Alfredo Aguilar
El amor es eterno mientras dura
Segunda Edición Julio 2010 ©Ediciones Jadine San José, Costa Rica E-mail: info@edicionesjadine.com Coordinador de edición: Asdrúbal Leiva Coto – CREANOVA
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Para Gina, mi primera lectora
Brindemos por el amor y sus fracasos, quizás podamos escoger nuestra derrota (...) Invéntate el final de cada historia, que el amor es eterno mientras dura Ismael Serrano
El amor tiene fácil la entrada, difícil la salida Lope De Vega
En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver Joaquín Sabina
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Marta ... regresó a su rutina, como el que vuelve al sitio donde siempre ha estado, al cálido y seguro cerco de la costumbre, sin mirar atrás, como se debe hacer cuando no es posible devolverse.
Marta abrió la puerta del auto, se sentó y no pudo evitar que su vista se colgara del espejo retrovisor que le devolvió una imagen reducida e invertida de la entrada del asilo, un viejo edificio de paredes altas y pasillos enchapados de mosaicos rojos y amarillos como los corredores de la escuela de Zapote donde había cursado la primaria. La edificación, anclada en la frontera entre el Barrio Aranjuez y Goicoechea, había sido construida en las décadas finales del siglo XIX y las primeras del siglo XX, y además de los pabellones destinados a albergar a los ancianos, poseía una capilla de estilo neoclásico construida por un ingeniero de origen francés y sus paredes exponían obras del pintor Paolo Serra, autor de algunas de las pinturas que adornan el Teatro Nacional. Muchas veces había pasado frente a aquel edificio situado a es9
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casos metros del puente de los Incurables y nunca había dedicado siquiera un breve pensamiento a aquellos seres cuyas vidas se consumían lentamente en el fuego ingrato del olvido. Ajustó el cinturón de seguridad con el movimiento reflejo integrado a sus rutinas, como la costumbre de cortarse las uñas con los dientes. Por un momento creyó poder evadir el dolor de la estocada, que como daga fría clavada a traición, le producía dejar a su madre internada entre tanto anciano perdido en los laberintos sinuosos de una vida sin memoria. Sintió acomodarse en su nariz el presagio del llanto, una sensación idéntica a la que experimentaba al comer mostaza, y luego, como si aquello disparara algún mecanismo interno, la marea inevitable del llanto le nubló los ojos y, asida al volante, lo dejó fluir limpio y entero como solamente es posible llorar cuando se está solo y se tiene una razón de peso para permitírselo, mientras trataba de digerir el dolor de esa nueva ruptura, ese nuevo huésped del fardo a donde iban a parar sus fracasos, sus facturas pendientes, los errores acumulados a lo largo de sus cuarenta y tantos años. Pero el dolor que ahora sentía era distinto por la marca que su carácter inevitable le imprimía, porque no había hecho nada para que sucediera y porque no tenía la forma de repararlo. Después de un rato, cuando sintió quedar vacía, como le sucedía cada vez que dejaba que el dolor destilara hecho lágrimas sin anteponerle el obstáculo del raciocinio, regresó a su rutina, como el que vuelve al sitio donde siempre ha estado, al cálido y seguro cerco de la costumbre, sin mirar atrás, como se debe hacer cuando no es posible devolverse. Un nuevo movimiento 10
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reflejo dirigió su mano a la ignición del auto, luego a la palanca de los cambios y, una vez el auto en marcha, su mano libre buscó dentro de su cartera un cigarrillo que encendió y dejó que el humo la invadiera. Bajó el cristal de la ventanilla, el aire fresco entró y la radio inundó de música aquel pequeño habitáculo, semejante al interior de un vientre en donde ella se sentía siempre segura. db Irma se asomó al espejo y no reconoció como suyo el rostro que le devolvió el cristal. Instintivamente miró hacía atrás, pretendiendo encontrar a quien usurpaba su lugar en el óvalo lustrado. No encontró a quién reclamar aquella intromisión. Hacía ya tiempo que su cerebro no contaba con los códigos que le habrían ayudado a comprender que la aguja de su brújula había perdido el norte. Entonces se fue a sentar a un sillón de la sala y su mirada se colgó de aquella guitarra, que nunca supieron quién había dejado olvidada en su casa, luego de una fiesta de las organizadas por Miguel, en una época donde su alegría y su espíritu se confundían en una sola celebración y que, desde su muerte, nadie había vuelto a usar, convirtiéndose en un adorno inútil en una pared vacía. Allí, aislada dentro de la burbuja de su confuso pensamiento, la encontró Marta cuando entró en su casa arrastrada más por una corazonada que por la fuerza del cariño, cuando notó su ausencia despidiéndola desde el cuadriculado ventanal de su cocina. La halló con la mirada ausente, sus manos jugando entre ellas, con ese movimiento que 11
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realizaba cuando estaba nerviosa, o su cabeza trataba de encontrarle solución a algún problema. Se sentó a su lado, separó una de sus manos de l juego que las distraía, la apretó entre las suyas y trató de ingresar al fondo de su mirada perdida. Hacía semanas que Irma venía viviendo en un mundo dual, hablando horas enteras con su madre, o ensayando en voz alta la forma de solicitarle algo a su padre, hasta que el sonido de un auto, el del agua hirviendo en la cafetera o el volumen del televisor, la rescataban de las lagunas turbias de su inminente locura senil. Irma no podía precisar cuándo y de qué manera, aprovechando la soledad sin fondo en la cual vivía desde la muerte de Miguel, se fue alojando en su cabeza ese duende del desorden, que por ratos, convertía su pasado y presente en una amalgama, cuya composición anárquica de hechos la llevaba a entablar largos diálogos con sus padres, hermanos o familiares. Su memoria se había atrofiado y sólo la fuerza centrífuga del instinto de un cerebro que se resistía a aceptar el deterioro de sus facultades, le ayudaba a recobrar el sentido de la realidad; entonces regresaba a la cocina a terminar de preparar el pollo puesto a descongelar desde el día anterior y que los gatos habían comenzado a mordisquear, mientras ella se sumergía entre los closet de la casa, buscando el vestido que su hermano Fernando le había traído de Nueva York la última vez que vino de vacaciones. Al no hallarlo corría al teléfono y marcaba los tres dígitos del número de su tía Olga, para averiguar si allí se había quedado la prenda, luego de alguna fiesta a la cual habían asistido 12
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en el Club Social, pero el teléfono se quedaba mudo, esperando los dígitos faltantes; aquel silencio desataba su ira; lanzaba el aparato contra la mesita y, como arrastrada por la resaca de una ola, regresaba a su realidad, a la sencilla mecánica de cocinar un pollo sudado con papas, o poner en su sitio el auricular del teléfono, que “ese condenado gato debió descolgar”, decía para sí misma. Esa mañana, el azar le había permitido a Marta enterarse de que su mamá había perdido y para siempre, el camino del resto de su vida, mientras ella y sus hermanas trataban de construir el propio. Al tiempo que acariciaba la mano de su madre, percibió la calidez de aquel cuerpo que tantas veces se había acomodado junto a ella en las noches de tormenta cuando era niña. Sintió su aroma inconfundible y no pudo disimular el dolor de aquel desgarro. Una nueva racha de dolores se le venía encima como un aluvión inevitable y no logró frenar las lágrimas que le estropearon el maquillaje recién puesto en sus ojos. Mientras trataba de recomponerse de aquel golpe entabló con ella un diálogo, el cual terminó por confirmarle que su madre ya no sería nunca más la mujer que había sido hasta entonces. —¿Qué habrá pasado con Miguel que no regresa? Se fue a comprar pan hace más de una hora y no ha vuelto— la interrogó su madre. Marta le siguió la corriente. —Ahorita vuelve, mamá, ya vas a ver. Su madre parecía no escucharle y volvió a interrogar: —¿Ya están listas, chiquillas? —¿Para qué, mamá? —, respondió. 13
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—¿No se acuerdan? Hoy viene Rafael para llevarnos a Ojo de Agua. Marta titubeó, no recordaba la persona a quien se refería. —¿De quién hablás mamá? —Pues de Rafa, hija, el amigo de Miguel— dijo, imprimiendo sobre la marcha un tono lento a la frase, como si dudara del vínculo. La aclaración remitió a Marta a un recuerdo que, por añejo, no creía que aún estuviera vivo en su memoria; entonces le vino la estampa como recortada de un álbum familiar viejo y olvidado; en ella se vía de niña, bordeando los cuatro años si acaso, tomada de la mano de su madre mientras Vera, su hermana mayor, corría hacia el auto negro de sensuales curvas desde donde sonreía Rafael, su figura recortada por la ventanilla de aquel auto Desoto. No fue necesario un gran esfuerzo para revelar la imagen completa en el cuarto oscuro de sus ojos cerrados; la mirada chispeante de Rafael detrás de los anteojos de montadura de pasta negra, como los usados por Spencer Tracy en alguna película, vestido de traje entero oscuro, sombrero de fieltro de un color que armonizara con el resto de su vestimenta, siempre con camisas de seda blanca y corbatas de dibujitos de colores, como si un niño las hubiera pintado. Su madre, vestida con un modelo estampado y ajustado al talle, sin mangas y a media pierna, que exaltaba su figura esbelta evocando a Ava Gardner, zapatillas de charol de tacón número cinco, ataviada de aretes y collares, los labios húmedos por el carmín, su pelo negro que el viento de febrero revolcaba, mientras tarareando alguna canción 14
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de moda, las apuraba a vestirse y alistar sus cosas porque Rafael vendría para llevarlas a pasar el día en el balneario de Ojo de Agua. De esos paseos regresaban cargadas de anécdotas con las que colmaban el cofre de sus fantasías. Cuando aparecía su padre, aquellas vivencias emergían de sus bocas infantiles hechas cuentos, las dos, ella y Vera, hablando al mismo tiempo hasta que él ponía orden: una primero, después la otra. Esa época la recordaría Marta durante mucho tiempo por dos razones: por la expectativa que despertaban en ella aquellos paseos junto a su madre y Rafael, y por la forma brusca en que desaparecieron de sus vidas, de la noche a la mañana, como flores de Diente de León que se desvanecieron en el cielo infantil de su pequeña vida. —Ya estamos listas mamá, no te preocupés—, le dijo siguiéndole la corriente, mientras retornaba de los linderos tibios de aquel recuerdo, pero Irma ya no la escuchaba; de pronto regresó del nubarrón oscuro de su desvarío y la interrogó sobre su presencia. —Pero ¿es que vos no trabajás hoy? Se te va a hacer tarde, muchacha. Marta comprendió que desde ese momento deberían arreglárselas para atender a su madre. Se levantó, tomó el teléfono y llamó a sus hermanas. db Cuando pensaba en su mamá, Marta la imaginaba siempre joven, como si su imagen la hubiera congelado su memoria. La recordaba como cuando ella era niña y 15
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vivían en la casa de Zapote, heredada por su madre de la abuela, una propiedad grande cercada de sauces llorones de raíces a flor de tierra que mantenían siempre el suelo cubierto de hojas, y que en el verano formaban una alfombra resbalosa por donde le encantaba caminar descalza, por las cosquillas que le producía aquella sedosidad. La estancia tenía un portón grande ubicado entre dos sauces altos y robustos. La casa era una vieja construcción de muchas habitaciones, con pisos de madera de níspero lustrado y paredes altas y un corredor que la rodeaba casi en su totalidad, con barandas torneadas y pasamanos moldurados pintados de blanco, con unas bancas largas donde se sentaba junto a sus hermanas en el verano, a comer mandarinas, naranjas, nísperos o guayabas que ellas mismas apeaban de los árboles o en las tardes de invierno, a ver caer la lluvia hasta que se hacía la noche y su mamá las llamaba a cenar en la tibieza materna de su cocina, de donde no se levantaban sin haber tomado una taza de aguadulce con leche, con la advertencia de su madre de orinar antes de acostarse para que no mojaran la cama. Después, ella y su hermana se retiraban a la habitación que compartían, a hablar a oscuras mientras el cálido duende del sueño se les acomodaba entre las cobijas hasta hacerlas dormir tranquilas, como debería ser el sueño de todo niño. A sus papás entonces el cariño se les veía fácilmente; a menudo se quedaban a solas en la sala conversando o escuchando la radio mientras bebían café o un trago, y su padre disfrutaba de su pipa o de un cigarro. En ocasiones ponían música en el viejo tocadiscos que la abuela 16
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había comprado muchos años atrás, recién pasada a vivir a esa misma casa, y no pocas veces escuchaba el trajín suave de sus zapatos dibujando un bolero sobre el piso pulido; no escuchaba sus voces, sólo la música y sus pasos. Marta cerraba los ojos y en un ejercicio tan íntimo que la regocijaba de alegría casi hasta las lágrimas, los imaginaba abrazados, la mejilla de su mamá contra el pecho de él, la mano derecha apoyada en la izquierda de su papá, mientras con la otra le acariciaba la nuca invitándolo al beso. Muchas noches se durmió con aquella imagen y siempre pensó que cuando se casara, le gustaría bailar con su pareja algún bolero mientras la lluvia terca empapaba la noche. Sin embargo nunca tuvo una pareja a la que le gustara bailar y mucho menos bailar boleros. Con Marcos lo intentó algunas veces, pero él lo hacía por complacerla, porque no le gustaba el baile como a ella, lo que le imprimía al rito un rostro de moneda falsa, que duraba hasta que ella desistía, pues aquello no era lo que buscaba y terminaban caminando hacia la habitación a hacer el amor, que era lo que él interpretaba como el deseo de ella. db Irma no sabía precisar el momento en que comenzó a experimentar aquellos cambios en su vida, y si ella no lo había percibido, mucho menos sus hijas. Después de la muerte de Miguel la soledad había tomado posesión de su vida; sus tres hijas, cada una en su mundo, disponían de poco tiempo para acompañarla, a pesar de la cer17
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canía; los nietos iban creciendo y solo se arrimaban por su casa cuando ella los llamaba para que le hicieran algún mandado, o bien porque en sus casas no había nadie y a sus madres se les había olvidado dejarles la comida lista, entonces la abuela corría y les preparaba algo que ellos devoraban urgidos por la premura de que está hecha la adolescencia, para salir corriendo de su cocina una vez saciada el hambre, rumbo a sus casas a ver televisión, a entretenerse con juegos de video o simplemente a jugar en los predios de la propiedad que, además de la suya, albergaba las casas de sus tres hijas. Desde la muerte de Miguel, su familia cercana, tal vez sin darse cuenta, se había alejado, y eso le confirmaba a Irma, no sin producirle algo de dolor, que la unidad familiar siempre estuvo tejida por el cariño de Miguel. Quizá fue la soledad, los días enteros encerrada en su casa siempre atenta a las entradas y salidas de sus hijas, yernos y nietos, que ella vigilaba desde la soledad tibia de su cocina, lo que la empujó a ese nuevo mundo en el cual vivía ahora. Su vida se reducía a realizar los quehaceres de su casa cada vez más escasos, pues solo debía atender sus propias necesidades. Antes, con Miguel en casa, ya pensionado, era distinto, debía atenderlo, la fuerza de la costumbre los sacaba de la cama muy temprano, una rutina que echó raíces en los días cuando Miguel salía de madrugada, luego de que ambos se quedaron sin trabajo en el Magisterio y él tuvo que dedicarse a los oficios más diversos, desde vendedor ambulante casa por casa, cargando una maleta donde llevaba ropa de niño o de mujer, accesorios de belleza para damas, conseguidos a crédito en un almacén de la 18
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capital, hasta contabilista, comerciante de frutas o dependiente de ferretería. Lo que comenzó como olvidos pasajeros, se convirtió más tarde en episodios de desorientación que le producían mucha angustia, sensación que desaparecía tan pronto su cabeza se acomodaba de nuevo, atribuyendo aquellos desajustes a los estragos que la edad no acostumbra perdonar. Lejos estaba de comprender que en su mente se había iniciado un proceso irreversible, y que en los meses posteriores su estado se agravaría con otras manifestaciones como la pérdida de destrezas verbales, lo cual le impediría encontrar las palabras precisas para comunicarse. Comenzó a vivir en un mundo hasta entonces desconocido, donde su realidad inmediata se mezclaba con sus recuerdos más antiguos. Ahora, la rueca de su vida se empecinaba en rodar en forma inversa, en una carrera loca en busca del origen. Irma se aferraba a sus recuerdos como el que sabe que lo único que suma en la contabilidad descarnada de la vida, es lo vivido. La última semana su precaria lucidez apenas le alcanzaba para realizar las tareas mínimas necesarias para subsistir.
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Irma Me dieron el nombre de Irma por ninguna razón en particular.
Al igual que papá, mamá provenía de una familia tradicional y acomodada de Cartago, una ciudad que cargaba sobre su lomo la hiedra del complejo de haber perdido el estatus de capital ante su provincia vecina, próspera por el impulso del comercio y el cultivo del café, en una guerra que había durado lo que dura un veranillo de San Juan, y que se había negado a cambiar los rígidos códigos heredados de la época colonial, donde la religión estableció los valores sobre los cuales debían regirse las relaciones entre sus habitantes. Mamá había sido educada para ser una buena esposa, lo que equivalía a decir tener hijos, cuidarlos, saber llevar una casa, complacer y obedecer a su marido sin contradecirlo. Papá era el único varón entre cuatro hermanas. Mi abuelo, un abogado de prestigio y propietario de una gran finca ganadera en las faldas del volcán Irazú, lo había enviado a estudiar medicina a los Estados Unidos. 21
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De regreso en el país instaló su consultorio en el corazón de la ciudad. Como cualquier joven de su edad y su clase, aunque gustaba de los bailes y las fiestas, su manera de divertirse siempre fue prudente; nunca se permitía un exceso y daba a las apariencias el lugar que éstas ocupaban en el código de valores de su clase social. Su respeto al status quo le deparó en poco tiempo una clientela respetable y fama de buen médico, que lo llevaría meses más tarde a ocupar el puesto de director del hospital de la ciudad. Considerado durante mucho tiempo uno de los solteros más codiciados por las jóvenes casaderas, devoto del cálculo, esperó varios años para tomar la decisión de unir su vida a una mujer. Fue entonces que decidió formalizar su relación con Hortensia Castro, quien a la postre sería mi madre. Luego de un noviazgo de seis meses se casaron una ceremonia a la que acudió lo más selecto de la sociedad cartaginesa. Al año nació el primer hijo del matrimonio, a quien bautizaron con el nombre de Fernando, por papá. Tres años después nacería yo y me dieron el nombre de Irma por ninguna razón en particular. Después vendría Manuel, a quien todos llamaríamos Manolo, igual que mi abuelo paterno. Fernando heredó de papá su disciplina, su carácter reservado y su inteligencia analítica. En la adolescencia comenzó a adquirir los rasgos físicos de su progenitor, alto, fornido, de mirada fría, verbo y sonrisa fáciles, era centro de admiración en cualquier lugar al que llegara. Manolo, en cambio, se parecía más a la familia de mamá; de baja estatura, más bien grueso, era ingenioso, amigo de desarmar cuanto artefacto llegaba a sus ma22
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nos; en la escuela pasaba sin problemas con el menor esfuerzo. Había heredado la inteligencia de papá, pero la apatía de la familia de mamá, que lo mismo les daba una cosa que otra; desinteresado en lo material, se deshacía de sus pertenencias con gran facilidad. Para Fernando por el contrario, la acumulación era una máxima en su vida. Su preocupación por la apariencia física y presentación personal rondaba los límites de la vanidad propia del sexo femenino. Hacía deporte y, desde pequeño, tuvo una clara inclinación a la vida social y una necesidad de reconocimiento en los grupos a los que se acercaba. Tenía muchos amigos y éstos no solo lo admiraban, sino que le daban el lugar que a él le interesaba, el de ser siempre un referente. En lo que a mí respecta, conforme entré en la adolescencia, al igual que Fernando, me fui pareciendo físicamente a papá, alta y delgada. Mamá insistía en que debía comer más, pero por más que lo hacía, no lograba acercarme al modelo de cuerpo de formas redondas de las mujeres bellas de la época. “Así no vas a encontrar marido”, decía mamá. Para papá Fernando siempre fue su preferido y no lo ocultaba. En él puso todas sus expectativas; deseaba que siguiera sus pasos, que estudiara medicina, de lo cual desistió cuando comprendió que mi hermano era presa de una fobia a todo lo que tuviera que ver con sangre. Cuando cumplió doce años lo llevó al hospital y lo puso a observar a las enfermeras curando a los enfermos; al ver una herida abierta se desmayó. Debieron ponerle a oler un algodón con formol para que volviera en sí, pero papá no desistió; miró el incidente como el 23
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resultado lógico de toda primera vez y lo volvió a llevar. Fernando no decía nada; una de las reglas de la casa era que papá daba las órdenes y todos las cumplíamos incluyendo a mamá, quien a pesar de ver regresar a su hijo descompuesto del hospital, directo al baño a vomitar, no hizo nada para impedir que papá siguiera torturando de aquella forma al niño. Así las cosas, Fernando regresó junto a papá días después al hospital sin protestar. El resultado de la nueva visita no fue distinto; esta vez lo puso a observar un parto, guardando la precaución de tapar los genitales de la mujer ante los ojos del niño. Nomás Fernando vio emerger la cabeza del recién nacido ensangrentado y llorando en medio de las sábanas blancas, cayó al piso desmayado y debieron sacarlo de la sala. Regresaron a casa y no hicieron comentario alguno sobre lo sucedido. Tuvo que pasar aquel incidente para que papá se diera cuenta de que se había expuesto demasiado frente al personal del hospital. Esta vez fue justo y no recriminó a Fernando. Semanas más tarde, mientras cenábamos, papá nos informó que Fernando ya no sería médico, que había decidido que estudiara economía y que ya estaba haciendo las averiguaciones con el fin de decidir cuál universidad era la más conveniente para él. Todos lo escuchamos y, como siempre, no dijimos nada; papá siempre tomaba las decisiones, nosotros solo acatábamos. Papá siempre mantuvo el consultorio particular donde atendía después de las tres de la tarde; y entrada la noche regresaba a casa. Metódico, rehén de las rutinas, cenaba a las siete de la noche, luego se ence24
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rraba en su oficina a leer mientras fumaba su pipa y no permitía ruido mientras estaba en casa. Algunas veces salía a reunirse con amigos en el Salón París y otras, tomaba el auto y se enrumbaba como si se dirigiera a la capital. Nadie sabía adónde iba, pero regresaba tarde a casa para levantarse con los primeros gallos, desayunaba un café negro sin ningún acompañamiento y, a las siete de la mañana, invariablemente, ya se encontraba en el hospital. Como buen jefe ordenaba con el ejemplo y era normal verlo recorrer los salones interesándose en los progresos de los tratamientos de quienes allí se encontraban internados, a veces corrigiendo a sus subalternos. Papá había logrado moldear un hogar que era ejemplo entre el círculo de la familia y de los amigos cercanos. Todos se referían a la nuestra como una familia modelo, de sanas costumbres, como había sido educado él y estaba seguro seríamos educados nosotros.
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Marta Julio no era el primer hombre que me llevaba a la boca, pero sí el primero con el que pasaba una noche completa.
