Seres sintientes - Aldo Rosales Velázquez

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Seres sintientes



Seres sintientes

Aldo Rosales Velázquez

FÓSFORO


Colección de libros de la caja de cerillos 5 Aldo Rosales Velázquez | Seres sintientes Primera edición: Fósforo: marzo, 2021. Diseño editorial: Luis Fernando Rangel fosforocuu@gmail.com Fósforo. Literatura en breve. La literatura y las ideas son libres. ¡Que corra la voz! ¡Que ardan los fósforos! Impreso y editado en Chihuahua, México.


Objetos rectangulares

—Oh, ¿en verdad? Sería gracioso. El hombre colocó la última trampa. Por toda la pieza había, contando las de los escalones, más de seis, quizá diez. Parecían gelatina negra: si uno colocaba allí el dedo, costaba trabajo quitarlo, y quedaba la huella. Un ratón bailarín. Gracioso. Su hija no mentía: cuando fue a la cocina, lo vio sobre las patas traseras, meciéndose como si danzara. No pudo evitar sonreír. Antes que pudieran decir algo, el ratón se escurrió bajo la estufa; su cola rosada quedó asomando un momento, como un niño que juega a las escondidillas y lo hace mal. Tomó la chamarra y salió de la mano con su hija. —Fue gracioso —dijo la niña. 7


Rumbo al mercado, una nube tomó forma de ratón gordo. Por un momento recordaron cuando los tres iban al mercado. El ratón se transformó en algo rectangular, como una de las trampas o un ataúd; ambos volvieron a pensar en ella, no dijeron nada. No sabían desde cuándo había llegado aquel ratón, pero ahí estaba, rasguñando el silencio de la madrugada con sus pequeños pasos. Era como un mal sueño: al prender la luz, desaparecía. Tenía cierta gracia. Al volver, lo encontraron pegado a una de las trampas, como un enfermo terminal a la cama. Su pequeño ojo —negro y vivo como la noche— parpadeaba muy rápido. Ya no era cómico mirarlo: costaba creer que hacía unos minutos bailaba con gracia. Ahora daba horror. La cola se movía como si fuera otro animal. El hombre tomó un periódico y en8


volvió la trampa, luego la arrojó a la basura. —¿Habrá más bajo la estufa? —. La niña movía los pies bajo la mesa, como péndulo sin tiempo. El hombre, que lavaba las verduras, no respondió. Cenaron en silencio. Cuando la niña se fue a dormir, el hombre se calzó las botas altas y tomó la escoba. Movió la estufa: ahí, sobre pedazos de papel y tela, había unos ratoncillos transparentes. Fue por la pala y los arrojó al bote. Subió, pero no pudo dormir: el silencio pesaba. —¿Había más? —preguntó la niña al día siguiente, mientras su padre le colocaba la mochila—. ¿Papá? Pero el hombre no pudo contestar. La mañana estaba clara, sin una sola nube en el cielo.

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Lingüística de Lesbos La perrera. El hogar. Dos mujeres. No porque Dios no lo haya dicho no es válido, o no existe. Luego, entonces, brota sangre. El doble. Es normal. Una vena rota, como las tuberías del gas cuando un circo llega a la ciudad y los trabajadores rompen el concreto sin cuidado para colocar la carpa. Celos: miedo a perder el cariño o la posesión de la persona amada. Dos horas tarde, quizás más. No hay pretexto: tráfico, asalto, horas extra en la oficina, fiesta de amigos; nada de eso. Luego hacer el rencor; después hacer el amor, muy apretadas porque no hay un trozo de carne que las ancle, como los hombres con las mujeres. Después duermen llenas de líquidos, como haberse parido una a la otra. 10


La ostia de confesión se coloca sobre la lengua: es pecado morderla. Luego un poco de vino, la sangre de Cristo. Sólo él, y las mujeres, sangran regularmente, profusamente, sin morir. Los perros huyen cuando la camioneta de la perrera ronda las calles. Avanza como cuando uno toma una pastilla: se imagina que la droga va por los intestinos y las venas; blanca, firme, buscando a los malos para eliminarlos. Los perros huyen sin saber cómo, les creció demasiada ciudad alrededor, como laberinto. Entonces una cuerda cae sobre sus cuellos y los arrastra a lo correcto, a la normalidad. Como usar corbata. Una camioneta llena de perros tristes: suena como un mal chiste. Ellas lo ven todo desde la ventana. 11


