Encuentro Internacional Cuentistas FIL 2015

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Agradecimientos Curaduría: Ignacio Padilla y Laura Niembro Proyecto editorial: Laura Niembro y Melina Flores Diseño editorial: Paulina Maciel Agradecemos su valioso apoyo a la Dirección de Literatura de la UNAM, Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Gobierno de Chile, Consejo Británico y Embajada de Reino Unido en México

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UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA

COMITÉ ORGANIZADOR

Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla Rector General

Raúl Padilla López Presidente

Miguel Ángel Navarro Navarro Vicerrector ejecutivo

Marisol Schulz Manaut Directora General

José Alfredo Peña Ramos Secretario general

Tania Guerrero Directora de Operaciones

Héctor Raúl Solís Gadea Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades José Alberto Castellanos Gutiérrez Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas Ernesto Flores Gallo Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño Ángel Igor Lozada Rivera Melo Secretario de Vinculación y Difusión Cultural del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño

Laura Niembro Directora de Contenidos Gonzalo Celorio Asesor literario María del Socorro González Administradora general Mariño González Coordinador general de Prensa y Difusión Bertha Mejía Coordinadora general de Patrocinios Armando Montes Coordinador general de Expositores Rubén Padilla Coordinador general de Profesionales Ana Luelmo Coordinadora general de FIL Niños Dania Guzmán Coordinadora de Edición y Diseño Ana Teresa Ramírez de Alba Productora Foro FIL

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2015

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ÍNDICE Nota para el lector

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Bernardo Esquinca

México

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Tessa Hadley

Inglaterra

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Claudia Hernández

El Salvador

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Andrea Jeftanovic

Chile

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Mauricio Montiel

México

30

Marina Perezagua

España

36

Mariana Torres

Brasil

42

Histórico de participantes por orden alfabético

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Histórico de participantes por país de origen

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NOTA PARA EL LECTOR El entusiasmo de los devotos de la narrativa breve se hizo patente desde la primera edición del Encuentro de Cuentistas de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y eso nos ha motivado a seguir estos ya, nueve años. Provenientes de diferentes latitudes y tradiciones literarias, por este espacio han desfilado 71 autores, a los que se suman ocho más este año; 21 países han estado representados de puntos tan distantes como Croacia, Bolivia, Israel o Chile. Rubem Fonseca, Annie Saumont, Ednodio Quintero, Ricardo Piglia, José María Merino, Marcelo Birmajer, Peter Stamm, Evelio Rosero, Etgar Keret, Edmundo Paz Soldán y Ana María Shua son sólo algunos de los nombres que han engalanado este encuentro, al que también se han sumado maestros del género en México, como Sergio Pitol, Juan Villoro y Felipe Garrido. En esta aventura hemos contado con varios cómplices que han coordinado el encuentro: Enrique Serna, Antonio Ortuño y Juan Casamayor, quienes han compartido generosamente su entusiasmo y conocimiento del género y, por supuesto, Ignacio Padilla, quien hace la curaduría del encuentro desde 2010, con un esmero difícilmente superable. En los anexos al final de esta pequeña antología con los participantes de este año, hemos listado a todos los autores que han participado, como una invitación al amable lector a que visite la obra de estos embajadores del género breve. Esta edición está dedicada a la memoria de Eraclio Zepeda, cuentero mexicano, cuyo espíritu iluminó en muchas ocasiones a la FIL, y que quizá ahora esté parado al borde de una barranca o volando por las arrugadas tierras de Chiapas; lo seguro, es que su obra seguirá alimentando nuestra hambre de imaginación. La Feria del Libro de Guadalajara vuelve a festejar al rey secreto de los géneros narrativos. ¡Bienvenidos! Laura Niembro Directora de Contenidos

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©Crédito de la fotografía

BERNARDO ESQUINCA (México, 1972) Su obra está inscrita en la temática de la llamada weird fiction o “ficción de lo extraño”, y mezcla los géneros policiaco, fantástico y de terror. Es autor de la Trilogía de Terror conformada por los volúmenes de cuentos Los niños de paja, Demonia y Mar Negro, todos publicados por la editorial Almadía. En el Fondo de Cultura Económica publicó las novelas Belleza roja y Los escritores invisibles. Su saga policiaca del periodista de nota roja Casasola está integrada hasta el momento por las novelas La octava plaga y Toda la sangre, y también por Carne de ataúd, de próxima aparición. Junto con Vicente Quirarte antologó los dos volúmenes de Ciudad fantasma. Relato fantástico de la Ciudad de México (XIX-XXI). Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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CREDO Creo en mi mujer y en mi hija. Creo que a través de la literatura puedo hacer un mundo más interesante para ellas. Si lo logro, tal vez esa misma magia funcione para los lectores. Escribo porque lo disfruto enormemente. No creo en los escritores que dicen que “sufren” cuando escriben. O mienten o deberían dedicarse a otra cosa. Creo firmemente que un escritor debe escribir lo que le salga de las entrañas, y que nadie, absolutamente nadie en el mundo puede decirle lo que debe escribir. Lo más valioso que un autor tiene es la congruencia con su obra, con su proyecto narrativo. Los escritores que hacen libros por encargo o siguen las modas literarias para encajar en el mercado, no se respetan a sí mismos, y por lo tanto, no merecen mi respeto. Un narrador que no ha escrito un libro de cuentos no conoce sus limitaciones ni, por lo tanto, sus fortalezas. Una vez, un colega me dijo que había dejado de escribir cuentos porque comprendió que haciéndolos “no iba a llegar a ninguna parte”. Hay escritores que, lamentablemente, ven a la literatura como una escalera para trepar a las alturas; algo que ocurre cada vez con más frecuencia. Para mí, la literatura –y en especial el cuento, siempre a contracorriente del mercado– es una puerta para acceder al subterráneo, al subsuelo, al mundo de abajo que siempre es más vital que el mundo de arriba. Creo en Cthulhu, en el Rey Peste, en el Gran Dios Pan, y en todas las criaturas que son capaces de regresarnos a la noche primigenia, cuando éramos homínidos y vivíamos en cavernas. Allí, inmersos en el útero abisal, en el pozo sin fondo del miedo atávico, es donde podemos recuperar nuestra humanidad.

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LA HORA DEL MAGO I Al principio, Dragan no relacionó lo que le estaba ocurriendo con la silla para bebés. Su mujer la había comprado en una tienda de descuentos, y durante un mes colocaron a la pequeña Lena en ella con muy buenos resultados. Tenía varios botones que modulaban sus rítmicos movimientos; también una bocina oculta de la que salían sonidos que cambiaban constantemente. Lena alcanzaba un sueño profundo, prolongado, y Dragan podía trabajar en su estudio sin interrupciones. Durante los primeros días, los sonidos que salían de la silla les llamaron la atención e incluso les pusieron nombres. Había uno sordo y monótono, que parecía el ruido de las olas al romper en la playa, y que a Dragan y a su mujer les recordaba los deseos de salir de la ciudad, así que lo llamaron “Vacaciones”; otro melodioso que semejaba la música ambiental de un lugar de trabajo, al que se referían como “Oficina”, y otro más, de tintes hipnóticos, que a Dragan le hacía pensar en un número de circo de su infancia, que denominó “La hora del Mago”. Pronto todos esos efectos dejaron de ser novedad, y pasaron a convertirse en parte del paisaje del hogar; una especie de ruido de fondo que acompañaba sus conversaciones y pensamientos. Las cosas marcharon bien hasta que Dragan comenzó a experimentar los Episodios. Acababa de colocar a Lena en la silla, y de pronto se vio en un centro comercial, sosteniendo un taladro en el departamento de electrodomésticos. No recordaba cómo había llegado ahí, ni por qué estaba en esa sección sosteniendo una herramienta que no necesitaba. Regresó a casa más pensativo que asustado, convenciéndose a sí mismo de que necesitaba trabajar menos, y dormir más. Al llegar a casa, Dragan dudaba si debía comentar el incidente con su mujer. Ella lo recibió con una frase que lo desconcertó aún más: –¿Cómo te fue en la tienda? Aturdido, sólo atinó a responder: –Bien. Para enrarecer aún más las cosas, ella dijo: –¿Por qué no compraste nada? ¿Estaban muy caros los taladros? Dragan improvisó una respuesta, y prefirió no comentar nada de aquella pérdida de noción de tiempo. Al igual que muchas personas que se ven envueltas en un suceso extraño e incomprensible, hizo como si no hubiera ocurrido, y confió en que no se repetiría. Pero se equivocaba. Dos días después experimentó otro Episodio. Tras colocar a Lena en la silla, levantó la vista y se encontró en la azotea de un edificio. Estaba frente al barandal de seguridad, mirando el horizonte de la ciudad, mientras un fuerte viento le azotaba el rostro. De inmediato sintió pánico. En circunstancias normales, Dragan jamás subía a una azotea, pues padecía vértigo. Pero allí estaba, en lo alto de un edificio

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desconocido, como si una fuerza que lo rebasara lo hubiera llevado hasta ahí en contra de su voluntad. Tardó varios minutos en recomponerse, en recuperar la seguridad para moverse, y poder abandonar el edificio. Esa noche no durmió. ¿En qué momento su mente había cruzado una frontera desconocida? ¿Debía consultar a un especialista? Y, sobre todo, ¿debía alarmar a su mujer evidenciando la fragilidad de su psique? Con la pequeña Lena en juego, ¿no saldría ella corriendo de la casa con todo y su hija? Entonces decidió sacar del botiquín de las medicinas una caja de ansiolíticos. Todo era, sin duda, culpa del estrés: la paternidad, el trabajo acumulado, las cuentas por pagar. Se tomó una pastilla, y consiguió dormir varias horas. Pero las cosas empeoraron. Durante el nuevo Episodio, Dragan cobró consciencia ante una caja registradora, y una dependienta que le entregaba un billete. Se quedó pasmado hasta que la mujer le dijo: –Su cambio, señor. Tomó el billete, y vio la bolsa de compra que sostenía. Dentro de ella había una pistola. Estuvo a punto de decir algo, pero la gente formada detrás de él parecía impaciente, así que se dio la media vuelta y abandonó el lugar. Por fortuna, su mujer no estaba en casa, así que pudo esconder el arma, y las balas que había comprado, dentro del clóset. Las metió en una caja de zapatos, que luego colocó en el fondo de la repisa. Pálido y sudoroso, Dragan fue hasta el lavabo y se mojó el rostro. Después se miró en el espejo, y lo que vio fue la imagen de un hombre acobardado y desorientado, que había dejado de tener el control de sus acciones. Eso tenía que parar. Tomaría cartas en el asunto, recuperaría la voluntad. Fue entonces que escuchó el ruido de fondo. Ese sonido proveniente de su infancia, al que había dejado de prestar atención, y que ahora volvía a sus oídos con la fuerza de las revelaciones. La hora del Mago. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? No podía explicarlo, pero estaba convencido de que aquella música absurda era la responsable de los Episodios. Salió del baño, y en la sala encontró a su mujer, que acaba de colocar a Lena en la silla. La saludó con una mueca y, pretextando que tenía trabajo pendiente, se encerró en el estudio. Por la noche, cuando su mujer y su hija dormían, fue a la sala y revisó la silla de Lena. Buscaba algo que indicara quién era el fabricante. En la parte baja del respaldo encontró una etiqueta cosida a la tela. Leyó: Industrias Ligotti. Y un número. Sin importar la hora, Dragan fue al teléfono y marcó. Una intuición le decía que su llamada sería respondida. La voz al otro lado era indefinida. Podía ser la de un viejo, pero también la de un niño. –Ven a verme. Te estoy esperando.

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II Llevó consigo la pistola. Dragan condujo por calles secundarias en busca de la dirección que la voz le dictó al teléfono. Era un barrio de oficinas y bodegas. No le costó trabajo encontrar el lugar: era el único edificio iluminado a esa hora de la madrugada. La puerta estaba abierta. Subió por unas escaleras de caracol hasta el primer piso. Al fondo del pasillo alfombrado vio un rectángulo de luz. Caminó con paso vacilante, mientras palpaba la pistola en el bolsillo de su pantalón. Cruzó el umbral y se topó con hileras de cajas que iban del suelo al techo. Cientos de cajas. Todas contenían la misma silla para bebés que usaba Lena. Entre las cajas, en una esquina, había un escritorio. El hombre sentado detrás le hizo una seña para que se acercara. Su edad, como su voz, era indefinida. Alto y delgado, vestía esmoquin, con sombrero de copa y capa negra. Dragan sintió un escalofrío. Era el mago del circo de su infancia. –Felicidades –le dijo–. No todos descifran el enigma, y llegan hasta aquí. Dragan se quedó de pie, incrédulo. –¿Qué me hiciste? –preguntó, titubeante. El hombre de la capa y el sombrero se inclinó sobre el escritorio, y levantó una ceja. –Qué le hice a TODOS –respondió–. No te des aires de exclusividad. Realizó un gesto con la mano, abarcando las cajas. –Despaché miles de pedidos. Y miles más están en camino. Dragan se frotó los ojos, como si buscara despertar de una pesadilla. –Yo te conozco. Cuando era niño te vi en un circo –y después, casi suplicante, agregó–: No me digas que no es personal. El hombre de la capa y el sombrero se reclinó en la silla, y puso las manos sobre un estómago, repentinamente abultado. –Siento decepcionarte. Esto que ves, es una representación que tu mente ha elegido para darme forma. No soy responsable de ello. Lo que sí he hecho es meterme en tu cabeza. Dragan sacó la pistola, y le apuntó. –Lo que hayas hecho, arréglalo. O te mato. El hombre de la capa y el sombrero lanzó una extraña carcajada. Algo que primero pareció un graznido, y luego el balbuceo de un bebé. Dragan tembló e hizo un esfuerzo para mantener firme la mano. –¿Crees que no me atrevo a disparar? –dijo, amartillando la pistola. El hombre de la capa y el sombrero abrió mucho los ojos y asintió. Su mirada era desorbitada, como si detrás de las cuencas se encontrara un ser mucho más grande que el cuerpo que lo contenía. –Oh sí –dijo–. Por supuesto que vas a disparar.

