Un cielo escurridizo

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UN CIELO ESCURRIDIZO Amelia Molina Burgos

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Mañana es mi cumpleaños, cincuenta ya, y nunca había venido a esta ciudad. Llevamos casi quince días intensivos prácticamente encerrados en un rascacielos realizando las pruebas del concurso, de esta especie de juego estrafalario disfrazado de festiva yincana. Estoy deseando terminar y por fin tener la oportunidad de pasear por mi soñado Manhattan tantas veces visto en las películas de Woody Allen. Los americanos tienen fama de ser como niños para algunas cosas y la verdad es que parecen estar buscando un ganador con características de superhéroe; yo, a mi manera, puede que lo sea. A lo largo de mi vida he tenido que asistir varias veces a las urgencias de los hospitales, aquejado de un mal del que no encuentran la causa. Lo último que me dijeron es que tengo la sangre azul, una gran paradoja dado mi origen que es más que humilde. Nunca se habían encontrado con un caso así y los médicos se empeñan en seguir haciéndome pruebas. Yo sé cuál es el diagnóstico: son trombos de tinta, estoy seguro que es lo que circula por mis venas, borrones, palabras atascadas. Pero mejor me callo, por lo general la lírica y la ciencia no se llevan demasiado bien. Sé que, en caso de ganar, no podré volver durante mucho tiempo a Granada, aunque eso no me importa, ya no hay nada que me ate allí. Es uno de los requisitos del premio: quien alcance “El cielo literario”, extraño nombre para un concurso, tendrá que firmar un contrato para trabajar durante diez años en una editorial haciendo obras por encargo. Sinceramente, tengo el presentimiento de que se tratará más bien de hacer de negro, de escribir libros que otros firmarán para sacarlos a la venta ¿Y qué más me da? No busco fama ni nada parecido. El otro día vi en televisión que ya hay una larga lista de personas que se han apuntado a un futuro viaje a Marte con esa misma condición, la del no retorno. Yo he preferido visitar Central Park antes que otros planetas. Si recuerdo lo inverosímil del inicio y en cómo se desarrolló la primera prueba, me parece imposible haber llegado hasta el punto en el que ahora me encuentro. El día de la llegada, la algarabía de los escasos participantes ocupaba hasta el último rincón de la primera planta en la que nos reunieron. Esperábamos unas explicaciones detalladas, un descanso tras el largo viaje, un pequeño respiro, pero las pruebas comenzaron enseguida y sin indicaciones demasiado precisas. Nos pidieron que saliéramos al exterior y allí estaba el primer peldaño de la infinita escalera que estrangula en zigzag al edificio como una serpiente, y en la que, mirando hacia arriba, no se alcanza a ver dónde termina. Era uno de los últimos días del mes de agosto y el cielo estaba cubierto. Las nubes, parecían estar preñadas del calor sofocante y nos aplastaban con su pesada panza que no paraba de crecer, nada apuntaba a que fueran a

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romper aguas. El sol, de vez en cuando se asomaba entre ellas y llovía sus rayos sobre nosotros. El aire se negaba a moverse y parecía estar en huelga de brisa detenida. ─“Sr. Hurtado, Elías Hurtado, por favor, prepárese para iniciar la prueba”─ escuché por megafonía. Un hombre joven con cara de actor de serie de televisión, mandíbula ancha y gorra de beisbol, estaba al pié de la escalera; la que parecía llevar el mando era la mujer que se encontraba a su lado, elegante en su traje de chaqueta y zapatillas de deporte. El joven de la gorra de beisbol con gesto jovial y un chasquido de dedos, nos indicó que formáramos una fila, empezáramos a contar y al llegar a diez, comenzáramos a subir por la escalera. Los cinco que iban delante de mí cayeron de espalda impelidos como por una descarga eléctrica en cuanto posaron el pie en el primer peldaño. Entonces, me fije en que paralelamente a la escalera ascendía un poste firme. ─¿Está permitido subir por aquí ─ pregunté al muchacho de la gorra de beisbol. ─Oh, sí, por supuesto, es usted muy hábil ─ me respondió con un guiño. Entonces, me agarré al poste con la intención de trepar por él. Era un tubo ensebado, untado de una sustancia tan resbaladiza que tuve que abrazarme con todo mi cuerpo para no caerme. En ese momento empezó a escucharse la que era la voz de la mujer del traje de chaqueta y las zapatillas de deporte que nos hacía preguntas, simultaneando el inglés, el francés, el español e idiomas que no conocía y que nos conminaba a contestar con la mayor rapidez posible. Nadie iba por delante de mí, era el primer trepador de esa infame cucaña; notaba debajo de mis pies otros cuerpos, tratando de ascender. Las preguntas por supuesto giraban todas en torno a Lengua o Literatura: obras de autores, sinónimos, endiablados juegos de palabras… cambiando de idioma constantemente y que apenas daba tiempo de contestar cuando ya llegaba la siguiente. Todo ello, haciendo el titánico esfuerzo contra la untuosa especie de vaselina que hacía que de cada centímetro que conseguía avanzar descendiera un metro resbalando hacia abajo. La mujer del traje de chaqueta nos arengaba y se me vino a la cabeza la imagen y el tono de los marines diciendo su típico: “¡Señor, sí señor!”. ¡Menuda sorpresa!: creía que me apuntaba a un concurso literario y me encuentro haciendo estupideces de este calibre. Estupideces, eso sí, que me dejaron exhausto. Si mal no recuerdo, la última vez que jugué a subirme a un árbol tendría diez años, y por supuesto sin sustancias sospechosas ni escurridizas. Las pruebas que han seguido son todas de este estilo, eso sí, aumentando en complejidad. ¿Los americanos son infantiles para algunas cosas? En este momento respondería un sí rotundo sin dudarlo. Cuerpos curtidos y mentes obedientes a ese cuerpo parece ser algo fundamental para ellos. En el improbable caso de que gane no me gustaría recordar Nueva York por este tipo de ridiculeces.

