El tercer ojo de Chico Chaves-Carlos Campos

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El tercer ojo de Chico Chaves

El tercer ojo de Chico Chaves

Texto enviado a Leo Segura P para lectura parcial en la presentaciรณn del libro en Alajuela el 30 de enero 2 pm

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El tercer ojo de Chico Chaves

FICHA BIBLIOGRÁFICA Créditos

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El tercer ojo de Chico Chaves Solicitud aprobada. ISBN: 978-9968-47-740-6

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2013-11-29 Ver..


El tercer ojo de Chico Chaves

Prólogo Esto es asunto de tres más uno, y de toda la gente en disposición alegre de vivir con intensidad. En reunión festiva de profesores docentes, un amigo común nos presentó. Conversamos de inquietudes intelectuales sobre posibilidades de publicar el actual libro, con tema, estilo y forma, en presentación acorde con el largo trecho de nuestras experiencias de vida. Así empezamos a reunirnos Edwin Porras Chacón, Juan Carlos Arias Fernández y Carlos Manuel Campos. Un par de años después, la idea tomó cuerpo hasta concertar un programa de intensas actividades sociales de trabajo con el protagonista, sea este, la esencia central de la obra. Todos estamos de acuerdo que un texto así es realmente ejemplar porque no es moralista. Es simple historia de superación sin límite, donde vence la lucha perseverante en la vida, acompañada de intuición, inteligencia, solidaridad y demás rasgos profundos, mundanos y trascendentes, que celebra la confianza en la condición humana sobre cualquier otro valor. Al cabo del tiempo, el grupo se fortaleció con diversos aportes y terminamos el esfuerzo con mayor crecimiento personal y unión fraterna; la provechosa cosecha de ese espíritu de superación y voluntad, la ponemos ahora en manos del mundo lector. 5


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El amplio público sin exclusión a quien dirigimos este afán es gente común de vecindarios urbanos y poblaciones rurales, por ello la estructura temporal del contenido adolece de complejidad técnica, pues el propósito modelado es la comunicación fluida y clara, no exenta de profundidad, reflejo consecuente de la llaneza del personaje central y su cercano entorno social. El texto original conforme su redacción, pasó por el tamiz particular del protagonista, quien escuchó con atención cada giro idiomático, cada pasaje descrito, y su identificación y reacción espontánea vital terminó de nutrir la obra final. Las citas entrecomilladas en cada capítulo son dichos originales del personaje, algunos de auténtica creación, todos aplicados en diferentes contextos no siempre literales, con gran carga filosófica e inteligencia picaresca. Solo suma esperar que lectura y observación de la colección gráfica que acompaña el texto, sirva de solaz e ilustre el estilo de vida aquilatado con la sabiduría del personaje amigo, a quien rendimos absoluto respeto y aprecio eterno.

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Matrimonio en Sardinal “cómo cambia de canillas a piernas”

El sacerdote dentro de la sacristía revisó la hora en el reloj de pulsera bajo la sotana, mostraba el ceño fruncido, parecía sereno. Afuera, un vibrante nerviosismo ganaba espacio en los alrededores del sagrado templo. Los presentes, bien catrineados, centraron la atención en una damita delgada y de atractivo físico, que sostenía entre sus pequeñas manos un manojo de flores frescas. La extraordinaria tardanza del otro protagonista principal en esta escena nupcial, ocupaba el pensamiento de todos. Acaso pasaba inadvertido, pero en esa época del año el ambiente estaba impregnado de un aire romántico muy acorde con el acontecimiento en marcha. Tal encantamiento emanaba desde los altos “palos de sardino” cercanos al pueblo natal de la jovencita a punto de matrimonio. Ya sembrados en cercas sobre caminos de tierra que comunican extendidos y quebrados potreros, o en aislados sardinales remanentes en parches de bosque, solo en ese mes, lucen en la fronda entretejida de su verde copa, erizados ramilletes floreados de pétalos blancos, que apuntan al cielo sus tiernas estructuras piramidales. Encima, abejas y mariposas zumban y revolotean enfiestadas, dibujando en el aire erráticas danzas atraídas por el néctar que prohíja la polinización estacional. 7


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No obstante el resplandor de luna que rayaba el oscuro profundo del cielo cuajado de estrellas, común en noches de verano sobre esta zona de tropical tibia temperatura, para esta ocasión, la fecha cobraría mayor significado por la espléndida historia personal que se inicia aquí. Corría el mes de enero de 1969. De pie en el atrio de la iglesia del vecino poblado de Cañas, la joven novia esperaba. Con apenas diecisiete años, de arreglado pelo largo y rubio, ligeramente crespo, ojos brillantes de insondable color celeste, vestía de sencilla gala para tan exclusivo momento de su vida; nerviosa mordía los delgados labios rojos, mientras con fuerza trataba de dominar su inocultable ansiedad. Sentía el respaldo cálido de una legión de cercanos familiares, parientes y vecinos. La hora indicada se había cumplido ya, y los minutos parecían alargarse infinitamente. De pronto, su ovalado rostro blanco se iluminó cuando vio llegar a su prometido. Fijó la mirada con intensidad y espontánea caminó directamente a su encuentro. El novio se acercaba a la puerta de la iglesia estrechamente guiado y escoltado por un grupo de varones, y en su pálido semblante ligeramente levantado, fino e inexpresivo, era imposible adivinar estado de ánimo alguno. Fue evidente que, en aquel encuentro casual con la novia, su atención no la enfocara en ningún detalle del cuerpo de su amada. A manera de saludo efectuó un profuso contacto de manos, seguido de pequeños comentarios que en apariencia nadie entendió. 8


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En seguida, casi abruptamente, él preguntó con inusitada voz alta, — María Eugenia, ¿ya lo pensaste bien? Todavía estás a tiempo de arrepentirte, es la última oportunidad para cambiar de decisión. La joven lo miró sin desánimo y quizá con inocente comprensión. Apretó las manos del novio entre las suyas y dio a entender la firmeza de su respuesta, que su obvia presencia en aquel acto le confirmaba. Ella tenía claro su destino, porque además, hacía tiempo estaba advertida. Él, con frecuencia, contaría después, — Cuando le propuse que nos casáramos le manifesté que no tenía plata, que era un ciego, un minusválido, y probablemente habría que vender cajetas y tamales para mantenerla, y que si la situación se ponía difícil, ella tendría que trabajar para mantener a los dos. Ella escuchó aquella reiterada y trascendental sentencia y permaneció en silenciosa reflexión. No sería hasta mucho después que verbalizó la magnitud del sentimiento de incertidumbre que agitó en su alma tan severo condicionamiento, — Esas duras apreciaciones sonaban muy fuerte para una muchacha de escasos diecisiete años, como era yo…

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Sin embargo, ya ella tenía significativamente interiorizado y madurado el compromiso y aquel no sería, de ninguna forma, momento para echarse atrás.

El chollón en el lomo de la yegua: La Ribera de Belén “si usted quiere saber algo, no pregunte”

La emotiva ceremonia matrimonial celebrada en el entorno de Sardinal constituyó un imprevisible parteaguas en la azarosa y sorprendente vida del novio, Francisco Chaves Rodríguez. Con claridad, ese acto de unión marital generó una revolución en el curso de su existencia, ya de por sí, caracterizada con desafiantes manifestaciones genéticas. En aquel tiempo con veintinueve años de edad, el joven adulto se dedicaba, junto con un grupo de hermanos, a labores de agricultura y ganadería extensiva en fincas adquiridas por su padre en Sardinal de Puntarenas, hacía más de diez años. Pero la intensa historia de Chico Chaves, nombre común como fue conocido desde el más íntimo círculo doméstico, no comenzó en esa calidez litoral del húmedo Pacífico puntarenense, sino en La Ribera de Belén, población de Heredia enclavada en el altimontano Valle Central, de fértiles suelos volcánicos y lluvioso clima templado la mayor parte del año.

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Nació el 23 de diciembre de 1939 y creció rodeado de siempre verdes cafetales y cultivados terrenos agrícolas donde producían, además de leche y huevos para consumo familiar, algunas frutas, legumbres y verduras, cuyos excedentes colocaban en el incipiente mercado local. Con naturalidad advierte que sus apellidos tienen tradición y arraigo familiar en la zona, — Diay, eché cuerpo allí, en casa de mis padres Crisanto Chaves Murillo y Bernarda Rodríguez Rodríguez. Quiso la Providencia que la tradicional y prolífera familia creciera con rapidez, y Chico Chaves conformó el sexto hijo entre doce hermanos, nueve varones y tres mujeres, que nacieron seguidos, bastante cercanos entre sí. Muy pronto Chico reveló particular fortaleza para sobreponerse en la adversidad, porque padeció de una severa y progresiva carencia congénita que inevitablemente moldearía su vida. La seriecísima enfermedad, que también aquejaba a una pareja más de hermanos, Hilda María y Crisanto, era la incurable retinosis pigmentaria. Los síntomas patológicos se manifestaron temprano en la vida, al inicio con muy severas limitaciones de vista y, con el tiempo, las borrosas luces y sombras evolucionaron hasta la ceguera total, etapa que alcanzaría en la posterior época de Sardinal, allá en Puntarenas, precisamente antes del matrimonio con la nuevita María Eugenia Porras Chacón. Expresivamente él explica, 11


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— Chamaquillo, con luz de día y a unos dos metros distinguía entre sombras el bulto borroso del cuerpo de la gente. Entretanto hasta la total pérdida del sentido ocular, la familia empeñó numerosos esfuerzos para descubrir alguna cura, y en especial la madre practicó dramáticos ensayos preliminares con el primero de la prole afectada. Cuando inicialmente llevaron a Chico al oculista, el doctor dictaminó la seriedad del problema y, exteriorizó absoluta imposibilidad de tratamiento aquí en Costa Rica, y previno que, — La única opción práctica es enviarlo para realizar una exploración a fondo en Estados Unidos o Cuba. Con voz atiplada y sin anuncio previo, Chico rasgó la expectación silenciosa del clan familiar con chispeante precocidad para objetar la recomendación médica, en el mismo sitio del consultorio, — Esa plata que se va a gastar mejor me la guardan y que sirva para mi matrimonio, si es que algún día me voy a casar. El médico sonrió medio desconcertado; los papás se unieron a la turbación comprensiva del facultativo y, por último, se despidieron con manifestaciones religiosas de retraído agradecimiento. 12


