“Este programa es público, ajeno a cualquier partido político. Queda prohibido su uso para fines distintos a los establecidos en el programa”
Ricardo Villanueva Lomelí Rector General Héctor Raúl Solís Gadea Vicerrector Ejecutivo Guillermo Arturo Gómez Mata Secretario General Juan Manuel Durán Juárez Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades
Luis Gustavo Padilla Montes Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas Francisco Javier González Madariaga Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño Ángel Igor Lozada Rivera Melo Secretario de Vinculación y Difusión Cultural
Raúl Padilla López Presidente
Dania Guzmán Torres Coordinadora de Diseño y Ambientación
Marisol Schulz Manaut Directora General
Adrián Lara Santoscoy Coordinador de Montaje
Tania Guerrero Villanueva Directora de Operaciones
Carolina Tapia Luna Coordinadora de Programación
Laura Niembro Díaz Directora de Contenidos
Yolanda Herrera Paredes Coordinadora de Viajes e Itinerarios
Ma. del Socorro González García Administradora general
Isabel Islas Cervantes Coordinadora de Difusión
Mariño González Mariscal Coordinador general de Prensa y Difusión
Mónica Rosete García Coordinadora de Alimentos y Bebidas
Armando Montes de Santiago Coordinador general de Expositores
Miriam Arias García Coordinadora de Recursos Humanos
Rubén Padilla Cortés Coordinador general de Profesionales
Leticia Cortés Navarro Coordinadora de Ventas Nacionales
Bertha Mejía Vázquez Coordinadora general de Patrocinios
Erika Jiménez Novela Coordinadora de Crédito y Cobranza
Ana Luelmo Álvarez Coordinadora general de FIL Niños
Elena Mondragón Villegas Contadora general
Ana Teresa Ramírez de Alba Productora Foro FIL
Lourdes Rodríguez de la Torre Coordinadora de Protocolo
Leonardo Ureña Bailón Coordinador de Tecnologías de la Información
Angélica Gabriela Villaseñor Rivera Coordinadora de Ventas Área Internacional
Índice Nota para el lector.........................................................................................................5 Elvira Aguilar | méxico...................................................................................................6 Rosina Conde | méxico............................................................................................... 12 Jorge Consiglio | argentina..................................................................................... 18 Carlos Martín Briceño | méxico................................................................................ 24 Diego Muñoz Valenzuela | chile.............................................................................. 30 Félix Palma | españa................................................................................................... 36 Eider Rodríguez | españa........................................................................................... 44 Solange Rodríguez | ecuador.................................................................................. 50 Histórico de cuentistas por orden alfabético y nacionalidad......................... 57 Histórico de cuentistas por país y año de participación................................... 60
Curaduría: Alberto Chimal / Melina Flores Proyecto editorial: Melina Flores Diseño editorial: José Carlos Picos Agradecemos su valioso apoyo a Acción Cultural Española AC/E, Dirección de Asuntos Culturales de la Cancillería Argentina, Editorial Atrasalante, Institut Ramon Llull, Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio del Gobierno de Chile, Plan Nacional del Libro y la Lectura del Ministerio de Cultura y Patrimonio del Ecuador y Simplemente Editores Todos los derechos reservados Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara
Nuestra casa tomada por el cuento El Encuentro Internacional de Cuentistas llega a su decimotercera edición, 103 cuentistas nos han habitado, unos viniendo de lejos, hablando otras lenguas, todos se han sentado a la mesa del género breve a compartir con los lectores, a dejarnos sus historias. En memoria de “Casa tomada”, el texto con el que Julio Cortázar se estrenó como cuentista, presentamos a Jorge Consiglio, de Argentina; Diego Muñoz Valenzuela, de Chile; Solange Rodríguez, de Ecuador; Félix Palma y Eider Rodríguez, de España, y los cuentistas mexicanos Elvira Aguilar, Rosina Conde y Carlos Martín Briceño. Ellos nos demostrarán que las habitaciones del cuento son infinitas, sea un cocodrilo mascota, un coronel que escucha el arbitrario designio de los días o una maqueta ensangrentada pueden amoblar nuestra imaginación. Agradecemos el apoyo de diversas instituciones internacionales y editoriales independientes y, sobre todo, el cuidadoso trabajo de Alberto Chimal en la curaduría de esta edición. Sean todos bienvenidos a esta su casa, atrévanse a abrir estas nuevas ocho puertas, déjense sorprender. Los escritores en ciernes, no se pierdan los valiosos consejos que cada cuentista ofrece en las siguientes páginas.
Laura Niembro Directora de Contenidos
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS
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Elvira Aguilar
©Alfredo Rodríguez
MÉXICO
Soy la décima de once hijos de los mismos padres. Y también la décima de los quince hijos de mi padre. A punto de darme a luz, a mi madre le informaron que el parto sería difícil. Mi padre prometió que si el alumbramiento se daba bien, fuera hombre o mujer, me llamaría Guadalupe. Mi mamá, por su parte, le ofreció a San Martín de Porres, que si le permitía salir con vida y cargar en brazos a un hijo sano, este llevaría su nombre independientemente del sexo. Un 25 de enero nací. No lloré pronto, me puse morada, fuera de eso, todo bien. Mis padres cumplirían su promesa: me llamarían Guadalupe San Martín, pero mi madre miró el calendario; el 25 de enero era día de Santa Elvira. Pensó que la santa se pondría triste si yo no llevaba su nombre, por eso me llamo: Elvira Guadalupe San Martín. Aprendí a leer y a escribir hasta los siete años y medio, pero antes, armaba cuentos con figuritas de revistas. Luego escribí una canción para mi madre, y pequeños cuentos que sucedían en el agua: la bahía, el río, el mar. A la hora de la siesta de mis padres, mis hermanos y yo leíamos poesía. Mi libro preferido era el Romancero gitano, de García Lorca. Mi primer cuento “formal”, lo escribí a los doce años: mi propia versión de la vida de Marilyn Monroe, y con él descubrí el poder de la ficción: el único poder que me atrae.
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FIL GUADALAJARA
Pensar en el cuento 1. Antes de escribir un cuento me pasa por la cabeza la película completa. Una vez que comienzo a escribir, la película cambia de escenarios, se adhieren personajes, y la banda sonora aparece y me seduce. 2. Para escribir preciso silencio y soledad. La superficie sobre la que asiento mi máquina debe estar impoluta. Requiero luz, mucha luz. 3. Los mejores cuentos son los que voy contándome mientras troto sobre la bahía de Chetumal o sobre las márgenes del río Hondo; luego los olvido. 4. En casi todos mis cuentos aparecen selvas húmedas, el Caribe, cocodrilos, pasiones y tragedias: mi entorno. 5. Siempre llevo conmigo una libreta y apunto ideas, escenas, frases, nombres de futuros personajes, conversaciones escuchadas sin querer, mas no puedo escribir a mano un cuento completo… Lo hice en mis años de juventud. 6. Escribir es ser poderosa y me encanta. El poder crear mundos me sigue asombrando, y cada vez me parece más placentero. 7. Una vez, hace muchos años, escuché en una película que para escribir se necesitan recuerdos, y si no se tienen, se inventan. A veces cierro los ojos e invento, luego los abro y escribo la realidad de la ficción. 8. Para escribir bien se necesita escribir mucho, leer, viajar, platicar, ser curioso, irreverente, disfrutar la música, la pintura y todas las artes. 9. Confío en otros ojos. Entiendo que los míos pueden ver hermoso cada texto salido de mi imaginación, por eso someto mi trabajo al escrutinio ajeno, experimentado y bien intencionado de gente que sabe del oficio. 10. Me cuesta mucho elaborar las dos frases finales de un cuento, de manera que invierto en ello mucha energía y tiempo. Esas frases deben dejarme con una carga emocional muy fuerte para que me sienta satisfecha.
ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS
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“Romeo, mi amorcito” Doña Julieta derramó lágrimas de sangre el día que entregó a Romeo en la explanada de la Bandera. La ciudad de Chetumal lo despidió como si se tratara de un héroe local. La banda de música, en traje de gala, le tocó Las Golondrinas; las águilas doradas que custodian el reloj del parque, emprendieron el vuelo; los niños hicieron sonar sus matracas mientras dos helicópteros sobrevolaban el lugar y aventaban papel de colores picado. Todos lloramos. Tenía yo seis años. Mi madre tomó un auto que había en la casa y nos llevó a la Laguna Encantada; allá se conocieron. Romeo ya estaba grande. Dos hombres lo atraparon y lo amarraron a un árbol de chicozapote. Ellos y media docena de niños le aventaban piedras con idea de matarlo. Debo confesar que yo me les uní con la misma intención, pero al mirar doña Julieta, mi madre, que mi mano buscaba una piedra, la más grande, la más poderosa, me arrojó su zapato de tacón de clavo y casi me perfora la muñeca. ¡Pobres animales, ustedes, que atentan contra esta criaturita!, gritó indignada, y cuando se indignaba, sus ojos se convertían en un par de lanzapuñales. Las pedradas cesaron. El silencio imperó. Doña Julieta se le acercó a Romeo y se le quedó mirando fijamente al tiempo que decía con voz suavecita: “Yo soy el camino, yo soy tu destino, refléjate en mis ojos y encontrarás tu lugar”. Con este simple acto el animal quedó hipnotizado. Mamá le amarró el hocico con mi toalla, lo cargó, lo metió en la cajuela y regresamos a casa. En la carretera mamá venía comentando que a veces la vida era un poco aburrida, y que a ella nunca le ocurría nada interesante. En el fondo sabía que aquello no era cierto. Ese día, por ejemplo, se había atrevido a manejar un carro por primera vez, además, conoció a Romeo y con él pudo comprobar que su curso de hipnosis por correspondencia había resultado eficaz. Cuando llegamos a casa le contamos a papá lo ocurrido y dijo que ella estaba loca, muy loca, pero que en fin, si quería terminar de romper el carrito, muy su gusto, que si no lo había vendido, era porque de tan viejo, nadie se interesaba en él. Respecto a Romeo, mencionó que si no le bastaba a mamá con sus hijos, “bien” hacía en traer otra bocota más que alimentar, que la bestia estaba bien para un par de zapatos y dos cinturones, y que si a ella le había gustado mucho, sería bueno que le pusiera Romeo, que porque hacían “pareja”.
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Papá quería a mi madre, pero los años, la cotidianidad y la falta de privacía tornaban difícil la convivencia. Llevaban una relación basada en gritos y desaires, recuerdo que por largas temporadas dejaban de dirigirse la palabra. Cuando se aplicaban la ley del hielo, a nosotros nos tocaba hacerla de pelotitas de ping pong: dice mi papá que aquí tienes tu gasto. Dile a tu papá que es poco. Dice él que no tiene más. Dile que cómo tuvo para comprarse una guayabera de seda. Te manda a decir papá que si quieres más dinero que vendas a tu “hijito preferido y boca chica”. Doña Julieta, colérica, le cantaba al cocodrilo: “Amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso...” Cuando llegaba a esa parte de la canción, le daba al cocodrilo un beso bien tronado en la punta del hocico. Le mandó a construir una pileta grande junto al aljibe, parecía una alberca. Romeo se la pasaba con el hocicote abierto tomando el sol. La lluvia no le gustaba, así que cuando estaba malo el tiempo ella lo hipnotizaba para que no se pusiera nervioso y no fuera a morder a nadie, luego lo cargaba y lo metía en una hamaca de lona, y después, se sentaba en un banquito a contarle cuentos infantiles tristes. Romeo derramaba lagrimotas que mamá secaba con los pañuelos más finos de mi padre. Nosotros le teníamos un poco de miedo al animal. Lo mirábamos de lejos. La verdad es que no era feo. Su piel de fondo verde con pintas cafés y amarillas, como bordadas con chaquiras y lentejuelas, con el reflejo del sol, parecía que echaba chispas. Me gustaba traer amigos para que lo vieran. Un día la maestra se animó y trajo a todo el grupo. Después, todos los alumnos de mi escuela desfilaron por la pileta de Romeo. Él, como siempre, muy seriecito. Yo estaba orgulloso del cocodrilo. Me volví popular, importante. En pago al saurio, me dediqué a cazar ratones para darle de comer. Lo alimenté varios días hasta que mi madre se dio cuenta y gritó asqueada: “¡No. No. No! Romeo, mi amorcito, no puede comer ratones. ¡¿Cómo ratones?! ¡¿Cómo carajos ratones?! Desde hoy comerá sólo frutas y verduras”. Romeo creció grandote a base de mimos, halagos, arrullos y arrumacos. Mi padre se cansó y pidió el divorcio. ¡Habráse visto semejante canallada!, vociferó la abuela en el teléfono y se dejó venir de Mérida para apoyar a su “pobre hija”, y hablar con el “insensato y canalla”. Mamá le narró la historia del cocodrilo. A la abuela le pareció un acto de humanidad haber salvado al animal de la muerte y haberle brindado refugio y amor. “Si mi yerno encuentra algo malo en eso, quiere decir que él no es cristiano; quizás hasta sea comunista, ¡y Dios nos guarde!, comentó en voz alta la abuela. ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS
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La madre de mi madre se instaló en la casa. La demanda de divorcio seguía su curso. Mi padre alegaba que su esposa no cumplía con sus obligaciones de mujer y que descuidaba a sus hijos por ocuparse de un animal. Llegaron las lluvias. La abuela no quiso que se protegiera a Romeo dentro de la casa, le tenía miedo. Cuando el mal tiempo cesó, al cocodrilo le había salido verdín en el lomo. A mi abuelita, acostumbrada a encontrarle utilidad a todo, se le ocurrió que si al animal le salía verdín, por qué no habría de crecerle cilantro, hierbabuena o epazote, de manera que le aventó tierra y semillas por todo el cuerpo y a Romeo aquello se le dio muy bien. Además, se veía bonito; parecía un macetero con patas. Cuando se ponían a cocer los frijoles, se le cortaba al cocodrilo una ramita de epazote. El cilantro lo usábamos en ensaladas, y la hierbabuena para los tés o para refrescarnos el aliento. La abuela podaba y regaba a Romeo tres veces a la semana, cuidaba mucho que el sol no le bebiera el agua. Nunca quiso vender ni una hoja de Romeo, se le hacía feo, mejor las regalaba. A medio día llegaba la gente: Buenas, ¿no tendrá el cocodrilo una manita de cilantro para mi sopa? O, no sea malita, vea si Romeo me regala un manojo de epazote, ya van a dar el hervor mis frijoles. El animal pasó, de ser una atracción, a convertirse en el miembro más productivo de la familia. Mi padre, de plano, se fue de la casa. Mamá, aconsejada por su madre, puso demanda por abandono de hogar. Él, en realidad, no deseaba el divorcio, me parece que sólo reclamaba un poco de atención. En una ocasión llegó a casa y, aprovechando que hacíamos la siesta, descolgó la soga del tendedero, amarró a Romeo y se lo llevó. Tenía la intención de deshacerse de él. A lo mejor pensaba arrojarlo a las vías del tren, pero el tren sólo llegaba hasta Escárcega; quedaba lejos. Tal vez pensó donarlo al zoológico, pero en la ciudad no había tal. Creo que por eso intentó regalarlo, pero nadie lo aceptó; todos supusieron que se lo había robado a mi madre. De buena gana lo habría estrangulado, pero le tuvo miedo. Como no halló qué hacer con él, regresó a casa, en donde mi madre lo esperaba con sus ojos de lanzapuñales y un amplio y severo interrogatorio, al que papá respondió asegurando que sólo había llevado a pasear al “animalito”. Como el cocodrilo crecía rápido, en su cuerpo había espacio para otras plantas; mamá, muy católica, le sembró ruda. “Es la preferida de los santitos”, dijo suspirando. Yo fui el encargado de llevarle un ramo al padre cada domingo, siempre en nombre de Romeo.
