Elizabeth JimĂŠnez
Los pasos rojos Cuentos
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A Alberto Jiménez Jiménez y Melba Jiménez Guardia, in memoriam
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Quien tiene un para qué vivir Podrá aguantar casi cualquier cómo. Friedrich Nietzsche
La vida es un viaje experimental realizado de forma involuntaria. Es un viaje del espiritu a través de la materia, y como es el espíritu el que viaja es en él donde se vive. Hay, no obstante, almas contemplativas que han vivido más intensa, extensa y tumultosamente que otras que han vivido externamente. El resultado lo es todo. Aquello que se ha sentido, es lo que se ha vivido. Fernando Pessoa, Libro del desasosiego
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Agradecimientos Manfred Bansbach, Julián Bansbach, Elizabeth Núñez, Astolfo Jiménez, Sussi Jiménez, Willmar Bansbach, María Elena Esquivel, Mario Arroyo, Rafael Ángel Herra, Magda Córdoba, Bárbara Ulloa, Carmen Alava, Diana Rovira, Amo Rueda, Michelle Boyd, Alonso Rodríguez, Lorena Brilla, Leda Ureña, Natasha Donoso, Carlos Valverde, Karel Thijs, Maricé Porras, Ximena Miranda, Laura Flores y a todos los que me han apoyado en este proceso de escritura.
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Pasos rojos
Rafael Ángel Herra
Sorpréndase con estos Pasos rojos, querido lector, cuando admire el recurso del que se vale Elizabeth Jiménez para afinar el gozo de leer: la autora crea lazos entre relatos independientes, como si tuvieran ventanas y se asomasen a la intimidad de los que están al lado. Los cuentos de la colección dialogan entre sí, se aluden unos a otros con gran soltura, sin perder la especificidad de su historia. Esta técnica permite crear narradores en primera persona, los cuales, a su vez, han aparecido o aparecerán como personajes que animan a otros cuentos en el mismo libro. No es un azar, más bien es una voluntad de escritura por la cual la autora se suelta para explorar esta red de vasos comunicantes. En todo el libro hay un objeto compartido, un punto de convergencia, casi una fascinación: los zapatos rojos. El color rojo, por su parte, contribuye a crear un símbolo común. Ambos factores aparecen una y otra vez, de modo que el lector 5
disfruta de un efecto particular y se encuentra con pequeñas sorpresas: cada relato es un acontecimiento nuevo, pero a la vez alude a algo conocido en textos que anteceden. Al final, el torrente de acciones se amarra en la circunstancia de que uno de los personajes resulta ser el recolector de los cuentos, alguien inesperado, figura clave que, no sin motivos, se relaciona también con los zapatos rojos. Ese relato se vuelve sobre sí mismo y da cuenta de los demás. En las historias concurren el amor, el erotismo, la violencia, la seducción, los engaños, la solidaridad, el odio, la amistad, el conflicto de familia y echa miradas casi irreales a la realidad, la nuestra, la de esta Costa Rica urbana y sus sectores sociales. El estilo es suelto, elegante, bien cuidado, no se inhibe ante nada cuando se trata de contar y, con frecuencia, penetra con ahínco en los escondrijos del alma. Bello trabajo, con identidad: otro buen caminar de las nuevas letras costarricenses.
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Invisible
Saqué mi peluca del closet y la peiné. Elegí los tacones rojos de punta fina. Un lápiz de labios, encrespador y base facial. Bañarme no me tomó más de diez minutos; procuré asearme lo necesario. Dejé correr el agua, sentí las gotas caer sobre mi cráneo y después imaginé que mi cerebro se limpiaba, mientras el tatuaje de dragón feroz se desdibujaba en mi antebrazo. En casa todos dormían. Los veía con infinita envidia. Ese tipo de sacrificios me permitía disfrutar de algunos momentos de silencio en un espacio temporal de libertad. Nadie me decía nada. Pudo ser una cuestión mía, muy mía, en un universo de paralelismos. Sin hacer ruidos, cerraba la puerta con mucho cuidado, tratando de que el arrastre del llavín no provocara disturbios. Tenía una obsesión. Revisaba más de tres veces cualquier proceso. Apagaba las luces, desenchufaba el tostador, apagaba el tanque del agua caliente. Nuevamente volvía a revisar los procesos. Incluso cuando respiraba fingiendo cierta tranquilidad, caminaba a la parada de buses con la extraña sensación de haber dejado algo fuera de su lugar. Me atormentaba pensar en mis posibles fallas. El trabajo era el trabajo. Mi jefe, tipo medianamente imbécil, prefería gritar en voz baja y atrasar el pago cada quincena con excusas interminables. Tenía que ayudarle a mi madre con el pago del alquiler. El palo de piso tenía su propio ritmo. El baile siempre era el mismo. Yo 7
prefería las herramientas de madera y los productos de látex, para que mis manos no sufrieran y tampoco mi cuerpo. Después de los recreos la escuela quedaba inmunda. Los días más arrebatados eran los jueves. Los chiquillos salían de clase de religión azurumbados. A unos cuantos pasos, yo oía al padre Juan hablando del infierno como un lugar pavoroso donde entraban todos los hijos del pecado. Cada vez que oía la palabra castigo, me daban ganas profundas de darle un premio a todos los mocosos para que atormentaran al padre. Después de las clases de religión y el acomodo de los versículos, los chiquillos tenían el recreo de cuarenta minutos. Aprovechaban para comerse algo y luego empezaban las mejengas en la cancha de fútbol. Yo les ponía una alfombra de hule para que se limpiaran bien las patas, les insistía; pero la gran mayoría pasaba dejando las pisadas de tierra. Así me jodían la existencia y yo mismo quería mandarlos al infierno del padre Juan. Una vez oí a Lucía Canales, una chiquilla de cuarto grado, decirle a algunos compañeros que tuvieran más consideración y se limpiaran los pies, a lo que uno de ellos respondió sin mayor aspaviento: —Nosotros ensuciamos, porque para eso se le paga a un conserje, para que limpie. Yo sabía que a esos monstruos no había que inculcarles miedos porque ya traían al demonio adentro. Sin embargo, no les reclamé nunca nada, pertenecían a su infancia, a sus modos de crianza; a mí me pagaban para limpiar.
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Seguía limpiando como si supiera que también en el corazón del padre Juan se escondía una serpiente negra. Como si cada zancada de los chiquillos después del recreo se me clavara en señal de alerta. Siempre fue insoportable esconderme de los discursos que acarreaban la exclusión. Opté por limpiar, para hacer que los demás me sintieran invisible. Cuando acababa mi jornada de trabajo quedaba con pedazos de pedagogía en las orejas. Y de enseñanzas en el cerebro: cálculos matemáticos, teoremas, versículos, localización de ríos, pecados, extensión de llanuras; y además infiernos rojos dibujados por el padre Juan todos los jueves, después de que me veía por detrás, como acusándome en silencio. Al ser las cuatro y media me fui con la mochila a cuestas y mis ojos negros pegados a la acera. Caminé dos cuadras y tomé el bus que me llevaba a Tibás. Mi delgadez me hacía caminar rápido. La señora Mina me recibió con un beso en la mejilla. Yo me fui a cambiar al baño. Me bañé primero, con tranquilidad, me puse mi minifalda, mi peluca, mis labios quedaron rojos y vivos; me dispuse a entrar al cuarto donde me esperaba don Ernesto. Él se había tomado su pastilla azul. Me acarició las piernas y me besó la espalda. Me pagó por cuarto de hora trabajado. Y yo dejé de llamarme Javier Barrantes para convertirme en su adorada Lulucita.
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Veneno de araña
Han sido días muy intensos. Los magistrados han estado en la sala de votación toda la tarde. La presidenta de la Sala, la señora Sonia Ovares, parece no controlar su ojo ni el temblor intermitente de las manos. No hay aire acondicionado; tampoco ventilación propicia. Llegué como de costumbre. Entré a la sala y le puse a cada uno un vaso con agua sobre la mesa. Parecía que todos estaban preocupados discutiendo temas muy serios y trascendentales. Yo seguía notando que el ojo verde de la magistrada estaba medio caído, como si la hubiera orinado una araña. Tenía tiempo de estar limpiando el edificio de la Corte. Lo había visto todo. Un día, después de mi horario de trabajo, me quedé sentado en la silla de doña Sonia, que ya se había ido. Abrí gavetas, cerré puertas, examiné expedientes. En uno de los anaqueles encontré unos zapatos rojos de tacón alto. Me imaginé a Sonia usándolos sin ropa. Después recuperé la imagen de la magistrada con el ojo verde caído por el veneno de la araña y se me pasó la calentura. Dejé todo en su lugar, no importaba el tiempo, en ese momento era el dueño de su oficina y me sentía rey por un instante largo. Cuando estaba disfrutando de mi trono temporal, un sonido me hizo brincar de la silla y ponerme de pie en un segundo. El llavín se abrió 10
con un solo movimiento. Disimulé muy bien. Sonia no conocía a ciencia cierta mi horario de trabajo y tampoco importaba mucho. Siempre podía justificar unas cuantas horas extra para limpiarles mejor las oficinas a esos excelentísimos servidores públicos. Sonia no me vio con extrañeza. Afortunadamente yo tenía mi trapo en la bolsa del pantalón y opté, en un gesto casi automático, por sacudir los objetos que yacían sobre el escritorio. Estuvo pocos segundos revisando papeles. Acto seguido tomó conciencia de que no estaban todos en el lugar donde los había dejado, pero no le dio importancia. Parecía que buscaba algo que aún no sabía a dónde había dejado. Era una mujer desordenada. Tampoco parecía tener hábitos de limpieza. Algunas veces la observaba quitándose la pintura de uñas con los dientes, otras veces se quitaba comida de los dientes con los dedos. Yo lo observaba todo. Finalmente Sonia abrió la gaveta donde aparecieron sus zapatos rojos de punta fina. Tenía unas piernas largas bien formadas, que aun con barro sobre la piel, yo no hubiera tenido reparo en chupar. Así, Sonia me miró, y cuando estaba dispuesta a colocar los zapatos de tacón alto en la bolsa que traía dentro de su cartera, me dijo: —Soñé con usted. Le respondí: — ¿Y estuve bien? Al día siguiente llegó con el ojo tapado. La sentí un poco angustiada, se acercó y mirándome con un poco de duda me dijo: “soñé que usted me limpiaba las piernas llenas de barro”.
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Comida rápida
Son las doce y media, necesito caminar con rapidez. En este centro comercial todo es lento. ¡Qué absurdo! La lentitud. Responder con lentitud es el peor negocio. Mis clientes no toleran el atraso, ni las medias tintas. Cómo me gustaría trasladar mi agencia de publicidad a algún país que no duerma. Irme volando, teletransportarme; eso sí, con mi equipo de trabajo y mi perro Markus. Mi locura siempre han sido los zapatos. Prefiero hacer negocios con diseñadores extranjeros; de hecho, por vínculos empresariales he conocido diseñadores madrileños jóvenes, pero cuando no me queda de otra compro aquí. Me metí a una de esas tiendas baratas, donde los zapatos cuestan cien dólares. Me sigo arrepintiendo de esa compra, porque mis amigas ya me dijeron que se los han visto a varias secretarias del club. Y aunque yo sé que me estaban mintiendo, en el fondo fue una llamada de atención. Siempre hay que agradecer la honestidad. Ya son las doce y treinta y cinco y esta fila de comida rápida no avanza. ¡Qué maldición! Sigo pensando que la lentitud de este país es una cuestión de mal entrenamiento. Es que si esta gente estuviera trabajando en mi agencia de publicidad ya estaría en sintonía y trabajando superestimulados. Cuando el estímulo está presente la gente olvida cuál es la jornada laboral de ley. Yo, por ejemplo, una vez al mes llevo a mi team a un restaurante gourmet. Probamos diferentes tipos de gastronomía. Siempre he pensado que el tema de la formación es integral. Por eso tengo ya varios cursos en coaching empresarial. Ha venido gente de España y Canadá a dar talleres y he tenido la suerte de
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participar. Carísimos, pero vale la pena: cinco mil dólares sin materiales. Mi gente confía en mí y yo confío plenamente en ellos. Tenemos clientes grandes. Algunos heredados por la empresa de publicidad de tío Enrique. Pero ojo, que nadie me subestime, porque yo he logrado mantenerlos. Una cosa es que le den la cartera a uno y otra que uno la conserve. Pero bueno, no sé por qué pienso en comida rápida, por qué estoy haciendo esta fila. No puede ser, no puede ser… ¡increíble! Es el imbécil de adelante, el anciano; ese viejito es el que está atrasando. Claro, claro, un burócrata más, un letargo andante. ¡Tercera edad! Debería tener consideración conmigo. Voy a tener que ayudarlo. Qué pereza, yo con el tiempo medido y este tipo aquí haciéndome la vida un infierno. Y estos zapatos rojos de punta fina me están matando, no sé en qué momento me los compré. Zapatos hechos en China, diseñados por un gringo sin noción de ingeniería del calzado, y comercializados por algún costarricense de mente corta. Voy a acercarme al señor, voy a decirle algo, es el momento justo, ahí voy: “Vea, señor, disculpe, si usted no sabe contar sus billetes entonces sálgase de la fila y deje que otros podamos pagar. Esto es comida rápida, si usted quiere sentarse cómodamente, como bien se lo merece por su edad y por su condición, entonces vaya a otro lado: aquí nomás hay un restaurante lindísimo con terraza, superrecomendado”. El señor no me vio a los ojos, solo me miró los zapatos y me dio la espalda, y su cabello plateado me insultó sin decir palabra. Yo tuve que esperar a que el viejo terminara. Finalmente pude comer… bueno, hacerme tragada la comida. Tenía una reunión con un cliente 13
recomendado por tío Enrique; habían sido compañeros en la universidad, en Estados Unidos. Fui rápidamente a tomar mi vehículo y encendí el aire acondicionado. Puse música new age para relajarme, mientras pensaba en lo chiva que sería hacer mi primera media maratón en Chicago. Tenía mucho tiempo de estar esforzándome, mejoré mis tiempos, vendrían las compensaciones. Cuando llegué a la oficina del señor Valdeperas me sorprendió la sobriedad. Tenía un grabado de un artista que parecía famoso; yo no sabía mucho de arte, pero bueno, se veía muy bien, al menos el marco era impresionante y el color de fondo contrastaba con el cedro amargo de los muebles. La secretaria pelirroja me ofreció algo de tomar. Esperé cero segundos, el señor Valdeperas era la puntualidad hecha persona. Cuando entré a su estudio estaba de espaldas terminando una conversación telefónica. Al volverse hacia mí, me saludó con mucha fineza. Yo empecé a sudar y sentí que me iba a cagar del susto. Valdeperas quería formular una campaña estratégica para su empresa farmacéutica con unos medicamentos muy buenos, una especie de producto como el viagra, pero con una duración de veinticuatro horas en el organismo, gran novedad en la industria farmacéutica. En un momento dado, cuando me observó, fijó la mirada en mis zapatos rojos de tacón fino y me dijo: —Qué lástima, señorita Huertas, creo que no vamos a poder hacer negocios; esta campaña va dirigida a personas de la tercera edad que probablemente sean un poco más lentas que usted. Viera que yo no tolero trabajar con zapatos rojos de tacón fino. Hoy al almuerzo, justamente, tuve unos frente a mí, tan parecidos a los suyos; le aseguro que es imposible para mí asimilar que tenga usted tan mal gusto para
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elegir, como aquella otra señorita de la fila. La acompaño a la puerta y saludos cordiales a su tío Enrique.
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El hábito
La primera vez que la vi fue una tarde de septiembre. La coordinadora del proyecto de círculos de paz me había insistido mucho en que hiciera el curso. Me senté a la par de una señora que tenía la voz muy peculiar, tuvimos la oportunidad de hablar mientras la actividad seguía su curso. Parecía oradora innata. Yo solía hacer lecturas rápidas de la gente. Ella tenía el cabello negro azabache, los labios gruesos y una estela de buena energía que caía sobre mis hombros. Cuando hicimos contacto visual la observé con detenimiento. Sentí que había sido monja de claustro, parecía que compartía ciertas ideas con Freud y eso la convertía en mi cómplice. Por último la fuerza de su enagua color café me recordó a mi profesora de español. Esa nostalgia me provocó angustia. La docencia como medio de ganarse la vida o de perderla. La fase introductoria de cualquier actividad pone a los participantes en aprietos. Cada uno debía presentarse y usar gafete con el nombre, escrito con marcador negro. Lamenté esa primera parte, recordé la escuela, las convivencias y los sándwiches de atún que me preparaba mi mamá para comer. El aceite del atún siempre se chorreaba en la parte interna de mi bulto. A fin de cuentas, como estaba cerca de Yolanda, ella me comentó que tenía un centro de atención, una fundación para hombres que habían sido abusados sexualmente.
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Le comenté que tenía una fascinación por dibujar seres alados, la inclinación por dibujar alas como única alternativa para renacer después de algún corte abrupto. ¿Alguien me habría cortado las alas? ¿Alguien le habría cortado las alas a ella? No sé cuánto tiempo pasó, la actividad terminó a las cuatro y treinta. Sí, Yolanda tenía una fundación y no tenía puesto un hábito. Me había equivocado con mi primera lectura. No volví a ver a Yolanda hasta que nos reunimos para concluir la última jornada del taller. Todos los grupos de trabajo debían desarrollar un círculo de paz, buscar un conflicto y aplicar el procedimiento de resolución alterna. Nos saludamos de forma efusiva, incluso intercambiamos números de teléfono. Le ofrecí un cuadro para su fundación, un ofrecimiento sincero, aun cuando sentía que no tenía mucha inspiración. Lo último que había pintado resultó tan espantoso que opté por pasarle acrílico blanco y limpiar el lienzo. Unos minutos antes de despedirnos, Yolanda me contó que había sido religiosa por quince años; además monja de claustro en un monasterio de Córdoba. Por un tiempo el contacto que tuvo con el mundo externo fue casi nulo; pasaba la mayoría del tiempo rezando. También me comentó que después de dejar los hábitos había decidido estudiar psicología, y un par de años más tarde sintió la necesidad de crear una fundación para adultos con procesos de trauma importantes. Quedamos en hablarnos, no recuerdo bien la forma de decirnos hasta pronto. Meses más tarde yo estaba de camino a mi trabajo. En ese momento trabajaba administrando las finanzas de un museo, propiedad de una viejita insoportable pero solidaria. El museo tenía varias piezas 17
precolombinas y algunas pinturas de varios artistas centroamericanos, donadas por un museo de unos amigos suyos, situado en León, Nicaragua, para una exposición permanente. Yo exhibía de forma temporal una colección de pinturas ahí. Mi trabajo se enfocaba en los zapatos. El cuadro más significativo era el número cuatro. La pintura presentaba en un primer plano a una persona sentada en una silla de madera con el hábito blanco colgado en un ropero. En un segundo plano, como cruzando una dimensión apenas perceptible, los zapatos rojos de punta fina.
