DE MAMÁS Y DE PAPÁS

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DE & DE


IlustraciĂłn de portada L. Alfonso MartĂ­n Delgado (con el apoyo de Cecilia Mosto; pero que conste que yo lo pensĂŠ primero)


DE MAMÁS Y DE PAPÁS

Ellos se lo merecen. (Horacio Tort)


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CONSIGNA DEL DOMINGO 25 / MAY / 2014

COSAS CON PAPÁ / MAMÁ

En uno de los tantos grupos que se armó en la casa de nuestra queridísima anfitriona, Cecilia Gómez Nale, afloró la anécdota y con ella la consigna. Federico Cahn Costa, quien quizá no pueda participar por lo que van a leer en breve, comentó las experiencias que vivió de chico en el mundo del boxeo, sentándose super cerca del ring, gracias a que su papá leía los avisos comerciales al lado de Ulises Barrera (extranjeros o jóvenes, buscar en Google). No sé si todos tuvimos padres con profesiones tan especiales como la de locutor, pero estoy segura que aún siendo hijos de contadores, doctores o escribanos podemos recordar una experiencia rara, intensa, especial, diferente a la de otros chicos - o que nosotros evaluamos así - que vivimos gracias a la profesión o actividad de nuestro papá o mamá (lo que se ajuste mejor a la consigna). Y sí... los que piden ficción, en esta deberán abstenerse. Si a pesar de todo, les tira remover el arcón de los recuerdos, sacrifiquen la literatura y métanse en su pasado. Quién les dice que sale algo digno de contarles a sus hijos… ¡Buen fin de semana y enormes gracias a Cecilia!

Silvina Scheiner 3


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Maribel Martinez

MIS PRIMEROS ESBOZOS CON MI PADRE DIBUJANTE

Me recuerdo allí en esa mesita, pequeñita casi como yo, entre mil hojas blancas y lápices de colores; y mi padre, transmitiéndome, trazos, formas de dibujar y hasta de escribir caligrafías hermosas. Me emociona, ese rinconcito de experiencias de pura magia. Hoy me doy cuenta que son mi estructura de acero inoxidable. Su gran sensibilidad, la enseñanza a través de cuadernos, de los espesores de las letras en manuscrita e imprenta. Dibujos de paisajes. El canal del río, los gatos. Ese gatito, mi gatito bello de un ojo celeste y otro marroncito, que papá me invitaba a pintarlo con el modelo en vivo de ese tierno animalito que amé en mi infancia. Mi padre: su calma, su paz, su esperanza depositada en mí. Tesoros para guardar y cultivar in eternum. MARIBEL MARTINEZ, Agradecida por su papá sabio de ojos verdes.

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Eduardo Mizrahi

COSAS CON MAMÁ

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El gordo inmundo llegó al edificio. Encendió un cigarrillo y lo fumó. La mirada fija en el piso, armándose de valor. Oprimió el timbre. Le ladraron un - ¿Quién es? - Yo, contestó. Arrastró su humanidad por el pasillo. La puerta se abrió. La doctora lo saludó con un beso. La baranda a whisky lo abofeteó. - ¿Estuviste tomando? - No. Se recostó en el sillón de Torquemada. Un zumbido familiar lo perturbó. La doctora se puso las antiparras. El torno se incrustó en el centro del dolor. El gordo inmundo gritó.

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Esto respeta la consigna, Silvina. Es más, lo aliviané un poco para hacerlo más digerible. Pero no me pidas que sacrifique la ficción.

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- ¿Te podés quedar quieto? Los ojos desorbitados, un dolor atroz. - Jódete, por roñoso. Cerró los ojos y rezó.

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Antonio Lendínez Milla

COSAS CON PAPÁ/MAMÁ

Hay lazos ocultos que unen momentos, que el tiempo no corta aunque soplen vientos. Sentados alrededor de la mesa camilla, al calor del brasero. Lo escuchábamos atentos, como embelesados, cual si contara un cuento, yo y mis hermanos, los dos más pequeños. Nos gustaba escucharlo, con su voz suave, como dulce viento. No era un cuento, no, sino los momentos que recordaba de su niñez, aquellos sentidos momentos. Con su cadencia en sosiego, con un lenguaje selecto, atento, nos contaba cómo guardando el melonar, en una fría mañana, junto a su tío Miguel, diez años mayor que él, el hermano de su madre, comenzaron a castañearle los dientes, su boca esbozaba una sonrisa. Tenía tanto frío que el tembleque incontenible de la mandíbula le defendía de morir por esa causa. Dicen que quien muere de frío muere riendo. Apenas tendría seis años, de nada él se quejaba. Lo vio su tío tan risueño, sentadito y paradito; que un fuego tuvo que prender para librarle del frío. Con qué calor nos contaba aquellas historias, qué cariño sentía en ellas, fijándose en nuestras caras, que ni pestañeábamos, para no perder el hilo. Qué gusto se me hace oírle. Parece como si lo estuviera viendo. Cuándo amor, cuánto cariño, cuánto sentimiento saliéndole de corrido, rapsoda de lo sentido, de lo que vivió sin tormentos. Era lo que había, y ahí no existía más cuento. - Cuenta otra historia, papá, de cuando tú eras pequeño. - Me acuerdo de cuando otra vez, me fui, con mi tío Miguel, a ver el avión que había aterrizado en unos llanos, a unos diez o doce kilómetros de Porcuna. El pueblo, dónde se crió. A su tío le gustaban los aviones, quería ser piloto. - Manuel, vamos a ver al avión que ha aterrizado en los llanos. Pero no se lo digas a tu padre, dice que está muy lejos y tú eres muy chico para ir tan lejos.

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- Pero tú quieres verlo, ¿verdad? - Sí, Miguel, a mí me gusta ir contigo. Y, allá que se fueron los dos atravesando caminos, campos de trigo y olivares, a ver al avión. Lo tocaron, Miguel habló con el piloto. Lo vieron despegar. La gente sorprendida de cómo aquel artefacto, atronando en los aires, se echó a volar. Espléndido. - Qué buen día echamos, Manolín. A la vuelta, recibió Miguel, de su padre, una paliza de las de entonces. - Pero, ¿dónde estabais, de dónde venís? Mira cómo traes al niño.

Tendría unos once años. Abrazado y apretándome a la espalda de mi padre, iba montado en una Guzzi, una mañana del mes de junio. Sintió mi padre que tiritaba, tendría yo algo de frío, que mis piernas con pantalón corto, heladas, sintieron aquella caricia, de sus manos calientes, cómo me acariciaban. Todavía lo recuerdo, lo tendré siempre presente, nunca se me olvidará, siento el estremecimiento de aquel calor que me llegó al alma. - Antonio, ¿tienes frío?. - No, papá, estoy bien. Ese amor infinito, aquel cálido apretar, que sentí en ese instante, nunca lo podré olvidar. - Ya queda poco. Al llegar nos calentamos. En las pistas hay un fuego. Puede que fuera el único niño que pasara el día jugando por las pistas de aquel Aeropuerto de Palma que se estaba construyendo. No muy lejos de Sant Jordi, el pueblo en el que nací, hace ya algunos años, por donde corriendo fui. Por esos hilillos que transitan tiempos, qué orden circula que no lo entendemos.

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Pablo Miguel

COSAS CON MAMÁ

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La encuentro ya sentada a la mesa esperando la comida licuada que tanto le gusta. Le traen el vaso de plástico y la servilleta de papel, dobla la servilleta prolijamente y la parte al medio, como siempre, para usar una mitad y guardar la otra en el bolso de mano que acarrea del dormitorio al comedor y del comedor al dormitorio. - Mamá, dejá de juntar basura. - No es basura, yo la uso. - No la usás, sólo llevás de acá para allá un bolso lleno de papel. - Vos no entendés cómo son las cosas. Después de comer se queda esperando su pastilla (placebo) y se queja de que no se la traen. - ¿Qué es la pastilla? - No sé, pero es importante. - Si no sabés qué es ¿cómo sabés que es importante? - Porque cuando me la dieron dijeron que es importante. - ¿Cuándo te la dieron? - Hace muchos años. - Mamá, no hay nada que te hayan dado hace muchos años... - ¡Claro, vos sabés todo y yo no sé nada!

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Estas son mis COSAS CON MAMÁ hoy. Podría haber buscado algo de hace 40 años pero cada día me convenzo más de que los recuerdos no son sino fantasías proyectadas hacia atrás, y me pidieron no-ficción.

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Cada tanto, no siempre, le pega un rayo metafísico y me larga la pregunta retórica: - ¿Por qué la vida se empecina en continuar cuando en 91 años ya tomaste de ella todo lo que podías desear? - No lo sé, mamá, yo sólo sé que te quiero. - Yo también, pero ya está, ya cumpliste, te podés ir. - Mamá, yo no vengo acá para "cumplir" con nada ni con nadie. - Bueno, bueno, pero ya está, andá y cuidate. - Yo me cuido. - No te cuidás, esa tos que tenés no me gusta nada.

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Ana Lia Monfazani

UNA INTRUSA EN LA PRIMARIA

Es 1976. Voy a sala de 5 a la misma escuela en la que mi mamá tiene a cargo quinto grado A. Nuestras respectivas aulas están apenas separadas por un pasillo, ya que quinto grado está en la planta alta de la Escuela 20, al igual que el jardín de infantes y la biblioteca. Como el jardín comienza un poco más tarde que la primaria, acompaño a mi mamá ese rato y ando por la escuela sin que se note mucho: un poco en la secretaría, otro poco en su salón y a veces en la biblioteca. La entrada a la secretaría es tumultuosa. Las maestras son para mí un torbellino de abrigos, perfumes, uñas pintadas, carteras y caras que se me confunden: Teresa, Haydée, Amanda, Ester, Amelia… Firman una planilla y salen apuradas al patio en donde los chicos todavía caminan desordenados, antes de la formación. Yo sé lo que está pasando allá afuera pero me quedo sola en la dirección, que queda justo al lado de la secretaría. Me dejaron unos papeles para dibujar. Yo no quiero dibujar, sino tocar los sellos que cuelgan de esa calesita quieta y probar qué dice cada uno. No me animo. Miro el mimeógrafo, que no sé muy bien para qué sirve pero me parece un aparato fantástico. Apenas levanto la funda que lo cubre y toco un botón. El corazón me late fuerte porque temo qué efecto puede tener mi acción. Por suerte no hace ningún ruido. Espero que no se den cuenta. Escucho el saludo de bienvenida de la directora: “Buenos días, niños” y sé que este momento mágico y solitario en la dirección se acerca a su fin. Mañana me voy a animar a tocar la máquina sacapuntas. Ahora me voy a quinto con mi mamá.

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Guillermina Silva D’Herbil

Anochece en La Lucila, está un poco fresco porque ya es mediados de otoño, eso es más que evidente... la vereda sólo existe debajo de un colchón de hojas color ocre. No me acuerdo a dónde iba, pero recuerdo que estaba apurada. Cerca de una esquina, veo un grupo de adolescentes que se amontonan saliendo de ¿un colegio? Cuando paso por esa puerta, algo me detiene. Miro hacia adentro y se detuvo el tiempo. Yo sé que estuve aquí... Estuve aquí con mi mamá. Y entonces como una brisa tibia, baja sobre mí un recuerdo tan antiguo, tan lejano y tan incomprobable como cierto. Un viaje en tren, mi mano chiquita adentro de su mano, sol, trino de pájaros, árboles... el patio de esa escuela, chicas con delantales de tablitas que ensayan un baile con un palo alto del que cuelgan cintas de colores, que al compás de alguna música ellas van enrollando y desenrollando. Un aula, y esas chicas que se pelean por hacerme upa. Y mi mamá, en el frente de esa clase, en un rol en el que nunca la había visto. Y volviendo, paramos a comprar un bonete de payaso en una librería. Yo sé que fue así. Aunque no quede nadie que me lo pueda asegurar

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Viviana Goldman

COSAS CON PAPÁ

— Vos decí que tu papá es dentista. Era la respuesta cada vez que volvía de la escuela con esa pregunta y no sabía qué responder. Y no era mentira. Se había recibido incluso antes de hacer la colimba, así que lo mandaron al Hospital Militar. Narraba siempre con macabra satisfacción que cuando venía algún superior al consultorio, él lo hacía esperar: primero sacaba la bolsa de la basura, se aseguraba de que lo viera hacerlo, y después lo atendía. No sólo era dentista, era doctor en odontología. De ahí que siempre, hasta el final, fue el Dr. Goldman. Muchos años de consultorio, felices. Pero cuando ya fuimos cinco, en enero de 1976, se complicó mantener a la familia. Así que abrazó una nueva profesión y abandonó el consultorio. Con la misma soberbia con la que después se burlaba de todo aquél que viviera de un sueldo (incluso de sus hijos), cedió su mitad al socio y sin más se volcó a los negocios. Parece que éstos eran muy azucarados. Y tan dulce fue todo que se asoció con otros dos individuos y compraron campos y había empresas; como él decía, “no les alcanzaba el tiempo para contar los dólares”. Nada ilegal, sólo era cuestión de aprovechar la legislación vigente. Lo seguían llamando Doctor, pero creían que era abogado o contador. Nunca tiramos manteca al techo, pero los cinco tuvimos buena educación (esencialmente musical), y viajes iniciáticos, de estudio y de aprendizaje. El mayor vivió un año en Ginebra hasta que ya no se lo pudo sostener más y aprendió a volar solito entre coros, grandes teatros y ballets europeos. Tenebroso final. Todo lo que pudo haber construido, se evaporó. El matrimonio también. A la casa familiar se la comieron las tarjetas de crédito. Y a él, lentamente un cáncer de próstata, en un departamento alquilado. Pero aún recuerdo su alegre sonrisa, cuando abría la puerta del consultorio de Triunvirato y Gándara y yo entraba corriendo.

