UN INCENDIO Y UN AMOR

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UN INCENDIO Y UN AMOR

Roberta Garibotti


ILUSTRACIÓN DE PORTADA

CARMEN NAVAJAS

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Mandé una carta a la redacción de una revista. No suelo hacerlo, pero la historia que leí me conmovió. Me marcó. Sentí que tenía que escribir algo sobre ese hombre. Me imaginé el dolor de perder un hijo. ¿Cómo se sigue después? ¿Cómo siguió con su vida Juan Manuel? A medida que lo fui conociendo me di cuenta por qué cayó esa nota en mis manos. Será cosa del destino, de cables que se cruzan, coincidencias felices de la vida, cosas del amor… vaya a saber uno. A veces estas historias llegan inesperadamente, están aguardándote, metidas en algún lugar remoto, incierto; buscando sorprenderte. Eso mismo me pasó con Juanma, así lo llamo ahora. Juan Manuel perdió a su único hijo en un incendio. Vivían los dos en Bariloche. Después de separarse de su ex mujer (Juan estuvo casado 21 años con Clara), decidió dejar su pequeña empresa de distribución de galletitas. Plantó todo para hacer lo que más le gusta: escalar. Siempre me cuenta que en las discusiones de pareja él le decía a Clara “¡me voy a ir a la montaña!”. Algunos amenazan y cumplen, pensé yo en ese momento. Se instaló en el sur, hizo un curso de guía de montaña, administró unas cabañas que un amigo le ofreció; y con esos trabajitos se sostuvo. Su vida era tranquila, austera. Al año cayó de regalito Federico, su hijo de 19 años, que largó la facultad. Les costó llevarse bien, pero se adaptaron; además Juanma es un papá genial. Parece que al principio vivían en medio de un caos: ropa sucia, ollas sin lavar; comiendo todos los días arroz, papas fritas y fiambre.

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I.

LA LECTURA QUE CAMBIÓ MI VIDA

Cuando me levanté esa mañana, hace ya dos años, tomé el diario, lo revisé como hago siempre, sin mirar nada que me atraiga. Me quedé con la revista, que me parece más interesante, y justito, a medida que pasaba las hojas de atrás para delante, me detuve con la foto y el título: UN HOMBRE QUE SUPO CAMBIAR SU VIDA DESPUÉS DE LA TRAGEDIA. La foto de Juan se veía muy de lejos. Odia las fotos. Es tan lindo, tan hombre, tan dulce… Detrás de ese SER inmutable, como la montaña rocosa, hay alguien suave, fuerte, valiente… Sus manos saben abrazar y acariciar como ningunas otras. No conocí demasiadas manos acariciadoras, pero jamás podría olvidar los nudillos de éstas, deslizándose sobre el final de mi espalda larga y endurecida por tantos años de hambre de placer, de espera… ¡Odio ponerme melosa! Siempre critiqué a las mujeres flojitas, bombachita floja, palabra floja… Me tocó a mí. De eso que no probaba hace años, comí esta vez ¡Yo! Cuando leí que a este hombre de la nota se le murió un hijo en medio del fuego, no pude parar. “A partir de la tragedia estuvo encerrado un año. No encontraba motivos para vivir”, decía el texto. El artículo continuaba y venía la mejor parte. Este tipo que quería morirse persiguiendo la muerte de su único hijo, encontró la forma de salvarse a sí mismo. Empezó a darles clases de esquí a un montón de chicos pobres que viven en Bariloche y no conocen ni por casualidad este deporte. Fundó una pequeña escuelita de esquí, consiguió gente que lo ayuda y se dedica a eso. Esto le da sentido a su vida. Esa misma tarde escribí a la sección cartas de lectores.

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II.

LA CARTA QUE CAMBIÓ MI VIDA

“Me llamo Carola, tengo 45 años, estoy casada. Tengo dos hijos divinos: un varón de 15 y una mujer de 17. La nota de Juan Manuel Méndez me partió el alma. Al mismo tiempo aplaudo a este hombre tan valiente y generoso que perdiendo un hijo, o sea, perdiéndolo todo, buscó la forma de querer vivir. Me encanta saber que hay gente que ayuda y es solidaria. Lo que hace Juan Manuel no es lo mismo que hacen casi todos: donar ropa, comida y juguetes a los más necesitados. Lo que hace él, es regalarles a los chicos más necesitados la oportunidad de divertirse igual que los demás pibes que tienen acceso a los deportes de invierno. Lo felicito. Me golpeó la historia. Me abrió los ojos y el alma”. Gracias por darle lugar a tan lindas y conmovedoras historias. Siempre leo la revista. Carola Martinez

A la noche me fui a dormir con la dulce fantasía de conocer a ese hombre. ¡Bah!, como todas las mujeres, que pensamos en cosas raras, locas, imposibles…..con tal de dormir y acaramelar nuestra imaginación. ¡Con tal de dormir y acabar con el día de una vez por todas! Pablo trabajaba un montón, estuvimos casados veinte años largos, ¡in-ter-mi-nables! Por suerte toda condena tiene un fin. Pagás, con la fría penitencia de desconsuelo, descalificación, en cuotas parejitas e intermitentes. Porque cuando te desmerecen, te desvalorizan y te sentís despreciada; primero, te la aguantás; segundo, te acostumbrás. Además, el que te sabe herir, no lo hace todo junto; se toma su delicado tiempo. Maltratándote un día, dejándote de hablar otro, ignorándote cada dos por tres y, entre medio, capaz que te invita al cine como si nada. Te da de comer un poco de gloria, luego te caga de hambre por meses. Y una, muy imbécil, se la aguanta. Las mujeres soportamos. Está bueno tener casa, comida, hijos lindos con buen colegio. El colegio viene adjuntado a los niños lindos. Más no pedimos. Más no nos permitimos. Ese es el tema: ¡permitirse! Hay un pensamiento muy femenino, casi exclusivo de esta raza: las mujeres tenemos admitidas algunas cosas, sólo algunas… Pablo, mi ex, jugaba al golf los martes, jueves y todo el sábado. Los domingos íbamos a la casa de los padres de él en un country de zona norte. Tadeo y Lola son mis hijos. A mí me gusta mucho tejer y leer. Y así pasaban mis domingos. A veces pienso que si no hubiera sido por mis libros me hubiese vuelto loca. Como que hay

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pasiones sin las cuales uno no podría, ni sabría qué hacer. Ni cómo carajo vivir. No me da vergüenza decir que los hijos no alcanzan, no llenan costados de desolación, de cuerpo de mujer que clama, suplica, besos frescos, enamorados…. En la semana, yo tenía alumnos particulares de inglés. Me reservaba los jueves a la tarde para tomar un café con las chicas. Chicas, es una forma de decir. Somos cuatro cuarentonas que nos sentamos en el mismo café en Santa fe y Ayacucho hace años. Nos conocemos desde la época del colegio. La vida de cada una es distinta. ¡Por suerte!, sino sería aburridísimo. Para ser sincera, a veces, ¡es aburridísimo! Cuando empiezan a hablar de la mucama, los deberes, el ex que no les pasa un mango, la clase de Pilates, me dan ganas de rajar. Es que yo siento muy adentro que hay algo más en mí. Al conocer a Juan comprendí por qué me venía cansando de todo. Por qué sentía esa apatía cuando metía el pollo con la bolsita plástica y las especias en el horno. Sigo amando a mis hijos, pero mi mundo cambió. ¡Nada es porque sí! Nada. Nada. Nada de nada.