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Leopoldo
Costa Rica me concedió el estatus de refugiado un dos de diciembre del 2003. Vivía al noroeste de la República Democrática del Congo. A lo interno existían muchos conflictos. Un estruendo pavoroso me dejó pedazos de dinamita en la cien. Cada disparo se extendía cerca de mis piernas y me hacía correr más rápido. Logré refugiarme en una casona abandonada donde se encontraban muchas caras desconocidas. No alcancé a reunirme con mi madre y mis hermanos porque cuando estalló el conflicto, ya estaban a varios kilómetros de distancia. Fui llamado refugiado no acompañado. Era un niño que estaba prácticamente desahuciado, sin orígenes. Los organismos internacionales buscaban formas de contactar a mis parientes cercanos, pero la mayoría había muerto en manos de los militares, o por alguna bala perdida. Una vez que los niños lográbamos llegar a la zona fronteriza recibíamos traslado inmediato. El territorio vivía en tensión permanente y los niños nos sentíamos solos. En la ruleta de la suerte estaba mi destino. Como lo estuvo una vez el destino de mi país en manos de Bélgica, cuando al convertirnos en colonia, pasamos a formar parte de las propiedades personales de Leopoldo II. Una vez que el proceso finalizó y no se encontró indicio ni 19
hallazgo de mi procedencia, me inventaron un nombre con apellidos y me sentaron en un avión. Estuve temporalmente en un centro estatal de cuido francés. El organismo internacional tuvo que darle seguimiento a mi proceso y consiguió que un país de Centroamérica me acogiera. Finalmente, después de varios meses de estar en Francia, fui trasladado a un centro de atención para jóvenes menores en Costa Rica. Por motivos de infortunio no fui adoptado por ninguna familia costarricense. El centro donde viví hasta los trece años era liderado por una mujer maravillosa que en su momento también había sido refugiada. Una vez que cumplí la mayoría de edad, se me dio un nuevo estatus, algo así como de ciudadano perdido. Encontré trabajo como asistente de zapatero donde un señor que paradójicamente también se llamaba Leopoldo. La zapatería de Leopoldo quedaba en Zapote, cerca de la iglesia. Se podían oír las campanas. El taller era bastante desordenado. Había una estantería de plywood pandeada del lado derecho. Ahí se encontraban zapatos desperdigados, con las suelas sucias: sandalias, botas, botines, zapatos bajos, zapatos deportivos, sandalias con motivos y cristalitos raspados. Yo aprendí rápido el oficio. En un inicio, mi labor fundamental como asistente fue pegar y colocar tapillas. Ya con el tiempo reconstruía los contrafuertes y cosía los soportes internos y externos; inclusive, llegué a solventar problemas con varias hormas deformadas. Curiosamente, el estatus de refugiado se lo pudieron dar a varias de mis vecinas del Congo porque estas informaron de su negativa de ser sometidas a la mutilación del clítoris, práctica que tenía por objetivo 20
eliminar el placer. En la zapatería oíamos de vez en cuando las noticias en el televisor de don Leopoldo. En la zapatería me sentía a salvo. Entre tantas formas y diseños, los zapatos parecían dueños de las calles y de los caminos andados. Cuando los reparaba imaginaba el oficio y las condiciones de sus propietarios. Muchas veces me llevé grandes sorpresas. Un día saqué por error unos zapatos rojos del estante de atrás; quería traer un pegamento nuevo, porque el pegamento de cola estaba a punto de morir. Encontré unos zapatos de cuero rojo, con el tacón muy fino. Me llamaron la atención porque se veían empolvados por el transcurso de los días, pero no presentaban ningún problema visible. Le pregunté a don Leopoldo qué hacían esos zapatos ahí, y él, sin mayor sorpresa, me comentó que un día, una señorita de muy buen ver había llegado furiosa a la zapatería. Solo dejó la bolsa e indicó que volvería por ellos en unos días. Me dijo que su apellido era Huertas. Me dejó un número de contacto, sin embargo cuando intenté localizarla, la operadora me indicó que el número no pertenecía a ningún abonado.
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Luis XIV
Los círculos de paz se llaman así porque la dinámica empieza y termina en círculo. Lo más curioso es que están avalados por ley, es decir, lo que se discuta en un círculo de paz, lo que por consenso sea sometido a acuerdo general de participantes adquiere carácter de cosa juzgada. La gente está acostumbrada a evitar el conflicto. El conflicto, una vez que se aborda, está plagado de intrigas, resentimientos, rencores profundos, controlados a su vez por otros monstruos. Cualquier persona puede asistir a la capacitación para guiar un proceso de paz. Generalmente es preferible que la persona cuente con ciertas destrezas de orden psíquico. El manejo de las emociones es difícil y aún más cuando las personas experimentan un proceso de conflicto en su apogeo. Por esa razón, no dudé en llevar el curso. Cuando mi colega en psicología me habló de la capacitación, acepté de inmediato. Catalina trabajaba en el departamento de relaciones públicas de una Universidad privada enfocada en procesos de paz. La capacitación inició en Ciudad Colón. Yo tenía muchos años de haber dejado el hábito, cuando me reintegré al desafío de las tentaciones, me encontré lavándome las manos cada quince minutos, como si tuviera que limpiarlo todo. No fue sencillo tomar una decisión, en el fondo debía medir muy bien mis pasos para no arrepentirme. De alguna manera podía estar rechazando la idea de fallarme a mí misma… como 22
un autoengaño. Entonces no sabía si era preferible la continuidad como mecanismo de control o la abdicación como mecanismo de salvación. En el convento donde viví, escuché a la hermana Rita decir que los zapatos de tacón alto habían sido usados por el rey Luis XIV de Francia, quien, obligado por su baja estatura, recurrió al tacón para aumentar diez centímetros. Una ola de interés volvió los ojos de los aristócratas hacia Persia, instaurando la moda de los zapatos de tacón alto en Europa Occidental. Cuenta la hermana Rita que cuando los zapatos de tacón llegaron a las clases más bajas, los aristócratas decidieron subir la altura de los zapatos como mecanismo de defensa. Yo me había acostumbrado al zapato bajo, pero un ortopedista me salió con la cantaleta de lo malo que resultaba para las piernas y los pies el tacón plano. Me señaló con una hojita diseñada por su secretaria la altura ideal del tacón que debía usar. Con el tiempo fui comprando zapatos de diferentes estilos, y me fui aficionando a los altos. Además la nueva vida fuera del claustro me permitía ingresar por la puerta grande de los pecados capitales. La vanidad dosificada tampoco me expulsaría automáticamente de ningún paraíso. Empecé a utilizar los servicios de Leopoldo, el zapatero de Zapote. Yo no vivía en Zapote, pero mi amiga Catalina sí. La recomendación era de peso, parecía que Leopoldo y su asistente tenían magnífica mano. Yo siempre entraba como Pedro por su casa al taller. Al principio los dos hombres, uno gordísimo y el otro flaquísimo concentrados en sus labores, se ofuscaban un poco por mis instintos confianzudos, luego me veían entrar y salir con naturalidad. Por mi trabajo en la fundación me gustaba vestir de forma cómoda, sin renunciar a los pecados del 23
buen gusto. Llegué un jueves apresurada para que me cosieran unas botas que había comprado hacía un tiempo en Guatemala. Cuando las estaba colocando en el estante vi unos zapatos rojos muy llamativos. Eran de cuero, lisos, pero con un diseño muy agradable; una cinta delgada cubría la punta trasversalmente, y esta última, de cuero delgado, sostenía un adorno discreto color bronce. Yo quería unos zapatos parecidos, quizá iguales, así que le pregunté a Leopoldo por la dueña; pensé que quizá me podía decir dónde los había comprado. Me acerqué a Leopoldo y noté que el asistente me veía con curiosidad, bajó la mirada, mientras se subía el tirante que sujetaba su pantalón y automáticamente se le resbalaron los anteojos. Yo, por hacerles una broma, les hice una buena oferta para comprar los zapatos. Le dicen a la dueña que se metieron a robar y se los llevaron. Leopoldo con toda su gordura a cuestas me miró por un instante larguísimo mientras se comía un pan con canela y me dijo: “Se los vendo; eran de una señorita que los vino a devolver, como si estuvieran malditos. Pero como usted fue religiosa, o monja, sabrá cómo quitarles la mala vibra”.
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El edicto
Cuando una prostituta me dijo que los zapatos de tacón alto habían sido una invención del demonio, no le creí. No le creí, porque pensé que la invención del demonio había sido ella con su cabello rubio teñido y esa pulsera de oro puro encarnada en el tobillo. No soportaba el olor de su cabello, un olor que probablemente tendría hasta el último día de su vida. La odiaba porque yo suponía que el tabaco que se le había quedado impregnado en su cuerpo también me lo estaba impregnando a mí, como en una especie de contagio irremediable. Yo no podía tolerar la falta de sueño, y ella debía dormir poquísimo, se le notaba en las ojeras, esas ojeras que terminaban matándole el brillo en el ámbar de sus ojos. Cuando caminaba movía las piernas con gracia y soltura. Eran piernas robustas y largas sin una gota de grasa. A pesar del licor y el tabaco, Mayela tenía un cuerpo escultural. Pero continuaba odiándola, la odiaba tanto o más que a la noche. La noche la hacía convertirse en cabra loca. Yo no soportaba a las cabras locas. Recuerdo que la vida era una especie de barquita de madera donde entraba para mantenerme a salvo, pero de repente llegaba la noche y me ahogaba varias veces en el
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mismo cuarto, aparecía muerto y luego venía la sorpresa. ¡Maldita vida! Seguía dándome treguas. No sé quién le compraba los zapatos a Mayela. A mí solo me dijeron que sus zapatos eran de quinta categoría. Un día por la mañana abrí una revista vieja que estaba cerca de la mesa; esas revistas raras donde hay reportajes también raros. Había una fotografía con un fondo monótono e indescifrable. Acercándose al plano principal estaban dos largas piernas cubiertas con unas medias blancas. Y los pies atrapados por unos zapatos de tacón fino de punta roja. El artículo era sobre moda. Decía que en la década de mil seiscientos setenta, el rey Luis XIV había firmado un edicto a partir del cual solo los miembros de su corte podían usar zapatos de tacón rojo. Yo por mi parte pensé que el edicto había superado en todo o en parte las especulaciones que podían rondar mi cabeza. Si el edicto seguía vigente, los zapatos que habían llevado a mis compañeros de escuela a decir que mi mamá era puta –porque sus mamás decían que solo las putas usaban ese tipo de zapatos–, no eran más que el requisito para el trabajo digno y seguro que mi madre desempeñaba en la Corte, sí claro, en la de Justicia. Ahora recuerdo aquel día cuando Mayela, mi madre, me miró con sus ojeras negras mientras se quitaba los zapatos rojos. Le pedí perdón en silencio.
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El verdugo
Cuando me ponía de pie, de vez en cuando me temblaban las piernas. Hacía muchos años que me pasaba lo mismo. El temblor inicial de cualquier práctica rutinaria. Me convertí en un elemento más, en una ventana cerrada con agujeros. A veces la multitud me asustaba; sobre todo al inicio: me sentía como una hormiga tratando de encontrar la salida. La salida estaba frente a mí, pero no la podía ver. Una imagen me perseguía dando vueltas cada cierto tiempo. Si lograba evadir mis miedos pasaba un buen rato sin ansiedad, incluso llegaba a entender mis propias ideas. Cuando miraba al frente y el silencio de mis palabras me quemaba la lucidez, entonces sentía que la puerta del frente estaba sellada con cuatro clavos negros. Cuando quería salir corriendo, alguien me detenía, me encadenaba a la silla y no lograba abrir la boca. Tampoco lograba desafiar al verdugo. En ocasiones el corazón se me aceleraba y sentía que se me partían los pulmones en dos. Cuando me encontraba solo en medio de esa multitud de gente, en ese inmenso mar de dudas. Sin fe, sin voz, podía sentir las pulsaciones aceleradas, y el verdugo seguía sin darme tregua. Me encadenó sin reloj y sin tiempo. Cuando pasaba la peor parte de los
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días, un coro angelical me devolvía la paz que había perdido. Me resignaba a vivir de pie, sin destino. La imagen del verdugo siempre fue recurrente. Mi madre Mayela con sus zapatos rojos. Después, mi madre llevándome de la mano hacia la iglesia del Socorro para que pudiera recibir el sacramento de la comunión y finalmente mi madre recibiendo los honores que la adjudicaban como madre y señora, como señora y madre del Padre Juan. Así estuve siempre, dando la homilía con esos tacones de punta fina, rojos como la sangre de los vencidos. Y me dolían los pies como si todos los caminos fueran un solo desierto de piedra fría.
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Cuarto oscuro
Yolanda recibió el cuadro número cuatro un primero de mayo. El hábito blanco, los zapatos rojos y el marco de madera. ¿Cómo llegaba un hombre a la fundación de Yolanda? Durante mucho tiempo los hombres llegaban a la fundación movidos por la desesperación que acarreaba el silencio. Hablar de traumas masculinos podía resultar tan traumático como los traumas mismos. Así era repasar los hechos, reconstruir con pedazos de recuerdos y luego llorar con mucha angustia, pensando quizá que todo fue un error cerebral. Un neurotransmisor mal puesto. Durante todos los años de psicología clínica, Yolanda había entendido que cada caso era un universo completo. Un acto de extrema urgencia la movía siempre a la utilización del recurso oral. Hablar, dejar hablar en un cuarto oscuro, en un cuarto con paredes blancas que tenían murales coloridos y figuras infantiles. Había que sacar la tarea, colocarle nombre y apellido a los actos, a la barbarie y a la mezcla del misterio más abominable. Lidiar con la violencia sexual desde un espejo quebrado donde se desploma la hombría. Una vez que los pacientes entraban al centro, se reencontraban con su niño herido.
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El cuarto de murales albergó a muchos niños que decidieron enterrar sus experiencias. ¿Quiénes tenían la posibilidad de salvarse? Yolanda siempre pensó que los niños que perdía eran los adultos que encontraba. Cada nuevo paciente, cada nuevo miembro tenía su propio proceso. Algunos permanecían aterrados. Solamente dejaban de llorar cuando terminaban de escuchar sus propias voces. El dibujo siempre fue parte del proceso. Yolanda creía que la terapia de recuperación empezaba con el color. La elección del color. Después llegaba la forma, la elección de la forma, y por último la creación. Lo creado estaba vivo y a salvo. Las alas volverían a crecer y los hombres podían volver a volar. En una tarde de abril, ante las paredes blancas de figuras infantiles un hombre de cuarenta y tres años dibujó unos zapatos rojos de tacón alto, eran zapatos hechos a la medida, eran los zapatos de Lulucita, la mujer adorada que vivía en el vientre de Javier Barrantes.
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Manifestaciones grotescas
Cuando conocí a Fausto lo investigué primero. Sabía que el tipo escribía desde hacía un tiempo. Me gustó su estilo. Siempre escribía en términos escatológicos. Tengo tres años de estar en esta relación medianamente estable. La estabilidad no me la da Fausto sino más bien sus textos literarios. Soy muy obsesiva. Me gustan las cuentas claras. En su producción literaria, Fausto tenía un poemario publicado. Me cercioré sobre el contenido ideológico de su material. No me hubiera llamado nunca la atención un poeta creador de sonetos petrarquistas. Los temas trascendentales ya habían sido muy maltratados. En lo que respecta a sus tres novelas, había un número de cinco muertos desperdigados en cada una de ellas. Eso estuvo bien. Si una novela no tenía muertos entonces el autor me daba mala espina. Que el escritor evidencie su lado oscuro es fundamental. Cada uno de sus muertos tenía un significado. Busqué datos biográficos. Fausto era un hijo de la clase media, había crecido en Coronado. Me gustó que fuera además de escritor, nutricionista, porque sabía que gorda nunca iba a estar.
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Una de sus novelas hablaba de un envenenamiento basado en una dieta alta en carbohidratos. Cierto tipo cincuentón que, harto de su mujer, empieza a hacerle pan casero y le va poniendo bromuro y sulfato en pequeñas cantidades; además, le compraba suplementos alimenticios que habían sido retirados del mercado hacía unos años. El tipo que se apellidaba Chinchilla ya tenía pagado el sepelio y a la suegra le había puesto el resto de la masa congelada en la refrigeradora. El tema parecía inverosímil, pero me entretuvo, y eso lo agradecí siempre, sobre todo después de unos meses de tensión absoluta en el trabajo. Yo estaba creciendo muy rápido en mi empresa y lo menos que necesitaba era estresarme viendo violencia, programas de música de los noventa o alguna película o serie de narcotraficantes. Así que Fausto me tenía bien entretenida. Siempre llegaba a mi casa y me decía: “señorita Huertas, quítese la ropita y se pone esos zapatitos de tacón alto. Los rojitos”.
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Destinos paradisiacos
Cuando me senté en mi silla tuve una mala espina. No sé por qué me imaginé que saliendo de mi trabajo tendría un accidente. Sí, un accidente. Yo tenía varios años de estar dedicándome a pensar en negativo. Por un momento olvidé que algo en el mundo tenía color. Cuando el reloj despertador marcaba las seis menos cuarto, me levantaba directo a la ducha y me mojaba la cara con agua muy fría antes de bañarme. La hipocondriasis estuvo en mi vida como una sombra. Cada síntoma se amplificaba en mi cabeza y yo terminaba imaginando que tendría alguna enfermedad mortal y moriría en poco tiempo, viendo truncada mi carrera profesional. Tenía meses de ir donde una psicóloga que atendía solo dos veces por mes, porque el resto del tiempo se lo dedicaba a los muchachos de su fundación. Yolanda me trató. Tengo años de estar lidiando con la muerte. Ese día fue raro porque sentía que iba a tener un accidente… que algún imbécil se saltaría el alto en la carretera. Para llegar a mi trabajo atravesaba la ciudad; por suerte, uno de los privilegios de mi posición era el parqueo fijo en el sótano del edificio. Mi tiempo de ocio cada día era más reducido. Solía llevarme trabajo pendiente a la casa. Mi ascenso como coordinadora de departamento no me daba tregua.
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Es cierto que el hecho de ser funcionaria pública me colocaba en un saco común de recurso humano, si se quiere, ineficiente. A mí la vida me había demostrado que la ineficiencia provenía del corazón de la tierra. La tierra estaba harta y todos parecíamos pedazos de lombriz adolorida. Nada iba a cambiar, la falta de fe estaba ya plantada como un mal pensamiento en las raíces de la vida. Me lamentaba siempre porque me dolía la espalda. Sobre todo cuando debía sentarme por cuatro horas seguidas a escuchar. A escuchar como un acto de fe. Muchas veces sentí un miedo espantoso, me sentía atrapada. Las consecuencias siempre fueron nefastas. Incapacidades por más de seis meses, entre psiquiatras y psicólogos. Ese día de diciembre todo resultó muy raro. Tenía que trabajar en grupo, sobre todo cuando iniciaba el periodo oral. Frente a mí estaba aquella muchachita de tez pálida, cuya mirada de angustia y odio se mezclaba en el celeste de la pared. Ella sostenía la mano de una señora que debía ser su madre y su madre a la vez tenía un rosario sobre los regazos; parecía que rezaban las cuentas. En el recinto no había agua, tampoco pañuelo para limpiar lágrimas. Mi colega de oficina solía decir que los cocodrilos echaban lágrimas con sabor a sangre. Se comían a la presa y aun cuando las lágrimas salían cristalinas estaban manchadas de sangre rala. Yo tuve que ponerme de pie, el juicio oral estaba finalizando y debía leer la sentencia. Me apellidaba Ovares y me solían llamar Sonia. Estaba en la mitad de mi carrera como jueza de la sección Tercera del Juzgado Penal. El tipo era un señor medianamente viejo imputado por estafa. Tenía una acusación por delito continuado. Estuvo varios años estafando a la gente con unos paquetes compartidos a destinos 34
paradisiacos. A fin de cuentas no había más destino que algún hotelillo de mala muerte con cocodrilos hambrientos y dispuestos a chuparse la sangre de los ingenuos. Mientras Sonia Ovares leía la sentencia, Kimberly, la hija del imputado, le lanzó un zapato rojo de tacón fino, que le pegó en la cabeza y le remató en el ojo izquierdo, mientras al mismo tiempo le gritaba “hija de puta”. Los policías se la llevaron esposada.
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Querido churri
Estoy cansada, me voy. Me largo. Así suena más diplomático, ¿verdad? Por un tiempo me dormía cansada, pensando en las horas muertas que llegarían tarde o temprano al día siguiente. No podía seguir vistiéndome de imbécil. Yo sé que tengo la maldita rutina de ir con vos al banco y a comerme tacos a la soda de Ambrosio, pero la verdad es que esa misma rutina la puedo hacer por mi cuenta, desde una perspectiva menos fatalista que la de ahora. Siempre me dio miedo quedarme sola. Enviudar. Por eso trataba de darte las pastillas para la presión y en la medida de lo posible persuadirte para que dejaras de tragar guaro. Lo de tus desvaríos en las noches tampoco me molestaba tanto, ya yo sabía que de alguna forma purgabas tus culpas. Nunca fui tan estricta. A mí lo que me encabritaba era el desorden. No podías agacharte a juntar una pinche media, una sola media. Y luego jodiendo, que no encontrabas el par de azules. Te podía pasar incluso que vinieran Luis y la mujer, que usaba ese perfume tan hediondo, y yo ni siquiera chistaba, ahí me ponía calladita a hacer los enyucados. Pero me harté de la monotonía, y eso pudo más que la continuidad.
