Hansel
y el dolor de est贸mago que dur贸 veinte a帽os
Julio de 2014 · Medellín, Colombia © Juan David Vélez Gómez, 2014 © Ilustraciones: Ana María Arango Uribe Asistente de ilustración: Verónica Escobar © Alcaldía de Medellín, Secretaría de Cultura Ciudadana
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Hansel
y el dolor de estómago que duró veinte años
—Sí, a Gretel y a mí nos gustaba mucho ir al centro con papá cada quincena para comprar la lista de mercado que hacía mamá, cambiar los bombillos quemados de la casita que teníamos subiendo por la 8 y buscar algún agáchese donde vendieran películas de acción baratas.
Como teníamos que andar rápido y sin despegarnos, jugábamos a no chocarnos con nada esquivando en zigzag carretas con aguacates, vendedores de zapatos y esos señores que entregaban hojitas de descuento para ir a salas de masaje. Siempre, delante de nosotros, papá se abría paso entre la gente como si fuera un barco atravesando el mar. —¿Alguna vez se perdieron? —Una sola vez; la vez que comenzó todo, la vez que fuimos con mamá
al Hueco en una de las tantas veces que ella se había enojado porque sí y nos había sacado de la casa cogidos de las orejas gritando que éramos unos vagos. Recuerdo que caminamos mucho y que yo estaba tan cansado y bravo que en uno de esos arrebatos de niño deseé que mamá no existiera y, como en los cuentos, mamá desapareció. “Hansel, Hansel, Hansel”, me decía mi hermanita Gretel con los ojos encharcados, “no veo a mamá, ¿dónde está?, ¿dónde está?”
Era como si una de esas callejuelas artríticas de la ciudad se la hubiera tragado de repente. Pensé que la encontraríamos rápido porque no debía estar lejos y con eso en mente traté de calmar a mi hermana, pero lo cierto es que conforme pasaba el tiempo nos perdíamos más. Al final, con la angustia sofocándonos el cuello vimos a Socorro, una vecina barrigona amiga de mi papá que tenía un popular tragadero en el centro. Socorro escuchó con calma lo que nos había pasado y nos agarró de
las manos muy fuerte para llevarnos hasta su negocio dizque para comer un poquito y llamar a la casa a avisar dónde estábamos. Los que conocen los tragaderos saben que allá la comida es barata y abundante: chicharrones con cien patas que quieren salir caminando, sopas calientes y montañas de arroz. Ese día comí como si no hubiera comido en años, tal vez por el susto, el miedo al regaño que nos darían
o porque de verdad tenía mucha hambre. Me aflojé la correa, me desabroché el botón del pantalón y seguí comiendo. Socorro hacía bromas conmigo y les advertía a las meseras que si no tenían cuidado también me las comería a ellas junto con las paredes, los cubiertos y las mesas. Pero eso no pudo ser, porque a la mitad de mi segunda bandeja paisa llegó mi papá con cara de pocos amigos y acosando para llevarnos a la casa. —¿Los castigaron?
—No recuerdo bien, pero fue mamá quien abrió la puerta cuando llegamos. Estaba furiosa. Mi deseo se había terminado y ella existía de nuevo. —¿Fue ese día que comenzó el dolor de estómago que tendría por tanto tiempo? —Sí, ese día. No puedo asegurar qué fue lo que me cayó tan mal, pero me quedé una semana entera clavado en el baño a punta de suero y calditos de sustancia.
—Es difícil de creer que le haya durado veinte años ese problema. —Bueno, no sería el primero en dudarlo. Al principio se suponía que era una cosa pasajera, después responsabilidad de unos gusanos, de una herida estomacal que nunca encontraron, una afección psicológica, una experiencia traumática, y luego, nada, no era nada. Lo más sencillo para los médicos fue afirmar que ese dolor hacía parte de mí.
—Pero gracias a ese dolor pudo escribir uno de los blogs más novedosos y populares de este año, sin mencionar la novela que está por publicar. —Tal vez, pero por culpa de ese dolor nunca sentí de joven mariposas sino lombrices en el estómago.
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