Una de las mujeres agredió a la otra. La montó, le abrió la boca con las manos y con el índice (con el que tantas veces le telegrafió te amo en el clítoris) rompió ese delgado lienzo que todos tenemos bajo la lengua: entonces, sangre. Una vena rota. Como matan a los perros en los países donde no hay para pistolas eléctricas, leyeron en una revista la noche anterior, con los pies sobre la cabecera y sus cabelleras cruzándose sobre la cobija. Ya no había perros en la colonia: la camioneta de la perrera había estado ahí. Como menstruar por la boca, porque ya no sirve lo que se tiene adentro. En el hospital, en urgencias, a un hombre con la presión arterial elevada le colocan una pastilla de nitroglicerina bajo la lengua: se estabiliza y va a casa. Habla de ello en el trabajo, al otro día. Pero una de las secreta12


rias no lo escucha: piensa en su hija muerta, y cómo las mujeres, cuando aman a otras mujeres, tienen diez penes en las manos en lugar de uno solo entre las piernas. El café está caliente, pero ella está distraída pensando en su hija; sólo nota la temperatura cuando el líquido le quema la lengua y bajo ella, donde se pone la medicina para los que tienen la sangre acelerada; en ese segundo himen que cuando se rompe sangra más que el otro, y duele más.

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El tiempo de regreso ¿Ya viste?, me pregunta José. Miro la entrada, pero todo sigue igual. No, la casa no: el parabrisas. Hay una cuarteadura en una esquina, corre hacia el centro. Sube el volumen. ¿Te acuerdas de esta? Reconozco la batería de Black is black y me miro en el espejo lateral. ¿Ayer tenía estas canas? La palabra ayer recorre mi mente como el golpe en el parabrisas. Mike Kennedy quiere de vuelta a su nena. Pienso que no habla de una mujer que se fue, sino de una que envejeció y él no se resigna. José y yo estuvimos casados diez años, nos separamos porque no pude tener hijos. Nunca lo dijo, pero así fue. Lo curioso es que quería dárselos. Dárnoslos: me sentía sola todo el tiempo, aun con él en casa. Los 14


pocos momentos que estaba, quiero decir. Y cuando cayó en prisión, más. Fue una especie de viudez. Nunca pensé en dejarlo, pero llegó a decir que lo veía en mis ojos. Mentira: era el odio lo que empañaba su visión; odio porque no pude embarazarme. Mi papá también me odió por eso: esperaba que su apellido no se disolviera así nada más. Fue un pájaro, dice José cuando termina la canción, se estrelló ayer. Creo que, además de su “trabajo”, eso los unió: odiarme pero con calma, como si fuera una obligación. Estás loca, Boni, me contestó papá la única vez que se lo pregunté. ¿Qué te han dicho los doctores?, pregunta. Le digo lo que sé: que ahora está en todo su cuerpo y sólo queda esperar. Lo 15


miro acariciar el crucifijo en su cuello entre el índice y el pulgar derechos. Ojalá hubiera tenido hermanos: compartiríamos las visitas. El apellido no peligraría. José luce viejo, me dice que está totalmente limpio: ya no consume nada. He oído que vive con una muchacha mucho menor y esperan un hijo; ahora es un marido ejemplar y será un padre modelo. Trabaja de soldador. Es irónico: otros gozan las cosas que le enseñamos a la pareja o las cosas que ellos mismos aprenden con nosotros. ¿Estás segura de lo que vamos a hacer? Le digo que sí. ¿Por qué, tienes miedo? Me dice que no, sólo quiere que esté totalmente segura porque, según sus palabras, yo voy a cargar con esto. Tu papá ya se va, remata, a él ni le va ni le viene. ¿Y tú?, le pregunto. Me dice, con seguridad, que no. Nos quedamos 16


callados al notar que esto se parece mucho a una pelea. Enséñame de nuevo, pide. Saco mi celular y abro la noticia que me mandó mi papá. Se ha vuelto adicto a buscar cosas en la red. Una enfermera lo ayuda; él la llama Ojos de paloma y le agradece de forma exagerada la atención. José carraspea y se acerca el teléfono a la cara, se toca la bolsa de la camisa y mira en el espacio entre los asientos: olvidó sus lentes. No parecen horrorizarlo los detalles de la nota, sólo aprieta de repente los ojos, como si algo fuera ridículo. Me pregunto si alguna vez hizo algo así. Quiero creer que no, pero me engaño. Bueno, comienza después de regresarme el teléfono, eso es lo que dicen los vecinos, habría que escuchar la versión del hombre. Mi papá te pidió ayuda, no una evaluación. Eso es cierto, me con17


