excrecencias del suelo. Parecidos a esos hormigueros grandes que brotan en los campos después de las lluvias, se dejan ver de repente, porque todo es gris aquí: la tierra, el cielo de nubes bajas, las matas de neneo y hasta la gente tiznada por los braseros y las cocinas a leña. Árbol Tonto lo llaman por un único y obstinado árbol que quiso crecer en el lugar y alrededor del cual se fue desparramando el caserío. Hay quien dice que es un álamo, pero tan petiso, gordo y ladeado por donde pega el viento que en rigor nadie podría jurarlo. Aparte del caserío, del supuesto álamo y de nuestra casa, en Árbol Tonto no hay nada más que viento, yuyos y más viento. El que llega desde Manos Vacías piensa que está bajando las montañas pero, si hemos de creer a los topógrafos, en realidad las está subiendo. Ellos afirman que Árbol Tonto está en lo alto, mucho más alto que Manos Vacías. Es que a simple vista la verdadera ubicación en el espacio de Árbol Tonto es imposible. La confusión nace en el camino, una espiral de ripio que en cada una de sus vueltas y hondonadas engendra, arteramente aislada de la anterior, una nueva planicie con sus propios valles y montañas. En cuanto a mi familia, en Manos Vacías todavía se acuerdan de las andanzas de esos huérfanos díscolos que fuimos los Larra, y de cómo los sábados a la noche, vociferantes y ebrios, mis hermanastros irrumpían a todo galope por las dos cuadras de tierra que entonces llamábamos pomposamente: “calle principal”. Salvo Faustino y yo, los hijos de mi padre nacieron morochos y sanguíneos, propensos cíclicamente a la euforia y a la cólera. Ellos, usted los conoció bien, se unieron a los anarquistas y aún hoy desconocemos si perecieron en la matanza de Santa Cruz o si alguno logró llegar a Chile, pues – oficialmente - el gobierno negó la masacre. El aspecto de gringos y el domesticado rencor, nosotros lo heredamos de nuestra madre (hija de galeses) como puede comprobarse en el retrato al óleo que conservo. Un ignoto artista lo pintó al cumplir ella sus doce años, cuando mi padre, a la sazón viudo, decidiera cortejarla. Y si bien es cierto que la pintura carece de valor, es notable como el retratista aficionado supo rescatar el ceño desafiante en la 11

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expresión de la futura esposa. Porque dicen que mi madre consentía de muy mala gana en dejar sus muñecas o la rama alta de algún árbol, para vestirse como una señorita y eternizarse inmóvil en la pose. Y es por eso que se la ve sentada muy tiesa, algo inclinada hacia delante, con las manos crispadas sobre los brazos del sillón, como si estuviera tragándose un insulto. Nunca nos llamó Ciriaco y Faustino; nos decía Cyril y Foster, nombres con que mi padre no le permitió bautizarnos. Pero nuestros parientes maternos hicieron causa común con ella y nosotros nos acostumbramos a ser Cyril o Ciriaco y Faustino o Foster, según las circunstancias. Mi padre nunca le perdonó ese desplante rebelde; lo ponía fuera de sí y cuando ella murió, demasiado joven, de un mal que le congestionaba los fuelles, nosotros fuimos – esta vez definitivamente – Ciriaco y Faustino. Suyo Afmo. C.L.

P.D.: Como ve, sigo su consejo de escribir todos los días, aunque trato de no incurrir en expresiones tan desafortunadas como “a diario”, “quincenario”, etc.

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DONDE CIRIACO LARRA DA CUENTA DE LA GRACIOSA MANERA QUE TUVO SU MADRE EN RECUPERAR ALGO MUY PRECIADO

Cuando nos regalaron aquel casal de avestruces que obviamente se multiplicó, la única que manifestó entusiasmo fue mi madre: “Si en nuestras tierras hay un tesoro enterrado, los avestruces darán con él, pues les gusta todo lo que brilla”, razonaba ella esperanzada. Los pajarracos no encontraron el tesoro, desde luego, pero en cambio desapareció un anillo que mi madre dejó olvidado en una maceta donde, cada tanto, ensayaba injertos que nunca llegaron a buen término. Ella no dudó; enseguida confeccionó siete hermosas bombachas ( a esa altura había siete avestruces en Casa del Árbol) que con intensa y plumífera lucha, ellos se dejaron poner. Después, resignados, corrieron por el campo seguidos por la mirada atónita de paisanos y vecinos. Al cabo de unos días de escatológica búsqueda, mi madre triunfante rescató dos cucharitas de café, tres monedas, un reloj y su anillo de compromiso.

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DE LOS RAZONAMIENTOS QUE OCURRIERON ENTRE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL Y CIRIACO LARRA

Manos Vacías, 1° de enero de 1929

Querido Ciriaco: Antes que nada le pido que me absuelva de explicar aquello de “a diario”, que tanto usa y abusa Lugones, lo mismo aquel Groussata que tanto apasionaba a su papá. Si todos usan estas locuciones, considero que debemos callarnos la boca y aceptarlas, sin otro remedio y sin entrar en su análisis. Me acuerdo perfectamente de los ñandúes de su casa. Porque no eran avestruces - que esos son del África - sino ñandúes, o choiques, como los llamamos en la Patagonia. Lo que me parece poco probable es la historia de las bombachas que usted adjudica a su madre. Por lo menos yo no la recuerdo.

José M. Peñafiel

Casa del Árbol, 15 de enero de 1929

Estimado Peñafiel: En primer lugar es Groussac y no Groussata; después, ya sé que aquí al avestruz lo llaman choique, pero en Casa del Árbol, tal vez por esa tendencia a magnificar que teníamos, los llamábamos avestruces. Fiel al recuerdo mantuve deliberadamente la denominación incorrecta. Respecto a sus dudas sobre la verosimilitud de la anécdota, nada puedo decirle pues no es más probable que la que le adjunto y otras que pienso narrar. C.L.

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DE LO QUE CONTÓ CIRIACO LARRA ACERCA DE LA VISITA DE UNOS MISIONEROS A CASA DEL ÁRBOL

Hace algunos años, dos muchachos casi albinos, con traje oscuro, camisa de mangas cortas y corbata negra, se dejaron ver de repente, valija en mano, en medio del campo. Mi padre les salió al encuentro dispuesto a echarlos, pero a mitad de camino claudicó. Después comentó que los misioneros gringos le infundían el mismo temor irracional que las gitanas y que confusamente sentía venir de todos ellos un mismo designio, que de no llevarse a cabo atraería sobre él una maldición. Y aunque papá no era religioso temía la maldición, fuese ésta divina o gitana. Animados por su sonrisa – ignoraban que papá sonreía sólo cuando sentía fastidio – los muchachos abrieron la valija y desplegaron un telón de paño lenci mientras comenzaban a formularle algunas clásicas preguntas acerca de Dios y la religión cristiana en un trabajoso castellano. Y como él no se dignó responder, ellos mismos lo hicieron con entusiasmo. Atónitos, vimos surgir de la inagotable valija los planos de La Ciudad Celestial con sus agraciados habitantes sobrevolándola. Otra lámina reproducía la vista frontal de uno de sus edificios. Tenía una piscina con su correspondiente cascada, donde una multitud ataviada con túnicas disfrutaba de un sol esplendoroso. También había vistas laterales y el plano de la planta baja con su sala de estar, terraza, cocina, comedor, patio y baño, todo ello ilustrado y especificado por un tal Moss Coward, quien aseguraba haberse inspirado en los versículos 15, 16 y 17 del capítulo 21 del Apocalipsis: 15. Y el que hablaba conmigo tenía una caña de medir, que era de oro, para medir la ciudad y sus puertas y la muralla. 16. Es de advertir que la ciudad es cuadrada y tan larga como ancha; midió pues la ciudad con la caña de oro y tenía doce mil estadios de circuito, siendo iguales en su longitud, su altura y latitud. 17. Midió también la muralla y halló la de ciento y cuarenta y cuatro codos de alto, medida de hombre, que era también la del ángel... Luego de esta información agregaron: - ¿Tienen una idea de a cuánto equivalen doce mil estadios bíblicos en las medidas actuales? Faustino y yo, avergonzados, contestamos que no. - Un estadio equivale a octava parte de milla inglesa: doscientos metros. Doce mil estadios equivalen a mil quinientas millas, para su comprensión: dos mil cuatrocientos kilómetros. ¡Es una ciudad enorme! ¡Dos mil cuatrocientos kilómetros en cada dirección! Antes de irse nos preguntaron también si teníamos una Biblia en casa y algo decepcionados ante nuestra respuesta afirmativa me pidieron que, a manera de despedida, abriera el libro santo al azar y leyera algún versículo. Abrí el libro en cualquier parte y leí: ...porque aparecerán falsos Cristos y falsos profetas, y harán alarde de grandes 15

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maravillas y prodigios; por manera que aún los escogidos, si posible fuera, caerían en el error... La sonrisa mefistofélica desapareció de la cara de mi padre y mientras los misioneros guardaron con cierta precipitación sus cosas y se fueron se quedó observándome con severidad. Pero yo conocía su código y a qué equivalía esa mirada. Días después lo sorprendí hojeando subrepticiamente la Biblia.

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QUE TRATA DE UNA CURIOSA INSTITUCIÓN, DE UNA NEGATIVA Y DEL ORIGEN DE UN NOMBRE

Manos Vacías, 2 de febrero de 1929

Estimado Ciriaco: Si no me ocupo esta vez de su soberbia carta del mes pasado, es porque aún no le hemos hecho en el Ágape la debida crítica. Por ahora sólo quiero invitarlo a preparar una disertación que usted expondría en nuestra próxima reunión, sobre algún tema de su interés, y expresarle además que en una corta vigilia anoche he resuelto nombrarlo a usted “cadete” del Ágape; es decir, encargado de hacer las convocatorias para las tenidas y de sentarse a la mesa a mi lado o a mi frente, para el ejercicio subalterno de mi oficio de “Ordenanza”. En ésta, nuestra institución, usted lo sabe, las categorías jerárquicas son al revés, es decir que las posiciones más humildes, como la suya o la mía, son las más honrosas, así como las presidencias corresponden a los idiotas, menguados e ignorantes. De manera que necesita usted saber hacerse acreedor a la norme distinción de “cadete” que, desde luego, se debe suponer está por arriba del “Ordenanza”. Espero entonces su pronta respuesta; exprese en ella su aquiescencia o excusa para concurrir a estos “ensayos agapeanos”. Resuelto este punto, convendrá no sólo que me escriba sino que venga, para hacerle entrega de las tarjetas circulares y darle algunas instrucciones de este su nuevo y difícil oficio. Y disculpe a su maestro “en pequeñeces” que, tratándose de cosas fundamentales, no cuenta ni medio. Soy siempre suyo, José María Peñafiel P.D.: En cuanto a sus escritos, es necesario que explique también el nombre dado a su mansión.

Casa del Árbol, 16 de marzo de 1929

Mi querido Peñafiel: Esta carta es contestación a la suya elogiosa en exceso, del 2 de febrero, que ayer recibí. Era voluntad de mi padre que yo frecuentara su relación, por ello usted fue un tiempo mi profesor de latín y cálculo, y a ese deseo de mi padre respondían mis frecuentes idas a sus reuniones. De manera que, consecuentemente con esto, mientas permanezca todavía aquí, me pongo a su disposición y a tal efecto ya estoy preparando la disertación que usted me requiere. 17

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Respecto a mi nombramiento como cadete del Ágape, quiero significarle que estoy dispuesto a concurrir, siempre que pueda, a todas las reuniones o “ensayos agapeanos” que usted resuelva dar en su casa o en otra parte, pero que no quiero aceptar designaciones oficiales, aunque sean tan honrosas como la que se me ofrece. Me anima a tomar esta decisión la certeza de que el Ágape perjudicó a papá; no sólo el de mantel largo en Buenos Aires, sino el sostenido en la correspondencia casi diaria que mantuvo con usted y que en cierta manera yo reedito. Pero ustedes eran polos opuestos, solos formaban el ambiente y la tensión de esas reuniones, y en ese juego tenían que adoptar una postura siempre combativa: ya de defensa, ya de ataque, muchas veces superficial y terca pues no podían cambiar de opiniones ni dejarse influir en lo mas mínimo por la otra tendencia sin exponerse a las pullas y a las bromas. Yo nunca dejaré de lamentar esta modalidad suya, porque así se anuló en papá el escritor que hubiera podido perfeccionar su estilo y llegar a escribir con la misma llaneza con que hablaba. Aunque los actores y las circunstancias son distintas, no quiero que a mí me suceda lo mismo; además, mi intención es trasladarme lo antes posible a la Capital para continuar allí los estudios. Respecto al nombre de mi casa, en parte soy responsable; usted sabe que mi padre tuvo una sola debilidad y ésta fui yo, y también que me malcrió de un modo escandaloso suscitando los más variados odios y rencores entre sus otros hijos que, salvo Faustino, no me perdonaron nunca este privilegio. Al viejo estas murmuraciones sordas a sus espaldas lo divertían. Dicen que cuando me llevó por primera vez a Manos Vacías, yo, que era habitualmente apocado, me alboroté tanto al ver los árboles de la calle principal, que se volvió al campo cargando un notro. Llegando a casa le ordenó a mi madre que lo plantara en el piso de tierra de la cocina. Ella, sin decir palabra, así lo hizo. Tenía sus reticencias, porque Remigio Larra no se llevaba bien con las plantas. Con el tiempo, el notro, protegido de vientos y heladas y alentado por la conversación de esa mujer solitaria, comenzó a echar ramas y hojas, a irse en vicio como quien dice, y ella a declarar sobradora que no iba a permitir que nadie tocara una sola rama a su notro. Por lo tanto hubo que abrir el techo a fin de darle paso, y desde entonces en toda la región de Árbol Tonto hubo dos árboles, y nuestra casa se llamó Casa del Árbol.

C.L.

P.D.: A propósito, hace unos días, hojeando el catálogo de un vivero europeo, he tenido oportunidad de asombrarme viendo figurar a nuestro criollo notro bajo la exótica denominación de “Arbre du feu”.

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DE LO QUE CONTESTÓ JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL

Manos Vacías, 28 de marzo de 1929

Querido Ciriaco: Su carta me recuerda dolorosamente al amigo entrañable. Sí, el Ágape en suma, bajo el aspecto de su chacota, fue en su momento una interminable discusión entre lo clásico y lo moderno, entre el catolicismo y el laicismo, y mucho otros temas que no voy a enumerar aquí. Hoy, todo esto se ha desvirtuado por culpa de Reynoso, que ejerce la presidencia. Pero yo no creo que esté en sus escritos el aspecto más interesante de la personalidad de su padre; él era superior como conversador; tenía una charla espontánea, cautivadora, llena de recursos. Para que el escritor se diera era necesario brindarse, ofrecerse indefenso a la discusión y a la crítica, e incluso dar más de un traspié. Si los grandes autores hubieran querido evitarse los malos ratos de las críticas, también habrían tenido que suprimir sus grandes obras. El modo de ser de su padre no le permitía entregarse de esa manera, y careció por otra parte de la ambición necesaria para sobreponerse a su temperamento. Usted era el hijo preferido, es cierto, pero yo no diría que lo malcrió a usted de “modo escandaloso”; él nunca revelaba a los de afuera esas debilidades tan frecuentes en los padres. Parecía un poco indiferente, pero se trataba de una postura artificial. Un día llegué a su casa y él estaba jugando con usted y Faustino, despeinado, con los lentes por el suelo. “¡Acabáramos!”, le dije. “Así quería verlo yo a usted, que siempre parece tan escéptico. Eso es felicidad.” Y de lo que no estoy tan seguro, Ciriaco, es de que Faustino le haya perdonado a usted el haber sido el preferido. Es más; creo que aún lo resiente.

Suyo siempre José M. Peñafiel

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DONDE SE EVOCA UNA RELACIÓN FRATERNA

Casa del Árbol, 6 de abril de 1929

Estimado Peñafiel: La última frase de su carta me conmueve. Recién ahora, después del casamiento de Faustino, me doy cuenta de que en el fondo yo siempre intenté parecerme a él. De chicos, él tenía el arte de hacerme creer cualquier cosa. Yo, en cambio, nunca logré engañarlo. Recuerdo aquella vez en que casi me persuadió de que yo era hijo adoptivo: -¿No te das cuenta de que un mariquita como vos no puede ser un Larra? – argumentó -. A vos te encontraron por aquí cerca, en un camino. Estabas adentro de una bolsa de arpillera. Desesperado yo indagué a mis padres y regresé triunfante: - Papá y mamá dicen que sos un mentiroso y que no te haga caso. - Y que querés que te contesten, tarado. Ellos nunca te van a decir la verdad. No se atreven. ¿No ves que es por eso que vos no te parecés a nosotros? - Mentira. Yo me parezco. – Y allá iba, no del todo convencido, a mirarme en un espejo con la voz de Faustino resonando en mis oídos: “¿Con esa jeta?” No podría precisar ahora en qué sustentaba yo su prestigio. Tal vez en el hecho irrefutable de que Faustino era más fuerte y que, por lo tanto, cuando peleábamos siempre me ganaba. El asunto es que desde entonces me acostumbré a desear ciertas cosas sólo porque le pertenecían. Un simple rebenque, una honda, hasta la piedra más vulgar adquirían un carácter especial para mí por el hecho de ser suyas. Y él, que intuía mi ansiedad, demoraba perversamente la cesión de esos dones que, más de una vez, yo descubría, pasado el tiempo, en el tacho de la basura.

C.L. P.D.: Lo eximo de contestar estas reflexiones ya que estoy en vísperas de un viaje y su respuesta no me alcanzará. Todavía no sé cuál será mi próxima dirección. Le escribiré en cuanto resuelva el tema de mi alojamiento.

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QUE TRATA DE LAS IMPRESIONES DE CIRIACO LARRA EN SU PRIMER VIAJE A LA CAPITAL

Buenos Aires, 30 de abril de 1929

Estimado Peñafiel: Recién durante el viaje hasta aquí tomé conciencia del aislamiento en que vivimos, y de que Manos Vacías es sólo un pueblito perdido en un lugar remoto de este no menos remoto hemisferio sur. Un país minúsculo dentro de otro, separados por una planicie desértica. Mi automóvil alcanzó una velocidad fantástica: ¡sesenta kilómetros por hora! Sin embargo, las matas de neneo seguían siempre allí, a los flancos; de día grises, al anochecer violáceas. Por momentos llegué a imaginar el camino como una eterna cinta giratoria sobre la cual mi auto rodaba, sí, pero siempre en el mismo lugar. Creo que estudiaré botánica; desde chico me gustaron las plantas, tal vez porque ellas no defraudan. Como el clima de Buenos Aires es tropical, he prescindido del sobretodo y de la bufanda a la hora de cenar. El comedor helado de Casa de Árbol es un mal sueño para mí ahora; y hasta he decidido usar sandalias, algo que desconocía. Pero aquí la gente me mira como a un bicho raro; son unos tilingos que, en lugar de vestirse adecuadamente a estos calores y humedades selváticas, andan trajeados y arropados como para el peor de nuestros inviernos sureños. Perdido en este anonimato, más de una vez me pregunto quién soy y si realmente existe alguien llamado Ciriaco Larra. Sólo al recibir sus cartas, con mi nombre escrito en el sobre, recupero mi identidad, querido Peñafiel. No deje de enviármelas; ahora es cuando más las necesito.

Suyo afmo. C.L.

