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El principio del fin

Al fin he llegado a la periferia. Cuando el último autobús se va somos una isla perdida en el asfalto. Podríamos gritar por auxilio. Gritar hasta quedar sin voz. Nadie vendrá por nosotros. Estamos en el medio de la nada. Estamos solos. Estamos desamparados. Lo que sucede en la periferia se queda en la periferia. Nunca seremos la noticia en el telediario. No hay cámaras de vigilancia sobre nuestras cabezas. Es como si no existiéramos. Si una cámara no sigue tus movimientos no existes. En el centro de la ciudad de la luz la gente no sabe que existimos. La gente no conoce la cicatriz del hierro caliente. Los ojos hacen pip como un lector de códigos de barras. Los ojos no saben lo que ven. Es la marca quien habla por sí misma. La gente desconfía por instinto. La gente nunca vio un apartamento de prefabricado. Estalactitas y estalagmitas.

Regreso al origen. A la vida aborigen. Si lo dijera nadie creería que hay gente que vive así. Si lo escribiera le llamarían ficción. Si les mostrara un video dirían que son efectos especiales. Si lo dijera en televisión un sábado por la noche o un domingo por la tarde sería un chiste fallido. Ojalá supiéramos qué hacer. Mi marido siempre dice que la palabra de orden es resistir. Y resisto. Soy una resistencia. Eléctrica quizás. A veces doy vueltas sobre mi propia estructura para resistir. Mi rabia dentro de mi rabia. Tres vueltas de rabia espiral. Al rojo vivo la rabia. Que nadie me toque en este momento. Que nadie me hable. Ardo. Quemo. Puedo incluso explotar. Soy un fuego en medio de la calle. Oscuro fuego en las calles oscuras de la periferia.

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Al fondo de la calle oscura está mi edificio. Una furgoneta acaba de detenerse frente al paso de escalera.

Dos hombres-insecto bajan de la furgoneta. Llevan fusiles automáticos. Los sostienen sobre el pecho. Los cañones apuntan arriba. Sin camisas están los hombres-insecto. Solo las alas en las espaldas. No sienten frío. No sienten pudor. No sé qué sienten. Quizás los hombres-insecto son incapaces de sentir. La puerta de mi apartamento está cerrada. La luz encendida. Veo la luz a través del cristal de la ventana. Denise debe estar en la casa. Me está esperando. A esta hora ya debía haber comenzado sus recorridos nocturnos. Pero hoy me espera. He perdido mi llave. Ella no se va hasta que yo regrese. En eso quedamos. En este momento, de seguro ya tomó un baño caliente. Lavó sus cabellos. Se vistió de prostituta. Escote pronunciado. Saya de vinil. Pulseras de falso dorado. Botas de imitación. Mala imitación dañada por tantas noches iguales. A esta hora me está esperando.

No acabo de llegar. Seguro mueve el pie izquierdo con impaciencia. No sabe que estoy tan cerca. No sabe que corro a esconderme detrás de unos arbustos. No sabe que me cuesta creer lo que veo. Dos hombres-insecto con armas automáticas. No sabe que mis manos han comenzado a temblar de miedo y rabia. No sabe que la estoy llamando a su teléfono. No sabe que su teléfono se ha quedado sin batería.

Los hombres-insecto suben las escaleras. Con sus armas semiautomáticas suben. Son tipos duros. Nadie los ve. En este barrio de las afueras nadie ve nada. Nadie oye nada. Nadie dice nada. Los vecinos tienen las puertas cerradas. Los televisores encendidos. Veo subir a los hombres-insecto. Por la escalera suben. Llegan a nuestra puerta. Golpean. Desde aquí escucho los golpes. Denise dice, un momento. Los hombres-insecto golpean. Una vez. Y otra vez. Y otra más. Desde aquí los escucho.

Abre la puerta, perra, dicen. Pero Denise no abre. Veo su silueta a través del cristal de la ventana. Está en la cocina. Busca algo. Un cuchillo, quizás.

Los hombres-insecto sueltan ráfagas contra el ojo de la cerradura. Queda ciega la puerta. La puerta no se resiste más. Deja entrar a los desconocidos.

