EL RIDÍCULO

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EL RIDÍCULO


Portada L. Alfonso MartĂ­n Delgado


EL RIDÍCULO


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CONSIGNA DEL DOMINGO 14 DE SEPTIEMBRE DE 2014 Tema

EL RIDÍCULO

Ponente

MARÍA GABRIELA FAILLETAZ

Para continuar el clima festivo del encuentro lipeño, en esta consigna los invitamos a recordar aquella situación o anécdota en la cual nos vimos en ridículo o cometimos algún blooper. Y si nos da vergüenza, siempre podemos decir que lo que contamos le sucedió a un amigo o amiga en nuestra presencia. Esta vez no es ficción, sino real, en género narrativo de corte humorístico. Buena semana para todos

María Gabriela Failletaz

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Pablo Miguel

COMO OTRO AFICHE DE QUILMES

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Hace muchos años me inscribí en un torneo de ajedrez que se jugaba en un barrio que no conocía del todo bien. Un par de veces a la semana salía del trabajo y me dirigía directamente hacia allá pero llegaba a la cita con unos 45 minutos de anticipación, tiempo ideal para tomar una cerveza y desconectarme de los problemas laborales para comenzar la partida relajado. El primer día encontré el bar perfecto para ese fin: solitario, tranquilo, silencioso y pequeño, con tan sólo unas pocas mesas, sin televisor ni radio y atendido por un viejo muy callado. Mi mente podía divagar en paz sin tener siquiera que oír conversaciones ajenas. Una extraña joya sobre la avenida principal, tan transitada. Mantuve esa rutina durante casi un mes y el local siempre estuvo vacío, una única vez encontré charlando bajito a unos tipos de clásica apariencia policial pero como la comisaría estaba sólo a una cuadra no me llamó la atención. Yo me limitaba a pedir mi cerveza y a beberla sin apuro con la mirada perdida más allá de la ventana. Cuando el torneo llegaba a las últimas rondas se me ocurrió pedir, además de la cerveza, algo para comer. El viejo me miró realmente azorado, "¿Un sandwich?" repitió. "Sí, hoy tengo hambre... ¡de lo que tenga está bien, eh!" agregué, sorprendido a la vez por su reacción, y él desapareció por detrás del mostrador a través de una cortina que supuse que comunicaba con la cocina. Al rato me trajo el pedido una morenita no especialmente linda y tal vez demasiado joven, que sonriendo forzadamente dejó el plato frente a mí y volvió por donde había venido. El viejo se sentó a mi mesa y cabeceando hacia la cortina preguntó "¿Te gusta?" Creo que hice un gesto de desinteresado asentimiento y entonces aclaró: "Yo no tengo problema en que vengas a tomar una cerveza acá adelante, pero la idea es que la tomes allá". Había estado todo ese tiempo, mientras meditaba si abrir con peón rey o con peón dama, decorando la convencional fachada de un conocido burdel del barrio.

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No recuerdo grandes ridículos en mi vida... aunque quizás se deba a que el alcohol y otras drogas tienen la benevolencia de hacernos olvidar la noche anterior. Comparto esta anécdota esperando que aplique a la consigna. Lo que puedo asegurar es que es 100% verídica.

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Cristian del Rosario

I

NOCHE DE VERANO

Villa Gesell en los 90, vacaciones con diez amigos, un departamento para cuatro donde -en teoría y con esfuerzo- entraban cinco. En esa época y en ese lugar, luego de toda una noche de asedio por mi parte e histeriqueo de ella, conseguí transformar los no de Mariana en sí. Noche, calor, cervezas y calentura, hicieron que ya en la madrugada empezáramos a buscar un lugar donde tener sexo. ¿El departamento? Imposible. ¿Su casa? −Menos, está llena de familia− me dijo. La playa era la opción, pero los serenos de los balnearios, sabíamos, cuidaban celosamente el uso de instalaciones y carpas y era hasta un deporte para ellos arruinar tales encuentros. Pero había uno de la zona sur, alejado a unas cuadras, unas cuantas, que no tenía carpas; una zona agreste en esa época, sólo había una casilla del guardavidas. Medio borrachos, con la determinación que sólo te da la calentura, fuimos en busca de la misma, casi justo cuando despuntaba el amanecer. La casilla, elevada, estaba cerrada; nada nos iba a detener, entonces nos acomodamos atrás de ella, lo que nos daba algo de privacidad ya que frente a nosotros sólo había un enorme médano, a diez metros, sin señales de vida humana en muchos metros a la redonda. Comenzamos a besarnos en esa tarima, yo apoyado en la pared de madera pintada de naranja, mirando al médano; ella recostada sobre mí, de espaldas a él. Empezaba a clarear cuando, después de besos y caricias, Mariana fue desabrochando mi pantalón y comenzó a practicar sexo oral; disfrute plenamente varios segundos... hasta que... lo primero que vi aparecer -recuerdo vivamente- en la cima de ese médano, ése que parecía solitario, fue una cabeza de caballo. Pensé que la mezcla del alcohol y el placer del sexo que me daba Mariana -muy concentrada en su tarea- me jugaban una mala pasada con mi mente. Pero no, tras la aparición de la cabeza de caballo, se completó el animal con jinete y todo, y, tras ese primer jinete, más o menos, veinte personas más a caballo, hombres, mujeres, chicos... que, en paso lento, propio de las cabalgatas -como ésas que parece salían bien temprano rumbo a no sé qué faro de mierda- desfilaban frente a mí, en una larga fila, todos mirando la escena. Lo raro, y que le daba un corte onírico, es que lo hacían con un mínimo de ruido, el cual, además, era tapado por el viento de la playa.

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Mariana nunca se dio cuenta de lo que sucedía a sus espaldas... Tampoco yo le avisé, un rápido razonamiento costo-beneficio, donde merité lo que me había costado seducir a esa chica, una de las más lindas, y hasta donde había llegado, me convenció de no interrumpirla. Así pase toda la fanfarria del cuerpo de granaderos a caballo General San Martin tocando "Febo asoma", que sería muy propicio para el momento del día. Por mi parte, trataba de mirar para el costado, pero no pude evitar advertir la sonrisa de algunos adultos, la incomodidad de algunas madres y hasta -recuerdo- que contesté levemente, con la mano, los saludos, que algunos chicos, los más chicos, me hicieron. En un lapso que me pareció interminable, fueron pasando, en fila de uno, atrás del otro, y continuaron su marcha. No crean que fui desconsiderado. Finalmente le avisé a Mariana lo sucedido... pero 40 minutos después.

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II

FIN DE MILENIO

Era diciembre del 2000, faltaban pocos días, para el fin de año y del milenio. Había asistido a la fiesta de fin de año del estudio donde trabajaba, eran las 2 de la mañana y con unos compañeros de trabajo, decidimos seguir tomando unas copas, luego de finalizada. Marchamos hacia el Million, un mítico bar de Buenos Aires, una casona antigua ubicada en pleno barrio norte. A la misma se accede luego de trasponer su portón de hierro, entrada que era custodiada, en ese época, por un negro senegalés de casi 2 metros, que intimidaba a cualquiera; desde allí se accede a un pasillo, que era antigua entrada de carruajes, el cual desemboca en un exuberante jardín, con mesas al aire libre y desde allí, al subir unas anchas escalinatas de mármol, se llega al bar, con la barra principal. El Million, en esa época -no sé ahora- cerraba inexorablemente sus puertas a las 2.00 am; si bien se podía permanecer más allá de esa hora, no dejaban ingresar a nadie más. Bien. Con mis amigos, llegamos al bar a las 2.05. De la vereda de enfrente, vimos al senegalés como rebotaba gente. Mis amigos deciden que vayamos a otro bar, pero mi hermano menor, que se había sumado al grupo y que sabe de mi facilidad para colarme, en especial en boliches y hacer entrar gente, me dice: "dale, andá probá..." Yo sabía que tenía todas las de perder, pero, como me había halagado en público comentando mi don, crucé para encarar al oscuro cancerbero. Cuando estaba junto a él e iba pedirle entrar, no sé con qué excusa, en ese mismo momento, aparecen, a mi derecha y a mi izquierda respectivamente, Mariana Arias y Carolina Peleretti, ambas con vestidos de noche; yo -aclaro- estaba de traje, por el laburo. Carolina, con la voz más sensual posible, le pide al negro, −¿Podemos entrar? El uso del plural y la contemporaneidad del arribo de ellas con el mío a la puerta, le hizo pensar al negro que veníamos juntos. Ante tal pedido no tuvo más que acceder y nos abrió. Así, entré al Million escoltado de dos de las mujeres más bellas de la Argentina. Yo caminaba en el medio de ellas, tratando de mantener el ritmo de su paso, ni más rápido ni más lento, creando la ilusión que venían conmigo.

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Las mesas se daban vuelta para mirar el terceto que ingresaba... dos bellas modelos famosas y… y… ¿quién era ése de traje? Lo cierto es que no sólo ingresé con ellas, sino que subimos las escalinatas juntos y entramos al bar, colocándonos los tres en la barra. Como buenas celebrities, nos preguntaron que queríamos tomar,

−Champagne, dijo Carolina, y yo asentí con la cabeza. Nos sirvieron, brindamos los tres y el barman, por el fin del Milenio, como propuso Mariana. Sabía que pronto caería la simulación, así que inmediatamente anuncié: −Es tarde, me tengo que ir... Las saludé con un beso, me despedí del barman con cara de “estoy cansado… te las dejo..." y salí así, triunfante... causando la intriga en el resto -creo yo. Éste sí que es un groso. Mis amigos y mi hermano, que habían visto toda la secuencia de la entrada, me esperaban afuera, donde conté el dia que salí con Mariana Arias y Carolina Pelleretti y que revalidé mi título de Campeón Lomense de Ingresos No Autorizados.

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Julio Fernando Affif

I

CARRERA DE REGULARIDAD

Hace muchos años, muy jovencito aún, el San Isidro Automóvil Club organizó una carrera de regularidad a Villa Gesell. Yo era un orgulloso propietario de un Citröen 3CV, que desarrollaba la fantástica velocidad de 90 Km/h si no tenía viento en contra. Junto a mi novia de aquel entonces decidimos anotarnos, más que nada por turismo, ya que intuía que no tendría la más mínima chance. Pero la mayoría de los participantes eran amigos, lo que motivaba de manera contundente nuestra participación en esa caravana deportiva. Graciela, que no entendía qué era lo que tenía que hacer de copiloto, se manejaba con un reloj común, y yo al volante imaginaba mi ubicación en el medio entre el coche de adelante y el de atrás. La largada era a las 00:00, medianoche, y se corría desde las afueras de la ciudad de La Plata por la Ruta 11, que por aquellos tiempos, algunos recordarán, era de arena. La mía era la categoría Amateur, integrada por 24 participantes, todos con autos mucho más poderosos que el mío y con cronómetros. Los que vivieron esas épocas saben del trazado ancho y sinuoso de la ruta. En la mayor parte de la competencia había que mantener una velocidad promedio de 90, la máxima de mi Citröen. Cada auto partía con una diferencia de 60 segundos y eso era lo que había que conservar. ¿Cómo hacer entonces para permanecer más o menos en mi posición, sin velocidad, sin cronómetro y con un copiloto que ni siquiera sabía indicarme las curvas y las neutralizaciones? La necesidad te lleva, en la búsqueda de las soluciones, a decisiones heroicas. Pues bien, con el pedal a fondo tomaba las curvas como venía. La arena del camino y la extraordinaria amortiguación del 3CV me contenían. Prescindiendo de mi copiloto y teniendo en cuenta que se corría de noche, por delante tenía las luces rojas de mi antecesor y por detrás las bajas del que me seguía. A ojo trataba de mantenerme en el medio. Todo funcionaba más o menos bien hasta que a eso de las 04:00 am tuve ganas de hacer pis y no había más paradas hasta la Villa.

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Otra decisión heroica: me adelanté hasta casi tocar al auto de adelante, frené de golpe -sabía que tenía 120 segundos para que no me vieran- y en el medio de la ruta hice mis necesidades. Justo cuando me alcanza el de atrás yo había terminado y contento porque no me habían visto reanudé la carrera. Les cuento que en mi categoría, en esas condiciones llegué en el puesto 12 de clasificación y en virtud de ello, a la noche, en la Cena de Gala, me entregaron un premio consuelo: un pishómetro, un embudo de plástico con una manguera para sacar afuera del auto sin tener necesidad de bajarme. Que bochorno, yo en el escenario, 200 personas mirando, mis amigos llorando de la risa y Graciela diciéndome “te dije que te habían visto”.

