Joselito: Torero Máximo (reedición 2023 Fundación Toro de Lidia)

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Colección Biografías

Juan del Vial

Joselito: Torero Máximo El hombre El diestro La tragedia


JOSELITO TORERO MÁXIMO El hombre El diestro La tragedia

JUAN DEL VIAL

Prólogo

ÁNGEL ANTONIO SÁNCHEZ CARRILLEJO


Biblioteca Taurina de la Fundación Toro de Lidia Colección Textos Biográficos.

Título original:

Joselito Torero Máximo Edición complementada: · Selección gráfica. Prólogo: Ángel Antonio Sánchez Carrillejo Diseño de la cubierta y maquetación: Alexandra Larrad Hugo Gómez Consejo editorial de la Colección Textos Biográficos: Carlos Ballesteros Rebeca Fuentes Domingo Delgado Guillermo Vellojín Juan José Montijano Ángel Antonio Sánchez Edición: Melián De Órzola Reservados todos los derechos de esta edición para: © Fundación Toro de Lidia, 2023 Calle Moreto 7, primero izquierda, 28014, Madrid.


JOSELITO TORERO MÁXIMO El hombre El diestro La tragedia



ÍNDICE

Nota de la edición.............................................................................. 7 Prólogo............................................................................................... 9 Ángel Antonio Sánchez Carrillejo Joselito Torero Máximo. El hombre. El diestro. La tragedia. Juan del Vial Capítulo I.................................................................................... 27 Capítulo II.................................................................................. 33 Capítulo III................................................................................. 49 Capítulo IV................................................................................. 59 Capítulo V.................................................................................. 77 Capítulo VI................................................................................. 87 Capítulo VII................................................................................ 91 Galería........................................................................................ 93


ÍNDICE DE LAS LÁMINAS Portada de la Revista Palmas y Pitos 3–01–15.................................... 31 Portada de la Revista Palmas y Pitos 1913–06–09 ........................... 47 Biblioteca Nacional de España – Revista Palmas y Pitos............................ 57 Cartel anunciador de la corrida de Talavera el 16 de mayo de 1920........ 62 La célebre foto de Campúa con Ignacio Sánchez Mejías junto al cadáver de Joselito............................................................................................................ 66 Viñeta humorística que ironiza sobre los bajos niveles de alfabetización.... 68 Portada de la revista Palmas y Pitos–8–11–14.......................................... 76 Portada de la revista Palmas y Pitos–12–10–14.......................................... 86 Fotografía de Alfonso Sánchez Portela en la Plaza de Madrid (1919)....... 94 Adorno de Joselito con el toro sin picar............................................................ 94 Entrada para la corrida de Talavera del 16 de mayo de 1920.................... 95 Fotografía de Manuel Cervera (13/6/1912) en la Plaza de Madrid...... 95 Larga cordobesa de Gallito a Barrabás, Plaza de Madrid (3/7/1914).. 96 Desplante de Joselito en el primer tercio............................................................ 96 Joselito, el gran lidiador, castigando por abajo a un manso en la Plaza de Madrid................................................................................................................. 97 Ayudado por bajo de Joselito en Sevilla (1919), fotografía de Serrano....... 97 Uno de los siete naturales que ligó Joselito a un toro de Gamero Cívico en La Plaza de Madrid. Foto de Alfonso (15/5/1916).................................. 98 Joselito clavando en los medios de poder a poder............................................. 98 Joselito ejecutando un kikirikí con garbo (1915)............................................ 99 Natural de Joselito en Lima, enero de 1920................................................... 100 Pase de pecho de Joselito, Sevilla (1920).............................................. 101 Volapié de Joselito en Córdoba (1912)................................................. 102 Par asombroso de Joselito en los medios de la Plaza de Madrid............. 102


NOTA DE LA EDICIÓN

NOTA DE LA EDICIÓN

La presente edición de Joselito, torero máximo: el hombre, el diestro, la tragedia de Juan del Vial fue impresa de forma original por Publicaciones Españolas en 1920. La que ahora se reedita es una revisión, cuidada y actualizada, de la original para la Fundación Toro de Lidia. Pasado ya el primer centenario de la muerte de Joselito el Gallo; esta lectura, permite vivir y conocer su imparable vocación y su inconfundible compromiso que, desde hace más de un siglo, ha forjado el mito de nuestro excepcional creador, leyenda singular, torero máximo. La primera mitad de esta obra, abarca su vida; marcada al principio por una prístina afición y, luego, por una dedicación señera al toreo. De esta manera, los años en torno al nuevo arte y su duende, crearon un cuadro insuperable del primer tercio del siglo pasado. En la segunda mitad sólo hay una protagonista, La Tragedia. Una tragedia que abraza a nuestro torero furtivamente con los brazos más despiadados y repentinos: las astas, la herida, la muerte.

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«Estaba el lugar de España tan enamorado, loco, la mitad de su valor y la mitad de su rostro. ¡Talavera de la Reina! Calavera yo te pongo por mal nombre, mala sombra, mala tarde y malos toros. Calavera, Calavera, sitio del drama más hondo.

[...] ¡Adiós, Joselito el Gallo! ¡Adiós torero sin otro! Dejas el ruedo eclipsado su círculo misterioso con la soledad del sol y la soledad del toro»1.

1. Fragmentos del romance «¡Adiós, Joselito el Gallo!» perteneciente a la obra teatral «El torero más valiente» de Miguel Hernández.

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PRÓLOGO

PRÓLOGO SE EQUIVOCÓ LA PARCA

«Mala elección de la parca», nos dice Juan del Vial en esta biografía de Joselito escrita tras la tragedia de Talavera, que junto a la de Tomás Orts (más conocido como Uno al sesgo) y la de Antonio García Poblaciones, se publica todavía dentro del fatídico, para la tauromaquia, año de 1920. Porque, aunque asumimos que la Fiesta es lo que es y que la fatalidad inevitablemente acecha, lo que el autor no alcanza a comprender es que la muerte tomara la forma de un terciado cornicorto para «cebarse en la juventud, en la dicha, en la habilidad y el valor», habiendo tanto por ahí donde elegir. Si la parca hubiera arribado a otro destino es ucronía de mucho juego, sobre la que se ha escrito largamente ya, pues da para bastante imaginar qué rumbo habría seguido la tauromaquia de haber continuado vivo Joselito, sabiendo de antemano la influencia decisiva que tuvo en todos los órdenes de la Fiesta a pesar de su corta vida. Pero Bailador sabía exactamente lo que tenía que elegir y no falló, que siendo su naturaleza mansa y huidiza se acercó cinco veces al picador y dejó tras de sí cinco caballos muertos, certero como sólo un enviado de la parca podía serlo. Había venido al mundo para segar la vida de Gallito antes de 9


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entregar la suya y fue lo que hizo, nada más. Lo que quedaba después de muerto Joselito era incierto de tanto como había crecido su figura,al , punto que el autor comienza este libro interrogándose sobre el destino de la Fiesta y si esta podrá sobreponerse a tamaño golpe. Otros grandes toreros habían muerto antes en la plaza y otros lo harían después y, ni siquiera con Manolete, menudearon tanto esta clase de reflexiones que no son singulares ni originales de este autor, pues ya desde el telegrama de Guerrita, al reaccionar a la muerte de Joselito con su lapidario «se acabaron los toros», es una pregunta que se hizo al presente. ¿Ahora qué? Guerrita, y no era el único, intuía que con Joselito desaparecía la inteligencia en el toreo y que muchos buenos aficionados dejarían de ir a la plaza, al tiempo que iría creciendo en el imaginario popular la valía de lo que este había venido haciendo al dejarse de ver de un día para otro. El mencionado Antonio García Poblaciones escribía a las exequias de Joselito: «En la caja que lo guarda se lleva la llave del toreo». Juandel Vial, participando de esta misma corriente de opinión, comienza esta biografía planteándose, en primer lugar, el presente inmediato que le quedaba a la Fiesta, tratando de medir de algún modo el alcance de la sacudida. Pero va aún más lejos, pues cree que la esencia del toreo que impide que sea atacado por sus detractores son los valores que esencialmente representaba Gallito: «En airosa, pintoresca, animada, sin que la emoción traspase los límites del placer estético y de la admiración ante el arrojo aunado a la serenidad y la presencia de ánimo». Y se apoya en una esclarecedora cita de López Martínez para representar mejor lo que para él supone la pérdida: «La barbarie consiste en lanzarse el hombre al peligro sin los necesarios medios de defensa, y en la probabilidad, por consiguiente, de parecer víctima de su arrojo». Desaparecida la mayor inteligencia y dominio sobre el ruedo, como un «holocausto» (es la palabra que elige su autor) a una

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PRÓLOGO

forma de afición, además de un homenaje, afronta Juan del Vial su libro y así nos lo hace saber desde el comienzo. La breve e intensa vida de Joselito, que tantas veces habrá de ser después relatada, ya desde estas primeras biografías se expone como un caso único en la historia de la tauromaquia de vocación absolutay sin fisuras desde la infancia. Del Vial, junto a estas primeras anécdotas de asombrosa precocidad, vislumbra además unas maneras distinguidas y un temperamento de gentleman dentro y fuera de la plaza, que queda rápidamente desde la adolescencia. Un refinamiento y exquisitez de carácter que desde niño le van abriendo puertas de forma natural, como algo inevitable que llega por añadidura a sus merecimientos, que no dejan de causar asombro desde su irrupción. Sassone, en sus apuntes biográficos sobre Gallito, anota que el 26 de julio de 1912, al día siguiente de haberse presentado este con caballos en Sevilla, un diario local reseña que se empeñan más de ochocientos relojes para poder verlo esa tarde, en la que volvía a estar anunciado, tal era la forma en la que la voz había corrido por lo que era el rapaz había hecho la tarde anterior sobre el ruedo de La Maestranza. En su primera temporada como matador, la de 1913, en un tiempo donde los peligrosos marrajos (cuya firma ha recuperado hogaño Cazarrata) eran mucho más frecuentes que hoy día, sólo recibe un aviso en los ciento noventa y siete toros que mata. Que toreros con casi veinte años de alternativa, como Machaquito o Pastor, le cedieran la dirección de la lidia a Joselito, cuando este apenas contaba veinte años, ante la evidencia palpable de su colocación, conocimiento y arrestos, es algo que no se había visto antes ni se ha vuelto a ver después. Y lo mismo que con su precocidad ocurre con la relación de Joselito con Guadalupe de Pablo Romero, que también queda ya fijada desde estas biografías iniciáticas. El autor elucubra con la

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información que había disponible entonces y que apunta a un amor que es correspondido y que, pese a encontrar inicialmente una difusa oposición en la familia de la novia, esta parece haber sido ya vencida. Se remeda una conversación con un amigo según la cual Joselito habla sin mucho aprecio de la gloria de los trofeos y del dinero conseguido con los toros, que en poco estimaría si no sirvieran para abrirle las puertas de la mujer que ha elegido. Uno al sesgo, en su mencionada biografía coetánea a esta, citó ya esa conversación de Joselito con su amigo Francisco Urzáis, según la cual el torero le confesaba que por las fiestas del Pilar brindaría su último toro en pocos años para retirarse, casarse y disfrutar de todo lo conseguido. Muy parecido a lo que más tarde confesaría Parrita, primo hermano de Joselito por parte de padre y hombre de su total confianza, en una entrevista: que Gallito había dicho al conde Heredia–Spínola que en cuanto lo viera luciendo el capote de paseo que este le había regalado preparase el regalo de su boda. O lo mismo que también diría luego Alejandro Pérez Lugín, el célebre crítico conocido como Don Pío, que tenía trato con Gallito y también declaró haber recibido preaviso para preparar su regalo de boda. Hasta a Curro, el Cochero, según cuenta César Jalón en sus memorias, le había anticipado Gallito que «esto se acaba». Bien parece la actitud de un enamorado ilusionado por casarse y que, aunque todavía no puede hacerlo oficial, va filtrando aquí y allá, a su entorno, la feliz resolución. Sin embargo, como la historia vendía, y siguió interesando con el paso del tiempo, se ha terminado haciendo demasiada literatura sobre la irreversible oposición de la familia Pablo Romero a esta boda, que la sombra de Romeo y Julieta es alargada y alcanza para remedar mucho y poco bueno, y hasta se acabaría diciendo que esto provocó en el torero un estado de ánimo depresivo que lo llevó a torear en Talavera con sus capacidades

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disminuidas. Pero la relación de testimonios y hechos no soporta esta deriva de tragedia shakespeariana, como hemos visto y como de manera impecable se repasa en el espléndido Dos temporadas y media (Grupo Nexo, 2020; Fidel Carrasco, Julio Carrasco y Carmen del Castillo): muy pocos allegados pudieron estar en la parte privada del sepelio de Joselito, ningún ganadero más que Felipe de Pablo Romero y su hijo; a lo que se añaden las dos significativas confesiones que Pineda, su apoderado, hombre discreto y muy cercano a José, terminaría por hacer con el tiempo: cuando se enteró de la muerte de Gallito llamó en seguida a un ganadero (que no podía ser otro que Felipe de Pablo Romero, el único que luego irá al entierro privado), y que, tiempo después, devolvió las cartas que tenía guardadas José en su escritorio de una «mocita» (que sólo podía ser Guadalupe), a su director espiritual. Y todo esto es lo que mejor viene a encajar con los primeros textos, como este que nos ocupa, tras la muerte de Joselito: que la situación estaba efectivamente encauzada y el plan trazado. Puede que, como nos dice aquí el autor, Joselito fuera un tanto enamoradizo y sentimental, pero parece que también en estos movedizos terrenos fue capaz de mantenerse en tierra firme y con paciencia había terminado por doblegar las resistencias que inicialmente pudiera haber encontrado. Del Vial titula este libro con un juicio valorativo y meridiano: Joselito, el torero máximo, y así evita ya enredarse en vanas discusiones, pues máximo es, según la Academia, más grande que cualquier otro en su especie, cosa que debía considerar fácilmente indiscutible cuando corría el año de 1920. Nuestro autor no estimó, por tanto, necesario detenerse a confrontar los méritos de Joselito con los de Belmonte, su histórico oponenteen la que será llamada la Edad de Oro del toreo, porque tampoco podía adivinar que con el tiempo su leyenda crecería tanto que acabaría

