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La muerte del tío Alberto

3 el tuerto

«Me retorcía como un majacito», contaba el tuerto (aunque le decían el bizco), el día en que con un tirapiedras, en vez de apuntar al pájaro, lo hizo para sí, ganándose de regalo un ojo de vidrio. Yo prefería los tirapiedras de horqueta de guayaba. Esa mezcla de olor y coloración me hacía sentir un cazador clásico, capaz de destrozar de un solo disparo la cabeza de aquellos camaleones llamados chipojos.

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El tuerto dejó su primer ojo mitológico desparramado y filtrándose en la tierra de una zona rural. Arrastraría el resto de sus años con la fijeza de un vacío tapiado por la falsa estética de la cosas. La fijeza del tuerto nada tenía que ver con la filosofía, ni con ningún otro tipo de aprendizaje, era una fijeza que lo arrastraba al margen, con tal ferocidad que se veía involucrado en constantes batallas por superar su trauma, soñaba con ser poseído por una inesperada fuerza que restaurara su mirada mientras cortejaba a aquellas muchachas pretensiosas, teniendo como fondo la voz lechosa de Roberto Carlos.

El tuerto adoraba el mar, nadie de los cercanos fue lo suficientemente sensible para entender que si se empeñaban en identificarlo con un apodo podrían haberlo bautizado como Jorge Molusco. Estaba siempre hablando de Guanabo, de sus repetidas hazañas submarinas que lo acercaban descuidadamente a un tipo de sirenas que solo él lograba visualizar.

Era un ser dividido, parece que así estaba escrito en su destino. Ahora su madre, que enloqueció, lo recuerda mitad marino, mitad terrestre; animal que la

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