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Exilios
hasta un momento que el tren paró en seco, quebrándose la tranquilidad y el silencio que hasta ese momento habíamos disfrutado.
Se detuvo en el paradero de Puerto Escondido donde subieron un grupo de jóvenes que parecían venir de una larga acampada. Sin hacer evidente el cansancio inundaron de entusiasmo los pasillos. Al principio no reparé mucho en los nuevos pasajeros con los que tendría que compartir el resto de la travesía, preferí seguir en mi diálogo con la noche, sobre todo porque esta había pactado ese intercambio secreto del que saldría expulsado por una presencia inesperada. Entre los muchachones (más de seis) que se apilonaban en el espacio que separaba a dos asientos se levantó una mujer madura que ya me había descubierto y a la que yo no veía hacía exactamente quince años. Ella saltó por encima de dos de los chicos que estaban acuclillados en una suerte de confesión, y con asombrosa agilidad se abalanzó hacía mí. Apenas me quedó el tiempo justo de incorporarme para recibir un abrazo que siempre recordaré con una sensación para la cual solo la lengua portuguesa ha encontrado una definición exacta: saudade. Era Dalia, aquella que me había convidado a traspasar el espacio a bordo del Avioncito de Bacuranao, Dalia que miraba con ojos de asombro el modo en que yo disfrutaba la entrañable docilidad de su cuerpo entregándose.
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Me tomó por la mano llevándome hasta el fondo de otro coche donde la oscuridad era aún más acentuada. Allí me besó con un deseo acumulado, mientras yo aprovechaba para comprobar la firmeza de algunas zonas de su cuerpo que me provocaban un júbilo inmediato. Cuando nos percatamos, el viaje