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La cuestión es que las he ido superando todas y el seguir clasificado ha hecho que suba, esta vez sí en un ascensor convencional, no sé cuantas plantas de golpe. La mayor parte de las bajas se han producido de forma voluntaria, independientemente de la falta de destreza y templanza necesarias. Y aquí estamos: tres pirados, incluido yo, como finalistas. Está la pequeña Brandy, insultantemente joven, con sus ojos del color del coñac y el pelo negro rotundo cortado como a bocados. Y está Lorca, la ex monja argentina, tan sumamente cuidadosa que apenas parpadea por temor a levantar demasiado aire con sus enormes pestañas como abanicos curvos. Llevamos medio mes juntos compartiendo casi todas las horas del día; ahora, conforme nos acercamos a la última planta, las pruebas se van distanciando y nos permiten descansar, estar más relajados y poder hablar de mil cosas. Voy descubriendo todo un mundo en estas dos mujeres tan peculiares para mí. Vidas tan diferentes a la mía… Brandy, me cuenta, sabe hacer cosas bellas y raras que a mí me parecen osadas y tiernas. Por ejemplo, sabe buscar y encontrar mariposas idénticas a las que los coleccionistas guardan inertes clavadas con alfileres; pero ella lo hace por el gusto de verlas volando. ─Mientras tanto, fabulo y voy construyendo mis historias ─dice como si nada, con la mirada seria de sus ojos calientes. Estoy seguro de que también sabría plantar cara a la banda más peligrosa de matones de todo el mundo sin que le temblara ni un músculo. Su palabra es más convincente que el cuchillo más afilado. La pequeña Brandy se escapó de Armenia, siendo casi una niña, de un matrimonio concertado por su familia con un pariente rico. Es lo más privado que nos ha querido contar de su vida. Brandy, con su cultura exquisita, un huracán que apenas supera el metro y medio. Lorca, es punto y aparte. No sé de dónde saca ese sentimiento tan desoladoramente hermoso que tiñe de único y especial todo lo que dice el tono pausado de su voz. Es fuerte y elástica y tiene las manos casi transparentes en las que salta a la vista una prominencia algo más arriba del nudillo del dedo índice de su mano derecha, una callosidad que choca con esa extrema delicadeza. Cuando me atreví a preguntarle por la causa, me dijo que era de batir claras de huevo para hacer dulces durante años en un pequeño convento perdido en mitad de la Tierra de Fuego. Dos extraordinarias mujeres llenas de coraje que aquel primer día consiguieron trepar por un absurdo palo resbaladizo y que ahora están aquí conmigo en la planta 106 de este rascacielos de Nueva York.