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Sí, churrito, la continuidad como mecanismo de condena. Así como sentirse ya vencido, inamovible. El hecho de no haber tenido hijos tal vez fue lo que nos mató. Porque un güila gritando y pidiendo atención quizá nos hubiera distraído. Así la vida hubiera empezado a girar en torno al crío. Al final Dios no lo quiso, como me decía la gente. Yo pensaba que en el fondo nosotros no lo habíamos sabido hacer. Como si al acostarnos, como si a la hora de que entraran los espermatozoides algo hubiéramos hecho mal. Seguro fue la posición. Ahora pienso que pudo haber sido alguna maldición de tus exnovias, hasta de tu madre, pero después me resigno, pienso que pudo haberte dejado estéril el pegamento que usabas en la zapatería. Después de todo llegó el asistente, el joven refugiado, y nosotros lo adoptamos como hijo. Pero ya después nuestro hijo hizo su vida y solo trabajaba medio tiempo. Y vos y yo nos quedamos otra vez solos, perdidos en el confín del infierno. Pero bueno, voy a terminar esta carta con la gota que derramó el vaso. Un día te dije: “Leopoldo, ponémele tapilla a estos zapatos rojos de tacón alto, y pasaron los años, y esos zapatos se pudrieron en el closet”. A mí se me secó la paciencia. Por eso me voy, Churri; aquí te dejo todo, no me llevo más que mis trapos y mis certificados a plazo, con eso voy a alquilar cerca de mi hermana Margarita, ahí como a las dos cuadras hay un barcito muy tranquilo, ya he ido varias veces. Cuando terminés de leer esta carta ni se te ocurra ponerle las tapillas a los zapatos rojos, ya los regalé. Atentamente, Aida María
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Hilito rojo
¡Si mis colegas supieran! Siempre me dicen: erudito, conspicuo, doctor, compadre, amigo, jefe. Si me vieran con vos, todos, absolutamente todos se caerían de espaldas. Cuando hablan de sus asuntos siempre lo hacen alardeando, gritando en voz de macho. Los que menos hablan, ay ¡son los más afortunados! Cuando te vas respiro profundo, aire limpio que entra a bocanadas. Me sabés a jengibre con chile picante. Y sin mayor reparo me queda lo dulcito, como pegado al corazón. Si mis coleguitas supieran, siempre tienen un dejo de envidia, me ven con el rabillo del ojo, como si me adivinaran el pensamiento; sobre todo Enrique, ese tipo es idiota. Por muchos años dirigió una empresa de publicidad, y casi quiebra porque no supo dirigir bien la campaña de un producto para la erección masculina. Los asesores de mercado le dijeron que la campaña no podía ser muy agresiva: había que tener cuidado con la virilidad del macho tico. Pero el tipo no oyó razones y la campaña se fue a pique. Países centroamericanos estaban con índices de ventas altísimos, y Costa Rica nada, parecía una mala jugada de Enrique. El tipo presumía sobre su capacidad en el ruedo, siempre nos enseñaba fotos con 38
chiquillas jóvenes, algunas hasta eran familia de sus amigos cercanos. Para mí que se mandaba a traer algún afrodisiaco a África. El asunto es que siempre alardeaba de su buena condición física, que si el golf, que si la pesca deportiva, que si la bicicleta. Un día simplemente nos dijo, muy serio, que la compañía farmacéutica había decidido contratar los servicios de otra agencia. Nos contó hace un par de días, que al fin aprobaron el viagra femenino, lo denominaron de forma extraña como suelen hacerlo con todos los medicamentos, fibanserina, una pastilla que altera a lo largo de las semanas la secreción de dos neurotransmisores vinculados con la motivación y la recompensa. La dopamina y la serotonina. Un error farmacéutico convirtió al medicamento en “viagra femenino”, aunque empezó a ser usado como antidepresivo. Desde una perspectiva de género, la parte más abominable es que algunos la llaman “pastilla rosa”. No sabría yo cómo afrontaría Enrique la campaña… definitivamente no la afrontaría. Él mismo lo dijo “zapatero a tus zapatos”; no estaba aceptando campañas de medicamentos. Pero te estoy aburriendo, ¿verdad? Mejor poneme ese hilito rojo, amarrame los pies y las manos con ese hilito fino, con los zapatitos altos, de sangre trémula. Dame ese cariñito manso, despacito, y dejame ese olor a miel después de los instantes. Y ya no me digás que esto es temporal, porque aquí no hay tiempos. Lulucita, aquí no hay más que este claro oscuro y esta piel de jengibre. Aquí estamos pensando que el ruido fue llamado a duelo, y quedó solo nuestro silencio. Si supieran mis coleguitas, se morirían de envidia.
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Infierno de consumo
El otro día fui al mall. Entré a una zapatería carísima. Las dependientas de la tienda me vieron con cara de culo. Yo no puedo explicarles bien cómo se ve la cara de culo, pero es una mirada de desprecio y dolor. Así les deben de doler los pies y las manos. Supongamos que les pagan el salario mínimo más comisiones, y por la cara que me están haciendo, muchas comisiones no les deben de pagar. O seguro me ven cara de limpia. Yo no me pongo ropa a la moda, ya tengo sesenta y dos años; lo que tengo son cuatro trapos, a la mierda la moda. No sé si es mi deber decirles que no me tiño las canas, que no me gusta fabricarme una imagen fresca con base facial y quita ojeras. Recurro a mi rostro vivo y arrugado, con una linea de expresión casi fantasmagórica que me atraviesa la frente. Involuntario pero necesario, frunzo el ceño cada vez que alguien me suelta alguna estupidez. La gente me suele decir estupideces a menudo. No responsabilizo a nadie por mi vejez acelerada. Fui dueña de mi tiempo y ahora creo firmemente que lo invertí mal. Quién me tiene a mí en un mall. Aquí solamente se respira ambiente a nuevo rico, a gringo con casa en la playa, a señora con marido 40
pudiente, y a viejita dócil a la que sacan al mall como si fuera la quinta maravilla. Y uno ve a las señoras vencidas, agotadas, pero con una alegría falsa. Las jóvenes andan con la cartera de Michael Kors y las sandalias de Michael Kors, y qué sé yo qué más cosas de Michael. Ellas, las hijas de las señoras, siempre van al mall muy bien vestidas, con el pelo impecable y los chiquitos en el coche. Los mocosos por alguna razón no lloran. Entran con la mamá a las tiendas de ropa y no lloran. Aquí a este país siempre llega lo peor de la industria textil. En el mall todo cuesta 29.999 y es de Polyester. En un país como este, el polyester no es el mejor aliado; toda niña bien sudará y sudará porque el material no es amigable con el clima ni con las axilas de las niñas “bien”. Pero eso es un mundo de apreciaciones muy mío. Ya tengo edad suficiente para sentarme en una banca de madera a observar la vida dentro del infierno de consumo. Habría que rastrear la biografía de Michael Kors, en realidad ya lo hice, desde internet, y fue dependiente de una tienda. Me pregunto si me hubiera visto con los mismos ojos de culo que estas señoritas. Vuelvo a la tienda de zapatos, las muchachas con cara de pocos amigos me ven de arriba abajo, y me ignoran. Parece que creen que no tengo suficiente dinero para comprarles los zapatos. Yo me quedo viendo los diseños. Una de ellas se me acerca y me dice que esos zapatos no están en rebaja, y le digo que no le pregunté en ningún momento por las rebajas, le agradecí el dato. Después miré a la señorita con un poco de ternura y le pregunté: “¿Cuáles zapatos se pondría usted para salir a bailar?” Ella me dijo que los de tacón alto rojos. Le pregunté dónde los podía pagar.
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Cambió la actitud. Se dirigió amablemente a la caja, modificando su cara de culo. Le comenté antes de sacar la billetera, con los zapatos en la mano, que era la esposa de un magnífico zapatero, además, reconocía un buen zapato a mil leguas de distancia. Que esos en particular tenían algunos defectos, por ejemplo el uso poco preciso de los remaches, y algunas imperfecciones de diseño. Al pagar le dije a la señorita que buscara el número de sus zapatos. Se los obsequié.
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Isadora
Yo no voy a andar por ahí diciéndole a la gente que me financie el calzado. Puedo caminar descalza y renqueando, si fuera el caso. Cuándo en la vida pensar en hacerme un pedicure, ¿cuándo? Apenas alcanzaba para lo necesario y no sé a ciencia cierta qué demonios es o fue necesario. Empecé a bailar desde que estaba muy pequeña. Mi mamá bailaba muy bien, antes de salir al trabajo me hacía algunos pasos de swing criollo. Verla con sus pies hermosos moviéndose con total gracia, me hacía el domingo. Me quedaba con mi abuela, y mi abuela se quedaba conmigo. Nos sentábamos a escuchar una radionovela, algunos capítulos le gustaban más que otros. Cocinábamos con leña. Digo “cocinábamos” porque yo ayudaba en todo lo que podía. El fregadero estaba hecho de ocre. La abuela Isadora me ponía un banquito de madera para ayudarle a lavar platos. Yo veía el agua correr, porque el tubo siempre dejaba correr el agua. Vivíamos solas las tres. Mi mamá era mitad hombre y mitad mujer. Se vestía de hombre para trabajar en las mañanas, y de mujer para trabajar en las noches. Mi abuela decía que trabajaba en un teatro muy 43
elegante. Siempre le dije que quería verla-verlo en el teatro, pero me decía que los teatros eran lugares para adultos; ahí se fumaba y se tomaba licor. Así que me resigné. Los días de pago, mi mamá-papá traía los ingredientes para hacer queque de naranja, entonces mi abuela Isadora se ponía las pilas y rapidito teníamos el café chorreando y el queque en el horno de la vecina. Jugábamos al teatro ambulante durante las noches. Isadora me decía que mi papel sería siempre el mismo, el de una guerrera que curaba los males de otros guerreros heridos. Y entonces hacíamos hospitales, y luego nos íbamos a caballo por las grandes montañas rescatando personas tristes y enfermas por la necedad del aburrimiento. Un día, cuando estábamos jugando, la abuela me pidió que la llevara al cuarto, de ahí sacó unos zapatos y me los enseñó, me contó que ella también bailó en su tiempo, y me pidió colocarle el zapato en su única pierna.
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Kimberly
Yo soy un ciudadano común y corriente. Mire usted, aquí tengo solamente una segunda propiedad. Este lotecito lo había comprado hace tiempo pero no había decidido qué hacer con él. La mayoría de tierra fue herencia de mis padres ¡Dios los tenga en su santa gloria! Si usted observa aquí en mi casa, el patio no es muy grande pero no necesito más. Aquí tengo una fuentecita interna y me divierto mucho con el ir y venir de los pájaros. Este óleo es de mamá, por suerte yo soy quien lo conservo y no mis hermanos. Vea bien las paredes y los muebles de madera, esto solo en el cielo se ve. Puro cedro, tuve la dicha de tener un suegro dedicado al asunto de la fabricación de muebles, así que puede ver los finos talles, las puertas, los marcos de ventana, las marquesinas. Francamente no escogí el mármol en los pisos, sino que fue mi ex mujer, tenía una fijación con los materiales duraderos. Pase por aquí, esta es la sala, el living, pero casi no lo uso, lo que uso más es esta salita de estar. Pase, pase, aquí están estos muebles de cuero, siéntese, pruébelos, son de puro cuero italiano, importados. Aquí recibo a mis visitas, mis amigos de Washington, sobre todo. Si se fija bien, ese busto que está ahí, es de Kennedy. Tengo una fijación con los Kennedy. Pase por aquí, vea este es el santuario mío, mi biblioteca. En esta biblioteca paso la
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mayoría del tiempo, y cuando tengo que recibir alguna llamadita importante la atiendo desde aquí. Estas son fotografías especiales: vea por ahí a Menem, vea aquí al Santo Papa. Usted sabe que lo más fácil es hacer la guerra… uy, pero cómo cuesta hacer la paz. Fíjese, es como los bandidos del oeste, la mato yo a usted primero, antes de que me mate usted a mí. Acompáñeme por aquí; construí este salón para recibir senadores, presidentes, en fin, grandes personalidades. No ve que yo desde la campaña sabía que iba a ganar. Y francamente la casa presidencial, usted sabe, es muy fea, muy inhóspita. Por eso aquí todavía me siento rey en mi castillo. A mí eso de remodelar la casa presidencial nunca me interesó; mis amigos de Washington siempre lo supieron: el poder, el verdadero poder estaba aquí en mi territorio. Ahora, señorita Kimberly, debo confesarle que es la primera vez que hago un tour de mi casa. Cuidado con la escalera, no se le vaya a dañar a usted el tacón de ese zapatito rojo.
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El vínculo
Quería despedirme. Te agradezco todos los años de aprendizaje, fueron muchos. Parecía que nos quedaba un poco más de vida. Tardes crepusculares para conocernos mejor. Pero no, no puedo dejar de ser franca, estoy cansada. No voy a volcar toda la responsabilidad sobre tu espalda. Como hemos ido conociéndonos, sobre la marcha, hemos ido entendiéndonos. Se suponía que debíamos terminar bien. Es verdad, hay ciertas cosas que uno reciente, los silencios por ejemplo… cuando quedaban ciertos vacíos y yo me iba a dormir con muchas dudas. Sin embargo siempre confié, confié ciegamente. Hay ciertos reclamos innecesarios, no me interesa justificar las conductas buenas y malas; esos lapsus no solo fueron asunto tuyo, no siempre estuviste rodeado de las mejores almas. No sé si nos engañamos juntos, vos confiando en mí y dejándome una responsabilidad plagada de errores previos. Algunas cosas me las diste, pidiéndome resolverlas cuando ya se habían complicado. Parecían expedientes ya resueltos, y la confianza pudo más que la razón. También entiendo que el padre no debe descargar en el hijo ningún deber a posteriori solo porque sí, la elección debería ser voluntaria. 47
Reconozco que no te pertenezco, que nunca fui absolutamente fiel a tus principios; muchas veces me dejé seducir por algunos de tus grandes amigos, pero siempre pensé que lo perdonarías todo, quizá porque me veía en el espejo de los otros, me veía en otros cuyas conductas eran moralmente más reprochables que las mías y eso me hacía sentirme mejor. Ahora la despedida es inevitable, sabés que no comulgo con las despedidas largas. Me parecen cursis e innecesarias, pero en este caso, es ineludible. Tus colegas más allegados me han cobrado con creces las facturas que te debía; bueno, que les debía a ellos en tu nombre. No me voy a arrodillar, tampoco es tiempo para arrepentimientos, todo resultaría inútil. Me voy con una caja de cartón, ahí puse todas mis cosas, entre ellas unos zapatos de punta roja y tacón fino que había dejado rezagados en la gaveta de atrás, en el mueble que estaba cerca del escritorio. Fuiste un poder, irremediable, en mi vida. Cuando entré por primera vez en tus redes, me sentía capaz de arrancarle injusticias a las almas vendadas, para que lograran ver la luz. Pero no hay más que seguir, y dejarte, ¡oh! Poder, Poder Judicial, te voy a extrañar, fueron muchos años… Atte.: Magistrada Sonia Ovares
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El clavo oxidado
Siempre me pareció una locura tener que dar explicaciones sobre mis inclinaciones estéticas. ¿Por qué la gente en el hospital tenía que saber las motivaciones que me llevaban a elegir unos zapatos y no otros? A mí la gente me tenía sin cuidado. La muerte de mi abuela siempre me marcó. Que mi papá se vistiera de mujer no me generó ningún trauma. Solo me dolían los ataques de las señoras que me acusaban de engendro, por ser hija de un pecador sin posibilidades de salvación. Entendía la profesión de mi papá, eso era lo que nos permitía comprar harina para hacer el queque de naranja los fines de semana y arroz el resto del mes. Los dos trabajos, el de día y el de noche, le permitieron pagar a plazos el horno que después serviría para dejar de alquilárselo a la vecina por horas. A mí, la pobreza nunca me molestó; en cambio siento que a los otros les dolía mi actitud un tanto indiferente ante la opulencia. No me dejé consumir por la pobreza. Mi papá era conserje de día, eso lo tenía muy claro. Él no quiso que yo estuviera en la misma escuela que él
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limpiaba, le parecía contraproducente. Así que fui a la escuela Margarita Asunción, que estaba cerca de la casa. Siempre ayudé a mi abuela a bañarse y a vestirse. Ella perdió la pierna a raíz de una infección. Andaba puestos unos zapatos rojos y decidió quitárselos, pasó por unas latas herrumbradas que habían amontonado los vecinos y se enterró un clavo oxidado. Mi abuela no quiso ir al médico, se puso una pomada casera, con el tiempo se le veía cada vez más fea la pierna, hasta que la llevamos a emergencias y el doctor dijo que era necesaria la amputación. Yo sabía que mi papá, al caer la noche, se trasformaba en dama. En señora elegante. Para mí nunca fue necesario conocer a mi mamá. Sin que mi papá se diera cuenta la veía entrar en las noches con la minifalda. Veía la peluca y el cabello largo por la cintura. No sé si trabajaba en un teatro, en el sentido formal de la palabra. Pero actuaba en el teatro de la vida, donde un montón de hombres y mujeres solicitaban sus servicios profesionales. Cuando mi abuela murió la enterramos con los zapatos rojos. Ella lo pidió así. Isadora me enseñó a ser guerrera, a curar heridas. Por eso entré becada a estudiar medicina, ahora soy cardióloga. Intervengo corazones y estoy en la unidad de trasplante. Siendo médico, a pesar de educarme bajo la escuela tradicional, me aferré a una convicción heredada por mi padre. Pienso que hay hombres que nacen con el corazón de mujer, y mujeres que nacen con el corazón de hombre. Creo además que en ocasiones el corazón viene partido y esa ambivalencia no es más que una estructura dentro del saco genético. Esa población es la más afortunada, vive soportando el peso de los dos sexos y satisface instintivamente los impulsos de ambos géneros. 50
La bóveda de los pies
Aprendió a bailar desde siempre. El ritmo lo traía pegado a las piernas. No importaba cuántos ritmos tiraba la máquina de sonido. Él los dominaba todos. Siempre fue importante escuchar con cuidado las transiciones de la música, para no perderse en movimientos innecesarios. Parte de la gracia de transformarse estaba en pulir el trabajo mientras se sufría en el proceso. Luego, como cualquier obra de arte, como cualquier artefacto convertido en producto con valor estético, parecería sencillo a simple vista. Nunca supe cuál había sido la línea que marcó mi destino. Un oficio no tiene por qué convertirse en destino. Nunca hice nada por necesidad. La necesidad siempre lo hizo todo por mí. Mi mamá nunca estaba en mi casa, solo mi abuela. Así que crecí con una distancia importante hacia todas las cosas que representaban ternuras excesivas. Nunca esperé nada de nadie. Tuve una hija con una mujer joven que se fue después de parir. Me pidió plata y no la volví a ver. Recuerdo que tenía poca ropa y varios zapatos de tacón alto. Desde hacía un par de años había aprendido a dominar la tortura del equilibrio y me vendaba los pies con fuerza para adelgazármelos. Lo único que le pedí a Candelaria antes de que se largara, fue el par de zapatos rojos. Le importó poco dejármelos. Creo que me dejó porque me odiaba. No me odio por mis inclinaciones, sino 51
más bien por mis formas de demostrarle que mis piernas se veían mucho más femeninas que las suyas. Era raro verme y luego transformarme. El transformarme siempre fue un proceso bastante largo e importante. Había que darle su lugar, su valor. Mi hija siempre estuvo al margen, traté de mantenerla al margen. En las mañanas limpiaba una escuela que estaba en Paso Ancho y en las noches trabajaba en la boletería de un teatro pequeño que estaba ubicado en San José centro. Después me salían algunos clientes recomendados, en eso siempre me cuidé mucho. A los cuarenta y cinco empezaron los problemas. Por las torturas a las que sometí a mis pies para que se vieran más femeninos, les ocasioné daños irreparables. Tuve lesiones graves en la bóveda, y posteriormente una dislocación de columna que me heredó la silla de ruedas que había usado mi madre. Creo que el humo de la noche se llevó lo mejor de mis años. Me intoxiqué con el calvario de la belleza femenina. Don Ernesto me visitó siempre, siempre que podía. Después de todo nos habíamos transformado juntos.