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No sería la primera ni la última vez, que el sensitivo ciego disparase espontáneas salidas de parejo calibre frente a los desatinados experimentos y curaciones que surgían constantes al paso. Entre la parentela brotan con facilidad afables anécdotas relacionadas. Una historia emblemática surgió cuando “un respetable conocido” recomendó a la madre practicar un sugestivo remedio. Pródiga en fe, mamá Bernarda irradiaba atrayente disposición para explorar cualquier vago consejo y consumar dispares iniciativas presumidas ante sí con aires de clarividencia y persuasión. El hombre, con más superstición que ciencia dictaminó categórico, — Si le ponen anteojos a Chico, se cura. Enseguida los compraron y se los entregaron bajo múltiples prevenciones de cuidado. Ocho días después, jugaba afuera con su inseparable primo de crianza y consecuente lazarillo Juan José, y treparon a un excepcional palo de naranja en terrenos domiciliares de la vecina tía Elogia. Chico evoca sorprendentes y precisos detalles del portentoso árbol pleno de insinuantes vivencias infantiles, — Tan frondoso como ya no hay. De alto medía como doce metros. Y fue allí, desde una de esas encumbradas ramas, que accidentalmente cayeron los lentes y se estrellaron 13


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contra las piedras abajo. Suspicaz y desdeñoso de cara a la más reciente ocurrencia, Chico ironizó con agudeza, — ¡Ay! se despedazaron los anteojos milagrosos. Así como ese escepticismo notable alimentó tan perspicaces comentarios, también su naturaleza enérgica nutrió una natural aprehensión por “no perder tiempo”. Era su deseo desahogar toda energía vital en juegos y actividades cotidianas sobre el excitante espacio rural que percibía sensible a través de sus exaltados sentidos. La diversísima vegetación siempre fresca colmada de variada fauna irrigada por sonoros ríos y perennes acequias, ofrecía infinitas posibilidades de satisfacer sus empecinadas ansias de aventura. Muchas de tales andanzas alcanzarían categoría de furtivas y atrevidas al eludir señaladas prohibiciones motivadas en el nato proteccionismo paterno. Todavía más, no solo en juegos y escapadas silvestres forjó la base del carácter preciso para sortear extraordinarios escollos en su camino de vida aún en ciernes. En familias numerosas de cuna campesina como los Chaves, es natural que los descendientes metan el hombro temprano, para colaborar con el sustento diario de la incesante cantidad de bocas ávidas. Chico desde muy niño asumió tareas en supuesta correspondencia con sus capacidades,

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— Siempre me tocaba llevar a caballo los almuerzos de peones y familiares, igual que jalar tarros de leche ordeñada en nuestra finca Los Jocotes. Su hermano menor Polaco tardó más en integrarse a la fuerza de trabajo, y a la postre, se acomodó mejor en la consensual condición de protegido. Por el contrario, Chico rechazó el trato especial con excusa de sus impedimentos, y más bien, se enfiebró con la dura actividad de campo. Con desafiante jactancia asevera alzando su punzante voz, — Yo no me negaba para nada. Hacía todo lo que me pusieran. Es obvio que no siempre fue fácil asumir consecuencias de tan provocadora disposición. Un temprano día, en algún punto del par de kilómetros que separaban la finca del hogar, la bestia se encabritó y no dejaba de sacudirlo para todo lado. Chico trató de sostenerse de la silla pero la yegua lo pasó “por derecho” y cayó sobre las espinas de una piñuela. El desbancado jinete no resintió las finas heridas en su físico porque otras urgencias inmediatas concentraron toda atención, — El problema era que si soltaba la yegua no me podía montar de nuevo. Tras formidable lucha, apoyado en el sentido del tacto y la voz, logró restablecer la calma y el control suficiente 15


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para volver sobre la monta. Animado por una ráfaga de merecido engreimiento que estremeció su ser, espetó — Volví a la casa, sin darme por menos que nadie. Disimuló con éxito el ardor de las heridas que punzaban sus carnes y resolvió con discreción el tratamiento para su curación, sin queja audible, no fuera que por su “deficiencia” lo inhibieran de salir y retuvieran en seguro resguardo hogareño. Como en toda experiencia, al final algo bueno queda; Chico, cual irredento optimista, con aire reflexivo comenta, — Eternamente recordé ese punto de la calle; la piñuela de mierda me marcó ese lugar del camino para siempre. Usted no imagina lo mañoso que se vuelve uno así ciego. Debido a la extraordinaria responsabilidad que significó para la familia la vigilancia de tres, pero especialmente de los varones afectados por el penoso padecimiento ocular, la familia empleó una servidora doméstica. Y llegó doña Lucía Campos Segura al hogar Chaves Rodríguez, para ejercer entre otras obligaciones, de nana de los chiquillos. Una vez, doña Lucía apuró a Chico para que montara y jalara el almuerzo para los trabajadores familiares de la finca, como era usual, y ella contó un sorpresivo pequeño accidente que refleja la fortaleza de carácter desde su tierna infancia, 16


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— Cuando se subió a la yegua pasó directo al otro lado porque la cincha estaba floja. Chico se levantó confundido rapidísimo, maldiciendo hasta de lo que iba a morir. Allí mismo socó la cincha él mismo y se fue como los demonios. La señora finalizó la remembranza con una dulce mueca de maternal comprensión, llena de matices simultáneos de cariño y sorna. La realidad es que golpes y caídas nunca fueron extraños en la existencia del invidente; más bien moretes y raspones con la secuela de cicatrices espolean aún su coraje y orgullo propio para sobreponerse a cualquier calamidad. Claro está que semejantes riesgos y otros peligros no lo detendrían nunca. Él suele repetir, — Yo dejé el miedo debajo de la cama, antes de salir de mi casa. La periódica actividad ecuestre entusiasmó al chacalín, pues, la buena memoria y nobleza de las bestias le sirvió de magnífico complemento para superar sus limitaciones de orientación espacial y, especialmente de movilidad. Para su propia dicha, en su décimo cumpleaños, los padres lo complacieron con un anhelado regalo, y él cuenta así aquella inolvidable experiencia. – Me trajo el Niño una yegua con montura y todo, y me llevaron hasta donde estaba amarrada y me puse a 17


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ensillarla. Cuando le toqué el lomo, la bestia hizo a morderme el hombro. Sobrecogido, la acarició con suavidad para tranquilizarla y examinarla en detalle. Al acercar su rostro a una irregularidad descubierta entre el pelaje, detectó que la yegua tenía un gran chollón en el espinazo. Llamó a su papá y dijo con irreverente autenticidad, — Papá, qué Niño más cochino, no pudo ni curar la yegua. Ese fue el inicio formal de un romance hípico cuyo disfrute se prolongaría por el resto de sus días. No pasaría mucho tiempo para que vecinos de la misma calle, algunos asustados y otros escandalizados, comenzaran a murmurar cuando “lo sorprendieron haciendo carreras de caballos en plena vía pública” con otros carajillos que “sí eran normales”. Los residentes más escandalizadores reprochaban a voces, — Quién mete a un ciego en esas… poniendo en peligro a los demás con esas imprudencias. Ni los chismes de “viejas de patio” detendrían su ímpetu, y presuntuoso advierte, — Y eso que no era mi mejor acto. Hizo una pausa magistral de buen conversador que sirvió para acrecentar el interés y, con claras expresiones de 18


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satisfacción refirió pormenores del ejercicio estelar que ejecutaba cabalgando de pie sobre la montura, — Me paraba sobre la albarda de la yegua en movimiento, hasta que lograba soltar las riendas y levantar los brazos en cruz. Mucha debió ser la tenacidad para alcanzar semejante destreza y, es sorprendente el conocimiento que desarrolló para interactuar y comunicarse con el referido animal. Tal adiestramiento es el mejor índice para medir la capacidad de perseverancia de este aún imberbe personaje, en plena exploración de sus potenciales capacidades alternativas. Ciertamente nada fue fácil, — Al principio perdía el equilibrio. Caí de la yegua muchas veces y me llevé mis buenos güevazos. En una de esas caídas casi me “esnuco” porque aterricé de jupa y anduve adolorido varios días. Vanidoso, Chico lamenta que entonces era raro disponer de una cámara fotográfica por aquellos lugares, pues se reconoce incompetente para verbalizar toda la magnitud de su espectacular hazaña, — Lástima que no existen fotos de ese acto. A propósito de acrobacias, otra vez, Chico llevaba a Juan José en ancas de la misma yegua. Pasaron frente a la escuela de La Ribera “Fidel Chaves”, y el primo queriendo emular a Chico, se irguió sobre el lomo para lucirse con la 19


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maestra y compañeros de estudio, pero, inadvertidamente Chico golpeó la panza de la bestia con los talones, y la yegua se paró de manos y ejecutó un par de violentos corcoveos; Juan José salió volando por los aires y cayó sentado en el suelo. Él se apresura y asegura con inocultable alivio, — No pasó a nada más que el susto y la cagada de risa de todos. Ante esta exposición de su infancia, Chico se retrae y hace una pausa para reflexionar sobre sus proezas, y con deliberada intención de cotizar al alza sus propias acciones, establece categóricas diferencias y comparaciones con los habitantes de su íntimo espacio fraternal, — En la familia solo a mí se me han ocurrido esas cosas, y eso que mis hermanos ven… a veces pienso que tal vez no soy hijo de mi tata…

Cuando lo fabricaron, El Muñeco estaba dormido “el que nunca ha visto iglesia, en cualquier galera vieja se persigna”

En contraste con el despliegue de actividad y fuente de aventuras que proporcionaba el trabajo y el desplazamiento libre por el campo, Chico asistió poquísimo a la escuela: “ni un año”. Antes de mandarlo a 20


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estudiar contrataron una profesora para iniciarlo en el aprendizaje del lenguaje escrito braille para ciegos. Apenas en las primeras lecciones, Chico confrontó a sus papás, — A mí no me interesa el estudio. De qué demonios me va a servir aprender a hacer puntos a mí. Era incapaz de soportar la calma y mantener la concentración necesaria. Mas, si no encontró utilidad en el aprendizaje académico formal, menos entendió la religiosidad. Doña Bernarda rezaba el rosario a las seis de la tarde cada día, y reunía a sus hijos, — Vengan a rezar antes de acostarse. Cada quien tomaba su lugar frente al hogareño altar colmado de santos y velas encendidas, donde sobresalían el Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen María entre otras ánimas benditas a las que profesaba gran fe y pedía intercesión divina. El mantel blanco variaba de ornamentación con diversidad de colores y floreros. Chico era el único que claveaba siempre, — ¿Cómo?, tan temprano. No solo se quejaba. Cada vez más frecuente corría y escapaba a la esquina para divertirse con la juerga de vecinos y amigos, muchos mayores que él. Entonces la mamá mandaba a llamarlo con Virginia, una hermana 21