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Hoy tenemos el día libre por gentileza de la organización; intuimos que preparan las pruebas más dura para el final. Todavía no ha amanecido, y, sin consigna previa, los tres nos hemos encontrado en el comedor, inusualmente espabilados y con ganas de charla. Nos acercamos a la inmensa cristalera de suelo a techo que nos separa del exterior. A tantísima altura no provoca vértigo, no se ve el suelo desde aquí, estamos rodeados de edificios casi tan altos como el nuestro. Bonito día nos espera ¡Por fin veinticuatro horas sin ninguna pregunta! Estoy eufórico. ─Me voy, compañeros ─nos sorprende Brandy ─mi alma errante no me deja quedarme. Esta ha sido otra parada de mi camino, pero a estas alturas, y nunca mejor dicho, me doy cuenta de que no quiero que sea la definitiva. Lorca y yo nos volvemos hacia ella como si en cierto modo nos lo esperáramos. Ayer, me pareció notar que fallaba voluntariamente, Brandy es demasiado ágil para esa repentina torpeza. Creo que se sabe la ganadora y que lo de quedarse tanto tiempo en el mismo lugar no va con ella, diez años serían toda una eternidad. ─Vengo a desearos suerte ¡Ojalá pudierais ganar los dos! Aunque… ¡Aquí estáis! Ya es un premio, no siempre los triunfadores son los ganadores. ─Da señales de por donde andes, Brandy, ya sabes, hemos quedado en que, el que consiga “El cielo literario”, de alguna forma lo compartiría con los demás. Ya somos un poco como los tres mosqueteros ─dice Lorca. Y otra vez, sin preaviso, nos unimos en un círculo con los brazos echados sobre los hombros en un abrazo de a tres. Brandy se separa despacio, se destrenza y se va hacia el ascensor dando pasos hacia atrás, sin quitarnos la vista hasta que se cierran las puertas. Nos quedamos Lorca y yo como hermanados, mirando la claridad que empieza afuera. Hoy hemos debido coger al sol con las defensas bajas y parece que sus primeros rayos dan más frío que calor. De todos modos, aquí dentro se está tan bien… Me llega la calidez de la voz de Lorca. ─Te he mentido, Elías, y las monjas no mienten. ─ Adivino una sonrisa socarrona sin mirarla. ─Aunque yo nunca lo fui de verdad, lo único que tenía de monja era el hábito que es una mentira, y de las gordas, que haga al monje. El olor del huerto nunca me ha anestesiado como al resto de las hermanas y su cielo, no me interesa. Sí que he hecho dulces, cientos, miles, y sí que he batido claras, varios miles, pero lo de mi dedo es de apoyar la pluma, mi única pertenencia, sobre él. En las horas de rezo, que eran casi todas, yo no oraba, mis labios sí, las palabras saltaban en mi cabeza y formaban historias en las que los personajes sufrían, gozaban, robaban, amaban… Y en los ratos de recogimiento y meditación en la celda escribía sin parar todo aquello, apenas

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dormía por las noches viviendo sus vidas. Ellos si podían moverse a su antojo ¿Por qué yo no? ¡Nueva York con la posibilidad del no retorno! Tenía que dejar de soñar y empezar a vivir. Y recuperar mi verdadero nombre, el que allí me arrebataron y que ahora vuelvo a llevar. ─Eres sabia, Lorca. Con la prueba de la “c” nos dejaste boquiabiertos: “palabras que empiecen por “c” y que no evoquen ningún sonido”, y tú, antes de que nos diera tiempo ni de respirar, sueltas: “cautiverio”. No creo que exista palabra más silenciosa que esa. ─ Lorca sonríe algo triste. ─No es mérito mío,te lo aseguro. Nunca pensé que esa palabra tan odiada, que es casi el resumen de gran parte de mi vida, me pudiera servir para ascender en un concurso. La vida, a pesar de todo, es realmente bonita. ─Creo que me he quedado seco Lorca, no tengo palabras. ─¡Qué dices, Elías! Tú estás repleto de palabras y te viene bien dejarlas reposar un poco, que se organicen, seguramente tendrán que salir las mejores para la gran final. Las mías, sin embargo, han estado demasiado tiempo presas y ya están acostumbradas, salen así, sin más. De todos modos, ambos llevamos el fuego dentro, tú en tu nombre, como el profeta, y a mí me viene de la tierra en la que vine al mundo; aunque durante un tiempo, tal vez demasiado largo haya estado apagado, ese fuego es lo que nos ha traído hasta aquí. Nos hemos quedado voluntariamente mudos, las palabras descansando. El sol ha empezado a coger bríos y nos recuerda de nuevo que estamos en verano. Enlazados por la cintura, arropados uno contra el otro, no nos hemos dado cuenta de que el comedor se ha ido llenando de gente. ¿Pero qué pasa? Lorca y yo estamos volando por el aire, disparados hacia atrás junto a pedazos de muro. El monstruoso estallido de cristales nos come, el chirrido de voces gritando se me clava en la cabeza. Caigo y sobre mí chocan y crujen huesos ardiendo que no sé si son los míos ¡Qué horror! ¡Lorca! Su mano, sesgada del cuerpo, y cubriendo la deformidad de su dedo, una hoja de calendario con la fecha de hoy: 11 de septiembre de 2001. Creo que me voy a desmayar…

Amelia Molina Burgos

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