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Continuidad
No sé por qué me empecé a llamar Mina. Mi nombre no era Mina. Pero nadie tenía por qué ver mi cédula. Me pusieron Neferet, ¿a quién le ponen Neferet? Nunca entendí cómo deletrearlo para que a la población en general le quedara claro. Así que decidí enterrar mi documento de identificación y me convertí en Mina. Ya mamá había muerto, vergüenza nunca tuvo, porque de haberme visto en las ventanillas públicas repitiendo mi nombre sin que los funcionarios del otro lado entendieran ni costra, me habría hecho las vueltas en el Registro Civil para cambiarlo en veinticuatro horas. Tengo hijos, no tuve la fortuna de tener hijas. Cuando los hombres de mi casa tratan de gobernar mis espacios, les ofrezco bala. La vida fue pasando muy rápido, entre las lloradas interminables de Martín –el mayor de mis hijos– que vivía con un dolor permanente pegado al oído. Yo no sabía si se le había metido una lombriz diminuta desde el primer grito. El asunto es que siempre andaba con infección. Probé de todo, creo que hasta le eché miel de abeja con agua de arroz, como me dijo la señora de la farmacia. Cuando en mi casa querían joderme me decían: Neferet cara de toilette, ¡qué falta de respeto! Apenas empezaban con la jodarria yo les metía manotazos a todos sin discriminar entre buenos y regulares. A 53
mis criaturas no les podía llamar engendros del demonio, comprenderán por qué. Siempre que iba a arreglar zapatos donde Leopoldo –el zapatero de toda la vida– me preguntaba si mis hijos estaban en una base militar o en un campo de trabajo forzado, pues siempre destrozaban las suelas, los contrafuertes y toda la estructura en general. Leopoldo era un hombre que tenía siempre un chiste debajo de la manga. Siempre cruel. El mes de diciembre tiene la crueldad implícita en las venas, el consumo se dispara y hay un montón de gente sin chaleco antibalas. Ese jueves, nunca se me olvidará, yo llegué con mis zapatos rojos, tenía que arreglarlos para celebrar mi descubrimiento. Tenía que bailar sin parar hasta morder el dolor de mis propios pasos fallidos. Llorar callada y gritar dormida cuando nadie me viera. Porque no todos los días, al ser las tres de la tarde, después de olvidar algo en la casa y volverse a recogerlo, encontraba Mina al marido acariciando a su Lulucita con sus zapatos rojos puestos. Yo no lo podía abandonar. Tampoco entendía para qué serviría nuestra continuidad. Esa era mi cama, también la de él. Pero no me preguntó, yo le hubiera dado alguna razón. Ahora no sé qué hacer con mis zapatos rojos, porque prefiero la continuidad y el silencio. Sobre todo por mis hijos, pero los zapatos, los tengo que desaparecer. Por ahora se quedarán en una gaveta esperando destino. Hay pies descalzos, hay pies cansados. Hay pies que merecen mis zapatos.
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Círculo vicioso
Acabo de imaginarme algo. No sé si lo imagino, pero lo escucho y cuando uno escucha campañas de donación generalmente es por medio radiofónico o televisivo. Cuando hay catástrofes grandes, los pueblos –en su mayoría– se solidarizan. Dicen que hay dos cosas que conmueven: la muerte y la vida. Con el peso del tiempo y el paso de los años, muchos aprenden a deshumanizarse con las muertes continuas. Me refiero a los muertos que respiran con oxígeno prestado. A los muertos a quienes les han robado hasta el oxígeno propio. Hay formas de prostituirse, ¿verdad? No me digás que nunca te has prostituido, porque eso no te lo cree nadie, ni siquiera yo, que podría ser considerada casi santa en el círculo vicioso en el que me he movido toda mi existencia. Arrastrarse tiene muchas consecuencias. No solo se arrastran las serpientes sobre la tierra negra, también yo me arrastré y tragué tierra. Después vomité centenares de veces, escupiendo culpas acumuladas. A mí siempre me dolieron las piernas de tanto abrirlas y de tanto cerrarlas. Si usé algún instrumento para mi beneficio, eso no es nada comparado con lo que yo beneficié a otros. No estoy pidiendo perdón y tampoco permiso, hace tiempo que decido a quién le pelo el diente y a quién se lo clavo por la frente. Porque no he sido de las que sacan la espada y la 55
clavan por detrás. Llegué a donar unos zapatos rojos para la famosa campaña de las prostitutas descalzas. Y debo decir que no me dolió nada deshacerme de ese par de caites. Me entregué al demonio por unos pesos. Ahora me dan ganas de reírme de mí misma. Cuando llegué al salón comunal donde tenían a las prostitutas en mesa redonda esperando la donación de zapatos, entré directo al centro del círculo y me quité todos mis trapos. Me alboroté el pelo y me senté con las piernas abiertas y el silencio entró por las hendijas. Me arrodillé con las ojeras redondas y le besé los pies a la prostituta más cercana. Entre todas me vistieron y me abrazaron el pecho frío. No sé por qué me prostituí tantas veces para que otros fueran medianamente infelices. Fui una Mina sin oro. Cargué con el peso y el paso de los años y nadie me agradeció nada. Siempre fui la primera en levantarme y la última en acostarme.
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El pie perfecto
Coticé para la CCSS durante toda mi vida como conserje de una escuela. Ese fue uno de mis privilegios. Cuando me fregué de la columna vertebral el INS me atendió. Mi trabajo de día me ayudó en gran parte a gestionar mi pensión por invalidez. Omití mencionarles que limpiando las ventanas de las aulas del segundo piso de la escuela, me había caído de espaldas. ¡Tras de cuernos palos! Una cosa llevó a la otra. Sin duda me había ganado todos los números de la rifa. Absolutamente todos. El seguro me cubrió un periodo largo de fisioterapia. Los ejercicios eran bastante intensos y dolorosos. Antes de empezar la terapia, solía sentarme en una salita de espera. Abrí una revista vieja con algunas páginas rotas, leí el siguiente artículo: El balanceo al caminar ocasionado por el dolor de los pies vendados de mujeres era considerado un signo erótico para los hombres en China. El sitio preferido para la cópula era el hueco o espacio en medio de la planta del pie deformado, lo que se llamaba Lotus de Oro. El "pie perfecto" debía medir 7 centímetros y medio. Una vez que los pies estaban reducidos al mínimo, no solo existía gran simbolismo erótico, sino que además hacían de la mujer un 57
óptimo partido. Eran más deseadas en tanto más incapacitadas para caminar estuvieran. Por lo que la mujer que no tenía pies minúsculos estaba condenada a quedarse sin marido. En mis noches de transformación, era una dama con la virilidad de un caballero. El sacrificio más grande siempre radicó en ponerme esos zapatos rojos de punta fina, como las mujeres chinas.
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Plantum
Una tarde de lluviecita necia Yolanda decidió caminar unas cuantas calles hasta cercar la duda que venía atormentándola. La fundación Prover estaba cerca del parque justo al frente, rodeado de unos arbolitos de pino con algunas flores que servían para darle cierta ilusión a la mecedora. Muchas horas las pasaba Yolanda visitando empresas para recaudar fondos. La población atendida iba en aumento. Recordó algunos segundos sus días de claustro y se alegró de estar respirando mejor. Una de las terapias novedosas de la fundación consistía en hacer excursiones al mar. Se buscaban meses tranquilos. Cuando el caso lo justificaba, Yolanda hacía una sesión individual. Ella misma llevaba al paciente en su vehículo. ¿Por qué el mar? El mar no era un por qué para ella, era una palabra infinita, no resuelta. Las rutas de todas sus preguntas la habían llevado al mismo punto, como si el agua fuera la mayor de las revelaciones. Ríos que se juntan en el mar. –Nadar. – ¿Cuándo? – Ahora. – ¿Cómo? 59
Mirá cómo subís a lo alto de esa montañita. El impulso está en los fragmentos de arena. Mirá el polvo de estrellas, el plantum. Parece que los peces están saludando desde el agua, ve el brillo. Todos están disfrutando, hasta los pulpos. Estás sudando, ¿sentís las piedritas resbalarse? Eso no te frena, ve cómo te estás aferrando a tierra firme, ve cómo las raíces se convierten en argollas de salvación, no vas a resbalar, no te vas a caer. El brillo está en el plantum, son estrellas de mar caídas. Si no tenés suficiente estabilidad con las piernas entonces agarrate de los palos, con las manos; uno puede subir cualquier cerro gateando. Lo peor que puede pasar es que te vayás de cabeza y te matés. Y ya te has muerto un montón de veces. Vení, dejame darte la mano, voy a tratar de llevarte. Yo no sé de dónde saliste tan perseverante; será de todas esas noches buscando el silencio después del trabajo. Buscando el silencio de tu mamá después de un retahíla de media hora. Podés nadar… si querés flotar, flotá; pero ya no me digás que estás inválido, que te vas a ahogar. Si eso pasa ¿qué más da? Ya te has ahogado muchas veces, si querés tirar los zapatos al mar, tiralos. Nadie tuvo la culpa, ese surco que deja la rueda metálica tampoco quería dejarla. No sé cómo seguís tan terca, como una mula suelta, poniéndote esos zapatos rojos. La silla de ruedas no es la silla de ruedas, ¿verdad? Ahí estuviste nadando, escalando la montaña. Apoyate en mí, vamos a tirarnos al agua y al mismo tiempo a subir la montaña. Dejemos todo en este pedazo de aire con vacíos. No te vayás de aquí sin dejarle todo a la ballena, sobre todo tus miedos.
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Los espejos
Encontraron el cuerpo frente al mar: esta frase podría iniciar una novela negra. El escritor tendría una lluvia de ideas: ¿quién es el muerto? ¿Cuántos años tiene? ¿Cuerpo desnudo o semidesnudo? La muerte no asusta, tampoco conmueve; la muerte es un asunto de morbo y de miedo. El tema es mal tratado y recurrente. La forma de narrar el suceso define ciertas garantías. Nos identificamos con el asesino, no con el muerto; el asesino tiene el poder, el muerto en cambio tiene el estigma de lo incierto. ¿Quién no ha tenido ganas de matar? Pero automáticamente el mandamiento sale a flote, ¡miedo de ser señalado! El miedo es el otro con sus reproches. No matarás, porque la vida no es lo que importa, la vida del otro es lo de menos; lo que duele es el castigo, la represión es la forma de dominar caballos desbocados. El miedo de ser castigado. Me convierto en ficción para legitimar los actos que escribo, para cometerlos en el imaginario de lo oscuro, provocando la seducción, la aceptación de mis faltas. Podría olvidar la imagen. Pero quiero recordarla para que mi memoria sea un espejo y los espejos griten cuando me quede muda. Voy a hablar sobre los escombros donde me encontraba a poca distancia de la fundación de Yolanda. Pasé ahí varios años, porque la cueva que había construido me permitía volver sin que nadie se diera cuenta. Fui y 61
regresé muchas veces. Me veían incluso en varios lugares a la vez, simultáneamente aquí en la oficina y allá en la cueva. Y parecía cuerda, inclusive empática, nadie pensó en llevarme al psiquiátrico. ¿Por qué? Yo llevaba meses de estar aquí, hasta que el señor que limpiaba el lote baldío se dio cuenta de que después de un movimiento de tierra que no solo había escombros sino zapatos de tacón rojo, que sostenían un cuerpo. Mi cuerpo, el cuerpo cansado y desgastado de una mujer con la vida partida, con la desolación en el estómago, con pastillas para dormir. Necesita parar de ver monstruos. Y el señor me regaló una cajita, y yo le di una patada con la punta de mi zapato rojo, porque los señores me daban cajitas llenas de joyas, monedas de oro y mariposas de porcelana. Yo quería que me dieran esperanza. Quería ser la señorita Huertas con algo más que el paladar educado, algo más que una cartera de clientes.
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Cláusula
Todos los caminos llevan a Roma. Pero no todos están disponibles para un viaje de emergencia. Decidí viajar para encontrarme con Agustín. Habíamos mantenido una relación más o menos estable y ahora debían operarlo de cáncer en el hígado. No recuerdo cómo nos conocimos; seguro en alguna de esas actividades culturales a las que me invitaba Raquel. Yo no entiendo esos recitales de poesía donde los mismos poetas tienden a dormirse. No critico la poesía, tampoco el arte, pero la poesía debería leerse en grupos pequeños. Grupos donde los integrantes conozcan bien las claves de sus versos. De lo contrario uno se convierte en espectador mudo, ignorante, desajustado. Agustín estaba de vacaciones en Montezuma. La costa le había dejado un bronceado ridículo. Se veía tostado, pero no parecía natural. Por un momento dudé si había o no entrado en una máquina de bronceado artificial. Nos seguimos viendo mientras estuvo en el país. Nos citamos para un café un sábado, yo quería llevarlo al centro de la ciudad, y lo único que se me ocurrió fue el café de mi amiga Mariana, que estaba en Paseo Colón. No sé si escogí ese café porque para mí era una especie de zona segura. Horas antes de encontrarnos, estaba en mi closet pensando qué me pondría. Me veía al espejo y me sentía tonta, nada me queda bien. Hasta que encontré un vestido en el fondo del closet, con un tono verde 63
oscuro, ajustado al cuerpo. Tenía una caída estupenda y se me veía bien el trasero, como que las nalgas se transformaban en dos piezas firmes. Recuerdo que me fui con zapatos viejos, ¡unos caites! Pero me quedaban muy bien, me sentía muy cómoda. Estaba harta de los tacones altos. La Corte me había exigido los tacones, y francamente estando pensionada ya, lo menos que necesitaba era alardear de mis buenas piernas, tenía várices, celulitis, imperfecciones propias de la vejez. Así que el vestido y los zapatos no estaban destinados a atrapar a nadie. Agustín era divorciado y pensionado como yo. Cuando se fue a Italia acordamos que lo visitaría. Tomé la decisión de forma apresurada y la única opción fiable me la había dado una amiga. Hablamos sobre la buena experiencia que había tenido con una agencia de viajes de nombre bastante genérico, algo así como Aventuras verdes. Fui a reservar personalmente. La chica que me atendió me miró con ojos de sorpresa, pero minutos después me ayudó de forma amable, me ofreció incluso un vaso de agua. Cuando me di cuenta, la chica tenía todo listo, así que nada más fue asunto de firmar papeles y pagar el monto por adelantado. Al día siguiente pasaría por los tiquetes. Tan pronto como recogí la información me fui a la casa, y cuando me di cuenta ya estaba en el aeropuerto comprando los impuestos de salida. Cuál fue mi sorpresa cuando en la aerolínea me dicen que mi boleto tenía tres puntos donde debía de hacer escala, empezando por Estados Unidos, para llegar finalmente a Madrid. Yo no iba para Madrid, sino a Roma, pero resultó que esa chica, esa chica era la jovencita que me lanzó el zapato cuando condené a su papá 64
por estafar a los clientes con destinos paradisíacos. Y yo, por su trato afable, había firmado sin darme cuenta, claro… la cláusula, la cláusula que me hacía responsable de haber leído con atención los datos del vuelo y el destino.
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El ascenso
Trabajé en la oficina pública desde el año 2010. Tenía un puesto como notificador. Notificar siempre fue un trabajo difícil, porque cuando los vecinos oían el ruido de la moto, sabían que el peligro estaba cerca. Generalmente se trataba de procesos que terminaban con lo de siempre: un ultimátum. Muchas veces, los más violentos me ofrecían bala. Al principio me cagaba del miedo, ya después no. Aprendí que la muerte era cosa de todos los días. La violencia era parte de la muerte, aunque biológicamente parecía que la humanidad seguía viva. Los pueblos son subestimados; mejor dicho, los mismos subestimados acarician con mucha violencia a sus pueblos y dentro de las casas, ¡dios mío!, hay más crueldad que dentro de los infiernos, si es que esas casas no son la antesala. Tenía ya dos años de estar viviendo con Kimberly. Ella trabajaba en una Agencia de viajes y pasábamos agarrados como perros y gatos. Yo no quería que Saúl se diera cuenta de las peleas, pero era imposible. No podíamos estar juntos, pero tampoco separados, era enfermizo. Yo me iba, volvía, me iba; en fin, no parábamos. El sexo nos mantenía medio prensados, porque Kimberly sabía cómo volverme loco en un segundo. Me desarmaba, de la misma forma, también quedaba desarmada. Yo siempre me ponía condón, porque no quería más güilas.
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El jefe de asuntos administrativos habló con el superior jerárquico y me dieron un ascenso. Así que en un par de meses estaba liderando el departamento de vigilancia cantonal. Saqué el permiso para manejo de armas. En el barrio todos sabían que había cambiado de puesto y sentía que me veían con más respeto. En el fondo me había esforzado mucho, sentía que merecía el ascenso. Las cosas con Kimberly seguían igual de mal, los pleitos eran cada vez más feos y tuve que faltar varias veces al brete. Para llevar la fiesta en paz, un miércoles salí antes, para comprarle un regalo. Pasé por una zapatería y vi unos zapatos de tacón alto, rojos. Pensé que a ella le lucirían muy bien, sobre todo con una minifalda negrita que tenía. Entré a la tienda y pedí zapatos talla siete. Me los envolvieron en papel de regalo. Cuando llegué a la casa, todo mal, Saúl lloraba sin parar y Kimberly empezó a joder. Yo estaba harto, vivíamos en la misma propiedad donde vivían los tatas y el hermanillo. Kimberly empezó a golpearme la cabeza con un sartén, la empujé contra el mueble de la cocina y en eso se metió el hermanillo. Me entró una cólera, le ofrecí bala, pero me di cuenta de que era un momento de locura y le di la pistola a la suegra. Le pedí disculpas, también me disculpé con Jason –el hermanillo–; total, ya me iba a largar. Kimberly se había ido donde la mamá. En eso vi el celular, recién le había entrado un mensaje. Óscar le decía que tenía unas ganas enormes de volver a repetir las caricias. Me encabrité y agarré la caja con los zapatos rojos. Toqué la puerta de la casa de mis suegros, le tiré el celular y los zapatos en el piso. Estando en la calle empecé a llorar como un chiquillo, me sentía muy mal. Seguro el poder se me había subido a la cabeza. Pero la traición de 67
Kimberly me convirtió en monstruo. Óscar era mi hermano de sangre. Mi suegro decidió entregarle el arma al Ministerio Público; fui despedido de mi trabajo. Entregué las botas y ahora estoy trabajando en la calle, vendo rosas.
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Morfina
Después de la muerte de papá todo cambió. La versión del OIJ fue muy lacónica pero verosímil, “creemos que el mar se lo llevó”. Para mí era difícil creerlo; primero porque mi papá estaba en silla de ruedas, y segundo porque alguien lo tenía que haber llevado hasta allá. La coartada de Yolanda, la persona que tenía más contacto con Javier – mi papá–, era precisamente haber estado de viaje entre el 15 y el 25 de octubre. Yo sabía que los dolores de espalda lo estaban matando, pero él no me decía mucho. Prefería aguantarse y preguntarme sobre los trasplantes. Yo comprendía que en su caso lo mejor sería la morfina; se la ofrecí y aceptó. Lo único que lo alentaba era poder visitar a sus amigos de la fundación, y desayunar con Yolanda cada lunes después de que ella pasaba por él, en el taxi que tenía sistema para montar silla de ruedas. Yo sabía que había órganos cuyo daño era irreparable, lo había estudiado. Pero lejos de una perspectiva biológica, la parte poética de los órganos era la más difícil de detectar. La pérdida de ilusión provocaba la alteración del orden celular. Javier no tuvo que hablar, los gestos fueron suficientes. Cuando llegué la última vez a su casa, estaba en el piso. No pudo apoyarse en las barandas de hierro, diseñadas por Leopoldo, que sin ser constructor sabía bien cómo trabajar y colocar las barras. Así que me sentí 69
emocionalmente acabada. Los dolores eran muy intensos, y el sufrimiento estaba ahí, presente, en la cocina, en las verduras a medio comer, en las cucarachas que habían hecho su guarida rápidamente. Me había ausentado semana y media, mientras visitaba a mi amiga Sonia, y terminaba el seminario de cardiología y todo parecía caótico. Así que le pedí ayuda a Leopoldo, quien dejó la zapatería sola y corrió en mi auxilio. Lo incorporamos y lo acostamos en la cama con unas almohadas confortables. Le pedí perdón llorando, y él me dijo que no fuera tontita, que nada de eso tenía que ver conmigo. Los zapatos de tacón habían tenido su dosis de responsabilidad. Ahora, papá, le dije, ¿qué querés que haga por vos? Decime, por favor, qué necesitás para sentirte mejor. —Yo quiero que me tirés al mar, quiero flotar sin esta silla de ruedas, quiero estar ahí hasta que el mar me lleve adentro y luego me saque. ¿Me das alguna droga para estar en sintonía? Entre Leopoldo y vos. — ¿Querés matarte? —No, quiero liberarme… llevame al mar, ahí me vas subiendo las dosis de morfina. Acordate que es mejor cuando Yolanda no esté. La gente le tiene fama de apoyar vehementemente la eutanasia. Me llevas al mar, y me terminás de dar la dosis que me duerma para siempre.