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III.

EMPIEZA EL CAMBIO QUE CAMBIÓ MI VIDA

Aquella mañana del mes de Junio nos quedamos en casa: -¿Qué hacemos al mediodía? -le pregunté a Pablo para organizarme con los chicos, ya que no íbamos al country. -No sé Caro –y leía el diario, sin darme importancia-. Entonces le quité la revista. Y así empezamos el domingo: poco satisfecha yo. Ausente él. Cuando leí la sección de las cartas, vi que publicaron lo que yo había mandado la semana anterior. Me emocioné tanto…. Hacía mucho que no me sentía gratificada por algo que no fuera una clase bien dada, unas milanesas que hayan gustado en casa o un perfume nuevo comprado por catálogo a una de las chicas, que vende de esas ”truchadas” ricas, vaporosas y poco durables. Por lo menos a mí, no me duran esas fragancias. Pero me calman el momento de ansiedad por comprar algo. Pedimos delivery, salí a caminar por Palermo. El domingo fue pasando. Los chicos se encerraron cada uno en su cuarto. Pablo miró golf en la tele toda la maldita tarde. ¡Cómo me aburría ese hombre! ¡Por Dios! ¡Cómo aguanté tanto! Yo no sé si yo no le gustaba más, lo aburría, o estaba agotado. Me preocupaba más lo que le pasaba a él, que mi hastío crónico; como cuando hacés una dieta proteica de meses de carne, sólo carne y nada más que carne; llega un momento que lagrimeás ante un tomate cherry. Yo no me quería dar cuenta, pero confieso haber mirado hombres. ¿Es pecado? Se me rompía la cabeza pensando en cómo encararlo para decirle que me quería separar. Los chicos estaban grandes, mi papá mil veces me había ofrecido vivir en el departamento de San Isidro. “Está ahí muerto de risa, Caro, si tu matrimonio no funciona, si no sos feliz: pensalo por favor”, me comentaba un viernes que almorzamos juntos. Los padres son padres siempre. No pueden, ni quieren entender, ni saber, que la mente de un hijo (hija en este caso) cambia, tiene bollos que no se quitan como los de los autos después de un granizo. Hay mucho más en la historia de una mujer de 45 años: penas, dolores, insatisfacción, ciclotimia, recuerdos de amores pasajeros… ¡¿Cómo decirle a un padre que nuestra vida está a punto de destrozarse?!

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IV.

LOS LUNES SON DE CAMBIO

Era lunes: me levanté temprano, fui al supermercado, me tomé mi cafecito en el bar de la esquina como todas las mañanas. Volví a casa. Mariana, la chica que me ayudaba, esperaba para que le pagara. Estaba todo ordenado y reluciente. Los lunes al mediodía eran mis preferidos. ¡Con qué poco me conformaba! Había silencio, no prendía la tele, comía algo rápido. Jamás prendía la compu a la mañana. Pero esta vez hubo una sensación interna que me instó a hacerlo. Entré a mi casilla de correo. Marcaba un nuevo mail. Cuando miré el nombre del que lo envió, mi corazón empezó a latir a mil. Juan Manuel Méndez, el tipo de la montaña, me había escrito. Era cortito, pero bastó para que me hiciera una película re romántica. Decía algo así: “Hola, soy Juan Manuel, quería agradecerte tus palabras tan amenas escritas en la página de cartas de lectores de la revista. Soy duro para escribir y contestar, pero me pareció necesario agradecerte”. Cariños Juan Manuel”

¡¡¡Por Dios, me sentía otra mujer!!! Con tan poco. Me río sola de recordar el impacto de esas líneas en mi mente y en mi geografía femenina. Por supuesto le respondí: “Gracias Juan Manuel, tu experiencia me sirvió para comprender más la vida. Con sus penas y sus glorias. Desearía poder ayudar a otros como lo hacés vos. Es muy lindo tu trabajo. Esos chicos deben estar muy contentos. A veces la marginalidad no se trata de estar lejos de un plato de buena comida, va más allá. Los chicos desean jugar con lindos juguetes, ver lindas películas, aprender nuevos deportes. En definitiva; pertenecer a un mundo que los excluye. Gracias por la lección. Carolina” De ahí en más mis días fueron de fuego, de alegría sana sin tener demasiados motivos. Lo único que deseaba era otro correo de Juanma. Pero eso no ocurrió.

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Pasó una semana entera, y yo soñaba con él, me imaginaba en sus brazos, miraba la revista, su mínima imagen lejana pero elocuente. ¡¿Cómo podía estar enamorándome de un desconocido?! Ahí fue donde me di cuenta de que el gran obstáculo era mi pareja, el peso de 20 años de un matrimonio silencioso. Yo tenía muy claro que no daba para más. Ya no había que buscar a los chicos a los cumpleaños, ni hacía falta hablar cuando cenábamos. En la cama yo leía y él apagaba la luz de su velador para dormir rápido. Siempre estaba muy cansado. Yo ya no lo deseaba. Creo que él a mí… tampoco. Esa misma tarde cuando Pablo llegó de la oficina le dije: -Necesito que hablemos. -¿Qué pasa ahora?-me preguntó y resopló bajito. -Quiero que nos separemos. -Carola, lo dijiste tantas veces -mientras tomaba el control remoto de la tele, se estiraba el nudo de la corbata, y con un zapato tiraba del talón del otro como haciendo palanca. Todo daba para pensar en que no se tomaba la cosa en serio. -Papá me ofreció el departamentito de San Isidro. -¿Qué tiene que ver tu viejo en todo esto? ¡Me querés decir, por favor! -me respondió algo ofuscado, como herido en su orgullo de hombre “todoproveedor”-Además, ¿de qué vas a vivir?, ¿te pensás que dar clases a chicos con bajo desempeño es sustentable? Y de vuelta con el desmerecimiento. Ahí es cuando entra la duda, y te taladra el alma esa imagen pobre de vos misma. -¿Acaso te vas a poder comprar todas las pilchas y cremas que te comprás ahora? – insistió, rebajándome a la misma nada. -La vida de una mujer independiente es mucho más que eso. -¿Por qué siempre me desmerecés?, en algún momento me elegiste, te gustó mi estilo, mi manera de pensar. Parece que ahora todo eso que te enloquecía de mí, es lo que te aleja, y casi…repugna -le aclaré con la voz llena de lágrimas y mocos atrapados. -No pongas en mi boca cosas que yo no dije. Sabés que te respeto y te quiero. Nunca te ha faltado nada -arremetió con el típico pase de factura. - Está todo bien, lo hablamos en otro momento -pude decir antes de abrir la puerta del baño y sentarme a llorar sentada en la tapa del inodoro. Tapándome la boca para ahogar mis quejidos muy tenues, esos que te hacen doler la garganta como si te hirviera junto con unos calambrecitos.