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DONDE CIRIACO LARRA RECIBE UNA ADVERTENCIA

Manos Vacías, 15 de mayo de 1929

Estimado Ciriaco: Con su carta a la vista, me dispongo a formular una contestación al excelente alumno que partió de su pueblo en busca de nuevos horizontes. En esta región, los que como usted tienen el privilegio de ir a estudiar a la Capital, a su regreso son infaliblemente reverenciados con el título de Doctor. Tal fue el caso de Bernabé Reynoso, a quien usted conoce bien, y que sin haber proferido el juramento de Hipócrates ni ningún otro que yo sepa, lo aceptó sintiéndose investido por ley natural. Cedió el hombre a cierta debilidad que no pocos padecen: el deseo de figuración, de notoriedad. Esta pequeñez (usted habrá leído aquellas deleznables declaraciones suyas, y por si no lo hizo se las adjunto) convive en él con sus muchos y nada despreciables méritos. Bajo su iniciativa, nuestro Ágape promueve actualmente en la región la investigación científica, concretamente la astronomía, aunque esto a mi juicio va en desmedro de otros temas como la retórica, la historia o la filosofía. Tampoco investigan las ciencias naturales. De ahí mi interés por su participación en nuestras reuniones. Pero volviendo a lo que dio origen a estas líneas y a modo de ejemplo que usted no debe seguir (y esto se lo encarezco en homenaje a la memoria sagrada de su padre), en Bernabé Reynoso los problemas económicos unidos a su vanidad lo llevaron a comercializar, dicho sea de paso, ilegalmente, otra de sus aficiones predilectas: la mecánica dental. Claro está que la indigencia científica de nuestro pueblo le fue propicia y, como si lo arriba apuntado fuera poco para su espíritu emprendedor, también instaló un consultorio. Pero, y esto ya es vox populi, sus emplomaduras siempre fueron huéspedes extraños que nunca terminaron de acomodarse en nuestras muelas. Y ni el petulante consultorio con sus sillones marmolados, ni la enorme muñeca que lo preside (pertenecía a su madre), ni los dos cisnes de vidrio que lo adornan, alcanzan a disimular lo que es sólo una distinción para lucir ante forasteros desprevenidos. Porque como usted, sabe, después de varios desaciertos notables, el doctorado de Bernabé Reynoso es temido en Manos Vacías sólo como pueden ser temidas algunas cosas desconocidas e importantes. Esto se lo advierto pues presiento que el espíritu noble y generoso de su padre acallaba los defectos que percibía en quienes cultivaban su amistad, pero no quiero darle más la lata: Hasta aquí mis recomendaciones, que espero no le ofendan. Suyo, afmo. maestro en decadencia José M. Peñafiel

P.D. : ¿La cinta giratoria a que usted hace referencia no será el anillo de Moebius? 22


SUELTO DE EL HERALDO DE MANOS VACÍAS QUE SE ADJUNTA A LA CARTA ANTERIOR DIÁLOGO CON PRESIDENTE DE PRESTIGIOSA ENTIDAD CULTURAL Periodista:

Bernabé Reynoso:

Periodista: Bernabé Reynoso: Periodista: Bernabé Reynoso:

Periodista:

Bernabé Reynoso:

Doctor Reynoso, ¿cómo nació su vinculación con el Ágape Cultural de Manos Vacías? Mire, aquí donde usted me ve, yo tengo toda una vida dedicada a la ciencia. Y no sólo a la ciencia, también me interesa el arte. “A veces vuelve el pasado/ las canas de una frente roza/ con las eternas formas de lo amado/ y su vívida presencia nos despoja./ Es todo cuanto se ha dejado/ es en el vaso la flor que se deshoja/ es el noble recuerdo de lo arado/ en una fértil pradera que no osa...” Y podría seguir, porque a mí las rimas me brotan, ¿sabe? Siempre como aficionado. Pero si hay algo de lo que no se me puede culpar es de inanición. ¿Inanición? Sí, porque yo siempre actué, hice; con penurias, con sacrificios... Inacción. Inanición, sí; porque aquí siempre se trabajó. Y es que a veces ocurre con los artistas que sueñan mucho, vio, y no concretan. El caso de un Hamlet, por ejemplo, que es un joven con temperamento poético frente a acontecimientos que exigen acción. Eso Shakespeare lo vio muy bien, y otra cosa: en ningún hombre existe la claridad total cuando está ausente la elevación espiritual. No sé si esto contesta su pregunta. Más o menos. ¿Qué opinión le merece el movimiento denominado “surrealismo”? Porque tiene detractores, hay quienes lo consideran un artilugio de... Vea, no me venga con sortilegios, yo no puedo juzgar la obra de ningún hombre. Cada obra es un hijo, y los hijos, sean 23

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Luisa Peluffo


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Periodista: Bernabé Reynoso:

Periodista: Bernabé Reynoso:

Periodista: Bernabé Reynoso:

Periodista: Bernabé Reynoso:

Periodista: Bernabé Reynoso:

Periodista: Bernabé Reynoso:

Periodista: Bernabé Reynoso: 24

feos o defectuosos, son nuestros. Tal vez por eso yo me muevo con más comodidad en el campo de la ciencia, sin que por ello dejen de interesarme las manifestaciones artísticas como la que usted menciona. ¿Usted tiene hijos? De mi vida personal le puedo decir que no tuve la voluntad de casarme, justamente para no tener hijos. Usted es un solitario, entonces. No, pero no me gustan las criaturas. Ellas no conocen la pena del otro. Cuando yo era chico, y usted me va a perdonar esta disgregación, todos los pibes se burlaban de mí. Al verme de lejos nomás, todos escapaban gritando: “¡Ahí viene, ahí viene!” Y yo, sin hacer caso a mi madre, que sufría mucho por todo esto, pobrecita, los perseguía llorando de rabia. Son cosas que no se olvidan. ¿Por qué hacían eso? Cuando nací, el padecer de mi madre fue grande. Porque yo, y usted me va a disculpar la expresión, no tenía ojete. ¿Cómo? Como le digo. Mejor dicho lo tenía, pero con un impedimento, como una carnecita que lo atoraba. Así le dijeron en ese entonces a ella, que en paz descanse. ¿Y entonces? Y entonces fui llevado con toda urgencia a la Capital. Con toda urgencia como le digo, y allí obtuve el dichoso orificio luego de la operación. Una operación como nunca se vio, y parece ser que los doctores de allá no quisieron cobrar, no señor, porque era algo tan raro que ellos mismos decían que habían hecho un experimento. ¿Un experimento? Como le digo, hicieron un experimento con mi cuerpo y parece que anduve bien yo. Aquí me ve. En aquel tiempo sus padres deben de haberse afligido mucho. Mi padre, que era un bruto, ni me quiso


Periodista: Bernabé Reynoso:

Periodista: Bernabé Reynoso:

anotar en el Registro Civil. El hombre era desconfiado y no quiso hacerse ilusiones conmigo. ¿Qué repercusión tuvo este hecho en su vida, doctor Reynoso? Esa poderosa ausencia fue la causa de todos mis males; sin embargo yo pienso que, en parte, mis intereses científicos provienen justamente de este hecho. Descubrí que la naturaleza no sólo no es sabia, sino bastante torpe; esto a mí me marcó y me llenó de reconocimiento hacia la ciencia que enmendó el entuerto. El único inconveniente es que de todo esto se habló mucho, aquí en el pueblo. Usted sabe cómo es la gente de curiosa y entrometida. Si venían de lejos y le pedían a mi madre por mí. Por verme, por ver... bueno... ¿Quiénes querían verlo? Intrusos, muchos intrusos. Hasta que un día ella se cansó y puso un cartel en la puerta de nuestra casa, que decía: “No muestro más el ojete nuevo del Bernabé”. Textual. Y estuvo bien eso, si ya estaba cansada la pobre.

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DONDE CIRIACO LARRA DA NOTICIA DEL ARTISTA

Buenos Aires, 29 de mayo de 1929

Estimado Peñafiel: No por estar tan lejos olvido mi pueblo, que en definitiva es mis orígenes. Por lo tanto sigo fiel a los dulces caseros que me envían desde allá; dígales en casa que prefiero el de mosqueta; me recuerda el olor a resina de esos bosques que están al otro lado del río Contrario. Mantengo otros hábitos también, como el mate, pero echo de menos las estrellas de ese cielo incomparable, y la vitrola para escuchar a Gardel. Aquí he podido oírlo en persona, pero me defraudó; yo lo imaginaba distinto. ¿Sabe qué es lo que más extraño? Mi caja de herramientas. En esta pensión no estaría bien visto que un huésped como yo se pusiera a arreglar cosas, y esto es algo que a mí, que jamás he usado nada sin haberle infligido antes ciertas cruciales modificaciones, me falta. Más que un hábito creo que se trata de una necesidad interior. Porque debo aclararle que no me interesan tanto las cosas, como su preciso, correcto y aceitunado funcionamiento. De manera que, momentáneamente, he perdido el goce inicial del inventor: ese ir siguiendo, uno a uno, cada paso de esos teoremas tangibles, hasta llegar a la demostración de un determinado mecanismo de funcionamiento. Como el traductor o el falsificador, experimento placer recorriendo el proceso de creación de otro. Respecto de lo que me comenta en su carta, y a diferencia del Artista, de quien creo que alguna vez le hablé, Bernabé Reynoso nunca mereció mi confianza; por consiguiente sus recelos, si bien justificados, no son aplicables a mí. El Artista no se hace llamar doctor, no sólo porque no lo es sino porque abomina de los médicos; y dicen que Jacinto Illapan, pues éste es su verdadero nombre, heredó la sapiencia de su madre. Esta mujer, a quien todos por ahí llaman “la abuela Illapan”, supo enseñarle a su hijo que nadie conoce sus males mejor que uno mismo. Por mi parte, yo he observado que Jacinto Illapan, alias El Artista, jamás contradice a sus pacientes; los deja hablar. Fíjese, Peñafiel, que esto trasladado a la literatura, consistiría en dejar hablar a los personajes tratando de interferir lo menos posible; humilde y sabio procedimiento que me propongo imitar en la redacción de estas crónicas. También comprobé que El Artista es el único habitante de Árbol Tonto, aparte de mí, que posee algunos libros. Sospecho que deben ser regalados o, más probablemente, robados a un cura a quien no hace mucho ayudó a morir. De otra manera no me explico su interés por la vida de Santa Genoveva de Brabante y la Imitación de Cristo; aunque también lo he visto cavilando sobre un manual de técnicas amatorias. Prometiéndole una visita durante mi próximo viaje a ésa, lo saluda 26


Suyo afmo. C.L. P.D.: Lamento defraudarlo, pero el anillo de Moebius nada tiene que ver con mi sospecha de un camino que fuera como una eterna cinta giratoria. Lo que observ贸 Moebius es algo mucho m谩s interesante y complejo: la anulaci贸n de dos planos en una sola y 煤nica superficie.

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QUE DA CUENTA DE ENTUSIASMOS Y CLAUDICACIONES

Buenos Aires, 10 de marzo de 1932

Estimado Peñafiel: Se van a cumplir tres años desde que me vine a Buenos Aires y no he sido capaz de persistir ni en nuestra correspondencia ni en mi proyecto literario. Sin embargo, cada vez que viajo a Manos Vacías, al regresar encaro entusiasmado mis escritos. Pero sé que esto no durará; como siempre, los estudios y otras obligaciones me apartarán poco a poco de esa atmósfera. El mes pasado, cuando anduve por allí, fui de visita al puesto de la abuela Illapan. Sólo estaba Obdulia y, de todo lo que me dijo, rescaté lo que sigue.

C.L.

P.D.: Tal como comentábamos vez pasada en su casa, y como se veía venir, las elecciones fueron una farsa. Con todo, hemos perdido la posibilidad de un buen presidente en la figura del doctor de la Torre. Ahora los conservadores llevarán la batuta; y a esto le llaman Concordancia...

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DONDE OBDULIA ILLAPAN, HIJA DEL ARTISTA, EVOCA UNA CONSULTA Cuando mi mamá sintió que la Milagros iba a nacer lo mandó a mi papá a la casa de la Teodora. - Andá y traela – le dijo -, que ya está por venir lo que Dios quiera. Y aunque la Teodora mandó decir que se estaba equivocando, que todavía no era el momento, mi mamá quiso ir hasta su casa para verla. Pero mi papá no hizo por llevarla; por eso fui yo. - El Jacinto no quiere acompañarme – dijo ella -, porque la abuela está ofendida que yo vaya donde la Teodora. Y la verdad es que a mí y a los otros nos hizo nacer la abuela; pero ya en ese tiempo ella había empezado a murmurar sola por los rincones, y se ve que mi mamá no le hacía confianza. La Teodora me hizo esperar afuera mientras la revisaba. Porque a ella no le gustan los intrusos. Y tampoco dejó el cigarro. Es que la Teodora no sabe trabajar sin el cigarro, pues. De las casas de Manos Vacías la de ella es la más linda. Tiene olor a saúco y a menta y está pintada de puro color blanco. Después, mientras mi mamá se sentaba en la mesa, la Teodora tosió y escupió un gargajo en el patio; de eso me acuerdo bien porque fue en ese momento que me llamó, y me dijo que lo de mi mamá era muy raro; así me dijo. Y que si salía algo de allí, y parece que allí era la guata de mi mamá, sería puro milagro. Y se lavó las manos y me hizo que le cortara un mechón así de grueso de sus crenchas rubias para que mi mamá lo tuviera de protección cuando llegara el día. Por eso cuando la nena nació le pusimos Milagros. - Así es la vida – dijo la Teodora otra vez que fuimos; y mi mamá se recordó de mis otros hermanos que nacieron grandes y sanos, y de cuando nací yo. Porque en ese entonces ella era joven y fuerte y sin embargo yo le vine con los ojos torcidos y el problema de los pies. - Ahora que estás vieja – le dijo, porque mi mamá ya iba para los treinta y cinco -, la última salud que te queda se la lleva esta otra. – Y lo dijo por la Milagros. Y yo le creo, porque la Teodora es mitad gringa, mitad india y tiene una manera de decir las cosas y de mirarla fijo a una cuando habla que me da miedo.

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QUE TRATA DE LA MUERTE DE LA SEVERINA

Manos Vacías, 18 de noviembre de 1932

Mi querido Ciriaco: Se me hace una obligación escribir esta carta para notificarte algo triste: la muerte de doña Severina Illapan a quien usted tanto apreciaba. Ni su marido, Don Jacinto, que gracias a la oportuna recomendación de usted me ha liberado de los dolores de mi artritis, logró curarla. Doña Severina no se restableció nunca del nacimiento de su última hija, la que llamaron Milagros. “Las preñeces de las mujeres son raras a veces”, me dijo la Teodora, que fue quien la atendió en ese trance; y fíjese que lo dijo como si ella misma perteneciera a un sexo inédito. Pero la pobre mujer sabía muy bien que su mal no tenía cura. Ya se lo había anunciado la Teodora. Por eso, cuando la abuela Illapan dictaminó que había que encargar un ataúd no se sorprendió. Así dijo la abuela y así se hizo. La midieron entonces con un lazo y encargaron la caja al hombre de la madera. Pero quiso el destino que la Severina tuviera justo una mejoría. Al Artista esto lo desconcertó pues según me dijo ya había pagado el anticipo. “Y qué voy a hacer yo con un cajón”, me decía. Y fue entonces cuando empezó con eso de que la Severina era rebelde hasta para morirse como Dios manda y que le llevaría la contra hasta el último resuello. Pero fueron unos días nada más; la semana pasada la acostaron en el hermoso ataúd hecho a su medida y que será pagado en tres cuotas. Sin ninguna otra novedad de importancia perdóneme que termine acá esta carta; tengo otras indispensables para hoy.

Suyo siempre José M. Peñafiel

P.D. : No se olvide de enviarme ese recorte que me prometió acerca de Di Giovanni. Aquí todavía hay algunos que, como sus medio hermanos (y no “hermanastros”, como usted suele llamarlos), tuvieron vinculación con los anarquistas y a quienes el tema interesa.

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DONDE CIRIACO LARRA ACUSA RECIBO DE LA CARTA ANTERIOR

Buenos Aires, 5 de febrero de 1933

Estimado Peñafiel: Antes que otra cosa quiero decirle que recibí su carta notificándome la muerte de doña Severina, y también disculparme por no haber acusado recibo de ella en su momento. Estuve rindiendo exámenes hasta hace muy poco y esto absorbió mi tiempo casi por completo. Recién ahora puedo volver a concentrarme en Árbol Tonto y Manos Vacías y garabatear algunas cosas sin sentirme en falta por divagar en lugar de estudiar. Aquí van algunos apuntes. C.L.

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DONDE EL ARTISTA SE QUEJA DE CIERTAS MURMURACIONES Y HABLA DE LA GRISELDA FLORES

Yo sé muy bien lo que andan diciendo por ahí. Que nosotros no la queríamos. Pero mire, si cuando la Severina decidió padecer ese mal y se languideció toda yo pensé enseguida que con intrusiones así nada podíamos hacer nosotros. Mi mamá y yo. Por más inteligencia que uno tenga. Así clarito lo vi. Desde el principio. Mi mamá está segurísima que la han dañado. Que ha sido la Teodora y que por eso nosotros no pudimos sanarla. Mire, la verdad es que yo estoy muy jodido. A veces pienso que ella quiso morirse de puro gusto nomás. Alguna gente es así. Y yo sé lo que andan diciendo. Que nosotros no queríamos ayudarla. Pero mire, aunque ella era muy rezongona y a veces me tenía cansado yo hice todo lo que pude. Todito. Y después que la enterramos como Dios manda repartí los hijos más grandes y dejé a la Obdulia con mi madre. A la Milagros la até al anca de mi caballo y así anduvimos dos días hasta orillear el río Contrario que sabe venir siempre alborotado. Pero sólo así siguiéndolo yo sé llegar donde la Griselda Flores. Ella me debe favores y me la va a cuidar bien a la Milagros. Por eso yo la soñé allí anoche. En esos bosques y junto al agua y no con estos alpatacos que son lo único que sabe crecer aquí en Árbol Tonto. La Griselda vive en el mallín a orillas del río. Allí se hizo el rancho sobre unos pilares de madera para defenderse del agua. Ella supo tener un hijo, el Nibrando, que al hacerse hombre encontró mujer y se fue con ella a buscar el mar. Para qué querrían el mar esos ingratos si le dejaron el nieto que recién se alzaba del suelo y lloraba por las noches como saben hacer algunas criaturas. Mala gente digo yo. La Griselda sabe tejer sus redes y también tirarlas desde la orilla. Así encierra a las percas en los pozones. Después las ensarta clavándoles una caña puntuda. Y todas las semanas se viene hasta Manos Vacías con el nieto amarrado al pecho y en su bolsa la pesca para vender. Cuando muge algún toro del valle ella dice que no habrá pesca por muchos días. Dice que es entonces al oír llorar a su hermano de la tierra cuando el toro del agua se cabrea y hace revoltijos en los pozones. Y en todo ese tiempo nadie debe acercarse a los gurgullones de la orilla porque este animal quiere la pesca para él solo y hay que saber respetar.

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DONDE LA ABUELA ILLAPAN HABLA DE DAÑOS Y MALES

El mal puede venir de repente y entonces el corazón se estremece y brinca dentro del cuerpo. Es por esto que los dañados padecen desazones y no le duermen a una. En otro tiempo lejano también una criatura mía se durmió para siempre. El sarampión se le fue para adentro y lo llevamos a la iglesia largando esa espuma blanca por la boca. Allí el cura le puso las manos sobre le pecho y lo ungió. Entonces el pobrecito descansó la cabeza aquí, en mi brazo y yo creía que el mal le abandonaba el cuerpo al fin. Esperanzada lo tuve así abrazado todita la noche. Y también al día. Porque me lo querían llevar. Pero yo no los dejé. Tuvieron que esperarse otra noche más y otro día para que estos brazos lo soltaran y recién entonces se pudo enterrar. Mi propio hermano antes de quedar medio tontito padeció un daño de esos que lo arrempujan a uno. El se daba la cabeza contra la cerca. También me acuerdo de una criatura que nació con un bulto en la cabeza así. Del grandor de una nuez. Al abrirle le encontraron un diente y unos pelos. Antojos de la madre. Y hubo otro que llegó a este mundo con un diente ya crecido. Pero la verdad no sé si estos han sido daños o qué. No se sabe a veces. Al doctor Reynoso lo conozco de que nació. Al principio nadie se daba cuenta. Ni la misma madre. Pero cuando a los pocos días de parido ella no le encontraba la caca en los pañales pensó que estaba enfermo. Que así suele suceder. Pero al indagar para limpiarlo ¿vio? Se puso a llorar y a gritar y nadie la podía consolar a esta mujer. ¿Sabe que los animales pobrecitos también son atacados de males? Se abichan en el lomo o las verijas porque alguno los codicia. Por eso es. Y entonces canta la gallina y esto es malo. Si habré curado yo de ésos y tiempo atrás me trajeron a un cristiano con la cara así también toda abichada. ¿Y sabe usted quién era? Un cura de por allá con la mirada muy demasiado fuerte que le decían El Párroco pero nadie le quería ir a la misa porque con esos ojos y faltándole las carnes de la nariz la gente le tenía miedo. A mí no me asustan esas cosas así que lo limpié todos los días. Le hice agüitas, lo curé con saliva que es lo mejor y una mañana mi hijo le acercó estas piedras buenas que nosotros sabemos tener. Se las puso bajo el catre y le rezamos las palabras de los libros porque este hijo mío conoce todas las letras y sabe leer.

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DONDE SE CUENTA LO QUE AQUÍ SE LEERÁ “He quedado reducido a la nada. Tú oh, Dios mío, has arrebatado como torbellino todo lo que yo más amaba. Durante la noche taladran mis huesos los dolores; y los gusanos que me roen no duermen ni descansan”

Job, XXX, 15-17

Cuando los oí me enderecé todo lo que pude y atiné a gritar. Al instante mis ojos fueron heridos por una luz cegadora que me derrumbaba y en mis oídos resonó una voz secreta que prometió curarme. Al despertar, estas manos temblorosas buscaron en mi rostro la nariz carcomida por la llaga maldita y la hallaron intacta y sana. Entonces recordé la visión deslumbrante y la promesa. Y descansé en paz con una sonrisa entre los labios, sin precisar ya esas fronteras alucinadas que me separaban de la conciencia, y sin saber que agonizaba arrullado por la salmodia monocorde que una vieja y su hijo entonaban a mi lado.

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DE LO QUE CONTÓ LA ABUELA ILLAPAN DE LA VOLADORA

En la primavera la Voladora sabe traer el viento aquí y nos hace mucha bulla. Mucho destrozo porque el techo se quiere ir con ella y la Obdulia pobrecita se tapa la cabeza con el poncho. Si hasta los animales conocen cuando ella pasa y por eso ladran los perros y la chiva me embiste la cerca. Ella tiene su guarida en la buitrera. Mire. De aquí se ve. Es esa montaña de pura piedra blanca. No conviene acercarse a ese lugar al caer la tarde. Es la hora en que ella se deja ver y sorprenderla trae mucha desgracia. Allí en esas partes altas están los nidos. Nichos que le dicen. Donde anidan los cóndores. En esas cuevas crían a sus pichones y allí también se asienta ella porque parece que le gustan esos pajarracos. Y le habrán enseñado a volar digo yo porque ella sabe ir volando y con un chistido fuerte. Y esto será para anunciarse porque donde ella pasa se alborotan los animales y se siente ese temblor que sacude las casas. No la vi nunca. Lo que se dice verla no, pero sé que es mitad pájaro mitad bruja y si ella quiere hacer el daño es muy difícil esquivarse. Sólo Dios puede porque él es muy decente para hacer las cosas.

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ANOTACIÓN DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL AL MARGEN DE LA PÁGINA ANTERIOR No sabía que por esta zona también se hablara de la Voladora; porque la leyenda no es de aquí, sino del otro lado de las montañas. En Chiloé dicen que este personaje es una mujer elegida por los brujos, que al beber una poción mágica vomita sus vísceras, las esconde y se transforma en pájaro. Discúlpeme que no le escriba, pero últimamente me fatigo con facilidad.