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eclipsando la del que él llama el torero máximo, así que habremos de hacer esa desagradecida tarea nosotros, siquiera sea someramente, en este prólogo. Basta leer con atención las crónicas y a los más destacados cronistas belmontistas (nos ocuparemos sólo de ellos, pues los gallistas reforzarían la tesis del autor que queremos revisar), que partieron en su mayoría del bombismo antigallista para engrosar las filas belmontistas de rebote tras la retirada de Ricardo Torres; muchos de los cuales fueron claudicando en mayor o menor medida. Bien sabemos todos que, con demasiada frecuencia, lo que nosda el sentido de pertenencia a un grupo no son las aficiones compartidas, sino las fobias, que en determinadas circunstancias pueden llegar a cohesionar incluso más, en especial las de exacerbada pasión como las que provocan los toros; y en este caso la inquina hacia los Gallo de los partidarios de los Bomba, convenientemente azuzada por la prensa de la época, es lo que de partida dio una amplia base de defensores de Belmonte, cuya tauromaquia, dicho sea de paso, en nada se parecía a la de Bombita. Podemos comenzar con los vaivenes de José de la Loma, famoso crítico conocido como Don Modesto, que para el año 1914 ya hacía una primera rendición incondicional anunciado a Joselito como el nuevo Papa, con «dos o tres Guerritas empalmados y coronados por el gran Lagartijo», tras la fabulosa tarde de los siete toros de Vicente Martínez en Madrid. Corrochano, que fue de Joselito desde primerísima hora, cambió por espurios intereses que obedecían más a la competencia abierta por La Monumental de Sevilla con La Maestranza, con la que se encontraba alineada plenamente el ABC en Sevilla, que al fin y al cabo eran sus patrones y los que proporcionaban la tribuna desde la que había renovado la crítica taurina y se había convertido en un

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referente para la afición y el resto de la prensa. Algunas crónicas de Corrochano durante los años de 1918 y 1919, con el conflicto entre La Maestranza y La Monumental en su punto álgido, soportan mal el contraste con la de otros críticos, pareciendo a veces que hubieranestado haciendo la crónica en plazas diferentes (César Jalón, belmontista declarado y admirador confeso de Corrochano, se refiere en sus memorias explícitamente a esos años como los de «la campaña antigallista de Corrochano»). Y el primero que lo sabía era el propio Corrochano, que para aplacar su mala conciencia y como desagravio escribiría mucho después la Tauromaquia de Joselito, donde incluso se refuta a sí mismo como crítico en los años de 1918 y 1919 al decir que Joselito «no conoció la decadencia, se ve en la escala de corridas contratadas, que después del segundo año de alternativa, hasta su muerte, pasan de cien todos los años». Incluso se atreve a decir, en este ajuste de cuentas con su propio pasado, lo que nunca dijo cuando hacía las crónicas de aquellas corridas, acerca del brutal nivel de exigencia que sufrió José en las plazas, que sin embargo tampoco le impidió triunfar con una regularidad pasmosa. Corrochano en 1953 escribe: «En la época de Gallito, este es el responsable de todo. Si se caía algún toro, Gallito tenía la culpa. Gallitono era ganadero. No importa. Él tenía la culpa de que no les dieran de comer (…). El que más siente el peso de la pasión es el mejor torero, el que cuenta con más recursos. Es un caso digno de mejor y más detenido estudio este de la psicología de las multitudes taurinas, que en lugar de sentirse amparadas y garantizadas por el torero más seguro de sí mismo, que por su conocimiento de los toros puede tranquilizar la inquietud del peligro, desconfía frecuentemente de este torero, recela, teme que le engañe,

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sin saber en qué consiste el engaño. Sin darse cuenta de ello, el público hostiliza por un complejo de inferioridad, que si es molesto para el torero es a la par signo de admiración inconfesada. Alguna vez lo reconoce por una voz de protesta del subconsciente que grita: si no le exijo a este torero, ¿a quién le voy a exigir?» Cañabate, por su lado, terminaría casi por pedir perdón en una columna por haber silbado cuando era joven a Joselito, en parte por esa irrenunciable extravagancia suya de ser férreo partidario de Vicente Pastor y, en parte, como él mismo reconoce en la citada columna, por simple envidia hacia aquel chaval que tenía su edad y hacía lo que hacía y conseguía lo que conseguía sin pedir permiso a nadie. Esa suficiencia en un adolescente levantó desde el principio tanta admiración como envidia y, con ella, enemigos. El mencionado César Jalón, conocido como crítico taurino como Clarito, contaría luego en sus memorias cómo ya la primera vez que fue a hacer la crónica de una corrida de Joselito en la redacción le palmeaban la espalda diciéndole que había que atizarle. Si bien, poco después, escribe, en estas mismas memorias, postreras y alejadas ya del fragor banderizo: «Porque sobre el pavés del triunfo y sin precedentes de una epopeya de Belmonte pasaba Joselito su apisonadora veinte tardes seguidas». Y va todavía más lejos al confesar que su pluma «hallaba su mejor aliento en el sujeto literario de un Belmonte, discontinuo, tormentoso y fenomenal, que en la grandeza uniforme, sistematizada, segura y didascálica del maestro consagrado…». Es decir, le inspiraba más Belmonte para escribir, y bien está, faltaba más, que a cada cual le inspire lo que mejor le caiga, que no es negocio para el que se gana la vida escribiendo el de contrariar a las musas, pero la inspiración es una cosa y los méritos otra.

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Es obligado detenerse también en José Díaz de Quijano, que aprovecharía su apellido para ejercer la crítica taurina bajo el pseudónimo de Don Quijote, por su habilidad a la hora de deslizar objeciones hacia Gallito, por ser un belmontista irredento, como antes había sido bombista. En sus crónicas constantemente nada y guarda la ropa y mezcla hábilmente críticas con alabanzas a Gallito. Disculpa con frecuencia a Belmonte por sus evidentes carencias físicas y falta de salud, que son continuamente señaladas como descargo al no ser algo de lo que se le pudiera culpar (llegó a escribir que Rafael el Gallo, casi diez años mayor y lejos de haber tenido nunca unas condiciones físicas portentosas, parecía, al lado de Belmonte, el mismísimo Vicente Pastor). Sin embargo, cuando ese Belmonte obtiene un triunfo, usa estas carencias para ensalzar el patetismo de su puesta en escena y añadir un aura extra de emoción a todo lo hecho en el ruedo, inalcanzable para todos los demás, sobre todo si tienen sus facultades físicas intactas. La habitual indulgencia con Belmonte a causa de su crónica debilidad física sería algo común en buen aparte de la crítica y acabó calando también en los tendidos. Mientras, a Joselito llega a reprocharle en una crónica, el bueno de Don Quijote, que «hurte el cuerpo al toro», como si dejarse coger fuera una finalidad en sí misma, y quita importancia a sus corridas triunfales como único espada, que Belmonte no podía llevar a cabo por sus condiciones, como si todas fueran coser y cantar para él, cuando la mayoría de las figuras habían fracasado hasta entonces en esta clase de envites. Y finalmente se dedica a teorizar sobre escuelas, considerando a la escuela rondeña superior y la escuela sevillana inferior, situando a Juan como paradigma de toreo rondeño y a Joselito del sevillano, de forma que incluso cuando alaba a este último lo hace diciendo que había estado bien gracias a haberse dejado permear por la escuela rondeña de Juan, y así, incluso cuando ponderaba los mejores triunfos de Gallito encontraba

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la retorcida manera de dejarlo por debajo de Belmonte. A Uno al sesgo estas elucubraciones de Don Quijote sobre escuelas le movían a risa y se refería, con retranca y lucidez, al «Cristo desenterrado de la escuela rondeña» en su biografía de Joselito de 1920: «Los toros son una fiesta cuyo único fin es divertira la concurrencia

dándole la sensación de tragedia, inminente y siempre alejada, y cuando con más guapeza, con más gallardía y más gracia y arte esa sensación se dé, tanto mayor es el mérito del diestro. Después de esa sensación no queda nada. Es decir, sí queda: quedan las tabarras técnico–insidiosas, de las que Dios nos libre». Y bajo estos parámetros discutir que Joselito era el mejor era vano ejercicio, pensaba Orts, y de esta opinión era también Juan del Vial, que por eso no estimó necesario detenerse en fútiles discusiones y simplemente partió de lo evidente, apenas se refirió a Belmonte y lo hizo siempre con elegancia, considerando su estatus como el de la gran figura que era, pero cuyos méritos no podían entrar en competencia real con los de Joselito, al que llamó de forma llamativa el «torero helénico», pues en él veía reunido el antiguo clasicismo taurómaco y culminado y evolucionado el arte todo de la tauromaquia. Hoy parece más claro que Joselito, sin competencia real visible, decidió proteger a Belmonte, por tres razones. Primero porque siempre le resultó simpático, ya desde aquella vez en que se cruzaron de chavales en la marisma, camino de una tienta en la finca de Carlos Vázquez, y Juaniba a pie con su hatillo y Joselito lo subió a su caballo, llegando los dos juntos a la finca. También por despierto, pues ya consciente de su inferioridad eludió enfrentarse a Joselito en un primer momento cuando este, en su impulso inicial, había pedido las ganaderías más

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complicadas para matarlas con Belmonte y barrerlo como había hecho con Bombita. Sabía que no tenía posibilidades y así lo reconoció ante los Gallo, pero también sabía que traía mucho ruido tras de sí debido a sus continuas cogidas y eso lo podían aprovechar los dos juntos. En segundo lugar, porque al principio con Belmonte no temía una verdadera competencia (como sí la temió con Gaona, con quien no se anduvo con esos miramientos), con su deficiente técnica, su plaza fija en la enfermería y su probada irregularidad, pues pocos toros le valían a Juan para hacer faena, pero al mismo tiempo percibía que la conjunción de los terrenos que pisaba junto a su falta de facultades confería a Belmonte algo diferente y genuino. Y, por último, y no menos importante, vislumbró que, si acababa con Belmonte y quedaba sólo en la cima, le aguardaría un destino no muy diferente al de Guerrita, al que el público, aburrido de su dominio, terminó arrinconado hasta acabar este declarando para la posteridad su célebre «no me voy, me echan». Gallito, despejado de mente como fue siempre, debió de tener muy presente desde el principio que a Guerrita lo echaron siendo indiscutiblemente el mejor, cosa que comprobaría en sus carnes la temporada de 1918, en la que Belmonte descansó para casarse y de paso evitarse líos en el conflicto entre La Maestranza y La Monumental, quitándose de en medio. Clarito, que trataba a menudo a Joselito pese a su belmontismo declarado, cosa que no le importaba a Gallito, ya que no le gustaba rodearse de aduladores, escribió en sus memorias que el propio Joselito acabaría refiriendo en una tertulia el final de Guerrita, comparándolo con lo que a él le había pasado en la temporada de 1918 en la que faltó Belmonte. Comprendió en seguida que ser el mejor no iba a resultar suficiente y hacía falta más; y eso lo podía aportar Belmonte por medio de una competencia que, aunque fuese un tanto inflada al comienzo, y sostenida a menudo en

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esa división de pareceres tan española, que tanto vemos en el fútbol cuando hay un partido importante entre un equipo grande y otro pequeño y todos los que no son aficionados al primero se alinean con el segundo; de modo que al final las mesnadas siempre andan parejas, porque el débil siempre mueve a simpatía, y el débil siempre fue Juan; y por eso el público era indulgente con él y exigente con Joselito, como ya en su vejez hemos visto que terminó por reconocer Corrochano, que los vio torear más que nadie. La hemeroteca deja pocas dudas acerca de que Belmonte empezó siendo algo parecido a lo que fue El Espartero (ya se dijo entonces, no es una comparación revisionista), que destacaba mayormente porque lo cogían los toros continuamente, con un valor sólo superado por su falta de recursos, pero que poco a poco fue aprendiendo los rudimentos básicos de la técnica, en buena parte debido a sus continuas cogidas, que la letra con sangre entra, pero también gracias a ver cada tarde desenvolverse a Joselito, que no dudó en ofrecerle consejo desde el principio para que no lo cogieran tanto los toros, que con su famoso «lo que diga José», Juan se dejó siempre llevar y aconsejar por él, consciente de que Gallito sabía más y nunca lo engañaba. Esta precoz biografía de Juan del Vial sobre Joselito tiene el raro valor de lo inmediato y fresco, no hay perspectiva ni puede haberla el mismo año que Gallito ha muerto, tiempo habrá; y tampoco cabe ningún revisionismo, porque cuando todos son coetáneos se dice lo que está a pie de calle y todo el mundo conoce en mayor o menor medida. Y el retrato se corta frecuentemente con conversaciones de primera o segunda mano, y se enriquece con anécdotas y algún que otro chisme del gusto popular de la época, sin profundizarse en el detalle biográfico ni elaborar sesudas teorías sobre él, pues el objetivo no es ser minucioso ni forzadamente original, eso ya lo traerá el paso del tiempo con biografías de mayor calado.