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V.

EL PRINCIPIO DEL FIN

Durante tres meses estuve ordenando el departamentito de San Isidro. No fue fácil la tarea. Los inquilinos habían hecho desastres. De esos desastres que denotan que la pasaron bien. Era una parejita de 24 años, estudiantes universitarios. La pared del cuarto estaba marcada a la altura del respaldo de la cama. Marcas de noches llenas de amor. Creo que a veces la prolijidad de la casa que compartí con mi marido; especialmente la delicada perfección de mi cuarto matrimonial, explica claramente lo triste y estática que era mi vida en pareja. Ahora veo que muchas veces amor, sexo, locura… son parte de la rara y desprolija experiencia de vivir y adorar a alguien. Mi hija quiso venir conmigo, Tadeo se quedó con su papá. Las cosas no fueron fáciles, pero la sensación de decidir, de leer hasta cualquier hora, ir sola con mi hija al cine, ver películas en la cama. Chatear. Juntarme con las chicas en casa, fue totalmente placentero. Conseguí trabajo en el consultorio del odontólogo de papá. Daba los turnos, aprendí a hacer cementos para prótesis, desinfectar instrumental. Me sentía definitivamente útil. Me alcanzaba para lo imprescindible, compraba bombachas de supermercado; pero era bastante feliz. Los sábados empezaban algo eufóricos, me sentía con energía, salía a caminar por San Isidro, miraba vidrieras, y compraba algún libro. Me gustaba mirar a toda esa gente que caminaba con bolsas de supermercado o de tiendas de ropa. Esos paquetes no valen lo que supuestamente pagaste; esos paquetes son premios, ilusión de salida de sábado a la noche con una remera a estrenar; son excitación, alegría. Alegría que dan las cosas materiales, pero alegría al fin. ¡No va a andar uno clasificando por la vida los tipos de alegría! Lola pasaba los fines de semana con su papá. Pienso en lo raro que es llamarlo así: su papá, como si antes no hubiera sido parte de mi vida, parte de lo que le dio existencia a mis dos queridos hijos. Las tardes de los sábados eran un tanto dolorosas, sabían a soledad, tenían ese gusto a nada, a vacío; como un cuento con páginas en blanco. Me gustaba abrir las cortinas de mi departamento y ver las lucecitas de los edificios prendidas. Imaginar a las mujeres vistiéndose para salir a comer a fuera, a las adolescentes cambiándose y poniendo rubor en sus pómulos; con esas caras de empezar a vivir los dones de la seducción. Nada de eso me causaba nostalgia. Me alcanzaba toda la paz que tenía, y eso era todo lo que yo le pedía a ese pedazo de vida que estaba viviendo.

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Los domingos Lola venía con toda su ropa del fin de semana, y algo malhumorada. Se encerraba en el cuarto; yo podía escuchar el ruido del teclado de su netbook, alguna risa perdida; esas risas que los hijos le regalan a sus amigos y no a sus padres. Como si tuvieran prohibido demostrar qué sienten. El domingo a la tarde no es fácil para nadie. Vienen los replanteos, los recuerdos, los miedos, la angustia en la garganta… nunca supe por qué. Por suerte, pasa, se va diluyendo hasta aniquilarse en la necesidad de estar activo el lunes por la mañana. Si bien los lunes son complicados, también son exigentes, demandantes, apurados, como si fuese el día en el que se plantean las tácticas de toda la semana: “voy a vivir con más tranquilidad”, “me voy a anotar en clases de yoga”, ”esta semana empiezo a comer más sano”, “tengo que pagar el colegio”, Y así, de este modo, la mente se va colmando de pensamientos activos, muy alejados de lo depresivo. El lunes es igual a actuar. Obviamente todos esos proyectos se desvanecen el día miércoles, donde uno se siente abatido, cansado, esperando el viernes, arañando la sensación de que todo se va a solucionar o quedará en veremos. El fin de semana nunca se toman decisiones, hay una especie de tregua con uno mismo, una prórroga del problema inmediato, que se convierte en conflicto aceptable, pacto, pelota que se patea para el otro lado y se despeja del área.

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VI.

EL VIAJE QUE CAMBIÓ MI VIDA

-Mamá, no sabés: te eligieron para que nos acompañes al viaje a Bariloche. Fuiste la madre más votada. ¡¿No estás feliz?! -y se me colgó del cuello, como si fuera otra Lola, y no la de carácter podrido de todos los días de su vida. No me dio tiempo a pensarlo demasiado; este episodio fue un jueves por la tarde y el viaje era la semana próxima. Su abuelo, o sea, mi padre, fue el que sustentó el viaje de egresados y también me regaló un dinero para que acompañe a su nieta. Justo esa semana, el odontólogo se operaba y yo no tenía que ir al consultorio. Los alumnos particulares los suspendí. El viaje fue interminable, con chicos y chicas que mascan chicle sin parar, olor a hormona liberada sin condicionamientos, caras que brillan de grasitud y pubertad. ¡Cuánto más inteligentes son las chicas que los varones! Por lo menos a los 18 años así lo demuestran. La forma de moverse, hablar, mirar, seducir: arte puro, don y talento femenino en estado algo bruto, pero noble. Al llegar al hotel me desplomé en un sillón del hall, y mientas los chicos se organizaban, charlé con las otras dos mamás acompañantes: -Felipe, estaba re ansioso. Me pregunto si no andará tomando algo -me comentaba Laura Iturralde. -¿A qué te referís con “algo”? -le pregunté, bastante asustada; me imaginé de golpe todo lo que podía suceder con 50 chicos adolescentes en pleno Bariloche. -No sé, toman cosas, pastillas… no averigüemos demasiado. Viste que tienen una vida misteriosa, que los padres afortunadamente desconocemos -prosiguió Laura-. Me encantó lo de “afortunadamente”. Como si: “gracias a Dios, si mi hijito se droga, se pone a joder con la marihuana, si toma cerveza berreta hasta el infinito y más allá, yo no me daré cuenta; por lo tanto no sufriré. Esa sensación me dio el comentario de Laura. Será que uno prefiere la duda, lo incierto, el no saber nada de nada. Nos interrumpió un muchacho de unos veintipico, muy lindo, con un speech estudiado de memoria, y una seducción nata. -Chicas, yo soy Emanuel, el guía de la empresa Master, les voy a ir dando los horarios de salidas, comidas y paseos -nos dijo contento y se acomodó el pelo largo detrás de las orejas.