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Dragan sintió que su mano se movía. –¿Cuál es tu número de serie? –preguntó el hombre de la capa y el sombrero, mientras revolvía unos papeles que estaban sobre el escritorio–. Aquí está: 346,975. En efecto, estás programado para disparar. Hizo una pausa, y luego alzó la mirada. –Sólo que no contra mí. Dragan ahogó un grito. Por más esfuerzos que hizo, el cañón de la pistola quedó colocado contra su propia sien. –Por favor, no –suplicó, sollozando. El hombre de la capa y el sombrero sonrió. Era una sonrisa sin dientes, como la de un anciano. O como la de un recién nacido. Clic. El gatillo golpeó el percutor, pero no hubo explosión. Dragan respiró, aliviado: la pistola no tenía balas. –Ahora vete –dijo el hombre de la capa y el sombrero–. Vuelve a tu casa, con tu mujer y tu hija. Dragan se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. – ¿Por qué te diviertes conmigo? –preguntó, con un hilo de voz. El hombre de la capa y el sombrero parecía impaciente. La cita había terminado. –Porque puedo hacerlo. Dragan comprendió que era hora de irse. Dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Cuando cruzaba el umbral, el hombre volvió a hablarle. –Espera. Dragan se detuvo, pero no volteó. Estaba seguro que si lo hacía, esta vez vería la auténtica forma detrás de aquella voz indefinida. Y lo que miraría se quedaría grabado de tal forma en sus pupilas, que incluso la pequeña Lena podría atestiguarlo. –¿Sí? –Mantén esa pistola aceitada –dijo la voz. Antes de dejarlo marchar, agregó: –Algún día te voy a pedir que la utilices.

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TESSA HADLEY

(Inglaterra)

Nací en el oeste de Inglaterra. Mi padre era maestro de escuela y trompetista de jazz, y mi madre era ama de casa y hacía vestidos por encargo. Tenía un hermano menor. Tuve una infancia feliz, algo que se supone obstaculiza la carrera de cualquier escritor. Eso sí: me tardé mucho en comenzar a escribir. Escribía constantemente, pero fracasaba en todos mis intentos. En esos años me casé y así llegaron a mi vida tres hijastros; luego tuve tres hijos de sangre. También di clases de literatura, que fue, y sigue siendo, uno de mis grandes placeres en la vida. De forma un tanto milagrosa, cuando ya tenía cumplidos más de cuarenta, y a través de un proceso que me sigue eludiendo, me descubrí escribiendo cuentos que se leían como siempre quise que se leyeran: como si fueran míos. Ahora ya he publicado seis novelas y dos libros de cuentos. Sigo dando clases de literatura (soy profesora del programa de Escritura Creativa de la Universidad de Bath Spa) y escribo reseñas para varias revistas y periódicos de Reino Unido, lo cual sirve mucho para mantener la mente afilada y para entender qué funciona y qué no cuando escribes ficción. Durante 30 años, cuando mis hijos estaban creciendo, vivimos en Cardiff, la capital de Gales. Pero ahora que mis hijos han crecido y se han mudado a sus propias casas, mi pareja y yo nos hemos mudado a Londres, lo que ha sido toda una aventura.

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CREDO Todos cargamos con cuentos. Cuentos que nos cuenta la familia, los amigos, que escuchamos en las noticias. Nuestras aventuras, revelaciones, decisiones y accidentes. Muchos y muchos accidentes. Los cuentos y las historias son, para mí, la parte más profunda y fundamental de la escritura: elegir contar una cosa que sucedió en lugar de otra. Todas las culturas relatan los acontecimientos que les ocurren. Hace poco apunté, en una novela, lo siguiente: “Los acontecimientos exteriores importantes que les suceden a las personas resultaban más misteriosos que los tumultos de la vida interior, a los que les asignamos una importancia tan mayúscula”. Son palabras en las que creo firmemente. Creo que la vida ocurre en cuentos. Es probable que sea apenas hoy, en tiempos modernos dominados por la cultura burguesa, que la vida ha adquirido el largo aliento de una novela, y se le ha buscado dar la importancia que tiene en dicho género. La bondad de un cuento recae en que no tiene necesidad de ínfulas, no busca retratar la totalidad de la vida. Un cuento es un pedazo o un fragmento; y buena parte de nuestra experiencia vital es como fragmentos o pedazos. Aprendí a escribir cuentos cortos y a hacerlos funcionar antes de lanzarme a la ambiciosa tarea, digna de ingeniero, de hacer marchar una novela. De hecho, escribí mi primera novela con un recurso ingenioso: escribí una serie de cuentos sobre las mismas personas, en orden cronológico, y luego los uní. Lo recomiendo como técnica: obliga a que cada capítulo tenga la tensión y la espesura de un cuento. Las novelas, en cambio, corren siempre el riesgo de sucumbir, por su largo aliento, al aburrimiento. Me encanta leer cuentos. Tengo muchos autores favoritos: Chéjov, Borges, Cortázar, Eudora Welty, John McGahern, Alice Munro, y muchos otros. Entiendo, sin embargo, por qué algunos prefieren, noche tras noche, regresar a la misma novela, con los mismos personajes: es tan reconfortante como regresar a cada noche a tu casa. Un libro de cuentos exige más esfuerzo. Cada cuento obliga al lector a aprender, nuevamente, a leer y a cuestionar. ¿Quiénes son estas personas? ¿Qué están haciendo? ¿Por qué lo hacen? A mí, sin embargo, me gusta la lectura exigente. Es mi forma predilecta de ejercicio.

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PESADILLAS A la mitad de la noche, una niña despertó. Hacerlo fue como nadar hasta la superficie de la conciencia y luego irrumpir en ella, con los ojos bien abiertos, mirando todo. Al principio la oscuridad era implacable, y el lugar donde estaba podía ser cualquiera. La única certeza de la niña era ella misma, acostada de lado en su cama, olor salobre y cuerpo cálido, las rodillas pegadas contra su pecho flaco; su camisón de noche se había convertido en una crisálida de nylon. Pero al fijar los ojos en la oscuridad aparecieron contornos familiares: la pálida silueta de la ventana, con una luminaria callejera impresa sobre las cortinas; las líneas horizontales en la pared lateral, esos libreros donde su hermano y ella guardaban sus juguetes. Junto a la ventana distinguió un rectángulo de lana; su madre lo había decorado con un bordado: una carroza, dos caballos y un conductor que sostenía un látigo en la mano. Primero pegó las piezas; luego las delineó con un bordado a máquina –las estrellas de hilo azul representaban los copos de nieve, los hilos rojos eran las riendas y el látigo en movimiento. La niña conocía todos estos detalles de memoria, a pesar de no poder verlos en la oscuridad. Entonces supo que estaba en el mismo lugar donde siempre despertaba: su alcoba, la litera de arriba. En la de abajo, su hermano menor dormía. Su madre y su padre seguramente estaban en sus camas, también dormidos. El apartamento ocupaba el sótano de una vieja casona y era tan pequeño que, si ellos estuvieran despiertos, ella ya habría escuchado la máquina de coser o el radio; o a su padre practicando la trompeta o disfrutando sus discos de jazz. Le costó trabajo salir de su apretado nido de sábanas y cobijas; el aire frío de la noche le golpeaba los hombros. Era extraño mirar la alcoba con los ojos bien abiertos y sentir que la oscuridad cedía apenas lo mínimo, como si resistiera a propósito sus intentos de penetrarla. Estaba segura que algo había ocurrido mientras dormía. Al principio no sabía qué pasaba: le invadía una abrumadora pesadumbre que el hecho de despertar no disipaba. Entonces recordó algo que había ocurrido mientras dormía, en su sueño. Había soñado algo espantoso pero a su vez factible. Y el mero hecho de recordarlo la llevó a revivirlo. En el sueño ella leía su libro favorito, aquel que ha leído una y otra vez, y que incluso había estado leyendo esa misma noche, hasta el momento en que su madre entró a apagar la luz. Podía incluso sentir, a través de las cobijas, una de las esquinas de ese libro presionándole la pierna. En el sueño ella había estado leyendo el texto, como siempre, cuando de pronto, más allá de las últimas y ya conocidas palabras, encontró una nueva sección que nunca había visto antes, un pequeño párrafo que ocupaba su propia página, y que decía, hasta arriba, “Epílogo”. La niña era una lectora audaz para su edad y sabía acerca de los prólogos y epílogos, aunque no se le ocurrió en ese momento que ella era la autora de sus propios sueños y que seguramente había inventado ese epílogo. Le pareció

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un hallazgo, algo ajeno e imposible de anticipar, algo que venía de fuera, que contravenía cualquier voluntad. El libro que le fascinaba se llamaba Golondrinas y Amazonas, y trataba de seis niños que pasaban sus veranos en perfecta libertad, remando en un lago y librando periplos y batallas que eran mitad fantasía y mitad verdad. Todos los detalles del libro eran perfectamente verosímiles, aunque distaran de los de la vida de la niña, pues ella no tenía sirvientes, ni barcos, ni lagos, ni un padre ausente que trabajara para la Marina. Había leído los otros libros de la serie, y con sus amigos de la escuela jugaba a recrear las historias, esto a pesar de que todos vivían en la ciudad y ninguno tuviera experiencia como navegante. Entre todos habían formado un club de Golondrinas y Amazonas, y se turnaban para preparar alimentos de piratas como “frijoles cocidos”, “ron especiado” y “tiras de carne seca”; se cosían parches a la ropa y se mandaban recados escritos en un código secreto. Todos querían ser como Nancy Blackett, la valiente niña pirata, aunque se habrían conformado con ser Titty Walker, la chica sensible y observadora. A la niña le pareció ver escrito, en la oscuridad frente a sus ojos, las impersonales letras del epílogo soñado. John y Roger se convirtieron.... comenzaba el texto, con voz formal, sensata y realista. No había texto, por supuesto, y algunas partes de lo escrito desaparecían cuando intentaba leerlas; algunas oraciones, sin embargo, las recordaba con gran vivacidad, como si las hubiera escuchado enunciadas en voz alta. Roger murió a temprana edad, ahogado en el mar. Roger era el más joven de todos, el grumete de la tripulación, y la niña nunca se había interesado en él; esta nueva noticia, sin embargo, le otorgaba a Roger un nuevo y terrible protagonismo. Las hermanas Blackett...enfermedades prolongadas. Titty, fallecida en un trágico accidente. La letanía de muertes desgarró el tejido que el libro había urdido; todo se había vuelto esperpéntico y horroroso. El lenguaje socarronamente blando del epílogo, complaciente y a su vez lastimero, parecía disfrutar las malas noticias que anunciaba. Ay, ¿en verdad no estabas enterada? Susan vivió hasta muy anciana. Susan era la más aburrida de las Golondrinas, sumisa y sensible, la encargada del aseo y la cocina. Aun así, imaginarla como una mujer “muy anciana” llenó a la niña de horror: ¿acaso no era Susan apenas una pequeñita, con toda la vida por delante? La niña sabía que el epílogo era solo un sueño, pero no se pudo quitar el mal sabor de boca; la pesadilla se aferraba a sus pensamientos. Cuando era más pequeña y despertaba a media noche, asustada, le pedía auxilio a su mamá. Ahora, sin embargo, algo era distinto: no quería contarla a nadie su sueño pues, una vez que las palabras se hubiesen pronunciado en voz alta, nunca podría retractarlas; lo mejor sería ocultarlas. Por primera vez en su vida, la niña se sintió como si estuviera sola en casa. Se volvió profundamente consciente de las recámaras que la rodeaban y que, contrario a su condición diurna, se habían convertido, gracias a la noche, en presencias invisibles. El