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También sembramos un naranjo en miniatura que daba frutitos sin semilla de sabor agridulce, muy ricos; esos eran enviados a la casa-hogar de niños huérfanos. Papá se resignó a lo que llamaba “su mala suerte”, se olvidó del divorcio y volvió a casa. La abuela abordó su camión rumbo a Mérida, y apenas puso un pie en su tierra vendió la historia de Romeo al Diario de Yucatán. El artículo se publicó y de inmediato mi madre fue arrestada por autoridades federales y la “explotación” a que era sometido el animal, fue deplorada por diversos organismos internacionales. La ciudad salió en defensa de doña Julieta y reclamó la Patria Potestad del cocodrilo, pero no fue posible, lo trasladarían al parque Centenario de Mérida. Los chetumaleños pedimos que se hiciera una despedida digna para Romeo, que nos había dado tanto de sí. El mismo día que mamá salió bajo libre bajo fianza, se organizó el adiós en la explanada de la Bandera. Las autoridades locales pronunciaron discursos. Dijeron que sin el cocodrilo los frijoles ya no serían lo mismo, ni las ensaladas ni los tecitos, y que en la iglesia ya no se respiraría el exótico olor de aquella ruda cortada al amanecer. Todos lloramos la partida de Romeo. Mi madre derramó lágrimas de sangre. Papá parecía conmovido. La abuela llegó como reportera del periódico que le pagó muy bien la historia. Y yo, estaba seguro de que sin mi animalito perdería la popularidad. Las campanas de la iglesia del Sagrado Corazón repiquetearon; las águilas que custodian el reloj de la explanada, alzaron el vuelo con la cabeza gacha, como nostálgicas. En mi afán por impedir que se llevaran al cocodrilo, corrí a casa, tomé las tijeras y me corté el cabello, después me rasuré la cabeza con la máquina de mi padre, y se lo ofrecí a San Martín de Porres, protector de los animales, pero fue en vano. Cuando doña Julieta regresó y miró lo que yo había hecho, preguntó por qué. Se lo dije y se conmovió: “Ay, mi amorcito, pero, ¿cómo lo hiciste? ¿Qué lindo! Ven, ven con mamá. Te voy a poner semillitas de tomate, dicen que son muy buenas, hacen crecer el cabello prontito”. No, muchas gracias, grité, me puse una gorra, salí corriendo y desaparecí, como hasta la fecha.
Aguilar, Elvira (2000) Donde nunca pasa nada. México: editorial La Marcha de Zacatecas
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Rosina Conde
©Juan José Díaz Infante
MÉXICO
Nací en Mexicali en 1954, y no vi llover sino hasta los cinco años. Empecé a leer y escribir desde muy niña, no porque pensara que fuera escritora —ni si quiera sabía que existieran—, sino porque me encerraba en mí misma para olvidarme de mis hermanos: me escondía en el clóset de mi recámara, donde me ponía a escribir o leer libros que tomaba a escondidas del librero de mi madre. Este juego se volvió luego un hábito que cultivé en la secundaria y la preparatoria, y, cuando estudié letras, entendí que podía dedicarme a la escritura como oficio, no solo como escritora, sino como editora y docente. Empecé publicando poesía en 1978 y cuento en 1982. A la fecha he publicado alrededor de 50 cuentos; dos novelas; más de 200 poemas; una obra de teatro; un videocuento, varios ensayos, y estoy incluida en más de 50 antologías nacionales e internacionales, y traducida al inglés y alemán. Asimismo, he presentado cinco obras de arte-acción en cinco países, con más de 60 representaciones; he escrito guiones para televisión y compuesto varias canciones, algunas de las cuales se han grabado en radio y producido en tres discos compactos. Gracias a ello he recibido varias distinciones, entre otras: Reconocimiento FeLiNo 2018, Medalla al Mérito Literario Abigael Bohórquez 2017, Reconocimiento al Creador Emérito de Baja California 2010, Premio Nacional de Literatura Carlos Monsiváis 2010, Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 1993, y en 2011 fui becaria del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
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Credo cuentístico 1. Cuida la economía del lenguaje. A diferencia de la novela, cuya economía es de prosperidad y abundancia, la del cuento es de ahorro y moderación. 2. Ten prudencia, si escribes como hablas, pues la oralidad, al pasar al texto escrito, debe estar pendiente de la sintaxis y la semántica. 3. Ve directo al grano; evita las perífrasis y redundancias para que tus personajes tengan más campo de acción. 4. No abundes en descripciones; es mejor un adjetivo bien utilizado que un palabrerío que solo agrega peso a la historia. 5. Evita los diálogos intrascendentes para que, cuando hablen tus personajes, lo hagan para agregar información y no para decir lo que a nadie le importa. 6. Haz que tus personajes hablen por sí mismos, y no a través de un narrador que se cree dios. 7. Cuida bien el andamiaje del campo de acción, para que, si tu personaje tropieza, tenga de dónde agarrarse. 8. No te pierdas en el camino; haz que tu personaje persista en la ruta que se haya trazado desde el principio. 9. No te entretengas como la liebre; es mejor ir a paso lento, pero seguro, que a paso rápido y entrecortado. 10. Respeta a los lectores, pues son seres inteligentes y exigentes, que se dan cuenta cuando los menosprecias.
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“Arroz y cadenas” Dos puntos al derecho, dos puntos al revés, una basta; dos puntos al derecho, dos puntos al revés, una basta. ¿Cuántos aumentos tendrías que hacer en la siguiente vuelta? ¿De qué tamaño será un bebé recién nacido...?, dos puntos al revés, una basta. ¿A quién preguntarle sobre la medida correcta para hacer una chambrita? Todo lo estás haciendo al tanteo, así como lo has hecho todo a lo largo de tu vida sin entender nunca nada, siempre tanteando las miradas; los pasos por las alambradas de los ranchos y los ejidos; las pláticas de tu padre con los hombres del pueblo, y los comentarios de tu madre con sus amigas. Y ahora te has hartado. A tu madre no puedes preguntarle nada, y menos ahora que está tan enojada contigo. Igual había sucedido aquella tarde después de que empezaras a sangrar, cuando bajaste del cerro: estaba tan enojada de que te hubieras escondido a tu regreso de la escuela, que ya no pudiste preguntarle, ni pudiste decirle que estabas llena de vergüenza y de pánico por haber sangrado en el salón de clases, en el camión y en el cerro, escondida, con las piernas chorreadas y pegajosas por esa sangre que se te embarraba por todas partes, en los muslos y en las manos, manchando con un hilito apestoso desde la ingle hasta las calcetas. Porque esa sangre no tenía el mismo olor que la que te salía de la nariz cuando aumentaba el calor en el verano, o la que te brotaba de la uña cuando te cortabas con el cuchillo en la cocina o con las ramas del monte. Esa sangre tanía un olor dulzón y penetrante, y te agobiaba desde la nariz hasta la garganta como si se fuera a quedar allí para toda la vida, palpitando en tus anginas. Y tu madre te había gritado: “¡Babosa; pero si eres una babosa! ¿Ahora creés que hay que cuidarte como al anillo de matrimonio?, o ¿a poco crees que tú eres la única que sangra en este pueblo?”. Ahora que la panza te crecía, las reclamaciones no se habían hecho esperar y habían llegado al límite de lo soportable. Tu padre había depositado toda la responsabilidad sobre ella, así que ni siquiera había oportunidad de dialogar con él. Su plan era que, si no lograban entenderse, te fueras de la casa. Lo que ellos no sabían es que no te irías, dos puntos al revés, te quedarías allí hasta lo indecible aunque insistieran en tu desfachatez y tu falta de decencia, basta, orgullo o como quisieran llamarle. “Si no me quieren ver, tápense los ojos”, le habías dicho en una ocasión a tu madre, dos puntos al derecho, quien se te quedó mirando como lela, “no me importa lo que piensen de mí”. “No te importa...”, balbuceó ella y ya no dijiste nada. Sigues tejiendo con la mayor tranquilidad del mundo, pensando en los aumentos que tienes que hacer para las mangas de la chambrita. Quizá veinte serían más que suficientes para cada una, y otros veinte para el frente y otros para la espalda. En total, sesenta, no, ochenta, dirás. Finalmente, ¿por qué habrías de irte?, ¿por qué ese temor de tus padres hacia ti y esa falta de valor para declararte su desprecio? Porque ahora resultaba que la del cinismo eras tú. No conformes con que Alberto te hubiera botado embarazada, se regodeaban con hacerte sentir
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culpable y cínica. ¡Seguramente creían que corriéndote ibas a lograr convencerlo de que se casaran! Porque eso era lo que tu madre había deseado siempre, que se casaran y los liberaras de la carga, del peso de mantenerte y soportarte, y los dejaras solos..., basta. Tu fotografía de quince años no se hallaba por ninguna parte, y no porque la hubieran quitado ahora con lo del embarazo, sino porque nunca la habían colocado. ¿No era ese un indicio de su falta de cariño? ¿Y no había sido tu madre, acaso, quien siempre te empujara hacia Alberto y te insinuara, en repetidas ocasiones, que te acostaras con él para atraparlo? “¡Qué barbaridad, mijita, con ese vestido te ves buenísima!”, te había dicho antes de salir a la fiesta con él, “si no lo atrapas con ese vestido, es porque es muy tonto el pendejo, ¡muy tonto...!, y lo había dejado todo en puntos suspensivos, con ese tonito muy particular de ella cuando se refería a otras mujeres más ofensivamente, con un desaire medio morboso, para rematar con el “¡pero si lo único que le falta es la ‘p’ en la frente a la mujer esa, para que todo el mundo se entere por la calle!” ¿Y no había sido ella quien los dejara solos en la recámara, cuando invitara a Alberto a ver el álbum familiar, la noche aquella en que los encontraron abrazados en el patio trasero encima de los chícharos? Dos puntos al derecho, ¿y no había dicho tu padre, varias veces, que te estabas poniendo tan bonita y tan buena, que estabas como para amante de don Herculano, el hombre más rico del pueblo?, una basta. Quizás eso fuera lo que más les había dolido: que en lugar de prepararte y vestirte como para agradarle a esos ricachones, te hubieras dedicado a jugar como una niña con el baboso del Alberto, que no tenía más esperanza ni futuro que vivir como un simple maestrito de pueblo, dando clasecitas en una primaria y leyendo libritos pendejos que no dejaban para nada. ¡Mira que buscarte un novio en la secundaria sin más aspiraciones que los libros!, un novio cursi, ramplón y, de paso, de la misma edad que tú. ¿Qué futuro podría haber allí, pues? En cambio, don Herculano y don Manuelito ya le habían dicho a tu padre en la cantina que les gustabas, que te estabas poniendo muy bonita, que parecías una potranquita con ese cabello tan lindo y tan sedoso, que hasta parecía de animal bronco, madera fina, espiguilla de cebada recién cortadita. Y tu padre te había sentado junto a don Herculano en la fiesta de quince años de Chayito, para ver si se animaba el viejo ese, ¡asqueroso!, con la intención de que te mirara y apreciara, a ver si te ponía casa, como acostumbraba hacerlo siempre que le gustaba una muchachita de alguno de los pueblos. Se decía que ya tenía cuatro o cinco casas por ahí, desperdigadas, y no sé cuántas hijas, todas hembras, y todas mantenidas por él. ¡Eso se llamaba ser hombre!, decía tu padre. Y don Herculano se la pasaba buscando el hombrecito porque, hasta ese momento, ninguna le había hecho uno, y pues, a lo mejor tú... ¡Viejos asquerosos!, pensaste, tanto tu padre, como don
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Herculano y don Manuelito, que si no le hacías caso al primero, quizás el segundo te llamara más la atención, aunque, a esas alturas, una no está para elegir, una debe fijarse primero en el futuro, pensar en la seguridad de los hijos y de la vejez, en tener un hombre que, finalmente, si no está en la casa, mejor, porque para eso están las esposas, para atenderlos; la amante es más divertida, más libre, más cómoda, en fin, y, ¿para qué desear un hombre en tu casa, todos los días, jodiéndote y molestándote?, preguntaba tu madre, “mira tu padre cómo me trata, cómo llega, todo borracho por las tardes, los fines de semana, apestoso, sucio; de pilón, hay que lavarle y plancharle y darle de comer, además de soportar sus babosadas. La amante, en cambio, sólo ha de ver al hombre cuando ya no soporta su casa y encuentra en ella el consuelo y el descanso que no halla en su mujer. Así, tienes una suma de dinero segura y la tranquilidad de que no lo tienes que soportar todos los días. ¡Ya quisiera yo que tu padre fuera rico y tuviera sus mujeres por allí, para librarme de él de vez en cuando! Yo no sé por qué no le hice caso a don Filiberto cuando tenía tu edad y era bonita y podía darme el lujo de coquetearles a varios y escoger como lo pudiste haber hecho tú antes de apantallarte con el mugroso Alberto. Ya, de perdida, no hubieras dejado que te embarazara. Me hubieras preguntado cómo hacerle, si es que andabas de caliente; me lo hubieras dicho a tiempo, ¡y esa panza no te habría crecido nunca! Cuando menos, no ahorita”. Dos puntos al derecho, dos puntos al revés, una basta; dos puntos al derecho, dos puntos al revés, una basta. ¿Cuántos aumentos tendrías que hacer antes de poder salirte de esa maldita casa? Porque tus padres te odiaban, eso estaba bien claro. Pero también estaba claro que no te irías, cuando menos no ahora, y si no querían verte, que se voltearan cuando pasaran por tu lado, porque no iba a ser tan fácil botarte como lo había hecho Alberto. Aunque, tal vez era lo mejor que podría haberte sucedido, porque, ¿qué tal si el Alberto le entraba a la borrachera como tu padre y se convertía en un hombre igual a él? ¿Te interesaba, realmente, casarte ahora? Porque antes, naturalmente que sí te interesaba hacerlo. ¿Y por qué tu madre quisiera que tu padre fuera rico y tuviera amantes? ¿Por qué no dijo: “Ojalá tu padre fuera rico y yo fuera su amante”? Estaba claro que desde chica habían tratado de inculcarte que buscaras un ricachón entre los del pueblo; pero, como todos eran casados tendrías que buscártelo de amante. ¿Por qué?, ¿qué ganarían ellos con eso? Dos puntos al derecho, dos puntos al revés, una basta; porque, para joderte trabajando, con las labores que tenías en el ejido bastaba..., una basta. “A ver cuándo me trae a su hijita...”, le había dicho don Manuelito a tu padre con su tonito malicioso el día aquel en que fueran a comprar cera, velas, petróleo, azúcar, hilaza, cordón y otras cosas para tu madre, dos puntos al revés, “sería bueno que me la dejara aquí trabajando, mientras se hace mujercita y la esconde, don Feliciano”. ¡Todos eran unos morbosos! Y la vez aquella en que te encontraron sobre los chícharos con Alberto, ¿no habían
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sido ellos quienes los hicieron pensar más allá de los simples besos que se daban? Una basta. “Cuando nazca el bebé se les va a quitar lo amargados”, te había dicho Pepita, “luego te buscas un hombre mayor y responsable que te mantenga y te saque del ejido”. Pero, finalmente, todas pensaban igual que tu madre. “Cuando yo me casé con tu padre”, dos puntos al revés, una basta, “lo hice toda ilusionada. Yo siempre había soñado con mi vestido blanco, aunque fuera sencillo, y mi ramo de azahares”, y la mirada de tu madre se perdía en los puntos de tu tejido que se iban amontonando en las agujas conforme aumentaba de longitud. “Pero la ilusión se fue con el invierno, con las jodas del trabajo de la casa, la cocina; con aborto tras aborto antes de que pudieras nacer tú. Tú les robaste a tus hermanos todo lo que no les tocó a ellos. Luego, las borracheras de tu padre y sus explosiones contra mí porque ya no pude tener más hijos, y el que hubieras sido mujer. Porque tú debiste haber sido hombre, ¿te das cuenta? ¡Hombre, no mujer! Y me lo ha reclamado toda la vida. Y si no fuera por mí te traería en los establos y en los rodeos y en las cantinas junto con él. Entonces, yo le decía que para qué queríamos más hijos, si apenas podíamos contigo. Además, para el caso, con una basta”, dos puntos al derecho, dos puntos al revés, una basta; dos puntos al derecho, dos puntos al revés. Nudo. Fin de vuelta. Inviertes tu tejido y empiezas de nuevo. Ahora, sólo puntos al revés para formar el arroz y las cadenas. Arroz y cadenas; arroz y cadenas. ¿Acaso no se parece tu tejido a la vida de tu madre? Todo está conformado por arroz y cadenas; puntos al derecho, puntos al revés, bastas, nudos... Arroz cuando se casara; cadenas en su matrimonio; nudos en la garganta. Puntos al derecho para ella y puntos al revés para ti y para tu padre. Basta. No, en esta vuelta no hay bastas, sólo puntos al revés como los tuyos, porque tú sí puedes tener hijos; cuando menos la panza ya creció y ya pasaste el límite para salvarlo, aunque tu madre te diga que saliste como ella y que pronto lo vas a perder para asustarte. Puros puntos al revés. Porque se va a salvar, ¿verdá? Pero, ¿a quién preguntarle? Puros puntos al revés en esta vuelta..., puros puntos al revés.