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M Pilar López O

El más terrible ridículo que recuerdo, (años sin contarlo), sucedió cuando yo tenía unos 6 ó 7 años y vivíamos en casa de mi abuela en un pueblín de unos 20 habitantes. Mi padre es médico rural y aunque no tenía consulta en casa, a veces se pasaban por allí pacientes a dar avisos o visitadores médicos. No teníamos teléfono en casa, así que era bastante habitual. La casa de mi abuela era un enorme edificio con corrales, recovecos, antiguas cuadras, patio, palomar... y por esa época, mi padre, apasionado de la agricultura, decidió que, ya que estábamos en el campo, pues unas gallinitas, unos conejos, una vaca para que los niños bebiéramos leche de verdad... un par de cerdos para hacer choricillos en Enero... un poco de todo eso. A mí me encantaban los bichos, así que estaba feliz, pero a la vez era muy consciente, a mi tierna edad, de que eso no le pegaba mucho a un médico que iba a trabajar de traje y maletín , todo serio y eficiente en su automóvil. Una tarde, mi padre salió a pasar consulta en algún otro pueblo y justo en ese rato, el par de cerdos que estaban en una pequeña cochiquera en el patio, empujaron la puerta y se escaparon, no hubo forma de volverlos a meter. Supongo que estábamos los niños solos con mi madre, porque mi abuela fijo que se las hubiera arreglado para hacerlos entrar. Y justo sobre la hora a la que solía llegar mi padre llaman a la puerta y yo salgo disparada, abro y grito a pleno pulmón: "¡¡Papá, se han escapado los cerdos!!", ante un joven vestido de traje y corbata con el gesto atónito que os podéis figurar. Sólo recuerdo hasta ahí, el resto lo borré, la cara del joven visitador médico era un poema, y fijo que yo me puse como la grana, era pequeñita, seria, responsable, y supertímida... ¿cómo no pensé que mi padre tenía llave? Un trauma me costó aquello. Y el pobre chico, que me miraba como si yo fuera una aparición, como pensando,"¿dónde me he metido, qué casa es ésta, ¡¡¡de qué ligue mío es esta niña, por Dios!!!?.

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Quizá si se hubiera reído me habría parecido gracioso finalmente, pero... estaba tan, tan serio… Fijo, yo, la niña responsable, había cometido una horrorosa falta de educación, había dejado a mi familia en vergüenza y puesto a un visitador médico en una situación incomodísima. Y, por cierto, los cerdos entraron solos en cuanto les pusieron su comida dentro. Lógico.

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Caro Barba

SÓLO A VOS TE PASAN ESTAS COSAS

Era una tarde pesadísima de mucho calor y nos habíamos instalado al lado del mar porque era la única manera de soportar esa temperatura. Entre fotos que mis hijos detestan (menos el más chiquito), juegos en la orilla, charlas divertidas (con ellos siempre es así) y alguna que otra metidita al mar, fue pasando la tarde. Alrededor de las 6 decidimos irnos de la playa. Ordenamos las cosas entre todos y... ¡al auto! El auto se encontraba en una calle cortada (de arena) frente a un apart hotel donde daban ganas de quedarse a tomar el té. Traté de salir antes que los otros autos porque sólo había lugar para pasar de a uno por vez, dado que la calle era muy angosta. Puse la marcha atrás y el auto se paró. Volví a intentarlo y volvió a pasar lo mismo pero junto a un olor a nafta insoportable. Bajé del auto sin entender nada y se me ocurrió seguir el olor a nafta para llegar a alguna explicación. Miré hacia abajo y vi como un inesperado chorro salía de una manguera rota proveniente del filtro de nafta (algo desconocido para mí hasta ese día). Me faltó decir que el culpable de esa desafortunada situación fue un tronco gordo empotrado en la arena con una punta salida hacia arriba que perforó el filtro de nafta. Tiré el clásico "no lo puedo creer", me agarré la cara, les dije a los chicos que se bajaran del auto y a los dos más grandes que fueran a pedir ayuda para levantar el auto que estaba sobre el tronco. Mis adolescentes favoritos sin moverse de su porción de arena me dijeron que ni locos irían y que la gente no iba a irse de la playa para ayudarme a mí. El más chiquito se ofreció y por supuesto no lo dejé ir. Había pasado una hora, la gente se iba de la playa sin registrarnos y había empezado a llover. De pronto un hombre robusto salió del apart conduciendo un cuatriciclo y le hice señas para pedirle ayuda. Me contó que era el encargado de juntar las sillas de la playa y llevarlas al apart. Me vio tan desencajada que prometió venir ayudarme cuando terminara. Después de casi una hora y media de estar ahí parados y habiendo recibido de mi hijo mayor el ya clásico "sólo a vos te pasan estas cosas", se acercó el señor del cuatriciclo para brindarme su ayuda. Me pidió el cricket para levantar el auto, se lo di y agachado en la arena comenzó a

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devolverme de a poco la respiración. Alrededor de los 5 minutos me dijo: −Le pido un favor, ¿puede ir a buscar a mi mujer al apart y decirle que venga? Me pareció muy raro lo que me estaba pidiendo pero era la única posibilidad de ayuda que tenía y a esa altura le hubiese ido a buscar barquillos a la playa o un helado al centro. Les dije a los chicos que se quedaran juntos y que el mayor cuidara de los otros dos. Me acerqué a la recepción del apart donde trabajaba su mujer y le transmití lo que me había dicho su marido. La señora me miró asombrada y me dijo que en un rato iría. Cuando regresé al auto, el señor seguía en la misma posición tal como lo había dejado al irme. Le pregunté si pasaba algo y me dijo que hacía unos años, le habían hecho un trasplante de córnea, que acababa de perder la prótesis en la arena y que quería que su mujer lo ayudara a encontrarla... Los médanos dejaron de ser médanos, el apart desapareció de esa calle, mis piernas ya no eran mías y el corazón me había quedado atascado en la garganta. Lo que le había pasado a mi auto había quedado ubicado en otro siglo. Deseé con toda mi alma que me estuviera haciendo una broma porque me sentía absolutamente responsable por la pérdida de esa prótesis que según él, le había salido una fortuna en dólares (no recuerdo ahora la cifra). Antes de que llegara su mujer se acercó un señor que trabajaba con Alfredo (a esa altura merecía ser llamado con nombre y apellido) y seguramente iluminado por el Dios en el que cada uno quiera creer, encontró la prótesis y se la devolvió a su dueño. En ese momento llegó su mujer, que por suerte se encontró con el final feliz del cuento. Le dije a Alfredo que se fuera tranquilo y que yo me iba a ocupar del auto, pero me dijo que la grúa iba a cobrarme cualquier plata por trasladar el auto (quien les habla se había olvidado que podía contar con el auxilio mecánico del seguro) y se quedaría a ayudarme. Terminó, con la ayuda de su compañero, haciendo un puente con mangueras improvisadas para que pudiéramos irnos hasta un taller mecánico. Y así fue cómo, después de tres horas, llegamos a un taller de Villa Gesell en el que pudieron arreglarme, a esa altura de las circunstancias, lo que se había convertido en un pequeño problemita. Volví al día siguiente con el auto arreglado a devolver semejante acto de solidaridad. No volví a ver a San Alfredo, pero sí al que me volvió a poner el corazón en su lugar al encontrarle lo que se le había perdido en la arena, hecho que hasta el día de hoy, me sigue pareciendo un verdadero milagro.

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Javier Russo

En los ochenta, ya llegada la democracia, comencé mis estudios universitarios. Era una época de fervor y participación política. Debido a que mi verborragia era confundida con elocuencia fui tentado a participar en más de una agrupación política estudiantil. Fue así que terminé en cierta agrupación perteneciente al PCR. Cabe aclarar que no fue mi compromiso con los derechos de los estudiantes y de los trabajadores lo que me llevó a tal extremo, la verdadera razón de mi afiliación fue Alejandra. Ale era toda una amazona de la izquierda y me cautivó desde el primer momento que me la presentaron. Mi pasión juvenil atestó de hormonas mi ideología y no había asamblea en la que no protagonizara algún debate. Siempre acompañado por Ale que escuchaba mis intervenciones con admiración. No me pregunten por qué pero las noches que pasábamos juntos después de una asamblea eran memorables. El método de votación en las asambleas de la agrupación era votar moción por moción, primero por la negativa, luego las abstenciones y por último por la positiva. Supongo que la mecánica era un resabio de tiempos donde la negativa eran dos o tres gatos locos. Cierta vez yo había propuesto una moción por la toma del laboratorio de física para reclamar por el estado del mismo. Ese día, Ale estaba infartante, el jean ajustado y una remera escotada; prohibido no mirar. Ya en la asamblea, se armó una acalorada discusión que no recuerdo para nada, porque justamente mi acaloramiento era de otro tipo. No veía la hora de votar y rajarme con Ale. Entonces se largó la votación y yo sentía que tenía que ser el protagonista de siempre pero estaba tan arrebatado, que no escuché ni la moción. Solo alcancé a escuchar:

−Chicos, por favor, hagamos silencio para poder votar. −Por la negativa. Levanté la mano me paré en un banco y grité desaforado:

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−!Esa moción es pura demagogia, que pretende congraciarse quién sabe con quién y con qué oscuro objetivo¡ Todos se callaron y me prestaron atención. Desde arriba del banco miré a Ale, que estaba al lado mío, aunque en realidad miré el escote de Ale porque si le hubiera mirado la cara me habría ahorrado el papelón. Recargado de energía imposté más la voz y seguí: - ¡No se puede creer que nos prendamos en semejante acción que atenta contra…! y entonces sentí un tirón en la manga de la camisa. Quise deshacerme instintivamente del que me tiraba pero era muy insistente, bajé la vista en busca de Ale para que me ayudara y para mi sorpresa, me encontré que era ella la que tiraba de mi manga con los ojos llenos de lágrimas y la carcajada contenida. Me indicó que me agachara, lo hice y me dijo al oído. -Estas votando en contra de tu propia moción, boludo. Los colores de la agrupación tomaron por asalto mi cara. Me bajé del banco de manera tan torpe que casi termino encima de otros compañeros que, atónitos, me miraban indecisos entre cagarme a trompadas por torpe o cagarse de risa. Ale escondió su cara en mi hombro llorando de la risa y yo no tenía donde esconderme. El tiempo pasó. La historia con Ale se cortó. Nos distanciamos y hace no mucho nos volvimos a encontrar. Cuando me presentó al marido, el hombre no pudo contenerse y soltó una carcajada mientras gritaba: -¡Vos sos el famoso Javier!Hoy, a la distancia, me río solo mientras escribo estas líneas, pero en el momento fue La Vergüenza y El Ridículo.

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Daniel Goldenberg

I

EL ÁRBITRO

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En aquellos días felices de la juventud, quien suscribe, adepto en esos tiempos a jugarles bromas a sus amigos, participaba activamente en un club de servicio patrocinado por Rotary Club. Lejos de las características más formales y recalcitrantes del club patrocinador -sin ánimo de ofender a los rotarios presentes- esta rama juvenil prodigaba un ambiente muy divertido e idealista, con encuentros nacionales e internacionales de los cuales coseché, durante una década, infinidad de novias y amigos. Los amigos aún los conservo. En el periodo en que la presidencia de mi club -Villa Carlos Paz- era ocupada por un querido amigo personal, amante del fútbol y un verdadero crack en esa disciplina, el grupo al que presidía no le respondía con el debido respeto que él esperaba hacia su flamante investidura presidencial. Las reuniones formales se habían convertido en una verdadera joda y eran más divertidas que las mismas fiestas. Cualquier cosa que el pibe decía con toda su compostura, desataba una catarata de chistes y pelotudeces de nuestra parte que todos, menos él, aplaudíamos y celebrábamos con estúpida alegría. A instancias de los rotarios asesores que participaban de estas reuniones, nuestro presidente intentó, en varias ocasiones, algunas técnicas y malabares para llamar al orden, pero habían sido completamente inútiles y aún disparadoras de más risas. La más célebre de ellas fue una medida de sanción inspirada en su pasión, el fútbol. Un día, el pibe se apareció con dos tarjetas de árbitro, con sus respectivos colores rojo y amarillo, que apoyó prolijamente sobre la mesa. Al final de la reunión nos explicó muy seriamente que, a partir de la próxima semana, aquel que interrumpiere y no respetare las mínimas reglas del dialogo civilizado, le sería sacada una tarjeta amarilla por cada infracción cometida. Con la acumulación correspondiente, el infractor se haría acreedor a la roja, tras lo cual permanecería inhabilitado para emitir opinión y voto durante el resto de la reunión. A la semana siguiente, con ambas tarjetas amenazantes sobre la mesa a la espera de que alguien cometiera una falta

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No soy el protagonista principal del ridículo de estas dos anécdotas que les relato a continuación, pero si su responsable más directo.

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imperdonable, comenzó la reunión. Bajo una secreta consigna, todos empezamos a hacer el mayor quilombo posible, incitando a nuestro amado presidente a sacarnos tarjeta. Uno a uno nos fue amonestando con la amarilla, hasta que, harto del tremendo despelote, agarró la roja y mostrándola en la cara a cada uno con toda la furia, nos gritó: —¡Tomá para vos! ¡Para vos! ¡Para vos! ¡Y para vos¡ Y para ustedes también!— les dijo a los dos viejos rotarios asesores, que no podían creer lo que veían frente a sus ojos. Antes de empezar a hacer el quilombo grupal, y en un descuido de nuestro presidente, yo le había afanado la tarjeta roja y disimuladamente le había pegado por debajo un almanaque de gomería que tenía casi el mismo tamaño que la tarjeta, en el que una rubia infartante lucía entre sus manos un enorme par de tetas infladas a la máxima presión posible.