cede. Papá descubrió la noticia en internet: un mecánico secuestraba perros callejeros para torturarlos: los vecinos lo tenían más que identificado. Había denuncias, pero las autoridades alegaban incapacidad para proceder. Si yo pudiera ir, me dijo ese día en cuanto entré, con mis propias manos le sacaba los ojos; supe que no era sólo una expresión: respetaba más a los animales que a las personas. Y entonces me pidió, como si me dijera pásame ese vaso de agua, que no quería irse sin saber que ese tipo había sufrido como nunca en la vida. Si esto me va a llegar a mí, que también le llegue a alguien así, ¿no te parece justo? No supe qué contestarle: me pareció lógico. Le hablaré a José, dijo. Me di cuenta de que sólo alguien que ha odiado mucho sabe justificar el dolor que causa y trata de devolverle algo al mundo 18


por medio de la destrucción. La entrada está cubierta con malla ciclónica. Un viejo Topaz sin llantas reposa en el patio. ¿Quieres bajar?, me pregunta, le digo que prefiero no hacerlo. Bueno, se inclinó para hablarme, si tu papá pregunta, entramos los dos; fue muy claro: quería que lo hiciéramos juntos. Lo veo tocar en la reja. Un hombre viejo se acerca a abrir, creo reconocerlo de las fotografías de la nota. José señala el Topaz y el hombre abre la reja. La calle está sola. No he olvidado el sentimiento: saber que ese con quien vivo, primero papá y después José, están allá afuera haciendo cosas de las que no pueden hablarme, pero que conozco. Sé que está mal, pero no puedo evitarlo: reviso la guantera, debajo de los tapetes; quiero saber algo sobre la mujer que sí pudo 19


darle un hijo a José. Me siento tonta al darme cuenta de que este no es su auto: no llevaría algo así a su hogar, ya no. Vigilo si alguien viene, pero la calle sigue sola. Todos parecen evitar al hombre: el odio y el miedo se parecen mucho. Antes de lo esperado, veo a José salir: se aferra la mano izquierda. Pero qué estúpidos animales, dice al subir: uno lo defendió. Toma un trapo del asiento trasero para cubrirse la mano, que no deja de sangrar. Sus zapatos están batidos de algo marrón y maloliente. Qué bueno que no entraste, dice mientras arranca. Sacude la cabeza como para tirar algo que quisiera no haber visto. Dejamos atrás la colonia. Quiero evitarlo, pero no puedo: le pregunto qué le hizo. Lo que pidió tu papá, contesta, nada más. Abro la ventanilla para tomar aire. 20


Oye, me dice cuando se ha calmado, ya sé que no me importa, pero, ¿por qué este tipo? O sea sí, leí la nota, ¿pero por qué él precisamente? Pregúntale tú, contesto seria, enciendo la radio para no pensar. No, ya no voy a hablar con él. Si algo le debía, con esto se termina. Sólo necesitaba pagarle por haberme sacado. Nos quedamos en silencio. Y si te pregunta, insiste después de un momento, le dices que lo hicimos juntos, ¿eh? No vaya a querer que lo repitamos. No entiendo por qué mi papá pidió eso, a lo mejor trata de irse sin mi desaprobación, hacer de José y de mí una pareja de verdad, una especie de Bonny y Clyde. Nunca lo había pensado, ¿por eso me llama así? No aguanto: le pido a José que se orille y bajo a vomitar. Límpiate los zapatos, le grito entre las arcadas. Los 21


autos pasan junto a nosotros. José patea con rabia unas matas de pasto. Subimos cuando termino y no decimos nada. ¿Por qué no regresaste siquiera a despedirte?, le pregunto para romper el silencio; me pide que le pase el rollo de papel de la guantera. Sólo eso: una despedida, creo que me la debías, José. Niega con la cabeza. A ustedes ni quién los entienda, comenta entre dientes. Primero tu papá me pide eso del mecánico y ahora tú me reclamas por algo de hace años. ¿Están locos? No puedo decir que yo no lo esté, quién sabe, pero lo de papá tiene una explicación que, ahora noto, nunca le dijo a José. Cuando papá era niño, un primo lo enseño a usar la honda. En una ocasión, jugando en el campo, le reventó la cabeza a una liebre que estaba inmóvil, como hipnotizada. Un tiro fácil. Al 22