De vez en cuando la vida nos besa en la boca. Joan Manuel Serrat
Ingresé a la universidad a finales de los setenta, una década en la cual parecía que las utopías eran posibles, como sucede cada cierto tiempo en la historia. Los vientos insurrectos provenientes de Nicaragua donde se gestaba una guerra contra una dictadura gastada y el surgimiento de nuevas fuerzas políticas que ampliaban el espectro de la izquierda nacional, hasta entonces representada por el Partido Comunista, hacían que estudiantes e intelectuales miraran el futuro del país y del continente entero con optimismo. El ambiente universitario había cambiado con el arribo de intelectuales provenientes del sur del continente, que huían de sus países ahora en ma27
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nos de dictaduras militares, y que vinieron a darle al ambiente universitario un rostro renovado por ideas nuevas y frescas. Mis padres habían tenido una militancia activa en su juventud, sobre todo papá que había sido miembro del Partido Comunista, y a pesar de las experiencias vividas después de la guerra civil del año 48, donde sufrió persecución y hasta amenazas de muerte, continuaba siendo un militante de las ideas, que tan fuertemente se enraizaron en su conciencia cuando tenía veinte años. Sin embargo, él nunca trató de influir en nuestra manera de pensar; era del criterio de que las ideas son el resultado del ejercicio individual de la libertad, nunca el fruto de la imposición. Los valores que nosotras podíamos tener los habíamos adquirido de papá y mamá, de su ejemplo de vida antes que de la retórica de un manual de buenas costumbres. Así me vi una mañana de marzo, en la que el verano pintaba de amarillo intenso la plaza universitaria atiborrada de adolescentes que pretendían crecer a tropezones, como si el ingreso a la universidad les diera el pasaporte al mundo de los adultos, mientras los estudiantes más grandes gritaban ¡pelo, pelo!, un grito convertido en eco de una tradición que otrora consistía en cortar el cabello a los estudiantes de primer ingreso y yo, como ellos, buscaba entre el gentío alguna cara conocida que me ayudara a hacer menos torpe mi incursión en esa nueva vida, porque la compañía siempre ayuda a hacer menos traumático hasta el más amargo de los tragos. Nunca sabré con certeza qué fue lo que me atrajo de Julio, si su aspecto de abandono, su tristeza expuesta 28
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como una bandera, o su madurez temprana que le daba un aire de hombre mucho mayor de sus cuarenta y dos años cumplidos. Así lo vi la primera vez, fumando, de pie junto a la puerta del aula, esperando el ingreso de los alumnos a la clase de apreciación de teatro, que impartía para los estudiantes de estudios generales que yo había matriculado. Ese curso fue el responsable de que mi vida tomara un rumbo que nunca hubiera imaginado, como suelen suceder las cosas importantes en la vida, en el momento menos esperado. Había ingresado a la universidad con la mira fija en graduarme como ingeniera industrial, aprovechando mi facilidad natural para las matemáticas y la física, materias que en la secundaria, a diferencia de la mayoría de mis compañeros, me resultaban fáciles, entretenidas y hasta fascinantes. Me encantaba sumergirme en ese mundo abstracto de números y ecuaciones, los cuales me llevaban a laberintos inimaginables y desconocidos, pero que conservaban siempre un hilo conductor con el origen, como un cordón umbilical. Matriculé junto a las materias de humanidades, el bloque completo del primer semestre de la carrera de Ingeniería y me pasaba todo el día en la universidad. Para esa época ya vivíamos en San Rafael de Heredia y no me era posible viajar varias veces a casa durante el día. Las materias relacionadas con la ingeniería me resultaban relativamente fáciles, pero conforme me fui adentrando en el programa de las humanidades, comencé a darme cuenta de que el razonamiento matemático era algo impuesto en mi personalidad; la filosofía, la historia y sobre todo las clases de apreciación de teatro, evidenciaron una 29
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inclinación artística la cual nunca creí que estuviera tan arraigada en mí, llevándome a una crisis que falseó irreversiblemente lo que creía era mi vocación. Asistía a las clases de Julio con una gran alegría, siempre con nuevas expectativas. Él era un profundo conocedor del teatro, desde la historia de sus orígenes hasta los pormenores de las tendencias modernas, y develó ante mis ojos un mundo hasta entonces desconocido. Las primeras clases las dedicó a hablarnos sobre los orígenes del teatro. Sus relatos me hacían viajar a la antigua Grecia donde, según los historiadores, germinó la semilla de esa manifestación artística tal y como la conocemos hoy; sin embargo, él nos daba su visión personal de aquella apreciación, diciendo que antes de esa época ya existían formas remotas de arte escénico como la danza, que podría ser considerada como la primera manifestación de las artes dramáticas, danzas ejecutadas por magos de tribus quienes acompañándose de música y masas corales, juraban ahuyentar espíritus malignos. El primer semestre lo pasé entre las clases de matemática y física, pero el teatro había comenzado a carcomer las bases de una vocación que creía fuertemente cimentada. Cuando llegó el momento de matricular para el segundo semestre me apunté en un curso de actuación en la Escuela de Artes Dramáticas. De esa manera quería darme la oportunidad de reconocer qué se imponía dentro de mí. No tuve que esperar mucho; el teatro era lo mío. Pronto me descubrí pensando casi todo el tiempo en la actuación, y las materias de ingeniería comenzaron a pesar como un fardo difícil de cargar, y con ello una 30
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preocupación extra: la de comunicarle a mis papás mi intención de renunciar a la ingeniería y dedicarme al teatro. Después de mucho pensarlo y ensayar la forma en que se los diría, decidí hacerlo una noche mientras cenábamos en la mesita de la cocina. Estábamos solo mamá, papá y yo, y eso me facilitó la conversación. No me anduve con rodeos, les dije lo que me pasaba y cómo había llegado a la conclusión de que una carrera técnica no era lo mío, a pesar de mi habilidad con los números, cualidad heredada de papá, pero que me había dado cuenta de que el teatro, la literatura y la música llenaban más mi espíritu. Ellos me escuchaban atentos, sin interrumpirme, lo cual interpreté como un triunfo de mi capacidad persuasiva; entonces cerré mi intervención con un “además yo soy... y dije mi signo zodiacal, y los nacidos bajo este signo tenemos una inclinación natural para los oficios del espíritu” terminé. Al decir eso, mi padre, que no me había mirado a la cara durante el tiempo en que hablé, me miró de frente y a los ojos, confirmándome que la alusión a la influencia de los astros había sido un mal cálculo. Mamá no dijo nada, esperó a oír lo que papá iba a decir, que a la postre fueron preguntas hechas con el afán no tanto de que le aclarase a él la justificación de mi decisión, sino encaminadas más bien a que yo la pudiera cimentar más. Aquella actitud la recordaré siempre como un apoyo; quizá yo le recordaba su propia frustración, la de haber vivido haciendo cosas que nunca le gustaron. Papá se había graduado de profesor en la antigua Escuela Normal Superior, donde había conocido a mamá, que también estudiaba docencia. Después de la guerra civil del año 48 31
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debió dedicarse a múltiples oficios para llevar el sustento a casa. Finalmente me dijo que la responsabilidad de mi vida era solo mía, que lo importante era hacer las cosas en las cuales uno se sintiera feliz, y terminó diciéndome: “cuando con mis propias manos corté tu cordón umbilical te di la libertad”. Mamá dijo lo mismo pero de otro modo: “allá vos con tus decisiones, ya estás grandecita”. Nunca más tuve una conversación con ellos sobre mi vocación artística y aquella plática donde estuvieron ausentes las advertencias, la tomé como la autorización para seguir mi instinto. Al día siguiente retiré todas las materias de ingeniería que había matriculado y me dediqué por entero a las humanidades y a otros cursos en artes dramáticas, la mayoría de oyente porque había perdido el plazo para matricular. Cambiarme a teatro fue una experiencia que jamás siquiera había imaginado. Allí conocería a Ana, con quien entablé una amistad que pasaría todas las pruebas y que ni el salitre del tiempo cambiaría. Sus padres, ambos profesores universitarios, militaban en el Partido Comunista y se movían en un mundo intelectual al cual su hija, por supuesto, tenía acceso. Ana formaba parte de la Juventud Comunista y me invitaba a las reuniones a las que ella asistía, tanto políticas como a fiestas organizadas por sus camaradas en un local que poseían a tres cuadras de la universidad. Desde el principio trató de persuadirme para que ingresara a las filas de su organización, pero aunque comulgaba con aquellas ideas, nunca lo hice. Hay algo dentro de mí que siempre me ha impedido someterme a los dogmas. A partir de aquella decisión comencé a ver a Julio 32
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con más frecuencia, no solo en las clases de apreciación de teatro sino que tropezaba con él a menudo en los pasillos de la Escuela de Artes Dramáticas donde él impartía otros cursos. Era recuente encontrarlo en la soda de la escuela, casi siempre solo, tomando café y fumando mientras colgaba su mirada en la cortina húmeda de los aguaceros de agosto. Alguna vez tomé café con él mientras hacía tiempo entre una clase y otra. Siempre tenía algo inteligente qué decir y, sin darme cuenta, comencé a mirarlo de otro modo; mantenía una admiración profunda por su inteligencia, pero también un sentimiento parecido a la protección a su aspecto de orfandad. Mi amiga Ana, que siempre tuvo una manera pragmática de ver la vida, me dijo que lo que yo miraba en él era al papá que hubiera querido tener. El día que me lo dijo me dejó muy preocupada; comenzaba a enamorarme de Julio y me asustó mucho que aquello que empezaba a sentir por él pudiera ser un sentimiento viciado por carencias afectivas. Para el segundo semestre en la U, me quedaba a dormir en casa de Ana al menos dos días a la semana y asistía a cuanta fiesta me invitaban. Ana fue quien me presentó a Roberto, un amigo suyo que, según me contó, estaba interesado en mí; era el único hijo de dos profesionales en odontología que atendían un consultorio en Barrio Dent, en la misma casa donde vivían. Comencé a salir con él, más por tener a alguien con quien asistir a fiestas y a otras actividades, que porque me gustara. Roberto era bien parecido, inteligente y me trataba bien, pero no me volvía loca; me invitaba a su casa y al poco tiempo hasta nos acostábamos, pero yo no sentía que el 33
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vínculo que nos unía fuera amor, sino algo así como una amistad con derechos, pero él parecía no diferenciar entre eso y un noviazgo. Un viernes quedé con Ana y con Roberto para asistir a una peña chilena organizada por los camaradas de Ana. Cuando llegamos el local estaba a tope. Sobre una tarima instalada en el salón principal, un grupo interpretaba música protesta y folclor latinoamericano. Al entrar sentimos la nube de humo que nos golpeó de frente; adentro se podía ver una parrilla instalada al lado de la cocina, y una gran cantidad de gente se aglomeraba allí y al lado de un improvisado bar donde se expendía cerveza. Uno poco alejado del tumulto divisé a Julio, que fumaba y conversaba con un par de tipos. Al verme me saludó con un gesto de su mano, pero nosotros seguimos hasta donde se hallaban los amigos de Ana y allí nos quedamos mientras Roberto fue en busca de unas cervezas. La noche transcurría entre conversaciones sobre los resultados de los exámenes que recién concluían, las noticias que nos llegaban del país vecino y las tareas de solidaridad con los insurgentes. Poca atención prestaba esa noche a las discusiones; mi interés se concentraba en seguir los movimientos de Julio, que se mantenía en el mismo sitio donde lo vi cuando entramos. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban; esa noche estábamos conectados. En un momento que me separé del grupo para ir al baño pasé cerca de donde él estaba y aproveché para saludarlo; me preguntó por mis estudios y comenzamos a platicar sobre otras cosas. Al rato Roberto apareció y no tuve otra alternativa que presentarlos, dejar allí la conversación y 34
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regresar al grupo adonde antes me encontraba. Roberto estaba molesto y no lo disimulaba, cuando tuvo oportunidad me reclamó que lo hubiera presentado como un amigo y no como mi novio. Ni siquiera me tomé la molestia de darle una explicación y eso lo molestó más, comenzó a actuar como un adolescente dedicándose a tomar como si esa noche fuera la última en la que se vendería cerveza en todo el mundo. Decidí dejar la fiesta; le dije a Ana que mejor me iba a dormir, que si no tenía inconveniente que me fuera a su casa sin ella, a lo que me contestó a gritos, por el ruido que inundaba el lugar, que no había problema. Comencé a salir sin importarme Roberto y lo que estuviera haciendo. Mientras trataba de llegar a la puerta, abriéndome paso entre la gente apiñada en el zaguán que daba a la salida, sentí una mano que me tomaba del brazo y por un instante pensé que Roberto había venido tras de mí, cuando miré hacía atrás me topé con el rostro de Julio invitándome con un movimiento de su mano a continuar hacia afuera. Salir al aire fresco de la noche fue un bálsamo que me reconfortó. Comenzamos a caminar en silencio hasta que me interrogó sobre la razón de mi repentina huida; le mentí, le mentí, le dije que al día siguiente tenía examen y no quería llegar tarde a dormir. Me preguntó adónde me dirigía y le conté que a casa de mi amiga que vivía en Barrio González Lahmann, que iba a tomar un taxi. Se ofreció a acompañarme a casa, o si prefería, a tomar algo en un lugar más tranquilo. Estábamos llegando a la iglesia de San Pedro y decidí aceptar su invitación. Entramos en un restaurante chino que había frente al templo, en la calle principal. 35
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Esa noche hablamos de muchas cosas, sobre todo de mis expectativas como estudiante de teatro y otras trivialidades, hasta que decidí que era hora de irme a dormir. Salimos del local, una garúa fina enfriaba y humedecía la noche, cuando Julio paró un taxi y sin decir nada subió y se acomodó a mi lado en el asiento trasero. El trayecto era corto y llegamos en menos de diez minutos; nos despedimos con un beso en la mejilla. Era la primera vez que nos besábamos y él le solicitó al taxista que no echara a andar el auto antes de que yo entrara en la casa. El gesto me agradó, me sentí protegida por ese hombre que apenas conocía y que no tenía razones para tener conmigo aquella cortesía. Normalmente los muchachos con los que salía no tenían esas atenciones. Ana regresó de madrugada y antes de acostarse me despertó para contarme que Roberto se había emborrachado y estaba furioso por haberme marchado sin decirle nada. Al día siguiente me levanté muy temprano y me fui a la U; tenía clases a las nueve y pasé todo el día en la escuela. Por la tarde me fui a casa de mis padres, hacía dos días que no dormía allá y mi madre siempre hacía un drama, sobre todo porque decía que le daba vergüenza que yo pasara metida en casa de Ana, “esos señores deben creer que somos unos frescos”, me regañaba. Yo trataba de explicarle que los padres de Ana eran muy buena gente y no tenían ese tipo de prejuicios, pero mamá no me atendía y seguía con su regaño. Pasaron varios días sin tener noticias de Roberto y la verdad eso me alegraba, en el fondo quería terminar aquella relación, lo cual no sabía qué era y que más que satisfacciones, me producía era estrés. Una tar36
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de mientras tomaba café en la soda de la escuela vi venir a Roberto directo adonde me encontraba; me saludó y sin preámbulos comenzó a reclamarme mi desinterés en devolverle sus llamadas y la forma en que me había marchado la otra noche. Lo escuché hasta que terminó y como el que se siente con derecho a una explicación, cruzó los brazos y me miró desafiante, como diciéndome: “ahora sí, dame una buena razón para que yo siga con vos”. La condiciones no podrían ser más propicias para terminar con él; respiré profundo y le dije: “la verdad es que lo de nosotros no va a ningún lado; mejor dejamos las cosas como están, además, este semestre voy a estar muy ocupada y no creo disponer de mucho tiempo para estar con vos”; recogí mis cosas y me fui. Roberto quiso decirme algo, o a lo mejor lo dijo pero yo no lo escuché y no quise mirar atrás. Los días que vinieron fueron de un acoso constante de parte de él; me dejaba recados en casa, con Ana, con amigos comunes, me enviaba notas donde me pedía perdón por su actitud inmadura y me prometía cambiar, pero yo no quería nada con él, y me concentré en terminar los cursos que había matriculado. Para fin de curso pasaba mucho tiempo cerca de Julio, ya fuera en la universidad o en su apartamento adonde comenzó a invitarme, y sucedió lo que tenía que suceder y yo esperaba que sucediera, es decir, éramos pareja. De nuevo entré en una confusión, pues Julio me llevaba veintidós años, era solo unos cuantos años menor que papá. Comencé a conocerlo, es decir, las facetas de su vida a las cuales me permitió acceso. Julio hacía el amor como se supone que lo hace un hombre maduro, sin 37
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prisa, como el que sabe a dónde se dirige, interesado en el contenido más que en la forma, sin hacer aspavientos ni malabares de acróbata, como el marinero experto que adivina tormentas en un oleaje sereno, que sabe que la incertidumbre producida por una tempestad se vive igual en un acorazado que en un velero. Era noctámbulo, le costaba mucho cazar el sueño por las noches y le era sumamente costoso deshacerse de las telarañas del mismo por las mañanas; esa era una secuela heredada del tiempo que había estado preso en Montevideo, una parte de su vida de la que no hablaba, como no lo hacía tampoco del resto de su vida anterior a su llegada al país. Con la complicidad de Ana comencé a quedarme en casa de Julio en vez de la suya. Hablábamos mucho y salíamos a caminar de noche por las calles de San Pedro, subíamos hasta la panadería que había al lado del viejo cine Yadira, donde comprábamos pan recién salido del horno de leña, que atendía un viejo flaco y cansado a quien ayudaba un muchacho de aspecto parecido al de él, y que debía ser su hijo o su nieto, un pan que yo comía caliente y Julio me advertía de lo conveniente de hacerlo, pero no me explicaba la razón de aquella recomendación. En lo que sí se extendía era en ilustrarme el por qué consideraba la panadería el más noble de los oficios. No hablaba del valor nutricional, sino del lugar que ese alimento ha ocupado y sigue ocupando en la simbología de las culturas. “En Egipto -me ilustraba- la dieta de los pobres la componía pan y cebolla, de allí el dicho ´contigo pan y cebolla´ ”, y me refería a la obra de teatro del mismo nombre del español Manuel Eduardo de 38
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Gorostiza, escrita en 1833, que por esos días un grupo de jóvenes actores ponía en escena en el auditorio de la Escuela. Llegábamos a casa y mientras yo me servía un café y untaba margarina que se deshacía en el pan caliente, él se preparaba un mate y su boca se hacía agua con el relato sobre el aporte de los egipcios, que fueron quienes descubrieron la fermentación y con ella el verdadero pan, el pan fermentado. “Para muchos historiadores, decía, el mito de Jasón en busca del Vellocino de oro no es más que una metáfora de las rutas griegas en busca de trigo”. Al llegar a ese punto Julio comprendía que el sueño me ganaba y que me era difícil seguirlo, entonces terminaba su relato, y me sugería irme a la cama. Él se quedaba leyendo, en su lucha por atrapar los fantasmas de Ipnos. Nunca se levantaba antes de las nueve de la mañana; se las había ingeniado para que su horario de clases comenzara al final de la mañana o por las tardes. Cuando me quedaba en su casa me levantaba tratando de no hacer ruido para no despertarlo. Por las tardes o las noches yo lo armaba caballero. Verlo con sus armas depuestas, abandonado a un sueño tranquilo me producía una gran ternura. Cerraba la puerta con cuidado y me iba a clases, para regresar a veces a la hora del almuerzo. Yo no cocinaba nada, él apenas lo suficiente para no morir de hambre; después de mucho tiempo de almorzar frijoles molidos con pan blanco y coca cola, cansados de la comida china, decidimos incursionar juntos en los laberintos del arte culinario. Aprendimos a hacer espaguetis con salchichón y queso, pechugas de pollo con papas, carne molida con guisantes y frijoles nacidos, y las horas 39
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del almuerzo o de la cena comenzaron a ser no solo más suculentas sino más entretenidas, pues cocinábamos juntos mientras tomábamos vino. Julio era uruguayo y había llegado al país hacía apenas un año. En Montevideo había estudiado teatro, actuación y dirección, había hecho carrera como actor y director, impartía clases en la universidad y era colaborador en temas de cultura del semanario Marcha y la revista Crisis de Argentina, aparte de otras publicaciones alternativas. Por su trabajo en el campo de la cultura había estado relacionado con distintos grupos que a principios de los 70 tuvieron que exiliarse por la persecución de que fueron objeto cuando los militares tomaron el poder. Esa historia la conocería completa veinte años después cuando vino por una semana, precisamente en los días en que tuvimos que tomar la decisión de internar a mamá en un lugar donde pudieran atenderla, pues ninguna de mis hermanas ni yo podíamos hacerlo. Siempre añoré vivir cerca de donde pasara el tren. Desde niña los trenes me produjeron una sensación de nostalgia y alegría juntas, como un desconsuelo; los asociaba con el entusiasmo que producen los inicios de algo, pero también con el desencanto y la nostalgia de las despedidas. Aunque nunca fui a despedir a nadie a una estación de tren ni tampoco me había subido a uno, siempre los relacioné con los adioses y los regresos, como un vértice donde podían confluir los más variados sentimientos, desde la más grande de las alegrías hasta el más profundo de los dolores. Soñaba con ser despertada por el sonido que produce la bocina de un tren que se acerca a una 40
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zona de paso o una estación. Julio vivía en un pequeño apartamento a unos cien metros de la línea férrea y la primera vez que me quedé a dormir en su casa experimenté esa sensación. Era de madrugada; desde el duermevela escuché el sonido que produce la fricción de metal contra metal, un ruido que había escuchado muchas veces desde que entré a la universidad, pero aquella vez fue diferente; el pitazo largo y el estremecimiento que hacía vibrar los cristales de la habitación, como un pequeño temblor en medio de la noche, me hicieron lanzarme de la cama y desnuda, me acerqué a la ventana y corrí las cortinas en el momento justo en que el tren pasaba frente a mis ojos, aún resentidos por el despertar a destiempo. Julio se incorporó asustado creyendo que algo estaba pasando y cuando me miró, absorta mirando el paso de los vagones vacíos, se volteó para la pared y se volvió a dormir. Yo seguí allí un tiempo indefinido, dejé de escuchar el ruido de la locomotora y el sonido lejano de la bocina anunciando su paso en algún cruce de vía y aún así continué pegada a la ventana un rato más, hasta que el silencio tomó de nuevo su lugar en la noche. Hasta entonces me di cuenta de que hacía frío. Noviembre naufragaba en garúas tímidas y los alisios comenzaban a romper. Regresé a la cama. Mi cuerpo estaba frío y me acurruqué junto a Julio, su cuerpo caliente me repelió por instinto pero luego me hizo la concesión de dejarme abrigar con su calor, una sensación que hasta entonces no conocía. Julio no era el primer hombre que me llevaba a boca, pero sí el primero con el que pasaba una noche completa. Con Roberto solo había tenido sexo en sesiones apuradas mientras sus 41