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mayor, y Chico, furioso, le ordenaba devolverse, alardeando con su pretenciosa emancipación, — ¡Jale majadera! — Lo voy a acusar con mamá. Amenazaba su hermana. Él respondía como dueño de sí, reafirmando su fuerte ego, — Yo me voy cuando yo quiera. Imposibilitada Virginia de cumplir el mandado, se devolvía visiblemente enfadada a reportar a la madre “la malacrianza” del menor. Insolente, él empoderaba su rebeldía levantando los hombros, — A mí qué me importa. ¡Jale jale! Finalmente el pequeño fugitivo llegaba al rosario, ya tarde, tal vez después de jugar escondido o, quedarse simplemente “matando la culebra”; la mamá lo recibía con un doloroso pellizco en el brazo y lo mandaba directo a la cama. Chico aprendió a no quejarse y meterse en el lecho obediente para recibir menor castigo. Tal sabiduría la resume en una sola expresión, — Al trago amargo hay que darle prisa. Esta batalla era de todos los días. De feria, como doña Bernarda era tan católica y sus tribulaciones tan difíciles 22


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de sobrellevar, a las cuatro de la mañana los despertaba para recibir el nuevo día con otro rosario. Chico, entonces, gruñía entre cobijas, — Me llevan los diablos, qué rezadera. A una que le tocó sufrir en carne propia esa rebeldía hacia cultos religiosos formales, fue a la nana doña Lucía Campos. A ella correspondió llevar a Chico y Polaco a misa todos los domingos. Cuando además los acompañaba el primo Juan José la situación empeoraba, — Después de misa siempre tenía que intervenir en la pelea del trío por los dos helados que acostumbraba comprarles. Allí se formaba la de San Quintín. Todavía acongojada, doña Lucía resume bien la desconfianza innata que exhibía Chico respecto a los tildados agentes terrenales de Dios, o “El Muñeco”, como llama él a Dios con cierto matiz de irreverencia y algo de animosidad. La nana efectúa un análisis en retrospectiva, — Francisco siempre fue hiperactivo y buen parlanchín; y me moría de vergüenza cuando él le comentaba a Polaco durante la misa, durísimo con una voz pituda que todo mundo oía: “lo que está hablando ese padre es pura paja”. No obstante la proximidad sanguínea y cercana convivencia con ese hermano menor, la compañía de su consabida preferencia fue el primo Juan José, quien como 23


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vidente y cómplice servía de guía y presto consejero en todo tipo de travesura. A como crecieron, los atrevimientos de los primos iban en abierto progreso. Una vez, ya mayorcillos, se robaron una botella de contrabando de la saca de un hombre conocido como Vásquez, a donde los enviaban algunos mayores a comprar guaro. Desbordantes de emoción con la diablura, se dirigieron al cruce esquinero al final de la calle. Con ojos saltados relampagueantes de brillo, señala Juan José, — Allí solo había potrero y cafetales que pertenecían a tío Crisanto. Donde hoy está el Súper Marcela, nos bajamos el guaro a pico de botella, sin medir las consecuencias. Como a las cinco de la tarde doña Bernarda se asomó al corredor y los llamó para rezar el bendito rosario. Bastante aturdido y siempre pícaro, Chico se dirigió a su compinche y preguntó, — ¿Ahora qué hacemos?, estoy picado y más alzado que canasta de panadero. Ambos soltaron la risa y esperaron dentro de un cafetal a que anocheciera para escabullirse sin que los pillaran. Eventualmente, en la familia no hizo ninguna gracia este tipo de aficiones. Sin embargo, como lo conocían, sabían que Chico no iba a echarse atrás. Decía don Crisanto, 24


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— A pesar de castigos, regaños y consejos, era terco como una mula. Claro, esa sería la primera vez que se “alzaron”, pues, Chico y Juan José, de ahí en adelante, para establecer conversación con algunas “chiquillas”, aprendieron que era bueno primero echarse unos cuantos tragos de contrabando, justificándolo como es común decir, — Para agarrar valor. Como se ha visto, el chiquillo, en contraste con su creciente ceguera, registraba pautas de un fuerte espíritu de autonomía, que su padre entendía como censurable, — La conducta de Chico ya raya en malacrianza. Algunas decisiones espontáneas del inquieto ciego justifican mejor esa preocupación del padre. Una mañana llegaron personeros de salubridad pública para vacunar la güilada del barrio y, cuando tocaron la puerta de la casa, sorprendieron a Chico con su primo Juan José entretenidos en el dormitorio. Tan pronto como comprendieron las intenciones de tan temida visita, apunta el primo que, — Chico se voló por la ventana sin tocar el marco y salió rodando por el suelo. Huyó como alma que lleva el diablo y nadie lo pudo detener. Después regresó a la casa todo embarrialado. 25


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En seguida recibió una severa reprimenda maternal; mas a Chico eso ya no lo inquietaba, pues, según exterioriza, — De tanta trapiada que recibía ya no se me daba nada, estaba curtido. Otra inolvidable trastada sucedió en una fría tarde de diciembre. En esta se llevó un gran susto con Hernán, otro hermanillo menor. Éste, muy pequeñillo aún, según él mismo narra, coordinó con Chico para orientarlo desde el piso y que — Se trepara a un palo de jamaica, a la par de la casa, para bajar las frutillas que colgaban en racimo pa´ comerlas. En efecto, Hernán indicó “a gritos” desde el suelo sobre una rama cargada de fruta hasta donde Chico se escabulló con agilidad y, previo un reconocimiento de la base del racimo con la mano, sacó un machete que llevaba prensado en el cinto y lo cortó. Las frutillas saltaron dispersas y Hernán corrió a recogerlas. Inadvertidamente Chico lanzó el machete para más comodidad al bajarse del palo, con tan mala suerte que acertó el filo en la cabeza de su hermanito, herida que dejó una gran cicatriz “pa toda la vida”. Cuando Chico entre los chillidos infantiles descifró el daño, prorrumpió incrédulo

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— No me digás que el machete te cayó en la jupa. ¡Me llevan los diablos! Y se tiró del árbol quién sabe cómo; pero esa rapidez no lo salvó de la nueva zarandeada con su padre. Soportó los señalamientos culposos de todos con estoicismo porque el peso de la falta lo dejó como congelado. Supo de la herida sangrante mediante los gritos alarmados de los familiares que corrían para todo lado, pero se mantuvo lejano, con expresión huraña, muy asustado. Como recuerda Hernán con extrañeza, — Chico estaba absolutamente callado. Eso no era nada común. La herida sanó, pero Chico aprendió la lección y se cuidó mucho más al manipular herramientas de campo potencialmente peligrosas, instrumentos de trabajo que lo acompañaron toda la vida. Otra tarde de verano cuando Chico iba a recoger leche a la finca, algunos vecinillos, por joder, le obstaculizaron el paso y atajaban la yegua jalándola del cabezal de la bestia; entonces, con una cuerda él los “chilillió” para quitárselos y tratar de abrirse camino. En el forcejeo, la yegua asustada se meneaba trotando sin poder avanzar y, en medio de “madrazos y salivazos” el jinete atinó dar un golpe en la cabeza de un jodión y el nudo de la soga latigueó con fuerza en el ojo. El chiquillo golpeado soltó la rienda que detenía la yegua y se alejó lloroso arrojando 27


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insultos contra el “maldito ciego”. De seguido explicó Chico, emulando su dura actitud de entonces con pose de esfinge, — Sacudí los estribos en el animal y seguí mi camino. El incidente tuvo secuelas familiares porque el padre del agredido era pariente, e hizo un juicioso reclamo del hecho ante don Crisanto, tan pronto se atravesaron en la calle. Apenado por el aparente comportamiento belicoso de su hijo, llegó a la vivienda y luego de un breve diálogo le ordenó con autoridad, — ¡Vaya y se disculpa! — Más bien, si ese cabrón me sigue jodiendo, le va peor. Sentenció el güila al exponer su lógica de pensamiento. Su progenitor sintió casi total impotencia por la escalonada conducta indomable de su vástago. Tal vez en su fuero interno, el padre terminó comprendiendo la situación desventajosa del ciego, pero también era consciente de su necesaria intervención para prevenirlo de futuros males. Chico rememora el regaño del papá y sus argumentos, aludiendo su condición física, — Es riesgoso que se exponga de no contener su impulsividad. En un nuevo lance colmado de temeridad, él con su leal primo Juan José a la par, iba sentado haciendo de 28


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flamantes conductores en una volanta que sacaron “cachada” de la casa paterna de los Chaves. Con alegría y gritos destemplados atosigados por la intrepidez, dieron una rápida vuelta a la manzana y tomaron rumbo a la plaza de La Ribera. Por allá encontraron a un grupo de vecinillos y compañeros de escuela. El primo voceó y manoteó tratando de dominar las riendas que Chico manipulaba atrevidamente, — ¡Alto, pare, pare Chico! Y alertó al joven conductor de la presencia de la camarilla de amistades, quien de inmediato jaló la brida con fuerza para frenar la marcha del carruaje. Con potencia inédita vociferó a la bestia, que por tener la sangre caliente, cabeceaba mascando freno y coceaba el suelo con brío, — Soo, soo ¡caballo! Una vez medio controlado el animal subieron los güilas al carruaje, uno tras otro. Al decir de Juan José, eran tantos que parecía un equipo completo de fútbol. Cuando supo que todos estaban dentro, Chico azuzó la bestia con fuertes voces y chasquidos, sacudió la correa de cuero en sus lomos con ardor y retomaron el viaje danto tumbos entre las piedras del camino, dejando atrás una estela de gritos y risas. Dice Juan José, rememorando aquella cándida temeridad,

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— A nadie le importó que el cochero no “vía” por dónde conducía.