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Él, inmaculado, con los delantales que le cosía mi mamá y las manos impecables, que también ella con dedicación le acicalaba. Las paredes llenas de dibujos de agradecimiento de sus pacientitos. No él, porque para eso era modesto, pero otros decían que “para que un niño quiera a su dentista, éste debía ser muy bueno”.

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Elena Herrero Navamuel

ABRÍGATE Y COME, CIELO...

Esas dos palabras mágicas son las que utiliza mi madre para todo tipo de males. Desde divorcios, suicidios, frustraciones, desesperos, maltratos... hasta simple hambre y frío. Para ella el hecho de estar calentita y saciada, es protección suficiente para lo que te pueda pasar en la vida. Mi hermana Ángela se quedó viuda con un bebé de tres meses cuando su marido se tiro de la azotea de su casa. Mama dijo: abrígate y come, hijina... Mi hermano Pedro se fue a Madrid con una mano delante y otra detrás dispuesto a lo que fuera para vivir de su música y su arte. Mamá dijo: abrígate y come, tesoro... Mi hermano Carlos casi se muere de una pancreatitis aguda que disimuló hasta que ya no pudo más, producto de una fortísima depresión ahogada en miles de cervezas. Mamá dijo: abrígate y come, corazón... Su diagnóstico de cáncer de pecho fue admitido estoicamente y sin pestañear. Simplemente se arrebujó en su chaqueta y dijo: Voy a tener que abrigarme y comer mucho... Yo misma le descuadré la vida cuando le anuncié mi divorcio después de años de maltrato y desamor, y viéndome hundida, destrozada, flaca hasta el esqueleto y sin esperanza me dijo: Abrígate y come, Elenina, hija... Mi madre es la dulzura inconsciente. Es el encanto en persona. Su capacidad de amor y empatía no tiene límites, como tampoco los tiene su ineptitud para encarar las decisiones adultas que toda persona tiene que adoptar en la vida. Siete hijos, siete hermanos, dos negocios, diez nietos... y nada que no se solucione con un poquito de calor y una rica comida. Toda la vida me sentí madre de mi madre y me rebelaba ante su falta de valentía ante los reveses de la vida. Ella es capaz de vez belleza en un estercolero, amabilidad en la suficiencia, dulzura en la antipatía y

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sonrisas en el sufrimiento. Te regala su calor y su comida, pero tienes que llevarla de la mano a travĂŠs de la vida, para que ĂŠsta no se la coma viva... Felices 70, Mami... ojalĂĄ todo siga siendo maravilloso para ti....

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Aitor Arjol

CRÓNICA IMPÍA: COSAS DE MI PADRE

Soy impío. Es decir, práctico la realidad en la ficción y viceversa. No sé por qué en la ficción hay que imaginar y en la realidad hay que ser tan testarudo con la ausencia de imaginación. Los recuerdos son libres. Tan libres como la pintura de una pileta. Impíos. También impíos. Y si se trata de recordar. Si se trata de las cosas de papá o de mamá. Del tío o del primo. Del panadero o del repartidor de prensa. Del que abre el quiosco a las seis de la mañana o del que cierra la puerta del ascensor tan sonoramente que me jode el penúltimo sueño de la madrugada. Tan impío incluso con los recuerdos. Es decir, tan impío que casi todos recuerdan las grandes hazañas de sus padres como si fueran las únicas gestas que importan las que hicieron de ellos estandartes de lo público. Es decir, que debieran ser recuerdos ligados a la Recoleta o a los tiempos en que llevaba una botella de champagne importado a la Bombonera, o nunca utilizaba el colectivo sino el taxi. Pero mi padre, lo que se dice mi padre, vivió de forma impía. Libre de todo pecado social. Obrero. Sin menudencias. Más de cuarenta años de apostolado obrero en una fábrica. Sin remilgamientos. Sin mayor cuestión que la de sacar adelante a sus hijos. Sin concesión alguna a la política, que es como el polvo que ensucia todo estante. Sin más polvo que esa larga pátina que cubría toda la nave, o se levantaba en suspenso cada vez que la maquinaria pesada entraba a llevarse un molde viejo. Más de cuarenta años se dice pronto. Más bien se dice antes. O casi no se dice. O no se cuenta, simplemente. Pero a la hora de recordar lo más importante es la intrahistoria. No esas historias que aparecen en los libros de texto o en los carritos del centro comercial, sino aquella que es protagonizada por cada uno de nosotros y trasciende en el ámbito más cercano. Algo que recuerdo cada vez que leo a don Miguel de Unamuno, ese estrambótico y privilegiado hombre de letras que mandó al carajo a medio mundo. Recuerdo su concepto de intrahistoria que leí alguna vez. En algunas noches de estas de frío relevo. Turno de noche. Ahí también estuve yo. Refugiado en el aparente calor de las palanquillas. Ardientes ellas, pero nada que ver con el amor sino con los mecanismos de la colada continua. Recién salidas. Servían para hacer grandes parrilladas. No miento. Algún viernes por la noche. Algún sábado de madrugada. Chuletas de cordero. Una buena longaniza. Templadas sobre las palanquillas a las que no podías acercarte más de medio metro, hasta un par de horas después de ser apiladas. Mi padre

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siempre presente. En la memoria y en la imaginación. En la ficción y en lo impío. Los cuentos son así. Valientes, obreros y llenos de turnos. Los recuerdos, por lo demás, son fruto de un solo ejercicio: el vacío. Después de vaciarte, pones en práctica el resultado de todo ello, que es la memoria. Y en eso me hallo cuando recuerdo las ficciones lúcidas o las realidades evocadas de más de cuarenta años como obrero en una fábrica. Un trabajo digno. Algunas imbecilidades sindicales. Una vida pacífica pero a veces aparatosa. Algunos expedientes de regulación de empleo. Compañeros fallecidos a consecuencia de la inopinada y supuesta seguridad industrial, porque para las autoridades, más pendientes de aminorar costes laborales, un muerto es un número negativo en las estadísticas y poco más. Una quemadura. Una simple quemadura. Y una medida posterior para reducir el nivel de peligrosidad. Es decir, el obrero no es un ser humano, sino un curioso factor de producción metido como un chorizo en el bocadillo de la prevención de riesgos laborales. Oír, ver y callar. Cantar poco. Escuchar la radio de vez en cuando. Más de cuarenta años. Encaramado en una grúa. Allá arriba. Entre el puente. Subir y bajar por unas escaleras. Compartir muy de vez en cuando. Pero aprendí a comprender lo mismo por lo que mi padre había pasado. A darle un valor inadvertido a todo ello. Lo mejor, sigo siendo libremente impío.

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Daniela Acher

COSAS CON MAMÁ

Con tres hijos ya en la primaria, mi mamá empezó a estudiar teatro, una asignatura pendiente de sus años de soltera. Todos los miércoles dejaba la sagrada cena familiar para ir a sus clases, de las que volvía feliz. A los seis meses la convocaron para hacer un pequeño papel en una obra: El pájaro azul, del belga Maurice Materlinck. De golpe mi casa se pobló de trajes, ilusiones, parlamentos a estudiar, elementos de utilería, ensayos hasta altas horas, personajes de ficción y compañeros que eran verdaderos personajes. Y a mí se me abrió un mundo del cual quería ser parte, a como diera lugar. Llegó el estreno y con él mis días tras bambalinas. Una cooperativa de catorce actores que a pulmón construyeron trajes y escenografías de ensueño para la historia de Mytyl y Tyltyl, dos niños campesinos a los que su vecina les pide que vayan en busca del pájaro azul de la felicidad, lo único que salvará a su nieta de una enfermedad. A la noche, todos los elementos cotidianos se personifican para ayudarlos en su búsqueda. Guiados por la Luz, y junto al Pan, el Agua, el Fuego, la Leche, van al País de los Recuerdos, donde viven sus abuelos muertos, pero el pájaro que encuentran también fallece fuera de allí. Tampoco les sirven los que habitan en el Palacio de la Noche, junto a las enfermedades y los males del mundo, porque al salir se vuelven negros. Los chicos regresan tristes y derrotados. Al amanecer, se dan cuenta de que el pájaro que tienen en su casa, al que nunca habían mirado bien, es enteramente azul. Al dárselo a la niña para que se sane, el pájaro se vuela. Un llamado en mi casa, la sonrisa de mi mamá y la pregunta: - ¿Te animás a hacer hoy el papel de la Niña? Ana se enfermó. Sólo tenía que aparecer unos minutos al final para que me dieran el pájaro de utilería, darle de comer, accionar el mecanismo para que se volara y correr a llorar con lágrimas verdaderas a los brazos de mi abuela de ficción. Fueron los minutos más felices de mis doce años. La actriz que hacía de Mytyl se acercaba al público: - Si alguno de ustedes lo encuentra, ¿podría devolvérnoslo? Lo necesitamos para ser felices. Por favor.

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El telón bajó y todos los actores corrieron a abrazarme y besarme. Cuando volvió a subir mi corazón explotaba frente al mar de aplausos. Como en la obra, encontré muchos pájaros azules en mi vida. Algunos se murieron, otros se pusieron negros, descubrí que el verdadero estaba en mi casa y también se me voló. Si alguno de ustedes lo encuentra, ¿podría devolvérmelo? Por favor.

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Nerio Tello

COSAS CON PAPÁ

Mi padre era un hombre serio, pero en la mesa, o mejor, la sobremesa, le gustaba contar chistes y anécdotas. Era una de esas personas que se ríe antes de terminar de contar el chiste, tentado con su propio relato. Pero en general, era serio. Era político. Se ganaba la vida como almacenero, en un pueblo donde había solo dos almacenes. Teníamos casi un monopolio en ese pueblo de 3.000 habitantes, en el sur de La Rioja. Pero a los siete años nos fuimos a vivir a Mendoza. Allí conocí el asfalto, la luz eléctrica, el cine… y años más tarde, las sopas en cubito, el café instantáneo y la tv. El año 1958 mi padre fue electo diputado nacional. A partir de allí solo fue una visita en mi casa. Deambulaba entre La Rioja, su provincia representada, y Buenos Aires, su base operativa y, claro, Mendoza, donde estaban su mujer y sus siete hijos. Siguió siendo un hombre serio, pero algunos de mis primos lo recordaban como muy dicharachero. Retenían de él su risa y sus anécdotas. Tras tres o cuatro años de ir y venir, cayó enfermo. Poco tiempo, la política y las decepciones le habían borrado la sonrisa. Cuando él murió yo tenía 13 años, y aun no me había dado cuenta que ese muerto era un desconocido.