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Tenía los labios paspados y la piel súper quemada, bien al estilo montañés. Pero este hombre de montaña que irrumpió en el hall, no era más que otro muchachito sin experiencia, y sin ningún título que lo habilite para nada; mucho menos para cuidar pibes llenos de endorfinas al punto del estallido y, según me había enterado hacía un ratito, también llenos de pastillas de no sé qué. El tercer día de esquí fue largo, frío, de horas de café y bocaditos. De esos que te engordan inocentemente. Desde el patio de comidas de la base, y a través de un ventanal vaporoso, con aliento de amores y desamores condensados en gotitas perfectas, se veían hordas de pibes vestidos de colores: naranja, rosa fuerte, amarillo, rojo. Distintas legiones, distintos grupos de jóvenes intentando demostrar que se puede esquiar y amar a la vez. No era tan lindo el paisaje, o será que lo veía sucio por el ventanal del amor. Bariloche vende felicidad. Es un lugar que parece que quiere obligarte a estar enamorado. No encuentro otra excusa que me conforme: hacía frío, me patinaba en la nieve, tenía hambre todo el tiempo, el café era carísimo, este mameluco que me hicieron poner me quedaba espantoso, todos los hombres son jóvenes, no hay bibliotecas, las revistas me mostraban playas de gente que se casa por octava vez muy estúpidamente… Sólo enamorarse podía salvar la cosa. Y no creía que fuera mi momento. Después de estar horas mirando la diversión de los otros, le pedí al muchachito que guiaba a los pibes, que me diera unos esquíes para probar. Tanto había insistido este chico, diciéndome “Caro, sos joven, vas a aprender”, que al final le hice caso. Esa mañana fue una maravilla; me pasó de todo, más que en toda mi vida. Cúmulos Nimbus de emociones. Todas las veces que lo intenté, lo logré. Es magnífico el aire de montaña en la cara, la sensación de juventud y vuelo. Descendí por un pedacito que se supone que es fácil para empezar a aprender. Pero para todo hay una última vez. Justamente cuando ya le tomaba el gustito al deporte (yo creí estar practicándolo), una ramita maldita se metió en mi camino o yo en la vida de la ramita. Me caí y rodé hasta un costadito donde había piedras. Me torcí el tobillo, me asusté, no me entraba aire. Logré tranquilizarme, miré a ver a quién le pedía ayuda. Todos pasaban rápido, como pantallazos de pedacitos de gente colorida volando. Empecé a temblar; era frío o sensación de que todo lo peor me podía pasar. En ese momento llegó él. Me preguntó si estaba bien, me cargó y bajó lo que quedaba de montaña, y de mí llevándome cual príncipe a princesa recuperada. Yo no sabía quién era ese hombre fuerte y aguerrido, marcado con rayos de sol fríos en la cara. Lo que sí supe es que me perdí en su mirada y su aliento. Ya no estaba helada, pero seguí tiritando…

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-¿Qué hiciste para terminar ahí? –me preguntó este monumento al macho. Rubio, de barba crecida de una semana y ojos verdes gloriosos. Se lo veía maduro. Enseguida quise aproximar una edad factible. Cuarenta y ocho, seguro tenía cuarenta y ocho, imaginé. Es increíble como las mentes de las mujeres pueden hacer convivir pensamientos tan disímiles: milanesa-zapatos de oferta. Bombacha-papas para el puré. En este caso: hombre apuesto, montaña, frío = ¡SEXO! -Mirá, no sé. Sólo te puedo decir que no siento el pie, ¿lo tendré congelado? -No, seguro es un esguince, no te hagas la película –y largó una risita como para adentro-. Acá te van a atender muy bien (me llevó a una guardia).Yo soy guía de montaña, laburo por acá. Si me necesitás, te paso mi celular -agregó una guiñada de ojo mortal, y me puso un papelito en la mano-. Cuidate linda, no hagas cosas raras, mi nombre es Juan. Ese fue el pequeño diálogo que bastó para que una película 3D se generara en mi mente y mi alma. Y así nomás se fue, dejándome en la enfermería, como soldado rescatado de la guerra, pero sin nada de gloria. ¡Nada! Ya estaba loca de amor. Lo pude observar bien; era completamente hermoso. Sus manos se veían grandes, como dos puertas que se abren para que entres de una vez por todas. El centro de esquí con el vidrio de los amores evaporados, volvió a ser mi destino. Pero con pata enyesada. Me pedí un café, las amigas de Lola me dejaron bolsitos y teléfonos que sonaban sin parar. En medio del panorama hartante, bailaba en mi memoria cada segundo en sus brazos, las palabras que me dijo: “cuidate linda”. ¡Qué pedazo de hombre, por Dios! ¿Por qué las cosas buenas se van tan pronto y otras, tan espantosas, duran 20 años? Me preguntaba si yo le habría gustado, si todavía estoy para esas cosas, si me permitiría una aventura y nada más. De todos modos el personaje elegido para el pecado no parecía presentarse, ni mandar un mensajero…. Yo tenía el teléfono. ¡No quería entregarme tan fácil.

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Decidí levantarme para ir al baño. Tenía que usar la escalera mecánica. Emprendí el descenso. Me solté el pelo. Me puse brillo en los labios. Estaba ardida por el sol. Me sentía bien con mi aspecto de mujer enamorada. ¿Será que la imagen que uno tiene de uno mismo, va cambiando de acuerdo al estado de ánimo?... ¡Bah, yo no sé! En ese momento me sentía seductora, ganadora. Eso me conformaba bastante, al menos lo suficiente para sonreír todo el tiempo y a casi todo el mundo. Mientras bajaba, giré mi vista hacia la escalera inversa, o sea, la que subía. Los conté: 27 chicos de todas las edades charlaban y se reían mientras esperaban llegar al piso de arriba. Detrás, como un súper héroe de historieta, vestido con un atuendo deportivo azul marino, el pelo revuelto y la cara prolijamente afeitada pude ver a Juan, el Juan Salvador, no gaviota: pero juro que a mí me hizo volar como un pájaro que escapa de la jaula. Lo miré, pero había ruido, música, sonidos de cosas metálicas y artefactos para esquiar. Nunca odié más el esquí. Chisté, moví mis dos manos haciendo un gesto de auxilio. ¡Nada!, ni me vio. ¿Podía yo tener peor suerte? Era mi momento sagrado, mi oportunidad de la felicidad hecha hombre rubio, apuesto, maduro y SALVADOR. ¡Y se me es-ca-pó! ¡No!, si algunas nacimos para perdedoras. ¡Qué lo tiró!, pensaba yo en ese momento y lagrimeando. Con yeso y todo me fui desplazando hasta que llegué al lugar de la nieve acuosa que me iba a aflojar el cemento blanco maldito de la pierna. Lo vi irse, me gustó su espalda. No quedaba nada por gustarme... En la recepción del hotel, mientras esperaba que las jovencitas se cambiaran para una excursión, tomé el teléfono, y sin siquiera dudarlo lo llamé. Pensaba que la excusa sería pedirle indicaciones y referencias para un paseo que nos tocaba al día siguiente.

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VII.

