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Mercedes Cebrián (España
Mercedes Cebrián
España
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Nací hace más de 40 años en España, concretamente en la ciudad de Madrid. ¿Fue quizá el taller que tomé con Augusto Monterroso en la Casa de América de mi ciudad el detonante para comenzar a escribir relatos? ¿O, por el contrario, fue mi interés por este género literario lo que me llevó a inscribirme en el inolvidable y masificado curso breve que impartió Tito Monterroso en Madrid, en 1999? No lo sabré nunca, pero ahí estaba yo, escribiendo ya algunos de los relatos que conformarían El malestar al alcance de todos, publicado en 2004 en la editorial Caballo de Troya. El volumen de cuentos incluía algunos poemas intercalados, cosa que a mí no me resultaba tan chocante como a algunos lectores. Después llegaron las dos nouvelles de La nueva taxidermia y tres años después la novela El genuino sabor.
Hoy, tras compaginarlo con mis tareas como periodista y traductora, sigo “practicando” el relato, pero sin ser fundamentalista del género, pues la novela, la crónica y la poesía ocupan también lugar en los ficheros de mi disco duro, así como los ensayos académicos que escribí diligente para obtener mi maestría en estudios hispánicos de la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia, entre 2013 y 2015.
En esto creo
Al escribir narrativa breve busco subordinar oraciones, yuxtaponerlas, utilizar adjetivos y sustantivos, como desangelado o equitación, y hacer preguntas o aclarar situaciones incluso relativas al propio lenguaje por medio de este. El cuento es el soporte elegido porque me es más fácil que sea alguien con nombre y apellidos quien se haga cargo de decir desangelado o equitación, y también porque frente al enorme asado que podría encarnar la novela, yo disfruto más de la bandeja de entremeses que representa el libro de relatos. El material que empleo no procede de ideas heredadas de los grandes temas del género redacción escolar (“la familia”, “el cambio climático”), sino más bien de una actitud ante esa convención llamada realidad que, en los buenos momentos, me provoca grandes epifanías de bolsillo. Valoro el don de la obviedad, el brillo fugaz de una aparente menudencia que abre de sopetón unas puertas insospechadas. En cuanto al moldeado del material, es ahí donde surge mi percepción del relato como experiencia de flaneo benjaminiano: soy adicta a las voces que practican un cuestionamiento generalizado ante cualquier tema, cuestionamiento que se traduce en digresiones y que impide a veces el avance de la historia. Sí: curiosamente el tan temido “andarse por las ramas” lo considero un elemento enriquecedor del cuento.
Mis narradores son, a menudo, primeras personas tremendamente ocupadas en tomar aire para seguir emitiendo su discurso. Y es que no debería haber frases saltables en un relato, ni espacios desaprovechados: el relato no es un país con grandes extensiones de terreno poco pobladas, es más bien un recinto tokiota donde se hacinan palabras e ideas, pero a la vez hay que permitir al narrador que actúe como el flâneur que es, que recale en lo quizá obvio para muchos, que elija las mil palabras frente a la tan ponderada imagen. Y por supuesto, ningún narrador sin su tono personal e intransferible. La unidad de medida de la potencia del tono se da en caballos de vapor, en la cantidad de fuerza que aquel tiene para tirar del relato y hacer que este salpique, ciegue al lector hasta casi impedirle continuar leyendo rápidamente para ver “en qué acaba esto”. ¿Un relato que dificulte su propia lectura? No parece muy prometedor en términos de marketing, pero para mí el relato exitoso es el que no da crédito ante lo que le ocurre, se sorprende de sí mismo y opta por pararse o quizá por seguir, pero siempre tratando de explicar lo que le acaba de ser revelado.
(Extraído de mi texto publicado en El arquero inmóvil: nuevas poéticas sobre el cuento, VV.AA., edición de Eduardo Becerra, Páginas de Espuma, 2006)