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El borde del borde

Llevamos caminando todo el día y toda la noche. Por las calles de la periferia vamos, por las retorcidas calles sin fin. La periferia es una ciudad al borde de la ciudad. Una aglomeración de edificios de prefabricado donde la gente-insecto deja caer sus huesos al final del día. Cientos de edificios en ruinas. Quizás, fue esta una ciudad mejor. El asfalto de la calle hace pensar en un tiempo distinto. Se me ocurre pensar que un tiempo próspero.

Pienso en Little Boy. Luego de activar la bomba, mi marido destruyó el teléfono. Ahora nadie podrá rastrearnos, dijo. En la calle quedaron esparcidos los trozos de pantalla. Esquirlas brillantes en donde se reflejaba la luz del día. Allí quedó el único medio de comunicación que teníamos. Única tecnología con la que podíamos contar. Ahora estamos ajenos a las noticias. No sabemos qué ocurrió luego de activar la bomba.

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No sabemos qué ocurre en este momento en la ciudad iluminada. Me pregunto si el código Varmint habrá surtido efecto. Me pregunto qué efecto. Las preguntas son tantas. Miro a mi marido y quiero decirle lo que siento. Pero si este flujo de palabras comienza ya no podrá detenerse. Para qué preguntar por las cosas para las que no tenemos respuestas. No las tenemos ahora y quizás nunca las tengamos.

Me duelen las piernas de tanto caminar. Me duelen, pero no me quejo. No está bien quejarme. No quiero preocupar a mi marido. Sé que él también está cansado. Lleva la bolsa con nuestras pertenencias. Miro la bolsa. Será difícil comenzar otra vez. Si en la bolsa lleváramos semillas podríamos tener esperanzas. Encontrar un terreno fértil. Echar raíces. Pero en la bolsa no va nada fértil. Es difícil pensar en el futuro inmediato. Prefiero no pensar. Dejo que mi marido me guíe. En medio de la noche vamos. No quiero saber a dónde.

Siento miedo de preguntar a dónde y descubrir que él tampoco tiene idea.

Nunca antes había caminado por estas calles. La periferia es mayor de lo que imaginaba. Cientos de edificios de prefabricado. Luego del último edificio comienzan las casas. Las casas son de disímiles formas y materiales. Techos de zinc. Techos de madera. Techos de nailon. Techos de papel. Techos sin techo.

Los ojos de la gente-insecto brillan en la oscuridad. Tengo miedo de que en cualquier momento nos salten encima. Directo al cuello. A la yugular. Tengo las manos frías. Tengo el corazón en la boca. Muerdo el corazón para que no se me salga por la boca. Lo siento bombear con fuerzas. La mano de mi marido también está fría. Quizás él también muerde su propio corazón. En la cintura de mi marido está la bayoneta. La bayoneta nos salva. La gente-insecto siente el olor de la bayoneta. La silenciosa voz de la bayoneta advirtiéndoles que si nos asaltan ellos no la tendrán tan fácil.

Y caminamos. Y caminamos. Y caminamos. Sin que nadie venga para hacernos daño.

Ahora la calle es de tierra. Hay grandes baches llenos de agua en los que entramos sin querer. Vamos llenos de fango hasta las rodillas. Vamos sin saber a dónde. Un paso. Luego otro. Y otro. Y otro más. Ese es el método para llegar a cualquier sitio. Y caminamos. Y caminamos. Y caminamos. No importa hacia dónde. Podríamos pasarnos la vida entera caminando. Llegar muy lejos. Incluso a los lugares que nunca soñamos. Así vamos. Cansados y llenos de miedo y de una incipiente esperanza. Hasta que nos damos cuenta. Hasta que logramos entender eso que veíamos a lo lejos. Y que hasta ahora no entendimos o no quisimos entender.

Al final de la calle de tierra hay un gran muro de hormigón.

Un muro infranqueable. Debe tener más de diez metros de alto. Me pregunto cómo puede haber un muro. A quién se le ocurrió ponerlo ahí. Por qué nunca oímos hablar de su presencia. Cómo un muro puede interponerse entre nosotros y nuestra última esperanza de salvación.

Está amaneciendo. El muro se ilumina. Es bello el muro. Bello y terrible. Mi marido me abraza. Me besa la frente. Este es el fin, pienso. Ahora no tenemos para dónde huir. Entonces rompo a llorar, como una niña.

Volvemos a atrás. Intentamos con otros caminos. Al final de cada camino encontramos el mismo muro infranqueable.

Estamos cansados. Nos duelen las piernas. Las rodillas. El corazón. A veces nos detenemos para recobrar el aliento. A veces tengo deseos de regresar. Pero ya no existe un lugar al cual regresar.

Bebemos un sorbo de agua. Una miga de pan.

El agua se nos está terminando. La sed no. Hay una sed infinita ardiéndome en la boca. Pan queda. Por ahora el pan no nos preocupa. Solo el agua. Miro al cielo. No hay una sola nube en el cielo. Que llueva que llueva, la virgen de la cueva. Pero mis palabras no son suficientes. Agua que cae del cielo, cura mi desconsuelo. Pero mis palabras no son suficientes. Que llueva que llueva, la virgen de la cueva. Pero mis palabras. Mis palabras. Mis palabras. Pa La Bras.

Al borde del camino encontramos un contenedor de basura. El olor es nauseabundo. La basura suburbana es incluso peor. Mi marido se alegra. La basura puede salvarnos, dice. Con la voz muy seria lo dice. Hay que entrar a la basura. Cuando llegue el camión de la basura nos sacará de la ciudad, dice. Y entramos. Tomados de las manos entramos. La basura nos llega hasta el cuello.

Ahora solo resta esperar. En algún momento llegará el camión de la basura. Los encargados de la basura hacen muy bien su trabajo. Sacan la basura de la ciudad. Muy lejos la llevan. Hacia un vertedero. No importa cuánto estemos aquí. Este es el camino correcto. La basura hasta el cuello. La basura nos salva. Solo resta esperar. Hay que ser pacientes Y esperamos. Esperamos tanto que nos quedamos dormidos. Estoy cansada. Estoy dormida. Tan profundamente dormida que ni siquiera sueño.

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