Conde, Rosina (2010) Arrieras somos… México: Desliz Editorial
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Jorge Consiglio
©Magdalena Siedlecki
ARGENTINA
Nací en Buenos Aires en 1962 y estudié la carrera de letras. Empecé a leer y a escribir poesía en la adolescencia. Creo que los primeros poetas que me deslumbraron fueron los españoles de la Generación del 27. Recuerdo el enorme impacto estético que me provocaron los textos de Cernuda, de Vicente Aleixandre y de Rafael Alberti. De la poesía pasé a la narrativa, pero, de todas formas, creo que este primer paso lírico se transformó en un punto de abordaje hacia la literatura en general. En otras palabras, en mis relatos resuena un eco que proviene de la poesía, una mirada – una huella estética− que nunca abandoné. Este rasgo se manifiesta, creo, en una sintaxis particular que caracteriza a mis textos y en el uso que hago del silencio. Lo primero que escribí en prosa fueron cuentos. La matriz de estas primeras narraciones tenía que ver con la resolución de un enigma o con la circulación de un secreto que funcionara como articulador de la historia pero, con los años, esta condición se fue desdibujando. Es decir, la intriga se volvió híbrida, dejó de depender de la historia y empezó a obedecer a la deriva del lenguaje. Este primer libro de cuentos se llamó Marrakech. Después, escribí tres novelas, El bien, Gramática de la sombra y Pequeñas intenciones, que comparten dos preocupaciones: el tema de la forma −me refiero al quiebre de la cronología y la cuestión de relatar en zigzag−, y el asunto del narrador y su compromiso con la materia narrativa. Estas mismas ideas siguen gravitando en mis textos recientes: una novela, Hospital Posadas, otro libro de cuentos, Villa del Parque, y una nouvelle, Tres monedas.
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FIL GUADALAJARA
Credo cuentístico Disfruto de la lectura y de la escritura de cuentos, ya sean clásicos, fieles a una estructura inalterable, o relatos menos ortodoxos, en los que se quiebra la progresión dramática y las escenas no evolucionan hacia un final sorpresivo. El primer acercamiento al género lo tuve en mi casa paterna, y me llegó a través de la oralidad. Mi papá trabajaba en el centro de la ciudad; nosotros vivíamos en un suburbio. A la noche, en la sobremesa, él contaba su día. Los hechos eran nimiedades. Narraba asuntos cotidianos –su relación con los compañeros de oficina, las intrigas, las charlas junto a la máquina de café−. Sin embargo, algo en sus maneras hacía que esos relatos fueran especiales. Cada historia, sin negar lo trivial, ganaba espesor, multiplicaba su sentido. Pasados algunos años, cuando empecé a escribir ficción, se me vinieron a la cabeza aquellos cuentos. Quería replicar su eficacia. Procuré separar los elementos que los volvían tan potentes. Uno de los más importantes, a mi entender, se relacionaba con la economía del relato. Mi papá contaba lo justo. Era exacto. Su cuento mantenía siempre la tensión –la intriga jamás se debilitaba−, pero esto no significaba que no se ocupara de los detalles. Además, la noción de economía tenía que ver también con las escenas que elegía para contar; en otras palabras, con el recorte que potenciaba aquello quedaba por fuera del relato, lo no narrado. Otro elemento clave era el tono que usaba, que dependía de la distancia que alejaba su voz de lo que estaba contando. Lo variaba de acuerdo a las necesidades del relato. En ciertos momentos, se acercaba –opinaba acerca de los hechos, se involucraba− y, en otros, tomaba distancia, su voz perdía temperatura. Mi padre tenía una destreza: podía amordazar su emocionalidad a discreción. Esos vaivenes instituían el sonido de su historia. Y ese sonido contribuía a la verosimilitud y, asimismo, propiciaba la incertidumbre del cuento. El último -aunque no por eso menos importante- ingrediente que hacía de aquellos cuentos piezas únicas era el tratamiento del final. Por lo general, escapaba a las conclusiones o a los epílogos. El desafío se cifraba en la forma abierta o deshilachada. Esos cierres involucraban al receptor, le daban una responsabilidad. La apuesta de mi padre se cifraba en la incertidumbre, y esto, me parece, resulta en una clave ética y estética de lo que uno se propone narrar.
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“La noche anterior” Campo abierto. Pasaron cuatro horas del mediodía. El sol conserva su fuerza intacta, aunque el viento –con ráfagas que son un veneno, una fuerza enemiga– lo desdiga de tanto en tanto. Un olor a carne asada enciende todavía el paladar de los hombres. Lo unta con un vago sabor a fiesta. Algunos se ocupan en silencio de sus armas. Las estudian como si escondieran un secreto. Otros, ensimismados o ausentes, fuman y se dedican a mirar la forma cruda del horizonte. Un enorme y solitario algarrobo ofrece algo de hospitalidad; el resto del paisaje es una lenta condena para el ánimo. Hay un polvo que cubre todo –desde las crines de los caballos hasta la comida– y lo vuelve menos cierto. Es una tierra espesa y blancuzca que se mete en los entresijos de la materia y la debilita. Dentro de la tienda principal, el coronel Roca busca una palabra para definir eso que le arde en el pecho. Piensa. Se acaricia su barba de príncipe. Al rato, se distrae con un par de voces graves que se enredan en un diálogo. Son los soldados. Hablan de cosas sin importancia, de todo lo que se dice para que el tiempo pase. Hablan tonterías. El más alto de los soldados, que viste una chaqueta deslucida, afirma que sabe cómo enloquecer de amor a las mujeres, sostiene que en la manera de mirarlas está la clave, con firmeza, con autoridad. El otro, que tiene las orejas arrepolladas y el pelo lacio y grasoso, niega con la cabeza. Y cuando habla grita. Su voz es un graznido. Dice que no hay mirada que valga, que él no se fía de nadie. Se dispersa, se enreda con sus argumentos. Termina contando cómo su hermano perdió un brazo en una pelea. Un perro negro con hocico de lobo le ladra al cielo, que hoy es casi perfecto, después gira un par de veces sobre sí mismo y se acuesta enrollado sobre la tierra. El coronel Roca procura concentrarse en su labor. Escribe una carta. Tiene una letra redonda y elegante. Avanza lentamente, muy lentamente. Es meticuloso hasta la exasperación. El sonido de su pluma contra el papel se pierde en el sopor de la tarde. Mantiene la cabeza clavada en el trabajo hasta que nota que un hombre lo espera en la entrada de la tienda. Está en posición de firmes. Es alto, de espalda cuadrada, gesto taimado. Tiene la cara cruzada por un bigote espeso. Sus ojos son dos rayas oscuras. En su uniforme perdura cierta lejana pretensión de elegancia. Por un momento, no más de diez segundos, Roca no reconoce a ese hombre, que es su asistente desde hace más de tres años. Entonces, levanta el mentón. Hace un gesto con la cabeza. –¿Qué quiere? –dice hoscamente.
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El soldado tarda en responder. Toma una bocanada de aire. Dudar no es lo correcto, lo sabe, pero así reacciona. No encuentra la forma exacta de comunicar el mensaje al superior. Roca espera. Un temblor imperceptible le llena los labios de vida, y su cara, ahora, es otra, como si se plegara sobre sí misma. Observa a su interlocutor sin pestañear. Parece que lo odiara. El soldado dice: –Disculpe, coronel... Hace rato que hay una india frente a la guardia. Insiste en verlo. Dice que es la hermana de Yanquetruz, del cacique Yanquetruz. Roca se para con dos movimientos. Se le amontona el malhumor en la frente. Es una nube que lo cierra, que lo determina. –No tienen honor: mandan a negociar a una hembra. * La mujer es gruesa. Tiene la mirada acostumbrada a la aridez y a la distancia, a la vasta intemperie. Dos arrugas le enmarcan la boca. El pelo, que es largo, que es muy oscuro, que es casi otro cuerpo sobre su cuerpo, le roba la luz de su cara de hombre. Anda con un visaje huraño sobre los hombros, aunque es paciente y sabe tolerar bien las esperas, por más largas que resulten. Entiende con respeto el mundo que conoce. Ahora, está preocupada por las palabras. Desconfía de la verdad de un idioma que no es el suyo. Hay cinco personas en la tienda, pero ella mira de frente a Roca, que parece hecho para leer la pila interminable de papeles que le acaban de traer. La mujer apenas se mueve. Oscila levemente. Cada tanto se rasca la base del cráneo. Puede sentir la ruta de los piojos sobre la piel y el recelo de los soldados. La mujer no tiene nombre. La Mala, dicen cuando la quieren nombrar. El coronel Roca levanta ahora la vista, pero no se para. Está sentado en una silla de paja enana. –¿Qué quiere? –le pregunta. La Mala, entonces, piensa unos segundos; reflexiona como si hubiese olvidado el asunto que la trae ante el hombre blanco. Después habla. Y su voz es tan áspera que los soldados que la rodean sienten una inquietud desconocida. Una inquietud de la que jamás hablarán y que preferirán olvidar lo antes posible. La Mala usa mal el español; sin embargo, no son vanos los esfuerzos que hace para ser clara. Nombra a su hermano. “Yanquetruz, cacique Yanquetruz”, dice. Y cuenta sobre el humo que es la primera claridad alrededor de la hoguera; sobre el rumbo errático que define las mudanzas; sobre el ir y venir de su gente; sobre el hondo desapego por lo que llama, sin saber ella misma bien qué está nombrando, el cuerpo de la tierra. “El cuerpo de la tierra –dice, y agrega–: y el cuerpo de las cosas”.
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Después, habla sobre el arbitrario designio de los días. Cuenta –como puede, montada en palabras que son una tropilla de caballos en huida– los giros indómitos de la vida que levanta polvo hasta en el momento mismo de la muerte. Los soldados la miran, distantes. No les importa lo que esa mujer pueda decir. Solo el coronel Roca parece preocupado por entender. Aprovecha un silencio y pregunta: –¿Qué me quiere decir? La Mala, entonces, gira la cabeza hacia atrás y señala el paisaje como si se tratara de un aliado. Dice algo que no se entiende, un grupo de sonidos que pasan entre los hombres como si fueran un eructo. La Mala se frota la boca con el canto de la mano. Quisiera poder corregir su error: habló con la lengua equivocada y teme las consecuencias. Cree que la voz sabe algo que ella misma desconoce. No bien el aire le llena la garganta, pide distancia al coronel Roca. Distancia para que crezcan saludables las costumbres de los pueblos, para que cada uno se ocupe de los lados planos de sus piedras, de entender lo que su propia historia le plantea. “Nosotros no podemos ser otros –dice la Mala–, no podemos, por más que corte el facón o queme el fuego. Se ve la herida en el pecho del otro, pero no se puede sentir el dolor”. El coronel Roca escucha, atento. Intuye que debe definir. Se repasa los dientes con la lengua. Cierra el puño. –Me comprometo a darle una respuesta. Mañana, antes del mediodía, sabrá usted lo que pienso –dice, y da por concluida la entrevista. * Faltan tres horas para el alba. El coronel Roca se incorpora en el catre. Se alisa el pelo con la mano y se para. Mientras se viste mira el hueco que su cuerpo dejó en las mantas. Tose. Un catarro espeso le desordena la garganta. Piensa en escupir, pero hace una mueca con la boca: pretende recuperar la compostura que desmantelaron las pocas horas de sueño. Ahora camina bajo un cielo que, por primera vez en su vida, se le antoja perpetuo. “Está fresco”, dice. Y el campo se le va encima con los últimos ruidos de la noche. Un grillo, el sonido lejano de los caballos, un golpe de viento entre las hojas. Roca siente la vigilia como una picadura en la frente. No puede dejar de pensar en la india. “Mujer de porquería –se queja–. Hablarme a mí de distancia”.
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Al coronel Roca le gustaría fumar. Se lleva a la boca una brizna de pasto y la mastica. Anda con paso lento. Estudia el golpe de sus botas contra la tierra. Piensa que el proyecto de la nación es la materia de su propia sangre; es la energía necesaria para que el brazo ordene un degüello. Es, para evitar cualquier equívoco, la mismísima certeza. Tan claro es esto como la luz del día, como las aguas que hacen anchos los ríos. Pero Roca, en este momento, piensa en la india, en la voz de caballo viejo de la india diciendo lo que dijo. Y este hombre –al que todavía le falta vivir su destino– se detesta por guardar con tanto celo el eco de unas palabras que ni siquiera tendría que haber escuchado. El coronel Roca quiere descreer de la india tanto como de la incertidumbre. “Hay asuntos sobre los que no se admiten alternativas”, se dice. En su cara, que se hace fiera, entra el color del asombro. –¿Por qué se me meten estas estupideces en la cabeza? –grita sin darse cuenta. Un soldado escucha, lo mira y se pierde en la oscuridad. Otro lo imita. Más tarde, hablarán sobre este incidente. * El amanecer es sereno. Una bandada de pájaros pasa rasante por el campamento. En torno al fuego se reúnen los hombres. Las caras son severas. Un conjunto sólido de nubes avanza desde el sur. La lluvia, lo saben todos, llegará por la tarde. El coronel Roca viste un uniforme nuevo. Los botones dorados relucen. Mira hacia arriba y se da cuenta de que su aspecto contradice el entorno. Dobla los labios en una sonrisa. Piensa que el destino de la patria supone determinación y coraje. Hace un comentario en voz baja que nadie llega a oír. Su mano, endurecida por el rigor castrense, empuña, como única respuesta, el frío testimonio de la espada.
Consiglio, Jorge (2016) Villa del Parque. Argentina: Eterna Cadencia
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Carlos Martín Briceño
©Stefanía Rivadeneyra
MÉXICO
No confíes en nadie; nadie, aparte de tu familia, tiene motivos para quererte. Con esas palabras mi madre solía prevenirme de la maldad humana. Los buenos pueden contarse con los dedos de una mano. A la distancia, reconozco que estos consejos ayudaron a desarrollar esa curiosidad que me lleva a descubrir las historias que pululan a mi alrededor. Para mí, Mérida nació en 1966, y me habita desde entonces. Igual que todos sus pobladores, debo defenderme de su engañosa tranquilidad, como pueda. En mi caso, a través de las letras. Quizá por eso mis relatos surgen de la cotidianidad, de las relaciones de pareja, del horror al tedio, de ese mensaje universal que es el sexo, de situaciones anómalas dentro de vidas aparentemente sosiegas. Llegué a la literatura porque los Reyes Magos, en un arranque de esnobismo intelectual, dejaron debajo de mi hamaca, en lugar de juguetes, historias de Salgari, Stevenson, Mark Twain, Jack London, Dickens, Verne y Conan Doyle. El cine también me ha ayudado abriendo mis horizontes. Varias veces, siendo un púber, entré al Olimpia Vistarama a mirar películas con clasificación C. En los últimos veinte años he publicado cinco libros de cuentos, uno de crónicas, dos antologías y una novela. Me siento especialmente contento de Montezuma´s Revenge que me dio el Premio Internacional Max Aub 2012, en Segorbe, España y del libro De la vasta piel por el cual me otorgaron el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares 2018, en Chihuahua, México.