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No deja tener su gracia escuchar hoy día a esos amigos belmontistas, que para mayor diversión de los gallistas conservamos con aprecio, quejarse de una corriente revisionista en favor de Joselito entre parte de la crítica y un sector de la afición en estos últimos años, con un gran número de libros publicados, antes y sobre todo durante y después del centenario de su muerte, cuando el revisionismo original nace con Joselito muerto ya catorce años, con la publicación por entregas en la revista Estampa de la Vida y hazañas de Juan Belmonte, esa espléndida y exitosa hagiografía en la que Chaves Nogales, sin haber pisado una plaza de toros en su vida ni saber gran cosa de tauromaquia, terminaría de aupar con su talento al trianero a lo más alto del Olimpo de los Toreros (Belmonte acabaría confesando a Narbona que en la obra de Chaves Nogales aparecen cosas completamente inventadas por el autor), recogiendo el viento a favor de otros intelectuales; como Valle–Inclán, que tampoco es que fuera demasiado a los toros, ni falta que le hacía para soltar de vez en cuando alguna boutade sobre ellos sentando cátedra, como aquella de «Belmonte se transfigura de lo vulgar a lo sublime» (se decía que narraba mejor en el café las faenas de Belmonte que no había presenciado, que eran la mayoría), con Juan bien arrimado a él y a Pérez de Ayala desde que llegó a Madrid y se dejó oportunamente caer por la tertulia del Café de Fornos, dedicándose allí a escuchar mucho, hablar poco y dejarse querer. Y una vez se levanta una leyenda, como tan bello nos dejó explicado John Ford en El hombre que mató a Liberty Balance, se imprime la leyenda ya para siempre, y ante eso poco puede hacerse, por más que se revisen fuentes y se rastree y trace que el hilo del toreo antiguo viene de Lagartijo, pasa a Guerrita y queda coronado en Joselito. A la vez, el hilo del toreo moderno llega hasta hoy, y que como supo ver Alameda comienza en los primeros esbozos de toreo ligado de Joselito para seguir por Chicuelo, que liga los naturales, a Corchaíto que lo hace ya sin

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enmendarse (y que como sus descendientes han venido diciendo era gallista y buscaba evolucionar lo que había visto hacer a José), para asentarse definitivamente en Manolete, sobre el que descansan los cimientos de la tauromaquia actual. A rebufo de los intelectuales y convertido en un héroe popular por Chaves Nogales, terminó Belmonte de aposentar su mito incluso entre las posteriores generaciones de los más abnegados aficionados y frecuentadores de la piedra, gracias también a Luis Bollaín, que ya desde que se lo presentaron siendo un niño tenía a Belmonte por un héroe y una leyenda, y dedicó buena parte de sus escritos a consagrar a su ídolo como el más grande, haciendo hincapié en los terrenos que pisaba y los cites al pitón contrario, que tan bien han envejecido en las fotografías, donde el toreo nunca es ligado ni falta que hace. Nadie puede discutir que las aportaciones de Belmonte fueron decisivas, aunque esos terrenos se iban a pisar más pronto que tarde porque el toro estaba cambiando, y tampoco nadie puede poner en duda que Juan se metió en la boca del lobo el primero, porque sus condiciones físicas no le permitían torear sobre las piernas o por lo que fuese, eso al final, da igual. Y sin embargo, su influencia en el toreo moderno, basado en la ligazón, que nunca fue el palo de Juan, ni cuando estaba Joselito vivo ni después, es menor, y la mayor viene por el lado de Joselito, que absorbió lo que de nuevo traía Juan, como absorbía todo, y lo llevó más lejos de forma genuinamente original. Pero los hechos poco importan cuando hace un siglo que se viene imprimiendo la leyenda. Sin embargo, nadie da su brazo a torcer y las facciones se perpetúan, y algunos trasnochados todavía seguimos discutiendo en bares y redes, espadas en alto, y los nombres de Joselito y Belmonte parecen condenados a quedar indisolublemente tan unidos como enfrentados, tal es así que Joselito, el torero máximo es reeditado más de un siglo después por la Fundación del Toro de Lidia que tiene un Instituto Juan

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Belmonte, en irresoluble y feliz paradoja, que aunque generalmente se imprima y reimprima la leyenda, no esta vez. Ángel Antonio Sánchez–Carrillejo Cruz Aficionado taurino

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LA FIESTA NACIONAL

CAPÍTULO I LA FIESTA NACIONAL

Aunque no nos proponemos hacer obra de crítica, ni nos incumbe emprender una reseña histórica del arte del toreo, al tratarse de la desaparición de una de sus grandes figuras, encajan perfectamente unas líneas acerca de la llamada fiesta nacional, que vendrán a ser una especie de preámbulo. Remarcaremos aquí, por incidencia, las añejas pugnas entre taurófilos y taurófobos, las controversias a que ha dado pie el espectáculo castizo, la lidia de reses bravas, el indecible impulso de la lucha entre el hombre y la fiera; pero no la lucha brutal, primitiva, ordinaria; no el pugilato bestial de la racionalidad con la irracionalidad, sino el dominio y vencimiento por el arte y el valor, la gallardía ante la fuerza, la inteligencia ante la bravura. En realidad, aun acatando el genuino carácter español de las corridas de toros, lo atrayente del espectáculo a pleno sol, con multitud de incentivos coloristas e inmensas muchedumbres apasionadas y entusiásticas; aun aceptando o reconociendo la emoción indecible de los lances y suertes del toreo, sus múltiples peripecias y su inmenso colorido; con todo esto y mucho más en pro de nuestro espectáculo, hemos de reconocer parte de razón en quienes lo censuran al fijarse

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sólo en su condición sangrienta y en su exposición manifiesta. Pero ¿no estará en ello precisamente el quid divinum que nos atrae y nos subyuga, llevándonos al circo y arrebatándonos, quieras o no, al presenciar alardes y proezas, adornos y valentías?... El hombre más frío acude a presenciar una corrida, y acaba por interesarse en ella, por entusiasmarse y, en ocasiones, por sentir el escalofrío del asombro. Aun el más enemigo de nuestra fiesta nacional, si la corrida resultó, como se dice vulgarmente, sale de la plaza habiendo batido palmas si a mano viene, o por lo menos se dice a sí mismo —ya que no lo confesará— que aquello es positivamente algo. Sí, es positivamente algo. Porque la razón o el fundamento de toda censura arranca precisamente de una negación. Toda protesta es hasta cierto punto justificada, cuando el espectáculo se convierte en desdicha, cuando los factores todos, o parte de ellos contribuyen a desnaturalizarlo y, por tanto malograrlo. Entonces sí, entonces la torería es una calamidad, la arena un lugar de violencia, los elementos lamentablemente antipáticos, la finalidad verdaderamente sangrienta. Y entonces es también como surgen, aparentemente apoyados en lo justo, los calificativos de bárbara, imprudente, inculta, inútil, etc., aplicados a la fiesta nacional. El respeto a la lógica nos obliga a una serena reflexión. ¿Tildaríamos, por ejemplo, el arte dramático porque algunas de sus obras pueden ser disolventes, o anodinas, o estar mal representadas? ¿Diríamos, como el emperador Bonaparte, que la música es el menos ingrato de los ruidos, porque una sinfonía fuese mal ejecutada, o se diera un concierto en local que careciera de condiciones acústicas?... Las diatribas contra el toreo parecen estar en su punto cuando el arte de Montes es objeto, como quien dice, de profanación, cuando

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los toros no son toros o los lidiadores distan de merecer el diploma de entendidos, cuanto más el de maestros. En cambio, cuando de entre la vulgaridad que la emulación engendra se destaca un astro de primera magnitud; al surgir un Pepe Hillo, un Cúchares, un Lagartijo, un Guerrita, etc., que a sus condiciones de excelente espada unen la de ser perfectos directores y organizadores, las invectivas ceden el paso a los elogios, porque una corrida deja de ser espectáculo deprimente y ruin para adquirir los verdaderos tonos de torneo artístico y bizarro. Desaparece la inquietud, y asoman el agrado y el interés; huye la repugnancia, y triunfa la satisfacción. No depondremos en pro del arte taurino con el gastado sistema de las comparaciones. Sin embargo, nos permitan algunas observaciones. El desprecio con que han querido mancharnos algunos extranjeros —por más que muchos de ellos se aficionan a los toros con significativa lisura— lleva un vicio de nulidad en el boxeo, o las riñas de gallos, o ciertos deportes de muy dudosa visualidad y más dudoso interés. Se tenga en cuenta que el mismo día en que ocurrió la trágica muerte de Joselito, perdieron la vida un hombre y un muchacho en un concurso deportivo. Se nos argüirá, sin duda, que la práctica del deporte no carece de finalidad. Convenido. Que nos digan, no obstante, qué finalidad apreciable persiguen los que en temerarios raids exponen su propia vida y la de su prójimo;

los que se entregan a carreras locas o vuelos desenfenados, con peligro para sí y sus semejantes; los que toman por lucimiento y ostentación la velocidad automática entre nubes de polvo y

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de humo que apesta, haciendo espectáculo vanidoso, pueril y expuesto en el interior de las poblaciones, etc. No, la fiesta nacional española ni es deprimente, ni bárbara, ni inútil cuando se celebra con todos los requisitos del arte y concurren todas las circunstancias que deben concurrir. Aparte de ser típica, es airosa, pintoresca, animada, sin que la emoción traspase los límites del placer estético y de la admiración ante el arrojo aunado a la serenidad y la presencia de ánimo. Pueden leer estas juiciosas palabras de López Martínez: «Las diversas suertes que en las corridas de toros se ejecutan, en vez de excitar la ferocidad lo que hacen es persuadir a la muchedumbre, más que podría conseguirse con una disertación filosófica, de la gran superioridad de la razón sobre la fuerza bruta». Y para los que dan el calificativo de bárbaro al espectáculo nacional, tuvo estas atinadas frases: «La barbarie consiste en lanzarse el hombre al peligro sin los necesarios medios de defensa, y en la probabilidad, por consiguiente, de perecer víctima de su arrojo». Claro que no darán por esto su brazo a torcer los taurófobos de toda laya. Seguramente nos opondrán que la seguridad es asaz relativa, que esas mismas lumbreras del toreo, muchas, demasiadas, han sido víctimas y héroes. Ahí están el propio José Delgado, y Pebete, y Bocanegra, y el Espartero, y tantos más… Ahora fue Joselito. Precisamente esto nos indujo a trazar estas líneas y a dedicar al infortunado diestro, ídolo de los públicos, las páginas que siguen. Es un homenaje sincero rendido a su memoria y como holocausto a la afición. Calientes todavía sus cenizas, el tributo nos parece piadoso y justiciero, dedicándoselo con toda unción y a manera de jaculatoria salida de lo íntimo.

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CAPÍTULO II VIDA DE JOSELITO

Sus nombres eran: José Gómez Ortega, y adoptó el apodo de Gallito III; pero familiarmente le llamaban Joselito, y este cariñoso mote cundió entre los aficionados, que no le designaban con otro nombre. Parece ser que José Loma le decidió a adoptarlo. Fueron sus padres Fernando Gómez, el Gallo, matador de toros también, que tuvo su época de esplendor allá por los años 1880 a 1890, y doña Gabriela Ortega. Nació José Gómez Ortega en Gelves (Sevilla) el día 8 de mayo de 1895. Contaba, pues, al morir veinticinco años de edad y ocho días justos. El poder del ejemplo y la fuerza del medio hubieron de manifestarse una vez más en el niño hijo de torero, alentando en ambiente taurino, respirando como quien dice afición taurina que se le salía por los poros ya en su más tierna edad… No obstante, su existencia no podía decirse que fuese como tantas otras en que parece ser la fatalidad o la penuria la guiadora de los pasos del neófito. Por el contrario, Joselito veía deslizarse tranquila y acomodada, sin bruscos embates ni rigores de infortunio. 33


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Se ve, pues, como lo dicho acerca del desarrollo de la afición en él fue espontáneo y nativo, no accidental o adquirido. De esa infancia venturosa, lo que adquirió fue una distinción relevante, un aristocratismo singular. Cierto es que ya pasaron los tiempos de la torería gitana, de achulapamientos impropios y maneras restringidas. Hoy un torero, sin renegar de su estirpe ni velar su condición, actúa como otro mortal cualquiera en los círculos sociales, viste y se porta a sabiendas como un caballero particular dentro de los cánones del buen gusto. Un sólo apéndice mantiene como distintivo clásico: la imprescindible coleta. Pero ni estorba para el caso ni se la ostenta con afectación. Se ha operado, en este aspecto de la tauromaquia, la evolución misma que en el comicismo. El histrión de antaño, repudiado socialmente o poco menos, es hoy el actor distinguido y agasajado que alterna con el linaje y es recibido con pleitesía en los salones. José Gómez Ortega conservó siempre ese grado de distinción innata, abridora de todas las puertas y precursora de grandes simpatías. Con ser a la poste el torero mimado y ovacionado continuamente, nunca perdió el carácter de perfecto gentleman. Era muy niño aún, y le tentaba la lidia de reses bravas. A los ocho años, en 1903, toreó por vez primera un becerro en el tentadero de Anastasio Martín. Los que admiraron su precocidad, adivinaron al futuro matador, que tras de no pocos ensayos, prácticas y lecciones, con acopio de propio caudal, vestía el traje de luces el 19 de abril de 1908, debutando en la plaza de Jerez de la Frontera con una cuadrilla formada por él y el Limeño. Conocimos al padre de Joselito en Sevilla el año 1884. Nos lo

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presentó un hermano de Frascuelo, que residía en América y con el cual trabamos amistad en uno de sus viajes a España. Fernando Gómez, el Gallo, era por entonces un buen mozo y un buen espada. En cierta ocasión hablamos de las inclinaciones de Joselito. El padre sonreía con mezcla de orgullo y de contrariedad. ¿Adivinaba las excelencias del futuro maestro y presentía un fin desdichado? En rigor, todos cuantos se dedican al toreo se entregan a la eventualidad de una tragedia. Pero la sangre moza no suele reparar en el peligro, y la vocación es un acicate irresistible. Joselito no podía decir como el Espartero. «¡Máz estocá da el hambre!». En Joselito no había más que vocación. Sí, había más en cierto modo: el germen visible de todo un torerazo. Ya probadas las dulzuras de las palmas, la misma cuadrilla de los dos jóvenes novilleros fue a Lisboa a dar una corrida. ¡Que se asombren los admiradores del malogrado Gallito III! Aquella corrida la toreaban sólo por los gastos. ¿No apunta aquí ante todo la afición? ¿No se descubre ante este rasgo lo que se llama verdadera sangre torera?... La faena fue tal, que en el país de Camões torearon hasta diecisiete corridas de embolados. Siempre en compañía de Limeño, rindió culto Joselito al arte tauromático durante tres temporadas, o sea, desde 1909 a 1911, comenzando a matar becerros, es decir, aproximándose al supremo gesto de los grandes lidiadores. Y el 24 de octubre de 1911, Joselito se atrevió a más, o le dejaron que se atreviese a más, matando en la plaza de Sevilla un toro de

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cuatro años, de nombre Avellanito, al que podríamos llamar su primera víctima formal, el primer astado de algún empeño puesto al alcance de su estoque… Había toreado el de Gelves nueve corridas de novillos en 1909, treinta y siete en 1910 y treinta en 1911, teniendo respectivamente catorce, quince y dieciséis años de edad… El 13 de junio de 1912 debutó en Madrid. El primer bicho que mató en dicha corrida se llamaba Escopeta, y pertenecía a la ganadería de Olea. El 28 de septiembre del mismo año, tomó la alternativa en Sevilla, dándosela su hermano Rafael y tocándole en suerte el toro Caballero —nombre casi simbólico, pues parecía responder a lo del proverbio: a todo señor, todo honor—, de la vacada de Moreno Santamaría. Poco después, en 1° de octubre, confirmaba la alternativa en Madrid, y Rafael le cedía el toro Ciervo, un Veragua jabonero claro, de rizada cabeza. Le acompañaban Pastor y Vázquez II, quien también recibió el doctorado aquella tarde. Durante 1912, toreó Joselito cuarenta y cinco corridas. Contaba diecisiete años. Digamos aquí, que el mismo año recibió el bautismo de sangre. Fue en Bilbao, el día 1° de septiembre, es decir, cuatro semanas antes de tomar la alternativa. Se lidiaban reses de Gama, y al saltar la barrera, el primer toro le alcanzó produciéndole una herida en la pierna izquierda. Por fortuna el percance fue de escasa gravedad, y curó a los pocos días. Seguirle paso a paso en su carrera triunfal sería labor ímproba. Llegó a ser uno de los ídolos del público, y sus razones había para ello. Pero de su arte hablaremos después.