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II

LA EXPLOSIÓN

Cuando trabajaba en una empresa como soporte técnico y administrador de la red informática, podía enviar a cada computadora, individualmente, algún mensaje en forma de cartelito emergente, muy similar a los de cualquier aplicación de Windows que saltan informando alguna cosa generalmente poco importante. Esto respondía a la necesidad de solicitar que cierren las aplicaciones para realizar un mantenimiento de la base de datos, o tareas similares. Un día, llegó una chica nueva al sector administrativo. Una gordita simpaticona, toda emperifollada a lo señorona, que apenas supo que había un caballero que podía resolverle cualquier problema informático, comenzó a crearlos desde la primera hora de su llegada, y me volvía loco con una seguidilla interminable de preguntas pelotudas. Mi paciencia llegó al límite y entonces se fraguó la venganza. La misma mañana de su debut laboral, un cartelito que rezaba "¡¡¡Atención!!! ¡¡¡Esta computadora está a punto de explotar!!!" apareció en la pantalla de la PC de la niña en cuestión, quien, sin siquiera dudar de la veracidad de la advertencia, empujó con los pies su silla hacia atrás, se levantó y salió corriendo hacia el pasillo al grito de: −¡¡Esta computadora está a punto de explotar!! ¡¡Esta computadora está a punto de explotar!!", mientras todos sus compañeros de sector -muchos- la miraban incrédulos y cagándose de risa sin moverse de sus respectivos puestos. Al rato, la pobre gordita volvió roja como un matafuego, con la mirada baja, que sólo levantó para dedicarme una sonrisa que intuí venganza, pero que nunca fue tal. La despidieron a los pocos días, pero por otra causa ya ajena a mis bromas.

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Judith Vainman

CAFÉ CAFÉ

Viéndolo en retrospectiva, creo que lo que falló fue que calculé mal el marco de la puerta. O quizás el borde de la biblioteca que estaba apoyada en la pared. Sea uno u otro, fue una fracción de segundo, pero yo lo vi en cámara lenta: la bandeja chocó con algo, los vasos de EPS se desestabilizaron, el café inició su trayectoria inexorable, y los vasos cayeron sobre la bandeja, de costado, uno tras otro, como piezas de un domino rally. ¿El café? Desparramado por todas partes: el escritorio de mi jefe de aquel entonces, el Negro; el portafolios de la visita que estábamos recibiendo; el piso; la bandeja. Por algún instinto de autopreservación había alejado la bandeja de mi cuerpo lo suficiente para que no me alcance ni una gota. Optimista como soy, me alegro de que por algún milagro el invitado haya tenido el portafolios sobre su regazo, de modo tal que actuó de escudo, recibiendo la mayor parte del impacto, y salvando así a su propietario de la catástrofe. La expresión que predomina en los rostros es sorpresa. Y mientras ellos evalúan los daños -el Negro empieza a correr los papeles que le interesa salvar, algunos salpicados y otros chorreando café; el invitado aleja el portafolios de su cuerpo y lo sacude un poco- yo siento que dentro mío surge, incontenible, como la lava de un volcán, una carcajada. La suprimo lo mejor que puedo, murmuro una disculpa y me escapo a buscar algo para limpiar. Regreso, sintiéndome ya contenida. Cuando llego a la puerta, veo al Negro -que nunca absolutamente nunca había hecho nada: ni preparar café, ni servirse café, ni lavar una taza- agachado y limpiando el desastre de abajo del escritorio. Y la carcajada aparece de nuevo. Me salen las lágrimas intentando dejarla encerrada. El invitado, un poco confundido, pregunta dónde está el toilette. Un compañero, cuyo escritorio está a pasos de la puerta de la oficina del Negro, se ofrece a acompañarlo, y sin el invitado presente finalmente se produce la erupción y me río a gusto mientras el Negro limpia el desastre y yo lo ayudo un poco. Para cuando el invitado regresa de lavar su portafolios, ya estoy perfectamente centrada, en mi papel de negociadora de multinacional y continuamos la reunión sin ningún incidente. Ahora que lo pienso, creo que nadie volvió a pedir café...

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Viviana Goldman

EL RIDÍCULO PROFESIONAL

Corrían los 90 menemistas. Salón del Consejo de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires. Para quienes nunca lo visitaron: es un salón estilo Luis XV, con boiserie, araña, bustos de la República, Mitre y Sarmiento, y una gran mesa oval, como el salón, que alberga cómodamente a unas 30 personas. Almuerzo protocolar y yo, la intérprete. El presidente de turno da la bienvenida a los visitantes extranjeros, me da el pie para traducir en forma consecutiva y ¿qué hice? ¡Reproduje exactamente lo que el tipo había dicho, en el mismo idioma! La carcajada unánime de los comensales me hizo ruborizar hasta el pelo, pero me imagino que fue mejor que si se hubiera producido un silencio sepulcral. Superado el traspié inicial, salí airosa de las dos horas que duró el suplicio.

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Horacio Tort

Desde hace mas de 35 años, un grupo de amigos nos juntamos una vez por semana en el club a cenar, jugar cartas o dados, conversar y pasarla de manera distendida. En una época éramos más de 20, lo que hacía que algunos desparecieran por un tiempo y casi ni se notara. Uno de ellos, Mario, había tenido que radicarse en Rosario por trabajo durante casi un año, lo que hizo que no lo veamos durante ese tiempo. Cuando regresó, me llamó para avisar que esa noche vendría a la cena. Yo fui el primero del grupo en llegar al club y mientras tomaba un gin tonic en la barra, llegó Miguel a quien le comento que esa noche reaparecía Mario. Empezamos a hablar del tiempo que había estado afuera y él me pregunta la razón de su ausencia. Al notar que no tenía ni idea de que era por motivos laborales, y aburrido como estaba, se me ocurre establecer más o menos este diálogo

−Fueron motivos personales, un tema groso y muy privado. −¿Que le pasó, se separó de la jermu? −Y …bueno…si, ése fue el corolario. −Qué, seguro que al guacho lo agarraron infraganti con una mina. −Mmmm … algo así. −Cómo algo así, ¿lo agarraron con una mina o no? −Y… no… no fue con una mina. −No entiendo, explicate mejor boludo, ¿qué pasó? −No, no, dejalo ahí, es muy fuerte el tema. −Pelotudo, contame o te mato, no me podes dejar así. −Bueno, te cuento pero no armes bardo. Sucede que la mujer volvió un día antes de lo previsto de visitar a su madre en Tandil y lo enganchó en la cama con un pibe del barrio. −Queeééé!!! No puede ser, me estás jodiendo. −No, desgraciadamente no.

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El diálogo siguió con muestras de incredulidad de parte de Miguel que yo refutaba con respuestas del tipo ¨y viste como es esto, dicen que es un camino de ida¨, ¨estoy tan sorprendido como vos, pero me lo dijo él mismo, en confianza¨. El siguiente en llegar fue Johny , a quien Miguel, haciendo gala de su bien ganada fama de chusma y olvidando mi pedido de no armar bardo, como yo suponía iba a pasar, lo recibe con un ¨¿te enteraste de lo de Mario?¨ dándome la espalda, cosa que aprovecho para hacerle gestos a Johny para que le siga la corriente, lo cual él hizo a la perfección, respondiendo siempre de manera neutral con frases como ¨son cosas que pasan¨, ¨y, viste como son estos temas¨, hasta tanto sonsacarle a Miguel el tema y seguir la farsa ya de manera más concreta. De ahí en más, los dejé conversando y me arrimé a la entrada del club para ir avisando a los que iban llegando de la situación. Algunos al entrar confirmaban la versión, otros se daban por enterados en ese momento y algunos de ellos, a su vez, iban avisando a otros hasta que llega Mario y lo ponemos sobre aviso. ¨Sos un hijo de puta, pero me prendo¨, me dice. Al entrar, lo primero que hace Mario es saludarnos a todos de manera muy cariñosa, con abrazos y besos y al tocarle el turno a Miguel hace lo mismo, sólo que deja que el beso demore una fracción de segundos más de lo normal al mismo tiempo que le dice bajito al oído ¨Pensé mucho en vos en este tiempo Miguelito, te extrañé¨. Esta farsa, montada en un momento de aburrimiento y pensada sólo para una noche, aunque no lo crean, duró 3 años y medio. Miguel, cuya aversión a la homosexualidad era legendaria, tuvo que soportar cada semana todo tipo de sutiles insinuaciones de parte de Mario, como caricias al pasar en el cabello, comentarios del tipo ¨te veo más fuerte últimamente y te queda muy bien, estás haciendo fierros¨ a lo que Miguel respondía poniendo su mejor buena onda y sonrisa ¨sali de acá, puto de mierda¨. La mejor de todas fue una vez que Miguel subió al baño del vestuario a orinar, Mario se le aparece sigilosamente de atrás con una toallita de papel sobre las dos manos en jarro y con voz muy dulce le dice ¨¿te ayudo, Miguelito?¨. Esa vez Miguel, bajó del vestuario con el pantalón todo meado y se fue del club sin saludar ni pagar mientras nosotros nos doblábamos de la risa escuchando el relato de Mario de lo pálido que se puso al verlo. A las reuniones semanales también se incorporó Bubby, un amigo de Mario, a quien hicimos pasar por su novio, lo que de alguna manera dio algo de tranquilidad a Miguel, salvo que cada tanto Bubby le armaba una escena de celos por cómo Mario miraba o se insinuaba con Miguel. En definitiva, durante esos 3 años y medio, hemos llorado de la risa con los cuentos de Mario de lo que pasaba en El Hangar, la discoteca gay que frecuentaba con Bubby y donde decía que le parecía haber visto de

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lejos a Miguel una noche, el efecto de una crema de estimulación sexual que había comprado a la cual llamaban ¨mil hormigas¨ por su efecto vigorizante, sus clases de tejido al crochet y muchas otras ocurrencias mas de parte de todos nosotros, que le dábamos pie a Mario para que genere algún desopilante momento de incomodidad para Miguel. Cuando se cumplieron 25 años de la primer cena (fecha estimada ya que no sabemos exactamente cuándo arrancamos), le confesamos a Miguel el complot que habíamos armado durante estos años. Su primera reacción, al enterarse que todo había sido una broma, fue la vergüenza, la segunda la furia, por lo que nos reputeó a todos de arriba abajo, y después se mató de risa con todos nosotros.

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Eduardo Mizrahi

Y SOY UN RIDÍCULO

Me como una tarta de pollo, sosteniéndola con los dedos de los pies. Como estoy desayunando, la bajo con un litro de fernet berreta mezclado con jugo de toronja. Eructo, pero sin mucho ruido, porque justo están entrando al kiosko dos Testigas de Jehová disfrazadas de Pato Donald. Me quieren vender una rifa en apoyo de los Bomberos Voluntarios de la Boca. No acepto porque soy de River. Se ofenden, acto seguido se desata una discusión ríspida sobre las bondades de ingerir sandía con vino en el polo norte a las tres de la mañana Cuando me aburro me tiro un pedo para que se vayan. Como no les molesta y empiezan a querer convencerme de que Menem es progresista, les digo que acepto y me convierto al budismo. Me voy a Pumper Nic a ver si recluto al hipopótamo... está de huelga, comprándose una campera de cuero con Ubaldini en la calle Murillo. Me los llevo a los dos a una conferencia sobre filosofía cuántica y diseño de interiores dictada por Herminio Iglesias. Cuando me empiezo a quedar dormido recuerdo que tenía que escribir un cuento sobre el ridículo y le afano la laptop al hipopótamo y describo mi día desde el principio. Bostezo, termino, publico... y soy un ridículo.

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Antonio Lendínez Milla

EL RIDÍCULO

He entrado en la Sala de Exposiciones. He saludado a mi amiga que expone, está atendiendo a sus amigos. He visto la exposición. Me he recreado en la vista de los cuadros y de los asistentes. He cogido una copa de vino. No conozco a nadie aquí. Me gustaría hablar con aquella chica. Es de las que a mí me gustan. Pertenece a esa tribu. Cara de intelectual. Inteligente. Mirada atractiva y directa. ¡Oh!, qué ojos tiene, qué hermosos. Las descripciones físicas me las callo, no vienen al caso. Puede que cuando abra la boca… en fin. Para qué sigo. (¡Para ya!, eres terrible). ¿Pero qué le digo, cómo la abordo? Otra vez ese run-run. Sin decidirse no hay nada. Comienzo a sentirme ridículo. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué estoy buscando? (Mal vas si piensas en buscar, lo que estás buscando no se busca, se halla. Se encuentra, en definitiva. Así que, más vale que no busques más. Procura mostrarte tal cual eres, por si alguien te hallara). He de dejar de buscar, quiero controlarlo todo. Reflexiono… Me empiezo a encontrar ridículo. Comienzo a darme la vara. ¡Basta ya!, me digo. Eres ridículo. Dejo la copa en la bandeja de un camarero. Me despido. –Pero, ya te vas. Bueno. Dame un beso. No recuerdo de pequeño, de muy niño, que yo tuviera vergüenza. No me sentía ridículo. Ni que los demás lo estuvieran. Era espontáneo y abierto. Con la edad adquirí ese tono, alguna vez me he sentido ridículo.

