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1. El espacio y el territorio

pero en combinaciones bastante diferenciadas, que, como reconoce el mismo Harvey, la forma de representación “autoconfinada a un espacio absoluto” de su matriz no consigue contemplar.

Sería importante también destacar –o por lo menos reconocer (lo que no ha hecho Harvey)– que Lefebvre trabaja con otra concepción, por ejemplo, del espacio absoluto. Él contrapone el espacio absoluto al espacio abstracto, en una lectura muy propia del espacio absoluto. Así, absoluto es el espacio que conjuga todas aquellas dimensiones, sin separarlas, y bajo el dominio del espacio vivido, con profundo valor simbólico, como predominaba aproximadamente hasta el Imperio romano. Ya en el espacio abstracto, dominante en el mundo moderno-capitalista, aquellas dimensiones se separan bajo el dominio de lo funcional o de lo instrumental, o sea, de las prácticas espaciales del espacio concebido. La “matriz igualitaria” propuesta por Harvey no permite reconocer este énfasis diferenciado en las dimensiones (de las prácticas y de las representaciones) –mucho menos sus diferentes combinaciones–5 conforme la concepción más general de espacio a la que nos estuvimos refiriendo.

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Todo este debate es de particular relevancia para nuestro razonamiento, en la medida en que debemos admitir que la propia construcción de la “región” y del “territorio” adquiere diversos rasgos de acuerdo con la espacialidad a la cual aparece prioritariamente vinculada en sus múltiples dimensiones (en este entrecruzamiento entre lo vivido, lo percibido, lo concebido, y lo absoluto, lo relativo y lo relacional).

1. EL ESPACIO Y EL TERRITORIO Para empezar, es preciso aclarar, aunque de forma bastante general, en qué medida los términos “espacio” y “territorio”, a pesar de que suelen utilizarse como sinónimos, deben ser tratados como concepciones distintas, principalmente cuando otras disciplinas hacen referencia a

abstractos o “reales”, mentales y sociales. Entre otros, contiene estos dos aspectos: el espacio de representación-la representación del espacio” (Lefebvre, 1986: 345; énfasis original; traducción libre). 5 Sin embargo, muchas de estas restricciones, especialmente aquella referente a las distintas combinaciones, son reconocidas por el propio autor, al admitir que, “por definición, [...] la matriz que establezco y el modo como puedo utilizarla tienen un poder de revelación limitado. Pero, reconocido todo eso, considero útil examinar las combinaciones que surgen de diferentes intersecciones en el interior de la matriz. La virtud de la representación en el espacio absoluto es que nos permite individualizar fenómenos con gran claridad, y con un poco de imaginación es posible pensar dialécticamente [y también, deberíamos agregar, en su ambivalencia] a través de los elementos que componen la matriz, de modo que cada momento es imaginado como una relación interna de todos los otros” (Harvey, 2006a: 281; traducción libre).

la dimensión geográfica de los fenómenos sociales, pero no la geografía. Probablemente la distinción más conocida (y citada) sea la de Raffestin (1993), para quien el espacio está más cerca de una “noción” y el territorio de un “concepto” –“que permite una formalización y/o una cuantificación más precisa”–.

Para Raffestin, espacio y territorio no son equivalentes, y el primero antecede al segundo. El territorio resulta de “una acción conducida por un actor sintagmático (que realiza un programa) en cualquier nivel” (y no solamente el estatal) (1993: 143). La “territorialización” del espacio ocurre por los procesos de “apropiación”, sea ella concreta o simbólica (por la representación, por ejemplo). Del “encarcelamiento original”, que es el espacio, el hombre pasaría al “encarcelamiento construido” por su propio trabajo y por las relaciones de poder que lo acompañan. Desde una visión materialista, “el espacio es, de cierta forma, ‘dado’ como si fuese una materia prima”, “la realidad material preexistente a cualquier conocimiento y a cualquier práctica” (Raffestin, 1993: 144). Al afirmar que “el territorio se apoya en el espacio, pero no es el espacio, es una producción a partir del espacio” (1993: 144), Raffestin, por lo menos en este momento, termina confundiéndose en la misma alusión que hace a Lefebvre, como si este también compartiese ese “pasaje” del espacio al territorio. Al contrario, para Lefebvre (1986) el espacio también, y sobre todo, se produce socialmente; desde ningún tipo de hipótesis se trata de un a priori (en este caso, en una lectura materialista, una especie de “primera naturaleza”) sobre el cual reproducimos nuestro trabajo y ejercemos poder. Sin embargo, el territorio, tal como queda implícito en ciertos pasajes del autor, y allí estamos de acuerdo, privilegiaría la dimensión política (en especial la estatal) de ese espacio socialmente producido.

Para algunos neokantianos el espacio sería también un a priori, pero un a priori abstracto (no la “realidad material preexistente”, como en Raffestin), armazón intelectual –o más bien, “intuitiva”– indispensable para la comprensión de las relaciones sociales concretas –estas sí, realizando entonces procesos de “regionalización” (Werlen, 2002) o, en términos asociados, de “territorialización”–.