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DONDE HAN PASADO LOS AÑOS Y CIRIACO LARRA TIENE UN SUEÑO PREMONITORIO

Buenos Aires, 8 de abril de 1945

Estimado Peñafiel: Sé que a pesar de no habernos escrito durante todos estos años usted no ha olvidado al “excelente alumno que partió de su pueblo en busca de nuevos horizontes...” Como le comenté hace un tiempo en Manos Vacías, a pesar de mi título, en muchos aspectos sigo sintiéndome tan inseguro como cuando era estudiante. Y tal vez más. Últimamente muchos acontecimientos han ocupado mi atención; esta declaración de guerra ahora, a un país ya vencido, no me inspira más que vergüenza y desprecio. A veces me hago la ilusión de que papá no ha muerto y que renuevo con él las pocas charlas que pudimos tener mano a mano; entonces invento o adivino sus opiniones. Si no hubieran estado dispuestas las cosas como estuvieron y yo hubiera tenido unos años más para estar a su lado, le habría planteado mil cuestiones para escudriñar su verdadero sentir sobre problemas que ya empezaban a preocuparme en aquella época en que él murió. Muchos de ellos fueron tratados, es verdad, en el Ágape, pero yo no doy fe de las opiniones que papá allí exponía; creo que a mí me hubiera contestado sin tanta habilidad retórica. Pero estas disquisiciones no son el motivo de mi carta. Me acabo de enterar por Faustino de la muerte del Artista y de otros sucesos. Lo curioso es que hace tiempo yo soñé esa muerte y escribí entonces unos textos basados es esa premonición. Textos, que junto a otros más que van surgiendo, pronto le enviaré. C.L.

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DONDE LA GRISELDA FLORES HABLA DE MILAGROS ILLAPAN Y DE LA MUERTE DEL ARTISTA

Es que no somos nada, ni siquiera él, que sabía de todas las cosas y leía. Supo ser bueno y estar sano hasta que enfermó. Dicen que se venía quejando de dolores en los riñones... Y no se calmaba eh, ni con barro, ni haciéndose tirar el cuero por la madre. Entonces parece que ella, viéndolo ya tantos días adolorido y afiebrado, le preparó la purga. Él se la tomó toda buscando el alivio, y hay que entenderlo al hombre, pero a las pocas horas las visiones se le nublaban y el sufrimiento le acorralaba el cuerpo volteándolo sin sentido. Algunos acusaron a la madre, y en el velatorio dijeron que se le veía más pálido y desmejorado que a otros finados. Doña Teodora anduvo hablando por ahí que, si se hubiera operado, no estaría muerto. Aunque la madre nunca se lo hubiera permitido, estaba afligida la viejita, pero lo mismo dijo que los de su familia no iban con los doctores. Que estas cosas las arreglaban entre ellos y que si el hijo había fallecido era porque así estaba escrito en el libro de Dios. Cuando la anoticié, la Milagros se me quedó mirando y se estuvo así, quieta, sin quitarme los ojos, un día entero. Al otro me resolvió los cajones y agarró todos los cuchillos, los envolvió en un trapo y no los quiso soltar por nada. Ella siempre sabía caminar en la noche con los ojos bien abiertos, y en algún soñar, vaya a saber cuándo, yo la he visto así también, con los cuchillos en las manos. Después se fue. Porque los lugares tienen sus cosas, algunas buenas, otras malas, y aquí los ojos de agua bajo tierra la enfermaban. Ya se sabe que las aguas ocultas son dañinas para algunos y ella de seguro sentía en los pies esa cosquilla de los torrentes que se atropellan por salir. Y se ve que era esa inquietud lo que la llevaba donde los árboles. Por eso se abrazaba a los troncos y les murmuraba esas cosas que yo no alcanzaba a entender, para que huyera por las ramas todo ese mal influjo de las aguas. Y cuando le advertí que dormía con los ojos abiertos, y que así estaba escondiendo bajo su catre todos los cuchillos de mi casa y hasta los arpones, comprendió que había llegado el momento. Por eso se fue. Para ese entonces casi no hablaba, porque se había hecho arrancar todos los dientes que tenía malos. Pero igual era linda, y rencorosa también. De mí ni se quiso despedir, porque dijo que yo le había mezquinado cosas.

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QUE TRATA DE UNA AFICIÓN DE DON BERNABÉ REYNOSO

Murió por ignorancia, si lo que tenía el hombre era el apéndice podrido. Y reventó por no operarse, eso pasó. Se los dije, pero no me hicieron caso. Mire, yo desde hace un tiempo guardo en formol los apéndices y muchas otras cosas que se sacan mis clientes. En cuanto sé que se van a operar, les pido que me traigan lo que sea en un frasquito. Y allí, sobre el vidrio, pego la etiqueta: Apéndice de Mengano, Nódulo de Fulana, Feto de... y así. Porque es interesante, vea; a uno como yo que le gustan estas cosas. No, no se le puede llamar una colección, todavía son muy pocos. Si aquí casi nadie se opera.

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DE LO QUE PIENSA NIBRANDO FLORES DESDE LA CUMBRERA

Estoy subido al techo de mi casa mirando cómo se va la Milagros. Anoche nos dijo que se iba, y después de cenar se encerró en la pieza. Mi abuela dice que no pudo dormir y es que toda la noche le oímos los pasos. Por eso tengo tanto sueño ahora. Todavía la veo. Es un puntito negro que sube y baja por el camino. Mi abuela y yo tenemos los ojos negros, pero la Milagros los sabe tener casi amarillos, mi abuela dice que la gente decente no tiene los ojos amarillos. A lo mejor es por eso que la Milagros se quiso ir. Porque no es gente decente. Y tampoco me quiso convidar con cama. Dijo que yo era medio faltito, pero yo sé que fue de rabia por lo que decimos de ella. Mi madre tampoco es gente decente. Eso no me lo ha dicho nadie pero yo lo sé porque nunca volvió a buscarme. Mi abuela dice que me tiene con ella de puro zonza; que no le sirvo para nada y que su hijo no es mi padre. Pero yo me crié aquí y por eso me deja decirle abuela. A mí también me gustaría irme, porque ella está vieja y sorda, y hay mucho trabajo y poca comida. Me quedo de lástima y porque quién sabe, tal vez mi madre vuelva. Por eso todas las tardes me estoy un rato aquí, en la cumbrera; y, así como ahora veo el puntito de la Milagros que se va, algún día si Dios quiere, veré un puntito que se acerca y se agranda y que a lo mejor es mi madre que vuelve a buscarme. Pero cuando me llamen al servicio me tendré que ir. Mi abuela dice que ni allí me van a querer a mí. Para ese entonces habrá fallecido, y será mejor eso que dejarla sola; entonces yo estudiaré para milico o policía, que es lo mismo y que me gusta porque te dan el uniforme.

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DE LO QUE LE CONTÓ MILAGROS ILLAPAN A FELICIA DE LARRA

Fue cuando yo me vine para aquí, para el pueblo. No me hallaba con Doña Griselda; ella no era mala pero me mezquinaba cosas. Recuerdo que caminé por esta misma calle y que, cuando vi la placa dorada, me quedé ahí porque me subía como un dolor por aquí dentro. Doña Griselda siempre decía que los dentistas conocen mucho de las enfermedades, más que los yuyeros y los médicos. Más que mi papá no, le sabía contestar yo. Pero entonces me acordé que mi papá se había muerto y que yo ni le había conocido. Después no sé qué pasó porque desperté en una cama grande, hermosa, como nunca había visto antes. Era la cama del Doctor, ¿y sabe lo que pensé? Que tenía los pies muy sucios y me dio vergüenza por el Doctor, que es un caballero. Pero él no me dejó levantar; dijo que yo tenía mucha fiebre y la verdad es que a mí me dolía todo el cuerpo. Y fue y compró remedios y después me traía una bandeja a la cama para que yo comiera. Yo no le quería aceptar, pero no tenía fuerzas ni para hablar; entonces me dormí y se me apareció la Eva. Sí, la Evita toda llena de luz como una virgen; y ella me dijo esto: “No te humilles, hija, no te humilles”. Cuando desperté me quedé pensando por qué me habría dicho eso, y tan claro que todavía me lo acuerdo. ¿Usted sabe que el Doctor Reynoso tiene una muñeca así de grande sentada en un sillón de su casa? La primera vez que la vi creí que era de verdad: una criatura, alguna nieta del Doctor... Pero cuando la miré bien de cerca parecía, no sé... esos finados que los conservan como si estuvieran vivos. Yo leí en una revista del Eusebio que les ponen trapos viejos adentro y cosas. Primero les sacan las tripas y la sangre; los limpian bien, como a los pollos, ¿por el olor será? Después los cosen y los visten como a la muñeca del Doctor. A mí me daba lástima y le hablaba, pero el Doctor no me dejaba tocarla. Una vez me pegó. Me descubrió cuando le hurgaba un ojo. Por eso estaba yo tan contenta cuando usted y Don Faustino me trajeron aquí, a Casa del Árbol.

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DONDE CIRIALO LARRA IMAGINA LA PRIMERA VISITA DE MILAGROS ILLAPAN A SU ABUELA

Desde sus ojos torcidos Obdulia se quedó un rato mirándolos con desconfianza, pero después fue a decirle a la abuela que los recién llegados no eran forasteros. Entonces Milagros entró en el rancho mientras Faustino Larra y Bernabé Reynoso la esperaban afuera. Sentada en su silla la abuela Illapan miraba sin ver, con sonrisa beatífica. - Hay que gritarle porque está sorda – dijo Obdulia -, y ahora ataca a la gente. - Mala sangre – murmuró la abuela, y Obdulia enrojeció. Recién entonces Milagros advirtió que su hermana estaba gruesa. Entonces la abuela se levantó, y tomándole las manos entre las suyas, la miró muy de cerca con ojos enrojecidos y acuosos: - Ésta es la Milagros – confirmó -. La Milagros Illapan que sabe vivir donde la Griselda Flores. – Hecha esta comprobación se sentó nuevamente y agregó como si recitara una letanía: - A tu finado padre le llamaban El Artista. De lejos le venían a buscar porque era bueno para sacar los daños como yo se lo enseñé. Ahora él ya no está y a mí me buscan los intrusos y los pájaros. Pero yo me voy a quejar. – Se irguió. – Sí. Voy a ir a donde ese que le llaman el general Perón y le voy a contar todo para que nos ayude porque él es bueno con la gente de nosotros. Y ahora estamos solas con la Obdulia. Muy solas... La voz de la abuela se quebró en un lloriqueo; justo en ese momento Bernabé Reynoso, agachando la cabeza, entró en el rancho para avisarle a Milagros que se iban. La abuela lo observó con atención y después, en tono recriminatorio, le dijo: - Usted es el que nació sin ojete. Bernabé Reynoso bajó los ojos como chico pillado en falta y salió precipitadamente, balbuceando una despedida. Subió a la camioneta donde lo esperaba Faustino Larra y puso el motor en marcha. Al oír el ruido, Milagros se acercó corriendo y golpeó el vidrio de Faustino. - No me deje – le rogó - ¿No ve que no me hallo, aquí? Él la observó en silencio; a través del vestido le adivinaba los pechos hinchados y doloridos, porque la mocosa todavía no había tenido su primera regla, o por lo menos eso le había dicho a Felicia cuando Bernabé Reynoso la dejó en su casa para que ayudara en la cocina. - No me deje, don – dijo ella, y era casi una orden. Él le miró la boca y trató de imaginarla con dientes. - El doctor te va a poner todos los dientes y vas a quedar muy linda – dijo, acariciándole el brazo -. ¿No es cierto, Reynoso? – Y Faustino palmeó el muslo flaco del doctor. Bernabé Reynoso no contestó. Entonces, Faustino Larra abrió cansinamente la puerta de la camioneta y Milagros subió y se sentó entre los dos hombres como cuando llegaron. Mientras avanzaban a los tumbos por la senda pedregosa, miró hacia atrás. - Viene tormenta – dijo con los ojos fijos en la silueta oscura y contrahecha de Obdulia, parada en la puerta del rancho.

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DONDE CIRIACO LARRA TRATA DE IMAGINAR OTROS VIAJES DE MILAGROS ILLAPAN HASTA EL PUESTO DE SU ABUELA

Cuando la camioneta arremetía por estas soledades hasta dar con el desvío que lleva al puesto de la abuela, Milagros se sumía en una vaga desazón que definía después como “mis nervios de adentro”, y vaya uno a saber qué era. Desazón que en vano intentaba dominar, porque sabía que a Faustino Larra le disgustaban las hembras descompuestas en los viajes. Acertar con ese desvío era toda una hazaña. Y es que nada hace suponer que entre los yuyos de esos páramos puede llegar a surgir algo parecido a un camino. Así y todo, mi hermano encaraba un improbable descenso por las ambiguas sendas pedregosas, más intuidas que ciertas, y los ojos velados de Milagros adquirían entonces esa rigidez especial, previa a sus estados de enajenación. Así seguiría ella después, al subir la camioneta resoplando las empinadas pendientes de ripio, y mucho más tarde, cuando bajaran bordeando la Cuesta del Ternero. En ese momento Milagros siempre torcía un poco el cuello y ladeaba la cara en un supremo esfuerzo por evitar la visión del abismo. Intento que sus pupilas esquinadas traicionaban, pues esa mirada involuntaria tenía una sola obsesión: no perder de vista el múltiple cuerpo entrelazado de los Amantes, y la figura amenazante del Obispo seguida de la Pianista, inmóvil en su arpegio; y así descubrir el truco que de un momento a otro, ladinamente, los haría desaparecer. Enseguida, los bordes del anhelado camino se elevaban formando grandes paredones terrosos a los flancos. Milagros, alerta en medio del sopor, seguía viéndolos, aunque sólo de a ratos, porque cuando reaccionaba ya era tarde; las criaturas, oficiantes de un curioso rito que la piedra eternizaba, ya habían desaparecido en algún vericueto del paisaje por más que su mirada fija intentara exorcizarlas.

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DE LO QUE CONTÓ LA TEODORA

Se abusó de ella. Esto se lo puedo decir yo, porque al día siguiente vino para que le sacara las papas del fuego. Se ve que estuvo tomando y eso le dio coraje al sinvergüenza. Con una criatura, qué le parece. ¡Pobre señora Felicia! Las cosas que le ha tenido que aguantar a este hombre... Y mire usted la fatalidad, si hasta parece un castigo de Dios que la mocosa no dejara de sangrar. Pero de tal manera que el hombre se asustó, y ahí muy avergonzado me vino a buscar. ¿Cómo se habrá decidido, digo yo? De no ser por el vino capaz que no se atreve. Bueno, el asunto es que la sangre pasó el colchón y el pensó que la piba se moría por su culpa. Mire, ahora hasta me da risa el susto que tenía, si de eso no se muere nadie. Es más, cuando yo supe de quién se trataba le dije que no se hiciera mala sangre; mala sangre, fíjese... Con toda la que había visto él; que las de esa familia eran todas raritas. Si yo la ayudé a nacer y buen trabajo que dio, como que le costó la salud a la madre. La Severina, ¿se acuerda? Ésta es la menor. La aconsejé que se estuviera quieta nomás; hasta que le parara, y después baños de asiento con estos yuyos que guardo aquí, ¿ve? Es lo mejor para esas cosas, y el alcanfor también. Como le digo, al día siguiente estuvo bien, y Don Faustino me trajo unos pollos, que para lo tacaño que es mucha debe haber sido la aflicción.

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DONDE LA ABUELA ILLAPAN LE EXPLICA A FAUSTINO LARRA LO DE LAS PIEDRAS Mirá che. La idea de las piedras se le ocurrió a la Obdulia que tiene mucha inteligencia como el padre. Ella sabe que las brujas llevan la marca en el cuerpo aunque no se les ve por la ropa. Por eso cuando alguna se llega hasta aquí yo tengo la costumbre de indagar en sus cosas y de áhi que me hayan acusado de ladrona. Una vez vino una con la maña de hacerse atender por mi hijo y él la recibió. Yo estuve en desacuerdo porque él curaba mirando a los ojos y esto es muy peligroso. Así la ojean a una. De lejos se vino ésta y en coche particular. Sí, sí. Ahora también se han hecho modernas y la muy pícara se sacó toda la ropa delante de él para buscarle la tentación. Y ahí yo le pude ver las marcas y esta maligna tenía el cuerpo hermoso como el de una jovencita. Pero en cuanto se apercibió que yo la maliciaba se vistió y se fue. Porque a ellas no les gusta que las descubran. Después mi hijo se enojó conmigo que así se reparte el mal. Dijo que yo los había andado acechando y que la había ahuyentado eso dijo. Los hijos no entienden de estas cosas. Pero la Obdulia con su inteligencia inventó esto de tirarles piedras a los coches de las brujas y en cuanto escuchó el ruido del tuyo vino corriendo donde yo estaba guardando la chiva y me avisó. Y no te reconocimos Don Faustino ni a la Milagros. Es que se me hacían raros tantos dientes como tiene ahora. Aquí nadies tiene tantos. Así que disculpame. Pero yo te digo que hay que tener mucho cuidado para no dejarse engañar y adivinarles esos plumones como de alas chuecas que ellas llevan por aquí atrás. Tenés que verlas con la cara descompuesta de la rabia después del susto porque en un principio no saben qué cosa les ha golpeado el auto. Como te pasó a vos Don Faustino y disculpame que no te reconocí porque la verdad yo tengo más acierto que la Obdulia y las más de las veces les sé dejar los vidrios bien estrellados. ¿Así que te la trajiste a mi nieta de visita?

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DE LO QUE LE ESCRIBIĂ“ MILAGROS ILLAPAN A LA GRISELDA FLORES

Al 15 de julio de 1945 Estimada Griselda Lescribo como uste me pidio y porque vea mi adelanto pero lasiniora Felicia dice que todabia ago mucha faltas. Ella queria que yo le ditara pero yo no quise porque me molesta esa curiosida que tiene por verlo que yo lescribo a uste. La criatura de la Odulia nasia muerta y fue mejor asi porque labuela esta mas maniosa que nunca y la segunda ves que fui dormia amarrada a la silla porque ahora tiene que atarla con el laso quera de mi papa para que no se lescape. Don Fastino dise que todabia sacuerda de comilaba labuela y que a mi en cambio me salen despareja las ebra. Como la Odulia no conose bien el pueblo yo le divuje en un papel la plasa, las tienda y las casa pero ella nontendio mi divujo. Asia mucho frio y no tenian yerva siquiera entonse la Odulia agarro la oya questabal fogon y se fue a buscar agua. Asi ablandamo los pane que quedan dijo y entonse Don Fastino fue al auto a buscar la comida que yevabamo y ellas estaban contenta y ya labuela se despertaba y contava quesa oya se lavia dado el turco por la lana y las pluma y miermana quial turco tanbien lo avia tenido que combidar con otra cosa pero labuela siso la que noyo y yo tampoco porquestaba Don Fastino y ellas querian que nos quedemo pero Don Fastino se dio cuenta que me asia mucho frio y parece que tanbien le daba ascos esa agua susia pero ante de irno le pregunte a la Odulia que andestaba la radio que leyevamo la otra ves y no me quiso desir pero yo se que se la yevo tanbien el turco por comida pero lo que si me dijo es quiasta alli no yega la letricida y a mi no me gusta ir donde labuela prefiero donde Don Fastino y la seniora Felicia. Esperando se encuentre uste bien de salu sedespide una serbidora.

Milagro Illapan

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DONDE SE INCLUYE UN COMENTARIO DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL

Manos Vacías, 29 de julio de 1945

Querido Ciriaco: Hasta ahora todo lo que ha venido escribiendo y enviando me interesa. Aun los primeros textos que estuve releyendo. Esos de hace años. Es notable cómo, a pesar de las interrupciones, todo fluye en la corriente de un tiempo interior que se maneja con pautas ajenas a las del cronológico. Pero vayamos por partes; la muerte del Artista no fue exactamente así. Además, Bernabé Reynoso no colecciona esas porquerías que usted menciona. Y humildemente, Ciriaco, me parece que esa descripción de los viajes de Milagros al puesto de la abuela (“cuando la camioneta arremetía por estas soledades”, etcétera) sobra. Es sólo una descripción, y algo confusa; nadie que no sea de aquí comprenderá que la Pianista o los Amantes son nombres que otorgamos a las figuras que el viento talla en las montañas, y además nada agrega a sus crónicas.

Con todo respeto José M. Peñafiel

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DE LO QUE CONTESTÓ CIRIACO LARRA

Buenos Aires, 18 de agosto de 1945

Querido Peñafiel: Sí, es posible que usted tenga razón y que esa descripción sobre. A mí siempre me fascinó esa sensación de imagen tramposa que despliegan las montañas y pedreros de Árbol Tonto. Pero no descarto que Milagros no haya sabido transmitir cabalmente esa sugestión. De todas maneras, no me resigno a eliminar esas páginas. Respecto a las otras objeciones, usted ya sabe que a mí la verosimilitud no me preocupa demasiado. Estoy leyendo las noticias que empiezan a llegar de Hiroshima. Algo dantesco. Paralelamente, aquí se vive un clima de mucha agitación. Desbordes, a causa del levantamiento del estado de sitio y la esperanza de elecciones a corto plazo.

C.L.

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II

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DONDE AL AZAR DE RECUERDOS Y VERSIONES, CIRIACO LARRA PROSIGUE ESTAS CRÓNICAS

Buenos Aires, 31 de julio de 1946

Estimado Peñafiel: Hace tiempo que no sé nada de usted; yo además he estado muy distraído con nuestros acontecimientos políticos. En 1916, cuando el escrutinio revelaba el triunfo de los radicales y yo tendría once años, no más, le oí decir a papá que en definitiva era una suerte que triunfara Yrigoyen y que por fin hubiera elecciones limpias. Dudo de que ahora pensara lo mismo. Y no tanto por las reivindicaciones de Perón y Evita a los “descamisados”, que yo por mi parte considero justas, como por el tufillo nacionalsocialista que las enmarca. Hace tres años, cuando estuve preso a raíz de aquel manifiesto prodemocrático que firmé con algunos colegas de la universidad, imaginé varias historias que nada tienen que ver con ese episodio, ni con estas reflexiones. Ahora, al escribirlas (y soy consciente de que es una evasión), he decidido incluirlas en mis puntes sobre Árbol Tonto y Manos Vacías. Pero no creí que la memoria pudiera traicionarme tanto. El caso es que, al azar de recuerdos y versiones, fue surgiendo lo que transcribo a continuación.

C.L.

