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El vertedero
El camión de la basura nos recogió. Estuvimos dando vueltas y más vueltas por la ciudad. No sabría decir cuánto tiempo. Todo el día, quizás. No lo sé. Es difícil estar seguros. Desde el interior del camión no podíamos ver la luz. Solo podíamos sentir el olor. Al principio traté de memorizar el camino. Pero no tuvo caso. Cuando se está hundido en la basura la percepción del mundo es distinta. En ese momento creí que me asfixiaba. Mi marido pedía que me calmara, pero yo no me podía calmar. El aire que llegaba hasta mis pulmones no era suficiente. Mi marido me decía que todo iba a estar bien. En medio de aquella oscuridad lo decía. Muy bajo lo decía.
El carro nos trajo hasta este vertedero de cadáveres. El lugar es amplio. Deben ser kilómetros y kilómetros de cadáveres humanos. Al aire libre están.
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No hay árboles, casas, rocas. Solo cadáveres. Una gran pradera de cadáveres. El suelo no se ve. El suelo es un cuerpo sobre otro. Al aire libre están. Haciendo lo que mejor saben hacer los cadáveres, descomponerse.
Caminamos sobre los cuerpos. Las piernas se nos hunden a veces. Debajo de la superficie todo es más blando y más caliente. Sangre. Gusanos. Carne podrida.
Estoy colérica. Triste. Desesperada. Tengo deseos de gritar. Grito. Mi marido me tapa la boca. No hagas ruido, dice. Alguien puede oírnos. Estás loca, pregunta. No sé qué contestar. Nosotros, que aún estamos vivos, caminamos entre los muertos. Esto no es normal. Nada es normal. La situación nos supera. Esto es demasiado para mí.
Resulta que no soy tan fuerte como siempre he creído. No estoy hecha para soportar los golpes de la vida. Un golpe más y caigo en pedazos diminutos. Quizás he comenzado a enloquecer. No lo sé.
Mi marido insiste en que resistir es la palabra de orden. Resistir siempre es la palabra de orden. Lo dice como una orden. Y yo intento hallar un orden en medio del caos.
No importa el lugar hacia donde miremos. A la vista solo cadáveres. Un mar de cadáveres. Somos náufragos en medio del mar. El sol nos arde sobre la piel. No llevamos lentes oscuros, paraguas, protectores solares. No llevamos nada que nos resguarde de la fiereza del cielo. No hay árboles. Ni techos. Ni nubes. Estamos desamparados. Si llueve nos mojaremos como los demás. Si caen granizos seremos golpeados como los demás. Si caen raíles de punta.
Estoy molesta. Mi marido me habla y no le contesto. Me pregunta algo que no alcanzo a escuchar. Me parece sentir olor a carne quemada. Me parece que el olor a carne quemada proviene de mi propia carne. Estoy ardiendo desde dentro hacia afuera. Creo que estamos comenzando a morir. El sol nos quema de afuera hacia adentro. Pero algo más nos quema de adentro hacia afuera. Supongo que rodearnos de tantos cadáveres nos hace daño.
Vamos a salir de aquí, dice mi marido. Yo no estoy tan segura de que podamos lograrlo. Estamos cansados y ya no queda agua. A lo lejos el paisaje luce borroso a causa del vapor. El paisaje está hecho de cadáveres. Interminables cadáveres que nos reclaman. Vamos a salir de aquí, repite mi marido. Quizás lo repite para convencerse a sí mismo. Yo lo sigo. Con terror lo sigo. Con deseos de no morir aquí. Es un lugar terrible.
Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Cami-
namos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Caminamos. Ca-mi-na-mos. C a m i n a m o s C a m i n a m o s
Nos detenemos un instante para recobrar el aliento. Y volvemos a caminar y a caminar y a caminar y nos volvemos a detener. Así transcurre el día. En la noche seguimos caminando. Hasta que el cuerpo no aguanta más.
Tendremos que dormir, dice mi marido. Yo asiento. La noche es clara. Miro a mi marido en medio de la noche. Perdóname, digo. Nunca pensé que acabaríamos así. Él se ríe. Al menos hace como que se ríe. Esto aún no acaba, dice. Me besa. Sus labios están resecos por la sed. Caliente la saliva.
Nos despertamos con el sol. La línea del horizonte sigue siendo una línea de cadáveres. Tal vez hemos caminado en círculos. Es difícil encontrar el rumbo sin brújulas y sin mapas. Esta es una gran llanura. A mi marido se le ocurre cargarme en sus hombros. Ves algo, pregunta. A lo lejos la línea del horizonte sigue siendo una línea de cadáveres.
Pero quizás hay algo a lo lejos. No lo puedo decir con certeza. No veo bien.
Tomamos varios cuerpos. Los de arriba. Los más sólidos. Acomodamos uno sobre otro. Agregamos otros cuerpos. La montaña crece.
Desde la cima de la montaña de cadáveres lo miro todo. Los ojos muy grandes. La alegría como un manantial saliéndome del cuerpo. Río. A carcajadas lo hago. Mi marido también ríe. No importa el hambre, ni la sed, ni el olor a carne quemada.
Desde aquí podemos ver una ciudad. Hay edificios a lo lejos. Nos resulta familiar. Pero no es la ciudad de la luz. Nos abrazamos emocionados. Nos besamos. Nos reímos. No podemos creerlo. Tomados de las manos corremos loma abajo. Corremos en dirección a una ciudad distinta. Felices vamos.
Llenos de esperanzas. Correr es sencillo. Debe ser culpa de la adrenalina. No importa que a veces las piernas se nos hundan. No importa que los cadáveres se empeñen en retener nuestros pasos. Nada puede retenernos. Vamos hacia la ciudad prometida. No importa cuánto demoremos. Hemos hallado el rumbo.