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Felipe Garrido (México

©FIL Guadalajara

Felipe Garrido

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México

En 1984, cuando Sergio Galindo dirigía su Departamento Editorial, la Universidad Veracruzana me publicó La urna, y otras historias de amor. Su primer relato da nombre al libro y tiene 23 páginas. “Una carta” lo cierra y no llega a tres: fue mi primer cuento corto. Luego han sido más breves. Mi columna, “La Musa y el Garabato”, apareció en Sábado durante casi siete años, desde junio de 1984. Otras dos siguieron: “La Primera Enseñanza”, en Sábado-1996-1997, y “Mentiras Transparentes”, desde 2005, en La Jornada Semanal.

Hace, pues, 30 años, me sumé a la milenaria tradición de contar cuentos cortos. Los he recogido en algunos libros: Garabatos en el agua, que Rogelio Carvajal publicó en Grijalbo en 1985; una antología de Joaquín Armando Chacón para Material de Lectura, de la UNAM, en 1991; la Musa y el Garabato, del Fondo de Cultura Económica, con la que celebré mis 50 años de vida en 1992; La primera enseñanza, con Aldus, en 2002; Conjuros, con Jus, en 2011, que recibió el Villaurrutia el año siguiente; Celos, terrores y disimulos, con el Conaculta (Alas y Raíces) en 2012; La estética del relámpago y De mujeres, publicado por la Universidad Autónoma de Nuevo León y por el Instituto Queretano de la Cultura y las Artes.

Credo

El cuento corto es un cuento: un relato donde un personaje afronta un conflicto. Una metáfora, una paradoja, un poema en prosa, una estampa, una frase ingeniosa, un chiste, los géneros aledaños comparten el gusto por lo breve, pero no son cuentos. Dos greguerías de Gómez de la Serna: La luna necesita gatos. / Los ojos sin tiempo de las estatuas.

Otra greguería, con personajes y conflicto, un cuento: Enceraba el piso con esmero, a ver si resbalaba la patrona. No tengo nada contra las metáforas, las paradojas, los poemas en prosa, las estampas, las frases ingeniosas, los chistes, los géneros aledaños; señalo que no son cuentos. Yo he procurado cultivar el cuento corto. En un cuento corto toda palabra que pueda sobrar, sobra.

En un cuento corto, más claramente que en ningún otro género, el lector es cómplice. De otro modo no podría apreciar relatos como “La Venus de Milo”, de Salvador Novo: “¿Qué cómo, en fin, tenía yo los brazos? Verá usted: yo vivía en una casa de dos piezas. En una me vestía y me desnudaba. Y siempre ha habido curiosos que se interesan en ver. Ahora me quieren ver los brazos. Entonces querían verme lo que usted ve. Y yo, en ese momento, trataba de cerrar la ventana.”

O “Lot”, de Olga Harmony: “¡Qué tedio puede llegar a padecerse al lado de un justo! Todos se divierten en Sodoma, menos esta familia en la que tanto se teme al pecado. Y exasperada, la mujer de Lot prosiguió su soliloquio: ¿Es que nada vendrá a darle sabor a mi vida?”.

Para comprenderlos hay que conocer a la Venus de Milo, y la historia de la estatua de sal. Los cuentos cortos aspiran a tener menos palabras. La elipsis, el humor, la paradoja, la intertextualidad, las referencias a personajes históricos y mitológicos, los giros inesperados, las conclusiones deslumbrantes son recursos del cuento corto.

Los lectores de cuentos largos y de novelas no siempre pueden apreciar el deslumbramiento que representa un cuento corto. La estética del cuento corto es la estética del relámpago.

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