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padres atendían en el consultorio y nosotros nos refugiábamos en su dormitorio. Julio era el primer hombre con el que realmente hacía el amor. Finalizaba el semestre y se acercaban las vacaciones de fin de año. Comuniqué en casa que me matricularía en cursos de verano. Quería avanzar todo lo que pudiera, esa fue mi excusa, pero lo que deseaba era estar cada vez más cerca de Julio. Salíamos poco; cuando lo hacíamos, era a caminar hasta la panadería, algunas veces al cine y ya casi no salía con Ana y sus amigos. Cuando andábamos juntos no le gustaba hacerlo de mi mano, mucho menos que nos vieran abrazados; un día le pregunté por qué y me respondió que le daba pena que lo vieran con una mujer que podría ser su hija. Cuando por obligación debía presentarme, lo hacía como una amiga simplemente. A él le gustaban los lugares tranquilos y con poca gente, para poder conversar, me decía, pero he de ser sincera, a mí me hacía falta salir alguna vez a bailar, pero nunca se lo dije, primero porque no quería forzarlo a hacer nada que no quisiera y segundo, porque sabía que él no bailaba. Así llegó diciembre con sus mañanas iluminadas y frescas, las tardes frías y ventosas, y me hubiera gustado que Julio me visitara en casa en navidad o año nuevo, pero tampoco se lo dije. La verdad yo quería hacer muchas cosas junto a él pero nunca se las dije, quizá la diferencia de edad o su madurez intelectual me cohibían para decirle lo que sentía y esperaba de aquella relación, pero no me atrevía a decirle nada, a pesar de que compartíamos lo más íntimo que se puede compartir con al42
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guien como es la cama. Llegó navidad y fin de año y pasé esos días en casa con mi familia. Julio se quedó en su apartamento; luego me contaría que esas fechas lo deprimían y prefería quedarse encerrado leyendo, durmiendo y viendo televisión. En enero regresé a clases y las cosas continuaron como antes; ahora nuestra relación había adquirido las rutinas de las que se alimenta el amor, al menos así lo sentía yo. Los cursos de verano terminaron; me fue bien y me matriculé para el primer semestre del año, que arrancó cuando el verano comenzaba a despedirse y la universidad se volvió a remozar con los nuevos estudiantes y los gritos de ¡pelo, pelo! en la Plaza. Julio continuaba con sus cursos en la escuela, con un horario que no sufrió mayores cambios, lo que hacía que sus rutinas siguieran el viaje tranquilo que producen los caminos muchas veces recorridos. La Semana Santa estaba a la vuelta de la esquina y le insinué mi deseo de ir con él a la playa, acampar frente al mar; su respuesta fue que el mar no le gustaba, como nunca le había gustado ver los buques partir; entonces decidí aceptar la invitación de mis padres para ir a Playas del Coco, donde papá había alquilado una casa para pasar los días santos. Le informé a Julio del paseo y me deseó buen viaje. Era jueves y llevaba dos días quedándome en su apartamento, el viernes no tendría clases y la salida para la playa estaba planeada para el sábado de madrugada. Decidí aprovechar el viernes para alistar mis cosas para el viaje. Recuerdo ese jueves como si fuera ayer, nos despedimos en las escaleras del edificio, él un escalón abajo de manera que quedábamos a la misma altura, porque Julio era flaco y muy 43
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alto. Me abrazó, nos besamos y algo como un “te amo” que se confundió con el ruido del tren que se acercaba, creí escuchar cerca de mi oído. Papá tomaba la organización de las excursiones familiares con la seriedad con que un general organiza una batalla y esta vez no fue la excepción. Hacía una semana se había dado a la tarea de revisar el viejo Land Cruiser adquirido años atrás, y junto a mamá realizaron las compras necesarias para el paseo. Salimos de madrugada, una experiencia que hacía mucho tiempo no vivía; mi hermana Vera no nos acompañó porque había hecho planes con Luis, su novio. Como siempre Gabriela y yo nos acomodamos en la parte trasera del jeep y mamá y papá adelante. En silencio iniciamos el viaje; me distraje mirando por la ventana como cuando éramos niñas y salíamos de paseo, siempre en autobús porque papá no tenía carro y no sé en que momento un recuerdo lejano me invadió: íbamos en un auto negro conducido por un señor que no era papá, que usaba anteojos de pasta negra, camisa blanca de seda, sombrero gris y conversaba animadamente con mamá, ella vestida de blanco, el carmín en sus labios y un sombrero también blanco, en un marco de intimidad que la llevaba a poner su mano de vez en cuando sobre la pierna de él como ahora lo hacía con papá. Si fue un sueño o un recuerdo no me interesaba; lo que sí estaba claro era que aquel episodio acabó con mi tranquilidad y me propuse dormir un rato. Cuando el sol comenzó a calentar el cristal del lado en que viajaba desperté; ya estábamos llegando a Barranca y papá detuvo el auto frente a un restaurante donde desayunamos. El resto 44
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del camino no pude atrapar de nuevo el sueño por la incomodidad que representaba compartir el espacio trasero del auto con las maletas y alguna caja de provisiones, y porque a esa hora ya papá y mamá no paraban de conversar, recordaban anécdotas de viajes anteriores que habíamos hecho y de los cuales nosotras no recordábamos nada, pero que ellos tenían frescas hasta en sus mínimos detalles. Mamá se volvió hacía donde estábamos Gabi y yo para contarnos algo; fue entonces que pasó. El auto se deslizaba a una velocidad constante en línea recta sobre un tramo largo de la carretera, su mano fue a posarse instintivamente sobre la pierna de papá, él separó la mano derecha del volante y con un movimiento instintivo, sin separar la vista de la vía, tomó la mano de mamá y la apretó suavemente. Aquel gesto terminó de redondear la escena del recuerdo que me había intranquilizado horas atrás: Vera mi hermana, con su cara en la ventanilla del auto, el viento revolviéndole el cabello y las cintas que mamá le ponía en forma de diadema; yo sentada junto a ella en aquel asiento amplio, tapizado de cuero negro, la mano de mamá que va a la pierna del señor de sombrero gris y camisa de seda blanca; él sin quitar la vista del camino deja que el volante sea guiado por su mano izquierda mientras la derecha, realiza un movimiento tan natural que no parecía aprendido en ese instante, toma la mano de mamá, una mano suave, lozana y bien cuidada como eran las manos de mamá cuando tenía treinta años. Traté de no pensar más en aquello y ocupé el tiempo en algo que me interesaba más. Esperaba que esos días en la playa me ayudaran a madurar la idea que venía haciendo 45
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nido en mi cabeza desde hacía unas semanas: al regreso de esas vacaciones le propondría a Julio comenzar a vivir juntos. Acostada sobre la arena, cambiando de posición para que el bronceado fuera parejo, dediqué mucho tiempo a pensar en Julio, en lo que esperaba de mi relación con él. Ahora me ocupaba el pensamiento encontrar la forma de cómo hablarles a papá y a mamá de Julio, de la decisión de irme a vivir junto a él. Ellos me habían dado la libertad de tomar mis propias decisiones, y ésta, por supuesto, debería estar en la agenda, pero estaba segura de que jamás esperarían que yo escogiera vivir con un hombre que me doblaba la edad. Aquello me atormentaba, sabía que mi decisión lesionaría las relaciones armoniosas que hasta ahora había tenido con ellos, pero estaba decidida a asumir el riesgo; el amor de Julio, pensaba, valía cualquier sacrificio. Regresamos a casa el Sábado Santo por la tarde. Durante el trayecto Gabi y yo nos la pasamos durmiendo. Horas después estábamos en casa bajando del auto todo cuanto habíamos llevado y como siempre, una buena cantidad de las provisiones intactas. Nomás entré, dejé mis cosas en el cuarto y corrí al teléfono a revisar los mensajes del contestador; había varios de Vera que comunicaba que estaba bien, que llegaría ese mismo día por la noche; un mensaje por cada día que estuvimos fuera, como un estricto requisito, que a mis padres, aunque no los escucharan, la certeza de que ella los depositaría, les daba una gran tranquilidad. Dos mensajes más para papá de su amigo Jorge, que los invitaba a almorzar el domingo en su casa en La Garita y nada más. Julio no había llamado, 46
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no me había dicho que llamaría y yo estaba segura que no lo haría, pero en el fondo algo en mí esperaba que lo hiciera. Esa noche lo llamé, pero no contestó, pensé que habría salido al cine o a comer. El domingo tuve ganas de llamar de nuevo, pero decidí esperar al día siguiente y llegar de sorpresa a su casa por la mañana. El lunes me levanté temprano y llegué a eso de las diez de la mañana, calculando la hora en que Julio solía levantarse, aunque hubiera deseado llegar antes y dormir junto a él un rato antes de que despertara. Desde que me quedaba en su apartamento, Julio me había dado un juego de llaves que incluía hasta la de los portones externos del condominio. Abrí la puerta sin hacer ruido pensando que quizá aún dormía. La sala estaba vacía; mi primer pensamiento fue que habían robado en su apartamento. Corrí al dormitorio, mi corazón latía fuerte, pensaba lo peor; me adelanté a mis presentimientos e imaginé en fracciones de segundo que los ladrones podrían haber entrado, sorprendiéndolo dormido y lo habían matado. Estaba equivocada. El dormitorio, al igual que el resto del apartamento, estaba vacío; el lugar era muy pequeño y no hacía falta caminar mucho para recorrerlo y comprobar que había sido desocupado. Sobre el desayunador, en una caja de cartón de una marca reconocida de galletas, de esas que desechan en los supermercados, se hallaban algunas de mis pertenencias personales: una blusa blanca de manta india, un par de sandalias, alguna ropa interior y varios libros entre los que se encontraba “Las venas abiertas de América Latina”, con una dedicatoria del autor para Julio, en la que evocaba los días cuando compartían las páginas de Mar47
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cha en Montevideo. La sensación de angustia que me había producido la primera impresión al ver el apartamento vacío, fue cambiando a un sentimiento de abandono y no logré evitar que las lágrimas se asomaran a mis ojos. Me senté en el suelo y allí sola, como nunca antes me había sentido, lloré. No sé cuanto tiempo pasó hasta que oí que alguien se acercaba por el pasillo que compartían los distintos apartamentos del edificio. La puerta estaba entreabierta y don Juan, el encargado de mantenimiento del condominio, tocó tímidamente la puerta; apenas me dio tiempo a secarme los ojos y levantarme del piso. Lo interrogué sobre el día en que Julio había desocupado el apartamento, como si estuviera enterada de la mudanza; me contestó que se había ido el martes santo. “Ese día vino con un señor que le ayudó a montar sus cosas en un ‘picap’”, me dijo, “hicieron dos viajes porque el carrito era pequeño, después regresó por las maletas, me entregó las llaves y cogió un taxi, no quiso recoger el depósito porque esa misma tarde se iba del país; me dijo que recogiera yo la plata y me la dejara, en recompensa por las ayudas que le daba con los mandados y otros favorcillos que le hacía a veces. Buena gente su amigo; me pidió que le dijera a usted que allí quedaban sus cosas”, terminó, mientras señalaba la caja de cartón. Como si estuviera enterada de todo, le dije que había venido por ella, haría una llamada y en un momento me iría, le entregué las llaves y se retiró, con paso lento, como caminan los que nada esperan y nadie espera. Llamé a Ana; le dije que iba para su casa, tomé mis cosas y salí. Afuera la mañana se pintaba de los colores comunes de un lunes 48
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sin marca original. Llegué a la parada de buses frente al Banco Popular y en el momento en que abordé el autobús, se escuchó el estruendo del tren que pasaba en ese instante. Lo escuché lejano, su bocina alertando sobre la inminencia de su paso. No sabía en qué lugar del camino me encontraba.
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Irma …el cielo gris de su mirada se clavó en mis ojos…
De los tres hermanos yo fui la más aventajada; siempre sacaba las mejores calificaciones, nunca faltaba con las tareas, mis cuadernos ordenados y en clase me mantenía atenta a las explicaciones de los maestros. Por el contrario, tanto Fernando como Manolo, daban el menor esfuerzo y cada vez que entregaban las notas mi padre les profería su correspondiente regañada, y en lo que se refería a mí no hacía el menor comentario. Papá no era partidario de que las mujeres estudiaran y jamás consentiría que yo fuera más allá de mi bachillerato. Mamá me había dado a entender que una mujer debía tener la educación necesaria para ser una buena esposa, y para la época que vivíamos, terminar la secundaria era más de lo que cualquier mujer podía aspirar. Ella en casa no sumaba ni restaba y jamás la tomé en cuenta como una aliada en mis ambiciones de seguir estudiando y ser algún día una profesional. Sabía que lograr aquel sueño conllevaría dar una dura 51
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lucha contra aquellos estereotipos, pero no iba a dar la pelea antes de tiempo. Cuando Fernando cursaba el tercer año del colegio, papá le contrató un profesor de inglés que llegaba dos tardes por semana a darle clases; se encerraban en la oficina que servía de biblioteca a papá y allí recibía la instrucción. Durante dos años y medio estuvo viniendo religiosamente don Joaquín a estudiar junto a mi hermano. Cuando Fernando se preparaba para los exámenes finales de bachillerato, papá ya había decidido a qué universidad ingresaría. El año anterior a la graduación, papá se había dado a la tarea de buscar, por medio de amigos que mantenía en los Estados Unidos, la que más se ajustara a las expectativas que él tenía sobre la formación profesional de su hijo. Fue así como se decidió por la Universidad de Massachussets, Amherst, y en las vacaciones de medio año, ambos viajaron para realizar los trámites de inscripción y buscar el lugar donde viviría mientras estudiara allí. Regresaron dos semanas después; papá venía muy entusiasmado contando detalles de la universidad y de la ciudad donde viviría mi hermano. En los días que estuvieron por allá papá hizo todos los arreglos para que Fernando pudiera incorporarse a la facultad de economía de la universidad en el mes de setiembre del año siguiente. Fernando viajaría en febrero para practicar su inglés y realizar un proceso de admisión y adaptación que la universidad exigía. Durante ese tiempo viviría en una residencia estudiantil, familiarizándose con la vida que una universidad de esa categoría le demandaría. Mi hermano regresó del viaje más impresionado por el progreso de aquel país, que 52
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por su futuro como estudiante de una universidad tan prestigiosa y costosa como a la que iba a ingresar. Nos contó sobre las modernas autopistas, los aeropuertos, los autos, y a Manolo le hablaba de las mujeres, todas rubias, altas, lindas, siempre vestidas a la moda como en las películas que mirábamos en el teatro Apolo. Ese último semestre se fue como volando y en diciembre, cuando rompieron los vientos del norte, todos estuvimos para la graduación de Fernando en la sala magna del Liceo San Luis Gonzaga. Ciertamente no se graduó con honores, pero papá estaba seguro de que el régimen de estudio de la universidad sacaría de él lo mejor. En una ceremonia austera vimos desfilar a todos los graduandos y nuestro hermano entre ellos. Para entonces todo el colegio y media ciudad sabía que él sería el único que iría a cursar estudios a una universidad en el exterior y el director de colegio aprovechó la oportunidad para hacerlo público y le deseó, en nombre del personal docente del liceo, el mayor de los éxitos. Ese fue un día especial principalmente para papá, quien después de la ceremonia de graduación nos llevó a cenar al café París. La navidad llegó pronto y enero nos sorprendió haciéndole las maletas a Fernando, que en los primeros días de febrero viajaría definitivamente y solo a los Estados Unidos. Ese día llegó como llega todo plazo, y muy temprano nos levantamos para ir a despedirlo al aeropuerto de la Sabana. En esos tiempos un viaje hasta Boston significaba al menos tres trasbordos y Fernando debía hacerlo solo, lo que a mamá no terminaba de gustarle, pero papá había decido que así fuera y así se hizo. Dos días después mi hermano llamó por teléfono para reportarse y desde entonces puntual53
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mente comenzaron a llegar cada mes sus misivas dirigidas a papá, donde le pormenorizaba todo cuanto hacía. Papá leía las cartas en su oficina y a la hora de la cena o del almuerzo nos hacía un resumen de lo que en ellas contaba, sin leerlas; luego las guardaba en una de las gavetas de su escritorio. Ese año pasó muy rápido y por navidad extrañamos a nuestro hermano que vivió su primera Nochebuena fuera de casa. En la carta de noviembre, Fernando contaba a papá que se estaba preparando para los exámenes de mitad de semestre, que todo iba bien, que en diciembre tendría unas cortas vacaciones, que un compañero de habitación lo había invitado a pasar las fiestas de navidad y año nuevo en Nueva York, de donde era oriundo, por supuesto si papá lo autorizaba. Después de pensarlo varias semanas, papá le contestó que podía ir, eso sí que no podría enviarle dinero extra. Fernando vino a pasar sus primeras vacaciones un año y medio después de haberse ido. Llegó un viernes por la tarde y nosotros desde el mediodía estábamos en el aeropuerto de la Sabana. Papá era el más ansioso y recorría los pasillos del edificio de un lado a otro preguntando a cuanto funcionario pasaba por donde nos habíamos ubicado, sobre la hora en que llegaría el avión en el que venía nuestro hermano. Finalmente, a las cuatro de la tarde, llegó en un vuelo proveniente de Miami, donde había hecho escala. Desde el balcón lo vimos aparecer en la escalinata de la aeronave portando un maletín de mano, como lo veríamos las otras veces que vino de vacaciones. Una vez hechos los trámites en la aduana y migración, se dirigió a la puerta de salida donde lo esperábamos. Papá fue el primero 54
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en saludarlo con un apretón de manos, mamá lo abrazó y lo persignó, después nos saludó a Manolo y a mí y nos dirigimos al parqueo; papá acomodó su equipaje en el baúl del carro y regresamos directo a casa. De camino papá comenzó el interrogatorio sobre el curso de sus estudios, a lo que Fernando respondía con detalles sobre las materias aprobadas y sus conocimientos, así como sus impresiones sobre Nueva York. Papá estaba muy interesado en que le contara sobre la visita que había hecho a la Bolsa de Valores en Wall Street. Desde que Fernando inició sus estudios en economía, papá había pagado una suscripción del Wall Street Journal, que leía completo en su oficina por las noches y cuando lo terminaba, nos permitía a nosotros ojearlo. A mí lo que más me gustaba eran los anuncios de las exclusivas tiendas que exhibían los últimos modelos de moda, a veces hasta nos dejaba recortarlos, Manolo se volvía loco con las reproducciones de los autos de lujo, que recortaba y pegaba en las paredes de su cuarto. Ya en casa, después de cenar, Fernando desempacó su equipaje y nos entregó a cada uno un regalo, un detallito como él mismo dijo, pues los había comprado con lo poco que ahorraba del dinero que papá le enviaba. A papá le trajo un pipa nueva con un paquete de picadura de tabaco alemán. A mamá un costurero muy hermoso hecho de un material parecido al junco, con un motivo pintado donde aparecía una familia disfrutando de un día de campo y dentro de él una buena cantidad de canutos de hilos de todos los colores, un juego de agujas de distintos grosores y varios dedales que mamá le agradeció con un gran beso, pues era el mejor regalo que había recibido y así se lo dijo. A Manolo le trajo 55
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una radio de transistores que lo dejó boquiabierto; de inmediato papá le advirtió que no quería verlo desarmar aquel aparato de alta tecnología que quien sabe cuánto le habría costado a mi hermano. A mí me dejó de última; de un compartimiento de su maletín de mano sacó un estuche negro que contenía en su interior una pluma fuente con su respectivo frasquito de tinta azul marina y un bolígrafo, ambos marca Parker, hermosísimos. En su parte superior, que era de metal dorado, había enviado a grabar mi nombre. Aquel gesto de mi hermano me emocionó mucho, no creía que Fernando supiera lo que representaba para mí estudiar. Después nos fuimos a dormir, pero papá le pidió que lo siguiera a la oficina y allí estuvieron al menos una hora conversando de cosas que solo ellos supieron, mientras papá estrenaba su nueva pipa y saboreaba el aromático tabaco germano. Esas primeras vacaciones de Fernando en casa siempre las recordaré. Venía más guapo; al parecer vivir separado de la familia le había ayudado a moldear no solo su carácter sino también su físico. Luego nos contaría que hacía mucho ejercicio, pues la universidad le permitía matricularse en los deportes que quisiera y él había escogido la esgrima y la lucha libre. Durante el tiempo que estuvo de visita casi no paraba en la casa, pues los amigos lo venían a buscar para asistir a fiestas, a partidos de fútbol o bailes, a los que iba sólo si papá lo autorizaba. Sin embargo, ya para entonces papá comenzaba a darle más libertades y de cierta manera le enorgullecía que su primogénito fuera el centro de atención no tanto de sus excompañeros de colegio, sino de las jóvenes de alta sociedad cartaginesa. 56
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Fernando regresó a los Estados Unidos luego de esas primeras vacaciones y de nuevo fuimos a despedirlo al aeropuerto como lo haríamos las cuatro veces que regresó a vacacionar. Ese día estuvieron ausentes las recomendaciones de la primera vez; obviamente para papá su hijo ya era un hombre y el roce que le producía estudiar en una de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos, lo dotaba de la seguridad para que un viaje como aquél fuera una simple anécdota. Para mamá en cambio no era así; cada vez que lo despedimos o recibimos en aquella pequeña terminal aérea propia de un país pobre como el nuestro, las lágrimas estuvieron presentes a pesar de las regañadas de papá que la tildaba de tonta. Fernando siguió viniendo cada año y cada vez eran más evidentes en él los rasgos de una adultez temprana, que le daban un aspecto de distinción frente al resto de los muchachos de la ciudad. La ropa que vestía, su bien parecida figura y su manera de comportarse, le daban un aire de refinamiento y lo hacían el joven más guapo de la ciudad, lo que a papá de seguro le llenaba de orgullo y ya no le ponía trabas para que entrara y saliera de la casa a cualquier hora y asistiera a cuanta fiesta o baile lo invitaran sus amigos. Para entonces yo cursaba el último año del bachillerato y le dije a mamá que quería seguir estudiando e ingresar en la Escuela Normal Superior y ser maestra. Quería que me ayudara a convencer a mi padre para que me lo permitiera. Me respondió que él no estaría de acuerdo, “haberte dejado sacar el bachillerato es más de lo que hubiera esperado de él”. Ante aquella respuesta decidí decírselo yo misma. Lo hice una no57
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che después de la cena cuando papá se retiró a su oficina; toqué la puerta y lo encontré leyendo el semanario newyorkino que le llegaba con dos semanas de retraso, detrás de la nube aromática que emanaba de su pipa. Nerviosa pero firme le comuniqué mis planes. Cuando terminé guardó silencio unos segundos, luego con un movimiento de su cabeza para poder mirar sobre los espejuelos que usaba para la lectura, el cielo gris de su mirada se clavó en mis ojos mientras me decía que no estaba de acuerdo, que me conformara con lo que hasta entonces había logrado, que las mujeres que estudiaban casi siempre terminaban mal, y me puso de ejemplo a las enfermeras de su hospital “que son todas unas ligeras de cascos, y no quiero que mi familia se tenga que avergonzar mañana por lo que vos hagás”, terminó. Yo, que había permanecido de pie inmóvil junto a su escritorio, sacando fuerzas de no sé dónde le dije que eso era lo que más quería en la vida y que lo iba a conseguir me diera o no su aprobación. Papá dejó a un lado el periódico, me miró de nuevo por encima de sus lentes y ahora en un tono más severo, me dijo: “pues lo harás sin mi plata, sin mi ayuda, a ver si sos tan mujer”, y regresó a su lectura. Salí de su oficina temblando a refugiarme en mi habitación. No entendía cómo papá no se había levantado a golpearme como lo habría hecho con Fernando o Manolo, después de haberle dicho lo que le dije. Luego vino el llanto producto de mí frustración y cuando el desahogo me dejó el alma liviana y sosegada, me dediqué a pensar en la forma de lograr mi objetivo sin contar con el respaldo de mis padres. Estábamos en junio, Fernando vendría en julio, en lo que serían sus últimas vacaciones con 58
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nosotros y yo me graduaría al final de año como bachiller con calificaciones de honor, una graduación a la cual asistiría acompañada solamente por mi tía Olga y mi tío Enrique.
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Marta En esa época se instaló en mí y para siempre la premura, la sensación de estar haciendo siempre algo provisional.
“Ella ya no ama sus vicios, le busca en los ojos, pasa un ángel volando y se encuentra con otro. Ayer sus dos brazos eran fuertes ramas donde guarecerse, hoy son cuerdas que atan. Qué pena me da, qué pena me da, qué pena me da, todo se acaba.