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Paula Ancery

PAPÁ LO SABE TODO

¿Los halógenos? Flúor, cloro, bromo, yodo. ¿Y las valencias? 1, 3, 5 y 7. Papá es químico y pretende hacerme aprender la tabla periódica de memoria, a la edad en que a otras nenas les enseñan a cantar o a decir versitos. Yo tengo cuatro años y eso es todo lo que aprenderé. Cuando me llegue el momento de aprenderla de verdad, en la secundaria, la profesora será una chanta y yo habré decidido que, para los profesores chantas, no estudio. Me copio, porque me importa un cuerno ser una estudiante buena o regular o mala: lo único que no quiero es irme a examen, porque ahí no te podés copiar. Pero todavía voy al jardín, y no sé muy bien en qué consiste que papá sea químico. Sé que trabaja de noche y de día duerme. Se levanta a una hora rara, antes de que mamá, mi hermana y yo cenemos. Se baña, y después se afeita. Para afeitarse deja la puerta abierta y a mí me gusta mirarlo afeitarse. Le pregunto si en el trabajo tienen camas para dormir, porque me parecería lógico que, a los que les toca trabajar a la noche, ya que les ponen ese horario, los dejen dormir. Me dice que en el trabajo tiene que trabajar y que, si se duerme, lo echan. No sé qué es echar, pero entiendo que no puede dormir. Un día de un fin de semana me lleva con él al trabajo. Es un día raro porque vamos de día. Papá no va a trabajar, sino a hablar unas cosas con sus compañeros. Él me tiene de la mano y algunos compañeros suyos, que sí están trabajando, me rodean y me preguntan cuántos años tengo. Digo “cuatro” y les muestro cuatro dedos de mi mano libre. Me sonríen, pero yo les tengo miedo porque tienen casco y no estoy acostumbrada a estar rodeada de hombres. Me regalan plaquitas de plástico, palitos de plástico y letras de plástico de muchos colores. Papá trabaja en el laboratorio de una fábrica de plástico y su especialidad es sacar los colores que piden los clientes. Por ejemplo, existen tres clases de rojo: el rojo Marlboro, el rojo Eveready y otro que no me acuerdo. Para mí existe un solo color rojo; uno solo de todos los colores. Con el tiempo entiendo un poco más. Papá sabe muchas cosas porque fue al Industrial. Por eso, además de trabajar, sabe construir nuestra casa. Ya no trabaja más de noche, yo no voy más al jardín. Voy a la escuela, a la tarde, y al ratito de que yo vuelvo de la escuela, llega papá. Mamá, que va a la escuela a la misma hora que mi hermana y que yo, le deja a papá preparado el montoncito de arena, de cemento y de cal.

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Papá les echa agua y prepara la mezcla. Y pone ladrillos o revoca o hace las vigas, que se hacen con unos escombros que antes picó mamá. Cuando papá hace las vigas, yo veo que además de todo lo que sabe tiene muchísima fuerza. Me encanta mirar cómo papá hace la mezcla. Ya no lo veo afeitarse porque se afeita antes de que yo me levante. Ganamos el Mundial y vemos cómo todos los vecinos se van a Adrogué a festejar. Le digo a papá que nosotros también vayamos. Me dice que no. Insisto, porque no vamos nunca a ningún lado. Sigue diciendo que no. Le pregunto por qué y me dice que están matando gente. ¿Están matando a la gente que va a Adrogué a festejar? ¿Y él cómo sabe, si estamos en casa? No, no están matando a la gente en Adrogué. Pero no podemos ir a festejar nada porque están matando gente en otro lugar. No entiendo, pero papá sabe tantas cosas que es normal que yo no le entienda, como lo de los tres rojos. “Pá, ¿qué comen las plantas?” Y papá sabe. “Pá, ¿para qué tenemos uñas?” Y papá sabe. “Pá, ¿por qué si vamos caminando, la luna siempre queda adelante nuestro, no la pasamos nunca?” Y papá sabe. A veces no le entiendo lo que me contesta. Pero sé que me está diciendo las cosas como son, sólo que yo soy chica. A mamá siempre le entiendo, pero ella está para otras cosas, no para los números ni la naturaleza. Además, mamá es maestra y sabe explicar. Para lo que entra en el campo de lo que sabe papá, siempre es una garantía saber que él sabe, aunque yo no siempre lo entienda. Ahora tengo ocho años y la maestra nos va a dar el boletín por primera vez en tercer grado. Como es la primera vez, cita a todos los padres para dárselos uno por uno y explicarles cómo andan sus hijos. Mamá no puede ir porque a esa hora ella también está en su escuela, con sus alumnos. Papá pide permiso para salir antes del trabajo, y va él. Salimos a la calle y me dice que no tengo que ser orgullosa. ¿Qué es orgullosa? Me lo explica, pero no le entiendo. Llegamos a casa y le pregunto a mamá qué quiere decir orgullosa. Se ve que mamá se enoja y le dice a papá que me diga la verdad de lo que le dijo la maestra. Vuelve papá y me dice que tengo problemas en matemática. Me da un ataque de terror. Nos están enseñando a dividir y a mí no me gusta, no me gusta como cuando hacemos oraciones o estudiamos cosas de estudios sociales. Pero yo no tenía la menor idea de que fuera una mala alumna en matemática. Durante varios días me pongo a practicar rabiosamente cuentas de dividir en casa, más allá de los deberes que da la señorita. Me invento cuentas yo sola y después, para corregirme, hago la prueba de multiplicar y no me quedo en paz hasta que no me salen todas las cuentas perfectas: las de dividir y también las pruebas. Pero estoy frenética y en vez de aprender cada vez más, me equivoco y borro y tacho cada vez más. ¿Y papá tenía miedo de

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que yo fuera orgullosa por esto? ¿Qué es ser orgullosa? ¿Y qué voy a hacer cuando me tomen examen en la escuela y no pueda tachar ni tardar tanto como cuando practico en casa? A veces lloro sola sobre mis hojas de practicar, cuando no me ven. Hasta que mamá me ve. Entonces viene papá y me dice que lo que la maestra en realidad le dijo fue que yo escribía muy bien. Pero ya es tarde. A esta altura, eso sólo puede significar que si escribo muy bien es porque divido muy mal. Ya estoy convencida de que no sirvo para los números: el año siguiente, cuando me enseñen a dividir por dos cifras, llegaré al extremo de borrar tanto en el cuaderno de clase, en la escuela, que se me hará un agujero en la hoja, seré la única a quien se le hizo un agujero. Los chicos se acercan a mi banco a mirar mi cuaderno porque no pueden creer que tan luego a mí, que soy tan buena alumna, me haya ocurrido semejante percance. La maestra me perdona y me da permiso para hacer algo inaudito: arrancar la página y volver a copiarla. A mí lo mismo me duele en el alma porque, aunque nadie me rete, igual he llegado a estar muy orgullosa – ahora ya sé lo que significa – de mi condición de buena alumna. Acabo de empezar a recorrer un camino un poco largo, porque me llevará varios años admitir en mi fuero íntimo que papá, en realidad, no sabe tantas cosas. Por ejemplo, no sabe hablar. No puede expresarse. En el tramo más doloroso de ese aprendizaje habrá un período en el que creeré que no es que no sepa, sino que lo que no le sale, porque no quiere, es hablar conmigo. A veces, todavía lo pienso por unos instantes, hasta que la evidencia más elemental me demuestra que no, que papá solamente puede hablar con mamá, y eso no sin necesidad de que ella a veces lo rete como si fuera un alumno. Eso sí: todavía puedo dividir por más de una cifra sin usar calculadora.

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Raúl Bareño

EDITOR PRIMARIO

Noche. Tarde. La madrugada tienta, o acecha, según la lectura que cada uno haga. La redacción del diario está en ebullición plena, en contraste con la calle y la ciudad. La música de fondo es el golpe de las teclas que se estampan sobre el papel que cubre el rodillo, y en un rincón el tono más afinado, el de las teletipos, que tienen una autonomía que no logro entender pese a que puedo leer. En uno de los tantos escritorios dispuestos en la enorme sala de techos altos y humo de cigarrillo denso, está - como todas las noches - quien sin proponérselo ni imaginarlo me sumerge en ese ámbito del que nunca saldré. Por elección propia claro, pero con un guía que me mostró que ese era el camino propicio para crecer y desarrollar lo que sin tener conciencia me atraía y me atrapaba. Resignaba juegos, reuniones con amigos y distracciones personales también alguna hora de estudio con artilugios que da la ventaja de tener padres separados - para dedicarme a lo que realmente me gustaba, ser editor-corrector de lo que escribía aquel guía, que no era otro que mi progenitor, en el diario El Día, de Montevideo. Observaba alucinado - en aquel tiempo hubiera dicho maravillado cómo llamaba por teléfono a sus fuentes de información y tomaba notas en un jeroglífico digno de ser descifrado solamente por él. Llenaba tres o cuatro hojas tamaño oficio - hoy rebautizadas globalmente como A4 con garabatos enormes que estaban más cerca de un cuadro surrealista que de una hoja de lectura. Una vez lograda la información que buscaba, testimoniada entre lo garabateado y el respaldo inequívoco que aportaba su memoria, con una sonrisa cómplice y una palmada en el hombro, me guiñaba un ojo y se encaminaba hacia la oficina del secretario de redacción. Ahí iba solo, yo me quedaba al lado de su escritorio y lo miraba como detrás de las mamparas de vidrio sin cortinas vendía su nota. Trataba de imaginarme el diálogo y lo lograba, hasta tal punto que siempre acertaba cuando una noticia podía interesar, o no, para la portada. Con el tiempo, la práctica primero y el oficio después, entendí lo que en ese momento parecía una utopía: escribir según la cantidad de espacio que el secretario de redacción le estipulara. No era un capricho, la

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medida estaba supeditada a las diversas variantes que conforman un diario: publicidad, fotos, títulos… Era lo mismo escribir sobre una noticia una hoja (cuartilla la llamaban) que diez. Me maravillaba la habilidad para sintetizar o estirar que tenía ese periodista, para después someterse a la tarea de titular en un marco inflexible; todo era con medidas que no permitían alejarse un ápice de lo marcado. Ya adulto, en cada ocasión que entré a cada una de las salas de redacción por las que he transitado, no dejo de ver la imagen de quien me llevó de la mano, me sentó frente a una máquina de escribir, colocó un papel en blanco (algo que genera un cuasi pánico escénico) y me dijo algo que también es válido hoy: "Bueno, ahora es tu turno, escribí cómo empezaste en esto".

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Mirta Linda Saiegh

COSAS CON PAPÁ

Tengo pocos años como para entender qué es la muerte y mucho menos si ningún adulto cree que me tiene que explicar algo. “Los chicos no tienen que sufrir”, “mejor que no vean”, “mejor que no esté presente” “no la lleven al cementerio”, “va a ser triste para ella”... Y cómo hacía yo para entender que ya no estabas, de un momento para otro, súbitamente, con tu corazón quebrado por el rayo del infarto... Yo que era la que más mimabas, por ser la menor, porque te agarré de grande y porque me ponías en la falda todas las noches mientras cenabas. Y me consentías en lo que te pedía. Me alzabas, con tu cuerpo grandote, cuando nos metíamos en el mar y las olas grandes de Mar del Plata no me asustaban por que tus brazos fuertes me sostenían. Cómo entender que de un DÍA para otro no iba a estar más tu mano grande cobijando mi mano chiquita, tu silbido al llegar a casa, el espiarte cuando te afeitabas y yo mirándote desde la puerta del baño pedía que vuelvas a jugar y con la brocha con espuma, me pintabas de blanco la nariz. Cómo entender que me quedé sin vos cuando empezaba esa edad donde nos ponemos grandes, cuando el número de cumpleaños se empieza a escribir con dos cifras. Los 10 años parecen muchos, hoy me parece que eran demasiado pocos para entender por qué la muerte había rasgado mi vida, como se rasga la tela cuando se hace el ritual que, por considerarme chica, no me hicieron. Siempre sentí que el dolor y tu amor quedaron siempre marcados igual.

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Cecilia Mosto

COSAS CON MAMÁ

Allí. Ella estaba allá de la manera en que yo quería que estuviera acá. Allá, ella era espléndida. Linda. Maquillada. Perfumada. Elegante. Divertida. Ponía música. Bailaba. Acá se extinguía. Cuando ella estaba acá yo necesitaba distraerme. Pensar en otra cosa. Sacar la cabeza por la ventana. Cuando estaba allá no dejaba de mirarla. Muy chica, un rito. Tomaba uno de sus libros. Siempre el mismo. De su exquisita y costosísima biblioteca. También me servía whisky, de su bar, en uno de sus vasos de whisky, con el vidrio trabajado muy particularmente y exclusivamente para esa bebida. Imposible tomar otro líquido ahí adentro. Me sentaba en uno de sus confortables y preciosos sillones rodeada de obras vanguardistas que colgaban de manera perfecta sobre las paredes. Allí, cómoda, abría, olía recorría, “The face of the nude” (no te olvidaría nunca). Sentada, sola, en el living más lindo que conocí, donde ella recibía a sus amigos con una naturalidad y satisfacción infinita, tenía mi esperado encuentro con el deleite sexual que increíblemente se producía a través del arte, y el arte, oh casualidad, era ella allá. Ella allá con muestras, pintores, museos. Yo acá, en allí, mejor sin ella (ella conmigo se extinguía), porque… mientras tanto, me encendía con los desnudos en la pintura y con un whisky. Éste, amigos lipeños, es el mejor espacio que pude construir entre ambas, a partir de lo que ella hacía, espacio que ella no conoció nunca.