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Federico Cahn Costa

EL SORDO Y EL FRANCÉS

De esta historia fui testigo presencial ya que me tocó estar sentado justo enfrente de ellos durante aquella mítica cena. Hace unos años comencé a jugar al rugby en un equipo de veteranos increíblemente divertido. Un día aparecen dos jugadores nuevos con la particularidad de que uno era un francés recién llegado al país que no hablaba ni jota de castellano y el otro era un señor profundamente sordo que entendía el movimiento de los labios y que hablaba de esa forma extraña que tienen para emitir la voz los sordos que han hecho rehabilitación para poder hablar. Uno de los nuestros, uno de los más educados y caballerosos, cuya vasta cultura y buena memoria lo hacía recordar el francés aprendido en la escuela, se sentó entre ambos a la hora de la cena, luego del entrenamiento, con la particularidad de que los confundió. Así, en el barullo de la comida en un salón ruidoso y mal acustizado, se pasó toda la noche gritándole en castellano al oído del francés mientras le susurraba en francés al sordo. Nunca en toda la noche le hicimos notar el error. Demás está decir que ninguno de los dos entendió un pito a la vela mientras los demás nos caíamos de las sillas de la risa. El traductor jamás se enteró de lo que había sucedido ni del motivo de nuestra algarabía. Lamentable y lógicamente los nuevos nunca más volvieron a aparecer y no llegamos a explicarles el malentendido.

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Mercedes Antón Cortés

Mi consulta, una paciente y otra señora que la acompaña. La joven enferma me comenta que en la fecha indicada tal vez no pueda acudir a recoger el resultado de sus análisis. Yo, con ganas de resolver, le contesto a la vez que dirijo mi mirada empática a la acompañante.

−No es problema, puede pasar a recogerlo su madre. Se escucha entonces una voz ronca que dice:

−No soy su madre, soy la hermana menor. Recuerdo que a través de la ventana entreabierta parecía tronar la leve llovizna.

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Daniela Acher

CUÑADAS

Escena familiar. En mi casa de recién casada: mi marido, su hermano seis años mayor, su esposa (es decir, mi cuñada o concuñada, mejor dicho) y yo, que era relativamente nueva en esa familia un poco más formal que la mía de origen. Mi cuñado arreglaba un televisor mientras conversábamos. Mi cuñada contó entonces la historia de una mujer que habían conocido en un viaje a la que le habían anulado el matrimonio por falta de consumación. Yo, que no entendía que pudiera ocurrir algo así ya a finales del siglo XX, preguntaba cómo podía ser. Y mi cuñada, incómoda: “Bueno… él era… impotente”. Yo seguía sin entender: “¿Pero cómo podían comprobar que era impotente?". Seguía la incomodidad de mi cuñada: “Bueno, porque ella fue al médico y se comprobó…”. Y yo que seguía en ascuas: “Pero para eso debería de haberse casado virgen”. “Claro”, respondió mi cuñada. “¡Ah, bueno! Ya para casarte virgen tenés que ser una real pelotuda.” Y no dije “boluda”, ni “pelotuda” a secas, dije “real pelotuda”, al tiempo que la sonrisa de mi cuñada se congelaba frente a mí y la conversación se amulaba. Mi cuñado, tras el televisor, daba cuenta de todas las herramientas al mismo tiempo, haciendo el mayor ruido posible. Yo, que SEGUÍA sin entender, miré a mi cuñada y como quien hacía el mejor de los chistes, le dije: “¿Qué me mirás, Ani? ¿No me vas a decir que te casaste virgen?”. El “sí” de mi cuñada quedó un poco tapado por la repentina caída de la caja entera de herramientas de mi cuñado. Y yo, que no sabía de qué disfrazarme ni en qué agujero meterme.

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Después le dije a mi entonces marido: “¿Por qué no me avisaste?”. “No sé nada de la vida sexual de mi hermano”, fue su respuesta. “Pero no son religiosos, ni siquiera se casaron por iglesia. Se casaron a los 26 años después de cuatro años de novios, no entiendo”. “Bueno –me dijo– ellos no entienden cómo vos te pasaste toda tu adolescencia…". Diferentes maneras, todas válidas por supuesto, sólo que no entraba en mi horizonte de perspectivas.

Y engancho con otra cortita en tono similar, que le ocurrió a mi tía. Llamada telefónica. –¿Quién habla? –Mónica. –¿Mónica?... ¡Ah, Mónica! Pensé que era la boluda de mi cuñada. – (Silencio de Mónica, la boluda de la cuñada).

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Cecilia Mosto

LA INTEGRACIÓN DEL SUSHI A LA VIDA DE UNA PROLETARIA

Estudie ciencias políticas, quería ser investigadora en ciencias sociales. Era mi estilo y mi destino. Corrían los 80 y el único financiamiento para esa tarea venía del sector privado. Decidí entonces combinar el placer de hacer investigaciones casi gratis sobre aborígenes con estudios de opinión pública y mercado para empresas y políticos. Así pude vivir sola y comprar queso fresco. El gran problema era que no daba con el perfil corporativo para nada. Muy hippie, torpe, insegura. Me vestía muy mal. Muy informal. Desprolijísima. Sin peinar. Mi aspecto era raro y me esforzaba mucho por disimular, lo cual era peor. Gracias a mi insistencia y simpatía había enganchado a la empresa más importante del país con un estudio muy barato pero mensual. Eso me permitió entrar a sus oficinas sin que me sacara la seguridad. Un día, gran revuelo, envían de casa matriz a una funcionaria de primer nivel como gerente a cargo de un tema súper importante. A veces nos cruzábamos. Europea. Elegante. Igual a Jaqueline Bisset, con onda francesa. Yo quería que me tuviera en cuenta como proveedora de estudios, ella también. Me esforcé mucho por caerle bien. Me miraba como a la cucaracha de Kafka. Desprolija, pero simpática, siempre encontraba la excusa para pasar por su oficina cuando iba a reunirme con mi cliente. Me asomaba por su puerta y le decía “lo que necesites decime”. Re densa yo. Ella me miraba extrañada. Un día cansada de mí, en su semana humanitaria y de causas sociales, me pregunta: “¿comes sushi?”…Casi me desmayo. Jaqueline, la poderosa caída del primer mundo, me estaba invitando a comer. Veía claramente mi oportunidad de saltar del queso fresco al Mar del Plata. Yo nunca había comido sushi pero no iba a estropear de ninguna forma esa ventana que se me estaba abriendo. “Sí, sí como sushi” (con cara de

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ooobviooo). “Bueno”, me dice, “te invito. Reservo lugar para el viernes, así me contás qué hacés”. Llegué unos minutos antes al restorán japonés y miré detenidamente el menú. Veía en las fotos algo verde que pensé que era palta y que éso justamente me encantaba. Iba a decirle que comía con tenedor porque, estaba re de vuelta, y los palitos me embolaban. Ella llega y ordena sin consultarme. Yo estaba totalmente empilchada, semi disfrazada. Tratando de disimularme a mí misma al máximo, traté que el 100% de mi yo no estuviera ahí. Totalmente desquiciada, re tensa. Cuando traen la bandeja lo único que me resultó familiar fue la bola verde: “la palta”, me dije. La tomé con el tenedor y me la metí toda en la boca. Ella pegó un grito y en un español muy raro me dijo “quítate eso de la boca”. Como gritó tan fuerte y tan imperativamente, yo abrí la boca obediente y lo escupí… arriba de la fuente… sobre los “rolls”. Me había intentado comer el wasabi, todo de un saque, en el primer bocado. El mozo se acercó de lo más extrañado y ella con una servilleta trataba de limpiar, absolutamente molesta, mi escupida de arriba de la comida y la ponía en un platito. Quedé petrificada. De ahí en más ya no era nadie… ni yo… ni no yo. Pedí vino y traté de emborracharme.

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María Gabriela Failletaz

CITA A CIEGAS: EL MAESTRO DE CANTO

Con diecinueve años y estudiando magisterio andaba yo huérfana de actividad artística, así que una amiga me contactó con un maestro de canto, un tal Juan Lombardi. El tipo fue recomendado por correcto y respetuoso, lo que a mi corta edad era importante y también porque se andaba codeando con la comedia musical, que me venía bárbaro para lanzarme rapidito a las tablas, ya que por entonces además de maestra, yo también quería ser estrella. No importaba mucho de qué, pero de algo. Lo llamé por teléfono y quedamos en encontrarnos en ese bar famoso que queda a la vuelta del Teatro San Martín, donde al cabo de unos meses presentamos la obra. Le pregunté cómo nos íbamos a reconocer y él me dijo que era bastante alto y llevaría una campera de cuero negra. Yo di muchas más explicaciones sobre mi vestuario. Llegué por la tarde al típico bar porteño y elegí la mesita más cercana a la puerta junto al amplio ventanal de madera oscura. Estaba nerviosa y fascinada con el ambiente, por la bohemia que se respiraba en ese lugar, por los músicos pelilarguis con los estuches de sus instrumentos esperando clases de conservatorio. Los minutos iban pasando, 45 quizás y 2 cafecitos, si mal no recuerdo. Cada vez estaba más ansiosa, porque Juan Lombardi no llegaba. Me la pasaba girando la cabeza para ver si veía la alargada campera de cuero negra en alguna parte del salón y ensayaba una y otra vez lo que iba a decir mientras doblaba y desdoblaba servilletitas de papel. De golpe, mirando tras la ventana hacia la bocacalle, divisé la silueta de un hombre alto de campera de cuero negro que venía cruzando con paso largo. Me miró y lo miré, y evidentemente debí haber esbozado alguna mueca similar a una sonrisa. No recuerdo cuán pronunciada fue la contracción del risorio, la cosa es que él la interpretó como una invitación, así que, ni lerdo ni perezoso, se abalanzó sobre la puerta del bar y delante de mi mesita con cara de galán de cine. Como impulsada por un resorte me levanté enseguida para saludarlo y con una sonrisa abierta y cordial y, lógicamente sin descuidar la impostación vocal, pregunté casi afirmando:

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−¿Juan Lombardi? −Sí. ¿Cómo estás?, contestó él. Entonces, continué con mi presentación protocolar...

−Mucho gusto. Gabriela Failletaz. A partir de ese momento desaté una catarata verborrágica sobre la historia completa de mi vida artística con fechas, etapas evolutivas, pareceres, sentires, aciertos, fracasos, aspiraciones, todo entre medio de ademanes, gesticulaciones y voces más o menos modeladas para darle sabor al relato y aspecto de interesada y competente. De pronto, mi joven criterio y mi escasa experiencia se detuvieron en no sé qué parte de mi tierno e ingenuo cerebro, para notar que Juan Lombardi emitía preguntas muy generales y sólo se limitaba a escuchar. Así que sospeché que él no era él. Dije:

−Decime… ¿Vos sos Juan Lombardi? −No, me contestó el caradura. Me levanté enérgica de la silla, le agarré la tacita de café que se había pedido y se la llevé tres mesas más alejadas invitándolo a que se retirara inmediatamente. Creo que lo insulté y le dije que se había aprovechado de mi confusión. Esta vez con voz desencajada. Pagó la cuenta y se fue. Al instante, por detrás mío hizo su aparición el verdadero Juan Lombardi con su horrible campera de cuero negra, la que siguió trayendo a todos los ensayos hasta que llegó el verano y trajo sólo remera.

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Fer Iñarra Iraegui

COMIDA

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Como en todas las fiestas de fin de año, la familia (para bien y para mal) se reunía en casa de la tía Rosa y el tío Perico. Cada cual llevaba algo de beber, de comer, regalitos y una buena dosis de paciencia que todos los años resultaba, por lo menos, demasiado justa. Al llegar, los paquetes, botellas y elementos referidos a alimentos, iban de entrada a la cocina donde se ponían en bandejas, se enfriaban o se calentaban, de acuerdo a lo que se necesitara. Imperdible el asado del tío (maestro asador), con cuatro horas de fuego suave y bañado (el asador) con litros y litros de buen vino… era lo que hacía que nadie faltara a la cita por más resquemores, envidias, celos y demás sentimientos que se cocinaban a fuego también lento en aquellas reuniones. Esa noche comieron, charlaron, rieron, bebieron y cada cual alabó los riquísimos aportes de los demás. Para la hora del café, habiendo ya comido hasta el postre, la dueña de casa trajo al living donde todos estaban ya relajándose, la bandeja con tacitas, azúcar, leche, cucharitas y un enorme paquete de masas, envuelto en papel blanco. Al abrir el paquete, grande fue la sorpresa cuando la tía Rosa dijo con tono de sorpresa y su graciosa voz aflautada: ¡to-ma-tes-re-lle-nooooos! ¡Ups, bueno, les debo las masitas! ¡Jaja!