acercarse por el cuerpo, vio a sus crías debajo de ella. La única vez que me lo contó, no pudo evitar llorar. Estaba totalmente ebrio, veníamos de enterrar a mamá. Fue la única vez que me habló para algo que no fuera darme órdenes o regañarme. Tal vez lo más cercano al amor, lo único que es cálido en él, lo aprendió ese día. Y aprendió mal. ¿A dónde paso a dejarte?, pregunta José, le digo que él sabe a dónde. Entre nosotros se van acumulando papeles con sangre; se termina el rollo y le doy mi suéter. Cuando llegamos, le digo que pase para curarlo. Y para que te cambies: todavía tienes ropa aquí. Le pido que me espere en la cocina y vuelvo con alcohol y algodón, me hinco a limpiarle la herida. Te puedes ir mañana, le comento sin mirarlo. No contesta nada, pero sabe que me lo debe, que es lo único que lo 23


une a su pasado. Me pregunta si puede usar el teléfono, le digo que el del cuarto. Allí te espero, contesta. Le llamo a mi papá y le digo que todo está hecho. Qué bueno, me dice, mañana yo hablo con José, Boni. Tenía años sin llamarme así. Le digo que, si quiere, puedo ir a quedarme. No vengas, agrega en voz baja, casi un susurro: hoy le tocó el turno de la noche a Ojos de paloma. Sonrío, pero me doy cuenta de que no me está viendo y me siento tonta. Oye, no cuelgues: le estaba contando el otro día sobre ti, me preguntó por qué te decía Boni. Y yo le dije “porque es mi liebrecita”. ¿Sí lo estoy traduciendo bien? Estoy a punto de decir algo, pero escucho la puerta de su cuarto abrirse y él cuelga. Apago la luz y camino a la habitación. José está acostado, con la mirada fija en el techo. Me pongo a su lado y trato de tomar24


le la mano, pero la retira con brusquedad. Se quita el crucifijo y lo pone en el buró de su lado. Se gira hacia mí y nos vemos fijamente. Nuestros cuerpos están tensos, quietos, como si temiéramos que, con movernos sólo un poco, algo nos golpeará de repente.

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Las abandonadas Gonzaga puso un chocolate encima de mi teclado y se siguió de largo. Luego de sentarse, me miró desde su escritorio y se llevó la mano al rostro como simulando un teléfono. La envoltura tenía apuntados un nombre y un número. Doctor Felisberto. Cuando salí a almorzar, Gonzaga tomó un folder y se puso de pie, subió al elevador conmigo y presionó el botón de Planta baja. Yo te lo recomiendo, dijo sin voltear a verme, como en las películas de espías, y agregó, antes de salir del elevador, que él sabía reconocer cuando alguien lo necesitaba. No le presté demasiada atención. En la fonda, Dolores me preguntó cómo seguía mi mamá. Su nombre real es Mayra, pero yo la llamo así porque es idéntica a Dolores del Río en El 26


fugitivo. Es quien siempre me atiende. Le dije que bien, aunque seguía el insomnio: las pastillas no le hacían efecto y tampoco me dejaba dormir porque todas las noches, sin excepción, paseaba de aquí para allá en su recámara. Después de anotar mi orden, me dio el pésame. Sólo a ella le había contado, a nadie en la oficina. Me pregunté si Gonzaga se refería al duelo por la muerte de mi papá con eso de “reconocer cuando alguien lo necesitaba”. Evité a Gonzaga el resto del día, pero sentí su mirada todo el tiempo. Ya en el metro, logré agarrar un asiento. Ni siquiera sentí cuando cerré los ojos, pero desperté en Revolución, en el sentido contrario; mi cuerpo aprovechaba la mínima comodidad 27


para reponer el sueño. Tomé un taxi. Al llegar, mi mamá estaba en la sala comiendo chocolates y ordenando fotos. Recordé el regalo de Gonzaga. ¿Qué creía? Quizá era de esa gente que, al encontrar un doctor que puede curar sus padecimientos, o por lo menos darles un placebo, se vuelve fanática y quiere unirte a su secta. Mamá, como de costumbre, subió a su habitación a las diez en punto. En la sala quedó un montón de fotos. La de hasta arriba era una de papá cargándome: mamá lo miraba con embeleso. Yo tendría dos años. Comencé a escuchar sus pasos ir y venir, como un péndulo en un reloj de tres habitaciones y dos baños. Prendí la tele: estaban pasando Las abandonadas en el nueve. Me pregunté si Mayra tenía un hijo también, un hombre que la había dejado sola a su suerte en la ciudad. Sin darme 28