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Mariangeles Soules

Papá era Técnico-Mecánico-Electricista, se especializaba más que nada en reparar radios y heladeras, aunque tenía los conocimientos para reparar cualquier artefacto eléctrico, trabajaba de la mañana a la noche ya que él solo mantenía la casa porque mamá no trabajaba afuera para poder encargarse de los cinco hijos, que aunque de diferentes edades todos teníamos la necesidad de tenerla presente y además cuidaba a mis abuelos paternos y le gustaba mucho hacer quinta y criar conejos y gallinas, cosa que le ocupaba bastante tiempo pero siempre se repartía para hacer todo. Pero no voy a hablar de mamá sino de papá, él se levantaba todos los días de lunes a sábado a la madrugada para ir a trabajar a la fábrica de las gaseosas más ricas que conozco aunque bastante nocivas para la salud, allí se desempeñaba como mecánico de heladeras y salía con otro compañero a recorrer los negocios que vendían éstas gaseosas y los cuales tenían en préstamo las heladeras otorgadas por la fábrica, quizás los mayorcitos de mi edad las recuerden que eran con el mismo formato de algunos freezer modernos, un enorme aparato con tapa arriba. Cuando salía a las 16 hs. todos los días pasaba por casa a tomar mate con mi madre, infaltable, y luego podía ser que se fuese a hacer un service a domicilio o se instalaba en el taller para reparar alguna radio o lavarropa o alguna heladera que le habían traído. No lo volvíamos a ver hasta la hora de la cena y muchas veces después de cenar también iba otro rato al taller para poder terminar a tiempo con lo que estaba haciendo para lograr repararlo en el tiempo estipulado y entregarlo como lo había prometido a sus clientes. Eso sí, los domingos siempre le gustaba quedarse un rato en la cama hasta la hora de almorzar, era el único día que descansaba un rato y a la tarde siempre salía con nosotros a tomar mate a la playa o algún parque, no importaba si estaba frío, igual salíamos y nos quedábamos dentro del auto, pero él decía que el mar o los árboles le daban el descanso mental que necesitaba para seguir durante la semana. Y aquí viene lo que recuerdo como anécdota, aunque quizás no es referente al trabajo en sí, sino a su humor. Teníamos un vecino que todos los domingos se levantaba bien tempranito y ponía la música a todo volumen y papá varias veces le pidió si eso mismo lo podía hacer un poco más tarde porque era el único día que podía descansar, a lo cual cada vez que papá le hablaba sobre esto le respondía que él se acostaba y se levantaba como las

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gallinas y que además estaba en su casa y en su casa hacía lo que quería, así que apenas salía el sol se ponía a trabajar en su casa que la estaba construyendo y a escuchar su bendita musical. Papá era un hombre pacífico, educado y no le gustaba para nada estar discutiendo por lo que un domingo a la noche, nos mandó a dormir a casa de mi abuela y puso unos parlantes super gigantes enfocados para la casa del vecino a la una de la mañana y se puso a reparar una radio vieja de esas de válvulas que hacían descarga y un ruido espantoso, obviamente el vecino vino a golpear la puerta y a protestar que no podía dormir y que se tenía que levantar al otro día para ir a trabajar, a lo que papá le respondió que él no se acostaba como las gallinas y que además estaba en su casa y en su casa hacía lo que le daba la gana y a la hora que le daba la gana, Bueno, en resumidas cuentas mi vecino siguió levantándose los domingos a trabajar en su construcción pero nunca más volvió a poner la música fuerte antes del mediodía.

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María Ester Arnejo

COSAS CON PAPÁ... SIN PANTALLA

El apoyaba el estetoscopio en el lado izquierdo de mi panza, caminaba hacia el otro lado de la camilla y lo apoyaba del lado izquierdo. Volvía una y otra vez sobre sus pasos y auscultaba nuevamente. Su rostro siempre inexpresivo. Pocas palabras, las suficientes y a veces menos: mirá, yo siento dos latidos. Uno acá y otro acá, señalando el lado derecho superior y el lado izquierdo inferior de mi panza, bastante grande para el tiempo de mi embarazo. Cada semana el mismo ritual, yo acostada en la camilla y él de un lado a otro auscultando con su estetoscopio de madera. Sin pantallas de ecografías, solo su oído clínico y ese amplificador de sonidos, de latidos. Serían dos o sólo uno, no volvió a mencionar esa duda y yo tampoco me atrevía a preguntarle. Ya de siete meses y medio fuera de todo riesgo, de nuevo en la camilla, esta vez de la sala de rayos. Lo veo venir diciendo: Viste, chiquita... son dos... miralos. Uno acá y otro acá, señalando las columnas vertebrales como paréntesis en una placa de radiografía. Emoción, abrazos, sí, sí abrazos él y yo. Avisar a mi marido, a mis hermanos, mis amigos. Festejar. Buscar otro nombre. ¿Qué serán? ¿dos nenes? ¿dos nenas? ¿uno y uno? Tampoco había pantallas de diagnóstico por imágenes para saberlo. Él me decía que no iba cumplir los nueve meses, que seguro que se adelantarían. Pero no fue así, los días pasaban y ellos muy cómodos, ni señales para nacer. Hasta que los análisis clínico y de laboratorio indicaron que ya era necesario que nacieran. No se podía esperar más. Él tomó la decisión de hacer la cesárea él mismo. Ese día la central de trabajadores había anunciado paro general, las enfermeras estaban amenazadas si se presentaban al trabajo. Entonces todos los médicos del Sanatorio del cual él era el director se ofrecieron a ayudar. Otra vez en la camilla, ahora del quirófano. El anestesista me hizo encorvar lo que la panza me permitiera y aplicó la peridural, que me anestesiaba de la cintura hacia los pies. Podría presenciar el nacimiento. Sentirlo. Me entregué con la seguridad que brinda el amor. Pese a que la noticia de que no sería parto natural me hacía sentir cierta frustración como madre. Al mismo tiempo valoraba la actitud de mi padre abriendo mi cuerpo y salvando la vida de mis hijos y la mía propia. Sentí amor profundo, amor verdadero, amor entrega, amor

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compromiso, amor responsabilidad, el amor en todas sus formas y significados. No tengo noción del tiempo transcurrido, sentí que nació Ricardo, dos kilos cien y que necesitaba que lo reanimaran pero estaba bien, me lo aseguraron, me lo acercaron y lo besé, inmediatamente vino María Laura, dos kilos cuatrocientos, con la placenta como un velo adherida a su cuerpo. La partera pronosticó que los niños que nacen así son especiales. Me la pusieron un ratito conmigo y también se la llevaron. Luego comenzó el operativo “bordado” como bien me dijo una de las médicas, por la prolijidad de la sutura que él me estaba haciendo. Poco a poco y a medida que él iba dando las últimas puntadas, los médicos que lo acompañaron se fueron retirando hasta quedarnos solos, él y yo en silencio, en la más profunda intimidad. Una combinación perfecta de alivio, felicidad y gratitud.

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Dicky Schefer

COSAS CON PAPA

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Mi viejo era ingeniero especializado en la construcción de molinos harineros, cosa que le enseñaron en su tierra natal, cerca de un pueblo de la revolución industrial que se llama Rochdale. Un día pasé por allí con él. También me llevó a visitar molinos impecables de acá en donde entraba trigo y salía harina 000 y también 0000. Alguna vez me llevó a ver sus presentaciones con el novedoso, entonces, carrusel de slides Kodak, a grupos de señores grandes, serios de los que no se rían, todos con traje y corbata. Más me acuerdo de sus viajes: todas esas despedidas en Ezeiza donde siempre me regalaba chocolates y caramelos, y luego de mucho tiempo, sus regresos con juguetes ingleses fantásticos, y también heladeras americanas y waffleras para la casa. Ah, y bolsas de 'bazooka'. Siempre se reía y era muy sociable y divertido con los grandes. Otra vez vino a ver un partido de rugby de los sábados, y otra vez pescamos mojarritas en un arroyito durante media hora. También jugamos al golf la copa 'padres e hijos'. Una vez a los 18 lo acompañe a un viaje de negocios que duró un mes. Lo pasé muy bien con las chicas que me presentaron. Ya de grandecito, paseamos por toda la UK y fue un placer conocerla con un nativo ("vení, vamos a los lugares lindos donde no van turistas"). Dormíamos en hoteles rascas para hacerme la pata. Ya cumplí la consigna.

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Comentario general, si se es permitido (si no, borrenlo o me dicen y lo borro). En lo que va de la consigna vengo leyendo historias y sucesos que no habia ni leído en la ficción ni visto en el cine, ni escuchado nunca. Grossos Lipeños

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David Haskel

COSAS CON PAPÁ - LA COMPOSICIÓN

¿No era suficiente con que en el ómnibus viajaran todos chicos de otras escuelas, todos desconocidos y todos con cara de infelices? ¿También era necesario que no funcionara la calefacción y que el lugar a donde nos trajeron quedara tan, tan lejos? Pero bueno, llegué y aquí estoy. Es un teatro. Los reflectores disparan sobre el escenario rayos de luz plateada, tan fría que te lastima. Y allá en la penumbra, ese mar de cabezas redondas y engominadas parece una calle de adoquines mojados en una noche de invierno. ¿De dónde habrá salido tanta gente? La maestra fue muy precisa: cuando digan mi nombre tengo que subir por esa escalera lateral al escenario. Por suerte no tengo que decir nada. El guardapolvo está tan almidonado que parece de cartón. El cuello duro de la camisa me raspa el pescuezo, y el nudo de la corbata está demasiado apretado. Tengo muchas ganas de hacer pis, tengo miedo de mojarme en los pantalones. Eso sí que sería el fin del mundo. Sólo eso me falta. Hace frío y siento calor. Todo junto. “David Haskel. Escuela No. 12, Domingo Faustino Sarmiento, Villa Adelina”, trompetean los parlantes. Ése soy yo. Ésa es mi escuela. Ésa es mi localidad. Hora de ascender al cadalso. Los peldaños están lejos unos de otros y mis piernas están temblorosas. Resbalo, o me tropiezo, quién sabe. Por suerte me incorporo enseguida. Me miro con pánico. No hay manchas en el cartón blanco, menos mal. Y la caída no se notó, porque estaba fuera del alcance de los reflectores delatores. Al fin se terminan las escaleras. Por un momento parecía que les brotaban cada vez más escalones, cada vez más alejados uno del otro. Todos de madera fría y sucia. Siempre sin pintar.

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Bueno, ya está. Llegué al escenario. Tengo la cara roja como un tomate. Las orejas me pían y me queman. Los adoquines me observan mientras camino como puedo hasta dónde está ese señor con mucha panza y bigotes negros. El señor dice cosas. Me coloca una medalla en el cuello ardido y me extiende la mano. Yo observo todo desde arriba, tal vez en mi primera experiencia extracorpórea. Mis manos cobran vida propia y acuden al rescate: una, sudada, estrecha la mano del barrigón; las dos se posicionan para recibir unos libros que ni pedí ni quise ni me interesan ni merezco ni leeré jamás, lo juro. Fue una fecha patria. Vaya uno a saber cuál. El 9 de julio debe haber sido, o el 25 de mayo. O el 20 de junio. ¿En cuál de las tres hace más frío? Y todo porque la estúpida maestra se cree que yo redacto bien. Porque le pongo un montón de palabras largas, el infaltable “cuando hubo terminado” — que se ve que ningún otro pibe se avivó de usar — , y coloco prolijamente todos los acentos en su lugar. Si hacés eso, listo. Podés poner cualquier imbecilidad y la tarada se va a creer que todo lo que decís, siempre y cuando no falte el “cuando hubo salido”, es muy ingenioso e importante y te va a poner un “¡Excelente!” o un “¡Muy bien 10 felicitado!” en el margen del cuaderno. Tengo una colección de excelentes y de muy bienes dieces felicitados, uno por cada estupidez o “composición”, como le llaman las taradas a esas estupideces que cada tanto nos hacen escribir. Y por ser el alumnito “diez”, cuando hicieron un concurso a nivel municipal o provincial o lo que corno fuese de composiciones referidas a la fecha patria en cuestión, la tarada me llama a mí y me dice que yo tengo que representar a la escuela y que seguro vamos a ganar. Cuando te sigue la yeta, te sigue la yeta: además de ligarme esa bazofia para escribir, a la tarde me quedo en casa en vez de salir a jugar con los pibes a la pelota, tratando de que se me ocurra algo. Y nada. No se me cae una sola idea. Soy plenamente consciente de que esta vez las palabras largas, los verbos raros y los acentos prolijos no van a alcanzar. Por la noche, y ya al borde de la desesperación, tomo una decisión desesperada.

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“Pa, ¿me ayudás con esta redacción que me pidieron? No se me ocurre nada”. Y ante la consigna, el Doctor Háskel — él le pone acento al apellido; yo no; hay formas sutiles de revanchismo — no puede con su genio: “Traé el cuaderno y sentate ahí. Yo te voy a hacer ganar ese concurso”. Me lo tengo bien merecido. ¿De veras pensé por un momento que entendería que sólo buscaba que me tirara una punta, una idea para zafar, nada más? Hasta las comas me dicta el Doctor Háskel, el del acento en la á. Hasta si el punto es punto seguido o punto aparte me tiene que decir. Hierven. Las orejas me hierven. Fue no recuerdo si un tercer premio o una mención de honor. Y seguro que a los que ganaron no les dictó ningún erudito. “Algunos de esos pibes y pibas le ganaron al Doctor Háskel. ¡Ja!” Aunque nunca fueron míos, a esos libros chotos de mierda los doné a la puta biblioteca de la reputa escuela.