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Situación escuchada en casa, no la viví... ¡pero como si la hubiera visto!

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Horacio Petre

SATORI EN COGHLAN

“Nobody‘s fault but mine…” Blind Willie Johnson

Debo a la azarosa conjunción de cierta especial animosidad de mi parte junto a la infortunada similitud de la voz de una persona desconocida con la de mi amigo Alejandro A. al lamentable derrotero de acontecimientos que espero ilustrar con estas palabras. En la antigua Persia era costumbre señalar el encuentro de los rostros como definitorio a la hora de terminar un saludo e iniciar la íntima conversación… pues bien, aquella tarde resultó que no tuve en cuenta tan memorable precepto y el vano ridículo junto a un estoicismo europeo de poca monta terminaron cincelando las formas finales de aquel suceso. El hecho ocurrió una tarde de verano, en el barrio de Coghlan, mientras me ocupaba de un interesante trabajo de diseño para un comitente ocasional. Sonó la llamada que me sacó de mi ensimismamiento, levanté el tubo del teléfono y una voz mencionó mi nombre y mi profesión, con decisiva claridad aunque cierta distancia. Enseguida creí reconocer a mi amigo y colega Alejandro, pero fue este trato poco coloquial lo que me hizo caer en la trampa. Enseguida me achispé, y creí que mi amigo me estaba jugando una broma, pretendiendo hacerse pasar por otro. Y fue así, que de manera absolutamente insospechada, me sorprendí a mí mismo, hablándole a mi interlocutor con un tono de estudiantina, escandalosamente soez y fatigando un confianzudo y atroz vocabulario. Le espeté que lo reconocía por más que me tratara por mi título universitario, recitando mi nombre y apellido completo, y lo primero que le dije fue una brutal alusión a su desesperación por la succión masiva de miembros viriles, su voracidad por llenarse todos sus orificios naturales de los desahogos de varón y el constante y voluntario ofrecimiento de sus partes posteriores para todo tipo de vejámenes a mano de las más vulgares calañas de los bajos fondos.

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Así se lo dije, de corrido, y debo decir que la misma gracia que yo me provocaba, no hacía sino alimentar mis fantasías verbales acribilladas de palabras de grueso calibre y asociaciones repulsivas. Quien me había hecho el llamado, tartamudeando, volvió a mencionar mi ocupación y mi nombre, ahora con un tono más serio y circunspecto, lo cual no hizo sino acrecentar mi súbita inspiración grotesca. Fue así que una nueva andanada de alusiones a su proclividad insensata y sin límites hacia el falo masculino y todas sus posibles representaciones, salió de mi boca. En un momento dado, mi sufrido interlocutor, intenta aclarar los acontecimientos y menciona a una socióloga, con la que yo había trabajado. Súbitamente analicé que mi amigo Alejandro, no podía conocer a esta socióloga, y además la persona que me llamaba, me mencionaba una serie de detalles propios del trabajo que había hecho con ella, dado que él era su editor. Agregaba además que requería de mis servicios como diseñador para nuevos trabajos. Hay momentos que son muy interesantes en la vida de un diseñador gráfico que trabaja desde su estudio y utiliza los modernos medios de comunicación que permiten encuentros sin visualizar los rostros directamente. Y fue en este momento que experimenté satori, como denominan en Japón, al momento de iluminación en el budismo zen. La luz se hizo presente en ese instante. Junto con ella, la controversial comprensión de los hechos, y cavilé sobre la asaz compleja naturaleza de la adversidad y el obstáculo. Un abatimiento sin medida se adueñó de mi confianza, instintivamente tapé el micrófono del teléfono con la vana esperanza de hacer desaparecer lo acontecido, o de intentar clausurar mi vejatoria y brutal incontinencia verbal, pero las cartas ya estaban echadas. Luego de esos segundos de luz, de eterna duración, opté por una salida modesta a través de la puerta delantera, lo cual paradojalmente, no era sino una farsa, de signo opuesto a la anterior, pero quizá tanto más compleja y grandilocuente. Luego de una explicación inconcebible sobre el vínculo fraterno y de sana alegría que me unía con mi amigo -de voz tan parecida a la de este individuo que por primera vez me llamaba- los dioses optaron por darme una oportunidad más. Fue así que me encontré con que este caballero tan formal, no tuvo reparos en aceptar mis encendidas

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disculpas y extrañas explicaciones acerca de la colisión escatológicoverbal que acababa de padecer. Seguimos hablando de trabajo y agendamos una reunión. En el momento de la despedida, una nueva disculpa, la cual sólo generó una alegre risa por parte del editor, quien se despidió muy amablemente, bajándole el tono al suceso. Refiriéndose a mi confesa vergüenza, atinó a citar que en todo caso peor es el proverbial ladrón, que al hurtar no lleva para su casa.

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Mirta Linda Saiegh

DE CÓMO UNA SILLA SE TRANSFORMÓ EN UN BANCO (MINI –RIDÍCULO EN LO LABORAL)

Corrían los años 90, hacía poco tiempo que había retomado la decisión de darle más empuje a la consultora en recursos humanos (luego de haber hecho un intervalo por la maternidad). Dispuesta a conseguir que crezca (como mi hijo) me propuse hacer contactos y tener una cartera más importante de clientes. Fue así que después de muchas entrevistas, no tan importantes, tengo la oportunidad de presentarme en la oficina de recursos humanos de un importante banco (con un nombre que alude a España). Me recibe el director de recursos humanos en una oficina imponente donde la secretaria nos atiende trayendo café y yo me siento muy importante. Por supuesto, esa mañana, me había fijado en todos los detalles de cómo me iba a vestir. Elegí un trajecito de blazer y pantalón, todo muy formal, pero también no olvidé ponerle detalles femeninos. No quería aparecer sólo como una psicóloga, me imaginaba que tenía que dar la imagen de una ejecutiva. Hasta allí todo bien. Salgo airosa de la entrevista, donde se resuelve que me van a empezar a dar lo que ellos llaman psicotécnicos (prueba que tienen que pasar todo aquel que pretenda ingresar al Banco). Mi alegría es enorme. Al tiempo de trabajar para ellos, y suponiendo que todo marchaba muy bien porque no había quejas ni nada, me preguntan si yo también en la consultora hago evaluaciones grupales, a lo cual ni corta ni perezosa digo que sí. Me dicen que le falló otra gente que lo hacía y que esa tarde me iban a mandar un grupo a la consultora. Salgo de allí corriendo a Carrefour, primer lugar que me aparece, a comprar sillas. Por supuesto que no tenía más que cuatro y necesitaba como diez más. Mientras, la gente llamaba para darle la dirección del lugar (aclaremos que en ese momento era yo y mis circunstancias la cantidad de gente en el lugar, pero daba la sensación de un equipo más que importante). Llego con las sillas (me ayuda mi marido que hace de coordinador junto conmigo) y nos dedicamos a sacar las fundas, el nylon, que recubría las sillas para que no aparezcan nuevas…

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Cuando estaba todo dispuesto, las sillas en ronda y los postulantes iban viniendo a la hora convenida empieza a funcionar el grupo. En ese momento veo que a una de las sillas se le veía que le había quedado la marca del negocio y tenía en un borde pegado el precio. Le hago señas a mi marido que estaba más cerca. No se da cuenta… Entonces uno de los participantes, muy suelto y sin inmutarse le dice: “Creo que te dice que está colgando algo allí de la silla...Se nota que las están estrenando…” Es así que las sillas vinieron con “Banco” (cosa rara para un mueble...) y la anécdota siempre la recordamos, por lo que marcó el inicio de nuestro coraje y de un salto cualitativo que se decidió en un par de minutos. Así, en una tarde, creció la consultora. Cosas que pasan…

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Gustavo Pedace

HISTORIAS RIDÍCULAS BREVES

1 Tokyo, Japón, primavera de 1993. Me escapo de la comitiva que me llevó por Asia, del protocolo y los micros y traductores para caminar la calle al mediodía. Hay una plaza enorme, florecida, y en el centro de la plaza un restaurante. Voy a almorzar ahí, viendo la vida pasar. Carne pido (nostalgias que ya no tengo). Traen un jugoso bife, acompañamientos, jarra grande de agua con hielo y tengo tiempo para disfrutarlo. Casi distraído embadurno el pedazo de carne con la pastita verde esa que veo por primera vez en mi vida (no eran tiempos de Dashis y Sushis Clubes). Lo que sigue fueron lágrimas, ademanes, gritos ahogados y pedido con ademanes de otra jarra grande, más hielo, puteadas en perfecto español y pérdida de sensibilidad del cuello para arriba.

2 Mendoza, un verano muy verano, circa 1994. Trabajé en Mendoza hasta el fin de semana y tengo que volverme en el vuelo del sábado que hace escala en Córdoba. Llevo mi mochila y bolso que tuve que despachar. Siempre me gustaron los equipajes. Éstos eran muy cancheros, finitos, elegantes. El negro Arocena, amigo de mi padre y electricista de barcos, me regala 4 frascos de quinotos y duraznos en almíbar hechos por él. Salgo feliz de su chacra con el tesoro, dos en la mochila y dos en el bolso. Subimos al avión. El calor no para. Yo despacho el bolso y dejo la mochila en el suelo. Escala en Córdoba. Suben unos 20 productores, cámaras, comentaristas, estrellas del automovilismo. Hubo TC y todo era fiesta. Yo había puesto la mochila en el asiento del medio (siempre elijo pasillo) con la secreta esperanza que no se siente nadie. Pero lo veo venir y ya sé que el que se sentará a mi lado no es la chica del escote sino el gordo gordísimo que viene desvencijado por el calor. Secándose con pañuelos los litros que brotan de su papada y cabeza. Camisa celeste (con escasos centímetros del celeste original y casi toda la extensión de un celeste modificado, oscuro, por la mojada) y un pantalón finito color caqui. Viene, viene, se tambalea y viene, mira y es ahí, a mi lado. Saco la mochila del asiento. El gordo sonríe con esas sonrisas diáfanas, que solo los gordos te regalan. Y en ese microsegundo en el que saco la mochila me doy cuenta que algo anduvo mal. Pésimo. Me doy cuenta que se rompieron los frascos y que el almíbar está untado en el asiento. Tarde. El gordo se desploma. Ya no había tiempo de avisarle cuando tomó la decisión de

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zambullirse. Ya no. Se duerme. Solo quiero cambiar de lugar. Evaporarme. Llegamos a aeroparque y con una excusa lo dejo pasar, dejo la mochila debajo del asiento porque chorrea. El se levanta y se va. Todo su culo mojado. Untuoso. Almibarado. No se da cuenta hasta que ha caminado unos metros. Se toca. Se sonroja, creo que cree que se meó. Mira para atrás. Yo sigo buscando cosas inexistente, contando miguitas que se han caído. Se desorienta. Al bajar y esperar el bolso en la cinta compruebo que hay cajas mojadas, untuosas. También los frascos del bolso se han roto. También hay almíbar. El gordo se fue, no despachó equipaje. No hay pistas que vinculen un culo almibarado con un quinoto.

3 Buenos Aires, una tarde de 1988. Son mis primeros pasos en la profesión. Mi jefe me dice, Gustavito, vaya a la sede de la Cámara que se va a hacer el sorteo de espacios para el de la empresa en la expo. Elija uno bueno y mañana me cuenta. Linda misión para un joven entusiasta. El salón es chico para tanta gente. Pero hay buena onda. Se arma una audiencia con unas 100 sillas, todas dispuestas una al lado de la otra en unas 10 filas de 10. No hay pasillo en el medio. Viene mozo, intenta distribuir unos 50 vasitos de copetín con bebidas refrescantes. Colas, Naranjas, Pomelos, burbujas y colores y dulzuras, no eran tiempos de bajas calorías. Portaba una bandeja extra grande y arremete a distribuir entre las filas. Yo ya mido un metro noventa y no tengo mucho control de extremidades. Soy bastante malo para eso de calcular. Pero charlo quietito con un señor al lado mío. Estoy por el medio. Empieza el sorteo. El mozo hace lo suyo y yo, me doy vuelta con cabeceo brusco para buscar a alguien. Apenas toco la punta de su bandeja extra grande y lo desestabilizo, en cámara lenta intenta con vaivenes y contorsiones evitar lo inevitable, la bandeja con sus 50 vasitos está en peligro, gira, va, viene y plaf. Entera cae dos filas más allá, sobre traje de señor de bigotito anchoa. Traje clarito, tornasol ahora. Todo. El mozo me mira con mirada de odio, no sabe pero intuye, yo pierdo la vista con gesto de ¡qué barbaridad! Busco para la derecha, lejos, está ella, una flaca de anteojos que vio todo, me mira fijo y se ríe. Hay testigos, pero no lo dirá. Mientras el señor de bigotito anchoa reclama que le paguen la tintorería.

