Colección Ensayos
Pepe Hillo
Tauromaquia o Arte de torear a caballo y a pie
TAUROMAQUIA O ARTE DE TOREAR A CABALLO Y A PIE PEPE HILLO
Prólogo
DOMINGO DELGADO DE LA CÁMARA
Biblioteca Taurina de la Fundación Toro de Lidia Colección Ensayos Título original:
Tauromaquia o Arte de torear a caballo y a pie Edición complementada: · Carta histórica sobre el origen y progreso de las fiestas de toros en España (Nicolás Fernandez Moratín) · Apuntes biográficos de Pepe Hillo (Bruno del Amo «Recortes») Prólogo: Domingo Delgado de la Cámara Diseño de la cubierta y maquetación: Alexandra Larrad Hugo Gómez Consejo editorial de la Colección Ensayos: Carlos Ballesteros Rebeca Fuentes Domingo Delgado Guillermo Vellojín Juan José Montijano Ángel Antonio Sánchez Edición: Guillermo Vellojín Aguilera Láminas de la Biblioteca Nacional de España. Reservados todos los derechos de esta edición para: © Fundación del Toro de Lidia Calle Moreto 7, primero izquierda, 28014, Madrid.
TAUROMAQUIA O ARTE DE TOREAR A CABALLO Y A PIE
ÍNDICE
Nota de la edición.............................................................................. 9 La tauromaquia de Pepe Hillo y sus circunstancias históricas �������� 11 Domingo Delgado de la Cámara Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros en España......................................................................................... 33 Nicolás Fernández de Moratín Apuntes biográficos.......................................................................... 47 Bruno del Amo «Recortes» Tauromaquia o Arte de torear a caballo y a pie.............................. 83 Pepe Hillo Prólogo........................................................................................ 85 Noticia histórica del origen y progresos de las fiestas de toros en España........................................................................... 87 Tauromaquia · Parte I............................................................. 101 Modo de torear a caballo
Capítulo I............................................................................. 103 De algunas circunstancias dignas de observarse para el mejor suceso de las funciones de toros Capítulo II........................................................................... 107 De los preceptos y reglas que los toreros de a caballo y picadores deben observar en las lides Capítulo III.......................................................................... 115 Método de poner rejones desde el caballo Capítulo IV.......................................................................... 117 Varias suertes a caballo, y el modo seguro de ejecutarlas Modo de derribar a la falseta Modo de derribar a la mano Modo de derribar al violín Suertes de enlazar las reses desde el caballo Tauromaquia · Parte II............................................................ 121 Reglas para torear a pie Capítulo I............................................................................. 123 De los preceptos y reglas que deben observarse para sortear a los toros con capa Suerte de la verónica con los toros francos, boyantes o sencillos Toro que se ciñe Toro que gana terreno Toros de sentido Toros revoltosos Toros abantos o temerosos Toros bravucones Capítulo II........................................................................... 131 Suerte de recorte
Suerte de espaldas Suerte a la navarra Suerte a la tijera Capítulo III.......................................................................... 137 De los modos más ciertos de banderillear las distintas clases de toros que se conocen Suerte de cuarteo Suerte a media vuelta Capítulo IV.......................................................................... 143 Modo de manejar la muleta y reglas de matar a los toros Pase de muleta regular Pase de muleta de pecho Suerte de muerte Modo de matar los toros sencillos Modo de matar los toros que ganan terreno Suerte al volapié Suerte de descabellar Suerte del cachetero Capítulo V........................................................................... 153 Suerte de la lanzada a pie Suerte de mancornar las reses Suerte de enlazar las reses Suerte de picar a pie Demostración de los instrumentos de torear Capítulo VI.......................................................................... 159 De la acción ofensiva y defensiva de los toros Suplemento a la Tauromaquia
ÍNDICE DE LAS LÁMINAS Colocación de los picadores y retirada del alguacil ..................................... 105 Primera suerte de picar........................................................................... 108 Acción de llamar al toro por detrás........................................................... 110 Suerte de picar el toro atravesado.............................................................. 111 Modo de esperar los toros aplomados........................................................ 112 Huida de los toros pegajosos.................................................................... 113 Suerte de picar de rejoncillo..................................................................... 116 Modo de derribar a la falseta.................................................................. 118 Modo de enlazar los toros desde el caballo................................................ 120 Primera suerte de capa con los toros boyantes............................................. 124 Segunda, con los toros que se ciñen........................................................... 125 Tercera, con los toros de sentido............................................................... 127 Cuarta, con los toros temerosos................................................................ 128 Quinta, con los toros temerosos................................................................ 129 Suerte de recorte..................................................................................... 132 Suerte de espaldas.................................................................................. 133 Suerte a la navarra................................................................................ 134 Modo de poner las banderillas de cuarteo.................................................. 138 Modo de poner las banderillas a media vuelta........................................... 139 Modo de presentar la muleta al toro......................................................... 143 Suerte de pasar la muleta........................................................................ 144 Pase de muleta de pecho.......................................................................... 145 Suerte de matar...................................................................................... 146 Suerte de matar al volapié....................................................................... 147 Modo de descabellar............................................................................... 149 Modo de acachetar................................................................................. 150 Modo de sacar el toro muerto de la plaza.................................................. 150 Lanzada a pie....................................................................................... 154 Modo de marconar a un toro................................................................... 155 Instrumentos de torear............................................................................ 157
NOTA DE LA EDICIÓN
NOTA DE LA EDICIÓN
La presente publicación del tratado La tauromaquia o el arte de torear de José Delgado Guerra, Pepe Hillo, corresponde a la segunda edición de dicho texto, impresa en Madrid en el año 1804, en el que se ha realizado una adaptación ortotipográfica a los usos actuales de la lengua para facilitar su legibilidad. Entre la presente edición (segunda) y la anterior (primera), impresa en Cádiz en 1796, se observan notables diferencias que podrían resumirse en: un estilo lingüístico diferente que se debe a una pluma distinta a la de José de la Tixera (a quien se le dedica la primera edición y autor material de la segunda), en la que además se intenta pulir el «estilo provincial que llena e confusión a los lectores»; una mayor preponderancia —en un paradójico sentido inverso al devenir histórico— del toreo de a pie sobre el toreo a caballo en la edición del XVIII sobre la del XIX; la primera edición introduce un interesante «alfabeto de las voces y expresiones de la Tauromaquia» con un total de 112 lexías; la segunda, en cambio, eliminará el glosario léxico —que retomará, esta vez más reducido, Paquiro en su Tauromaquia completa—, y añadirá una serie de láminas ilustrativas de las suertes de torear —que han funcionado como cebo para ediciones posteriores como la presente—, y una carta
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histórica sobre el origen de las corridas de toros en España. Para esta publicación, se ha considerado interesante cotejar dicho fragmento con la obra clave dieciochesca del ilustrado Nicolás Fernández de Moratín, Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros en España (1777), inspiradora de parte de los grabados de la serie La Tauromaquia de Goya, de la que evidentemente es deudor el texto de José de la Tixera, y que por supuesto ha de entenderse como un texto fundacional de una pródiga tradición literaria pero que incluye un gran número de imprecisiones y errores de carácter histórico. Para conocer mejor la figura de Pepe Hillo se ha decidido introducir los apuntes biográficos que hizo del torero el crítico taurino Bruno del Amo, Recortes, en la edición del tratado de 1946 impreso en Madrid. Finalmente, y con ánimo de que la presente edición tenga plena vigencia, el historiador y cronista de toros Domingo Delgado de la Cámara, ha ofrecido su mano para desgranar en el prólogo la figura de Pepe Hillo, la tauromaquia que profesó durante su carrera como matador de toros y el papel que jugó en el contexto histórico y social de la España finisecular del XVIII.
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LA TAUROMAQUIA DE PEPE HILLO Y SUS CIRCUNSTANCIAS HISTÓRICAS
A los inteligentes aficionados Don Rafael Cabrera Bonet y Don Víctor Pérez López El lunes 11 de mayo de 1801, José Delgado Guerra , Pepe Hillo, estaba sólo en la cumbre del toreo. Joaquín Rodríguez «Costillares», su amigo y maestro, había fallecido el año antes. Y Pedro Romero, su gran rival, acababa de retirarse. La sorprendente retirada de Romero, en la plenitud de su trayectoria, era la comidilla de tabernas y mentideros. Decían que se había retirado porque le resultaba muy amarga la preferencia de los públicos por Pepe Hillo, a pesar de que él era muy superior en el ruedo. También se comentaba que a Pedro Romero le había sentado muy mal que su hermano José, también matador de toros, estuviera toreando bajo la protección de Pepe Hillo. Fuera como fuera, en la primavera de 1801 Pepe Hillo era el primer espada y la atracción de la temporada madrileña. Era consciente de que ya tenía 47 años sobre sus espaldas, y que sus facultades ya no eran las de antes. Pero estaba dispuesto a hacer cualquier temeridad por agradar a su público devoto. Ese 11 de mayo de 1801, Pepe Hillo
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salió a torear una corrida de dieciséis toros en unión de Antonio de los Santos y José Romero. El séptimo toro del día, era negro y se llamaba «Barbudo». Era un toro castellano, perteneciente a la ganadería de José Gabriel Rodríguez, de Peñaranda de Bracamonte, por tierras de Salamanca. Cuenta la leyenda que Pepe Hillo había escogido personalmente al toro la tarde anterior al festejo. Los toros que se lidiaban en la Plaza de Toros de la Puerta de Alcalá, de Madrid, estaban en los prados de la Muñoza, donde hoy se encuentra el Aeropuerto Internacional de Madrid-Barajas. Y allí fue Pepe Hillo a escoger los toros de la corrida del día siguiente. Cuentan que dijo: —Tío Castuera, ese torillo negro, échemelo usted a mí. Los toros castellanos, por su mucha aspereza y mucho sentido, no gustaban nada ni a Costillares ni a Pepe Hillo, hasta el punto de que, años antes, intentaron que se prohibiese su lidia. Pero como Pedro Romero mataba de todo, no consiguieron su objetivo. Como puede observarse, la preferencia de los toreros por ciertas ganaderías es tan antigua como la propia Fiesta. No es cosa de ahora. A pesar de su prevención por los toros castellanos, Pepe Hillo escogió a «Barbudo». Probablemente para agradar a una afición que le tenía como predilecto, precisamente en el momento que se había quedado sólo en la cima del toreo. Como ya hemos dicho, «Barbudo» se lidió en séptimo lugar aquel triste 11 de mayo de 1801. Desde que salió del toril, acusó mucha mansedumbre y mucho sentido. No se dejó picar y los de a caballo sólo fueron capaces de darle tres refilonazos. Se mostró reservón y avisado en banderillas. Así que Pepe Hillo, vestido de azul con galones blancos, decidió quitárselo de delante inmediatamente. Al citarle para matar, el toro le prendió por la pernera y lo lanzó hacia lo alto. José Delgado cayó al suelo boca arriba. Y entonces el toro le metió el pitón por la tripa y lo campaneó hacia arriba. En un horrible zaran-
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deo, mientras el torero se agarraba al cuerno intentando librarse de él, el pitón de «Barbudo» rompió once costillas, el hígado, el pulmón y el corazón. La cornada fue mortal de necesidad. Este lance dramático fue pintado por Francisco de Goya en un aguafuerte de su Tauromaquia años después. Fue José Romero quien acabó con «Barbudo» de dos buenas estocadas. La noticia de la muerte de Pepe Hillo corrió como la pólvora, de calle en calle y de plaza en plaza. Rápidamente toda España se enteró de la dramática muerte de José Delgado. A pesar de que la prensa todavía estaba en mantillas, el rumor de boca en boca, llegó a todas partes. Se compusieron cientos de cantares de ciego narrando los hechos. Y el duelo nacional fue tremendo. Solo comparable a los duelos por Joselito y Manolete muchísimos años después. Porque el pueblo adoraba a Pepe Hillo. Y la aristocracia también. Con la muerte de Pepe Hillo se cerraba la primera gran etapa gloriosa del toreo a pie profesional. Aquella actividad, que como oficio remunerado había nacido confusamente en los albores del siglo XVIII, se consolidó como espectáculo de masas en el último tercio de ese mismo siglo, con las tres primeras auténticas figuras del toreo que se conocieron. Y que fueron Costillares, Pedro Romero y Pepe Hillo. Esta es la Triada Fundacional de figuras del toreo. Y cada uno de ellos conforma un arquetipo de torero que después se ha repetido machaconamente en todas las generaciones de toreros hasta llegar a nuestros días. Costillares representa al torero artista. Nacido en el matadero sevillano de San Bernardo y en una familia de toreros, desde el primer momento llamó la atención por su finura. Se le atribuye la invención de la verónica y el volapié. Probablemente ambas suertes son anteriores a él, pero fue Costillares quien las sistematizó y las utilizó profusamente. Es el primer matador que exige altas retribuciones por
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su labor, por encima de las de los picadores. Y tales retribuciones son satisfechas, tal y como consta en los archivos de la Maestranza sevillana. También es el primero en usar vestidos lujosos con adornos de plata. Sostiene una sonada rivalidad con el rondeño Juan Romero, al que vence sin esfuerzo. Pero lo que no esperaba Costillares es que el hijo de Juan Romero se tomase cumplida venganza. El hijo de Juan Romero es Pedro Romero. Empieza a competir con Costillares en 1775, durante el reinado de Carlos III. Es Romero quien vence en la disputa. A pesar de ser más moderno que Costillares, Romero obtiene de la Junta de Hospitales de Madrid el privilegio de abrir plaza. Nadie discute su magisterio. Pedro Romero es de Ronda y también procede de una familia de toreros, como se ha visto. Representa el arquetipo de torero poderoso y dominador. Sus facultades eran las de un sansón. Y su seguridad era absoluta. Cuenta la leyenda que mató 5.600 toros sin recibir ni una sola cornada. El percance más grave que tuvo fue en Ejea de los Caballeros, cuando un toro navarro le rompió los calzones. Era un hombre serio y formal, correcto en el trato y muy fiel a la palabra dada. Su conducta en la profesión fue ejemplar. Nunca vetó a ningún compañero y mató toda clase de ganaderías sin poner reparos a ninguna: —Porque yo maté toros de todas las vacadas que pastan en estos reinos —dijo una vez retirado. Siempre vistió sobriamente, sin adornos ni oropeles. Y su toreo era sobrio también, encaminado al dominio del toro para, una vez dominado, matarlo a recibir. Pedro Romero estaba obsesionado por la quietud, tal y como puso de manifiesto en los ocho mandamientos que redactó para la Real Escuela de Tauromaquia, de la que fue maestro muchos años después, de 1830 a 1833. Aunque la quietud la conseguirían otros toreros un siglo y medio después, era un afán que no se le iba de la cabeza. No me resisto a transcribir las ocho reglas
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que Pedro Romero puso a la entrada de su Escuela de Tauromaquia, porque muchas de ellas siguen estando completamente vigentes doscientos años después: 1.— El cobarde no es hombre, y para el toreo se necesitan hombres. 2.— Más cogidas da el miedo que los toros. 3.— La honra del matador está en no huir ni correr delante de los toros teniendo muleta y espada en las manos. 4.— El espada no debe saltar nunca la barrera después de presen tarse al toro, porque esto es ya caso vergonzoso. 5.— Arrimarse bien y esperar tranquilamente la cabezada; que el toro ciega al embestir y con nada se evita el derrote. 6.— El torero no debe contar con sus pies, sino con sus manos, y en la cara de los toros debe matar o morir antes que volver la cara o achicarse. 7.— Parar los pies y dejarse coger, éste es el modo de que los toros se consientan y se descubran bien para matarlos. 8.— Más se hace en la plaza con una arroba de valor y una libra de inteligencia que al revés. La enemistad entre Pedro Romero y Costillares es de dominio público. Pero además con esta competencia, se inicia entre los aficionados un debate muy interesante. Estamos hablando de la pugna entre las llamadas escuelas rondeña y sevillana. La escuela rondeña aboga por la sobriedad sin adornos superfluos para dominar al toro y matarlo recibiendo. Mientras que la escuela sevillana aboga por la brillantez y espectacularidad de la suerte sin otra finalidad. Y si después hay que matar al toro con una suerte de recurso, como es el volapié, pues muy bien. Es la sobriedad frente al barroquismo. El dominio frente al lucimiento. Esta polémica sería cerrada por Francisco Montes «Paquiro» medio siglo después, en los años treinta del siglo XIX. El Napoleón de
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los toreros demostró que se podía ser eficaz y lucido al mismo tiempo. Lo más divertido es que la pugna entre la escuela rondeña y la escuela sevillana ha generado una pésima literatura taurina que ha llegado hasta nuestros días. Tan increíble como cierto. Pedro Romero vence a Costillares, pero este último, no conforme con el revés, echa a pelear a su mejor alumno para resarcirse de su derrota. El mejor alumno de Costillares fue José Delgado, Pepe Hillo, que también era sevillano como él. Y había nacido en 1754, justo en el mismo año que Pedro Romero. José Delgado procedía de una familia de comerciantes de aceite, que quería que el muchacho se dedicase al oficio de zapatero, muy apreciado en aquellos tiempos. Pero el muchacho se escapaba a torear al matadero sevillano y allí entró en contacto con Costillares, que lo tomó bajo su autoridad. Si Costillares representa el arte y Pedro Romero el dominio, Pepe Hillo representa el arrojo, el valor. Ya tenemos al tercer gran arquetipo entre nosotros. Hillo no domina al toro como Romero ni es un depurado ejecutor de las suertes como Costillares, pero tiene al público en vilo por su temeridad. E inmediatamente se vuelve el torero preferido por la plebe... y por la aristocracia. El primer encontronazo entre Romero e Hillo tiene lugar en Cádiz en 1778. Después la competencia se traslada a Sevilla y a Madrid. Esta última plaza ya se ha erigido como el palenque donde se dirimen todas las disputas taurinas, por ser Madrid la capital de la Nación y también por ser el punto intermedio entre las plazas del sur y las plazas del norte. Pedro Romero se impone a Pepe Hillo con claridad todos los días, pero para su desconcierto, observa como el público se decanta por Pepe Hillo y no por él. Aparece por primera vez otra constante histórica: el buen profesional convence a los aficionados entendidos, pero aburre al gran público. Mientras que el torero valeroso enardece al gran público por su arrojo, aunque no sea apreciado por
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el buen aficionado. Además de sus alardes temerarios en el ruedo, Pepe Hillo se hace querer por su forma de ser. Era un hombre muy simpático y alegre. Y tremendamente generoso, amigo de hacer caridades. Entraba en una taberna y convidaba a todos los presentes. Nunca se negaba a ejercer como padrino en una boda o un bautizo. Las duquesas, marquesas y condesas, suspiraban por Hillo. Y con varias de ellas protagonizó sonados romances. Como puede verse, la presencia de los toreros de postín en el mundo del cotilleo, tampoco viene de ahora. Su fiel banderillero Manuel Sánchez «Ojo Gordo» dijo de él: —No se le podía tratar sin quererlo, porque era de lo que no hay en el mundo. Y hasta tal punto esto era cierto, que Pepe Hillo caía bien hasta a Pedro Romero, que lo recordaba con afecto en las muchas cartas que escribió después de retirado. Mientras que en esas mismas cartas trata a Costillares con una frialdad vidriosa, rayana en el desprecio. Por cierto, ya que volvemos a hablar de los tres, hay que consignar que únicamente torearon los tres juntos una sola vez. Costillares y Pedro Romero torearon muchas veces, Costillares y Pepe Hillo también, y Pedro Romero y Pepe Hillo también... Pero los tres juntos sólo una vez. Fue el 22 de septiembre de 1789 (el año de la Revolución Francesa) en la Corrida Real de acceso al trono de Carlos IV. Fue una corrida que tuvo lugar en la Plaza Mayor de Madrid y en la que estuvo presente toda la torería del momento. Costillares en total decadencia, imposibilitado por el carbunco que corroía su mano, fracasó. Pedro Romero obtuvo un gran triunfo. Y Pepe Hillo fue cogido por un toro de Díaz Castro, otra ganadería castellana muy temida. Pedro Romero mató brillantemente al toro. Todo este proceso de exaltación taurina comienza durante el reinado de Carlos III y termina reinando Carlos IV. En plena Ilustra-
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ción, asunto curioso. Los antitaurinos siempre han dicho que la corrida de toros es una muestra del atraso y la brutalidad de un país salvaje y sin civilizar. Pero sin embargo la corrida a pie profesional se define y consolida durante la Ilustración, durante el Siglo de las Luces. Y cuando el rey ilustrado por excelencia, Carlos III, decidía los destinos de España. Hay que aclarar que la Ilustración fue un movimiento intelectual, cultural y científico que tuvo lugar en la Europa del Siglo XVIII. La ilustración rinde culto a la razón, mientras rechaza lo irracional. Se trata de un movimiento muy ordenancista. Se pretende buscar normas lógicas que, de acuerdo con la ciencia y la razón, regulen todas las actividades humanas. Alguien objetará diciendo que muchos ministros ilustrados de Carlos III eran contrarios a las corridas de toros e intentaron su prohibición. Y es cierto. Pero hay que apuntar que sus objeciones a la Tauromaquia eran de carácter económico y no animalista, sentimiento visceral incompatible con la razón. Lo que es evidente es que ese criterio racionalista y organizador ha calado en toda la sociedad, y por tanto también ha calado en el mundo de los toros. Ventura Rodríguez, el arquitecto de cabecera de Carlos III, firma los planos de la Plaza de Toros de la Puerta de Alcalá de Madrid, erigida en 1749, todavía durante el reinado de Fernando VI. La plaza es un alarde de racionalismo dieciochesco. Aporta una gran novedad, es una plaza redonda, porque cuando los festejos se celebraban en las plazas mayores, estas eran rectangulares. Con el redondel se consiguen dos cosas, que el público tenga una visión completa de la arena sin ángulos muertos, y que la lidia mejore, porque impide que los mansos se aquerencien en las esquinas. Se trata de un edificio construido ya para el único objetivo de celebrar espectáculos taurinos. También tiene todas las dependencias de corrales y patios para que el festejo pueda celebrarse con comodi-
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dad. Y se empieza a cobrar dinero por verlo, asunto importantísimo. Acaba de nacer una industria, un negocio. Fernando VI accede a la celebración de festejos taurinos porque ve en ellos un medio excelente para sufragar necesidades sociales en un mundo donde la Seguridad Social era un imposible. Y por eso mismo Carlos III los tolera, excluyendo de la prohibición del Conde de Aranda, de 1778, los festejos taurinos para obras de beneficencia. La Plaza de Madrid se encomienda a la Junta de Hospitales de la Villa para recabar fondos. El ejemplo cunde y en muchas ciudades se empiezan a construir cosos inspirados en el de Madrid. Ciudades como Almadén, Ronda, Sevilla o Zaragoza, construyen plazas de toros gestionadas por organismos benéficos como eran, y son, las maestranzas. A mediados del siglo XVIII, en el campo también está teniendo lugar otro interesante proceso. Aparecen los primeros ganaderos de lidia profesionales. Hasta entonces las toradas habían sido comunales o de órdenes religiosas, pero en ellas no se aplicaba apenas una selección para la lidia. Algunos burgueses, hombres de negocios, ven con claridad que los toros para la plaza se pagan mucho más caros que los toros para el matadero o los bueyes para la arada. Y empiezan a buscar toros para la plaza porque existe una demanda que hay que satisfacer. Además, se necesita un animal que embista y que satisfaga las expectativas del público que paga. Ya no se puede mandar cualquier res a la plaza. Se impone hacer una selección. Se impone la tienta, una prueba racional y metódica. Se empieza a tentar con caballo de picar en las ganaderías. Primero a campo abierto, después en corrales cerrados. Primero se tentará sólo a los machos, después también a las futuras madres. Este es un paso de gigante en la consecución del toro de lidia. Durante el apogeo de la Tríada Fundacional, ya existen ganaderos tan célebres como Gregorio Vázquez, Vistahermosa o Cabrera. Alguno de ellos comprará un título al rey para satisfacer una