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Jorge Pailhé

Recuerdo a mi viejo inclinado sobre el tablero trazando con infinita paciencia sus planos en una tela, manejando con habilidad un plumín que metódicamente mojaba en un frasquito de tinta china. Casi todas las tardes se ponía a trabajar en la vieja casa de Villa Pueyrredón mientras escuchaba tango en el Winco. El panorama se completa en mi memoria con el fondo de la pared empapelada. Una pared alta, ya que el techo un poco descascarado estaba bien arriba. Mi viejo era agrimensor. Los agrimensores son profesionales que hacen mediciones en una superficie determinada para subdividirla. Sólo la firma de un agrimensor da sustento legal a una división de un terreno. El principal elemento de trabajo de los agrimensores es un aparato de alta precisión que se llama teodolito, nombre que daba lugar para que en algún asado un tío medio borrachín se considerara cómico jodiendo con frase del tipo "¡cuidado con el teodolito de Horacio!", etc. Estos planos correspondían a la actividad particular; por la mañana, el viejo laburaba en la Municipalidad de Buenos Aires. Siempre tuvimos en claro que el día que el viejo no pudiera trabajar más, se iba a morir. Por eso siguió laburando después de jubilarse. El problema empezó cuando los infartos cerebrales se le fueron multiplicando, privándole cada vez más de posibilidad de razonamiento. Las últimas gestiones "en el terreno", como le gustaba decir a él (que consistían en tirar una cinta para medir la superficie a subdividir, etc.) las hizo con algunos de nosotros. Ya sabíamos que no lo podíamos dejar solo. Así y todo, agradezco a los últimos clientes que tuvieron la decencia de cambiar de profesional ante los fracasos de mi padre, en lugar de hacernos una demanda por los gastos que habían originado los trabajos. Una de las últimas perlitas que nos dejó el viejo como profesional me tocó vivirla a mí, y fue un simple, simplísimo diálogo con el cliente. CLIENTE: - Agrimensor, ¿tiene fax? EL VIEJO, SERIO Y CONVENCIDO: - No, tengo CUIT.

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Federico Cahn Costa

La historia del papá de Mariángeles Soule me trajo el recuerdo de otra del mío. Como ya conté en el encuentro, mi viejo era locutor y sus horarios eran muy raros. Solía trabajar en transmisiones o en fiestas empresarias que terminaban muy tarde. A la mañana dormía hasta bien entrada la mañana muchas veces. Muy temprano pasaba por la puerta el lechero haciendo su reparto y paraba el camión frente a casa y gritaba a voz en cuello "¡¡¡¡LEEECHEROOO!!!!" e indefectiblemente despertaba a mi viejo de su sueño. Varias veces mi mamá le pidió que no lo hiciera pero sin éxito. Un día mi papá, ya cansado de estos despertares, se asomó al balcón y con su vozarrón le dijo con gesto entre enojado y divertido: "Escúcheme, si vuelve a gritar otra vez y me despierta, cuando yo vuelva a la noche de la radio a eso de la una o dos de la mañana, voy a pasar por su casa y le voy a gritar '¡¡¡¡LOOOOCUTOOOOORRRRRR!!!!" Los dos se rieron de la ocurrencia, pero el buen hombre no volvió a vocear su oficio en nuestra cuadra.

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Claudia Castañeda

MI VIEJO, EL DIBUJANTE, EL PINTOR

El Toto - así le decimos a mi padre; incluso mis hijas, todavía, lo llaman Abu Toto - siempre, en sus ratos libres, fue un eterno buscador de trazos y de colores. Un creador nato, el tipo. No hay casa propia, de mis hermanas o suya y de mi madre, en el que no haya en algún ambiente alguna pintura o algún dibujo del Toto bellamente enmarcado y cuidado como un valioso tesoro. Es el estremecimiento de orgullo ante mis amigos y amigas que visitan mi casa y mientras admiran un cuadro y preguntan de quién es, la respuesta salga con el pecho henchido de orgullo: “de mi viejo”, “de mi abu Toto”. Hace unos veinticinco años, me acuerdo que nos mudábamos con el padre de mis hijas - el primer intento de convivencia - a un dúplex muy cómodo a unas ocho cuadras de la casa de mis viejos. Recuerdo que en un día amontonamos todo en la planta baja del dúplex, cenamos algo y subimos a dormir. Al día siguiente, cuando me desperté y bajé, confieso que semejante despelote me perturbó y salí disparada una fría mañana de junio a tomar mates con mi padre, como única salida desesperada de huir de semejante desorden. Mientras yo le cebaba mates, él, frente a su caballete, matizaba colores desde la madrugada. Era la primera pintura que tendría un lugar privilegiado en mi nuevo hogar.

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Cecilia Gómez Nale

COSAS CON PAPÁ Y MAMÁ

Papá era un tipo medio raro. Era un genio; y afirmo esto sin Edipo que se interponga, porque tengo razones muy concretas para tal afirmación. Y como todo genio, estaba un poco loco. Siempre que el tiempo libre se lo permitía o que la misma circunstancia lo obligaba, se le ocurrían ideas interesantes que llegó a desarrollar o que terminaron desarrollando y perfeccionando otros. Tan es así, que en 1969 viajó por sus medios a Tokio y desafió a los japoneses de Hitachi con la irreverente teoría de que las torres de enfriamiento que se usaban para refrigeración podían gozar de un mayor rendimiento si se utilizaba otro tipo de gas refrigerante. No sólo les espetó en la cara el estar equivocados, sino que lo hizo en un inglés precario, casi de troglodita, sostenido solo por las fórmulas que empleó en su presentación. Si no hubiera sido porque mamá estuvo presente, habría creído que se trataba de una de las tantas fantasías con las que su locura terminó invadiendo su realidad. Así fue como el tipo volvió a Argentina con la licencia para fabricar y comercializar los productos Hitachi de ese segmento de la empresa. Papá nunca podría haber elegido mejor su especialidad: era un tipo bastante frío. Pero eso lo descubrí después, porque cuando era chiquita solía ser muy cariñoso y entabló un vínculo de complicidad con su hija mujer que le mezquinó a su hijo varón. Así fue como por las noches, me hacía destornillar de risa con las historias del pirata “Caquita Verde” a quien todo, todo, todo le terminaba saliendo mal. Yo creo que en algún viaje largo de esos que hacía a Japón, le debe haber contado a algún vecino de asiento los relatos que compartía conmigo y si había un productor de Hollywood escuchando, esperó a que naciera Johnny Depp para que interpretara a Jack Sparrow. Jack Sparrow ES Caquita Verde… Cuando le pedía explicación de algo, intentaba ser lo más concreto posible, porque él había sufrido la burla de sus amigos cuando mi abuelito le respondía cualquier cosa con tal de no decir “no sé” a algo que le preguntara mi papá. Después, él iba y repetía un conocimiento apócrifo y venía el escarnio. Él me dijo “no sé” a muchas cosas que no sabía. La vez que me dijo “sos muy chiquita para entenderlo”, repliqué “soy chiquita pero no tonta; así que vos explicámelo de una manera que lo

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pueda entender y lo voy a entender.” Y lo entendí. No por sagacidad prematura, sino porque encontró las palabras adecuadas. Antes de sorprender a los nipones con su planteo, ya había manifestado algún esbozo de genialidad: a los veinte años se distendió los ligamentos de una rodilla, lo enyesaron y cuando le cortaron el yeso con la tijera, se quedó pensando… Poco después patentaría su primer invento, que es esa sierrita doble que gira a una velocidad tal que no corta la piel. Muchos años más tarde de este invento - incluso muchos más de cuando sorprendió a los japoneses - y aburrido en terapia intensiva, pidió un lápiz y un papel. Lo encontré, mostrándoles a varios cardiólogos que lo trataban por su infarto, el proyecto de un “demoledor de ateromas” basado en el mismo concepto que ideara para cortar los yesos. El gran problema que tenía era que en ciertos casos buscaba una excelencia tal, que si no llegaba a aproximarse a la perfección, nunca completaba esos proyectos. Y hasta que yo fui un proyecto de mujer, estuvo muy cerca; sin embargo de a poco fue tomando distancia. En mi niñez me parecía mucho físicamente a él, pero hacia la adolescencia fui adquiriendo el fenotipo de mi lado materno. Cosa que a mí me iba gustando, porque siempre había escuchado decir que mamá había sido la mina más linda de Rosario. Habrá sido que ellos ya no se llevaban del todo bien - y sobre todo cuando se terminaron llevando del todo mal - y porque yo me había convertido en un amargo recordatorio de mi madre que se empezó a alejar de a poco, hasta alejarse del todo. Mamá había sido profesora de castellano y literatura hasta que nació mi hermano. Me indujo a descubrir el mundo de la lectura y del cine y forjó gran parte de mis gustos por esas artes y también por la música. Podía cantar tan a la perfección una canción de los Beatles, como el más meloso de los boleros. Pero si había algo que la hipnotizaba era el jazz. Y ya separada de mi padre fue cuando me llevó con ella a escuchar a distintas bandas (incluso a veces dos, en una misma noche), en las que yo me descubría moviendo el cuerpo sobre la butaca al ritmo del instrumento que soleara. Fui su compañera de recorridas nocturnas y anfitriona inesperada de zapadas en casa, cuando de tanto asistir a recitales, mamá terminó haciéndose amiga de los músicos. Y su hija, con el correr de los años, cantante de música negra. Me hablaba en francés y se bancaba mis gruñidos en castellano como respuesta, intuyendo que algún día abrazaría la lengua gala con la misma pasión que ella. No se equivocó: el único título del que puedo

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hacer ostentación es del de traductora literaria de francés, después de mucho deambular por estudios inconclusos. Ya de más grande, llegó la hora de compartir viajes y destinos insólitos, de los que guardamos fotos y anécdotas. Ella siempre fue muy histriónica y bastante distraída. Con lo cual, terminaba encontrándose en situaciones embarazosas de las que me veía obligada a rescatarla. Y nunca fue de callarse nada, con improperios incluidos. Resultaba - y resulta aun hoy - desconcertante ver salir de esa boca tan armoniosa, palabrotas tan desafinadas. Hay momentos muy vívidos con mamá en mi infancia, que se convirtieron en tradiciones también para mis hijas: los bombones de Quaker para los cumpleaños, el postre de galletitas Lincoln en alguna ocasión importante y el arroz con higaditos de pollo como parte de la diaria. Incluso hay registros de mis primeras incursiones en la cocina junto a ella. De esos instantes compartidos están los que rememoramos al mirar fotos, aun de aquellos que forman parte de mi genealogía y que no llegué a conocer. Y hay muchos de los nuestros, captados hábilmente por el ojo de papá primero y por algún fotógrafo ocasional después. De los compartidos con papá la mayoría queda en mi memoria, porque él siempre eligió estar detrás de su cámara de fotos o de su filmadora Super 8. Registrados o no; más actuales o más antiguos, los que no son en blanco y negro están cubiertos de un tinte sepia que solo cobran color al evocarlos.

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Mamá y yo (de tres años) haciendo ñoquis, desde la mirada de papá.

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Caro Barba

Mamá y papá trabajaban en una compañía automotriz, la del óvalo y por lo tanto la mayoría de los autos que teníamos llevaban el famoso logo como hocico. Ambos eran muy reservados con sus trabajos porque sostenían que "eran cosas de adultos" como tantas otras cuestiones, por lo tanto mis recuerdos más frescos sobre el tema que nos convoca tienen que ver con algo mucho más trabajoso que lo que hacían mamá y papá en la compañía. Como si tejieran al crochet, como si tallaran una piedra, como si pintaran la cúpula de una iglesia, preparaban minuciosamente la tarea de educar en la que el "por favor", el "gracias", el "permiso" y el "perdón", eran pequeñas semillas esperando el momento de salir a la luz. No era una tarea fácil porque a veces la reiteración nos molestaba y tenía un eco tan grande que parecía no tener fin, pero ellos no descansaban... Hubo encuentros y desencuentros y por suerte, porque de "ellos" es que uno aprende y se desprende... Un día los tres crecimos y derechos o un poco torcidos nos encontramos caminando por el mismo camino, por el que más tarde elegí llevar de la mano a mis hijos.

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No me gusta subir cualquier video por el sólo hecho de cumplir con la consigna y como no encontré ninguno que representara mi escrito, les comparto esta foto que lo ilustra de manera muy cercana: mamá conmigo y papá con Ro (Ricky vino unos cuantos años después).