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Sobre el oficio del cuentista El cuento debe tener un arranque extraordinario que seduzca al lector desde el principio. Especialmente en este género es válida la afirmación de que la buena literatura se funda en la lucha permanente del escritor contra el lector para no ser abandonado por este. Creo que todos los cuentistas, cuando se lo proponen, son capaces de escribir una buena novela, pero no todos los novelistas tienen la habilidad de construir un buen libro de cuentos. Ni el lector ni el protagonista deben salir ilesos al término de la historia. El primero debe sentir un resplandor en el cerebro que le impida olvidar el argumento. El segundo debe finalizar psicológicamente transformado en otro. Un cuento sin tensión, no es cuento. Podría ser un hermoso pasaje literario, un buen ejemplo de ese potingue que han dado en llamar prosa poética, pero jamás merecerá figurar en el género. El cuento tiene que vivirse a través de los cinco sentidos. Se debe escuchar, paladear, oler, tocar y mirar. Es tarea del escritor que esto suceda. Los ambientes cerrados son escenarios idóneos para crear grandes cuentos. Cárceles, islas, casas de campo, pueblos alejados de la civilización, hoteles en medio de la nada, automóviles varados a media carretera y barcos a la deriva llevan a los personajes a situaciones límite. Los cuentos surgen de instantes, de la morbosa mirada del escritor que descubre en las acciones de otros, una historia oculta digna de ser narrada. Cuentos memorables pueden surgir de historias reales aderezadas con los vuelos de la ficción. El cuento, cuyas reglas básicas no han variado mucho con el tiempo, es un golpe de sol en los ojos, un paseo por las entrañas de la condición humana, y debe ofrecer a los lectores, como El Aleph de Borges, ángulos inadvertidos de la realidad. Por último, un lugar común pero cierto: todo cuentista ha de ser un lector profuso, insaciable. La creatividad precisa ser alimentada.
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“Cabeza de tortuga” Desde aquí alcanzo a escuchar a las palomas que revolotean en su patio. Como cada domingo aguardo su señal. Tuve que correr hacia la puerta y salir de inmediato, abandonando sobre el piano los merengues, que el capricho de Obdulia embarazada, me hizo comprar. Y aún trasminado por el tufo a orines y mierda, mientras subía al auto, retrocedí hasta el momento en que crucé frente a esa casa y lo descubrí en calzoncillos y camiseta sin mangas —flaco, pequeño, calvo, pálido—, haciéndome señas desde su diminuto jardín de caricatura, en el que a duras penas sobrevivían un rosal sin hojas y un trío de raquíticos helechos en macetones de barro. Suelo dejarme llevar por lo imprevisto. La situación, además, ofrecía posibilidades: un anciano fantasmal, un chalet casi en ruinas, la orfandad del domingo. ¿Qué podía perder? Atraído por el riesgo traspuse la verja, olvidando los antojos de mi esposa. La mirada inquieta del viejo llamó mi atención. Algo había de extraño en ese parpadeo impaciente bajo las exiguas cejas grises. Con una confianza desmedida, el hombre me tomó del brazo y, al tiempo que hablaba algo acerca de una hermana enferma, guió mis pasos hacia el interior. En ese momento reconocí el olor artificial de los diabéticos. La casa, tal como había imaginado, era amplia. La humedad avanzaba en los techos sostenidos por gruesas vigas de madera. Un tufo rancio llegaba de manera intermitente hasta mí. Al fondo, tras un largo corredor, se apreciaba un patio con veleta. Sin soltarme, esquivando un trío de pesados sillones Luis XV colocados alrededor de una mesa con jarrón chino, llegamos a la sala. El Stainway deteriorado, lleno de pálidas fotografías, floreros de cristal cortado y miniaturas de porcelana, ocupaba casi toda la estancia. —Espere usted aquí —señaló el viejo una mecedora y desapareció tras unas puertas abatibles de cristal esmerilado. Puse la bolsa de merengues sobre el piano, muy cerca de una diminuta dama victoriana con falderos y sombrilla a la que estuve a punto de tumbar. El polvo me obligó a toser con insistencia. Me senté y vino hasta mi pensamiento Obdulia: a estas alturas debía de estar furiosa por la tardanza; estas últimas semanas, a causa de su estado, se había vuelto insoportablemente irritable. Mientras me balanceaba, erré la vista por los ajados y sucios tapices de las paredes; alcancé a distinguir paisajes
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bucólicos: escenas de caza, días de campo, familias de campesinos ocupadas en la vendimia. La araña cenicienta, pendiente encima de mi cabeza, era de herrería artesanal, pródiga en florituras. Algunos retratos amarillentos, colgados como al desgaire, evidenciaban tiempos de bonanza. Bastaba dedicar unos minutos a esos semblantes adustos para descubrir en sus miradas, la expresión inquietante que heredarían a su descendiente. Mi oído distinguió́ entre los sonidos del patio, el gorjeo apremiante de las palomas, el chirriar acompasado de un hamaquero, la intermitencia de una gotera cercana. Tan entretenido estaba, que me sobresalté cuando la voz del viejo resonó en la estancia. —Oiga, ¿puede venir? Me puse de pie y, al acercarme, observé que al hombre se le había desabrochado la bragueta de los calzoncillos. Su miembro, flácido y rugoso, asomaba balanceante. La imagen me produjo morbo y repulsa. Sus piernas delgadas, lampiñas, con rojizas picaduras de mosquitos, complementaban el cuadro. Hubiera podido excusarme y salir de ahí en ese momento. No lo hice en parte por desconcierto y porque el viejo se aferró con firmeza a uno de mis brazos. No tuve otra opción que dejarme conducir hasta un cuarto cerrado que olía a orines matizados con aromas a talco de bebé y agua de colonia. Apenas mis ojos se acostumbraban a la penumbra cuando una voz rasposa, de mujer, preguntó: — ¿Lo trajiste? Me alarmé. Pasó por mi mente la posibilidad de estar en peligro. Alargué una mano y mis dedos se toparon con los hilos de una hamaca. El viejo, que advirtió enseguida estas aprensiones, me sujetó con más fuerza. Parecía mentira que de alguien tan endeble pudiera provenir tanto nervio. —Es mi hermana mayor —dijo, tranquilizante—. ¿Serías tan amable de ayudarnos? En ese momento la ambigüedad del ofrecimiento me sedujo. ¿A qué clase de ayuda se refería? Ni siquiera pasó por mi cabeza preguntarlo. Cedí al impulso y asentí. Obdulia podía esperar. —Hace días que no da del cuerpo —confió tras una pausa. Antes de que pudiera reaccionar, como si yo fuera un niño, el hombre me guió hacia el centro de la habitación. Me soltó y se dirigió en voz alta a su hermana. —Esther, ¿escuchas? Está delante de ti.
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Fueron sólo unos segundos, pero mi imaginación trabajó a toda su capacidad. Aquella voz imperiosa, el sexo oscilante del vejestorio, sus manos rugosas, todo parecía surrealista. Justo cuando iba a preguntar qué debía de hacer, unos dedos huesudos y fríos atenazaron mis caderas. — ¿Listos? —dijo el viejo. La voz carrasposa, que evidenciaba una espesa aglutinación de flemas en la garganta de su dueña, respondió. —Listos. Fue entonces cuando el hombre emitió sonidos que no entendí, pero conforme subieron de volumen se esclarecieron. Eran onomatopeyas. Emulaban los pitazos de un tren y el rodar de vagones. Y como si llevaran implícito algún conjuro, me convertí en la locomotora de un ferrocarril de carne que se dirigía hasta una puerta, por cuyo dintel se filtraba una titubeante iluminación. La luz amarillenta de una bombilla me reveló que estábamos en un baño diminuto. Traté de no acercarme a las paredes: los mosaicos estaban recubiertos por una capa de moho y grasa. Me fijé en la anciana —cadavérica—; el mapamundi de su rostro, el extravío en la mirada, ese nido revuelto de canas y la boca babeante, evidenciaban una demencia senil avanzada. —Ayúdeme a sentarla en el inodoro, se resiste a defecar en el pañal. Una oleada de orines saturados de fármacos llegó a mi olfato. Debí respirar por la boca para evitar la náusea que amenazaba con transformarse en vómito. A mi derecha, en una palangana llena de agua turbia, nadaba una tortuga. De cuando en cuando, el quelonio asomaba su fea cabeza de glande para observar nuestras maniobras. —La tenemos desde la infancia —se apresuró a decir el hombre. Fingí sonreír. A la vieja había que sostenerla con fuerza, como un fardo, para que no se fuera de bruces contra el suelo. Al cabo sus ojos, antes semicerrados, se abrieron y el semblante se le enrojeció más de una vez, al tiempo que emitía pujidos y ventosidades. Fue cuando sucedió algo que, dadas las circunstancias, me pareció accidental. El viejo rozó sus piernas contra las mías y sentí su erección. Quise apartarme, pero en aquel baño estrecho y maloliente, donde las cucarachas pululaban con libertad, un paso atrás significaba soltar a la vieja, dejarla a merced de su propio peso.
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Traté de convencerme que el frote que sentía sólo era casual. El hedor que minaba el lugar cortó mis reflexiones. Cada vez era más difícil evitar la náusea, el sudor empapaba mi camisa y me sentía incapaz de continuar. —Aguante —exclamó el viejo como si adivinara mis pensamientos. Bajé entonces la vista y me encontré de nuevo con aquella lisa cabeza que emergía del agua, al tiempo que una mano, ¿la del hombre?, ¿la de la hermana?, se abría paso en mi bragueta hacia mi endurecimiento. Una sonora descarga de excrementos me hizo recordar a Obdulia y la razón de estar ahí. Como pude, acomodé a la anciana en el bacín y, sin decir nada, olvidando los merengues sobre el piano, me precipité a la salida.
Martín Briceño, Carlos (2010) Caída libre. México: Ficticia Editorial
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Diego Muñoz Valenzuela
©Eloísa Muñoz Fehrmann
CHILE
Nací una adormilada tarde de domingo del verano de 1956 en un pueblo de la zona sur de Chile, donde confluyen elementos diversos: océano, río, bosques, sembradíos, astilleros, poetas, locos, tejedoras de paja de trigo y de crochet, pescadores artesanales, recolectores de cochayuyo, soñadores. Era imposible impedir que aquel niño, con el paso de los años y con una gran biblioteca a mano, se convirtiera en escritor. Allí, por osmosis, desarrollé la tolerancia y la capacidad de convivencia entre mundos diferentes y hasta opuestos. Narrador de amplio espectro, activo en todos los anchos de banda: novela, nouvelle, cuento, microcuento; en todas las frecuencias que se extienden entre la frontera de la realidad antártica hasta la fantasía más aventurera. El núcleo, no obstante, siempre es el mismo: la humanidad con sus esplendores y tinieblas. En 1973, siendo adolescente, fui marcado, como el país entero, a sangre y fuego. El sueño utópico fue interrumpido por la pesadilla: desaparecieron amigos y amigas, otros sufrieron persecución, tortura, exilio. Larga cadena que se prolongó por 17 años: terror, lucha, clandestinidad, peligro, altruismo, valor, solidaridad, odio, amor, risa. La sobrevivencia generó muchas historias. Mi literatura está poblada por una amplia galería de personajes reales y fantásticos que conviven una misma historia. Creo que esa mezcla abigarrada la hace más real. Se han acumulado seis novelas, doce libros de cuentos y microcuentos, algunas antologías. Varias reediciones y cuentos traducidos a diez idiomas. Libros publicados en España, Croacia, Italia, Argentina, Perú y próximamente en China.
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Credo cuentístico El mecanismo de la escritura del cuento sigue pareciéndome enigmático, pues contiene una magia que escapa a axiomáticas. No hay postulado que valga: todos se derrumban con algún ejemplo. Eso confirma la vigencia del género y su poder para cautivar lectores. Un buen cuento no devela fácilmente sus intenciones: se rebela contra las apariencias, reniega de primeras vistas, tiene vocación por lo misterioso, aquello que la trama disimula y sugiere. El cuentista actúa como mediador con un mundo más complejo que el narrado, para cuya descripción el lenguaje es insuficiente. Se requiere gatillar sugerencias, generar una oblicua evocación que se traslada en penumbras hasta la conciencia de los lectores generando inquietud, intriga, disconformidad. El cuentista debe hacerse diestro en los aspectos técnicos de la construcción narrativa, aquello que se puede aprender leyendo. Cursos o talleres pueden acelerar mucho el proceso de aprendizaje, pero no reemplazan el efecto de la lectura sistemática, atenta, inteligente e insaciable. Es preciso moderar la intención de producir efectos “calculados”. Algo debe escapar a la racionalidad narrativa, pues el cuento pertenece al dominio de las artes. Simbolismo, metáfora, sugerencia, son instrumentos de los que se vale el escritor. En cuanto a la técnica narrativa, su dominio es condición necesaria, pero no suficiente. La batería de herramientas puede ser aprendida en la modalidad del artesanado, no como una ecuación matemática. Este dominio debe ser inconsciente, instintivo. Las áreas más complejas de la conciencia construirán la historia y la dotarán de la magia contenida en la frase: “Se escribe una historia para contar otra”. Jamás escribo un cuento si tengo demasiado claro lo que quiero narrar. Requiero cierta incertidumbre esencial, algo que debo revelar a través del proceso de escritura, sin llegar a entenderlo. A veces el cuento viene como una criatura completa, un ser que debe ser alumbrado con urgencia. El período de gravidez es variable: días, semanas, meses, incluso años. La morfología del cuento viene a ser otro enigma. Puede especularse sobre la extensión, la forma, la trama, pero algo escapa a la definición; cada nuevo espécimen confirma una teoría y derriba otro centenar. ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS
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“Cruzar la calle” Me encanta visitar a Roberto cuando está internado. Es un maldito bastardo loquísimo, pero me gusta ir a verlo. Lo pasamos fantástico. Yo siempre le llevo un par de botellas de fuerte bien ocultas debajo del abrigo. Los enfermeros jamás se han atrevido a revisarme. Tal vez no lo hagan por mi aspecto de ejecutivo exitoso, de terno oscuro y corbata impecable. O simplemente porque saben de mi amistad con el subdirector del hospital, el Negro Méndez, que está más loco que las arañas. Nadie imagina cómo pudo terminar Medicina. Estaba total, absolutamente chalado. Quizás por eso se especializó en psiquiatría. Además, esos enfermeros tienen tal aspecto de corruptos que estoy seguro de que soltándoles unos pesos me dejarían entrar con una bomba de hidrógeno y un ejército de prostitutas. Roberto es de los que va a internarse por sus propios pies y por su propia voluntad. Cuando siente que algo anda mal en su sesera, hace la maleta y cruza la calle. Vive justo enfrente del manicomio desde muy pequeño. Suele contarme terribles historias de maníacos criminales que cruzaban el patio de su casa en plena tarde de domingo balando, con un enorme cuchillo carnicero sangrante entre las manos. “Tipos que se fugaban después de alguna atrocidad indescriptible”, dice con el rostro más serio del mundo. “Yo estaba acostumbrado, igual que mis padres. El problema eran las visitas. Con el tiempo nadie se atrevió a venir a la casa”. Todas estas cosas te las cuenta con la naturalidad del que las estuviera viendo ahora mismo, con una certeza de noticiario de televisión que a veces logra despertarme dudas. A mí siempre me han gustado los locos, desde que era muy chico. Sobre todo los predicadores locos, como ese que salta todo el día con la Biblia en la mano. “Sécase la yerba. Cáese la flor...” anuncia y amenaza con los ojos azules y llameantes del autorretrato de Van Gogh enloquecido mientras salta incansable en una esquina del centro como si estuviese viendo el mundo pecador derrumbarse ante su vista incendiada. Una vez yo dije que quería ser como ese predicador cuando grande. Mi padre enfureció, se puso rojísimo para aullarme qué ideas estúpidas eran esas, “¡como si para locos no bastara con mi suegro en la familia!”. Y ahí mismo se agarraron con la mamá. Tuve que irme al patio hasta que pasó la ventolera. No sé por qué mi mamá se enfureció tanto. Todos sabíamos que el abuelo estaba tan chiflado como un piño de cabras. Y un piño bastante considerable. Cada vez que venía a la casa nos agarraba a los chicos para sus conferencias sobre viajes astrales y congresos mixtos de espíritus y extraterrestres. Nosotros le avivábamos la cueca como podíamos. El viejo era bastante normal si no le mencionabas ovnis, incas o aparecidos. Pero bastaba pronunciar la palabra mágica y el show comenzaba ahí mismo. Era bastante divertido. Mi hermana mayor era experta en provocarlo, pero requería un poco de estímulo.