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vanidad, pero el origen de todos ellos es burgués. Llegados a este punto, es obligado hablar de las Castas Fundacionales. La mayoría de los tratadistas hablan de cinco castas fundacionales: Vistahermosa, Vázquez, Cabrera, Jijona y Navarra. Pero en realidad son seis, porque hay que incluir también a la casta que pastaba en Castilla la Vieja y el Reino de León, con la ganadería de Raso de Portillo como referente principal. Una ganadería que todavía existe y que tenía el privilegio de abrir plaza en las corridas reales desde tiempos de los Reyes Católicos. La presencia del toro de Castilla la Vieja, maligno y resabiado, es constante durante los tiempos de Costillares, Romero e Hillo. Precisamente un toro de Peñaranda de Bracamonte mata a Pepe Hillo. Y la ganadería de Agustín Díaz Castro, de Pajares de los Oteros (León), era la más temida de la época. Por todo lo dicho, es absurdo que estos toros no sean considerados por los tratadistas como Casta Fundacional, aunque de aquella sangre prácticamente ya no quede nada. Con respecto al toro navarro, su presencia va a ser constante en los ruedos de Navarra, Aragón, Cataluña y Valencia hasta finales del siglo XIX. La aparición de Joselito y Belmonte en los primeros años del siglo XX desterrará de los cosos a los toros navarros, que se refugiarán en las capeas de los pueblos de la Ribera del Ebro, donde todavía subsisten. Su tremenda inteligencia y agilidad, les hacen insustituibles en los festejos populares de la zona. Pero precisamente esa inteligencia y agilidad les expulsó de la lidia formal, cuando todos quisieron disfrutar del muletazo estético y pausado que define al toreo del siglo XX. La casta Jijona tiene su origen en la ganadería formada en 1618 por Juan Sánchez Jijón, de Villarrubia de los Ojos (Ciudad Real). Unos descendientes suyos, José y Miguel Sánchez Jijón, ya lidiaron en Madrid en 1746. Se trataba de un toro colorao, cornalón y corpu-
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lento, que se expandió con rapidez por Castilla la Nueva. El principal núcleo de ganaderías de esta casta radicó en la localidad de Colmenar Viejo (Madrid), con la ganadería de Aleas como más antigua y principal. Durante todo el siglo XIX, este encaste lidió con muchísima frecuencia en las plazas de Madrid. El público madrileño se dividió entre patateros y gazpacheros, o entre partidarios del toro colmenareño o andaluz. El juego áspero y reservón de los jijones, les va a condenar a la desaparición con el surgimiento de José y Juan. Todas las ganaderías de Colmenar Viejo fueron cruzadas con toros andaluces. Los últimos vestigios de la casta desaparecieron con el estallido de la Guerra Civil de 1936, en la que fueron exterminadas prácticamente todas las ganaderías de Colmenar Viejo. Utrera es una localidad de la Campiña sevillana, que tiene una importancia fundamental en la creación del toro de lidia. Podríamos decir que Utrera es la patria chica del toro de lidia. Cuando había crecidas en el río Guadalquivir, las toradas se asentaban en los campos de la comarca de Utrera. Esto hizo que muchos de los primeros ganaderos profesionales andaluces vivieran en Utrera. Este es el caso de Luis Antonio Cabrera, que en 1740 adquiere ganado a los frailes cartujos. En 1769 le heredó su yerno y sobrino, José Rafael Cabrera. Criaba unos toros corpulentos y vivaces que pronto adquirieron fama. Un toro de Cabrera mató el 20 de mayo de 1820 en Ronda a Curro Guillén, la gran esperanza torera del momento. Por cierto, Curro Guillén, emparentado familiarmente con Costillares, había nacido precisamente en Utrera. Los descendientes directos de los cabrera, son los miura, los toros más míticos de la Historia de la Fiesta. Otro vecino de Utrera es Gregorio Vázquez, quien lidió por primera vez en la Maestranza sevillana en 1763. Pero será su hijo, Vicente José Vázquez, quien haga célebre a la ganadería. Era un hombre inmensamente rico, propietario de muchísimas dehesas, olivares y
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cortijos por todos los alrededores de Sevilla. Fue intendente del Ejército de Andalucía durante la Guerra de Independencia. Los heroicos soldados que vencieron a los franceses en Menjíbar y Bailén, fueron alimentados con la carne de las vacas de Don Vicente José. Dice la leyenda que llegó a tener hasta ocho mil vacas de vientre. Finalizada la guerra, el rey Fernando VII, agradecido por sus servicios (y porque no tenía dinero con el que pagarle), le nombró Conde de Guadalete y Vizconde de San Vicente, títulos que Vicente José nunca utilizó. Cuando murió sin herederos en 1830 dejó una inmensa fortuna. Vicente José Vázquez se hizo cargo de la ganadería paterna en 1778. Su padre tenía ganado adquirido a los jesuitas de Sevilla, pero Vicente José compró ganado a todos los ganaderos andaluces del momento. Los únicos que no querían venderle reses eran los Condes de Vistahermosa. Tuvo que recurrir a la compra de los diezmos eclesiásticos para así hacerse con reses vistahermoseñas. El diezmo eclesiástico era un tributo que había que pagar a la iglesia tanto en dinero como en especie. Y como el obispado de Sevilla muchas veces necesitaba dinero con urgencia, cedía el derecho del cobro del diezmo a quien adelantaba ese dinero. Del pago del diezmo no se libraba nadie. Y esta fue la forma que ideó Vicente José Vázquez para hacerse con ganado de Vistahermosa, la ganadería más cotizada del momento. Cuenta Don Luis Fernández Salcedo que cuando por fin consiguió su objetivo, dijo en una reunión a los otros ganaderos andaluces: —Poseo todo lo que vosotros tenéis, pero ninguno de vosotros tiene lo que yo he conseguido reunir. Debido a su diversidad de orígenes el toro de Vázquez tenía una enorme variedad de pelajes. El toro vazqueño fue el toro hegemónico durante todo el siglo XIX por su gran pelea en el primer tercio. Era el toro que mataba más caballos, cosa muy importante en los tiempos de Lagartijo, Frascuelo, Guerrita... La ganadería del Du-
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que de Veragua, descendiente directa de la de Vicente José Vázquez, fue la ganadería más importante desde Paquiro a José y Juan. Cuando el toreo de muleta pasó a ser la parte más importante de la lidia, el toro vazqueño fue desapareciendo poco a poco de las plazas porque se paraba en el último tercio. Por cierto, la antigüedad oficial de la ganadería de Juan Pedro Domecq, antes Veragua y antes Vázquez, es de 2 de agosto de 1790. Pero como muy bien saben los aficionados Rafael Cabrera y Víctor Pérez, esa tarde en Madrid no se lidiaron toros de Vázquez, se lidiaron toros de Vistahermosa... La ganadería de Vistahermosa es la más importante de la historia del toro de lidia. De ella desciende más del noventa por ciento de las ganaderías actuales. Los condes de Vistahermosa vivían en un palacio en Utrera que ahora es el ayuntamiento de dicha localidad. Pero eran unos comerciantes de origen gallego, unos burgueses. El título se lo compraron a Carlos III en 1765. El primer Conde de Vistahermosa fue Pedro Luis Ulloa y Calis, quien en 1774 compró ganado a los hermanos Francisco y Tomás Rivas, vecinos de Dos Hermanas. Los hermanos Rivas habían lidiado por primera vez en Sevilla en 1733. Se trataba de unos toros generalmente de pelo negro, más bajos y más nobles que el resto de los toros de la época. Por su nobleza, los toreros sevillanos pronto pusieron sus ojos en ellos. Aunque todavía faltaban muchos años para que estos toros se impusieran a los demás... Con lo comprado a los hermanos Rivas, rápidamente los Condes de Vistahermosa empiezan a lidiar con éxito. 1790 fue un año muy importante para el toro andaluz. La Junta de Hospitales madrileña «no habiendo omitido diligencia alguna para averiguar las mejores vacadas del reino, con el verdadero deseo de dar gusto al público, se han traído a prueba toros de las cinco más acreditadas de Andalucía», que fueron Marqués de Casa Ulloa, Juan José Bécquer, José Rafael Cabrera, Vicente José Vázquez y Conde de
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Vistahermosa. Los toros andaluces se habían lidiado en Madrid de forma muy esporádica, pero a partir de 1790 se lidiarán constantemente hasta la actualidad. Y la ganadería de Vistahermosa y después las procedentes de ella, van a tener un protagonismo fundamental. En 1821 murió el tercer conde de Vistahermosa. Y la ganadería fue vendida en diferentes lotes, pero el lote más importante fue el adquirido por Juan Domínguez Ortiz, conocido popularmente como El Barbero de Utrera, por un incidente que tuvo lugar en la Guerra de Independencia y que nada tiene que ver con el oficio de barbero. De la parte que compró el Barbero proceden la inmensa mayoría de las ganaderías actuales. El toro de Vistahermosa compitió con suerte desigual con las otras castas fundacionales durante el siglo XIX. Pero cuando llegue el siglo XX y la faena de muleta adquiera la máxima importancia, el toro de Vistahermosa va a ser el hegemónico y prácticamente único, por su nobleza y su capacidad para ir a más. Era obligado hacer esta reseña breve de las Castas Fundacionales porque surgieron y se definieron durante la era de las tres primeras figuras que vio la lidia a pie. Con edificios profesionales y ganaderías profesionales, era inevitable que también se profesionalizase el oficiante. O, mejor dicho, la aparición del torero a pie profesional, hizo que se edificasen plazas de toros y se crearan ganaderías de lidia. La profesionalización del torero de a pie fue un proceso muy lento. La existencia de toreros de a pie es mucho más antigua de lo que se ha pensado habitualmente. Los archivos del Ayuntamiento de Pamplona y de muchos ayuntamientos castellanos, dan noticias de la actuación de matatoros de a pie desde la Baja Edad Media, durante los siglos XIV y XV. Lo que sucedió es que durante mucho tiempo el toreo a pie fue una actividad subdesarrollada y discriminada en beneficio del toreo ecuestre llevado a cabo por la aristocracia. La culminación de este toreo ecuestre y aristo-
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crático tendrá lugar mientras los Austrias están en el trono español, durante los siglos XVI y XVII. Pero la llegada del primer Borbón al trono de España provocaría un cambio radical en la Tauromaquia. Felipe de Anjou, quien reinaría como Felipe V, desterró el toreo caballeresco de la corte porque no le gustaba. El argumento que utilizó fue que la organización de corridas caballerescas era muy costosa económicamente. Pero el objetivo real era imponer los gustos cortesanos de Versalles. La última corrida caballeresca tuvo lugar en 1723. Se sabe que en esta última corrida caballeresca actuó como paje un tal Francisco Romero, abuelo de Pedro Romero. Cuando la nobleza dejó de torear a caballo, varias clases de hombres se dispusieron a llenar el vacío que dejaron los caballeros. Unos eran los pajes, que habían actuado de subalternos de los caballeros. Otros eran los matatoros, unos tipos rudos que andaban por Navarra, Vascongadas y el Norte de Castilla, que lo mismo mataban un toro en plaza pública, que te asaltaban en la vuelta de un camino. Y los otros eran los matarifes de los mataderos andaluces, acostumbrados a lidiar con reses bravías, especialmente los matarifes del matadero de Sevilla. Pero también había plebeyos que tenían un caballo, son los picadores, que sustituirán el rejón por la vara de detener. La primera mitad del siglo XVIII es testigo de la pugna de todos estos hombres por hacerse con el poder en la Fiesta. Y Madrid se erige como principal escenario, pero no único, de estas luchas. De la disputa entre los toreros vasconavarros y los toreros andaluces, salen ganadores estos últimos. Los toreros septentrionales sortean la res a cuerpo limpio y hacen toda clase de saltos. Mientras que los meridionales torean con trapos. Se impondrá el toreo de los andaluces, pero en la corrida moderna quedará para siempre una suerte de la tauromaquia norteña, la suerte de banderillas. Francisco de Goya fue testi-
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go de esta lucha durante su juventud en la plaza de Zaragoza. Dejará grabadas para siempre las audacias de Martincho, Juanito Apiñani o el Licenciado de Falces. La otra lucha se disputa entre hombres de a pie y hombres de a caballo, entre matadores y picadores. En un principio los picadores son celebradísimos por el público y ganan más dinero que los matadores. Por supuesto, intervienen durante toda la lidia sin subordinarse a los matadores e interfiriendo constantemente. Este desorden finaliza con la Triada Fundacional. Costillares, Pedro Romero y Pepe Hillo, ya tienen más prestigio que cualquier picador. Y sacan cuadrillas de banderilleros totalmente obedientes a la autoridad del matador. La preterición de los picadores en beneficio de los matadores culminará definitivamente en tiempos de Paquiro. Hay que aclarar que durante los años de la Triada Fundacional, no se picaba tal y como ahora entendemos la suerte de varas. No se picaba a caballo parado, se picaba a caballo levantado, con el caballo en movimiento. Esto hacía que no hubiese una gran mortandad de caballos. Las grandes carnicerías equinas llegarían mucho después. Fue Paquiro el que empieza a exigir a sus picadores que piquen a caballo parado para intentar conseguir algún quebranto en el toro. El asunto de los caballos muertos llegará a su paroxismo en los años de Lagartijo, Frascuelo y Guerrita, al final del XIX. Cuando en 1928 se puso el peto a los caballos de picar, la suerte de varas y también todo el toreo, entró en una nueva era. Pero ese es un asunto que desgranarlo nos llevaría demasiado lejos. De todas formas, son inevitables en este prólogo las referencias constantes a la posterior evolución del espectáculo taurino. Porque de la misma forma que no se puede entender la Fiesta actual sin conocer sus antecedentes, tampoco se pueden comprender los antecedentes sin explicar su desarrollo posterior. Precisamente en 1801, el año de la muerte de Pepe Hillo, apareció
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por las plazas el picador Luis Corchado, el cual presumía de haber picado una corrida de 23 toros con un único caballo, sacándolo ileso de la prueba. Picaba además con media de seda. Hay que consignar que por aquél entonces el caballo era propiedad del picador, por lo que se cuidaba muy mucho de exponerle a riesgos innecesarios. Es en 1810 cuando tenemos la primera noticia de un contratista de caballos. Se trataba de un antiguo picador, un tal Juan de Rueda, que se compromete por escrito a suministrar a la Junta de Hospitales de Madrid los caballos necesarios para sus festejos. Durante el siglo XVIII se sucedieron notables dinastías de picadores andaluces como los Santander, los Amisas o los Molina. Pero su fama, con ser mucha, nunca llegó a ser tanta como la de Costillares, Romero o Hillo. Por todo lo dicho, durante el reinado de Carlos III, en el último tercio del siglo XVIII, el toreo a pie profesional está definido tal y como ahora lo conocemos. Por supuesto después ha vivido una evolución técnica y estética espectacular. Pero siempre bajo el esquema y organización que tuvo lugar en los tiempos de la Triada Fundacional. Con la Triada Fundacional ya existen muchas plazas de toros, y las ganaderías profesionales están consolidadas. Las figuras del toreo cobran unos altos estipendios por su actuación. La lidia se establece en tres partes: suerte de varas, suerte de banderillas, suerte de matar. Lo único diferente es la indumentaria de los protagonistas, porque el vestido de luces lo aportará Paquiro cincuenta años después... Y todo ello sucedió en pleno Siglo de las Luces. Se había creado la primera industria del espectáculo de masas del mundo moderno, cien años antes de que surgieran los deportes anglosajones, que son de finales del siglo XIX. Después, la industria del espectáculo taurino experimentaría dos revoluciones industriales. La primera con Lagartijo, y Frascuelo, y la segunda con Joselito y Bel-
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monte. Los primeros se beneficiaron de la extensión de la prensa diaria para ser conocidos en todas partes, y de la llegada del ferrocarril a todas las capitales de provincia para poder torear en todo el territorio nacional. Con los segundos, el espectáculo taurino llegó a unos extremos de aceptación y popularidad hasta entonces nunca vistos, lo que propició la expansión del negocio y la construcción de las plazas monumentales. Cuando todo esto sucedió, los deportes anglosajones estaban naciendo o dando sus primeros pasos. Durante el siglo XVIII la corrida a pie profesional era un espectáculo completamente nuevo y moderno. Pero paradójicamente, por sus características intrínsecas de riesgo y valor, enlazaba perfectamente con la mitología del mundo antiguo, de la civilización grecolatina. Los toreros eran los nuevos héroes, los nuevos mitos. Y este nuevo espectáculo que tanto apasionaba a los públicos necesitaba de unas reglas por escrito a las que todos se pudiesen atener. Y estas reglas por escrito se recogen precisamente en la Tauromaquia o Arte de Torear de Pepe Hillo. La Fiesta Taurina necesitaba de su propia Enciclopedia, necesitaba de un D´Alambert, un Diderot o un Voltaire. Y este es el lugar que ocupa la Tauromaquia de Pepe Hillo. Aunque lo cierto es que no fue lo primero que se escribió sobre técnica taurina. Ya en la era del toreo caballeresco, muchos preceptistas se ocuparon del toreo ecuestre. Y con respecto al toreo profesional a pie, son anteriores a la Tauromaquia de Pepe Hillo al menos tres tratados. El primero es «Cartilla en que se notan algunas reglas de torear a pie, en verso y prosa», más conocida por aquello de simplificar, como la Cartilla de Osuna. No se sabe quién fue su autor ni la fecha del texto. Eugenio García Baragaña, en 1750, también escribe al respecto, inspirándose claramente en la famosa Cartilla. Por último, es obligado citar al varilarguero José Daza que, en 1778, escribió «Precisos manejos y progresos del Arte del toreo», libro de farragosa
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e intrincada lectura, por tanto, nada aconsejable. Pero a pesar de estos antecedentes, es la Tauromaquia o Arte de Torear de Pepe Hillo la primera gran preceptiva sobre el toreo a pie. Es el libro inaugural, podríamos decir. Y esto es así, porque tuvo un éxito, una popularidad y una expansión que los tratados anteriores no habían tenido. En primer lugar, hay que advertir que no hay una Tauromaquia de Pepe Hillo, en realidad hay dos. Porque hubo dos ediciones distintas. La primera en 1796 y la segunda en 1804. Esta segunda es precisamente la que tienes entre tus manos, amigo lector. También hay que advertir que es imposible que la escribiese Pepe Hillo, por la sencilla razón de que no sabía leer ni escribir. Únicamente sabía firmar. Evidentemente, quien no sabe leer ni escribir, tampoco la puede dictar, solamente la puede inspirar. Por otra parte, lo lógico es que el inspirador de esta tauromaquia hubiese sido el gran Pedro Romero, que era el torero científico y dominador, el que era capaz de aplicar la técnica torera con seguridad. Es un contrasentido que esta tauromaquia la inspire un hombre que tenía una deficiente técnica taurina y todo lo resolvía con arrojo. Pero la simpatía que Pepe Hillo despertaba en el público era tan enorme, que el autor prefirió atribuírsela a él, para asegurar el éxito de ventas. Siempre se ha dicho que la Tauromaquia de Pepe Hillo fue escrita por Don José de la Tixera. Este señor era un inteligente (que era como se llamaba por aquel tiempo a los aficionados entendidos) que debía tener mucho prestigio entre los otros aficionados. Era un hombre de posibles y se sabe que participó como caballero en plaza en las corridas reales de 1803. Es evidente que la primera edición no la pudo escribir José de la Tixera por la sencilla razón de que a él va dedicada. Pero sí que pudo estar detrás de la redacción de la segunda edición, ya que escribió muchos papeles de toros. Entre ellos una carta sobre la muerte de Pepe Hillo en septiembre de 1801.También
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hay que destacar el sentido oportunista o el olfato de negocio, como ustedes quieran llamarlo, de la segunda versión de la Tauromaquia de Hillo. Apareció tres años después de la muerte del torero con el objetivo de ser un éxito de ventas, lo cual se logró. «Toda suerte en el toreo tiene sus reglas fijas que jamás faltan». Con esta sentencia comienza la tauromaquia de Pepe Hillo. Aquí también se puede observar el espíritu ilustrado de la época. Se trata de dotar al arte naciente de unas normas básicas, lógicas y seguras para que la lidia transcurra sin percances y por ello se trata de una «Obra utilísima para toreros de profesión, para los aficionados y toda clase de sugetos que gusten de los toros». Es el primer intento serio de codificar y dar a conocer a todos la técnica taurina. Varias veces se ha representado a Pepe Hillo con la espada en una mano y un reloj en la otra. El reloj se ha interpretado como el símbolo racionalista de aquellos tiempos, la obsesión por lo realizado con la mayor exactitud posible en el menor tiempo posible. Pero como ya hemos dicho antes, esta pulcritud perfeccionista encajaba más con la personalidad de Pedro Romero que con la de Pepe Hillo. En realidad, fue un alarde temerario que nuestro hombre realizó al menos un par de veces. Tiró la muleta a un lado, se sacó el reloj de un bolsillo de un chaleco y arrancó a matar gallardamente y sin ninguna protección. También se tiró a matar únicamente resguardado con su peineta para el pelo en varias ocasiones. Un claro antecedente de las estocadas sin muleta que prodigó Antonio José Galán en mis años mozos. La pulsión entre lo racional y lo irracional siempre ha estado presente en la Fiesta de los Toros. Lo curioso, vuelvo a insistir, es que la primera tauromaquia escrita le haya sido atribuida al torero más visceral y menos analítico de aquellos años primigenios. Años en que el toreo grotesco y deformado estaba representado por los cientos de mojigangas que se celebraban, claros antecedentes del Toreo Cómico
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moderno. Todavía no se ha hecho una historia del toreo en broma, desde las mojigangas al Bombero Torero. Y urge que alguien acometa esta labor, porque la versión risible del toreo, ha tenido mucha más influencia de la que se piensa en el toreo serio. El librito que tienes entre tus manos tiene una primera parte dedicada al toreo a pie y una segunda dedicada al toreo a caballo. Una noticia histórica, un suplemento y un glosario de términos. Y es que la Tauromaquia también estaba empezando a generar un argot propio, que llenará de riqueza al lenguaje coloquial del español de la calle. La obra se remata con las deliciosas láminas del pintor Antonio Carnicero, pintor de cámara de Carlos IV, mostrándonos todas las suertes del toreo de la época. Muy poco después de la muerte de Hillo, llegaron tiempos borrascosos para la Fiesta. Manuel Godoy prohibió la Fiesta en 1805. Como era un cobarde y para no dar la cara, se la hizo prohibir al ministro Campomanes. Pero todo el mundo sabía que la prohibición había venido de la mano de Godoy porque era el hombre fuerte en la corte del débil Carlos IV. La trayectoria de Godoy es la de un arribista de manual. Se trataba de un guaperas, un guardia de Corps de la reina María Luisa de Parma, que, loquita por él, lo elevó a las más altas magistraturas del Estado ante la pasividad pastueña de Carlos IV. La política internacional de Godoy fue suicida, nos llevó al desastre de Trafalgar primero y la invasión francesa después. Pero José I, el rey puesto por Napoleón, para hacerse popular entre los españoles volvió a autorizar los toros... Acabada la Guerra de Independencia la Fiesta cayó en un espantoso marasmo, en una horrible decadencia de la que la sacó Francisco Montes «Paquiro» ya en los años treinta del siglo XIX. Como puede verse, la Historia de la Fiesta es cíclica y llena de altibajos. Paquiro suscitó tal fascinación entre los viajeros románticos, que la visión que
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estos viajeros dejaron de España, es la que todavía hoy se tiene en el extranjero. Y en 1836 Paquiro inspiró una tauromaquia que fue la superadora de la de Pepe Hillo y el germen de los reglamentos taurinos que vinieron después. Pero de estas vicisitudes, hablaremos en otra ocasión. Domingo Delgado de la Cámara Licenciado en Derecho, Máster en Derecho Privado y Procurador de los Tribunales. Colaborador en prensa, radio y televisión.
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CARTA HISTÓRICA SOBRE EL ORIGEN Y PROGRESOS DE LAS FIESTAS DE TOROS EN ESPAÑA POR D. NICOLÁS FERNÁNDEZ DE MORATÍN
Con licencia, en Madrid en la Imprenta de Pantaleón Aznar, Carrera de San Jerónimo año 1777
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Excelentísimo señor Príncipe Pignatelly El asunto sobre que V. E. se ha dignado mandarme escribir, ha sido siempre tan olvidado como otras cosas de nuestra España; por lo que faltándome Autores que me den luz, diré las pocas noticias que casualmente he leído, y alguna que de las conversaciones que me han quedado en la memoria. Las fiestas de Toros conforme las ejecutan los españoles, no traen su origen, como algunos piensan, de los romanos; a no ser que sea un origen muy remoto, desfigurado, y con violencia; porque las fiestas de aquella nación en sus circos y anfiteatros, aun cuando entraban toros en ellas, y estos eran lidiados por los hombres, eran con circunstancias tan diferentes, que si en su vista se quiere insistir en que ellas dieron origen a nuestras fiestas de toros, se podrá también afirmar, que todas las acciones humanas deben su origen precisamente a los antiguos, y no al discurso, a la casualidad, o a la misma naturaleza. Buen ejemplo tenemos de esto de los indios del Oricono, que sin noticias de los espectáculos de Roma, ni aun de las fiestas de España,
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burlan a los caimanes ferocísimos con no menor destreza que nuestros capeadores a los toros: y el burlar, y sujetar a las figuras de sus respectivos países, han sido siempre ejercicio de las naciones, que tienen valor naturalmente, aun antes de ser este aumentado con artificio. La ferocidad de los toros que cría España en sus abundantes dehesas, y salitrosos pastos, juntos con el valor de los españoles, son dos cosas tan notorias desde la más remota antigüedad, que el que las quiera negar acreditará su envidia, o su ignorancia, y yo no me cansaré en satisfacerle; solo pasaré a decir, que habiendo en este terreno la precia disposición en hombres, y brutos para semejantes contiendas, es muy natural que desde tiempos antiquísimos se haya ejercitado esta destreza, ya para evadir el peligro, ya para ostentar el valor, o ya para buscar el sustento con la sabrosa carne de tan grandes reses, a las cuales perseguirían en los primeros siglos a pie, y a caballo en batidas, y cacerías. Pero pasando de los discursos a la historia, es opinión común en la nuestra, que el famoso Rui, o Rodrigo Díaz de Vivar, llamado el Cid Campeador, fue el primero que alanceó a los toros a caballo. Esto debió de ser por bizarría particular de aquel héroe; pues en su tiempo sabemos que Alfonso el VI, otros dicen el VIII, en el siglo undécimo tuvo unas fiestas públicas, que se reducían a soltar en una plaza dos cerdos, y luego salían dos hombres ciegos, o acaso con los ojos vendados, y cada cual con un palo en la mano buscaba como podía al cerdo, y si le daba con el palo, era suyo, como ahora al correr el gallo, siendo la diversión de este regocijo el que, como ninguno veía, que solían apalear bien. No obstante esto, el licenciado Francisco Cepeda en su Resumpta Historial de España, llegando al año de 1100 dice; se halla en memorias antiguas, que (este año) se corrieron en fiestas públicas toros; espectáculo solo de España, etc.