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Diana Levinton

- "En esta casa no hay mucama ni sirvienta. ¿De dónde sacaste esas palabras?" Estoy sentada sobre la mesa del comedor, donde mamá me pone como cada vez que quiere hablar conmigo de "cosas serias". Tengo menos de 6 años y mi hermana aún no nació. - "La mamá de x dijo que acá hay sirvienta". Mamá me mira y su voz se torna casi un susurro cuando me dice - "Diana, yo tuve la suerte de nacer en una casa donde mis padres pudieron mandarme al colegio. Pude ir a la facultad y recibirme de médica y de eso trabajo. Esther nació en una familia muy pobre y tuvo que trabajar desde que era muy chiquita. Es ella la que lava, plancha, cocina, mantiene la casa ordenada. Gracias a ella yo puedo ir al hospital a curar gente..." Mi orgullo al darme cuenta de que mi mamá trabaja de curar gente sólo puede compararse con mi agradecimiento a Esther, que lo hace posible. Más de medio siglo después sigo sintiéndome orgullosa de que mi mamá fuera médica y sigo sintiendo agradecimiento hacia las mujeres que me han ayudado para que yo haya podido hacer lo que hago.

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Judith Vainman

LA HIJA DE MAMA Y PAPA

Ser “la hija del doctor” en un pueblo o ciudad pequeña no es sencillo. Y menos aun “del doctor y la doctora”. Mis hijas disfrutan la popularidad de ser “las nietas del doctor y la doctora Vainman” cuando van a Goya. Yo, en cambio, lo vivía como una carga pesada, como algo que atentaba contra mi individualidad y mi “ser yo misma”. Confieso que tenía algunos beneficios, como salir sin dinero porque si necesitaba algo del quiosco, o me gustaba una remera, o me olvidaba de comprar un mapa, tenía el fiado asegurado en casi cualquier comercio. Otra ventaja indiscutible era el conocimiento de términos que no figuraban en el registro de mis compañeros, lo cual me aseguraba cualquier campeonato de ahorcado. Palabras como “otorrinolaringólogo”, “interventricular”, o “septum” eran mis caballitos de batalla. Si para muestra basta un botón, mi tío contaba siempre la anécdota de que, cuando tenía cuatro años, me dijo - Judita, ¿así que estuviste con paperas? y yo le devolví una mirada horrorizada y lo corregí - Parotiditis epidémica, tío. También me permitió ser testigo de los avances de la tecnología desde otra óptica. El primer aparato de “Holter” de papá ocupaba un volumen de medio metro cúbico, al menos. El monitor “portátil” que el paciente acarreaba todo el día grababa la información en una cinta, imaginen el peso y el tamaño y compárenlo con los actuales. En las primeras ecocardiografías, las imágenes se obtenían con una cámara externa al equipo sobre un rollo de diapositivas, que había que revelar, elegir las mejores imágenes y mandarlas a imprimir. Como no era cuestión de experimentar con los pacientes, tuve ecocardiografías, electrocardiogramas y holters cardíacos y de presión realizados con regularidad. También oficié de secretaria, pasando en limpio informes de estudios y armando luego carpetas con sus respectivas imágenes. Y por eso pasé por la máquina de escribir mecánica, la electrónica con la cinta de borrado, la Commodore 64, la 128, los primeros procesadores de textos hasta llegar al Windows 3.0. Juro que en mi adolescencia conocía todas las derivaciones de un electrocardiograma, y dónde colocar los electrodos para cada una. Y a fuerza de ver patrones, podía distinguir casi intuitivamente un electrocardiograma normal de uno con

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problemas. Para mí una especie de triángulo con dos lados rectos y la base arqueada es el símbolo inequívoco de una eco (en un pictionary hecho a medida para un baby-shower descubrí hace poco que las que nacieron con la ecografía 3D carecen de este simbolismo, tuve que dibujar a la mujer con la panza, el médico, el transductor, y no sé cuántos detalles más para que digan “ecografía”). Lo más difícil de la profesión de mis padres siempre me pareció el trato con la gente. La de papá era fácil, la mayoría era gente vieja. A lo sumo había algún padre que dejaba hijos no tan grandes por causa de un infarto. Pero la de mi mamá, ¿cómo hacía para decirle a una madre que su hijo no iba a vivir? Mi hermana siempre le criticó que era fría y algo distante, “desamorada” era la palabra que usaba. A ella le gustaban las madres “pegotosas” como mi tía – que mis primos aborrecían, porque “Dios da pan a quien no tiene dientes”- que te preguntaban todo sobre tu vida, “quién te sacó a bailar” en el cumpleaños de quince y te abrazaban fuerte quieras o no quieras. Yo creo que no tuvo - ¡no tiene! alternativa. Del mismo modo que perdió el olfato, ¿cómo soportar sino, impasiblemente, todos los días, vómitos y otros “regalos” que le dejan los pequeños? También me dejaron cosas que no tienen nada que ver con su profesión: mi mamá, el amor a la lectura, el poder viajar a otros mundos y vivir otras vidas, jugar a ser otra. Si tengo que describir la cuenta-cuentos ideal, es mi mamá, poniéndole el pañal a mi hermana y empezando un relato inventado; le decíamos: “contame la historia de Caperucita Marrón” y una nueva historia, que con la de Caperucita compartía solo que llevaba una caperuza, surgía de su imaginación. Comenzó medicina porque quería ser forense, por su amor a las novelas policiales, aún no sé cómo terminó siendo pediatra. Mi papá estudió medicina porque eso quería mi abuela: el mayor, abogado; el menor, médico. Él quería ser locutor. Y me regaló el enseñarme a declamar, arrodillado a mi lado para estar a mi altura de los 5 años. Me hice tan buena que me encasillaron en el rol y siempre era la que decía poesías y relataba en el colegio. Yo quería actuar, aunque diga sólo una frase, disfrazarme, pero no, era la que recitaba la poesía o relataba los hechos. Nada de “cantar” el versito. Había que ponerle sentimiento. “Puerto de palos, tres carabelas y un sueño enorme que desespera” balanceándose al compás no era adecuado, mejor era: “¿Quién el furor insulta de mis olas? ¿Quién del mundo apartado y de la orilla entre cielos y abismos hunde la quilla de tristes naves, náufragas y solas”. El mar está furioso, ¿quién osa enfrentarse a él?” Cuando hice un taller de teatro hace unos años me dijeron que tenía el estilo de Berta Singerman y que era raro para alguien de mi edad. Sí, de mi edad, sí, ahí me di cuenta que lo heredé de vos, papá. Lo más

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importante que me enseñaste fue que “las cosas se hacen bien o no se hacen, ¡se deja lugar para que las haga el que quiera hacerlas bien!”. Y me acostumbré tanto que me siento mal haciendo las cosas a medias. Yo les dejo a mis hijas un legado completamente diferente. Haciendo una analogía con piezas de LEGO les explico la disociación de grupos oxhidrilo e hidroxilo, qué significa pH y por qué deben evitar las gaseosas. Pueden pronunciar sin titubear palabras como metabisulfito o monoetanolamina. Pero también les dejo el amor por la lectura. Y el que hay que hacer las cosas bien, con amor, poniendo cien por ciento de uno, siempre. No hay alternativa.

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Julio Fernando Affif

DE PADRES E HIJOS

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En una aldea en el Lejano Oriente tenían la costumbre de llevar a sus ancianos a que pasen la última etapa de su vida en un monasterio de la montaña. El hijo llevaba al padre subiendo por un estrecho camino cuando el primero, algo agobiado por el ascenso, se sentó en una roca a descansar. Instantes después, evidenciando una emoción profunda, el anciano se puso a llorar. - No llore, padre, dijo el joven. Allá arriba, en el monasterio, va estar muy bien y lo van a cuidar con dedicación y esmero. - No lloro por eso, hijo, respondió el anciano. Lloro al recordar que en esta misma piedra se sentó mi padre cuando yo lo llevaba.

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Aclaración: si bien yo escribí este relato, no es de mi autoría. Lo escuché alguna vez, palabras más palabras menos, y en una oportunidad lloré delante de mi hijo mayor y de mi esposa, cuando anticipábamos el destino de mi padre.

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Daniel Goldenberg

EL VIEJO VELETA

La providencia suele ser demasiado miserable en la repartija de talentos entre los que esperan el turno en la fila para venir a este mundo. Los escatima con cuentagotas; pero algunas veces, a la muy torpe se le da por tropezarse y desparramar, sin querer, casi todo el frasquito sobre el marote de un solo infeliz; y lo que a primera vista pudiese parecer una bendición, como toda sobredosis, suele resultar contraproducente. Ese era el caso de mi viejo. La pócima de los talentos se derramó casi por completo sobre sus manos, a excepción de unas pocas gotas, que, irónicamente, eran las de la habilidad más importante: la que nos permite enfocar y aprovechar plenamente el resto de las virtudes del brebaje; habilidad sin la cual, las demás acaban convirtiendo la propia vida en un auténtico desperdicio. El tipo nació abordo del mejor de los barcos, pero de un barco sin timón. Sus talentos innatos le darían, por si mismos, sostén al delirio de cualquier partidario de la reencarnación: un dibujante excepcional, a la altura de haber podido laburar en cualquier revista de cómic de nivel nacional o internacional; un fotógrafo maravilloso, con un tercer ojo que captaba de un solo vistazo lo que el común de la gente no alcanza ni siquiera a percibir; un artesano con manos de cirujano, capaz de encarar cualquier tarea manual por primera vez y obtener el resultado de un maestro experimentado. Dibujaba, pintaba, tallaba, grababa, arreglaba cosas, hacía y deshacía lo que quería. Cualquier actividad creativa fluía sola desde sus manos milagrosas con la simplicidad de un artista; pero el oleaje de cada crisis económica lo llevaba sin brújula hacia los rumbos más insólitos, y por lo general poco demandantes de sus talentos más creativos. En una de sus primeras incursiones comerciales juveniles, compró «a precio de ganga» un vagón completo de sal fina, pensando que venía envasada; pero no, era a granel y nunca supo cómo venderla. Ignoro el destino final del cargamento. Su primer desafío detrás de un mostrador fue una farmacia en Villa del Parque, la que vendió al mismo tiempo en que tiraba por la borda

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cuatro años de carrera, considerando que el haber conocido a mi vieja en la facultad, había valido la pena el derroche de tiempo a poco de recibirse de algo que solo deseaban sus padres. Luego vino el interés por la fotografía, y abrió un estudio a una cuadra de una iglesia en Caballito. Le llovían los trabajos de casamientos y sociales. El barco iba viento en popa, pero un día llegó el color, y el fotógrafo se resistió a abandonar el blanco y negro y de repente decidió cambiar de rubro y también de provincia. Emigró a Córdoba y a pesar de ser hijo de un ruso ateo y comunista, confió en que su apellido judío lo habilitaba plenamente para el ejercicio del comercio, oficio para el cual la providencia le había negado la más mínima habilidad. Pero eso no lo detendría y se empeñó durante años en ser un autentico fenicio. Abrió varios negocios de venta de artículos regionales en Villa Carlos Paz, artículos que también mayorizaba en el noroeste, viajando en plena época de la guerrilla, salvando el pellejo de milagro varias veces. Una, entre otras, cuando en Tucumán los milicos confundieron su auto con el de Abal Medina y casi lo acribillan a balazos. Así continuaron los oleajes económicos a babor y estribor, y el comerciante de regionales se convirtió, entre las cosas que recuerdo, en tendero; almacenero de barrio y en kiosquero. Comenzaba cada nuevo emprendimiento con el entusiasmo desbordado de una verdadera epifanía vocacional. El fracaso comercial era una crónica anunciada, pero él no lo sabía, o no le importaba, lo cual era lo mismo. Cierto día heredó de su padre, que era sastre, un par de máquinas de coser; de las industriales. Al poco tiempo ya contaba con varias costureras a su cargo y estaba fabricando gorras impresas con publicidad para empresas; hasta que la apertura de la importación china le hizo imposible competir en el mercado. En ese momento estaba inscripto en la AFIP como "modista", y eso le causaba mucha gracia. Una de sus últimas aventuras comerciales fue un negocio de ropa femenina, en el que mayormente se vendía lencería. Recuerdo haber atendido ahí en algún verano en el que una clienta me hizo lanzar una carcajada al pedirme un "corpiño para amamantar felinos". "Felinos" era una marca de lencería, y la señora quería un corpiño de esos que usan las mamás que están amamantando y les hace más fácil disponer de la teta de turno con un corpiño con puertas rebatibles. A finales de la década de los noventa, asediado por deudas usurarias por créditos que contrajo para solventar alguna de sus locas cruzadas, y con una hipoteca sobre la casa, el viejo manoteaba, para sobrevivir, la

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primera idea que se le cayera. Jamás perdía el humor y seguía siendo siempre un niño entusiasmado. Compró una máquina para fabricar viseras para gorras, las que vendía a un fabricante que todavía subsistía en el mercado nacional. Una noche, este cliente toca el timbre de mi casa y me pregunta por mi viejo, al que había encargado un pedido dos días atrás. El tipo casi se cae redondo con la noticia de que mi papá se había muerto en mis brazos la noche anterior, de un ataque cardíaco. Tenía 59 años y con toda esa habilidad que emanaba de sus manos, nunca se le había ocurrido construirse un timón.