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Consignemos como pormenor curioso y que revela el grado de simpatía y de admiración alcanzado por Joselito, que este toreó, desde que tomó la alternativa hasta la temporada última, 561 corridas. El número de toros estoqueados era de 1.299. Más que a fortuna, a su conocimiento de las reses que había de lidiar se debió el que sus cogidas fuesen pocas y de escasa importancia. Aparte de la de Bilbao, sufrió otra el 5 de julio de 1914, en Barcelona; el 19 de agosto del mismo año, otra en Bilbao; el 24 de septiembre de 1917, una en la ciudad condal; el 19 de mayo de 1918, una en Zaragoza, y el 1° de mayo de 1919, una en Madrid. Inauguró Joselito las plazas de Logroño, la Monumental de Barcelona, la de Albacete y la Monumental de Sevilla. Dio la alternativa a los novilleros Ballesteros, Angelete, Félix Merino, Cámara, Pacorro, Valerito, Dominguín, Sánchez Mejías, Ernesto Pastor y Juan Luis de la Rosa. Desde que tuvo cartel de matador, había estoqueado Joselito en veintitrés corridas más de tres toros. Se llegó a acusarle de tener cierto reparo a los miuras. Y, ¡lo que es la fama —vulgo maledicencia— muchas veces!, relativamente fue el torero que más bichos de Miura estoqueó. Era también el que más orejas había cortado en las plazas de Madrid y Sevilla. Los aficionados de Barcelona recuerdan aquella tarde soberbia del 6 de mayo, diez días antes de su muerte, en que Joselito lidiando reses de Santa Coloma, en unión de su cuñado Sánchez Mejías, estuvo sencillamente admirable. Varios públicos de América tuvieron ocasión de apreciar las portentosas facultades de Gallito, dejando ringla numerosa de entusiastas e incondicionales que saludaban en él algo representativo de la Madre Patria.

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La tarde infausta del 16 de mayo de 1920, en Talavera de la Reina, se tronchó esa flor lozana en todo su esplendor, brusca e inesperadamente, casi podríamos decir inconcebiblemente… *** Hasta aquí nos hemos referido al torero. Podemos hablar del hombre. La biografía de un joven de veinticinco años, aparte de lo que pertenece a su vida profesional, parece que ha de ofrecer escasa materia y datos bien poco interesantes. ¡Si casi es un albor! Pero hay vidas intensas que, en un cuarto de siglo, revelan más que otras vidas de muchos lustros. Algo hemos esbozado del contenido espiritual de José Gómez Ortega. El Joselito particular merece alguna atención. Cuando los detractores del toreo nos hablan del fatal embotamiento de la sensibilidad, producto del ejercicio de su profesión que encierra sólo rudeza y procedimientos toscos, recordamos, entre otros hechos, aquella alma heroica de Manuel García, Espartero, que embestía el sendero mortal con el pensamiento fijo en el cariño de su madre. Y al volver a percibir el susurro del criticismo enragé, con ocasión de la tragedia de Talavera, pensamos en el alma tiernísima del incomparable matador, que era a la vez un amador incomparable. ¿Dónde está el encanecimiento de la afectividad, en ese joven valeroso que subyugaba a una fiera y se rendía ante un corazón femenino? ¿Dónde aparece la insensibilidad del espíritu, en ese gallardo espada que sostenía impávido la embestida de una res, y se turbaba y

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conmovía ante unos bellos ojos?... En este terreno, que no es el privado propiamente, la vida de Joselito tiene un gran contenido lírico. Con un esquema no más de su carácter y su temperamento, vislumbraríamos cumplidamente al sentimental, al hombre exquisito que se esfuerza en disimular sus cuitas, al ser interior que reduce gloria y fortuna a puro sentimiento. José Gómez Ortega no era un enamoradizo como tantos otros, sino en rigor, un enamorado. Hay en la breve historia de sus amores un punto de romanticismo que, en vez de mancillarle, le enaltece, como enaltece siempre lo que arranca del corazón. Joselito era un refinado, no en el sentido de decadente; era un alma capaz de todas las valentías y todas las ternuras. ¿No dijimos que, desde niño, fue la distinción y la exquisitez en persona? Incapaz de sensaciones bruscas, el vaho de sangre de su ejercicio profesional no conturbaba la ecuanimidad de su espíritu ni relajaba la delicadeza de sus voliciones. En la amistad y en el cariño, fue siempre primoroso y dulce. Estimó y amó de veras. Aquella alma grande que podía con los bravos bichos, era grande, también, aúnque en forma distinta, para los afectos y las efusiones. Si no perteneciese a la intimidad y, por lo tanto, no ofendiesen la memoria del difunto, algunos rasgos podríamos contar que le honran sobremanera, que prueban del todo nuestro juicio acerca del Joselito hombre. Pero el detalle de su predilección amorosa es ya público, y a eso sí podemos referirnos. El amor de su vida apasionada y juvenil fue una muchacha digna de él, la hija del ganadero D. Felipe de Pablo Romero.

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*** Corría una tarde abrileña, una de esas primaverales tardes sevillanas en que la atmósfera empieza a meter fuego en las venas, danzan los corpúsculos, ríen los zaguanes y se desean los vergeles; un preludio estupendo del ardor estival. Sentados a la mesa de un café, junto a un ventanal, hablaban dos hombres. Afuera, se empinaban algunos bebés y se agrupaban algunos mozalbetes para mirar hacia dentro. Varios transeúntes acortaban también instintivamente el paso y dirigían sus miradas, entreveradas de curiosidad y complacencia, a uno de los dos hombres. No hay para qué decir que uno de los dos hombres era Joselito. La charla no era ciertamente accidentada, aúnque sí pintoresca y expresiva. Con ráfagas de melancolía en los ojos, decía José Gómez Ortega a su interlocutor: —¡Y de qué le zirve a uno la gloria y la fortuna, zi no a de valer pa ezo?... —No te despaciente, hombre, que tós hemos pazao por eze zarampión. —Te equivoca, compare. Yo no ziento hervore ni calentura infantile. ¿Ehtá? Lo que hay precizamente é que refleziono con frialdá y comparo zuerte con zuerte. —No pué quejarte de la tuya, no tiene a Dió, compare. —Fíjate: llega tú, nuevo Robinzón, a un lugá dezierto con un magnífico petate y cargao de oro. Pué que logre zalvarte de la intemperie ingeniándote er modo. Pero... ¿y comé, zi é lugar no da de zí?... —¡Hombre!...

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—Ehcucha: lo corazoncito también comen, y no ze pué comprá ziempre con oro er alimento. —Zé dónde va a para… —¡Claro! Vuervo a preguntarte: ¿de qué me zirven a mí lo tré millone ahorrao por virtud de mi riñone y de pazeá de pitón a pitón ezte pecho, con má er pico conzeguío de gañote, zi no pueo con todo ello comprar la feliciá?... —Ez que la feliciá… —Ez que la feliciá no eztá meramente en er aplauzo der público, en la fama que uno conzigue, en que te jalee, y te ovacionen, y te muziqueen, compare… —Cierto que no. —Yo no anhelo oreja ni rabo, que alientan la vaniá y llenan, zi tú quiere, la ezportilla... Lo que yo quiero é un corazón, un corazón que zé que late con er mío, pero al que obligan a ahogar lo latío… —Po zi late por ti, no paze pena... Tuyo vaa zé… —Mío, lo é ya, me consta. Por eza é mi amargura… Mi contrariedá, pare. Ezo ar fin é faena de hombre. Pero la zuya... la zuya me trae dezconcertao, po zé que zufre, ¿ehtá? zufre de vera… En los ojos de Joselito se transparentaban presentimientos tristes, algo rebelde asomaba a ellos que la férrea voluntad del mozo contenía y obligaba a retroceder. Así y todo, levantándose como movido por un resorte, y exclamó: —¡Ea, vámono!... Y no ze te ocurra en jamá de tu vía decí que me vizte llorá… Realmente su interlocutor no habría podido decir tal cosa, pues Joselito lloraba, si acaso, por dentro. Temió, sin duda, que le traicionaran las lágrimas, en un momento de exaltación amorosa.

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*** Realmente el diestro se sentía contrariado. Seguro del amor de su novia, hallaba, no obstante, en la familia cierta oposición, que adquiría caracteres de tenacidad. El alma grande del inmenso torero se resentía no sólo por el torcedor de la negativa, sino también por constarle que era correspondido. Eran dos sentimientos muy afines, el amor y la estimación propia, que se sentían heridos por igual ante el fracaso. Y sus íntimos, que le conocían bien, sabían que su presencia de ánimo y su entereza probada no dejarían de experimentar alguna sacudida. Todo era callado, sordo, personal. Apenas habría podido el más lince descubrir en la sonrisa del diestro una tenue expresión dolorosa. Los públicos le aclamaban, y la sonrisa se imponía frecuentemente. ¿No parecía sonreírle a él todo? Juventud, fama, riqueza… Incluso amor, que era el coronamiento de su gloria. Si escrúpulos sociales se interponían entre uno y otro corazón, todo un castillo de ilusiones vendría a derrumbarse. Y entonces, ¿qué valdrían la juventud, la fama y la riqueza? Estos son bienes materiales, escalones únicamente de la cumbre ideal o espiritual… Joselito toreaba sus corridas, mataba sus reses, desplegaba todos sus bríos y sus recursos todos, con el pensamiento fijo en un hada virginal, en una imagen de ensueño. Así resultaba a veces su labor algo maravilloso, indecible, mezcla de arte y de milagro. ¡Cuán pocos podían barruntar el hilillo de luz que presidía a

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aquellas donosuras y aquellos arranques!... El mago del capote, el coloso de la suerte suprema, el torero máximo se excedía a veces a sí mismo y llegaba a lo impresentible. De un tiempo acá, sin tomarle asco a la profesión, soñaba a menudo en un hogar tranquilo, en un idilio inacabable. Se le había escapado en ciertos momentos de expansión y efusión. Retirarse sin ruido, sin alharacas de ninguna especie. Brindar el último toro a la amistad, y despedirse del público. ¿Después? Después la dicha, el hombrazo ahogando al torerazo, una gloria vocinglera sustituida por una gloria llena de susurros y chasquidos nada más. Había que oírle pintando, con intermitencias ocurrentes y frases entrecortadas, el cuadro de su dicha futura. Más que lo que decía, era lo que insinuaba. Y siempre con aquel don nativo del perfecto gentleman, todo gentileza y delicadeza, todo gallardía y compostura. Se comprende que fuese tiernamente correspondido. Y se comprende también que al cabo cesara la oposición y se disiparan las nubes. Joselito podía amar libremente. Y esa libertad, que le llenó de regocijo multiplicaba sus arrestos y sus filigranas artísticas, iba a privar prontamente a la afición del portento que la fanatizaba. El sentimental anularía al artista taurino. Pero ¿acaso por ser un sentimental no era un gran artista? Un alma seca, inaccesible a la ternura, sólo es capaz de un toreo sin alma, todo lo bizarro que se quiera; pero sin alma. El hombre, en Joselito, valía tanto como el torero. O mejor, era un gran torero precisamente porque era un gran

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hombre. Su misma propensión a lo supersticioso revelaba la sutilidad de su espíritu. El temor no llegó a sentirlo nunca. Pero los presentimientos solían agobiarle. En sus mismos rasgos de prudencia, se nota el asalto de la superstición, alguna vez contradictoria. Por ejemplo, se resistía a otorgar su última voluntad, por parecerle cosa de mal agüero; y, sin embargo, al embarcar para América, hizo testamento. Era el hombre, todo espíritu y aflicción, imponiéndose hasta a lo que parece invencible. El Joselito supersticioso, quedaba a la zaga del Joselito amante de sus deudos. El alma ofuscada, retrocedía ante el alma hecha ternura. Le ponía frenético o sobresaltado un augurio, una condena, y no se le ocurrió jamás que pudiera matarle un toro. Ni lo creía él ni lo creía nadie. Fue la exclamación de Machaquito, al enterarse del trágico fin: «¿Será posible?... ¡Joselito muerto por un toro!...». ¿Conocéis el incidente que se supone ocurrido en su viaje a Talavera de la Reina? Tiene tonos de verosimilitud. Joselito iba acompañado de varios amigos y de su cuadrilla. El viaje era distraído, cordial, alegre. Abundaban las bromas y los chistes de toda guarnición. Al llegar a Torrijos descendieron algunos para ir a tomar un bocado en la cantina. Fernando Gómez fue uno de ellos, y quiso comprar un pan grande para que alcanzara a todos. Entonces se interpuso un sujeto desconocido, como intentando oponerse a la adquisición del pan.

