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El barrio de Los

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Editorial

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El barrio de Los Callejeros

James Ruiz Rendón*

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Me atrevo a añadir una pequeña sinopsis pues este cuento lo encontré en la basura, rasgado por la mitad con algo que, igualmente,me atrevo a afirmar eran unas garras. Creo que el autor es uno de los pobres gatos callejeros de mi barrio.

Mi vida siempre había sido humildemente difícil. De mis primeros días solo recuerdo el frio y la debilidad. Sé que un día tuve casa y que a veces comía pollo. Puros recuerdos podridos. No se puede confiar en humano alguno, todos abandonan, todos olvidan. Pertenezco a las calles. Cualquier humano es sinónimo de comida y ellas sinónimo de libertad. En las noches me cuelo en la caseta de Doña Teresa, donde me resguardo de la lluvia e intento leer el periódico, aunque muchas veces lo termino rompiendo con mis garras. En la caseta siempre hay un plato de comida, y lo más importante, es un lugar con la temperatura para dormir a gusto. Un verdadero lujo entre gatos callejeros. Obviamente no fue un lujo fácil de ganar. Era algo por lo que había luchado en tres de mis siete vidas, demostrando mi valía al cazar ratones intrusos en el territorio de la señora. Aún más difícil fue convencer a esa vieja mañosa de que no era ninguna mascota. Me consideraba, en mayor parte, un pequeño empleado. Aunque a veces se le olvidaba y quería acariciarme la panza. Por suerte, jamás dejé que me cortara mis tan útiles garras. Una de las cosas que jamás

entenderé de los gatos adiestrados es cómo completan su existencia sin garras largas y afiladas. En fin, que desvarío. La intención de haber aprendido a escribir no es hacer una autobiografía, pero como decía Doña Teresa: no sé cómo putas explicar lo que ha venido sucediendo. ¿Saben?, un gato solo quiere vivir cómodamente tranquilo. Todo pasó una noche que me ausenté de la caseta. Tal vez si hubiera leído el periódico me hubiera enterado de todo; y de algunas muertes, por supuesto. Pero me había ido a escalar los tejados de las casas y vigilar el transcurso de la noche - una de esas necesidades que tiene uno como felino-. En fin, vuelvo a divagar. El hecho es que tras esa noche nada volvió a ser igual. La mañana que comenzaba estaba silenciosamente sola e incómoda. Ni autos ni humanos, todos los locales estaban cerrados. Incluso la caseta de Doña Teresa estaba cerrada. Era la primera vez en mucho tiempo que me había revolcado en la basura en busca de algo que comer. Sí, ese olor es igual de insoportable para un gato; pero añádale tener que lavarse con la lengua, es algo horrible. En verdad, no suelo preocuparme mucho por la comida, siempre suele haber algo en la basura. Encontré un pollo entero y en buen estado; las personas tan arrogantes que desechan sus mejores presas. En mi camino también me encontré con muchos compañeros de destino, otros gatos e incluso uno que otro perro: Los Callejeros. Nos hacíamos compañía y nos defendíamos, aun sin conocernos o compartir especie. De vez en cuando me cruzaba con uno que otro humano. Extrañamente, iban con su rostro tapado, menos su cabello y sus ojos, que solían mirarme con pesar y no faltaba un cualquiera que dijera: pobrecito. Como si jamás hubiera visto un gato negro sin una oreja. La había perdido en una de las guerras en los tejados, una anécdota que no me detendré a narrar porque toda guerra es un sin sentido que concluye en brutalidad. Sin embargo, ahora se vivía paz, incluso entre especies. Y ahora todos éramos funcionales. No entiendo muy bien cómo llegamos a organizarnos, pero los perros se encargaban de la seguridad y olisquear sus traseros. Por otra parte, los gatos de la caza y la protección de los tejados. Y desde las alturas las siempre libres aves guiaban las decisiones. Entre Los Callejeros rondaba una leyenda. Decían que la desaparición de la mitad de los humanos se debía a algo que ellos llamaban el fin del mundo; algo de lo que hablaban los que habían huido de casa y temerosos creían todo lo que escuchaban en televisión. Algo que, de boca en boca, se había transformado hasta llegar a la conclusión de que el mundo que los humanos habían dejado nos volvía a pertenecer. Comencé a pasar las noches junto a otros gatos. Tenían algo de hierba -para gatos, por supuesto-. No fueron noches tan malas. Hasta que un día haciendo mi ruta en busca de comida volví a ver a Doña Teresa en su caseta. Iba igual de cubierta que los demás. Me alegré de que hubiera sobrevivido al apocalipsis y entre por mi atún, mi agua fresca y mi lugar a gusto. Pero no era de cerca la noche y ya me había sacado con la escoba para cerrar más temprano que de costumbre. Me fui enfadado, sin saber que esa era la última vez que la vería o que comería ahí. La gente comenzó a caer como

El barrio de Los Callejeros. James R. Rendón. Lápiz sobre papel

moscas, a veces incluso en las calles, y no daban calor ni comida. Los humanos quedaban fríos y estáticos como si hicieran parte del suelo, como un pájaro o un gato muerto. El fin del mundo, al final, era cierto. De los apartamentos comenzaron a escapar cada vez más gatos o perros pequeños que, por supuesto, pasaban a formar parte de Los Callejeros. Aquí entendí, con el relato de los nuevos, que el fin del mundo pasaba de humano en humano como las pulgas entre Los Callejeros; solo que a ellos los mataba; no saben lo suertudos que son, no hay peor tortura que pasar una vida atacado por las pulgas. También entendí que este fin del mundo es la oportunidad de comenzar un nuevo mundo para Los Callejeros. Es por esto que aprendí a escribir y me considero el primer periodista del nuevo mundo; aunque siga con aquel mal hábito de rasgar el papel periódico. Eso ya no importa. Este mundo y sus casas abandonadas les pertenece a Los Callejeros para vivir a su gusto, cómodamente tranquilos. FIN

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