Ismael Serrano (Un muerto encierras)
Cuando Julio se fue caí en un hueco; sé que la expresión es un lugar común, pero no tengo otra forma de explicar lo que me pasó. Es posible que quien la dijo la primera vez lo hizo para expresar una sensación diferente de la que yo sentía, pero así me sentía, dentro de un hueco, pero un hueco que me abarcaba toda por dentro, que no dejaba espacio para otra cosa que no fuera el dolor que me causaba aquella pérdida, como si Julio fuera lo único que había tenido en el mundo y se me había ido, así de repente, sin aviso, como se va la vida. Un hueco negro donde no pasaba nada y pasaba todo, un lugar de 61
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donde no quería salir. El mundo exterior perdió sentido; me consumió el desgano por todo lo que me rodeaba, por las actividades que antes realizaba y que había considerado que llenaban plenamente mi vida. Afuera las cosas pasaban sin dejar huella, como lluvia en tierra seca. A mi alrededor todo era ruido, un ruido que no lograba distraerme de aquel repaso absurdo que, como letanía, hacía mi mente de ese episodio que debutaba en mi vida y cuyo recorrido iba abriendo un surco, una herida la cual quedaría abierta para siempre. Afuera la vida seguía su paso de reloj, pero dentro de mí no había tiempo, como si mi brújula interna hubiera perdido su aguja. Llorar, el más primitivo instinto con que enfrentamos el dolor, no me ayudaba a desaguar el alma y la confirmación de mi fragilidad emocional terminó por deprimirme aún más. No volví a la U, perdí los cursos que había matriculado ese semestre y me refugié en casa, donde ya nadie se metía conmigo desde que tomé la decisión de dejar a un lado la ingeniería para dedicarme al teatro. Dormía todo el tiempo, o eso pretendía; me la pasaba en mi habitación el día entero y salía solo a lo necesario, al baño o a comer algo. Una tarde después de dos semanas de encierro, entró mi madre entró en mi cuarto interesada en mi situación. En casa no sabían nada de Julio, pero suponían que algo grave había sucedido para que mi estado de ánimo hubiera cambiado tan bruscamente. A pesar de su insistencia no le hablé de él, le dije que de nuevo me enfrentaba a una encrucijada en cuanto a lo que deseaba para mi futuro y quería darme un tiempo para pensar. De aquella conversación mamá salió tranquila pero no convencida; ella 62
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mejor que nadie sabía que solo el desamor es capaz de producir cambios como los que yo experimentaba. Al cabo de unas semanas y no percibir cambios en mi actitud, papá envió de nuevo a mamá a hablar conmigo, y como último recurso a mis hermanas que terminaron recomendándome ver a un psicólogo. Acepté ir para no afectar la tranquilidad familiar, con todo y lo mal que me sentía, me parecía injusto arrastrar a mi familia al barranco en que había caído por una decisión personal, aun cuando pensaba que la terapia no era la medicina para aquel desasosiego que sentía: lo que necesitaba era a Julio, su amor, su compañía o al menos saber de él, la razón de su partida, si volvería o no, saber por qué había abierto en mí aquella herida que me abarcaba toda. La psicóloga a la que me llevaron le fue recomendada a mi hermana Vera por una compañera de trabajo y atendía en San Pedro, por el Higuerón, cerca del antiguo apartamento de Julio. Las primeras sesiones fueron muy frías, me negaba a hablar de mí o de cualquier cosa. Ella se esforzaba por ingresar en mi mundo, al paraíso árido que no deseaba que nadie profanara, un mundo del que yo me había asegurado que no tuviera puerta de entrada. Asistía puntualmente a su consultorio los martes por la tarde, a unas sesiones pobladas por mi silencio. Solo ella hablaba, hacía comentarios en apariencia fuera de lugar, pero con el objetivo de encontrar el portillo que le diera ingreso al laberinto confuso de mi mundo. Tenía la buena intención de ayudarme, pero a mí no me interesaba su ayuda; pensaba que si ni siquiera yo misma, que sabía lo que me pasaba, podía ayudarme, ¿cómo otra persona 63
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lo podría hacer? Una tarde, después de muchas sesiones estériles, me decidí y le conté lo que me pasaba. Ella no habló, se limitó a escuchar, procurando que no me distrajera. Cuando terminé no hizo el menor comentario sobre mi confesión; se limitó a decir que en la siguiente sesión comenzaríamos una nueva etapa. Asistí a la próxima cita con la misma expectativa, es decir, ninguna. Esa tarde me habló de los afectos, de la forma en que esos vínculos se construyen en nuestra psique, y la teoría moderna que explica cómo desde la infancia temprana las relaciones con padres y hermanos determinan la manera como en el futuro enfrentamos las relaciones con las otras personas. Hablamos de mí, de mi niñez, de papá y mamá, de cómo se expresaban ellos el cariño y cómo lo manifestaban hacia nosotras, y entre más avanzábamos más me convencía de que yo debía ser un bicho raro. Ciertamente no lo tuvimos todo por las limitaciones económicas del hogar, pero para mis padres éramos importantes, al menos eso había sentido siempre. Si bien papá casi nunca hablaba de cosas personales con nosotras, era claro que entre ellos había un convenio tácito, un pacto donde a mamá por su condición de mujer, le correspondía conversar con nosotras de los problemas que íbamos enfrentando con el crecimiento. Ella nos orientó en nuestra incursión al mundo de la adolescencia, a los cambios que experimentábamos y todo lo relacionado con el sexo y las consecuencias de llevar una vida libertina. Papá se encargaba de vigilar nuestro desarrollo educativo, aprovechando su experiencia de maestro. La terapeuta se esforzaba por adentrarse en el mundo chiquito de nuestro hogar, com64
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puesto por cuatro mujeres y papá, en busca de la causa que había producido en mí, lo que ella definía como propensión a establecer relaciones posesivas. Papá no lo era con mamá, o al menos yo nunca había percibido esa actitud en él; entonces intentó una explicación en el llamado síndrome del hijo sándwich, rol que me había correspondido jugar a mí, la segunda de las tres hermanas, cinco años mayor que Gabriela y cuatro menor que Vera, y allí fue donde creyó encontrar al menos un indicio de lo que podría explicar, aunque no en su totalidad, lo que me sucedía. En lo personal no creía que ser la segunda de tres hermanas fuera la causa de mis problemas emocionales. Con ellas no tenía ni había tenido mientras crecíamos, problemas serios más que los propios de la convivencia normal, los pleitos por el espacio personal y las pertenencias de cada una, las diferencias propias de las edades y los caracteres distintos. Respecto a la atención que nos dispensaban papá y mamá no tenía queja, ellos nunca establecieron diferencias, aunque las tres fuéramos tan distintas. Después de cuatro meses de terapia y habiendo recorrido el árbol genealógico de la familia con todas sus taras y virtudes, desde el suicidio de mi abuelo materno y su excesivo control sobre mi abuela y mis tíos, ciclo que, concluimos, mamá se había encargado de romper, las sesiones comenzaron a cansarme. Habíamos caído en un círculo repetitivo, sentía que me sazonaba en mi propia salsa, entonces le dije que quería dejar allí el proceso, que me sentía mejor, le mentí, para su tranquilidad y la de mi familia. El pretexto de la terapia me había sacado del encie65
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rro material que constituía mi casa y aunque por dentro la procesión no se detenía, comuniqué a mis padres mi deseo de matricularme de nuevo en la universidad y así lo hice. Regresé a los cursos en la escuela de teatro, pero sin la pasión con que la había comenzado, lo cual atribuía a la situación por la que estaba pasando, pero no era así; tristemente debí reconocer que mucho de la magia que me había llevado al teatro la había puesto Julio y sin él obviamente el panorama era otro. Asumí el estudio con la racionalidad con la cual en un tiempo me había sumergido en la ingeniería. Durante el año que siguió me concentré en recobrar el tiempo perdido; salía poco, solo lo hacía cuando me quedaba sin pretextos ante mis amigas. Asistía a las funciones más como obligación académica que por alimentar el espíritu. Revisaba el escaso correo que llegaba a casa con la esperanza de encontrar una carta de Julio, aunque él nunca manifestó interés en conocer el sitio dónde vivía y desarrollé una costumbre obsesiva por las llamadas telefónicas que entraban, sonaba el teléfono y corría a contestar. Esa fue la época cuando en que se instaló en mí y para siempre la premura, la sensación de estar haciendo siempre algo provisional. La premura por llegar a la universidad, la premura porque empezara la clase y luego porque concluyera, por salir a los pasillos de la escuela, por buscar entre las caras de los nuevos profesores o los visitantes extranjeros la cara de Julio, ese rostro marcado por el desencanto que fue lo que me atrajo de él la primera vez que lo vi y que mi poca experiencia en el conocimiento de los hombres me impidió ver que aquello que me atraía de él era lo que 66
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nos distanciaría para siempre, que aquella forma de ser la cual me había cautivado, representaba la escalinata de mi cadalso. Desde entonces comencé una carrera que no ha parado; siempre que llego a un lugar pienso en la hora en que debo retirarme, saludo y pienso en la despedida, salgo de mi casa y pienso en el regreso, comienzo algo y tengo la mira puesta en el final, perdiéndome el disfrute de los estadios intermedios. Amanece y de seguido imagino la noche. Es una sensación de querer llegar a algo para regresar de inmediato al punto de partida. Así fue desde entonces hasta ahora. Después de dos años de prohibirme una relación emocional con algún hombre decidí cambiar, darme la oportunidad de olvidar a Julio, de querer perderlo. Comencé a salir más, a aceptar invitaciones, pero por más esfuerzos que hacía por entusiasmarme, algo dentro de mí le establecía una fecha de conclusión, como las puestas en escena de una obra de teatro, a las que pocas veces se les otorga una prórroga. Mis relaciones, sin darme cuenta, tomaban el carácter provisional que tenía todo en mi vida; provisionalmente vivía en casa de mis padres; cuando logré un trabajo de medio tiempo en la escuela como asistente de varios cursos y comencé a ganar mi propio dinero, provisionalmente tomé un apartamento en Lourdes, cerca de la línea del tren; provisionalmente salía con alguien que terminaba alejándose por mi falta de compromiso en la relación, cosa que yo atribuía a una pérdida de mi atractivo, lo que habla del punto en que se encontraba mi autoestima, hasta que apareció Marcos, 67
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que fue el hombre que más insistió en querer llegar a tener algo sólido conmigo. Antes de él salí con varios muchachos, todos de mi edad y hasta me aventuré a tener un amante guerrillero como la mayoría de mis amigas que por esa época andaban entusiasmadas participando en actividades de solidaridad con la lucha que se libraba en Nicaragua. San José y sobretodo la universidad, había sido tomada por el entusiasmo de la revolución sandinista. Muchos eran los muchachos que decían venir de la guerra o estar en tránsito hacia el frente de batalla, y en un ambiente pequeñoburgués como el nuestro, eso era digno de nuestra más profunda admiración. En mi apartamento pernoctaron por días o semanas uno que otro de esos guerrilleros, algunos simples vividores que una vez logrado el objetivo de acostarse por unos días con una universitaria tica, terminaban desapareciendo de la misma forma en que habían llegado, no sin antes dejarnos unas cartas cargadas de una retórica antidictatorial y desbordantes de patriotismo, donde plasmaban su decisión de vencer o morir en la lucha contra la dictadura, las cuales nos encargaban enviar a sus familiares. Marcos venía de lo que hoy día se denomina un hogar disfuncional. Su madre, casada dos veces, había procreado tres varones que, cuando tuvieron la edad para volar, dejaron el nido materno sin que nadie les pidiera recapacitar sobre la decisión de irse sin tener un trabajo que les permitiera mantenerse. Nadie les dijo que eran importantes, que significaban algo para alguien y, si no se los dijeron con palabras, mucho menos se los habían demostrado de otra manera. Marcos deseaba revertir aquella 68
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vorágine en que había vivido su familia y ansiaba dar un golpe de timón que le permitiera cambiar la historia, demostrar que era posible ser una persona diferente, a pesar de la vida que hubiera tenido antes y de la carga genética. Físicamente me atraía, intelectualmente también; era un hombre inteligente, serio en su profesión, periodista con un nombre respetado a pesar de su juventud. Una vez mientras cenábamos me comentó que escribía cuentos y poesía; lo hizo en tono de confidencia, como si confesara una perversión. No sé por qué razón no me interesé en el tema, quizá porque apenas nos conocíamos o porque yo tenía mi pensamiento puesto en otra parte, y esa fue la única vez que me habló de ello; tiempo después, ya casados, recordé el asunto y quise que me mostrara los textos, pero no me dio bola; me dijo que eran cosas livianas, que la verdad cuando me lo había dicho el fin era impresionarme, que los textos no valían la pena y nunca más quiso hablar del tema, al menos conmigo. Marcos había optado por la abstinencia al licor y a cualquier clase de droga, por el sufrimiento que le había producido en la niñez y adolescencia ver a sus padres trabajar y disponer lo mínimo para las necesidades del hogar y dilapidar el resto en una fiesta permanente, arrastrando al abismo del vicio incluso a sus dos hermanos. Después de mucho insistir en formalizar una relación conmigo, y luego de hacer un balance de “pros y contras” y decidir que sí lo aceptaría, creí justo contarle todo, decirle que yo podía hacer el intento de quererlo, pero que sí él esperaba de mí esa clase de amor que se vive solo una vez en la vida, no se lo podía dar, porque ya lo había entregado y no ha69
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bía forma de que me lo devolvieran; para él podía tener la amistad, un amor racional adobado de ratos de buen sexo, pero no podía ofrecerle un sentimiento como el que te lleva a sentir que dos es uno. En ese momento de mi vida y para siempre DOS sería la inequívoca suma de uno más uno. Se lo dije con honestidad, con las palabras precisas de quien sabe que todo en la vida es provisional; también le dije que no renunciaba a la posibilidad de que un día cualquiera Julio apareciera de nuevo en mi vida y que entonces las cosas entre ambos podrían cambiar. Él aceptó mis condiciones; yo deseba que no lo hiciera, pero él conocía mejor la naturaleza masculina y sabía que un hombre que llegaba como había llegado y se había ido Julio, nunca regresaría y si regresaba no sería el mismo. Ignoraba que aquella experiencia me había cambiado a mí también y ya no era ni sería nunca la mujer que Julio había conocido. Después de varios meses de andar juntos, Marcos logró un nuevo empleo como jefe de relaciones públicas de un ministerio y nos casamos en una ceremonia familiar y por lo civil, y él se mudó al apartamento que yo alquilaba cerca de la línea del tren en el barrio Lourdes, no muy lejos de donde vivió Julio y donde muchas tardes y madrugadas el estruendo del tren me sorprendió como un nacimiento. Tuve que acostumbrarme a sentir su presencia invadiendo mi espacio tanto físico como emocional, que hasta entonces manejaba a mi antojo, pero él con su madurez y paciencia, fue entendiendo que si quería vivir junto a mí había cosas que nunca podría cambiar, concesiones que debía hacer, como soportar que me levantara 70
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muchas veces durante la noche a orinar o, de repente, con el silbido del tren en la madrugada, saltar de la cama como empujada por la inminencia de un terremoto o un arrebato de amor y quedarme de pie junto a la ventana mirándolo pasar, como sorprendida por un milagro, hasta dejar de escuchar la bocina y el estruendo que produce el metal chocando contra metal, como lo había hecho por primera vez, una lejana madrugada en el apartamento de Julio. A Marcos no le gustaba el barrio donde vivíamos; el ruido del tren le incomodaba y no entendía por qué razón me empeñaba en vivir allí. Poco a poco fui descubriendo en él parte de su personalidad que no conocía y que solo la convivencia puso al descubierto. Marcos miraba mucho la televisión, por ejemplo, a mí ya no me agradaba; lo hacía cuando anduve con Julio y en eso se parecían, a ambos les gustaba jugar con el control remoto del aparato, que por esos días era la novedad tecnológica, buscando algo que no sabían qué era, hasta encontrar una película de esas que mirás una vez y nunca más te la volvés a topar, con actores que nunca verás en otro reparto. Julio decía que aun en las cintas más cajoneras y de guiones predecibles, era posible encontrar algo de magia escondida en los lugares comunes de los diálogos, una frase, a veces un encuadre o un detalle fuera de foco que justificaba la cinta. Yo no entendía eso, a mí el cine, la literatura o la música, me atrapan a la primera mirada, el primer párrafo o la primera frase, pero disfrutaba permanecer junto a Julio, que asumía aquel ejercicio con la disciplina y la seriedad con que preparaba una clase o escribía un artículo para alguna de las revistas con las que 71
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colaboraba. A veces le daba por ver solo los noticiarios y pasábamos horas enteras frente al dolor que nos venía de los lugares más remotos de la tierra, lugares que ni siquiera él, que presumía de su gran conocimiento de la geografía mundial, había escuchado hablar. Recuerdo la tarde de un sábado; pasaban un reportaje sobre la temporada de huracanes que se avecinaba en el Caribe. Las imágenes de archivo nos traían pueblos enteros inundados o destruidos por la acción feroz de aquellos fenómenos ambientales, que dejaban ciudades enteras destruidas, sin agua potable, ni alimentos, los pobladores indefensos, desconcertados y sin el consuelo de tener a alguien a quien culpar. Lejos estaba yo de imaginar que apenas unos meses después, mi alma semejaría un territorio agreste y desolado arrasado por un cataclismo como aquellos que miraba en la televisión. Así me enteré que Marcos era aficionado al fútbol y que le gustaba verlo los domingos por la mañana o los miércoles por la noche en la televisión, pero que disfrutaba más yendo al estadio como lo hacía antes de conocerme, y ahora no asistía sólo porque sabía lo que yo pensaba de ese deporte y en eso como en muchas otras cosas sobre mí, no se equivocaba; realmente el fútbol me parecía patético, poco intelectual, y él poseía el agravante de ser seguidor del equipo Saprissa y se lo dije; me contestó que esas opiniones le tenían sin cuidado, que él no era un intelectual de poses, lo cual era cierto. A pesar de tener criterio propio sobre cualquier tema, nunca lo vería presumir de ello; entonces me dijo: “vos que respetás tanto a Galeano, te voy a decir lo que él opina sobre el fútbol”, y me recitó de memoria: “¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la 72
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devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales”. Utilizar a un autor al que yo admiraba y respetaba tanto, fue un golpe contundente contra mi ligereza. En esa época yo tenía la deformación de considerar algunas actitudes o preferencias como propias de intelectuales y otras no. A partir de aquella discusión decidí no tocar algunos temas con él, como ese del fútbol y otros en los cuales, ahora acepto, él tenía razón, la cual provenía de una visión del mundo menos teórica, más pragmática que la que yo tenía. Tomé la decisión de que cuando él quería ver un partido, yo hacía mi propio plan, visitaba a alguna amiga o me iba a donde mis papás, sin dar pie a una discusión. Entonces no entendía que la tolerancia no se limita al acto formal de respetar la opinión del otro solamente, sino que va más allá: ponerse en su lugar y tratar de entender las razones de éste. Dos años después de casados Marcos me propuso tener un hijo y yo enfrenté una disyuntiva, quizá el escollo más difícil de resolver hasta entonces en la relación. Por un lado tenía claro que si me había casado con él, en algún momento procrear estaría en la agenda; la maternidad no me asustaba por la distorsión de la cotidianidad que representaba, sino porque siempre había creído que esa eventualidad la debería guardar para Julio, y cuando le dije a Marcos que nos diéramos un tiempo más, lo justifiqué en lograr mejores condiciones para ambos y por supuesto para los hijos que pudiéramos tener. Lejos estaba de comprobar que había nacido sin el “chip” que contenía el instinto materno. 73
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Marcos siempre tenía respuestas para todo y eso no dejaba de molestarme. Cuando hablaba de algo era porque ya lo había pensado; si me comentaba que quería cambiar el carro, era porque ya había hecho el presupuesto y ya hasta tenía visto el que adquiriría; si sugería unas vacaciones en la playa era porque ya había escogido el lugar y así en todas las cosas de la vida cotidiana. Yo, que había escogido la autosuficiencia como una norma de la vida diaria, al verme día a día con alguien que de manera tranquila y sin mayores aspavientos daba respuestas a los problemas diarios, realmente me irritaba. Sus respuestas estaban sustentadas siempre en el resultado de la mezcla de teoría y práctica, como buen marxista que era. Marcos me pidió proponerles a mis padres que nos dejaran construir nuestra casa en la propiedad de ellos, lo cual no me hacía mucha gracia. Estar cerca del control familiar no era mi aspiración, pero lo hice pensando principalmente en papá, en lo que disfrutaba cuando estábamos juntos, y por supuesto ellos estuvieron muy complacidos, pues la razón por la cual habían decidido vender la vieja casa de Zapote que mi madre heredó de la abuela y donde nos habíamos criado, y comprar aquella propiedad en San Rafael de Heredia, había sido con la intención de que nosotras construyéramos alguna vez nuestras casas junto a ellos. Marcos, preso perpetuo del método y la planificación, mediante un préstamo que le deducían de su salario, diseñó y construyó la casa y nos fuimos a vivir con mis padres. Dejar aquel apartamento en Lourdes representó para mí una nueva ruptura con Julio. En ese mismo barrio, en su casa, vi una madrugada por primera 74
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vez el tren azul con sus vagones vacíos y oxidados abrirse paso, ruidoso entre las sombras de la madrugada. Nos mudamos y vinieron tiempos donde hice un paréntesis en lo que hasta entonces era mi vida y decidí darme la oportunidad de construir un amor diferente con Marcos. Al año siguiente me embaracé, y la vida en pareja tomó el camino sin sobresaltos de los buenos contratos. Con papá Marcos empataba muy bien; tenían temas en común, autores en común y ambos eran saprissistas. Los domingos, mientras las mujeres conversábamos de cualquier tema y ayudábamos a mamá en la cocina, ellos miraban el partido, rito que papá aderezaba con unos tragos y Marcos con una Coca Cola. Creo que papá miraba a Marcos como el hijo varón que nunca tuvo; juntos cortaban el césped de la propiedad, hacían reparaciones en la casa, tapaban goteras, componían tuberías y los sábados, muy de mañana, iban a la feria del agricultor. Por suerte cuando lo de nosotros se acabó ya papá había muerto, si no, creo que Marcos no se habría ido. Estaba más casado con él que conmigo. La muerte de papá le facilitó la decisión. Desde que nació Pablo, mi primer hijo, Marcos se encargó de todo lo referente a su cuido, con una actitud a veces obsesiva que yo explicaba en sus carencias de infancia, y que él realizaba con gusto. Al principio aquella dedicación no me molestaba en absoluto; por el contrario, mi naturaleza me hacía ver las labores domésticas como algo inevitable que asumía como un confeso la penitencia. Fue en esa época que me busqué un trabajo en la Universidad Nacional como profesora en la Es75
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cuela de Teatro. Nuestra vida iba tomando rumbo hacia el confort, aunque la sensación de premura en mí nunca desapareció, si acaso disminuyó con el primer embarazo y la llegada de mi primer hijo, y luego del segundo. Cuando los niños crecieron y fue necesario llevarlos a la escuela y asumir todas las tareas que ello implica, me vi obligada a adquirir un compromiso mayor que no dejaba de distorsionar mi vida académica, aunque el grueso de las responsabilidades las asumía él, pero no había caso, en la vida siempre tendremos que hacer cosas que no nos gustan. Para entonces la vida en pareja se reducía a compartir un desayuno a la carrera por las mañanas y por la noche casi nunca coincidíamos; cuando llegaba de la U, los niños ya dormían y muchas veces también Marcos. Poco tiempo después murió papá. Fue un golpe duro sobre todo para mamá, a quien le costó mucho tiempo aprender a vivir sin el hombre que la había acompañado por más de cuarenta años. Los nietos vinieron a ser para ella el bálsamo que si no curaba aquella pena, al menos la aliviaba por ratos. Fue después de que papá cumplió el primer año de muerto, que Marcos comenzó a pedirme cada vez más con más frecuencia, que me hiciera cargo de recoger a los a niños por las tardes en el colegio, porque tenía que quedarse tarde trabajando. Asumir aquella tarea me causaba muchas distorsiones en mi agenda, por lo que decidimos contratar un autobús que los trajera a casa, algo a lo que Marcos había estado opuesto siempre, pero que esta vez aceptó sin problemas. Sus llegadas tarde a casa fueron en aumento hasta que llegó el día en que me dijo 76
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que quería el divorcio. Me lo dijo un viernes que llegó de madrugada. Siempre había creído que si alguna vez lo nuestro se acababa sería porque yo lo decidiría. Para entonces casi no pensaba en Julio y podría decirse que me había resignado a la vida que llevaba. No dormí lo que quedaba de la noche y por casa no pasaba ningún tren que iluminara mi ventana, que llenara de ruidos aunque fuera por un rato el espacio que aquella nueva herida, que surgía al lado de aquella que la partida de Julio había arado en mi alma. Estaba claro; al tren de nuestra vida juntos se le había acabado la vía.
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Irma Parecía que todos los años se le habían venido encima de un solo golpe, sin preaviso.