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DE LO QUE LA GRISELDA FLORES LE OYÓ DECIR AL MAR PACIFICO

Te conozco, Griselda Flores, te conozco muy bien porque llegaste a este mundo mecida por mí. Por eso has edificado tu casa en el agua y, así como tu madre hacía conmigo, en el agua hurgas para vivir. Tu único hijo se vino a buscarme, añorando mi horizonte y mis orillas de espuma, pero vos sos una renegada, Griselda; cambiaste mi tumulto y mi cólera por el agua hipócrita de esa laguna grande que pretende imitarme. Conociéndome, elegiste primero los azarosos caminos del desierto y, ahora, el barro traicionero de ese mallín donde tu casa se inunda. A tu madre la recuerdo bien y respeto su memoria; ella sintió los dolores y la inminencia de tu nacimiento sobre la olas. Fue durante el trayecto que hacía todos los días desde Las Islas hasta el Puerto de las Visiones, en una barcaza atestada de peces y canastas. También en un barco de madera, catorce años después, remontando aquel río que cruza las montañas, navegaste vos hacia tu boda. Ibas con un vestido blanco, tejido por esa pobre madre que tuvo que venderte a Dionisio Rubini, dueño de un almacén de ramos generales en ese pueblo lejano y desconocido llamado Manos Vacías. Y lo hizo a un precio bastante conveniente, según su parecer. En esas regiones, las mujeres rubias y de costumbres civilizadas como las tuyas eran muy codiciadas, y por lo menos no pasarías hambre. Yo también lloré tu partida, aunque en ese entonces no imaginaba que sería para siempre. Al atracar el barco y sonar lo primeros acordes de la banda, dos gendarmes se acercaron y te ayudaron a descender, mientras tu futuro esposo se abría paso entre el gentío para recibirte. En medio de los vivas y los aplausos de la gente se oyeron también esos comentarios procaces que nunca faltan y que Dionisio Rubini, emocionado, no escuchó. En cambio te ofreció galantemente su brazo y así caminaste con él, como en sueños, seguidos ambos por una comitiva de chicos curiosos, hasta el salón del Gran Hotel Manos Vacías que, en aquellos tiempos, lucía mejor que ahora. Se encendieron luces distantes y comenzó la música. Las voces de los invitados, el tintinear de las copas y el calor suave que despertaba el vino en tu garganta te arroparon con brumosos ropajes. Era como un naufragio que te sepultaba blandamente. Entonces, al son de las felicitaciones y los brindis, un jinete atropelló a todo galope entre la gente. Hubo gritos y corridas, vos agitaste los brazos arañando el aire. Muy rápido el desconocido se inclinó, te izó hasta su montura y después fue un tragar leguas y leguas de tiniebla. En ese momento supe que te perdía definitivamente. Los cascos volvieron a la piedra y surgieron sombras de esas profundas oquedades. En los pueblos, las casas abandonadas abrían fauces oscuras con sus livianas cortinas alzándose impúdicas al roce de la brisa, y aun hoy las mujeres desfallecen al recordar los ecos de tu huida. Algunos dijeron que lo esperabas desde siempre. Otros que no, que sólo eran leyendas, vagas historias de espantapájaros y suspiros. Pero lo cierto es que sobreviviste a la belleza demente de aquellos caminos y al galopar oscuro del errático caballero que te hizo un hijo. 51

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Ahora estás inquieta y te revolvés en la cama empapada por la fiebre. En tu delirio me convocás y me echás, pero yo soy tu marea y no tengo más remedio que volver. Siempre volver, volver siempre.

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COMENTARIO DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL ESCRITO EN EL MARGEN DE LA PÁGINA ANTERIOR

Nunca me enteré de este episodio, Ciriaco, pero si usted dice que lo imaginó... Y, después, que el mar hable me parece algo excesivo.

J.M.P.

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DONDE EL VERDADERO TÍTULO SE LE ESCURRIÓ A CIRIACO LARRA UNAS LÍNEAS MÁS ABAJO

Buenos Aires, 21 de septiembre de 1946

Estimado Peñafiel: Me llama la atención el que usted no conociera el episodio de la novia robada; en casa siempre lo mencionaban y yo hasta lo he soñado, al punto que hoy ya no sé si recuerdo fragmentos de un sueño o de una leyenda:

DONDE SE PONEN LAS EVOCACIONES DE LA GRISELDA ANTES DE MORIR Tengo miedo. Ya van para tres noches que oigo el mar. Debo estar muriéndome entonces, porque no es el viento; ése tiene otro sonido. De las islas me arrancó mi madre para que no volviera, y yo no volví. Es que no me quería. Me vendió porque ya éramos muchos en la casa. Y tantísimas cosas me sucedieron desde entonces, pero yo no olvidé. No se puede olvidar el mar, él se asoma por los ojos de una; por eso mi hijo se fue a buscarlo. No ha vuelto todavía y sé que no volverá. A veces lo sueño ahogado, como una venganza. Yo no le hablaba del mar, le contaba sí de su padre que olía a caballo sudado, y también a tabaco y a ginebra, que le gustaban más de la cuenta. Tu padre, le decía yo, llevaba unos pantalones de cuero bien sobados y los bolsillos llenos de pedernales para hacer el fuego con este cuchillo que todavía conservo. Eran épocas jodidas, sí, y lo cierto es que yo mucho no supe de aquel hombre. Sólo una vez le oí decir, con esa voz ronca que tenía, que había nacido al otro lado de las montañas. Y no le creí. Porque él no hablaba como los que saben vivir allí. Otra vez me contó que se había criado con los indios y que por eso les conocía las mañas. Y esto fue lo único que me dijo de él, porque no le gustaba hablar de sus cosas. Si cuando supo de mi estado me quiso dejar en unos caseríos. “Es por la cría”, me dijo, y apoyó su mano aquí, en mi panza. “Usté tiene que estar en otra compañía, no siempre de a caballo conmigo”. Pero yo no quería quedarme sola entre extraños, así que cuando quiso bajarme del caballo me agarré bien fuerte de las crines y apreté lo más que pude mis piernas flacas contra la cincha. Él no dijo nada, pero yo sabía que estaba contento de que no quisiera dejarlo. Y los días se nos fueron, acechando las manadas de los indios, esperando el momento para sorprenderlas sacudiendo un cuerito fresco de león. Así las arriábamos lejos, hasta unos valles que sólo él se conocía. En esos escondites las amansábamos, para venderlas después en las estancias. La milicia nos seguía y también los indios, pero nosotros estábamos hoy en un lugar y mañana en otro, esperando la noche para seguir viaje, sin poder hacer fuego por miedo a que nos vieran, y pasando de un animal a otro al galope para no perder tiempo. Mucho después, supe que el rastro lo descubrieron por ese caballo que dejamos 54


muerto en el camino. Lo habíamos tenido que degollar para comer y ni pena nos dio, del apuro y el hambre que llevábamos. A mí me empezaron los dolores. Y me acordé de mi madre; ella decía que cuando yo nací, esa que le dicen la Huenchur alborotó las aguas de tal manera que más luego no tuvo que llevarme a la iglesia. Ya estaba bautizada yo, por ese mar. A mi hijo lo parí en otra intemperie, un mar quieto que aquí llaman desierto. El padre me ayudó, que de eso sabíamos los dos por tantos potrillos que nos nacieron en las manos, y cortó el cordón con su cuchillo gastado, y envolvió la guagua en su poncho. Después se la amarró al pecho con una cincha, se subió al caballo y fue a buscar un arroyo para lavarla. Yo quedé tendida, goteando sangre. Cuando abrí los ojos y vi a los indios, me pareció que soñaba. Pero no, allí estaban, esperando. No sentí miedo, sólo rabia por estar débil y no poder hacer nada más que quedarme quieta, mirándolos. Y así nos estuvimos, callados y sin quitarnos los ojos, hasta que, con ese alerta que ellos tienen, lo presintieron. Cuando él me oyó soltó las riendas del caballo y sujetando al hijo con una mano atropelló derecho hacia el sur. Pero los indios, que ya me habían cruzado como bulto sobre una yegua, se largaron tras él con toda la gritería. No querían perderlo como otras veces. Cuánto habremos andado así, sólo Dios lo sabe. Hasta que llegamos a un río que venía con mucho tumulto y traía los remansos helados. El dudó pero después echó el animal al agua: cuando estaban por alcanzar la otra orilla tropezaron. Pero nosotros ya estábamos allí. El que mandaba puso el pie en la tierra muy rápido y apuntó al caballo que, chorreando agua, terminaba de trepar la cuesta. Su cuerpo resbaló por el costado del animal y ahí quedó tendido, y se oía llorar a la criatura. Entonces ellos se acercaron, aunque todavía tenían sus recelos. A mí me dejaron del otro lado y solamente oía los lloros de mi hijo, que eran de hambre, porque buscaba como cieguito una teta en la camisa teñida de sangre. Y mientras él lloraba colérico, yo sentía que algo pegajoso y tibio me corría por el pecho empapándome la ropa. Tengo la ropa mojada. Se oye el viento. No, no es el viento; es el dueño del mar, el Millalobo que viene a buscarme. Trocará mi sangre en agua salada. Tiene cara de hombre y su cuerpo de foca es dorado. Con él viene la Huenchur, señora de las mareas. De las doradas mareas de la tarde. Abrazo de agua. Agua y sal que todo lava y purifica.

¿Sabe una cosa, Peñafiel? A veces tengo la sensación de que estas palabras son un murmullo ansioso que mis oídos no alcanzan a retener. Como si fueran un discurso en perpetua fuga. Apaciguado el tumulto, sólo me quedan vestigios inciertos. Voces. Algunas voces, como piedras que la luz blanquea.

C.L.

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DE LO QUE CONTESTÓ JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL

Manos Vacías, 15 de octubre de 1946

Mi querido Ciriaco: Con todo el respeto que sus narraciones me merecen, permítame decirle que, en ésta, encuentro sugerente pero hermético el final. Tampoco comprendo del todo, aunque sin embargo intuyo, sus últimas observaciones. Ahora, creo que entremezcló demasiado azarosamente dos historias que nada tienen que ver entre sí. Lo de la Griselda Flores como la novia robada vaya y pase, pero su conexión con el cuatrero se la discuto. Usted sabe tan bien como yo, y hasta lo ha documentado en sus crónicas, que la historia no es así y que esa pobre mujer llamada Griselda Flores fue la que se hizo cargo en un principio de Milagros Illapan. Pero dejemos las cosas así, no más críticas por hoy de éste, su lector no tan incondicional. José María Peñafiel

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QUE TRATA DE LA DEFENSA DE CIRIACO LARRA

Buenos Aires, 30 de octubre de 1946

Querido Peñafiel: ¿Por qué no la Griselda Flores, sea quien fuere, como la novia robada por el cuatrero oriental? Poco me importa ya la verosimilitud. Es más: por momentos los datos reales me estorban; yo busco otras concordancias que nada tienen que ver con la realidad. Mis historias, si bien fraudulentas, son inofensivas. ¿Recuerda aquella vez en que observé la particularidad de unos laureles con hojas blancas y negras? Después que usted explicó las razones científicas del hecho, papá contó que en un principio los laureles fueron todos blancos, que Hércules llevaba la frente ceñida con un gajo cuando entró en el infierno a cumplir uno de sus famosos trabajos. Y que, al salir, como recuerdo de la feliz jornada, plantó la rama en la puerta. El fuego infernal había tostado las hojas por fuera pero no había alcanzado a quemarlas por dentro, donde el contacto con la frente de Hércules las había mantenido verdes. El árbol así nacido, concluyó mi padre, fue el origen de la variedad de laurel blanco y negro. Hoy, yo recuerdo más lo dicho por él que las razones dadas por usted, tal vez porque, como la ciencia está sujeta a rectificarse y la poesía no, la verdad poética es superior a la verdad científica.

C.L.

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DE LO QUE RECORDÓ JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL

Manos Vacías, 19 de noviembre de 1946

Estimado Ciriaco: La defensa apasionada de su escrito es reveladora, pues predomina en ella el escritor en desmedro del profesor de ciencias naturales. Por otra parte, esta versión de la Griselda y Asencio ha reavivado en mi memoria otra leyenda que tiene algunos puntos de contacto con su relato. Pero esta historia, que yo recuerdo vagamente, habla de un chico que lo acompañaba, no de una mujer. Este chico, que creo se llamaba Danilo, después se conchabó como tropero. Y no termina aquí; parece que el pibe andaba siempre muerto de hambre y, una tarde, robó unas tortas fritas que acababa de freír el cocinero, y, según dicen, por ese motivo éste lo mató. Otra versión sustituye las tortas fritas por una guitarra. En fin, es todo lo que recuerdo. Se lo comento porque pienso que, tal vez, pueda aportarle datos para una modificación.

Esperando sus noticias, lo saluda José M. Peñafiel

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DONDE CIRIACO LARRA REESCRIBE EL RELATO TENIENDO EN CUENTA SÓLO ALGUNOS DE LOS DATOS APORTADOS POR JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL Le había dicho que no se moviera de allí porque los indios estaban cerca. Se lo había dicho antes de encaramarse de un salto al caballo y desaparecer detrás de ese cerro. Y ya ha pasado mucho tiempo. ¿Dos horas? ¿Tres? A Danilo no le gusta quedarse solo porque entonces tiene la sensación de que lo observan y cualquier ruido lo sobresalta. ¿Y si no vuelve? ¿Y si lo ha dejado abandonado en ese valle? Ya una vez quiso dejarlo. ¿Quién? Asencio, pues. Asencio, que tiene olor a tabaco y a ginebra y unos pantalones de cuero muy sobados. Asencio y su facón gastado en el lomo que le sirve para hacer fuego con el pedernal que guarda en el bolsillo. Dicen que se crió con los indios y que ellos le enseñaron a usar las tres marías que lleva atadas al recado. Tal vez por eso les sabe escapar lindo ahora. Pero cuando está mamado alza bien alto la botella y con su voz ronca proclama que ha nacido en la República Oriental y que nunca tuvo nada que ver con esos indios de mierda. Sí, dos veces estando cerca de unos caseríos quiso dejarlo. Usté tiene que ir a la escuela, le había dicho, no siempre de a caballo conmigo. Entonces Danilo se había aferrado a las crines y sus piernas flacas se arquearon tensas contra la cincha. La vida con Asencio es difícil, han pasado hambre muchas veces, pero Danilo recuerda que antes fue peor. Cuando era el lazarillo obligado del padre borracho y pendenciero. Entonces pasaba las noches esperándolo con el caballo atado al palenque. Se quedaba dormido hasta que un golpe de rebenque o una patada en las costillas indicaban que era hora de marcharse. Una de aquellas noches Asencio se lo llevó con él. Lo había sacudido para despertarlo y acostumbrado a los rebencazos del padre, Danilo se había protegido la cabeza instintivamente. Pero el hombre lo levantó así como estaba, envuelto en el poncho del padre, y lo acomodó en su montura. Después fue un tragar leguas y leguas de tiniebla. El padre había muerto ensartado en una pelea. Se lo había buscado. No, no podían verlo ahora, había que apurarse antes que llegaran los milicos ¿o quería quedarse y que lo mandaran al asilo? Estaba bien muerto y nada podía hacerse ya. No, no sabía quién lo había achurado, un fulano de otro pago, vaya a saber. Así que se llamaba Danilo, igual que el finado. Bueno, él le diría chico. Y ahora los días se les van, acechando las manadas de los indios, esperando el momento propicio para sorprenderlas agitando un cuero fresco de león y arriarlas lejos, en un lugar seguro donde amansarlas y después venderlas. Hay que esperar la oscuridad para seguir viaje, sin poder hacer fuego, hoy en Gallegos, mañana en Santa Cruz, después en Chubut. La milicia guiada por los indios va tras ellos; pero siempre llegan tarde y sólo algún caballo rezagado por el cansancio, o degollado para comer, indica el paso de los prófugos. Lo que más fastidia a los gendarmes es que cuando ya creen estarles encima, ellos han hecho al galope cincuenta o sesenta leguas en la dirección contraria. A veces se detienen en algún boliche y Danilo se siente incómodo frente a esos desconocidos que los observan de arriba abajo. “Este es el que se disgració y ahora anda paseando a la cría del finao... ” 59

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Cada palabra había sonado nítida, la última vez, mientras él terminaba de ensillar con manos temblorosas. Desde entonces estuvo mudo. Por las noches da vueltas y vueltas sin encontrar buen apoyo en el recado, hasta que cansado y con los ojos como dos de oros se sienta y mira al hombre dormido. Ahora Asencio habla más que de costumbre y hace bromas, y también le pregunta si anda enfermo. Sí, a lo mejor se fue y ya no vuelve. Danilo se acerca a la yegua y le afloja la cincha. De un tirón arranca el poncho rojo de su padre que, doblado en cuatro, hace las veces de matra. Lo revolea en el aire, le gusta ese color vivo serpenteando en la blancura polvorienta y seca de la nieve. El color rojo vuela de su mano como una llamarada. Cuando ve a los indios éstos ya lo han rodeado; son muchos, no sabe cuántos. No sabe contar. Tampoco tiene miedo, a él no le harán nada. Juntos esperan en silencio hasta que por fin, a lo lejos, lo ven. Viene montado en el oscuro y con el rosado de tiro. Entonces se aprestan. Cuando Asencio se da cuenta atropella hacia el sur, pero la indiada no lo pierde de vista. Horas después el fugitivo pasa de un salto al otro caballo y sigue al galope. Los indios, con Danilo llorando a la rastra, están sólo a unos metros de distancia. Llegan al río que está cubierto de hielo. Asencio duda unos segundos y después, resueltamente, se echa con el animal al agua. La superficie dura cede, el caballo tropieza y trabajosamente alcanza la otra orilla. Pero los perseguidores ya están allí. Uno de ellos pone rápido el pie en tierra, apunta y gatilla mientras el caballo, chorreando agua, termina de trepar la cuesta. El cuerpo resbala pesadamente. Los indios cruzan el río y se acercan con recelo. Danilo se queda, no quiere asomarse a esos ojos abiertos y ya ausentes. Del otro lado del río ve la camisa del hombre que mató a su padre tiñéndose lentamente con sangre. Sangre roja, como el poncho del finado.

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QUE TRATA DE UN CURIOSO DISCURSO Y LLEVA UNA NOTA ADJUNTA

EL HERALDO DE MANOS VACÍAS,

miércoles 21 de octubre de 1948

En la sala de reuniones del Municipio local se llevó a cabo ayer una de las últimas conferencias del ciclo: “Cohetería Espacial”, organizado por el Ágape Cultural de Manos Vacías. En el curso de la misma disertó el Presidente de la entidad y conocido vecino de nuestra ciudad, Dr. Don Bernabé Reynoso, quien, antes de abordar el tema específico propuesto para el día de la fecha: “Investigación, Práctica y Difusión de la Cohetería Espacial en Nuestro Medio”, se refirió a las diversas manifestaciones culturales realizadas en la región por la institución que dignamente preside. A continuación, y después de una descripción del sistema solar de nuestro planeta, señaló que durante la exposición detallaría las diversas fases de las investigaciones en el campo de la Cohetería Espacial efectuadas y auspiciadas en Manos Vacías por el Ágape Cultural y que pueden sintetizarse así: Cohetes lanzados: 87 Fracasos totales: 15 Fracasos parciales: 32 (llegándose a alturas superiores de la atmósfera) Globos sonda: 20 Exposiciones públicas: 3 Cursos: 2 (de 3 meses de duración cada uno) Conferencias y charlas: 25 Diseños en electrónica: 1 Desarrollo de propulsantes: 2 El Dr. Don Bernabé Reynoso recalcó que este conjunto de actividades se denomina: “Astronáutica” y que es la suma de disciplinas científicas y técnicas cuyo pioneros fueron en primer lugar: Konstantin E. Ziolkovsky, Roberto Goddar, Hermann Oberth y Werner von Braun. Puntualizó también el disertante que, en nuestro país, las Fuerzas Armadas recién ahora están comenzando a realizar las primeras experiencias en cohetería, por lo que auguró: “... ocuparemos un lugar de vanguardia en Sudamérica”, pero concluyó: “los problemas económicos y el creciente adelanto de la ciencia son los dos motivos fundamentales de la interrupción de estas investigaciones dentro del modesto ámbito de nuestro querido Ágape Cultural”. El Dr. Don Bernabé Reynoso manifestó a continuación su agradecimiento a la prensa, aunque agregó: “...no hemos recibido el suficiente apoyo económico, jamás se nos ha invitado a ningún lanzamiento de cohetes ni a ninguna conferencia relacionada con la astronáutica; habiéndosenos incluso negado la entrada a diversos actos de esta índole en la Capital Federal”. Finalizada la conferencia, el orador dio comienzo a la lectura del poemario de su autoría, 61


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compuesto de veinticinco cuartetas en homenaje a la Cohetería Espacial, titulado: “Asciende, asciende, asciende”, y del que sólo reproducimos las dos primeras, por razones de espacio. “Asciende, asciende, asciende, oh, ingenio que enciendes en las mentes esa chispa loca, que en el azul se desboca. Ella es el divagar remoto y de unos hombres buenos, el afán; recios marineros en ese mar ignoto, embriagador, de la ciencia estelar.”

Ciriaco: le envío la conferencia de Reynoso que incluye sólo las dos primeras cuartetas de su poema. Lo eximo de leer las veintitrés restantes que nos descerrajó al final. Aunque él, (después que usted le comentó que había conocido a Arturo Capdevila) está empeñado en recitárselas, en oportunidad de algún otro encuentro. ¿Sabía usted que dos días después del golpe de Uriburu, Capdevila, que no tenía ninguna militancia política, se afilió al partido de Yrigoyen? Aunque es probable que lo haya hecho más por solidaridad que por convicción cívica, fue todo un gesto. Sobre todo en aquel momento.