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A Roberto no lo conocí por loco. Lo vi tocar maravillosamente el saxo una noche de club de jazz. Cuando terminó, lo invité a la mesa y echamos unos tragos. Muy rápido me di cuenta que algo andaba malísimo dentro de su cráneo. Loco como un jabalí con sobredosis de heroína, pero así de simpático. Uno advertía ipso facto que sus ojos miraban a otro mundo bastante mejor que el nuestro. Yo creo que los ataques le bajaban cuando se daba cuenta que en realidad vivimos en esa selva que llamamos civilización. Tipos reptando por entre el lodo nauseabundo de viejas gárgolas protectoras de las artes con sus apergaminadas garras cubiertas de anillos que valen tu presupuesto de varios años. Sesiones de tecito para admirar las horripilantes creaciones de damas demasiado estiradas por la cirugía estética. Tipejos capaces de vender a su madre por una beca de arte en los States. En medio de todo esto se mueve Roberto, sin contaminarse. Jamás toma un bastardo peso ni pide un favor de nadie. A lo más te pide una cajetilla de cigarrillos cuando anda en la última miseria. Ni siquiera un par de monedas para la micro. He aprendido a conocerlo bien. Ya sé cuándo está a punto de cruzar la calle. Es cuando ves lucidez en sus ojos escondidos detrás de unos lentes gruesos como poto de botella donde puedes ver el miserable reflejo del mundo. Es cuando te mira con el rostro vencido y te dice “ya he tenido bastante de esta mierda, estoy harto, harto, harto”. Se queda mirándote con cara de “y tú, qué piensas”. ¿Qué le voy a decir yo desde mi aspecto de pequeño burgués próspero? Lo invito a tomar café, le compro cigarrillos y charlamos hasta tarde, acaso es fin de semana. Después me cuenta que puteó al jefe de prensa del canal donde estaba grabando un programa, que le dijo varias verdades al subdirector de la revista donde escribía sobre jazz, que acusó de miserable al dueño del restorán donde cantaba por las noches. Cuando parto al manicomio, repleto mis bolsillos de cigarrillos, chocolates y botellas de fuerte. ¿Sabes lo que les gusta el chocolate a los tipos con una teja corrida? Los enloquece. Llévales chocolates alguna vez a los chalados y vas a hacerlos completamente felices. Van a adorarte como si fueses el propio Osiris. Te vas a convertir en una especie de divinidad de los locos. Se alborotarán sólo con percibir tu aroma al poner un pie dentro del manicomio. La última vez les llevé pisco de 45 grados, de ese amarillo que quema la garganta y tres o cuatro barras de chocolate con nueces o almendras, no me acuerdo. A mí no me gusta el chocolate. El pisco sí, bastante más de lo conveniente. Los orates me estaban esperando en la puerta del patio. Me recibieron con vítores y llamados a Roberto. “¡Llegó el Gerente! ¡Llegó el Gerente!” gritaban como enajenados. Nadie les saca de la agujereada cabeza que soy el Gerente de la Ford o de la Cocacola por lo menos. No entienden que soy un tipejo más de esos que ofician de engranajes bien vestidos. Pues me levantaron en andas para llevarme a uno de los patios interiores donde estaba Roberto sentado en una silla de playa, a pleno sol, releyendo El Club de los Parricidas de Ambrose Bierce. En el estrado me esperaba de pie Fidel Castro, vestido de riguroso uniforme verde oliva y gorra de combate. Comenzó uno de sus improvisados discursos de
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bienvenida, donde hablaba más de licores que de revoluciones, más de rameras que de imperialismo y más de sexo que de rectificaciones al socialismo. Roberto se puso de pie para abrazarme y recibirme en “este santuario de lucidez, donde reside toda la esperanza del universo”. “Bienvenido al territorio libre” me dijo Fidel indagando mi abrigo con mirada de rayos X, con los ojos dilatados por una sed milenaria e insaciable. Cuando saqué el licor desde las catacumbas de mi abrigo de business man hubo un delirante estallido de júbilo que debe haberse escuchado claramente en la China. Ninguno de los enfermeros se dio por aludido. Seguro que veían un match de box, una película pornográfica, un partido de fútbol lo más cerca posible de una garrafa de vino barato de la peor especie. Esos fulanos tienen tanto gusto como una rana ebria, me ha dicho más de una vez Descartes en medio de sus sesiones de análisis filosófico. “Cojo, luego existo” es su máxima preferida. Es un tipo de temer. Le dicen Descartes por esa proposición apócrifa. Más bien es una mezcla de Sartre, Marcuse y Ché Guevara capaz de inquietar a una locomotora con sus teorías. Yo sé cómo se llama y que era profesor de filosofía en el Pedagógico. Lo veía husmeando en los cuasi clandestinos recitales de jazz a fines de los setenta. No hablaba con nadie. Se decía que había quedado chalado con la tortura. Fumaba incansablemente, como si cumpliera una penitencia. “Lo peor es que no veo alternativa” me dice a veces “veo todo tan corrupto, tan contaminado como un callejón sin salida y sinceramente prefiero estar aquí adentro que revolcarme en la mierda, sabes”. Yo tal vez lo mire en silencio, con los ojos asustados. O quizás parezca indiferente, pétreo, distante. No sé. Pero a veces se me hace un nudo en la garganta al escucharlo. Juro que es cierto. Pareciera que llevase todo el dolor del mundo ahí dentro de su cerebro bullente de ideas. “Cuando no puedo más le pido a Roberto que toque el saxo un rato. Es increíble. Todos los milagros me parecen posibles entonces. El saxo es como una luz en las tinieblas. Y vuelvo a creer, aunque sea por un instante”. Me mira desde el abismo de su alma para confesarme lo terrible que es la ausencia de Roberto, pero no dice nada. Y es fácil imaginarlo aullando y arañando las paredes de un mundo demasiado erizado de espinas. Roberto, Descartes y yo brindamos con unos vasos de plástico que Fidel sacó de un escondrijo. Todos se unieron a nuestro brindis en un coro terrorífico en tanto devoraban pedazos de chocolate y abrían paquetes de cigarrillos como dementes. Sandokán propuso otro brindis por sus feroces tigrecillos. Nureyev danzaba rebosante de gracia en medio de la trifulca de enajenados que no podía escuchar la maravillosa música que lleva siempre dentro. Proudhon preparaba una enjundiosa bomba mezclando nuestro pisco con quizás qué licores misteriosos sacados del barretín de Fidel. Hicimos un segundo brindis en pleno crescendo de la batahola. Y los enfermeros, nada, no se oye padre. Nureyev saltó peligrosamente cerca de la bandeja donde Sandokán ofrecía las bombas preparadas por el satisfecho
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anarquista mesando sus barbas a buena distancia. El Tigre de la Malasia rugió un par de insultos que el bailarín tomó a beneficio de inventario mientras le arrebataba un par de tragos que bajó sin demora por su garganta para continuar su danza. Recién en ese momento lo vi, solo y silencioso en una esquina. Apenas saltaba con la Biblia sujeta por sus maravillosas y enormes manos de boxeador bondadoso. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y apenas podía escucharse la voz que asomaba débilmente entre los labios secos y partidos. Pude ver que su mirada estaba llena de girasoles amarillos, de soles furiosos y de grandes estrellas refulgentes, de miserias, de amores frustrados, de miedos, de hombres cavando en las tinieblas, de dioses lejanos y crueles. No he podido sacarme su imagen desde entonces. Me acerqué a él. Le pregunté por qué no venía con nosotros. Los demás guardaban silencio, como si presenciaran algo sagrado. Van Gogh susurraba palabras secretas e incomprensibles. Yo le pregunté cuándo había llegado por ahí, pero no dijo nada que pudiera comprender. Estaba hermoso y loco, con los ojos llenos de fuego y de agua. Igual que ese maravilloso autorretrato suyo. Lo abracé y pude sentir su corazón latiendo como el de un pajarillo atrapado entre tus dedos. Tiritaba entero. Era en ese instante el ser más frágil del universo. Yo pensé que podía deshacerse entre mis brazos y tuve miedo de hacerle daño. Apenas me atreví a besarlo en la mejilla hirsuta de barbas rojizas. Ahí fue que levantó su dedo y me señaló algo que estaba a mi espalda, algo maravilloso que yo no podía ver. Cuando me di la vuelta encontré a Roberto a punto de soplar su saxo. No volaba una mosca en el patio. El sonido salió limpio, puro, tierno, rebelde, trémulo, bello, terrible, furioso, relampagueante, lleno de amor. Esa música tenía un sabor a divinidad y a demonio que parecía inundarlo todo con su sabor agridulce, con su verdad indescifrable, con su respuesta enigmática. Hay quienes esperan toda una noche a que Roberto se ponga a tocar así el saxo un par de minutos. Pero esa tarde él tocó sin descanso para nosotros. No hubo comerciales, ni tragos ni silencios. Sólo la música de lágrima y viento que parecía surgir más desde uno mismo que del instrumento destellando con los reflejos llameantes de un cuadro de Van Gogh. No he ido de nuevo a ver a Roberto. Cada mañana, cuando me afeito, veo la cabellera rojiza de Van Gogh mirándome desde el espejo en llamas. Cuando trato de concentrarme escucho la música de saxo viniendo de muy adentro, de una zona en penumbras que apenas me atrevo a vislumbrar. Entonces pienso cada vez con más fuerza en esa idea que me obsesiona. Cruzar la calle. Hacia los girasoles amarillos, hacia las locas mezclas de licores, hacia una danza silenciosa, hacia las certezas y las dudas que me aterran. Hacia ese gigantesco imán o girasol o música que me estremece. Eso. Cruzar la calle. Muñoz Valenzuela, Diego (2017) El tiempo del Ogro. Chile: Simplemente Editores
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Félix Palma
©Santi Burgos
ESPAÑA
Unas navidades, cuando teníamos trece y doce años, Papá Noel nos sorprendió a mi hermana y a mí dejando junto a nuestros zapatos un diario. Tenía el lomo de piel, adornado con arabescos dorados, y en sus impolutas páginas nos entregamos mi hermana y yo a destapar el corazón. Allí quedaron inmortalizadas nuestras primeras cuitas amorosas, nuestras tempranas y temerarias reflexiones, nuestro desconcierto, en fin, ante la vida que empezaba. Pero mientras ella lo escondía bajo su colchón —donde yo acudía puntualmente a leer cada entrada, todo aquello que no me contaba, como si fuera un serial victoriano—, yo, en cambio, lo dejaba estratégicamente olvidado en cualquier parte porque quería que todo el que pasara por allí pudiera leerlo. Fue así como descubrí que quería ser escritor. Y cuarenta años después todavía sigo escribiendo para que me lean, e incluso sigo hablando de mí fingiendo que hablo de otros. En estas cuatro décadas he pasado de ser un aprendiz de juntaletras a un escritor de cierto nombre, y aunque soy más conocido por mis novelas, no podría haber llegado donde estoy si no fuera gracias al cuento, género que durante los primeros diez años de mi trayectoria me permitió pagar las facturas y demostrarle a mis padres que apostarlo todo por la escritura no había sido una decisión tan irresponsable. En el momento de escribir esto, tengo a mis espaldas cinco libros de cuentos y siete novelas, en las que he intentado demostrar mi amor por la palabra y las vueltas de tuerca. Pero ningún diario.
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Humildes certidumbres sobre el cuento 1. La importancia de la segunda frase. Suele decirse que las dos frases más importantes del relato son la primera y la última. La primera porque ejerce de cebo para el lector, y la última porque vuelve coherente lo anteriormente expuesto. Pero yo quiero revindicar el valor de la segunda frase, pues establece la manera en la que va a contarse el cuento. En ella está contenido el ritmo de la narración, el tono del narrador y su forma de tratar la historia. 2. La importancia del perro. Este punto hace referencia a la economía de elementos propia del cuento. Si el protagonista, en un determinado momento, se desentiende de la acción para comprar un perro, este debe salvarle la vida para ganarse su inclusión en el cuento. Igualmente, su árbol genealógico será más o menos frondoso en relación con el argumento. El personaje tendrá hermanos, madre, esposa, ex, sobrinos o abuelos solo si estos le ayudan a sostener la cruz de la trama. 3. El tamaño no importa. Un cuento debe tener la extensión que necesite, y será cuento siempre que tenga osamenta de cuento. Si carece de digresiones, subtramas y demás adornos de la novela, será cuento aunque tenga 200 páginas, y si carece de las características del microrrelato, es decir, si continua manteniendo su patrón diáfano de presentación, nudo y desenlace, será un cuento aunque tenga una sola línea. 4. La amenaza del espacio exterior. Un cuento debe terminar en sorpresa porque es siempre la resolución de un misterio. Pero esa sorpresa nunca debe provenir del espacio exterior, ser ajena al relato. Debe estar cifrada en sus páginas, oculta como un polizón. 5. La importancia del final. Un cuento puede tener muchos principios, pero un solo final que le pertenece por derecho. Sólo si lo encontramos, podremos escribirlo. 6. La importancia de la poda. Un cuento no estará terminado hasta que en la corrección no podamos quitarle nada más. 7. La importancia del silencio. Por mucho que los personajes hablen, un cuento solo debe tener diálogos si es imprescindible. 8. La importancia de la mentira. Escribir un relato consiste en mentir, en hacer que el lector mire hacia otro lado mientras le robamos la cartera. 9. La importancia de saber convertirse en otro. Todo autor debe metamorfosearse en lector para leer su propio cuento una vez terminado y comprobar si funciona. Si alguien tiene que explicar un chiste es que lo ha contado mal. 10. La escasa importancia del decálogo. El que un escritor pueda redactar un buen decálogo no implica que pueda escribir un buen cuento, y viceversa.
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“Maullidos” A Juan Bonilla, que padeció su primera parte Desde la terraza no puedo verlo, así que no sé qué tamaño tiene, ni de qué color es. Lo único que sé es que cada noche, encaramado al tejado, maúlla mi nombre a la luna. No soy ningún experto en gatos, pero creo que debe de estar en celo porque emite esos maullidos desconsolados tan parecidos a los sollozos de los niños pequeños. Bien mirado, podría decirse que suena incluso aterrador. Al oírlo, no puedo evitar pensar en el lamento de esos seres pálidos que, en las películas de terror, siempre encierran en los sótanos. Y cada vez estoy más convencido de que maúlla mi nombre. Me gustaría tener una segunda opinión, claro. Alguien a quién decirle: ¿Oyes, ese gato no está llamándome? Pero Laura me abandonó hace casi dos meses, antes de que comenzaran los maullidos, con el mismo sigilo con el que apareció en mi vida. Un día cualquiera, salió a comprar sus lechugas para repoblar mi deforestada nevera, y ya no volvió, pese a que esa misma mañana, con su cuerpo trenzado al mío, me había asegurado que ahora que me había encontrado jamás me abandonaría. Tras su huida, lamenté que los dos meses de pasión que habíamos pasado encerrados en mi apartamento, ajenos al mundo exterior, no hubiesen dejado algo más útil que la felicidad, como un número de teléfono, una dirección, o unos apellidos que sumar al nombre que, una vez desapareció, me apliqué a balbucir a cada hora como un hechizo que ya no la invocaba. Pero ella había planteado así las cosas: dos almas desnudas, cepilladas de identidades e impurezas cotidianas, ardiendo la una en la otra. Quería que me bastase únicamente con su cuerpo, con sus ojos verdosos, con su cabello mojado, que nada supiera yo de lo que ella era cuando no estaba conmigo. Quería un amor fuera del mundo, incluso del tiempo, liberado de la costra de las circunstancias, un amor sólo de carne y huesos y piel eléctrica. Ya habría tiempo para lo demás, para aquello que nos volvería mundanos, sabidos, otros, para aquello que probablemente nos desbarataría. Y yo acepté aquellas condiciones, que no hicieron sino presentarla ante mis ojos como ella quería: un espíritu del bosque, una criatura feérica, último pespunte de un linaje mítico jalonado de hadas, faunos y elfos, y de la que lo único que debía saber era que me amaba como nadie me había amado nunca y como nadie lo haría jamás. Aunque de haber sospechado que un buen día desaparecería, le hubiese exigido hasta la dirección de su dentista. Así podría ir a buscarla a algún sitio más fácil de encontrar que un bosque encantado.