Después de aquella conversación con papá me di a la tarea de prepararme para los exámenes finales de bachillerato. Le conté a mamá lo que me había dicho y ella guardó silencio, como siempre, las decisiones de papá eran de acatamiento obligatorio. Para esa época papá había hecho cambios en su rutina y aquellas salidas esporádicas que hacía alguna noche, enrumbando su auto como quien iba para la capital, se habían hecho más frecuentes y su regreso ya no lo hacía antes de la medianoche y había ocasiones en que regresaba con los primeros gallos, cerciorándose de que al menos Manolo y yo no nos diéramos cuenta. Cuando eso sucedía, mamá pasaba días enteros sin dirigirle la palabra y era un hecho que las cosas entre ellos no transitaban por el camino tranquilo de las relaciones matrimoniales convencionales. Ese estado de cosas sólo era perturbado por las noticias de Fernando; entonces papá era más extenso a 79
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la hora de narrarnos lo que nuestro hermano contaba y se quedaba mirando a mamá como esperando que ella preguntara algo, pero mamá se mantenía más callada que nunca, como si un resentimiento o una afrenta más fuerte que el amor por su hijo le impidiera saber de él. El mes de julio nos sorprendió alborotados con la llegada de Fernando. De nuevo fuimos al aeropuerto y como las veces anteriores, papá devoraba sus ansias caminando de un lado a otro y preguntando a cuanto funcionario encontraba en los pasillos, por la hora de llegada del vuelo en que vendría nuestro hermano, hasta que anunciaron por altoparlantes el arribo de la aeronave y nos dirigimos al balcón para ver el avión tocar tierra, luego según la rutina, encaminarnos a las puertas de salida desde donde divisamos a nuestro hermano ya con los rasgos definidos de su adultez, ataviado con una chaqueta de cuero negro, una maleta de mano y un sombrero de fieltro gris que lo hacía verse como un actor de cine. No cabía la menor duda de que su estancia en Estados Unidos le había servido para refinar sus gustos y moldear su físico, convirtiéndolo en un atleta. Cada vez Fernando se parecía más a papá, solo que simpático y sofisticado. Pasados los saludos de rigor salimos del aeropuerto y como siempre, papá comenzó su interrogatorio sobre sus estudios. Fernando le comunicó que la próxima vez que viniera sería la última que recibirían a un estudiante, pues se graduaría el semestre siguiente. El último año, además de estudiar, había trabajado de asistente de un profesor en varios cursos, lo cual había ocultado a 80
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papá para evitar explicaciones, pues suponía que no lo dejaría. Ahora que estaba a las puertas de su graduación, no había razón para mantener el secreto. Papá, con su mirada fija en la carretera dejó ver una leve sonrisa, como si la confesa desobediencia de Fernando de alguna manera lo agradara. Aquel trabajo le había servido no sólo para ganarse un dinero extra, sino también le abría la posibilidad una vez graduado, de conseguir una plaza como profesor de algunos cursos y hasta poder hacer carrera académica en dicha universidad, claro está si papá no tenía pensada otra cosa. Papá le dijo que ya hablarían del tema con calma. Al igual que en visitas anteriores nos traía presentes, esta vez más caros y abundantes. A papá le trajo un maletín de doctor de cuero labrado, forrado en su interior con pana roja; a mamá y a mí vestidos y abrigos como los que usaban las actrices de las películas que veíamos en el Teatro Apolo, y a Manolo lo llenó de camisas como las que usaban los jóvenes norteamericanos, zapatos “black and white” y vaselina para su pelo. No sabíamos en dónde había aprendido Fernando aquella generosidad. De nuevo, como el año anterior, no paró una noche en casa; salía desde temprano y regresaba entrada la madrugada, pasaba de fiesta en fiesta y papá, como había sido desde el primer año que vino de vacaciones, lo trataba con una permisividad que parecía estar estrenando. Un sábado, después de una visita a casa de mi tía Olga en Tierra Blanca, donde almorzamos en familia y pasamos la tarde, Fernando comunicó a papá que sal81
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dría con sus amigos a una fiesta a San José; papá le dio permiso no sin antes recomendarle que tuvieran mucho cuidado al regreso, pues la pasada por Ochomogo se ponía muy peligrosa por la neblina tan densa que se formaba de noche, a lo que Fernando le respondió que no se preocupara. A las seis de la tarde pasaron sus amigos por él, y no cenó con nosotros para no atrasar a sus compañeros de farra. Como a las siete de la noche escuché el motor del auto de papá y luego el golpe que produjo el portón de la cochera al cerrarse. Las salidas nocturnas de papá eran cada vez más seguidas y predecibles y regresaba a casa entrada la madrugada. Pasada la medianoche me despertó el timbre del teléfono y los pasos de mamá cuando se dirigía a la sala a contestar. Pasaron unos segundos antes de escucharla decir: “no, por Dios, Fernandito no”; entonces me levanté y corrí a la sala, donde la encontré de pie con el auricular en la mano lejos de su oído; le pregunté qué pasaba y no me contestó, tenía la mirada perdida, totalmente ausente. Entonces le quite el teléfono y dije “aló, aló”; al otro lado la voz de tío Enrique me informó que Fernando y sus amigos habían sufrido un accidente muy grave cuando bajaban la cuesta de Ochomogo, de regreso a Cartago y que estaba muy grave en el hospital, que llamara a papá. Corrí hacia el cuarto pero papá no estaba allí, no había regresado aún; volví y le informé que no estaba, me dijo que nos alistáramos, que pasaría por nosotros. Mamá comenzó a llorar; le dije que teníamos que ir al hospital, que tío Enrique vendría para llevarnos, que se cambiara de ropa, la dejé en su habitación 82
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y corrí a despertar a Manolo y a ponerme un vestido. Cuando salimos a la sala mamá esperaba vestida; seguía llorando pero ya había vuelto de su trance. Escuchamos el carro de mi tío que venía acompañado por tía Olga, salimos y nos dirigimos al hospital. De camino nos contó en detalle lo que había pasado. Los muchachos, al llegar a Ochomogo, se encontraron con una niebla tan densa que hizo que el conductor del auto perdiera el control y se saliera de la carretera, rodando por una ladera en cuyo tránsito dos de los chicos salieron expulsados del carro, quedando atrapados dentro del mismo el chofer y Fernando, que lo acompañaba en el asiento delantero. Cuando llegamos al hospital nos informaron que de los cuatro el único que se encontraba grave era mi hermano; sus amigos presentaban quebraduras y heridas pero no de gravedad. Fernando, en cambio, se había fracturado las vértebras cervicales y se encontraba en estado de coma. Tío Enrique le dijo a mamá que iría a buscar a papá; entonces nos sentamos en una salita de espera y tía Olga se dedicó a consolar a mamá. Media hora más tarde llegó papá junto a mi tío, ni siquiera nos alzó a ver y entró directamente adonde tenían a mi hermano. Allí se enteró de que Fernando no estaba en coma sino que se encontraba en estado de muerte neurológica y que respiraba mediante una traqueotomía que le fue practicada en cuanto había ingresado al hospital. En pocas palabras, mi hermano se encontraba atado a la vida mediante una máquina que le proporcionaba el oxígeno necesario para que sus órganos se mantuvieran vivos, pero su cerebro había dejado de funcionar. Papá 83
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reunió en su despacho a un grupo de médicos que, al enterarse del accidente, corrieron al hospital a ponerse a sus órdenes. Después de un rato papá salió y se dirigió de nuevo a la sala donde yacía mi hermano. Yo tuve que ir al baño y de regreso, a través de una ventanilla, puede ver a mi padre que, sentado junto a Fernando, le inyectó algo en el brazo derecho mientras le tomaba el pulso con su mano izquierda. Esperó unos minutos, como dando tiempo a que la inyección hiciera efecto, después colocó sobre su pecho el estetoscopio, desconectó el oxígeno que lo alimentaba, y mirando su reloj de pulsera continuó escuchando lo que yo imaginé eran las débiles palpitaciones de aquel corazón joven que se debió detener antes de que papá retirara el aparato de su pecho. Imaginé el silencio que debió inundar sus oídos. Papá permaneció allí sentado junto a su hijo largos minutos y, mientras decidía unirme a los demás, que se mantenían ignorantes de lo que sucedía allá adentro, vi a papá que con la parsimonia con que tomaba todo en la vida, retiró el estetoscopio del pecho de Fernando, conectó de nuevo el oxígeno y acomodó sobre el pecho la mano de su hijo que aún mantenía sujeta, la que imaginé caliente pero sin vida. No quise ver más y me dirigí a la salita donde esperaba mi madre junto a Manolo y a mis tíos. El hombre que vimos salir de aquel salón no era papá, era otra persona que distaba mucho de aquel cuya seguridad en sí mismo lo hacía moverse en los límites de la arrogancia y la altanería. Parecía que todos los años se le habían venido encima de un solo golpe, sin preaviso. Esa sería la primera vez que vi a papá bajar la cabeza, cuando 84
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se enfrentó a mi madre para decirle: “Fernando acaba de morir”. Lo dijo con voz de confidencia, sin despegar su mirada del piso. Mamá permaneció callada unos segundos; luego como quien regresa de un largo sueño, mientras trataba de atrapar la mirada evasiva de papá que no encontraría nunca más, le dijo: “Oíme bien Fernando, nunca te voy a perdonar en lo que me queda de vida, que mientras Fernandito se moría acá solo, vos estuvieras en la cama de esa puta”. Su voz tenía la fuerza de un rayo, el acero de una daga, y como quien abre un telón, develó ante nosotros la vida paralela que llevaba nuestro padre. Él continuó barriendo el piso con su mirada vacía y después de unos segundos salió de la salita en que nos encontrábamos, cabizbajo como nunca lo habíamos visto, como un general que ha perdido la última batalla de una guerra, rumbo al auto que había dejado estacionado frente del hospital. Tío Enrique nos acompañó hasta el carro, abrió la puerta para que mamá subiera y nosotros nos sentamos en el asiento posterior, en silencio. Papá echó a andar el auto, eran las cinco de la mañana, el rocío de la noche había empañado los vidrios y se escuchaban los primeros gallos de una madrugada que jamás olvidaríamos y que cambiaría para siempre nuestras vidas. Nadie habló durante el corto recorrido del hospital a nuestra casa, papá mantenía la mirada fija en el pavimento; por mi parte habría dado cualquier cosa por conocer los pensamientos que poblaban su cabeza. Mamá, después de unos minutos, comenzó a llorar; era un llanto que no disimulaba el cataclismo que se producía en su alma y no paró de hacerlo en muchos 85
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días. Cuando llegamos a casa, todas mis tías y tíos estaban allí; mamá fue directo a su cuarto y papá a su oficina. Ninguno de los dos salió de su claustro en varios días. Mis tíos se encargaron de todo lo relacionado con el funeral y, por más que insistieron, nadie pudo convencerlos de salir de sus respectivos refugios para asistir al sepelio; Manolo y yo lo hicimos acompañados de nuestras tías y cuando regresamos a casa, ellos seguían allí, cada uno encerrado en su lugar como prisioneros de sus culpas. La familia acordó que se turnarían para cuidarnos mientras papá y mamá decidían salir y continuar con sus vidas. La casa se volvió más silenciosa de lo acostumbrado; mis tías y las empleadas se esforzaban por tratar de sacar de sus habitaciones a nuestros padres, que sólo salían de ellas para asearse, y la comida que les llevaban la retiraban intacta. Mamá fue la primera en abandonar su reclusorio; lo hizo un viernes por la tarde. Ese mismo día, vestida de negro, fue al cementerio a visitar la tumba de Fernando; luego pasó por la iglesia a confesarse y regresó a casa pasadas las siete de la noche. Papá abandonó su retiro una semana después que mamá. Un lunes por la mañana escuchamos de nuevo sus pasos rumbo al baño y cuando nos levantamos lo encontramos en la cocina tomando un café y leyendo el diario como siempre lo hacía. Cuando estuvimos todos sentados a la mesa, mamá dirigiéndose a papá, le dijo: “el domingo, cuando regresé de misa, no quiero encontrarte en esta casa”. La frase tenía la fuerza de la convicción. Acto seguido se levantó y salió de la cocina 86
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donde desayunábamos. Manolo y yo nos quedamos con papá, que ni siquiera separó los ojos del periódico que leía mientras mi madre habló, terminó su café y salió del aposento. Minutos después escuchamos su auto saliendo de la cochera rumbo al hospital. Por la noche cenamos todos juntos como de costumbre, pero en absoluto silencio. La semana transcurrió sin que viéramos a papá en ningún momento alistar sus pertenencias. El sábado papá se levantó muy temprano y cuando Jovita, nuestra empleada, lo encontró en la cocina y le preguntó para dónde iba, le contestó que iría a la finca que compartía con tío Enrique a montear, le pidió que le hiciera unos sándwiches de atún, que eran sus favoritos y que guardó en el bulto de cuero, el cual usaba cuando salía de pesca o de cacería, ciñó a la cintura su revólver y, rifle en mano, se montó en el carro y se marchó. A las cuatro de la tarde llegó tío Enrique a casa; esta vez no habló por teléfono, todo parecía indicar que estaba destinado a ser el portador de las malas noticias en la familia. Papá había llegado a la finca y le había dicho que saldría a cazar; cuando mi tío le propuso acompañarlo le dijo que prefería ir solo, que regresaría al mediodía a almorzar. Al pasar las horas y ver que no regresaba, junto a dos peones fue en su busca; lo divisaron a lo lejos sentado y recostado a un árbol junto al río; lo llamaron pero no les contestó. Se acercaron; al lado tenía el bolso de cuero con los sándwiches de atún intactos y un certero disparo en su sien derecha. Papá siempre había decidido sobre las vidas de todos nosotros, era lógico que también lo hiciera sobre la suya. 87
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Marta Estaba sola, como al comienzo o al final de no sabía qué…
“Él decide por fin vomitar las ideas, ella lo sabe y tranquilamente lo espera. Sin calma planea su fuga este preso, ella no lo mira, no aguanta su aliento. Ya llegó el final, y van a encontrar en su corazón arena de desierto.” Ismael Serrano (Un muerto encierras)
Marcos sentía que con Marta le había tocado viajar en el vagón de cola de la relación, al menos en la construcción emocional de ésta. Desde el inicio había entrado en desventaja, como el jugador que está en el banco de los suplentes y ante la lesión o la expulsión del titular, es llamado a entrar al partido con la responsabilidad de realizar el trabajo que hacía el otro y con la expectativa de superarlo; y como sucede siempre, no sólo en el fútbol, sino también en el juego cotidiano de la vida, él sentía que el entusiasmo y devoción con que se había en89
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tregado a la tarea de conquistar el amor de Marta habían sido insuficientes para llenar el vacío que había dejado en ella la relación con Julio. Las áreas a las que ella le había dado acceso y total libertad de acción eran aquellas que ella desechaba ya fuera porque no le gustaba hacerlas, o porque la naturaleza no la había provisto de los instrumentos necesarios para hacerlas, como las tareas domésticas o las que exigen la dosis del instinto materno, que lleva a una mujer, por más cansada que se encuentre, a pasar la noche en vela al lado de un hijo enfermo. Ella, definitivamente, había nacido con ese gen atrofiado o sin ese “chip”, y por más que lo analizaba con su terapeuta, terminó concluyendo que nunca debió haberse embarcado en la aventura de la maternidad y mucho menos en la de la convivencia con alguien que no fuera Julio; pero desgraciadamente la vida se aprende haciéndola y, a diferencia de los dioses que “corrigen sus errores con milagros”, como dice un verso del poeta Boccanera, a ella sólo le quedaba hacer frente a los suyos con los recursos mentales que poseía y sentía que la posibilidad de corrección se le había ido e intentarlo resultaba tan inútil como pretender enderezar una rama de guayabo. Marcos, impulsado por lo que ella llegó a considerar una manifestación de misoginia solapada, se había hecho cargo de todas las tareas que una madre se supone debería realizar, como asistir a las actividades de sus hijos en la escuela, a las audiciones que ambos hicieron para la sinfónica infantil (con el resultado común de no aplicar para el aprendizaje de ningún instrumento), a las clases de karate o a las escuelas de fútbol, con la misma disci90
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plina con la que asumía las tareas propias de su trabajo, que muchas veces rayaba en el límite de la obsesión. Cuando leyó el libro de Susan Forward Cuando el amor es odio: Hombres que odian a las mujeres y mujeres que siguen amándolos, en el cual Marta descubrió en toda su extensión el término “misoginia”, comenzó a pensar que la actitud de Marcos, al relevarla de las tareas domésticas y de crianza de los hijos, que en principio ella valoraba, lejos de representar una actitud acorde con el rol que los varones deberían asumir en las nuevas relaciones, era más bien la forma en que él consumaba la venganza a su falta de atención en la relación y por tanto, una forma de agresión solapada que ante el entorno lo hacía ver como el super marido, cuando en realidad no era más que un sociópata que había sofisticado sus instrumentos de tortura. Entonces se dio a la tarea de investigar todo lo que pudo sobre el tema, hasta convertirse en toda una entendida en las causas de aquel comportamiento y las distintas formas de manifestación. Acumuló un sinnúmero de tests, que mediante preguntas inocentes y de manera velada, hacía a Marcos cada vez que podía. Su búsqueda la llevó a concluir que Marcos era un misógino que había aprovechado sus debilidades para ejercer un control absoluto sobre las áreas formales de la relación, lo cual le deparaba a él una legitimación ante el entorno, a la vez que la relegaba en su rol de madre y de mujer. Armada de toda la teoría sobre el tema decidió hablar con él. Lo hizo una noche cuando éste regresó del trabajo, mientras cenaban. Como siempre, habló desde la autoridad que le daba el manejo del tema, producto de largas horas 91
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de navegación en la red, ingresando a cuanta página se le desplegó cuando introdujo la palabra “misoginia” en la ventanita que el sitio google dispone para las búsquedas. Como si dictara una clase, inició un recorrido que no dejó por fuera un solo año de convivencia, ilustrando con ejemplos concretos lo que a su manera de ver, era la forma en que sostenidamente él la había violentado, al negarle su derecho a tomar decisiones en áreas fundamentales de la mecánica cotidiana de la vida familiar. Marcos terminó de cenar y, como había aprendido desde los primeros meses de convivencia junto a ella, guardó silencio y esperó a que terminara su diatriba. Cuando ella guardó silencio y tomó la pose de quien cree que, antes que una respuesta merece una disculpa, Marcos dijo lo que pensaba. Marta recordaría aquella conversación como la vez que terminó de conocer íntegramente a su marido. Lo miró frotarse las manos, como impidiendo que ellas hablaran por él, siguiendo el consejo tantas veces escuchado de contar hasta diez antes de abrir la boca y decir cosas de las que luego se arrepentiría. Comenzó hablando en forma tranquila, lo que no impidió que ella notara el advenimiento de un brillo que nunca antes había percibido en sus ojos, como si le hubiera pedido prestada la mirada al diablo, confirmándole lo que ella creía haber descubierto en la conducta. Su discurso no fue tan largo ni poblado de ejemplos como el de ella y su tono no evidenciaba afán alguno de descargo, sino quizá, el que ella jamás siquiera hubiera imaginado, es decir, abrir la compuerta a sus propios reclamos; “ahora resulta que yo soy un misógino”, dijo, “y vos una víctima de agresión 92
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psicológica, porque no te dejé llevar los chiquitos a las escuelas de fútbol los sábados en las mañanas mientras vos te quedabas durmiendo, o por llevarlos al kinder o la escuela porque vos no podías por tus horarios, o por prepararles las meriendas o salir corriendo cuando alguno se enfermó y decidí no comunicártelo porque daba igual, no podías a ir a recogerlos”. Al llegar a este punto Marcos era otro; estaba tan alterado como nunca Marta lo había visto, su mirada era una hoguera y ella se atemorizó tanto que se levantó del asiento donde había permanecido durante la conversación, con el pretexto de servirse un vaso con agua y aprovechó para quedarse de pie y cerca de la puerta que daba al patio. Marcos respiró profundamente y regresó sobre el tema; “¿sabés qué? me cago en toda tu teoría feminista desfasada, no me vengás con estas mierdas para justificar tu total ausencia, no solo en la vida mía, que es secundario, sino en la de tus hijos. Lo que pasa con vos es que te das cuenta que has estado fuera cuando ya es tarde y venís a querer espiar tus culpas echando la mierda sobre mí, cuando vos fuiste la que decidió no participar en nada y seguir alimentando la utopía de tu amor perdido. Yo nunca te impedí nada, ni siquiera que te fueras detrás de él en el momento que hubieras querido”. Marta escuchó la última frase y no pudo contener las lágrimas, mientras Marcos continuaba hablando como quien repite un guión muchas veces ensayado, “lo que pasa con vos es que has vivido alimentando un imposible, algo que cualquiera medianamente sensato sabe que no tenía futuro, solo vos, y en eso te perdiste la vida que te ofrecíamos nosotros, tu familia, vos me impediste 93
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amarte”, dijo con una voz que no disimulaba los puñales que la desangraban. Marta lo miró en el momento en que clavaba su mirada en el laberinto cuadriculado del mantel, antes de levantarse y perderse en el zaguán que conducía al dormitorio. Ella continuó un rato más apoyada en el mueble del fregadero con el vaso con agua en la mano, que había utilizado como escudo ante la posible agresión de su marido. Afuera los perros ladraron como lo hacían cada vez que algún auto pasaba por las calles aledañas a la propiedad, o cuando se abría el portón porque alguna de sus hermanas o sus maridos ingresaban, y a diferencia de Scarlet O´Hara, que en la escena final de la película Lo que el viento se llevó piensa que la aurora le traería un día mejor, ella consideró que nunca su futuro estaría más confuso que después de aquella noche. Estaba sola, como al comienzo o al final de no sabía qué, como un felpudo frente a una puerta que no sabía adónde la conducía, recogiendo las arenas que agrandaban las dunas de su desierto.
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Marta Con Marta cualquier tema, por trivial que fuera, terminaba tomando un tinte intelectual que a él le cansaba, porque lo obligaba a un ejercicio mental permanente, como quien debe estar siempre preparado para una evaluación.
Marcos había encontrado una muchacha diez años menor que él, con la que había comenzado a salir hacía algún tiempo; eso fue antes de que se empezaran a dar sus llegadas tarde a casa. Ella era una mujer que no tenía en la cabeza los rollos que atormentan a las mujeres intelectuales que pasan de los treinta y tantos años, y que encontró en Marcos al hombre maduro que le podía dar la vida que ella buscaba y la que él, en el fondo, había querido construir junto a Marta. Aunque debía reconocer que nunca sintió la afrenta de la comparación, era un hecho que él jamás pudo llenar el vacío que Julio había dejado en el corazón de ella. Lo que comenzó como una simple empatía, con el tiempo se fue convirtiendo en una necesidad de compañía que los llevó, a los pocos meses de conocerse, a 95
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acostarse y Marcos, que no había tenido en los años de casado ni siquiera el mal pensamiento de un desliz, comenzó a sentir un revoltijo de sentimientos encontrados hacia aquellas dos mujeres y las expectativas de vida con ambas; entonces su cerebro comenzó a hacer el odioso pero siempre realista ejercicio de la comparación. Con Mariela él había ingresado en igualdad de condiciones, o mejor aún, teniendo el control de las riendas emocionales de la relación; y aunque ella venía de una relación de noviazgo de cuatro años con un muchacho de su edad, no era una mujer dada a intelectualizar sobre esos temas y más bien miraba aquella ruptura como el proceso natural, en la búsqueda de la pareja idónea con quien compartir una vida tranquila. El hecho de que él fuera casado y ella proviniera de una típica familia de formación católica, no representaba obstáculos para establecer con él una relación, lo que hablaba de su forma pragmática de ver la vida. Ambos buscaban lo mismo, es decir, alguien con quien compartir no sólo la cama y la mesa. Ella quería un hombre que le pusiera mensajes en su celular diciéndole que la quería, que la deseaba, que llenara su correo electrónico de presentaciones en power point con pensamientos positivos para enfrentar el día a día, y aunque no era saprissista, eso no le impedía compartir con él frente al televisor el partido del domingo y no tenía problema alguno para ponerse “la camisa roja de los ticos” y salir a la calle y a los bares a festejar el triunfo de la “sele”. Al igual que a él, le gustaba hacer zapping con el control remoto hasta quedar rendida, o hacer el amor y luego comer un arroz cantonés en la cama a un solo plato y dos tene96
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dores, acompañado de una fanta uva. No le incomodaba que él continuara viendo tele con el volumen normal, o leyendo con la luz de la lámpara de noche iluminando la cama entera, en esas noches sin fondo cuando a Marcos se le pasaban, como él decía, los quince minutos críticos en que el sueño lo doblegaba, entre las diez y media y las once de la noche, y que si lo lograba sortear, podía pasar la noche entera en vela. A ella esas cosas no le hacían problema; se podía dormir con la tele encendida o con la luz pegándole en la cara, porque también le gustaba que su primer sueño la sorprendiera con su cara sobre el pecho de Marcos, sintiendo la marcha lenta, acompasada, propia de un corazón cuyo dueño posee una presión arterial baja, y había más, a ella sí le pareció interesante que él escribiera versos e insistió tanto en leerlos que Marcos terminó poniendo en sus manos un manojo de páginas amarillentas que contenía los versos que había escrito desde que tenía quince años. Además de esas cosas que hacían juntos y que llenaban las horas de los fines de semana, en ella encontró Marcos alguien con quien podía salir a cenar al menos una vez cada dos semanas, o cuantas el presupuesto les permitía, y conversar sobre cualquier cosa, desde la guerra en el Líbano hasta aspectos de la política doméstica como la conveniencia o no del plan fiscal que se discutía en el congreso, o la enfermedad de Fidel Castro. Todo lo que él siempre quiso hacer junto a Marta, pero que no había podido realizar. Con Marta cualquier tema, por trivial que fuera, terminaba tomando un tinte intelectual que a él le cansaba, porque lo obligaba a un ejercicio 97
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mental permanente, como quien debe estar siempre preparado para una evaluación. Quizá por eso la relación con Mariela, donde no debía esforzarse para mantener una comunicación horizontal y donde los temas de conversación podían versar sobre las cosas más triviales y cotidianas del mundo, hasta temas más complejos, y donde la contraparte se sentía bien con que él fuera el que asumiera la responsabilidad de tomar las decisiones por ambos, como decidir qué hacer el domingo, qué película ver, sin que lo tomara como una imposición, le hizo pensar a Marcos que había encontrado el lugar que tanto había buscado y que, con tanto esfuerzo, trató de construir con Marta durante los años que vivió junto a ella. Eran muchas las cosas que compartían y con las que llenaban su cotidianidad, sin pasarlas por el tamiz de la intelectualidad como lo hacía Marta, y constituían los ladrillos con los que levantaban día a día, el edificio modesto de su felicidad.
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Irma “Si tú me dices ven... /Lo dejo todo...”