En verdad, no se trata, evidentemente, de distinguir de manera clara o también rígida, espacio de territorio. Aunque no equivalentes, como refiere Raffestin, espacio y territorio nunca podrán ser separados, ya que sin espacio no hay territorio –el espacio no como otro tipo de “recorte” u “objeto empírico” (tal como en la noción de “materia prima preexistente” aún no apropiada) sino, desde una perspectiva también epistemológica, como otro nivel de reflexión u “otra mirada”, más amplia, cuya problemática específica se confunde con una de las dimensiones fundamentales de la sociedad, la dimensión espacial–.

Dentro de esta dimensión, le cabería al territorio poner el foco en la espacialidad de las relaciones de poder.

Tal vez podríamos afirmar de manera más simple que, así como el espacio es la expresión de una dimensión de la sociedad, en sentido amplio, priorizando los procesos en su extensión y coexistencia/simultaneidad (incorporando allí, obviamente, la propia transformación de la naturaleza), 6 el territorio se define más estrictamente a partir de un abordaje sobre el espacio que prioriza o que establece su foco en-el interior de esta dimensión espacial, en-la “dimensión”, o más bien, en-las problemáticas de carácter político o que involucran la manifestación/realización de las relaciones de poder en sus múltiples esferas. Como ya afirmamos:

[...] el territorio se puede concebir a partir de la imbricación de múltiples relaciones de poder, del poder más material de las relaciones económicopolíticas al poder simbólico de las relaciones de orden más estrictamente cultural. (Haesbaert, 2004a: 79)

En verdad, para ser más rigurosos, no se trataría del “poder más material” sino de los efectos, sobre todo, de naturaleza material del poder, ya que no nos referimos aquí a un poder como “objeto” o “cosa”, sino en su sentido relacional, geográficamente aprehendido a partir de las formas con que es ejercido y que él produce y/o a través de las cuales es producido.

Como ya lo hemos señalado en trabajos anteriores (véanse especialmente Haesbaert, 2004a y 2007b), tomamos como referencia en ese debate la idea de un continuum de articulación territorial desde los territorios –o, para ser más precisos, los procesos de territorialización– con mayor carga funcional (y “material”, podríamos agregar) hasta aquellos con mayor carga simbólica, sin perder el foco sobre las relaciones de poder. Considerando los dos extremos (que, si existieran de forma separada, sería solo como “tipos ideales”), diríamos que no es posible concebir territorios puramente funcionales (ya que siempre, por menos evidente que sea, ellos contendrán una dimensión simbólica, un proceso de significación), ni puramente simbólicos (en este caso, alguna referencia a un espacio material deberá estar presente). En ese caso, proponemos trabajar con el término “territorialidad” en su sentido más amplio –ya que no se trata, obligatoriamente, de la territorialización concretamente manifestada–. Esto no quiere decir que ella sea menos importante, pues, dependiendo del contexto, estas significaciones construidas en referencia a un espacio, aunque

6 Al respecto, véase por ejemplo Massey (2008), especialmente el capítulo 12.

simbólico y/o históricamente datado, como en el caso de muchas comunidades judaicas, puede ser fundamental en la constitución del grupo social. Aunque todo territorio tenga una territorialidad (tanto en el sentido abstracto de “cualidad o condición de ser territorio” como en el de su dimensión real-simbólica), no toda territorialidad –y lo mismo podría decirse de la espacialidad– posee un territorio (en el sentido de su efectiva realización material).

Incluso en el caso prototípico de la Tierra Prometida judía, aunque el espacio de referencia identitaria (una territorialidad entendida como un proceso social de significación y control simbólico sobre un espacio) no tuviera correspondencia directa con un efectivo movimiento de territorialización, terminaron desencadenándose muchos procesos concretos de territorialización (a nivel local, por ejemplo, con barrios y calles judías) basados, en parte, en esa referencia simbólica a la Tierra Prometida.

Aunque toda territorialización se defina conjugando procesos más concreto-funcionales (donde predominan dinámicas de “dominación”, siguiendo de forma genérica la proposición de Lefebvre para la producción del espacio) y simbólico-identitarios (más evidentes en procesos llamados de “apropiación”), o sea, a pesar de que su espacio incorpore, de alguna forma, una dimensión simbólica, no todo territorio necesita tener una clara y preponderante “carga simbólico-identitaria” en su constitución. Además, tal vez deberíamos también reconocer que la mayor parte de los procesos de territorialización, dentro de la lógica capitalista, prioriza las problemáticas materiales-funcionales (de “dominación”) del territorio, aunque hoy, esto sucede en una “sociedad del espectáculo”, cada vez más permeada de valoración simbólica. Por eso algunos autores, radicalizando esta idea, asocian claramente el territorio al campo de las prácticas (o de los “usos”) sociales.

En verdad se trata muchas veces de intentos de funcionalización extrema de los espacios, como en el lema modernista de la forma según el cual la forma se corresponde estrictamente con la función. Pero toda segmentación/delimitación territorial orientada a ejercer el control sobre las dinámicas sociales a partir del control del espacio viene siempre, obligatoriamente, acompañada de diferentes sentidos/significaciones a partir de distintas apropiaciones simbólicas, dependiendo del grupo o la clase social en juego.

Así como la concepción de espacio lefebvreana se modifica a partir de su contextualización histórica y geográfica, lo mismo ocurre con los procesos efectivos de territorialización a partir del binomio espacio-poder. Y como “es en la práctica humana con relación al espacio” que, en la visión materialista de Harvey, se resuelve la cuestión filosófica sobre la “naturaleza” del espacio, creemos también, y con más

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