Botija en casa embrujada de sustos terrenales “hay que vivir en este mundo contento, aunque el entierro sea triste”

— En frente de nuestra casa vivía una hermana de papá, la tía Elogia, que enfermó y murió. Allí era donde precisamente estaba el árbol de naranja gigantesco donde nos subíamos a jugar. Chico se acomoda en el asiento sin usar el respaldar, preparándose para una sesión de gratos y lejanos recuerdos en la casa de la finada tía. Esa vivienda permaneció abandonada mucho tiempo y la gente había echado a rodar la bola de que allí asustaban. Muchas personas no se acercaban por el miedo que despertaban esos rumores. Pero los carajillos amigos de Chico, aprovechándose de esa soledad, ingresaban en las tardes a jugar en el patio y empezaron a hacer algunas diabluras. Y comienza a rodar la cinta rebobinadora en la memoria del protagonista así, — Allí se jugaba naipe apostado, también apostábamos plata con el juego de trompos. A mí siempre me encantaron las apuestas. Algunos carajillos, los más atrevidos y grandecillos llevaban hasta licor. 30


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El énfasis en el tema de apuestas y fortuna afinó el olfato del invidente para obtener ganancias en monedas contantes y sonantes. Eso le gustó. Orgulloso de su descubierta chispa de comerciante en ciernes, expresa, — Más rápido de lo que canta un gallo, comencé a combinar el papel de apostador con el negociante que traía dentro de mí. La oportunidad se presentó con ocasión de un rifle adquirido que disparaba munición de balines blancos de plástico con el que competían para ver quién gozaba de mejor puntería. La competencia no solo era por el honor, — Todos casaban la platilla acordada y el mejor tirador con el rifle se llevaba la banca. Por razones obvias, el dueño del arma no era buen tirador, entonces, en ese preciso momento concibió una valiosa idea para sacar algún provecho al jolgorio existente y la fiebre por tirar a cualquier cosa, y resarcir las pérdidas que sufría invariable en ese juego. Esa ocurrencia la explica con voz de vivaracho, — Alquilé el rifle a cada compañero en 10 céntimos, con una ronda de balines. También algunos jovenzuelos comenzaron a llevar amiguillas. Chico hace la remembranza con picardía, pero permite inferir que ese no era su máximo interés entonces, 31


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— Lo de las chiquillas no era mucho, porque éramos muy nuevillos. Es que allí se hacían reuniones de todo tipo y pasaba de todo. Pero no no. Dentro de tanto acontecimiento que sucedía en esa propiedad, una vez Chico y el primo Juan José se robaron unos elotes medio sazones de la milpa de un vecino, y corrieron con un saco de gangoche bajo un gran aguacero con tormenta hasta la famosa casa, ahí encendieron un fogón para asarlos en las brasas. Hace un débil movimiento reflejo con el brazo y se roza la panza, — Esa tarde la pandilla de amigos se dio una gran hartada de elotes con natilla; no dejamos ni uno. Casi nos cuiteamos de tanto comer. Lo mismo sucedió con un racimo de bananos que “encontraron” en la finca donde hoy está el hotel Marriot. Juan José, con risilla casi infantil todavía, rememora, — Nos trajimos un gran racimo de bananos y lo enguacamos en la casa. Chico complementa, — Hubo bananos maduros para todos porque era un racimo grandísimo, de unas veinte manos. En esas edades de travesuras juveniles, a los carajillos del barrio les daba por poner a prueba las capacidades y 32


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voluntad de Chico para no dejarse vacilar. Un día le encaramaron un apodo alusivo a su delgada contextura, — Como siempre he sido “gordo” me decían mariaseca. Inicialmente no pareció molestarlo, pero todo cambió cuando obtuvo otra lectura en la intención de uno de los compinches habituales, — Un güevón me decía “mariaseca” pa vacilarme, y yo hacía pa echarle garra y se me zafaba. Amparado en “la deficiencia” de Chico, el bandido granuja lo eludía y dejaba frustrado manoteando en el aire. — El clavo fue creciendo y creciendo, hasta que un tiro le pude coger el brazo, me le fui encima y nos agarramos. Cuando lo tenía prensado del pescuezo entre los brazos con una especie de candado chino, amenazó, — ¿Quiere que lo “orque hijueputa”? En el frenético forcejeo cayeron y rodaron por el piso, y ahí terminó la riña con una contundente definición, que el ganador reportó con talante incuestionable de indiferente presunción, — Y le hice una herida en la frente de siete puntadas.

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La dureza que imprime al hecho sangriento narrado no obedece más que al deseo de hacerse respetar, aspecto de gran importancia en su valoración personal dentro de la sociedad. Originalmente, cuando la casa de la tía Elogia quedó abandonada, se echó a rodar entre la parentela, otra bola de que en ese lugar existía una botija escondida. Chico se tomó en serio el run run y motivado por el sueño de hacerse de tal riqueza, carboneó al primo y pusieron manos a la obra; sigilosamente trajeron palas y picos. Dice el primo Juan José, — Comenzamos a buscar la botija al atardecer, escarbamos por toda la casa y a la una de la mañana topamos con una pieza de material duro como una piedra enterrada bajo uno de los dormitorios. Con certeza de haber dado con la botija, Chico, entre más palpaba el objeto en la oscuridad, más se convencía del hallazgo, y ambos, muy emocionados taparon la superficie cuidadosamente y acordaron no compartir el secreto con nadie. Esa noche casi no pudieron dormir de la ansiedad. Con la luz del día, develaron excitados el objeto y, desilusionado exclamó Juan José, — Resultó ser una gran piedra con la superficie superior plana, hasta que estaba ennegrecida de estar bajo tierra.

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Por su lado, Chico lamenta el resultado haciendo guasa de la fallida esperanza de hacerse millonarios, termina la anécdota con pesar, — Por supuesto que no encontramos ni mierda. Fue un alegrón de burro. Por algún tiempo se guardaron la historia de final tan deslucido, para evitar burlas de familiares y amistades.

Muerte del caballo con carro robado “el amor sabe a tamal dulce y la vida huele a cacho quemado”

En una ocasión, un amigo de don Crisanto conocido con el nombre de Torito, se acercó para preguntarle, — ¿Quién andaba en tu carro como a las once de la noche en San Joaquín? Don Crisanto, que mantenía la normal costumbre antaño de acostarse temprano, contestó con total certeza, después de analizar el panorama que le pintaba su interlocutor, — No era mi carro. Torito insistió, — Claro, con seguridad vi que era tu carro. 35


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La firmeza de Torito logró despertar algunas dudas en su cabeza, y decidió realizar una investigación. Al cabo de unos días alcanzó una conclusión determinante y llamó a Francisco con actitud ceremonial. Por el tono de voz, era fácil reconocer que deseaba establecer una seria conversación. Chico se acercó y él lo increpó directo y sin rodeos, con clara intención de desarmarlo de buenas a primeras, — Francisco ¿por qué usted se llevó el carro? Sorprendido con la franca interpelación, al principio negó que hubiese tomado el vehículo, pero su papá se mostraba irreductible. Sus manifestaciones eran demoledoras, — No mienta, ¡yo ya sé la verdad! A quién salió usted, ni sus hermanos que ven son así. Los argumentos del muchacho se debilitaron frente a la autoridad del padre, y tácitamente aceptó la responsabilidad minimizando el hecho, — Papá, ¡eso no es nada! La pretensión de bajarle temperatura al inexcusable atrevimiento encendió más al padre, y sentenció riguroso, antes de abandonar el lugar con el ceño fruncido y dar por terminada la plática,

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— No quiero volverlo a ver sentado en la cabina del carro… Los otros hermanos, primero pendientes de las pesquisas paternas, y luego, sorprendidos por la temeridad del tortero hermano, se solidarizaron con el padre, y coincidieron en advertencias y regaños velados, — Papá tiene razón, por su incapacidad, podía provocar un grave accidente. Chico trataba de apaciguar ánimos y sus intervenciones mostraban un cálculo sospechoso que nadie detectó de momento. La verdad oculta era peor de lo imaginado. Chico reflexiona y explica el verdadero alcance de la trastada con desparpajo, — Esa noche teníamos un compromiso para ir a serenatear a una muchacha. ¿Cómo íbamos a ir a pie?, entonces le robé el carro a mi tata. Lo planeó bien con un grupillo de amistades, e inició la ejecución en la negrura de la noche, cuando todos dormían en la casa. Moviéndose como pez en el agua en la oscuridad, él solo empujó “el chunche” desde el garaje hasta la calle con absoluto sigilo, donde lo esperaban sus cómplices de diablura. — Juntos lo rodamos a suficiente distancia, hasta agarrar confianza para encender el motor sin ser escuchados, y entregué las llaves a Porfirio Araya, el designado chofer. 37


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Paradójicamente la panorámica del vecindario lucía inmejorable, como era de esperar y, así lo describe el responsable de la travesura, — A las diez, la Ribera de Belén era un pueblo desolado, no había nadie en la calle. Tal vez para un invidente es lo mismo ir en carro a medianoche o de día, y que nadie recorriese las calles públicas del pueblo no garantizaba tampoco que pudiese emerger algún obstáculo o peligro en las despejadas vías. Las cosas tomarían un inesperado sesgo que dejaría boquiabierto a más de uno. Reviviendo expresiones remanentes de aquella celebración, Chico describe emocionado el cuadro guardado en su memoria así, — Fue un vacilón exitoso que veníamos saboreando, hasta que algo frenó la carrera de golpe y, ¡pun!... yo iba de pasajero adelante y pegué la cabeza en algún lugar por el parabrisas. Chico aturdido preguntó qué había pasado, y escuchó a Porfirio decir, — Jueputa, matamos un caballo. Allí el ciego cayó en cuenta de lo sucedido, y se formó una mejor idea al atar todos los cabos sueltos que rondaban en su mente,

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— Yo solo recuerdo un relincho cuando sentí el güevazo contra el “willys”. El caballo era conocido y resultó pertenecer a Juan Sotelo, cuñado de mi tata. Las ramificaciones de la torta se hacían cada vez más grandes. Revisaron la carrocería del chunche y en apariencia no había sufrido ningún daño visible a esas horas. El golpe se lo llevó el “bumper”, pieza tan fuerte que apenas se dobló un poco más de lo que ya estaba. Chico hace chota de sus preocupaciones de entonces, — Quién sabe a qué horas de la madrugada devolvimos el willys al garaje. Nadie pareció notar la salida del carro. Casi sin dormir, unas horas después, fue con Porfirio a buscar al dueño del caballo para negociar un arreglo y tratar de tapar la gran torta antes de que todo quedara descubierto. El pariente advirtió la congoja de los muchachillos y expuso su lado más ladino para sacar provecho. Ante el evidente nerviosismo de los jóvenes, comentó malicioso, pronunciando con lentitud las palabras, — Ah, ese era un animal muy caro. Chico entendió el juego del adulto y finalizó por ceder ante el descarado chantaje; la verdad no tenía mucho para dónde coger,