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Laura, la mujer que nunca me dejaría, se fue una tarde cualquiera de hace dos meses. Y desde que se fue no logro dormir por las noches. La oscuridad se estira sobre la ciudad, y yo, desde mi cama, vigilo el mundo, que a esas horas sólo emite crujidos de navío a la deriva: el bufido eléctrico del frigorífico, el eructo metálico del ascensor recorriendo clandestinamente las entrañas del edificio, un claxon solitario, lejano, como el lamento de un moribundo. Escucho todo eso con suma atención, pero, sobre todo, escucho al gato, el único ser vivo que, aparte de mí, parece estar despierto a este lado del universo. Tal vez si me llamase Evaristo, Froilán o Salustiano las cosas serían más fáciles. Es prácticamente imposible que un gato pueda maullar esos nombres. Pero me llamo Juan, como mi padre, como mi abuelo, como el Tenorio. Y el gato parece saberlo porque todas las noches, con asombrosa puntualidad, acude al tejado y me llama con desesperación, con dolor. Me llama como quien llama a su amor. No quiero pensar estas cosas porque temo que sean el primer paso para perder la cordura, pero lo cierto es que no puedo evitarlo. Paso todo el día obsesionado con ello, aguardando a que llegue la noche y poder disponer entonces de otra oportunidad para comprobar que en realidad estoy equivocado, que no estoy loco, que el maldito gato no me llama a mí. Pero cada vez percibo con mayor nitidez que es mi nombre lo que maúlla: Juan, Juan… Incansable, esperanzado. Soy el único Juan que vive en el edificio. Lo he comprobado mirando los buzones. Hay docenas de Antonios, algunos Pedros y Luises, incluso un Froilán, pero ningún Juan. Si el gato llama a alguien, me llama a mí. Yo soy a quien busca. No hay vuelta de hoja. Al cuarto día de escucharlo, temiendo que el gato me genere un insomnio crónico, decido actuar. Llamo a algunas puertas, investigo. Al parecer, nadie oye a ningún gato maullando desesperadamente por las noches. Pero eso puede deberse a que soy el único vecino que vive en la última planta. Al fin, alguien me ofrece una pista: tal vez sea el gato de la nueva vecina, la muchacha que acaba de mudarse al edificio. Desde que Laura me dejó, he vivido de espaldas al mundo, por lo que no me sorprende que tengamos un nuevo vecino y yo no lo sepa. En el estado de pura introspección en el que me hallo sumido sólo habría reparado en su llegada si hubiesen tenido que subirle un piano de cola por las escaleras. Pero la nueva vecina ha llegado sin la banda de música, envuelta en la felpa de un silencio apretado. Y desde su supuesta terraza, un gato no lo tendría excesivamente difícil para alcanzar el tejado. Hasta yo podría hacerlo. Creo que no hay dudas de a quién pertenece el minino que arruina mis noches.
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Resuelto a poner fin a mi calvario, llamo a su puerta a media tarde. No logro decidir si la mujer que me abre es o no hermosa, pero parece agradable de acariciar. Delgada, no muy alta, de esas que sonríen hasta en los entierros. Por su indumentaria —una camiseta ceñida y corta que me permite ver el piercing que le adorna el ombligo— y las amapolas de sudor que han germinado en sus axilas deduzco que la he sorprendido en mitad de sus ejercicios. Tal vez estuviese corriendo en una cinta o haciendo abdominales en uno de esos aparatos de gimnasia que pueden guardarse plegados debajo de la cama, donde antes se escondía el orinal. Siempre he admirado a las chicas capaces de rebañar unas horas al día para esculpirse a sí mismas, quizás porque yo soy de los que, sencillamente, se dejan erosionar por el viento. Pero sé que entre ella y yo jamás ocurrirá nada porque estamos condenados a empezar con mal pie. Con suma educación, le pregunto si tiene gato. Gata, especifica ella. Con más educación aún le sugiero que le introduzca un bolígrafo por el recto porque estoy harto de oírla maullar todas las noches. Pero está visto que vivimos en un mundo donde uno no puede expresarse libremente. La mujer pierde la sonrisa y me contempla como si acabara de arrojar un calamar destripado sobre su ajuar. Mis ojeras no parecen conmoverla. Con suma educación me explica que, a pesar de que de buena gana introduciría un bolígrafo o cualquier otro objeto igual de punzante en mi recto, no piensa hacerlo en el de su gata. Venden tapones para los oídos en cualquier farmacia, concluye, haciendo amago de cerrar la puerta. Entonces aparece el minino. Y eso lo cambia todo. ¿Qué puedo decir? Su aspecto me conmueve. Se trata de una gata blanca, de una blancura tan deliciosa que no puedo evitar pensar que alguien extremadamente habilidoso la ha creado a partir de una bola de nieve. No está gorda ni famélica, posee un cuerpo flexible, ligero. Y sus ojos son de un verde indeciso que se mece hacia el amarillo. Pero lo que realmente me sorprende es su comportamiento. La gata permanece inmóvil junto a la puerta de la cocina, desde donde me estudia con una mezcla de desconfianza y arrobo. Finalmente se decide a vencer su parálisis y avanza hacia mí lentamente, midiendo cada paso, como si yo fuese alguna aparición capaz de deshacerse en cualquier momento. Entonces, al llegar a mí, se frota contra mis pantalones con un cariño tan sincero que me incomoda. Su roce minucioso y arrebatado logra provocarme una vaga sacudida de excitación. La tomo del suelo y le miro a los ojos. — ¿Por qué me llamas? ¿Qué sabes de mí? —le pregunto en un susurro, intentando que la mujer no me oiga. La gata no dice nada. Se limita a contemplarme con esa mirada que parece tener un doble fondo, esconder otra mirada debajo. Quien sí rompe el silencio es la muchacha.
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—No puedo creerlo —dice, agitando la cabeza como si presenciara un milagro—, es la primera vez que se comporta así con un desconocido. Habitualmente es bastante huraña. No deja que nadie se le acerque, y mucho menos que la coja. La devuelvo al suelo, y la gata continúa mirándome con fijeza. Es como si quisiera confirmar que he captado el mensaje. ¿Pero qué mensaje? ¿Qué intenta decirme? — ¿Le apetece un café? —pregunta la mujer, repentinamente amable. Asiento y me invita a franquear su piso, mientras continúa manifestando su extrañeza ante la insólita conducta del minino en una suerte de soliloquio incomprensible. Es cierto que acaba de mudarse, pues la ruta hacia el salón se convierte en una auténtica carrera de obstáculos: cajas, bolsas y archivadores atestan el pasillo y se remansan en las esquinas. Me invita a sentarme en un estrecho sofá ante el que se alza una mesa improvisada con la puerta de un armario y unos cuantos ladrillos. —Voy a preparar el café y aprovechar para darme una ducha —anuncia, desapareciendo hacia la cocina—. Ponte cómodo. Intento obedecerla, pero es difícil ponerse cómodo cuando uno tiene delante una gata que no deja de escrutarlo con inquietante fijeza. Posee una mirada capaz de desconcentrar a los trapecistas, de hacer que los sonámbulos se sientan observados, de lograr que un hombre como yo se pregunte por qué jamás ninguna mujer lo ha mirado nunca de ese modo. Me siento en el deber de corresponder a sus atenciones, pero cómo. Su dueña, entretanto, trastea en la cocina. Por la cantidad de sonidos que produce parece que preparar un café es una tarea semejante a la construcción de una pirámide. Al fin, cuando comienzo a barajar la posibilidad de aventurarme en la cocina por si necesita asistencia en tan complicada labor, oigo correr el agua de la ducha. Su gata y yo continuamos observándonos, sin saber qué decirnos. Me pregunto si el animal está inmerso en las mismas cábalas que yo, o le estoy otorgando una sensibilidad y una inteligencia que no posee. Bien mirado, no es más que un gato. ¿Pero por qué no me lo parece? ¿Por qué tengo la incómoda sensación de que para ella ser gato es sólo un papel eventual, algo así como un disfraz? En esas reflexiones ando ocupado cuando la muchacha reaparece, envuelta en un albornoz amarillo y portando una bandejita con dos tazas. Al caminar hacia el sofá, la prenda muestra de manera intermitente, descorriéndose como el telón de un guiñol, un juego de muslos suaves y rosados. No sería humano si el pulso no se me alterase al constatar que lo único que salvaguarda el resto de su cuerpo es el
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precario nudo con el que se ha atado el albornoz, un nudo fácil de deshacer hasta para un tipo como yo, incapacitado para la papiroflexia o la cirugía cardiovascular. Comienza a servir el café con naturalidad, como si ignorase la sensualidad que desprende su cabello húmedo y el olor a jabón de su piel, pero yo no nací ayer: sé que me está tendiendo una emboscada, que se me está ofreciendo con falso descuido, que quiere salvar un mal día en la oficina y necesita mi colaboración. Le doy a entender que puede contar conmigo esgrimiendo una caricia fugaz y poco comprometedora sobre su muslo al tomar mi taza. Iniciamos entonces una de esas conversaciones banales y estúpidas cuyo único fin es fingir que no somos animales, un preámbulo de palabras y risas destinado a civilizar el inminente encuentro de la carne. Creo que los palomos hinchan el buche. Nosotros, los guardeses de la Creación, somos más refinados. Con calculada despreocupación nuestros cuerpos van orientándose el uno hacia el otro, invadiendo el terreno vecino, brindándose con claridad. Supongo que ella se esfuerza en no pensar en otra cosa. En olvidarse del cabrón de su jefe. O en las palabras que usará para pedirme que me vaya cuando esto concluya. Yo, por mi parte, intento no pensar en Laura. Pero, en realidad, de quien jamás debimos olvidarnos es de la gata. Todo sucede increíblemente rápido. Un maullido espantoso nos sobrecoge cuando nuestros labios colisionan. Lo siguiente es un relámpago de blancor apenas entrevisto. Antes de que pueda comprender qué ha ocurrido, la muchacha se aparta de mí aullando de dolor, cubriéndose la mejilla con la mano. Entre la presa de los dedos se filtra un torrente de sangre. Huye al baño y se tapona con una toalla los arañazos que le marcan la mejilla. Yo la sigo, aturdido. Pese a lo aparatoso de la sangre, afortunadamente no parece una herida demasiado profunda. La muchacha y la gata se miran, midiéndose. Desde entonces, tengo gata. La muchacha me la regaló, más o menos. Saca a ese monstruo de mi casa, ordenó, o no respondo. Yo abrí la puerta del piso y le hice a la gata una señal para que me siguiera, dándole la oportunidad de elegir. El minino no se lo pensó y me siguió hasta mi apartamento. Ahora paso la mayor parte del día ante el televisor, con la gata ovillada en el regazo. A veces, ella me lame amorosamente las manos, o yo acaricio distraído su cuerpo caliente y esponjoso. Pero la mayor parte del tiempo nos limitamos a mirarnos. Permanecemos así durante horas. Es entonces cuando pienso que equivoqué las preguntas. Tendría que haberle formulado otras: ¿quién eres? ¿Quién me mira a través de tus ojos? No quiero pensar en la palabra “reencarnación” porque nunca he creído en ese tipo de cosas, pero, a veces, alrededor de la tercera o cuarta copa, no puedo evitar abrir el cajón de la mesilla y desplegar de nuevo ante mis ojos la esquela
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que encontré en el periódico al día siguiente de la fuga de Laura, y que recorté sin saber por qué, movido quizás por la coincidencia del nombre y de la edad. Ahora, cuando contemplo cómo me mira la gata al leer la esquela, me asalta una sospecha delirante. Tal vez el nombre no sea una causalidad. Tal vez, después de todo, Laura muriese mientras regresaba a casa, atropellada por un coche o traicionada por su corazón. La manera no importa. Lo importante es que, como dijo, jamás iba a abandonarme ahora que me había encontrado.
Palma, Félix (2010) El menor espectáculo del mundo. España: Páginas de espuma
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Eider Rodríguez
©Lander Garro
ESPAÑA
Nací en Rentería, el 18 de mayo de 1977, un pueblo del País Vasco de 40 mil habitantes, al que bautizaron como La pequeña Manchester por su poderoso núcleo industrial y que ejerció de imán entre numerosos españoles que necesitaban trabajar y no tenían dónde, entre ellos mis abuelos maternos. Mis padres, Ana y Juan María, trabajadores en una empresa familiar de material de construcción, vieron la educación como una herramienta de ascenso social, y nos trasmitieron, a mi hermana y a mí, la importancia de la cultura en general y de la lectura en particular. Eso, sumado al hecho de que ambos trabajaban muchas horas y mi hermana no vino al mundo hasta tener yo ocho años hizo de mí una niña aburrida, solitaria y vagabunda, que se dejaba caer en los libros como si fuesen agujeros negros. De ahí mi afición a estudiar: tras pasar por la Universidad del País Vasco, la Sorbonne de París y la Complutense de Madrid, me licencié en publicidad y me doctoré en literatura. Publiqué mi primer libro de relatos, Y poco después ahora, a los 26 años, al que sucedieron Carne (2007), Un montón de gatos (2010) y Un corazón demasiado grande (2017). También he escrito cómic (Santa familia), ensayo (El cuerpo de las escritoras y El mar es el único camino) y realizado alguna traducción (Le bal, de Irene Nemirovsky). Tras haber trabajado como camarera, editora, guionista y traductora, soy ahora profesora en el área de lengua y literatura de la Universidad del País Vasco. Vivo en Hendaya, un pequeño pueblo fronterizo y costero, alejada del ruido, con mi familia, mis árboles, mis plantas, mis libros y mis gatos.
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Credo cuentístico Recordar, cada vez, por qué escribo. Sentir, cada vez, lo que escribo. Recordar, cada vez, sentir lo que escribo. Solo quiero contar historias, nada más. Solo quiero entender las vidas, nada más. Solo quiero estar más cerca del mundo, de la gente, de la vida, no hay más. Hacerlo con amor, aunque esté llena de odio. Solo quiero que alguien lea lo que he escrito, darle placer a ese alguien con lo que yo he sentido, visto, escrito, aunque no me pertenezca. Recordar la emoción, no perderla de vista. Recordar el viaje interno, no perderse por el camino. Recordar que es una tarea humilde, que es una tarea antigua. Tratar con respeto el oficio y a mí misma, la escritora. Escribir a corazón abierto y con la respiración ligera, o no escribir. Escribir con todo el cuerpo, no solo con la cabeza, sentir hacia dónde quiero ir, qué quiero contar, qué es lo que realmente quiero contar, adónde quiero ir realmente. No olvidar nunca que estoy contando una historia, no más, ni menos. No perder la mirada de niña. No olvidar el placer de las sesiones de lectura de cuando era niña, leer es algo bueno y excitante (aun cuando sea triste y doloroso), es por eso que quien escribe no debe andar lejos de ahí, de algo bueno y excitante. No perder de vista a mi abuela: aun en su lecho de muerte sus palabras significaban lo que ella quería que significasen. Era ella quien las elegía, y no al revés. No hay nada más delicado ni más poderoso que eso. No hay técnica ni metáfora que se le asemejen. No olvidar que hay y ha habido millones de escritoras en el mundo, soy solo una más, y antes de nacer yo era solo una menos. Siempre va a gustarle, interesarle a alguien lo que escribo, aunque sea malo; siempre va a desagradar, aburrir a alguien lo que escribo, aunque sea bueno. No juzgues. Confía. Intenta la libertad. Confía en la libertad. Y ahora sí: escribe.
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“Lo que se esperaba de mí” 1988
Hace muchos años que me fui, pero sigo allí. El pelo corto y la piel bronceada.
No sé qué hacer fuera del colegio. Estudiar, no me exigen nada más. Son de clase trabajadora, y no quieren que yo también lo sea, formal, humilde, leal.
Estoy boca abajo en el sofá, los Juegos Olímpicos en la tele. Puedo oler la humedad que viene del interior del sofá, miro los objetos del revés hasta dejar de entenderlos, oigo los crujidos de mi propio cuerpo, busco el ahogo que me produce estar boca abajo, cualquier cosa, algo que no sea este aburrimiento.
