Nantes, por la senda natural

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Nantes, por la senda natural Texto y Fotos: Carlos Sánchez Pereyra

Al parecer, la ciencia ficción ha tomado otro carácter. Ya no se trata de soñar con ciudades plenas de tecnología, sino de construir espacios que se relacionen sanamente con las propuestas del hombre y con los obsequios de la naturaleza. Nantes está en ese camino.

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Muchos viajeros la obvian en los mapas. Otros la toman como trampolín para visitar los famosos castillos del río Loira, o dirigirse con todas las ganas posibles a las tierras de Normandía. Pero si se desea conocer una ciudad genuina, alejada del maquillaje de los propios folletos de viajes, donde se pueda convivir con los habitantes de la ciudad –sin el constante oleaje de turistas–, convendría ir apartando un rincón en el corazón para dedicárselo a Nantes o, por lo menos, darle un espacio seguro en la agenda de futuros recorridos por Europa.

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La isla de la utopía

Comencé viendo a la ciudad desde una altura de 12 metros. A bordo de un elefante producido por la creatividad y la emoción de dos artistas: Francois Delarozière y Pierre Orefice. Nantes los adora y, seguramente, el resto de Europa también. Su pasado está marcado por una fuerte presencia en espectáculos callejeros y escenografías urbanas, realizadas a través de la compañía Royal de Luxe. El presente de este par de genios –que ahora también colaboran con la compañía La Machinel–, continúa con trazos profundos de propuestas originales por todo el continente europeo. Pero su corazón quizá palpita, como en ningún otro sitio, en la Isla de Nantes: un trozo de tierra rodeado por dos brazos del río Loira, de carácter industrial durante mucho tiempo, pero con deseos de cambiar de piel. Esto lo logra estupendamente: ahí vive el elefante de 12 metros de altura y 21 de largo, que mueve sus más de 48 toneladas de acero, madera y arte, a una velocidad

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de dos kilómetros por hora. Se trata de una escultura gigantesca que a través de 62 elevadores, algunos hidráulicos y otros neumáticos, se pasea por un espacio llamado Les Machines de L’ille, lugar donde antes se construían barcos y las mentes se dedicaban a pensar industrialmente. Hoy, en cambio, se piensa en lo infinito, concepto que tiene de su lado a la imaginación en libertad, por lo menos en esta isla. No es un parque de diversiones clásico, sino una ingeniosa creación donde la sonrisa se acompaña de la fantasía. El universo concebido por Francois y Pierre puede ser recorrido desde los propios talleres en los que se planea y construye un mundo que nos recuerda a inventores de realidades de la talla de Leonardo da Vinci y Julio Verne –nantino, por cierto. El camino por esos astillerosatelier se desplaza por La Galería de las Máquinas, sitio donde reside una garza de ocho metros de magnitud que sobrevuela un pequeño oasis de plantas mecánicas; la ruta permite deambular también por una enorme rama de 20 toneladas y 20 metros de largo, habitada por jardines colgantes. Algún día habrá 21 ramas más de ese calibre, que resultará en un árbol de 50 metros de diámetro donde se hospedarán dos garzas gigantes. A partir de esta fusión entre imaginación y tecnología entendí porque Nantes fue seleccionada como Capital Verde Europea. No hay mejores argumentos. Mientras tanto, veía pasar frente a mi aquél cuadrúpedo, despertando con un enorme chorro de agua que lanzaba con su larga trompa a todo aquel que quedara impávido ante tanta maravilla. Caminamos juntos con rumbo lento, pero seguro hacia el Carrusel de los Mundos Marinos, la reciente creación de Francoise y Pierre, que podría explicarse como un acuario mágico de 25 metros de altura, el cual alberga seres de fondos marinos, más cercanos a los del interior de la mente que cualquier otro descubierto por la ciencia.