Después de las muertes de Fernando y de papá, mamá nos dejó ver su verdadero carácter, una personalidad que había estado dormida mientras estuvo casada con papá y de la que solo en dos oportunidades pudimos ver rasgos de ella; la primera vez fue la madrugada que murió Fernando, y ella le escupió en la cara a papá la responsabilidad de su muerte; la segunda fue la mañana que, delante de nosotros, mientras desayunábamos en silencio y papá leía el periódico, ella le dijo que deseaba que se fuera de la casa. Sin embargo, los dos episodios se podían interpretar más como la reacción natural ante el dolor producido por la muerte prematura de su hijo mayor, que la fiel manifestación de un carácter fuerte y decidido, y así lo habíamos entendido, pues nunca antes durante los años que la familia estuvo junta, mamá se había atrevido a cuestionar ni una sola de las órdenes que papá daba, aun cuando fueran las cosas más insignificantes. Pero aquellas tragedias que enlutaron a la 99
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familia y que fueron motivo de comentarios en todos los ambientes del Cartago de la época, proveyeron a mamá de la fuerza y la decisión de ser ella misma, y así lo hizo desde el día que entró en el aposento que papá tenía como despacho en casa y donde nadie osaba entrar, a no ser que él mismo nos enviara en busca de algo que necesitaba y no deseaba hacerlo personalmente, a veces eran sus anteojos para leer o dejar allí su maletín de doctor, un lugar que mamá menos que nosotros visitaba, si acaso alguna vez entraba a servirle una taza de café o a avisarle que alguien lo llamaba por teléfono. Ese día entró y sentada en la silla de papá, armada con los lentes que usaba para bordar, revisó una a una las gavetas del escritorio de papá, uno a uno los sobres amarillos en que guardaba sus cosas personales y, con un basurero al lado, fue desechando lo que le parecía intrascendente, hasta que encontró un viejo portafolio negro que contenían las escrituras de las propiedades que mi padre poseía. Éstas eran en su mayoría locales comerciales que ocupaban tiendas en los alrededores del mercado, la escritura de la finca que tenía en sociedad con mi tío Enrique, su cuñado, el esposo de tía Olga, su hermana. Mamá se enteraría hasta entonces de que papá era dueño de varias casas, en total cinco, de las cuales cuatro, al igual que los seis locales comerciales, estaban alquilados y quienes los ocupaban se mantenían al día en los pagos, control que llevaba en una contabilidad rudimentaria en un cuaderno de tapas negras donde se encontraban pegados con grapas las copias de los recibos de dinero. Había una quinta casa de la cual no había registro de alquiler 100
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alguno y que, a diferencia de las otras, estaba situada en el barrio El Molino en las afueras de la ciudad y que mamá debió adivinar quién sería la persona que la habitaba. Junto a aquellas pertenencias, mamá descubrió también los comprobantes de banco que lo acreditaban como inversor en bonos a corto y largo plazo de importantes sumas de dinero. Papá era un hombre rico, con un capital lo suficientemente grande como para poder vivir sin trabajar y darse una vida holgada sin tener que preocuparse, una fortuna de la que nadie en la familia tenía el menor conocimiento. Todo lo que sabíamos era que vivíamos de su sueldo como director del Hospital y de lo que generaba la finca que poseía en sociedad con tío Enrique. Mamá también descubrió el testamento de papá, donde enumeraba cada una de sus pertenencias, desde los locales comerciales, las casas de habitación, los números de los bonos que poseía en el banco y de su cuenta bancaria personal. En el documento nombraba a tío Enrique como albacea de sus bienes, depositando en él la responsabilidad de tomar las decisiones que fueran necesarias. Había una cláusula en la que solicitaba que, de morir sin tener oportunidad de cambiar el testamento, como sucedió, la propiedad de la que era dueño en el barrio El Molino, fuera traspasada a la persona que la habitaba. Mamá, con aquellos documentos en mano, se reunió con tío Enrique en nuestra casa una tarde en que se encerraron en el despacho de papá, mientras tía Olga nos preparaba en la cocina bizcochos de maíz y queso. Días después, en la oficina del licenciado Vega y mediante do101
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cumento legal, tío Enrique hizo traspaso a mamá de sus potestades, quedando ella autorizada para disponer de los bienes de mi padre. Entonces mamá nos reunió a Manolo y a mí una noche después de la cena y nos comunicó su decisión de vender la casa que hasta entonces habitábamos y mudarnos a la capital. Fue extensa en detalles de cuánto habíamos heredado, nos dijo que en adelante ella nos daría la vida que él en su tacañería nos había negado. Al poco tiempo compró una hermosa casa a una pareja de gringos pensionados que decidieron regresar a su país. Fue así como mamá decidió dejar Cartago, la ciudad donde había nacido y donde posiblemente creyó que moriría, con la mira fija en olvidar lo que los años de matrimonio junto a papá habían representado en su vida y comenzar de nuevo, lejos de todo lo que le pudiera recordar el dolor que había traído a su vida la muerte de Fernando. Vendió el carro de papá, muchas de sus cosas personales se las dio a tío Enrique y las que él no quiso, como su ropa y sus libros,las donó a la iglesia. La casa la puso en venta con todos los muebles dentro; solo sacamos nuestra ropa y las cosas que Manolo y yo quisimos conservar. Nos vinimos a vivir a la capital y yo pude realizar sin problemas el sueño de estudiar educación en la Escuela Normal Superior. Mamá sufrió una metamorfosis que le inyectó de nuevo la energía que necesitaba para continuar con su vida, ahora sin papá y tratando de llenar con nuevas experiencias, el gran vacío que había dejado en su vida, como en las nuestras, la muerte de Fernando. Instalados en la nueva casa, mamá se dedicó a realizar todas aquellas cosas que siempre había deseado 102
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hacer pero que papá le había impedido. Se suscribió a cuanta revista se le ocurrió, desde las que reseñaban las tendencias de la moda hasta aquellas que informaban sobre la vida de artistas famosos. La nueva casa era el reflejo de una nueva vida. Mamá pronto se hizo de amigas que la visitaban a jugar cartas o tomar café por las tardes, ingresó al club de leones y las damas leonas se reunían en nuestra casa, ocasiones que aprovechaba para lucir las prendas que ella misma se confeccionaba con los modelos de moda que extraía de patrones que contenían los “figurines”, como ella les llamaba, y que mandaba a pedir o adquiría en La Casa de las Revistas de don Eleazar Calvo en la Avenida Central. Yo me matriculé en la Normal Superior y Manolo terminó su bachillerato en el Liceo de Costa Rica; cuando se graduó mamá le sugirió matricularse en la universidad, pero él lo que deseaba era dedicarse a reparar electrodomésticos, aprovechando el don de la curiosidad del que le había provisto la naturaleza. Entonces mamá le proveyó del dinero suficiente para que se suscribiera a cuanto curso quiso de los que ofrecía la Hemphill School y que le llegaban por correo semanalmente. Con aquellas herramientas, Manolo se montó un taller de reparaciones que funcionó en la vieja bodega que tenía la casa, pero a él la capital nunca le sentó, de manera que dos años más tarde, cuando mamá nos comunicó de los bienes que heredaríamos, Manolo le pidió permiso para venderle su parte de la finca a tío Enrique y con ese dinero se estableció en Cartago. Tiempo después se casó con Adilia, la hija del capataz de tío Enrique, y formaron un 103
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hogar que transitó por los caminos sin piedras de un matrimonio cimentado en el amor, que no les alcanzó para que la naturaleza o la providencia los dotara de familia, al igual que tío enrique y tía Olga, y fueron desde siempre los tíos simpáticos y cariñosos cuya visita mis hijas esperaban, por su gran capacidad para hacerlas felices los días que venían a quedarse con nosotros. Mamá, con sus nuevas amistades, se dedicó a viajar a cuanto lugar quiso conocer, desde Nueva York hasta Tierra Santa pasando por el Amazonas, Egipto, España, Grecia, El Vaticano, lugares desde donde nos enviaba postales. Descubrió que viajar era lo que siempre había deseado hacer y, poco a poco, comenzó a deshacerse de las propiedades que tantos años de vida austera le habían costado a mi papá. La vez que tío Enrique, siempre respetuoso de sus decisiones, le advirtió sobre el peligro de quedar en la ruina, con el pragmatismo que la caracterizó desde de la muerte papá, le contestó: “solo me doy la vida que me merecía y que Fernando siempre me negó”. Tío Enrique nunca más le habló del tema y mamá se fue deshaciendo de aquellos bienes, al punto de que cuando la muerte la sorprendió una mañana en el Hospital San Juan de Dios, adonde la llevamos después de que sufriera un infarto, el único bien que le quedaba a la familia era la casa que habitábamos y que había dispuesto que sería mía cuando ella faltara. Yo mantuve mi norte en el estudio y me dediqué por entero a ello; me levantaba muy temprano y tomaba el autobús de las cinco y media todas las mañanas para estar en Heredia a las siete cuando iniciaban las leccio104
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nes y regresaba a casa entrada la tarde o a veces de noche. Mamá casi nunca estaba en casa. Comencé a vivir la libertad necesaria para realizarme en lo que quería, aprovechando que mamá invertía su tiempo tratando de recuperar los años perdidos junto a papá. En mi segundo año en la Normal conocí a Miguel; él era el tercero de cinco hermanos de una familia campesina poseedora de una pequeña finca de café que trabajaban sus hermanos varones junto a su padre. Al igual que yo había decidido estudiar educación, y aunque su familia no se lo impidió, tampoco tenían los medios económicos para ayudarlo. Miguel combinaba sus estudios con un empleo de escribiente en la oficina de un prominente abogado de la ciudad de Heredia, adonde iba por las tardes o las mañanas, dependiendo del horario en la Normal, a pasar a mano las escrituras en los protocolos. Con el poco dinero que obtenía de su trabajo costeaba los pasajes del autobús y los libros. Era un muchacho alegre y optimista a pesar de sus carencias y muy inquieto intelectualmente, siempre andaba leyendo algún libro que no estaba dentro de las lecturas obligatorias de la escuela y escribía artículos que publicaba a veces en el El Diario de Costa Rica, siempre sobre temas que tenían que ver con la situación de pobreza de la gente, o la precaria legislación laboral del país. Cuando lo conocí me contó que era miembro del Partido Comunista y eso a mí me asustó; la fama de los comunistas era la de gente que quería desestabilizar el país y sembrar el caos; él siempre condescendiente, me explicaba las cosas, me hablaba de cómo los cambios que se estaban dando en el país 105
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en materia de garantías sociales, el Código de Trabajo y los beneficios surgidos del gobierno de turno encabezado por el doctor Calderón Guardia, habían sido el resultado de la alianza del Partido Republicano con los comunistas. A los pocos meses de conocernos y tratarnos me propuso que fuera su novia. Miguel y yo nos graduamos el mismo año y decidimos casarnos. Fue una ceremonia muy modesta y por lo civil, a pesar de que mamá insistió en una boda más vistosa, pero Miguel, con su don de convencimiento, la persuadió de que guardara ese dinero que iba a gastar en la fiesta y lo dispusiera para otras cosas. Nos vinimos a vivir con mamá; la casa era lo suficientemente grande para vivir todos juntos, máxime que ella paraba poco en casa, era la época en que se la pasaba de viaje en viaje. Comenzamos a trabajar en docencia, Miguel en el liceo de Costa Rica, donde impartía Estudios Sociales, y yo en el de Señoritas como profesora de matemática. Salíamos por las mañanas y regresábamos juntos por las tardes. Corría la década del cuarenta y se terminó el gobierno del doctor Calderón Guardia; Miguel cada vez estaba más involucrado en el Partido Comunista. Por las noches salía a reuniones, éstas se realizaban en nuestra casa donde siempre había gente, amigos de Miguel por lo general. Así conocí a Rafael, un joven que estudiaba derecho en México y que cada año venía de vacaciones, en una fiesta de las muchas que organizaba Miguel en casa y adonde llegaba mucha gente relacionada con la política y de las cuales muy pocas veces yo participaba a pesar de su insistencia, pero casi siempre terminaba yéndome a dormir 106
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temprano, mientras ellos se quedaban hablando, discutiendo y tomando tragos hasta entrada la madrugada. Una sola vez vi a Rafael por aquellos tiempos, luego vinieron años duros, cuando las cosas en el país se pusieron difíciles, vino la guerra civil del 48 y muchos de los amigos de Miguel y él mismo comenzaron a ser objeto de persecución. A ambos nos despidieron del Magisterio debido a la filiación política de él, y hasta hubo un tiempo en que debió esconderse en la finca de tío Enrique. Muchos de sus compañeros de Partido fueron llevados a la cárcel, el Partido Comunista fue proscrito, y los que tuvieron más suerte se fueron del país. A los que nos quedamos porque no teníamos adónde ir, como Miguel y yo, nos fue vedado el derecho a trabajar en la docencia. Esa fue una época en la que prácticamente vivimos a expensas de mamá, que siempre nos apoyó y nunca reprochó a Miguel la suerte que estábamos pasando. Un año después vino la muerte repentina de mamá y nos enteramos que de la fortuna de papá solo quedaba la casa que ella me había heredado. Todo se había ido en los viajes o en los gustos que ella se había dado cuando nos vinimos a vivir a San José. Los días eran difíciles y Miguel debió trabajar en lo que apareciera, menos en lo que se había preparado, es decir la enseñanza. Por esos días reapareció Rafael ya graduado. Trabajaba en el bufete de su papá, un abogado de renombre. Comenzó de nuevo a frecuentar nuestra casa, llegaba casi siempre por las noches cuando Miguel volvía de sus inestables trabajos y pasaban largas horas hablando de muchos temas, donde la política nunca faltaba. Rafael era un hombre de mo107
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dales y gustos refinados; de alguna manera me recordaba a mi hermano Fernando, nunca alzaba la voz a pesar de la vehemencia de sus comentarios, siempre venía con una bolsa de golosinas para las niñas y alguna cosa para comer mientras tomaban tragos él y Miguel. Conmigo casi no conversaba, pero no pocas veces lo sorprendía mirándome cuando Miguel se iba a buscar algo. A veces aparecía los domingos a invitarnos a salir de paseo en su auto y nos llevaba a algún lugar a almorzar. A Miguel el gesto lo ponía incómodo, pues el poco dinero que conseguía apenas alcanzaba para las necesidades de la casa, pero Rafa en su generosidad, le decía que para eso eran los amigos. Otros días llegaba sin avisar, antes que Miguel volviera del trabajo; entonces hablábamos él y yo. Me contaba de su estancia en México, de su familia y cuando una vez le pregunté por qué seguía soltero, me dijo que sólo se casaría si llegaba a conocer una mujer como yo. La confidencia me halagó, pero también me asustó. Yo tenía un matrimonio feliz con Miguel y así quería que fuera siempre. Poco a poco empecé a ser parte de aquella amistad que comenzó con Miguel y más de una vez me sorprendí pensando en Rafael, sobre todo cuando Miguel tomó un empleo como contador en una empresa estibadora en Limón y venía cada quince días y nosotras nos quedamos acá solas. Rafa venía a acompañarnos y los días se hacían menos pesados. La pasábamos muy bien junto a él y Miguel le agradecía que nos visitara mientras él estaba fuera. Aparecía cualquier día y nos llevaba a pasear en su auto. Muchas veces nos llevó al balneario de Ojo de Agua, de donde las chiquillas 108
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regresaban exhaustas por el largo día metidas en las piscinas. Rafael comenzó a llenar el espacio que Miguel dejaba mientras estaba fuera trabajando y su presencia cada vez me hacía más falta, lo cual me produjo una gran preocupación. Un poco más de un año duró aquello, y digo aquello porque no logro ponerle un nombre o me da miedo ponérselo, hasta un fin de semana que vino Miguel y las chiquillas comenzaron como siempre a relatarle el último paseo a Ojo de Agua con Rafael. Estábamos desayunando y mientras ellas narraban sus experiencias en el balneario, Miguel en tono serio dijo: “Rafael no va a volver a esta casa”; ninguna de las tres dijimos nada. El resto del día Miguel se la pasó leyendo o durmiendo y casi no hablamos. Por la noche, después de la cena, cuando las niñas se fueron a la cama y quedamos solos en la cocina, en el momento en que se dirigía al dormitorio, de espaldas a donde yo me encontraba, me dijo: “creo que lo mejor para todos es que Rafael no vuelva por acá”. Me lo dijo sin mirarme a la cara, en un tono que no disimulaba la vergüenza que le producía la solicitud. Yo me quedé un rato sola en la cocina, aparentado poner orden en lo ya ordenado y cuando me fui a la cama Miguel ya dormía. Aquel incidente coincidió con una llamada de Rafael dos días después para decirme que pasaría a verme, que tenía algo que contarme; imaginé que Miguel había hablado con él y sentía una pena muy grande, quedó de pasar esa misma tarde por casa. Vino y tomamos café en la cocina, me contó que le habían ofrecido un puesto en la embajada de Costa Rica en México y que había aceptado, que viajaría el fin de 109
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semana, que aquella oferta le evitaría cometer errores que podían causar mucho daño; me lo dijo mientras tomaba mi mano de manera suave como solo él lo hacía, un gesto que decía tanto sin necesidad de hablar. Me pidió que le guardara los protocolos y que algún día volvería por ellos. Esa fue la única promesa que no cumplió. Un día antes de partir a México vino y me los dejó; esa vez no quiso entrar a la casa, yo tampoco le pedí que lo hiciera. En el portón del corredor se los recibí y lo vi alejarse despacio, como el que no quiere irse. Aún después de que dejé de escuchar el motor de su auto, estuve un rato de pie apoyada en el pasamanos de la baranda, con aquellos libros gruesos de pasta negra que tenían grabado en letras doradas su nombre. Las niñas jugaban afuera y el sonido de la radio llenaba la casa; la voz de Lucho Navarro juraba desde la orilla cruel del desamor “Si tú me dices ven... /Lo dejo todo. /Si tú me dices ven, / Será todo para ti... /Mis momentos más ocultos, / también te los daré, /Mis secretos que son pocos, / serán tuyos también, / Si tú me dices ven, todo cambiará. / Si tú me dices ven, habrá felicidad / Si tú me dices ven, / Si tú me dices ven...” Yo tenía un mes de embarazo de Gabrielita. Entré en la casa y fui directamente al baño, donde estuve vomitando por mucho rato, una molestia que ninguno de los anteriores embarazos me había producido.
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Marta Hasta entonces comprendí cuánta luz es posible hallar en el hueco oscuro de la noche.
Marcos se fue de la casa y por primera vez en mucho tiempo sentí que ponía los pies sobre la tierra. Al mismo tiempo que iniciaba la elaboración del luto de mi separación, consideré que era el momento de disminuir el paso de aquella carrera absurda que había iniciado tantos años atrás, cuando Julio se fue. Marcos vino por sus cosas personales y no quise estar en casa, de todas formas, aunque hubiera querido estar allí, el trabajo me lo impedía. No me hubiera gustado verlo abandonar la casa que había diseñado y construido, que tanto representaba para él. Si dejaba aquello era porque había encontrado algo más importante para su vida, así lo pensé y de alguna forma lo tomé como su venganza a mi apatía, a mi desinterés. Me costó aceptar que la fuerza de la costumbre de vivir junto a Marcos, aun cuando sabía que lo nuestro no 111
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había sido amor verdadero, me estuviera doliendo como me dolía. No era un dolor como el que me produjo la ruptura con Julio, pero dolía; de otro modo, pero dolía. Eran muchas las cosas que habíamos vivido juntos a pesar de la distancia emocional. Él había llenado de rutinas la cotidianidad de mi vida, había establecido un orden que hacía posible la marcha armoniosa de la diaria convivencia. Los hijos lo extrañaban mucho y pasaban todo el día diciéndome que querían verlo, aunque hablaran por teléfono con él muchas veces al día. Ahora, además de cargar con el fardo de mi fracaso matrimonial, tenía que lidiar con ellos por las mañanas, planificarles las actividades extracolegiales, tareas que terminaban enredándome como nunca antes lo había estado, lo cual hacía que llegara a la noche prácticamente hecha polvo. Me vi de pronto con treinta y ocho años en un mundo que desecha a la gente que llega a esa edad, y ni siquiera podía decir que estaba en la línea de salida de nuevo, porque no era así, sino a mitad de la competencia y sin las fuerzas ni el ánimo para continuar en ella. Me deprimí. Pero esta vez no caí en el vacío que me produjo el abandono de Julio, sino que fue una cosa distinta: me sentía triste, apenada, me autoflagelaba con sentimientos de culpa pero, sobre todo, me invadía la frustración; comencé a sentirme poco atractiva, incapaz de producir interés en nadie. Desde que me casé con Marcos me dediqué a la docencia y había llenado la agenda diaria de actividades que a la postre la única utilidad real que me proporcionaba, era alejarme de la relación emocional con Marcos, mantenerme alejada de 112
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la posibilidad de enamorarme de él. Como a cualquier persona abandonada por su pareja, el golpe más fuerte lo recibí en mi amor propio. Todo lo aprendido sobre la forma en que estructuran los hombres los sentimientos, lo había usado para ejecutar mi “suicidio marital”, nunca para tratar de entender lo que había pasado en mi relación con Julio y de eso me vine a dar cuenta cuando comencé a sentir el vacío que dejó Marcos en todas las esferas de mi vida formal. Llegar a casa después del trabajo y dedicarme a hacer las cosas que la empleada no hacía por falta de tiempo, porque no le daba la gana hacerlas o porque no creyó que fueran necesarias, comenzó a pesarme, pero lo que más resentía era sentirme huérfana de sus pasos, de su voz, de su presencia en la cocina, y el colmo, extrañaba hasta el ruido que hacía al orinar antes de acostarse. Como en los tiempos en que se fue Julio, el insomnio comenzó a colarse en mi cama todas las noches; al principio trataba de vencerlo mediante la lectura, pero llegó el día en que tuve que recurrir a los somníferos. A veces hasta duplicaba la dosis, dormía bien pero amanecía como idiotizada, lenta; mis hermanas venían a visitarme pero yo no quería la compasión de nadie. Después de un tiempo de reclusión decidí volver a salir, relacionarme con la gente que había dejado de ver hacía mucho tiempo. Cuando comencé a trabajar en la Universidad Nacional, alternaba la docencia con el trabajo de dirección de obras con los estudiantes avanzados de la carrera, y algunas veces actuaba invitada por alguna entidad adscrita al Ministerio de Cultura, pero en los últimos años, esa actividad había ido disminuyendo al 113
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punto que hacía por lo menos dos años que no dirigía, y un poco más de no actuar, o sea, estaba fuera del circuito, y si esto era así en lo laboral, en lo relacionado con mi vida personal hacía muchísimo tiempo que no alternaba con amigos, ni frecuentaba lugares donde llegaba gente relacionada con el ambiente artístico. El divorcio lo firmé en mi oficina, como si firmara cualquier trámite burocrático. Una mañana se apersonó el abogado contratado por Marcos, con el protocolo que contenía el original del documento que semanas atrás había recibido por fax, el cual, luego de leer, había archivado en la papelera que contenía mis trámites pendientes. A nadie le conté que ya ni siquiera de manera legal estaba unida a Marcos, y aunque sabía que aquel trámite no era nada más que el punto final de algo que había terminado hacía mucho tiempo, no dejó de causarme cierta tristeza pues representaba el epitafio en la lápida de un nuevo fracaso. Esa noche, como muchas otras, no pude atrapar el sueño y no hice nada por lograrlo. Me mantuve en silencio después de que el televisor perdió la señal y sobre su pantalla quedó impresa la monótona imagen que intentaba llenar aquel espacio con su insistente hormigueo, hasta que lo apagué y su lugar lo tomó el silencio apenas violentado por el sonar de grillos afuera y esos sonidos nocturnos a los que nunca ponemos atención, si no es porque la soledad es tan grande y la cabeza no tiene mejores pensamientos en qué ocuparse. Así estuve mucho rato, despierta en medio de la oscuridad a la que poco a poco se fue acostumbrando la pupila, hasta llegar a distinguir entre las sombras, las aristas de los muebles, 114
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que arrancaban a la precaria luz que podría existir allí los reflejos necesarios para que el ojo hiciera el ejercicio de adivinar los espacios ocupados por los muebles. Hasta entonces comprendí cuánta luz es posible hallar en el hueco oscuro de la noche. El oído se aguzó y ya no sólo eran los grillos los únicos que inundaban la noche, al fondo podía escuchar de vez en cuando el ruido de un motor lejano, que podría ser el de una motocicleta o el de algún camión; entonces trataba de imaginar a quienes a esas horas de la noche deambulaban silenciosos, atentos a la mecánica de su vehículo, algunos trabajando, aligerando el paso sin otra preocupación que la de llegar a sus casas, o quizá alguien que debió salir apresurado en busca de un médico con su hijo o esposa enferma, como les había tocado hacerlo a ella y a Marcos cuando alguno de los hijos, que padecían de asma, hacían crisis con la humedad de la madrugada. En ese ejercicio de inventar vidas, me di cuenta de que había pasado la mayor parte de la vida dando la espalda a los detalles que, a fin de cuentas, son los que hacen más o menos feliz la existencia, como desayunar por las mañanas en familia, o pensar en la hora del regreso con la expectativa del encuentro, más que como la medicina contra el cansancio, sin que la prisa me empujara a salir por la mañana, con la sensación de la huida o el retorno retrasado para evitar el comentario forzado. Allí sola, sentada a veces o boca arriba, con los ojos abiertos y la mirada fundida en la oscuridad como una sola noche, supe que el llanto me sería inevitable; sentí las lágrimas salir de mis ojos, recorrer mis mejillas hasta tocar el lóbulo de las orejas 115