J.M. Peñafiel Manos Vacías, 4 de diciembre de 1948

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DONDE, PARA ESCAPAR DE LA REALIDAD, CIRIACO LARRA COMIENZA LA POSIBLE HISTORIA DE SONRISAS

Buenos Aires, 28 de enero de 1950

Estimado Peñafiel: La muerte de Felicia me abrumó y estuve varios días sin poder concentrarme en nada. Hace unos meses estuve con Faustino pero no me dijo que ella estaba enferma; recuerdo, sí, que discutimos ásperamente sobre otros temas que ahora me parecen irrisorios. Para él, una obra literaria sólo es válida en función de un mensaje comprometido ideológicamente. Yo creo, por el contrario, que muchas veces, en una obra literaria, la forma misma de encarar el tema se constituye en su contenido. Por ejemplo El Quijote, en que Cervantes fabula haber encontrado el manuscrito en el mercado de Toledo, y donde los protagonistas son asimismo lectores y críticos de esa novela que narra sus andanzas. Inmersos en ellas, a nosotros no nos interesan demasiado las vicisitudes del reinado de Felipe II. Y hacemos bien, porque son secundarias. Tal vez por esa razón, porque la ficción es un juego inocuo donde yo invento la realidad y establezco las leyes, cada tanto decido escapar de “lo real” y retomo este manuscrito, que se está convirtiendo en una empresa interminable. Pero voy al grano; es decir, a una cuestión que hora me ocupa más que nuestros deleznables avatares nacionales. Se trata de la historia de Sonrisas, de quien usted confirmó que lo único que se sabe con absoluta certeza es su nombre: Septimio Bussati. Ahora, si también me permite divagar, yo supongo que la madre lloró al prepararle la valija, lloró como si intuyera algo malo. Pero todos le decían que era una estúpida y el patrón de Septimio la mandó llamar. Era buena gente, ese patrón; le aseguró que no tenía por qué preocuparse; que el futuro del hijo estaba en el sur: - El sur de la conquista y la aventura, señora, ¡el sur de nuestros hombres fuertes! No conocía el sur, pero estaba convencido de sus palabras. Al despedirla le rodeó los hombros con el brazo, como para contagiarle su entusiasmo. Pero no por nada una es madre, pensaba ella, y conoce a su sangre. Trabajador como ninguno era el Septimio, eso todos lo sabían. Pero también mimoso y querendón. Y se le encogía el alma de sólo pensar que nadie le iba a llevar los mates a la cama como él estaba acostumbrado. ¿Y las medialunas? Todas las mañanas ella salía temprano para conseguir las que a él más le gustaban: saladas y un poco quemaditas. Allá en esas soledades ni panadería habría, si hasta indios le habían dicho que quedaban. Oreste, su finado esposo, decía que lo consentía al muchacho: - Le hacés la vida demasiado fácil. Mirá nosotros: a mí, a su edad, ni para el tranvía me alcanzaba. – Y había algo de envidia en su tono, porque al Septimio todo le había resultado más simple. Y ahora el patrón tenía que construir ese hotel para que no le expropiaran unas tierras. Expropiar, eso había oído su hijo, y también al hombre golpeando 63

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su escritorio con el puño y gritando: - ¿Quieren un hotel? ¡Pues lo van a tener! ¡Van a tener el bendito hotel en el medio de la nada, carajo! Después se fue. Con ese encargo. Y el patrón sabía muy bien por qué lo mandaban a él. Si tontos no son. El Septimio cumplía siempre; que una obrita acá, que una refacción allá; de inteligente que era, y decente también, sí señor; que eso era lo más importante y se lo había enseñado ella desde chiquito. - No hay que ensuciarse las manos con lo ajeno - le decía. Y, aquella vez que el mocoso se vino de la escuela con una lapicera que no era la suya, ella lo acompañó la mañana siguiente hasta el aula y se la hizo devolver: Sin embargo, a veces había sentido algo que no podía explicar; una cierta desconfianza hacia ese temperamento de su Septimio, tan bueno pero sin saber estar solo y sin cariño de mujer. Habían sido falsos temores. Septimio estaba bien, aunque extrañaba un poco. Así se lo aseguró una tal Nancy, que la fue a visitar días atrás. Le había parecido algo rara al principio, demasiado maquillada tal vez. Pero las chicas de ahora eran así. Y se veía que era buena. Eso a ella se lo decía el corazón; entonces le confesó que hacía tiempo que no tenía noticias de su hijo; aunque, a decir verdad, esos últimos meses ella tampoco le había escrito. No quería preocuparlo al muchacho con su salud y, por eso, también le prohibió a la Mariela que en sus cartas le mencionara lo de la operación. La chica llamada Nancy le daba la razón y le aseguraba que Septimio estaba bien y que la recordaba constantemente. Pero la tilinga de la Mariela, seguramente por celos, se había ido dando un portazo. Ya volvería. Sobre todo cuando ella le contara lo que sabía ahora. Que el hotel estaba quedando hermoso, que no existía otro igual en ese lugar y que Septimio proyectaba ya otros trabajos. Estaba progresando, el muchacho, y pronto vendría a visitarlas y después seguramente las llevaría con él. Bueno, lo cierto es que la tal Nancy no le había dicho todo eso exactamente, pero se adivinaba en sus palabras, en el cariño con que hablaba de su Septimio. C.L.

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DONDE CIRIACO LARRA PROSIGUE LA POSIBLE HISTORIA DE SONRISAS

A Nancy le encantó la mamá de Septimio. Era tal cual la había imaginado. Lo que nunca esperó fue encontrarla tan enferma. Y pensar que ella dudaba en ir a visitarla. Pero las chicas del TaTeTí la convencieron. Se habían venido todas a la Capital aprovechando la clausura de las casas del interior. Y, cuando ella empezó a buscar excusas para no ir, Gladys y Raquel saltaron: ¿cómo que no iba a darle a una madre las noticias de su hijo? Y le prestaron ropa apropiada para la ocasión. Una pollera negra y una blusa transparente que Nancy se puso sobre una camiseta y las sandalias nuevas de taco alto y pulsera. Fue una preocupación innecesaria, porque la mamá de Septimio ni se fijó en su aspecto. - Está muy mal, es una enfermedad que ataca a la sangre – le confesó a Nancy una tal Mariela, que sólo la dejó pasar cuando ella dijo que traía noticias del ausente. La enferma la invitó a sentarse en el borde de la cama y Nancy la vio tan pequeña y frágil y tan ilusionada que no pudo decirle la verdad. La verdad era que Septimio había abandonado la obra y que, desde entonces, trabajaba como barman en el TaTeTí. Allí lo había conocido. Pero ahora el TaTeTí estaba clausurado quién sabe hasta cuándo. Todo por culpa de las cuarenta chilenas. Habían cruzado clandestinamente la frontera y Cacho, uno de los dueños, seducido no tanto por el aspecto (eran muy flacas, según Nancy) como por la magra tarifa que cobraban, contrató a cuatro. Cuatro pibas simpáticas que les regalaron cigarrillos y chocolates importados, que compartieron los perfumes y el mate y que les contagiaron a todos la sífilis. Después de deambular con Septimio por otros pueblos de la zona, Nancy había decidido venirse con las chicas a la Capital. Pero él no quiso acompañarlas. Ese algo que llamamos intuición le prohibió explayarse sobre estos pormenores con la mamá de Septimio. Y, cuando dejó esos billetes doblados en la mesa de luz, le aseguró que se los enviaba el hijo y que estaba bien allá. Pronto terminaría el hotel y regresaría para verla y buscar a la novia; Nancy algo se acordaba de una novia que lo esperaba a Septimio. Era hermoso dar buenas noticias, y de pronto se sintió feliz inventado esa historia, cuyos detalles se le iban ocurriendo mientras se escuchaba a sí misma con deleite. La mamá lagrimeó emocionada y también la abrazó. Antes de que Nancy se fuera le retuvo un rato largo las manos entre las suyas y le regaló una estampita de la Virgen de los Milagros, para que la protegiera. Nancy se despidió con lágrimas en los ojos. - La verdad – Le dijo después a Gladys -, Septimio siempre fue muy educado conmigo, hasta cuando se mamaba. Lo que lo perjudicó fue haber llegado al pueblo justo aquel día. - Qué día – preguntó Gladys. - El del casamiento de Faustino Larra con la Felicia. Alguien lo arrastró a la fiesta y fue como si ella lo hubiera ojeado, porque de sólo verla quedó trastornado. Nancy, a veces, al saltarse concienzudamente el esmalte de las uñas, se preguntaba por qué él no habría llegado un solo día después: - Ese encuentro le jodió la vida, últimamente ya ni ganas de cojer tenía. 65

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- Eso no es sano - dijo Gladys. - Mirá, ese mismo desgano tuve yo cuando se fue Nibrando; por seguirlo dejé al nene con la abuela, y eso de que por seguir tras de sus huellas, yo bebí incansablemente en mi copa de dolor, es cierto. - Los tangos siempre dicen la verdad – murmuró Gladys, sonándose. - Eso que cantan las chilenas también – dijo Nancy. - ¿Cuál? – preguntó Gladys. - Cuando salí de mi casa muchas lágrimas lloré. Muchas más lloró mi maire, que me vine y la olvidé. Mucho padecen los hijos cuando les faltan los paires... – canturreó Nancy -. Cada vez que la escucho quiero volver con el nene. Después me pregunto para qué. Por eso cuando Septimio le decía que dejara el TaTeTí, porque esa vida le arruinaba la salud, ella pensaba que las noches sola serían insoportables, porque una no puede olvidar lo que ha parido. Era preferible estar con alguien distinto cada vez y contar así infinitamente su historia. A veces lograba momentos admirables, y esas eran sus noches perfectas; otras no tanto, como aquella vez en que no reconoció a un viajante y el tipo fastidiado se levantó de la mesa y le dijo: - Terminala, che, eso ya me lo contaste el mes pasado. – Se lo acordaba siempre porque la deserción imprevista la había obligado a irse a dormir más temprano, algo que no le gustaba a causa de la pesadilla. Era siempre la misma; en el sueño ella estaba en la orilla del río Contrario y de pronto oía llorar a su hijo. Conocía ese llanto, era el de la última vez, cuando lo había dejado con la abuela. Corría, entonces, y veía el bulto del cuerpo boca abajo entre las rocas. Pero cuando quería rescatarlo lo que tironeaba inútilmente era el cuerpo pesado y grande de Nibrando, que también era, aunque inexplicablemente, ese hijo que lloraba. Los ahogados siempre te vuelven en los sueños – le confirmó Dalila, la gorda del residencial Dominguito, que tiraba las cartas y adivinaba el pasado y el futuro. Nancy le había pagado la consulta especial porque la propaganda decía: ATENCIÓN LEA ESTA HOJA – LE INTERESA Profesora y Directora DALILA El poder de tu cerebro está escrito en las manos. Ud. Lo ignora porque es incrédulo, cuando emprende un negocio fracasa. En su trabajo hay ¿dificultades? Su amor no es ¿correspondido? En el hogar no hay ¿felicidad? Y el dinero que gana con sacrificio no le rinde. Ud. no cree en nada, ni pide consejo a nadie. En su vida hay penas, sufrimientos, fracasos, algún mal desconocido, su salud no está bien. CONSULTE HOY MISMO Desea ¿triunfar? Cualquiera sea el problema ELLA le resolverá sus asuntos 66


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por difíciles que sean. Valor consulta: Leer las manos $ 0,30 Consulta Especial $ 0,50 Se respeta la Ciencia Médica y todas las Religiones. NO CONFUNDIRSE CON OTRAS QUE PASARON POR ACÁ

Después de hablar con Dalila tuvo la certeza de que Nibrando estaba muerto. Y era muy posible que la desgracia hubiera ocurrido en el agua, se lamentaba Nancy, porque así había salido tres veces en las cartas y porque, además, Nibrando no sabía nadar. Cuando se despertaba llorando, Septimio la consolaba. - Cada vez que tengo esta pesadilla siento que algo malo le está pasando también al nene – decía ella. - Es un sueño, nada más que un sueño, tonta. – Y, con los párpados hinchados y el sonido de la voz de Septimio hablándole como a una criatura, se dormía ella más resignada.

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DONDE CIRIACO LARRA DA FIN A LA POSIBLE HISTORIA DE SONRISAS Dicen que, cuando Septimio regresó al pueblo, volvió a toparse con la Felicia. Probablemente ella le sonrió como nos sonreía a todos, y esa sonrisa, igual que el aroma de su admirable mata de pelo, quedó flotando en el aire. Tal vez entonces él se sintió desfallecer. Lo cierto es que nunca habló, porque se quedaba sin voz en su presencia. Después los hechos se sucedieron con la despiadada opresión de una pesadilla. Para empezar, las cartas que lo esperaban. Eran muchas e injuriosas y las firmaba el patrón a quien el gobierno finalmente había expropiado las tierras. Y además estaban esos telegramas. Los que le anunciaban la muerte de su madre. Pero quedaba la sonrisa de la Felicia y Septimio se aferró a ella como un náufrago. También los Cuy Cuy sonreían siempre. Eran hermanos gemelos. Septimio los contrató para que hicieran las bases y el hormigón de la obra del hotel mientras él paseaba con Nancy. Sonrieron cuando, al hacer las primeras excavaciones, se toparon con un ojo de agua, y aunque presintiendo el mal augurio, sonrientes decidieron hacer la fundación sobre el menuco, simplemente porque ése era el lugar que había indicado Don Septimio antes de partir. Los Cuy Cuy tenían una curiosa noción del tiempo, que fluctuaba entre la pasividad más absoluta y repentinas urgencias. Característica, esta última, que los impulsó a levantar precipitadamente algunos sectores del edificio a fin de complacer a Don Septimio a su regreso. Pese a su inepcia, los Cuy Cuy debieron intuir que algo no coincidía del todo entre esos planos que intentaban descifrar y lo que iba surgiendo ante sus pacíficas sonrisas. Por eso las confusas discusiones entre ellos, y finalmente la decisión de abandonar esos papeles ya ajados y seguir adelante por donde les dictara el corazón. A partir de ese momento la sonrisa de los Cuy Cuy adquirió un cariz enigmático, y la obra fue un rehacerse infinito. El corazón de los gemelos era voluble. Cuando Septimio volvió y encontró aquel conjunto de columnas y muros torcidos emergiendo de un charco perenne, los Cuy Cuy sonrieron y señalaron orgullosos la escalera. Porque también había una escalera, aunque su presencia allí, elevándose insólita hacia la nada, era tan errática como la de Septimio. Con lentitud admirable los Cuy Cuy prosiguieron su trabajo de Sísifos. Un Septimio de vaga y extática sonrisa los miraba y oía sin verlos ni oírlos; y ese gesto de estúpida felicidad ya no lo abandonaría. Los Cuy Cuy culparon al ojo de agua y también al viento. - A los forasteros les ataca así – dijeron. Septimio, inmerso en su sonrisa no los miró ni siquiera cuando lo abandonaron. Siguió revolviendo en una lata lo único que come desde entonces: un dulce leche casero con gusto a brasa e intemperie. De tanto en tanto se lo ve deambular por las cuestas polvorientas que llevan al pueblo. A las mujeres de aquí les gusta pensar que enloqueció de amor por la Felicia. Pero las que son madres dicen que fue por la noticia de la muerte de la mamá. Cuando una noche el TaTeTí reabrió, Septimio arrimó allí la mansa sonrisa. - Mirá quién está ahí – Gladys la codeó a Nancy. - Y qué sé yo quién es ése – contestó ella, fastidiada. No le perdonaba que la Felicia, los Cuy Cuy, el ojo de agua, la madre y el patrón 68


hubieran podido m谩s que ella. Lo cierto es que Septimio eligi贸 recluirse en ese gesto de felicidad que lo desborda. Por eso, a pesar de la mugre y del olor de sus harapos, en el pueblo lo llamamos Sonrisas y respetamos su andar deshilachado.

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DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL CRITICA Y CIRIACO SE DEPRIME

Manos Vacías, 3 de marzo de 1950

Querido Ciriaco: La historia de Sonrisas es espléndida, pero parece que hubiera escrito el final sin ganas; fíjese si no ve un leve desequilibrio entre el planteo y la resolución. En fin. Perdóneme si estas líneas lo ofenden o lo irritan. Usted bien sabe que no es ésa mi intención. Suyo afmo. José M. Peñafiel

Buenos Aires, 28 de marzo de 1950

Estimado Peñafiel: Como siempre, usted tiene razón. Soy un escritorzuelo mediocre que no alcanza a fabular bien hasta el final, y que además tiene la pretensión de escribir una novela. En mi defensa, sólo puedo alegar que es difícil delirar parejo a lo largo de más de cien páginas y que, de alguna manera, el desarrollo de la historia de Sonrisas es una metáfora de mi propia vida: comienzo prometedor que se va desinflando poco a poco hasta pervertirse en un final fácil. Me siento deprimido.

C.L.

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III

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DONDE CIRIACO LARRA DA NOTICIA DE LA MUERTE DE SU HERMANO Y DE OTROS HECHOS NOTABLES

Buenos Aires, 10 de mayo de 1953

Querido Peñafiel: “...this book has come out from the inner most recessive of my heart. Here I speak about the General Perón and his cause, because he is the gigantic condor and I am only a little sparrow…” Obviamente no se trata de Shakespeare; es, sí, la última imagen que tengo de la clase de inglés que se dicta en la actualidad en el Instituto. Tuve el privilegio de presenciarla hace unos días al despedirme de algunos amigos que aún me quedan allí. La mayoría de los profesores me dio cortésmente la espalda en agosto del año pasado, cuando me vi obligado a renunciar por negarme a llevar corbata negra. Dentro de poco tiempo, el necesario para arreglar algunos asuntos pendientes, me tendrá por allá. ¡Cuántas cosas han pasado desde la última vez que nos vimos! Pero ahora la muerte de Faustino lo empaña todo.

Suyo afmo. C.L.

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ANOTACIÓN DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL EN LA CARTA ANTERIOR

Realmente no sé si este fragmento de La razón de mi vida traducido al inglés, pertenece a la ficción o a la realidad; ni si correspondería incluirlo o no en el manuscrito. Lo que sí puedo decir es que por aquí no se habla más que de Evita; incluso en un rancho perdido como el de la abuela Illapan, adonde ni siquiera llega la radio.

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DONDE SE PONEN MELANCÓLICOS LOS PENSAMIENTOS DE CIRIACO LARRA

Casa del Árbol, 8 de agosto de 1953

Querido Peñafiel: Como ve le escribo desde mi casa, como en los viejos tiempos. Después de la muerte de mi hermano y de los hechos que usted ya sabe, decidí instalarme aquí definitivamente; estas piedras y este machimbre ennegrecido siguen siendo parte de mí como un brazo o una pierna. Aquí están también, escandalosamente presentes, la montura de Faustino, el cuero de león que usaba como alfombra, sus detestables pasquines nacionalistas y su chalina de vicuña. Tal vez por eso a veces rehúyo la casa, ese espejo donde la vejez me sorprende, y concentro mis energías en el increíble verdor de un pasto que he sembrado y que me obsesiona como un hijo demasiado frágil. A veces pienso que este césped será mi única descendencia, y eso no me desagrada. Mirándolo crecer, sigo pensando que las plantas no defraudan. A Faustino lo perdimos por empecinado; siempre le gustaron demasiado las hembras y me consta que en los últimos tiempos, cuando ya andaba tan mal, todavía mezquinaba una botella en que marcaba el nivel del whisky para asegurarse que nadie le tomaba de ahí. Además de bebedor y mujeriego mi hermano era tacaño. Y por esa criatura que podría hacer sido su hija pasó lo que pasó. Pero no me interprete mal, Peñafiel, yo no quiero ensuciar la memoria de un muerto que, como tal, no puede defenderse; sólo trato de explicarme los hechos, aunque esa es otra historia. Ahora prefiero pensar en Felicia, y tal vez avergonzarme, como si la evocación de aquella piel encendida bajo el pelo húmedo siguiera siendo algo prohibido para mí. Porque lo fue, pero hace ya mucho tiempo. Como siempre suyo afmo. C.L.

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DONDE CIRIACO LARRA EVOCA A FELICIA DE LARRA “Cuando la conocí ella se bañaba todas las semanas”, me confió una vez mi hermano con aires de revelarme un secreto privilegiado, y yo no me atreví a decirle que de aquellas abluciones memorables se enteraba todo el pueblo. Y es que, en esas oportunidades, la casa de Felicia exhalaba los rumores de una ceremonia que por lo inusual resultaba extravagante. Y hasta indecente, en la oponión de algunos vecinos. Que la chica se iba a enfermar, que era un depilfarro tanta agua sólo para bañarse, que era una exhibicionista y muchas otras cosas que no se decían pero que estaban en la cabeza de todos nosotros, resumidas en la imagen de una Felicia desnuda, mojada y con el pelo suelto. El primer indicio de este rito era el traslado de una gran batea de madera desde el patio hasta la casa. Todavía me parece oír el rechinar de la bomba que precedía el acarrero del agua. Era la señal; quien la oyera no podía resistir la tentación de ofrecerse para bombear y alcanzar los baldes a la casa donde las ollas, al caldearse sobre la cocina a leña, impregnabam la pieza de un vapor húmedo. Después se cerraban los postigos y se encendían los candiles; el agua caliente se derramaba en la batea y recién entonces Felicia, envuelta en un gran toallón blanco que reservaba para esas ocasiones, hacía su entrada como una reina. Yo no sé si ella era especialmente hermosa, pero sus baños la distinguían de todas las otras mujeres del pueblo. Tal vez por eso también le gustaba a mi hermano. Nunca se lo pregunté.