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María Guerra Alves

CON PAPÁ Y MAMÁ

El oficio de zapatero de mi papá se convirtió, en una época, en el trabajo de los tres integrantes de la familia. Mi mamá y yo colaborábamos en lo que podíamos. Yo mucho menos que ella, ya que me limitaba a humedecer suelas o a realizar alguna otra tarea menor. El taller se encontraba en mi casa, de modo que el horario era bastante amplio. Mi papá también pera empleado administrativo en el Departamento de Bomberos. Los sábados me llevaba un rato para enseñarme tareas generales de oficina. Allí di mis primeros pasos para luego convertirme en dactilógrafa. Actualmente no soy ni diseñadora de zapatos (aunque los amo), ni secretaria (sí lo fui). Soy docente. Y la influencia de mi madre, que aunque no pudo terminar la escuela primaria es una de las lectoras más persistentes que conozco, hizo que mi sueño sea convertirme en una escritora profesional. Mi objetivo es que mis libros lleguen a gente común, como mis padres. Con papá y mamá llegué a ser quien soy. ¡Gracias, gracias, gracias!

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Sanchu De Raedemaeker

TODO SOBRE MIS PADRES

Estoy escribiendo una autobiografía, ya que mis padres son el resultado de mis abuelos y mis abuelos por las dos ramas, han tenido vidas, que para mi niñez era como demasiado digerir. Dos o tres personas conocen el famoso “No sé de dónde vengo”. Será por eso que mi madre tenía esa especie de obsesión, por algo que mi padre aborrecía, la religión y la genealogía. Hay frases que a todos nos quedan en la memoria, como a mí tantas que algunas las escribo, otras las olvido en el instante, y otras, las guardan mis afectos. Siempre pensé que en la vida hay dos tipos de personas: las que te dejan cosas en formas diversas y te atrapan al escucharlas, y las otras a las que no les cuesta el bla-bla-bla y simplemente te aportan un vacío. Mis padres se casaron de una manera rara, vivieron de una manera rara, todo hasta para mí era raro y a la vez fantástico y traumático. Sus locuras en el tema del amor, sus viajes cercanos y exóticos para la época. Otros no tan cercanos, porque papá en busca del destino (como dice el film), aparecía en Europa llevando su maleta de loco, aprendiendo y enseñando su labor. Se iba por un mes y volvía a los seis meses con los suvenires de Lufthansa, joyas de la niñez y sin un mango en el bolsillo. - ¿Papa es hijo de Batman mamá? Ella se reía ante mi duda, ya que escuchar detrás de la puerta esas frases, era mi postre de sobremesa. Frases van frases vienen, llegué a ser la burla familiar, ya que para cada problema cotidiano, yo tenía la solución. Una frase leída en algún póster callejero, un grafiti, una poesía de algún libro de la vieja, una canción, o lo que sea, era mi aporte. Dar soluciones pequeñas, o quizás armonía ¿y qué lograba a cambio? esas carcajadas que me hacían sentir tan bien. Atenuar el dolor con humor era mi desafío, y creo lo sigue siendo. Es cierto, él era un gran luthier y ella la gran musa de su vida, pero más allá de sus labores, sus talentos, sus virtudes y su manera rara y

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atractiva de vivir, mi aprendizaje es que se puede perdonar, cuando uno los mira sin el foco del hijo. Se puede volver a querer y a entender que ellos fueron el resultado de sus circunstancias. Los padres no vinieron a este mundo a ser “ideales”, ellos son un mapa indescifrable y en los hijos esos caminos, rutas y autopistas nos vamos formando, tomando de todo un poco. Mis padres me dejaron frases, algunas y hasta que me muera, trataré de descubrirles el significado, cajones abiertos en mi mesita de luz. Pude decirles perdón y gracias, y a partir de ahí, todas mis relaciones afectivas cambiaron. Y hay algo que llevo de ellos y es el mayor tesoro, crecieron, vivieron y se fueron siendo ellos mismos. Alguna que otra deuda hubo claro, sino hubieran sido esos padres ideales de la que uno no puede alejarse nunca, y yo...me pude ir. Frases buenas y otras no tanto, esas que se descartan para poder evolucionar. "Hija, no deje de escribir sus secretos presentes, para el manual del futuro de ellas". Y así fue que cuando ella se fue, en pleno velorio y sentados en círculo hojeábamos hambrientos sus recuerdos, escritos en puño y letra. Después en casa armamos una guitarreada, con tallarines amasados por él, era una fiesta. (Feb. 2004). "El amor debe ser el núcleo de las cosas", "fíjese que hay gente sola de usted", y "perdóneme hija por ser bohemio". Mientras, se escuchaba en plena partida una zamba, cantada por sus amigos que en el cielo lo esperaban. (Nov. 2012).

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Horacio Petre

PARAÍSO

La casa en la que vivía Horacio Gustavo durante su infancia era muy peculiar, se trataba en realidad de un edificio con sólo cuatro pisos y un solo departamento en cada uno de ellos. En el cuarto piso vivía su bisabuelo, en el tercero su tía abuela con sus hijos, en el segundo la otra tía abuela con su marido y una hija y en el primero sus abuelos, dos tíos, su madre viuda y su hermano un año y medio más chico. El hecho de vivir en esa casa rodeado de parientes de todas las edades le hizo pasar una infancia idílica (algo que sólo comprendió de mucho más grande), llena de cariño, atención y divertimento continuo, acrecentado por el patio inmenso que había en la planta baja y en el que jugaba con sus tíos y amiguitos del jardín y el colegio primario. Al ser huérfano de padre desde muy chico, fue su abuelo (a quien bautizó como Tatita) quien hizo las veces de padre. Oficial retirado del ejército trabajaba como profesor muy lejos del hogar en el Colegio Militar de Campo de Mayo, por lo que nunca acompañó a su abuelo a su trabajo. Sin embargo todos los veranos hasta sus diez añitos, iban juntos al campo de la madre del abuelo en Santiago del Estero, muy al norte, en un casco de estancia donde el monte de algarrobas, mistoles, quebrachos y guayacanes todo lo trama. La estancia, inmensa, se llamaba Tinajeras y la falta de electricidad, gas, teléfono y todas las comodidades de la ciudad eran más una aventura que una carencia. La cocina era a leña, las heladeras funcionaban con querosén, al igual que los faroles para la noche. La radio carina o la sietemares funcionaban exclusivamente a transistores. Televisión no había en ninguna de sus posibilidades. Un paraíso. Horacio Gustavo aprendió junto con su hermano a andar y ensillar caballos, ordeñar vacas, arriar el ganado, hacer arreglos simples con alambres y tornillos, medir y clasificar postes de quebracho, curar heridas del ganado y mil cosas más con su abuelo. El día se iniciaba muy temprano, resabio de la formación castrense del Tatita, y había mil tareas para realizar. Una de las que más les gustaban a los hermanos era la de “querosenear”, que consistía en trasvasar todo el contenido de un

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tanque de 200 litros a montones de botellitas de Fernet Branca de medio litro, que iban y venían dispuestas de a cuatro en cajoncitos de madera. El abuelo hacía un sifón con una manguerita, sentado al pie del tanque, mientras el líquido salía ininterrumpidamente y los dos niños corrían con las botellas vacías, acomodándolas una vez que estaban llenas en los estantes correspondientes. Nunca supo durante el verano de 1977, que esa sería su última estadía en Tinajeras... Durante el invierno el campo se vendería y nunca más habría un retorno. En marzo, a poco de volver a Buenos Aires, dejó la casa de los abuelos, su madre se mudaba con él y su hermano a un departamento a pocas cuadras. Poco tiempo después ella presentó un novio y antes de fin de año se casó. Lentamente su infancia se sumergía en una preadolescencia y juventud absolutamente contrastada con sus años previos. Muchísimos años después Horacio Gustavo tomaría conciencia de la importancia monumental de todos esos aprendizajes de infancia, de tareas compartidas, historias narradas y un torrente de cariño arropador. Hay luces que ni la más mediocre de las tinieblas logra apagar.

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Diego Albé

COSAS CON MAMÁ Y PAPÁ: NOCHE DE GIGANTES. Mis padres son docentes. Maestros. Normales. Y la adjetivación requiere explicación: esgrimían la combinación maestro normal como una suerte de título nobiliario, más allá de que mi padre ejerció muy pocos años. Mi madre ocupaba un cargo medianamente importante en la enseñanza privada y, aprovechando unos días libres de mi padre, se armó un viaje hacia Entre Ríos a casa de otra personalidad de la docencia, para la creación de un Congreso pedagógico que terminó diluyéndose. Lo cierto es que recuerdo ese viaje hasta hoy, como mi primera experiencia con lo que en aquel momento bauticé como distinto. Más allá de la inexactitud cronológica, recuerdo la primera noche en particular, bajo la imponencia de una casona en la provincia de Entre Ríos, destino principal del viaje. La casa gobernaba la cuadra, con señorial imponencia. El cerco vivo poblado de ligustros se desplegaba a lo largo de tupidos sesenta y pico de metros y se desgajaba en un portón verde de remaches oxidados. Yo tendría unos cinco años y cerrar los ojos para no errar en la descripción me lleva a azahares, rocío en el rostro y grillos enloquecidos. La mano pesada de mi padre conteniendo mi ansiedad olía a tabaco recién tirado y a colonia inglesa. Mi hermano secundaba a mi madre que sostendría seguramente algún obsequio para quien fuera - según ella - un sostén en su fresca adolescencia de docente de provincia. La señora no merece mayor descripción que una mujer de unos sesenta y tantos, enfundada en una tela floreada y un cabello recogido color azabache. No recuerdo su rostro, se me dibuja difuso. Lo único que recuerdo de su esposo es una camiseta ceñida a un cuerpo castigado por el sol litoral y unos pantalones oscuros ajustados hasta el esternón. La noche olía a asado, pero como huele un asado en el interior. El humo cuenta historias de aparecidos poblando el follaje oscuro de la noche con mayúscula, mientras que el humo de un asado porteño no pretende más que escapar hacia la nada sin dejar rastro. Nos sentamos bajo la protección de un paraíso centenario. Recuerdo la deliciosa precariedad del frasco de salmuera presidiendo la mesa de hierro y calcáreos. Al fondo del inmenso jardín, la noche se cerraba aún más hasta la negrura, que cobraba entidad en los quejidos de las gallinas insomnes.

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En eso, cuando el dueño de casa se disponía a servir las primeras achuras, un grito agudo similar al de un animal rabioso se llevó toda mi atención y me trajo todo el miedo que aún mi corta edad no conocía. No sabía de dónde ni de qué provenía el chillido pero intuía, casi animalmente, que no era una buena señal. Aterrado, apreté el brazo fuerte de mi padre conteniendo las lágrimas pero no el temblor. El matrimonio explicó que desde que había muerto la vecinita de al lado después de un una larga e incurable enfermedad, su hermano idiota ofrendaba cada noche su macabro y gutural concierto. Lo imaginé enorme, pesado, invencible, sobre todo por la sensación que nos regalan aquellos que, ante la imposibilidad de razonar, triplican su fuerza convirtiéndose en bestias envidiables, al menos por su salvaje poder. Durante el postre - naranjas cortadas en gajos y regadas con mistela sonó implacable el portón, como presa del ataque de una locomotora. Eran las manos de este pobre infeliz, que encontraba según parecía, el sosiego cambiando de escenario. Lo secundaba una mujer de aspecto europeo, tomándolo de los hombros como quien contuviera a una bestia irreprimible. Era la madre, que deshaciéndose en disculpas, pidió que Miguelito pudiese saludar a los chicos. “Le encantan los chicos” dijo. Mi mandíbula comenzó a endurecerse ante la presencia del monstruo que hace apenas un rato me había helado la sangre con sus alaridos. Cuando lo tuve a un palmo de distancia, vi su rostro. Parecía un ángel. Los ojos, casi transparentes. La sonrisa, ladeada, pero franca. Los brazos gruesos como aspas de molino colgaban casi inertes y terminaban en manos de dedos pequeños y finos, como si hubiese sido esta característica producto de un injerto. Ante la nerviosa mirada de mi padre el pobre deslizó su diestra sobre mis cabellos y dijo algo en un idioma ininteligible. La madre lloró y en un rápido torbellino de ademanes se fue por el mismo portón de entrada llevando de los hombros al muchacho. Al volver al hotel recuerdo las madreselvas acariciando mis manos que dibujaron todo alambrado que encontraran en el camino. Según los anfitriones, la hermanita del pobre muchacho tenía mi edad al momento de morir. Y según me enteré muchos años después, Miguelito nunca volvió a gritar hasta el momento de su muerte, ocurrida unos diez años después, en el lecho en donde permaneció postrado durante tres largos años, sumido en una profunda tristeza. Las noches de verano me siguen trayendo aromas de antaño. Y si me invade el silencio, inmediatamente lo hiero con música fuerte; no sea cosa que me traicionen los recuerdos y algún alarido me quite el sueño para siempre.