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Sanchu De Raedemaeker

TOMA UNO

−¡¡Pero qué cutis tan lozano tenés, te venía mirando, vos y tu marido parecen mucho más jóvenes!! −Querida, hubo un incendio fijate (mientras, me mostraba el hilito de cejas que le quedaba). Nos mejoraron con la plástica la quemadura de tercer grado.

TOMA DOS Sala de médicos.

−Sandra ¿me traes el estudio vascular de Juan Pérez? −Ay, doctor, score 5, ¡¡el pibe está hecho pelota con sólo 25 años!! −No querida, chequeá. Qué suerte que me fijé, iba a hacer el informe con el estudio del padre.

TOMA TRES Recreo de cirujanos.

−Buenos días doctores. Ando haciendo una encuesta.Usted, doctor X, ¿de qué manera le gustaría partir pa’l otro mundo?, mientras le apuntaba con la birome a modo de micrófono. −Con Silvina Luna. −¡¡¡Caramba!!! Se me va a morir en un ¡¡¡yessss, yeesss, yesssss!!! −¿Por qué no le preguntás al director que está detrás tuyo?

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TOMA CUATRO

−Doctor, lo está esperando el señor Aloe. −¡¡¡Ya le dije que mi apellido es Vera!!!

TOMA CINCO

−Buen día, ¿usted es paciente de hospital de día? −No, Sandra, soy Enrique y fuimos novios casi un año allá por los ochenta. −¡¡¡Ayyy, qué cambiado estás!!! −¿Para bien o para mal?, mientras se pasaba la mano por la cabeza, como encerando la pelada.

¡¡¡Lluvia de chanes!!!

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Mariasi Cañizal

PAPELONES

¿Y si probás cerrando la boquita? La verdad es que debo haber tenido esta especie de impulso arrebatado del decir desde hace muchos años. Podía pasar la mayor de las veces como espontaneidad, soltura. Pero que me hice consciente que esto de expresar lo primero que me pasa por la cabeza no siempre resulta positivo, debe hacer poco tiempo. Desde hace unos pocos años (¿será la madurez?) que sé de este problemita y ya está encarpetado en “temitas a tratar”, intentando mejorar un poquito cada día. Entre otras cosas me ha ayudado a comprender que la economía del decir debería empezar a ser una práctica más frecuente en mi vida, este tipo de papelones por los que he pasado, solita, solita, sin ayuda de nadie… gracias a mi “desenvoltura social”, ponele…

1.

En el ascensor con Pancho

Subo en un ascensor con acompañantes laborales en la empresa Mastellone en Buenos Aires, donde acudía a una reunión. Iba con otras dos mujeres, conocidas mías, más o menos de mi edad. En el ascensor Pancho Ibáñez. Para quienes no saben, la Cara y la Voz de los comerciales de la firma desde hace décadas. Un señor muy ilustrado, serio y circunspecto que casi no ha variado en su aspecto físico y pulcritud desde hace años, apareciendo en la TV. Como pasa con casi todos los famosos, uno cree conocerlos y los saluda casi como vecinos, hasta que uno toma conciencia rápidamente que nosotros los conocemos a ellos, pero no ellos a nosotros. La cuestión fue que en el saludo y subiendo 16 pisos en ese ascensor, saludo, va, saludo viene, el saludo y comentario que brota de mi boca en el asombro por el encuentro con dicho personaje y que queda en último lugar, o sea, en total silencio, fue:

−¡Hola! Qué honor compartir el ascensor con vos! Cómo estás? –Bien, gracias! responde Pancho. Y yo:

−En la tele das más joven...

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¡¡¡CHANNN!!! (como diría una amiga mía). Las miradas se cruzaron entre todos los que estábamos en el cubículo en milésimas de segundos. Él, muy durito, como pueden imaginar, tal cual su imagen habitual (no es de soltarse mucho en vivo...), sólo hizo un levantamiento de cejas... hasta que una de mis acompañantes sale rápidamente a increparme:

−¡¡Ayyy, María, lo mataste!! ¡¡Pobre Pancho!! – ¡Noooo!, dije yo !Quise decir lo opuesto…! ¡Tarde! Se había notado mucho mi espontaneidad, ningún arreglo fue creído.

2.

Intuitiva

Me suelo detener ante las panzas o pancitas de las embarazadas, si las conozco. Me gustan, me provocan emoción. Y más cuando sé que son madres primerizas. Suelo desearles buena suerte y transmitirles esa especie de confidencia que sólo sabemos los padres, acerca de lo maravilloso que es tener hijos. Un día estoy con mi ex en el hall del colegio de mis hijos, esperando junto a unos cuantos padres más una reunión con distintos profesores. En eso viene a saludarnos la asistente del curso de mi hijo mayor, muy amablemente. Habían pasado pocos meses del inicio de clases y del ingreso al colegio, así que yo conocía a esta chica desde hacía poquito tiempo y sólo la había visto un par de veces, que habíamos hablado acerca de mi hijo. Cuando se acerca le presento al padre de nuestro hijo y durante la conversación de rutina, le apoyo levemente las manos en su panza, y tiernamente le digo:

−¡Qué linda pancita! ¿De cuánto estás? Entre su mirada de algo de asombro, la rapidez de lo que toma este gesto y su respuesta −No, no estoy embarazada, sentí un leve temblor en mi piso, creí por un instante que el universo escuchaba mis típicas súplicas de “trágame, tierra”, pero no fue eso, sólo un tremendo papelón que evidentemente se ha vuelto borroso en su desenlace, porque no recuerdo más nada desde ese bruto comentario mío y no puedo contarles cómo terminó todo, se ve que mi memoria no quiere retenerlo. Pero sí que yo obviamente quedé por siempre muerta de vergüenza con esa chica y aprendí, de a poco, a controlar mis intuiciones.

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Aitor Arjol

EL RIDÍCULO

Entre el ridículo y el despiste media una sonrisa. El despiste es aquello a lo que no tenemos temor alguno, porque nace de la inconsciencia. Del mismo nace una sonrisa sin mala leche. La sonrisa del que se solidariza con la metedura de pata. La sonrisa del biombo. La sonrisa de la vela. Pero con el ridículo hay que tener un cuidado somero, por contra. Solemos tener miedo al ridículo, lo cual puede devenir de nuestra falta de conocimiento de lo que se ha de hacer, frente a lo cual parece mejor estar callado, porque en boca cerrada no entran moscas. Otras veces nace del hecho de que no tenemos intención de mostrarnos ridículos, en ámbitos sociales frecuentemente sujetos al protocolo. Ahí es donde el ridículo es un atributo moral y no semántico. Ahí es donde el ridículo es una hipócrita virtud social. Que si tal vestido. Que si vaya formal. Que si toma el libro del estante. Que si llena de citas el discurso para que todos vean lo importante que sos. Que si viva Roma después de Cesar. El ridículo sería en esto último algo así como la llama de la que hay que estar pendiente. Algo de lo que las propias personas se sienten muy orgullosos de evitar, y de tal evasión nace la atribución de inteligencia. Miren ustedes que listo soy porque evité hacer el ridículo y quedé como un pavo con cresta. Soy más listo que Juanito Laguna y sus barriletes. Y luego están los ridículos conscientes. No hay que ir muy lejos. Ridículos que se buscan con premeditación. Ridículos con evidencia. Ridículos que abundan entre la clase política, por citar algún ejemplo fácilmente observable. Ridículos que abundan entre esos mismos, con francas excepciones para evitar el estereotipo. Son ridículos con tantísimas versiones: la primera consiste en aparentar que lo saben todo; la otra en hacernos creer que son honestos; la siguiente es que son angelitos incapaces de hacer daño a nadie; además se vuelven profetas en tiempos electorales; asimismo se arrogan el título de la democracia y, la más pausible, desean idiotizar al conjunto de la ciudadanía. En fin, que en éste ámbito, la ridiculez es tan profética, manifiesta y abundante que, a falta de ser un soberano despistado, prefiero quedarme con una única ridiculez, la de los amores ridículos de Milan Kundera.

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Mariangeles Soules

Mamá siempre contaba que cuando recién se casó cuidaba siempre todos los detalles para estar bien arreglada y si tenía que salir por supuesto que se esmeraba más. Un día tenía turno para el dentista y como el consultorio era en el centro, ella se vistió con un trajecito de pollera y chaqueta con una linda camisa y medias de seda; en aquel entonces se solía usar guantes para salir así que se colocó sus guantes, tomó su cartera y caminó apresurada las dos cuadras que la separaban de la parada del colectivo. Se detuvo allí y se sintió molesta de la manera en que la miraba un señor que también esperaba el colectivo. De pronto, y cansada que este hombre la mirara sonriente, lo increpó preguntándole qué era lo que le resultaba tan gracioso. Fue entonces que el señor le dijo que se veía muy elegante pero que las pantuflas de hombre que tenía puestas no le hacían juego con la cartera. Mi madre se miró los pies y casi se desmaya, había olvidado sacarse las pantuflas de mi papá y calzarse sus tacones antes de salir. Esas dos cuadras por las que tuvo que regresar para cambiarse le resultaron mucho más largas que cuando había ido.

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Mariano Durlach

¿PAPELÓN?

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Después de toda una mañana de capacitación en una compañía de seguros, me toca compartir almuerzo en una mesa donde se hablaba de fútbol y de entre todos los que opinaban y recordaban historias y glorias del pasado, había dos que cuando contaban alguna anécdota me inspiraban un poco más de credibilidad que los otros que chamuyaban como quien tiene la posta. Como yo tengo menos fútbol que el Canal Rural, nada me sorprendía en mi ignorancia; sólo que estos dos me entretenían un poco más que el resto, hasta que en un momento empecé a sospechar por los cuentos de las intimidades de vestuarios y giras que eran ex-futbolistas (yo conocía el caso del Beto Alonso). Cuestión que así como le pregunté a Fer si ella es famosa, le hice la misma pregunta a los dos en la mesa: “¿Ustedes son famosos y yo no lo estoy sabiendo?” No te digo que provoqué una carcajada, pero mi sinceridad les despertó una sonrisa y creo que les cayó simpática.

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No me preocupó mucho pero viene al caso y lo recordé por un comentario en papelón ajeno...

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Dicky Schefer

EL RIDÍCULO

Iba a contar el cuento del zapato para quienes no pudieron venir el viernes, pero ante tamañas anécdotas agrego una chiquita para que se sientan acompañados en las metidas de pata. Años 80, cocktail obligado chetongo empresarial y formal de no recuerdo qué diablos en el Sheraton Buenos Aires. Me toca de compañera de dorapa, copa en mano, una señora educada y paquetona que no hablaba papa de castellano. Nos entendimos en inglés, el de ella con marcado acento teutón. Obviamente al rato de intercambiar comentarios más o menos intrascendentes y educados le pregunté si era alemana. Me contestó que sí, no recuerdo de qué ciudad del sur. Como yo recién volvía de un viaje de laburo de Alemania eso bastó para que yo empezara a lanzar una catarata de elogios acerca de lo placentero que era hacer negocios con los alemanes:

−Es fantástico, todo se arregla de palabra, ¿no se puede creer!, le digo entusiasmado. Y como siempre, me voy de boca:

−Es un contraste tremendo con EEUU, donde todo se pone por escrito con tres abogados de cada lado. Y encima, después de tanto lío ¡no te cumplen! Ah, no... ¡Los alemanes son mil veces más serios que los yanquis! Sentí que tenía que insistirle porque su cara se petrificaba, lo cual atribuí a que no hablaba bien inglés. En ese momento se nos une un señor muy pintón de traje azul a quien ella me presenta:

−Éste es mi marido, George. Es el agregado comercial de la embajada de EEUU. Créase o no, terminamos siendo amigos.