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También se halla en nuestras Crónicas, que el año 1124 en que se casó Alfonso VII en Saldaña con doña Berenguela la Chica, hija del Conde de Barcelona, entre otras funciones hubo también fiestas de toros. Hubo también dicha fundación, y la enunciada arriba de los cerdos, en la ciudad de León, cuando el rey don Alfonso VIII casó a su hija doña Urraca con el rey don García de Navarra; pero debe notarse, que estas funciones no se hacían con las circunstancias del día, y mucho menos fuera de España, en donde se corrían también, pero enmaromados, y con perros; y aun hoy se observa en Italia: y no pudo ser menos, que con este desorden y atropellamiento la fatalidad que acaeció en Roma en el año de 1332. Cuando murieron en las astas de los toros muchos plebeyos, diecinueve caballeros romanos, y otros nueve fueron heridos: desgracia, que no se verificará en España, siendo el ganado mucho más bravo. Por este suceso se prohibieron en Italia; pero en España prosiguieron perfeccionándose más cada día dichas fiestas, como se ve en los Anales de Castilla hasta el reinado de don Juan el II, en que dejando de ser como antes una especie de montería de fieras salvajinas, según dice Zurita, formaron nueva época; pues entonces llegó a su punto la galantería caballeresca, y todos los ejercicios de bizarría. Entonces se cree que empezaron a componer las plazas, y se fabricó la antigua de Madrid, y se hizo granjería de este trato, habiendo arrendatarios para ello, que sin duda serían judíos. Y esto lo acredita aquel cuento, aunque vulgar, del Marqués de Villena, y de aquel estudiante de Salamanca, de quien fingen que llevó a su dama en una nube a ver la fiesta de toros, y se la cayó el chapín, etc. Y lo cierto es, que cuando este monarca don Juan se casó con doña María de Aragón en 20 de octubre de 1418 tuvieron en Medina del Campo muchas fiestas de toros. En el reinado de Enrique IV aún se aumentó mas el genio caballeresco, y el arte de la gineta (como consta
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de Jorge Manrique); y no hay autor que trate de este ejercicio, que no hable del torear a caballo, como de una condición indispensable. El trato frecuente con los moros de Granada, en paz, y en guerra, era ya muy antiguo en Castilla; y los moros es sin duda que tuvieron estas funciones hasta el tiempo del rey Chico, y hubo diestrísimos caballeros que ejecutaron gentilezas con los toros (que llevaban de la Sierra de Ronda) en la Plaza de Bibarrambla, y de estas hazañas están llenos los romanceros y sus historietas, que aunque por otra parte sean apócrifas en muchos sucesos que cuentan, siempre fingen con verosimilitud. Prosiguió esta gallardía en tiempo de los Reyes Católicos, y estaban tan arraigada entonces, que la misma reina doña Isabel, no obstante no gustar de ella, no se atrevería a prohibirla, como lo dice en una carta que escribió desde Aragón a su confesor fray Hernando de Talavera año de 1493 así: de los toros sentí lo que vos decís, aunque no alcancé tanto; más luego allí propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran; y no digo defenderlos (esto es, prohibirlos), porque esto no era para mí a sola. En efecto llegó a autorizarse tanto, que el mismo emperador Carlos V, aún con haber nacido y criádose fuera, mató un toro de una lanzada en la plaza de Valladolid, en celebridad del nacimiento de su hijo el rey Felipe II. [También Carlos V estoqueó desde el caballo, en el Rebollo de Aranjuez, a un jabalí en el Bosque de Heras, donde le hirió el caballo, y otra vez en Valdelatas donde le rompió el borceguí de una navajada]. Por este tiempo se sabe que una señora de la casa de Guzmán casó con un caballero de Jerez, llamado por excelencia el Toreador. Don Fernando Pizarro, conquistador del Perú, fue un rejoneador valiente. Del rey don Sebastián de Portugal se escribe que ejecutó el rejonear con mucha ciencia; y se celebra también al famoso don Diego Ramírez de Haro, quien daba a los toros las lanzadas cara a cara, y a galope, y sin antojos, ni vanda el caballo. Felipe III renovó y
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perfeccionó la plaza de Madrid en 1619. También el rey don Felipe IV fue muy inclinado a estas bizarrías, y además de herir a los toros, mató más de cuatrocientos jabalíes, ya con el estoque, ya con la lanza, y ya con la horquilla. No se contentaron nuestros españoles con atreverse solo con los toros, sino que pasando al África, no quisieron ser menos que sus naturales; y así el marqués de Velada, siendo virrey de Orán, salía muchas veces a los leones; y el conde de Linares, gobernando a Tánger, mató un león con su lanza cuerpo a cuerpo, habiendo mandado hacer alto a la gente de guerra, y que nadie le socorriese por ningún accidente. Llegó este ejercicio a extremo de reducirse a arte, y hubo autores que le trataron y entre ellos se cuenta don Gaspar Bonifaz, del hábito de Santiago, y caballerizo de S.M. que imprimió en Madrid unas Reglas de Torear muy breves. Don Luis de Trejo, del Orden de Santiago, también imprimió en Madrid unas advertencias con nombre de obligaciones, y duelo de este ejercicio. Don Juan de Valencia, del Orden de Santiago, imprimió también en Madrid advertencias para torear. Y en el año de 1643 don Gregorio de Tapia y Salcedo, caballero del Orden de Santiago, imprimió en Madrid también Ejercicios de la Gineta, donde se encuentran en láminas las habilidades (ya viejas en aquel tiempo) que hacían los españoles en sus fogososo caballos, y que pocos años ha admirado la Corte como nuevas, viéndolas hacer a un inglés en sus rocines matalones. Dicho don Gregorio de Tapia da varias reglas para torear, y trata la materia como muy importante en aquel tiempo; y es lo más notable, que don Lope Valenzuela se queja entonces de que se iba ya olvidando: véase lo que habrá perdido hasta el día de hoy. Don Diego de Torres escribió unas reglas de torear, que no parecen, yo sospecho, que era para los de a pie; y quien tenga la paciencia y trabajo material de repasar la Biblioteca de don Nicolás Antonio, hallará ciertamente
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más autores de torear. Así prosiguieron las fiestas por todo el reinado de Carlos II, las cuales cesaron a la venida del señor Felipe V, y la más solemne que hubo fue el día 30 de julio del año de 1725 a la que asistieron los reyes en la Plaza Mayor de Madrid; y aunque en Andalucía vieron algunas, y otra en San Ildefonso, siempre fue por ceremonia, y con poco gusto, por no ser inclinados a estas corridas; y esto produjo otra nueva habilidad, y forma una cierta, y nueva época de la historia de los toros. Estos espectáculos con las circunstancias notadas los celebraron en España los moros de Toledo, Córdoba y Sevilla, cuyas cortes eran en aquellos siglos las más cultas de Europa. De los moros lo tomaron los cristianos, y por eso dice Bartolomé de Argensola: Para ver acosar toros valientes, fiesta un tiempo africana, y después goda que hoy irrita a las soberbias frentes... Pero es de notar que estas eran funciones solamente de caballeros, que alanceaban o rejoneaban a los toros siempre a caballo, siendo este empleo de la primera nobleza, y solo se apeaban al empeño de a pie, que era cuando el toro le hería algún chulo, o al caballo, o el jinete perdía el rejón, la lanza, el estribo, el guante, el sombrero, etc; y se cuenta de los caballeros moros y cristianos que en tal lance hubo quien cortó a un toro el pescuezo a cercén de una cuchillada, como don Manrique de Lara y don Juan Chacón, etc. Los moros torearon aún más que los cirsitanos, porque estos, además de los juegos de cañas, sortija, etc. que también tomaron de aquellos, tenían empresas, aventuras, justas y torneos, etc. de que fueron famosos teatros Valladolid, León, Burgos, y el sitio del Pardo; pero extinguidas las contiendas con los hombres, por lo peligrosas que
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eran, como sucedió en España, y aún más en Francia, todo se redujo acá a fiestas de toros, a las cuales se aficionaron mucho los reyes de la Casa de Austria, y aun en Madrid vive hoy mi padre, que se acuerda haber visto a Carlos II, a quien sirvió, autorizar Fiestas Reales, de las cuales había tres votivas al año en la Plaza Mayor a vista del Rey, sin contar las extraordinarias y las de fuera de la corte. Ya se ha dicho que estas fiestas eran solamente empleo de los caballeros entre cristianos y moros: entre estos hay memoria de Muza, Malique—Alabez, y el animoso Gazul. Entre los cristianos, además de los dichos, celebra Quevedo a Cea, Vellada y Villamor; al duque de Maqueda, Bonifaz, Cantillana, Oztea, Zarate, Sástago, Riaño, etc. También fue insigne el conde de Villamediana, y don Gregorio Gallo, caballerizo de S.M. y del Orden de Santiago fue muy diestro en los ejercicios de la plaza, e inventó la espinillera para defensa de la pierna, que por él se llamó la gregoriana. El poeta Tafalla celebra a dos caballeros, llamados Pueyo y Suazo, que rejoneaban en Zaragoza con aplauso a fin del siglo pasado, delante de don Juan de Austria; y si V. E. me lo permite también diré que mi abuelo materno fue muy diestro y aficionado a este ejercicio, que practicó muchas veces en compañía del marqués de Mondéjar, conde de Tendilla. Y el duque de Medina Sidonia, bisabuelo de este señor, que hay hoy día, era tan diestro y valiente con los toros, que no cuidaba de que fuese bien o mal cinchado el caballo, pues decía que las verdaderas cinchas habían de ser las piernas del jinete. Este caballero mató dos toros de dos rejonazos en las bodas de Carlos II con doña María de Borbón, año de 1679, y rejonearon el de Camarasa, y Rivadavia, y otros. Don Nicolás Rodrigo Noveli imprimió el año de 1726 su Cartilla de Torear; y en su tiempo eran buenos caballeros don Jerónimo de Olaso y don Luis de la Peña Terrones, del hábito de Calatrava, caballerizo
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del duque de Medina—Sidonia; y también fue muy celebrado don Bernardino Canal, Hidalgo de Pinto, que rejoneó delante del Rey con muchos aplausos el año de 25; y aquí se puede decir que se acabó la raza de los caballeros (sin quitar el mérito a los vivos) porque como el señor Felipe V no gustó de estas funciones, lo fue olvidando la nobleza; pero no faltando la afición de los españoles, sucedió la plebe a ejercitar su valor, matando los toros a pie, cuerpo a cuerpo con la espada, lo cual no es menor atrevimiento, y sin disputa (por lo menos su perfección) es hazaña de este siglo. Antiguamente eran las fiestas de toros con mucho desorden, y amontonada la gente, como hoy en las novilladas de los lugares, o en el toro embolado, o el jubillo de Aragón, del cual no hablaré por ser barbaridad inimitable, ni de los despeñaderos para los toros de Valladolid y Aranjuez porque esto lo puede hacer cualquier nación; y así se dice, que en unas fiestas del Rey Chico de Granada mató un toro cinco o seis hombres, y atropelló más de cincuenta. Solo se hacía lugar a los caballeros, y después tocaban a desjarrete, a cuyo son los de a pie (que entonces no había toreros de oficio) sacaban las espadas, y todos a una acometían al toro, acompañados de perros; y unos lo desjarretaban (y la voz lo está recordando) y otros lo remataban con chuzos, y a pinchazos con el estoque corriendo, y de pasada, sin esperarle, y sin habilidad, como aún hacen rústicamente los mozos de los lugares, y yo lo he visto hacer por vil precio al Mocaco de Alhóndiga. Hoy esto es insufrible; y no obstante en la citada fiesta del año de 25 delante de los mismo Reyes, y en la plaza de Madrid se mataron así los toros desjarretados, y aún vive quien lo vio, y lo pinta así la Tauromaquia escrita aquel año; prueba evidente de que no había mayor destreza. Los que desjarretaban eran esclavos moros; después fueron negros y mulatos, a los que también hacían los señores
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aprender a esgrimir para su guarda: lo segundo se colige de Góngora, y lo primero de Lope de Vega, quien hablando en su Jerusalén de desjarretar dice: ...Que en Castilla los esclavos hacen lo mismo con los toros bravos. Cuando no había caballeros se mataba a los toros tirándoles garrochones desde lejos y desde los tablados, como se colige de Gerónimo de Salas Barbadillo, Juan de Yagüe, y otros autores de aquellos tiempos; y hasta que tocaban a desjarretar, los capeaban también, cuyo ejercicio de a pie es muy antiguo, pues los moros lo hacían con el albornoz y el capellar. Mi anciano padre cuenta, que en tiempo de Carlos II, dos hombres decentes se pusieron en la plaza delante del balcón del Rey; y durante la fiesta, fingiendo hablar algo importante, no movieron los pies del suelo, por más que repetidas veces les acometiese el toro, al cual burlaban con solo un quiebro de cuerpo, u otra leve insituación; lo que agradó mucho a la Corte. En el año de 26 se evidencia por Noveli que todavía no se ponían las banderillas a pares, sino cada vez una, que la llamaban arpón. Por este tiempo empezó a sobresalir a pie Francisco Romero el de Ronda, que fue de los primeros que perfeccionaron este arte, usando la muletilla, esperando al toro cara a cara y a pie firme, y matándole cuerpo a cuerpo; y era una cierta ceremonia, que el que esto hacía llevaba calzón, y coleto de ante, correón ceñido y mangas atacadas de terciopelo negro para resistir a las cornadas. Hoy que los diestros ni aun las imaginan posibles, visten de tafetán, fundando la defensa, no en la resistencia, sino en la destreza y agilidad. Así empezó el estoquear, y en cuantos libros se hallan escritos en prosa y verso sobre el asunto, no se halla noticia de ningún estoqueador habiendo tanta
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de los caballeros, de los capeadores, de los chulos, de los parches y de la lanzada de a pie; y aun de los criollos que enmaromaron la primera vez al toro en la plaza de Madrid en tiempos de Felipe IV. También debo decir, no obstante, que en la Alcarria aún viven ancianos que se acuerdan de haber visto al nombrado abuelo mío tender muerto a un toro de una estocada; pero esto, o fue caso o gentileza extraordinaria, y por lo tanto muy celebrada en su tiempo. En el de Francisco Romero estoqueó también Potra el de Talavera, y Godoy, Caballero extremeño. Después vino el Fraile de Pinto, y luego el Fraile del Rastro y Lorencillo, que enseñó al famoso Cándido. Fue insigne el famoso Melchor y el célebre Martincho con su cuadrilla de navaros, de los cuales ha habido grandes banderilleros y capeadores como lo fue, sin igual, el diestrísimo Licenciado de Falces. Antiguamente hubo también en Madrid plaza de toros junto a la casa del duque de Lerma, hoy el de Medinaceli; y también hacia la plazuela de Antón Martín, y aún dura la calle del Toril, por otro nombre del Tinte. Pero después que se hizo la plaza redonda en el Soto Luzón, y luego donde ahora está, trajó el marqués de Ensenada cuadrillas de navarros y andaluces que lucieron a competencia. Entre estos últimos sobresalió Diego del Álamo, el Malagueño, que aún vive; y entre otros de menor nota se distinguió mucho Juan Romero, que hoy está en Madrid, con su hijo Pedro Romero, el cual, con Joaquín Rodríguez, ha puesto en tal perfección este arte, que la imaginación no percibe que sea ya capaz de adelantamiento. Hace algunos años, con tal que un hombre matase a un toro, no se reparaba en que fuese de cuatro a seis estocadas, ni en que estas fuesen altas, o bajas, ni en que le despaldillase o le degollase, etc, pues aún a los marrajos, o cimarrones, los encojaban con la media luna, cuya memoria ni aún existe. Pero hoy ha llegado a tanto la delicadeza que parece que se va
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a hacer una sangría a una dama, y no a matar de una estocada una fiera tan espantosa. Y aunque algunos reclaman contra esta función llamándola barbaridad, lo cierto es que los facultativos diestros la tienen por ganancia y diversión; y nuestra difunta reina Amalia al verla sentenció «que no era barbaridad, como la habían informado; sino diversión donde brilla el valor y la destreza». Y ha llegado esto a tal punto que se ha visto varias veces un hombre sentado en una silla, o sobre una mesa, y con grillos a los pies, poner banderillas y matar un toro. Juanijón los picó en Huelva con vara larga, pues él a caballo en otro hombre. Los varilargueros cuando caen suelen esperarlos a pie con la garrocha enristrada, y al Mamón le vimos mil veces cogerlos por la cola y montar en ellos. Para suplir la falta de los caballeros entraron los toreros de a caballo que son una especie de vaqueros que con destreza y mucha fuerza pican a los toros con varas de detener: entre ellos han sido insignes los Marchantes, Gamero, Daza (que tienen dos tomos del Arte inéditos), Fernando del Toro, y hoy Varo y Gómez, y Núñez, etc. No me detengo en pintar las circunstancias de cada clase de estas fiestas, ni las castas de los toros, ni creo que no reste que decir, pues obras de esta naturaleza deben su perfección a la casualidad y al tiempo que va descubriendo más noticias. Quedo no obstante muy gozoso de haber servido a V. E. en esto poco que puedo, y deseo que prosiga honrándome con sus preceptos como que le guarde Dios muchos y felices años. Madrid, 25 de julio de 1776.
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A PUNTES BIOGRÁFICOS
APUNTES BIOGRÁFICOS POR D. BRUNO DEL AMO «RECORTES»
Al ofrecer al público aficionado a la fiesta de toros una nueva edición de La Tauromaquia o Arte de torear, juzgamos conveniente incluir en la misma unos apuntes biográficos del diestro que aparece como autor de la obrita, aun cuando se tienen fundados motivos para suponer no fuese sino el inspirador de su contenido, atribuyéndose el escrito al inteligente aficionado y amigo del diestro, el literato José de la Tixera. El número de biógrafos de José Delgado es muy crecido, siendo a la vez no escaso el de los autores que intercalaron en la relación de sus campañas en los ruedos episodios de su vida particular —reales o supuestos— en los que dieron rienda suelta a la fantasía, pues es muy cierto no ha existido lidiador alguno de quien con tal profusión se hayan ocupado los escritores, así en la historia como en la poesía, la novela, el teatro y hasta en la pantalla del cinematógrafo. No pretendemos hacer un completo estudio de la vida del diestro sevillano; para empresa de tal fuste carecemos de tiempo, preparación y suficiencia; nuestra labor se reducirá, por tanto, a un examen de los datos que poseemos, los que serán confrontados con los insertos en las obras de los tratadistas especializados en la materia. De cuantos escritores se ocuparon en historiar la tauromaquia —Fernando Gómez de
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Bedoya, José Velázquez Sánchez, Leopoldo Vázquez, José Sánchez de Neira, José María Cossío— es el último quien más ha buceado en archivos y bibliotecas, el más hábil y afortunado cazador de documentos, el que más extensos estudios ha hecho de algunos lidiadores de nota y el mejor preparado para entregar a la afición una obra documentada, escrita en brillante y ameno estilo. Su tratado técnico e histórico Los toros es, a todas luces, de gran valía —reconocerlo es justo—, y sería insuperable si su autor hubiese puesto algún mayor cuidado, si hubiese prestado una mayor atención a depurar y corregir las referencias de anteriores tratadistas en lo concerniente al estudio biográfico de los mantenedores de la fiesta, evitando de este modo la infinidad de anacronismos, duplicidades y omisiones que Los toros contiene, lunares que afean y hacen desmerecer la obra más amplia de cuantas sobre el toreo se han escrito. La tendremos muy presente en nuestro estudio de José Delgado, así como también facilitarán nuestra labor las publicaciones de Manuel Chaves, marqués de Tablantes, y sobre todo, unos curiosos estudios biográficos que los lidiadores de su tierra tenía recopilados el notable escritor taurino sevillano Manuel Álamo Alonso (Paco Pica—Poco), nuestro fraternal amigo y colaborador inolvidable.
NACIMIENTO DE JOSÉ DELGADO
Durante algún tiempo ofreció dudas y motivó discusiones el lugar y fecha de nacimiento del que había de ser diestro famoso, controversias surgidas por no haber tenido presente los historiadores una biografía del diestro aparecida por el año 1830 en el periódico El Correo Literario y Mercantil, de Madrid, en el que se precisaban estos detalles. Las discusiones terminaron cuanto en 1886, el renombrado
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literato don Mariano Pardo de Figueroa (el Doctor Thebussem) publicó en la revista La Lidia la partida de bautismo del torero, hallada en la Colegiada del Salvador de Sevilla. Consta en dicho documento que Josef Matilde Delgado Guerra, hijo de Juan Antonio y Agustina, vino al mundo el 14 de marzo de 1754, recibiendo las aguas bautismales en dicha Colegiata, el inmediato día 17, figurando como padrino José de Misas y su mujer Juana Rodríguez. Desde la pila bautismal comienza José Delgado a tener relación con el toreo, ya que su padrino, José de Misas —Amisas ya se anunciaba en carteles los lidiadores de esta familia—, fue un diestro de poca nombradía, no lograda tal vez por el escaso tiempo que actuó en el oficio, pues el mismo año de su presentación como picador de toros, en Sevilla —5 de noviembre de 1759—, abandonó las palzas por haber aceptado el cargo de mayoral—administrador de la vacada utrerana fundada por el opulento labrador de aquella ciudad don Bartolomé López. El nombre del padrino de Hillo no figura —que nosotros sepamos— en ninguna obra taurina, pero sí en el manuscrito de Álamo, antes mencionado. A ciencia cierta nada se sabe de los comienzos de José Delgado en el toreo; es de suponer serían los de todo principiante: caminatas, capeas, faenas de campo, ensayos en los corrales del matadero, hasta lograr vestir de luces y actuar como banderillero o peón, según era práctica y costumbre de aquel tiempo, en que todo diestro subía paso a paso los escalones del arte. Algunos autores se ocupan del aprendizaje de Hillo recogiendo tradiciones que reputamos inverosímiles. La vez primera que en relaciones de diestros vemos el nombre de este lidiador es en la corrida madrileña de 1769. Sirven esta temporada los espadas Juan Romero y Miguel Gálvez, los que traen el personal de banderilleros siguiente: Bernardo Asensio, Miguel Arocha, Francisco Garcés, Jerónimo Ma-
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ligno, Alfonso Caraballo, Vicente Estrada, José Delgado, Francisco Maligno y Juan Herrera. El siguiente año, 1770, figura con la misma categoría en las corridas de Córdoba, que, según las investigaciones del erudito escritor cordobés don José Pérez de Guzmán, sirvieron los espadas Damián Fallo, Felix Palomo y Andrés de la Cruz. Se ignoran —por lo menos, nosotros no las conocemos— las andanzas del novel diestro en el año de 1771; pero sí tenemos una referencia de 1772. En los apuntes de Álamo aparece toreando en el Puerto de Santa María, con Juan Miguel Rodríguez y Manuel Palomo, los días 6 y 8 de septiembre, con el detalle de que dichos días banderilleó y estoqueó los últimos toros, lo cual supone fuese a dichas fiestas en la categoría de media espada. Quedan, por tanto, consignados en este primer capítulo los escasos datos ciertos que conocemos de sus comienzos en la profesión.
¿JOSÉ DELGADO, DISCÍPULO DE COSTILLARES?
Todos los historiadores del toreo recogen esta tradición y, fiados en la autoridad de los tratadistas, apareció en el artículo dedicado a Hillo que publicamos en 1911, en la revista Sol y Sombra. Posteriores investigaciones por nosotros llevadas a cabo no confirman la veracidad del aserto. Si el calificativo de discípulo se puede aplicar a Hillo por haber asimilado el estilo movido, vistoso y alegre del inventor del volapié, en lugar de inclinarse por el sobrio y reposado de Juan Romero, en este caso puede pasar la designación; mas si lo que quiere indicar es que Joaquín Rodríguez ejerció de mentor con el joven principiante llevándolo en su cuadrilla, diferimos de la opinión de los historiadores, pues no hemos logrado ver documentos
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fehacientes en que la tradición se vea confirmada. El tratadista señor Cossío admite la posibilidad del mentorado, fundándolo en dos referencias, ambas —a nuestro entender— carentes de valor histórico. Es la primera cierta proeza de Hillo, narrada por el periódico El Clarín, en 1850, de la que más adelante nos ocuparemos, y la segunda, el que viese Joaquín Rodríguez torear al muchacho en los corrales del matadero sevillano, y prendando de sus aptitudes, lo incorporase a su cuadrilla, llevándole a torear a corridas de privincias antes de presentarle como media espada en las de Córdoba de 1770. No negaremos la posibilidad de que Joaquín presenciase en el matadero las faenas de los principiantes, pues es fama que allí concurrían muchos diestros residentes en Sevilla a pasar el rato, lo que dudamos y hasta nos atrevemos a negar es que Costillares incorporase a Hillo en su cuadrilla. Tampoco debe tener el admirado autor de Los toros mucha seguridad en su aserto, porque en una página de su libro da por hecho el que Joaquín llevase al supuesto discípulo a las corridas cordobesas, y en otro lugar escribe que parece ser que tal hiciera. En el capítulo anterior quedó demostrado dónde y con quién torea José Delgado desde 1769. Los años de 1771 a 74, que Costillares sirve con Juan Romero las corridas madrileñas, no trae a Hillo entre sus subordinados; en 1775 ya figura Delgado como matador de toros y jefe de cuadrilla; por tanto, la tradición a este diestro como discículo y subordinado del inventor del volapié carece de base y no puede ser aceptada como cierta.
JOSÉ DELGADO, MATADOR DE TOROS
Otra afirmación de los tratadistas antiguos que reputábamos cierta es que Juan Romero le diese la alternativa en Madrid, en 1774. Nuevas
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investigaciones demostraron ser errónea la referencia, pues Hillo no viene a la corte como matador de toros hasta tres años más tarde en la fecha de 1777. Aparece en los apuntes de Álamo la nota de que José Delgado sirvió dos corridas en Málaga, en la primavera de 1774, en la que alternó con el maestro rondeño, siendo media espada Francisco Garcés. Cabe en lo posible que estas corridas fuesen las primeras en que alternase como espada, y los tratadistas sufriesen una confusión suponiendo en Madrid la alternativa de Málaga; no podemos precisarlo; mas lo cierto es que en 1775 ya se contrata en Sevilla como espada y jefe de cuadrilla, figurando como primer matador. Ni Álamo ni Tablantes informan respecto a sus compañeros. Desde luego, uno de estos fue el cordobés Manuel López, pues dice el primero de los citados escritores que fue cogido al matar uno de sus toros, resultando con leves lesiones, no siendo recogido por el toro merced a la oportunidad con que le hizo el quite José Delgado, lo que valió a este muchos plácemes. Los años anteriores habían servido las corridas de la Maestranza Manuel Palomo, Cristóbal Rosado, Nicolás de los Retes y el citado Manuel López. Tal vez algunos de aquellos, a más de López, altarnase con Hillo en este su primer año de actuación en su pueblo como matador de toros. El trabajo de José Delgado debió de ser notable, por cuanto la Maestranza se apresura a escriturarle para las corridas de 1776, en las que torea por delante de Costillares, cobra igual cantidad que este, pero sale más beneficiado, pues el Teniente le regala toros por valor de 1.138 reales sin que a Joaquín se le haga obsequio alguno; prueba de que el joven espada rayó este año a mucha mayor altura que el inventor del volapié, reputado como maestro ya en aquel tiempo.