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— Y terminé pagando veinte colones por el ruco, porque era un ruco. ¡Jamás valía eso! Lo del pago lo dijo literalmente en primera persona, puesto que era el único del grupo que andaba plata, o eso le hizo creer la pacotilla. Con el acostumbrado tono de suficiencia afirmó, — Yo siempre, desde pequeño he sido pellizcado pa rebuscarme el cinco. Todos los participantes de la juerga esa noche dirigieron no más que frases de apoyo, tomando en cuenta, quién era el más interesado en resolver el problema. Dijeron, — Pague usted, después nosotros le metemos el hombro. Recordó los hechos con frescura, gesticuló con una pequeña contracción de sus delgados labios antes de acometer un chistoso balance histórico de situación, — Se murieron los desgraciados. Ya no hay ninguno vivo, y no me pagaron nada. Hasta tuve que poner más pa buscar quién enterrara el jamelgo. ¡Mierda! Al final me salió más caro el entierro que el caballo. Ya con gesto más suave, culminó con un giro verbal revanchista que retrató la novatada de varón en ciernes, — ¡Ni que me hubiera acostado con la mujer! 40


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La situación tendría cola en el ánimo memorioso de Chico. Tiempo después, su hermano mayor de nombre Adrián, y el mismo Chico, salieron a trasladar un almácigo de café a cierta distancia. Cuando empezó a llover, Adrián pidió con urgencia que subiera al carro, — ¡Móntese, móntese! — Jamás, usted sabe que papá me prohibió sentarme en ese chunche. Chico se negó rotundamente recordando la anterior sentencia del padre. De regreso en la casa, su progenitor disgustado con semejante actitud preguntó — ¿Por qué venía mojándose si podía viajar en el carro? Predispuesto a la confrontación, el hijo arisco y a la defensiva replicó con tono altivo, — Papá, acuérdese que fue usted quien me prohibió subir a la cabina del carro. La formidable voltereta que el rebelde muchacho dio a su propio argumento dejó literalmente silenciado al viejo, y no pudo disimular su impotencia frente al joven. Si Chico hubiese podido observar la expresión desalentada de su padre, tal vez no se hubiese mostrado tan implacable. El papá ingresó a la casa y, frente a su mujer apenas tartamudeó un débil reclamo, 41


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— Con Francisco no se puede hablar nada; es un gran malcriado. Doña Bernarda mostró solidaridad con su pareja y buscó a Chico; procuró conversarle con ternura materna, — Francisco, ¿por qué usted actúa así? Su papá lo que desea es un bien para usted. Qué tal si se enferma, mire cómo está destilando. — Recuerde que papá me prohibió y no vuelvo a subirme a ese carro. Y “déjemen” tranquilo ya. Contestó con encono antes de retirarse gesticulando con el brazo para encerrarse en su dormitorio. Ese característico rencor manifiesto aquí, cuando tocaban su orgullo, marcaría profundamente el desarrollo de su futura personalidad. En otra ocasión dio muestras de ese fuerte carácter, esta vez a propósito de una diversión infantil. Llamado por su primo Juan José, salió a jugar escondido y el grupo de bribones amigos y compañeros pusieron a contar a Chico y se escondieron en un charral de crecido pasto, con toda intención de divertirse a costa de él. Chico explica la dinámica del vacilón que montaron así, — Cuando los iba a buscar hacían ruido para que me acercara, de repente me llamaban de otro lugar y se cambiaban de escondite. Las burlas y carcajadas no paraban. Yo ya estaba agüevado. 42


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Impotente para contrarrestar el chingue, espoleado por la frustración y la maldad de los chiquillos, fue y sacó un machete de la casa y se fajó a chapear el charral. Al verlo actuar con coraje desbordado volando filazos “pa todo lado”, no tardaron en gritar y brincar fuera de sus escondrijos. Finalmente Juan José lo apañó tranquilizándolo, — Suave, suave, tranquilo, ¡cálmese! — Y se acabó el jueguito. Dice Chico, “no se había dejado”, y malogró el vacilón que articularon alrededor de su incapacidad. Cierra el episodio con una frase aleccionadora, — Uno tiene que darse a respetar. Si no… Las anécdotas chistosas de épocas juveniles son innumerables, pero aquí hay otra extraordinaria, porque refleja ese espíritu indoblegable para disfrutar la vida sin complejos. Un domingo que andaba audazmente en bicicleta por las conocidísimas vías de la plaza de fútbol, unos amigos pidieron que fuera a llamar a “Cuti” para que reforzara al equipo en la mejenga del barrio. Ese apodo hablaba por sí mismo de la calidad de jugador que poseía el solicitado, puesto que correspondía al apelativo del famoso jugador del equipo de primera división Saprissa, Jorge Cuty Monge. Chico aclara al explicar el apodo, 43


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— Conste que yo soy liguista Buscar a una persona como solicitaron los carajillos, era una difícil prueba para Chico y sus supuestas limitaciones; pero no se amilanó y, preguntando por aquí y por allá en el vecindario, rápidamente lo ubicó a unas pocas cuadras de la cancha. Allí mismo le espetó a viva voz, — Cuti, me mandaron a llamarte para que vayás a jugar bola. El jovenzuelo que era un “calentura” para el deporte, asintió y se alistó “pa ir a patear un rato”. Chico esperó fuera de la casa y cuando Cuti salió equipado para meterse a la mejenga, ofreció llevarlo en la “barra de la bici”, a lo que contestó — ¡Nombre! usted casi no puede ver, ¿qué es lo que quiere, matarme? Ese diálogo pasó de boca en boca y siguió provocando risas en los vacilones de pueblo, porque después, hasta el primo Juan José andaba contándolo con picardía, sin ocultar cierta admiración y cariño por el coraje que siempre mostraba su pariente cercano.

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La chispa de pólvora y la monta de toros “no hay que conformarse con escuchar el río pasar”

Es notorio que Chico exhibía marcado interés en departir con gente y cultivar amistades. Esa participación además de aportarle aceptación y adaptación social, en los encuentros colectivos derivados hallaba fuente de experiencias y aprendizajes de gran versatilidad para el invidente. Pero, tal interés llegaría a concretarse en frías cifras aritméticas cuando sacó a relucir su sorprendente instinto comercial. Él alardea de su condición de mercader, — Compro lo que me ofrecen barato y vendo hasta la ropa que llevo puesta, si alguien se interesa. El ciego había aprendido a “ver” diversos aspectos de la cotidianidad desde su propia perspectiva, para sacar provecho. Así ocurrió al incorporar su bicicleta a su oferta mercantil. Al reparar que para muchos vecinillos de familias con menos recursos económicos, tan soñado juguete resultaba inalcanzable, comenta sin complicaciones, — Siempre fui espabilado para descubrir dónde hay negocio. Unos güilillas me pedían la bicicleta prestada para dar una vueltica. En esos deseos infantiles de disfrute detectó la posibilidad de aprovechar un negocio que “se estaba 45


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cayendo”. Chico explica la novedosa idea con estilo campante, y de paso auto congratularse del talento para sacarle el jugo a cualquier circunstancia, expresa — Alquilaba la bici a “dos reales”, es decir a veinticinco centavos el ratillo. Ese solo fue un antecedente más en su historial comerciante. Porque, cuando rondaba los doce años de edad, tal vez picado por la necesidad de rebuscarse alguna platilla extra en su incesante anhelo, para darse algunos gustillos con las amistades adolescentes, concibió otra brillante idea comercial. Estuvo basada en una travesura demasiado riesgosa que perenne había llamado su atención, y explica con sencillez, — Me encantó jugar con pólvora. Probablemente la onda expansiva de la explosión alcanzaba los sensibles oídos del ciego y, acaso la difusa luz del chisporroteo en la mecha lograba llegar a la retina de sus disminuidos ojos lo suficiente, para permitirse compartir la atracción que tales juegos despertaba en la barrilla de amigos del vecindario. Después de darle vueltas en el pensamiento a lo invertido en ese gusto, un día se decidió y adquirió más cantidad de lo usual, — Compré pólvora en el centro de San Antonio para revenderla a vecinos de La Ribera y hacerme de una buena ganancia. 46


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Y arrancó el negocio con desempeño obtenido acorde con el mejor pronóstico hecho. Desde el portón de la casa, cada joven comprador llegaba frente al corredor de la casa y llamaba o silbaba para realizar el intercambio remunerativo. No obstante, surgió un pero; como dice Chico, — No podía faltar un pelo en la sopa. Cuando la actividad mostraba las mejores perspectivas, se vio arrastrado a tener que sortear algunos contratiempos de peso. Los problemas comenzaron, nada menos que con un representante de la autoridad en el cantón. Un policía criollo reveló que lo traía en la mira; finalmente lo sorprendió manipulando las bombetas en bolsas de papel por la vía pública en las cercanías de su casa y, ordenó con imperio de mando, — Entrégueme esa pólvora, porque es una actividad ilegal y peligrosa. Usted es menor de edad y no tiene permiso para manejar ese tipo de materiales en cantidad. Por favor no me comprometa más; pueden reventar y provocar un accidente de gravedad. Chico no estaba dispuesto a perder el producto de su negocio así no más. Desplegó una cháchara cualquiera para ganar tiempo y pensar en una salida airosa. Después de argumentar una serie de sinrazones, acota el contumaz parlanchín, 47


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— Noté que el policía se dilató en razonamientos conmigo y no se atrevía a tocarme para forzar el decomiso; entonces imaginé un plan que dio resultado. El plan consistió en alargar la conversa lo posible mientras se movía lento con disimulo hacia su cercano hogar. El policía también siguió el movimiento inadvertidamente, y al tener a corta distancia el portón de entrada, dio un ágil brinco y se escabulló en la propiedad. Cuando sintió estar fuera de alcance dentro del dominio privado, amenazó al guardia con imprevisible audacia para un niño con su discapacidad, — Si usted ingresa aquí lo demando por allanamiento de propiedad. El agente de policía quedó impotente para actuar de otra forma, y aceptó obligado y en silencio su caída en la red tejida por el “bandido muchacho”. Lo cierto es que fue ridículo dejarse sorprender por un simple niño que, además, padecía tan severa discapacidad. Como hablando consigo mismo, Chico expresa que, no obstante salió bien librado de esta, tuvo que reconsiderar su exposición, — Ahora estaba avisado y tenía que cuidarme más. No solo tendría que cuidarse más, sino enfrentar a una nueva arremetida, ahora desde el flanco interior de la familia. Su papá manifestó preocupación por rumores 48