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La caja
El oficio determina el calzado. Pero el calzado no determina nada. ¿Las prostitutas siempre usan zapatos altos? ¿Los zapatos altos siempre usan a las prostitutas? Los zapatos definen los pasos y los pesos. Soñé con el convento. Me encontraba con sor Rafaela. Ella estaba toda loca con un hábito rojo, se reía entre dientes y me decía que era monja guatemalteca. Yo no entendía por qué guatemalteca. Venía a verla, estaba enferma. Recuerdo que habíamos estado juntas en Antigua, unos diez años atrás, eso lo explicaba todo. Nos hospedamos en un hotel que tenía destinada una residencia para recibir a hermanas de congregaciones centroamericanas. En nuestra habitación había una caja forrada con raso negro. Tenía un lazo rojo en el borde inferior derecho; parecía un regalo. Sor Rafaela pensó en llamar a la recepción, quería que alguien llegara a verificar. Sin embargo le dije que no era para tanto y la convencí; era tarde y nada de lo que estuviera en esa caja le haría daño a nadie. Las últimas inquilinas habían sido unas monjitas españolas de la caridad de Santa Ana. Quizá sería mejor esperar y no poner a las hermanas en evidencia. Droga ¡no! Tampoco un animal salvaje. La caja era un regalo y seguramente las hermanas no nos habían querido decir nada, todo sería una especie de sorpresa. La habitación estaba limpia, un solo cuadro pintado en óleo en medio de las dos camas ocupaba un espacio 71
bastante amplio en la pared. Era un volcán, alguno de los tantos que hay en Guatemala. Colocamos nuestras pertenencias en las gavetas de la cómoda, y dejamos la caja sobre una silla de madera al costado de la puerta de entrada. El hotel era una casa vieja, con su patio interno lleno de helechos y mesitas redondas de hierro forjado. Estábamos muy cerca del patio. Visitaríamos la parroquia de San Agustín. Nos reuniríamos con la hermana superiora para promover un intercambio, y que las hermanas de nuestra orden visitaran Costa Rica por un periodo de mes y medio. Estábamos tratando de aprobar el convenio de intercambio. Cada cosa en su lugar y el cansancio en todas partes. Sin embargo los dos cuerpos no pudieron con la curiosidad. Sor Rafaela tiró escudo o corona. Fui la afortunada. El proceso había iniciado, solté la cinta roja y poco a poco fui abriendo la tapa; adentro una botella de vino de moras y dos pares de zapatos rojos, con lucecitas de neón. Una nota explicaba en una primera página que los zapatos se los habían regalado las prostitutas que habían visitado dentro de su itinerario. Ellas, a su vez, habían llamado a nuestra madre superiora para pedirle nuestras tallas, para dejarnos “unas sandalias de cuero” que había donado la parroquia. Nosotras hicimos lo que pudimos, pedimos dos vasos de vidrio y nos encaramamos los tacones. De pronto vino la música y nos reímos como dos prostitutas alegres. El vino de mora lo hacían las mismas chicas de la noche. Parece que tenían un ingrediente secreto que liberaba los pies del cansancio avasallador y salvaba a las monjas de caer en la tristeza de lo rutinario.
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La carta tenía una página que decía: Cuando dejen el hotel avisen que quedará la misma caja, para que la reciban las próximas monjas; además, averigüen ustedes cuánto calzan, para continuar con la tradición.
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Instrumento de viento
Tenía varios años de vender dulzainas. Había pedido un cargamento grande. En la aduana me robaron el pedido completo. Por muchos años viajé por toda Centroamérica, como asistente de un alemán que arreglaba órganos tubulares. La música siempre me gustó. Aprendí a tocar guitarra a puro oído. Una vez que todo el trabajo había finalizado, tomé la decisión de montar mi propio negocio. Peter me había contado un poco la historia de la dulzaina, instrumento de viento usado por el pueblo y para el pueblo. A mí me gustaba bailar. En la catedral, conocí a Yolanda, quien ya había dejado los hábitos. El día que nos vimos me comentó que a la par de la zapatería de Leopoldo habían desocupado un local pequeño, que funcionó como ferretería y pulpería. El propietario se había retirado, y quería seguir percibiendo el alquiler. Yo no tenía ni un cinco, pero algo me movía. Yolanda me dijo que no perdía nada, podía ir a hablar con el señor, y negociar las condiciones. Mi idea era vender instrumentos. Le pedí la dirección a Yolanda y me fui a Zapote en bus. La liquidación me daba para pagar los primeros tres meses de alquiler. Durante mi trabajo con Peter, muchas veces no teníamos que pagar ni siquiera el cuarto, porque nos quedamos a dormir en los conventos. Ahí las monjas nos hacían de comer y nos
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ayudaban con la ropa. En Santa Tecla más de una vez escuchamos pleitos entre las más bravas. Fui a hablar con don Fermín, quien decidió alquilarme el local y un cuarto pequeño con baño y cocina de gas. Podía empezar en cualquier momento. El viejo me dio un único consejo: no venda solo instrumentos, busque productos relacionados. Así que llegué a vender medias, pantis, pantalones, ceniceros, cigarros, hasta timbres de abogado. El negocio iba caminando. La noticia del robo de las dulzainas me cayó como un balde de agua fría. Ese montón de ladrones, o ese ladrón en el caso de que fuera uno, me las pagaría algún día. Tuve que ajustar y pedir un préstamo. Salí, con esfuerzos pero salí. Un diez de enero, Yolanda me invitó a visitar una escuela, en la zona sur, algún contacto le había pedido que fuera a leer unos cuentos, cuentos para niños. Nos fuimos por tierra y llegamos a eso de las nueve y media de la mañana. La escuela estaba bastante alejada, los chiquillos tenían que caminar tres horas y media. Cuando entramos, los de sexto grado estaban en clase de música, tocando las dulzainas. Pedí una para verla de cerca, vi las letras que decían claramente hohner, eran las dulzainas que Peter me había traído de Alemania. La directora me contó que habían llegado en una caja sellada, y la persona que las dejó no se identificó. Me sorprendió que una sola niña tuviera zapatos rojos y no estuviera tocando la dulzaina. La directora me contó que el día de la repartición ella estaba enferma y las dulzainas no habían alcanzado para todos. Regresamos a San José. Un par de semanas después, llevé una hohner con una caja de zapatos de escuela de diferentes tallas.
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Causalidad
No sé cómo terminé en el puesto de vigilante de la rotonda de la bandera. Ahí, el Estado había construido una bodega con poca ventilación. Después de vender rosas en la rotonda de las garantías, me comentaron del puesto de vigilante. Lo solicité y me lo dieron. Tenía que lavar el paño de la bandera cada tres meses. En la bodega tenía la máquina de cortar el zacate, y algunas herramientas de trabajo. Yo mismo había comprado un chorreador de café. Me acuerdo que hubo un estruendo pavoroso, oí como un balazo, un sonido raro y desquiciante. Antes del bombazo unos tipos discutían, algunas voces femeninas se rescataban apenas como coros. La riña había empezado con un pito; un vehículo probablemente había contravenido las reglas de circulación. El ruido y los pitazos eran pan de todos los días, pero ese jueves fue inusual, los tipos estaban muy alterados. Salí apenas para mirar por medio de la reja que sostenía la puerta de entrada a la bodega. Una mujer, de unos treinta años, trataba de calmar la furia del conductor −que parecía ebrio−, pero no lo conseguía. Al cabo de cinco minutos los ánimos se pusieron cada vez peor. Los tipos se fueron desplazando hacia la zona de parqueo de un restaurante, a mano derecha. La joven empezó a correr con sus zapatos rojos hacia la bodega. Le abrí la puerta, estaba temblando, asustada, 76
tenía los ojos casi en blanco e hiperventilaba. No le dije nada, ella tampoco habló. Se sentó, le ofrecí agua. Cuando la enfoqué por última vez parecía que se iba desmayar. Los tipos seguían gritando y forcejeando. Todo había empezado por un pitazo, una llamada de atención, la riña estaba más encendida. El compañero de la joven empezó a amenazar de muerte al otro conductor, los ojos de la joven parecía que se iban a salir, no se oía una sola señal de sirena de patrulla, no había forma de parar la situación, correría la sangre. Se oyó otro disparo. En el momento de la detonación la señorita cayó al piso y perdió el conocimiento. Yo traté de reanimarla; los policías llegaron una media hora después. Los vehículos seguían pasando, el que disparó había huido. El hombre yacía sobre el asfalto, había hilos de sangre. La gente gritaba: ¡está vivo, respira, rápido, una ambulancia! La muchacha me miró despavorida, me pidió que no le dijera nada a la policía y me prometió que no volvería a ver al tipo nunca más. No era ni su novio, me decía, lo había conocido en un bar. Lloró mucho tiempo, no parecía estabilizarse. Durmió en la bodega. Al día siguiente se puso sus zapatos rojos y me dijo que me agradecía la ayuda. Me dio sus datos en una tarjeta de presentación. Su nombre era Kimberly Santos, trabajaba en una agencia de viajes y vivía en Tibás. Kimberly siguió llegando a la rotonda. Ella misma se llevaba el paño de la bandera y lo lavaba. No sé si era una forma de lavar su miedo y convertirlo en esperanza. También me visitaba en diciembre, con tamales y rompope.
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Whisky
Me distraje viendo una zompopa mientras terminaba de montar algunas cosas al carro. Necesitaba convertir mi oficina compartida en un lugar habitable. Carolina –me decía mi papá–, a mucha gente hay que ponerle un corazón nuevo. Nuevo, porque el que tienen no les funciona bien, desde una perspectiva poética más que biológica. Se me quedó grabado el tema, el de los corazones. Tal vez por eso decidí hacerme doctora. La doctora Carolina, cardióloga, hija de un transgénero Así resumió mi perfil el jefe del Hospital Central, quien por un momento dudó en contratarme. Ya dos muertes eran más que suficiente. Mi abuela Isadora, muerta y enterrada con sus zapatos rojos, y unos años después, mi padre. Parecía que lo había matado la morfina. La morfina se la había suministrado yo. ¿Responsabilidad solidaria? No lo sé. El Estado probablemente me condenaría de la misma forma que la iglesia. Opté por el silencio. Cuando la gente hablaba de la homosexualidad como enfermedad, también optaba por el silencio. Aprendí a no desgastarme. La mayoría del tiempo, mis pacientes estaban enfermos sin estar enfermos. Yolanda organizó el entierro. Lo velamos en la fundación. Llegaron varios compañeros y tratamos de no hacer las típicas ceremonias aburridas donde la gente llora. Nosotros no lloramos pero sí gritamos una canción de Miguel Bosé que a Javier le encantaba. Algo recuerdo, Yolanda cantaba altísimo: “por ser algo no perfecto, te amaré”. Tomamos un trago whisky de mala calidad con vasos plásticos y hielo casi derretido, acompañado con tacos. 78
Ese lunes me tocaba guardia. Salí de la fundación después de tomarme un vaso de agua. Conducía despacio, estaba camino a San José centro, rumbo al hospital; recuerdo un automóvil último modelo, una señorita iba a mucha velocidad, además estaba hablando por celular. Esta señorita se va a matar, pensé, pero seguí mi camino. Tuve que bajar la caja con mis pertenecías −la oficina era compartida−, así que probablemente todo permanecería en una esquina. Volví a ver otra zompopa; esta vez cargaba una hoja del tamaño de la Catedral de San José. Recién entrando vi cómo llevaban a una mujer en la camilla, estaba toda cubierta de sangre. Me fui camino hacia la sala de emergencias, las noticias de la paciente eran bastante desalentadoras. La lata de la parte delantera se le había incrustado en el pecho, tenía el corazón comprometido. Por curiosidad pregunté a dónde había sido el accidente. Me indicaron el lugar exacto: en la misma ruta que me llevó al hospital. Pensé que podría haber sido aquella chica que estaba hablando por el teléfono celular y enviando mensajes. La paciente fue trasladada a cuidados intensivos. Una mujer joven de unos treinta y tantos. Tenía tez blanca y facciones simétricas, el cabello castaño claro. Estaba sedada. Llegó a preguntar por su salud un señor que decía llamarse Enrique; me comentaban que Paulina era huérfana de padres. Él era su único pariente cercano. Me dijo: “Paulina es una mujer muy activa, energética, se salvará de esta. Es muy conocida en el mundo publicitario, por su agencia Huertas design ¿La conoce?”.
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Equivocaciones
Fui a una charla que impartía un padre en un elegante salón de un Club exclusivo en Escazú. El padre habló y polemizó. En la escena discursiva, hubo muchas contradicciones. Me sorprendió que fuera filósofo además de teólogo. Lo había traído al país un movimiento de renovación. Parecía que estaba de moda su forma de hacer comedia. Una especie de monólogo amigable con dosis de humor eclesiástico. No sé si me explico. El padre hacía chistes que tenían contenido sexual importante, en los que él estaba inmerso. La gente se reía a reventar. En algún momento habló de un encuentro que tuvo con un amigo de toda la vida. Fueron a cenar y el amigo decidió invitarlo. En el momento de pagar la cuenta, su amigo saca la billetera y se le escapa un condón. El padre decía que la mesera dirigía sus ojos al condón, a él (con la sotana puesta) y por último a su amigo. Nuevamente la mesera le dirige la mirada, al amigo y por último al condón. La gente vuelve a reírse a carcajada suelta. Entonces parece que la línea del doble sentido está permitida en esas lides. Quiero decir, nadie le resta humanidad al padrecito, y menos sentido del humor. La gente paga cincuenta dólares para escucharlo. Además, como parte de la presentación, al concluir, se hacía una rifa de todos los discos compactos con material importante, en su mayoría charlas anteriores. 80
No podía parar de bostezar. Un zapatero como yo, abandonado hacía dos años por su mujer, tenía un estatus peor que el de viudo. El tema se las traía. Fui a la charla porque el vecino, el que vende las dulzainas, me dio el panfleto y me aseguró que a ese tipo de reuniones religiosas llegaban señoras de buen ver, en su mayoría viudas que habían heredado cuantiosas fortunas de sus maridos. Ellas, bueno, algunas, habían llegado a la tienda de música a comprar flautas para sus actividades de beneficencia. Se veía que no tenían mucho qué hacer, o más bien que tenían la agenda llena de actividades programadas para salir de sus infiernos. Yo no era socio de club donde se dio la charla, pero conocía bien a los miembros de la junta directiva, porque la señora De la Osi, presidenta, era mi clienta. El último encargo que me hizo había sido arreglarle las tapillas a sus zapatos rojos de tacón alto. La señora De la Osi era una dama en todo el sentido de la palabra, parecía una muñeca de porcelana. Siempre bien vestida, con el peinado impecable y la sonrisa que dejaba siempre una especie de cosquilleo en el vientre bajo y ni qué decir de las partes más bajas e instintivas. El padre, entre chiste y broma, fue enfático en temas como el divorcio, el aborto, la homosexualidad, tema, este último, al cual le dio bastante énfasis, insistiendo que se debía rezar mucho por esos hermanos enfermos. Casualmente, el hijo de la señora De la Osi era homosexual. Por dicha mi clienta no estaba el día de la charla. De haber estado ahí seguro le hubiera pegado un zapatazo al padre y ordenado que le envenenaran, en todo o en parte, la carne en salsa que le servirían en uno de los restaurantes del club al finalizar el número.
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Yo por mi parte no vi a ninguna señora sola. Me había equivocado de fecha, la charla que estaba impartiendo el padre versaba sobre renovación de votos matrimoniales y no sobre descubrimiento de la luz después de la viudez.
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Por la puerta grande
Lastimosamente no pude verte, quería estar ahí con todas mis fuerzas pero como reza el dicho popular, uno pone y Dios dispone. Quería tratar de manejar con la mayor sutileza nuestro encuentro, fingir que no era un tema programado. Pero hay temas intocables aun cuando parezca que no. Uno no sabe cómo le va a ir en la feria, es algo que va desarrollándose con el día a día. No se puede planear nada, el futuro es un animal resbaladizo que se desarma con la duda. Esperar cualquier cosa, de cualquier forma tampoco es la solución. Llevaba mucho tiempo queriendo que las cosas se hicieran a mi modo, como si en el modo estuviera la garantía. La estabilidad siempre la puse al servicio de otros, era estable en la medida en que mi marido me validaba, tenía valor si me decía: “Soledad, está bueno este arroz; Soledad, está lindo ese color de la alfombra; Soledad, me dejaste perfecto el pantalón”. Y esa estabilidad se venía abajo con las más mínimas críticas. También me sentía estable cuando mis amigas validaban mis atuendos, o me daban las gracias por algún favor. En el círculo de amigos me tenían catalogada como la dama perfecta. Esto me daba horror, salirme del orden establecido era sinónimo de perderlo todo, sobre todo esa absurda perfección. También me estabilizaban las donaciones; yo no había pedido heredar la fortuna que heredé. Fernando sí, me pidió por la fortuna 83
que sabía que heredaría, pero a mí me importó un bledo; si no, habría sido otro, cualquiera, de los que mis papás sentían que eran buenos partidos. El amor fue una cosa lejana, absurda, que no me pasó por la cabeza; el amor de Fernando nunca lo busqué. Para eso me echaba mis canitas al aire. No voy a decir ni a dónde ni con quién, sobre todo porque eso no es lo que importa. Ya estoy arrepentida, ya me arrepentí de haber sido parida en el seno de una familia como la mía, también me arrepentí de no haber alzado la voz para no dejar que me vendieran como a una mercancía. Pero Fernando me dio el mejor de los regalos: mi hijo. ¿Sabe cuándo aprendí a estabilizarme? Bueno, le voy a resumir el cuento para que no se aburra. Me estabilicé el día en que Joaquín me dijo a los quince años que era gay. Mami −me dijo− a mí me gustan los hombres. Y yo me transformé. Por primera vez tenía una lucha, una lucha que librar: apoyar el proceso de descubrimiento de mi hijo, apoyarlo en su inclinación, en su preferencia, defenderlo del mundo si eso era necesario y así fue. Acepté su realidad, ni siquiera lo decidí. Y Joaquín me ha dado alegrías incalculables, sobre todo haciéndome consciente de mi propia fuerza. Ahora solo me resta desearle buen viaje. Padre, como sabrá, al ser la Presidenta de la junta directiva del club, no solo decido quién entra, sino también quién sale. Y a pesar de que lo dejé salir por la puerta grande, ahí le habrán hecho estragos los polvos mágicos que sueltan el estómago, esos que le puso el cocinero en mi nombre. A ver si se le convierte en una cuiteadera crónica, es decir una enfermedad de verdad.
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En defensa de las minorías, debe usted estar yendo al baño cada dos por tres, en el avión, donde los baños son tan confortables. ¿Va en primera clase?
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Las cartas
Cuando tenía once años mi papá me dijo que era como una maceta, que había nacido para estar en el corredor y que de ahí no iba a pasar. La escuela en la zona sur era pequeña, muy pequeña. Yo nunca había estado en San José, pero pensaba que ahí las escuelas eran más grandes, con más sillas y muchos libros. La escuela nunca fue una prioridad, mi papá no tenía plata, y la que tenía, la gastaba en otros asuntos. Así que mi mamá hacía de tripas corazón para conseguirme uniformes. A mí me gustaba mucho aprender y procuraba estar siempre lejos del corredor. Cumplía con las tareas del hogar. Barría, lavaba los platos, nos distribuíamos las labores. Mis hermanos Pedro y Juan siempre refunfuñaban cuando les tocaba a ellos hacerlo. Yo los obligaba. Mi mamá trabajaba leyendo las cartas, las tiraba todos los días, a vecinas y a vecinos; a veces llegaban desde muy largo. Parecía que siempre acertaba porque los clientes nunca dejaron de visitarla. Siempre se encerraba en un cuarto de atrás, cerca del cuarto de pilas, usaba vestidos sueltos y una trenza muy larga le sostenía el cabello. Un lunes por la tarde llegué de la escuela, estaba feliz, me había sacado un cien en español; había hecho una redacción sobre la fuerza. Mi mamá estaba ocupada y no me puso atención; cuando mi papá llegó a la casa, me regañó porque estaba descalza. Lo único que hizo fue 86
pedirme un vaso de agua. No me dirigió la palabra, tampoco le importó mi redacción. Yo le conté a mis hermanos y solamente Pedro se tomó el tiempo de leer mi escrito. Me felicitó, pero se rio de mí porque había escrito fuerza con “s”, me dijo que era la s de zopenca. Y yo le dije que zopenca era con “z” de zorro. Mis zapatos de escuela estaban llenos de huecos. La lluvia me estaba empapando las medias y los pies. Empecé a ir a clases con los zapatos de domingo. Al principio mis compañeros se burlaron de mí, sobre todo Pepe, pero impuse respeto cuando le pegué un solo golpe por el ojo derecho. El día que llegué a mi casa, después de las risas, pensé que papá tenía razón: yo era una maceta y el corredor era mi único destino. Así que me resigné. Mi mamá me vio triste y me pidió que entrara al cuartito de atrás, me leería las cartas. Ella nunca me dejaba entrar, estaba prohibido para mis hermanos y para mí. Cuando al fin puse un pie en su lugar de trabajo, me saludó desde su silla como si yo fuera un cliente importante y me solicitó tomar asiento. Incluso me ofreció algo de tomar. Me senté, tiró las cartas y dijo: “Clara, veo en su futuro muchos libros escritos, libros que hablan de fuerza, coherencia y humor. Usted será una mujer muy apegada a los libros y a la ciencia. Conseguirá lo que se proponga, leerá Mi vida de Isadora Ducan y entenderá que nada es imposible. Además se disculpará siempre que sea necesario, sobre todo con aquellos compañeros de vida a los que por algún motivo les haya tenido que pegar golpes en los ojos.” Ese día recuperé la fuerza, y decidí seguir estudiando con mis zapatos rojos.