EL LLAMADO QUE CAMBIÓ MI VIDA

-Hola, soy Carola, la mujer que ayudaste en la montaña. -No te escucho bien, ¿cómo estás? ¿te recuperaste? –me dijo con una voz tan varonil como sensual. -Estoy enyesada, con una botita. ¡Uy se corta! –alcancé a balbucear. Justo cuando intentaba sacar a la matadora que andaba dando vueltas dentro mío, la comunicación se cortó. No me animaba a llamar otra vez, y la excusa que tenía empezó a no servirme. Intentaba pensar en otra cosa cuando sonó mi celular registrando un número privado, por supuesto atendí: -Hola –respondí con los dedos cruzados. -Soy Juan Manuel, llegué a escuchar que te pusieron una botita. ¡Qué mala pata! ¡jaja! No te enojes, pero me río porque me acuerdo de tu cara de miedo. Hoy no tengo a los pibes que entreno, si querés podemos tomar un café en el centro. No podía ni responder, me temblaba la voz, se me escapaba un sí grande como una casa. -Sí –dije, como alguien que se casa para toda la vida-. Yo puedo tempranito, estoy con un grupo de chicos y chicas adolescentes, intentando hacer que los cuido. A la noche salen y tengo que supervisar la cuestión. Lo peor es que dentro del grupete está mi hija. -Me imagino, los chicos se ponen terribles acá, piensan que es tierra de nadie. Después hablamos –me contó, con voz amigable y dulce.

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VIII.

CAMBIO DE HÁBITOS

¿Qué me pongo? ¿Qué digo? ¿Le cuento mi vida? No, mejor no. Lo voy a apabullar. En este momento me pregunté el por qué de tanta inseguridad en las mujeres. Siempre queriendo dar explicaciones, buscando un poco de aprobación. Así me hablaba mi mente. Me cuestionaba, no me dejaba en paz. Por un lado no deseaba intrigas, ni vueltas. Quería ser como otras, que van derechito a la cama. Pero ya estaba totalmente muerta de amor, fundida en un estado de completa subjetividad, como la nieve tan dura, que termina siendo agua y no se sabe bien qué es ni qué fue. Mi corazón latía intensamente, ya no estaba ubicado en el lugar de siempre. El muy caprichoso se había apropiado de mi garganta.

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IX.

EL CAFÉ

A las seis en punto llegué a la cafetería. Salía olor a chocolate. Bariloche pareciese tener una fabricación de humo con aroma rico las 24 putas horas del día. Si seguía así, iba a perder el control del contorno de caderas: ¡el de todo! Más todavía con un estado de quietud paralizante debido al yeso grisáceo y embarrado, que no me permitía ni moverme con seducción ni calzarme el único pantalón lindo que tenía. Antes de salir le quité unas calzas a mi hija, me tiré un sweater largo arriba y me pinté un poco. Entré al lugar, me hice la que no encontraba a mi dueño; ese hombre ya era mi amo. Y yo una perrita faldera. Mis estúpidos prejuicios no me permitían sentirme otra cosa que no fuera una “prosti”. ¡Qué tarada! Cuarenta y cinco años sin poder liberarme de mandatos absurdos. ¿Qué era lo que me producía tanta culpa? Si ni siquiera me había tocado. Es que las fantasías de una mujer, la llevan al destino antes de llegar. Se presenta una imagen proyectada que muestra todo lo que se desea, y que termina sucediendo. Casi no hay nada por decidir, ni mucho que pensar. ¡Eso era lo que me ocurría! Sabía perfectamente que iba a coger con ese tipo.

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X.

EL ENCUENTRO QUE CAMBIÓ MI VIDA

-¿Hola? ¿cómo va? –me dijo con una voz extremadamente varonil, y me dio un beso en la mejilla. -Todo bien –le respondí, sintiéndome muy tonta-. Mirá, se me hizo re difícil llegar. No por el yeso, no por el grupo de chicos. ¡Soy grande!, tengo vergüenza, me separé hace un año y medio. No quiero que pienses… -¡Pará, flaca!, estás re ansiosa, yo no pensé nada, simplemente no hubo tiempo de pensar en nada de nada –mientras, me dio la mano y me acarició con el dedo gordo muy despacito cada parte de mis flacas manos-, en ese momento creo que ya estaba haciéndome pis de la emoción y los nervios. ¡Cómo pude haber sido tan impulsiva! ¿Por qué Dios no le amputa el exceso de palabras, la locuacidad, o como carajo se le llame, a las minas. Estamos hechas para cagarnos los momentos más divinos y románticos. Somos sentencia viviente, dedito que se auto enjuicia. -Perdón, me agarró como un no sé qué de sinceridad bruta al pedo –y me tenté, tapándome fuerte la boca con ambas manos, queriendo apretujar mi risa -, creo que fue lo más auténtico y fresco de esos cinco minutos de primer aproach. -¡Qué perdón! Sos una divina, yo no ando por el centro de ski rescatando mujeres, ni me va la conquista loca….Estoy grande también. Si querés vamos a casa, comemos algo, charlamos… Listo: ¡me quería dar! No pensé nada más. -Vamos –dije con total seguridad y aplomo

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XI.

LA CASA

Llegamos en su camioneta medio vieja. El frente de la casa era encantador. Mucha madera mezclada con piedra. Se había hecho de noche, no podía ver mucho. Las lucecitas tenues, encendidas por dentro, le daban un aspecto totalmente telúrico, de ensueño. Abrió la puerta de madera, que tenía como unas ventanitas recortadas. El lugar parecía noble y confortable. A la derecha de la entrada había una barra de madera que dividía la cocina del espacio de estar, en el que descansaban muy solitarios dos sillones tapizados con una tela a cuadros y una mesita ratona de madera en el centro; contra la pared: un silloncito mediano, con almohadones y una manta recostada sobre uno de los brazos del mismo. Al costadito, una escalera bien rústica. Un ventanal amplio dejaba ver la noche fría. Sobre la pared que se enfrentaba al ventanal había un mueble tipo biblioteca, con algunas fotos, revistas, libros y un par de velas gordas de color azul y verde. Me imaginé que habrían sido un regalo. Los hombres solos no compran adornos. Ese lugar tenía olor a humo, a eucaliptus, a poca risa, a caramelo quemado, a soledad sin prisa… mezclados con la dulce fragancia de la madera. Todo creaba una atmósfera suave, adorable, excitante; al menos para mí, que ya estaba como drogada, embriagada de rico amor. -Sentate que hago unos cafés, yo tengo hambre, me voy a hacer un tostadito con queso ¿querés uno? –me preguntó esto mientras acomodaba los abrigos, colgaba las llaves del auto, y se tocaba el pelo (era como un tic). Se pasaba la mano por ese pelo lacio y largo que le caía divinamente sobre uno de los ojos. Yo no quería mirarlo, pero lo hacía. -Bueno, uno chiquito –le respondí , y me quedé mirando las fotos que había sobre el mueble. Tenían polvo, en la mayoría había chicos con esquíes, paisajes de montaña. Pero me llamó la atención un cuadrito que enmarcaba una tapa de revista. ¡Sí!, era la foto de la revista a la cual mandé la carta comentando el episodio de la dolorosa muerte de un chico joven. Entonces, ¡ese era Juan Manuel!, el hombre al cual le había mandado el mail. Me impresioné, no lo podía creer. Justo cuando iba a contarle esta locura del destino, él me interrumpió: -¡Ay!, cómo no guardé ese cuadrito. Su rostro empalideció, se puso claramente triste -Vení, sentate -me tomó de la mano y me acompañó hasta el silloncito de dos cuerpos.