Así, las cosas al menos se ven de otro modo: una niña del revés, del color de la ceniza, sujetando un rosario, más o menos de la edad que yo tenía entonces; un niño también del revés, vestido de marinero, en una foto de bordes troquelados, con una mirada triste que ha conservado durante más de cuarenta años; y en las esquinas de los marcos, sendas fotos de carné, en una yo, con gesto sombrío, en la otra mi hermana, con un trocito de sonrisa a cada lado del chupete. Serguéi Bubka ha realizado un gran salto. La sala está llena de ceniceros con dos o tres colillas. Objetos sin sentido apilados en las estanterías, souvenirs de mis tíos solteros al lado de los regalos de boda de mis padres. Siempre han estado. Después de haber pintado la casa, y también tras haber cambiado los muebles y la organización del espacio, volvían a su sitio, como una condena.
Aunque estoy roja, aunque el oxígeno llega a mis pulmones con dificultad, me obligo a mí misma a seguir examinando de cerca la compleja estructura de hilos que forma la tela del sofá, acaricio el perímetro de las manchas y me pierdo fantaseando acerca de su origen. Así es mi aburrimiento, hiperconciencia del tiempo, una depresión efímera, ganas de morir. Soy una señora cansada que habita el cuerpo de un niño. Así es como me despierto todos los días. Y el verano es largo para despertar así días tras día. Juega a algo, me dicen, para qué te regalamos los juguetes si no es para jugar con ellos. Los juegos diseñados para “dos o más personas” son una
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ofensa, una perversión de mis padres para poner a su hija mayor en semejante situación. Mis vecinos salen a la calle y juegan, sin mayores sofisticaciones.
Mis padres no tienen amigos. Somos gente mayor, no necesitamos nada de eso, de casa al trabajo y del trabajo a casa, para qué más, hemos tenido mala suerte con los amigos, nunca te fíes. Para mi madre trabajar fuera de casa es un castigo y una victoria, no sé en qué proporción. Trabaja en una ferretería, con una bata azul. No crezcas, también me dice eso, así, sin ningún tono, tienes que estudiar para no ser como yo. Palabras pronunciadas con violencia, sin humildad.
Serguéi Bubka ha batido el record del mundo, allí mismo, ante mis ojos. Que al menos alguien haga algo memorable ante mis ojos, que sea testigo de algo inolvidable. Ha llorado cuando le han colgado la medalla de ganador. Me dicen tonta, y no me gusta que los de casa me sorprendan llorando, no quiero que sepan que tengo algún sentimiento más allá del aburrimiento. Me avergüenza la felicidad, y la tristeza me parece cosa de inadaptados, es el estado de los perdedores. Yo no puedo perder.
Los niños que están jugando en el parque son unos imbéciles. He salido al balcón a observar lo imbéciles que son. Estoy sentada sobre los azulejos, abrazada a la bombona de butano. Escenificar el aburrimiento, escenificarlo de manera creíble, es parte de la situación emocional que es el aburrimiento. La bombona tiene el mismo contorno que la cintura de mis padres y huele a metal. El verano huele a metal y a gas. Los niños que están jugando en la plaza hablan en español, son desinhibidos y alegres. No son conscientes de su falta de elegancia. Sus padres les gritan desde la ventana para que suban a por la merienda. ¡Miguel!, ¡Adonay!, ¡Sonia! Siempre están gritando y alborotando, y de pronto desaparecen. Se van a su pueblo, al pueblo, a ese lugar tan lleno de misterio, y volverán al final del verano con el coche lleno de chorizos, aceite y vete tú a saber qué más. Nosotros no somos como ellos, y ellos no son como nosotros: nos vestimos y peinamos de distinta manera, comemos y hablamos diferente. Mi madre dice que en la tómbola siempre les toca a ellos y no a nosotros, me dice que ni lo intente, que hace falta una cultura de tómbola, y que eso les pertenece a ellos. Mi madre me dice que consiguen las cosas gracias a los demás, al contrario que nosotros. Hacemos alarde de esta diferencia, es el estandarte familiar. Más tarde descubrí que yo también tenía pueblo; demasiado tarde, casi se había extinguido cuando fui a conocerlo.
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¡Miguel!, ¡Adonay!, ¡Sonia! Mi madre me enseña a mofarme de ellos, de su pronunciación, de su manera de pensar, me señala todas las maneras de reírme de ellos, y suelo sentirla tan cerca cuando se pone así... Hace mucho tiempo que la burla se ha convertido en la base de nuestra comunicación. La madre de Miguel me mira y yo sostengo su mirada. Mirar me da libertad, mirar lo que quiero durante el tiempo que me apetece. Ahora es difícil. Solo me sucede cuando doy rienda suelta a mi deseo. Pero entonces, qué era aquello, ¡mirar lo que se me antojara sin límite de tiempo! Me mira pero yo la miro más. Aborrezco la pinza de plástico que usa para sujetarse el pelo. Su permanente rizada negra, y sus dedos llenos de bisutería hacen que esa mujer bonachona descienda hasta el último escalón en mi propio sistema de castas, y el espectáculo de verla lamer el Frigopié en el balcón después de la comida consigue eliminar los resquicios de piedad que pudiera tener hacia ella. El olor a gas y a metal me empachan. Ella tiene el balcón lleno de flores, en el nuestro está la jaula del que fue nuestro hámster. Me subo a la bombona. La madre de Miguel grita “¡Niña!” y yo finjo no oírla. La madre de Miguel empieza a gritar, tan fuerte que no distingo lo que dice. Tengo la mitad de mi cuerpo en el aire, la otra mitad sujeto a las asas de la bombona. Quiero sentir el miedo de los demás, cualquier cosa que no sea el tiempo en sí mismo. Más vecinos se asoman a la ventana, hacen aspavientos, se dirigen a mí, pero yo continúo indiferente, contemplo orgullosa mi piel bronceada, los vellos rubios crean un pequeño socavón en la parte de piel por la que crecen, y si no pierdo la atención puedo oír los crujidos de mi interior. Me gusta mi cuerpo de niño, pero no soporto a mi señora cansada. Alguien grita el nombre de mi madre desde una ventana, sorprendentemente, no pensaba que nadie lo conociese. Veo a la madre de Miguel cruzar la calle sin quitarse la bata, los vecinos que están en la ventana la apremian para que corra más, pero se le escapan las zapatillas de casa. Oigo que llama al timbre de casa y no lo suelta hasta que mi madre ha respondido. La oigo hablar como si se hubiera quedado sin gramática: “¡Tu hija! ¡El balcón! ¡Rápido!”.
Ha venido como un rayo. Tiene las manos embadurnadas de harina. Ha gritado mi nombre, no le hace falta nada más para hacer que me baje. No se ha acercado a mí, tampoco yo hacia ella. He pensado que está sobreactuando para estar a la altura de los vecinos, ella, la madre de la criatura.
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Le digo que estaba jugando. Ella menciona la palabra suicidio. A ver si mi intención era suicidarme. Ha repetido una y otra vez la misma pregunta. Y yo, que solo jugaba. El hecho de que mi madre piense en la opción de mi suicidio va a cambiarme. Los niños no se suicidan, pienso yo. Más que la idea de mi propio suicidio, el hecho de que mi madre lo contemple me da cierto poder, una posibilidad de diversión. Tengo once años y ya estoy preparada para jugar con dos o más jugadores.
Rodríguez Eider (2019) Un corazón demasiado grande. España: Literatura Random House
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Solange Rodríguez ECUADOR
©Tyron Maridueña
Biografía en tres palabras Abuelo: Nací en 1976 en un puerto del Pacífico llamado Guayaquil. Más que hija de mis padres fui nieta de mi abuelo, quien pasaba encerrado días enteros a cal y canto tomando notas y haciendo apuntes. Es así como me familiaricé con la idea del escritor como un ser con un mundo propio. Para estar cerca de él hice mis primeros relatos dibujando viñetas con muñequitos y coloreándolas. Tenía cuatro años y no sabía escribir, así que en los lugares donde iban los diálogos, colocaba rayitas. Publicaciones: He pasado por todas las instancias posibles para poder publicar mi literatura. Pienso que ser mujer y escribir únicamente cuento me pusieron las cosas un poco más difíciles. En el camino he ganado un premio nacional de relato en 2010 y he adaptado mis narraciones al teatro, varias veces. Mi inicio en la literatura fue con una autopublicación algo efectista llamada Tinta sangre (2000). Luego de cerca de veinte años de trabajo, finalmente la editorial Candaya ha puesto toda la potencia de mis caballos a correr con La primera vez que vi un fantasma (2018). No descarto volver a la autopublicación en el futuro. Bajo mis propias reglas y términos. Sueño: Sueño con dejar de escribir por un año y solo dedicarme a leer. Leer a mis contemporáneos; leer revistas de divulgación científica; rescatar libros que nadie lee en las bibliotecas; leer recomendaciones de terceros y leer clásicos, pero no lo hago. Las historias me demandan crear historias, así sea solo en mi cabeza. Sueño con escribir un cuento llamado “El año en el que no escribí”. Pero hasta el día de hoy, fallo.
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Los atribulados Hubo un tiempo en el que volvía fatigada a casa tras largas veladas en un hospital público. Pasaba mi guardia mirando siempre a una puerta metálica que casi nunca se abría con buenas noticias. Cerca de las doce llegaba mi hermano para el relevo y yo retornaba a mi departamento abatida como solo puede estarlo quien tiene un familiar en terapia intensiva. Creo que desde ese periodo mi literatura tiene padecimientos y ahora avanza algo dislocada de la realidad, pero esa es una confesión suelta. Cuando ya me había desvestido y llorado; duchado y llorado; acostado y llorado, me contaba a mí misma una historia cada noche, como si fuera mi propia hija. Me recuerdo tumbada, en la oscuridad, imaginando cosas terribles porque nada podía ser tan aterrador como lo que estaba pasando dentro de mí: la devastación de la esperanza —y en medio de esa tierra arrasada por los diagnósticos médicos que jamás se ponían de acuerdo—, la llamita verde del miedo haciéndome sentir fuerte, quemándome sin hacerme arder. Recordé en esas noches un relato de un conocido de la infancia, la historia sobre un ser de la oscuridad que tomaba la forma de todas las cosas y se alimentaba de los atormentados. Pensaba mucho en esa criatura e ideaba mentalmente sus técnicas de caza, me preguntaba si vendría por mí; hasta que un día la puerta metálica se abrió y me llamaron. —Solo quedan un par de horas—, me dijeron. Fui al departamento, lo revolví buscando ese número y llamé el viejo conocido de la infancia. Me contestó impresionado que no recordaba quién era yo ni tampoco ese relato extravagante, que seguramente lo había inventado. Le dije a mi hermano que yo permanecería esa madrugada decisiva en el hospital. Cuando se apagaron las luces, invoqué al ser de la historia de mi amigo con todo el poder de mi miedo, con la valentía que me daba la desesperanza. Algo de entre los cuerpos de los que esperábamos durmiendo tumbados como osos, se movió. ¡Ay, ay! gritó alguien y los guardias lo iluminaron con sus linternas lánguidas. Uno de mis vecinos había muerto súbitamente. Así suele fallar un corazón extenuado, concluimos. Luego, contra todo pronóstico, nos cambiaron de piso a uno donde las batas médicas ya eran blancas y no verdes. Dejé cuidados intensivos, pero continué visitando el pabellón de los atribulados, por costumbre. Yo era de las pocas personas que tenía un familiar que había superado una crisis y todos querían escuchar mi historia. Y creo que para eso sirven los cuentos, para mantenernos entretenidos hasta que llega la muerte.
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“El mundo estará ahí afuera” Las molestias severas aparecieron justamente el año en que iba a tomar la pensión por retiro. Que no se hiciera ilusiones porque en salud se le iría casi todo el dinero del finiquito de la escuela, le advirtieron los de la asociación de jubilados, pero ella siempre había sido un junco, una planta fuerte y flexible que gobernaba su cuerpo a voluntad, e imaginó que la gripe estacional que había pescado al inicio del semestre pronto se le pasaría. La tos persistió con sutil intermitencia. Primero fueron sacudones en el pecho que interferían con sus clases, mientras planeaba representar, en vísperas de la fiesta cívica, una de las batallas más importantes de la independencia nacional. Durante los recesos conversaba con sus compañeros de trabajo sobre la idea que tenía con los muchachos de su curso de fabricar un gigantesco mapa a gran escala para celebrar el aniversario patrio. Tendría una cordillera de engrudo plateado que representaría un vívido enfrentamiento bélico en las montañas: caballitos pintados del color de la nieve, soldados verdirojos dramáticamente abaleados y pensaba que la tos que la interrumpía era de emoción por exhibir el trabajo tan inspirado de sus chicos. Era una sensación de alegría tan enorme que tomaba todo el aire que le quedaba dentro. Cuando los alumnos sacaron la purpurina roja de los tarros y la espolvorearon sobre el fomi refulgente donde se había esparcido la sangre de los padres de la nación, Barbarita preguntó, —regándola generosamente por toda la maqueta—, por qué la patria no tenía ninguna madre. Llegó el dolor de garganta, parecido a un rasguño en la mucosa faríngea que a los pocos días ardía como si se hubiera hecho un corte. Con cada trago de saliva iba maltratando su amígdala derecha hasta llenársele los ojos de lágrimas. Ella tan chacharera, paró de hablar y solo asentía con la cabeza para demostrar que casi siempre estaba de acuerdo con las ideas que tenían sus estudiantes, quienes querían añadir a su proyecto corceles despanzurrados, figuritas de pesebre, y muñequitos de lego desmembrados que iban buscando sus cabezas entre los escombros. La última semana antes de la feria escolar, ella perdió la voz. Maquetar se volvió aburrido porque debía colocar las instrucciones en la pizarra en lugar de hablarlas. Hubo insistentes peticiones de silencio y la pésima idea de una campanilla para pedir turnos de palabra que los chicos sacudían por molestar, a cada rato. Para ese entonces el proyecto había crecido y tomaba ya la mitad de las baldosas de su aula de primaria. Los niños, a su propio aire, habían pintado ríos enrojecidos con la sangre de próceres; elaboraron ciénagas profundas e inexploradas en la que se hundían incautos, pero también fabricaron jinetes vencedores que iban agitando sus sombreros mientras montaban dinosaurios, en un derroche de creatividad que la conmovió. Su última promoción había creado algo tan bello como un cuadro del Bosco.