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LAS TEMPORADAS DE 1775 Y 1776 EN MADRID
Antes de pasar adelante y ocuparnos del primer encuentro de José Delgado y Pedro Romero es conveniente hacer un poco de historia. Las corridas madrileñas venían siendo servidas desde 1771 por los máximos prestigios de aquel tiempo: Juan Romero y Joaquín Rodríguez «Costillares», los que renovaron sus contratos para la temporada de 1775, viniendo este año acompañado el primero de los citados diestros de un hijo suyo, llamado Pedro, muchacho de veintiún años de edad, buen mozo, de fuerte complexión y simpática presencia. Toreó por vez primera en la corte en la primera corrida (1º de mayo), estoqueando dos de los toros lidiados por la tarde; y fue tal la sorpresa, tal la admiración causada en los espectadores, que en la segunda corrida (8 de mayo) se anunció mataría cuatro toros, que fueron los lidiados en quinto, sexto, séptimo y octavo lugar en la tarde. Enorme fue el entusiasmo causado por las faenas del joven espada, quien llegaba a la cabeza de las reses con pasmosa serenidad, con admirable sangre fría; su labor con la muleta era sobria, ceñida, tranquila; remataba los pases con matemática precisión, apenas movía los pies y recibía los toros a la muerte con valor extraordinario, enterrando el estoque hasta la cruz en lo alto del morrillo. Los bichos rodaban instantáneamente, y los espectadores no salían de su asombro ante aquellas monumentales faenas. Apreciaron igualmente los aficionados que el novel espada era tan sencillo y modesto, que todo lo ejecutaba con gran naturalidad y sin dar importancia a su trabajo. Continuó en sucesivas fiestas dando pruebas de su enorme valía. Cada toro lidiado constituía un triunfo. Las corridas tomaron un auge inusitado. El público estaba pendiente de la labor del nuevo
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diestro, hasta el punto de pasar poco menos que inadvertidas buenas faenas de su padre y de Joaquín Rodríguez, Costillares. Surgen en seguida diferencias entre este matador y el joven rondeño, pues Joaquín, contratado como segunda espada, pretende se normalice el orden de actuación en la lidia, y no puede tolerar se le sitúe delante el nuevo diestro, quien continuó estoqueando las reses que se le designaban, sin alternar con los matadores ni matar los toros lidiados en el último lugar y destinados, según costumbre, a las medias espadas. En realidad, el lugar que Pedro Romero ocupó ese primer año de su venida a Madrid fue el de sobresaliente. Joaquín Rodríguez pudo darse perfecta cuenta que había surgido un coloso en la profesión del toreo; que el nuevo espada captó desde el primer momento toda la atención de los aficionados madrileños, absortos ante faenas nunca presenciadas, y también pudo observar que la Junta de Hospirales se hallaba dispuesta a no privarse de la presencia en las corridas del novel matador, que les había impreso animación tan extraordinaria. Al llegar a este punto es conveniente transcribir un párrafo de la biografía de Hillo contenida en el libro de Los toros. Dice el señor Cossío: «Por los años de aquella séptima decena del siglo XVIII se hallaba en su auge la rivalidad de Juan Romero con Joaquín Rodríguez «Costillares». Manteníala este con ventaja, cuando surge la figura excepcional de Pedro Romero, que de segunda espada de su padre, Juan, ponía en pareceres el buen crédito del inventor del volapié. Esto le hizo pensar en la conveniencia de que aquel nuevo lidiador de Ronda encontrase enfrente un segundo espada adicto suyo que neutralizar los triunfos del joven rondeño. Pensó primero para esto en Antonio Campos, que pronto demostró su insuficiencia para tal empresa; desengañado, acudió a Sebastián Jorge, el Chano, con quien no logró mucho mejor resultado. Igual camino corrie-
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ron sus esperanzas con Julián Arocha, que si en los principios de su carrera prometía poder sostener una comperencia empeñada, a los primeros accidentes de la lidia se acobardó, retrasando sus progresos deplorablemente. Creyó Costillares encontrar, al fin, en Pepe Hillo el torero cortado para tal empresa, y desde entonces comienza a encaminarle decididamente en la profesión». «Acaso concibió este ventajoso concepto del toreo por un hecho que nos ha transmitido una tradición recogida por un anónimo biógrafo en 1850, en el periódico El Clarín». Nos ha de perdonar el admirado autor de Los toros; pero entendemos ha escrito un poco a la ligera el párrafo copiado de ser cierto lo que narra, supone en Joaquín Rodríguez carencia absoluta de perspicacia, escasa capacidad para apreciar el valor del trabajo de sus compañeros de profesión, lo que es impropio en un hombre reputado justamente como maestro en su arte. Joaquín trabajó toda la temporada al lado de Pedro, presenció sus faenas, aquilató el valor de aquellas formifables estocadas y pudo darse perfecta cuenta de que había surgido un coloso cuyo trabajo no era tarea fácil nautralizar y mucho menos con principiantes o medianías. ¿Quiénes eran los diestros en que, según el historiador, pensó Costillares? Veámoslo: Antonio Campos, un banderillero gaditano, sin cuadrilla fija —prueba de su escasa valía— que toreaba por aquel tiempo en las plazas andaluzas de segundo orden, y corridas de menor cuantía, en las que actuó en ocasiones como matador, sin lograr sobresalir. Sebastián Jorge, el Chano, otro diestro que toreaba generalmente en novilladas, que figuró dos años de tercera espada en las corridas de los Maestrantes, a cuyo servicio quedó como criado después de abandonar el estoque y las banderillas, a las que había recurrido
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como último recurso en la profesión. No aventajaba en categoría a estos el tercero de los designados, Julián Arocha, hermano de Juan y de Miguel, y el más humilde lidiador de la familia, pues no pasó de banderillero. Con su hermano Miguel solía acompañar a Juan Romero, quien lo trajo a Madrid de banderillero en 1776, haciéndole figurar por vez primera como media espada, en lo que no dio resultado. Quien comenzó con buenas disposiciones y la afición cifró en él algunas esperanzas, no fue Julián, sino Juan, el mayor de los hermanos, que llegó a matador de toros, en tanto que los otros no pasaron de las banderillas, y alguna vez de medias espadas. Desechados los tres, nos dice el tratadista que Joaquín creyó hallar en Hillo el diestro cortado para tal empresa, y desde entonces comienza a encaminarle decididamente en la profesión, lo que es una contradicción del autor de Los toros, quien había manifestado en página anterior que cinco años antes lo había Joaquín incorporado a su cuadrilla, llevándole a corridas de provincias antes de presentarle en la de Córdoba —no toreadas por Costillares— de 1770. ¿Encaminar al supuesto discípulo en la profesión en 1775, cuando ya era matador, jefe de cuadrilla, se contrataba en más ventajosas condiciones y toreaba por delante del maestro en las corridas sevillanas? Tarde, en verdad, era ya para ejercer de mentor y mal debía avenirse a sugerencias quien era el niño mimado de los públicos de Andalucía, caminaba en su carrera por senda de rosas y su impetuoso carácter le llevaba hasta suponerse vencedor de la contienda con cualquiera de los compañeros que se le enfrentasen en las plazas. Si Joaquín Rodríguez pensó neutralizar los triunfos del diestro de Ronda, había de ser aprestándole él mismo a la lucha, pero no pretender hacerlo con figuras de escaso relieve o con un diestro de
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altura que no había de dejarse dominar. Y ahora vamos con la relación de El Clarín. Según este periódico, el 3 de mayo de 1768 —fíjese el lector en la fecha— se verificó en Sevilla un encierro de toros, de los que se lidió uno a continuación; luego, seis por la mañana y trece por la tarde. El primer toro de la mañana, que era de la vacada de don Francisco Valverde, debía ser estoqueado por Joaquín Díaz; mas este resultó cogido, le sustituyó Antonio de los Santos, quien sufrió el mismo percance; en vista de lo cual los Maestrantes llamaron a José Delgado, quien mató el toro de una estocada, encargándose también de estoquear los seis lidiados en la mañana y once en la tarde. A todos los pasaportó con solo diecinueve estocadas. Su compañero Manuel Jaramillo mató tres toros en la misma corrida. ¿Cómo es posible que escritor tan preclaro como el autor de Los toros admita la posibilidad de tan quimérica corrida? La narración de El Clarín es de lo más absurdo que hemos leído en nuestra vida. Veamos por qué. a) El suceso tuvo lugar en Sevilla el 3 de mayo de 1768. En esta fecha los Maestrantes no verificaron en su plaza espectáculo taurino. b) Aparece en el relato como de don Francisco Valverde el primer toro lidiado de ese día. Don Francisco Valverde de Salteras (Sevilla), no fundó su ganadería hasta diecisiete años después, en 1785, y su ganado se lidió por primera vez en dicha plaza, con divisa encarnada, el 20 de agosto de 1793, en novillada que organizó una de las Cofradías de la localidad. c) Joaquín Díaz, matador designado para este primer toro, contaba en aquella fecha nueve años de edad, pues había nacido en 1759. d) Antonio de los Santos nació en Sevilla en 1776; por tanto
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había cumplido dos años en la fecha del suceso. e) No podemos precisar la edad de Manuel Jaramillo, de quien se ignora la fecha de nacimiento; calculamos sería aproximada a la de Díaz: unos diez años. f) El héroe de la fiesta, quien culminó la hazaña, fue José Delgado «Hillo», muchacho de catorce años de edad. Si el espectáculo de referencia no se forjó en la mente del famoso Don Clarencio —artífice bien acreditado en esta clase de leyendas—, sería en la de algún aprovechado discípulo. La temporada de 1776 en Madrid había de ser servida por Juan Romero, Joaquín Rodríguez «Costillares» y Pedro Romero. Todos tres quedaron apalabrados por la Junta de los Hospitales; mas llegó el momento de cumplir el compromiso, y el segundo de los citados se negó a venir a la corte, alegando tener contrato firmado con la Maestranza sevillana para torear sus corridas. Surgió un conflicto entre la Junta y los Maestrantes; se entabló el consiguiente pugilato por el diestro, y, después de no pocos cabildeos, los sevillanos movieron valiosas influencias que resolvieron el asunto a su favor, quedando Joaquín en Andalucía. Los administradores de la plaza madrileña parece hicieron gestiones para que viniese Juan Miguel Rodríguez como tercera espada. Este diestro no llegó a torear; ignoramos el motivo. Los Romero, padre e hijo, sirvieron las seis primeras corridas, y anhelando la afición de la corte ver trabajar juntos a los famosos Joaquín y Pedro, la Junta esperó a que el primero cumpliese su misión en la plaza de su pueblo y lo reclamó con tal eficacia que obligó al matador a romper otras escrituras ya firmadas con empresas andaluzas y presentarse en Madrid para tomar parte de las diez corridas que restaban de la temporada. No comentaremos la insensatez de suponer que la deserción de Joaquín Rodríguez obedeciese al temor de enfrentarse con Pedro Ro-
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mero. Tal vez la motivasen molestias con la Junta, lo que él consideraba veleidades del público adicto, pasado en gran número al bando de Pedro; quién sabe si todo ello obedeciese a cuestiones económicas; el caso es que los comentarios de la afición al verle rehuir trabajar en Madrid precisamente el primer año en que había de alternar con el hijo de Juan Romero, no debieron de ser nada favorables al diestro sevillano. En tanto que en la corte el rondeño consolidaba sus anteriores triunfos, José Delgado «Hillo» recorría las plazas andaluzas entusiasmando al público con su toreo alegre, sus jugueteos con los toros, su gran voluntad y sus arrojos y temeridades. Tanto en Sevilla como en Cádiz, el Puerto y otras plazas de la región, su cartel adquirió primera categoría; sus decididos partidarios se contaban por millares; la Maestranza le distinguía contratándole como base de sus combinaciones. Todo sonreía al joven matador sevillano. Este rápido encumbramiento le perjudicó no poco, pues se hizo altivo, condiciones nada beneficiosas para el artista que tiene que presentarse a ser juzgado por el público.
TEMPORADA DE 1777. PRIMER ENCUENTRO DE JOSÉ DELGADO CON PEDRO ROMERO EN LA PLAZA GADITANA. CORRIDAS DE SEVILLA. JOSÉ
DELGADO VIENE A MADRID COMO MATADOR DE TOROS
Aún cuando Pedro Romero, en sus cartas a su amigo don Antonio Bote y Acebedo, señala el año de 1778 como el del encuentro con Hillo en la plaza de Cádiz, tenemos la certeza de que se trata de un error de su memoria; error disculpable, pues las cartas fueron escritas medio siglo después de ocurridos los sucesos de que da cuenta, y el
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que las escribe ya confiesa no poder precisar con exactitud la fecha de los acontecimientos que narrar. Afirma Romero en su epistolario que desde Cádiz fueron a torear a Sevilla, y, efectivamente, en 1777, y no 78, hizo su presentación el diestro rondeño en la plaza de los Maestrantes. Nuestro maestro inolvidable don Luis Carmena y Millán dio a la publicidad la correspondencia del diestro de Ronda; y por ser muy conocidas de la afición las cartas a Bote no las reproducimos en este lugar, limitándonos a extractar lo que a José Delgado se refiere. No se conocían los diestros cuando en dicha temporada de 1777 fueron contratados por la empresa gaditana, ni en esa ciudad había toreado aún Romero. En cambio, Hillo tenía allí numerosos y entusiastas partidarios. Supuso el sevillano salir fácilmente vencedor en el toreo, y, dejándose llevar de sus ímpetus y abierto carácter, comunicó al maestro barbero que le servía sus grandes deseos de enfrentarse con el matador rondeño, con la gente guapa; hasta el punto de hacerle saber que había mandado decir misas sufragio de las ánimas benditas para que el lluvioso tiempo abonase y no fuese suspendido el espectáculo. Dio la casualidad que el mismo maestro sirviese después a su contrincante, a quien dio cuenta de su conversación con Hillo y los deseos que a este animaban, lo cual no fue tomado en consideración por Pedro Romero, quien se limitó a responder: «Cuando llegue la hora, cada uno hará lo que pueda», respuesta muy en consonancia con la seriedad de su carácter. Se celebró la corrida y comenzó la lucha. En el primer toro, José Delgado dio únicamente un pase con la muleta, arrojó esta y con su sombrero de castor utilizado como engaño entró a matar y tumbó al toro de una estocada, siendo muy aplaudido. Al tocar a muerte en el segundo toro, Romero tiró la muleta sin dar pase alguno, y con
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la peineta que sujetaba la redecilla de la cabeza —peineta que era como de unos tres dedos de ancho— citó al toro, recibiéndolo con una estocada en lo alto. Rodó el animal al momento y la concurrencia aplaudió entusiasmada, presagiando una buena corrida por el pique de los matadores. No estuvo Hillo afortunado en el tercero. La faena fue laboriosa y deslucida. Necesitó entrar varias veces a matar, y cuando logró que doblase el toro fueron los espadas llamados a la presidencia, donde se les amonestó, prohibiéndoles hacer temeridades y ordenándoles no volviesen a tirar la muleta y se dejasen de luchas solo conducentes a una tragedia. Manifestó Romero no haber lanzado reto alguno, y pues su compañero se jactaba de desear medir sus fuerzas con la gente guapa, ya se le había logrado. Ambos prometieron al presidente terminar sus diferencias, y amigablemente volvieron al ruedo; pero ya el público, anhelante siempre de luchas y competencias, se dividió en dos bandos, hubo no pocas discusiones, y, al verlos de nuevo en el anillo, los partidarios de Romero comenzaron a zaherir a Hillo con voces y denuestos, diciendo: «Señor Delgado: mal le ha salido a usted la cuenta. ¿Cómo no siguió usted tirando la muleta? Parece que al forastero no ha podido usted envolverlo». Así lo refiere Pedro Romero en sus cartas, y dada su seriedad, no dudamos concederle el merecido crédito. De Cádiz pasaron ambos diestros a Sevilla. Como en la ciudad gaditana, también Romero era desconocido. Hillo tenía todo el público a su favor, lo que es natural por estar en su pueblo y por las buenas campañas realizadas en años anteriores. Valido de esta preponderancia, José Delgado pretendía superar a su compañero, sin lograrlo; en la última corrida sufrió una cogida; Pedro le hizo un
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quite arriesgadísimo, lo que, unido a sus excelentes faenas, dio por resultado la conquista de aquella afición, en la que dejó buen número de admiradores. Hillo cobró por las cuatro corridas de este año para sí y su cuadrilla 14.000 reales. Romero por su trabajo, un banderillero y gastos de viaje, 12.000, más una gratificación de 1.500 el primero de dichos diestros y de 300 el segundo. Estos datos nos lo facilita el marqués de Tablantes en su Historia de la plaza de la Maestranza. Contratado Hillo en unión de Costillares para servir las corridas de la corte, se puso en camino; Pedro Romero continuó en Andalucía, y por entonces terminaron las rivalidades. La contrata de José Delgado fue bien recibida por la afición madrileña, noticiosa ya de la fama que el diestro sevillano gozaba en su tierra. Agradó su estilo movido y alegre; su valor, sus habilidades y jugueteos con las reses; la simpatía de su persona. Pronto sumó buen número de partidarios, aunque estaban en mayoría los que gustaban del toreo serio y reposado de Romero. Alternando con Joaquín Rodríguez «Costillares» no se produjeron competencias ni animosidades, pues ambos diestros se correspondieron siempre en afecto y simpatía, auxiliándose con eficacia en el ruedo, lo que no fue obstáculo para que los partidarios de uno y de otro torero armasen discusiones y algaradas, pues Joaquín tenía en Madrid un importante núcleo de decididos admiradores. La campaña de José Delgado en tierras de Castilla fue este año de 1777 tan fructífera como afortunada; tuvo pocas cogidas y no de importancia; su presencia fue requerida en muchos puntos cercanos a la capital y se tienen noticias de que toreó con éxito en Segovia, llevando de segundo a Francisco Herrera, Curro, y en Talavera de la Reina. Terminando su compromiso con la Junta de
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Hospitales, se ausentó de la corte, a la que no había de volver hasta cuatro años más tarde.
TEMPORADAS DE 1778 AL 81. VUELVE JOSÉ DELGADO A LA PLAZA MADRILEÑA. SUS CAMPAÑAS HASTA 1788
Contratados para servir las corridas de Madrid en 1778 Juan y Pedro Romero, y Francisco García, queda Hillo en Andalucía, donde goza de gran cartel. Los Maestrantes le demuestran su predilección y simpatía con todo género de atenciones. Estiman las corridas de mayo no contratar otro diestro de fama, poniéndole como segundo al de menor categoría Francisco Herrera. Estas corridas se dieron los días 12 y 14 del citado mes; y en la obra del marqués de Tablantes aparece la nota de que los espadas ganabas 6.000 reales cada dos días, nota aprovechada por el señor Cossío para afirmar, al referirse a Curro, que este gana lo mismo que Pepe Hillo. No compartimos la opinión del autor de Los toros. El que la nómina de matadores arrojase seis mil reales no significa que ganasen igual cantidad ambos diestros, pues Delgado, primer espada y jefe de lidia, no podía avenirse a cobrar lo que un diestro de tercera categoría como Francisco Herrera. Lo seguro es que de esa cantidad se asignasen 2.000 reales por corrida a Hillo y 1.000 a Curro, o sea la misma que cobraron en 1779, y esas cantidades quebradas en 180 reales a Hillo y 866 a Curro que figuran en las cuentas, indudablemente serían gratificaciones por banderillear o productos de toros regalados por el Teniente. No creemos interpreta bien el señor Cossío lo que aparece en las cuentas copiadas por Tablantes, pues Francisco Herrera es por cada
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corrida, tendríamos que admitir lo propio en Hillo y banderillero Julián Arocha, que aparecen con 8.180 y 600 reales respectivamente, y no hay tales honorarios; lo que cobraron los diestros en estas corridas fue a 2.000 reales José Delgado, 1.000 Curro y 150 Arocha; lo habitual y corriente en aquel tiempo. Con el citado Herrera como segundo torea Hillo la corrida de Cádiz del 12 de julio de 1778 y las cuatro de Sevilla en mayo de 1779, ofreciendo la de Cádiz la particularidad de que dos de los diez toros lidiados fueron también picados y banderilleados por los espadas para aumentar la diversión. Vuelve José Delgado a ser la base del cartel en las corridas de la Maestranza en 1780 (días 10, 12, 17, 19 de junio); con él alterna Juan Conde en las cuatro fiestas, y en dos Juan Miguel Rodríguez y Manuel Palomo. En 1781, los Maestrantes organizan sus corridas de primavera con José Delgado, Pedro Romero y Juan Miguel Rodríguez, de matadores. Los dos primeros cobran para sí y sus cuadrillas 24.960 reales, mas Hillo recibe una gratificación de 500 reales por sus viajes de ida y vuelta a Madrid, donde estaba escriturado, en unión de Costillares, para servir la temporada. Pero Romero, Juan Conde y el media espada Francisco Garcés son los diestros contratados por la Maestranza para sus corridas de mayo de 1782. José Delgado no toma parte en ellas por sus compromisos en la corte; pero el Ayuntamiento sevillano organiza seis funciones para ayuda de la contribución de guerra; se celebran las dos primeras el 26 y 29 de octubre con Hillo y Costillares. No pueden darse las restantes por ser precisa la presencia de los diestros en Madrid para el 10 de noviembre, y terminando su compromiso con la Junta de Hospital vuelven a Sevilla, donde torean las cuatro restantes los días 9, 10, 16 y 17 de diciembre, en las que figura como tercera espada el gaditano Juan Conde.
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José Delgado «Hillo», que toreaba en Madrid ocupando el segundo lugar cuando alternaba con Joaquín Rodríguez «Costillares», fue siempre espada en las corridas de Sevilla con este mismo diestro, lo que prueba la estima en que le tenían los señores Maestrantes, resérvandole el lugar de honor en las funciones por ellos organizadas. En las toreadas en 1781 con Pedro Romero, la Maestranza propuso y los diestros aceptaron el turnar en cada corrida como primeros espadas y jefes de cuadrilla. Es fama que en las citadas corridas del Ayuntamiento sevillano, de 1782, logró Delgado grandes éxitos y superó las faenas del inventor del volapié, lo propio que ocurrió en las de abril de 1783; lo que es verosímil teniendo en cuenta que Hillo se hallaba en la plenitud de su edad, facultades y entusiasmo. No se hace especial mención de estas corridas en la obra de Tablantes; pero a ellas se refiere en su folleto el señor Chaves, quien afirma posee una curiosa relación, que el librito no publica. Los apuntes de Álamo califican de excelente el trabajo de ambos diestros. No precisa el detalle de la superación de Hillo, de quien dice que «contentó grandemente a los aficionados al verle hacer con la capa suertes no vistas a ningún otro». Supone Álamo, muy fundamentalmente, que esas suertes serían las de frente por detrás y verónica, ya practicadas con aplauso ante el público madrileño; de lo que se deduce que la curiosa relación citada por Chaves era conocida por Álamo. Ajustado José para la temporada madrileña de 1784 con Joaquín Rodríguez «Costillares», la Junta le concede algunas salidas a provincias, y concurre a las de Sevilla 7 y 8 de junio, corridas en las que figura de segundo espada el cordobés Manuel López. Con la dieciseís corrida (18 de noviembre) terminan Hillo y Costillares sus compromisos madrileños. Ambos habían hecho una buena
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campaña, dejando al público complacido de su trabajo. En esta última corrida dieron los espadas una nota simpática, patentizadora de la buena armonía que entre ellos reinaba. Todos los toros de la mañana que estoqueó Costillares se los banderilleó José Delgado, sin permitir la intervención de subalternos. Joaquín correspondió a la galantería haciendo lo propio con los que Hillo estoqueó. El público vio con agrado esta demostración de compañerismo y prodigó sus aplausos a los diestros. Este año de 1784 firmó Delgado con la Maestranza el compromiso de torear varias temporadas con el sueldo fijo de nueve mil reales al año, y como primer espada. Solo estuvo en vigor el siguiente, pues una resolución del rey Carlos III prohibió la fiesta de toros, tolerándose únicamente aquellas corridas de carácter benéfico, por lo cual no fueron interrumpidas en Madrid donde los productos eran destinados al socorro de los hospitales. Con Joaquín Rodríguez sirve Hillo las funciones madrileñas de 1786 a 89, años en los que Delgado alcanza la plenitud de sus triunfos. Constillares comienza a decaer. Se le presentan los primeros síntomas de la enfermedad de su brazo derecho, enfermedad que le ha de retirar pronto del toreo. José Delgado trabaja en el ruedo con gran entusiasmo; en la calle hace gala de rumbosidad y majeza, lo que le convierte en el diestro predilecto de las clases populares. Sus hechos son comentados exagerándose al correr de boca en boca. Se le rodea de una aureola de gloria por sus admiradores, y el diestro logra una celebridad extraordinaria. Joaquín Rodríguez la fomenta con rasgos de fraternal amistad; y de común acuerdo turnan todas estas temporadas en el puesto de primera espada y jefe de cuadrillas. Del auxilio que se prestan ambos matadores nos da idea el hecho que sigue. En la novena corrida de 1788 (14 de julio), Hillo resultó cogido al torear de capa en su último toro de la tarde. Joaquín entró
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al quite, haciéndolo con tal premura y metiéndose en terreno tan peligroso, que es a su vez cogido, ingresando al mismo tiempo los dos espadas en la enfermería. Los espectadores aprecian el rasgo de Joaquín y aplauden calurosamente. Terminan la corrida los medio espadas Francisco Herrera y José Jiménez. Por dichas cogidas precisaba retrasar la décima corrida; pero los medios espadas —con el beneplácito de los diestros heridos— se ofrecieron a la Junta de Hospitales, y la fiesta se anunció para el 21 de julio comunicando al público que los medias espadas Francisco Herrera Curro, José Jiménez y José de Castro se comprometían a estoquear, encomendándose a la benevolencia de los aficionados madrileños. Herido Jiménez dos días antes en la novillada de Las Navas del Marqués, fue sustituido por Juan Garcés, el Pollo, banderillero que venía en la cuadrilla de Costillares. Cumplieron los matadores su cometido con buena voluntad y no escasa fortuna, escuchando animadores aplausos de los espectadores, y los espadas José Delgado y Joaquín Rodríguez le hicieron un obsequio consistente en regalarles la suma que les correspondía percibir por esta corrida.