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La muerte en vida
La señorita Huertas se está recuperando en la Unidad de Cuidados Intensivos. Carolina, la cardióloga, la visita y le pregunta cómo está. Huertas le confiesa que se siente como atropellada por un tren. Una cicatriz ancha le va a quedar en su mejilla izquierda por el vidrio que la perforó durante el accidente. Está desvelada, triste desde adentro. Como si algo se le hubiera apagado hacía mucho tiempo. El corazón se recuperaba; afortunadamente el infarto que le había provocado la conmoción había sido en la punta de atrás, y el daño solamente estuvo en una de las arterias periféricas. Podría seguir haciendo su vida normal. Mientras yo le hablaba, Paulina Huertas parecía estar lejos, como si su cuerpo fuera una sutil muestra de una ausencia. La carencia espiritual y la desolación más absoluta. El barco en alta mar con el ruido negro, el oleaje de una ballena asesina rodeando el espacio. Una ballena que no le permitía salir de su círculo de miedos. Estaba tan quieta, tan distraída. Yo prefería dejarla sola y no contarle que vivía, porque parecía que me equivocaba. Paulina me preguntó quién la había ido a visitar, le dije que un tío suyo, un señor que se presentó como Enrique. Me dijo, preocupada, que necesitaba que le dieran de comer a su perro Markus, pero no supe qué decirle. Le sugerí llamar a don Enrique para que él le hiciera el 88
favor, pero empezó a llorar. Luego me comentó que en estas fechas su tío siempre viajaba al norte de Italia y no estaría disponible. Así que tuve que cumplir. Me dio la dirección de su apartamento. Le prometí que al día siguiente le daría de comer a Markus. Quedé un poco preocupada por el paso que estaba dando: no era un acto de humanidad, era una locura. No debía cruzar la línea; si cada paciente me pedía un favor y accedía ¡en qué iba a parar! Pero este caso era excepcional. Esa muchacha parecía que no tenía a nadie verdaderamente, parecía que estaba totalmente sola, desajustada, con una tristeza casi absoluta. Como si estuviera muerta en vida. Así que al día siguiente me fui a la Sabana, a uno de esos edificios ultramodernos donde tenía su apartamento, un piso entero. Ahí estaba Markus, jadeando y muerto de hambre. Le puse la comida en la tacita y le fui a dar un paseo a la Sabana. Abrí instintivamente la nevera y boté toda la comida podrida. Llevé al Markus a un hotel de perros, costaba cincuenta dólares la noche; era un cinco estrellas para caninos. El apartamento me dio la misma sensación de desesperanza que Paulina, así que salí tan pronto pude. Llegué al hospital y le mostré el video de Markus que había tomado con mi teléfono celular. Paulina lloró. Me agradeció, ofreció pagarme, pero le dije que no. Paulina, le dije: usted sabe que yo la vi antes de su accidente. Pensé que alguna tragedia ocurriría porque estaba hablando por teléfono. Y fue una casualidad que la atendiera durante la emergencia. Y ahora, bueno, espero que tome conciencia del peligro que significa estar en varias cosas a la vez mientras va conduciendo.
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Así es –contestó Paulina– y lo más paradójico de todo es que estaba insultando a la muchacha que me limpiaba la casa, porque me había dañado con cloro mi camisa verde, de maldita seda, mi favorita.
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Perfil distorsionado
Hubo recorte de personal en el Hospital Central. Despidieron al Jefe de cardiología, don Alejandro Bastos. Yo decidí montar una clínica pequeña para tratar a pacientes que habían recibido trasplante. Me pareció importante brindar un servicio enfocado en darles apoyo emocional a las personas recién operadas. Lidiar con un corazón ajeno tenía sus desventajas. No se eximían de los riesgos. También incluí a los pacientes tratados con stents expansivos. Cuando monté la oficina puse una foto donde estábamos papá, la abuela Isadora y yo. Era uno de esos fines de semana en que nos sentábamos a tomar café con el queque de naranja en mano. Recuerdos memorables. Pasos y pesos necesarios. Cuando tomé la decisión de independizarme encontré muchos obstáculos, siempre hay piedras en el camino. Pero todo marchó bien y al cabo de tres años estaba pasándome a un edificio más grande. Necesitaba contratar personal capacitado. Escuché que mi ex jefe, don Alejandro, había sido cuestionado por los dineros de un fondo. En el hospital alguien lo quería perjudicar y así fue, perdió todo, inclusive la pensión que estaba a punto de percibir. La relación con don Alejandro siempre fue distante. Yo también sabía que algunas compañeras del hospital me odiaban: una especie de enemigas pagadas, a las que seguramente les debía algo desde la otra vida.
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Estas mujeres me hicieron la vida imposible, me molestaban día y noche. Incluso llegaron a desacreditarme ante don Alejandro por procedimientos que según ellas estaban mal hechos. Afortunadamente siempre tuve cómo probar mi inocencia. Sin embargo sentí que sembraban siempre la duda. Hubo un concurso, una terna para elegir en propiedad a un cardiólogo. Recuerdo que participé pero no fui elegida; me sentí un poco mal, pensé que probablemente no era lo suficientemente buena. Cité a don Alejandro para que llegara a la clínica, sabía que había sido despedido, también que no estaba recibiendo su pensión. Averigüé su teléfono y le escribí un mensaje, quedamos de vernos un viernes por la mañana. Llegó a la clinica, pero se perdió durante el camino, finalmente encontró el edificio. Nos sentamos a conversar. Le conté un poco mi historia, la muerte de la abuela Isadora, los dolores crónicos de mi Javier y algo de mi vida. Don Alejandro lloró y me dijo que probablemente yo lo echaría a patadas con mis zapatos rojos incrustados en su espalda. Me contó que en el momento de escoger la terna, él había decidido no darme la propiedad, porque yo le caía mal, le parecía altanera, irreverente y sobre todo insoportable. Le expliqué que me había hecho un favor. Gracias a su rechazo había formado una clínica.
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Polvo
Tengo un montón de sacos de arena. Se convirtieron en arena fina. Cuando agoté la capacidad de explosión que generaban mis manos, agarré todas esas piedras y las convertí en polvo, mientras el sudor parecía más que una sola gota de lágrimas. La vejez fue un proceso mío, nunca sentí la piel lozana. Cuando me equivocaba, cuando los demás me hacían sentir que fallaba, volvía por unas cuantas piedras y me las echaba al hombro, así sangré más de una vez. Pretendía moverme, no me podía quedar quieta, sobre todo para desafiar aquel destino que me habían tratado de imponer. Siempre supe que el destino era un papel en blanco, no resuelto. Me agarré del tronco frondoso que estaba a unas cuantas cuadras de mi casa, para que no me llevara el viento. A pesar de mi tristeza, disfrutaba la soledad. Sabía que algún día vendría algún triturador de piedras como yo, pues yo no podía ser la única capaz de transformar la piedra en polvo. En cuanto oía la frase, la frase lacónica e hiriente de siempre me hacía a la idea, imaginaba que el perdón era una sustancia que me salvaría, así que me la tomaba a diario como si fuera un jarabe para la tos crónica. Muchas veces lloré, en silencio, porque me sentía frustrada, así que salía hasta de noche para ponerle más polvo a la maceta, sí, a esa maceta que permanecía en el corredor, pegada a la frase de papá, a esa absurda idea, la idea tonta de que yo no pasaría nunca del corredor, por eso en la maceta quedaron todas las piedras que una 93
vez convertidas en polvo me liberaron del dolor de mi padre y de la ausencia de su espĂritu. Esta es la redacciĂłn de la FUERZA de la niĂąa convertida en adulta con el respaldo de los pesos y los contrapesos.
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Setecientos veintidós
Cuando me senté en la silla del desayunador encontré mi cabeza fuera de órbita. El reloj marcaba las seis y media de la mañana. Hacía dos días me habían dado de alta. Me costaba caminar. Teresa fue a recogerme al hospital Central. Llegó en taxi, cuando entré a la casa me tenía flores puestas en un jarrón y sopa de pollo en la olla de cocimiento lento; las pantuflas y la piyama sobre la almohada. Mañana se sentirá mejor, eso me lo había dicho la doctora y también Teresa. Me sentía aturdida, no recibí visita de ninguno de mis colaboradores. Seguro pensaron que me iba a morir. En el fondo me odiaban. Sobre todo Paula, que me sonreía con un gesto a medias, con el labio colocado en posición de hipocresía. Me sentían soberbia, creo que siempre fue un error llevar a mi equipo a comer a restaurantes gourmets, lo debieron sentir como un insulto. ¿Qué demonios importaba? En algún momento Paula me solicitó permiso para ir a visitar a su mamá cuando estaba en el hospital y le dije que había mucho pendiente. La mamá murió a los pocos días. Tampoco respeté sus días de duelo. Lo único que me parecía importante era la maldita política de llevarlos una vez al mes a comer a restaurantes “buenos”. Seguro vomitaban la comida. Me pregunté muchas veces cuál había sido mi mayor defecto; nunca tuve respuesta. Crecí huérfana, como perdida, una tía del lado 95
materno vino de Italia, eso es lo único que recuerdo, y luego estar en la casa de tío Enrique con la señora que limpiaba, día y noche. Estuve sola siempre. Luego hice lo que pude. Traté de desarrollarme en las áreas de mercadeo y la publicidad, el negocio del tío y, básicamente, lo que conocía. Cuando me incorporé al trabajo, seguro mis empleados pensaron que los iba a echar, porque no habían ido al hospital. Llegué muy temprano y saludé. Paula estaba con el rostro desencajado. La abracé. Le conté que había estado en el mismo hospital donde había muerto su mamá. En la cama número setecientos veintidós. Ella me miró y se miró sus zapatos rojos, los que tenía puestos el día del entierro. Era la cama donde había fallecido su mamá, por eso no había querido entrar; trató de visitarme muchas veces, pero no pudo. Paula –le dije– de ahora en adelante la cena del mes va a ser en mi casa, yo cocino. Ese restaurante francés siempre me da mal de estómago.
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Universidad
¿Qué iba a hacer? Tenía unos certificados a plazo. Podía dar el enganche para un apartamento. Quizá sería mejor alquilar una casa pequeña. Visité muchos lugares, llegué al punto álgido, contraté una corredora de bienes raíces. Me mostró una casa de unos ciento cincuenta metros cuadrados en Zapote. Me gustó porque parecía que ahí vivía una pareja de ancianos decrépitos dispuestos a quererse, a pesar del invierno. Yo había decidido estar sola, como se decide alquilar o comprar una casa. Escogí Zapote porque mi hermana vivía ahí. Compré dos sofás, una cama y una mesa de comedor. No sabía qué hacer con mi vida. Antes de empezar a trabajar en algo debía recordar si había estudiado algo… o, mejor aún, si había tenido experiencia haciendo algo. No tuve ni hijos, ni sobrinos, ni perros, ni mucho menos gatos. Lo único que tenía claro es que había pasado el examen de admisión de la Universidad de Costa Rica veinte años atrás. Así que decidí estudiar. Entré a la carrera de filología. Con estudiantes de primer ingreso. Tenía sesenta y dos años y la memoria me fallaba. Me costó el inicio, trabajos en grupo, fotocopias, materia, responsabilidades. Empecé a darme cuenta de que las compañeras usaban tenis, así que fui a la zapatería más cercana de la casa y me compré unos rojos.
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Tenía que sacar fotocopias para la clase de teoría literaria, la fotocopiadora estaba repleta; sin embargo, logré hacer el trámite y salí. Había dos opciones, elegir la ruta larga o montarme como un bicho salvaje en un montículo de tierra que me acortaría la distancia. Por suerte andaba encaramados mis caites rojos y empecé a calentar motores. En medio cerro me encontré ante una realidad rara. La vida es rara, ¿verdad? Había un billete de mil colones en la tierra, el billete se movía lentamente, volví la vista a la derecha, no vi a nadie; izquierda, no vi a nadie. Pero no junté el billete, seguí. Estando en la parte plana, después de atravesar el Everest, vi a un muchacho que venía subiendo el cerrito que yo había subido unos segundos antes. Venía con la cabeza baja, pensé que no se percataría, pero lo hizo, lo vio. Tuvo la misma reacción que yo: vio a su derecha, acto seguido a su izquierda; lo vi por un instante, y entonces le di el mensaje: —Ese billete es suyo, cójalo. Algo raro: puso el billete en su bolsa y me miró con una sonrisa, después me dijo: —No tenía plata para el bus.
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Una sola fotografía
El biocombustible no deja de ser altamente contaminante. Pero en la empresa donde trabajo el biocombustible lo hacemos de basura. Separamos vidrio, metal y materia orgánica. Usamos solamente textiles y materiales relacionados. Tenemos convenio con municipalidades. No vendemos combustible todavía, porque estamos haciendo la planta en Nevada. El biocombustible se convierte en diésel y en gasolina. Las emisiones son las mismas, la diferencia está en el reciclaje. Mi jefa era mitad hindú y mitad neoyorquina. Empezó a trabajar para la compañía mucho antes que yo. Con cuarenta años a cuestas, soltera y sin compromiso. Tenía una política empresarial rara. Desde hacía varios años lideraba una de las empresas más grandes de basura en Estados Unidos, además de ser una de las accionistas mayoritarias de la compañía de biocombustibles. Brindaba el servicio de recolección a las municipalidades. Su mamá era de origen hindú, pero había desaparecido un 10 de abril. Lo único que oyó de boca de su padre fue que su mamá se había ido con un traje azul marino y unos zapatos rojos de tacón alto.
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Ellos –sus papás– se conocieron trabajando para una aerolínea. A raíz de la desaparición de su mamá, Jalla decidió que la buscaría. Empezó con los Estados del norte y así fue avanzando. Su papá le entregó una caja con algunos objetos y fotografías. En una de ellas su mamá estaba en un sofá con las piernas cruzadas y unos zapatos rojos con un adorno dorado que cruzaba toda la parte lateral. En su carrera como administradora de basura obtuvo la concesión para administrar la basura en trece Estados dentro de Estados Unidos. Para continuar con la búsqueda, optó por ordenar a sus recolectores que separaran todos los zapatos rojos que cayeran a los basureros; a cada zapato debía tomársele una foto y agregarse a un archivo. Llegó a acumular miles y miles de zapatos, hasta que un día, la sorprendió la llamada de una agencia que había contratado para la búsqueda y le informaron que la Karushi Kandhari había muerto en un asilo de ancianos, producto de un infarto, a las dos de la mañana, un mes y medio atrás. Sus restos permanecían en el cementerio local de Haddon Field, New Jersey. Ese día mandó todos los zapatos rojos a la planta y ordenó transformarlos en biocombustible, muchos de los zapatos rescatados fueron vendidos a una empresa costarricense quien los comercializó en algunas zapaterías en San José.
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Esclavas
Siempre llegaban de frente. Muchas veces no me veían a los ojos. Yo no tenía con quien dejar a mis hijas, así que permanecían solas en el cuartito que alquilaba. Trabajaba en un mall de Escazú. Mi pareja se había ido desde que quedé embarazada. Cuando recién empezaba a levantar la frente, llegó otro patas vueltas y me embarazó otra vez. Yo usé pastillas, pero seguro estaban vencidas porque la farmacia que me las vendía las tenía a mitad de precio. El primer día de trabajo estuve diez horas de pie. Me dolían mucho los pies, nos obligaban a usar tacones para que nos viéramos presentables, además de pantalón negro (de mala calidad). La bodega no tenía mucha ventilación, y las cajas estaban apiñadas una detrás de otra, a doble altura. Había una escalerilla enclenque que me daba cierta desconfianza y con los tacones era todavía más difícil. Las clientas en su mayoría eran señoras muy bien vestidas, con carteras de cuero impecables. Muchas no me determinaban, solamente me veían como un objeto. El primer día di lo mejor, y recibí lo peor, muchas señoras llegaban exigiendo, sin importarles nada. Me pedían tallas, zapatos, otras tallas, otros zapatos, y se impacientaban. Yo debía ir y venir a la bodega, que tenía luz a medias.
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Tráigame la talla siete, no, siete y medio, este color no me gusta, mejor un café, tráigame dos tallas menos. Uno así, pero de punta redonda. Señorita, por qué dura tanto. Señorita, no tengo todo el día, ¡qué lentitud! Por eso trabaja en esto, le decía una señora a su amiga, esta gente no sirve para nada. Señora, venga, por favor tráigame otra talla; llámeme a la administradora, qué barbaridad. Y terminaba mi día y mis hijas me esperaban con el arroz listo, y yo no tenía mucho que decirles. Quizá alguna talla, alguna talla que no estaba, porque la talla a veces fallaba. Quería matar a esas señoras que no compraban nada, pero se esforzaban mucho en hacerme la vida imposible. Muchas eran amigas de mi jefa, la dueña de la tienda. Y por eso se creían con el derecho a tratarme como a un trapo. Terminé siendo un monstruo. Así las trataba. Empecé a usar mi veneno y resultó. Me di a respetar. Las de cierta estirpe necesitaban recibir un trato de igual a igual. De la patada. Cuanto más altaneras se veían, más altanera me ponía yo. Así les llegué a caer bien, cuando las veía de arriba abajo como si todas fueran esclavas. Entonces empecé a sonreír.
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Manual de una prostituta
Tuve curiosidad. Un día me levanté pensando que nadie notaría mi ausencia. Me ausenté. Una tiene ideas locas que le pasan cada tanto por la cabeza. Algunas veces el cerebro depura y no ofrece mayor análisis. Ese viernes yo necesitaba arrebatarme y necesitaba algo más arriesgado que irme a una montaña a abrazar a un árbol. Había revisado las redes sociales y algunos de mis contactos estaban entrando en estado zen. Leí frases inspiradoras y con sabor a plagio. Quizá algún alma creativa las había copiado mal. Le atribuían a Ricardo Arjona frases de algún político de turno y a algún político de turno, frases de Arjona. Eso pudo haber sido adrede. Un publicación de Miguel me llamó la atención. Miguel era un músico retirado que vivía a pura verdura orgánica en una casa heredada por su papá. Recibía la renta de unos apartamentos en Santa Ana y con eso viajaba y se cultivaba. Tenía tiempo para leer, incluso iba cada semana a alguna actividad cultural. No sé porque Miguel tenía la costumbre de sorprenderme con alguna dosis de humor. Ese día lo logró, posteó lo siguiente: mujer de la mala vida necesita suplente. No me quedó más remedio que ofrecerme. ¿A dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? Miguel me dio las instrucciones. Las dejó en un sobre rojo con 103
cinta adhesiva cubriendo los bordes. Llegué al lugar previsto. Mayela me entregó un instructivo y los zapatos rojos; por suerte teníamos el pie pequeño y delgado. En el fondo no sé si esa era la señal. Era tan capaz como Mayela de entregarme a los pecados capitales. Era un puñado de sustancias prohibidas repartidas en años. Entonces el manual me sirvió de guía, de libro sagrado. Manual de una prostituta suplente (para una Huertas): Aquí te dejo mis zapatos, tan pronto los tengas puestos serás corazón valiente, corazón complaciente, corazón solidario, corazón fuerte, corazón compasivo, corazón empático, puro corazón. En la furia del otro encontrarás tu propia furia, en la falta del otro encontrarás tu propia falta. Lo que te den lo pedirás, lo que pidas te lo darán. En el fondo lo que buscan es un poco de ternura. Aun cuando te jalen con fuerza y te obliguen a arrodillarte, ellos necesitan sentirse, sentir. Para no tener que ahorcarse en sus ahogos continuos. Ellos también han sido sometidos por la fuerza, han estado de rodillas, sometidos al poderío de otros.
