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Editorial

Para mediados de 2020, unos siete meses después de que el primer caso de COVID-19 fuera detectado en la ciudad china de Wuhan, la severidad del confinamiento y el temor a la enfermedad habían alcanzado su punto más alto. Ante el nerviosismo de las masas, políticos de todo el mundo acuñaron un término para explicar de forma más o menos racional y paliativa la locura que estábamos viviendo: Nueva Normalidad. En últimas, esta locución se refería a las medidas de autocuidado que debíamos adoptar para convivir con el virus durante una extensión indefinida de tiempo: tapabocas, distanciamiento físico, etc. Y aunque a la mayoría nos costaba aceptar estos hábitos como parte de nuestra vida, ningún pronóstico era más aterrador que el estimado de muertes. En Colombia, la teleaudiencia quedó atónita cuando los noticieros aseguraron que, de seguir así, el virus se cobraría la vida de 40.000 compatriotas. Casi el doble de los fallecidos en la tragedia más emblemática de nuestro país: Armero. Y si cada 13 de noviembre se nos agotan los recursos simbólicos para describir el dolor de este acontecimiento, difícilmente podíamos imaginar cómo nuestra sociedad podría vivir con 40.000 muertes a cuestas. Hoy, cuando las muertes han superado las 57.000, sabemos la respuesta: sin pena, sin arrepentimiento, sin el sentido de tragedia que todos temíamos iba a quebrar definitivamente la capacidad de sufrimiento de nuestra sociedad. Hoy nos damos palmadas en la espalda pues hemos derrotado la sensación de extrañamiento que nos acompañó los primeros meses de la pandemia. Ya podemos respirar mejor con el tapabocas, los restaurantes están abiertos y muy pronto podremos volver a cine (¡Hurra!). Ya no nos sentimos en el fin del mundo, qué gran victoria. La Nueva Normalidad se convirtió en una normalidad a secas. Pero la muerte sigue allí. Los fallecidos por el virus son en su gran mayoría pobres y con la pandemia como excusa las mafias políticas de Colombia han desatado, sin sonrojarse, la barbarie. Es necesario recordar cómo nos sentíamos al principio, en marzo, abril o mayo del 2020. Podemos prescindir del miedo, que entonces nos tenia paralizados y empequeñecidos. Pero no podemos renunciar a la sensación de extrañamiento. Porque algo está mal. No es normal ni aceptable que en nuestro país asesinen, mutilen, desaparezcan y violen. No es normal ni aceptable que 57.000 personas hayan muerto a causa del virus. Si hay una Nueva Normalidad esta debe ser extraña, debe generarnos incertidumbre, pero también preguntas y quizá respuestas. El contenido de este tercer número es una invitación a mirar con detenimiento el aire putrefacto que nos envuelve, a ver a través de esta nube de pedos que llamamos vida nacional. La Nueva Normalidad debe ser la invitación para construir algo nuevo, imaginar un futuro mejor, no el slogan de un modo de vida conformista con la violencia, dócil ante el poder y lisonjero con la muerte.

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