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libro que le presionaba la pierna le causaba miedo: pensaba que, tal vez, nunca sería capaz de abrirlo nuevamente. Así que saltó el barandal de la cama y buscó, con los pies descalzos, la escalera. Se detuvo un momento frente a la litera inferior, tan oscura que no era posible distinguir la silueta del hermano que dormía, y luego continuó hasta sentir la áspera alfombra de lana bajo los dedos de los pies. La alcoba de los niños, y también el baño y el cuarto de los padres, se encontraban en la parte delantera de la enorme casa victoriana, cuyos cuatro pisos de altura incluían el departamento del sótano. A veces la niña estaba consciente de todos los demás cuartos de los pisos superiores, llenos de otras vidas y otros muebles, que sucedían sobre su cabeza. Abrió cautelosamente la puerta de su recámara. Las puertas de la cocina y de la sala, en la parte trasera del apartamento, estaban abiertas y mostraban un pasillo sin ventanas; una delgada luz azul, que caía entre ambas, reposaba en rectángulos sobre la alfombra del pasillo. La cocina estaba pulcra: alguien había exprimido y colgado la toalla para secar platos. Una charola estaba envuelta en papel anti-grasa. En un extremo de la mesa, la máquina de coser estaba guardada, tapada por su respectiva cubierta. Los trozos de lino Libertad, que su madre había recortado para una de sus clientes, estaban cuidadosamente doblados adentro de una bolsa, a salvo del polvo. Lino Libertad. Para su madre, el nombre provocaba reverencia, lo pronunciaba como si fuera algo venerable. Pero su trabajo diario no era sagrado, era bruscamente pragmático: cortar y colocar alfileres; tijeretear las costuras con tijeras dentadas. Trabajaba con la cabeza pegada a la máquina, en rachas explosivas de concentración, con una mano sobre la rueda para frenarla, dividiendo los hilos lo más rápido posible con la pequeña prensa detrás de la aguja. El ronroneo de la máquina de coser, que aceleraba y frenaba y paraba y arrancaba, se parecía al ajetreo del motor que conducía sus días. En la sala, la niña hundió sus pies en el pelaje de una alfombra –blanca, brillante, inverosímil, evocadora de un pasado animal– de piel de cabra. Añoraba la luna, que se balanceaba en la cima de un gran muro en el fondo de un patio de cemento. El marco plateado de la fotografía de bodas de sus padres y el latón amarillo de la trompeta de su padre –que reposaba en su estuche con la tapa abierta, a un lado del atril– reflejaban la misma pálida luz. Al levantar la pesada tapa del gramófono, respiró el aroma prohibido de los discos que anidaban en sus compartimentos de fieltro. Acto seguido, tocó las páginas que se acumulaban en el escritorio de su padre: sus ideas, expresadas por una maraña de cursivas negras, parecían más fáciles de entender con los dedos de noche que en el día, cuando su complejidad la abrumaba. Por las tardes, después de pasar el día dando clases en la escuela, él estudiaba la universidad; ella y su hermano jugaban con la mayor quietud posible para no distraerlo. Él escribía sobre un libro llamado Leviatán; su botellita de tinta ya hasta había marcado el cuero de la esquina del escritorio. Almacenaba sus

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notas en carpetas de cartón que colocaba en una repisa: cada carpeta tenía una etiqueta distintiva, y la colección crecía día con día. Esta acumulación le producía a ella cierta melancolía: a veces sentía algo de miedo por su padre, y lo imaginaba frágil y vulnerable. Nunca se sentía de esa manera con su madre: su madre era una mujer tenaz, una mujer del tamaño del mundo. Las sillas de la sala, siluetas formidables bajo una luz tenue, parecían aguardar un espectáculo: posaban más atentas que cuando sostenían cuerpos humanos: el sillón angular de tubos de acero negro y reposabrazos de madera pulida con forma de gragea, la silla cónica de mimbre con marco de hierro forjado, el sillón de madera pintado de negro con cojines anaranjados, el diván forrado con tapiz de algodón verde aceituna. El momento presente, que ahora la envolvía inevitable y firme como una piel, se convertiría, algún día, en el pasado; sus detalles parecerían notables y simbólicos, y jamás podría revivirlos. La realidad de los objetos de la habitación le pareció más sustancial a la niña que su propia consciencia. Tras pensar esto sintió, con toda pasión, la necesidad de romper algo, de alterar el mundo de su hogar, ese mundo sellado en un misterioso vacío, donde sus pies descalzos no hacían ningún ruido al pasar sobre el lino y las alfombras. De forma impulsiva, y usando todas sus fuerzas, empujó el sillón angulado desde atrás. Lo volteó poco a poco hasta dejarlo de cabeza, con el respaldo superior pegado a la alfombra y las patas al aire; las virolas de hule de las patas eran involuntariamente cómicas, como pequeños zapatitos. También puso de cabeza la silla pintada, para que sus cojines quedaran colgados de sus nudos. Sacó el cono de mimbre de su marco y puso el marco de cabeza, y también volteó la alfombra de piel de cabra. Hizo muy poco ruido, apenas algunos golpes secos y algunos empujones. Al terminar, sin embargo, el cuarto parecía como si lo hubiera azotado un huracán, y eso hubiera hecho volar las sillas. Su hazaña le produjo un sobresalto, pero también gratificación: el cansancio que aqueja tras una dura sesión de trabajo le pellizcaba las piernas y los brazos, y su respiración estaba agitada; todo su cuerpo se regodeaba en el caos. Sería gracioso, tal vez, ver el rostro de sus padres a la mañana siguiente cuando descubrieran lo sucedido. Sin embargo, le quedaba claro que nada, absolutamente nada, la convencería de contarles que ella lo había hecho. Ellos nunca lo sabrían, y eso era también gracioso. Una comicidad privada hizo erupción en ella, una hilarante efervescencia que, sin embargo, se negaba a obedecer: no cedería a ella, pues no quería hacer ruido. En ese instante, mientras supervisaba su delirante obra, la luna se hundió detrás del muro de la calle. El cuarto entero se oscureció; toda solidez se disolvió. Tomado de: http://www.newyorker.com/magazine/2013/09/23/bad-dreams-3

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©Crédito ©Ruth Grégori de la fotografía

CLAUDIA HERNÁNDEZ

(El Salvador, 1975)

He vivido toda la vida en la misma ciudad (San Salvador), incluso cuando he estado fuera de ella. Me parece que nos llevamos bien: mis defectos se compensan con los suyos. Puedo, por ejemplo, cruzar las calles sin tener que ver a los lados porque ya conozco su ritmo o siempre llegar a tiempo porque ella nunca tiene prisas ni horarios. No me aburre ni me aburro, en parte porque yo soy muy lenta y en parte porque siempre está sucediendo en ella algo mucho más grave o vital que lo que sea que una sienta y siempre hay algo que te sorprende en la reacción de la gente: su infinita bondad o su resistencia, o su capacidad de olvidar lo terrible para poder seguir viviendo. Por eso escribo historias acerca del país al que pertenece, que le hagan justicia y sirvan para el consumo interno. En general, han sido cuentos. Ahora trabajo en salones de clase y estoy colaborando con gente que se esfuerza por llevar historias de nuestro país a la pantalla. Estoy en la larga y emocionante parte esa en la que las cosas no salen como una quiere o se imaginaba que serían o podrían ser, pero sigue a pesar de eso porque piensa que debe haber solución y está cerca de encontrarla, aunque nunca se pueda estar del todo segura.

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CREDO Una bondad del cuento es que hay múltiples maneras de entenderlo y de relacionarse con él. La que yo conozco me ha enseñado que:

(1) Una y otra vez, los cuentos dan testimonio de la manera en que descubrimos el mundo y de la transformación que eso obra en nosotros.

(2) Los cuentos los escriben las comunidades: no es necesario inventar, sino observarlas con atención y paciencia, y tan desde dentro de ellas como sea posible.

(3) Hay que pasar de lo excepcional en virtud de lo regular: el cuento es algo que nos sucede a todos y que sucede repetidas veces.

(4) El tema siempre debe superar las capacidades del escritor: solo enfrentados a nuestras limitaciones es que llegamos a crearnos y a entendernos.

(5) Quien escribe debe quedarse rezagado o llegar cuando todo ha terminado:

los cuentos no son acción, así que se escriben mejor desde la retaguardia que desde la punta de la lanza.

(6) Nadie -ni lector, ni personajes ni escritor- debería salir ileso del cuento: lo que se trata en él debe atravesarnos a todos, afectarnos a todos.

(7) El final de los cuentos no importa tanto como el inicio: el énfasis no debe estar

en la historia, sino en la fábula. El esfuerzo más importante es el de identificar, de entre los miles de movimientos de la sociedad en que vivimos, aquellos significativos para ella.

(8) No hay que ser literal: se debe encontrar las formas capaces de trasladar lo entendido y lo sentido sin que haya diferencia entre ambas cosas.

(9) Se debe ser imperfecto: la narración demasiado cerrada obstaculiza la apropiación de la historia por parte de los lectores. Como con las plantas, hay que dejar un poco suelta la tierra para que otros agentes intervengan en el proceso de hacerla crecer mejor y puedan servirse de ella. No queremos que la lean, sino que la asuman.

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HECHOS DE UN BUEN CIUDADANO (Parte I) Había un cadáver cuando llegué. En la cocina. De mujer. Lacerado. Y estaba fresco: aún era mineral el olor de la sangre que le quedaba. El rostro me era desconocido, pero el cuerpo me recordaba al de mi madre por las rodillas huesudas y tan sobresalientes que parecen no pertenecerle, que parecen prestadas por otra mujer mucho más alta y más flaca que ella. Ninguna de las cerraduras había sido forzada. Tampoco había un arma por ningún sitio. Nada había que me diera pistas sobre el asesino, que había limpiado hasta las manchas de sangre en el piso. Ni una sola gota dejó. He visto muchos asesinados en mi vida, pero nunca uno con un trabajo tan impecable como el que le habían practicado a la muchacha, que tenía cara de llamarse Lívida, tal vez por el guiño de lamento que se le había quedado atascado en los labios amoratados. Como cualquier buen ciudadano habría hecho, no esperé a que apareciera mensaje alguno en la radio o en la televisión, sino que hice imprimir uno en el periódico que decía Busco dueño de cadáver de muchacha joven de carnes rollizas, rodillas saltonas y cara de llamarse Lívida. Fue abandonada en mi cocina, muy cerca de la refrigeradora, herida y casi vacía de sangre. Información al 271–0122. Cuatro personas llamaron. El primero —un hombre cuya voz aguda me hizo imaginar de inmediato que tendría las manos muy finas— buscaba un cadáver fresco de hombre: a su familia le habían matado un miembro al que debían dar entierro para poder vivir sin cargos de conciencia. Sabía que yo anunciaba una mujer, pero tenía la esperanza de que los causantes de la muerte de su pariente hubieran decidido también dejar el cuerpo en algún lugar de mi casa, aunque no fuera junto a la refrigeradora. Yo, que sabía que no tenía un solo cadáver más en casa, prometí que lo llamaría si por casualidad llegaban a depositármelo o si podía ayudarlo de alguna otra manera. Me lo agradeció de corazón y me deseó un buen día. Luego telefoneó una mujer que trabajaba —a juzgar por los ruidos que se adivinaban tras su voz— en una oficina pública. Quería felicitarme. “Ya no hay ciudadanos como usted”, me dijo. No quiso darme su nombre. Colgó cuando insistí en conocerlo para saber a quién agradecer.

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La tercera llamada fue de un hombre de voz grave que no hablaba por iniciativa propia, sino de parte de la oficina donde trabajaba. Deseaba saber si había yo tomado medidas de salubridad para evitar contagios en el vecindario. Quedó en enviarme — para que llenara y firmara— una forma en la que me hacía responsable si acaso se desencadenaba una epidemia de muertos en los alrededores. La cuarta me conmovió. Se trataba de una pareja de adultos mayores que buscaba a su hija —una muchacha llamada Lívida—, que tenía las características de la que yo ofrecía en mi anuncio, pero debía estar viva, no muerta, y con los labios purpúreos, no violáceos. Después de una semana sin que alguien más la reclamara, creí prudente, aunque no quería, llevarla a la oficina de salud para que se hicieran cargo de ella, pues comenzaba a oler mal pese a mis cuidados y a mis baños con bálsamo y sal de cocina. Se me ocurrió entonces que podía llamar a la pareja y convencerla de que se trataba de su hija, pero descarté la idea porque me pareció que sería cruel hacerle perder la fe en que su Lívida estaría respirando aún. Decidí mejor ofrecérselo al hombre de la voz aguda, quien aún no había encontrado el cadáver de su pariente ni lograba tranquilizar a su familia. Cuando lo tuve al teléfono, le sugerí que aceptara el cadáver que estaba en mi cocina y lo presentara a los suyos —en un ataúd sellado— como el del pariente que habían perdido, así haríamos dos favores: le daríamos entierro a esa niña y calmaríamos a los parientes de él. Aceptó encantado y llegó a recogerlo unas pocas horas después. Lo reconocí de inmediato por la mirilla, no por el rostro de doliente esperanzado, sino por las manos, que eran tan finas como decía su voz. Abrí. Nos saludamos con un apretón de manos y sin sonrisas, como hacen los viejos desconocidos. Luego de que le di el pésame, me comentó que era yo mucho más alto de lo que había imaginado. No quise continuar con la conversación para evitarle la incómoda situación de tener que decirme que no sabía cómo agradecerme. Sabía que estaba ansioso y que tenía prisa, así que lo conduje a la cocina para entregarle a la muchacha. Juntos la introdujimos en el ataúd que había él llevado y que llenamos con que llenamos con objetos varios de mi casa para que pesara lo que pesaría el muerto de él si lo hubiera encontrado. Al final, me pidió discreción. Yo se la juré, como cualquier buen ciudadano habría hecho, y le ayudé a cargar el ataúd hasta el automóvil de la funeraria, que nos esperaba fuera.

