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La Cochinilla y el Helado
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21 dalia
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En esta ocasión el tramo era de Matanzas a La Habana, quien viajaba era yo, y el tren poseía otro espíritu, una larga historia de transitar durante casi un siglo. Pantógrafos en violenta fricción con los cables, los coches en sí encerraban su mística, su olor característico, el sonido que se derivaba del traqueteo. En ese movimiento rítmico podrías organizar tu futuro, lógicamente a partir del momento que descendieras de aquella mole de metal.
Había estado casi tres años fuera del país y ese domingo decidí viajar a Matanzas para reencontrarme con un grupo de amigos que habían preparado un almuerzo. A media tarde nos fuimos con un bote y navegamos a manera de diversión por las aguas del río San Juan, todo transcurrió bajo una sospechosa armonía, ya que durante el día me había acompañado una sensación que me anunciaba algún imprevisto, un hecho que alteraría el curso de lo planificado: ya casi a la hora de regresar, mis amigos me convidaron a un té con bizcochos, durante el cual les agradecí todas las atenciones que habían hecho de la jornada un acontecimiento reconfortante.
Me despidieron en la estación muy cerca de las nueve de la noche y pude divisar con dificultad sus manos que se agitaban justo en el momento que el tren se ponía en marcha. Era pleno otoño y ya a esa hora la temperatura se tornaba muy agradable. Me acomodé en uno de los tantos asientos que estaban vacíos, entregándome al disfrute de lo poco que la oscuridad dejaba disponible. Así me fui adormeciendo