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-Tengo algo triste para contarte, lo voy a hacer muy rápido. Quise abrazarlo, besarlo, acariciarle el pelo. Lo tuve tan cerquita. Sus manos eran grandes, fuertes. El momento era difícil pero tierno. Apenas tomé ese cuadro, vi la imagen de la revista; esa misma que durmió en mis pensamientos noches enteras, supe que Juan era el hombre de la montaña, el mismo que me contestó mi correo hacía dos años. Quizás él había sido el mensajero que Dios mandó para arreglar mi destino, reencausarlo, darle otro sabor. ¡Y lo venía teniendo! Mi existir estaba más dulce, más consistente, con sabor a tostada recién horneada. -Mi hijo, Federico, murió en un incendio. Nuestra cabaña se prendió fuego, no pude salvarlo. Se fue, me dejó, llegué tarde. No pude abrazarlo a tiempo, ¿me entendés Carola? La luz de mi vida se apagó, me quedé ciego, sin ver, sin sentir nada; no podía explicar lo inexplicable. Quería despertarme, pero ya estaba despierto. Quería volver a nacer. Sentía culpa por estar vivo y mi chiquito tan muerto, tan sin vida. Las preguntas más horribles disparaban contra mi cabeza como rayos fulminantes: ¿Cuánto habrá sufrido? ¿El dolor se apagará cuando el fuego te abraza por completo? ¿Habrá querido defenderse? ¿Murió con miedo? –me contaba intentando matar el llanto. -¡Basta! Por favor, pará. Es demasiado. No revuelvas, no sigas castigándote. Yo no te conozco nada, no puedo comer de tu dolor. Decir “te comprendo” es una boludez que dicen todos los que no saben qué decir, los que se resguardan para salvarse del dolor del otro, que los quiere picar y ellos les tiran repelente con un “te comprendo”. Una gran gilada. Lo que tengo claro, Juan, es que no somos los grandes artífices de todas las fichas que se mueven en nuestra penosa vida –le expliqué con un tono sereno, pero firme. No podía sentir el agudo sufrimiento de ese tipo. Yo también me defendí como una boluda. En ese momento se recostó sobre mi falda, acaricié su frente con mis manos enteras, llevándole el cabello hacia atrás. Sequé sus lágrimas. Luego se volvió a sentar erguido, Hizo un gesto de sorber los fluidos de la nariz, volvió a acomodarse ese flequillo, como en una intención de arreglar también su vida; emprolijar sus muertes. -Gracias, sos una fenómena –balbuceó con vergüenza, se había sentido expuesto. Luego me acarició la cara. Sus palmas se sentían ásperas. Fue un momento que realmente disfruté. Con frecuencia, esos chispazos de emoción, son más intensos que las escenas de cama. ¡Si los hombres supieran hasta dónde llegamos las mujeres con caricias en los cachetes! -No soy nada, simplemente intenté consolarte –le respondí apoyando mi mano sobre la de él, que seguía instalada en mi mejilla ardida de pasión. -Contame un poco de vos.

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Chau, dije, empezó el baile. ¿Cómo le cuento semejante aburrimiento hecho vida? -Bueno, a ver, por dónde puedo empezar… Me casé a los 23, creo haber estado enamorada. No sé. Sí, creo que sí. Bueno, iré viendo a medida que te cuento. Al principio la vida es bella, la cosa es el después. Todos los días vas perdiendo un poco de encanto. Es más: ya no te encanta nada del otro. Lo conocés demasiado. Te convence cada vez menos. Te hacés pocas preguntas. Empezás a acostumbrarte a que sea todo igual. Intentás darle color a la relación, pero la cosa se despinta, como las paredes de la casa, que tienen marcas, rayas, lugares oscuros. De ahí en más, todo sigue ligerito, las hojitas del calendario vuelan, la pasión se esfuma, pasan los años. Lo que te daba alegría se transforma en otra cosa. ¡No sé cómo explicarlo! Esos hijos chiquitos que te daban todo el sentido, todo, todo el sentido que tu mundo necesitaba, se hacen grandes, pasan por al lado y te sentís un mueble. Alguna vez fuiste la estrella de rock de esos chicos, ahora sos un viejo Rod Stewart que canta como puede. ¡Ay! Perdoname. Yo hablando de hijos…Quejándome, escupiendo al cielo. -No para nada, seguí. ¡Me tenés atrapado diosa! -Bueno. Y con Pablo, mi ex marido, estuve 21 años casada hasta que… interrumpí mi relato justo cuando caí en la cuenta de que iba a hacer referencia a esa carta que escribí dos años atrás. Esa cartita de lectores aburridos, en la que hablo de él, ese hombre que ahora está a mi lado y me mueve la estantería. Están por caerse todas las copas de ese mueble con estantes. Lo miro, me mira. Me derrito como el chocolate de las vidrieras de Bariloche. Pero me detuve a tiempo. -Hasta que…dale seguí –me intimó, con una mirada llena de intriga, unos ojos grandes y brillantes. -Esteeeee, hasta que me di cuenta que no iba más. Pero pasé 20 años sin un puto orgasmo. Perdoname tanta sinceridad, pero es así. Los hombres desconocen lo que sucede en el cuerpo de una mujer. Por lo menos Pablo era un gran eyaculador, potente, fuerte, rápido, feroz. Pero yo, a mí, dentro de mi cuerpo sagrado y maldito…nada ocurría. Nada de nada –tuve que hacer una pausa, los mocos me ocupaban el pedacito de garganta que te deja hablar-. Creo que podría haberme consagrado, tomado los hábitos de una monja que quiso incursionar en la vida matrimonial. Me causa gracia mi expresión “hábitos prestados” “cambio de hábitos”, ¡Jajaja!. Ya estaba habituada a no gozar. Ni que hablar de un mimo, una tocadita de cabeza como se le hace al perrito de la casa. Me miraba, me miraba, de repente se reía. De golpe se paró, me hizo upa, y me dijo:

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-Vamos a recuperar unos cuantos orgasmos perdidos. Encaró para el lado de las escaleritas de madera. Yo me sujeté de su cuello, pegué un gritito, pero morí de risa, de amor, de locura. Supe ahí mismo, que Dios existe, y me quería gratificar, premiar, darme todo aquello que tuve vedado durante largos y fríos años.

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XII.