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(Parte II) A causa del anuncio que publiqué por Lívida, comencé a recibir llamadas de gente que deseaba saber con urgencia cómo había yo solucionado el problema de tener un cadáver ajeno en casa. Dispuesto a ayudar en cuanto me fuera posible, traté de dar respuesta sus preguntas. Y, como entendía que una situación como esa podía requerir de más apoyo que el que brindaban mis consejos telefónicos, ofrecí atenderlos en mi casa. La medida fue acertada: en una sola tarde me llegaron veinte cadáveres de ambos sexos, de todas las edades y de diferentes partes de la ciudad. Ni uno solo estaba desnudo, aunque habían sido encontrados sin ropa como mi Lívida. Todos habían sido ataviados por los dueños de las casas para no levantar sospechas al transportarlos hasta la mía. Pero como habían sido vestidos con la primera de las ropas que los nerviosos anfitriones encontraron en sus armarios, había muertas con ropas de hombre, niños con faldas floreadas, jóvenes con indumentarias de ancianos y viejos embutidos en camisas con motivos infantiles. Los que los trajeron, después de disculparse por las indumentarias, dijeron lo mismo: que los habían encontrado en sus casas (en las entradas, en los dormitorios, en los pasillos), que no habían sabido qué hacer con ellos y que acudían a mí porque yo —un buen ciudadano— había sabido tratar con dignidad a la muerta de mi cocina. Muchos me ofrecieron dinero por el anuncio —que se llevó una página completa del periódico—, los llevé a publicarlo y me senté con ellos a aguardar las llamadas. La espera fue agradable. Ellos llevaron té, café, galletas y otras bebidas y bocadillos para acompañar la conversación. La pasamos muy bien. Intercambiamos historias, algunos obsequios, ánimos y, por supuesto, alegrías cuando comenzamos a recibir las llamadas de los familiares de los cadáveres. Trece de los veinte muertos fueron reclamados. De todas partes de la ciudad y hasta de fuera de ella aparecían parientes emocionados que nos agradecían con lágrimas por el buen trato que habíamos dado a sus muertos (algunos dijeron incluso que ni en vida habían sido tan bien cuidados sus hijos, hermanos, esposas, padres o amigas). A medida iban siendo reclamados los cadáveres, quienes los habían encontrado se marchaban felices a sus casas. Cuando quedaron solo los siete que no lograron encontrar una familia que se ajustara al muerto que ofrecían, el ambiente se nubló. Resolví entonces contarles el resto de mi experiencia con Lívida, que les dio consuelo y los reanimó. Así, esperanzados en que habría solución, los envié de regreso a sus casas.

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Antes de irse me preguntaron si debían llevarse con ellos los cuerpos. Contesté que no había necesidad: yo podía quedármelos y cuidarlos. —En verdad es usted un buen ciudadano —me dijeron. Una vez que se marcharon, me dispuse a lavar los cadáveres para quitarles el exceso de sal. Demoré tres días en conseguirlo. Luego, cuando estuvieron listos, los corté con cuidado para que no fueran a crujir demasiado los huesos y llamaran la atención de los vecinos. Después herví los trozos, deshilé la carne y la mezclé con una salsa hecha con los tomates que cultivo en mi jardín. El sabor era inmejorable. Estaba yo seguro de que gustaría, así que llevé el guiso a los sitios que albergan pordioseros, indigentes y ancianos y les serví abundantes porciones las veces que desearon. Me sentí contento tanto por mí como por los siete cadáveres que habían servido a sus prójimos cuando dijeron que nunca habían tenido mejor cena en la vida. Cuando me preguntaron que de dónde había sacado tanto dinero para alimentarlos, contesté que de las donaciones de los dueños de los veinte muertos. La ciudad entera lo supo y me aplaudió en un acto público en el que fui llamado hombre bueno y ciudadano meritísimo. Yo acepté el homenaje con humildad y expliqué entonces que no eran necesarias tantas atenciones para conmigo, que yo era un hombre como todos y que sólo había hecho lo que cualquiera —de verdad, cualquiera— habría hecho. Tomado de: “Hechos de un buen ciudadano” en Mediodía de frontera. El Salvador: DPI, 2002. Reeditado por Editorial Piedra Santa, 2007.

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©Crédito ©Julia Toro de la fotografía

ANDREA JEFTANOVIC (Chile, 1970) Narradora, ensayista y docente. Es autora de las novelas Escenario de guerra (2000, 2010 y 2012) y Geografía de la lengua (2007, 2014); y del volumen de cuentos No aceptes caramelos de extraños (2012, 2013, 2015). Sus relatos han formado parte de diversas antologías, y traducidos al inglés, francés, húngaro, portugués. En el campo de la no ficción publicó Conversaciones con Isidora Aguirre (2009) y el ensayo Hablan los hijos (2011). Su obra ha sido merecedora de varios reconocimientos, entre los que destacan: Premio Consejo Nacional de la Cultura y las Artes mejor novela, Premio Círculo de Críticos de Arte de Chile. Es conferencista y ha participado en la residencia de escritores en Alemania, Cuba, Estados Unidos, Portugal y España. Actualmente trabaja en la Universidad de Santiago de Chile, dicta talleres literarios. Es colaboradora habitual de las revistas Intemperie (Chile), Letras Libres (México) y escribe sobre teatro para el diario El Mercurio (Chile).

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CREDO

Decálogo cuentista“O” Un cuento puede ir directo a la yugular Un cuento puede sembrar una atmósfera inquietante Un cuento tienes frases filosas y curvas zanjadas Un cuento traza una esquina y te deja mirando para un lado y otro Un cuento trafica lecturas párrafo por medio Un cuento se hilvana con fibras que se encubren Un cuento no deja nada al azar Un cuento ensaya su propia pirueta Un cuento cambia de párrafo como quien sube una escalera Un cuento reitera una imagen matriz que funciona como mantra Un cuento inhala largo y exhala corto Un cuento es una biblioteca ordenada en espiral Un cuento es una respiración boca a boca Un cuento es un tren de alta velocidad Un cuento bombea un corazón a gotas Un cuento está en la sala de emergencias Un cuento espera un trasplantes de órganos Un cuento es un explosivo dejado en un jardín, el lector lo toma en sus manos y decide si lo dejar estallar o no.

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LA NECESIDAD DE SER HIJO Nací entre frases de pésame, «ya todo se arreglará», «van a salir adelante», «un hijo siempre es una bendición», «todo ocurre por algo». Yo me pregunto: ¿Por qué no te pajeaste al lado? ¿O terminaste afuera? ¿Qué hacía un pendejo en uniforme escolar recibiendo a su hijo en el hospital? ¿Y una cabra chica a quien casi se le desgarra el útero por hacerse la grande? ¿No había una farmacia cerca? ¿No escucharon nunca el cuento de la semillita? ¿No podían tomarse la temperatura y enterarse del día de ovulación? Perros calientes; y les caí yo de regalo inesperado para siempre. Nací parado, a punto de asfixiarme, amenazando con rajarle las entrañas a mi mamá, obligando una cesárea de urgencia que nos salvó la vida a los dos. Después, como si fuésemos tres hermanos, compartimos la misma habitación, incluso la misma cama. En ese tiempo, ¿quién lloraba más, ustedes o yo? No los dejaba dormir con mis berridos. Mi papá dio sus pruebas globales en vacaciones, mi mamá rindió exámenes libres el año siguiente. A ninguno le fue bien en la prueba de ingreso a la universidad. Pero ustedes no eran un par de adolescentes cualquiera, ustedes querían hacer la revolución, entonces yo era un doble obstáculo, para vivir su juventud y para hacer política. Nací escuchando música de la nueva trova, rock de los setenta, cultivando el oído con tanta melodía distorsionada. Las primeras palabras que aprendí fueron: valores, ideología, partido, pueblo. Todas palabras que imaginaba que mis padres pronunciaban en mayúsculas. El verano siguiente papá se fue al sur por una reunión de las juventudes del partido, no supimos nada de él durante tres meses. Un vecino comenzó a rondar a mamá. Traía libros, escribían pancartas, iban a reuniones clandestinas ―a las que yo también asistía con mi cuaderno para colorear―. Una mañana la vino a buscar con un pañuelo que le tapaba la boca, lo llevaba tan mal puesto, que más que una estrategia de clandestinidad, me parecía un vulgar juego de seducción. Esa noche se quedó a dormir. A través del tabique de la habitación sentí los gemidos y las risas de dos personas que se gustan. Cuando regresó papá, hubo una fuerte discusión de la que se enteraron todos los vecinos, eran lanzadas como boomerangs las grandes palabras de siempre: valores, compromiso, ideología, partido, pueblo. No sé si en ese orden, pero sí con esa frecuencia: valores, compromiso, ideología, partido, pueblo. Yo dibujaba una estrella con cinco puntas y hacía marcas en cada repetición. Nada odiaba más que la palabra misión, significaba que mi padre o mi madre estarían fuera bastante tiempo. Ante mi resistencia y llantos, repetían la frase mágica: «órdenes del Partido», «órdenes del partido» decía yo, con minúscula. La frasecita aquella era la respuesta a todo: cambios de casa repentinos, ausencias, separaciones familiares, intercambio de parejas. Tiempo después, entre los muebles procedentes de alguna mudanza, leí la noticia de un atentado fallido y los nombres de las personas capturadas. Comprendí, una tarde bochornosa, que mi padre estaba encarcelado en

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un cuarto angosto con el sol dando oblicuamente contra los cacharros. Creo que me desmayé mientras los niños sudaban en el espejismo de la canícula de las cuatro de la tarde. Nunca me atreví a verlo en prisión. Todos llegaban tras las visitas moviendo la cabeza, comentando lo delgado que estaba. Prefería mantener la imagen del hombre nervioso, que fumaba cigarros haciendo un arco con la mano en la frente. Tenía una foto de papá debajo de la almohada, y le hablaba en voz baja todas las noches. Un día mamá llegó solemne para anunciar: «Me voy un año a la Unión Soviética. A tu padre lo envían a Rumanía, es peligroso que siga acá, lo van a tomar preso de nuevo. Te quedarás con Marta, estarás bien con ella». La miré fijo sin entender qué sucedía en mi interior, cuando conté el segundo doce salí dando un portazo. Pasé mis catorce años coleccionando billetes de rublos con letras en cirílico, estampillas con el rostro de Lenin, todo esto en la habitación de la amiga de mamá, que me acogió en su casa. Ustedes viajaban por todo el bloque socialista y me enviaban postales. Mi padre se reunió con el Josip Broz Tito o Mariscal Tito, recibí un sobre con el sello Socijalisticka Federativna Republika Jugoslavija y un billete de veinte dinares. Mientras picaba unas zanahorias para la cena, le pregunté a Marta cuál era su rol en el partido. «Cuidar a los niños de los camaradas que están en misión, », me respondió mientras tarareaba una canción de Silvio. Marta tenía una hija de diecisiete años, Lili. La contemplaba sin poder disimular mi fascinación por sus pestañas largas, sus piernas firmes. Ella me decía «Te voy a hablar con la verdad». Le pregunté por su papá, me indicó una imagen fotocopiada en la pared: el rostro borroso de un hombre con una frase al pie: «¿Dónde están?». Conocía la pancarta y no dije nada. De venganza, ella me reveló que yo era un «hijo del toque de queda» lo que no me causó mucha gracia. Mi primera experiencia fue con Lili. Aún tengo la escena en la retina, buscando explosivos en la bodega del patio trasero para terminar desnudándonos a tirones. Nos unía una biografía atípica, con la inocencia propia de la niñez, pero atravesada por la decisión de nuestros padres de empuñar las armas. Le pregunté si tenía algún recuerdo de su padre, «ninguno», me respondió con rabia, mientras me pasaba una estaca. Hicimos una carpa arrimada a una pared de la bodega, juntamos palos, cachivaches y armamos nuestro hogar. Aquél era un lugar aparte, con leyes propias. Un lugar donde no entraban las miradas de los padres ni la de las madres. Cuando Lili me desnudaba iba notando las pelusas bajo mis axilas y una línea larga y estrecha de pelos castaños que me descendía por la barriga hasta abajo. A veces yo tenía un olor ácido que ya era de adulto. Me daba una especie de lección sobre palabras obscenas. Me conseguía revistas pornográficas y libros, me exigía que aprendiera de memoria algún poema del Siglo de oro que luego le susurraba al oído. Lili tenía un calendario en el que marcaba un día con un círculo y los siguientes cinco con una elipse. Esos días hacíamos maniobras al filo y me apartaba cuando yo pasaba el límite. Siempre sentí que lo hizo como una misión más, pero con la dedicación de una disciplinada militante, mi aprendizaje amoroso estaba en sus manos. Conformábamos una organización, ella era la jefa, yo el subordinado. Reñíamos contra los malos, que eran los militares, en función de los buenos, que eran nuestros