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La morgue
Teresa vivía a unas tres casas de la pulpería del barrio. Le daban fiado. Tenía una libreta pequeña donde le apuntaba los montos adeudados. La menor de nueve hermanos, creció en la Laguna de Apoyo. Su hermano se vino para Costa Rica y nunca más supo de él. Sabía que trabajaba en una finca de naranjas. Lo vieron por última vez con una mujer de contextura delgada y cabello rojo. Teresa recibió una carta, después de la firma, un número de contacto y dentro del sobre una fotografía. No supo nada más. Llamó al número, pero le dijeron que ya Jacinto se había ido. Toda la vida le dio dolores de cabeza a la familia. Tenía trabajos inestables que no le duraban más de unos cuantos meses. Se vino por tierra y parecía que la misma tierra se lo había tragado. Otro de sus hermanos había muerto de cáncer. En aquellos tiempos no todos tenían cédula, muchos vivían como seres inexistentes. El caso de Jacinto era uno de tantos. Así que cuando decidió cruzar la frontera lo hizo con la cédula de su hermano muerto. Teresa siempre dijo que se parecían mucho. La gran disyuntiva para iniciar la búsqueda siempre fue la misma: cómo encontrarlo si tenía un documento que no lo identificaba a él, sino a su hermano. La desaparición de Jacinto siempre le dejó a Teresa un sin sabor de boca. Si estaba vivo, si por asomo lo estaba, entonces, 105
seguro no lo reconocería. La foto que le había enviado ya se estaba quedando sin color. Quizá en la calle, algún día, quizá en diciembre, o en abril, o quizá en el bus, a la hora de su salida, en la Sabana después de sacar a Markus a pasear, o en la pulpería donde le daban fiado. Quizá Jacinto llegaría de sorpresa y le cancelaría toda la deuda del mes, o pediría un refresco gaseoso en su nombre. Pero algo podía suceder, algo podía transformarse, así que Teresa decidió tomar su día libre para ir a la morgue, se puso sus zapatos rojos y en una bolsa plástica metió la foto de Jacinto. Camino al centro de San José, encontró una avenida inmensa con oleadas de trabajadores que venían del costado sur de la Catedral; algunos sonreían mientras hablaban, señoras con sus hijos en brazos, o con alguna mochila a cuestas. Y ahí, a unas cuantas cuadras la morgue, con fotografías y muertos de papel, un lugar cualquiera donde sentarse en las tardes, en las mañanas libres para encontrar ausencias.
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Rendición de cuentas
El lugar estaba limpio, pero olía a naftalina. Las camas habían sido puestas dejando espacio para colocar una sola silla de metal descarapelado. Algunos enfermos tenían conectadas sus máquinas de oxígeno, mientras otros solamente yacían inmóviles en sus cuevas sin distinguir el día de la noche. Solitarios sin una sola visita al mes. Sus nombres estaban colocados en las cabeceras, aunque la mayoría se habían borrado de forma parcial. Yo no necesitaba cuidar a un enfermo, sin embargo me urgía que un enfermo me cuidara a mí. Llamé al albergue y di mis datos. Sabía que existía un programa de voluntariado. No era un programa común y silvestre, no, la constancia era importante. Si uno tomaba la decisión de entrar al equipo de asistencia debía firmar un pacto, una especie de compromiso. La directora del centro me habló muy claro, me explicó que mucha gente llegaba tratando de reivindicarse o de sentirse menos culpable por algo, pero que el albergue no necesitaba ese tipo de ayuda. Me puse mis tenis rojos y unos jeans. Salí con muchas expectativas. Cuando entré, las asistentes de enfermería se me quedaron viendo con cara de asco. Pensaron lo mismo que me había indicado la directora, y en el fondo tenían razón, fue casi una aberración que yo estuviera en un asilo de ancianos, lista para ayudar, cuando estaba desarmada por dentro. La gente solo veía mi cuerpo esbelto, mi cabello brillante y la 107
simetría casi grosera de toda mi esfera de inseguridades, pero no entendían que yo desde hace tiempo me venía muriendo. Les dije que quería bañar a los más bravos, a los viejitos más complicados. Tenía fuerza en los brazos y en las piernas, era maratonista y alzaba pesas, así que me asignaron cinco pacientes. Me explicaron la historia clínica de cada uno. Llegué a la cama del fondo, un señor estaba acostado en posición fetal. La placa con el nombre se había borrado y solo alcancé a leer “Val”. Tomé la espalda suavemente y coloqué con la ayuda de una de las enfermeras al señor en la silla de ruedas. La enfermera me dijo: —Él es Felipe Valdeperas, un señor que llegó muy deteriorado, porque sus hijos ya no podían cuidarlo más. Desde que lo dejaron aquí habla muy poco, a veces se pone violento. Así que debe armarse de paciencia, pues no le gusta que lo bañen. Le parece denigrante. Felipe no había reparado en la conversación, porque vivía siempre ausente. Estando en el baño miró a su derecha y vio a la señorita Huertas, a Paulina. —No me diga, señorita Huertas, que usted me va a lavar el trasero después de que yo boicoteé tres de los proyectos más importantes que le serían asignados. —Sí, don Felipe, yo voy a bañarlo. Con la suerte que me ha dado el tiempo, y la paciencia de la que ahora gozan mis nervios. No me haga la vida imposible, ya yo he participado en el infierno lo suficiente. Estoy aquí sin zapatos rojos, ando en tenis. No se preocupe, mientras lo bañe dirigiré la mirada a la ventana y usted no se sentirá incómodo. Y no me trate como si fuera un monstruo, aquí yo vengo también desnuda, no 108
tengo mĂĄs que un perro que me mueve la cola, y una angustia que me acompaĂąa como si yo fuera digna de algo.
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Al que esté libre de culpas
¿Cuántos trechos andados? A la postre vendrán las golondrinas y una fiesta nos harán. Yo ya me doy por pagada. Estoy agradecida. Por un momento pensé que no existían lealtades completas. Me costaba respirar, porque siempre supuse que en la distancia, en el espacio franco de la distancia se anidaba la traición avasalladora. Así pasaron los días en el baúl ensombrecido. El miedo fue un enemigo terrestre, abstracto, casi demoniaco; me limitó el camino y me cercó el futuro. Al final siempre pensé que merecía la huida de todos los que algún día se acostaron en mi cama. Porque yo me convertía en la sombra de mí misma, apagada por la rigidez del tiempo. Lo del tiempo, ¿a quién se lo iba a cobrar? Si yo no había tenido infancia, y uno no puede llegar a un juzgado penal a acusar al ladrón de infancia, porque ese delito no está tipificado, y las conductas que no encajan en un tipo penal no son castigadas. La gente me decía que vendrían las trompetas de la justicia, la divina. Pero yo las esperé y las esperé y nada. Me consolé con las campanas de la iglesia, pero a veces las sentían como dos enormes piedras que me caían en la cara y me la desfiguraban. Ustedes fueron mis compañeros, no me abandonaron, acompañaron mis rutas y no me dejaron caer, nunca me dejaron de apoyar. Y aun en mis delirios evidentes, en mis noches patéticas me coronaron reina y me hicieron madre. Madre a pesar de las faltas y con la pena de los faltantes. Mi altura se la debo a ustedes y en el ocaso 110
de mi vida, con la sangre partida en las várices de mis piernas débiles, les agradezco la disciplina férrea con la que me ayudaron a pisar el suelo frío y amenazante de la noche. Y aunque pequé y me hice la mujer anciana, la prostituta vieja de los pueblos vencidos, ustedes fueron rompiéndome la angustia y me acompañaron en la guerra. A ustedes les heredo mi pasión por el atardecer dormido donde mi hijo, Juan convertido en sacerdote, me limpió de toda culpa, convirtiéndome en un vientre vivo, pleno, entregado, en el vientre que sin tener noción del daño, parió un fruto de la iglesia, sin conocer la procedencia del padre. Y al que esté libre de responsabilidad que me tire el primer zapato rojo. A mis zapatos rojos, mis compañeros… Mayela
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Por la puerta de atrás
El bar Las tapitas de Coquín abría las puertas a las seis y media. Servía una boca de chucheca con yuca frita todos los viernes. Tenía un tocadiscos viejo cubierto en parte por telas de araña. Dos ambientes separaban la clientela de Las tapitas. Los pensionados solían sentarse en la barra para discutir temas de actualidad mientras empezaba el 2X1. El bar se había convertido en un lugar de perdición para gente de la tercera edad. Sobre todo después de las ocho, cuando ponían música para sudar. Entraban las viudas y los viudos y los de estado civil desconocido. Pasito tun tun, pasito tun tun, el piso empezaba a recibir a los bailarines. Qué delicia. Las luces de neón escondían las arrugas y el vapor de las esquinas reconstruía el goce pleno de la juventud. Pasito tun tun. Entraba Lola de moño y vestido, bailando desde la puerta del bar clandestino. El requisito siempre fue el mismo, se entraba en pleno ejercicio del pecado capital de la lujuria. Pasito tun tun, vamos a comenzar, sírvanse unos roncitos con coca cola; los pensionados se levantaban, hasta los que andaban con andadera se arrebataban con el sonido de la música. No faltaba nada. La música gobernaba los espacios. Aquí solo entraban los llamados a la mesa, no se permitía la intromisión de paracaidistas. Aida María llega con su hermana Margarita, toman su lugar, el cuerpo les empieza 112
a solicitar movimiento y el movimiento les empieza a pedir mayor fuerza. Pasito tun tun, es hora de sentarse un rato y fumarse un cigarrito, sobre todo a los que les anunciaron cáncer de pulmón. Los del cáncer de estómago están comiendo chicharrón con grasa, los enfermos terminales están terminando de despedirse de sus propias lágrimas y bailan. Viene Gardel, el bolero, el encuentro, el deleite, Aida María baila y todos parecen tan vivos… El Coquín le manda un trago a Aida María, le deja el ron en la mesa con un mensajito en papel blanco: Aquí le manda un tal Leopoldo. El mensajito reza: Para la mujer de los zapatos rojos. La espero por la puerta de atrás de su casa, así los vecinos no la ven, ni las malas lenguas hablan. Atte.: Su zapatero.
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Sagradas convicciones
Aquí me siento apacible. Muchos dirán que es imposible que yo les hable después de la muerte. Pero para eso les dejé esta carta. Yo tuve un solo hermano. Los dos fuimos conserjes: él, de la Corte de Justicia; yo, de la escuela en Paso Ancho. Lidié con mis contradicciones desde que el mundo me encasilló, y entonces cualquier divagar por el simple hecho de divagar se convirtió en una contradicción evidente. ¡El peso del ser social, histórico e histérico! Viví la guerra en mi fuero interno. Sé que la palabra también es una construcción y que está toda cubierta de poder como si fuera un velo preparado para la asfixia. En el barrio las casas estaban muy pegadas y éramos muchos. Yo siempre salía con las uñas pintadas y los vecinos me decían marica, mientras caminaba con los zapatos rojos de tacón. De todas maneras eso no me destruía, yo tenía un escudo antibalas que me había diseñado mi madre. Ella siempre quiso ponerme Javier, porque así se llamaba su papá, un asistente de carnicero que trabajó destazando chanchos por más de treinta años. Paradójicamente, a mi mamá el chancho nunca le gustó. Pequeño, me llevaron a un cuarto oscuro tres señoras gordas. Encendieron la luz de un foco negro y empezaron a interrogarme. Algo les habían chismeado, algo sobre mis preferencias sexuales. La más abominable de todas me dijo que mi actitud era una vergüenza, 114
pero que iban a rezar mucho por mi enfermedad. Me golpearon con la biblia muy fuerte en la cabeza y me contaron que las sagradas escrituras prohibían la homosexualidad. Cuando llegué a mi casa mi mamá me vio destrozado. Sabía que las señoras de la catequesis me iban a hacer disfrutar de uno de los primeros salones del infierno terrestre. Entonces me llamó y con voz aguda me enseñó a sobrevivir. Tomó un cuaderno viejo con un lápiz y me dijo: ahora sí, solamente usted, y nadie más que usted escribirá en este papel las sagradas escrituras, escriba aquí lo que le gustaría ser, lo que le gustaría vivir en coherencia con el bien y haga de esas líneas sus sagradas convicciones, y cuando alguien le diga que es un enfermo, recuerde que su destino fue escrito por su propia pluma imborrable y así no habrá nada ni nadie que lo detenga. Por eso todavía conservo el papel, aquí en este paraíso de gusanos, donde me convertí en tierra para los versos de Machado. Aquí les dejo mis sagradas escrituras. Sobre todo se las dejo a mi hija Carolina, que aprendió a remplazar corazones enfermos. Javier Barrantes
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La escuela
Al igual que Miguel de Unamuno, tuve mis periodos de esperanza y desesperanza. Me pintaba los labios rojos y le daba un beso al espejo. Nunca me aprendí bien el credo; la catequista estuvo a punto de dejarme sin hacer la primera comunión, pero mi mamá intervino con una donación de arroz con pollo y agua dulce para la última clase. Visité muchos barrios, donde encontré que vivía gente con más amor por la vida que yo. Recordé mi soledad infantil, mi constante disgusto con la oscuridad de la noche y mi infortunio. A los cincuenta y dos años todavía me pesan los silencios. No sé por qué se me ocurrió hacer la campaña de las prostitutas descalzas. Supongo que fue un impulso como cualquier otro. Un proyecto para ellas, por ellas ¡estuvieron tan cerca! Recuerdo la dulzura de sus confesiones, la cruz de sus palabras. El oficio las acercó a la calle, y la calle siempre estaba en estado permanente de alerta. Un oficio noble, realmente indispensable. Abrir el corazón, cerrar las transmisiones cerebrales, colocar deseos en sus cuevas, frenar la locura con un poco de erotismo y convertir al pobre diablo en un ser al menos digno de mísero afecto. Lo importante en el fondo, la tarea más noble, poner al común de los mortales en posiciones de desventaja. ¿Quién ha
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dicho que disfrazarse es sencillo? Vivimos prostituyéndonos por los afectos… Mayela me pagó la escuela privada. Y la escuela privada no le preguntó a mi mamá de dónde salía la plata; les interesaba mi desempeño académico y fui un bicho de exhibición. El circo académico me otorgó el mejor promedio durante cinco años consecutivos y a Mayela le decían que para evitar habladurías entrara por la puerta donde salían los perros y los gatos a hacer sus necesidades. Mayela no dejó nunca de entrar sin repetirse a sí misma la siguiente frase: Entro libre de toda culpa, con la frente en alto y los zapatos rojos a cuestas.
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La ruta
No recordaba bien la ruta. Yo no era buena ubicándome, no sabía dónde diablos estaba el sur, menos el suroeste; siempre estaba atenta a otros detalles. Mi brújula interna se había descompuesto y yo funcionaba como por inercia, como si algunos sensores programados tuvieran el poder de dirigir mis pasos. No me gustaba perderme, esa es la verdad. Me interesaba el control de mis pensamientos, el desgaste de lucidez me provocaba ansiedad. No estaba loca, todavía no estaba loca, pero sí a punto de volverme loca. Preguntando se llega a Roma pensé, pregunté, la gente igual me iba va a dar rutas equivocadas, me dirían por ejemplo: doscientos metros largos y usted al igual que yo, se preguntaría qué eran metros largos. Y no importaría mucho el sur ni el norte. Zapote tenía una regla: los zapateros siempre se ubicaban a un costado de la iglesia. Yo sí reconocía perfectamente el costado de la iglesia, porque me habían bautizado ahí, ahí había hecho la primera comunión y la confirmación. Llegué por inercia, dudando de mis propias capacidades volitivas, de mis propios movimientos, como si ya las brújulas las tuvieran confiscadas en el almacén de los caminos. Necesitaba cerrar un círculo, entonces tenía que encontrar ese lugar donde había querido deshacerme de mí misma. Así que el chancero me dijo que la Zapatería de Leopoldo estaba siempre en el mismo lugar al costado de la iglesia, contiguo a la tienda de dulzainas. Entré 118
y miré como quien mira el ayer borroso y un tanto nostálgico. Leopoldo estaba más canoso; el zapatero, más viejo; y yo, idiota. ¿Quién iba a guardar unos zapatos por tanto tiempo? Yo había dado mal mi número de teléfono, había decidido deshacerme del pasado. Pero todo era posible, Leopoldo podía haber guardado la bolsa, podía devolverme ese fragmento sencillo de mis días, esa furia, esa estupidez de los días arrebatados donde yo me sentía hija del diablo y dueña del mundo. Un ángel caído del infierno, solo para hacer un infierno terrestre. Leopoldo me miró con extrañeza y con un dejo de nerviosismo. Yo no estaba exigiéndole nada. —Los vendí –me dijo–, es más, los regalé, usted no me dejó el número correcto y me da mucha pena, pero yo no puedo acumular chunches y chunches. Llegó una ex monjita, una novicia rebelde, qué se yo qué cosa y se enamoró de los caites y se los llevó. —Está bien, solo quisiera saber quién es la mujer, o el hombre, el nombre… —Una señora, Yolanda Puertas. —Gracias. — ¿Quiere el número? —Está bien.
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Figura invertida
Enrique me está colmando la paciencia. Me conviene deshacer la sociedad Ahora me pide que le ayude con la sobrina y no sé qué cliente… prefiero llevarlo todo por separado. Ya contacté a la farmacéutica, así que Enrique se puede ir al diablo. Me costó mucho llegar hasta donde estoy. No siento que sea precisamente la cima, pero algo es algo. No me interesan esos discursos tridimensionales sobre el Karma, la mala vibra y estupideces importadas de forma mediocre. Comulgo con la basura de occidente y ese es el único Dios que me alumbra y me protege. Hacer dinero, tener fortuna para vivir, eso es lo mío. Para tener una buena excusa necesito llevar a la señorita Huertas al límite. Investigar con la empleada doméstica cuál es su punto más débil. Qué la hace perder la paciencia, pero sobre todo la cordura. Así iré encaminado al encuentro casual y después de provocarla, la dejaré sin el cliente, sin el santo y sin la limosna. Lo justifico con Enrique de tal forma que no quede duda de la mala educación de su sobrina. Algo pertinente y verosímil. El mismo Enrique me dio ciertas pistas: me habló de Paulina como una mujer deportista, metódica, quisquillosa, un poco impaciente. El asunto sería saber qué la impacientaba, qué provocaba que sus nervios se pusieran de punta. Entonces traté de preguntar con 120
disimulo, sobre puntos fuertes de la muchacha. Automáticamente Enrique obviaría hablar de sus defectos, al menos no explícitamente. Así, entre broma y broma me comentaría que Paulina tenía un carácter fuerte. Pocas veces se enojaba, pero cuando lo hacía, ardía cualquier espacio terrestre. El tío Enrique me daría una pista o varias. Paulina tenía locura por la comida, llevaba a sus empleados a comer más de una vez al mes a un restaurante. Eso significaba que toda mujer que disfrutara de la gastronomía como de un buen orgasmo, gozaría de cierta impaciencia. Sobre todo cuando la lentitud fuese provocada adrede para exacerbar los ánimos y no para reforzar el fuego. El plan tendría que resultar para darse cuenta a grandes rasgos de su rutina. Así fue. La ubiqué en un centro comercial de Escazú, supuse que almorzaría algo rápido, porque eran pasadas las doce. Pensé que la señorita no esperaría mucho para almorzar en el único lugar orgánico de comida rápida que había en el mall. Así que procuré buscarlo y hacer fila para comer. No falló, efectivamente actué como un incapacitado, y lo hice con exagerada lentitud de manera que me permitiera sacar de las casillas a cualquiera. Así que la induje a la furia de las furias y la impaciencia se adueñó de sus nervios. Fue sencillo el resto, deshacerse de la sociedad con Enrique tomando a Paulina como punto de partida y aderezándolo con algunos otros roces.
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La búsqueda
—Aló. —Me llamo Paulina Huertas. Don Leopoldo me dio su número de contacto, espero no importunarla. Soy la exdueña de los zapatos rojos, los de tacón. No la llamo a modo de reclamo, no, no; solamente quería saber cómo le había ido con ellos. —Saludos, Paulina, mucho gusto. Pues me toma por sorpresa su llamada, Leopoldo me había dicho que usted ya no los quería, al menos eso supuso porque los datos de contacto estaban mal escritos. —Venga a mi fundación el viernes; aquí le cuento qué paso con los zapatos y de paso la invito a una actividad que estamos organizando, creo que incluso Leopoldo va a venir. —En realidad no quería importunarla y me parece raro que tenga usted que invitarme a su fundación, por favor no lo haga si se siente comprometida. —Qué va Paulina, se lo digo en serio, soy sincera, defecto o virtud pero lo soy. Y esta actividad tiene mucho que ver con sus zapatos rojos, así que por algo pasan las cosas. Le daré la dirección por mensaje de texto. La esperamos a las siete y media. Venga lo más cómoda que pueda. 122
—¿Habrá otros invitados? —Todos de la casa.