LAS FAMOSAS CORRIDAS REALES DE 1789. CAMPAÑAS DE JOSÉ DELGADO HASTA 1800
Para solemnizar la exaltación al trono del rey Carlos IV, el Ayuntamiento madrileño organizó tres corridas de toros en la plaza Mayor, los días 22, 24 y 28 de septiembre de 1789. Se prepararon 112 reses de las más famosas vacadas de la Mancha, Aragón y Navarra y 20 de la castellana de don Agustín Díaz de Castro, Pajares de los Oteros, la más renombrada de las de Castilla,
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la que mayor prestigio gozaba por el tamaño, poder y bravura, y al mismo tiempo la que menos agradaba a los diestros, pues dichos toros eran muy fieros y difíciles en el último tercio de la lidia. Vinieron a la corte los más apreciados toreros de a pie y a caballo, y en víspera de la primera corrida el diestro José Delgado «Hillo» manifestó al corregidor, señor Armona, su deseo de que fuese sorteado su puesto de primera espada. Comunicó la autoridad a Pedro Romero lo pedido por el diestro sevillano, y Pedro contestó, sin dar importancia al asunto, que por su parte se podría prescindir del acto, pues a él tanto le daba ser primera espada como última, ya que su deseo era solo servir a Su Majestad y al público madrileño, conformándose con el lugar que el señor corregidor designase. No obstante, la autoridad llamó a su presencia a Hillo, Romero y Costillares, y se verificó el sorteo, que favoreció —como siempre que estos tuvieron lugar, a Pedro Romero, en cuyo momento el corregidor le dijo: — Señor Romero: puesto le ha tocado a usted el lugar de primera espada, ¿se obliga usted a matar los toros de Castilla? —Si son toros que pastan en el campo, me obligo a ello. Pero me ha de decir su señoría por qué me hace esta pregunta. —Se lo digo a usted, señor Romero, por esto. Volvióse a un mueble de su despacho y tomando un papel, leyó lo escrito. Era un memorial suscrito por Hillo y Costillares, en que se suplicaba a la autoridad eliminase de las corridas los toros de Castilla. Sorprendido quedó Romero ante lo insólito de la demanda, pues rechazar un ganado era mengua y baldón en los toreros de aquel tiempo, y aún los espadas de menor categoría aceptaban el que se les destinase. Por eso, al recordar el suceso, dice Pedro en sus cartas a don Antonio Bote que si le hubiese a él ocurrido, allí se caería muerto de repente. No concebía que un matador de toros se atreviese a tal solicitud, y menos en espadas de la altura de Hillo y Costillares.
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Estos diestros habían toreado en sus corridas de Madrid muchas reses castellanas. ¿Cómo, pues, las rechazaban ahora? Se explica Costillares por la merma de sus facultades, y en Hillo, porque —pese a su vanidad y jactancias— le constaba que en su lucha con el diestro rondeño saldría derrotado, como lo fue en cuantas corridas se enfrentaron. Hillo había logrado un buen cartel en Madrid alternando con Joaquín Rodríguez «Costillares»; pero ahora la lucha había de ser con su eterno rival, y para salir airoso del toreo necesitaba torear ganado más noble y sencillo que el castellano, ganado de menos dureza y poder. Por eso solicitaba se prescindiese de los veinte toros de Don Agustín Díaz de Castro, únicos difíciles entre los ciento treinta y dos preparados para la lidia, pues todos los demás, excepto tres, de don Manuel Gayón, procedían de vacadas manchegas, navarras y aragonesas, y seis de otra castellana más sencilla. En vista de lo manifestado por Pedro Romero, no fueron eliminados los toros de Castilla, ordenando la autoridad se destinasen todos al primer espada, con lo que Hillo y Costillares quedaron complacidos. Se procedió a la organización de las cuadrillas, quedando estas constituidas en la forma siguiente: 1ª— Primera espada: Pedro Romero. Segunda espada: José Romero. Banderilleros: Vicente Estrada, Ambrosio Recuenco, Bartolomé Jiménez, José Díaz. 2ª— Primera espada: Joaquín Rodríguez «Costillares». Segunda espada: Francisco Herrera Curro. Banderilleros: José de Castro, José Jiménez, Tomás Fernández, Alfonso Alarcón. 3ª— Primera espada: José Delgado «Hillo». Segunda: Antonio Romero. Banderilleros: Manuel Rodríguez, Cristóbal Díaz, Manuel de la Vega, Antonio de los Santos. 4ª— Primera espada: Juan Conde. Segunda: Juan José de la Torre. Banderilleros: Nicolás Martínez, Joaquín Casala, Manuel
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González, José Almansa. Espada supernumerario: Francisco Garcés. Como es sabido, los picadores no figuraban en el personal de las cuadrillas, pues se contrataban independientes de los espadas y cumplían su misión sin intervención de los mismos. Los contratados fueron Manuel Jiménez, Pedro Rivillas, Antonio Parra, Juan López, Francisco Fernández, el Tinajero, Bartolomé Padilla, Juan Jiménez, Diego Molina, Laureano Ortega y Juan Marchante. Se celebraron las dos primeras corridas con buen resultado y complacencia de la multitud que las presenció. Todos los lidiadores rivalizaron en cumplir bien su cometido; Costillares mató varios toros, practicando con gran maestría la suerte de su invención. José Delgado se mostró incansable, siendo muy aplaudido, especialmente en las suertes de capa; cosechó aplausos Juan Conde y muy nutridos Francisco Garcés, quien demostró grandes adelantos en la profesión. Sobresalió notablemente el trabajo de Pedro Romero, dirigiendo las cuadrillas con acierto, haciendo arriesgadísimos quites a los diestros de a caballo y estoqueando sus toros de manera asombrosa. La última corrida (28 de septiembre) fue la menos lucida por el ganado, y la más pródiga en incidentes desagradables. Sufrieron contusiones los picadores Rivillas, Padilla y Parra; el banderillero Joaquín Casala; Pedro Romero fue revolcado por el primer toro al hacer un peligroso quite al picador Laureano Ortega; el séptimo toro derrotó sobre la garrocha del picador Molina, lanzando el palo al tendido, donde hirió a un empleado del Ayuntamiento. El toro lidiado en noveno lugar cogió a José Delgado. De esta cogida se ocupa Romero en sus cartas, y lo hace como sigue: «Seguí matando toros de Castilla según me obligué, á ecepcion de uno de los toros por equibocación se lo echaron a Pepe Hillo, que
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yo discurro que fue apropósito, pues el tio Gayón que era quien los apartaba en el toril, sería el que se lo echaria; tocaron á muerte y se fue el toro al rincon del peso Real y el referido Hillo se fué derecho al toro, y viendo yo el sitio en que estaba le dije: compañero deje usted lo sacaremos de aí: volvió la cara y me miró sin contestarme; yo que advertí esto, me retiré un poco y le dejé ir; el resultado fue que lo cogió el toro y lo hirió muy mal; los agarramos y los llevamos al balcón de la duquesa de Osuna. Estuve por allá como un cuarto de hora y cuando volví a la plaza me hallé que el toro estaba en el mismo sitio del peso Real. Así que me vieron los demás Espadas, todos empezaron á armar las muletas para ir a matar el toro; les dije, Caballeros, con que al cabo de tanto tiempo ninguno á matado el toro y ahora quieren todos ustedes ir á matarlo; retirense ustedes: armé la muleta; me fui derecho al toro, me presenté á una distancia regular citándolo y á una de las citas que le hice me arrancó, y me cambié y lo recibo a la muerte y lo maté de una estocada». Así terminaron las famosas corridas de la jura de Carlos IV: con un triunfo completo y definitivo del lidiador rondeño. José Delgado no volvió a torear el resto de la temporada. Romero y Costillares estoquearon las corridas 13 a 16 con las que terminaron las de ese año. Para las de 1790 no se pudo lograr la contrata de Romero, y la Junta, que solo contaba con Hillo y Francisco Garcés, rogó a Costillares las torease. Este, que pensaba ya en la retirada por no mejorar de su dolencia, aceptó y tomó parte en diez corridas de las dieciséis que se organizaron, cediendo en varias su puesto de jefe de lidia a José Delgado. En la del 8 de noviembre vistió la ropa de torear el inventor del volapié. El tumor de su mano derecha no cura. Sufre varias dolorosas operaciones. Algo mejora, pero queda imposibilitado para ejercer el oficio, aunque cuando en ocasiones y a petición
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del público mate algunos toros. Nada se sabe de las actividades de José Delgado las temporadas de 1791 y 92. Las corridas estaban prohibidas, y las de Madrid — toleradas por su carácter benéfico— las sirven los tres hermanos Romero, esto es, Pedro, José y Antonio. En 1793 hace su campaña de Andalucía, trabajando, entre otras plazas, en las de Cádiz, Jerez, Málaga y Sevilla, donde los Maestrantes —derogada la prohibición— le contratan para sus corridas, las que torea sin interrupción hasta el año 1797. A Madrid vuelve en 1796. Sus competencias con Pedro Romero se van esfumando. Su valor no disminuye; pero se hace más precavido. Ya no se muestra exigente en sus contratos. En Cádiz fija una cantidad, a condición de no modifiar ni pedir aumento aun cuando Pedro cobre mayor suma. En las corridas de Sevilla de 1796 y 1797, que alterna con José Romero, percibe este igual cantidad que el diestro sevillano. La edad y las muchas cogidas aminoran sus bríos y facultades, hasta el punto de que su trabajo en la corte dicho año 1796, un revistero de la época hace el resumen de la campaña, y, después de dedicar a Pedro Romero los más encomiásticos elogios, se refiere a los otros matadores, y escribe: «La tercera espada (Garcés), por su notoria destreza, no ha desmerecido de la segunda (Hillo), con la que ha quedado en el fiel de la balanza y aun superando en determinadas funciones. No hace tantos juguetes a los toros, pero tiene valentía y dá seguras estocadas». Por este breve juicio puede apreciarse que José Delgado se hallaba en período de decadencia. Ausente de nuestra plaza en 1797, vuelve a ella para servir las corridas de 1798, 99 y 1800, con Pedro y Antonio Romero los dos
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primeros años y con Juan Conde y Antonio de los Santos el último. Pedro Romero, pletórico de facultades y triunfos, se retira de la profesión al finalizar la temporada de 1799, siendo la decimoctava corrida la última que torea el gran lidiador rondeño, el que durante cuatro lustros constituyó la pesadilla de José Delgado.
LA TEMPORADA DE 1801 EN MADRID. TRÁGICO FIN DE JOSÉ DELGADO (HILLO)
Retirado de la profesión Joaquín Rodríguez «Costillares» y Pedro Romero; fallecido Francisco Garcés, aún quedaba un diesto en altura que compartiese con Hillo el aplauso y la estimación del público; este era José Romero. Al hacer el señor Cossío una relación de los diestros de la época, dice que no habían logrado cuajar Aroca, Garcés, Los Romero, Manuel Correa y Perucho. La enumeración no está, ciertamente, muy ajustada a la realidad. Agustín Aroca era aún banderillero y media espada; hasta que murió Garcés, su amigo y maestro, no comenzó a alternar con los matadores de toros. Francisco Garcés había cuajado y pudo ser un competidor serio; pero murió en enero de aquel año 1801; Manuel Correa continuaba en esa época de banderillero; por tanto, la referencia —como la de Aroca— no ha lugar. Perucho y Antonio Romero carecían de condiciones para aspirar a primeras figuras. Juan Conde y Antonio de los Santos —no mencionados por el señor Cossío— quedaban descartados; el uno, por su edad, y el otro, por estar en sus comienzos. Solo José Romero, de quien el autor de Los toros no hace especial mención, estaba en condiciones de disputar a José Delgado el centro del arte; mas, por fortuna para este, José Romero fue siempre enemigo de piques y competencias, que se
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avenían mal con su carácter. Diestro muy conocedor de su oficio, valeroso, buen torero y matador, era de temperamento serio y más bien frío y retraído; se llevó bien con todos sus compañeros; cumplió siempre su deber en el ruedo, sin afanes de emulación, y jamás se arrojó a temeridades para restar aplausos a los que con él trabajaban. Dice uno de sus biógrafos que sus relaciones con Hillo nunca pasaron de las cordiales entre compañeros, no llegando a intimar por las diferencias del diestro sevillano con la familia rondeña. Al retirarse Pedro, José pensó seguirle, pues su salud era bastante precaria; pero su afición retrasó el propósito, y al ocurrir la tragedia de Hillo se percató de la crisis a que la fiesta estaba abocada, hizo un supremo esfuerzo, agrupó a su lado aquellos diestros que vio en condiciones de secundarle, trabajó con un denuedo y entusiasmo extraordinarios, modificando su condición, un tanto fría e indiferente; inyectó a los jóvenes Santos, Jiménez y Aroca su cariño a la profesión; estos respondieron a su ejemplo, y los cuatro conjuraron el peligro que a la fiesta amenazaba, por cuanto la afición continuó prestando vida y calor al espectáculo. A nuestro entender, los historiadores no han hecho a José Romero la justicia merecida. Ya volveremos sobre el tema con mayor detalle en el volumen Los Romero. Para las corridas de 1801 fueron contratados en Madrid José Delgado «Hillo», José Romero y Antonio de los Santos. Comenzó la temporada el 13 de abril. Se dio la segunda corrida el 27 del mismo mes, y fue anunciada la tercera para el 11 de mayo. Con relación a esta temporada, la fantasía de los biógrafos del diestro se ha explayado de lo lindo. Hablan algunos de gitanas auguradoras de próximo fin, de sueños y tristes presagios del toreo, de coincidencias macabras. Un novelista lo presenta eligiendo en los pra-
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dos del Arroyo Abroñigal el toro Barbudo, causante de su muerte. Y por este estilo una porción de patrañosos relatos. En el folleto Pepe Hillo, de don Manuel Chaves, aparece la copia de un cartel de esta corrida, cartel apócrifo, de ningún valor histórico. En la corrida del 11 de mayo de 1801 se lidiaron diecisiete toros de estas procedencias: —Cuatro de don Manuel Briceño, de Colmenar. —Cuatro de don Juan Antonio Hernán, también de Colmenar. —Cuatro de don Hermenegildo Díaz Hidalgo, de Villarrubia de Ojos del Guadiana. —Dos de don José Gijón, del mismo punto. —Dos procedentes de Peñaranda de Bracamonte. —Un morucho cunero, que cerraba plaza. Los anunciados como procedentes de Peñaranda de Bracamonte era, el primero —lidiado con divisa blanca, en quinto lugar, por la mañana—, de don Vicente Bello, de Palacios Rubios (Salamanca), y el segundo —séptimo de la tarde— fue el famoso Barbudo —divisa morada—, de don José Joaquín Rodríguez, de Peñaranda de Bracamonte. Tanto estos dos toros como los de Gijón y el cunero, último de la corrida, los vendió a la Junta de Hospitales el ganadero—tratante don Vicente Perdiguero, de Alcobendas. En la corrida de la mañana sufrió Hillo una cogida sin importancia, que no le impidió seguir toreando. Al comenzar la de la tarde toreó con alguna dificultad en su primer toro, resintiéndose de la pierna y brazo derechos, a consecuencia del revolcón sufrido por la mañana. Parece que José Romero le insinuó se retirase; pero Hillo —que había tenido escasa fortuna en las dos corridas anteriores— no atendió el consejo del compañero y continuó en su puesto. Muertos por los tres espadas los seis toros primeros salió en sép-
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timo lugar Barbudo, negro, bien armado, primero que del ganadero don José Joaquín Rodríguez se lidiaba en la plaza madrileña. Con escasa codicia tomó cinco varas de Cristóbal Ortiz y Juan López. Cogió las banderillas el tercer espada, Antonio de los Santos, quien colocó un par cerrando el tercio de los banderilleros Manuel Jaramillo y Joaquín Díaz. El toro llegó a la muerte con poder y ligero de patas, por ser escaso el castigo recibido. Quedó en los tercios, próximo a los chiqueros, y allí comenzó Hillo su faena con dos pases naturales y uno de pecho. Buscó el animal el alivio de las tablas, y el espada lo citó; pero al no arrancar, entró al volapié y desde cerca, dejando el estoque clavando hasta la mitad en el sitio contrario. No debió de cruzar bien con la muleta, siendo empitonado por la pierna izquierda, suspendido y violentamente arrojado a la arena. Quedó el diestro boca arriba, con los brazos abiertos y sin movimiento alguno, como si el golpe le hubiese conmocionado. Ni la rápida asistencia de los compañeros ni el denuedo con que el picador Juan López intentó poner una vara, pudieron evitar que el toro recogiese al diestro caído, al que clavó el pitón izquierdo en el estómago, campaneando el cuerpo del torero, quien pugnaba por desasirse del cuerno que tenía clavado. Derrotó el animal, lanzó al espacio a José Delgado, intentando nuevamente recogerlo, lo que no ocurrió por la intervención de las cuadrillas. El diestro llegó a la enfermería en período agónico. Los doctores, al reconocerlo, manifestaron ser los de la religión los únicos auxilios que se le podían prestar, pues la ciencia era impotente ante la gravedad de las heridas. Administrado que le fue el Santo Sacramento de la Extremaunción, el diestro entregó su alma a Dios a los veinte minutos de su ingreso en la enfermería. La tragedia causó enorme conmoción; gran parte de los especta-
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dores abandonaron la plaza; los lidiadores quedaron aterrados, y de no haber sido por la gran serenidad de José Romero, que con energía impuso orden en la lidia, es seguro no hubiese sido esa sola desgracia la que lamentar. José Romero —dice un cronista— tomó muleta y estoque, y, usando del superior manejo de aquella y de la intrepidez con que acostumbraba a recibir los toros a la muerte, se la dio a Barbudo con todo el denuedo y serenidad de espíritu en él acostumbrado y que requerían las circunstancias. Alguien ha escrito que la corrida fue suspendida una vez estoqueado el toro causante de la tragedia; esto no es cierto; la corrida continuó hasta su fin, y cuando terminó entraron los lidiadores en la enfermería, donde contemplaron el cadáver del que fue su compañero. Trasladado al hospital, al siguiente día fue practicada la autopsia, y en la mañana del 13 se verificó su entierro en el atrio de la iglesia de San Ginés, entierro imponente por el sentimiento general del numerosísimo acompañamiento. Presidieron el duelo José Romero y Antonio de los Santos. Este costeó los gastos del entierro, y Romero, las misas que se dieron en sufragio del alma del desgraciado lidiador. La muerte de José Delgado fue sentidísima en toda España, pues gozaba de simpatía con todos los públicos. Las corridas de Madrid fueron suspendidas durante el resto del mes de mayo, reanudándose en 1º de junio. Pasado algún tiempo se originaron discusiones en el periódico Diario de Madrid, pues uno de sus admiradores culpó de la catástrofe a las exigencias del público, lo que dio lugar a que un detractor — pues Hillo los tuvo, como todo notable artista— publicarse un largo escrito en defensa de los espectadores, en el que decía: «Este famoso y valiente estoqueador murió aquel día porque él
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quiso. Murió por no haberse retirado de este oficio ya desde el año anterior, cuando sus achaques, sus quebrantos y su edad de cincuenta años, con treinta y dos de ejercicio en la plaza, pedían de justicia su jubilación. Murió porque sobre todos esos alifafes, hallándose contuso y estropeado desde la corrida de la mañana, se empeñó en salir a la plaza por la tarde; pues estando cojo y medio manco, sin agilidad en sus miembros ni tiento en sus movimientos se presentó cuerpo a cuerpo a la furia y pujanza de un toro entero, parado, corpulento como un elefante, traidor como un zorro; en fin, un señor toro. El señor Pepe (Dios le haya perdonado) fue el bárbaro, no el animal ni los espectadores que le instaban para que se retirase, por no presenciar un desastre que toda la plaza preveía, y quería evitarse el dolor de semejante espectáculo. La corrida de aquella tarde a nadie divirtió; no digo después del fatal suceso, pero ni en los seis toros que se habían lidiado antes, porque casi todo el concurso presentía la infalible muerte del torero en cada bruto que le tocó estoquear. Pepe aquella tarde no era ya aquel Pepe que tantos años había divertido y admirado al público; era cualquier Pepe, un tío Pepe. No era torero, ni primera espada, ni media tampoco. ¿Qué había de sucederle? Morir». Esta agria y destemplada apreciación del trabajo de José Delgado pecaba de injusta, porque si bien es cierto que ya había comenzado su decadencia, Pepe Hillo fue un gran torero hasta el día de su muerte. La edad que le atribuye el articulista no es cierta, pues solo contaba cuarenta y siete años, tres menos que los que le supone. Es cierto que fue cogido y revolcado por uno de los toros de la mañana, sufriendo contusiones leves; no les dio importancia ni aceptó el ofrecimiento de José Romero, que al verle torear con gran trabajo en el primer toro de la tarde le instó a que se retirase, disponiéndose a matar los toros
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que le correspondían. Al mordaz artículo anterior replicó otro aficionado defendiendo al diestro, aunque un poco débilmente. Decía que el toro Barbudo no era tan grande como aparecía en el escrito, ni de tan malas condiciones como lo probó tomando bien la muleta José Romero. La corrida de la tarde no divirtió porque el ganado que se lidió fue, en general, duro y de difícil trasteo. Hillo seguía, como siempre, valiente y animoso, aun cuando no se arrojase a las temeridades de otros tiempos. Con respecto a las relaciones de la vida particular de este diestro, las opiniones de sus biógrafos suelen ser bien dispares y antagónicas, presentándole unos como el favorito de la aristocracia, y otros, del pueblo bajo, del examen de ambas opiniones se puede deducir que el torero sevillano era de carácter abierto y espontáneo, generoso, complaciente y caritativo. En el ruedo, sereno ante el peligro, con un amor propio exagerado, hijo de su excesivo pundonor; ávido del aplauso del público y dispuesto, para obtenerlo y conservarlo, a sacrificar su existencia. José Delgado, Hillo, logró ser una personalidad grata y simpática a las clases de elevada posición, recibiendo pruebas inequívocas del aprecio en que le tenían personas de la aristocracia. Fue el ídolo de chisperos y manolas, no habiendo boda, bautizo o fiesta campestre de algún viso entre la gente del pueblo a que no fuese invitado, lo propio que ocurría con otros diestros de su época, si no tan populares, por lo menos con buen número de entusiastas partidarios. Al ocurrir su muerte, su viuda, doña María Salado, vino a Madrid, donde no residía persona alguna de la familia del matrimonio, haciéndose cargo de los objetos propiedad del diestro y percibiendo el importe de la última corrida en que toreó: 2.800 reales. El inventario de los bienes de José Delgado arrojó la suma de 185.399 reales de vellón. En el año de 1872 se hicieron obras en el atrio de la iglesia de San
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Ginés, y muchos de los restos de los allí enterrados fueron conducidos a la fosa común del cementerio. Se creyó que entre ellos estaban los de Hillo, y hasta dieron la noticia algunos periódicos de entonces. Pero no resultó cierto, pues al reforzar los cimientos del templo, en época reciente, y con motivo de las obras del Metro, fueron hallados los restos del lidiador. Uno de los encargados de las obras, el buen aficionado don Julián González Torres, construyó una fuerte caja de mandera, en la que dichos restos fueron depositados, recibiendo nueva sepultura en la cripta de la iglesia, donde se hallan en la actualidad. En el toreo no siempre van unidos el mérito positivo y la popularidad del lidiador, pues las multitudes son propensas a subyugarse por el arrojo temerario o vistosidades de gran colorido. José Delgado, Hillo, cuyo nombre nimbó de gloria la tragedia que le arrebató la vida, fue un diestro que, sin alcanzar la altura de Pedro Romero ni aun la de Joaquín Rodriguez Costillares, los superó en simpatía entre las muchedumbres. Como la historia se repite siempre, vemos después al maestro indiscutible de su tiempo, Jerónimo José Cándido, con menos entusiastas partidarios que el valeroso Francisco Herrera, Curro Guillén. La finura del toreo de Cayetano Sanz y el irreprochable estilo de los matadores José Redondo, el Chiclanero y Antonio Sánchez, el Tato, fueron menos apreciados por la gran masa de aficionados que las genialidades de Curro Cúchares y las alegrías del toreo artificial de Antonio Carmona, el Gordito. Maestro insuperable de su tiempo fue Rafael Molina, Lagartijo, que nunca logró la popularidad del valeroso Salvador Sánchez Frascuelo. La simpatía y popularidad alcanzadas por las temerarias faenas de Manuel García, el Espartero, y el emocionante estilo de torear de Antonio Reverte no lograron ser neutralizados por las faenas, de po-
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sitivo valor, de Rafael Guerra, Guerrita, el verdadero torero cumbre de su tiempo. Damos fin a este mal trazado esbozo de la vida taurómaca del diestro José Delgado, Hillo. Réstanos solo manifestar al aficionado curioso que hallase algún error en nuestro humilde trabajo investigador que nos favorecerá muy mucho si tiene a bien indicárnoslo, quedando de antemano agradecidos, pues ello patentizará el interés con que leyó las páginas de este libro. También aprovechamos esta oportunidad para dar público testimonio de agradecimiento al insigne bibliófilo y amigo muy querido don Manuel Ontañón, quien con toda solicitud, cariño y desinterés puso a nuestra disposición, no solo el ejemplar de La Tauromaquia de Hillo, de que esta tirada es copia, sino cuantas obras de su rica biblioteca hemos necesitado consultar. Le reiteramos las más expresivas gracias por sus bondadosas atenciones, y hacemos votos porque nuestra antigua amistad continúe como siempre, leal, sincera e inquebrantable.
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PRÓLOGO
Las muy escasas y remotas noticias que se hallan acerca del origen de las fiestas de toros en España, en un tiempo que este espectáculo tiene el primer lugar entre todas las diversiones de nuestra nación, sin que a sus atractivos se resistan ni aquellos tétricos y melancólicos españoles, que destituidos del conocimiento de las leyes de la naturaleza ha distribuido sabiamente en cada clima, afeaban poco tiempo hace su concurrencia; ni, mucho menos infinitos extranjeros, cuya afeminada delicadeza se entretenía en moralizar y acriminar hasta las más indiferentes circunstancias de dichas fiestas: en este tiempo, repito, que felizmente vemos a unos y otros complacidos en extremo con la variedad de lances que antes censuraban y denigraban; me parece conveniente presentar al público una razón, que aunque abreviada, manifieste con suficiente certeza la época de la introducción de las fiestas de toros entre nosotros, como asimismo su más notable incremento y decadencia hasta el tiempo presente. Esta era mi única intención con la de agregar la enunciada noticia a la Tauromaquia de José Delgado; pero algunos amigos a quienes se la comuniqué antes de ponerla en ejecución, me persuadieron de que a esta necesidad de juntaba la de dar una forma regular y
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una explicación clara e inteligible a la Tauromaquia de dicho José Delgado, cuyo estilo provincial llena de confusión a los lectores. He juzgado oportuno no alterar ciertas voces, frases o expresiones que parecen propias de las profesión; pero para inteligencia de todos aclaro su sentido y significación en sus respectivos lugares. Asimismo, me ha parecido necesario incluir algunas suertes que aunque no son del mayor uso, no están sin embargo desterradas. Yo creo que los aficionados, no menos que los profesores admitirán benignamente esta reforma, mucho más si es cierto que no desfigurando los preceptos y reglas de que consta el arte de torear en toda su extensión, cumplo con mi principal propósito, dándole la claridad que se echa menos en la Tauromaquia del referido Delgado.