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DONDE PROSIGUE LA CORRESPONDENCIA ENTRE CIRIACO LARRA Y JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL

Casa del Árbol, 16 de agosto de 1953 Querido Peñafiel: Como le anticipara antes de ayer en su casa seguiré enviándole mis apuntes aunque usted no pueda contestarme por el momento. Sus comentarios verbales suplen con creces sus cartas, y lo que sí espero y deseo es que se reponga pronto, para que venga a visitarme y vea mi césped. A propósito, ¿tiene usted todavía esas historias que le mandé hace años? Querría releerlas. Ayer encontré un disco de la Maizani y por unos segundos volví a ser aquel Ciriaco tímido y arrogante de veinte años. Veinte años... “que lindo es estar metido, palpitando que ella vuelva, y sentir muy despacito, y sentir muy despacito taconear por la escalera...” Pero Felicia no taconeó ninguan escalera para mí; pasaba de largo. Recuerdo que entonces Faustino se hacía el indiferente; estaba peleado con los hermanos de ella por un final dudoso en una carrera de sortija. Además, no era hombre de ir al pie; se había acostumbrado a que las hembras lo buscaran. Cuando después de muchas vueltas aceptó bajar el copete y decidió hablar con el padre, los ofuscados hermanos no se lo permitieron. Insistieron en que el viejito, que parecía muy afable, estaba sordo y que por eso sonreía constantemente; no porque le tuviera especial simpatía. Y además le adviertieron que, para pedir la mano de Felicia, sus costumbres exigían una visita, acompañado de su madre y con un pan cocinado por ella de regalo. Si Felicia aceptaba probarlo habría casamiento, de lo contrario tendría que volverse con el dichoso pan bajo el brazo como ya les había sucedido a otros pretendientes. Faustino estaba indignado por el aire de superioridad con que esos gringos le imponían sus condiciones. Y les contestó que, siendo huérfano y no habiendo mujeres en la familia, iría conmigo y con un pan cocinado por él mismo. Aunque todo esto no tenía mucha importancia, es posible que él se sintiera mejor así, violando de alguna manera las costumbres de sus futuros cuñados. Ahora, a la distancia, pienso que la presunta pasión amorosa de mi hermano encubría, hasta para él mismo, un ambiguo deseo de venganza. Lo cierto es que Faustino, aquella vez, había ganado la carrera de sortija haciendo trampa, pero yo lo ayudé a cocinar el pan y lo acompañé por ser mi hermano y también porque los dos sabíamos que la única y absurda manera de conseguir a Felicia era esa. Durante aquella memorable caminata por las calles desiertas y ascendentes de Manos Vacías tuve la sensación de que todo el pueblo oculto detrás de los postigos disfrutaba por anticipado nuestro posible fracaso. Tiempo después supe que no había andado errado; así de mala es la gente en los pueblos, en especial a la hora de la sieta. Pero mi hermano no era un perdedor, y Felicia comió, aunque con cierto desgano, el incomible pan semicrudo que trabajosamente habíamos amasado con Faustino siguiendo las indicaciones de un libro de cocina de nuestra finada madre. C.L. 76


DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL EVOCA UNA BODA LEJANA

Manos Vacías, 28 de agosto de 1953

Estimado Ciriaco: Sepa disculpar mi demora en contestarle, que nada tiene que ver con el interés que en mí despiertan sus escritos. Pero todavía me siento muy débil, por lo que ésta será breve. Recuerdo perfectamente, como si fuera ayer, el casamiento de su hermano Faustino. Tal vez porque aquella fiesta fue algo de lo que todavía hoy se habla en este pueblo. ¡Ese curanto! ¡Y los chivitos y corderos que comimos! No se olvidan así nomás esas cosas. Recuerdo también (y perdone estas reiteraciones en las que espero usted no incurra) que no se mezquinó el vino ni la sidra, y que por esta causa hubo alguna que otra gresca, pero sin importancia. La torta de bodas era algo extraordinario, ¿la recuerda? Por lo menos así me pareció a mí, poco acostumbrado a esas galas sociales. Cuatro pisos de inmaculada blancura, sostenidos por columnas y guirnaldas, y el todo coronado por una pareja de novios de azúcar... En fin, eran otros tiempos. Espero sus noticias, que me distraen de mis achaques. Cada vez más en decadencia, lo saluda José María Peñafiel

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DE LO QUE REVELÓ CIRIACO LARRA A JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL

Casa del Árbol, 10 de septiembre de 1953

Estimado Peñafiel: ¿Sabía usted que de su propia fiesta de casamiento Faustino no se enteró más que de oídas? Se pescó una curda fenomenal, y así dormido y balbucente lo trajimos con Felicia en el sulky hasta aquí. Veníamos con su cuerpo pesado y bamboleante entre los dos, y en uno de nuestros intentos por sujetarlo me pareció ver que ella tenía algo apretado en una de sus manos. Le pregunté qué era y me mostró a la luz de la luna la pareja de novios de azúcar de la torta de bodas. Entonces besé esa palma húmeda y pegajosa, y dejando a mi hermano derrumbado en el sulky franquée el umbral de casa con Felicia en brazos, como correspondía a su condición de novia pero no a la mía, de intruso. Estrenamos la cama de dos plazas comprada por Faustino y, cuando me fui, le pedí que fingiera ser virgen ante mi hermano para no herirlo. Perdóneme, pero no puedo seguir. En este momento revivo demasiadas cosas, imágenes que había olvidado, recuerdos que se agolpan.

C.L.

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DONDE SE INCLUYEN REFLEXIONES QUE FELICIA NUNCA MANIFESTÓ

Entramos en Manos Vacías cantando Oh, María madre mía. Hacía mucho que Faustino no me traía al pueblo pero mamá le dijo que quería verme para la procesión de la Virgen de las Nieves. Entonces vinimos y entramos cantando Oh, María madre mía y yo sólo pensaba en vos, Ciriaco Larra, y si alcanzaría a verte entre la gente, y que sos un cobarde porque te vas. Aunque tal vez mi marido tiene razón, y a vos no te gustan las mujeres. Si supieras lo que dice cuando está borracho... Me vigila constantemente; a veces pienso que sospecha algo. El día de la procesión se enfureció conmigo porque un hombre me sonrió. Puedo jurar que no lo conocía, aunque sentí que había visto antes, en algún otro lugar, esos ojos, esa sonrisa... Si tu hermano supiera que lo he vuelto a ver, que una tarde lo vi merodeando por el campo y pasé la noche en vela. Aunque se aplacaría al saber cuánto me aterroriza la sonrisa demente de ese hombre. Después la Teodora me contó que es un pobre infeliz medio loco que vagabundea por el pueblo. En vez de tranquilizarme eso aumenta mi miedo. ¿Qué quiere, qué se propone? Ni siquiera atina a hablarme.

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DE CIERTA MELANCOLÍA

Casa del Árbol, 27 de septiembre de 1953

Querido Peñafiel: A veces me cuesta recordar el rostro de mi madre. Los rasgos se esfuman, se diluyen y, a pesar de que allí la veo como a una extraña, necesito volver a su retrato. De esa desconocida me quedan, no su voz o sus palabras que tampoco recuerdo ya, sino las imágenes que esa voz y esas palabras evocaban. Una vez, mientas mirábamos nevar, me dijo que todo en la naturaleza habla; que hasta esos copos decían algo, flotando en el aire como plumas diminutas, y que también el silencio de la nieve está preñado de signos. Signos remotos, como esa expresión ausente de los viejos acurrucados junto a las cocinas a leña. Hoy, con este tímido sol de primavera, me visita la nostalgia y cierta melancolía; tal vez sólo usted, que conoció a mi madre, la comprenda.

Suyo afmo. C.L.

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DE LO QUE PREDIJO UNA VEZ LA NIEVE

La nieve comenzó a cubrir pausadamente las casas del pueblo, que en esa época eran muy pocas y se agrupaban a ambos lados de una única calle. Muda, impalpable tenacidad que parecía decir: “No traten de hacerme a un lado a fuerza de pala como todos los años; esta vez caeré sin descanso durante mucho tiempo, y ustedes de pronto se verán inmersos en un trabajo mitológico. “Una mañana en que la oscuridad será mayor que de costumbre, y se oirá el ladrido de los perros como si llegara desde el fondo de la tierra, descubrirán que mi altura ha superado ya las cumbreras de sus casas. El pasaje para cruzar la calle bloqueada por mí se transformará en un túnel que conectará las dos hileras de viviendas sepultadas. Allá arriba, en la superficie, el único signo de la existencia de este pueblo serán algunas columnas de humo surgiendo de las chimeneas enterradas. Al fundirme en esas fuentes de calor quedaré suspendida en relumbres de hielo y así, en las salientes de los techos, que apenas se alzarán sobre el suelo, inventaré gárgolas, cuchillas y esperpentos transparentes. “Los chicos construirán trineos y se deslizarán por el pasadizo de hielo de un lado al otro de la calle. En esa oscuridad, atenuada por el temblor de los candiles, sus carcajadas resonarán con ecos fantásticos y desconocidos. “Del campo amortajado brotarán vapores. Ovejas, que acorraladas por mí, se amontonarán y me pisotearán hasta formar un hoyo profundo. Allí se darán calor y el vaho se suspenderá en el aire sobre ellas como una nube, y los hombres sabrán donde están pero de nada les servirá, pues no podrán ir a buscarlas. Algunos morirán en el intento, desorientados por mi blancura que los envolverá en ráfagas hasta dormirlos dulcemente de frío igual que a sus ovejas. “Un día mis copos se volverán grumosos y aguachentos y seré nieve y lluvia a la vez; entonces sabré que mi poder y mi gloria se acaban. Al día siguiente las montañas amanecerán nítidas sobre un cielo impecable. Y tarde ya en la mañana de sol, por primera vez en mucho tiempo, la gente oirá un sonido casi olvidado: un murmullo de pequeñas cascadas. Y será al son de ese rumor delicioso que el pueblo comenzará a despojarse de mis efímeros excesos.”

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QUE TRATA DE LO QUE FAUSTINO LARRA LE CONTÓ A SU HERMANO

Casa del Árbol, 31 de octubre de 1953

Querido Peñafiel: Sé que ya está mucho mejor de salud y me alegro. Yo sigo con mis apuntes y tanto para distraerlo como por el egoísta interés de que, cuando nos veamos, usted refresque mi memoria es que insisto en ciertos temas. Una vez Faustino me contó que hace años, un invierno, este techo se hundió bajo el peso de la nieve y que la casa entera estuvo semienterrada con Felicia y los chicos adentro. Parece que ella no se movió de la cama cuando él llegó a rescatarlos; tampoco habló, ni pareció darse cuenta de su presencia. Tenía los ojos fijos en la cumbrera. Faustino pensó que era por miedo al derrumbe, pero no; estaba vigilando a dos ratas grandotas que la miraban desde la viga. Iba para varios días que estaban así, observándose. Mi hermano cargó la escopeta y les tiró unos chumbos a las ratas, que cayeron chillando y revolcándose enloquecidas por el piso. Pero Felicia siguió mirando para arriba sin decir palabra, ni llorar siquiera. Entonces Faustino se asustó y la llevó a la casa de los padres. Allí poco a poco se recuperó, pero cuando se compuso del todo no quiso volver con mi hermano. Después, me enteré de que él la tenía amenazada y por eso ella volvió; por el hijo mayor. - Más que a mí lo quiere, a ese guacho – le oyeron decir alguna vez y también que, si ella no regresaba, lo iba a mandar con los curas y después al colegio militar para que se hiciera hombre. - Si la vieras ahora, ya no te gustaría tanto – me dijo otra vez, mirándome con esos ojitos hinchados y penetrantes que tenía -. Se hizo vieja muy pronto.– Según él algunas mujeres envejecían más rápido que otras. Vaya uno a saber por qué.

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Suyo afmo. C.L.


DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL POR FIN SE DESCHAVA

Manos Vacías, 13 de noviembre de 1953

Querido Ciriaco: Déjeme decirle que no olvido y perdurará siempre en mí, y no sólo en mí sino en todos cuantos tuvieron el privilegio de tratarla, la delicada impresión de esa personalísima mujer que fue su madre. Muy otro hubiera sido, tal vez, el destino de Faustino si ella no hubiera abandonado tan pronto este mundo. Usted se le parece en forma notable, sin dejar por ello de recordarme a su padre al escribir a veces, como él sabía hacerlo, sin tema ni propósito alguno. Su hermano, en cambio, encarnó todo lo vital que había en él. Pero con una gran diferencia; su padre no era dado a la bebida. Es como si la personalidad de aquel hombre visionario, que tanto hizo por este país, se hubiera dividido entre ustedes. Y estas cartas en las que usted me habla de Faustino despiertan también en mí algunas memorias. Yo creo que su cuñada enfermó desde aquella vez en que quedó aislada, cuando la nevazón grande, y la pobre nunca se repuso del todo. Entonces su hermano, que en más de una oportunidad amanecía en el pueblo, y casi siempre en cama ajena, no pudo volver a Casa del Árbol, donde habían quedado ella y las criaturas. Fueron días y días de nevisca constante, pura blancura, en la que murieron cantidad de animales. ¿Se acuerda de Clorindo Fuentes? Él murió también entonces, por empeñarse en ir a rescatar a sus ovejas. Se perdió y lo descubrieron recién cuando se fue la nieve, bastante cerca de la casa de ustedes. Creo que hoy día mi osamenta no soportaría un invierno así. Pero felizmente hasta el clima ha cambiado. Quiero aclararle también que, unos cuantos años después, cuando por fin su cuñada se atrevió a dejar al sinvergüenza de su hermano (perdóneme usted, pero es la verdad), parece que él tuvo la osadía de decir: “Está bien, que se vaya, esa ingrata. Ella con los suyos, yo con los míos”. No sé a que míos se referiría porque, aparte de uted, que no estaba aquí, no tenía más que a sus hijos, que no querían saber nada de él. Y no sé si está usted enterado de que intentó retenerlos legalmente, declarando que ella había hecho abandono del hogar y que padecía alteraciones nerviosas. Finalmente retiró la acusación ante la amenaza de los hermanos de ella de denunciarlo por estupro. Porque, y usted lo sabe muy bien, Ciriaco, tan bien que hasta lo escribió, que desde ese tiempo venía la cosa. Milagros Illapan trabajaba en casa de su hermano y, cuando la señora Felicia se fue, ella se quedó con él. Después, cada vez que se mamaba (y esto era casi siempre) él hablaba de la señora Felicia. Es curioso, ¿sabe qué recuerdo yo de Faustino? Sus manos. Eran unas manazas grandes, rojas, con venas gruesas que parecían querer salirse de la piel. Y colgaban inertes, como si no le pertenecieran. En una carta suya de hace algún tiempo usted me dice, refiriéndose a la trágica muerte de su hermano: “sólo trato de explicarme los hechos, aunque ésa es otra 83

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historia”. Hágame caso, Ciriaco, escriba esa otra historia; le hará sentirse mejor.

Suyo siempre

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J.M.Peñafiel


DONDE CIRIACO LARRA REVELA ALGUNAS OTRAS COSAS

Casa del Árbol, 28 de noviembre de 1953

Estimado Peñafiel: Durante años viví deliberadamente en otro mundo, sin querer enterarme de nada. Por ese motivo muchas veces no contesté sus cartas y cuando nos vimos hablamos, sí, pero no de estas cosas que ahora afloran. La separación de mi hermano y Felicia no me sorprendió tanto como el hecho de que, bastante tiempo después, Faustino siguiera mencionándola y diciendo desatinos que no vale la pena recordar. Desde entonces me resigné a que me hablara de ella cada vez que nos encontrábamos; y lo que siempre me llamó la atención es que, aunque fueron pasando los años, siguió refiriéndose a Felicia como si lo hubiera abandonado el día anterior. Todavía me parece oír su voz alcanzándome retazos de una historia en la que por momentos claudicaba: y bueno, sí, alguna que otra vez él le había pegado... Y yo intuía un deseo suicida de escarbar en regiones desconocidas para él, como la culpa y la sospecha, porque en el fondo, Peñafiel, mi hermano era un ingenuo. Y entonces esas manos temblorosas, que usted describió tan bien, agarraban la botella o se crispaban coléricas al empinar el vaso y estrellarlo de repente contra la mesa: - Mirá, ella era una caprichosa, ¡y sabía muy bien que cuando yo tomo no me gusta que me contradigan, carajo! Pero esa obstinación suya nunca obtuvo indicios de mi parte. Yo tampoco estaba seguro de que el hijo mayor de Felicia fuera mío, y lo escuchaba mientras intentaba indagarme sólo en homenaje a nuestra absurda caminata del pedido de mano, desvaída ya en la memoria como una vieja fotografía. C.L.

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QUE TRATA DEL CÉSPED DE CIRIACO LARRA

Casa del Árbol, 19 de diciembre de 1953 Querido Peñafiel: Todavía no ha venido a ver mi césped. Pero lo disculpo; sé que a pesar de su mejoría la convalecencia lo retiene en su casa. Igual que los árboles, el pasto es algo exótico en Árbol Tonto, y a mi regreso tuve la osadía de sembrarlo, desviando previamente el curso de un arroyo a fin de asegurar la superviviencia del prodigio. De muy lejos vienen a ver mi casa y el césped que la circunda; el color esmeralda se recorta en esta inmensidad terrosa como si lo hubiera pintado Dios en un arrebato de euforia. Llegan a caballo o caminando, gente incrédula que no conoce más que el color gris de esta tierra y que roza con la tímida reverencia de sus manos el milagro. Gente cándida que ahora está convencida de que estudiar en la Capital no sólo es condición ineludible para ostentar un título de doctor, sino también para hacer crecer el pasto en Árbol Tonto. Estimulado por estas manifestaciones de espontánea veneración, yo rasuro el césped y decapito con fervor las desprolijas florcitas blancas que tercamente producen los tréboles. Una de estas últimas tardes reconocí a lo lejos, de pie en el sulky y agitando las riendas, la silueta vestida de negro de Felicia. También ella quería ver mi césped. Sin saber por qué me refugié en casa. Pero ella no se detuvo; en medio de la polvareda pasó como una ráfaga apenas entrevista. Sin más por hoy, lo saluda C.L.

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DE LA DISCRETA ADVERTENCIA QUE HIZO JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL A CIRIACO LARRA

Manos Vacías, 21/12 Querido Ciriaco: Le escribo para advertirle que, por momentos, sus crónicas revelan cierta tendencia a ingresar en el terreno de lo fantástico. Usted sabe muy bien que la señora Felicia murió de cáncer a fines de 1949. Entonces, a no ser que se trate de un fantasma, es imposible que usted la haya visto el otro día. De más está decirle que, a mí, esas incongruencias me fastidian.

Suyo afmo. José M. Peñafiel

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DONDE SE DA A CONOCER UNA ANOTACIÓN DE CIRIACO LARRA QUE JOSÉ MARÍA PEÑAFEL NUNCA LEYÓ

Váyase a la mierda, Peñafiel. En mis escritos resucitaré y eliminaré a quien me dé la gana. ¿Cómo voy a perderme ese privilegio? Si la Felicia que yo vi el otro día era un fantasma o no, es un interrogante que le dejo a usted como lector; piense lo que quiera.

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DONDE CIRIACO LARRA DA NOTICIA DE SU LEJANO REENCUENTRO CON FELICIA

Casa del Árbol, 30 de diciembre de 1953

Querido Peñafiel: Releyendo mis últimas cartas, esas que con respetuosos pudor usted me comentó y devolvió hace un tiempo, me doy cuenta de que mi propósito (retomar aquellas crónicas que empecé hace años y convertirlas en una novela) se está desbarrancando y que, tal vez, de alguna manera me estoy confesando con usted. Esto me desagrada profundamente, pues no es lo que yo quería hacer ni lo que usted probablemente esperaba, si es que esperaba usted algo. Pero, por otra parte, necesito hacerlo. Hace unos diez años, durante una de mis esporádicas visitas a este pueblo, sentí el impulso irrefrenable de volver a ver a Felicia. Ella, ya no vivía con mi hermano, y yo, como en otras épocas, subí por las calles ascendentes que todavía conducen a su casa de soltera. Al entrar me crucé con un muchacho. Por fin, en la habitación principal, escenario de los antiguos baños, estaba ella. Me conmovió su prematura vejez, acentuada por la falta de dos dientes (carencia que se empeñó en disimular con una mueca indecisa). Pareció adivinar mi pensamiento porque me sonrió con timidez, como pidiéndome disculpas por no ser ya la misma de antes. - El que acaba de salir es Eusebio – dijo. Yo sentí de pronto mi corazón galopando como si quisiera escapárseme. Intuyó mi angustia porque casi enseguida agregó: - No, vos no sos el padre. Es hijo de Clorindo Fuentes. ¿Te acordás? Recién ahora puedo decirlo: a mí me obligaron a casarme con tu hermano, porque estaba embarazada y Clorindo ya tenía mujer y una familia. Pero nos seguimos viendo. Faustino me dejaba muchas veces sola y, aquella vez cuando la nieve, Clorindo murió por querer ir a verme. Tu hermano siempre pensó que Eusebio era hijo tuyo, por eso no lo separó de mí. Nada más que por eso. Felicia hablaba sin mirarme y, como yo hice ademán de irme, me pidió que esperara y salió de la habitación. Al rato volvió con algo en la mano. - El otro día, revolviendo cosas viejas, encontré esto – dijo entregándome un paquetito, y un poco por compromiso me ofreció un mate. Pero yo sentí la necesidad de irme, de borrar todo vestigio de esa visión desoladora y quedarme sólo con el recuerdo de aquella Felicia de años atrás, con su mata de pelo suelto. La Felicia de los pretendientes rechazados y la tez encendida. Al regresar me detuve para abrir el envoltorio. Allí estaba, aunque grisácea, la pareja de novios de azúcar. C.L.

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QUE DA CUENTA DE UNA DECISIÓN

Casa del Árbol, 13 de enero de 1954

Estimado Peñafiel: Hace poco usted me sugirió escribir “la otra historia”; es decir, los hechos referentes a la muerte de Faustino, precisamente lo que yo hasta ahora he estado evadiendo. En aquel momento me pareció imposible poder hacerlo; sin embargo, últimamente surgieron otras voces que me fueron imponiendo los sucesos tal como los relato a continuación.

C.L.

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IV

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QUE TRATA DE ALGO QUE PERTURBA A LA ABUELA ILLAPAN

Fue poco después de la muerte de mi hermano Faustino que la abuela Illapan comenzó a decir que la perseguían. Nunca supe quiénes ni por qué; pero, cuando la encontraba en el camino agitando los brazos y vociferando proféticas letanías, intentaba ayudarla. Lo hacía aún sabiendo que de nada servirían mis esfuerzos, fascinado tal vez por el fervor religioso que emanaba de esa pequeña figura, detenida en medio de algún terragal blanquecino. Y aunque le aseguraba que no había enormes pájaros negros planeando sobre su cabeza, la ciega elocuencia de la abuela me ignoraba o me insultaba. Pero yo ya no reparaba en ella. Inmerso en su ritual, había comenzado a escuchar, admirado, el desconocido aullar de mi propia voz; al tiempo que, diligente, me dedicaba a espantar esas aves que la perturbaban.