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padres. Después, nos abocábamos a las lecciones del deseo: cómo presionar la mano en el lugar secreto, oprimir el botón con movimientos circulares como si fuera el joystick de un Atari, dejar el dedo en esta posición, saber esperar, reconocer la apropiada humedad, dar besos con lengua sin rozar los dientes, buscar aquel intenso espasmo con los ojos cerrados en un prado. Marta no preguntaba, ni siquiera creo que sospechara del tenor de nuestra convivencia, me veía como un niño de catorce años, y a su hija como una mujer de diecinueve. Además siempre estaba ocupada, atendiendo visitas, tecleando documentos. La recuerdo sentada en el suelo, con la máquina de escribir Olivetti sobre las piernas y los cigarrillos a mano, hablando con extranjeros, diplomáticos o intelectuales, en dos o tres idiomas distintos de los que transitaba de uno a otro con una mínima torsión en los labios. Debo reconocer que en algún punto me conmovía ese ambiente. Había ilusión en ese desfile de manos que apretaban documentos con firmeza y salían por la puerta principal. Más de algún visitante preguntaba si yo era “hijo de”. Marta asentía, me lanzaban una ojeada solemne, yo sentía una mezcla de autocompasión y orgullo. De regreso de su largo viaje ruso, que duró casi cuatro años, mamá venía casada con el vecino. Había cambiado su forma de vestir, usaba un gorro de piel y pañuelos de seda. No sabía si recibirla con un frío beso o abalanzarme sobre esta mujer tan bella. Fue difícil tener que simular ser una familia con un hombre que siempre me cayó mal. Yo, en ese entonces, era un temprano adolescente y sabía que cuando me sentaba en la mesa no me veían a mí, sino a mi padre. Su genética dominante hacía presente a un progenitor que brillaba por su ausencia. Pinchaba la comida con el tenedor y me la llevaba a la boca, con la cabeza hundida en el plato para evitar miradas ambivalentes. Así me blindaba de los que imaginaba eran sus pensamientos internos: «ahí está el hombre que la dejó embarazada, el que nunca envía dinero, el que nunca se sabe dónde está». El joven revolucionario se había convertido en un ordenado funcionario de alguna ONG ecologista en Estados Unidos, que continuamente quedaba cesante entre proyecto y proyecto o entre asesoría y asesoría. Cumplía unos meses viviendo con ellos cuando ocurrió el atentado a Pinochet, era un domingo, tomábamos once, un extra del noticiero 60 minutos nos sobresaltó. Mamá estudiaba cuál debería ser la reacción adecuada frente a su hijo, escondía su felicidad, su culposa felicidad. Se le escapó un «por fin le pasa algo a ese conchesumadre». Yo seguía concentrado en la marraqueta con mortadela. El vecino se daba vueltas lanzando frases iracundas: «tantos años adiestrándose, huevones flojos, seguro que usaron granadas caseras». Otro domingo gris, varios escoltas muertos, los ojos de hurón del nieto de Pinochet con unas magulladuras por las esquirlas de vidrio. En la noche se pronunciaban una y otra vez las palabras: guerrilla, Nicaragua, subversivos. No sé por qué sentía gran angustia y fui a ver a Lili, ella estaba también consternada, nos encerramos en la habitación, no hubo tiempo ni cabeza para pensar en precauciones. Solo había urgencia, estar dentro de ella, abstraernos de la historia. No miramos el calendario, necesitábamos protegernos del futuro.

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Mi padre vino a mi graduación de cuarto medio, le habían quitado la letra L del pasaporte y entraba por Policía Internacional más viejo, con la típica gordura gruesa de los gringos, ropa de buena calidad pero de otra época. En la cena posterior a todos los discursos, por fin tuve a mis padres juntos después de años. Les pedí que guardaran silencio, que no me interrumpieran. “Es mi turno, me toca hablar a mí, los he escuchado por años”. Les diré, a su juventud la confundió la revolución. Primero, los trajines de la emergencia diaria. Vivir entre bombas, hombres repartidos entre los escondites, metrallas nocturnas, estado de sitio, toque de queda, libros quemados. Pero saben, ustedes llegaron tarde a la revolución, veinte años después, insistiendo tozudamente en algo que no resultó, porque la naturaleza humana es imperfecta. ¿Hubo alguna vez igualdad entre los ciudadanos de un mismo país? ¿Hubo en todas las personas la misma fuerza y convicción de trabajar para los demás? A la distancia, creo que se les mezcló la efervescencia de la juventud y la revolución hormonal. Ahora sospecho de su valentía, creo que corrieron riesgos innecesarios, pusieron en la «causa» sus problemas personales. Se creyeron los mesías del futuro, portando armas, vistiendo camuflados, hablando siempre del futuro en primera persona del plural. Jugaron a la guerra, pero con los soldados de plomo del damero familiar. El saldo para ustedes no fue tan malo, aprendieron idiomas, estudiaron posgrados con becas de organizaciones internacionales. Pero me parece que ambos pecaron de soberbia, arrojo, falso heroísmo. Debieron haber dado un paso al costado y dejar pasar la fila de muertos, ¿qué se iba a lograr con sus tímidos esfuerzos? En fin, cada quien tiene su mentira vital. No, no me miren así. Sí, confieso que hay algo de admiración, ¿pero por qué no vieron en mí a un soldado para sus tropas? Lili me telefoneó con un «parece que, ven urgente». En menos de una hora estaba en su casa. Me esperaba con un kit comprado en la farmacia. Me dio un beso desabrido y entró al baño. Sentado en la cama despliego el instructivo del test, dice que mide la presencia de una hormona en la orina llamada Gonadotrofina Coriónica Humana o de Subunidad hCG. Los cinco minutos de espera se me hacen infinitos. Pienso en mi infancia, en las postales, en Socijalisticka Federativna Republika Jugoslavija, en los «¿Dónde están?», en la marraqueta con mortadela, en la estampillas de Lenin, en la carpa del amor, en la máquina de escribir Olivetti. Lili viene hacia mí con la tira marcada con un signo positivo en rojo entre dos orificios; a mí que no me gustan las sumas ni las restas. Y claro una metralla de recriminaciones: ¿Por qué no me pajeé al lado? ¿O terminé afuera? ¿Por qué sigo siendo un perro caliente? Pienso en la enorme necesidad de ser hijo antes de ser padre. Siento una gran arcada y no sé en qué ideología disfrazar mi desgano de ser padre. Tomado de: Jeftanovic Andrea. No aceptes caramelos de extraños. España: Editorial Seix Barral, 2012.

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©Crédito de laBrown ©Christopher fotografía

MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS (México, 1968) Mauricio Montiel Figueiras (Guadalajara, México, 1968) es narrador, ensayista, traductor y editor. Textos suyos han aparecido en medios de Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Estados Unidos, España, Inglaterra e Italia. Entre sus libros más recientes se encuentran La penumbra inconveniente (2001), La piel insomne (2002), Terra cognita (2007), La brújula hechizada. Algunas coordenadas de la narrativa contemporánea (2009 ), Paseos sin rumbo. Diálogos entre cine y literatura (2010), Señor Fritos (2011), La mujer de M. (2012) y Ciudad tomada (2013). Desde 2011 trabaja en el proyecto novelístico titulado El hombre de tweed a través de la plataforma electrónica Twitter, donde maneja las cuentas @Elhombredetweed y @ LamujerdeM. Se ha desempeñado como editor de revistas y suplementos culturales, como responsable del área de literatura del Fondo de Cultura Económica, como coordinador editorial del Museo Nacional de Arte y como editor externo del Museo del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México, donde radica desde 1995. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino y el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, del Centro de Escritores Juan José Arreola, de la Fundación Rockefeller y de The Hawthornden Retreat for Writers en Escocia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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CREDO En un mundo donde la lectura se ha atomizado o fragmentado al máximo debido a la proliferación de distractores creados por la tecnología, el hecho de que la mayoría de los editores prefieran publicar novelas antes que libros de cuentos, es una paradoja extraña. Enrique Serna tiene una idea que comparto y que ayuda a alumbrar esta paradoja: “Mientras la novela comercial es una alberca de agua tibia donde la mente del lector solo trabaja en la primera zambullida, y luego puede nadar de muertito, los libros de cuentos exigen renovar el esfuerzo imaginativo al inicio de cada historia”. Este “nadar de muertito”, por supuesto, es fomentado por la propia industria editorial, que ha contribuido a convertir al lector, y de paso al narrador, en bañistas que prefieren quedarse en la zona menos profunda, menos osada, de la piscina literaria. Hay excepciones honrosas, pero por desgracia son excepciones que confirman esta regla: el editor de hoy antepone el riesgo financiero al riesgo artístico. El grueso de las editoriales piensa que publicar cuento es de antemano una apuesta perdida, lo cual resulta absurdo: ¿cómo saber si va a haber ganancia o pérdida sin apostar en primer lugar? Esta situación genera un círculo vicioso: el lector no va al cuento porque el editor publica primordialmente novela creyendo que al lector no le interesa el cuento, y así la serpiente se muerde la cola. El cuento es un género literario mayor, al igual que la novela, pero se ha vuelto minoritario por la presión que las editoriales ejercen sobre los narradores, condenados por contrato a entregar productos —y lo subrayo: productos— novelísticos. Jorge Luis Borges y Raymond Carver, dos cuentistas clásicos, no necesitaron escribir novela para mostrar su enorme destreza y potencia como narradores. Confío en que las editoriales recapaciten y vuelvan a dar al cuento el sitio que le corresponde, tanto en la formación de lectores como en la historia de la literatura.

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LOS ANIMALES (FRAGMENTO)

Para James Knight Y vuestro temor y vuestro pavor será sobre todo animal de la tierra Génesis, 9:2 Los animales salen de noche. Abandonan sus escondites cuando la luna es una uña amarillenta que cuelga sobre la ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta qué aspecto tienen los animales. Se especializan en cambiar de forma entre las sombras de los callejones. Unos dicen que los animales vienen de un zoológico abandonado en una tierra lejana. Otros dicen que son pesadillas olvidadas. Antes de dormir a los niños se les cuentan historias en que los animales los miran fijamente. Sus sueños se llenan de ojos. Los ancianos evocan los viejos tiempos en que los animales se mantenían a raya. Épocas doradas, suspiran, épocas de inocencia. Las familias religiosas pintan señales rojas en sus puertas al anochecer. Creen que los animales pueden ser ángeles exterminadores. Los indigentes ya buscan refugio cuando la oscuridad se adensa. Los animales, está demostrado, suelen alimentarse de ellos. El hambre de los animales nunca se satisface. Su apetito se remonta a varios siglos atrás, antes de que las ciudades nacieran. Algunos ciudadanos hacen sacrificios para proteger a sus seres queridos. Complacen a los animales dejando sus mascotas fuera de casa. Cuando los animales empiezan a recorrer la ciudad, el alumbrado público parpadea. Flota como bruma un aroma a cosas salvajes. El sonido que los animales hacen al salir de sus madrigueras es un gruñido ronco y suave, similar al de una maquinaria antigua. Los artistas callejeros han intentado plasmar los rasgos de los animales en los muros de la noche. Siempre los interrumpe el gruñido. Una vez se encontró un montículo de manos mutiladas en una callejuela. Gente que trató de tocar a los animales, concluyó la policía. Varios drogadictos afirman que hay alguien que acostumbra acompañar a los animales. Algo humano, dicen, que puede ser hombre o mujer. El gruñido se desvanece poco a poco. Las lámparas tartamudean. La gente sabe que es la señal. Cuidado con los animales. Aunque las autoridades han decretado un toque de queda en la ciudad por los animales, hay quienes no obedecen. Los noctámbulos.