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escuchados sobre actividades que afanaban a su hijo y, lo emplazó con parecidos conceptos usados por el policía, — Hijo, ese negocio es prohibido y riesgoso, y te puede meter en líos con la ley. No ve que eso es ilegal y es capaz de ocasionar daños verdaderos. Usted es un niño todavía y no sabe medir el peligro. Pero él estaba preparado para ofrecer una respuesta apropiada. Con irrefutable convicción habló de ventajas del negocio y en su argumento enfatizó el valor de ganancia que agregaba el riesgo y, dio por sentado cómo las actividades legales familiares no eran tan productivas, máxime que don Crisanto era “muy económico” y no era fácil que aflojase dinero a los hijos. Su defensa concluyó lapidariamente, — Papá, ¡vender pólvora ilegal es la única forma que tengo de hacer plata! Con tales argumentos no persuadió al padre del balance favorable entre riesgo y ganancia defendido por el precoz ciego, pero, sin duda, en el viejo quedó claro de que no sería capaz de obstaculizar semejantes diligencias lucrativas, porque de todas formas, las realizaría “a escondidas”. El padre terminó con una débil reconvención final, — Francisco, haga caso a sus padres que siempre desean lo mejor para los hijos. 49


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Con el tiempo Chico abandonó esa actividad, pero cierto fue que nada ni nadie sería capaz de extinguir la chispa para idear negocios y el rebusque de monedas, que alcanzó en futuro muchas y diversas expresiones. He aquí otro ejemplo de antología. Juan José, el primo implicado en diversas aventuras adolescentes en esta historia de vida, narra que, en asocio con Chico “montó un negociazo” con otra brillante idea, — Supimos de un finquero que buscaba un buen padrote para echárselo a una vaca en celo. La vaca con calentura alcanzó el punto óptimo para el salto y el dueño esparció el anuncio sobre la disposición de solventar tal necesidad mediante buen pago. Entonces, ante la ocasión pintada así, los imberbes primos idearon un astuto plan para extraer determinado semental de la lechería Los Jocotes por una noche. Juan José detalla la puesta en práctica de la maquinación, — Enyugamos un buey al toro para sacarlo como si fuera una yunta. Luego, soltamos el buey en el potrero de partos y nos llevamos el toro amarrado hasta donde el finquero. El hombre ya estaba conversado. Sin embargo, casi estropean todo el plan por un “pequeño” error cometido ya para concluir lo proyectado. Chico explica los alcances monetarios del negocio y el festivo final, 50


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— Cobramos cinco pesos por el salto. En la madrugada volvimos al potrero para enyugarlo al buey y devolverlo a su lugar en la finca. Juan José complementa y narra que, con las primeras luces de aquella madrugada, salieron a confirmar el espacio donde dejaron el buey y, con amplias risas que todavía sacan lágrimas, terminó, — Nos dimos cuenta que el buey tenía tetas; en aquella madrugada oscura de verano ¡nos equivocamos de animal y sacamos una vaca parida del potrero! Con celeridad rehicieron el trayecto de vuelta y taparon el error con absoluta reserva. Por supuesto que la mayor responsabilidad por esa falla recayó en Juan José, porque era el guía vidente; en esas andadas Chico solo posaba la mano en el hombro amigo y aventuraba su marcha confiado en su eterno mundo en tinieblas. Paralelo a estas frecuentes confabulaciones lucrativas, Chico nunca abandonó sus cotidianos deberes laborales en la finca. Un poco más grandecito, estaba coordinando con unos peones amigos, Hernán Morera y otro apodado Chapota, la fumigación de un tomatal, cuando escuchó un grito de alerta porque un estañón de insecticida se reventó y el contenido corría sin control. Chico inmediatamente reaccionó con liderazgo y eficiencia, y cuenta, 51


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— Saqué un pañuelo de la bolsa y pedí que lo metieran para tapar el hueco, mientras corrí a mi casa por otro estañón. Reapareció y solucionaron el problema vaciando el insecticida en el nuevo barril. Recorrió dos kilómetros desde su casa en tiempo récord. Él narra la notable facilidad con que dispuso lo pertinente, — Amarré el estañón vacío en el lomo de la yegua y la eché a trotar delante de mí sujeta con la rienda. No es fácil imaginar cómo Chico transitaba por caminos de lastre, tierra y piedras, que aun cuando memorizados en detalle, variaban salteados de obstáculos y trampas cubiertas de polvo en verano y barriales en estación lluviosa, armado solamente con su inseparable bastón. Motivado por innumerables experiencias sufridas en silencio, con tropezones y golpes frecuentes, algunas reiteradas en partes sensibles del cuerpo como cabeza y espinillas, él fue adoptando algunos recursos extraordinarios en resguardo de su integridad física, — Empecé a usar sombrero de cuero curado macizo y botas de caña alta desde que tenía quince años. Para lidiar con cierto tipo de trabajo como lechería también utilicé botas comunes de hule. No obstante el impedimento, o tal vez estimulado por ello, disfrutó de arrojo y audacia que constantemente 52


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puso en riesgo su propia integridad física. Un dicho muy utilizado expresa ese tenaz espíritu desafiante, — No se va a devolver uno en el primer tropezón. Fue así que un cuñado de Chico en Heredia trató de amansar una yegua blanca de su propiedad y no pudo porque el animal aprendió a sentarse, se echaba de culo hasta botarlo. Entonces pidió ayuda al ciego, pues sabía que estaba frente a un corajudo aficionado a los caballos desde carajillo. Chico resume la brava experiencia así, — La monté y me reventó contra una cerca viva de pochote; eso me llenó de coraje, la volví a montar y otra vez se sentó pa atrás y me acostó en un barrial. No me rendí y al final de pelearla logré domarla. Las alineadas espinas de pochote que sobresalen del tronco como sierras, marcaron su cuerpo con profundas rayas que soportó con habitual temple; aún más, el ardor en la piel desgarrada estimuló su coraje. Chico levanta la voz con furor y con el rostro suavemente enrojecido, proclama su valentía diciendo, — Yo siempre fui muy fachento. Era ciego ¡pero a mí no me detenía nada! Después de narrar esa temeraria prueba, reapareció en esta secuencia anecdótica el famoso primo hermano con un mayor desafío entre manos. El brillo que destellaba en sus ojos, indetectable para Chico, delató la carga de 53


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emoción contenida. Venía impresionado ante la vista, en un corral vecino, de la presencia de un pesado animalejo negro. Con voz grave describe grandilocuente, — Era un torote muy lindo, de unos seiscientos kilos de peso. Contando con la audacia e íntima complicidad del compinche, provocativamente se acercó y confesó, — Chico ¡yo lo quiero montar! Sin necesidad de mayores palabras se entendieron y partieron con un solo sentimiento: convencer al vaquero encargado de la cuadra. Sin agregar más nada, el asunto quedó rápidamente resuelto. El hombre, entusiasmado con la idea de contemplar una buena monta accedió fácil al pedido de los muchachos. Chico entregó a su primo las espuelas que traía prensadas en la faja de la cintura y se ocupó de alistar al toro, allí mismo en el lugar donde comía mansamente. Arropado por el primo, amarró una soga alrededor de la cachera para fijarlo a un poste mientras terminaba de socar el pretal, después pegó el conocido grito, — ¡Listo! Cuando Juan José se vio frente al enorme reto, ya solo, aflojó. Chico lo animaba vociferando, — Móntese, no sea pendejo. 54


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La tardanza del primo para treparse al lomo del animal indicó la indecisión que albergaba. Chico, alterado con sus propios gritos y al calor del momento, repentinamente exclamó, — Yo lo monto. Dame las espuelas. Con ínfulas y orgullo propio, aún remanente desde aquel momento, cuenta — Me mandé arriba, toqué el costillar con las espuelas para medirlo, y luego lo pegué. El toro dio un par de poderosos saltos al frente, cambió de perfil y jaló con fuerza a izquierda y derecha; la fuerza del último jalón le soltó las manos del pretal y en fracciones de segundo, vació al montador a través del galerón de pasto. Aún excitado por el recuerdo de la apremiante jugada, dice que se levantó como electrizado agitando los puños cerrados al frente y exclamó con irrestricto espíritu de desquite, — Por supuesto que me botó, ¡pero monté al hijueputa! El primo nervioso saltó dentro del corral y lo abrazó; una vez seguro de su buen estado físico, a punto estuvo de subírselo en hombros. Rememora el montador, — La tensión se canjeó en celebración y risas.

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No obstante el dulce sabor dejado por la faena vivida, más tarde, la audacia dejaría secuelas. El finquero dueño del toro andaba de viaje en Puntarenas y, obviamente, no contaron con su autorización. Tal vez no hubiese sabido nada, si no fuera por un viejillo chismoso que los “echó al agua”. Con desinflado brío, comenta el antaño valeroso montador, — Adelirio Pioja me vio jugar el toro, y le contó todo al dueño. El valiente ciego supo de las nefastas consecuencias de la famosa jugada cuando, próximamente, el vaquero de cuadra se topó con Chico en una acera del pueblo. El vaquero refirió cuánto molestó al patrón, quien, ofendido, después de una larga recriminación sin permitir respuesta a ningún alegato, remató sentencioso, — Usted es un irresponsable, arriesgó el toro sin tener autoridad, ¿qué tal si el animal se quiebra una pata o le pasa algo? ¡Váyase de aquí! No lo quiero ver más rondando mi finca. Y le “cortó el rabo” sin cancelarle nada, ni siquiera recibió el sueldo pendiente. En tal circunstancia, el vaquero requirió a Chico para que solidariamente, ayudara a encontrar otra chamba. Y a fe que el ciego cumplió con solvencia, pues al final el vaquero salió ganando. Tocándose el sombrero sobre la cabeza para acomodarlo, con deleite finaliza, 56


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— Logré colocarlo una temporada donde Fidel Anchía, en Alajuela. Luego lo contrató, ya fijo, en la misma finca, donde pagaban mejor, siete colones por semana. En relación al proverbial atrevimiento de Chico, hay otro pasaje que es vivo ejemplo de tales cualidades; sucedió cuando fue a visitar a un gran amigo en San Rafael de Esparza, don Santiago Zamora. Todo inició cuando éste ordenó a su hijo, — Gerardo, vaya a San Juan de San Ramón y le dice a Rufino Vázquez que venga a limpiar el pozo. Me urge porque el agua sale sucia saturada con sedimento. Era un pozo de doce metros de profundidad. Chico, en uno de esos inexplicables arranques muy característicos en él, impulsado quién sabe por qué resorte interno, pidió que no llamaran a nadie. Los presentes guardaron silencio en estado de confusión general. Chico despejó la incertidumbre haciendo gesto de quitarse el sombrero, al tiempo que lanzó una emotiva oferta, — Yo me meto. — ¿Usted se anima? Preguntó sorprendido don Santiago, — ¡Claro, por supuesto!