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QUE DA CUENTA DE LA NOTICIA QUE TUVO EUSEBIO Y DE SU COMPROBACIÓN

Ir a ver al padre. “A escondidas de mamá”, habían dicho las hermanas. Él no tenía ganas de verlo; lo único que le interesaba era comprobar aquello que había oído en el almacén: que la mocosa, la Milagros, se había quedado con Don Faustino y vivía con él. Eusebio quería verlo con sus propios ojos. Entonces dijo que sí. Irían al día siguiente, a la hora de la siesta. Cuando llegaron Faustino no estaba y los recibió ella. La Milagros. Y les ofreció sillas y unos mates. Las hermanas no se molestaron en ocultar su despecho. Ésa. Una sirvientita haciendo de dueña de Casa del Árbol. Y lo gozaba, la muy ladina. Se fueron enseguida, atravesando el campo bajo un sol rajante. Eusebio quiso quedarse.

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QUE DA CUENTA DE UNA DISCUSIÓN

El día antes de que Eusebio se fuera a cumplir el servicio militar, Milagros fue a despedirlo. - Desfachatada – murmuró la Felicia -. No sé cómo se atreve a venir a mi casa. - Ella no hizo nada malo – saltó Eusebio. - Se quedó con Faustino – había comentado escuetamente ella, sin dejar de escardar el jardincito. - Pero usté tuvo la culpa – le gritó, rabioso, él. - Estás cansado, se te nota en el guiño del ojo. De chico también te hacía así cuando dormías mal. - La Milagros se quedó por culpa suya. Yo sé muy bien qué cosas le dijo usté, qué ideas le metió en la cabeza. - Ella quiso quedarse con él. ¿No te das cuenta? Una negrita cualquiera, eso es lo que es. - ¡Mentiras! ¡Son todas mentiras! Aquí todos mienten y usté la primera. - A mí no me vas a faltar, ni vos, ni nadie; ¡Qué se habrán creído los mocosos de mierda! Y si no le gusta pues váyase de una vez y no vuelva. - Voy a volver, sí; pero con mi verdadero nombre. No, no llore. Yo no tengo vergüenza. - ¿Y vos crees que por eso algo va a cambiar? ¿Y quién te va a reconocer, me querés decir? - No importa; nada de eso me importa. Yo no me callo más y a quien quiera oírme le voy a decir de quién soy hijo yo.

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QUE TRATA DE UN ENCANTAMIENTO

Una negrita cualquiera... Eusebio recordó la cocina de Casa del Árbol y aquella vez que a Milagros le dio por cantar unas tonadas. Tal vez la Griselda Flores se las había enseñado. La voz áspera y el ritmo monótono, casi primario, no contribuían a que su canto fuera agradable o siquiera melodioso. Más que eso. Y ella entonces; ya no la Milagros, ya no más una negrita cualquiera, sino una presencia. Sí, tal vez la más... El canto se interrumpió de pronto y Eusebio tuvo la sensación de despertar de un sueño que le hubiera revelado algo indecible. Un secreto sólo para él. Después, cuando otras veces le pidió que cantara, ella siempre se negó: No puedo – decía –. Lo hago solamente cuando estoy muy contenta o muy triste. Entonces sí Eusebio tuvo la sospecha de que todo había sido un sueño y de que ella se estaba burlando.

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DONDE SE CUENTA EL REGRESO DE LA MILICIA DE EUSEBIO FUENTES

- Tomátelas, pibe – así le habían dicho al entregarle sus cosas, y él se sintió raro, casi desnudo. Las montañas ya tenían nieve allá arriba. Nieve temprana teñida por franjas de luz rosa y azul. Hacía frío y entre la ropa que le habían devuelto no estaba el pulóver de lana de cabra tejido por su madre. No se animó a reclamarlo, no fuera que se arrepintieran de haberle dado la baja. Caminó rápido, tratando de disimular su inquietud al pasar por la casilla de guardia. Pero el cabo no estaba y el colimba ni lo miró. En la milicia había tenido la sensación permanente de estar en falta sin saber por qué. Sin embargo, cuando le dijeron que podía irse sintió algo parecido al desamparo. Sólo le habían permitido salir para el funeral de su madre; no parecía enferma cuando la dejó, y el recuerdo de la última pelea lo seguía atormentando. Era uno de los últimos que largaban. 12 de abril de 1950. Año del Libertador General San Martín. La baja. Se había convertido en una palabra mágica, algo tal vez inalcanzable. El sargento Nibrando Flores había jurado por la memoria de su abuela, doña Griselda Flores, que no se la iban a dar nunca. Que él mismo la iba a interceptar y demorar. Así le había dicho. Eusebio intuía que esto era por lo del dedo. Cada tanto, en medio de la noche, los despertaban para cavar en el basural; entonces Flores los palmeaba, les hacía chistes y hasta parecía uno de ellos. Entre la basura, Eusebio una vez había encontrado un dedo; por la forma era un pulgar. Lo guardó en el bolsillo y, a la vuelta, se lo entregó a Flores junto con el parte de novedades. Aunque Eusebio sólo había hecho eso guiado por la sincera convicción de que el hallazgo de un dedo merecía ser reportado, el “¡carajo!” que recibió demostró, de manera inequívoca , que el sargento no compartía su criterio. De todas maneras, dedo de por medio o no, Flores (que no parecía mucho mayor que él) era distinto. Siempre le había hablado a los gritos y sin mirarlo; y muchas veces Eusebio había pensado que se dirigía a algún otro, porque el sargento, al vociferar, miraba siempre un punto ignoto y como más lejano. Con esa misma mirada ausente los hacía correr y saltar desnudos al amanecer sobre la escarcha y restregarse las manos con cardos. Todo esto resultaba extraño y él no sabía atribuirlo más que a algún misterioso designio o fatalidad que su ignorancia no alcanzaba a discernir. Pero le preocupaba lo de la baja, especialmente por los borceguíes, que le quedaban chicos. Por momentos el dolor en los pies era insoportable. - Vamos, pibe, no te quedés ahí parado, subí que te llevo. – Subió al colectivo como antes al camión nocturno con Flores y las palas y los otros. No había casi gente y pudo acomodarse en un asiento al lado de la ventanilla. Volaban hojas secas, amarillas.

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DONDE SE INCLUYEN LAS REFLEXIONES DE UNA CABRA DE LA ABUELA ILLAPAN Lo quise desde el día en que llegó. En ese rancho hacía falta alguien como él: un hombre que no le hiciera ascos al trabajo. Porque allí todo se estaba viniendo abajo desde la muerte del Artista. Eusebio remendó el techo y fabricó una trampa para atrapar liebres. Y mucho ingenio supo demostrar para estas cosas, porque muy pronto dos quedaron ensartadas y también una mulita, que ya se sabe lo bobas que son. La Obdulia y su abuela estaban requetecontentas; debe ser porque desde que yo tengo memoria nunca las vi comer carne. Yo también me alegré, porque de un tiempo a esta parte Obdulia me miraba torcido. Y no porque la pobre sea bizca solamente; un día escuché bien clarito que la abuela le dijo: - No, la chiva no. – Pero no sabía cuanto tiempo más la iría a contener a esa desalmada. - Estás vieja – decía la abuela, acariciándome – vieja como yo -, y se reía con su boca sin dientes, que en eso sí se parece a la mía. Él también me quiso; cómo me quiso... En noches como ésta se tendía a mi lado. Buscaba mi calor y algunas veces despertó abrazado a mi cuerpo acolchado. Le habían acomodado unas matras al lado del fogón, para que no descansara sobre la pura tierra y la Obdulia, no bien él se apersonó por allí, le limpió la cabeza de piojos, que de ésos aquí abundan. La abuela por no ser menos, que siempre se saben andar mezquinando esas dos, se puso a hilar vellones míos que tenía escondidos y le tejió un saco hermoso. Pasaron muchos días antes de que él se anoticiara que ninguna de ellas quería que la Milagros volviera. Yo tampoco, a decir verdad. Porque si la Milagros venía al rancho él se iría tras ella. Y esto justamente era lo que pensaban la Obdulia y su abuela, y es por eso que se hacían las distraídas y no le decían nada, ni le mandaban avisar a la otra. Pero él supo adivinarles el pensamiento y, aunque lo atendían de lo mejor y era el que mandaba, decidió irse a buscarla. Fue entonces, cuando lo vio juntando sus cosas para irse, que la Obdulia le espetó eso de que a la Milagros no le va a interesar verte porque sigue viviendo con tu padre. Y él muy pálido que no le contesta nada y se encamina por la senda que yo me conozco bien. Ya en el desvío la Obdulia, llorando, nos alcanzó y, entre caricias y perdones, le prometió hacer llamar a su hermana por el Servicio Social de la radio. Entonces él se volvió con ellas. Pero yo no. Estos riscos y sus valles me atraen; olisqueo nuevas posibilidades y prefiero mantenerme ajena a los fastidiosos azares que rigen la vida de las personas.

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DONDE SE INCLUYE UNA ANOTACIÓN AL MARGEN Y UNA RESPUESTA

No me gusta lo de la cabra. Además en qué quedamos ¿es cabra o chiva? J.M.P.

Metafísico estáis. Es cabra pero la abuela Illapan le dice chiva. C.L.

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QUE DA CUENTA DE UN BOLETÍN DEL SERVICIO SOCIAL DE LA RADIO

Luciano Painete comunica a Nerio Chandia, de Traful Norte, que no consiguió el camión para el traslado de lana. A Segundo Painefil, de Pichi Leufu, que Jorge viajará mañana jueves, y solicita lo esperen con caballos en el puente en horas de la mañana. A Antonio Colitripay, de Mencué, que hoy va carta en el transporte “El Torito” que le envía su hijo Jerónimo, y por ese mismo medio envíe contestación. A Claudio Maldonado, del Contrario, que debe viajar hoy a Manos Vacías para presentarse a revisación en la Escuela Militar. A Milagros Illapan, de Árbol Tonto, que su hermana Obdulia la espera el sábado en el puesto de la abuela. A Santiago Galván y Juan Inostroza, de Paso de los Molles, que mañana deberán juntar los caballos.

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DE CUANDO LLEGA LA MILAGROS Y EUSEBIO SE DA A CONOCER

- Así que no habías sido de los Larra, vos – dijo la abuela -. Yo lo conocí bien al Clorindo Fuentes; la mamá era hija de mapuche, como yo. - Yo no le creo- anunció Milagros -. Y si Don Faustino se entera de lo que andás diciendo... - Ya debe saberlo – la interrumpió Eusebio -. Aunque mi madre nunca se animó a decírselo. - Pobre señora Felicia, tan buenita, pobrecita – se lamentó la Obdulia. - A mí se me hacía raro que fueras un Larra – dijo la abuela -. No sos como ellos. Mezcla de indio y gringo habías sido, como la Teodora.

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DONDE CIRIACO LARRA IMAGINA UN POSIBLE SUEÑO Y DESPERTAR DE MILAGROS ILLAPAN

... entre hojas secas, amarillas. Dormía en un colchón de hojas que ahora eran los papeles sucios de un basural, y volaban en todas direcciones. De pronto, emergiendo entre los desperdicios, la vio.¿La vio o se vio? ¿Era una cabeza o era su cabeza cubierta por una costra de sangre oscura y seca? Era una mujer, de eso estaba segura, por el pelo y porque estaba embarazada. Escarbó hasta descubrir el cuerpo; tenía las manos atadas a la espalda con alambre de púa y coágulos entre las piernas. Ella, o la otra, movía los labios. Milagros sólo pudo intuir una cifra: 1978. Tanteó el aire a ciegas; alguien se deslizaba en la oscuridad. Reconoció el olor acre de Eusebio y se abrazó a esas piernas firmes y sólidas. Él se hincó junto a ella sin poder evitar pensar que la Obdulia no era más que una versión defectuosa de la hermana. Y, sin embargo, antes de que llegara la Milagros, él le había pedido que lo convidara con cama. La había iluminado de repente con la linterna y ella se había puesto más bizca que nunca. Después atinó a cubrirse los ojos con las manos, defendiéndolos de esa luz intempestiva. Le había gustado asustarla, como cuando de chico, a la noche, entraba de golpe en el gallinero y armaba un gran revuelo. Apoyó la cabeza en el regazo tibio de Milagros y ella lo rodeó con sus manos. Con sumisión él besó esas palmas ásperas. Después su cara olfateó, buscando asilo entre sus pechos, y ella lo dejó, ausente, fluctuante todavía entre lo que acababa de soñar y esa presencia a su lado, irrefutable.

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DE LO QUE DIJO LA ABUELA ILLAPAN

Solito te vas a entregar Eusebio Fuentes porque ya todos sabemos lo que hiciste. Así pasó con el Maruchito, el que sabía venir con los arrieros, en esos tiempos de antes, en que aquí no se hablaba la castilla. Un día alguien dijo que se robaba la comida del tropero y al poco tiempo el cocinero, que lo venía acechando, lo pilló comiéndose unas tortas fritas. Entonces este hombre, que cuando tomaba se ponía muy rabioso, lo corrió con una cuchilla grande, y ahí donde lo alcanzó lo degolló, y esta tierra se regó con el gurgullón de sangre del pobrecito. El hombre hizo un pozo. Igual que vos, se consiguió una pala, pero en ese mismo lugar se empezaron a escuchar los lloros de la criatura. En un principio creían que era el viento, pero después parece que se volvía a regar de sangre la tierra, ahí mismo donde ahora está el santuario, y también se dejaban oír claritas las lamentaciones. Vos sos distinto a ellos Eusebio. A Don Faustino y mismo a Doña Felicia tu madre. Mucho de aquel otro padre tuyo debés tener para que siempre te sintieran así como un intruso, un cabecita negra como tu padre que era de mi gente. Y vos te enojabas porque habías sido orgulloso y atropellador también y yo te sé dar la razón porque nosotros somos los dueños de estas tierras, nosotros y no ellos que se las quitaron a los antiguos. Pero cómo cambiaste con la Milagros, ahí sí que se te dispararon las pretensiones. Esa gata taimada de mi nieta te volvió mansito Eusebio. Sí, con su porte de reina y la risa que le daba ese miedo que vos siempre le tuviste a Don Faustino. Y ahora dicen que él fue todo para ella. Hasta marido, qué vergüenza. Tu madre decía que tenías muchas ideas pero yo sólo supe tenerte lástima por eso de que Don Faustino no te quería y que dos por tres te corría con el cinto y te cascaba. Y qué cosa, nunca pudo hacerte llorar. Todos nos admirábamos de que vos nunca lloraras Eusebio. Y hasta hacíamos apuestas pero vos como si nada. Ni siquiera cuando él te envenenó el perro que tanto mezquinabas. Parecías tan buena persona tan calmado. No como aquel hombre que yendo de aquí para allá así como loquito, dijo todas las cosas, y fue por eso que los gendarmes se lo llevaron. Para que les contara bien cómo había sido. Pero yo no necesito que me cuentes Eusebio porque yo sé que fuiste vos el que se llevó la pala que tengo tras la puerta. Y te debe haber costado mucho limpiar las manchas porque todavía pueden verse bajo el cuero de león. Más te hubiera valido tirarte al Sinfín aquella vez. Sí cuando fueron hasta allí donde la montaña huye hacia abajo. Ustedes tres Eusebio arrastrándose por la tierra como culebras y no te has de negar porque yo los seguí y pude verlos asomados al borde mismo de las zarzas escudriñando ese vértigo. Después tiraron ramas y piedras que en vez de caer se alzaban en el aire y aquello parecía cosa de magia porque todo lo devolvía el abismo. Pero Don Faustino dijo que nomás eran los remolinos de algún viento encajonado y yo desde mi escondite pensé que con su vino y todo el hombre sabía las cosas. Ustedes en cambio ni lo escucharon. El finadito quedó enterrado ahí mismo y cada uno que pasa le deja algo para amainarle el llanto. Velas, flores, un rosario o una estampita, y la criatura responde y se apacigua el viento; porque estas ánimas hacen así, dan las gracias ayudando, y esto a mí 102


me lo ha contado mucha gente, de esa que se vuelve rezadora. Y no me mires así que yo no voy a denunciarte. Yo vengo a buscar mi pala y a decirte que el viento también sabe ser justo porque cuando se van las nevazones desparrama las semillas y es entonces que de lo más hondo se levantan las voces de los que han sido hincados por los matadores de esta tierra. Y es así que pueden volver para contarnos sus padeceres los pobrecitos. El viento tenga piedad de vos Eusebio Fuentes.

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DE LO QUE DIJO LA TEODORA

Pero si la que lo mató fue ella, y sus razones tenía. El hombre se le abusó sin tener en cuenta que todavía era una criatura. Después la tuvo de hija, de concubina y de sirvienta; ella tuvo que aguantarle los vicios y encima la vejez. Usted me dirá que ella se lo buscó, que a su manera lo quería a Don Faustino. Sí, pero lo que nunca se imaginó es que él la iba a tener presa. Y presa es poco, porque las únicas veces que la Milagros salió de Casa del Árbol, y siempre con él atrás, fue cuando iban al rancho de la abuela. Aquí, al pueblo, no la traía nunca. Le daba vergüenza.

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DONDE SE INCLUYEN LOS PENSAMIENTOS DESESPERADOS DE EUSEBIO FUENTES

Intruso. Desde que tiene memoria. Así se había sentido siempre sin entender por qué. Hasta que lo supo: Faustino Larra no era su padre. Y ya no se sintió culpable por no haberlo querido. Ahora aquella época le parece remota, y tal vez lo sea, como esas voces que dentro de él cuchichearon: intruso. La voz de la abuela Illapan también llega como un eco lejano mezclada a otras voces; aunque ya no recuerda si eran voces o sólo miradas. Miradas acusadoras, reprobándolo, cuando se mudó a la casa donde vivían ellos, la Milagros y el hombre que había resultado no ser su padre. Era él sin embargo quien lo había mandado llamar al oír que había vuelto de la milicia. ¿ÉL, o tal vez ella era quien lo había insinuado? El hombre se sentía morir y sus propias hijas no querían atenderlo. -Que lo cuide la Milagros – dijeron. - Brujas – musitó Faustino Larra al enterarse. Y Eusebio se hubiera negado, pero la cara de la Milagros inclinándose sobre la suya con una especie de ronroneo ansioso lo trastornaba. Y después estaba el olor tibio, dulzón, casi obsceno que surgía de su blusa, de las aureolas húmedas bajo los brazos. La mirad de Eusebio se concentraba entonces en su boca, para percibir ese vello finísimo, como de seda, antes de que ella apoyara sus labio ya gruesos por el embarazo contra su mejilla tensa. Entonces le susurraba que la criatura era suya, y eso era probable aunque a veces él sentía que podía ser del otro, de Faustino Larra, que con los ojos ya vidriosos no terminaba de morirse, enclaustrado en su cama. Seguir el andar de su cuerpo oscuro, dejarse hinoptizar por sus gestos que ocupaban la pieza en sombras. Mirarla solamente, porque ahora Milagros ya ni se molestaba como antes de inventar alguna de esas mentiras más habituales que necesarias. Mentiras y promesas que durante algún tiempo lo habían hecho soñar. No, ya ni se tomaba el trabajo de fingir, y oír esa voz falsamente dulce hablándole al enfermo envenenaba a Eusebio. - Papi, le prometo que voy a ser buena, no como antes. Porque yo sé que fui mala con usté, que me dio todo; pero ya me confesé de la ingratitud y todo eso, y también dije otros pecados por si acaso, para que Dios me perdone. Porque el cura dice que tenemos que casarnos. Como piñas secas sobre las brasas esas palabras avivaban el lugar de su odio. La misma venganza y la misma rabia de su infancia volviendo en oleadas, impidiéndole llorar. - Ya se lo prometí al cura, y también se lo digo a usté, si es que me escucha. Quiero que se sane porque me da miedo verlo así, papi, por favor... Siempre le había dicho papi a Faustino Larra, y ella misma lo reconocía: papi había sido todo. Ahora a cada rato iba hasta la iglesia. Una tarde volvió acompañada. - El santo sacramento del matrimonio bendecirá esta unión – dijo el cura con su voz impostada para sermonear a los fieles temerosos de Dios y de su infierno. Y su hábito destilaba un olor agrio cuando, al inclinarse sobre la cama del enfermo, tomó la mano de Milagros y la posó sobre la otra pálida y exangüe. 105

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Como la respuesta no llegaba tuvo que acercar la oreja a la boca muda, pero el viejo movió la cabeza con esfuerzo en un inequívoco gesto de negativa. Ella cambió entonces. Sí, la Milagros volvía, lo buscaba como antes. Como cuando Faustino Larra no estaba enfermo y la celaba tanto que tenían que esconderse para poder estar juntos. - No hay ninguna necesidad de atenderlo – anunció un día -; ya le pagué mi deuda.– Y, cuando de pura lástima Eusebio se ocupaba de él, ella lo miraba con sorna. - No tiene a nadie – le decía como disculpándose; porque la verdad es que ni a preguntar por él venían; pero era inútil. En Milagros ya no había ni gratitud, ni compasión, y Eusebio recordaba, recuerda todavía otros tiempos, como aquella vez cuando fueron los tres al Sinfín y eran felices a pesar de todo. Hubiera sido tan fácil entonces, un empujón solamente; pero Faustino Larra había cambiado hasta con él; estaba casi bueno y confiado. Y Eusebio sentía vergüenza durante el día al pensar en el cuerpo de la Milagros haciéndose lugar en su cama, bajo las cobijas, y después las risas y los gritos ahogados para no despertarlo. - Ya no hace falta escondernos – repitió ella, arrodillándose a su lado, en el suelo, junto a la cama de Faustino Larra, que parecía sufrir y se quejaba esos días. Acababa de poner el pan recién horneado sobre la mesa y en toda la pieza se sentía ese aroma tierno, inaugural. - Vamos – insistió ella, pero él no podía apartar la mirada de aquella otra cara gris y se lo dijo. - No lo mires más – dijo ella y se desprendió la blusa. La visión de esos pechos tibios, olorosos, desterró la imagen rígida y cenicienta. Con aturdida mirada buscó todavía la cama a su pesar, pero fue sólo un segundo. Ciegos, confundidos se tantearon con torpeza; ahora él ocuparía siempre el lugar del otro. Y había una especie de saña en el encuentro tantas veces ocultado. Ella se despertó primero en el cuarto en penumbras. Entre sueños, Eusebio distinguió la silueta desnuda encendiendo el candil. La luz iluminó de pronto, inesperada, la sombra enorme del enfermo abalanzándose a la cama y arrastrando a la Milagros por el suelo. Desesperado, Eusebio intentó desprender esos dedos que con insospechado vigor se cerraban sobre la garganta de ella. Entonces vio el cuchillo del pan sobre la mesa y también la cara desencajada de Faustino Larra incorporándose, yendo hacia él. No recuerda si alguno de los dos gritó; sólo aquel bordón en sus oídos acallado apenas por los gestos, y después la sangre y el silencio.