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Prostitutas, alcohólicos, heroinómanos, solitarios en busca de compañía. Todos ellos viven con sus animales íntimos. El toque de queda inicia a las diez de la noche. Qué fabulosa vista ofrece la gran ciudad al vaciarse ante la presencia de los animales. Los taxistas están entre los noctámbulos que se resisten al toque de queda. Patrullan la ciudad sin atender la amenaza animal. Los taxistas integran un clan especialmente incrédulo. Que vengan los animales, dicen, los arrollamos. O los transportamos al infierno. Nacido en Cuba, Rico lleva cinco años conduciendo un taxi amarillo. Su escepticismo con respecto a los animales es enorme. En mi país, le gusta decir a Rico, hay diferentes clases de bestias. Mis antepasados hablaban con los animales por la noche. Cuando le preguntan por su nombre, Rico tuerce los labios en una mueca. Por fuera soy pobre, dice, pero por dentro soy millonario. Rico llegó a la ciudad cuando era adolescente y los animales comenzaban su reinado de terror. Ahora tiene casi treinta años. Rico vive en un departamento pequeño y atestado de trebejos con su madre enferma y supersticiosa. He visto a los animales, afirma ella. ¿Cómo son los animales, mamacita?, pregunta Rico. Como nosotros, murmura ella, pero un poquito distintos y extraños. La madre de Rico también declara soñar con los animales. A veces llegan conmigo, dice, sólo para lamerme la punta de los dedos. Pese a lo que dice su madre, Rico mantiene firme su escepticismo. En cinco años de conducir su taxi no ha visto a los animales. Rico ha oído historias, por supuesto, cantidad de historias. Pasajeros que refieren encuentros breves pero espeluznantes con los animales. Ver para creer, se dice Rico. Y con esa idea en mente deambula por las calles desoladas mientras la luna rasguña el cielo. Es una noche particularmente húmeda cuando Rico cae en cuenta que se le ha acabado el tabaco. Coño, dice, y golpea el volante. Son las once p.m. Hace una hora que el toque de queda se implantó y la ciudad semeja un libro herméticamente cerrado. Pese a las protestas ciudadanas, el toque de queda sigue moviendo al déjà vu: sirenas estridentes, como de bombardeo aéreo. Cuando comenzaron los ataques de los animales, y al escuchar las sirenas, los ancianos miraban el cielo en busca de aviones. Ahora, sin embargo, el único cielo que en verdad interesa a Rico es el que aparece dibujado en la cajetilla vacía de cigarros. Entre los noctámbulos que repudian el toque de queda también hay vendedores que mantienen abiertos sus establecimientos. Uno de esos vendedores es un haitiano con quien Rico ha hecho buenas migas.

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Un hombre con el rostro convertido en mapa estelar por el acné. Ansioso por sentir la mordedura del humo en el pecho, Rico apunta su taxi hacia el negocio de Christophe. Tiembla el verano. En la soledad urbana estallan de vez en vez risotadas que estremecen el aire. Noche y locura son los mejores amantes. Rico ve su taxi como un cuchillo que cruza el vapor de las alcantarillas. Bajo la ciudad, piensa, siempre hay algo que hierve. El establecimiento de Christophe es un navajazo de neón verde en el telón nocturno. Rico suelta un suspiro prolongado. Licores, reza el anuncio en el que titubean dos letras. El titubeo se extiende a las luces de la estación de metro cercana. Rico detiene el auto frente a la licorería. Baja y va a la puerta de cristal curiosamente cerrada. Lo aturde el zumbido del neón. El golpeteo de una moneda de cincuenta centavos en el vidrio secunda el llamado a Christophe. El silencio es la respuesta. Enfadado, Rico pega la cara al cristal y otea el interior del negocio. Tarda en reconocer el reguero de sangre en el piso. La sangre luce profundamente roja contra los mosaicos. Señal de que la violencia se acaba de consumar o se está consumando. Rico advierte un sabor metálico que le inunda de golpe el paladar. El miedo parece venir siempre de una fuente inorgánica. Con el corazón galopante, Rico busca un mejor ángulo de visión hacia dentro de la licorería. El reguero de sangre es inmenso. Coño, piensa Rico, cuánto líquido corre por las venas. El rastro carmesí dobla a la izquierda y desaparece tras un anaquel. Algo llama la atención en el punto donde el rastro se tuerce. Unos dedos agarrotados. Una mano que intenta asirse a la vida. Rico modifica su posición y aguza la vista. La mano está unida a un antebrazo mutilado. El antebrazo moreno de Christophe. Atrás, muy atrás de sus propios latidos que lo aturden, Rico comienza a captar un rumor inquietante. Sonido de masticación. Algo se está alimentando de Christophe entre las estanterías llenas de botellas que brillan con colores ligeramente malévolos. La incredulidad marea a Rico, que recuerda la voz de su madre. Los animales son como nosotros pero un poquito distintos. Las lámparas fluorescentes que iluminan el interior de la licorería se lanzan a parpadear. La luz también percibe la amenaza. El sonido de masticación se interrumpe con brusquedad. En el silencio que sobreviene se escuchan unas palabras débiles. En un principio el sentido de las palabras se pierde como humo entre el miedo. Pero luego se oye con claridad: Ayuda. Ayuda.

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Rico siente un escalofrío al identificar la voz de Christophe. Instintivamente empuja la puerta de la licorería, que no cede. Ayuda. Ayuda. Repentinamente, la petición de auxilio es ahogada por otra voz: No hay ayuda. No hay nada. Sólo hay hambre. No se alcanza a distinguir si la segunda voz es de hombre o mujer. Sólo se discierne una ira profunda, perfecta, ancestral. Ayuda, insiste Christophe con un hilo sonoro que es cortado violentamente por un rugido al que sigue un crujir de huesos. Mientras el ruido húmedo de la masticación se reanuda, la voz asexuada se oye de nuevo. Sólo hay hambre, dice, tenemos hambre. El miedo se ha trasladado al estómago de Rico en forma de un vacío caliente. La moneda de cincuenta centavos cae de su mano. Bajo la cúpula de quietud depositada sobre la calle desierta, el tintineo de la moneda al golpear la acera resulta atronador. Rico da un respingo que lo hace chocar contra la puerta de la licorería. Coño, musita, coño. El cristal resuena y se sacude. Dos cosas ocurren simultáneamente. Aguzados al máximo por el temor, los sentidos de Rico las captan con precisión sobrecogedora. Dentro de la licorería se escuchan cuchicheos y gruñidos que rematan en la sombra que se alarga sobre la sangre de Christophe. Un grito estalla en la noche, proveniente de la estación de metro cuyas luces parpadean al otro lado de la calle. Ayuda. Por un instante Rico cree que se trata otra vez de Christophe, pero pronto se corrige. Esta voz es juvenil, femenina. Igualmente femenina parece ser la sombra que está a punto de doblar hacia el pasillo que lleva a la entrada de la licorería. Rico no se demora un segundo más. Se precipita hacia su taxi, abre la portezuela de un tirón y ocupa su asiento entre jadeos. Por favor, ayúdame. El ruego frena los dedos torpes de Rico que ya han colocado la llave en el contacto del automóvil. Entre el parpadeo ahora frenético del alumbrado de la estación, Rico logra identificar la silueta de una muchacha delgada. El motor del taxi se enciende con un fragor que fractura el silencio. Rico se asoma por la ventanilla. Acá, grita, ven acá. Mientras la muchacha se abalanza a cruzar la calle, una especie de aullido que surge de la licorería estremece a Rico. En el aullido la rabia se entremezcla con un elemento más recóndito, más oscuro. Una sed de venganza que no conoce límites.

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MARINA PEREZAGUA

(España, 1978)

Trabajo en tres sitios diferentes. Cada trayecto me lleva dos horas. Para llegar a cada trabajo utilizo diversos medios de transporte: pies, Metro, tren, autobús, y mis pies otra vez. Duermo una media de cuatro horas. Nunca voy a la peluquería. Siempre tengo ojeras. No son de nacimiento. La mitad de mi familia es un desastre. La otra mitad está ausente. No me gustan los hombres que se protegen. No me gusta ningún género de protección. Tengo una aversión especial por las Naciones Unidas. Quisiera un perro grande. He ido a un refugio para adoptar uno, pero me dicen que todos están capados. Quiero un perro entero. Alguien que me aprecia me ha regalado un robot. Es negro. Me da las buenas noches y los buenos días con su voz robótica. Le estoy cogiendo cariño. Sus ojos se iluminan azules cuando entro en la habitación. Pronto lo meteré en mi cama. Detesto la envidia literaria. La adulación. A los necios que confunden valor y precio. A veces me defiendo con uñas y dientes. Otras me hago la tonta: cuidado, solo juego. Tengo amigos que son más que un padre –y no solo porque mi padre no es nada–, pero les veo poco porque siempre estoy lejos. Lejos de aquí y de allí. Pero, y aquí viene lo mejor, todos los días, cuando estoy escribiendo, siento que no hay mejor suerte que la mía. Gracias a la escritura amo con pasión y no creo en el desengaño.

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CREDO Las condiciones del cuentista son las condiciones del apneísta: La primera, que bucea a pulmón. El ámbito del cuento es el ámbito de la falta de oxígeno, las afueras de la zona de confort. La segunda, que se va a lo más profundo. El cuentista ha de traer del fondo aquello que es importante para la vida, y para la muerte. El cuento, seguramente el género más vinculado al juego, sólo juega, por así decir, con fuego. La tercera, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza. El cuento es un mundo autónomo, hermético. No hacen falta referencias exteriores porque un cuento habla de nuestro entorno cuando habla de sí mismo como género. La cuarta, que no tiene determinado color. El localismo es para un cuento lo que la botella de aire comprimido es para un mamífero en el mar: esa cosa con la que respiran los que no pertenecen al medio. La quinta, que se desplaza suavemente. Si hay sorpresa, que ésta ocurra como un reconocimiento. La sexta, se sale a superficie con una historia. En el caso de que apele a los sentidos también se trata de una historia. Ambas vías son posibles; por un lado, la vía de lo táctil, lo gustativo, lo audible, y por otro, la del puro pensamiento. El cuento apela a la inteligencia. El estímulo de los sentidos no puede ser un fin en sí mismo. La séptima, el cuentista se mueve como el buceador, a un rimo uniforme. El ritmo viene marcado por el metrónomo del ritmo cardíaco, y cualquier salto es una arritmia que entorpece la lectura. Una respiración regular –así en el cuento como en todo ser vivo – indica buena salud. La octava, un cuento, como cualquier inmersión, es algo acabado. Un ciclo se ha cumplido. Vida, reproducción, muerte. La novena, el buceador que sale a superficie cambia de elemento, pasa del agua al aire. Cuando el lector aparte la mirada de un buen cuento, verá el entorno trastocado. El cuento debe ser un acto de resistencia contra la realidad, cualquiera que ésta sea. La décima, el cuento, como el buceador a pulmón, reduce al mínimo el margen de error. Una de las bellezas del cuento consiste en esta dificultad: se puede y se debe aspirar a esa perfección que es imposible en la novela.

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ÉL Saber que es él, aunque físicamente irreconocible, me neutraliza los sentidos. Cuando no se trata de él, me aparto del olor desagradable, de la vista de lo deforme, del sonido del sufrimiento. Sin embargo, cuando le cuido, aquí, en la misma cama donde lo colocamos el día en que lo trajeron, su estado no me induce al vómito y, si su piel me lo permitiera, le besaría todo el cuerpo. Pero la poca piel que le queda intacta es, ahora mismo, tan delicada como la de esos insectos plateados que habitan en las humedades, y se deshace tras el más mínimo roce. Limpio sus trocitos de piel en el termómetro, en la cuchara diminuta con que le meto la sopa; en sus pestañas, que recogen partículas que, como escamas, se le desprenden de los párpados. Pero está vivo. Y, casi más importante, está. Él está. Es lo que me digo cada mañana, antes de abrir los ojos en este sofá para mirarle, a unos metros de mí. Está. Él. No importa lo que venga ahora, la agonía, la muerte. Lo peor, los meses de búsqueda, la alerta permanente del espíritu esperando una noticia, ha pasado. Por eso, cuando Arturo me advirtió que su estado era irreconocible y me preguntó si estaba preparada para verlo, no temí la visión del horror que sí vieron los vecinos, que tenían que desviar la mirada de tanto en tanto, mientras nos ayudaban a Arturo y a mí a colocarlo en la cama. Cuando todos se fueron nos quedamos Arturo y yo frente a él. No hablamos nada. Arturo dio unos pasos para salir de la habitación y, en el umbral de la puerta, se volvió para decirme: “Solo falta la dentadura. La olvidé. Te la traigo esta semana”. Como otros, perdió la dentadura en una explosión, y usaba una prótesis. Ya hace tres semanas que Arturo me dijo que la traería, pero todavía no ha venido. No importa. No le hace falta, porque su estómago no puede soportar el peso de la comida. Llevo mucho tiempo sin limpiar el polvo. Lo veo en los muebles, flotando en el rayo de luz que se filtra por la ventana. Quiero probarlo. Abro la boca para que me entre, para averiguar a qué sabe, si tiene algún alimento, porque su boca está entreabierta y me gustaría que esta harina de pelo de perro, de barro en los zapatos, de alas de mosca, le aportara algún nutriente. Pero este polvo no sabe a nada, no tiene olor ni gusto. Solo se ve. Lo que le queda de vida es tan débil que no me atrevo a moverme cuando estoy a su lado. No quiero que el ruido de mis pisadas interrumpa su respiración, que consiste en un silbido constante, un silbido que si fuera tocado con un instrumento se correspondería con la nota fa bemol. Por eso, desde por la mañana, preparo todo lo necesario para pasar el resto del día en esta silla, frente a él, violín de una sola cuerda. No sé si pese a su estado conserva los ciclos de vigilia y sueño. Por la noche el sonido persiste, aunque ya no es un violín. Es un piano, de una sola tecla. Fuera de su silbido, solo hay silencio. Desde que lo trajeron hay silencio incluso en el patio. Ese mismo cuidado que tengo yo para moverme lo mínimo, parece haber contagiado a los vecinos. Todos andamos de puntillas. Creo que se ponen en mi lugar. Ayer