Escucho los disparos. El cristal de la ventana se hace añicos. Vuela hacia la noche donde me escondo. Toda la rabia de la noche me rueda por la cara. Al rojo vivo la rabia. Es una cuestión de resistencia. Soy una resistencia concéntrica. Con ganas de quemar y de matar en legítima defensa. Tengo deseos de disparar. Ojalá tuviera un arma. Desde aquí tal vez pudiera hacer algo para defender a Denise. Para defender el apartamento. Para defender los objetos que hemos ido acumulando. Y la dignidad que también hemos ido acumulando dentro del apartamento.

Los hombres-insecto bajan. Uno de ellos se lleva un paquete en las manos. Suben a la furgoneta. Arrancan. Se alejan de mi edificio. De la calle. De la periferia. Carretera abajo hacen un recorrido extraordinario dada la hora.

Muerdo mis labios para no gritar. Salados los labios. Salado el aire. Salada la noche. Podría gritar. Grito. Un grito que no alcanza para romper la noche. Ni para abrir las ventanas. Nadie ve nada. Nadie escucha nada. Nadie dice nada. De seguro la gente está bocabajo en el suelo. Temerosa la gente de una bala perdida que los encuentre justo allí, en el lugar menos probable.

Corro hasta el edificio. Hay un muerto en las escaleras. El muerto me agarra por las piernas. Tu cabeza te salva. Tu cabeza te perjudica, dice el muerto. Le doy una patada en el estómago. Veo sangre salir por la boca del muerto.

Veo sus dientes manchados de sangre muerta. Y la risa como una mancha que se extiende, escalera arriba.

La casa no es la casa. La puerta aún se balancea. La puerta está llena de agujeros de bala. La pared está llena de agujeros. Los agujeros son túneles que no conducen a ninguna parte. Hay trozos de cristal rotos en el suelo. Está rota la pantalla de tubos de rayos catódicos. Las estalactitas están derrumbadas. Y las estalagmitas. La espuma de los muebles flota en el aire.

Denise. Denise. Denise. Ha perdido mucho aire. Pero quizás aún está viva. Si pierde todo el aire, muere. Denise, digo. Ella sonríe, una mueca tan gris como sus ojos. Queda congelada la mueca. Quedan abiertos los ojos. No hay más aire. Está hundida dentro de su disfraz de prostituta. Busco la válvula. El aire escapa. Me llevo la válvula a los labios. Soplo.

Denise, resiste, digo. Denise parpadea. Ha vuelto a la vida. Tomo aire para seguir soplando. Mientras tomo aire Denise vuelve a morir. Soplo. Una vez. Otra vez. Otra más. Un ciclo de muertes y resurrecciones que no tiene para cuándo acabar. Necesito cinta adhesiva. Denise tiene el vientre destrozado. Los brazos destrozados. Las piernas. Envuelvo. Trato de hacerlo lo mejor posible. Es una envoltura a toda prisa. Luce irregular. El aire entra pronto. Sale despacio no sé por dónde. El cuerpo se deforma. Ahora la prostituta no se parece a la prostituta. Su cuerpo no se parece a su cuerpo. Ha perdido la forma esbelta. La piel tersa. La cintura pequeña. Hay un agujero de bala en el medio de la cabeza inflable. Clausuro el agujero de su cabeza. Denise. Denise. Denise.

Me escuchas, pregunto. Vas a sobrevivir, muchacha. Resiste un poco más. Ella sonríe, una mueca tan gris como sus ojos. Quiere decir algo. Hasta abre la boca para decirlo. Pero no tiene el aire necesario para pronunciar palabras. Inflo un poco más. Entonces se escucha la voz. Para, dice. Yo hago como que no la escucho. Deja de soplar, dice. Pero yo no quiero parar. No puedo entenderlo. No. Ya deja de luchar, dice. Yo no quiero vivir así, dice. Todo lo que podía sentir estaba en mi cabeza inflable. Ahora quiero una muerte digna, dice. Eutanasia, dice. Está dentro de la ley, dice. Como si la ley importara en este barrio de las afueras. No quiero que nadie más me vea así, dice. Escúchame, dice. Y me cuenta sus últimas voluntades.

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