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NOTICIA HISTÓRICA DEL ORIGEN Y PROGRESOS DE LAS FIESTAS DE TOROS EN ESPAÑA
Algunas personas creen firmemente que el espectáculo de los toros trae origen del tiempo de la dominación de los romanos. Semejante opinión, aunque es equivocada, no carece de fundamento; pues es muy cierto que los romanos eran muy aficionados a luchas de fieras con hombres, según se evidencia por la historia, y según lo acreditan las ruinas de sus famosos anfiteatros existentes todavía en Toledo, Mérida y en otras ciudades de España que estuvieron habitadas por ellos; pero las fieras que se destinaban a formar estos espectáculos, crueles y bárbaros en el mayor extremo, eran de otra clase, y de ningún modo comprehendían entre ellas los toros. Otros aseguran que estas fiestas fueron conocidas entre nosotros en el tiempo de los godos, cuya opinión queda destruida sin la necesidad de remitirse a la historia de tiempos tan remotos, leyendo únicamente las noticias que Manuel García ha recopilado con bastante acierto, acerca de los espectáculos en España. En efecto, no cabe la más pequeña duda en que los primeros a quienes se vio luchar con los toros fueron los moros de Toledo, Córdoba y Sevilla, en cuyas cortes, que eran en aquellos tiempos las más cultas de Europa, celebraron diferentes veces estas luchas las personas de la
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primera nobleza, que las tomaban como un entretenimiento en que ejercitaban el valor y la destreza. Hechas las paces entre cristianos y moros, y arrinconados estos en el territorio de Granada como a mediados del siglo trece, quisieron nuestros nobles ensayarse en toros aquellos ejercicios que habían adoptado de sus nuevos amigos, tales eran los juegos de cañas, sortija y luchas de toros; no olvidando las justas, los torneos, empresas y aventuras que habían heredado de otras naciones. Esta es la verdadera época en que comenzó entre nosotros el espectáculo de los toros, siendo muy equívoca y violenta cualquiera otra que se pretenda fijar con antelación a ella, pues aunque se refieren algunos hechos de los toros con mucha anticipación, no fueron otros que algunos pequeños encuentros que tuvieron los españoles dedicados a las batidas y cacerías de reses en el monte, y ninguno de ellos merece el nombre y formalidad de espectáculo, que es precisamente de lo que se trata. Entretenida la nobleza con las fiestas y juegos que quedan expresados, pasó muchos años sin decidirse por ninguno en particular, hasta que la piedad religiosa de los príncipes, autorizada del celo eclesiástico, proscribió todos aquellos, cuyas consecuencias eran las más funestas, privando de sepultura sagrada al que muriere en ellos. Entonces las luchas de toros se hicieron el más frecuente pasatiempo de nuestra nobleza; y entonces movida de los celos que la ocasionaba la fama que habían adquirido por su habilidad los caballeros moros Malique—Alabez, Muza y Gazul, hizo traer los mejores toros que se hallaron en la sierra de Ronda para alancearlos públicamente, hacer notorio su atrevimiento y excitar la admiración de la concurrencia, como efectivamente sucedió. Con este resultado tan feliz creció notablemente la afición a semejantes funciones, y empezaron a hacerse expectables; pues antes no lo eran por ninguna de sus circunstancias. Pero debe atribuirse
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a dos causas, a cual más poderosas, el fomento y estabilidad que adquirieron. La primera fue el espíritu de galantería que se introdujo inmediatamente en ellas: cada cual de los caballeros españoles comprometía a su dama a que presenciase los hechos de su bizarría, dedicándola todos aquellos que merecían por su acierto la aceptación del público que los juzgaba con demostraciones de júbilo y con vítores repetidos. La segunda fue la parte que los soberanos tomaron en estas fiestas, y que no contentos con autorizarlas personalmente, se mezclaban e incorporaban con la nobleza para alancear los toros, acaso por participar de los mismos aplausos que aquella, o por inspirarla mayor constancia con su ejemplo. No pudieron tocarse dos resortes más ciertos para mover los celos y las competencias de los nobles: precisados a parecer valientes para ser enamorados, hasta el más pusilánime se sobreponía a sí mismo por no ser despreciado. Las circunstancias con que se celebraba este espectáculo le harían en la actualidad muy despreciable e insufrible: toro era desorden, confusión, desgracias y tropelías; como sucede en nuestras novilladas: luego que los caballeros habían alanceado completamente al toro se tocaba a desjarrete, a cuyo son los de a pie, esto es, la plebe corría precipitada a matar al toro con palos, chuzos y venablos, y rara vez dejaba esta de pagar su imprudencia y atolondramiento. Este mismo desorden causó en Roma las mayores tragedias, pues solamente en el año 1332 perecieron en las astas de los toros diecinueve caballeros romanos, muchos plebeyo, y otros quedaron estropeados. A consecuencia de este fatal suceso, se prohibieron en Italia las fiestas de toros, pero en España continuaron perfeccionándose cada vez más, hasta el reinado de don Juan el II. En efecto, las primeras disposiciones que se tomaron fueron las de construir algunas plazas a propósito: y las de matar los toros, o bien con la media luna, o bien a garrochazos, dando esta comisión
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a los esclavos moros, y después a los negros y mulatos. Dichas fiestas continuaron en la mayor fuerza por todo el tiempo de los Reyes Católicos en que estaban tan radicadas, que intentando la reina doña Isabel su exterminio, juzgó imposible conseguirlo, como lo aseguró a su confesor en una carta que le escribió desde Aragón. A la verdad era muy difícil desterrar una diversión acaso la más interesante que se conocía hacía mucho siglos, y que traspasando los límites de entretenimiento en que nuestra nobleza ejercitaba su valor, estaba ya caracterizada de espectáculo nacional. Igual interés e igual ahínco tenían las personas de la primera jerarquía en celebrar estas fiestas, que las de la más ínfima clase en verlas. Si unas se hallaban enlazadas con mil circunstancias que lisonjeaban su ánimo hasta sacarle de su esfera por los infinitos aplausos que la general concurrencia tributaba a los hechos de su bizarría, y por las muy declaradas acciones con que sus damas manifestaban el gusto de presenciarlos; las otras, sin miras tan trascendentales, se hallaban en la más completa y deliciosa distracción. La afición que el emperador Carlos V manifestó a estas fiestas, acabó de conducirlas a su mayor complemento, si es que ya no habían llegado. Dicho señor alanceaba y rejoneaba los toros con mucha habilidad, y en celebridad del nacimiento de su hijo el rey D. Felipe II, mató un toro de una lanzada en la plaza de Valladolid. D. Gregorio de Tapia y Salcedo, caballero de la Orden de Santiago, celebra muy mucho la destreza del rey D. Sebastián, D. Fernando Pizarro, conquistador del Perú, y D. Diego Ramírez de Haro, quienes eran primorosos igualmente en alancear los toros que en darles muerte con el rejoncillo. Del rey D. Felipe IV se refiere: que además de hacer esto mismo con los toros, mató más de cuatrocientos jabalíes con estoque, con lanza y con horquilla. Asimismo fueron muy famosos por su destreza Cea, Velada, el Duque de Maqueda, Cantillana, Ozteta, Zárate, Sástago, Riaño, el Conde de Villa—Mediana, D. Gregorio
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Gallo, de la Orden de Santiago, el cual inventó la espinillera para defensa de la pierna, y que por él se llamó gregoriana. Pueyo, Suazo, el Marqués de Mondéjar y otros muchos de quienes no se hace mención por no enfadar a los lectores. Si alguna persona quisiere satisfacer esta curiosidad, lo podrá hacer más completamente en los muchos autores que han escrito del arte de torear a caballo; y encontrará sin duda un número infinito de caballeros españoles que han hecho los mayores progresos en este ejercicio, hasta el reinado del señor Felipe V, en que la nobleza empezó a desistir de su afición, por la ninguna que este soberano manifestó a las luchas de toros. En efecto: el espíritu caballeresco que había estado en su mayor incremento hasta fines del reinado de D. Carlos II, cesó de todo punto a la venida del señor Felipe V. Y hasta este preciso tiempo las corridas de toros habían sido desempeñadas, como entre los moros, por las personas de la primera jerarquía, las cuales ejercían todas sus funciones desde el caballo, sin que pudiesen desmontarse, a no ser que el toro hiriese a alguno de los chulos que llevaban en su auxilio o perdiesen el rejón, la lanza, el guante o el sombrero: en cualquiera de estos casos el caballero debía apearse y no volver a montar sin que primero diese muerte al toro, y después se recobrase lo perdido. Ya se ha dicho que estas funciones se consideraban como un pasatiempo propio y probativo de los nobles, en que estos debían ejercitar a un tiempo el valor y la destreza. De consiguiente la plebe no podía; o más bien: le estaba prohibido vinculcarse en ellas, exceptuando el caso en que se tocaba a desjarrete, y ni aún en este podía esperar auxilio de los nobles si alguna vez se hallaba en peligro, sin que estos se graduasen de infames en el hecho de intervenir a prestárselo. Pero ya tenemos la escena mudada enteramente, y el valor de nuestros nobles trasladado a una cuadrilla de hombres de distinta
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clase, que doctrinados por la observación se presentan dando nueva forma y perfección a un espectáculo que la nación entera empezaba a echar de menos. Y no parece sino que estaba destinado a esta nueva época, en la historia de los toros, el grado de adelantamiento y finura de que no se imaginaba susceptible el hecho de pelear con una fiera, en la que la experiencia, desacreditando con la mayor evidencia cuantas impugnaciones ha fomentado la envidia para probar bárbaras estas fiestas, ha hecho ver completamente que si los profesores juntasen con la certeza de las reglas la serenidad de ánimo, rarísima vez experimentarían la más pequeña desgracia. Resucitado pues el ejercicio de torear por la clase de gentes que dejo indicada, y que en sus primeros ensayos llenó admirablemente el gusto de los espectadores, se pasó sin pérdida de tiempo a reformar las plazas y construir las necesarias al intento: concluida esta operación, se determinaron particularmente los precios que los concurrentes debían pagar, aplicando el total producto, no tan solamente a los gastos infinitos que ocurren y son propios de dichas fiestas, sino también a la dotación de algunos establecimientos piadosos. Desde entonces empezaron a hacerse más frecuentes entre nosotros, y a perfeccionarse visiblemente, y de cada vez más. Antiguamente con tal que se matase un toro, no se reparaba en el modo, ni en que fuese de seis o más estocadas: ahora se exige escrupulosamente toda habilidad de un Francisco Romero de Ronda, que fue de los primeros a quien, no sin gran sorpresa y admiración, se vio esperar al toro con la muleta en una mano y el estoque en la otra, cara a cara y a pie firme, para darle muerte cuerpo a cuerpo. A este ejemplo siguieron haciendo lo mismo y con no menor habilidad Potra el de Talavera, el célebre caballero extremeño Godoy, este sin otro interés que el de satisfacer su afición; el fraile de Pinto, el fraile del Rastro, Lorencillo, que fue maestro del incomparable Cándido, Melchor, Martincho; y últimamente Juan
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Romero, Pedro Romero, su hijo, Joaquín «Costillares», Juan Conde, José Delgado y otros, que con sus observaciones y práctica han ilustrado la profesión en términos de que no parece posible pasar. Nuestros caballeros, que eran primorosos en manejar la lanza, han sido completamente sustituidos por los picadores, que no lo son menos en usar las varas de detener. Ni se puede prescindir de hacer mención de la notable destreza de los Marchantes, Gamero, el caballero don José Daza, Fernando de Toro, Varo, Gómez, Núñez y otros que actualmente conocemos. La particular facilidad que los moros tenían en burlar a los toros con el capellar y el albornoz, la tienen igualmente nuestros toreros con la capa. Finalmente, desde el momento en que se presentaron en las plazas nuestros toreros de a pie, empezaron a manifestarse y conocerse nuestras suertes y juguetes, que al mismo tiempo que engrandecen el espectáculo, ocasionan la más grata distracción a los espectadores. La lanzada de a pie, los parches, el uso de banderillas y otras, deben su origen a este precioso tiempo en que ha habido hombres de la más extraña intrepidez y del más conocido arrojo que con su serenidad y destreza han logrado burlar la ferocidad de los toros hasta un grado que no parece creíble si no estuviesen tan recientes los hechos de un Licenciado de Falces, primoroso sin igual en toda clase de suertes; de un José Cándido, que además de salvar a los toros de un brinco que daba, colocando un pie en el testuz, se le vio infinitas veces darlos muerte con el sombrero en la mano izquierda y un puñal en la derecha. Del mismo Cándido me han referido algunos amigos verídicos, que era tanta su destreza, como que sin otro instrumento que su mismo sombrero sorteaba a los toros hasta que los rendía, y después se sentaba delante de estos en el suelo. Moratín cuenta de Juanijón, que este picaba a los toros puesto a caballo sobre otro hombre. Por ese mismo orden pudieran referirse infinitos sucesos que
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acreditasen constantemente el espíritu y habilidad que brilla en las fiestas de toros; no la barbaridad que hasta ahora han supuesto la preocupación, la ignorancia y la envidia. Concluyo con referir algunas circunstancias coetáneas y propias de estos espectáculos. Luego que llegaron a hacerse tales, el Gobierno tomó la mano y estableció leyes para evitar todo desorden, las cuales han sido variadas y alteradas según la necesidad lo ha exigido. Actualmente presiden estos espectáculo los corregidores de las ciudades o villas en que se ejecutan, y en su defecto sus tenientes u otros de los principales Magistrados, auxiliados de alguaciles y tropa, y en donde no hay guarnición, de un cierto número de hombres armados para contener los abusos. El primer cuidado del Gobierno antes de empezar la función, es despejar o hacer salir a la gente que se pasea por la plaza, y al paso que va saliendo, se van cerrando todas las puertas, hasta quedar solos los toreros y demás dependientes que son absolutamente necesarios para lo que pueda ocurrir, como carpinteros, por si se ofrece componer alguna puerta o barrera que la violencia de los toros o la casualidad pueden descomponer, y los criados de los toreros que están destinados a alargarles las banderillas, estoques, varas, etc, a coger el sombrero, capa y cualquier otra cosa que se les cae, a echar arena sobre la sangre que los toros derraman por las heridas para que no resbalen los toreros, y a quitar todas las piedras y demás estorbos que puedan ser causa de alguna desgracia. Concluido el despejo de la plaza y cerradas las puertas, se lee un bando en medio de ella por el pregonero público, acompañado de un escribano y alguaciles, en el cual se imponen las más severas penas a los que arrojen a la plaza alguna cosa que pueda hacer peligrar a los toreros, a los que salten a ella durante la lucha, etc. Concluido este acto, se retiran el escribano y alguaciles por un lado, y el pregonero por
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otro a una casilla que tiene destinada al lado del toril, en donde está el verdugo prevenido de borricos para ejecutar la sentencia en el acto y a presencia de los espectadores en la misma plaza si hubiese quien fuese tan imprudente que quebrantase alguno de los preceptos que se imponen. Esto que a primera vista presenta un aspecto horroroso y desagradable, es una de las mejores disposiciones del Gobierno e indispensable para contener el desenfreno de un pueblo innumerable, que reunido dentro de un circo para presenciar una diversión que por su carácter altera los ánimos, y que por lo que ha contribuido se cree con derecho, no solo de alborotar y hacer su voluntad, sino también de insultar a los lidiadores, y quizás al mismo Magistrado cuando no condesciende con sus caprichos. Además de estas disposiciones dirigidas al buen orden, hay otras en beneficio de la humanidad; y por si sucede alguna desgracia, concurren a esta diversión asalariados por el Real Hospital General, Médico, Cirujano y Practicantes, con un botiquín provisional, y los demás adherentes necesarios para socorrer de pronto si hay algún herido. En una palabra, para que nada falte (particularmente en Madrid), concurre hasta el arquitecto de los Reales Hospitales, por si sucede algún hundimiento para dar las disposiciones necesarias. Las funciones de esta clase se ejecutan en Madrid por lo general en los lunes de la primavera y verano, y se suspenden en tiempo de canícula por los excesivos calores; y aunque hay toros por mañana y tarde, en realidad, la función con todas sus ceremonias es solo por la tarde, siendo la de la mañana solo un ensayo o prueba, en que puede decirse que los concurrentes van a ver la clase de ganado que ha de torearse por la tarde, lo que se comprueba en varias cosas. Primero, en que antes de empezar la corrida, sacan a la plaza uno o dos toros de cada torada de los que están prevenidos para la tarde, a fin de que el público vea y pueda formar idea de su ferocidad y valentía,
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los cuales se encierran en el toril sin hacer con ellos ninguna suerte; segundo, que los toreros de a caballo que pican por la mañana no son de tanta habilidad, porque si hay alguna particularidad, como división de plaza, rejoncillos o alguna otra suerte poco usada, es siempre por la tarde, y jamás por la mañana. Lo primero que se hace por la tarde (después de ejecutado el despejo) es salir dos alguaciles montados a caballo, de los cuales uno recibe la llave del toril que le arroja desde el balcón el Magistrado que preside, y atravesando la plaza, va a entregársela al que está encargado de abrir dicha puerta para que salgan los toros cuando aquel lo ordene. El mismo alguacil va luego a buscar los toreros de a caballo, y les acompaña hasta en frente del balcón del Magistrado, a quien le hacen una reverencia, el alguacil se retira, toman luego las picas y van a colocarse a sus respectivos lugares para esperar al toro. Nada se ejecuta en la plaza sin preceder a la orden expresa del Magistrado, que con un pañuelo que tiene en la mano indica aquellas órdenes generales y que de costumbre, como son mandar que toquen los clarines y timbales para prevenir al público que va a salir el toro, o que van a matarle, para que le pongan banderillas, le echen perros, etc. pero si ocurre alguna orden particular, se la da a uno de los dos alguaciles que están debajo del balcón siempre montados mientras que dura la fiesta, y este sale a la plaza a comunicarla. El orden que se guarda en las fiestas de toros manifiesta claramente que este género de luchas se ejecutó desde principio a caballo, y que todas las demás suertes han sido agregadas e introducidas posteriormente. En prueba de esta verdad, vemos que el toro que no entra a las varas, aun cuando pudieran los toreros de a pie hacer con él algunas suertes lúcidas, no lo ejecutan por estar considerada esta clase de toros como cobarde e indigna de que se emplee el tiempo en ellos, y por esta causa, o se le echan perros o banderillas de fuego por
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orden del Magistrado. Los toros de esta clase se remiten regularmente al cargo de cualquier banderillero que los mate, en particular si se les ha echado perros, pues los primeros profesores, esto es, las principales espadas desprecian o tienen a menos dar muerte a estos toros, y de consiguiente cometen este cargo a cualquiera de los demás aún cuando lo hagan sin la habilidad. En Madrid se matan por lo regular dieciséis toros en cada corrida (antes eran dieciocho). Por la mañana se matan seis, que son picados por dos solos toreros de a caballo; por la tarde diez: los cinco primeros los pican otros dos diferentes de los de la mañana, y muertos estos, entran otros dos a seguir picando los cinco restantes. Además de los seis referidos toreros de a caballo, hay uno o dos sobresalientes por si hieren alguno y no puede proseguir picando, y estos suelen ser de los que picaron por la mañana. Aunque por lo común hay toreros de a caballo que están destinados a picar los toros que se corren por la mañana, no siempre sucede así, pues no siendo nada inferiores en habilidad, alternan, y una corrida pican por la mañana, y otra por la tarde. A nadie le es permitido bajar a la plaza a hacer suertes a los toros, ni a matarles, aun cuando sean toreros de profesión, sino a aquellos que están asalariados por el Gobierno o por los empresarios, y aunque alguna vez salga algún aficionado, jamás puede hacerlo sin el permiso del Magistrado que preside la función. Antiguamente cuando se toreaban doce toros por la tarde, se picaban solo ocho por los toreros de a caballo, a los tres siguientes se les hacían algunas suertes de capa, y se les ponían banderillas; y al último que salía embolado se le permitía bajar a todo aficionado a hacer las suertes que se les antojaba; pero siempre al cuidado de dos o tres toreros. Sin embargo, fue tal el abuso, tanta la confusión, y tantas las desgracias que se experimentaron, que el Gobierno se vio obligado a prohibir los toros embolados. Por lo regular siempre escogían para este efecto uno de
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los toros más valientes, y aunque no podían herir con el asta a nadie a causa de las bolas puestas en las puntas de ellas, no obstante los porrazos recibidos en este caso eran de la mayor consideración. Para sacar los toros muertos de la plaza hay prevenidas tres mulas muy adornadas con guardapolvos de seda sobre las colleras, y una banderita de la misma tela sobre ellas. Los tirantes están atados a un palo proporcionado que tiene una sortija en medio, donde se prende un gancho que está sujeto a una cuerda que enlazan en las astas del toro. Estas mulas gobiernan cuatro caleseros que tienen este encargo, y sacar los toros arrastrando de la plaza hasta la carnicería que está inmediata a la misma plaza, en donde los desuellan y venden la carne al público. La costumbre general es hacer correr a las mulas cuando sacan el toro arrastrando, y para evitar algunas desgracias que pudieran suceder por esta causa, van delante de dos soldados de caballería con espada en mano apartando la gente. Al lado de la misma carnicería hay un paraje destinado a conducir y desollar los caballos que mueren de las cornadas de los toros, a los cuales sacan también las mismas mulas de la plaza. Los caballos que sirven para picar los toros son de cuenta de los empresarios, y a este efecto tienen varios prevenidos en una caballeriza de que está inmediata a la plaza, y dos siempre enjaezados y prontos para cuando matan alguno. Estas fiestas se anuncian por carteles dos o tres días antes de ejecutarse, en los cuales se expresa quien preside, los toreros que los han de torear, de qué vacadas son los toros, las divisas que llevan para ser conocidos, y si se ejecuta alguna cosa extraordinaria, la hora de empezarse, y algunas de las penas que se imponen a los que contravengan a las órdenes establecidas por el Gobierno, a efecto de evitar desgracias y abusos.
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La plaza está abierta la víspera por la tarde, y el día de la función por la mañana y tarde hasta la hora de empezar aquella. En Madrid hay también la costumbre de hacer bajar a los toros la tarde del día antes de cada función, a un paraje llamado «el Arroyo Abroñigal», a donde van los aficionados a ver el ganado que está reunido en aquel sitio, y custodiado de soldados de caballería para que nadie se acerque, y en la noche de ese mismo día se conduce a la plaza y los encierran en un corral inmediato a ella, desde donde los llevan al toril, en el cual están cada uno de por sí en su jaula, y los sacan de allí para ponerles la divisa antes de echarlos a la plaza.
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Que comprehende todas las suertes y reglas pertenecientes a los toreros de a caballo
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CAPÍTULO I
De algunas circunstancias dignas de observarse para el mejor suceso de las funciones de toros Antes de pasar a exponer las reglas que son indispensables y propias de cada suerte en particular, me ha parecido casi necesario hacer presentes algunas circunstancias que influyen directamente en el resultado de las fiestas de toros, de cuya formal observancia se seguirá indispensablemente el gusto y tranquilidad de los espectadores, como también la seguridad de los profesores, y el acierto y satisfacción a que aspiran. Todo profesor, ya sea de a caballo, ya de a pie, debe examinar con la mayor atención los vicios, inclinaciones y resabios de los toros, entre los cuales no hay pocos, que por hallarse dotados de un instinto superior al de los demás para su propia conservación, o por haberse recelado en las diferentes corridas que han sufrido, son muy difíciles de sortear y burlar; pero como aquí se establecen reglas ciertas para todas clases de toros, resulta que hecho el prevenido examen por los profesores, estos harán la más exacta y oportuna aplicación de ellas para conseguir sus intenciones, que ciertamente no lograrán si omiten
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esta circunstancia. La serenidad de ánimo de que todo profesor debe hallarse adornado, es otro requisito de no menor importancia que el antecedente; pero muy difícil de conciliarse con la presencia inmediata de una fiera tan terrible como es un toro. No obstante, si el hombre consultase a la razón en todos sus hechos, y considerase en el presente que el enemigo mayor que puede conducirle al más cierto precipicio, es el terror anticipado, ¿podría menos de desembarazar su ánimo de las densas nieblas que ciegan su conocimiento y que le impiden conseguir lo que pretende? De ningún modo. Pues he aquí la importante reflexión que debe hacer el torero, sin la cual logrará pocas veces el acierto, y muchas menos lo hace evidente su peligro. Si los indicios del Orinoco han logrado burlar la ferocidad del caimán: si los habitantes de África han sujetado la altivez del león y del tigre, y si, en fin, el hombre donde quiera que se halle triunfa la valentía de las fieras de sus respectivos países, no ha sido ni puede ser de otro modo que usando una razón desembarazada, junta con la ventajosa disposición con que el autor de la naturaleza le hizo en su estructura superior a todos los brutos. Asimismo será muy conveniente que los toreros se profesen un amor recíproco y exento de toda envidia, particularmente en el acto de sus ejercicios, celando todos sobre la seguridad común, y auxiliándose con la mayor eficacia en los lances que se expongan a peligrar. Semejante prevención parecerá acaso ridícula e importuna a algunas personas que poco informadas de lo que puede la emulación entre los profesores de este arte, ni aun imaginan posible la menor discordia o diferencia; pero por desgracia, la experiencia no se ha hecho ver patentemente lo contrario, así como nos ofrece en Pedro Romero un ejemplo de imitación para todos sus sucesores. En efecto, dicho Romero unía a su conocida habilidad, la nobleza de arriesgarse
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indistintamente por liberar a sus compañeros, cuya loable cualidad eternizarán la humanidad y la fama. Finalmente, la indiscreta e inmoderada conducta que el pueblo bajo observa en las funciones de toros, influye conocidamente en el poco acierto que los toreros, contra los cuales dirigen sus obscenas y torpes palabras, su estrepitoso ruido de voces, palos y cuantos excesos y descomposturas inspira solo la embriaguez. De ese principio procede igualmente el que los toros atraídos por tantos motivos, que mueven su soberbia, se hacen indóciles hasta el extremo de no poderles sujetar los profesores, y aspirando solamente a satisfacer la ira que engendra en ellos tan abominable algazara, parten con la mayor desproporción hacia los toreros, que en este caso, más que nunca, deben estar atentos y prevenidos, no menos que ocupados en cumplir las obligaciones de su instituto, para satisfacción de los espectadores juiciosos, sin contestar ni interesarse de los despreciables procedimientos que dejo notados, y que el Gobierno procura con su acertado celo y providencias cortar de raíz, aplicando incesantemente las penas que son indispensables a los autores de estos desórdenes.