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los aliados trajeron a la joven del 2B. No la he visto, pero me dicen que está reconocible. En tres semanas el médico ha venido dos veces. Sé que viene más por mí que por él. Me toca la frente, me mira las pupilas, me trae algo de pan. Teme que las medicinas no hayan pasado la frontera. Me da instrucciones de cómo asearle. Pero no vivirá, asegura. Pronto se me olvida la angustia de su búsqueda. Su presencia ya no me consuela. Ahora también quiero que viva. El dolor presente es siempre peor que el pasado, porque es el más joven, el que está en edad de crecer. Mi dolor tiene los huesos de adolescente, y se está estirando. Prefiero la incertidumbre de cuando no le encontraba a la evidencia de verlo así. Empiezo a refugiarme en la duda. La duda duele menos que la esperanza. Pero le miro y todo se vuelve certeza. Su peso es una certeza. Su temperatura es una certeza. La fiebre no le baja. El termómetro en él parece un medidor de muerte. Dejo de ponérselo. Quiero no saber tanto como me sea posible. El momento del aseo le disgusta. Darme cuenta de que algo le incomoda ha sido un gran paso. Quizás él lo haya intentado antes, pero solo hoy he comprendido que, sin poder hacer ningún gesto, emitir ningún gemido, se comunica con la segregación de un olor particular, muy intenso, que va dispersándose en la habitación como las esporas de un hongo. Cuando sabe que voy a limpiarle, huele. Huele cada vez que no le gusta algo. No me dejo intimidar por ese olor y le retiro los paños. No sé por cuánto tiempo podré seguir considerándolo un hombre. No parece que se debata entre la vida y la muerte, sino entre la muerte y la cosa. Por eso, si veo que los paños están mojados, que tienen algo de similar a mi orina y a mis heces, digo para mis adentros: “sigue siendo humano”. Celebro sus deposiciones como un acto de vida. Después de cada comida, le cuido la boca. Me vendo un dedo y lo voy pasando por toda la mucosa, limpiándole bien la lengua, las encías. Paso por los surcos donde antes tenía los dientes. Le estimulo la saliva. Para que pueda respirar saco el dedo cada dos o tres segundos, y continúo. Palpo las ulceraciones cada vez más pequeñas. Al pasar la venda por una, todo él se ha contraído. ¿No se contraen también las heridas que cicatrizan? Estoy contenta. Se me van los días indiferente a cualquier necesidad mía. Antes vivía para encontrarle pero, cuando él llegó, yo me disolví. Sé que me he levantado porque no estoy acostada. Sé que me he peinado porque tengo dos horquillas que me recogen el cabello. Sé que he comido porque hay algunos restos en el cubo de la basura. Pero no sé qué más pasa cuando me separo de él. Vivo en él. Soy la bacteria que crece en un moribundo. El buitre que, ignorante de su vuelo, vive pendiente de la carroña. Han surgido hoy, de la nada. Ayer le miré el cuerpo al milímetro y no las vi. Son unas úlceras oscuras que le salpican el cuerpo. Parecen huellas de cieno. Debe de ser el paseo vespertino de la agonía. Huelen a agua estancada, a rana. Cuando respira continuadamente por la boca, se le forma una membrana que parece que le tapa la garganta. Es como la piel interior de una cáscara de huevo. Tiro de ella y sale toda entera. Se disuelve entre mis uñas.

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Lo trajeron desnudo, y para no dañarle no quise cubrirle. La piel le queda grande en los huesos. Sin embargo, parece que tolera mejor el caldo porque, de las cinco cucharadas de antes, he pasado a darle siete. Siete tomas que interrumpen el silbido de su respiración mientras traga. Además, el pulso ha cambiado. Antes, al tomarle la muñeca, no sentía los latidos, sino una especie de fluir continuo, incontable como un puñado de agua. Era como si el corazón se le estuviera licuando. Ahora se distingue un latido del otro y, aunque son demasiados, se pueden contar. De ningún modo he creído el diagnóstico del doctor. Intenta aplicar la tradición de su conocimiento a un cuerpo herido de un mal nuevo. Las fosas se están llenando con cuerpos así, pero también se han escuchado casos de recuperaciones, cosas que empiezan a reconocerse como personas, primero, y, más tarde se lanzan a distinguirse como hombres o mujeres. Él todavía no ha encontrado su forma, pero ha comenzado a tener apetito, un hambre repentina. Cuando le meto la cuchara no quiere soltarla. La agarra entre sus encías desdentadas. Su mandíbula se mueve. Éste ha sido su primer movimiento. Ahora sí necesito sus dientes. Mañana buscaré a Arturo. Ayer el silbido comenzó a mitigarse. Cuando lo noté me entró miedo. Desde que he visto su cuerpo enflaquecido, traslúcido, temo todo adelgazamiento, también el del sonido. En un momento de confusión le provoqué. Necesitaba incomodarle para sentir de nuevo su respuesta. Como parece que no le gusta la luz plegué las cortinas. El sol le dio de lleno en la cara y él segregó su olor como un reproche. Renace la esperanza. La abrazo. Recupero la fe en el termómetro. En efecto, la fiebre remite. Avisaron a Arturo. Vendrá esta tarde. Lo verá él mismo. Aunque aparentemente no haya cambiado, su apetito no puede indicar sino una mejoría. Estoy cocinando la primera comida que masticará después de meses. La preparo pensando en el sonido que hará cuando la muerda. Él. No solo está, sino que vivirá. Masticará. La recuperación es inminente. “Tengo frío”, ha dicho. Su voz me ha resultado tan desconocida que en un principio dudé que viniera de él. Inmediatamente le he cubierto con una sábana. Parece que la piel resiste su peso, y la agarra con sus dedos desuñados como si agarrara mucho más que un trozo de tela. Está luchando. Tiene hambre y frío. Observo atónita el nacimiento de mi esposo. Arturo no ha podido venir, pero un vecino me ha traído la dentadura. Está envuelta en un pañuelo. La desenvuelvo. Quiero limpiarla antes de ponérsela. Dejo la comida en el fuego y mojo sus dientes bajo el chorro de agua. Uno de ellos es dorado, él quiso mantenerlo así, simulando la falta del original, que le quitaron de un golpe siendo tan joven. La cena está lista. Enfrío una cucharada para probarla. No recuerdo la última vez que cociné con dedicación. Me tiemblan las manos al servirla. Elijo una pequeña porción con bastante caldo, porque todavía no sé si podrá masticar. Escucho el sonido del alimento sólido al romper el líquido en el cuenco. El sonido de lo sólido es musical. Quiero entrar en el mundo de los sólidos, lejos de la nota de un violín, del viento invisible de su silbido. Toco la silla. Me siento. Dejo el cuenco junto a él. La comida todavía está demasiado

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caliente. Humea. Saco del bolsillo del vestido su dentadura para ponérsela. Me cuesta mucho abrirle la boca. No sé si tiene la suficiente fuerza como para resistirse o si la mandíbula está contraída por alguna otra causa. Le hablo con una serenidad que oculta mi excitación. Pienso que colocándole esa pieza mostrará de nuevo su rostro, viril, impecable, como si fuera el trozo del puzle que da sentido a la imagen. Pero no encaja. El trozo de puzle parece una de las dos mil piezas de un cielo de azul homogéneo. A pesar de que los huesos maxilares permanecen ajenos a tales deterioros del cuerpo, la pieza no logra ajustarse. Surge una explicación en mi cerebro, pero es demasiado atroz, la elimino. Intento tranquilizarme, no ceder a los nervios. Miro de nuevo la pieza. Claramente es la misma. Y en un instante, retorna la misma explicación a mi cabeza, nítida, sin duda alguna, el horror: no es él. El hombre que he estado cuidando durante siete semanas no es el mío. Destapo al que está en la cama. Grito. Cojo el cuenco caliente y se lo vierto en el pecho. La cena le quema las llagas. Corro a buscar al verdadero. De nuevo la búsqueda. Me entran náuseas. Odio. Bajo las escaleras apresurada. Me caigo. Me levanto. Me duele el tobillo. Veo la calle larga. Cojeo tan rápido como puedo. Tomado de: Perezagua, Marina. Leche. España: Los libros del lince, 2013.

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©CréditoWageman ©Isabel de la fotografía

MARIANA TORRES (Brasil, 1981) Me pusieron de nombre Mariana, nombre frecuente donde nací, Brasil, aunque no donde vivo, España. En mi familia no se recuerdan escritores, mi madre dicen que nació de una col y mi abuelo fue peluquero en un pueblo de Almería. Cuando era niña viajábamos y en esos viajes mis padres me contaban historias improvisadas. Mi madre es lectora de cuentos desde que tengo memoria, mi padre, de poesía. Descubrí los talleres literarios al comenzar la universidad, estudié ciencias porque pensé que todo lo demás ya me lo enseñarían los libros. Ese mundo me atrapó entonces, encontré maestros que no estaban en otro lugar, y fui dedicándole más tiempo hasta que los talleres se convirtieron en toda mi vida. Hoy soy profesora de escritura y socia-fundadora de un taller que creció hasta convertirse en escuela, la Escuela de Escritores. A lo largo de estos años he escrito cartas, borradores, pre cuentos, novelas fragmentadas, sueños, diarios y textos teóricos. También tuve tiempo de estudiar cine y rodar un cortometraje, que es el cuento de los cineastas. Ahora solo escribo, y enseño a hacerlo, o más bien ayudo a despejar mesas para que mis alumnos deseen hacerlo y aprendan a trabajar con las herramientas que llevan tantos años manipulando, estas letras endemoniadas y amorosas.

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CREDO Creo, con devoción, en el otro yo que me permite escribir cuentos. Habita en algún lugar dentro mi cuerpo que no puede verse o tocarse, un lugar difícil de precisar porque se desplaza con cada respiración. Creo en ese lugar donde habita el otro yo que escribe por mí. Creo en los cuentos que escribe, porque no los comprendo con exactitud, porque no los comprendo con la lógica básica. Creo en los cuentos que escribe mi otro yo cuando, aunque los lea mil veces, me siguen emocionando. Creo en los cuentos que tardo años en descifrar, que me devuelven más preguntas que respuestas y dan lugar a otros cuentos. Creo en esos cuentos que no son del todo míos, con los que vibro, que están escritos por ese otro yo que no controlo, que están re escritos por el que sí. Creo en el oficio, en la lectura, en la precisión, en la disciplina; en la confianza que dan el oficio, la lectura, la precisión, la verdad. Creo en los cuentos que nacen sin normas, sin esquemas, sin predicciones. Sin final. Creo en los cuentos que encuentran su final, armonioso y exacto, porque cada cuento tiene un final igual que cada dedo una huella. Escribir es el camino que existe hasta que se encuentran esos finales que nunca podrían ser otros. Creo en los sueños como herramienta, porque nacen sin filtros y sin esfuerzo, soñados por ese otro yo. No pueden verse ni tocarse, por tanto tampoco controlarse. Creo, con devoción, en los sueños. Creo en las ideas primigenias que brillan con luz propia y rebotan como un eco dentro, creo en ellas aunque parezcan pequeñas y ridículas, porque con el tiempo sé que crecerán o se transformarán en otra cosa. Creo en la transformación de las ideas. Creo en los cuentos mentirosos pero llenos de verdad, en los cuentos que están vivos, en los cuentos viejos que me persiguen aunque quiera evitarlos y, sobre todo, creo en los cuentos que tiemblan al entrar.

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TERRARIO —No le tenías que haber comprado hombrecitos a Lucía. Es demasiado pequeña. —Aprenderá. Tiene que ser responsable. —Los matará de hambre. —No, aguantan bien. Son de los duros, me han dicho que hasta diez días sin comer. —Me dan pena. Son personas, al fin y al cabo. —Ya sabes que está más que estudiado que no sienten ni padecen. Tienen el cerebro demasiado pequeño. —No sé, cariño. ¿Los has observado por las noches? Yo diría que se quieren. Ayer cuando apagué las luces encendieron un fuego y se quedaron dormidos abrazados. —Le recordaré a Lucía que les ponga agua. Por algo se empieza. —Y hace unos días vi cómo construían una especie de caña e intentaban pescar en el pozo. Podríamos ponerles un estanque con peces, son un poco caros, pero es que del pozo no van a sacar nada. —En cuanto tengan una cría Lucía les hará más caso, tranquila. Los viste abrazados, ¿no? —Y van a necesitar más comida. —Podemos comprarles esas gotitas que se le echan al agua, eso que lleva proteínas. Para que duren más. Lucía, escondida detrás del sofá, se mordía las uñas y no perdía palabra de lo que hablaban sus padres. Estaba tan segura. Un par de días más sin comida y los hombrecitos empezarían a pensar por sí mismos. Había dejado, escondidos entre las hojas, trocitos de manzana, chocolate y nuez, perfilando un camino. Los hombrecitos lo seguirían más allá del bosque de palos, hasta llegar al patíbulo. Lucía lo había construido cuidadosamente con palillos de dientes e hilo grueso. Era un patíbulo doble, anclado en la parte más elevada del terreno. Dos sogas, dos nudos corredizos, solamente una escalera de acceso. Cuando se encendían las luces del terrario al atardecer, el patíbulo proyectaban dos sombras alargadas y finísimas que se extendían y extendían hasta la pared de la habitación, más allá de los muros de cristal que delimitaban el terrario.

