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Liliana Heker (Argentina
Liliana Heker
Argentina
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Estudió física en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. Fundó y fue responsable, con Abelardo Castillo, de las revistas de literatura El Escarabajo de Oro (1961-1974), y El Ornitorrinco (1977-1986).
Publicó los libros de cuentos Los que vieron la zarza (Mención Única del Concurso de Casa de las Américas, Cuba), Acuario, Un resplandor que se apagó en el mundo, Las peras del mal, Los bordes de lo real, La crueldad de la vida, y La muerte de Dios; las novelas Zona de clivaje (Primer Premio Municipal de Novela) y El fin de la historia (publicada en inglés como The end of the story); los libros de no ficción Las hermanas de Shakespeare y Diálogos sobre la vida y la muerte. Margellos World Republic of Letters publicó en marzo de 2015 un volumen con sus cuentos selectos.
Ha obtenido dos veces el Premio Konex por su obra cuentística, y el Premio Esteban Echeverría también por su obra cuentística. Desde 1978 coordina talleres de narrativa en los que se han formado muchos de los excelentes narradores actuales de Argentina.
Mi credo de cuentista
No hay que empezar un cuento si no se sabe cómo va a terminar. Se corre el riesgo de ir de acá para allá, sin ton ni son, esperando que el final caiga del cielo. Los buenos finales no suelen tener origen celestial: aunque no se lo note, vienen mandados desde la primera frase.
La realidad proporciona buenas situaciones, pero no suele construir buenos cuentos. Tajear un hecho, distorsionarlo, cambiarle o anularle alguna pieza, son atribuciones que un cuentista puede tomarse sin ninguna culpa. No es al acontecimiento en sí al que debe serle fiel sino a la luz secreta que descubrió en ese acontecimiento, aquello que lo llevó a querer narrarlo.
La primera versión de un cuento es sólo un mal necesario. Suele estar bien lejos de aquello completo e intenso que una difusamente ha concebido. Corregir no es otra cosa que ir encontrando a Moisés dentro del bloque de mármol.
En un cuento, todo incidente que no suma… resta. En narrativa no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro, que una cara, que una jeta, Dijo que estaba harto no equivale a —Estoy harto — dijo.
Saber que un hombre vio algo que brillaba es conocer la historia que se está contando. Decidir si lo que el hombre vio fue un resplandor, un relumbrón, o meramente algo que brillaba, es conocer el arte de escribir historias.
Ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al cuento buscado: ese es el verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar.
La palabra justa no siempre —o casi nunca— acude por su cuenta. Hay que rastrearla entre el montón, sentirle la música y la textura, probarla en el texto. Y si no va, descartarla sin piedad aunque sea hermosa.
Cuando se escribe un cuento, no hay que tenerles miedo a los sentimientos, tampoco hay que temerle a la lucidez. Una tiene tan pocas cualidades que no veo razón para que se despoje de alguna de ellas en el momento de escribir.