Colocación de los picadores y retirada del alguacil
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CAPÍTULO II
De los preceptos y reglas que los toreros de a caballo o picadores deben observar en las lides La acción de picar a los toros desde el caballo es bastante difícil, por cuanto el torero tiene que pelear propiamente con dos brutos; no obstante, si se sujeta a la formal observancia de las reglas que aquí se establecen, rara vez dejará de conseguir el triunfo que se propone. El principal requisito que los picadores deben agregar a un conocimiento fundamentado, es la seria y puntual elección de caballos a propósito para resistir el combate de una fiera de tan conocido valor como es un toro. De este principio cierto, que las más veces desprecian los profesores, nace el crecido número de porrazos y caídas que experimentan; pues anteponiendo los intereses momentáneos a los de su propia conservación, acierto y reputación, se presentan diariamente en unos caballos débiles, resabiados, duros de boca, indóciles, y en fin los más contrarios para el caso, o más propios para hacer inaccesible la empresa. Todos los toros deben considerarse en el acto de las lidias en tres diferentes estados, a saber: levantados, parados y aplomados. En el
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primero son fáciles de picarse y hacen muy remoto el peligro, porque este se entiende cuando salen a la plaza y acometen con atolondramiento y sin detenerse. En el segundo, ya es necesaria mucha atención, porque castigados con las varas se pararán para embestir y hacer cierta su venganza. Y en el tercero, es indispensable usar del mayor cuidado para evitar una cornada, pues cansados de entrar a las varas, solo acometen desde cerca, quedándose frecuentemente en el centro de la suerte por falta de poder para salirse; y sucede que al dar la cabezada tropiezan con el caballo si el picador no lo ha sacado con el cuidado y tiempo necesario; en este estado de rendimiento y cansancio se dice que el toro está aplomado. Pasemos a la ejecución de las suertes donde se patentizará más bien el peligro y se expondrán los medios ciertos de evadirlo. La primera suerte que se ofrece a los picadores es generalmente cuando el toro sale del toril a la plaza: para su ejecución deberán colocarse a distancia de ocho o nueve pasos de la puerta de dicho toril, quedándose apartados de las barreras como unos seis pasos para que en la despedida y conclusión de ella entre el toro sin estorbo alguno.
Primera suerte de picar
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A esta precisa distancia, esperará el picador para ver con serenidad llegar al toro, al que luego que vaya a dar la embestida, pondrá la garrocha en el propio cerviguillo si es posible, sacando en el acto el caballo por la izquierda, y despidiendo al toro con la fuerza posible por delante de la cara de dicho caballo hacia las barreras. Los demás picadores deben situarse a distancia de quince pasos del primero, para esperar el turno de sus suertes, sin embarazarse ni estorbarse los unos a los otros. Siempre que los picadores puedan sortear a los toros en los extremos de la plaza, deben hacerlo sin dudar. La razón es la de que teniendo estos inclinación o querencia a las barreras no pueden menos de dirigirse hacia ellas en el remate de la suerte, cuya certeza se halla precisado a sortear a los toros en los tercios y en los medios de la plaza; porque como entonces se presentan al toro dos salidas iguales, no se puede saber por cuál de ellas saldrá; para lo cual estará prevenido el torero, dejando al toro ambos lados desembarazados y libres, sin atravesar el caballo, que de lo contrario recibirá indudablemente una cornada. Asimismo, si los toreros observan que el toro ha aplomado en los medios de la plaza, deben caminar a ponerse en suerte con mucha lentitud hasta que se hallen a una distancia proporcionada; pero si en ella no embiste el toro todavía, procurarán adelantarse dos pasos cortos, o a lo más cuatro, de modo que entre toro y caballo haya necesariamente el espacio de tres varas lo menos; pues si los picadores se acercan más de lo prevenido al toro, este puede muy bien del primer arranque o impulso alcanzarles, obligándoles por descontado a recibirlo en una de las suertes más expuestas, que llaman a topa—carnero. Cuando sin embargo de la referida diligencia, y parado el picador como dos minutos, viese que el toro no acomete, sin esperar más tiempo sacará el caballo para mudar de sitio, dejando libre al toro aquel a que desde luego le haya notado inclinado, cuyo precepto es de la mayor importancia para la seguridad de los picadores. Si el toro se aploma, para o acomete levantado en los medios de la
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plaza, fuese de los que ya están placeados o corridos en otras veces (cuyas circunstancia se echa de ver muy fácilmente), lejos de salirse el picador a recibir de frente, hará que un chulo se le entretenga hasta tanto que él vaya por detrás con todo el posible sigilo para ponerle en suerte, que lo logrará dando una voz al toro, a cuyo ruido este acometerá sin duda, y dispuesto el picador a darle un gran garrochazo, conseguirá dejar burlada la malicia de semejantes toros, siquiera por una vez, pues es muy difícil y peligroso el repetir esta suerte cuando dichos toros en vez de escarmentar se declaran decisivamente por los medios de la plaza.
Acción de llamar al toro por detrás
Hay otros toros que, por el contrario que los antecedentes, luego que salen a la plaza se guarecen y aquerencian de las barreras en términos de no dar lugar a que se les pueda picar por un orden regular, en cuyo caso el picador debe valerse de su habilidad, procediendo contra la regla general de no atravesar el caballo en las suertes. En efecto, solamente con estos toros hará excepción de tan importante regla, recibiéndolos con el caballo atravesado, pues como ya tienen querencia a las barreras, a poca resistencia que el picador los oponga con la vara, necesariamente ceden y se vuelven a buscar su asilo, 110
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proporcionando en el hecho toda la seguridad necesaria para sacar el caballo; pero si esta querencia falta, no hay riesgo más evidente que sortearlos cerca de las barreras.
Suerte de picar al toro atravesado
No tiene duda que el principal conocimiento del torero consiste en estudiar las inclinaciones de los toros, para que con respecto a su variedad haga el uso competente de las reglas que aquí se exponen. Si el toro fuese sencillo, boyante o claro, no hay inconveniente en cerrarle la salida, y mucho menos lo habrá si fuese de los que llaman abantos. Así unos como otros embisten con poco ahínco y menos ferocidad, pues como generalmente profesan temor al objeto que se les presenta, lo acometen desviándose de él, de lo que resulta la necesidad de cerrar algún tanto la salida a dichos toros. Sin embargo, entre esta misma clase hay algunos que son insensibles al hierro; pero con estos no debe entenderse la regla que acaba de referirse, sino que por el contrario debe franqueárseles todo lo posible la salida hacia las barreras o querencias a que se les advierta inclinados o parados, se les debe picar con poca vara para despedirlos con fuerza; pero estando
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aplomados puede picárseles con más cara que la que necesitan en los primeros estados, siendo muy preciso en todas tres sacar el caballo con la mayor prontitud para evitar el riesgo que causaría toda detención aun momentánea. No se necesita menor atención y serenidad con los toros pegajosos y que se ciñen, los cuales ya vengan levantados, ya se hallen parados, el picador debe en ambos casos proporcionarse con el debido tiempo una suerte muy segura, sin olvidar la importantísima regla de no oponerse a las salidas que los toros hacen hacia sus querencias, ni menos atravesar y sacar el caballo hasta que fuere necesario; pues en prescindiendo de alguna de estas advertencias, se expone muy mucho el torero a ser cogido del toro. Si dichos toros se hallasen en el estado de aplomados, el picador los recibirá en suerte a distancia, lo menos de tres pasos con el caballo quieto y rigurosamente derecho frente del toro, para que reuniéndose las fuerzas del torero y del caballo (que en este estado de rectitud y naturalidad las tiene incalculables), lo despidan con la vehemencia que es indispensable en la ocasión presente.
Modo de esperar los toros aplomados
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Los toros pegajosos aumentan increíblemente la dificultad de poderse picar y sortear por la constante inclinación que se les advierte a recargar o repetir sus embestidas. Este recargo lo verifican en dos diferentes ocasiones: primera, yendo ceñidos a la garrocha, en cuyo caso no basta regla alguna para evadirse de una cogida; por lo que siendo el peligro poco menos que el evidente, no queda otro recurso que el de no picarles. La segunda ocasión en que estos toros recargan, es después que el picador les ha despedido de la primera vara. Para evitar el peligro en que se halla entonces el torero, no menos el caballo, conviene ponerse en fuga sin esperar un momento a que el toro se haga para repetir su embestida, debiendo tener entendido, que en cualquiera de los estados que se halle este, es muy temible si logra su intención.
Huída de los toros pegajosos
Manifiestas las principales reglas de picar a los toros, solo resta advertir a los picadores para su mayor seguridad; lo primero: que las púas de las varas deben estar proporcionalmente desnudas y desembarazadas de los extraordinarios topes que con ciertas clases de toros imposibilitan su defensa; segundo: que siempre que se hallen próximos a recibir 113
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en suerte al toro, y el caballo estuviese inquieto o tímido, procuren rehusarla, pues sería una temeridad la más digna de reprensión ponerse a picar teniendo el caballo cambiado; tercero: que cuanto más inmediata debe ser la resistencia que se le oponga, cuidando de tener el caballo en su postura natural, esto es, recto, para lograr sin mucho trabajo el empuje necesario; y último: que es casi indispensable a todo picador saber usar de la capa, cuya ciencia le proporcionará ventajas y conocimientos que jamás adquirirá con el solo ejercicio de picar, pues no podrá discernir con exactitud en cuál de los tres estados (ya expuestos) se halla el toro, y de consiguiente procederá las más veces con incertidumbre.
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CAPÍTULO III
En que se demuestra el método de poner rejones desde el caballo La suerte de poner rejones a los toros, merecía por su antigüedad y nobleza ocupar el primer lugar de esta obra; pero como se halla en uso raras veces, y con motivos poderosos, me ha parecido oportuno darla la presente colocación. Los caballos que se destinen al efecto de rejonear, deben ser de la mayor satisfacción y sanidad, no menos que según queda prevenido en cuanto a los picadores de vara de detener. A esta circunstancia que es la principal, debe seguirse la de acompañar los peones o chulos al caballero que ha de picar. El más hábil de estos chulos se colocará al estribo derecho, y el compañero al izquierdo, prevenidos ambos de una muleta o capa, con la que el de la derecha llamará al toro por el lado competente para que el caballero le ponga los rejones, que deberá hacerlo en el cerviguillo. El chulo de la izquierda no lleva otro destino que el de auxiliar, o bien al caballero, o también al compañero en caso urgente. El mayor mérito de esta suerte consiste en dar muerte a los toros con dichos rejones, quebrándoselos en el cerviguillo, según se ha dicho. A pesar de lo sencillo que parece este hecho de rejonear, exige, no
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Suerte de picar de rejoncillo
obstante, un conocimiento profundo en el que lo haya de ejecutar, no menos en manejar el caballo que en saber tomar el tiempo necesario para la suerte, y conocer la naturaleza e inclinaciones de los toros. Sin todos estos requisitos no se verificará de ningún modo que el caballero acierte a conseguir su empresa. Los rejoneadores deben ser de manera vidriosa para que se quiebren sin notable resistencia. Asimismo, han de tener algo más de siete cuartas de longitud, pero que no lleguen a dos varas, cuya precisa medida es la más a propósito para el caso. Estas son las más puntuales noticias que he adquirido de unos de los caballeros que picaron en las Reales Fiestas, celebradas la tarde del 20 de julio del año de 1803, con motivo de la feliz unión de nuestros príncipes D. Fernando de Borbón y Doña María Antonia, a la que concurrieron nuestros monarcas y toda la Familia Real, como lo tienen de costumbre en casos semejantes. En dichas fiestas, SS.MM., eligen cuatro caballeros que son los que alternativamente salen a quebrar rejones, y a quienes los mismos soberanos premian con los más distinguidos y notorios honores. Estos mismos caballeros salen uniformemente vestidos.
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CAPÍTULO IV
En que se manifiestan varias suertes a caballo, y el modo seguro de ejecutarlas No son menos interesantes que divertidas las suertes de enlazar, enmaromar y derribar a los toros desde el caballo, cuyas acciones se ejecutan regularmente en el campo y sitios desembarazados, y rara vez en parajes montuosos u ocupados de malezas. Los modos más conocidos de derribar las reses son tres, a saber: a la falseta, a la mano y de violín. Todos los tres son sumamente fáciles de ejecutarse, con tal que se guarde la debida ocasión en que las reses caminen con determinada inclinación y conocido ahínco hacia sus vacadas, pastos y otros sitios que las atraigan igualmente. Para derribar a la falseta, se prepara el caballo por la parte posterior de la res, y en sesgo, como a distancia de treinta varas, o las que fuesen suficientes hasta descubrir el anca derecha de dicha res; después se enristra la vara o garrocha en todo su largo, y metiendo la pua en el nacimiento de la cola de la res, se cierra con el caballo apretándolo todo lo posible para que en el empuje se esfuerce el picador al mismo tiempo que el caballo, y unidas ambas fuerzas, a poco rato se conseguirá derribar a la res. El principal cuidado del
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jinete en este caso, debe ser el que no tropiece el caballo con la res al tiempo de pasarle por la parte de atrás; pues de lo contrario uno y otro están expuestos a dar un porrazo que malogre la empresa. El modo de derribar a la mano, es casi igual al anterior, con la sola diferencia de tomar la izquierda de la res; pero en los términos y distancia que se han expuesto para con la primera. Algunas veces sucede que al tiempo de ir a clavar la púa a la res, esta se vuelve prontamente a embestir a su contrario, quien en este caso abriéndose prontamente con el caballo, le pondrá la garrocha en los encuentros, huyendo con la mayor velocidad para eximirse del peligro a que puede conducirle este accidente. Tampoco hay una diferencia notable entre el modo de derribar a la falseta y el de violín, pues preparado en este el caballo a la misma distancia que con aquella, se echará la garrocha por encima del cuello del referido caballo. Este estilo de derribar es en extremo arriesgado, particularmente en el caso de que la res que embroque o vuelva, que como lo verifica con tanta precipitación las más veces, se sigue a este embroque o vuelta una caída del caballo y jinete en que este se halla con las riendas y la garrocha contrapuestas,
Modo de derribar a la falseta
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destituido por consiguiente de poder evitar el encuentro con la cabeza de la res. El único refugio para precaver, no solo este peligro, sino otros muchísimos que ocurren frecuentemente en los ejercicios de a caballo, no es otro que usar en todos los actos de los caballos más hábiles para el caso y acostumbrados a estas fatigas, para que los jinetes tengan un principio de seguridad en la que indispensablemente hacen, fiándose las más veces al arbitrio de los referidos caballos. Otro modo aunque poco usado de derribar las reses es: cogiendo la que se pretende por la cola, y arreando al mismo tiempo al caballo emparejado con la res, esta se derriba con facilidad increíble. Aunque este modo de derribar es sumamente sencillo, fácil y lúcido, son muy pocos los que se determinan a ejecutarlo.
SUERTES DE ENLAZAR LAS RESES DESDE EL CABALLO
La única suerte que resta para completar el número de todas las que están en práctica desde el caballo, es la de enlazar las reses, cuyo modo más conocido es el siguiente: se prepara una cuerda de treinta o más varas de largo, y suficiente resistencia, atando un extremo de dicha cuerda a la cola del caballo, y en el otro extremo se formará un lazo que debe unirse a una caña, o bien a una vara, pero mucho más ligera y corta que la de detener, el sobrante de dicha cuerda se enroscará y atará a la grupa del caballo con un bramante endeble y capaz de romperse sin la menor resistencia que estuviese enlazada, cuya acción se ejecutará después de haberla corrido y cansado algún tiempo y emparejándose con suma facilidad; pero si acaso se vuelve o se para, entonces debe el jinete entrarle a caballo levantando, echándole el lazo al tiempo mismo que pasa por delante de su cabeza.
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Modo de enlazar los toros desde el caballo
Si el sitio en que se pretende enlazar las reses es montuoso y cubierto de matas en que pueda enredarse la maromilla, no se debe atar de ningún modo a la cola del caballo, sino meterla por entre la cincha, y sujetarla al fuste delantero sin dificultar de desprenderla en cualquier enredo o peligro ocasionado por las enunciadas matas, y que pudiera quitar al jinete la facultad de huir en una embestida. Luego que la res se halle presa o enlazada de cualquiera de estos modos, el jinete procurará con el mayor cuidado no atravesar el caballo en los tirones que de aquella, porque muy fácilmente podrá volcarle en esta situación, lo que es casi imposible de verificarse estando el caballo en línea recta, porque entonces (como ya queda expresamente repetido) reúne este todas sus fuerzas que no pueden graduarse. Aunque también se derriban y enlazan las reses a pie, me reservo para su tiempo y debido lugar tratar su ejecución.
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TAUROMAQUIA PARTE II
Que comprehende todas las suertes y reglas pertenecientes a los toreros de a pie
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CAPÍTULO I
De los preceptos y reglas que deben observarse para sortear a los toros con capa Como el objeto principal que desde luego me he propuesto, es facilitar a los lectores la mayor claridad e inteligencia de las reglas del arte de torear, expondré cada suerte con separación, lo mismo que las clases diferentes de toros que deben tenerse presentes para la mayor oportunidad o aplicación de aquellas.
SUERTE DE LA VERÓNICA CON LOS TOROS FRANCOS, BOYANTES O SENCILLOS
Llámase de la verónica aquella suerte que el diestro ejecuta, situándose con la capa rigurosamente en frente del toro. Sus reglas son diferentes, y a proporción de los toros con quienes se ha de verificar. Si estos fuesen de la clase que queda expresado, el diestro observará, ante todas cosas, el grado de actividad y entereza en que se hallan dichos toros, para que conforme a ella tome aquel la distancia en las suertes.
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Primera suerte de capa con los toros boyantes
Si el toro conserva al tiempo de capearse mucho rigor, se le debe sortear a mayor distancia de lo que necesita aquel que ya se halla sin él, y que por consiguiente solo acomete de cerca. Situado el diestro en las circunstancias prevenidas, esperará que el toro le embista, cuidando de no mover los pies hasta el acto mismo de echarle la capa, que lo hará cuantas veces pretenda, si en el remate de cada suerte procura que el toro quede cuadrado, y no atravesado; pues de lo último se seguirá poder repetir las suertes sin exponerse a peligrar. Es tan esencial la prevención que se ha hecho al diestro con respecto a la gran exactitud que debe observar en colocarse a distancia competente a las facultades de los toros, que si alguna vez prescinde de ella se expone; lo primero: a malograr la suerte, y lo segundo: a ser cogido del toro. TORO QUE SE CIÑE
Toro que se ciñe se dice de aquel que partiendo directamente al objeto que se le presenta, se ceba en él con notable ahínco, el modo cierto de
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sortear a esta clase de toros consiste en que teniendo el torero presente esta cualidad, se coloque a la distancia proporcionada en la mayor rectitud al toro, y desde el momento en que este trate de embestir, aquel le presentará el engaño, con el cual le echará fuera de dicha rectitud al terreno competente para verificar la suerte sin ningún riesgo, o lo que entre los profesores es lo mismo, el torero le cargará y tenderá la suerte desde el acto en que el toro parta, para que luego que verifique su embestida se halle aquel fuera de la rectitud en que el toro da la cabezada.
Segunda suerte con los toros que se ciñen
Como semejantes toros se ceban (según se ha dicho) en el engaño, este no deberá de ningún modo sacarse hasta que el toro tenga verificada su inclinación, y cuando se note que se halla viciado y entretenido con él, se sacará sin peligro alguno, a cuya acción, hecha en las expresadas circunstancias, se llama hartar los toros de capa. TORO QUE GANA TERRENO
Estos toros son muy difíciles de sortear, porque regularmente embisten ganando terreno al diestro: esto es, metiéndose por el 125
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sitio en que este se halla colocado: de consiguiente, se necesita la mayor vigilancia para observar la malicia. Para capearlos se valdrá el torero de las reglas que quedan aplicadas a los que se ciñen, y si viese que son inútiles, procurará con la mayor prontitud cambiar de lugar dando al toro las barreras y echándose él a la plaza, de cuyo modo logrará hacerle algunas suertes, aunque difícilmente por sus contrarias inclinaciones a todo orden y reglas. TOROS DE SENTIDO
Toros de sentido son aquellos que atendiendo a todos cuantos objetos se les presentan no se deciden fijamente por ninguno. Bajo la misma denominación se comprehenden los que sin hacer caso del engaño, o haciendo muy poco buscan constantemente el cuerpo del torero. Por lo que hace a los primeros son sumamente fáciles de capearse, con tal que el diestro observe las mismas reglas que con las reses claras, y además tenga especial cuidado de presentarse solo al toro, dejando de este modo su veleidad reducida a un solo objeto, al que necesariamente acometerá sin malicia notable. Pero así como este método sencillo asegura con infalibilidad el acierto y ningún riesgo en las suertes, del mismo modo será muy difícil lograr al primero, sin dar en el segundo cuando sean muchos los objetos que se presentan a dichos toros, que impelidos naturalmente a embestir lo harán sin orden ni proporción. La malicia y sagacidad de que se halla dotada la segunda clase de toros de sentido, quiere el mayor cuidado en los profesores que se pretendan sortearlos sin riesgo conocido. Siendo su inclinación, según queda dicho, despreciar el engaño y buscar el cuerpo del torero, este deberá practicar las mismas reglas que con los toros que ganan
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Tercera suerte con los toros de sentido
terreno, procurando elegir el que le pareciese de mayor seguridad; pero si este remedio no basta y viese que el toro no desiste de embestir con excesiva inmediación, no le queda otro recurso que el de arrojar al toro la capa a la cara, para que cegado y entretenido con ella pueda el diestro huir, lo que hará con la posible brevedad. TORO REVOLTOSO
Esta clase de toros se distingue de los boyantes, en que embistiendo por el mismo orden que estos, además se vuelven a buscar el engaño con la mayor prontitud, alzándose de manos y afirmándose sobre el cuarto trasero con gran valentía. De consiguiente el diestro no debe usar otras reglas para sortearlos, que las que puedan ser aplicadas a los boyantes, a diferencia de alzar mucho más la capa en el remate de las suertes con los revoltosos, con las que procurará entretenerlos hasta que se haya colocado de la debida forma para hacerles nueva suerte, que será estando la res de cuadrado.
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Cuarta suerte con los toros temerosos
Los toros revoltosos son los más frecuentes en nuestras plazas, así como los anteriores o toros de sentido son los más raros. Aquellos son igualmente los que por su naturaleza causan mayor agrado a los espectadores, no menos que a los profesores cuando los capean con conocimiento. Cuando están en su total entereza y agilidad, pueden muy fácilmente dar una cogida al torero, porque la vuelta que toman para buscar el engaño es sumamente veloz. TORO ABANTO O TEMBLOROSO
De esta clase de toros hay unos que partiendo con gran atolondramiento hacia el objeto que se les presenta, huyen y se echan fuera antes de llegar a él. Otros embisten con notable velocidad y dirección; pero apenas llegan a la capa, se paran a reconocerla y bufarla, bajando la caba y haciendo varios movimientos con el cuerpo, como en acción de embestir, pero sin determinarse a verificarlo. El temor que obliga a los primeros a huir del engaño, ocasiona en los segundos la irresolución a tomarlo. El torero debe conducirse por reglas distintas con ambas clases de
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toros, usando con los primeros de las que quedan establecidas con los toros que ganan terreno; y guardando puntualmente con los segundos las siguientes, que son de la mayor exactitud. Cuando el toro se halla en el
Quinta suerte con los toros temerosos
centro de la suerte, el diestro procurará ceñirle la capa cuanto sea posible, y ocultando con ella los pies extenderá cuando tenga proporción los brazos para hacerle un remate seguro por medio de lo que comúnmente se llama quiebro de cuerpo; con cuya diligencia logrará ciertamente hacer muy remoto su peligro y conseguible el acierto. Además, hay otro modo de sortear los toros temerosos, que está reducido a que el diestro recoja la capa llevándola unida a su propio cuerpo, en cuya disposición se irá a buscar al toro hasta que llegue a proporcionada distancia de sortearlo. Luego que el toro arranque a embestir al torero, este extenderá prontamente la capa para que se encuentre aquel con un objeto que no pensaba, y quede burlado con suma facilidad. TORO BRAVUCÓN
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Se llaman toros bravucones los que desde luego manifiestan poca ferocidad y braveza, y que por consiguiente son tardos y perezosos en embestir. Semejantes toros se burlan con demasiada facilidad, como se tengan presentes dos cualidades que se notan constantemente en ellos. Una es la de saltar el engaño por el temor que este les causa; en cuyo caso el diestro procurará con la posible celeridad mudar de terreno para no ser cogido. Otra, y la más frecuente, es la de quedarse parados antes de llegar a la capa, de forma que ni hacen suerte, ni embisten: en estas circunstancias el torero se verá precisado a adelantarse más de lo ordinario, para que aproximándose el objeto al toro no dude acometerlo y quede de este modo la suerte concluida, y aquel exento de riesgo. La suerte de la verónica, que queda explicada en toda su extensión, es la principal y primera de donde proceden las demás suertes de capa. Ninguno podrá ejecutar con tino y seguridad toda otra suerte si no está completamente práctico y fundamentado en aquella, y si no tiene presentes sus reglas generales, que son: situarse en línea recta al toro, proporcionar la más precisa distancia con respecto a la agilidad y entereza que se nota en él; no mover el cuerpo ni pues antes del tiempo prevenido, y procurar que la res quede de cuadrado en el remate de cada suerte para emprender la siguiente.
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CAPÍTULO II
De otras suertes de capa sumamente agradables y vistosas SUERTE DE RECORTE
Esta se hace de dos modos distintos. El primero consiste en presentarse al toro con una capa terciada con debajo del brazo, o bien con el cuerpo escotero, y luego que aquel arranque a embestir, se le saldrá al encuentro, formando con el toro una especie de semicírculo, en cuyo centro se le hará un quiebro de cuerpo y dejará completamente burlado, parándose el torero como a hacerle una reclinación o cortesía, en que no deteniéndose mucho tiempo estará muy seguro, pues el toro, que acaba de dar una carrera recortada, en la cual ha padecido infinitamente, no puede hallarse en disposición de continuar otra sin reponerse un momento. El segundo modo casi está reducido a las mismas circunstancias que el primero, no hallándose otra diferencia que la de colocarse la capa por encima de la cabeza y sobre los hombros, dejándola todo el vuelo a la parte de atrás, que es donde el torero ha de recibir al toro, recortándolo como queda prevenido, y haciendo el quiebro competente. A este último modo llaman comúnmente gallada.
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Suerte de recorte
Las únicas reses con quienes se ejecutará esta suerte serán solo las boyantes, y alguna vez con las revoltosas, si el diestro tiene la agilidad y firmeza que son indispensables para contrarrestar la prontitud notable con que estas últimas se vuelven a buscar el objeto.