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Alejandra Vitale

EL RIDÍCULO

Dónde, qué, quién sanciona algo como ridículo. ¿Una situación es considerada ridícula por todos los actores? ¿Es ridícula para todos los receptores de un relato de esa pretensión? Indudablemente, hay algo del cada uno que se juega ahí para sentirse haciendo o quedar en ridículo. Hace un tiempo ya, por antecedentes, a partir de algunas exhaustivas búsquedas llevadas a cabo en un examen mamario, el médico dice, hay que biopsiar estos dos sectores. Los puntitos dudosos por más o menos juntos, nuevamente estaban en la izquierda. Pobre, siempre es la misma la que sufre el estado de quedar bajo sospecha. Yo sé que no es para preocuparse, pero hay que cumplir con la indicación preventiva. La propuesta es ir el mismo día de la intervención, a lo que se llama una marcación radiológica prequirúrgica, mediante la cual se circunscribe la zona a extraer. Me hacen… me dicen, muy bien ya está, marcamos tres zonitas. ¿Zonitas? ¿Tres? No, no. Eran dos, MI doctor dijo que son dos. No, son tres, se nota que no la vio, nosotras la vimos. Salí marcada, pensé en que ya tenía una teta con pintitas internas, que iban a ser dos y fueron tres, ¿cuánto permanece lo marcado?… Y el médico no lo vio. ¿Y ese hombre va a operar en mí? Ya no era El Doctor. Mientras bajaba las escaleras de ese nosocomio, me di cuenta que iba pisando el título y honores de ese prestigioso, ahora hombre, señor, persona, individuo, a quien yo le iba a confiar, entregar mi mama izquierda, para que cuide y dedique su saber. Pero lo peor, lo más indignante fue que tuvo el tupé de no verla bien, no verme. Me fui con el sobre con las placas que mostraban la localización de las pintitas. Conversando conmigo me dije, no quiero, pero me puse seria y con tono firme continué, no seas ridícula, es un detalle, vamos, vamos, ya está todo arreglado, un equipo esperando. Llego a la clínica donde había acordado cita con el doctor, médico cirujano, individuo, ese que no me vio. En la recepción tramito la entrada y me dan una hoja con título central, dice Epicrisis, con muchos renglones para escribir. Subí al ascensor tratando de entender por qué yo tendría que hacerme cargo de ese papel, me parecía de no buen gusto, resonaba mal, crisis, epi, épico, crisis de epi.

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Me despido de mi acompañante y me dirijo a la antesala que me indicaron, para sacarme todo lo que me cubría y ponerme ese camisolín con dos tiritas atrás, parece almidonado, lo huelo, me recuerda a la tarde de planchado liderada por Roquelina en la cocina de la casa de mi mamá. Luego entra una señora que me cuenta que está nerviosa, también preparándose para un evento similar. No tenía muchas ganas de escucharla, pero no quería ser antipática. Ya en la camilla del quirófano, frío, empiezan a entrar los iguales verdes con barbijos y zapatones de tela blanco, cálidos, busco los ojos y no encuentro los de MI doctor, me dicen que ya pronto llegaría, mientras me preparan. Se presenta amablemente el anestesiólogo y extiende mi brazo derecho con cuidado sobre una especie de tabla y coloca la vía por donde haría circular la anestesia. Le pido con tono muy tranquilo, controlado, que por favor se detenga y no me duerma yo necesitaba hablar con Mi doctor. Llega el hombre, me saluda, y le digo, cuidando no resuene con tono de reproche, son tres no son dos. Tal vez no se acordaba, pienso, mira las placas con las pintitas, lo observo, le doy tiempo y con tono decidido le pido me cuente cómo serían las incisiones. El olorcito a almidón ya no me protegía, explica la ruta, duda, cambia el mapa. Dije NO, expliqué que necesitaba evaluar nuevamente esta decisión, no estaba lista, era demasiado para sacar. No lo dije pero sentí que me debía yo más cuidado, y menos trauma, otra opción, la había. Decidí salir rapidito de esa sala fría, saludando y agradeciendo educadamente a todos. El doctor accedió. Llenó la epicrisis. Feliz caminé con el sensual camisolín, alguna voz, no sé si interna o externa dijo ridícula, y yo sentí que por primera vez tomaba las riendas de algo importante. Creo que era algo relacionado con el valor de la propia decisión y cuidado.

PD: Prontamente, al diagnóstico se arribó mediante una técnica mucho menos invasiva, los resultados fueron favorables.

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María Ester Arnejo

ARREMETIDA LUCIDA DEL SEXO DÉBIL (¿?)

Genial: los griegos decían que las mujeres tenían algo que ellos no tenían y envidiaban: ¡¡¡¡¡ASTUCIA!!!!! A una empleada de atención al cliente de Aerolíneas Argentinas, en Tucumán, se le tendría que haber dado un premio hace unos meses por ser tan ingeniosa y educada, pero a la vez decir las cosas claras a un cliente legislador, que probablemente tendría que haber viajado en la bodega con los equipajes dentro de un jaulón de animales. Un abarrotado vuelo de Tucumán - Bs As, fue cancelado cuando el avión 767 de la compañía fue retirado por cuestiones de seguridad. Sólo una empleada de atención al cliente estaba intentado encontrar vuelos alternativos para todos los pasajeros. De repente, un pasajero muy exaltado se salió la cola para ponerse delante del mostrador. Con un golpe depositó su billete en el mostrador y dijo:

−Tengo que salir en el primer vuelo y tengo que ir en Primera. La empleada le contestó:

−Lo siento mucho, señor. Estaré encantada de ayudarlo, pero en primer lugar tengo que ayudar a estos pasajeros que estaban antes que usted tenga paciencia; estoy segura que lo solucionaremos. El pasajero todavía más enojado le gritó:

−¿Sabe usted quién soy? A lo que la empleada, sin pensarlo mucho, tomó el micrófono de los altoparlantes y anunció:

−Su atención, por favor− Su voz se escuchó por toda la terminal.

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−Tenemos un pasajero que no sabe quién es. Si alguien sabe y puede ayudarlo, por favor tenga la amabilidad de presentarse en el mostrador número 2. Gracias. Los pasajeros detrás de él comenzaron a reírse, ante lo cual el legislador turbado de vergüenza, mirando a la empleada le dijo:

−Hacete coger. Y ella le contesta:

−Lo siento señor, pero para eso también tiene que hacer cola.

Cualquier cosa que le des a una mujer, ella hará algo fabuloso: Dale un esperma y ella te dará un bebé… Dale una casa y ella te dará un hogar... Dale alimentos y ella te dará una exquisita comida... Dale una sonrisa y ella te dará su corazón… Ella multiplica y engrandece todo lo que le des... Pero si le das problemas... Podés llevarte una sorpresa, que te haga hacer el ridículo ...Aaahh... dale la tarjeta de crédito y vas a saber lo que es la creatividad...

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Gisela Krapf

Tenía 16 años y vivía enamorada del amor. Era una tarde de sábado en la que iba a encontrarme con amigas para tomar mate en el bosque. Caminaba por la vereda del centro comercial de Camelia Sensi (cabe la aclaración que estas galerías son abiertas) y de pronto lo vi: en la vereda de enfrente estaba el mejor y más bello espécimen del sexo opuesto que hubiera visto en todo el verano. Tendría apenas 2 o 3 años más que yo, cabello castaño corto, alto flaco y una cara de modelo de Calvin Klein que me dejó sin habla, casi sin poder respirar y aparentemente sin vergüenza ya que durante unos segundos nos miramos con una especie de comunicación no verbal, prometiéndonos futuros encuentros, seguramente besos y quién sabe qué más. Nos mirábamos fijo mientras yo seguía caminando, con esa sonrisa de “me hago la linda, pero te doy hasta pasado mañana”, y el problema fue ése, que yo seguí caminando sin mirar hacia delante y un poste de luz se metió en mi camino y así, con el envión, la sonrisa, la actitud de femme fatale, me lo llevé puesto de costado. “Tierra tragame ya” fue lo que pensé, y mientras el rubor me invadía de la vergüenza, veía como él se descostillaba de la risa, y así todas las promesas, los futuros encuentros, los besos, todas las palabras implícitas y todo lo demás se desvaneció, y yo, a partir de ese momento, no caminé más por ahí en todo el resto del verano.

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Claudio Beller

EL RIDÍCULO

Me jacto de poder comer en todos los idiomas. Hace unos años, en Alemania, entré a un restaurant para almorzar. Frente al menú, en alemán, identifico las sopas y, en un acto de arrojo, elijo una y se la señalo con el dedo al mozo. ¡Bingo! Me trae una crema de tomates deliciosa. Al día siguiente, en otro restaurant, veo que, por suerte, tienen la crema de tomates en el menú. Se la señalo al mozo. Al rato me sirve un plato de sopa de verduras que lucía horrible. Llamo al mozo y con vehemencia le señalo el menú y la sopa tratando de hacerle entender que se había equivocado. Y el, vehementemente, trataba de hacerme entender que me había servido lo que había pedido. Ese día aprendí como se escribe "sopa del día" en alemán.

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Mauricio Castello

Tempranos ochentas, UNLP, primera semana de clases, Aula Magna de la Facultad de Veterinaria, a medio llenar, con mucho pibe y piba desconcertado, a la espera de un profesor que no apareció a horario. Luego de media hora los más audaces comenzaban a irse, mientras que el resto apostaba a una tardía llegada del titular de la cátedra, no sea cosa de arrancar el año con una falta. Antes de los 45 minutos ya se armaban grupos para elucubrar ¿qué hacemos? Prácticamente no había conocidos entre sí, por lo que costaba animarse a meter palabra. Un par había intentado romper el hielo infructuosamente presentándose y consultando la procedencia de cada uno, a lo que algunos tímidamente respondieron; luego, más silencio incómodo. Hasta que, pasada una hora desde que debió comenzar la clase, digo a bocajarro “Después de todo, ¿quién no se ha cogido una oveja?”

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Diego Pascual

EL RIDÍCULO

I

UNA ANÉCDOTA BREVE QUE ME CONTÓ UNA AMIGA

Hermosa ella, una morocha tremenda, simpática. De las que siempre tienen la fortuna o desventura de provocar pasiones. Salía del trabajo con tres amigas y se iban a la parada de colectivos. Entonces se aparece otro compañero de trabajo (galán, caradura, piola, ganador...) y les ofrece acercarlas en su auto. Acceden y se acomodan, a mi amiga le toca atrás y en el medio. Todo transcurría normalmente durante el viaje, mientras el conductor orquestaba la onda y la conversación. De repente, mi amiga siente como la mano del descarado ganador empieza a invadir la botamanga de su pantalón para acariciar sus tobillo y su pierna... mientras la miraba sonriendo por el espejo retrovisor. No duró mucho. Bruscamente saca la mano, borra su sonrisa y fija la mirada en la ruta como absorto y en el más absoluto silencio durante todo el viaje. Al contrario de mi amiga y sus amigas, que no pudieron contener las carcajadas durante todo el mismo viaje. El galán se había encontrado con los más largos y más duros pelos en una pierna de mujer (también las mujeres hermosas olvidan u omiten depilarse a veces). Muy lejos de avergonzarse, mi amiga no pudo evitar descontrolarse de la risa mientras les contaba a sus amigas lo sucedido, para que éstas también se descontrolaran de la risa...

II

OTRO RIDÍCULO BREVE

Tomando un café hoy por la tarde. Mirada perdida en la lejanía mientras con la mano sacudía el sobre de azúcar (costumbre inevitable). De repente, lo IMPONDERABLE. Lluvia de azúcar por todo mi rostro, por toda la mesa, por mi cabello... Furia fugaz. Suspiro contenedor. Sonrisa... ¡¡¡Esto es para LIPE!!!

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III

EL RIDÍCULO DEL HOMBRE DEL MOMENTO

Trabajé muchos años en un Hipermercado y la mayoría de ellos con un perfil más bien discreto y casi siempre correcto. Al margen de la movida interna. Todo esto dio un giro increíble cuando pasé de ser un empleado más a Jefe de Sector, hecho que notablemente significó mucho más para la afición femenina de la empresa, que para mí. Pasar de la anónima chomba blanca a la irresistible camisa celeste fue como pasar de Platense a Boca. Y de golpe, existir. Sumando a esto mi reciente separación y oportuna soltería, me convirtió en carne fresca o, como dijera entonces una de las chicas de la empresa, en el hombre del momento. Tal situación me ofreció la posibilidad de elegir sin restricciones. La elegida fue María José, una muñeca de grandes ojos y sonrisa sublime, que trabajaba en Atención al Cliente y que tenía su puesto de trabajo frente a la línea de cajas, en un largo mostrador que tenía además una caja, con la cual abastecía de cambio a todas las cajeras. Lugar restringido por supuesto sólo para el personal asignado. Pero, ¿podía esa restricción limitar el campo de operaciones de el hombre del momento? Por supuesto que no. Por lo que cada vez que podía me pasaba parte de mi jornada laboral desplegando mis encantos en ese lugar (restringido para los mortales) con la cautivante María José. En una de esas tardes del ya descontrolado affair nos interrumpe una llamada telefónica al interno del área. Atiendo la llamada, el Jefe de Seguridad me dice −¿Qué haces ahí? ¿y María José?

−Está ocupada, ¿que necesitas? (De Jefe a Jefe sin achiques) −Decime, boludo, por las dudas, ¿vos no tocaste la alarma? Sin entender nada la miro y le digo: −Me dice si toqué la alarma. María José se ríe y me dice: −¡¡¡Saca tu rodilla de ahí…!!! Mi rodilla, la rodilla de “el hombre del momento”, la rodilla del ganador, estaba apoyada sobre la alarma silenciosa de la línea de cajas (alarma usada sólo en caso de asalto al hipermercado, por eso era una zona restringida).