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y que terminarían mojando la almohada. Era un llanto que me salía de muy adentro, que no había provocado y que por ello resultaba más doloroso. Siempre me ha sido difícil llorar. Aun cuando el dolor me esté comiendo por dentro, hay algo que me impide hacerlo, gritar, hablar mientras lloro como lo hace la mayoría de la gente, a mí el llanto se me quedaba atorado en la garganta, como si una mano desde adentro me quisiera estrangular; así me sentía, sola en medio de la noche como en medio de un océano desconocido y plagado de amenazas que me impedían moverme en mi propia cama, una cama que fue inventada para ser ocupada por dos cuerpos y que ahora se hacía grande y fría… Y no era que no pudiera entender el despertar sola; lo que me provocaba aquel desconsuelo era la certeza de no tener a la mano la posibilidad del abrazo. Cuando decidí salir de mi encierro y darme la oportunidad de conocer gente, jamás hubiera creído que el “mercado amoroso”, como decía mi amiga Ana, ahora fuera tan complejo. Ella, que se había mantenido como jocosamente denominaba “en el mercado”, sería un guía importantísima para poder entenderlo; en su vida había pasado por todos, o casi todos los estadios de ese mundo. No me era ajena aquella realidad, pero mi conocimiento era muy superficial. Desde que me casé de alguna manera me había aislado del mundo y me mantenía dentro de una burbuja donde me sentía segura. No voy a decir que no hubiera experimentado alguna vez el hecho de sentir que era atractiva para algún hombre, compañeros de trabajo y hombres que estaban dentro del ámbito en el que me desenvolvía, pero inconscientemente había cons116
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truido un muro que me mantenía lejos de aquellas “tentaciones”. Eso me había llevado a desarrollar una forma de proceder, que hacía imposible un involucramiento con las personas más allá de las relaciones laborales como de simple amistad. Después de mi matrimonio fueron muy pocas las amistades sólidas que había logrado establecer, al punto de que las verdaderamente importantes eran aquellas que había cimentado en mi época de estudiante. Entre ellas se encontraba Ana, con quien siempre me unieron lazos que iban más allá de la simple camaradería, para sentir que prácticamente éramos como hermanas. Ana se había casado una vez y se divorció a los dos años; después había mantenido todo tipo de relaciones con hombres de su edad, mayores que ella, y finalmente había experimentado la convivencia con un muchacho al cual le doblaba la edad, lo que ella llamaba “la moda de las cuarentonas”, muy en boga en el ocaso del siglo XX y que se basaba en la creencia de que las mujeres de más de cuarenta años y un joven de veintitantos eran sexualmente el complemento perfecto, y cuyo origen ella encontraba en “el invento de una mujer divorciada a la que no le salía ni el diablo”, decía en forma jocosa. Su argumentación era muy convincente; se supone que el período de mayor apetito sexual en el reino animal va de la mano de la época de mejores condiciones para la procreación, “nos guste o no, así es”, decía. Lo que sucede es que una mujer que pasa los cuarenta años y decide divorciarse, o bien su marido de edad parecida la abandona, es muy probable que haya pasado períodos largos de abstinencia sexual, debido al deterioro de la relación sentimental con 117
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su pareja. Cuando se encuentra sola y decide darse una nueva oportunidad, inconsciente o instintivamente va a ir tras el disfrute sexual que ha estado por mucho tiempo de vacaciones; si en esa búsqueda se encuentra con un muchacho joven, con las hormonas a mil, por supuesto que serán un complemente perfecto. Pero Ana, después de pasar por muchas relaciones -algunas estables, otras solo encuentros casuales, y que al final se da el chance de experimentar esa teoría-, contaba con los elementos suficientes para tener su propia versión. “No te voy a mentir”, decía, “esos carajillos son unos toros, pero debés lidiar con una serie de inconvenientes que no tenías presupuestados: al principio te quieren coger a cada rato y en todo lugar y eso te sube la autoestima; pero es eso, sexo, solo sexo, y bueno, a veces una busca algo más que eso, a veces deseás hacer el amor, tal vez menos sexo y más poder compartir con la pareja otras cosas: una buena película, una salida a cenar, y lo que el chavalillo quiere después del sexo, es salir de fiesta, ir de bar en bar y, por supuesto, la mayoría de las veces, tenés que cargar con las invitaciones, no sólo de él sino también de sus amigos, escuchar conversaciones triviales y soportarlos horas enteras metidos en tu casa jugando nintendo”. Así de descarnado me ponía el panorama de la aventura con un muchacho joven, para terminar queriendo atenuar lo dicho añadiendo: “si yo quisiera un buen polvo me busco un carajillo, pero solo para eso”. Del resto del espectro yo solita fui descubriendo cómo se conformaba: hombres que superan los cuarenta años que andaban tratando de reafirmar su masculinidad, en la edad en que su poten118
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cial sexual comienza la curva descendente y la gravedad empieza a hacer mella sobre su virilidad, en busca del bálsamo “de una piel dulce de veinte años donde olvidar los desengaños de diez lustros de amor…”, como dice la canción de Serrat, esos jamás se meterían con una mujer como yo. Otros, casados, aburridos de la rutina de un matrimonio que se fue desgastando y que no tuvieron ni la energía ni las ganas de salvarlo de la cuesta abajo por la cual transitaba, y que tampoco cuentan con las hormonas como para empezar de nuevo, pues en su interior ya no queda ni rastro del entusiasmo que únicamente es posible encontrar en los comienzos, a estos sí les interesaría una relación casual con una mujer como yo, pero no quería ser el plato de las sobras de ningún minusválido emocional. Los demás divorciados a los que al igual que Marcos y yo, al carro que transportaba sus vidas amorosas se les acabó el combustible, o que sus mujeres finalmente se cansaron de sus constantes infidelidades y un día de tantos los mandaron al carajo, y al verse de nuevo solos, carentes de los instrumentos mentales como para hacer un alto en el camino y establecer de nuevo un norte, pretenden encontrar en relaciones casuales el aliciente que les ayude a sentirse vivos, por lo general más enredados que el pelo de un rasta, ya que además de su problema emocional no resuelto, tienen que cargar ahora con dar atención a los hijos que nunca atendieron, sin contar con las ganas ni la formación para hacerlo bien. Así las cosas, el panorama era totalmente desalentador. Sin embargo, como nadie escarmienta por cabeza ajena, salí a buscar eso que ya sabía tan difícil de encontrar. 119
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En esa búsqueda me reencontré con Luis Carlos, un viejo conocido de los tiempos de universidad, compañero de andanzas políticas de Ana, que a diferencia de otros había logrado graduarse de agrónomo, una “raza” a la que le huíamos cuando éramos estudiantes por la fama de tomadores y machistas. Su matrimonio había naufragado, como muchos, en las aguas estancadas de la costumbre y el desinterés, y dieron el paso inevitable al divorcio cuando los hijos crecieron y comenzaron a hacer sus vidas, la casa se hizo grande y más grande la distancia entre la pareja. Luis Carlos tenía un año de divorciado y trataba de rehacer su vida como quien recoge las piezas de un viejo rompecabezas que nunca nadie había armado por completo. Lo empecé a ver a menudo en las actividades a las que asistía, casi siempre conferencias sobre temas de actualidad política o actos culturales, que no eran sino el pretexto para salir después a algún bar a tomar algo y terminar hablando de otras cosas. Comenzamos a salir y una noche me invitó, sin ninguna creatividad, a ir a “otro lugar donde pudiéramos estar solos”. Supuse que iríamos a su casa; él vivía en San Pedro, en uno de esos viejos edificios de apartamentos construidos en los años setenta, para dar albergue a estudiantes provenientes de las provincias, y que ahora se resistían a dar paso a la cada vez más creciente demanda de locales para comercio. Una vez en su auto me enteré que no iríamos a su casa sino a un motel, pues en su apartamento estaba su hijo menor, que pasaría con él el fin de semana. Hacía tanto que no visitaba un motel; sin embargo los cambios que pude percibir eran muy leves y sólo producto del avance 120
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tecnológico. Ahora tenían radio y televisión que podías manipular desde el respaldo de la cama, que seguía siendo de dos plazas, el decorado no había cambiado, un par de cuadros atornillados a las paredes para evitar la tentación de algún visitante de llevarse un souvenir, las luces tenues, las mismas mesitas, el cenicero barato, los baños pulcros pero del mismo color que yo los recordaba, ahora con agua caliente. Luis Carlos, que no era de mucho hablar, acá parecía haber perdido definitivamente el don de la palabra; con premura se desvistió y con ello me envió el mensaje de que deseaba que hiciera lo mismo. No había duda, él seguía rigiéndose por el viejo manual basado en la creencia de que hombres y mujeres se excitan con los mismos estímulos; desconocía por completo que, a diferencia de los varones, donde el sentido de la vista juega un papel fundamental en el cortejo sexual, las mujeres prefieren otras cosas. Lo seguí y él, pegado a su manual, no se saltó una sola de las indicaciones; entonces comprendí el porqué su matrimonio se había venido abajo. Aquello no duró mucho, ni siquiera los once minutos que Coelho establece como límite de la duración de un coito, para luego desplomarse en medio de respiraciones entrecortadas, quedando a mi lado exhausto en el momento en que yo apenas comenzaba a desbloquear mi cerebro, para ponerlo en sintonía con el instinto y abandonarme al placer. Huyó del momento de la forma en que el manual lo establece; una vez que recobró el aliento, encendió un cigarro que fumó en silencio hasta acabarlo sin emitir una sola palabra. Luego, como quien pierde la tabla hallada en medio del naufragio, cruzó los brazos detrás de 121
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su cabeza, cerró los ojos y se abandonó a su suerte, como si lo que acababa de hacer lo avergonzara. Le hice el favor huyendo al baño, un favor que no merecía, pero la verdad no lo hacía por él, a quien no le debía lealtad, sino por mí misma, pues no soportaba continuar al lado de un hombre que fue incapaz de pronunciar una sola palabra dulce, darme un beso o brindarme una caricia, que no estuviera dirigida a otro fin que no fuera su propia satisfacción durante el corto tiempo que duró la cópula, así como suena, cópula. Cuando regresé del baño, él dormía un sueño acompasado, o eso fingía. Así estuvimos una media hora, yo a su lado, evitando el contacto de su piel y él sumido en el sueño, hasta que comenzó a emerger de su huida, y con un movimiento de su mano izquierda que quiso disimular rascándose la mejilla, miró el reloj, se levantó, fue al baño y desde la cama escuché el sonido de su orina en el inodoro. Cuando volvió yo ya me vestía y de nuevo le evité la tarea de decirme que abandonáramos el lugar. Terminamos de vestirnos y nos fuimos. De camino en el auto hablamos de cualquier cosa: del clima, del frío de la noche, de los locos que a esas horas conducían como animados por el suicidio. Por suerte para ambos, yo había dejado mi auto en un parqueo en San Pedro, adonde llegamos en menos de diez minutos, pues el tránsito a esas horas de la noche era escaso. Nos despedimos con un beso en la mejilla, como dos personas que se acaban de conocer. De regreso a casa pensé en lo que había hecho, en lo sola que debía encontrarme para haber aceptado aquella invitación. Decidí que la próxima vez que hiciera algo semejante, sería iniciativa mía. 122
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Después de aquel episodio con Luis Carlos dejé de salir por algún tiempo, él me llamó unas cuantas veces pero me negué a contestarle. Finalmente acepté una llamada en la que me invitaba a salir y tuve las excusas suficientes para rechazarlo de manera amable y él, que no era tonto, entendió el mensaje y nunca volvió a buscarme. Pasó mucho tiempo para que decidiera salir de nuevo. Las nuevas obligaciones que conllevaban hacerme cargo de las necesidades de mis hijos, ahora sin la ayuda de Marcos, me consumían mi poco tiempo libre y cuando llegaba a casa, casi siempre entrada la noche, lo único que ansiaba era irme a la cama, mirar algún noticiario, leer algo y dormir como la única medicina que me daba fuerza para enfrentar el nuevo día. En esas estaba cuando Ana me contó que asistiría al Festival Cervantino en México con La casa de Bernarda Alba, de la cual era parte del elenco. Me invitó a acompañarla: “vení, date unas vacaciones y de paso te refrescas, has estado tanto tiempo fuera del ambiente…”, me dijo. Me habría encantado ir pero la invitación había llegado en un mal momento; con el problema de mamá pasaba muy ocupada, su deterioro iba en aumento, habíamos consultado con varios médicos quienes después de múltiples exámenes concluyeron que sufría de Alzheimer y que, si no era posible cuidarla en casa, recomendaban estudiar la posibilidad de internarla en un lugar donde pudieran hacerlo. Aquella revelación había causado una serie de desajustes en la familia, pues mis hermanas, al igual que yo, llevábamos un tren de vida que nos impedía atenderla como su estado lo demandaba. Comenzamos contratando una empleada doméstica para 123
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que la acompañara e hiciera las labores de su casa, pero mamá, que todavía estaba en la fase donde sus estados regresivos no duraban mucho tiempo, al encontrarse con una extraña en su casa haciendo las cosas que ella debía hacer, se sentía invadida y pasaba el día llamándonos por teléfono para darnos las quejas, cuando no era la empleada de turno la que lo hacía para decirnos que se iba, que no soportaba las constantes agresiones verbales de mamá; entonces alguien debía correr a casa a quedarse con ella mientras encontrábamos la solución. Muchas veces hasta el mismo Marcos, que la quería como una madre, vino a acompañarla mientras alguna de nosotras lograba desentenderse de su trabajo para venir a cuidarla. Fue después de eso, del viaje de Ana y el agravamiento de la enfermedad de mamá, que tomamos la decisión de internarla en un hogar de ancianos donde la pudieran cuidar. Aquella decisión me golpeó mucho, no me fue fácil aceptar que lo que muchas veces había criticado de otros, nosotras lo estuviéramos haciendo, pero no había alternativa; ninguna podía dejar su empleo para dedicarse por entero a estar cerca de ella. Después de visitar varios lugares, nos decidimos por el Carlos María Ulloa en San José. Ahora tendría que ver cómo me organizaba para poder visitarla. Pensaba cómo sería la vida sin mamá cerca, al alcance de un grito solamente, como lo había estado siempre, cómo haría yo para visitarla con esa agenda tan llena de actividades superficiales pero que debía cumplir para poder sobrevivir. Los fines de semana que disponía para estar con mis hijos o para el simple descanso, tendría que destinarlos a ir a verla, aunque su124
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piera que de ahora en adelante su enfermedad avanzaría de manera más rápida y en poco tiempo su vínculo con la realidad iba a ser cada vez más lejano, hasta terminar sumida en la demencia, ese mundo donde le tocaría vivir hasta que su organismo sucumbiera y se fuera físicamente para siempre, porque era claro que hacía rato nos había abandonado. Desde que renuncié a ir en busca del hombre que viniera a acompañarme en esa nueva etapa que comencé a vivir desde mi divorcio, nuevamente me sumergí en mi trabajo y en atender las necesidades de mis hijos, que se diversificaban proporcionalmente a como crecían. Los fines de semana me los pasaba llevándolos de un lado a otro. Cuando se quedaban en casa de Marcos, que se había casado con su nueva pareja, pasaba sola en casa leyendo o viendo televisión. Entre las tres hermanas nos habíamos repartido el cuidado de mamá para esos días, pero casi siempre terminaba yo cubriendo el fin de semana que alguna de ellas no podía, ya fuera en el caso de Vera que pasaba de fiesta constante con Luis, su marido, o Gabriela que estaba terminando su licenciatura en Sociología, lo que le demandaba mucho tiempo y solo disponía de los fines de semana para trabajar en su tesis. Mamá cada vez estaba más ausente y debía armarme de paciencia para seguir el hilo de sus razonamientos, pues en el mundo en el que vivía, asumía que yo sabía lo que ella pensaba y de lo que estaba hablando. Si por alguna razón no la seguía, que era lo más frecuente, se enojaba, se ponía violenta y lanzaba las cosas que encontraba a su paso, cuando no se deprimía y terminaba llorando, algo 125
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que pocas veces la había visto hacer y a lo que debí acostumbrarme. A veces se iba a su cuarto o a la vieja bodega que papá había construido para guardar las cosas en desuso y regresaba con algo que fue importante en alguna época de su vida y pretendía que yo lo recordara como ella. Una vez la encontré con unos libros grandes y gruesos de pasta dura apretándolos contra su pecho, con la mirada lejana. Cuando me acerqué y le pregunté qué eran aquellos viejos libros, me contestó “son los protocolos de Rafael, ¿no te acordás?” A Rafael lo había recuperado del fondo de mi memoria hacía un tiempo, la mañana que la encontré sumergida en el mundo en el que ahora vivía. Ella me había hecho escarbar aquellos recuerdos, tan escondidos que hasta podían ser inventos. Entonces había recordado a Rafael, sus visitas a casa, sus bolsas de golosinas, sus corbatas coloridas. Ahora me hablaba de nuevo de él, “¿cómo no te vas a acordar?, vos y Vera jugaban afuera la vez que vino a dejarme los protocolos, fue la última vez que nos vimos”. Y de nuevo la imagen surgió enredada con otros recuerdos de mi infancia; aquellos años cuando papá se fue a trabajar a Limón y venía a casa cada dos semanas y nosotras lo esperábamos con ansias porque papá nos traía dulces, collares y aretes que compraba a los artesanos limonenses, con los que nosotras nos ataviábamos la noche del sábado para desfilar frente a él y mamá como concursantes de un certamen de belleza, donde ellos eran los jurados. Vera y yo, porque Gabi no había nacido, luciendo los sombreros de paja adornados con plumas de colores que papá nos compraba, usando los zapatos altos de mamá, que a veces hasta 126
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nos complacía con maquillarnos para que desfiláramos frente a ellos, quienes sentados en la sala o el corredor de la casa, nos seguían el juego de evaluarnos para, finalmente, tomar la decisión de darnos a ambas la corona de reina. Una de esas veces que papá llegó de Limón, mientras desayunábamos el domingo por la mañana, le contamos que habíamos ido de nuevo a Ojo de Agua con Rafael; entonces papá en un tono muy serio había dicho: “Rafael no va a volver a esta casa”, lo había dicho mientras fruncía el ceño. Las tres, incluida mamá, no dijimos nada. Cuando papá hablaba y fruncía el ceño era señal de que estaba bravo y era mejor no decir nada. Sin embargo yo recordaba que a pesar de la sentencia de papá, Rafael vino a casa dos veces más, la primera sólo unos días después de que papá nos dijera que no volvería. Estábamos en verano y, como siempre sucedía en esa época, pasábamos más tiempo fuera que dentro de la casa, jugando en las amplias zonas verdes de la propiedad, subiéndonos a los árboles o construyendo alguna casa donde jugar con nuestras muñecas. Allí estábamos correteando cuando vimos venir el carro de Rafael, que estacionó debajo de los sauces llorones de la entrada, donde lo dejaba siempre que nos visitaba para protegerlo del sol de la tarde. Pasó junto a nosotras y al mismo tiempo que escarmenaba nuestras cabezas, nos dio una bolsa repleta de confites que nos fuimos a repartir a la sombra generosa del árbol de manzanas de agua, que había a un costado de la casa. Mamá salió, saludó a Rafael y entraron en la casa, un rato después salieron juntos y Rafael se marchó. La segunda vez que vino después de la advertencia de papá fue un 127
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día por la mañana; parecía que mamá esperaba su visita, porque cuando apareció en su auto, mamá estaba de pie apoyada en el portoncito de madera que daba acceso al corredor y que siempre se mantenía cerrado para que no entraran las gallinas a cuitearse al corredor. Rafael pasó junto a nosotras y sólo nos alcanzó a saludar regalándonos una de sus amplias sonrisas y siguió hasta donde se encontraba mamá. Traía un par de libros gruesos que, cuando estuvo frente a mamá, los depositó en sus manos. Esa vez no entraron en la casa, hablaron allí muy poco, después Rafael le dio la mano a mamá como se saludan y despiden los hombres y caminó hasta su auto. Nosotras estábamos lejos persiguiendo el gallito jardinero que nos había traído la última vez que había venido de visita tío Manolo y solo alcancé a ver a Rafael de espaldas; esta vez no vestía de traje como acostumbraba, sino que lucía un pantalón negro, chaqueta de cuero y sombrero gris. Caminó la distancia que separaba el lugar donde estaba mamá hasta su auto con pasos cortos y lentos, esa forma de caminar que tienen los que no quieren irse. Esa fue la última vez que vi a Rafael; cuando se montó en su auto y no volvió nunca más por casa, como había dicho papá. Mamá se quedó todavía un rato de pie en el portoncito del corredor, con aquellos libros negros abrazados contra su pecho. Aquel recuerdo había quedado oculto en mi memoria por muchos años, hasta que mamá volvió a hablar de él con la misma naturalidad con que lo hacía en aquellos días cuando yo tenía cuatro años, porque de Rafael nunca se volvió a hablar en casa. Cuando la hallé con los libros en su regazo, y me dijo que eran de Ra128
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fael, la calmé asintiendo a todo cuanto me dijo, para no enojarla. Después de un rato se levantó para ir al baño y dejó los libros en el lugar donde había estado sentada. Entonces los examiné; eran dos tomos del protocolo del licenciado Rafael Ángel Mora González y contenían un sinnúmero de escrituras de propiedades, actas de casamiento, traspaso de bienes y toda esa clase de gestiones que realizan los abogados. La primera escritura del primer tomo estaba fechada en 1950, y la última del otro era una solicitud al Registro Civil de corrección de apellidos que una persona hacía, pues su padre biológico la reconocía como hija, y firmaban los solicitantes y el notario en la ciudad de San José a las 14 horas del mes de enero de 1963. En 1963 nació Gabi mi hermana. Papá seguía trabajando en Limón y mi tío Manolo y tía Adilia se vinieron a quedar dos semanas con nosotras para que mamá se fuera a mejorar al hospital. Tío Manolo y tía Adilia no tenían hijos y se parecían entre ellos, los dos eran bajitos y gordos, igual de simpáticos y nosotras la pasábamos super bien con ellos. Tía Adilia cocinaba riquísimo y hacía unos postres deliciosos. “Por eso están así de gordos” decía mamá refiriéndose a la afición de ambos al dulce y a la comida. Tío Manolo era de lo más ingenioso y pasaba haciéndonos toda clase de juguetes. Con las carruchas de madera en que venían los hilos que mamá desocupaba, nos hacía lo que él llamaba tractores. Con una cuchilla hacía ranuras en forma de engranajes a las ruedas y con una liga, un pedazo de candela y un palito de madera, que al darle vuelta funcionaba como la cuerda, el tractor 129
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comenzaba a caminar mientras el hule se desenrollaba. También construía unas cajas de madera que usábamos como trampas para atrapar conejos silvestres que se metían a la propiedad y que nosotras encerrábamos en unas jaulas que él mismo nos construía, unos conejitos cafés de ojos oscuros y asustados que alimentábamos con las sobras de repollo que mamá nos daba, o con hojas de churristate recogidas del patio o de las orillas de la calle, hasta que se escapaban o se morían porque no soportaban el cautiverio. Entonces mamá regañaba a tío Manolo, pero él no hacía caso e inventaba hacernos papalotes con papel seda y los íbamos a volar a la plaza que quedaba a varias cuadras de nuestra casa; de allí regresábamos con esos artefactos voladores destrozados por el viento, que tío Manolo reparaba sentado junto a nosotras en el corredor de la casa, mientras mamá le decía a tía Adilia: “dichoso Manolo que nunca creció”. Mi hermana menor nació y mis tíos todavía se quedaron unos días más en casa, mientras mamá se restableció y papá logró venir a conocer a Gabi. Tío Manolo, que siempre cargaba “algún juguete”, como decía mamá, esta vez traía una cámara fotográfica y el domingo, antes de marcharse, nos tomó una foto a toda la familia. Nos formó en el portoncito del corredor, mamá y papá de pie, papá aparece serio, cargando en brazos a Gabi, mamá a su lado y nosotras sonrientes sentadas en la grada a los pies de ellos. Qué lejana parecía ahora mamá de aquella mujer que posaba seria pero segura en aquella foto que una tarde nos sacó tío Manolo con su cámara Kodak recién adquirida, o la que bailaba boleros con papá en 130
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las noches de lluvia mientras nosotras conversábamos, de cama a cama en la oscuridad, sobre los juguetes que le pediríamos al niño en la Navidad, o las cosas que le pediríamos hacer a tío Manolo y tía Adilia la próxima vez que nos visitaran. db Ana regresó de su viaje a México y me llamó para decirme que quería verme, que tenía algo para mí. Le dije que estaba muy atareada, que acabábamos de descubrir que mamá estaba enferma de Alzheimer, que eso nos había complicado mucho la vida, sobre todo a mí, pues mis hermanas no asumían mucho la responsabilidad que eso acarreaba, que en cuanto pudiera sacaba un rato y nos veíamos. Al fin pudimos vernos, salimos a tomar algo a un bar y allí me estuvo contando con lujo de detalles la gira, la experiencia que había tenido, luego me entregó una bolsa que contenía un souvenir y después sacó de su cartera un papel doblado, al tiempo que me decía: “esto es realmente lo que te dije que tenía para vos”. No entendía nada pero igual tomé el papel y lo desdoblé. La hoja solo contenía una dirección de correo electrónico. Ante mi cara de asombro me dijo: “es el correo de Julio, lo vi en México”. No supe qué decir, tantos años esperando saber algo de él, tanto tiempo imaginando su vida y ahora allí, en medio de aquel bullicio del bar adonde me había citado Ana, tenía en la mano la posibilidad de comunicarme con él si quería esa misma noche. Ana me narró la forma casual como se había encontrado con él, una 131