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LOS NIÑOS ROTOS El niño pálido nació con una piedra en lugar de un corazón. La tiene dentro del pecho, palpita infatigable. Es una piedra antigua, pesada. Al igual que tantos otros mecanismos del cuerpo —de funcionamientos misteriosos por desconocidos—, la piedra corazón palpitó como cualquier otro corazón durante la vida del niño. Pesó muchísimo para ser un bebé y, aunque su madre era una mujer fuerte y sacrificada, tuvo que hacerse con ayuda externa muy pronto ya que no era capaz de acunarle por sí misma. Cómo era posible que un bebé pesara así, no se lo explicaban. Cuando los médicos lo colgaron de los pañales en la balanza, se miraron unos a otros sin mediar palabra, no conseguían comprender cómo un cuerpo tan flaco podía albergar tantos kilogramos. Lo último que podían imaginar era que el niño tuviera una piedra corazón. Y eso que, al latir, casi podía verse a través de su piel translúcida. Se la veía bombear, algo más despacio que otros corazones, era un bombeo fuerte, rítmico, casi tonal. Dormir con el niño al lado era como dormir con un reloj grave y cadencioso robado de otro tiempo. Su madre tenía miedo de que la piedra creciera hasta salírsele del pecho a niño y lo vigilaba durante el sueño. Pero las piedras no crecen como crecen los corazones, la piedra corazón creció muy despacio, tan poco que el niño era flaco como un escualo, delgado como un río seco. Creció hacia arriba en lugar de crecer hacia los lados. Cuando el niño empezó a andar dejó de ser un problema para la madre y empezó a ser un problema para otros. Pasaba el día corriendo y rompía cada juguete que le regalaban. Y es que esa era una de sus cualidades: el niño pálido era tan fuerte que incluso a los cuatro años era capaz de levantar por encima de su cabeza objetos mucho más grandes que él. Tuvo problemas para hacer amigos porque les hacía daño sin querer, en cuanto jugaban al pilla-pilla era fácil que uno de los niños acabara con los metacarpos rotos. Después del quinto amigo con huesos rotos, la madre decidió trasladarse a una casa de campo, cerca de un pueblo pequeño. En el campo el niño pálido podía corretear sin peligro, suelto en el monte con el resto de las piedras y árboles y ardillas, allí era inofensivo y casi feliz. La madre respiró tranquila por un tiempo. Y el niño, cada vez más moreno gracias a sus correrías bajo el sol, descubrió el río y se aficionó en seguida a pescar truchas con las manos. Tenía ocho años cuando conoció a la niña delicada. Tuvo mucho cuidado de no darle un apretón de manos. De hecho casi le asustó lo delicada que era, tan rubia y tan delgadita. A diferencia de otros amigos la niña nunca le tuvo miedo. Por primera vez

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la fuerza le sirvió para algo, cargaba con la cartera de la niña cuando iban al colegio y, cuando ella se cansaba de caminar, la llevaba a caballito. No le costaba ningún esfuerzo, para él era como llevar una pluma en la espalda. El niño podía cargar con la niña a sus espaldas, con la cartera y con muchísimo peso más. El día en el que se convirtió en un héroe fue el día del huracán. Los dos jugaban a caminar y charlar por los caminos cuando llegó el huracán. No había lugar donde refugiarse y el árbol más cercano parecía estar a kilómetros de distancia, no había nada a lo que agarrarse para no salir volando. El niño le pidió a la niña que se sujetara con fuerza a su cuerpo, y mentalmente le suplicó a su piedra corazón que, como nunca, sirviera de ancla. De esa manera, cuando el huracán pasó por encima de ellos, arrastrando en su remolino incluso carretas enteras, ellos se salvaron, el huracán no pudo ni hacer tambalear al niño de la piedra corazón. El lugar favorito de ambos era el río. Cuando lo descubrieron la niña se enamoró, le gustaba tanto trepar al árbol gigante de la orilla, sentarse en esa rama enorme que crecía por encima del río. La niña disfrutaba allí arriba, con las piernas colgadas y el ancho río debajo, montaba la rama con si fuera un caballo de madera. Un día la niña le insistió mucho para que subiera con ella. El niño, que siempre fue consciente de su densidad de corazón y se negaba a subir a algo tan frágil como una rama, no pudo resistir esa vez la petición. A fin de cuentas estaba cansado de quedarse siempre abajo, solo, y esa rama era tan enorme que parecía adecuada para aguantarle. Así que el niño trepó al árbol y se dirigió a la rama donde estaba la niña. Pero en cuanto puso los pies encima la rama no pudo aguantar el peso de su piedra corazón, se quebró y cayó al río, arrastrando con ella a la niña delicada. El niño, con un grito en la boca, la persiguió corriente abajo, no podía permitir que el río le robara a su amiga. El río cada vez cargaba más agua y remolinos, y la niña empezó a ahogarse. El niño pálido no tuvo otra alternativa que estirarse y agarrar y tirar de ella, tiró de donde pudo —las piernas, el tronco, los brazos— para arrancársela al río. Cuando la tumbó en tierra firme la niña respiraba y tosía, pero gritaba de dolor. Se le habían roto todos los huesos del cuerpo, y se desangró en seguida por dentro. El niño la tomó en brazos y corrió, corrió, corrió a buscar ayuda. Cuando llegó al pueblo la niña ya no respiraba. Cargó con su cuerpo hasta la pequeña caja de madera que le habían construido. La metió dentro y acomodó, con todo el cuidado que pudo, sus bracitos delgados sobre la tripa. Después soportó los golpes de los padres de la niña, que le pegaron en el pecho hasta hacerse daño en los puños, en los nudillos.

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En cuanto le dejaron solo corrió al río. Volvió junto al árbol gigante de la orilla, junto a la rama partida. Trepó hasta arriba por el tronco del árbol, con mucho cuidado de no pisar una rama antes de tiempo. Una vez arriba eligió una de las ramas y la usó de trampolín para impulsarse. Saltó de cabeza. Tenía la seguridad de que, sin duda, se hundiría como una piedra, que, así, ni la corriente más fuerte podría arrastrarlo fuera ni sacarlo del fondo del río. Tomado de: Torres, Mariana. El Cuerpo secreto. España: Páginas de Espuma, 2015.

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ŠJulia Toro


©Isabel Wageman

©Ruth Grégori

©Christopher Brown



Hist贸rico de autores participantes Encuentro Internacional de Cuentistas FIL Guadalajara


Histórico de autores participantes en el Encuentro Internacional de Cuentistas Por orden alfabético y nacionalidad Marco Tulio Aguilera ~ Colombia Alberto Barrera Tyszka ~ Venezuela Bagunyá Borja ~ España Rosa Beltrán ~ México Marcelo Birmajer ~ Argentina Caterina Bonvicini ~ Italia Luis Jorge Boone ~ México Gonzalo Calcedo ~ España Ermanno Cavazzoni ~ Italia Alberto Chimal ~ México Ana Clavel ~ México Alejandra Costamagna ~ Chile Mario Delgado Aparaín ~ Uruguay Pablo Andrés Escapa ~ España Patricia Esteban ~ España Rubem Fonseca ~ Brasil Carlos Franz ~ Chile Espido Freire ~ España Ana García Bergua ~ México Javier García-Galiano ~ México Felipe Garrido ~ México Marcos Gilart ~ España Liliana Hecker ~ Argentina Julián Herbert ~ México Jorge F. Hernández ~ México Jabbar Yassin Hussin ~ Irak Fernando Iwasaki ~ Perú Karmele Jaio ~ España Etgar Keret ~ Israel Mojca Kumerdej ~ Eslovenia Mónica Lavín ~ México Pedro Mairal ~ Argentina Berta Marsé ~ España Isabel Mellado ~ Chile Marcelo Mellado ~ Chile José María Merino ~ España

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Biel Mesquida ~ España Emiliano Monge ~ México Fabio Morábito ~ México Guadalupe Nettel ~ México Andrés Newman ~ Argentina Eduardo Antonio Parra ~ México Edmundo Paz Soldán ~ Bolivia Goran Petrovic ~ Serbia Ricardo Piglia ~ Argentina Sergio Pitol ~ México Monique Proulx ~ Canadá Jordi Puntí ~ España Ednodio Quintero ~ Venezuela Pablo Raphael ~ México Cristina Rivera Garza ~ México Giovanna Rivero ~ Bolivia Evelio Rosero ~ Colombia Roberto Rubiano ~ Colombia Guillermo Samperio ~ México Annie Saumont ~ Francia Ingo Schulze ~ Alemania Samanta Schweblin ~ Argentina Luis Sepúlveda ~ Chile Ana María Shua ~ Argentina Roman Simic ~ Croacia Peter Stamm ~ Suiza Paola Tinoco ~ México Eloy Tizón ~ España Hebe Uhart ~ Argentina Álvaro Uribe ~ México Luisa Valenzuela ~ Argentina Paul Viejo ~ España Juan Villoro ~ México Kim Young-Ha ~ Corea Eraclio Zepeda ~ México

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Histórico de autores participantes en el Encuentro Internacional de Cuentistas Por país y año de participación

Alemania Schulze, Ingo ~ 2012

Corea Young, Ha Kim ~ 2012

Argentina Birmajer, Marcelo ~ 2009 Heker, Liliana ~ 2014 Mairal, Pedro ~ 2008 Newman, Andrés ~ 2007 Piglia, Ricardo ~ 2010 Schweblin, Samanta ~ 2008 Shua, Ana María ~ 2013 Uhart, Hebe ~ 2014 Valenzuela, Luisa ~ 2007

Croacia Simic, Roman ~ 2012

Bolivia Paz Soldán, Edmundo ~ 2013 Rivero, Giovanna ~ 2011 Brasil Fonseca, Rubem ~ 2007 Canada Proulx, Monique ~ 2008 Chile Costamagna, Alejandra ~ 2013 Franz, Carlos ~ 2009 Mellado, Isabel ~ 2011 Mellado, Marcelo ~ 2012 Sepúlveda, Luis ~ 2008 Colombia Aguilera, Marco Tulio ~ 2007 Rosero, Evelio ~ 2012 Rubiano, Roberto ~ 2007

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Eslovenia Kumerdej, Mojca ~ 2012 España Puntí, Jordi ~ 2012 Bagunyá, Borja ~ 2011 Calcedo, Gonzalo ~ 2010 Escapa, Pablo Andrés ~ 2010 Esteban, Patricia ~ 2010 Freire, Espido ~ 2009 Giralt, Marcos ~ 2011 Karmele, Jaio ~ 2013 Marsé, Berta ~ 2009 Merino, José María ~ 2010 Mesquida, Biel ~ 2011 Tizón, Eloy ~ 2014 Viejo, Paul ~ 2013 Francia Saumont, Annie ~ 2007 Irak Hussin, Jabbar Yassin ~ 2007 Israel Keret, Etgar ~ 2012 Italia Bonvicini, Caterina ~ 2008 Cavazzoni, Ermanno~ 2008

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México Beltrán, Rosa ~ 2007 Boone, Luis Jorge ~ 2014 Chimal, Alberto ~ 2014 Clavel, Ana ~ 2010 García Bergua, Ana ~ 2010 García-Galiano, Javier ~ 2010 Garrido, Felipe ~ 2014 Herbert, Julián ~ 2013 Hernández, Jorge F. ~ 2008 Lavín, Mónica ~ 2010 Monge, Emiliano ~ 2009 Morábito, Fabio ~ 2010 Nettel, Guadalupe ~ 2009, 2013 Parra, Eduardo Antonio ~ 2008 Pitol, Sergio ~ 2007 Rapahel, Pablo ~ 2011 Rivera Garza, Cristina ~ 2009 Samperio, Guillermo ~ 2010 Tinoco, Paola ~ 2010 Uribe, Álvaro ~ 2013 Villoro, Juan ~ 2012 Zepeda, Eraclio ~ 2007 Perú Iwasaki, Fernando ~ 2011 Serbia Petrovic, Goran ~ 2008 Suiza Stamm, Peter ~ 2011 Uruguay Delgado Aparaín, Mario ~ 2014 Venezuela Quintero, Ednodio ~ 2007 Barrera Tyszka, Alberto ~ 2009

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DE CUENTISTAS

2015

ENCUENTRO INTERNACIONAL


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