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−Sí− le digo al Jefe de Seguridad −no sabía nada discúlpame… −Salí de ahí− me dice −que ya llegó todo El Comando. Cómo explicarles la velocidad de mi huida, la velocidad de mi adiós a la elegida. En plena huida (me fui directamente a marcar salida y a mi casa) me crucé con el Comando. Eran como veinte gigantes con escopetas, chalecos antibalas… RE CALIENTES POR LA FALSA ALARMA. Yo, obvio, el hombre del momento, miré sin ver y seguí derecho como si nada…

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David Haskel

Yo tenía 20 años y andaba recorriendo las Uropas a dedo (auto-stop), durmiendo en albergues de juventud y eso. Tenía un par de mallas (trajes de baño, ¡hostia!) de lycra. Sí, che: en esa época, por ahí por el Pleistoceno o el Cuaternario Superior, se usaban. Y yo solía usarlas de ropa interior porque tenían un pequeño bolsillo donde podía llevar el dinero y sentirme seguro. Voy a dormir a un albergue en Ginebra. El dormitorio era inmenso, con muchas camas de esas cuchetas (literas; ¡basta de preguntar o no cuento más nada!) y me toca la cama de arriba. Ahora bien, aquí viene una confesión. A esto nunca lo hablé con otras personas de mi sexo, pero estoy seguro que les pasaba lo mismo. Y si dicen que no, no importa, igual no les voy a creer. El caso es que en esas púberes edades solía ocurrirme que, de dormido, me quitaba la ropa interior, sobre todo si era ajustada. Y después me despertaba y tenía que ponerme a buscarla. Qué se yo. Cosas. ¿Estamos? Bueno, cuestión que me despierto en medio de la noche, en bolas. “¡Mi malla con la guita!” (¡plata! ¡dinero! ya les advertí que no jodan), pensé en medio del pánico. Me pongo a buscarla y la muy turra (turro, rra. 1. adj. coloq. Arg. y Ur. Dicho de una persona: tonta, falta de entendimiento o razón. Pero el diccionario no sabe nada. Turro significa que es muy odioso, no que es tonto. Y no estaba hablando de una persona, tampoco, sino de una malla. Córtenla de una buena vez, ¿ok?), la muy turra, decía, NO APARECE POR NINGÚN LADO. Para colmo, eran camas metálicas y ruidosas. Pensé en levantarme pero no daba entrar a pasearme en bolas por la sala. Finalmente, mirando por el borde que daba a la pared, veo mi preciada malla verde que había caído sobre la cama del flaco que dormía abajo. “¡¿Qué hago?!” Intenté pasar la mano entre el hierro de la cama y la pared pero no llegaba a alcanzarla. Además, cualquier movimiento en falso y el tipo se iba a pensar que lo estaba tratando de manosear.

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Así que no me quedó otra: “−¡Hey! ¡Hey!” dije susurrando un grito ahogado, tratando de despertar al tarado de abajo pero no a todos los demás durmientes. “−What! What do you want?” dijo al fín. El tipo hablaba con fuerte acento francés. Pero en esos lugares el inglés suele ser la lengua franca, así que todo bien. “−I dropped my pants.” “−You what?!” Le señalé insistentemente con el dedo, hasta que el estúpido vio mi pobre malla sobre su cama. Me la alcanzó. “−¡Merde!” dijo y se dio vuelta y siguió durmiendo. Me calcé mi preciada malla, no sin antes cerciorarme de que el bolsillo siguiera abultado. “¡Mierda!” pensé. Tardé un buen rato en volver a dormirme.

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Elena Herrero Navamuel

RIDÍCULO

No iba a escribir nada, porque después de leer los tamaños ridículos y papelones de los lipenses, a cada cual más divertido, cualquier cosa que yo pudiera recordar no les llegaba ni a la suela de los zapatos… pero esta tarde salí de compras con unas amigas y una de ellas me cuenta esta anécdota, que le acaba de pasar y consideré digna de codearse con las vuestras… Reunión de amigas de colegio, evidentemente mil años después (es decir, el mes pasado). Después de los consabidos: “Estás fenomenal, no me puedo creer que hayas tenido cuatro hijos, Yo ahora vivo en Madrid, Esta tortilla está de muerte….etc. etc.), llegó el momento Tupper sex. Empiezan a sacar las bolas chinas, y todas a comentar que se las habían recomendado para el suelo pélvico, que estamos en una edad muy mala, que vienen fenomenal… y sale la estrella absoluta dentro de esa gama (hablo de oído, no tengo ni idea de cómo es el artefacto ése…) que resulta ser una especie de torpedo rosa, divino, con un pequeño motorcito, que introducido en el lugar correspondiente produce unos movimientos iguales a las maniobras de Keggel (o algo así…) y de esa manera se matan dos pájaros de un tiro. Es decir, estimulan y ejercitan el famoso suelo pélvico al mismo tiempo. Terminada la reunión y ya todas de vuelta en sus hogares correspondientes, mantienen un chat en WhatsApp entre ellas. Una de las asistentes, dispuesta y eficaz, se molestó en mirar en Internet el uso y disfrute del aparatito en cuestión, y envió el link correspondiente, con instrucciones de uso, fotografías de los beneficios, el antes y el después, para compartir entre sus amigas… O eso creia ella. WhatsApp es traicionero. O más bien, nuestro acelere y el no ponernos las gafas, porque el link no fue enviado al chat de amigas, sino a otro paralelo, de padres sesudos y disciplinados que buscaban becas para sus hijos igualmente sesudos y disciplinados y que no entendían el beneficio de ese torpedo rosa para los estudios de sus hijos. Ella, cuando se dio cuenta del error, supongo que debió querer que se le tragara la tierra, pero lejos de avergonzarse (yo a esas alturas ya hubiera pedido asilo político en Australia, por lo menos), contestó con resolución… ”Eso es, para que el rector se lo meta por detrás, si no nos da las ayudas que solicitamos”.

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María Guerra Alves

HACER EL RIDÍCULO

Sucedió en una clase, en un taller literario al que asistí durante dos años. La consigna consistía en observar una serie de fotos de personas, a través de la pantalla de una notebook. Luego había que elegir una y crear un personaje a partir de esa imagen. Vi a un muchacho joven, muy musculoso, lleno de tatuajes. Sin pensar en las consecuencias que esto podría ocasionar, dije: –¡Qué feo! A lo que mi hermosa, tierna y excelente profe respondió: –Es mi novio. No hay mucho más para contar. Sólo les agrego que elegí la foto de un señor mayor, que bien podría haber sido el abuelo de mi profesora. El nombre de mi personaje fue Juan Alberto. No sé por qué lo elegí. Lo interesante fue que pocos días después falleció Juan Alberto Badía y sentí que le había hecho un homenaje al crear al protagonista de la novela con su nombre.

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Eduardo Mizrahi

KELO SE MORFA UNA EMPANADA (DE GAROMPA)

Hay que decir las cosas por su nombre. Sugiero evitar las empanadas de garompa... se sabe dónde se empieza, jamás si se termina. Y nunca hay que dejar comida en el plato, me lo enseño mi abuelita querida (que su Dios la tenga en la gloria...) y no Guerrero. Estábamos en la playa, en Mar del Plata... teníamos quince… (¿dieciséis?). Eso no importa demasiado (al menos por ahora). Estábamos Kelo, Ernesto, Emile, Diego, Aller... ¿me olvido de alguien? Ustedes saben que mi memoria no es buena, ni siquiera me acuerdo de lo que hice ayer. Y ayer hice de todo... ¿les cuento? No, mejor no, estoy hablando de otra cosa y el tiempo es tirano... (y huele mal). Habría que inventar el tiempo reversible, elástico, maleable a voluntad. Si laburamos no tenemos tiempo para disfrutar. Si no laburamos no tenemos guita para disfrutar. Necesitamos tiempo y guita para disfrutar. Entonces, disfrutar escapa a las posibilidades del ser (humano). Pero volvamos al tema, a la arena, al sol. A las minas en bikini, a esos pendejos que se cagaban de risa de todo lo que andaba dando vueltas (sin excepción). Y ese día me tocó a mí... (y la reputísima madre que los remil parió). Nos pusimos a hacer abdominales, en la playa, delante de todos... (qué ingenuidad, por favor).

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Aparece un rubio de treinta y pico. Me mira cómo me muevo, se acerca, me empieza a hablar. De abdominales (claro). Me explica no sé qué cosa de los músculos, me toca la panza (que no había, dejá de ser impreciso, forro, escribí bien), me empieza a masajear. Los pibes se empiezan a cagar de la risa, se van yendo de a uno... y quien les habla no se da cuenta de nada, no se percata de que un puto (no seas bestia, se dice gay) lo está franeleando y se lo quiere garchar... hasta que se aviva (un poco tarde) se enoja y se va. Cuando llega adonde se escaparon los pibes, se tiene que comer un gaste sideral... (y a pesar de eso los quiero igual). Kelo, mientras se morfa una empanada de garompa, es (como siempre) el más gastador. Igual aclaro, por si las moscas, que (hasta donde sé) nunca se la morfó.

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Luis Alfonso Martín Delgado

Mi capacidad para hacer el ridículo y hacer pasar vergüenza a otros es inconmensurable. Casi tanto como el efecto vergonzante que produce en mí mismo. Quizás por eso nunca me han hecho gracia los resbalones ni los tartazos en las películas cómicas. Es una especie de conciencia gremial de los profesionales del ridículo. Quienes no lo sufren no podrán entenderlo. Mis acompañantes habituales, incluida mi sombra, ya no saben hacia dónde desviar la mirada cada vez que meto la pata. Una de las situaciones más comunes proviene de mi manía de saludar a todos los conocidos (o presuntos) que me encuentro, a cubierto o al raso. (Hago esta distinción a propósito de un caso que me sucedió en una playa nudista, pueden imaginarse, aunque no es el caso más común). Todo proviene de mi convencimiento de que es mejor saludar por exceso que por defecto (para desesperación de mi mujer). Si el saludado es conocido, se alegrará del saludo; pero si no lo es, se quedará con la duda rondando la cabeza. ¿Quién será, quién no será? O bien, ¿quién será el idiota éste que me saluda sin conocerme de nada? Algo así me sucedió cierto día paseando por Granada. Reconocí (¡!) entre los paseantes a un conocido de años atrás, amigo de amigos, que trabajaba como delegado de un club de baloncesto, lo que le llevaba a viajar mucho y conocer a mucha gente. Inmediatamente lo paré y lo saludé afectuosamente, iniciando una conversación sobre qué hacía por Granada, así como contándole qué hacía yo. Pasadas las primeras frases de posicionamiento, al ver que su cara de extrañeza aumentaba, tuve que preguntarle:

−Pero ¿no te acuerdas de mí? soy el amigo de K… de Málaga… −Pues no conozco nadie con ese nombre de Málaga… −¿No recuerdas aquella noche que estuvimos juntos en casa de…? −No. −Entonces… ¿tú no eres…? −Pues no. −Vaya, pues lo siento mucho, eres idéntico a él. Perdona la confusión. Adiós. Y cada cual siguió su camino, el mío ahora acompañado también de las risas y el pitorreo de mis anteriores acompañantes.

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Carmen Navajas Rodríguez de Mondelo

Mi padre era médico internista y atendía a muchos pacientes procedentes de pueblos cercanos a Granada, unos más catetos que otros. En una ocasión le pidió a uno de ellos que se desnudara para realizarle unas radiografías y le dio una toalla. El paciente le preguntó −¿Cómo me la pongo, doctor?, a lo que mi padre respondió −Póngasela usted como los camareros, refiriéndose a anudársela a la cintura, como se colocaban los camareros el delantal. No pudo contener la risa cuando se le presentó el individuo, muy digno, con la toalla colgada de su antebrazo, como llevaban los camareros la servilleta para limpiar las mesas.

En otra ocasión, estaba inclinado preparando la camilla de la consulta para revisar a un paciente y le dijo −Ya puede usted subirse. Casi se matan cuando el tipo se le subió a caballito sobre la espalda.

En esos tiempos pasaba cada cosa…

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Guillermina Silva D’Herbil

Habia quedado en pasar a buscar a un amigo por la esquina de su casa a las dos de la tarde, y eran las dos y cuarto y aún no salía de la mía. En esa época yo tenía una moto y aunque era un poco tarde, si me apuraba, en diez minutos podría llegar. Cuando finalmente llegué, lo vi conversando con alguien y recuerdo que pensé, "qué suerte, está ocupado". Me bajé, los saludé a los dos con un beso y, raudamente, para evitar que se quejara de mi tardanza, me puse a contarles a los dos que la noche anterior me habían invitado a una fiesta de disfraces en el Belgrano Athletic, que me había hecho un disfraz divino de angelito, con mis alas, mi aureola, mi túnica con un hombro al aire, mi carcaj y mi arco, porque pretendía ser Cupido, que estaba bárbara, pero que cuando llegamos a la fiesta había habido un error... la fiesta no era de disfraces. Bueno, se rieron... y la persona que estaba con mi amigo dijo hasta luego y se fue. -¿Quién es?, pregunté. -No sé, me preguntó para qué lado queda Federico Lacroze.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 21 DE AGOSTO DE 2014



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