De savia y carcoma

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DE SAVIA Y CARCOMA Amelia Molina Burgos



Mi llegada a este mundo fue por encargo, no podría precisar exactamente cuánto tiempo hace. Una mañana, mi hacedor me trasladó a una apacible casa en la que comencé a vivir. Para un debutante no se podía esperar mejor comienzo, ambiente placentero y temperatura estable, sin corrientes ni sobresaltos. Siempre se ha dicho que los mimos son necesarios para ir creciendo con seguridades y yo entonces carecía de toda experiencia para la vida. Según escuchaba decir de mí, estaba bien constituido, era hermoso y fuerte, así que desde que llegué puse todo mi empeño en cumplir lo mejor posible el cometido que se esperaba de mí. Una pareja de ancianos me recibió entusiasmada, llenándome de cuidados en cuanto me tuvieron con ellos. Mi madera empezó a agradecerlo de inmediato y me fui sintiendo lo suficientemente preparado, quería estar a la altura y corresponderles a tantas atenciones. Al principio los recibía a ratos, ocasionalmente durante la tarde y siempre cada noche. Apoyaban delicados almohadones en mi armazón que yo sostenía lo mejor posible para no hacerles daño con alguna arista no muy redondeada de mi anatomía. En poco tiempo, los fui viendo cada vez con más frecuencia; pasaban casi todas sus horas conmigo, primero los dos, luego alternativamente; hasta que un día ella ya no vino más. Desde entonces, lo sentía a él acurrucarse sobre sí sin que yo le prestara apoyo; se ovillaba y así fue pasando su tiempo hasta que una tarde se incorporó de repente y descansó sobre mí su peso. Lo percibí tembloroso y estuve allí largo rato tratando de transmitirle la paz que parecía pedirme. Y así, dulcemente y casi sin hacer ruido, me entregó su último suspiro. Entonces, la habitación en la que pasé mi infancia se hizo oscura, alguien me apoyó contra la pared y así empezaron interminables días de soledad a los que yo no estaba acostumbrado; me sentí desamparado e inútil y sin saber qué sería de mí. Hasta que esa puerta se volvió a abrir una mañana; dos hombres fuertes me sacaron a la luz y me llevaron a una pequeña buhardilla que mi vistosa envergadura ocupó casi por completo. No sabría decir cuántos días pasaron, para mí se hicieron eternos, estaba inquieto y expectante ante mi nuevo destino. Y por fin llegó la gloria. Me despertaron de mi duermevela sus manos, unas manos que pasaban un paño sobre mi superficie, recreándose, metiéndose por cada uno de mis recovecos, insistiendo y volviendo a insistir. Nunca hasta ese momento había sentido algo parecido, mi savia en toda su ebullición empezó a recorrerme atolondrada y me enamoré al instante.


La primera vez, la reconocí en la penumbra de la noche. Ahí estaba yo en todo mi esplendor, brillante, con mi energía intacta, joven y potente ¡Las mismas manos que me acariciaron se asían a mis barrotes! Y una descarga recorrió toda mi estructura: ¡Era ella! Su cuello en escorzo, su cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y la boca entreabierta. Hubiera gritado, estallado a voces, pero como la cualidad del habla no me había sido dada, guardé para mis adentros la sacudida que me atravesó desde los barrotes hasta las patas, me sentí el cabecero más afortunado de la tierra. Hasta el momento, sólo sabía distinguir los días de las noches, en el nido en el que había crecido esa era la medida del tiempo; sin embargo aquí adquirió otra dimensión. En esta etapa de mi vida aprendí que se podía compartimentar en fracciones, subdividirse en las memorables parcelas que me la traían a ella y a su deseo por aferrarse a mí. Siempre hubo otra presencia en la que yo no nunca reparé, o no quise prestarle atención: sí, era él el que la encendía, pero yo el que recogía su estremecimiento. Una tarde la vi de frente un instante fugaz, apoyada sobre los codos me miró unos segundos y venció su cuerpo hacia adelante cayendo su pelo sobre mí y enredándose en mi estructura. En ese momento creí que no se podría vivir algo más perfecto. Hasta esa noche en la que su camisón, arrancado y volando por el aire, quedó suspendido sobre mí. No pude dormir aturdido por su olor sobre mis poros. Otras veces, se prendía a mí las muñecas con pañuelos de seda y compartíamos el nudo. Cuando cubría con ellos sus ojos, gemíamos a la vez. Así pasó una etapa incalculable, detenida en sí misma de puro y continuo placer. Y, poco a poco, se fueron distanciando nuestros encuentros hasta que la otra presencia, un día, desapareció. Entonces, ella ya no se abrazaba a mí sino a la almohada. Y una mala mañana la sentí llorar. Añoré con desesperación al otro, al otro necesario para que ella se me entregara, y se me partía el armazón al sentirla tan desolada. Yo también lloré, lloré un polvillo amarillento que caía al suelo resbalando por mis grietas desgastadas por su tacto. ─Carcoma─ escuché como diagnóstico fatal. Y así, sin miramientos, me encontré en mitad de la calle una noche de lluvia en el abandono más absoluto y rodeado de cadáveres de muebles. La desolación no dejó lugar a otro sentimiento, sólo a ráfagas me asaltaba el odio hacia la presencia incendiaria de nuestras noches que maldita la hora en la que se fue. Empapado, me debilitaba por momentos. Un crujido me recorrió y caí al suelo roto por mis soportes. Agonizaba de pena por mi amor perdido. Una mañana, desperté creyendo que ya había muerto cuando noté un leve calor en mis entresijos. Una chica me miraba con interés, me daba la vuelta, se agachaba y me tanteaba. Nada que ver con sus manos, pero sentí algo parecido a un cosquilleo que me hizo darme cuenta de que aún no me había ido del todo. Más tarde, volvió acompañada, y a cuestas me subieron por unas estrechas escaleras. Me secaron pacientemente y me pusieron inyecciones en todos los agujeros por los que me había ido desgarrando, me cubrieron con un bálsamo dulce que terminó de curarme las heridas. Y me pintaron de muchos colores.


Ahora vivo en una paz armónica y un poco infantil, las horas son plácidas y sin sorpresas; los contemplo haciendo el amor con dulzura y sin pasión. Mis noches de fuego pasaron y su ternura me contagia. Mi estructura, ya gastada, no es la misma por más que me vistan de jovencito. Me he convertido en un cabecero melancólico y voyeur al que no le importaría terminar sus días aquí, con ellos.

Amelia Molina Burgos



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