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Familia Nimiedad
Mientras devoraba un hermoso pollo de la Frangosul, ella me miraba como si pretendiera filtrar su fuerte presencia a través de mi cuerpo.
Estaba en Curitiba, justamente el día que cumplía treinta y seis años, y esperaba la hora en que comenzara una película iraní, que después devendría en un acontecimiento extraordinario, imágenes que a través del tiempo se revelarían en una definitiva enseñanza permeada de variados matices estéticos. Todo nacía y terminaba en el anhelo por conseguir un par de zapatos.
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Al salir del cine descubrí que las suelas de los míos estaban notablemente gastadas por lo que me prometí en la mañana siguiente salir a comprar unos confortables. Los zapatos más que una prenda necesaria para nuestra vida social, son un símbolo, una extraña extensión de nuestra persona, y según los usamos vamos dejando en ellos las huellas palpables de nuestras intenciones y los rasgos más sobresalientes de nuestra naturaleza. Mientras caminaba hacia el pequeño hotel de la zona antigua de la ciudad, donde me había alojado, se mezclaban aquellos zapatos iraníes, perdidos en la crueldad de una corriente de agua, con las palabras pronunciadas por mi madre antes de yo entrar al cine, en las cuales estaba contenido mi propio destino. Me había sido develado el prolongado misterio de un verdadero drama familiar.
Verónica, sobre todas las cosas, es un sonido, una canción o ritual tras el que se descubre definitivamente un cuerpo, una ofrenda que va incorporando la religiosidad en el intenso intercambio de energías. Todo comenzó en el Memorial de Curitiba, una vitrina para la persistencia de tanta sangre mezclada.