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Dalia
Después logro vencer, flotar por encima de aquella costumbre de acumular bienes y parapetarme tras ellos como si fuera la más ideal de todas las trincheras. Muchos entre los míos llegaron a comentar que había roto con toda una tradición familiar, fracturando el macizo, el cuerpo de la roca encargado históricamente de oprimir a toda mi familia, y también a familias similares que se multiplican como arquetipos de la más cruel castración.
Mi tío Alberto y yo llegábamos, y en el transcurso del recorrido hacia el pabellón donde se encontraba mi madre hacíamos algún comentario sobre las almendras y la sombra que aportaban, destacando el brillo del piso de los pasillos, para terminar siendo víctimas de las miradas posesivas de otras enfermas que seguramente habían arrastrado sus difíciles y conmovedoras biografías hasta el espacio acusador de la institución.
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Luisa, por ejemplo, se enamoró de su padre, y cuando apenas tenía catorce años dedicó mucho tiempo a seducirlo, con aparente sobriedad e infinita paciencia. Al terminar sus estudios de microbiología ya había comprendido el modo de acechar sus zonas vulnerables. Un buen día dejó caer el cuerpo minado por puntos voluptuosos entre las grietas que se conectaban con la fragilidad del padre.
Cada cerebro debe responder a su condición de antigüedad, a su memoria que lo persigue a cada instante mostrándole olores, sonidos, voces que retornan para remover la precaria arquitectura de nuestra psiquis. Como en una ceiba, en él existen marcas, nudos, ranuras casi imperceptibles que describen nuestra relación con el dolor y otras percepciones.
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2 el avioncito de bacuranao
Así, abruptamente, estoy ante el avioncito de Bacuranao, monumento de concreto donde muchos de mi generación fuimos a reposar nuestro falso entusiasmo durante extensas madrugadas, arropados por otros cuerpos de gente adolescente. Carne dispuesta a transgredir sin trazar límites o exigencia alguna. Era lo que precisábamos, un clima de libertad, el goce, y la sensación agradable de derrochar placer exhibiéndolo como una forma de riqueza.
La relación de afecto hacia el avioncito de Bacuranao es de esas pocas cosas que decimos «para siempre», algo con lo que no interrumpiremos nuestro cordón umbilical; asideros, construcciones originadas en la más espectacular soledad. De camino hacia la ciudad, en más de una ocasión he tenido que interrumpir el viaje para volver allí y disfrutar de la insignificante nave abarrotada de secretos, descifrar los puntos en donde alguien me confesó sentirse acompañado, dispuesto a lanzarse a la más atroz reacción del mar que nos rugía a las espaldas.
Otras veces he pensado que puede despegar, alzarse por sobre todo lo que va a seguir siendo efímero, llevar consigo las huellas que dejamos en la firmeza de su cuerpo y en la esperada velocidad de su forma.
Quedé sorprendido, Luisa me perseguía con su jarro de Aluminio, y su cuchara de plata. Me preguntó en la puerta del comedor de uno de los pabellones: «¿Qué crees de El avioncito de Bacuranao?» Por primera vez fui dueño de su figura debajo del piyama