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Después de respuesta tan contundente, don Santiago hizo una prolongada pausa que nadie aventuró a interrumpir. Cortando la espesa atmósfera del lugar, Chico remató el ofrecimiento con un juramento de honor, — Me dejo de llamar Chico Chaves si no me meto en ese puta pozo. Terminó de quitarse el blanco sombrero y arremangó las mangas de su camisa de cuadros estampados y, expresó resuelto, — Aquí es volcando y capando. ¡Manos a la obra! Con ayuda y guía de don Santiago aún dudoso, el invidente se aproximó y sentó en el borde del pozo. Tanteó con fuerza la cuerda que colocaron en sus manos y, sin más preámbulos inició el descenso colgado del mecate, y pies desnudos apoyados en las paredes de ladrillo. Llegó al fondo del hoyo sin imaginar la mirada incrédula de los presentes. Cada vez que escuchaban el eco de su voz y jalaba el mecate, subían el balde cargado de agua y lodo. Sin embargo, la labor era dura y por ello, comenta Chico, — No sea tan güevón, la presión allí abajo me estaba asfixiando. Me faltaba el aire. Entonces meneó el mecate y gritó que lo ayudaran a salir. Emergió del oscuro hueco con la piel de los pies arrugada 58


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y pringues de barro en el pantalón; la camisa parecía mojada más por sudor, a juzgar por concentraciones húmedas localizadas debajo de brazos, pecho y espalda. Mientras Chico se acomodó el pelo, preguntó Gerardo, — Y qué, ¿quedó limpio? El animoso visitante percibió un desafío en la interrogación y respondió con relampagueante velocidad mental y picardía, — ¡Por supuesto! El que tenga duda que se meta. Todos liberaron presión con carcajadas y don Santiago invitó a tomarse una cerveza en la cantina del pueblo. Allí no disminuyeron comentarios y entre alardes y carcajadas bromearon sobre la proeza realizada por Chico en el pozo. Un cliente del lugar llamado Toño, había puesto atención y, animado por la algarabía, se acercó a Chico con intención de chotearlo, — ¿Ciego, usted bajó a un pozo? ¡ahora bájeme la jareta! Chico respondió amenazador, alzando la voz, — Mire, no venga con majaderías; en cualquier momento le demuestro a usted y a quien sea, donde quiera, que tengo los güevos bien puestos. Con ese tono presuntuoso y hasta bravucón, provocó manifiesto apoyo de acompañantes y hasta del cantinero, 59


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e hizo que el hombre se ensimismara en un rincón y terminara yéndose despistadamente. Animado concretó, — Ni la cerveza pagó.

Del fresco tomatal al húmedo potrero de bajura “yo no aprendí a bailar, por no echar para atrás”

El capítulo de Sardinal, cuyo poblado es cabecera del distrito Acapulco, Cantón Central de Puntarenas, empezó a escribirse en la vida de Chico, mucho antes de su traslado a esa región del país. Visto en perspectiva, hoy parece sorprendente la decisión de don Crisanto, padre de Chico, de procurarse lejanas posesiones territoriales a más de ciento cincuenta kilómetros al norte, en un sitio de características sociales y laborales tan diferentes a las propias; condiciones más cercanas a la extendida y calurosa provincia de Guanacaste, radicalmente otra región, otro clima. Chico así lo explica, — Mi tata se asustó al ver tanta familia y decidió buscar una solución por otro rumbo. Le compró a Goyo Guido una finca dedicada a ganado vacuno en Sardinal de Puntarenas. Tal hecho sucedió en 1956. Parece cierta la aseveración de Chico, porque poco a poco, hasta de dos en dos, introdujo a los hermanos Chaves Rodríguez en el lejano ambiente. Por supuesto que don Crisanto conservó la 60


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tutela, y siguió administrando las retiradas posesiones desde su hogar con criterio patriarcal y conservador, tomando decisiones sobre la economía con un sistema centralizado verticalmente. Chico continúa narrando este expansivo proceso a través del tiempo. — Luego seguirían otras adquisiciones. Compró una finca de ochenta manzanas en Coyolar, a Chon Durán; y a Gonzalo Palomo “Lillo”, la famosa finca Santa Rosa. En tanto acaecían estas originarias evoluciones en bienes raíces, Chico proseguía su labor febril en La Ribera de Belén. Desde su época adolescente, dedicó tiempo y esfuerzo a la agricultura en café, tomate, caña de azúcar y ganado lechero, actividad herencia de su padre, miembro de una tradicional familia agricultora en el Valle Central. A los diecisiete, inició su actividad agropecuaria comercial independiente, aunque paralela con el trabajo en la finca paterna, cuando compró un torete a don Joel Ramírez, vecino del cercano barrio La Rusia. — Me traje el animal amarrado desde el Barrio La Rusia, que era un solo callejón rodeado de cafetales donde vivía gente muy pobre, al otro lado de la actual autopista General Cañas que va al aeropuerto. Chico arreó el torillo entre casillas levantadas a la sombra de palos de jocote y poró, muy utilizados como postes en 61


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cercas vivas de cafetales circundantes. Las casitas, tan pegadas unas frente a otras, apenas dejaban espacio libre para el paso de una carreta de bueyes. Para el joven invidente todos estos parajes eran sobradamente conocidos por exploraciones practicadas desde tempranas edades, apoyado en su bordón para ciegos, o bien, guiado por congéneres en tempranas correrías de chiquillos. Después de un período aproximado de cuatro meses, compró otro ternero a Emiliano Rodríguez, conocido con el sobrenombre de Ñango, cuya propiedad ubicada en linderos de la plaza de La Ribera, quedaba a medio kilómetro detrás de la casa de los Chaves. En ese tiempo ya la ceguera había avanzado considerablemente; Chico describe su condición así, — Distinguía la luz muy difusamente. Tal vez podía detectar borroso un camino claro lastriado, distante a un par de metros. Este condicionante no detuvo sus actividades; no obstante, para valorar el torete realizó todo un procedimiento fácil de imaginar con la narración; dobló y guardó el bastón en la bolsa atrás del pantalón, y evaluó peso y estado del ternero recorriendo su cuerpo a puro tacto. Una vez cerrado el trato, dispuso el regreso y al paso debajo de un alambre para tender ropa pegó la cara y quedó enganchado por la ceja. Ñango asustado corrió y preguntó, 62


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— ¿Qué te pasó muchacho, te jodiste? Aunque corría un hilo de sangre por el pómulo hasta la barbilla, manoteó en el vacío eludiendo cualquier sentimiento de compasión. Friccionó con el dorso de la mano la herida abierta y exclamó con voz firme y clara, — ¡Esto no es ni mierda! De esa experiencia aún es notoria la cicatriz en la ceja. Luego comentó con absoluta despreocupación, — Después me traje esos novillos para Sardinal. Tal mención fue preámbulo señero en la relación tejida por Chico, antes de plasmar con su aguda voz el último esfuerzo agrícola empresarial consumado en La Ribera de Belén, cuyo desenlace final daría un giro irreversible a su vida. Tal evolución vital se consumó cuando, con interés de sacar provecho a la siembra de hortalizas y legumbres de época, decidió sembrar un tomatal en asocio con su inseparable primo de siempre. La fértil tierra, agradecida y bien trabajada, prohijó una extraordinaria cosecha que ilusionó a los jóvenes agricultores, pero, al salir al mercado chocaron con exceso de oferta. La decepción quedó acreditada en su propia voz, — Era un tomate muy bueno y nos lo compraron apenas a dos colones la caja, cuando estaba para pagarse entre 63


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ocho y nueve. Vi que no tenía razón el cultivo de tomate y me agüevé. El desánimo llegó a tal punto que entregó su parte del tomatal al primo y anunció su traslado a Sardinal de Puntarenas. Juan José interrogó con sorpresa, sobreentendido de las condiciones físicas de su familiar, — ¿Qué vas a hacer allá? — A trabajar ganado en una finca de papá. La respuesta fue categórica y la resolución igual. Arribó a Sardinal con 19 años. Sin embargo, a inicios de la estadía no asimiló el clima caliente y húmedo de esa bajura, a escasos ciento ochenta y cinco metros sobre el nivel del mar, — No comía y pasaba tomando agua. Me sentía enfermo y papá me ordenó que viajara para reponerme en La Ribera. La pasantía en Belén por razones de salud fue corta. Varios hermanos Chaves precedieron a Chico en marcha a trabajar en Sardinal; primero llegaron Adrián y Polaco, despuesito Rigo y el mismo Chico. Luego apareció Hernán. El remanente de familia mantuvo residencia en La Ribera. Reflexiona Chico, — El resto llegaron ayer. 64


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Alude con ironía que a posteriori, todos en la familia consideran ser pioneros en la construcción del eventual legado que, muchísimo tiempo después, repartieron como herencia patrimonial. La mención de construcción del legado patrimonial infiere crecimiento y esfuerzo. No era para menos. La productividad del trabajo familiar marchó en ascendente progreso y, obtuvieron más fincas negociadas mediante compras y cambios. Algunas propiedades las fundieron con otras. Una rápida relación verbal de Chico, permite descubrir una maraña de fundos y personajes propios de Sardinal involucrados en extenso trasiego, — Después de 1964, papá compró a Rafael Villegas finca El Bosque; y El Colocho a don Alfredo Chavarría. Don Armando Conejo nos vendió La Coyota, donde vivo actualmente. Chico bautizó El Colocho con tal nombre porque poseía un enredado pleito legal familiar entre antiguos dueños hasta la adquisición, “todo un colocho legal”. — Luego obtuvo La Cazuela. Compró la finca de Manuel Guerrero, conocido como Lico. Por otro lado adquirió de los herederos de Juan Chacón, Rafael y Enrique, finca La Chacona.