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Círculo de paz
Estoy exhausta. Pero tengo que cumplir, Yolanda me viene insistiendo y la verdad es que no me caerá mal algo de distracción. Probablemente será una especie de sesión espiritista, la conozco, está loca. Pero no importa, en esa fundación ha pasado de todo, hasta velamos a mi papá. No recuerdo bien a Candelaria, mi mamá. Pero Yolanda la contactó, no sé cómo hizo pero la buscó por tierra, mar y aire. Así que estará en la actividad. Me incomoda un poco tener que verla delante de tanta gente y no poder reconocerla, porque no tengo ni siquiera una foto, nada. Solo los zapatos que usaba mi papá para las transformaciones, y los zapatos no me dieron más pistas. Algo me había dicho Yolanda, que haría una especie de círculo de paz enfocado en el diálogo. Hizo una especie de mapeo, porque todos los que nos reuniríamos ahí, estábamos comunicados por algún vaso. Yo pensaba que ese asunto del vaso era más médico que poético, pero Yolanda no era la mejor poeta. Cuando le dije que iría, le pedí datos del tal círculo de paz. No me quería enfrentar a la incertidumbre. Yolanda me dijo: el círculo de paz es un proceso estructurado. Cada círculo es único e independiente. Se desarrolla mediante una pieza de diálogo en donde cada persona tiene su participación, para poder hablar debe hacerse uso de la pieza de diálogo. Hay un facilitador, es
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una persona que guiará el proceso para llegar a ciertos acuerdos, después de la resolución del conflicto. Eso fue todo.
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El robo
Carolina me dijo: Papá hay algo peor que un papá muera, y es que se quiera morir. Esa visión romántica de la muerte me tenía cansado. A Carolina la había enseñado a cuestionarse, pero sobre todo a inclinarse por las ciencias médicas para que remplazara corazones. Estaba seguro de que cualquier donador de órganos tenía al menos la fe de colocar ciertas condiciones básicas para mejorar no solo la parte mecánica del cuerpo sino del alma. ¿Qué sería el alma? Yo me sentía cansado, pero no tanto para dejar de preguntarme algo así. La especialidad de cardiología era muy cara. Así que Carolina sacó un préstamo. Ya no tenía vida, vivía entre las guardias del hospital y el trabajo de asistente de un doctor a ciertas horas de la mañana, parecía no estar muy despierta. Con el asunto de la incapacidad permanente, el tema de mi caída y el uso de zapatos altos, opté por un seguro de vida. El monto le serviría a Carolina para terminar de pagar la deuda y por fin iniciar una vida holgada sin preocupaciones. Yo prefería morirme, porque lo que mi hija ahorraba, lo tenía que gastar en mis medicamentos; me diagnosticaron, además del problema de columna, una especie de esclerosis múltiple y eso fue haciendo estragos. A más tiempo, más complicaciones, Carolina tendría que 126
contratar un enfermero y eso le costaría mucho. Tenía ciertos conocidos en el hospital pero no era suficiente. Así que necesitaba liberarla. Muchos pensarán que esa no es la forma correcta de liberar a un hijo, pero me tiene sin cuidado. No te matarás. Eso es definitivo. Pero la eutanasia es una palabra que tiene armonía. Armonía para apodar a una tía necia y fea, o la denominación de una pastilla contra el catarro o el sarampión. Además la silla de ruedas me tenía francamente mal. Creo que lo que más me desmotivó fue la muerte de Ernesto, y ese dolor que llevaba pegado al pecho, por la torería que le hice cuando estábamos juntos, en lo más y mejor. Para que Carolina pudiera tener algo de plata, cuando empezara la especialidad en México, le robé un reloj de oro a don Ernesto, que había sido de su papá. Y con eso saqué una suma considerable. Se lo confesé días después y Ernesto se desplomó, lloró como chiquito pequeño y me dijo que cómo no le había pedido el dinero abiertamente. Le dolió el robo. No robarás, porque el robo es moralmente castigado. Porque la propiedad privada existe y un niño pequeño aprende tres palabras importantes: mamá, papá y mío y cuando no tiene ni padres ni objetos no aprende a decir nada, solo sobrevive. No robarás porque en el robo se encierra la inseguridad, la pérdida del objeto, y la necesidad de aniquilar al sujeto. Por eso debe pedirse el objeto, porque el poder lo tiene el propietario, el dueño, el titular de titularidades. Y entonces se roba, se roban caricias inútiles que terminan en el basurero mental del deseo, y todos quieren el cuerpo ajeno monopolizado, único en su especie. Ernesto me perdonó… ¿Quién es Ernesto para perdonar? Acaso él le preguntó a Mina alguna 127
vez si le importaba haberle robado la paz, sobre todo el día que aprendió a recibirme en su casa pasadas las cinco de la tarde a sabiendas de que yo sería el objeto preciado de don Ernesto. En el fondo no sé si al contrario le devolví la paz que la falsedad de los días le había robado.
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Reversión
Me llamo Yolanda Puertas. Le robé las dulzainas al vendedor, yo misma se las pedí al aforador de la aduana, el que era primo de un primo lejano mío. Pepe tenía que aprender a lidiar con el robo de las dulzainas, porque está pecando, siempre pensé que las cejas tupidas le nublaban el entendimiento. Estaba a un paso de volverse avaro. Cuando el negocio arrancó era un hombre entregado, ayudaba, trataba bien a sus clientes, pero después le costaba soltarse, hacía de cualquier cosita un aspaviento. Incluso llegó a participar en una célula evangélica que sostenía la necesidad de donar una suma cuantiosa para las obras del proyecto celestial. Un día llegué pasadas las nueve de la mañana a la tienda de música, vi como abrían la puerta algunas profesoras de la escuela Margarita Asunción para ver si les podía dar a pagos unas flautas de viento, a lo que Pepe respondió que no, lo observé con sus piernas encorvadas y sus ojos grises deshacerse de cualquier nobleza de espíritu. Ahora tenía una política de cobrar al contado y señaló un rótulo que él mismo había pintado en cartón con lapicero. El rótulo estaba horrible y decía: No se da fiado. Mi preocupación empezó ese día; Pepe era amigo, compañero así que opté por llevar a cabo mi plan macabro.
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Después de la despedida de las funcionarias de la escuela, Pepe me comentó que estaba tenso. Se le había atrasado un pedido de dulzainas, la compañía Sinfónica se las pidió para un grupo de taller que impartirían a estudiantes de varios centros privados. Haría un negocio redondo con eso, y probablemente se pasaría a un local más grande. Me indicó la fecha y la hora exacta en que arribaría la mercadería. Lunes 28, 3:30 p. m., mientras leía subyugado un versículo de la Biblia en el que se daba una especie de manual para la prosperidad económica. Debía contratar un camión. Me quedé un rato más con él y luego me fui. Ese mismo día me dispuse a perderle el cargamento de dulzainas y yo misma las llevé a la zona sur. Es cierto que dejé la caja a la entrada de la institución sin decir palabra y me devolví por donde había entrado. Respiré profundo, el robo estaba consumado.
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Lata oxidada
Las vecinas sabían que vivíamos las tres solas: Javier Barrantes, alias Lulucita, mi abuela y yo. La abuela no decía mucho, pero estaba preocupada; hace días nos estaban tirando piedras en la ventana. Querían que nos fuéramos de ahí. Un lunes por la mañana, después de que Javier se fue a la escuela, llegó la vecina del frente y le dijo a mi abuela que vivíamos en pecado. Amenazó con llamar al Patronato Nacional de la Infancia. No porque le preocupara mi vida, sino porque quería cagarse en mi papá por ser un enfermo sexual, según ella. Doña María tenía tres sobrinas. Las tres parecían estatuas. Todos pensábamos que eran trillizas, expulsadas del paraíso. Dormían en una habitación muy pequeña con una gotera permanente. La vecina las obligaba a rezar el rosario y las tenía amenazadas: del colegio a la casa y de la casa al colegio. Eso sí, tenía un cuarto en la parte de atrás, amplio y con aire acondicionado. Manejaba una lista exclusiva de clientes, señores de gobierno, médicos, y hasta sacerdotes. Con eso había remodelado la casa y tenía toda la línea blanca de acero inoxidable. Las sobrinas rezaban para purgar los pegados de la tía. De alguna forma Isadora pensaba que las trillizas serían liberadas de la tortura una vez que tomaran la justicia por sus manos, estrangular a la tía despacito sin que la pena les cubriera un solo resquicio de la razón. Esa era la solución que proponía Isadora. Los chismes 131
circularon con relatos mal armados, algunas personas decían que la mamá de las tres chiquillas había muerto de un cáncer de piel, otras decían que de una enfermedad rara de transmisión sexual. María era la única hermana de la difunta, no le había quedado más remedio que criar a las chiquitas con una pensión precaria que le había dejado el marido. Las tres eran hermosas. Los clientes entraban por la puerta de atrás. María había estudiado friamente la rutina de mi abuela, sabia que salía todos los días a eso de las cinco y media a darles de comer a las gallinas con el el pelo recogido. Sabía que mi abuela era del campo y el campo era de mi abuela. Llegaba con sus zapatos rojos, pero a veces se los quitaba. La desgraciada de María esperó a que entrara la madrugada y colocó un montón de latas oxidadas en el patio de la casa. Al salir le robó una gallina a mi abuela, para hacerle un caldo a una de las sobrinas que estaba resfriada. Mi abuela se enterró esas latas oxidadas en el pie, y poco tiempo después perdió la pierna. La sobrina Maité, la menor de las tres, murió días después, porque la gallina había tragado partículas oxidadas y pudrió la carne blanca. El entierro de Maité fue raro, solo estaba María, prohibió a las dos hermanas salir de la casa, y decidió enterrarla ella misma en el patio. Mientras la enterraba, rezaba un rosario. Y el olor del sexo se difuminaba en la tierra. Las dos esclavas restantes continuaban con su jornada de trabajo. Sería mejor esperar el fin de semana. Tendrían un momento importante para abrir el hueco y buscar un espacio de libertad debajo de la tierra.
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La vecina llegó a gritarle a mi abuela: “hija de puta, una de sus gallinas se pasó a mi propiedad y la confundí con una de las mías y por su culpa se me murió la sobrina. Te voy a denunciar, mal nacida”.
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Monos congos
Llegué al máximo escalafón dentro de la carrera judicial. Tengo una silla, y un placa que reza: Magistrada de la Corte Suprema, Sonia Ovares. No le he perdido el miedo a la muerte. Para distraerme entendí que debía sustituir una obsesión por otra. Le llevo unas ganas tremendas al conserje. Desde que tengo uso de razón, mi mamá me comentó que mi alma estaba destinada al fracaso. Poseía, según sus conclusiones, una tara familiar heredada por mi papá. Un problema de orden psicológico. Me bautizaron con el nombre de obsesiva compulsiva. Mi compañero de trabajo me gustó desde la primera vez que lo vi, limpiaba muy bien la mugre y tenía buen porte. Una tarde gris, mientras me encadenaba a mis obsesiones, se me ocurrió una posible distracción. Empezaría a seducir al flaco, sabía que le gustan mis piernas, así que lo bombardee con minifaldas. Después lo fui llevando poco a poco al delirio, hasta que finalmente lo tuve acostado en el sofá de la salita privada. Cumplió mis expectativas y me llevó al cielo. Mientras que me pinto las uñas, veo el expediente que reposa en mi escritorio, un caso muy jodido en materia ambiental sobre explotación minera. El presidente de la Corte me está presionando para que vote en contra de los ambientalistas. Yo francamente no sé qué hacer. Llego a mi casa tensa y me pongo a ordenar gavetas, tiro nuevamente algunas cosas al suelo y vuelvo sobre las gavetas. Acomodo las medias por colores, luego las desordeno y así paso varias horas, me como un solo 134
huevo duro y luego empiezo con gritos en el estómago. Necesito sacarme a algún familiar de la manga que esté relacionado con el caso de la explotación minera para sacarme de la cabeza el caso e inhibirme. Con la presión que siento encima será mejor generarme un escándalo adrede. Voy a acostarme hoy con el conserje. Una vez que estemos en el sofá, le digo a la secretaria que llame al Presidente de la Corte; las puertas van a estar abiertas. El Presidente de la Corte me iniciará un procedimiento disciplinario, porque estaré cometiendo una falta grave, y me quitará el expediente de las manos. Será otro el que tendrá que encaramarse ese montón de monos congos en la espalda. Él me denunciará, no por la falta, sino por el sabor de la venganza. Me denunciará, porque cuando quiso acostarse conmigo y yo tenía los zapatos rojos puestos, le dije que no y me reí en silencio de su asqueroso bigote aromatizado con colonia. A la Corte yo había llegado por méritos propios. Por mi historial impecable. Sabía que el conserje tenía especial interés en mis piernas. No me prestaba atención, no le interesaba. Empecé a portarme como una cochina: él limpiaba, entonces yo ensuciaba, me llenaba las uñas de tierra, me quitaba la comida con los dientes, inclusive llegué a eructar en su cara. El tipo empezó a interesarse en mí. Se veía pulcro, incapaz de serle infiel a su mujer, un hombre de bien. Pero lo acorralé; era parte de mi plan, siempre le tuve miedo a la muerte, pero cuando lo tuve en mis piernas, sentí que era devota a la furia de los instantes y me sentí dichosa. Ya no nos acariciamos tanto como antes, él cambió de trabajo por el escándalo. Ahora trabaja haciendo jardines. Pronto me hará el mío, prometo portarme bien, quizá le ofrezca un huevo duro. 135
Quemaduras
Estando en el Hospital llegó una paciente, doña María. La miré directo a los ojos, con una mirada larga. María Peñas Vargas, 83 años, quemaduras oscuras en el contorno de sus ojos. Ojos hundidos y muertos. Un lunar azul en la mejilla izquierda y tos crónica cundida de gérmenes. Tenía obstrucción en las arterias periféricas, cuadro complicado, necesitaba un corazón nuevo. Se iba a morir. Los niveles de azúcar estaban muy elevados, parecía que no había un buen pronóstico. Estaba nerviosa, incómoda, doña María quería que la tierra se la tragara. Y yo estaba ahí tratando de analizar el caso, tratando de desvincularme del recuerdo. Carolina, lo siento mucho. Siempre fui un demonio. Yo no conocí otra cosa. Mi mamá me maltrataba desde los doce años. Cuando no estaba lista para atender me quemaba las manos con el sartén hirviendo. Me tocó curarla, porque le habían pegado el síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Siempre me insultó y me dijo puta, desde que tuve uso de razón. Luego tuve que cuidar a mi hermana con cáncer y hacerme cargo de las güilas. Yo le hice la vida imposible a su abuela, la maté. Así que ahora se puede dar gusto, dígame que me estoy muriendo. A su papá lo odiaba, porque yo lo quería a pesar de todo, me gustaba su forma de hacer el amor como mujer y como hombre a la vez, y él no, él no me quiso nunca. Yo lo quería para mí. Le puse a su abuela latas oxidadas, por eso perdió la pierna. Así que no se moleste, ya me voy. —Doña María, su caso es difícil pero no imposible… buscaremos un donador. Mi labor es ayudarla, y decirle que siento mucho que usted 136
tenga las manos quemadas. Siempre pensé que las tenía así porque usted era el mismo diablo, y sentía que era la marca del infierno. De alguna manera nosotros tampoco supimos entender su realidad. Encontraremos un donador.
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Perro Azul
Como soy zapatero, zapatero a tus zapatos. Me aficioné con la escritura. Mi asistente en la zapatería me regaló un cuaderno rojo. Así que fui seleccionando los cuentos por número. En un inicio no quise ponerles título. Escribía y conforme terminaba botaba lo que escribía. Fueron ocurriendo situaciones particulares con respecto a los zapatos rojos que me dejaban en la zapatería. Mi esfera de acción es reducida – pensé–, ¿sobre qué podría escribir, si paso aquí sentado arreglando zapatos? Pero luego reflexioné: es que detrás de un zapato hay un ser humano, una historia. Y así empezaron a fluir los microrrelatos. Esto no es una novela. No hay más que relaciones. La ruptura de un zapatero. Aída María es mi esposa; bueno, lo era, ¿recuerdan que me dejó? Sí, claro, ya ustedes leyeron la carta donde me decía expresamente que se iba. Algunas historias me las traían las mismas clientas, otras las inventé en periodos de soledad. Pero las botaba: hoja que llenaba con letras, hoja que botaba; entonces Benjamín, mi mano derecha, empezó a recoger las hojas. A él le correspondía sacar la basura. Juntó los pedazos y los pegó. Los fue uniendo. Agregó detalles, borró otros innecesarios. Un día se me acercó y me preguntó: “Leopoldo, ¿cómo va a cerrar el libro?” Le dije que estaba desquiciado. Primero me puse furioso por el irrespeto; segundo, ¿cómo se le ocurría dejarse mis 138
pedazos de papel y rearmarlos? Fue franco: la basura, para él, era un material cuyo destino ya no dependía de mí, ni en todo ni en parte. Yo estaba indignado y a la vez complacido, el ejercicio resultó bien, sobre todo por los detalles que había eliminado. Me increpó diciéndome que yo había redimido a mis personajes y me volví a encabritar, ¡qué forma de entrometerse la de este patas vueltas! Pero tenía razón. Debía cerrar y entonces necesitaba dialogar con mi texto. Me tomé la tarde libre y salí a caminar por el parque. Fui despacio, a paso lento, hasta encontrarme con un perro azul que me vio muy raro, como murmurándome algo. Sentí una especie de viento frío que me atravesó la mejilla. Ser zapatero es difícil. Estuve frente la Fundación de Yolanda, vi un puñado de zapatos rojos en la puerta. Decidí no entrar, me quedé observando por la ventanita donde harían el círculo de paz, alguien salió a recoger el saco. El patas vueltas de mi asistente se vino detrás mío y ahí estaba, parando la oreja, entre dientes me decía que si yo había visto el mismo perro azul. Hacia un frío insoportable, pero de vez en cuando paraba el viento. Yolanda puso varios zapatos en un saco negro como pieza de diálogo y dijo: cuando alguien quiera hablar, entonces lo toma del centro del círculo y habla. Leopoldo y Benjamin estaban atentos, no perdían la atención. Los dos locos se cayeron del bloque de cemento que les permitía observar por la ventana. Por brutos –dijo Leopoldo– se levantaron sacudiéndose el polvo fresco de los pantalones. Caminaron complacidos después de escuchar como un verdadero ejercicio voluntario. Lo más importante ya estaba escrito. Pasaron a un bar abierto y se sentaron a contemplar el atardecer. 139
Algo interrumpió el momento. El patas vueltas dijo: —Por un momento pensé que usted había perdido la razón. ¿Y Aída María? —Ahora voy a su casa por la puerta de atrás. Llegó la hora de pensionarme. La razón la hemos perdido juntos. Vimos al mismo perro sin zapatos rojos puestos.
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Índice 1- Invisible 2- Veneno de araña 3- Comida rápida 4- Hábito 5- Leopoldo 6- Luis XIV 7- El edicto 8- El verdugo 9- Cuarto oscuro 10-Manifestaciones grotescas 11-Destinos paradisiacos 12- Querido churri 13-Hilito rojo 14-Infierno de consumo 15-Isadora 16-Kimberly
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17-El vínculo 18-El clavo oxidado 19-La bóveda de los pies 20-Continuidad 21-Círculo vicioso 22-El pie perfecto 23-Plantum 24-Los espejos 25-Cláusula 26-El ascenso 27-Morfina 28-La caja 29-Instrumento de viento 30-Causalidad 31-Whisky 32-Equivocaciones 33-Por la puerta grande
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34-Las cartas 35-La muerte en vida 36-Perfil distorsionado
37-Polvo 38-Setecientos veintidós 39-Universidad 40-Una sola fotografía 41-Esclavas 42-Manual de una prostituta 43-La morgue 44-Rendición de cuentas 45-Al que esté libre de culpas 46-Por la puerta de atrás 47-Sagradas convicciones 48-La escuela 49-La ruta 50-Figura invertida 143
51-La búsqueda 52-Círculo de paz 53-El robo 54-Reversión 55-Lata oxidada
56-Monos congos 57-Quemaduras 58-Perro Azul
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