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La segunda noche en que no pudo dormir, con la garganta prendida en fuego, ya había agotado todos los remedios caseros que recordaba. Desde los jugos de jengibre hasta las cucharadas de rábanos con miel sugeridas por los colegas de oficio, que como ella, ya hacía rato se habían acostumbrado a sufrir de faringitis crónica. Tomó el tiempo que transcurría entre los accesos violentos de tos seca que la hacían sacudir de pies a cabeza. Le daba uno cada diez minutos. Era una tos angustiante que le impedía coger sueño. Bebiendo manzanilla caliente e hipnotizándose con la estática de la televisión para poder adormecerse sin convulsiones, escuchó cuando alguien del cuarto conjunto le gritó: ¡Ve al hospital de una buena vez, maldita mujer! Soñó que se cortaba los dedos de los pies con una tijera para terminar de decorar el proyecto de la escuela. Las hojas aceradas estaban apetitosas sobre la mesa, y ella se quitó las sandalias de lana raída con las que entraba al salón para dar sus siete horas de clase, y con velocidad, zas, zas, se cortó la punta de los dedos gordos que siempre le habían molestado porque eran gigantes en comparación con los demás. Dejó las falanges parejas por primera vez en su vida. Intentó ocultar bajo el papel crepé esos muñoncitos pintados de cereza, pero una de las parvularias más jóvenes los vio y empezó a dar de gritos porque creyó que eran ratones y ella dijo bajito perdón, perdón, me muero de vergüenza, no sé qué me pasó por la cabeza cuando hice eso. Los niños miraban el reguero de sangre fresca con ojos desmesurados y todas las profesoras les dijeron que no teman, que solo se había derramado refresco y se afanaron en distraerlos con las guirnaldas de flores y los globos colorados que pendían del techo del salón arreglado de rojo y blanco. Las maestras corrieron y metieron a toda velocidad los muñoncitos en una funda de sánduches recuperada donde aún había migajas del almuerzo. Salieron con ella montada en una silla rodante de escritorio rumbo al hospital donde no hacía más que deshacerse en disculpas porque ahora no sabía si eso que se hizo contaba como accidente y si lo iba a cubrir su seguro médico. El enfermero iba con ella, empujándola por salas sin rumbo por donde iban apareciendo gente con caras largas que esperaba el usual desenlace en un hospital del estado. Es aquí y no es aquí y todos esos relojes que jamás daban la hora exacta le decían que llevaba dando vueltas solo diez minutos, sosteniendo dos pedazos extraños de su propio cuerpo que ahora lucían renegridos. ¿Le irían a pegar esos dedos muertos a sus pies, como en las películas? Y volvió a pasar otra vez por donde las compañeras que murmuran a sus espaldas diciendo que por su culpa el departamento de español se iba perder el primer premio de los proyectos cívicos, y otra vez iban a ganarlo las profesoras de historia que tenían un mejor control de las clases. Al día siguiente fue a ver al médico del instituto, llegó con una base oscura en la voz como si arrastrara cadenas pesadas. Era un hombre mulato y poderoso, con diminutos lunares de carne cerca de los ojos. Olía agradable, a una mezcla de
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desinfectante y de lavanda. Él le examinó la garganta con una espátula y una linterna minúscula. Le puso cara de mala pinta y le recomendó reposo. ¿Reposo doctor? replicó ella con las cuerdas vocales estrujadas, pero pasado mañana es el concurso de las maquetas y falta ultimar detalles, no están listas las banderitas de los balcones para el desfile del triunfo ni las insignias de los soldados; y la vio interrumpirse para toser completamente hueca. Una tos nerviosa, una tos que provenía, más que de los pulmones, del corazón. No se preocupe tanto, profesora. Que se encarguen sus alumnos. Cuando usted se recupere de su enfermedad, el mundo todavía estará ahí afuera, sentenció. Descanse esta tarde, descanse mañana y vuelva el viernes cuando ya se haya organizado el concurso. Nada importante habrá cambiado. Entonces le contó la historia de Atlas, el titán que no se cansaba jamás de sostener los cielos. La criatura portentosa que desde el inicio de los tiempos cargaba la bóveda de las estrellas sobre sus hombros, sin mover ni un músculo de su espalda ni quejarse. El doctor, con su barba blanquecina y sus lunares castaños sobre la nariz, le sonreía con amabilidad y ella le replicaba tosiéndole incontenible en la cara porque no había metido ni un pañuelito facial en la cartera. Cuando Atlas se canse de sostener el horizonte, se desplomará el mundo, pero aún falta mucho para eso. En cambio, a usted le falta poco para dejarlo caer. Mejor descanse. ¿Pueden permanecer sus alumnos sin usted? No sé doctor, son terribles, Ay, Barbarita es cosa seria. Descárguese de un par de obligaciones y va a estar bien. Descanse, esa es la prescripción. Y se estrecharon las manos en señal de un acuerdo, dejando la suya con un leve olor almizclado que ella olfateó por bastante rato. En cuanto llegó a casa y su perro protestó por el extraño tufillo del consultorio médico, empezó la fiebre. Era un sopor aguado que levantó su cuerpo por los aires y la dejó desmayada en el sofá junto a la puerta de entrada de su enano departamento. Aplastada por una compresión invisible como cuando en ciertos periodos del mes aún la invadía la nostalgia inexplicable por los amores pasados, cometió el error de hacer un inventario de los últimos años. Recordó o soñó que un novio de su juventud le había escrito una carta que había prometido replicar hacía meses, pero no lo hizo porque entonces le encomendaron el noveno de primaria con todos los conflictos que cargaban los chiquillos de una escuela pública con padres siempre en pie de guerra. Era una carta triste donde él le decía que estaba empezando sufrir la depresión de su viudez y que para aplacarla iba a empezar a aprender a tocar con la guitarra los acordes suaves de esa cancioncita lastimosa de Alcy Acosta de por qué se fue, por qué murió y ella lo recordaba en los momentos dulces de la juventud cantando en coro sobre la querida presencia del comandante argentino en Nicaragua, queriendo hacer juntos la revolución, pero terminaban haciendo todo lo que las parejas hacían juntas a puerta cerrada. Y la calentura le ponía húmeda la frente y le hacía perder la noción de donde estaba el arriba y el abajo.
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Se despertaba babosa de fiebre, iba por agua a la cocina, arrastrando los pies y pensaba en sus alumnos construyendo llanuras de engrudo y mazapán sobre las que corrían corceles fantásticos y luego, mientras dormitaba, le pareció escuchar un estruendo y un correteo masivo que le hizo romper algunas de las tazas de la cocina. Pensó que eran cohetes celebrando la independencia de la ciudad. Calculó que eran las ocho de la noche, pero aún el cielo lucía bastante claro y no alcanzó a ver ningún fuego de artificio. Tenía hambre, pero las flemas que le roncaban en pecho no le habrían permitido tomar ningún bocado. Tomó un libro grueso de la estantería y quiso tenerlo junto a ella, para mayor seguridad. Llamó al perro cariñoso para que durmiera en su pecho, pero él parecía más interesado en husmear lo que pasaba del otro lado de la ventana, que en reposar a su lado. Se puso de lado y sintió como si el universo estuviera aún más inclinado que antes, y con esa sensación extraña se quedó dormida, prometiéndose que contestaría la carta pendiente a la primera hora del día. Cuando se despertó, luego de haber sentido que sobrevivía algo tan arduo como nadar de noche, era cierto que el mundo seguía ahí afuera, tal y como le había dicho el médico. Estaba fresco y silencioso. Como todas las mañanas abrió las cortinas y, sobrecogida, vio la rebanada de horizonte pendiente que aún no se había desplomado sobre la tierra. Sostenía de milagro un buen coágulo de estrellas, como una pesada gota de goma que se balancea, a punto de dejarse vencer por su densidad, hecha de engrudo o de silicón. El ambiente estaba lleno de una bruma harinosa que relucía con la luminosidad de un escenario nebuloso y seco. Recordó ese cuento corto que solía leerle a sus alumnos, ese del último hombre sobre la tierra que se lanza por una ventana y mientras cae, escucha, sin esperanza, sonar un teléfono. Supo que ese no era el mundo que recordaba. Ya no tendría que pensar en terminar la carta para ese viejo amor para el que ya no hallaba palabras. Ni idear qué hacer con todo el tiempo libre que tenía por delante si tomaba la jubilación. Se colocó la mano en la garganta, con alivio comprobó que hablar le dolía un poco menos. Empezó a caminar y se incrustó en el horizonte cortado con estilete, que el perro iba husmeando con desconfianza. Le pareció ver a la distancia un cielo de purpurina que se desmoronaba en migajas; y entonces apresuró el paso cuando vio atravesar la calle a tres corceles rampantes hechos de papel crepé. Bien sabía ella que un curso escolar que se abandona mínimamente, podría terminar involucrado en alguna desgracia.
(Cuento inédito)
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Histรณrico de autores participantes en el ENCUENTRO INTERNACIONAL DE CUENTISTAS
HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES POR ORDEN ALFABÉTICO, DEL 2007 AL 2019
Shimon Adaf | Israel Elvira Aguilar | México Marco Tulio Aguilera | Argentina Gabriela Alemán | Ecuador Fernando Ampuero | Perú Alberto Barrera Tyszka | Venezuela Bagunyá Borja | España Rosa Beltrán | México Marcelo Birmajer | Argentina Caterina Bonvicini | Italia Luis Jorge Boone | México Beatriz Bracher | Brasil Marcelo Birmajer | Argentina Gonzalo Calcedo | España Ermanno Cavazzoni | Italia Alberto Chimal | México Ana Clavel | México Rosina Conde | México Jorge Consiglio | Argentina Valeria Correa de Fiz | España Alejandra Costamagna | Chile Afonso Cruz | Portugal Mario Delgado Aparaín | Uruguay Pablo Andrés Escapa | España Bernardo Esquinca | México Patricia Esteban | España Rubem Fonseca | Brasil Carlos Franz | Chile
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Espido Freire | España Elpidia García | México Ana García Bergua | México Javier García-Galiano | México Felipe Garrido | México Mempo Giardinelli | Argentina Marcos Gilart | España Tessa Hadley | Inglaterra Liliana Hecker | Argentina Julián Herbert | México Claudia Hernández | El Salvador Jorge F. Hernández | México Jabbar Yassin Hussin | Irak Fernando Iwasaki | Perú Karmele Jaio | España Andrea Jeftanovic | Chile Etgar Keret | Israel Mojca Kumerdej | Eslovenia Jordi Lara | Cataluña Mónica Lavín | México Pedro Mairal | Argentina Berta Marsé | España Carlos Martín Briceño | México Isabel Mellado | Chile Marcelo Mellado | Chile José María Merino | España Biel Mesquida | España Emiliano Monge | México
Mauricio Montiel | México Pablo Montoya | Colombia Fabio Morábito | México Diego Muñoz Valenzuela | Chile Guadalupe Nettel | México Andrés Newman | Argentina Félix Palma | España Eduardo Antonio Parra | México Edmundo Paz Soldán | Bolivia Marina Perezagua | España Goran Petrovic | Serbia † Ricardo Piglia | Argentina † Sergio Pitol | México Monique Proulx | Canadá Jordi Puntí | España Ednodio Quintero | Venezuela Pablo Raphael | México Rodrigo Rey Rosa | Guatemala Cristina Rivera Garza | México Giovanna Rivero | Bolivia Eider Rodríguez | España Solange Rodríguez | Ecuador Evelio Rosero | Colombia Roberto Rubiano | Colombia Daniel Salinas | México † Guillermo Samperio | México † Annie Saumont | Francia Ingo Schulze | Alemania
Samanta Schweblin | Argentina Luis Sepúlveda | Chile Ana María Shua | Argentina Roman Simic | Croacia Peter Stamm | Suiza Paola Tinoco | México Eloy Tizón | España Mariana Torres | Brasil † Hebe Uhart | Argentina Álvaro Uribe | México Luisa Valenzuela | Argentina Paul Viejo | España Juan Villoro | México Irvine Welsh | Reino Unido Kim Young-Ha | Corea † Eraclio Zepeda | México
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HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES POR PAÍS Y AÑO DE PARTICIPACIÓN
Alemania Schulze, Ingo | 2012 Argentina Birmajer, Marcelo | 2009, 2016 Consiglio, Jorge | 2019 Giardinelli, Memp | 2016 Heker, Liliana | 2014 Mairal, Pedro | 2008 Newman, Andrés | 2007 † Piglia, Ricardo | 2010 Schweblin, Samanta | 2008 Shua, Ana María | 2013 † Uhart, Hebe | 2014 Valenzuela, Luisa | 2007 Bolivia Paz Soldán, Edmundo | 2013 Rivero, Giovanna | 2011 Brasil Bracher, Beatriz | 2016 Fonseca, Rubem | 2007 Torres, Mariana | 2015 Canada Proulx, Monique | 2008 Chile Costamagna, Alejandra | 2013 Franz, Carlos | 2009 Jeftanovic, Andrea | 2015 Mellado, Isabel | 2011 Mellado, Marcelo | 2012 Muñoz Valenzuela, Diego | 2019 Sepúlveda, Luis | 2008 Colombia Aguilera, Marco Tulio | 2007
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Montoya, Pablo | 2016 Rosero, Evelio | 2012, 2017 Rubiano, Roberto | 2007 Corea Young, Ha Kim | 2012 Croacia Simic, Roman | 2012 Ecuador Alemán, Gabriela | 2016 Rodríguez, Solange | 2019 El Salvador Claudia Hernández | 2015 Eslovenia Kumerdej, Mojca | 2012 España Puntí, Jordi | 2012 Bagunyá, Borja | 2011 Calcedo, Gonzalo | 2010 Cebrián, Mercedes | 2017 Cerrada, Cristina | 2017 Correa de Fiz, Valeria | 2018 Escapa, Pablo Andrés | 2010 Esteban, Patricia | 2010 Freire, Espido | 2009 Giralt, Marcos | 2011 Lara, Jordi | 2018 Karmele, Jaio | 2013 Marsé, Berta | 2009 Merino, José María | 2010 Mesquida, Biel | 2011 Morellón, Alejandro | 2017 Palma, Félix | 2019 Perezagua, Marina | 2015
Rodríguez, Eider | 2019 Tizón, Eloy | 2014 Viejo, Paul | 2013 Francia † Saumont, Annie | 2007 Guatemala Rey Rosa, Rodrigo | 2016 Inglaterra Tessa Hadley | 2015 Irvine Welsh | 2015 Irak Hussin, Jabbar Yassin | 2007 Israel Adaf, Shimon | 2018 Keret, Etgar | 2012 Italia Bonvicini, Caterina | 2008 Cavazzoni, Ermanno | 2008 México Aguilar, Elvira | 2019 Beltrán, Rosa | 2007 Boone, Luis Jorge | 2014 Briceño Martín, Carlos | 2019 Chimal, Alberto | 2014 Clavel, Ana | 2010, 2016 Conde, Rosina | 2019 Espejo, Beatriz | 2017 Esquinca, Bernardo | 2015 García, Elpidia | 2018 García Bergua, Ana | 2010 García-Galiano, Javier | 2010 Garrido, Felipe | 2014 Herbert, Julián | 2013
Hernández, Jorge F. | 2008 Lavín, Mónica | 2010 Monge, Emiliano | 2009 Montiel, Mauricio | 2015 Morábito, Fabio | 2010 Murguía, Verónica | 2017 Nettel, Guadalupe | 2009, 2013 Ortuño, Antonio | 2017 Parra, Eduardo Antonio | 2008 † Pitol, Sergio | 2007 Rapahel, Pablo | 2011 Rivera Garza, Cristina | 2009 Salinas, Daniel | 2018 † Samperio, Guillermo | 2010 Tinoco, Paola | 2010 Uribe, Álvaro | 2013 Villoro, Juan | 2012 † Zepeda, Eraclio | 2007 Perú Ampuero, Fernando | 2016 Iwasaki, Fernando | 2011 Yushimito, Carlos | 2017 Portugal Cruz, Afonso | 2018 Serbia Petrovic, Goran | 2008 Suiza Stamm, Peter | 2011 Uruguay Delgado Aparaín, Mario | 2014 Venezuela Quintero, Ednodio | 2007 Barrera Tyszka, Alberto | 2009
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Gracias al equipo de la FIL Guadalajara Dirección General: Alejandro Márquez Hernández, Luis Ángel Márquez Arrellano, José Luis Martínez González, Mariela Cruz Mena Mundo, David Unger Operaciones: Mayra Azucena Martínez Salazar, Judith Morales Moreno, Yolanda Peguero López Administración: Iliana Paola Arellano González, Nancy Guadalupe Cruz Nieto, Manuel Alberto Delgado Siordia, Alejandra González Moreno, Edgar Norberto Herrera Rivera, Luisa Fernanda La Verne Sandoval, Bernardo Torres Sahagún, Blanca Esthela Valdez Padilla, Patricia Lorena Valentan Gómez Contenidos: María Daniela Ascencio Casillas, Melina Flores Hernández, Lucila Jauregui Rosales, Araceli López Alvarado, Natalia Montes Sánchez, Itzel Estefanía Sánchez Hernández Protocolo: Blanca Daniella Gama Cárdenas Diseño y Ambientación: Francisco Javier Ojeda Álvarez, José Carlos Picos Alarcón, Erika Rivera Íñiguez Prensa y Difusión: Juan Manuel Alatorre García, Jessica Cano Lule, Areli Belén Martín Orozco, Josué Enrique Nando Durán Tecnologías de la Información: Noe Dávila Leandro, José Antonio Mercado González Patrocinios: Dea Nicté López García, José Rafael Sánchez Hinojosa FIL Niños: Mario Carreón García, Ma. Fernanda Gómez López, Saúl Ruesga Bárcenas Expositores: Abigaíl Corrales Pérez, Magdalena Zapata Pérez Profesionales: Diego Arellano Riverón, Jazmín Vianett Martín Orozco, Viridiana Vázquez Hernández Servicios de Viajes: Mónica López Bravo, Aranzazú Soledad Meza Macías, Juan Manuel Guzmán Saavedra Alimentos y Bebidas: María Verónica Flores García Montaje: Gabriel Castañeda González, Felipe Díaz Sedano, Pablo Hernández Gutiérrez, Francisco Lara Santoscoy, Jessica Elizabeth Navarro Tinajero, Raúl Ramírez Galván, Carlos Alberto Padilla Rojas, Luis Alberto Velázquez López, Ricardo Villalobos Hernández.