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Lo hizo en forma tan destemplada, que Fernando replicó a tono con el insólito exceso. Joselito observó desde el vagón la impertinencia, y vio luego la actitud provocativa del individuo, que intentaba agredir a su hermano. Saltó del vagón y reprochó la conducta de aquel intruso. Como no cesaba este en su bravuconería, Joselito le abofeteó. La bronca, como es de suponer, fue mayúscula. Pero la intervención de los demás y la proximidad de la salida del convoy, evitaron que la cosa pasara a mayores. Al separarlos, gritó aquel energúmeno y se dirigió al espada: «¡Permita Dios que te mate un toro esta tarde!». La maldición gitanesca produjo efecto en el ánimo de Joselito, cuyos ojos se nublaron y no pudo ocultar la mala impresión que le producían aquellas palabras. Partió el tren, y se desvaneció todo, cundiendo nuevamente la alegría entre los viajeros. Sin embargo, la preocupación de Joselito se hizo patente, según las crónicas, al llegar al punto de destino. Uno de los que le esperaban en la estación de Talavera de la Reina era el cajero de la «Asociación de Toreros», Celita. —Tienes una corrida de mistó —le dijo amigablemente. Y a poco repuso: —He visto los toros de cerca. Lo dicho, muchacho, una corrida hermosa y grande, unos bichos poderosos de pitones, más nobles que el pan. El matador seguía silencioso. Hasta que preguntó a Celita: —Pero ¿ze dará la corría? Porque en Madriz ehtuvo diluviando. —Y aquí también. Pero ya ves, hoy no llueve. —Zi no fuera po lo que é —opuso Joselito— yo no toreaba en

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ehta corría. Las palabras apocalípticas del matón de Torrijos conturbaban al joven matador. *** Ya podía abrir el pecho a la esperanza, veía colmados todos sus deseos. La familia de su novia lo quería entrañablemente. Su prometida le adoraba. En el Banco de Sevilla tenía el cuantioso depósito de su fortuna. El marqués de Urquijo lo asociaba a sus especulaciones, y aumentaba sus rentas. Todos los públicos le veneraban. Hasta los toros parecían respetarle. Y se hallaba en esa edad envidiable, el cuarto de siglo, toda color de rosa, toda vigor y esplendor, horizonte y luz… ¿Cómo iba a pensar en la muerte? En lo que pensaba era en su felicidad, en la Vida, la verdadera Vida. «Un año, pá el Pilar —le dijo a su gran amigo don Francisco Urzaiz— cuando, veazté que m’acerco a zu localidá a brindarle un toro, prepare un buen regalito. Aquel zerá el último toro que yo estoquee. Toíto mi entusiazmo zerá en adelante pa mi mujé». Pensaba hacer eso dentro de tres años y estando casado ya. Aquel ángulo del café Nacional de Sevilla, que se ensombreciera un tiempo atrás y escuchara lamentaciones, ahora brillaba y oía palabras de ensueño que a las veces volaban por el cercano ventanal hacia lo ignoto, rozando impunemente los oídos extraños de los devotos del matador, que sólo tenían ojos para mirarle.

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Tal era el hombre. Era algo más. Pero ese algo más va a traslucirlo el lector en otros puntos anecdóticos del gran torero. Son a modo de chispazos anímicos, revelaciones del alma.

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CAPÍTULO III EL ARTE DEL GRAN TORERO

Una sola cosa verdaderamente bella, llena de gracia y de gentileza, exenta del desagradable espectáculo de la sangre y el dolor de las bestias, que a veces nos hace poner sordina al enfado contra los taurófobos, tiene nuestra fiesta nacional: la capa y la muleta. La gallardía y la habilidad de un buen torero, que sabe engañar con la capa y la muleta graciosamente al noble bruto lleno de coraje y de dolor, es lo que constituye la verdadera almendra, el corazón, lo sabroso del arte taurino. Esto es también lo que llena las plazas de bote en bote, al anuncio de los grandes maestros del toreo. ¡Oh, las grandes tardes! Mucho sol, mucha gente y mucho estrépito por las calles... Coches con cascabeles... los autos atiborrados de gentes felices, con hombres muy majos y mujeres de mantilla, semejantes a grandes flores… Peatones en ringlera que llenan las calles... chasquidos de látigo, sones de bocina, chirridos de ruedas, murmullos continuos, voces improcedentes, gritos incitadores, polvo intempestivo a pesar del riego, vendedores de abanicos, ambulancias veraniegas, relinchos de caballos y alertas de conductores… 49


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Es el clásico ambiente español, un poco pagano y un mucho moruno que marea, que aturde, que enerva… Tardes en que se dijera que todo el mundo es feliz, y en que la sangre se caldea con un fuego más vivo… Acaso está ya en la plaza nuestra novia, en un palco, rojo el semblante y más rojo el pecho, lleno de claveles, que espera sin duda prodigarnos sus sonrisas, asaetearnos con sus miradas, más guapa que nunca... Allí es sultana de nuestros pensamientos, reina de nuestros latidos, señora de nuestra alma… Ya pasa el coche de los toreros, esas cumbres llamadas Joselito, el Gallo, Belmonte, Bombita… Vemos El Carmen andaluz y en la casa oculta entre naranjos, la madre y la novia del torero, que lloran y esperan… ¡Oh, España!... ¡Oh, ardores africanos!... ¡Oh, gallardías arabescas!... Y nosotros experimentamos también un escalofrío de tragedia y de heroísmo. ¡¡A la plaza!!, ¡¡a la plaza!!... *** Tardes magníficas, tardes inolvidables... Joselito y Belmonte eran los dos niños fenómenos. El público estaba harto de los grandiosos volapiés de Machaquito, y del toreo casi científico de Vicente Pastor, y hasta de las espantás del Gallo; el único que aún no le cansaba era el Bomba, el gran Ricardo, el torero elegante de la sonrisa, con el que íbamos a la plaza seguros de que no habría tragedia. Pero el Bomba también se marchaba. ¿Y quién sustituiría a los tres o cuatro grandes diestros que se iban?

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Teníamos un gesto de pena. Ya no habría el arte, ni la gracia en los ruedos. Cuando he aquí que surgen Joselito y Belmonte, superando en arte, y en gracia y en finura a cuanto habíamos visto, y puede que a cuanto había existido en la profesión. Recordamos aquellas tardes. Joselito y Belmonte, mano a mano, mataban toros cada día, entusiasmando a los públicos de toda España de un modo delirante. Los inteligentes descubrieron bien pronto en cada uno de los dos fenómenos un arte, una gracia particular. Los dos eran el arrebato, la pasión, el ansia de llegar, costase lo que costase, exponiendo la vida a cada momento, sin medir ni las facultades propias ni las condiciones de los bichos. Pero Belmonte entusiasmaba más bien por su audacia y su valor que por su arte, al paso que Joselito levantaba a las muchedumbres por su habilidad, por su maestría, por su serenidad incomparable, y más aún por su donairoso empleo de la muleta o la capa y su maravilloso conocimiento de las cualidades de las reses, apreciadas a simple vista. Era como el Beethoven del toreo. Ni en las verónicas, ni en los quites, ni en los recortes ni en los faroles le ha superado ni le superará nadie a Joselito. Hasta las gaoneras las ejecuta mejor y con más precisión que su propio cosechero, don Rodolfo Gaona. Decir que ha sido Joselito el mejor banderillero que ha tenido y tendrá la tauromaquia, todavía es decir poco. Eso lo saben todos los aficionados con solo recordar que a más de un toro llegó a ponerle ¡seis pares de banderillas!, como hizo con el broncón y dificilísimo Murube de las ferias de Pamplona el año de gracia 1915, y con el miura de Murcia en septiembre del mismo año, el que cogió a

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Cantimplas. En la corrida de beneficencia de Madrid del año 1916, Joselito puso cuatro pares a uno de los miuras como no podrá hacerlo ningún torero, es decir, uno de frente, el segundo recibiendo, el tercero al sesgo, y el cuarto, estando el toro avisado, recibiendo también. Verdad es que el cornúpeto le dio un tremendo varetazo en el pecho, que le trompicó, y no hubo un que sentir, gracias a su hermano Rafael. *** Ha sido también Joselito el mejor y más hábil y más elegante de los toreros con la muleta. Es verdad que no daba los pasos de pecho como los da Belmonte; pero ni este ni nadie dará los bajos, los naturales y los de terreno cambiado, como el gran Joselito. Nadie, ni aún el Bomba ha sabido nunca obligar, ni preparar a los toros, ni castigarlos con el trapo como Joselito. Tenía la vista única para saber de qué lado había que coger al enemigo, en qué terreno y de qué manera. Saben perfectamente los aficionados que Joselito hablaba y gritaba mucho a ciertos toros al pasarlos, mientras que con otros ni se le oía respirar al hacer la misma faena. En el Casino de Murcia explicó él una noche este extraño proceder, diciendo a un grupo de amigos y admiradores: «Hay toros a lo que ze le domina con la vó como a un perro y hay otro que, si oz oyen chiztá, ehtái facturaos». Nadie como él, o mejor dicho, únicamente él supo dirigir la lidia, después de Ricardo Torres. Y en sus tardes, en las grandes tardes joselíticas, íbamos a la plaza tranquilos, sonrientes, pensando: «No pasará nada, está el inconmensurable, el monumental pararrayos

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taurino». Ni Belmonte, ni Bombita, ni Gaona, ni siquiera su propio hermano Rafael han hecho lo que hizo Joselito en octubre de 1915, encerrándose él solo con seis toros de diferentes ganaderías (Murube, Parladé, Miura, Vicente Martínez, Veragua y Santa Coloma) correrlos, banderillearlos a cuatro de ellos y matar a los seis magistralmente; lo que le valió el ser sacado en hombros por la puerta grande hasta la calle de Alcalá. Y si me recordáis las cinco verónicas sin enmendarse que dio Belmonte, novillero aún, en Madrid aquella tarde de mayo de 1913, yo os recordaría las cuatro de Joselito en Valencia, en las ferias del año siguiente, y la faena inolvidable con el miura de su alternativa en Sevilla... y tantas otras de difícil recordación, porque habría que ir anotando todas las tardes en que el portento se las vio con astados. Bueno, pues, añadid su elegancia y su distinción, su afabilidad y su manantial de simpatía, que en la arena se escapaba a raudales. Era el nuevo torero de la sonrisa, el jefe insustituible de la lidia, el joven valiente y arrojado, el diestro por antonomasia, a quien sólo podía derribar un toro broncón y avisado, mala jeta, como el de la ínfima plaza de Talavera de la Reina… Si la fiesta genuinamente española que, como hemos dicho, revela algo gentil y pagano, nos infiltrara la espiritualidad fatalista de su esencial manifestación, diríamos que el destino llevó a ese incomparable maestro de la tauromaquia, que tantas veces toreó ante reyes e hizo llorar de emoción a las lindas marquesitas de minué, a ese apartado rincón de la península donde un bicho indecente, impropio de él, había de revocarlo en una inconsciencia brutal que casi constituía una justicia: la de reconocerse indigno de recibir la muerte de manos del coloso.

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*** Era Joselito la viva encarnación de Juan Gallardo, el protagonista de la novela de Blasco Ibáñez, Sangre y Arena. Joven, guapo, simpático a más no poder, sevillano y generoso... Se lo comían las mujeres con los ojos. Algunos han atribuido, no sin parte de razón, el no haber sufrido nuestro torero cogida alguna de importancia, a la suma de facultades que le concedió la Naturaleza. Realmente, parecía hecho para la profesión. Fino, ágil, y al mismo tiempo musculoso y fuerte, con una resistencia física a toda prueba; brazos y piernas largos, temperamento nervioso, pero con un gran dominio de sí mismo, y sobre todo esa vista especial que caracteriza a los grandes lidiadores de reses bravas, rápida, certera, desde que el bicho sale del toril. Pero si bien es cierto que Joselito ha sido el torero de más facultades naturales, desde los gloriosos tiempos de Cara–ancha y de Bocanegra, de Frascuelo y Lagartijo, hasta llegar al Guerra y al mocetón Mazzantini, no lo es menos también que nadie antes que él, ni con él, tuvo, ni ha tenido, ni tendrá ya nunca aquel arte, aquella suprema maestría torera, aquella incomparable gracia con los toros, a los que venía como jugando con ellos, sin dejar de sonreírse nunca, sin perder nunca ni su dominio ni su terreno, ni dar un paso, ni hacer un gesto, ni mover la muleta o la capa un milímetro que no estuviera previamente calculado, estudiado y decidido con celeridad y finura. Por todas estas razones era Joselito el torero cumbre, el torero máximo. En la plaza y fuera de ella, en la tertulia, en el seno familiar, en el círculo o en la calle, donde quiera fue siempre Joselito el muchacho bueno y simpático, arrebatado a veces como buen andaluz, pero pronto a reprimir sus ímpetus, con un corazón de oro y una presencia

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galana. Pues bien, todas esas pruebas personales o morales, se traducían en una labor torera incomparable. El torero clásico, el que nos pinta con trazo seguro el novelador valentino, el que harto de ver en las lujosas casas de los ganaderos, los aristócratas y los potentados sevillanos, sus amigos, grandes y severas bibliotecas, se avergüenza de no tener un mal libro y entra en una librería encargando que le envíen a su casa tres mil pesetas de libros, «si pué ser de esos que tién dorao»; ese torero, decimos, carecía por lo común de distinción social, de maneras pulcras, y como carecía de ello, su labor debía forzosamente resentirse de tosquedad, aunque abundase en osadía o arrojo. Joselito no, Joselito era el torero helénico, ponderado, escultural, sobrio, justo, perfectamente artista. Si todo andaluz lleva dentro de sí, innatamente, y más si es torero, un gitano y un príncipe en Joselito, sevillano, macareno, había infinitamente más de lo segundo que de lo primero. Y así su brega, su labor era principesca, no en una suerte, en todas. Suscribimos gustosos los siguientes párrafos de un escritor taurino, muy ajustados a la verdad, para que no se diga que la pasión nos ciega, que nuestros entusiasmos no nos dejan hacer justicia, o que nuestro dolor trastorna nuestro juicio: «Nadie como él, efectivamente, tuvo el dominio, las facultades, el conocimiento, el arte que precisan para poder a los toros y para arrebatar a todos los públicos». «Aun a sus más acerbos detractores, que los tenía, lograba, cuando en ello se empeñaba, demostrarles que su arte era único». «Joselito Maravilla, Joselito el Sabio se le había llamado, y maravilloso era su arte y asombrosa era su sabiduría taurina». «Precisamente la causa de que se le discutiera era porque toreaba

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con tal seguridad, con tal exceso de facultades, que quitaba al toreo toda sensación de peligro». «Al morir Joselito, la fiesta de los toros sufre un terrible golpe. Las corridas perderán todo o casi todo su interés». «¿Quién podrá suceder a Joselito? Nadie». «¿A quién podrá ponerse enfrente de Belmonte, para dar a las corridas aquel grandísimo interés de la competencia entre ambos diestros? A nadie tampoco. Por lo menos, hoy por hoy». ¡Llora, muchacha sevillana, llora! A la alta noche, él ya no vendrá a interrumpir el llanto de la fuente de tu carmen florido, pisando sobre las losas con sus fuertes botas de campo... Ya no vendrá, solo, él, acostumbrado a llevar siempre una multitud tras sí, a decirte su ternura y su amor… Te harán coro, linda muchacha sevillana, muchos ojos en las dormidas capitales de provincias, poblaciones grandes de las ferias y populosas ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, etc., cuyos paseos animó. Ya no le verán pasar con el traje de luces al ir y al volver de la plaza, sonriendo a la ida y sonriendo a la vuelta. ¡Pobre Joselito!