LA PRIMERA VEZ

Subimos hasta su habitación. Muy chiquita (eso poco me importaba). Absolutamente toda de madera, encantadora, austera, con una cama prolija, una manta escocesa divina, una ventanita pequeña de vidrio repartido. Estaba muy calentito el lugar, el calor de la casita trepaba hacia el piso superior. Nos reíamos tanto, que por un momento pensé que eso me bastaba. Caímos en la cama los dos. Se hizo un silencio. Quedamos recostados uno al lado del otro mirando el techo, del mismo colgaba una lámpara de color verde. Giró su cabeza, yo la mía. Nos fundimos en el mejor de los besos. Beso interminable, con lengua que invade, provoca, da testimonio de aliento vivo. Las bocas se mojaron: mi cuerpo también. Lo sentí fluir; ¡sí!, mi interior estaba completamente perfumado de gotas de placer. Me convertí en una esclava de mis deseos. Él sabía amar. ¡Se sabe o no se sabe! ¡El sabía! Con sus manos tomó mi cara, sus dedos tejieron tiernos nudos en mi pelo, al tiempo que me besaba por cada rincón: la nariz, los pómulos, la frente. Intercaló besitos cortos, chiquitos, con otros largos y apasionados. Perdí el miedo, la vergüenza, me entregué, dejé que mi ser se hamacara en el fabuloso movimiento de los besos, las caricias. Yo le toqué la frente, le besé las manos, el cuello; que se sentía tibio. En algún momento me desconcentraba y pensaba cómo me vería, si mi cuerpo era aún apetecible, si mis huecos todavía provocaban, encantaban… ¿me había depilado bien? Ese tipo de dudas interferían por momentos mi absoluta felicidad besada. ¡Cómo nos castigamos las mujeres! Sin permiso, sin miedo, con suavidad y arte, sumergió su mano por debajo de mi sweater, subió hasta mis pechos, logró romper el obstáculo que presentaba mi corpiño, tan molesto en ese momento, encontró mis tetas, que lo esperaban, duras, encantadas de la alegría. Decidí desvestirme, quería libertad, expansión, moverme con soltura. Mi ropa ya no hacía falta. Se volvió loco. En forma apresurada y torpe se quitó la camisa junto con el saco de lana, quedó enroscado en su propia ropa. Pude ver su torso desnudo. Dentro mío la carne ardía. No soportaba un segundo más sin que me penetrara. El yeso de mi pierna no me permitía retirar el pantalón; tuve que hacer fuerza, tirar. Juan me ayudó. Estábamos semidesnudos, encaprichados con la golosina de la sensualidad, el placer, el gozo extremo.

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Recorrió toda mi extensión corporal con sus manos calentitas. Metió sus dedos en mi interior, que palpitaba dándole la bienvenida. Después trepó arriba mío. Con mucha delicadeza introdujo su miembro dentro de mi eterno gozo. Lo sentí grande, tieso, como hecho a la medida de mi perfecta, encavada y acabada humanidad. Latía. Nos entramos a mover. Nunca; jamás, dejó de darme tiernos besos. Nuestras lenguas estaban cálidas, nuestros labios blandos se buscaban, se necesitaban. Mi urgencia por acabar era casi molesta, pude soportar al menos unos segundos y alcancé el más hermoso orgasmo de mi vida. En ese preciso y oportuno momento de exquisita comunión, mientras mi hondo mundo palpitaba, pude percibir como su pene se expandió como un corazón que late fuerte. Su delicioso líquido lubricó aún más mi vagina, que se sintió saturada de bienestar, se rindió a la absoluta sensación de extrema humedad encantada. Los dos gritamos juntos, nos liberamos. Luego el hundió su cara en mi pelo. Juro haber sentido un aroma a jazmín amarillento; el amor tiene olor y sabor. Yo esta vez lo había probado, había comido esa flor hermosa, carnosa, llena de dulce placer… Después de un lapso de silencio necesario para recuperarnos, nos colocamos de costado, enfrentados. Yo apoyé mi cabeza sobre mi brazo doblado al tiempo que sometí la almohada haciéndola un bollito para estar más cómoda. Juan me tapó con la manta y embelesado dijo: -Sos muy linda Carola, me hiciste re feliz. -Pará, no hacen falta halagos. ¿A cuántas les dirás lo mismo? –comenté a modo de broma, pero desconfiada al fin. -Repito: ¡sos – muy – linda! -y se puso serio-. Me encantás. Disfruté de estar con vos. No hago el amor todos los días. No tengo mujer. No tengo novia, mina, lo que sea… -Fue un chiste. Yo tampoco tengo novio, marido, festejante, amante. Me había olvidado de que se podía ser tan feliz. ¿Vos entendés? Hace mucho que no me sentía deseada. Estaba retirada de todo esto. Pensé que la cosa seguía así, que no me tocaba pertenecer al mundo de las gozosas. -Por Dios, sos terrible, ¡fatalista! ¡jaja! Me hacés reír con tus expresiones. “Mundo de las gozosas”. Me imagino una horda de minas gimiendo aullando, ¡jaja! –se empezó a reír sin parar.Yo no creía que además de todo el placer que había sentido, ese hombre que estaba tan cerca, que me gustaba tanto, que tenía un cuerpo grande y prometedor de más orgasmos, era divertido, tenía humor, sonreía, festejaba mi forma de hablar. Era un amor… -Linda, bonita, linda, linda –empezó a repetir sin parar. Quiero que te lo creas Carola. -Está bien. Ahora no me para nadie –comenté en su oído y le di un beso en la mejilla.

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Me tomó la pera, incursionó dentro de mi boca con la lengua. Volvimos a hacer el amor como animales desesperados. Sin freno. ¡Cómo me gustaba! ¡Qué delicia! Me desperté acurrucada en el hueco de su axila. Miré la hora. Recordé que mi función en este mundo era ser madre y estar en un hotel lleno de pendejos que gritan. Eran las 6 de la matina. ¿Con qué cara iba a mirar a mi compañera de cuarto? Esa mina tenía mala onda, pésimo carácter, estaba enojada con el mundo, con sus hijos, con la vida. Fue al viaje de egresados de su hijo sólo para molestarlo y poner cara de orto. Nada le daba satisfacción: ni el chocolate, ni el esquí, ni la luna en el lago, ni leer, ni, ni ni… -Juan, me tengo que ir. Todo mal. Ahora, ¿qué digo en el hotel? Se despertó, me besó la frente, me acomodó el pelo que tapaba mi cara y dijo: -Deciles que tuviste cinco orgasmos divinos. -¡Jajajaja!, no me van a creer –comenté entre risas, pero recordé en un pantallazo todas las posiciones del Kamasutra que en una noche había probado con Juan. Es increíble lo que logra el amor. Con mi ex nunca supe de la existencia de ciertas habilidades amorosas, ¡qué lo tiró! -Te hago un café y te llevo.

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XIII.