SUERTE DE ESPALDAS
Esta suerte es una de las más interesantes que se ejecutan con la capa. Su práctica es sumamente sencilla: el diestro se situará de espaldas frente del toro, en cuya situación le presentará la capa por la parte posterior, cuidando de sacar los brazos para rematar la suerte en términos de que salve el cuerpo de la embestida del toro, o por medio de un quiebro, y en seguida dará una media vuelta sobre los pies para quedar en aptitud de repetirla. Nuestro Delgado, que se supone inventor de ella, encarga con la mayor seriedad que no se haga semejante suerte sino a las reses claras y boyantes, con la precisa circunstancia de que estas tengan vigor y 132
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Suerte de espaldas
agilidad suficiente, y de ningún modo con toda otra clase de toros, porque es evidentemente arriesgarse.
SUERTE A LA NAVARRA
He aquí una suerte de las más fáciles de ejecutarse, de las menos peligrosas, y al mismo tiempo de las que ocasionan diversión placentera a los espectadores; pero que está sujeta a las mismas circunstancias que la antecedente, es decir: que no deberá hacerse si no con la misma clase de reses que aquella, y que tengan los mismos requisitos. Por lo que hace al modo cierto de ejecutarla, solo consiste en que el diestro, teniendo presente la importantísima advertencia, se coloque en línea recta frente del toro, y que luego lo vea partir, se aproveche por momentos de cargarlo la suerte, para que, recibiéndole fuera de sí, le dé un remate seguro y lúcido en estos términos; en el acto mismo en que vea que el toro, acometiendo a la capa, va a dar
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la cabezada, el torero se la sacará por debajo del hocico, y en seguida dará con dicha capa una vuelta airosa sobre los pies, que debe haber tenido quietos hasta ese preciso tiempo.
Suerte a la navarra
SUERTE DE LA TIJERA
Esta se hace igualmente de frente al toro, pero con la sola diferencia de tomar la capa con los brazos cruzados en esta disposición; si el diestro despide al toro por el lado derecho, debe tener el brazo izquierdo encima para practicarlo con comodidad; si por el contrario lo despide por el lado izquierdo, formará la cruz de brazos teniendo el derecho sobre el otro. En cuanto a las demás reglas, son precisamente las mismas que quedan expuestas en la suerte de la verónica, tratándose de las reses boyantes, con las cuales, y no con las otras, debe ejecutarse la tijera; pues el estado de embarazo en que se hallan los brazos sería muy opuesto y peligroso con toda otra clase de toros, cuya malicia exige la más formal atención en los profesores. Supuesta la más completa razón y distinción exacta de todas las
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suertes de capa, no resta más que prevenir a sus agentes algunas circunstancias que les conducirán al mayor acierto, lucimiento y comodidad. Primera: las capas o capotes que destinen a este ejercicio deben tener suficiente extensión y peso correspondiente, para que el viento (si lo hiciere) no se oponga a su dirección. Segunda: de la encarecida y rigurosa prevención que se ha hecho a los profesores acerca de formar una línea recta con el toro, resulta la mayor facilidad para conducirse según las inclinaciones que observen en él, es decir; que si el diestro se ve precisado a hacer un quiebro, a llamar fuera de sí al toro, o a cambiar de sitios dándole las barreras, podrá hacerlo sin el trabajo y violencia que le costaría estando atravesado y fuera de regla. Tercera: los profesores advertirán varias veces que el toro derrama la vista, y después la fija en un objeto. En ese caso es muy importante que no se opongan a su intención, antes bien le dejen libre la salida, pues es cierto que donde el toro fija su vista, se dirige a acometer. Cuarta y última: todos los toros sin excepción manifiestan inclinación decidida a la puerta por donde entran a la plaza, y al toril de donde salen. A esta inclinación llaman querencia natural; pero además tienen otras que se llaman casuales, y son las que manifiestan a los sitios en que ha habido toros muertos, tierra húmeda, movida, etc. Esta prevención es muy digna de la atención de toda clase de toreros, para no oponerse a las querencias de los toros en los remates o salidas de las suertes, pues además de arriesgarse muy mucho en lo contrario, sería pretender inútilmente combatir el más poderoso impulso de los toros, y proceder contra la prudencia en que se fundan las reglas de torear.
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CAPÍTULO III
De los modos más ciertos de banderillear las distintas clases de toros que se conocen SUERTE DE RECORTE
Una de las suertes de mayor destreza en el arte de torear es sin duda la de poner banderillas. En los primeros tiempos de su descubrimiento solo se ponía cada vez una, cuya costumbre debió ser muy permanente, según se colige de don Nicolás Rodrigo Noveli. Al presente no tan solamente se ponen del modo más vistoso e interesante, sino que también se ha sujetado su práctica a reglas ciertas y constantes, con proporción a las diferentes clases de toros que se han de banderillear. SUERTE DE CUARTEO
Los toros claros y sencillos deben banderillearse de cuarteo, esto es: el diestro se colocará a una distancia proporcionada, ya se halle el toro parado, ya venga levantado, y llamándole partirá de sesgo para encontrarse con el toro, el cual tomará necesariamente el mismo giro
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en busca del torero. Luego que este se haya reunido con aquel en el centro de la suerte, se quedará para meterle las banderillas en el cerviguillo en el mismo acto que baje la cabeza para dar la embestida.
Modo de poner las banderillas de cuarteo
Los toros revoltosos son los más aptos para la suerte de cuarteo o sesgada; pero como semejantes toros solicitan con el mayor ahínco acometer al objeto que más se les aproxima, el diestro procurará huir con la velocidad que el fuese posible hasta ponerse en salvo, luego que haya hecho su suerte con acierto o sin él, seguro de que en ambos casos ha de ser perseguido de otros toros. Los de sentido son sumamente difíciles de banderillear por sus malas propiedades. Regularmente parten con gran celeridad al cuerpo del torero, y este tiene que huir antes de verificar la suerte. También sucede con mucha frecuencia, que luego que estos toros llegan al centro de la suerte, se tapan y paran en él, sin dar lugar a que se les haga la suerte; y por último, parten muchas veces en acción de acometer; pero lejos de verificarlo, suspenden su carrera y se ponen a observar al torero. 138
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SUERTE A MEDIA VUELTA
A excepción de los toros referidos en la suerte de cuarteo, todos los demás deben banderillearse a media vuelta. Esta se entiende de dos modos. El primero consiste en que el diestro se coloque a la parte posterior del toro a cortar distancia, excitándole a que vuelva por medio de alguna voz o ruido, a cuyo tiempo cuadrándose con él le pondrá las banderillas.
Suerte de poner las banderillas a media vuelta
En este primer modo está el diestro expuesto a ser cogido por el toro. La razón es sumamente perceptible: el diestro llama al toro por el lado derecho, y este vuelve por el izquierdo, o al contrario, se le llama por el izquierdo y vuelve por el derecho; el torero que se halla desprevenido a una acción tan impensada como pronta, se encuentra embrocado por el toro, en cuyo temible lance no le queda otro arbitrio para liberarse del peligro a que le conduce su inadvertencia, que dejarse caer de espaldas, clavando las banderillas en el hocico u otra parte de la cara del toro, con lo que conseguirá que este huya por encima. Pero una vez que el remedio es tan 139
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peligroso como el mismo daño, lo mejor será que el diestro no salga en ningún caso a banderillear al toro hasta que vea por qué lado se vuelve este. El segundo modo de poner banderillas a media vuelta no trae consigo riesgo alguno imprevisto. Solo está recudido a que el torero llame al toro a la larga distancia por la parte trasera, y viéndole venir le salga al encuentro cuadrándose en el acto de meterle los brazos, o lo que es lo mismo, al ponerle las banderillas. Después de las precedentes reglas convendrá que los banderilleros observen con la mayor puntualidad las prevenciones siguientes. Primera: nada puede ser tan perjudicial en la suerte de banderillas como que el diestro se quede atrasado en la carrera y llegue el toro antes que él al centro de la suerte. El principal cuidado del banderillero será equilibrar el tiempo con el mayor tino para llegar en el mismo que aquel al sitio propio de la suerte; pero en caso de duda debe el diestro adelantarse más bien que atrasarse, pues lo primero tiene remedio, y lo segundo sobre no tenerlo trae consigo las peores consecuencias. Segunda: si el toro que va a banderillearse fuese claro y conservase mucha agilidad en las piernas, se procurará salirle en los cuarteos con bastante delantera para hacerle suerte, lo que no se conseguirá de modo alguno sin esta circunstancia, pues como regularmente caminan hacia sus querencias, lo verifican con la mayor celeridad. Tercera: los toros que ganan terreno y los que se ciñen deberán banderillearse cuando ya se hallen cansados, en inteligencia, de que si alguno de ellos se presentase a recibir banderillas con notable entereza y agilidad, se le debe fatigar antes por algún tiempo con recortes y vueltas, ya sea con una capa o ya con las banderillas. Además de las expresadas suertes suelen también ponerse banderillas metidos los toreros en unos cestos que los cubren casi todo
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el cuerpo, y apenas les dejan una corta distancia desde el suelo a los pies, y sacan los brazos por el borde superior del cesto. Semejante suerte es poco frecuente.
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CAPÍTULO IV
En que se trata del modo de manejar la muleta, y de las reglas de dar muerte a los toros La muleta se hace tomando un palo ligero de dos cuartas poco más de largo, que tenga un gancho romo en uno de los extremos en el cual se mete un capotillo, cuyas puntas deben unirse en el otro extremo del palo, dándole algunas vueltas para que quede seguro.
Modo de presentar la muleta al toro
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El uso de la muleta exige mayor habilidad que el de capa, y es también mucho más lucido, pues así como esta tiene la proporción de manejarse con ambas manos, no así la muleta, que siempre debe llevarse solamente en la izquierda. Por lo que hace a las reglas son poco diferentes de las que quedan establecidas, tratándose de la capa particularmente en la suerte que llaman de pase regular. El diestro debe conducirse en esta, no de otro modo que situándose de frente al toro, y teniendo la muleta guardada del lado de su cuerpo, le recibe en ella del mismo modo que con la capa. Semejante suerte, al paso que es facilísima y segura con los toros boyantes, celosos, y que se ciñen, sin otra circunstancia que la de hacerles un quiebro de cuerpo, es sumamente arriesgada y difícil con los que ganan terreno, y otros de la misma índole, cuyas propiedades son las más veces de meterse por el hueco que resulta entre la muleta y el cuerpo del torero, volviéndose prontamente a buscar este último. Para evitar el conocido riesgo de esta suerte debe haber otro torero, que colocado al lado del que tiene la muleta, arroje la capa al toro al tiempo de dar la embestida, pues llamado por dos distintos objetos es de presumir no se decida por ninguno con determinación.
Suerte de pasar la muleta
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El pase de pecho debe hacerse en seguida del anterior, colocándose el diestro en la mayor rectitud del toro, pero oculto con la muleta, en la cual le ha de recibir con serenidad, sin sacarla hasta que cebado el toro en ella vaya a dar la cabezada. Entonces sacará la muleta por delante del pecho, y dando al mismo tiempo uno o más pasos de espaldas, quedará necesariamente en aptitud de repetir esta suerte, que por cierto es de la mayor habilidad y mérito, sin embargo de que si se hace con desembarazo y discurso, está muy distante de ser peligrosa.
Pase de muleta de pecho
SUERTE DE MUERTE
Para que los diestros logren el lucimiento, aplauso y acierto al que generalmente aspiran en la acción de matar a los toros, que sin disputa es la más interesante por todas sus circunstancias, y en la que los espectadores cifran toda su satisfacción, es necesario que estén muy prácticos en el manejo de la muleta, con cuyo conocimiento y el de la distinta aplicación de las reglas que aquí se establecen, no
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podrán menos de conseguir su deseo. En la suerte de muerte debe el diestro situarse a la derecha del toro, casi en frente, con la muleta baja y recogida a medida que fuese necesario, y el estoque en la mano derecha; pero le tendrá como reservado hasta el preciso tiempo en que embistiendo este último a la muleta le dé la estocada en el acto de querer verificar la cabezada, haciendo un quiebro de muleta para su mayor seguridad y dirección.
Suerte de matar
Los toros sencillos se matan con la mayor facilidad aun cuando hayan perdido poco poder o conserven la mayor agilidad. Ni son más difíciles de matarse los que se ciñen, con tal de que se tengan presentes las reglas que quedan expuestas, y que juzgo inútil repetir. Los que ganan terreno son los peores para el caso, por las cualidades que dejo insinuadas. Y para evitar el peligro que se origina de sus contrarias inclinaciones, debe cuidarse con la mayor formalidad de cansarles todo lo posible con vueltas y recortes continuos, y sin pasarles la muleta, salirles al encuentro para darles la estocada en términos de que al meter el diestro el estoque se halle fuera de la
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dirección que lleva el toro en la embestida. No basta todo lo prevenido para eximirse de una cogida con estos toros, cuya malicia los sugiere frecuentemente las mayores y más temibles precauciones cuales son: no obedecer al engaño, desarmarlo con incesantes derrotes, alzar la cabeza para defender el cerviguillo y otras que imposibilitan y burlan los ardides del torero, quien en ese caso deberá conducirse con la mayor prudencia y eficacia hasta lograr el medio seguro de darles la estocada; y si pasado algún tiempo viere que no halla ocasión, les tirará la muleta al hocico para que embistiendo con la cabeza baja les de la muerte como y del modo que le fuese posible, o con la disposición que exige el más temible de todos los lances. SUERTE AL VOLAPIÉ
La estocada al volapié, cuyo autor fue el famoso Joaquín Rodríguez «Costillares», es la que el diestro ve precisado a ejecutar con algunas reses que rendidas y castigadas con las varas y banderillas carecen del poder necesario para embestir en la estocada de muerte. Entonces viendo el diestro que puede acercarse al toro con alguna
Suerte de matar a volapié
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seguridad corre a prestarle la muleta a cuya acción el toro baja la cabeza y proporciona a aquel la ocasión segura de meterle el estoque saliéndose inmediatamente del centro. A esto está reducida la estocada al volapié, la cual así como es cierta y segura con los referidos toros, es la más contraria y peligrosa con los que se hallan en estado de entereza y actividad regular. SUERTE DE DESCABELLAR
La suerte de descabellar debe ejecutarse solo en caso de hallarse el toro herido de muerte; pero que por no haberle tocado la espada ninguna de aquellas partes que terminan su vida prontamente, permanece en pie con total incapacidad de volver a embestir. Para evitar el fastidio que puede ocasionar a los espectadores el aguardar a que el toro vaya perdiendo poco a poco su vida, el torero se resolverá en estas circunstancias a descabellarlo, cuya acción es de mucho lucimiento y aplauso cuando procede a su ejecución con el debido conocimiento que se requiere, no menos para su consecución que para la precisa seguridad, que debe ser el norte de los profesores. Si el toro fuese de aquellos que desde luego presentan su cabeza en la aptitud proporcionada a que el torero sin trabajo alguno le coloque la espada entre las dos astas y medio del nacimiento del cerviguillo, no puede darse una suerte más sencilla en todas sus partes. Pero sí, por el contrario, se resiste el toro a bajar la cabeza, como sucede muchas veces, entonces se hace el caso por sí algo peligroso y temible, y a efecto de conseguirlo, usará el torero del medio de pincharle en el hocico para que el toro humille la cabeza y pueda aquel darle la estocada en el paraje arriba dicho. Frecuentemente sucede que sin embargo de hallarse el toro peleando con la muerte, como se vea próximamente molestado de
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un objeto, lo acomete con increíble energía; y es muy fácil que el torero experimente una cogida si se olvida de que tiene delante de sí una fiera, que en este estado de extenuación, requiere tanto o más cuidado que en el que conserva todas sus fuerzas. Así, para evadir todo peligro, en el caso de que embista, como para la más presta consecución de la suerte que solicita, deberá tener la muleta bastante baja y próxima al toro durante dicha suerte.
Modo de descabellar
SUERTE DEL CACHETERO
La precisión de dar una razón completa de todas las circunstancias de esta fiesta, en cuanto me sea posible, más bien que otra cosa, me hace hablar del cachetero, cuyo uso no tiene otro objetivo que abreviar ciertos espacios de tiempo que resultan de lo formal de dichas fiestas. En efecto, se ve infinitas veces que de haber el toro recibido una estocada que decide de su vida, el admirable espíritu de esta fiera se resiste todo lo posible a la muerte, o bien quedándose en pie como queda dicho, o más bien tumbándose sobre la tierra, que a efecto de abreviarlos se ha introducido el cachetero, único instrumento de que en semejante
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aptitud se puede usar, y con el cual se consigue prontamente quitar la corta vida que el resta al toro, con un pequeño golpe dado en el mismo paraje, que queda prevenido en la suerte antecedente.
Modo de acachetar
Muerto el toro se procede prontamente a sacarlo de la plaza por las mulas que a este intento están prevenidas en la forma que queda
Modo de sacar el toro muerto de la plaza
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dicho, y a efecto de evitar toda repetición, me contentaré con remitir al lector a la lámina siguiente. Los profesores de muleta y estoque deben tener presentes, las prevenciones y reglas que quedan aplicadas a los que usan de capa, pues igualmente competen a estos que a aquellos. Y hablando en puridad, ningún torero, sea de la clase que quiera, debe ignorar la más pequeña regla de cuantas quedan insertadas, puesto que de su posesión se seguiría el mayor acierto y la mejor disposición para emprender las suertes que son propias de su respectivo ramo.
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CAPÍTULO V
De algunas suertes extraordinarias, pero pertenecientes a esta parte de la tauromaquia SUERTE DE LA LANZADA A PIE
La lanza debe tener de tres y media a cuatro varas de largo, y su grueso ha de ser el de tres pulgadas de diámetro por la parte superior, y como unas cuatro por la inferior, colocando en aquella una cuchilla de casi una tercia de largo con la anchura correspondiente. Para ejecutar esta suerte de la lanzada, no es necesario tanto la habilidad, como el valor. El torero que la haya de emprender se situará en frente de la puerta de toril, a distancia de seis varas de ella, hincará la rodilla derecha en el suelo, abriendo en el mismo un hoyo en que estribe el regatón o pie de lanza, y sujetándola con las dos manos cuidará de que quede elevada por la parte superior como unas tres cuartas y media, o lo que es lo mismo, debe dirigir su puntería a la misma frente del toro, que es precisamente el principal requisito de esta suerte.
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Lanzada a pie
La operación no deja de ser peligrosa e incierta; por lo que en todo evento, convendrá tener al lado una capa para liberarse del toro en caso de que este, no quedando clavado, intente acometer. SUERTE DE MANCORNAR LAS RESES
Esta suerte (si debe así llamarse) tiene su principal uso en los campos y vacas, pues siendo necesario frecuentemente requemar las tetas de las vacas, marcar algunas reses, cortarles la cola, etc, los vaqueros se valen de este ardid para conseguir sus varios objetivos. Por lo que hace al modo más lucido de ejecutarla, consiste en llamar a la res de manera que acostumbran los banderilleros para cuartear al toro; pero con la diferencia de que en lugar de salir del centro de este, miden los vaqueros con tal disposición el tiempo, que echando una mano al asta derecha del toro, y volviéndose hacia un costado a poco que bregan con la res la derriban. También se la sujeta por ambas astas, y echándose al hombro
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la barba del toro, y ladeándole la cabeza cuanto fuese posible hacia un solo lado, se rinde fácilmente al dolor que le causa esta operación, y le derriban sin el mayor trabajo. Algunos vaqueros de igual valor que destreza, sujetan las reses con una facilidad increíble, presentándose a ellas como en el explicado cuarteo, y cogiendo ambas astas de cuadrado.
Modo de marconar a un toro
SUERTE DE ENLAZAR LAS RESES
Para enlazar las reses a pie se necesita lo primero tener preparada la vara y cuerda que queda dicho en el modo de hacerlo a caballo; y lo segundo, que haya algunas reses juntas para que no huya la que se pretende enlazar. Esta misma acción puede ejecutarse con un palo de vara y media o dos de largo y un cintero, colocándose por detrás de la res y obligándola a huir para enlazarla por una pierna, pero este modo de enlazar no es tan vistoso como el que se ejecuta por las astas de la res.
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SUERTE DE PICAR A PIE
Esta suerte está sujeta a las mismas reglas que la de picar a caballo, pues sin conocer la naturaleza de los toros, los sitios en que deben ser picados por la inclinación a sus querencias, y otras circunstancias que se han expuesto (cuando se ha tratado de aquel), de ningún modo podrá conseguir el fin; y sí solo arriesgarse infinito en este modo de picar. El picador ha de coger la vara con ambas manos, dirigiendo la púa al cerviguillo del toro; pero por si equivoca el golpe (como es factible), debe llevar una capa sobre el brazo izquierdo, con la que pueda defenderse en caso necesario. También debo decir que la acción de picar a pie no debe entenderse sino con los toros claros o con los que ya estén cansados de las lidias; pues con cuales quiera otros sería la mayor temeridad. Aunque pudiera hacerse mención de algunas otras suertes y juguetes relativos al mismo objeto, como quiera que no se hallan ya en uso sobre no ignorarlas persona alguna, me parece inútil el indicarlas. Así como he tenido por indispensable dar una circunstanciada razón de todas aquellas, cuyo conocimiento y posesión completa ocasionará en los aficionados la rectitud de sus juicios, relativos al mérito o demérito de las suertes; y en los profesores de este ejercicio, el acierto, seguridad y prudencia, que son de desear. DEMOSTRACIÓN DE LOS INSTRUMENTOS DE TOREAR
La media de la púa (1) o de todo el hierro de la vara de detener, es una cuarta y dos dedos, esto es, seis dedos el acero en tres filos hasta el tope, que es un cordón del mismo hierro, que sirve para detener las estopas y no se corran hacia el palo, para que no descubra más
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que un dedo o dos de púa o del acero afilado en tres cantos, el cual tiene un dedo o poco menos de grueso, y los tres restantes siete dedos son la medida del cañón o cilindro, dentro del cual entra a fuerza de martillo o por medio de rosca el palo redondo de la vara que debe ser de haya, cuyo cañón deberá tener de diámetro interior, e igualmente el palo dos pulgadas poco más o menos, según la capacidad de la mano que haya de manejarle, y su longitud entre hierro y palo deberá ser de cuatro varas (2).
Instrumentos de torear
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Rejoncillo (3). La banderilla es un palo de dos cuartas y media de largo con un hierro a la punta a la manera de arpón, adornada de papel de varios colores (4). Palo de muleta (5). Muleta (6). El estoque tiene de largo desde el pomo a la cruz seis dedos, y desde esta a la punta del estoque tres cuartas y media. Toda la guarnición va arrollada de cinta, a excepción del pomo que lo está de balde (7). La medida del cachetero deberá ser una tercia, cinco pulgadas el mango, y siete el hierro, inclusa la lengua, etc (8). Lanza (9). El palo de la media luna es igual al de la vara de detener (10).
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CAPÍTULO VI
De la acción ofensiva y defensiva de los toros La basa fundamental en que estriba y se funda el acierto de burlar a los toros es, sin duda, el preciso conocimiento y observación del modo con que estos tratan de defenderse y ofender a sus enemigos. Sin ese conocimiento y esta observación, en vano pretenderá ninguno conseguir su intento, ni mucho menos quedar a cubierto del peligro a que en todo caso conduce la ignorancia. El arte de torear que a primera vista presenta un cúmulo de dificultades y riesgos, es por sí sumamente sencillo y practicable, con tal que así como en todos los demás es indispensable para lograr el acierto y perfección que el artífice se imponga necesariamente en los principios que verdaderamente le facilitan la consecución de sus ideas, haga la misma diligencia en el que tratamos, que por ser tan graves las consecuencias que resultan del desprecio con que se mira su ejecución y práctica, se hace el más formal y digno de atención. Millares de veces hemos visto satisfecha esa verdad en otros tantos aficionados y profesores intrusos, que sin otro conocimiento ni otro estudio que el de haber presenciado algunos actos de este ejercicio,
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y haber alternado y tratado con los verdaderamente profesores, acalorados y estimulados por el ejemplo de estos, sin meditar ni consultar a la razón y discurso, que debe ser el norte de todas nuestras operaciones, se han presentado al público ofreciendo mil vistosas suertes que se habían fabricado en la hornilla de sus sesos, no dudando que en presentándose con arrogancia y ningún temor todo lo demás estaba hecho, ¿Pero cuál ha sido el resultado de tan precipitada como imprudente resolución? Una cogida mortal, un total atolondramiento, y una burla del desprecio de aquellos que más contribuyeron a que se presentase este hombre, destituido de todo conocimiento para el caso. Por el contrario, extendamos la vista sobre el crecido número de hábiles profesores que nos ofrece la serie de estos espectáculos, e indudablemente veremos a estos verdaderamente instruidos burlar al toro con una facilidad que parece increíble a aquellos que deciden de una cosa sin hacer examen de ella; pero de consiguiente a los que profundizándola encuentran la verdadera causa de que dimanan estos sorprendentes efectos. Ciertamente que todo el profesor que observe con intención y serenidad la acción y método que los toros guardan en embestir, las diversas astucias y ardides de que, para verificarlo, se valen cuando ya han sido burlados por sus enemigos, una y muchas veces las inclinaciones y resavios que adquieren por este mismo hecho, el temor que les ocasionan los objetos cuando ya están castigados; no podrán menos de conseguir la mayor facilidad todas sus ideas, sin el riesgo a que está expuesto todo el que prescinda de este examen y de la exacta puntualidad de las reglas que quedan expresadas con arreglo precisamente a la acción de ofender y defenderse que constantemente se observa en los toros, y a cuyos dos puntos puede decirse con propiedad que se reduce el arte de torear y todas sus suertes.
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Biblioteca Taurina de la Fundación Toro de Lidia Colección Ensayos
fundaciontorodelidia.org
La tauromaquia o el Arte de torear (edición de 1804) fue un best-seller de su tiempo. En este tratado, José Delgado Guerra, Pepe Hillo, hace un compendio de técnicas, suertes y recomendaciones para ejercer el arte del toreo. Este texto, hijo de la Ilustración, vio la luz justo cuando se fundaron las bases de la tauromaquia contemporánea. La presente edición viene acompaña por la Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros de Nicolás Fernández de Moratín y la biografía de Pepe Hillo por Bruno del Amo y del Amo, Recortes, todo ello prologado por Domingo Delgado de la Cámara.