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DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL DA NOTICIA DEL HIJO DE MILAGROS ILLAPAN

Manos Vacías, 5 de octubre de 1954

Querido Ciriaco: A su interpretación de la muerte de Faustino faltaría agregar algo concreto y tangible: el hijo tullido que Milagros Illapan dio a luz unos meses después. Ella dice (usted sabe lo crédulas que son las mujeres) que esto es a causa de su pecado, y también que Juliano, porque se llama Juliano, es hijo de la desgracia. Suyo afmo. José María Peñafiel

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QUE DA CUENTA DE UNA DECISIÓN

Casa del Árbol, 13 de enero de 1955

Querido Peñafiel: Le escribo porque con mis sobrinas hemos tomado la decisión de vender esta propiedad. Como usted sabe, Eusebio Fuentes dejó Manos Vacías, pero no pudimos averiguar nada de él. Creo que ni Milagros sabe adónde se fue, ni qué hará de su vida. Ahora ella vive con su hijo en lo que era el puesto de la abuela Illapan. Por lo que a mí respecta, en cuanto se concrete la venta, regresaré a Buenos Aires. Tengo algunas noticias de allá, aparentemente hay planes de sacarlo al que le dije. En fin, son rumores. C.L.

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DONDE BERNABÉ REYNOSO CUENTA A QUIEN QUIERA OÍRLE LO QUE SUCEDERÁ EN CASA DEL ÁRBOL Y OTRAS MUCHAS COSAS DIGNAS DE SABERSE

... eso fue cuando expropiaron parte de las tierras de la familia Larra; las que no tenían aprovechamiento. Ciriaco Larra entonces decidió vender Casa del Árbol y yo ni me animé a hacer una oferta, imagínese. Uno tiene sus pesitos ahorrados, pero... Hasta que él se enteró de mi interés y me la ofreció por nada. Bueno, por un precio irrigatorio. Irrisorio, eso es, irrisorio. Una bicoca. Para mí es como un sueño, porque allí el gobierno piensa instalar una planta de investigaciones científicas, y esto lo sé de buena fuente: parece que van a traer gente muy importante. Alemanes. De esos que escaparon después de la guerra. Y ahora que se disolvió el Ágape Cultural, yo pienso hacer de esa casa un residencial que ofrecerá solaz y esparcimiento a todos los amantes de la ciencia, aficionados o profesionales, a precios módicos, porque ya se sabe, los científicos en este país... Pero nosotros también vamos a tener nuestra bomba atómica, eso sí; y yo quiero estar cerca para verlo. Fíjese que cuando le hablé de este hermoso proyecto a Ciriaco Larra se empezó a reír y a reír y no podía parar. Está raro, ese muchacho, se ve que las circunstancias de la muerte del hermano lo trastornaron. ¿Sabe qué decía?: “El tesoro, ahí está el tesoro de Alcamán”. Y voy a sacar el famoso árbol que dio nombre a la casa. Tiene las raíces podridas; además, es muy incómodo ahí, en medio de la cocina. Ahora ese lugar se va a llamar “Fundación Casilda Reynoso”, en memoria de mi madre, ángel tutelar que me dio todo su amor. Y su muñeca. No, quiero decir que su muñeca, para mí sagrada, ocupará un lugar de privilegio en esa casa.

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DONDE SE INCLUYE UNA ANOTACIÓN MANUSCRITA HALLADA ENTRE ESTOS APUNTES

Estimado lector: La mayoría de estas cartas han sido escritas a un interlocutor “inexistente”. Apesadumbrado por la noticia de la muerte de José María Peñafiel, y también por haber interrumpido nuestra correspondencia, me propuse ignorar su fallecimiento y reanudarla a partir del 8 de abril de 1945, inventando sus respuestas y nuestros encuentros. Sólo así pude escribir estas crónicas que hoy, con afecto y reconocimiento, le dedico.

El autor

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DONDE LA HISTORIA SE SIGUE ESCRIBIENDO SOLA Y A PESAR DE CIRIACO LARRA

Tené cuidado con la muñeca, Juliano, que era de la mamá del doctor. Y no toqués el frasquerío. Salí de acá que te vas a lastimar. Andá. Andá a jugar afuera que tengo que limpiar esta pieza. En este mismo lugar antes sabía haber un árbol. Sí. Un notro sabía haber. Todo rojo en la primavera, como saben ser los notros. Pero a él le dio por sacarlo. Él sabrá por qué, Juliano. Es un doctor.

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QUE TRATA DE LO QUE SUCEDIÓ EN MANOS VACÍAS CON EL CORRER DE LOS AÑOS Y DE OTROS EXTRAÑOS ACAECIMIENTOS

Mi madre dice que yo no he crecido y que ya no tengo remedio. Que soy una criatura en el cuerpo de un hombre y que en los de los pies chuecos salí a mi tía Obdulia. También dice que este pueblo ya no es como era. Que se ha hecho más grande con la fábrica y que por eso no se puede tomar agua del arroyo. Porque viene muy sucia. Todo cambió después que falleció el doctor Reynoso, dice ella, y que antes sabía ser lindo aquí. Que verdeaba todo, donde después sólo quedó la pura tierra, y que dentro mismo de esta casa sabía haber un árbol. Ahora es una tapera. Y los únicos que no le tenemos miedo somos nosotros. El sargento Flores y yo. Él sabe venir algunas veces trayendo gente. A mí me da risa porque todos, hasta mi madre, piensan que la casa está embrujada, lo que ven las luces y oyen la música, y nadie sabe que son el sargento y sus amigos. Solamente yo sé. Por eso me va a regalar el televisor color. Se ve lindo en el televisor color. Antes no conocíamos eso acá. A mí, unos pibes que trabajaban en la fábrica me prometieron uno. Eso fue porque yo los vi cuando enterraron unas armas donde sabía estar el pozo grande de los Larra. Y también me dijeron compañero, y que yo era el pueblo. Entonces les contesté que me llamaba Juliano, nada más, y que el pueblo era Manos Vacías. Pero no me cumplieron. Me mintieron. Y ahora yo pregunto y pregunto y nadie sabe dónde están. Pero el sargento Flores me lo va a regalar. Para que no cuente nada. Ni siquiera de eso que me apareció a la luz de la luna en una zanja que yo mismo cavé. El sargento me lo ordenó. Él ordena y yo obedezco, así dice. Parecía mujer por el pelo y tenía las manos atadas a la espalda con alambre de púa. Algo fiero de ver, ese cuerpo todo morado. El sargento dijo que seguro yo había visto un espíritu y que mejor me callaba la boca. - Cosas del Caleuche – dijo, y volteó para la casa. Pero yo creo que se está equivocando, porque el Caleuche es un barco fantasma, no una tapera con esas luces de repente y esta música tan demasiado fuerte.

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QUE TRATA DE COSAS TOCANTES A ESTA HISTORIA Y NO A OTRA

EL HERALDO DE MANOS VACÍAS – jueves 2 de marzo de 1985

HALLAN RESTOS HUMANOS EN UN PREDIO DE ESTA LOCALIDAD Un macabro hallazgo de cadáveres fue confirmado ayer por las autoridades en el paraje denominado Árbol Tonto. A partir de las confusas declaraciones de una mujer, cuyo único hijo desapareció el 18 de junio de 1978, efectivos de bomberos y de la guarnición policial local, descubrieron en un vasto sector del terreno que fuera propiedad del Dr. Don Bernabé Reynoso, restos humanos de once personas. Milagros Illapan, argentina, 54 años, relató a nuestro cronista que: “...hace tiempo sentía que el cuerpo de mi hijo Juliano estaba enterrado aquí, en este lugar. Estas cosas a mí me las dicen los sueños; también veía los cuerpos de otra gente que no conozco, porque la muerte sigue aquí, en estas tierras. Pero nadie me creía, hasta que yo misma empecé a cavar”. Muchos años atrás, el mismo predio fue objeto de similares excavaciones, cuando era propiedad de la familia Larra y persistía la leyenda de que el cacique Alcamán había enterrado allí sus tesoros. Después de un oscuro hecho de sangre, en el que habría estado involucrada la actual declarante, los Larra decidieron vender la finca al extinto Bernabé Reynoso, quien convirtió la vieja Casa del Árbol en sede de la Fundación Casilda Reynoso. Pero, a su fallecimiento, ésta pasó a ser propiedad del Estado y, durante el gobierno de facto, allí funcionó el tristemente célebre campo de detención “La Muñeca”. Según, declaraciones del imputado ex sargento Nibrando Flores, el hijo de la declarante desempeñaba tareas de mantenimiento en la finca durante ese último período.

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DE LO QUE DECLARÓ NIBRANDO FLORES EN EL LUGAR DEL HECHO

A mí lo que siempre me jodió es el vino. Cuando tomo se me vienen las ideas y, la verdad, siempre husmeaba por todos lados, el Juliano. Como perro hambriento. Por eso sabría de todas esas armas escondidas. Y además, él también vio algunas cosas aquí. Lo malo que después andaba por el pueblo y contaba. Y yo se lo advertí. Le dije. Hasta le prometí un televisor a ver si se callaba. Pero no me hacía caso y yo estaba muy nervioso. Porque me acusaban a mí de alcahuete. Hasta que a él le dio por indagar. Quería saber qué pasaba aquí, y también adónde se habían llevado a los zurdos esos de la fábrica. Entonces fue que los oficiales sospecharon y lo apretaron. Estaban calentitos ellos, porque esos eran subversivos y aquí se jodió todo después que nos pusieron la bomba en los cuarteles. Y a la final fue por el Juliano que les descubrimos las armas. Un alto así de armas enterradas tenían, los hijos de puta. Pero yo no fui. Otros lo hicieron. Dijeron que querían divertirse un rato primero. Y me empujaron afuera. Entonces empezó la radio. Porque siempre ponían música. Pero esta vez era un partido del Mundial. Me tapé las orejas yo; pero igual se escuchaban clarito los alaridos del Juliano detrás de los goles. Gritaba algo del televisor. Que a él nomás le habían prometido un televisor. Yo quería que pasara rápido el tiempo. Que no se les fuera la mano. Si el Juliano era un infeliz, nada más. Pero se hizo noche. Hasta que sentí ese silencio. Y más luego los sentí a ellos que se subían a los coches, y entonces uno que siempre sabía llevar los anteojos oscuros me vio y me gritó: - Andá a limpiar, mierda; y no te nos avivés vos también, que acá cualquiera puede ser boleta. Recién entonces entré a la casa, pero al verlo en medio de toda esa sangre reculé. - Me voy a morir, me estoy muriendo – lloró el Juliano al verme, y yo me di cuenta lo que le habían hecho. Busqué la puerta, y mientras corría se me iba yendo todo el vino por entre las patas. - Tengo miedo, no me dejes solo, sargento – le sentí gritar, y su voz ya era un quejido. Ahí volví, entonces. Al último se lo vio muy blanco y no habló más. Después lo enterré. Pero me llama. Todo el tiempo lo siento que me llama. Yo le digo que no quise. Que ellos convidaban con vino y me preguntaban. Que me deje en paz. Pero no puede estar solo, él. Tiene miedo de su sangre, igual que todos. Miren, yo lo único que quiero ahora es dormir. A la madre no la voy a ver. ¿Para qué? Si siempre le mentí. Y basta. Todo eso oigo y ya no quiero oír más.

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CAPÍTULOS: I DONDE SE REINICIA UNA CORRESPONDENCIA DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL REPROCHA E INDAGA A SU DISCÍPULO QUE TRATA DE UN PROPÓSITO LITERARIO DONDE CIRIACO LARRA COMIENZA ESTAS CRÓNICAS DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL ALIENTA AL INCIPIENTE AUTOR Y LE PIDE UN FAVOR DE LO QUE RESPONDE CIRIACO LARRA A LA PREGUNTA INICIAL DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL DONDE SE PROSIGUE LA RESPUESTA A LAS PREGUNTAS DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL DONDE CIRIACO LARRA DA CUENTA DE LA GRACIOSA MANERA QUE TUVO SU MADRE EN RECUPERAR ALGO MUY PRECIADO DE LOS RAZONAMIENTOS QUE OCURRIERON ENTRE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL Y CIRIACO LARRA DE LO QUE CONTÓ CIRIACO LARRA ACERCA DE LA VISITA DE UNOS MISIONEROS A CASA DEL ÁRBOL QUE TRATA DE UNA CURIOSA INSTITUCIÓN, DE UNA NEGATIVA Y DEL ORIGEN DE UN NOMBRE DE LO QUE CONTESTÓ JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL DONDE SE EVOCA UNA RELACIÓN FRATERNA QUE TRATA DE LAS IMPRESIONES DE CIRIACO LARRA EN SU PRIMER VIAJE A LA CAPITAL DONDE CIRIACO LARRA RECIBE UNA ADVERTENCIA SUELTO DE EL HERALDO DE MANOS VACÍAS QUE SE ADJUNTA A LA CARTA ANTERIOR DONDE CIRIACO LARRA DA NOTICIA DEL ARTISTA QUE DA CUENTA DE ENTUSIASMOS Y CLAUDICACIONES DONDE OBDULIA ILLAPAN, HIJA DEL ARTISTA, EVOCA UNA CONSULTA QUE TRATA DE LA MUERTE DE LA SEVERINA DONDE CIRIACO LARRA ACUSA RECIBO DE LA CARTA ANTERIOR DONDE EL ARTISTA SE QUEJA DE CIERTAS MURMURACIONES Y HABLA DE LA GRISELDA FLORES. DONDE LA ABUELA ILLAPAN HABLA DE DAÑOS Y MALES DONDE SE CUENTA LO QUE AQUÍ SE LEERÁ

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DE LO QUE CONTÓ LA ABUELA ILLAPAN DE LA VOLADORA ANOTACIÓN DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL AL MARGEN DE LA PÁGINA ANTERIOR DONDE HAN PASADO LOS AÑOS Y CIRIACO LARRA TIENE UN SUEÑO PREMONITORIO DONDE LA GRISELDA FLORES HABLA DE MILAGROS ILLAPAN Y DE LA MUERTE DEL ARTISTA QUE TRATA DE UNA AFICIÓN DE DON BERNABÉ REYNOSO DE LO QUE PIENSA NIBRANDO FLORES DESDE LA CUMBRERA DE LO QUE LE CONTÓ MILAGROS ILLAPAN A FELICIA DE LARRA DONDE CIRIACO LARRA IMAGINA LA PRIMERA VISITA DE MILAGROS ILLAPAN A SU ABUELA DE LO QUE CONTÓ LA TEODORA DONDE LA ABUELA ILLAPAN LE EXPLICA A FAUSTINO LARRA LO DE LAS PIEDRAS DE LO QUE LE ESCRIBIÓ MILAGROS ILLAPAN A LA GRISELDA FLORES DONDE SE INCLUYE UN COMENTARIO DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL DE LO QUE CONTESTÓ CIRIACO LARRA

II DONDE, AL AZAR DE RECUERDOS Y VERSIONES, CIRIACO LARRA PROSIGUE ESTAS CRÓNICAS DE LO QUE LA GRISELDA FLORES LE OYO DECIR AL MAR PACÍFICO COMENTARIO DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL ESCRITO EN EL MARGEN DE LA PÁGINA ANTERIOR DONDE EL VERDADERO TÍTULO SE LE ESCURRIÓ A CIRIACO LARRA UNAS LÍNEAS MÁS ABAJO DE LO QUE CONTESTÓ JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL QUE TRATA DE LA DEFENSA DE CIRIACO LARRA DE LO QUE RECORDÓ JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL DONDE CIRIACO LARRA REESCRIBE EL RELATO TENIENDO EN CUENTA SÓLO ALGUNOS DE LOS DATOS APORTADOS POR JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL QUE TRATA DE UN CURIOSO DISCURSO Y LLEVA UNA NOTA ADJUNTA DONDE, PARA ESCAPAR DE LA REALIDAD, CIRIACO LARRA COMIENZA LA POSIBLE HITORIA DE SONRISAS DONDE CIRIACO LARRA PROSIGUE LA POSIBLE HISTORIA DE SONRISAS DONDE CIRIACO LARRA DA FIN A LA POSIBLE HISTORIA DE SONRISAS DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL CRITICA Y CIRIACO LARRA SE DEPRIME

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III DONDE CIRIACO LARRA DA NOTICIA DE LA MUERTE DE SU HERMANO Y DE OTROS HECHOS NOTABLES ANOTACIÓN DE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL EN LA CARTA ANTERIOR DONDE SE PONEN MELANCÓLICOS LOS PENSAMIENTOS DE CIRIACO LARRA DONDE CIRIACO LARRA EVOCA A FELICIA DE LARRA DONDE PROSIGUE LA CORRESPONDENCIA ENTRE CIRIACO LARRA Y JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL EVOCA UNA BODA LEJANA DE LO QUE LE REVELÓ CIRIACO LARRA A JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL DONDE SE INCLUYEN REFLEXIONES QUE FELICIA NUNCA MANIFESTÓ DE CIERTA MELANCOLÍA DE LO QUE PREDIJO UNA VEZ LA NIEVE QUE TRATA DE LO QUE FAUSTINO LARRA LE CONTÓ A SU HERMANO DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL POR FIN SE DESCHAVA DONDE CIRIACO LARRA REVELA ALGUNAS OTRAS COSAS QUE TRATA DEL CÉSPED DE CIRIACO LARRA DE LA DISCRETA ADVERTENCIA QUE HIZO JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL A CIRIACO LARRA DONDE SE DA A CONOCER UNA NOTACIÓN DE CIRIACO LARRA QUE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL NUNCA LEYÓ DONDE CIRIACO LARRA DA NOTICIA DE SU LEJANO REENCUENTRO CON FELICIA QUE DA CUENTA DE UNA DECISIÓN IV QUE TRATA DE ALGO QUE PERTURBA A LA ABUELA ILLAPAN QUE DA CUENTA DE LA NOTICIA QUE TUVO EUSEBIO Y DE SU COMPROBACIÓN QUE DA CUENTA DE UNA DISCUSIÓN QUE TRATA DE UN ENCANTAMIENTO DONDE SE CUENTA EL REGRESO DE LA MILICIA DE EUSEBIO FUENTES DONDE SE INCLUYEN LAS REFLEXIONES DE UNA CABRA DE LA ABUELA ILLAPAN DONDE SE INCLUYE UNA ANOTACIÓN AL MARGEN Y UNA RESPUESTA QUE DA CUENTA DE UN BOLETÍN DEL SERVICIO SOCIAL DE LA RADIO

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DE CUANDO LLEGA LA MILAGROS Y EUSEBIO SE DA A CONOCER DONDE CIRIACO LARRA IMAGINA UN POSIBLE SUEÑO Y DESPERTAR DE MILAGROS ILLAPAN DE LO QUE DIJO LA ABUELA ILLAPAN DE LO QUE DIJO LA TEODORA DONDE SE INCLUYEN LOS PENSAMIENTOS DESESPERADOS DE EUSEBIO FUENTES DONDE JOSÉ MARÍA PEÑAFIEL DA NOTICIA DEL HIJO DE MILAGROS ILLAPAN QUE DA CUENTA DE UNA DECISIÓN DONDE BERNABÉ REYNOSO CUENTA A QUIEN QUIERA OÍRLE LO QUE SUCEDERÁ EN CASA DEL ÁRBOL Y OTRAS MUCHAS COSAS DIGNAS DE SABERSE DONDE SE INCLUYE UNA ANOTACIÓN MANUSCRITA HALLADA ENTRE ESOS APUNTES DONDE LA HISTORIA SE SIGUE ESCRIBIENDO SOLA Y A PESAR DE CIRIACO LARRA QUE TRATA DE LO QUE SUCEDIÓ EN MANOS VACÍAS CON EL CORRER DE LOS AÑOS Y DE OTROS EXTRAÑOS ACAECIMIENTOS QUE TRATA DE COSAS TOCANTES A ESTA HISTORIA Y NO A OTRA DE LO QUE DECLARÓ NIBRANDO FLORES EN EL LUGAR DEL HECHO

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Todo eso oyes es la historia de un hombre que se expresa a sí mismo reinventando su pasado y el de sus semejantes. Es un joven patagónico que entabla una larga relación epistolar con un amigo de su padre. Su afán imposible es escribir una novela que, paradójicamente, se va conformando con los episodios que narra en sus cartas. A lo largo de los años sus recuerdos derivan cada vez más hacia lo imaginario. Así es como consigue acercarse a la verdad esencial del pueblo de la Patagonia que describe y de los hechos de nuestra historia a los que alude. Por su notable estructura, su perfecto equilibro entre lo disparatado y lo dramático, Todo eso oyes mereció el Premio Emecé 88/89. El jurado estuvo integrado por Josefina Delgado, Isidoro Blaisten y Eduardo Gudiño Kieffer.

Copyright Luisa Peluffo 1999 I.S.B.N. 950-04-0880-5 11.225 119

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