A LAS MUJERES NO LES GUSTA QUE OTRAS MUJERES SEAN FELICES

Estacionó la camioneta a media cuadra del hotel. Nos despedimos con un beso divino. Llegué al hall. Por suerte los pendejos estaban todos durmiendo. Subí a mi habitación. Mi compañera de cuarto, Laura Iturralde, dormía. Me metí despacito en mi cama. Estaba cansada, acalambrada. Los gemelos endurecidos de tanto ejercicio sexual. Había sido una noche de paliza de felicidad. Intenté descansar pero era tal la emoción que no podía pensar en otra cosa que no fuera Juan Manuel. En cómo me había tocado, acariciado, chupado. Todo terminaba con ado. Adoré a ese hombre. Al mismo tiempo me daba miedo estar tan enganchada en una primera vez. ¿Y si era un mujeriego? ¿Si se la pasaba conquistando mujeres por doquier? ¿Cómo iba a hacer para sacarme de encima semejante estado de enamoramiento? Me puse en la cama mirando para la pared, giré, volví a girar. Se ve que hice mucho ruido y desperté a Laura. Se acomodó mirando para mi lado y me dijo: -¿Estás bien? ¿Me pareció a mí o llegaste hace un rato? –indagó la muy bruja mientras se ponía gotitas nasales para respirar mejor y seguir preguntando. -Es que sufro de insomnio, para no joderte me fui a leer abajo. -Fijate lo que hacés, acá son todos chicos… -me advertía mientras se acomodaba ese camisón de perra mal parida. -¿Fijate qué? –le pregunté -Nada, si conociste a alguien, acá no da… -Si conocí o no a alguien… ¡no te voy a pedir permiso a vos Laurita!. Seguí durmiendo. -Mirá, Carola, no te enojes. No quise ofenderte. Somos grandes. Todo bien. -Todo bien las pelotas. Me mirás todo el tiempo como enjuiciándome. Estoy separada, sola. ¿Te va? ¿Qué es lo que te intranquiliza? ¿Sos feliz con tu marido? -Soy feliz, sí -Entonces no me rompas las pelotas a mí. -di por concluida la conversación. Es que tanto amor me puso valiente. Es tan claro como la mujer se disgusta ante la felicidad o placer que percibe en otra colega de la misma raza. Esta mujer no soportó el menor atisbo de bienestar en mi rostro. Husmeó, como perro callejero que busca huesos, mi aroma a mujer llena de semen glorioso; eso no le gustó nada. A lo mejor hace años que no la tocan. Ni el marido ni nadie. Tenía los labios siempre apretados. Los de abajo deberían estar igual.

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Mi interior estaba deslumbrante. Poco me import贸 lo que Laura pensara de m铆

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XIV.

EL DÍA DESPUÉS

Siempre hay un día después. Después del amor. Después de la guerra. Después del después… Y así fue. La mañana siguiente llegó. Era un día de sol claro, luminoso. Decidí no ponerme más el enterito horrible. Me abrigué bien. Elegí mi jean roto, mi sweater color celeste y mi campera de siempre. Me senté en la confitería de la base del Cerro Catedral. Pedí un café con leche, a ver si lograba despertarme, pero me quedé dormida al sol, que me abrigaba como manta blandita y calentita. Me desperté con un rápido y suave beso en la boca. Era Juan. Me sentí algo expuesta. Tuve miedo de que mi hija me viera. Por suerte eso no ocurrió. -Hola linda mujer –me dijo después del breve beso. -Hola, ¿no das clase hoy? –lo interrogué y me froté un labio contra el otro para que el gloss labial se desparramase bien. Quería estar hermosa para él, mi hombre. Ya lo sentía así. -Me tomé el día para vos. Quiero llevarte a pasear por Bariloche. ¿Te animás? -Claro que me animo –aseveré muy conforme con la propuesta. El día fue eternamente corto. Lleno de besos, miradas, risas. Empezó a gustarme Bariloche, sus subidas y bajadas. La montaña se convirtió en cómplice de mi bendito amor. El frío ya no me molestaba. No añoraba la vida de otros enamorados. ¡Yo!... ¡estaba enamorada! ¡Yo!, era protagonista de la mejor película, la que hace record de taquilla, la que deja con la boca abierta a los espectadores. Era tan feliz… ¿Por qué dura tan poco? Estar contento, alegre, brincar de emoción, ¿son estados con fecha de vencimiento? Esa tarde al llegar a la cabaña de Juan Manuel la cosa se puso fea. Apenas entramos me abrazó fuerte, lloró en mi hombro, me pidió perdón. -No puedo Carola, no me puedo enamorar –me explicaba, tomándome fuerte las dos manos. ¡Cómo se pudrió todo! ¡Qué rápido! ¡Qué mala suerte tengo, por Dios!, pensaba yo entre sollozos irremediables, sin consuelo, con una desilusión terrible. No podía ni respirar. Estaba enojada con Juan y con la vida. Mi estado era como el del auto chocado: destrucción total.

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-¿Por qué? ¿Qué te lo impide? –le pregunté con la voz hecha un nudo apretado-. Yo ya no pedía amor, mendigaba un poco más de buenos momentos, buenos orgasmos. Parecía una adolescente desolada. -No puedo querer a alguien, me equivoqué, empecé a sentir cosas lindas con vos. -¿Entonces? –arremetí. -Tengo miedo, mi vida es simple así. Ya perdí una vez -me explicaba y lloraba como un nene que perdió un autito nuevo. -No tengo por qué morirme. Hasta ahora estoy sana, Juan. -Ya sé mi amor –me había dicho mi amor, eso no era poca cosa-. Sin embargo me estaba dejando. No hay miles de formas de dejar. Es: “te dejo, me voy, no quiero, no puedo estar más con vos”. Me quedaba una carta por jugar y la usé: -Yo soy la que te mandó el mail de la revista. Y lo supe cuando vi la foto de tu hijo. Me callé. Ya era demasiado el dolor. No creo en cosas casuales. Acá hay algo que nos juntó –mientras, aspiraba mi mucosidad y con los puños internos de mi remera me secaba los mocos. Le explicaba, lo persuadía, intentaba convencerlo. Él se quedó en silencio, me miró lleno de lágrimas gordas en sus cachetes. Era un niño llorando. Me volvió a abrazar. Me susurró en el oído: -¿Cómo puede ser que te quiera tan pronto? ¿Qué hiciste para hechizarme así? ¡Tenés poder sobre mí! Hace tiempo que no era tan feliz, me colmaste, me calmaste, me devolviste al hombre que estaba acobardado en un incendio, quemándose todos los días, soplando para que la vida pase. No puedo dejarte ir, Carola –me tomó de los hombros, me miró a los ojos, luego subió sus manos hasta mi cuello, con sus dedos gordos hizo circulitos en mis pómulos y nos besamos como dos adolescentes-. La tarde se fue apagando. En la ventana de su casa, podíamos ver el frío quieto, la nieve más blanca que nunca. Una luna brillante dormía en un cielo silencioso, lleno de misterio, de amores partidos, de emociones hechas vapor. Esa tarde no hicimos el amor. Me recosté sobre su pecho. Acarició mi pelo hasta que nos quedamos dormidos. Ya pasó un año de aquella despedida, que duró segundos. Pasaron tres años de la carta que cambió mi vida. Hoy vivo con este hombre alto, rústico, sensible. Los dos trabajamos para los chicos de la casita. Mi vida mejoró, se hizo luz, empecé a creer en los milagros, en el destino que marca los caminos, aunque uno se quiera esconder y no ver. Soy una mujer completa, mis hijos vienen a estar temporadas enteras conmigo. Aprendieron que la vida vale la pena. Cuando están en casa apagan los celulares, comparten diversión y trabajo.

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Lo más lindo de esta historia es que mientras escribo, a los 47 años, un bebé de un mes llamado Federico está prendido de mis pechos, toma mi alimento. Yo lo acaricio. Juanma nos mira…

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Roberta Garibotti Seg煤n sus propias palabras es maestra, madre y mujer de un hombre bueno. Es lo que es. Tambi茅n es escritora. Su relato UN INCENDIO Y UN AMOR surgi贸 a partir de una situaci贸n real y va de amor, erotismo...


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