cuenta, me quedé dormido. Llegué temprano a trabajar, aún no había nadie. Me pregunté si Gonzaga sospechaba algo. Tampoco era un misterio: me habían salido ojeras y apenas podía mantenerme despierto en la oficina. Llamé al número de la envoltura antes de que llegaran los demás. Una mujer me dijo que el doctor Felisberto no estaba, pero ella podía agendar una cita. Bueno, por lo menos parecía ser un doctor de verdad. Me pidió los datos de la persona interesada. 68 años. Hipertensa. Viuda. ¿Última vez que lloró? La pregunta me tomó por sorpresa, me puso a pensar. ¿En el funeral? Yo estaba atendiendo a los que llegaban y ella en la cocina. Podía ser. Pero, ¿antes de eso? No recordaba. Un año, dije sólo por decir, pero era cierto: fue cuando murió Emilio, el perro que papá le regaló en 29


su aniversario 50. El doctor podría verla ese mismo día a las 6. Me sorprendió, pero quizá el caso se podía considerar emergencia. No me pude concentrar el resto del día. ¿Qué clase de doctor podría recomendar alguien como Gonzaga? Lo ignoraba, pero cualquier cosa que ayudara con el insomnio de mamá era bienvenida. Gonzaga no se apareció en el trabajo, aunque tampoco le hubiera preguntado nada. Salí temprano y dije que iría al médico. Al llegar a la casa, me encontré a mamá en la cocina preparando arroz. La tele estaba prendida, sin volumen. Le pedí que me acompañara al doctor, pero no le dije que era para ella: temí que se negara. Mientras subió a cambiarse, me puse a pasear por los canales. Tomamos un taxi y no hablamos nada en todo el camino. La casa, aunque bonita, 30


no parecía un consultorio. Toqué el timbre y pasamos. La sala de espera estaba vacía; al centro, una mesa con un tazón lleno de esos chocolates publicitarios. La recepcionista nos dijo que el doctor Felisberto estaba a punto de terminar. Mamá me miraba extrañada. Un momento después, vimos salir a una mujer con el rostro congestionado y las aletas de la nariz rojas, se veía tranquila. El doctor nos invitó a pasar. Entramos a un cuarto con dos sillones frente a frente y una mesa entre ellos. En una de las paredes, había un diagrama del rostro y sus músculos. Nos invitó a sentarnos. El doctor Felisberto tendría 50 o 60 años, era difícil calcular. Se sentó frente a nosotros y preguntó cuál era el problema. Bueno, me adelanté, mamá no ha podido dormir estas últimas semanas. Ella me 31


miró sorprendida. Y yo tampoco, agregué para suavizar. El doctor preguntó si había pasado algo recientemente. ¿Algo como qué?, se adelantó mi mamá, enojada. Bueno, algún suceso extraño, poco cotidiano, digamos. ¿Fantasmas?, se burló mamá. El doctor sonreía. De alguna forma sí, dijo. Papá murió hace poco, me adelanté. Mamá pareció molestarse. Y usted no ha llorado, le dijo el doctor. Después de ver muchos casos, se distingue a la primera, aclaró antes de que preguntáramos cómo lo había sabido. No es que no haya tratado, dijo ella cuando el doctor se puso de pie, y no es que no me duela. Sentí que me reclamaba porque yo tampoco había llorado. Me pongo a ver fotos todas las noches, pero no lloro. El doctor tomó una pequeña grabadora y la colocó en la mesa. Quiero que piensen en 32


él. Rodrigo, aclaró mi mamá. Sí, que piensen en Rodrigo. Cierren los ojos. De la bocina comenzaron a salir sonidos ambientales, algunas voces por ahí, en segundo plano. Después vino algo: era una mujer llorando. Lo hizo por un minuto, aproximadamente. El volumen bajó y un segundo después vino otro, esta vez de un hombre. Así pasamos quince minutos, quizá más: de un llanto a otro, de hombres, niños y mujeres. Sentía la mirada del doctor sobre nosotros, pero no escuché a mamá llorar ni lo hice yo. Más bien tenía sueño. Reconocí un par de llantos y entonces me di cuenta: eran fragmentos de películas, casi todas viejas. Temí que llegara el de Pedro Infante en Nosotros los pobres, pero no. Así estuvimos no sé cuánto tiempo. Después de unos minutos, apagó el audio y nos dijo que abriéramos los ojos: estaban 33