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noche después de una de las funciones en las que le tocó actuar. “Lo reconocí de lejos, es el mismo, solo que más viejo, la verdad ese tipo siempre fue viejo”, me decía Ana con esa forma suya de decir las cosas sin maquillaje. “Le hablé de vos y le pregunté si le gustaría contactarte y me dijo que por él no había problema, pero que eso dependía de vos, entonces le pedí el correo y le dije que te lo daría, pero que el tuyo no se lo daba porque no estaba autorizada, que si vos aceptabas yo le escribía y se lo daba para que él te escribiera, ¿que te parece?”, terminó. No sabía qué pensar, tantas cosas me pasaban por la mente y no sabía qué decir. Finalmente le dije que le escribiera y le diera mi correo. Ana lo hizo y los días que vinieron fui presa de nuevo de aquella ansiedad que casi había olvidado; pasaba revisando el correo a cada rato a la espera de su comunicación, imaginando qué me diría, hasta que cuatro días después entró su mensaje. Era lo escueto que puede ser un memorando, solemne como un telegrama, con las palabras vagas que tienen las comunicaciones cotidianas; me decía que había visto a Ana, que por sugerencia suya me había escrito, que le gustaría saber de mí, más aún, le gustaría venir por acá aunque fuera una semana, pero claro que ello dependía de mí, si tenía tiempo para recibirlo. Leí el correo muchas veces antes de decidirme a contestarle, pasaron varios días en los que anduve muy ocupada con el problema de mamá, hasta que por fin le respondí. Aquel era un asunto pendiente en mi vida y algún día debía resolverlo. El mío tampoco fue un correo efusivo; mi euforia era algo que su actuación no merecía, pensé. Le dije que me gustaría que viniera pero 132
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que en esos días andaba muy enredada con asuntos de familia, que podía para tal fecha, un mes después, antes debía gestionar unos días de vacaciones. Me respondió que estaba de acuerdo, que haría los arreglos necesarios para poder viajar y que cuando tuviera arreglada su licencia en la universidad donde trabajaba, me lo comunicaría para que yo le ayudara consiguiéndole un hotel donde quedarse. Aquella relación que comenzaba a retomar después de más de veinte años, me inyectó un tipo de energía que no me era desconocida, pero que en los últimos tiempos no experimentaba. Gestioné una semana de vacaciones, organicé las cosas de mis hijos, hablé con Marcos para que se hiciera cargo de ellos y a mis hermanas les dije que necesitaba irme de vacaciones porque ya no soportaba tanto estrés, que me parecía justo que ellas asumieran más su responsabilidad en lo que a mamá se refería. Ni una sola palabra de Julio que, por lo demás, era alguien cuya existencia ellas desconocían. Una semana antes de que viniera hice una reservación para Julio en un hotelito en San Pedro, cerca de la Universidad, y reservé cuatro días en un hotel en Playas del Coco, la playa que siempre había querido visitar con él y que nunca fue posible. Ahora la moda era visitar las playas del Caribe, sobre todo Puerto Viejo, Cahuita, Manzanillo, que se habían convertido en refugio de europeos, pero yo quería que fuéramos a Playas del Coco; hacer el viaje que tanto había querido hacer junto a él y que nunca hice. Los días previos a su llegada me sorprendí eufórica pero temerosa; verlo después de tantos años no dejaba de producirme cierta angustia que me llevaba a hacerme mu133
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chas preguntas cuyas respuestas terminaban aumentando el nivel de ansiedad que ya de por sí estaba al tope. El día anterior a su arribo me escribió para darme la hora de su llegada, prevista para las ocho de la noche en vuelo de Mexicana de aviación. A las 7 de la noche ya estaba en el aeropuerto comiéndome las uñas y caminando de un lado a otro, mientras miraba los monitores que anunciaban las llegadas y salidas de los vuelos, y donde aparecía el arribo del suyo a las 7:56 p. m. A la hora exacta el monitor registró el aterrizaje del vuelo y yo me pegué al cristal, desde donde se podía observar a los pasajeros que se disponían a salir luego de pasar por el área de migración y los salones donde recogían el equipaje. Allí, entre tanto turista apurado y ataviado con maletas y papeles en la mano, lo divisé, su figura desgarbada, como caña de bambú, su cabello blanco, vestido con un pantalón de mezclilla, una camiseta blanca debajo de una camisa de franela a cuadros, y como equipaje solo una maleta de mano y un bolso de cuero colgando de su hombro. Pensé en cuál sería la imagen que de mí tendría él ahora en su cabeza y con la cual pretendía distinguirme entre la gente que se amontonaba en la salida con rótulos en sus manos, esperando turistas o gente desconocida. Yo me quedé atrás, fuera del enjambre de trabajadores de turismo, esperando que se dispersara la gente mientras Julio se abría paso entre ellos, hasta que lo tuve a escasos tres metros, entonces me vio y me reconoció. Los años no habían pasado en vano en lo que a él se refería, y era claro que ya era lo que se denomina un adulto mayor, sesenta años hacen de algunos hombres no un adulto mayor, sino un 134
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abuelo, y eso era Julio, un abuelo que seguía vistiéndose como el joven alternativo que fuera en los años setenta; seguía dejándose el pelo largo como la mayoría de los sureños, y pensé que quizá él no se daba cuenta de su nuevo status. El cabello, ya blanco y escaso, se fundía ahora con una barba igualmente blanca que no le favorecía y lo hacía verse aún más viejo. Me vio y vino hacia donde lo esperaba, la ansiedad había desaparecido y su lugar lo tomaba ahora el sentido de realidad, que me hizo aterrizar de manera violenta y entrar en la dimensión exacta de la situación. El Julio que tenía al frente era un hombre que, pese a mantener una apariencia jovial, no era más que un anciano. Llegó hasta donde estaba y me abrazó, ese tipo de abrazo rápido del saludo cotidiano, y mientras me daba un beso en la mejilla, preguntó en voz baja: “¿cómo has estado?”, como preguntaría alguien al que dejaste de ver por unas horas. Me soltó más pronto que lo que tardé en responderle “bien y vos”, y comenzamos a caminar en silencio hacia el parqueo donde había dejado mi auto. El tránsito del aeropuerto a San José estaba insoportable, como siempre a esas horas. En el trayecto casi no hablamos; si acaso alusiones a lo pesado del tránsito, a lo distinto que encontraba el país. Llegamos a San Pedro pasadas las nueve de la noche. Lo acompañé hasta la recepción del hotelito donde se registró y no manifestó el menor interés en que me quedara un rato, por el contrario hizo un comentario sobre lo cansado del viaje. Nos despedimos y regresé a casa y, como me sucedía muchas otras noches, me fue difícil conciliar el sueño. Ahora eran muchas las cosas en las que pensaba 135
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y hasta llegué a cuestionarme la utilidad de la decisión de aquel encuentro. Al día siguiente saldríamos de madrugada hacia Guanacaste; entonces puse el despertador y me tomé una pastilla para poder dormir. Lo recogí a la hora acordada e iniciamos el viaje hacia la playa en medio del claroscuro de la madrugada. Después de deshacerse de las telarañas del sueño, Julio comenzó a hablar; ya no lo hizo sobre las trivialidades del clima o los cambios que miraba en el entorno, sino de su vida en Montevideo antes de viajar a Costa Rica a finales de los setenta. “Yo trabajaba en la universidad, en la escuela de teatro, y mi esposa en la facultad de humanidades”, y por primera vez en mi vida me enteré que Julio era casado antes de que lo conociera; “lo de golpe del 73 nos cambió la vida”, continuó. Decidí no hacer comentarios y centrar mi atención en escucharlo y en mantenerme atenta al camino. “Ese día había quedado con unos amigos para ir a jugar fútbol, y mientras preparaba las cosas, escuché la noticia por la radio, recuerdo que estaba en el dormitorio y ella en la cocina, la radio informaba del golpe. Luego pusieron al aire la proclama de los militares en la que informaban a la población que, dado el clima de inestabilidad política que se vivía en el país, producto de la acción de grupos subversivos y la falta de energía del gobierno, las autoridades militares, garantes de la seguridad ciudadana, habían tomado la decisión de deponer el gobierno y asumir el mando de todas las instituciones del Estado, que a partir de aquel momento y hasta nueva orden quedaban suspendidas las garantías individuales, en aras del bienestar colectivo. 136
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Una vez restituido el orden, las fuerzas armadas convocarían a elecciones libres y democráticas y regresarían a los cuarteles. Eso pasaba en junio del 73, para ser más preciso el 27 de junio. Escuché la proclama de pie, junto al aparato de radio al lado de ella, que se había acercado para escuchar. No comentamos mayor cosa, pero ella me dijo si no era mejor que no saliera, pero le dije que no creía que pasara nada, que me alcanzara en casa de Marcelo, un amigo donde después de jugar habría un asado. Salí de casa y me fui con mis amigos a jugar, después del juego nos fuimos a casa de Marcelo. Cuando llegamos, ya ella, que se llamaba Aurora, había llegado y mientras el asado se preparaba comentamos lo que pasaba en el país. La mayoría de los presentes éramos gente de la universidad, profesores de humanidades o carreras relacionadas y vinculados de una u otra forma a organizaciones que hacían trabajo con distintas organizaciones sociales, contrarias al régimen. Por la cabeza de ninguno pasaban, ni por asomo, las cosas que vendrían. Al día siguiente salimos a trabajar como de costumbre, pero con la preocupación por la situación imperante en el país, ahora bajo el mando de las fuerzas armadas. En la universidad se escuchaban noticias de allanamientos en casas de dirigentes políticos, sobre todo ligados a la izquierda. Se inició una persecución de todo aquel que se sospechara tuviera algún vínculo con los Tupamaros. Por supuesto todo lo que sonara a reivindicación de derechos de los trabajadores era catalogado como subversivo, y en esa categoría cabíamos todos los que estuviéramos ligados a cualquier tipo de organización popular. Mi compañera 137
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Aurora desapareció un mes después del golpe. Una tarde salió de su trabajo y no llegó a casa. Toda la noche la esperé, pensando que tal vez se habría quedado en casa de alguna amiga, pero en el fondo sospechaba lo peor. Esperé a la mañana y llamé a varias de sus compañeras de trabajo y todas me confirmaron la hora en que había salido. No sabía qué hacer, ni a quién recurrir; hablé con varios amigos y todos coincidieron en que dar aviso a la policía podía traerme problemas. Los días que vinieron fueron muy angustiantes. Hace unos años en México un amigo me contó que el nombre de Aurora había salido en una lista de desparecidos que fueron ejecutados el mismo mes en que desapareció”. Julio acá hizo un silencio, como si aquel recuerdo hubiera removido dentro de él un sentimiento que había estado dormido u olvidado por mucho tiempo. Guanacaste se asomaba convertido en una planicie interminable que despertaba con el día. Julio continuó con su relato. “Yo colaboraba con varias revistas y periódicos alternativos, que comenzaron a ser perseguidos aplicándoles la censura previa, lo que los obligó a cerrar. Una mañana, cuando fui a ver al editor de una de ellas y el conté lo que pasaba con mi esposa, su comentario fue: “si fuera vos me desaparecía antes que otros se encarguen de hacerlo, nosotros cerramos con el próximo número, no volvemos a salir”, me dijo, “si en algún momento te ves en apuros, llamá a este número y decí que querés el trabajo que ofrecen, que hablás de parte de Juan”, y me dio un papelito que tenía un número de teléfono, “memorizalo y botá el papel”, me dijo. Una semana después de 138
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aquel encuentro, en el momento en que bajaba del colectivo, a dos cuadras de mi casa, tres tipos me tomaron por la fuerza, me esposaron, me introdujeron a golpes en un auto particular y me llevaron a un lugar que nunca pude identificar. Lo único que pensé fue que me ejecutarían y me dejarían a la orilla de cualquier camino”. A estas alturas del relato ya habíamos pasado Cañas y la pampa se nos mostraba entera, con todas sus luces y calores. Julio, que hasta entonces había permanecido con la vista fija en cualquier parte menos en el camino, como si el relato que contaba le impidiera ver a otro lado que no fuera hacia adentro de sí mismo, por primera vez desde que iniciamos el viaje hizo una alusión al paisaje: “esto se parece mucho a la pampa uruguaya, solo que caliente”. Lo dijo y su vista se fundió con el horizonte, en los inmensos potreros divididos por la herida negra de la carretera, los hatos de ganado pastando bajo el sol quemante de la mañana arriados por los sabaneros y, más adelante, los inmensos plantíos de arroz doblegados por las ventoleras. Luego retomó el relato donde lo había dejado, su experiencia como desaparecido y torturado en las cárceles clandestinas de las fuerzas de seguridad del Estado, donde permaneció por muchos meses junto a otros que, como él, eran acusados de pertenecer a grupos armados que desestabilizaban el país. “Nos pasaban trasladando de un lugar a otro y cada vez que esto sucedía esperábamos lo peor, o no sé qué sería peor, si mantenernos en esa zozobra permanente o la certeza de una muerte rápida, como sabíamos que sucedía a cada rato con detenidos cu139
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yos cadáveres aparecían a orillas de alguna carretera o en lotes baldíos. Después de diez meses fui liberado junto a otros compañeros en medio de la noche, en un camino solitario donde creímos que nos ejecutarían. La verdad tuvimos la suerte que muchos no tuvieron”. El calor era sofocante; Julio se deshizo de la camisa de franela, la misma con la que lo había visto aparecer el día anterior en la terminal del aeropuerto. “Esa noche no quisimos movernos del lugar donde nos habían dejado, el estado de sitio le daba permiso a cualquier militar o policía de disparar a quien considerara sospechoso, sobre todo de noche. Nos quedamos a la intemperie soportando el frío de la noche hasta que amaneció; entonces salimos a la carretera más cercana y decidimos separarnos, continuar cada uno por su lado. Como pude llegué a Montevideo. No sabía qué hacer, a quién acudir. En aquellas circunstancias, buscar a alguien representaba ponerlo en peligro. Recordé el número de teléfono que Juan, el editor de la revista, me había dado y que yo había resguardado en mi memoria como un tesoro, como el elemento que podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Llamé a cobrar porque no tenía un centavo, recuerdo, y la primera vez no tuve suerte, la operadora me dijo que nadie contestaba, lo que me produjo una gran desazón. Por la tarde de ese mismo día volví a llamar. Esta vez alguien contestó, pero la respuesta no fue la que en mi situación esperaba; sin embargo la entendí como la reacción lógica ante el clima de persecución que había en el país. La voz de una mujer me interrogó, como quien desconfiaba hasta de su misma sombra, “¿de parte de quién dijo que 140
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habla?”, “de Juan” me apresuré a contestar, “es sobre el empleo que ofrecen”. Un silencio y después la respuesta, “mire, la persona encargada no se encuentra ahora, ¿podría usted llamar por la noche?” Le respondí que sí. Aquel contacto era lo único que tenía en ese momento; de él dependía mi futuro. Nunca había esperado que llegara la noche con tantas ansias. No había comido en las últimas 24 horas, me había pasado el día deambulado de un lado a otro en la ciudad, descansando en las bancas de los parques, y algo muy dentro de mí me decía que debía resistir, que al menos conservaba la vida. Llamé por la noche. Esta vez la voz de un hombre, después de hacer las mismas preguntas que la mujer de la tarde, me dijo que le interesaba, que podíamos conversar. Me citó para esa misma noche en un café céntrico, preguntó cómo me identificaría y le di mis señas. El lugar del encuentro era un cafecito modesto, muy distinto a los que frecuentaba cuando era profesor en la universidad y donde los clientes eran trabajadores nocturnos. Yo estaba hecho un asco, traía una ropa que me habían dado en donde estuve preso, la cual tenía varios días de andarla puesta, el pelo largo y la barba igual, una pinta de indigente que me hizo quedarme en la puerta del local, para no provocar que el dueño me sacara. A la hora señalada llegó un tipo, podría tener mi misma edad, alguien a quien nunca había visto. Se identificó como Gonzalo. Sólo al verme adivinó que lo que más deseba en aquel momento era saciar mi hambre. Entramos en el localito y me dijo que pidiera de comer, pedí unas milanesas y café con leche. No hablamos nada hasta que terminé de ingerir todo; entonces me dijo 141
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que saliéramos de allí. Caminamos dos cuadras con la precaución de chequear si alguien nos seguía, le dimos una vuelta a la manzana para regresar casi al mismo sitio. Allí paró un taxi y subimos, el taxista era conocido de Gonzalo y le dijo a dónde nos llevara. Fuimos a su casa. Él era un trabajador ferroviario que tenía esposa y tres niños pequeños y vivían en una casa muy modesta en un barrio obrero de las afueras de Montevideo. Me proporcionó ropa limpia y, por primera vez en mucho tiempo, disfruté de un baño con agua caliente, que su esposa me suministró en una palangana; después me indicó dónde dormir. A la mañana siguiente, después de hablar sobre mi arresto y mi liberación, me dijo que me movilizaría a otro sitio. Esa es ya otra historia”. Estábamos llegando a Liberia y le propuse a Julio desayunar en El Sitio. Él era de poco comer y lo seguía siendo, pero aceptó compartir conmigo unas tortillas con natilla y café. Después seguimos hacia Playas del Coco a donde llegamos en menos de una hora. Nos registramos en el hotel y subimos a la habitación. Estar en una habitación con alguien representa un grado de intimidad especial. Me sentí un poco incómoda mientras ordenaba mis cosas en el closet, Julio en cambio lo hacía sin mostrar ninguna reacción. Una vez instalados sugerí ir a la piscina; allí nos acomodamos debajo de una sombrilla de sol en unas sillas playeras y decidí dormir un rato. Tenía sueño por haber madrugado y un gran cansancio se me vino como una avalancha. En las últimas semanas, por la situación de mamá y la visita de Julio, había estado sometida a un gran estrés y mi cuerpo lo resentía. Comencé 142
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a sentir cómo me iba sumergiendo en un sueño profundo y en un momento me vi navegando en un bote en medio de un lago. Era el laguito de Ojo de Agua, junto a mi hermana Vera, sentadas una al lado de la otra mientras en el otro extremo mamá y Rafael remaban y nos llevaban adonde nosotras les pedíamos. Una sensación de bienestar comenzó a inundarme y no sé cuánto tiempo estuve así, sintiendo el calor del sol sobre mí y el balanceo suave del bote sobre el agua con un oleaje apenas perceptible, hasta que escuché la voz de Julio, como proviniendo de muy lejos, que me decía que si continuaba bajo el sol me iba a dar una insolación. Era mediodía y decidimos ir a almorzar. Mientras comíamos, Julio continuó contándome; “Estuve durante muchos meses cambiando de residencia, casi siempre en casas de obreros, donde pasaba todo el tiempo encerrado, hasta que fui trasladado a una finca pequeña en provincia, adonde llegué como un peón más a trabajar en el campo. Allí permanecí varios meses a la espera de que me consiguieran papeles para poder salir del país, los cuales llegaron una tarde cuando ya estaba casi resignado a pasar el resto de mi vida como un aparcero más. Pude salir hacia Chile, allí trabajé como redactor en varias publicaciones y realizando trabajo de solidaridad con mi país; de allí pasé a Perú, Bolivia, Venezuela, hasta llegar acá luego de que ACNUR me extendió los documentos que me calificaban como refugiado político. “Desde que salí de Montevideo siempre me sentí de paso en todo lugar al que llegué; cada vez que sentía que echaba raíces en algún sitio, me entraba el sentimien143
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to de culpa, como si cometiera una infidelidad; entonces, automáticamente se desataba dentro de mí una hambre de todo aquello que había dejado allá. Extrañaba todo: el olor a estofado o a carne asada que salía de las construcciones al mediodía. La yerba nunca me ha sabido igual a la que tomaba allá. Aquella ciudad vieja, el barrio y sus casas sin televisión, los serenos de la esquina, las conversaciones en los colectivos, los amigos de los cuales recordaba el nombre pero que ya el oído había olvidado el registro de sus voces, Montevideo que parecía una réplica de alguna ciudad de Europa construida por inmigrantes a quienes el puerto traicionó. Buscaba un tipo de alimento que no encontraba en ningún sitio, algo que saciara el hambre de aquella patria que llevaba impresa en la memoria como un tatuaje. Nunca compré nada que no cupiera en una maleta de viaje. Cada vez que el sedentarismo se quiso enquistar en mí, busqué un lugar a donde ir, adonde llegar, como si llegar fuera una manera de sentirme de nuevo de paso, de paso hacia ese sitio del cual me habían echado, ese lugar al que nunca he renunciado”. db Durante los días que estuvimos en la playa ni Julio ni yo hicimos algo que propiciara un encuentro más allá de compartir una habitación y una cama, como un buen matrimonio por conveniencia. Decidí que si me iba a quedar con un recuerdo de él, me quedaría con el Julio que encontré en medio del camino, aquel al que el insomnio lo lanzaba a mi lado por las calles de San Pedro hasta 144
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la panadería que había al lado del cine Yadira, el Julio que, control en mano, rebuscaba la vida entre las tomas predecibles de una mala cinta las tardes de los sábados, mientras yo comía helados veteados de crema con chocolate, el hombre que, sin aspavientos, blandía su espada para que yo lo armara caballero, en las tardes sin fondo de aquellos inviernos de septiembre en una década presa en la telarañas de la memoria. Me quedaba con el Julio que desapareció como una bocanada de humo, dejando mi vida partida en un antes y un después, no con el hombre al que se le había acabado el camino. Si de escoger se trata, siempre preferiré un bolero antes que un tango.
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Alfredo Aguilar
Marta
“Sé que a veces miro para atrás pero es para saber de dónde vengo.” Mal país (Como un pájaro)
Marta frenó en el semáforo y de inmediato sintió el acoso de los vendedores que se asomaron por la ventanilla del auto, tratando de aprovechar los escasos segundos que les quedaba antes que la luz verde se encendiera de nuevo, para lograr la venta de su mercadería, un variado menú que incluía desde tártaras, accesorios para celulares, jocotes, pastillas de menta. Las caras jóvenes y viejas curtidas por el sol, que se peleaban la posibilidad de atraer su atención. Entonces decidió cerrar la ventana, como si interponer un cristal borrara la pobreza; un gesto que la avergonzó pero que no pudo evitar. Miró hacia el tablero del auto buscando la cajetilla de cigarros y se topó con la libretita pegada al cristal por medio de una 147
El amor es eterno mientras dura
ventosa, la cual desde su divorcio se había convertido en herramienta imprescindible para su supervivencia, pues allí anotaba cada noche una minuta de tareas por realizar al día siguiente. Encontrar en la primera línea de los asuntos pendientes el internamiento de su madre, separado sólo por un renglón del pago de los recibos de agua, luz y teléfono, le pareció sumamente triste. La separación física de aquella mujer que había estado presente en todos los momentos alegres y tristes de su vida, puesta allí como un dato más, una tarea más que cumplir entre las muchas que había tenido que comenzar a realizar desde que Marcos se fue, no dejó de producirle un sentimiento de rechazo hacía sí misma, como el que ahora hacía desviando su vista de la ventanilla, para que no la importunaran los vendedores. Al parecer adelante había sucedido una colisión, porque la fila de autos no se movía y ella necesitaba llegar antes del mediodía a la oficina. Con uno de sus movimientos reflejos de los que estaba construida su rutina miró el reloj; eran las once y treinta, la hora en que le dijo Julio que salía su vuelo. La noche del miércoles, mientras cenaban una pizza en Il Pomodoro, como si hiciera el comentario más trivial, Julio le comunicó que había adelantado su regreso a México para el viernes y le propuso verse el jueves de nuevo, pero ella le contestó que no le sería posible, ya que esa noche dormiría en casa de su madre, pues al día siguiente por la mañana debía llevarla a internar en el asilo que habían escogido. A ella le hubiera gustado que Julio se interesara en la salud de Irma, pero él seguramente tomó la alusión como la fría justificación para no verlo y continuó hablando de otras 148
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cosas, ninguna relacionada con los días que pasaron en Playas del Coco, y cerca de las diez de la noche se retiraron. Lo dejó en el hotel y a la hora de despedirse sólo la besó en la mejilla. Ella esperaba un abrazo o la invitación a bajarse, pero no fue así, lo que de alguna manera agradeció, su cabeza se encontraba ocupada con la preocupación del internamiento de su madre al día siguiente. Lo miró perderse con su caminar cansado, los mismos pasos que la acompañaron muchas veces por aquellas calles para ir a comprar pan a la vieja panadería que quedaba al lado del cine Yadira, que hacía ya muchos años habían demolido, o ir a comer a un restaurante que quedaba donde, años más tarde, levantaron la rotonda de Betania, hasta que su vista lo perdió en el zaguán que conducía a la recepción del hotel. Se fue a su casa y un sentimiento de abandono y a la vez de alivio la invadió. Ahora, mientras esperaba que se descongestionara el tránsito, pensó de nuevo en Julio, en lo lejano que siempre había estado y en la imposibilidad que tienen los hombres para entender que lo que buscan muchas mujeres no es un hombre que les pertenezca, sino uno al cual pertenecerles. Desde siempre había sabido de dónde venía y ahora creía tener claro hacía dónde quería ir. Su vida ya no necesitaría nunca más un espejo retrovisor. san felipe, julio
2006-julio 2007
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