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Diego Muñoz Valenzuela (Chile
Diego Muñoz Valenzuela
Chile
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Nací en un pueblo de la zona sur de Chile, donde confluyen elementos diversos: océano, río, bosques, sembradíos, astilleros, poetas, locos, tejedoras de paja de trigo y de crochet, pescadores artesanales, recolectores de cochayuyo, soñadores. Era imposible impedir que aquel niño se convirtiera en escritor. Allí, por osmosis, desarrollé la tolerancia y la capacidad de convivencia entre mundos diferentes y hasta opuestos. Narrador de amplio espectro, activo en todos los anchos de banda: novela, nouvelle, cuento, microcuento; en todas las frecuencias que se extienden entre la frontera de la realidad antártica hasta la fantasía más aventurera. El núcleo, no obstante, siempre es el mismo: la humanidad con sus esplendores y tinieblas.
En 1973 fui marcado, como el país entero, a sangre y fuego. El sueño utópico fue interrumpido por la pesadilla: desaparecieron amigos y amigas, otros sufrieron persecución, tortura, exilio. Larga cadena que se prolongó por 17 años: terror, lucha, clandestinidad, peligro, altruismo, valor, solidaridad, odio, amor, risa. La sobrevivencia generó muchas historias. Mi literatura está poblada por una amplia galería de personajes reales y fantásticos que conviven una misma historia. Creo que esa mezcla abigarrada la hace más real. Se han acumulado seis novelas, doce libros de cuentos y microcuentos, algunas antologías. Varias reediciones y cuentos traducidos a diez idiomas.
Credo cuentístico
El mecanismo de la escritura del cuento sigue pareciéndome enigmático, pues contiene una magia que escapa a axiomáticas. No hay postulado que valga: todos se derrumban con algún ejemplo. Eso confirma la vigencia del género y su poder para cautivar lectores. Un buen cuento no devela fácilmente sus intenciones: se rebela contra las apariencias, reniega de primeras vistas, tiene vocación por lo misterioso, aquello que la trama disimula y sugiere. El cuentista actúa como mediador con un mundo más complejo que el narrado, para cuya descripción el lenguaje es insuficiente. Se requiere gatillar sugerencias, generar una oblicua evocación que se traslada en penumbras hasta la conciencia de los lectores generando inquietud, intriga, disconformidad.
El cuentista debe hacerse diestro en los aspectos técnicos de la construcción narrativa, aquello que se puede aprender leyendo. Cursos o talleres pueden acelerar mucho el proceso de aprendizaje, pero no reemplazan el efecto de la lectura sistemática, atenta, inteligente e insaciable. Es preciso moderar la intención de producir efectos “calculados”. Algo debe escapar a la racionalidad narrativa, pues el cuento pertenece al dominio de las artes. Simbolismo, metáfora, sugerencia, son instrumentos de los que se vale el escritor.
En cuanto a la técnica narrativa, su dominio es condición necesaria, pero no suficiente. La batería de herramientas puede ser aprendida en la modalidad del artesanado, no como una ecuación matemática. Este dominio debe ser inconsciente, instintivo. Las áreas más complejas de la conciencia construirán la historia y la dotarán de la magia contenida en la frase: “Se escribe una historia para contar otra”. Jamás escribo un cuento si tengo demasiado claro lo que quiero narrar. Requiero cierta incertidumbre esencial, algo que debo revelar a través del proceso de escritura, sin llegar a entenderlo. A veces el cuento viene como una criatura completa, un ser que debe ser alumbrado con urgencia. El periodo de gravidez es variable: días, semanas, meses, incluso años.
La morfología del cuento viene a ser otro enigma. Puede especularse sobre la extensión, la forma, la trama, pero algo escapa a la definición; cada nuevo espécimen confirma una teoría y derriba otro centenar.