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Biblioteca Nacional de España – Revista Palmas y Pitos.

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CAPÍTULO IV LA TRAGEDIA LA PLAZA DE TALAVERA

La plaza que había de ser escenario de la tragedia fue reedificada en 1890. Existía a extramuros de Talavera de la Reina (Toledo) una plaza con cabida para 4.000 espectadores. Su mal estado hizo que en 1889 se pensara en la reconstrucción, se empezaron las obras a fines de dicho año y se terminaron en agosto del siguiente. El circo en cuestión es de obra, de forma circular, constando de un piso destinado a tendidos, con ocho divisiones con sus correspondientes barreras, contrabarreras, delanteras, balconcillos, sobrepuertas, tabloncillos y varias filas de asientos sin numerar, una meseta con delanteras y asiento general, y otro piso destinado a palcos, capaces cada uno para diez personas, de las que una parte se vende por asientos. Después de la reforma, la cabida total de la plaza viene a ser de unas 5.000 almas. Hay cinco puertas de entrada y diez escaleras en el interior para facilitar el paso a las localidades. El redondel tiene un diámetro de 45 metros, y el callejón una anchura de 1’50 metros, aproximadamente. Las dependencias de esta plaza son las usuales en edificios de esta 59


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índole: caballeriza, corrales, corraleta de apartado, ocho chiqueros y enfermería. En esta, que ocupa un espacio bastante reducido, suele haber dos camas dispuestas. La plaza reedificada se inauguró el 29 de septiembre de 1890, con una corrida superior. Seis toros de la ganadería de don Enrique Salamanca, dueño de la plaza, que fueron lidiados por Fernando Gómez, El Gallo, padre como es sabido del infortunado José, y Antonio Arana, Jarana, con sus respectivas cuadrillas. El padre, pues, pisaba por primera vez la arena que treinta años más tarde había de pisar por última vez el hijo… Los días 15 y 16 de mayo celebra Talavera de la Reina sus ferias. Al año siguiente de la inauguración se dieron dos corridas en dichas fechas. Estoqueó en la primera corrida cuatro toros del propio Salamanca, Rafael Guerra, Guerrita, y en la segunda mataron cuatro toros de don Jacinto Traspalacios, Fernando Gómez y Antonio Arana, es decir, los mismos matadores que inauguraron el año anterior el redondel. Todos los años, invariablemente, se celebran en dicha plaza las dos corridas de feria, y en lo restante de la temporada se suelen dar corridas de novillos. En la segunda, pues, de feria del presente año (1920) sucumbió el infeliz Joselito. ¿Cómo ocurrió el mortal percance? Se ha referido por diversos modos. Lo más aproximado a la verdad parece ser lo que recogemos en estos apuntes. Hemos consultado varias referencias y hubimos de dirigirnos a testigos presenciales. Establecemos los hechos en esta forma: Primero y principal: Joselito trabajó con cierta preocupación de

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ánimo. ¿Influiría el incidente ocurrido en el viaje?... ¿Embargaban su espíritu pensamientos de índole íntima?... ¿Eran los toros de Ortega escamones y ya bregados?... Se asegura que el diestro, siempre tan pulcro y atildado en la plaza, tuvo que recoger por dos veces la faja que se le caía. Y se atribuye a su cuñado la observación de que Joselito, a poco de lidiar, llevaba la taleguilla empapada en sudor. Alguien le oyó decir: «¡Qué duros zon ehtos bichos!...». Estaba escrito seguramente. Cuando se organizó la corrida, fue contratado Sánchez Mejías, y alguien recomendó a Larita, quien envió el contrato en blanco. Pineda compró entonces el lleno, y propuso al Gallo. Joselito hubo de preguntar al apoderado: —¿Por qué no me contratan a mí? —Porque eres un torero muy caro —respondió Pineda. A lo cual opuso el espada: —Zí, pero también er que rezulta má barato, pué zoy el que lleva más público. El hijo de la ganadera optó por Joselito, le convenía mucho que probase sus reses. Y el diestro, efectivamente, llevó numeroso público... a presenciar su trágico fin. *** LA CORRIDA INFAUSTA

La corrida empezó estando algo mojado el ruedo. Salió el primer toro, abanto, y Joselito hubo de sujetarle con unas verónicas superiores.

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Cartel anunciador de la corrida de Talavera el 16 de mayo de 1920.

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Llegó el bicho poderoso a la muerte, y el diestro lo muleteó haciendo una faena de defensa. Hubo de aguantar con arte varias coladas peligrosísimas. Dio un pinchazo, una estocada y un descabello. Sánchez Mejías se entendió con el segundo, se vieron algo apurados en banderillas los peones. Muleteó con arrojo y dio un pinchazo y una estocada de las definitivas o de amén. El tercer toro proporcionó a Joselito ocasión de lucirse, como él sabía hacerlo. Capeó en pie y arrodillado, y las ovaciones fueron constantes y de las que repercuten. Al matar, agarró media estocada en su sitio, y la ovación fue estruendosa. Parearon el cuarto ambos matadores, con valentía y acierto, muriendo el bicho a manos de Sánchez Mejías, quien dejó una estocada contraria, tras de un trasteo de adorno. Y salió el quinto toro, de nombre Bailador, grande, potente, pero de cortas armas y adelantando la cabeza a cada lance. Joselito lo sujetó y castigó con algunas verónicas superiorísimas, defendiéndose Bailador con visible trastienda. Era codicioso, y buscaba el bulto continuamente, por lo cual el espada se le acercó con precaución y lo trasteó con la derecha, dando unos cuantos pases naturales de los de Academia, es decir, perfectamente sabios. Sánchez Mejías no cesaba de mirar alternativamente a su cuñado y al toro. El banderillero llamado Cuco se colocó detrás del matador. Se habría dicho que empezaba a dominar la inquietud. Joselito le dijo a su peón: —¡Quítate! Ya estoy al tanto. El presagio de la catástrofe invadía muchos corazones. De algunos tendidos gritaban al espada:

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—¡Cuidado, Joselito! ¡Anda con ojo! Al iniciar el tercer pase, se produjo lo temido. Unos dicen que el espada resbaló y cayó delante del toro, otros que perdió un segundo al preparar el trapo. Ello es que la bestia se arrancó y enganchó al diestro, volteándole horriblemente y pasándolo de pitón a pitón hasta soltarlo en tierra, metiéndole entonces el cuerno en el vientre. El estupor fue grande. Los toreros se llevaron al toro de cualquier manera, y a Sánchez Mejías le faltó poco para ser alcanzado. Al sentirse herido, José Gómez encogió las piernas y se cubrió la cara con las manos. Luego las llevó al bajo vientre, haciendo horribles muecas de dolor. Intentó sentarse en un estribo próximo, pero cayó desplomado al tiempo que acudían las asistencias para conducirle a la enfermería. Sánchez Mejías, que en el primer momento no creyó que la cogida fuese mortal, mató al cornúpeto de una estocada ladeada. No hay para qué decir que la lidia del sexto toro careció de interés y fue ejecutada a salir del paso. Antes de terminar la corrida, muchos espectadores abandonaron los tendidos. Cuando terminó la lidia y se supo la triste verdad, todos los toreros y muchos aficionados lloraban. Sánchez Mejías sufrió un síncope. Al entrar el herido en la enfermería, donde los médicos le reanimaron por medio de una inyección de cafeína, se le saltaron unas lágrimas... Y alguien pudo hacer memoria de aquellas palabras susurrantes dichas hacía algún tiempo en el Café Nacional de Sevilla: «¡No ze te ocurra en jamá de tu vía decí que me viste llorá!...».

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¡El infeliz ahora lloraba en silencio, no conseguía contener la expresión de dolor, las traicioneras lágrimas! Y ¡qué de cosas no querrían decir resbalando furtivas por el rostro cadavérico! Tenía Joselito, según el examen médico, varias heridas en distintas partes del cuerpo, y una en el vientre, mortal de necesidad, de doce centímetros de extensión por diez de profundidad. En la enfermería se reunieron ocho médicos. Cuando el espada se repuso del primer colapso, parece que exclamó en voz muy débil: «Llamar al doctó Mascarell, pué me muero». El doctor Mascarell era el médico de su confianza. Quiso cogerle la mano el banderillero Blanquet, y Joselito apenas pudo pronunciar: «¡Déjame, que me muero!». Efectivamente, dejó de existir. Se cubrieron en seguida las paredes de la enfermería con paños negros, se colocaron blandones encendidos, y quedaron velando el cadáver individuos de las dos cuadrillas que habían toreado juntas aquella tarde. La sonrisa peculiar del inimitable matador se volvía a dibujar fúnebre y atrayente a la vez en aquel rostro sin vida... *** EL CADÁVER EN TALAVERA

Practicada la autopsia, se procedió al embalsamamiento del cadáver, se sacó una mascarilla. Encerrado en lujoso ataúd de caoba con adornos de plata, traído de Madrid, se permitió horas más tarde al público que desfilara ante los despojos del gran torero.

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La célebre foto de Campúa con Ignacio Sánchez Mejías junto al cadáver de Joselito.

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Luego se le trasladó a la estación para conducirlo a la corte. Presidieron la fúnebre comitiva el gobernador de Toledo y el alcalde de Talavera, concurriendo el Ayuntamiento con sus maceros y una enorme muchedumbre. Las mujeres arrojaban flores al paso del féretro. Como pormenor curioso, mencionaremos que el alcalde de Talavera había presidido la corrida, y tal impresión le produjo el trágico suceso, que juró no volver a presidir ninguna otra corrida. Muchos aficionados fueron en el mismo tren que conducía el cadáver de Joselito, y hubo que enganchar por dos veces nuevos vagones. El hermano del infortunado torero, Rafael, el Gallo, había llegado a Talavera de la Reina en automóvil, a media noche. Se le había dado la noticia de la cogida, sin precisarle la gravedad. En el camino se enteró de todo. Sánchez Mejías le aconsejó que no fuera a la plaza, pero Rafael se empeñaba en ver a su hermano. Sin embargo, no se atrevió. Pidió que le entregaran la coleta, que había cortado un banderillero. Entre tanto, la noticia de la muerte de Joselito, había trascendido por toda España, causando verdadera sensación. Con el dolor se mezclaba el asombro. Nadie acertaba a comprender cómo un toro había podido alcanzar al famoso espada, que tan certera vista tuvo siempre para el ganado. En Madrid se recibió la noticia de la muerte del diestro a las ocho y media de la noche del domingo 16. En Barcelona ocurrió lo mismo, se comentó el suceso hasta altas horas de la madrugada. A pesar de la prohibición contenida en la ley del descanso dominical, los diarios madrileños El Liberal y El Mundo pusieron a la venta sendos extraordinarios dando la noticia con todas las informaciones que en

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los primeros momentos se pudo recoger. El público arrebataba materialmente los números de dichos diarios de manos de los vendedores. ***

Viñeta humorística que ironiza sobre los bajos niveles de alfabetización, que no impiden agotar las tiradas de todos los periódicos con la muerte de Joselito.

LLEGADA A MADRID

A las seis de la tarde del día 17 llegó el cadáver de Joselito a Madrid. Se tuvo el propósito de trasladar inmediatamente el féretro al tren de Andalucía, para conducirlo a Sevilla; pero el público numeroso que había en la estación se opuso y lo impidió. Se resolvió entonces llevar el cadáver al domicilio del infortunado

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LA TRAGEDIA

matador, que lo tenía en la calle de Arrieta, número 12. El gentío que iba detrás del féretro era enorme. A la estación habían acudido todos los toreros que había en la corte, y millares de aficionados. Belmonte, Machaquito y Vicente Pastor figuraban en la comitiva. El féretro fue sacado del furgón y conducido a hombros todo lo largo del paseo de las Delicias hasta la casa mortuoria. Los telegramas de pésame a la familia se recibían en número incontable. El rey envió a Sevilla uno sentidísimo. Belmonte demostraba una consternación indecible. En los últimos años, habían llegado los diestros a un grado de amistad verdaderamente fraternal, y la competencia del oficio no entibiaba en lo más mínimo aquella efusión fraterna. Durante la noche del 17 fue velado el cadáver por individuos de la cuadrilla de Joselito y muchos toreros. Se establecieron turnos de dos en dos. Se dieron misas en la capilla ardiente desde las ocho y media de la mañana, siendo oídas por los deudos e íntimos del finado, y una de ellas por el representante del rey, coronel Losada, encargado de dar el pésame a la familia. A la que se celebró a las once y media, asistieron el Sr. Maura, el exministro Sr. Silió y el conde de Heredia Spínola. El presidente del Consejo, D. Eduardo Dato, estuvo en la casa mortuoria, firmando en las listas, donde aparecían los nombres más ilustres, y se llenaban por centenares. Se empezó a recibir coronas en gran número, enviando una monumental a la Asociación de Toreros. A las tres horas, pasaban de cien. Casi todos los clubs taurinos de España cerraron sus puertas en

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señal de duelo. Lo mismo se hizo con aquella ventana del café Nacional de Sevilla, junto a la cual solía sentarse Joselito. Rafael Gómez, hospedado en el hotel Victoria, inspiraba verdadera compasión. El doctor Mascarell le prohibió que abandonara sus habitaciones. El hermano mayor de Joselito se negaba obstinadamente a tomar alimentos ni medicinas. Los facultativos estaban acordes en prohibirle que acompañara a Sevilla el cadáver de su hermano. *** Mucho antes de la hora anunciada (cinco de la tarde del 18) para conducir a la estación del Mediodía el cadáver de Joselito, la calle de Arrieta era un hormiguero de gente, y lo mismo las calles afluentes. Guardias de seguridad de a pie y a caballo procuraban guardar el orden, sin conseguirlo por completo. El alud humano porfiaba por romper el círculo opresor. Una vez más se hacía patente la inmensa popularidad del diestro fallecido. Todas las clases sociales querían exteriorizar su duelo. Poco después de las cinco, varios individuos de la cuadrilla de Joselito bajaron a hombros el cadáver, colocándolo en una carroza, estufa, tirada por ocho caballos empenachados, con palafreneros y precedida del clero parroquial con cruz alzada. Después de entonado el responso, se puso en marcha el cortejo. Abrían esta cuatro guardias municipales de a caballo, siguiendo varios landós repletos de coronas y flores. Los coches llevaban los faroles con crespones negros. Detrás marchaban individuos de la cuadrilla del difunto, llevando

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cada dos de ellos una corona. Figuraban en el cortejo infinidad de personas, gran número de admiradores de Joselito, compañeros de profesión, ganaderos, etc. Componían la presidencia del duelo Sánchez Mejías, hermano político del difunto; el duque de Veragua; Joaquín Menchero, gran amigo de Joselito; el administrador de este, su apoderado señor Pineda; el picador Camero; Juan Soto; Darío López; Vicente Pastor; el revistero Don Pío; Saleri II, en representación de la Asociación de Toreros; Celita y otros. Las calles del Arenal, Puerta del Sol, Alcalá, Prado hasta la estación del Mediodía, estaban atestadas de público. Se descubrían los hombres al pasar el cadáver, y muchas señoras lloraban y arrojaban flores. Al llegar el cortejo a la Puerta del Sol, entró en la calle de Espoz y Mina para pasar por delante de la Asociación de Toreros. Se colocaron allí muchas coronas sobre el féretro, y se agregaron a la comitiva muchos compañeros de profesión de Joselito. En la Puerta del Sol, se cantó otro responso. Nuevamente en marcha el cortejo, al llegar a la estación fue conducido el féretro, en hombros del peonaje de la cuadrilla del infortunado espada, hasta un furgón cubierto de crespones negros y que fue convertido en capilla ardiente. En él fueron colocadas todas las coronas y flores. Inmediatamente fue enganchado en el expreso de Andalucía. Acompañando al cadáver, marcharon a Sevilla muchos parientes, amigos y admiradores de Joselito.