Este mundo de constructores locos es sólo uno de los barrios de la Ile de Nantes. Durante los últimos diez años, ha experimentado una mutación completa a lo largo de sus cinco kilómetros de extensión. Capitaneados por uno de los mejores inventores de paisajes urbanos del mundo –Marcel Smets–, la isla está abandonando sus antiguos oficios industriales. Edificios como los hangares de almacenaje de bananas provenientes de Guinea y Guadalupe, hoy acogen restaurantes y bares con vistas al Loira y a la propia ciudad de Nantes, incluyendo la que fuera casa de veraneo de Julio Verne. En esos mismos hangares se ubica HAB Galerie, un espacio para acercarse al arte contemporáneo y a una tienda que ofrece libros de autor de corto tiraje, sin dejar de dedicar un buen lugar a editoriales reconocidas. Sin embargo, la propuesta abarca también la creación de nuevas zonas arquitectónicas, que intercalan edificios residenciales con obras monumentales del nivel del Palacio de Justicia, construido por Jean Nouvel. Asimismo, hay espacio y momento para construcciones vanguardistas, como el edificio Manny, cubierto en su exterior por centenares de pasos de cebra (pasos para peatón), a cargo de la artista Angela Bulloch. Existen otros con proposiciones más participativas, como El viaje a Nantes, que no es otra cosa que una rampa que rodea el edificio de la Escuela Nacional de Arquitectura, hasta llegar a lo más alto de él, donde se encuentra un espacio enorme, diáfano y, como techo, el propio cielo. Fue ahí donde conocí de manera fortuita a un arquitecto llamado Aarón y al que convertí en una suerte de diana con todas las preguntas acumuladas que tenía sobre la ciudad, sobre su apuesta por el verde y por estos aires de renovación. Pero, para responder con calma, sólo me pidió observar en ese momento el paisaje sobre el Loira mientras se comprometía al día siguiente a responder, con café y croissant de por medio, todo el prometedor

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sueño de Nantes.

2013 se pinta de verde

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Eran las 6 de la mañana. Los vecinos y el sol aún dormían. Pero Aarón me citó en la Isla de Versalles para que conociera su ciudad desde una perspectiva natural. Eso sí, él llegó quince minutos tarde. Los mismos que obtuvo de más en la cama, calculo. Pero en cuanto vi el prometido café y croissant asomarse desde su mochila logré librarme de la aversión a despertarme a horas tan cortas y con los quince minutos de ventaja que me llevaba. Entre croissants y una algarabía de cantos de aves que viven en la isla, me enteré que Aarón no es francés cien por ciento. Sus orígenes comparten sangre francesa e inglesa, como la propia historia de Nantes. Su apellido Eclaeif lo delata, pero su nacionalidad, como él mismo afirma, es nantina por convicción. “Una ciudad que apuesta por su propia salud y la de sus habitantes, sólo puede crear una sana adicción”, comenta en un español casi perfecto. La isla se localiza en las aguas del río Erdre, en pleno centro de Nantes, y es visitada normalmente por vecinos que buscan relajarse en los jardines japoneses que la visten, sobre todo por aquellos que practican yoga al ritmo pausado que propone una cascada que se halla en dicho parque. Ante esta postal idílica, Aarón aprovechó el escenario para explayarse: a partir de 2007, Nantes adoptó un plan de acción para cuidar el clima, con el claro propósito de reducir 30% las emisiones de gas para 2020, contando siempre con la activa participación

