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La Estrella 25

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ricardo alberto pérez

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jura de Dalia le incitaba a ser cada vez más radical e impúdica.

La mano termina siendo una extraña consecuencia de la idea, de un pensamiento que la impulsa o retiene. Con ella comienza la batalla contra la ya mencionada soledad; la mano escribe e igualmente está eligiendo a sus víctimas.

Lo que se abre no es la bóveda celeste; dos cuerpos desnudos ascienden gracias al espejo, así deambulan por el techo del motel como protagonistas de una pintura renacentista, usurpando la extraña levedad que proviene de la contemplación.

Debajo de la bóveda continúa el avioncito de Bacuranao, sin atreverse a despegar para luego estrellarse contra los desnudos que se siguen gozando en una suerte de arrebato. Cuerpos mordidos, húmedos, trenzados bajo el sudor, desplazándose en el ritmo particular e irrepetible de cada encuentro.

Buscamos lo que sería el sitio más adecuado dentro de los pocos que podríamos disponer, una de las tantas trincheras cavadas a la orilla del mar, por cuyo hueco de entrada penetraba un haz de luz giratorio controlado con exactitud matemática desde el puesto de guardafronteras.

Olor a leche fresca, a resina de árbol, se consumaba lo esperado, iba con la lengua revisando cada detalle de aquel cuerpo absoluto que crecía en su erizamiento. Era su pose desvergonzada lo que más me atraía, borrando de un solo golpe cualquier límite y haciéndome sentir un tipo de héroe. Ella me comentó algo sobre mi silencio prolongado, desconcertada por la peculiaridad de mi comportamiento. En mi secreto afán quise eternizar la efímera sensación de aquella penetración que podía llegar a hacerla sentir

incómoda, de tanto disfrute que me gastaba mientras apretaba con gloria sus adulterados pezones violetas. Ultra pezones que ya trastornaban su destino en las tramadas líneas de mi mano…

El haz de luz controlado se encargaba de fracturar la intimidad, adicionaba una tensión, un estado que recuerda lo imposible de la plenitud. Enseguida buscamos alguna ganancia a la privación, celebramos los cuerpos iluminados en pleno espectáculo.

Regresemos a la escena anterior, roja derivando al negro se ha despojado de las ropas, arrima su piel tras una especie de liberación extrema, como un tejido del Oriente en las distintas fases de su suavidad. Los bordes parecen reforzados de una saliva densa, reforzados por la energía que provoca la diferencia, saliva que comienzo a tragar mientras Dalia estalla sus pétalos contra mi protagonismo.

Logro consumir tan solo una mínima cantidad de la saliva en el resto roto, los rostros diversos de un eros que construye vidas verdaderas y otras, pura virtualidad, que solo sirve para transferir. Es un cuerpo tomado, desprendido entre las profundidades de la insaciabilidad; tiene su brote, sus signos que prosiguen la excitación, y van haciendo cíclicos los espasmos.

Dalia se sentía orgullosa y con un sueño repentino que la inclinó a convidarme a pasar el resto de la madrugada en el ya mencionado avioncito.

Después de aquella noche la volví a ver en otras ocasiones, también en las madrugadas, por los alrededores de la más famosa heladería de la ciudad. No la busqué, ni ella a mí, sin embargo no podría borrar a Dalia de un serio inventario de mis afectos. Muchas veces en etapas diversas de mi existencia ha

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