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EN SEVILLA

El capellán del cementerio de Sevilla, previsor sin duda, pidió con tiempo al gobernador civil que, durante el acto del entierro, fuesen numerosas las fuerzas de la guardia civil que prestaran servicio. La psicología de la multitud no era por lo visto desconocida de ese buen sacerdote, amante del orden y perfecto conservador del sagrado de las tumbas. Ello da una idea de lo que desde luego se barruntó que iba a ser el entierro de Joselito en Sevilla, aquella ciudad que amó y prefirió con pujanzas de hijo amantísimo de la tierra. Tan pronto se supo el fatal desenlace, el alcalde de Sevilla dio el pésame a la familia, y los faroles del paseo de Hércules fueron cubiertos con crespones negros. En los escaparates de muchas tiendas se veían hermosas coronas preparadas para el entierro, todas ellas de gran valor. Las del «Círculo Joselito» eran primorosas. Un enorme gentío acudía al café Nacional, se estacionaban ante aquella ventana junto a la cual había la mesa donde acostumbraba a sentarse Joselito. El duelo popular era grande, no se hablaba en Sevilla de otra cosa que del luctuoso suceso. Todo hacía presentir una imponentísima manifestación. Y, en efecto, hemos de ampararnos de la brevedad, porque toda reseña resultaría pálida. Los retratos de Joselito se veían por todas partes. La memoria del héroe de la tauromaquia lo invadía todo. Rostros lindísimos aparecían surcados de lágrimas. La gente mayor hacía memoria aún del padre de José, aquel inolvidable Fernando Gómez, el Gallo, hijo de Sevilla también,

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bautizado en la parroquial de San Lorenzo, sin par en el quiebro de rodillas, su quiebro, su invención pionera, clásico también con el capote y la muleta, retirado del toreo en 1896, un año después de nacer Joselito… Sonaba también el nombre de Manuel García, el Espartero, sevillano asimismo, a quien dio la alternativa Antonio Carmona, el Gordito, otro macareno, confirmada en Madrid poco después por el Gallo, y a quien vieron morir los aficionados de Madrid, en forma parecida al pobre Gallito. Parecía renacer, en cierto modo y por virtud de la tragedia que venía a conturbar las mentes, aquella querencia singular a la escuela sevillana, rival de la cordobesa, que in illo tempore mantuvo a la afición en apasionada porfía… En cada corazón sevillano había un lugar para Joselito. Cada uno de ellos parecía latir de impaciencia por no tener aún los despojos del admirable matador allí, en su cuna, bajo el sol que le vio nacer y le alentó para empresas gallardas, de garbo y valentía no superadas por nadie. *** Llegó por fin. Fue un momento emocionante. Si hay lugar donde contrasta lo fúnebre, es en la bella ciudad del Guadalquivir. Ríe todo. El cénit, los campos, las calles, las moradas, las gentes… Los rayos solares parecen dibujar acá y allá la palabra VIDA. ¡Y en aquello que más la representaba, en la fiesta de las fiestas, en el arte vivido, en una lozana representación de esa Vida, venía la

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Muerte!... Mala elección de la Parca. ¿Por qué cebarse en la juventud, en la dicha, en la habilidad y el valor? ¿Por qué truncar una sonrisa halagadora, capaz de infundir la alegría en todas partes?... Comprenderéis por estas consideraciones las caras lúgubres de los hombres y los rostros húmedos de las mujeres, el gran silencio de la multitud que unía una maldición a una plegaria; «¡Maldita fatalidad!... ¡Pobre Joselito!». Se había ido un alma regocijada, y volvía un cuerpo inmóvil. Se había marchado una sonrisa, y regresaba la expresión eterna del dolor. Retratos, coronas, flores, pésames... Sí, todo parecía poco. Sevilla ya no le podía aplaudir, no podía hacer más que llorarle. Llegó de la villa y corte el féretro hecho un vergel, un inmenso túmulo de flores. Y la tierra andaluza, que las produce tan bellas, aumentaba el caudal de un modo extraordinario. Era aquello una hermandad de espíritus, un nexo español, una comunidad de voliciones. Si la bestialidad había podido incidentalmente con la destreza, si lo brutal había arrollado por un momento a lo artístico, si la fuerza inconsciente consiguió vencer al arrojo, el gran paladín se iría a la sepultura con lo más bello de la Naturaleza: el sentimiento y la piedad de los hombres, y la savia esplendorosa de campos y jardines. Su tumba sería un carmen sagrado, un vergel religioso. Arroyos y aceras, azoteas, ventanas y balcones estaban atestados de público desde horas antes de la llegada del tren. Cuando este llegó, fue recibido el cadáver por infinidad de

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comisiones y el alcalde de Sevilla. Organizado el cortejo, en el que figuraban representaciones de todas las sociedades taurófilas y personas de todas las clases sociales, se puso en marcha y siguió el trayecto señalado. Al pasar el féretro por la plaza de la Campana, en la que está instalado el «Club Gallito», fue una verdadera lluvia de flores la que cayó sobre la caja. En el cementerio había millares de personas. Allí fue destapado el ataúd. El cadáver de Joselito presentaba evidentes señales de descomposición. Por este motivo se desistió de exponerlo al público, como había sido el primer intento. Se dispuso a darle inmediatamente sepultura. Entonces surgió una dificultad. La caja no entraba en el nicho. Algunos de los presentes ofrecieron panteones de su propiedad para la inhumación. Los ofrecimientos, aúnque agradecidos, no fueron aceptados, porque se habría tardado cinco años en poder trasladar los restos al panteón de la familia de Joselito. Atendida esta razón, se procedió a ensanchar el nicho, con lo cual se pudo al cabo de tres cuartos de hora dar sepultura al cadáver. No faltó quien dijese, tomando pie de la menuda contrariedad en el acto de la inhumación: «¡Todo, ante él, resulta pequeño; hasta la sepultura!...». Una ciudad entera había ido a rendirle el postrer tributo. Pero el tributo más hondo será el que guarde la afición, el recuerdo de aquella figura simpática, de aquel joven valeroso y artista, arrojado y sentimental, que en el ruedo supo dar la sensación de un toreo

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enaltecido, perfecto, altamente personal e inconfundible. Digamos la palabra: ÚNICO.

Portada de la revista Palmas y Pitos –8–11–14.

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ANÉCDOTAS

CAPÍTULO V ANÉCDOTAS

Verídicas o probables, se cuentan de Joselito infinidad de anécdotas. De algunas podemos atestiguar la exactitud. Las otras las recogemos a título de curiosidad, y elegimos las más verosímiles, ateniéndonos para el caso a la sabida máxima de que el estilo es el hombre. Ninguna le desdora, y todas y cada una dibujan su carácter. *** Una de las veces que Joselito toreó en Barcelona, cuando todavía parecía existir cierta pugna entre él y Belmonte, se dividió la afición en dos bandos apasionadísimos, incitándole: «Se corre por ahí que Belmonte va a eclipsarte...». El matador interrumpió: «¡Bah! Los eclipze duran zólo minuto». *** Se le oyó gritar a un toro, al darle unos pases: 77


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«¡Cuádrate, condenao, que un bello morir honra toa una vía!». *** Le hicieron observar cierto día lo mucho que se comentaban las famosas espantás de su hermano, el Gallo, y replicó: «No é que Rafaé s’asuzte, é que él no quié asuztar ar público con una corná». *** Le decía una dama principal: —¿Cómo no tiene miedo a los toros, en la plaza? —Porque un clavo zaca otro clavo. No ze le tié mieo a los toros, por mieo ar público. *** Otra le preguntó: —¿Qué experimenta cuando le conceden una oreja? —Pue, que ze quea uno zordo con las ovacione. *** Era de tronío y muy dicharachero, puesto a bromear. Uno de esos infelices fracasados que se pegan como lapas a las lumbreras del redondel, estuvo en una juerga con Joselito y varios amigos suyos. Borracho ya como una cuba, le decía el infeliz al maestro: —Yo mato má que tú, y que Belmonte, y que tóos juntos.

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ANÉCDOTAS

—Sí, hombre, sí, er tiempo —le respondió Gallito, con su sonrisa habitual. *** A propósito de su sonrisa enigmática, le dijeron una vez que recordaba la de la Gioconda, pintada por Leonardo de Vinci. Joselito poseía instrucción, y conocía el arte en general. En el acto replicó: «Bien puée ser. Pero yo no pinto Monas». *** Su alma generosa apunta en el siguiente rasgo. Un pobre diablo que fiaba su sustento al pequeño sablazo, solía abusar del matador. Se lo advirtieron, y contestó Joselito: «Ya lo zé. Pero lo hace tan mal, que zi no me zablea a mí, no zablea a naide, y ze quea zin comé». *** Tenía sus salidas irónicas. La noche misma del día en que fue llevado en triunfo hasta la calle de Alcalá, le dijo un compañero: —¡Chico! ¡Por la puerta grande!... —No iba yo a zalí pó un agujero; —respondió, encogiéndose de hombros. ***

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JOSELITO TORERO MÁXIMO

En Jerez de la Frontera, estando sentado ante un velador a la puerta de un bar, se le acercó un golfo. —Zeñó Joselito: me guztaría zer torero. —¿Tié afizión? —E que... quiziá ganá millone. —Poz... dile a tu pare que te mande... a California. —E que... no tendrá perras, —objetó ingenuamente el rapaz. —Toma, pá el viaje. Pero... zin vuerta; —dijo el diestro alargándole unos céntimos. *** Fue siempre cumplidor de su palabra y formal en sus contratos. Menchero es testigo de que jamás tuvo José Gómez una discusión con una empresa, ni eludió, como hacen tantos otros, el trabajar y el exponerse. Su pundonor picaba muy alto. Cuando debutó en Jerez el 1908, con su cuadrilla de «Niños sevillanos», el empresario, alegando que no había cubierto los gastos, no les pagó, y entonces la apabullada cuadrilla pasó, en el slipping que es de suponer, a Lisboa. Allí el empresario quiso también llamarse Andana, pero la cuadrilla, teniendo en el centro a Joselito, formó el cuadro, y el precoz espada le dijo al empresario, desde la segunda corrida, que él mismo administraría los fondos, o de lo contrario los «Niños sevillanos» no trabajaban más. Fue un volapié superior. ***

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ANÉCDOTAS

Cuando el estreno en Madrid de Los semidioses, la comedia de Federico Oliver, el exquisito censor teatral Manuel Bueno, haciendo la crítica de la obra, mencionó con cierto enfado el hecho de recibir Joselito continuamente cartas incendiarias de mujeres. Le leyeron el resquemor del crítico, y exclamó el afortunado galán, entre discreto y ufano: «No é pa tanto la coza. No hay má sino que Manolo Bueno... é muy bueno». *** En Barcelona le pidió un pobre inválido del toreo que le procurara de la empresa unos cuantos billetes para revender. Conseguido lo que quería, empezó a pregonar por las Ramblas localidades para la corrida. Estando prohibida la reventa, la policía se metió con él. —¿No sabe que eso no está permitido? —E que yo tengo permizo… —¿Permiso de quién? —Poz... de Joselito. Le detuvieron, y le falló, por consiguiente, el propósito. A la temporada siguiente, el individuo en cuestión volvió a las andadas. —¡No puede revender billetes! —E que yo... tengo permizo corfirmao. —¿Permiso? —Zi zeñó. —¿Quién se lo ha dado? —Joselito.