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Alejandra Vitale

Afortunadamente parte de mi presente es mi mamá. Mamá, mamá, maamiiii, mamitaaa ¿estás ahí?, dónde estás? demandante chiquita, la quiere ya. Juego tonos… ritmos, me quedo un rato... Esta escena queda registrada en el contestador automático de su teléfono algunas veces que la llamo y no responde. Nunca hizo referencia a esto, supongo lo debe escuchar. Algunas veces es porque no está, y otras parece que decide no responder. Casualmente registro que hace dos días que no la llamo y coincidentemente no fue muy hablada por sus otras hijas y nietos. Parece ofendida. Yo allí desde mi severo imaginario interpreto una suerte de venganza o llamado de atención. Qué mujer ésta, que tiene el poder de activar sentimientos opuestos y extremos. A modo del Fort-Da freudiano, como aquel niño que hace ir y venir el carretel entrenándose en la ausencia y el confort de la presencia. Pienso que las dos jugamos, ella observa el revuelo que genera su no respuesta, confirmando que nos interesa y apasionadamente, a pesar de haberse sentido abandonada por unas horas. Y yo el saber que según orden natural su no respuesta se puede dar. Pero como está, hace unos pocos días, me encontré diciendo al señor jardinero, cuyos servicios compartimos; "¡mi mamá es una genia!". Le mostré como mamá había logrado darle una solución a la bolsa reservorio de la máquina cortadora de césped que se había roto sin retorno, no se conseguía repuesto y sin ella el aparato funcionaba a medias. Para mí su logro fue una combinación de arte e ingeniería. Admiro cómo lleva a la práctica conceptos de geometría y estéticos. Hizo una nueva, quedó perfecta y linda. Es muy perfeccionista, esto a veces le juega en contra porque le cuesta empezar o como ella dice "abrir la máquina de coser" ante la posibilidad de no alcanzar su estándar de calidad. Mis muñecas tuvieron vestidos y tapaditos de alta costura. Sus nietos en los actos escolares lucieron orgullosos los trajes que siempre confeccionó y actualmente es con ella con quien encuentran alternativa para el pantalón que hay que achicar, agrandar, o recuperar porque aún se quiere usar. Mediante una pinza o zurcido que no sé si es invisible, pero sí una clara muestra de dedicación amorosa. Un vestido para una fiesta de 15, comprábamos el molde en "La casa de los moldes" de la galería de Belgrano. Con la ayuda de ellos salían

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perfectas las polleras "con una caída impecable" decía mamá. Cuando ella se decidía a “abrir la máquina” para ir hacia la prenda deseada, ponía condiciones. Mientras ella cosía, yo cocía… la comida, claro… papá o mis hermanas tenían que cenar. Mi tarea era aprontar todo para que no se distraiga ni pierda motivación en el objetivo. También había que asegurarse que hubiera repuesto de aguja de la máquina, era un drama cuando se rompía a medianoche... parecido al que siento yo ahora cuando se cuelga la compu y estoy a punto de perder un escrito no guardado. También el hilo, debía ser Tomasito, los otros se cortaban... No aprendí a coser, pero sí a cocinar algunas cositas. Ah... otra cosa, mamá vino a visitarme y me dijo: "El jardinero me contó que le dijiste que tu mamá es una genia".

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Gustavo Pedace

COSAS CON PAPÁ

Papá era boliches. Era noche. Era tango. Era deshorarios. Era amigos. Era diarios recién salidos y más noche. Abría y cerraba boliches, parrillas, bares, pizzerías como abren y cierran flores en la estación correcta. A veces ricos, a veces embargados hasta llevarse la mesa de la cocina (con todo arriba). Papá era entonces vaivén. Como a los 10 abrió una parrilla justito al lado de una vía. Y ese verano, como recibiéndome de hombrecito, me invitó a trabajar con él. Atrás de una heladera llena de las cosas que me gustaban, escuchaba los gritos de los mozos pidiendo sifones y gaseosas y tarantelas y crema para el café. Y ahí estaba, atento, decidido, ordenado, vigilante. Juntaba las tapitas para en los descansos ponerlas en la vía del tren, junto con cucharitas y tenedores, para que las dejara como hojitas de afeitar a su paso. Una noche, de viernes suburbano, vino a tocar Ernesto Baffa y a cantar Tito Reyes, que era su amigo. Pocas de estas compartí con papá. Sus horarios, sus cosas de la noche, no eran para un chico. Pero cuando fueron, fueron para siempre.

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Diana Levinton

MI PADRE Estamos tomados de la mano. Sentados frente a frente, mirándonos. Creo que es la primera vez en tantísimo tiempo que me toca. Siento la tibieza de su piel y la de su mirada. El tránsito le pone música de fondo a este encuentro único, irrepetible, nuestro. Lo miro y le digo, "Ésta es nuestra despedida. Quiero que sepas que te amo. Más aún, quiero que sepas que siento que vos también me amás aunque nunca me lo hayas demostrado en lo que se consideran los gestos habituales del amor. Si hiciéramos un balance de nuestra historia compartida, el saldo es favorable. Podría hacer un listado -que abarcaría varios tomos- de reproches y vos podrías hacer lo mismo; sin embargo elegimos tener en cuenta lo mejor, rescatar los recuerdos que nos sirven para estar cerca, desechar lo que podría haberse transformado en rencores. Siento y sé que me diste lo que pudiste. Quiero que sepas que hice todo lo que pude para darte lo mejor de mí, que te amé siempre, que te amo ahora y que te amaré mientras viva. Sé que no fui quien hubieras querido que fuese aunque me aceptás como soy. Tampoco vos fuiste quien yo hubiera querido y no me importa. Te amo." Me escucha en silencio, sin agregar nada a lo dicho. No hace falta. Aún si lo hiciera, sabe que comprendo que no puede poner en palabras lo que le pasa. Nunca pudo. Pudo, sí, compartir conmigo su pasión por el jazz, por los frutos de mar, por los viajes. Pudo contarme acerca del perfume de las rosas en Sicilia y decirme que había disfrutado caminar por las calles de Londres. Pudo también propiciar las preguntas sin demandar respuestas. Pudo hacerme saber que mi condición de mujer era una posibilidad y no una limitación, hacerme sentir que, pese a todo, me elegía. Las lágrimas ruedan por las mejillas de ambos, que sabemos que, efectivamente ésta es la despedida. Sabemos también que es un privilegio poder decirnos adiós habiendo saldado las cuentas, en paz con nosotros mismos y con el otro. Llamo al mozo y pago los dos cafés. Tomados de la mano vamos al garaje donde quedó mi coche y lo llevo hasta su casa. En silencio. Disfrutando cada uno de nosotros de lo que ya es recuerdo... Poco tiempo después mi padre murió. Me queda su amor. También el mío hacia él. Para siempre.

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Mauricio Castello

COSAS CON PAPÁ O CÓMO GAMBETEAR OTRA CONSIGNA

Ojalá que en unos años, en futuras generaciones de LIPE y desempolvando esta consigna, Ezequiel rememore haber disfrutado, un viernes como el de anoche, The LEGO Movie (La Gran Aventura LEGO) recostados en un sillón y con la cabeza apoyada en esa tabla de lavar ropa que son los abominables de su padre. Ojalá.

http://youtu.be/37uUHKaScvk The LEGO® Movie - Official Trailer #1 [FULL HD]

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Horacio Tort

CUADRO DE SITUACIÓN: A L E R T A R O J A

Viernes 18hs. Desde la mesa del living, donde intento trabajar en mi laptop, escucho a Carlitos, mi padre, de 93 años, empezar a hacer ruidos extraños en los distintos ambientes del departamento. No malinterpreten, me refiero a cajones que se abren y cierran, ollas que se golpean, la heladera que se abre cuando hace apenas media hora que terminó de tomar el té con tostadas, ruido de cubiertos, de herramientas, etc... Miro hacia su sillón del living y donde siempre está la revista de crucigramas y sus lentes, sólo veo los lentes. Un escalofrío recorre mi cuerpo. Quedan entre 3 y 4 horas hasta que se vaya a dormir y se quedó sin crucigramas. ¡¡¡Y los kioscos de revista del barrio están todos cerrados!!! Siento que empiezo a transpirar un sudor frio, que la garganta empieza a cerrarse, que no puedo respirar bien. Me doy cuenta que esto es sólo el comienzo. Para él esto es como para Hulk el enojarse. No se pone grandote y verde pero sí muy, pero muy hincha pelotas. - Viejo, ¿te quedaste sin crucigramas? (pregunto una obviedad de los nervios que tengo). - Si, se me terminó (es hombre de pocas palabras). - ¿Y no tenés ninguna novela para leer? (sé que tiene por lo menos 12 empezadas, todas de Agatha Christie, que jamás terminará, ya no logra concentración suficiente para ello). - No tengo ganas de leer, Horacio (cagamos, me digo a mí mismo). - Y en televisión ¿no habrá nada para ver? (cruzo los dedos y me abrazo a esa última esperanza). - No, ya miré y es todo una porquería lo que dan (me jode cuando dice esas cosas, pero me aguanto). Con mi última pregunta se despierta mi madre que dormitaba en el sillón (89 años, no ve un elefante dentro de un baño y tan sorda que no escucharía a la sinfónica tocando en su cuarto. Ah, y los patitos algo más fuera de fila que Carlitos). - ¿Qué pasa?

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- Nada mamá, es sólo que el viejo se quedó sin crucigramas. - ¿Qué pasa con la cama? Si yo no dormí siesta en la cama. - No mamá, te digo que Carlitos se quedó sin crucigramas (en voz más alta y acercándome un poco). - Uy, sonamos (su rostro se desencaja, lo que me hace saber que me escuchó). Mientras tanto los ruidos persisten en la cocina y yo siento que no tengo valor para ir a ver qué hace. Creo que está sacando todo lo que hay en la heladera, posiblemente para después volver a guardarlo de manera diferente, a su manera, de puro aburrido. - Vení a escuchar algo de música (sugiere mi madre inspirada por el descanso reparador de la siesta y yo aguardo la respuesta con cierta tensión nerviosa). Se produce un breve silencio, lo que me hace pensar que lo está analizando como opción y que hay alguna esperanza. - No tengo ganas, ya escuché todos los long plays de casa mil veces (es obvio que está en una mala tarde y que nosotros estamos en el horno si no se nos ocurre algo). Analizo lo que me espera, enumero las opciones. Irme al club y que sea lo que Dios quiera. Cuando vuelva veré con qué me encuentro. La descarto, la vieja no merece quedarse sola con él en este estado. No se me ocurre nada. Pienso, pienso y de golpe… abro YouTube, pongo Frank Sinatra y elijo Frank Sinatra at the Royal festival Hall, 1970. - Viejo, vení a ver esto, que te va a gustar. - ¿Qué es? (pregunta desde la cocina mientras sigue haciendo ruidos). - Un recital de Sinatra. Lo escucho acercarse y siento revivir, hay esperanza. - ¿Qué recital? - Vení, sentate que está muy bueno (le acomodo la silla a mi lado). - ¿Qué hacen? (pregunta mi madre volviendo al living luego de salir del baño donde creo que fue solo a sentarse un rato en la tapa del water en busca de algo de paz).

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- Vamos a ver un recital de Sinatra, vení, sentate vos también. A partir de ese momento yo sabía lo que me esperaba y así fue. Durante los casi 51 minutos que dura el video clip les expliqué tres o cuatro veces qué es YouTube y cómo funciona, les repetí 5 veces dónde era el recital, en qué año era, a qué edad murió Sinatra (tuve que parar el recital y buscar en Wikipedia a pedido de mi padre), qué edad tenia Sinatra en el momento del recital y algunas cosas más. Siempre varias veces, por supuesto. Quizás alguien al leer esto estará pensando que fue una tortura mi tarde de viernes, pero la verdad es que realmente lo disfruté. Estar sentado junto a ellos dos, a sus edades, responderle por tercera vez lo que me habían preguntado hacía pocos minutos me daba cierta ternura. Verlos disfrutar del recital que yo les había encontrado, el hacer algo junto a ellos, me hizo sentir muy bien. Y espero que se repita. Ellos se lo merecen.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 1 DE JUNIO DE 2014



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