secos. Nos preguntó cómo nos sentíamos. Contestamos con vaguedades. Bueno, comentó confundido, no tiene que pasar a la primera. Es algo a tomarse con calma, como todos los procesos. No dijimos nada y nos encaminó a la recepción. Me quedé esperando algunas pastillas para dormir, algo, pero sólo nos dijo que regresáramos la semana entrante. Ya en casa, ni mamá ni yo comentamos nada: nos daba vergüenza, como si hubiéramos descubierto un secreto imperdonable uno del otro o hubiéramos presenciado un crimen. El lunes, Gonzaga quiso saber sí había seguido su consejo. Le dije que sí y no más. ¿Verdad que es milagroso?, cerró. Toda la mañana, luché por no quedarme dormido. A la hora del almuerzo, le pregunté a Dolores cómo estaba. Mal, dijo, vinieron a tirarnos 34


unos perritos. Llegamos a abrir y vimos una caja. Cuando la moví con el pie, los escuché llorar. Más que molesta estaba triste. Pedí sólo el guisado y una jarra de agua, no tenía hambre. Estaba comiendo sin muchas ganas cuando escuché los chillidos al fondo, como venidos de otro tiempo, de una película gastada. Se me apretó la garganta. ¿Y ya tienen quién los adopte?, le pregunté con la voz cortada cuando me trajo la cuenta, me dijo que no y respondí que yo lo haría. Creyó que bromeaba, pero le mostré que no: llamé para reportarme enfermo y le pedí ver a los cachorros. Me llevó a la bodega. Eran cuatro, aún no abrían los ojos, parecían tener apenas unos días de nacidos. Después de tres intentos, un taxi accedió a llevarme con todo y caja. Me preguntó sobre los cachorros y le inventé cualquier cosa. 35


Mamá se levantó cuando entré. ¿Y eso?, preguntó. Se oyeron golpes en la caja, la puse en el suelo con delicadeza. Me llevé el índice a los labios. No, no, llévatelos, yo aquí no los quiero. Le pedí que cerrara los ojos un momento y lo hizo, aunque con cierta renuencia. Los oímos chillar: tenían hambre, quizá estaban asustados. Vi fijamente a mi mamá: los labios le empezaron a temblar y su respiración comenzó a cortarse. Distinguí un nudo tejerse en su garganta: pocos segundos después, lloraba. Llegó la medianoche, pero no se detenía. Subí a mi cuarto para dejarla sola. No sé cuánto tiempo dormí, pero cuando abrí los ojos ya había un sol bien pulido en la ventana. Bajé despacio por la escalera: no había ruido en la planta baja. Encontré a mamá dormida en el sillón, encogida sobre 36


sí: en la mano derecha tenía una foto de mi padre, esa que le tomamos cuando llegó a casa con Emilio en una caja. Los cachorros dormían en la alfombra.

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Contenido

Seres sintientes Objetos rectangulares Lingüística de Lesbos El tiempo de regreso Las abandonadas

Cuatro cerillos altamente flamables


Aldo Rosales Velázquez (Cuidad de México, 1986) Autor de los libros de cuento Luego, tal vez, seguir

andando (Río arriba, 2012), Entre cuatro esquinas

(feta, 2014), La luz de las tres de la tarde (buap,

2015), El filo del cuerpo (Revarena ediciones, 2016), Ciudad nostalgia (Abismos, 2016), Sombra-Refle-

jo (buap, 2017), Los panes y los pescados (Ediciones Periféricas, 2018), Tiempo arrasado (Revarena ediciones, 2019), Mismatch (Cuadrivio, 2020) y Foley

(foem, 2020; mención honorífica Certamen Lite-

rario Laura Méndez de Cuenca 2018). También es autor de los libros de crónica Tren suburbano

(Malpaís, 2019) y Linde faz (feta, 2018; Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay). Ob-

tuvo mención honorifica en el Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2018. Becario del fonca y del

pecda. Ha publicado en medios como La Jornada, El Universal, Casa del Tiempo, entre otros. Fue seleccionado para el número especial Nueve ensayistas (1985-1995) de Punto de partida.


Seres sintientes de Aldo Rosales Velázquez se terminó de imprimir el mes de marzo de 2021 en la ciudad de Chihuahua en los talleres de Editorial Laripse por Fósforo dentro de la colección de libros de la caja de cerillos. El tiraje constó de 50 ejemplares.




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