de sus residentes. “Varias personas participamos en un taller de un año de duración, con la idea de conocer el proyecto y crear nuevas propuestas”. Un número amplio de familias –150– acudieron y esparcieron de forma natural ese sueño verde en las más de 600 mil personas que viven en la zona metropolitana. Al emocionarse con el tema, el español impecable de Aarón comenzó a derrapar con su acento francés: “Un coche donde viaja una sola persona es mal visto, y el hecho de no utilizar bicicleta o transporte público es de pésimo gusto”, recalcaba mientras me obsequiaba un pequeño folleto que contiene una serie de datos verde-oficiales de la ciudad, en el que descubro que Nantes fue la primera ciudad francesa que reintrodujo el tranvía eléctrico, que el reciclaje es parte de su cultura, o que tiene el propósito de no desperdiciar energía a nivel casero, industrial y gubernamental. “Por el peso de este folleto, metafóricamente hablando, Europa nos ha reconocido como la Capital Verde 2013”, comentó Aarón al cerrar este capítulo en plena Isla de Versalles, aunque agregó, con cierta vanidad, que es “la cuarta ciudad de Europa que lo logra”. No es fácil, pero sí reconfortante –imaginé escuchar entre sus pensamientos. Hubo un momento en que quitábamos espacio y hacíamos ruido con nuestra charla. Las miradas de las personas que hacían yoga aquella mañana eran claras: dejamos la Isla de Versalles y nos dirigimos al centro de Nantes. “No esperes demasiado de una ciudad pletórica de historia, gentil, caminable y con muchas ganas de disfrutar una calidad de vida que va más allá de temas 69


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económicos”, fue el argumento de Aarón para decirme que estábamos a punto de pasear por su ciudad favorita, más cercana a un sueño que a una urbe del tamaño de la quinta más grande de Francia. La primera escala fue en el Castillo de los Duques de Bretaña. Desde lo alto de sus murallas podíamos observar el propio castillo así como las calles céntricas, donde se encuentra el gótico encarnado en la Cathédrale St-Pierre et St-Paul, aunque también contábamos con panorámicas completas del antiguo foso que rodeaba el conjunto. Lo que antes era una zanja defensiva, hoy es un parque que circunda el palacio ducal, donde pasean amigablemente decenas de perros –y sus fieles dueños–, mostrando en su andar un cierto dejo de presunción: su sala de juegos es nada menos que uno de los castillos del Loira. Para demostrarme que era cierto lo que señalaban las estadísticas del folleto que me obsequiara, que aseguraban que la totalidad de los habitantes de Nantes vive cerca de por lo menos 300 metros de zonas verdes, nos dirigimos al Jardin des Plantes. Es uno de los parques más emblemáticos de la ciudad, creado a principios del siglo XIX, con un diseño paisajístico inglés. En este vergel se han cuidado –desde sus inicios–, plantas originarias de

prácticamente todo el mundo. También es el lugar donde muchos de sus pobladores acuden los días de buen clima, aunque existe un refugio secreto para esa época: en una esquina del parque, visitada sólo por quienes desean relajarse, se localiza la obra La vague de nuage verte, del artista Kinya Maruyama. Cuando Aarón se percató de mi predilección por los parques y por el arte, sacó el mapa de la ciudad y modificó la ruta. ¡Estuaire!, exclamó en imperativo tono francés. A lo largo de 60 kilómetros desde Nantes, viajando por el Loira, hay una treintena de intervenciones artísticas permanentes, situadas en diversos parajes: en una cementera, simples prados, o en un árbol cualquiera. Eso sí, siempre a orillas del Loira. “Y esto es Estuaire, una propuesta artística donde dialoga la cultura con la naturaleza”, explicó mi guía. Comenzamos este cambio de ruta nuevamente en la Isla de Nantes, asomándonos a la ciudad a través de una larga fila de aros –Les Anneaux– realizados por dos artistas, Daniel Buren y Patrick Bouchian. Continuamos el pedaleo que incluyó momentos de barco y tren, hasta lograr visitar la mayoría de estas piezas en libertad. El Loira preoceánico cierra la travesía con una gran serpiente metálica del artista Huang Yong Ping, aunque el último momento del viaje lo vivimos frente a Nymphéa, de Ange Leccia. Se trata de la proyección de una mujer en las aguas de un afluente del Loira, en el Puente de SaintFélix, justamente en el centro de Nantes. La actriz Laetitia Casta encarna la sirena que flota en el río y juega con el movimiento de los reflejos y corrientes de agua. Aarón no tuvo que agregar nada más: la propia Nantes utiliza los mismos elementos. Naturaleza, belleza y modernidad. Una Capital Verde esencialmente seductora.

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