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JOSELITO TORERO MÁXIMO

Conducido otra vez al gobierno civil, y enterada la primera autoridad de la provincia, ordenó que se le dejara, pues, efectivamente ¡tenía permiso de Joselito! El alma buena del matador había volado sin duda por encima del reglamento. *** En Sevilla estaba una vez tomando unas cañas con varios amigos, cuando llegó el suegro de otro torero famoso, persona que presumía de lista y era poco dada a la esplendidez. —Bueno, bebamos unas tandas más. Pero ná de andar con pago a ezcote. Que lo pague tóo uno, ¡eh! Y, guiñándole el ojo a Joselito, pareció indicarle a uno de la reunión, a quien tomó por un señoritingo, para hacerle pagano. Se trataba de un amigo del diestro, que no solía usar sombrero cordobés ni prenda alguna tirando a torería. Las rondas de cañas menudearon, y ya el guasón creyó conveniente rematar la gracia. —¡Ea, bazta, a pagar! Pero uno zolo, a ver, ¿quién?... Uzté va a decílo. Y tornó a guiñarle el ojo a José Gómez. Este contestó llanamente: —Poz… uzté mizmo. Y se levantó y marchó en unión de su amigo. *** El poeta Carrere escribió, por aquellos días en que la gloria del Gallito llegaba a su máxima intensidad, un soneto manando lágrimas, del

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ANÉCDOTAS

cual son estos versos: Ya ha perdido la estrella de su norte la raza; y a este pueblo borracho, que vocea en la plaza y gusta de emociones crueles y delirantes, le interesa el GALLITO mucho más que Cervantes Cuentan que el torero de Gelves, a quien nunca emborrachó el aplauso, replicó en la intimidad: «Zí. Pero Cervante dejó un Quijote, y mi obra va a morir conmigo. No é injuzta, por tanto, la apoteozi en vía. Toíto en er mundo tié su compenzación». *** La madre de Joselito, Doña Gabriela Ortega, se opuso tenazmente a que su hijo menor se dedicase al toreo. Pudiendo más la vocación que el amor filial en el niño, la pobre señora se vio desobedecida y contrariada. Más de cuatro veces hubo entre madre e hijo escenas lastimosas. Con ánimo de tranquilizarla y borrar el mal efecto de la rebeldía del hijo, le decían una vez: «Parece extraño que eso la preocupe a usted tanto. Al fin su marido de usted fue torero, y lo son también sus otros dos hijos, Rafael y Fernando, sin que por ello se la haya visto a usted derramar tantas lágrimas ni sentirse tan agobiada». Doña Gabriela hubo de manifestar entonces que la causa de su preocupación era el presentimiento de que a Joselito lo había de matar un toro. La muerte se anticipó para ella, ahorrándole el golpe terrible que hubiera recibido con la tragedia de Talavera de la Reina.

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JOSELITO TORERO MÁXIMO

Por eso pudo exclamar Vicente Pastor, al enterarse de la cogida: —«Si hubiera vivido Gabriela... ¡Desventurada madre!». *** Terminaremos este capítulo, no con anécdotas, pero sí con algo que demuestra el grado de celebridad a que había llegado Joselito. Le faltaban por torear este año (1920) las siguientes corridas: 17 de mayo, en Madrid; 18 y 19, en Badajoz; 21, en Madrid, la del Montepío de Toreros; 23, seis toros de Guadalest para él solo, en la plaza de La Línea; 25, 26 y 27, en Córdoba; 30 y 31, en Cáceres. Junio.—Días 3 y 6, en Granada; 10, en Barcelona; 13, 14 y 15 en Algeciras; 17, en Madrid; 20, en Valencia, que iba a cambiar para dársela a Madrid; 24 y 27, en Barcelona; 29 y 30, en Alicante. Julio.—Día 4, en Pontevedra; los 7, 8, 9, 10 y 11, en Pamplona; 18 y 19, en Málaga; 22, en Puerto de Santa María; 25, 26, 27, 28 y 29, en Valencia; 31, en la Coruña. Agosto.—Día 1.°, en la Coruña; 3 y 4, en Santander; 5 y 6, en Vitoria; 7 y 8, en Santander; 10 y 11, en Gijón (la misma empresa de Talavera); 14, 15 y 16, en San Sebastián; 18 y 19, en Ciudad Real; 22, 23, 24, 25 y 26, en Bilbao; 28, en Linares; 29 y 30, en Málaga. Septiembre.—Días 2 y 3, en Mérida; 4 y 5, en Priego; 6, en Quintanar de la Orden; 7 y 8, en Murcia; 10, 11 y 12, en Albacete; 13 y 14, en Salamanca; 15 y 16, en Zamora; 17, 18, 19 y 20, en Valladolid; 21, 22 y 23, en Logroño; 24 y 26, en Barcelona, 28, 29 y 30, en Sevilla. Octubre.—Día 3, en Valencia, a beneficio del Montepío de Toreros; 10, en Barcelona; 13, 14, 15, 16 y 17, en Zaragoza. El día 24, debía poner fin a su temporada toreando él solo seis toros de Palha, en Valencia, y aún esperaba ocho o diez contratos más pendientes de resolución.

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ANÉCDOTAS

Llevaba toreadas, hasta la de Talavera, las corridas siguientes en esta temporada: Abril.—El día 4, en Sevilla, con Chicuelo y Sánchez Mejías: toros de Nandin. El 5, en Madrid, con Belmonte, Valerito y Sánchez Mejías: toros de Martínez. El 6, en Murcia, con Belmonte y Sánchez Mejías: toros de Argüeso. El 19, en Sevilla, con Belmonte y Belmonte II: toros de Tamarón. El 21, en Sevilla, con Belmonte II y Sánchez Mejías: toros de doña Carmen de Federico. El 22, en la misma plaza, con Belmonte y Chicuelo: toros de Guadalest. El 23, en la propia plaza, con Belmonte, Valerito y Sánchez Mejías: toros de Miura. El 25, en Andújar, con Belmonte y Valerito: toros de Nandin. El 28, en Sevilla, con Belmonte: toros de Camero Cívico. El 29, en Jerez, con Belmonte y Chicuelo: toros de Villamarta. El 30, en el mismo circo, con los mismos compañeros del día anterior: toros de Tamarón. En total, doce corridas. Mayo.—El día 3, en Bilbao, con Belmonte: reses de Tamarón. El día 5, en Madrid, con Belmonte y Sánchez Mejías: reses de Santa Coloma. El día 6, en Barcelona, con Sánchez Mejías: ganado de Santa Coloma. El día 6, en Écija, con Sánchez Mejías y Chicuelo: ganado de Antonio Flores. El día 10, en la misma plaza y con los mismos compañeros: ganado de Campos. El día 13, en Valencia, con Belmonte y Valerito: reses de Contreras. El día 15, en Madrid, con Belmonte y Sánchez Mejías: ganado de Garvey y Salas. En junto, siete corridas. Con la de Talavera de la Reina, hacían ocho.

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Página interior de la revista Palmas y Pitos –12–10–14.

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CABOS SUELTOS

CAPÍTULO VI CABOS SUELTOS

Todo cuanto se relaciona con el gran torero que acaba de fallecer, nos parece interesante para el lector. Por esto reproducimos aquí algunas referencias e informaciones curiosas. *** LA ÚLTIMA VOLUNTAD

Se dijo en un principio que no había hecho testamento. Parece comprobado que sí. Su fortuna, evaluada en unos tres millones de pesetas, pasa a sus hermanos Rafael, Fernando, Gabriela, Lola y Rafaela, como usufructuarios, para heredarla luego sus sobrinos. LA AFLICCIÓN DE BELMONTE

Al saber Belmonte la desgracia, sufrió un desvanecimiento. Manifestaba la estimación que le tenía, asegurando que su 87


JOSELITO TORERO MÁXIMO

amistad con Joselito había llegado a ser, sobre todo en los últimos años, verdaderamente fraternal. —«Nos comunicábamos —añadía Belmonte— hasta los más íntimos pensamientos. Yo no podré olvidarle». 500.000 DÓLARES

Personas de la intimidad de Joselito, aseguraban en Sevilla que había hecho un seguro de vida con una Compañía norteamericana, por 100.000 libras esterlinas, 500.000 dólares. La mayor parte de sus alhajas, que solía llevar muy pocas veces, las tenía el diestro depositadas en la sucursal del Banco de España, en Sevilla. NEGOCIOS EXTRAS

No todos sus beneficios o utilidades los debía a su trabajo como torero. Se asegura que el marqués de Urquijo, gran amigo suyo, le asesoraba bien y le asociaba a sus negocios más lucrativos. Buena parte de su capital lo debía a afortunadas especulaciones. CONFIANZA VANA

En los primeros momentos de ocurrir la catástrofe, nadie creyó que la cogida fuera de tanta importancia. Sánchez Mejías mismo no consideró tan grave el percance, y pareció querer tranquilizar al público, que se manifestaba horrorizado. Al enterarse de la triste verdad, su desconsuelo no tuvo límites. Pero la verdad no se la dijeron al cuñado de José hasta terminada la corrida.

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CABOS SUELTOS

Así y todo, impresionado, hubo de estoquear el quinto toro, el bronco Bailador, y el sexto, con más ganas de acabar pronto que de lucirse. PROPÓSITOS FALLIDOS

En verdad Joselito no iba a ganar, sino a dar cartel a unos toros de ganadería sin fama, y a complacer a los aficionados de Talavera de la Reina, proporcionando el consabido lleno a los empresarios, amigos suyos. Y lo que había de ser gloria para todos, terminó en desastre. MEDALLA SALVADORA

En el acto de morir, le quitaron del cuello un retrato de su madre y una medalla de la Virgen de la Esperanza. La medalla le había salvado de una cornada en San Sebastián, y por esta circunstancia la llevaba, deformada y todo, siempre encima como una reliquia. LOS CORNICORTOS

Dijo Joselito, durante el viaje a Talavera, que la gente creía que los toros cornicortos son de poco respeto, siendo así que ocurre todo lo contrario. Y, en efecto, un toro cornicorto le iba a causar la muerte horas después.

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JOSELITO TORERO MÁXIMO

UNAS FRASES DE GUERRITA

El exmatador de toros Rafael Guerra, Guerrita, quería a Joselito entrañablemente, y aún fue su leal consejero en no pocas ocasiones. Se atribuye al Guerra estas frases: —«Han terminado en España los buenos e inteligentes toreros. La muerte de Joselito motivará que muchas personas se retiren de la afición». Es posible que el gran cordobés acierte, porque el arte taurino sufre una dolencia extraña llamada «desaprensión», solamente evitable con una cosa: la severidad del público.

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APÉNDICE

CAPÍTULO VII APÉNDICE

El día 21 de mayo se celebraron en la Catedral de Sevilla los solemnes funerales por el alma del que fue excelente matador de toros, el imponderable José Gómez Ortega, Joselito. Fue una ceremonia religiosa a tono con la calidad del difunto. Asistió el Cabildo en pleno y ofició una Dignidad, revestido con lo más preciado del vestuario de la Catedral. Para el fúnebre acto fue levantado un túmulo de tres cuerpos, que cubrían riquísimos paños de terciopelo negro con bordados de oro. El túmulo estaba rodeado de luces en número extraordinario. Al terminar el funeral, desfiló la concurrencia, que fue numerosísima, ante el duelo. Formaban este el arzobispo, el gobernador civil, el alcalde, el hermano del difunto, Fernando Gómez, y su hermano político Sánchez Mejías y Enrique Ortega; el general de división don Luis Jordán, el teniente de ingenieros don Juan Caparrós, el notario don José María Rey, don Juan Antonio Jacobo, don Manuel Esparraguera, don Juan Soto; el delegado de Hacienda, don Antonio Filpo y una comisión de la hermandad de la Virgen de la Esperanza. Las campanas de la Giralda doblaron constantemente durante los 91


JOSELITO TORERO MÁXIMO

funerales. No se recuerda en Sevilla honras fúnebres de magnificencia tal. En Cádiz se celebraron también funerales por el alma de Joselito, en la iglesia de Santa María, asistiendo infinidad de personas. Presidieron el duelo don José Jiménez, don José Villegas, don Simón Delgado y los toreros Agualimpia y Conejo.

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GALERÍA

GALERÍA

Antología fotográfica de la vida de Joselito el Gallo.

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JOSELITO TORERO MÁXIMO

Joselito recuperó multitud de suertes y lances perdidos, como el galleo del buque se ve en esta fotografía de Alfonso Sánchez Portela en la Plaza de Madrid (1919).

Adorno de Joselito con el toro sin picar.

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GALERÍA

Entrada para la corrida de Talavera del 16 de mayo de 1920.

Recorte con el capote a una mano que su padre, Fernando el Gallo, solía realizar. Fotografía de Manuel Cervera (13/6/1912) en la Plaza de Madrid.

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JOSELITO TORERO MÁXIMO

Larga cordobesa de Gallito a Barrabás, la legendaria tarde en la que mató siete toros de Vicente Martínez en la Plaza de Madrid (3/7/1914).

Desplante de Joselito en el primer tercio, con la panorámica de la Maestranza al fondo.

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GALERÍA

Joselito, el gran lidiador, castigando por abajo a un manso en la Plaza de Madrid.

Ayudado por bajo de Joselito en Sevilla (1919), fotografía de Serrano.

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JOSELITO TORERO MÁXIMO

Uno de los siete naturales que ligó Joselito a un toro de Gamero Cívico en la Plaza de Madrid. Foto de Alfonso (15/5/1916).

Joselito clavando en los medios de poder a poder. La fotografía es de Vandel y aúnque aparece siempre sin fecha por la capa parece Barrabás de Vicente Martínez en 1914.

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GALERÍA

Joselito ejecutando un kikirikí con garbo (1915).

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JOSELITO TORERO MÁXIMO

Natural de Joselito en Lima, enero de 1920.

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GALERÍA

Pase de pecho de Joselito, Sevilla (1920).

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JOSELITO TORERO MÁXIMO

Volapié de Joselito en Córdoba (1912).

Otro par asombroso de Joselito en los medios de la Plaza de Madrid, cuadrando en la cara sin apenas levantar los talones del suelo.

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Biblioteca Taurina de la Fundación Toro de Lidia Colección textos Biográficos

fundaciontorodelidia.org


Esta casi desconocida biografía sobre Joselito el Gallo fue publicada por Juan del Vial en 1920, poco después de morir Gallito, y está impactada de lleno por la noticia. Tiene el valor de trazar un retrato fresco a vuelapluma, con lo que se sabía de Joselito a pie de calle y por testigos directos entonces, sin el sesgo de investigaciones profundas tiempo más tarde. El autor ni siquiera confronta los méritos de Joselito con los de Belmonte, su gran oponente en la Edad de Oro del toreo, pues parte de que el máximo torero era Joselito. La biografía se completa con tres anexos compuestos por imágenes del entierro de Joselito, de su tauromaquia y de cómo se veía a Joselito en la prensa de entonces, incluida la satírica. El prólogo está escrito por Angel Antonio Sánchez-Carrillejo Cruz, aficionado de Madrid y abonado al tendido 5, activo defensor de la figura de Joselito en redes sociales y que ha colaborado en diversos portales y boletines de aficionados.


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