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Y, sin finalizar la lista, desconfiando que la memoria pueda dejar alguna otra por fuera, concluye con una de las fincas de su máximo aprecio, — A los Arias les compramos El Porvenir, contiguo al Bosque, por el lado de Coyolar de Guacimal.

Cartagos en Sardinal “a la mierda el betún, si hay barro”

Sin amigos y distantes a más de un centenar de kilómetros del pueblo natal, en una región de escasísima población que, en el censo del 2000 reportó una densidad de 23,19 habitantes por kilómetro cuadrado, el pulseador Chico y los fajados hermanos rápido concentraron toda energía en arduas faenas agrícolas que tan buenos dividendos produjeron al clan Chaves. Chico recuerda, — Nos llevamos cuatro años únicamente trabajando y de vez en cuando salíamos a alguna pequeña actividad. Todo era trabajar, comer y dormir. Las pruebas asumidas como desafíos para los foráneos labriegos fueron superadas con esfuerzo y valentía en la brega. Para Chico, el reto era mayor y asumió las consecuencias como asunto personal, pues no deseaba la descalificación por su “impedimento” ni mucho menos. 66


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Con categórico señorío elabora una pequeña lista con especie de reses atendidas, — El tipo de ganado que trabajábamos era de carne o doble propósito, leche y carne; vacas indobrasil, jersey, o las overas cruzadas, que eran las antiguas vacas lecheras. Cada día, las labores cotidianas principiaban con el ordeño, todavía oscuro, a las tres y media de la madrugada. Las vacas con cría son muy bravas, embisten y patean con gran facilidad. Manifiesta Chico festivo, — Para empezar, Hernán amarraba y maneaba la vaca, y yo ordeñaba. ¡Nadie me ganaba ordeñando! Una vez cubiertos los tarros llenos de leche listos para entrega, cabalgaba el clan por diversos caminos de tierra hacia fincas propias distribuidas por toda la zona del distrito y un poco más allá. Distribuidos en pequeños grupos para atender diversas labores, un par de jinetes arriaban ganado de una finca a otra para rotar los hatos por pastizales apartados y aprovechar el agua según la estación; también jalaban materiales con yuntas de bueyes, cortaban postes para cercas y levantaban corrales, como curtidos vaqueros. Chico se presenta a sí mismo como uno de esos aguerridos labriegos, — Yo soy un caso, no puedo ser muy lerdo, tengo que saber de todo. Si usted me dice hay que hacer una cerca,

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con los pasos mido y pregunto, a qué distancia quiere echar un poste, cuántos hilos de alambre, tres, cuatro… Una vez compraron una finca de “charralón” y la convirtieron de pasto rápidamente. Chico se exalta cuando conversa de la superación vivida. Él sabe que sorprende con sus conocimientos, — Yo tengo que saber cuánto costaron esas manzanas de tierra, cincuenta o cien, las que sean. Voltear el charral, quemar en el verano, echar semilla de jaragua. Saber cuánto alambre es necesario para cercar una finca de cien manzanas, cuántos peones echar para chapear un potrero, la medida de postes, cuántos y qué madera. Todo. Y en medio de extensas y duras jornadas, también hubo espacio para sufrir y gozar “chiles” que pasaron. En una ocasión andaban detrás de unos terneros; Hernán, por diversión, sintió tentación de montar el primero que amarraron. Con alegría y en medio de gritos, soltaron el ternero que salió brincando como un cabro, atravesó un pequeño tramo y reventó a Hernán contra un tronco donde se rompió una pierna. Aún con desconcierto, Hernán recuerda la reacción inicial de su invidente hermano, que oía bulla y no entendía lo sucedido, — Cuando Chico me oyó chillar del dolor, saltó y también empezó a gritar, como reprendiendo al ternero. En la 68


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confusión, se volvió hacia donde me oía y reclamó vociferando, ¡y vos, no sias pendejo! La herida fue superficial y apenas cicatriz dejó, y el susto pasó a ser una anécdota más. Así fueron aprendiendo diversos secretos del oficio, develando secretos propios de la actividad con ayuda de algunos experimentados finqueros vecinos a quienes consultaban cuando podían y, asimilando mañas de peones empleados. No detenían labores por días feriados, sábados ni domingos. En papel de proveedor, don Crisanto surtía la casa con abarrotes y productos de higiene, y soltaba alguna platilla para gastos personales, muy poca. Hernán, hermano menor cercano a Chico, cuenta y gesticula chasqueando los dedos de las callosas manos, — A veces nos daba dos colones en una semana, otras recibíamos cuatro. Yo llegué a ver un puño de billetes, así míos, ¡uuh!, mucho después, ya casado. Sin confianza con nadie ni dinero para gastar, los huraños meseteños recién llegados, de cuando en vez, percibían rasgos de hostilidad en el rudo ambiente rural de la bajura. Recapacita Chico, pensativo, — No socializaba con nadie en ese tiempo. El modelo más evidente de esa animadversión lo retrata un viejo ganadero vecino, descalzo como casi todo finquero de la zona quien, borracho, enrostraba con 69


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majadería el origen cartago de la familia. Cartago, nombre de la primera capital costarricense, también es apelativo de cierta connotación peyorativa con que naturales de la bajura pacífico norte, aún designan a pobladores del Valle Central. Con muecas remanentes de añeja perplejidad en el rostro, Chico desarrolla el tema, — Abel Fernández era un viejo desgraciado allí, que papá le cayó mal. Tenía la finca que hoy es de Manuel Solís. Diay, la agarró contra papá por nada. No obstante que Don Crisanto exhibía comportamiento clemente y compasivo, muy pacífico, el aldeano lo ofendía e irrespetaba flagrantemente en público, sin ninguna provocación “ni nada”. Chico pone de ejemplo el comportamiento de su padre en el hogar, — Yo nunca vi a mi tata peleando pero ni con mi mamá, nada, era bueno. Con frecuencia Abel Fernández rondadaba borracho por el pueblo y, cuando encontraba a don Crisanto, le agarraba los hombros para socollonearlo. Una vez, estaba don Crisanto sentado en el timón de una carreta en el negocio La Chepa, frente a la plaza, y llegó el agrio viejo y empezó con la insultante cantaleta. Chico imposta la voz recordando, — “Cartagos hijueputas”. Porque cuando llegamos a Sardinal nosotros éramos cartagos. 70


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Repetía la necedad toda vez borracho: “que los cartagos eran unos hijueputas”. Sigue Chico narrando el insufrible cuento, y cambia el tono cansino por uno más vivaz, — Entonces, papá va y le cuenta a Goyo Guido... Este hombre fue el que vendió la primera finca en Sardinal a papá. Goyo Guido llamaba a don Crisanto “Santo”, usaba solo la terminación del nombre. Así como hablaba Goyo, alargando las vocales, Chico imita parafraseando la respuesta, — Hooombré Santo, por qué no me había avisado más antes usté. Váyase usted “alante pa” Sardinal, yo dentro de un rato llego. Don Crisanto obedeció y Chico y sus hermanos aguardaron a distancia campaneando la situación; más atrás iba “Goyito”. Con ironía que de alguna manera previene lo acontecido, Chico realiza ademanes chocando las palmas de sus manos, — En realidad el Goyito era un “Goyón hermoso”, grandote. Don Crisanto se sentó en el timón de carreta y de inmediato salió del negocio La Chepa el majadero Abel Fernández y, empezó la consabida retahíla. Cuando Goyito llegó y escuchó lo deseado, explica Chico con inflexión más enérgica, 71


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— Sacó la cruceta y le pegó un cinchazo con el plano, desde el cuello hasta la punta del culo. Y continúa la anécdota familiar, Chico todavía más exaltado, — Y levantó la cruceta pa dale otro en el suelo, donde estaba amontonado, y el maricón de mi tata se metió y dijo, no no está bueno ya. ¡Tenía que dejalo que le metiera otro!, ¿idiay? Finalmente, entre los vecinos trasladaron a Abel al hospital donde quedó en observación porque no podía moverse. Con expresión suelta, como liberado de un peso de opresión hasta ese momento, el hijo de don Crisanto, con amplia sonrisa reflejada en cada magro músculo del rostro, enfatiza, — ¡Con un cinchazo!, ahora, con el otro lo “viera matao”. Más tarde, Goyo, transmitió su renovada adhesión a don Crisanto, en procura de reforzar la confianza, — Va a ver usté, Santo, con esto ya lo curamos. Y con satisfacción plena reflejada en los ahora plácidos rasgos de su semblante, comenta Chico, — ¡Ahí no más apareció Abel Fernández vendiendo la finca! 72


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Las pilas recolectoras en el yurro de La Chacona “no tiren, que somos zorros del mismo piñal”

En cuanto al prolongado aislamiento de los hermanos Chaves en Sardinal, como siempre, fue Chico quien empezó a romper el hielo. Él siempre disfrutó de hacer amistades y hallaba fácil entablar tertulia con cualquiera. Orgulloso de tan apreciada cualidad, no duda en ostentar, — La gente siempre ha disfrutado tratar con un ciego conversador como yo. Pero yo no hablo solo por hablar. En todo caso, ya no aguantaba el encierro social que sufría y, aprovechó la oportunidad cuando afloró. Tomó la iniciativa entre el grupo familiar y aceptó la invitación de Jorge Mora, nativo del lugar, quien lo guió hasta el predio aislado de un “viejillo” Mauricio, donde vendía chicha de maíz fermentado, — Jorge Mora era peón mío, con quien hice amistad. Me llevó a través de una finca cerca del centro de Sardinal. Allí nos tiramos un poco de chicha y nos vinimos a almorzar. En ese propicio lugar, Chico compartió alegremente con algunos parroquianos; después de eso, ya tomó confianza. Con alarde de ese fino gusto por relacionarse, señala sus avances con inteligencia, 73


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— ¡De repente llueve! Diay, me hice de muchos amigos: Popo, Beto, Macho, Coqui, Aníbal. Un hecho importante en ese dilatado proceso de socialización y liderazgo, fue la aparición de Manuel y Marino González en la vida de los invidentes Chico y Polaco. El papá de esos güilas era un peón de finca muy apreciado por su especialidad para “hacer postes a hacha”. — Tenía gran habilidad para rajar las piezas más duras, madero negro, níspero, guapinol… Un día don Crisanto, en presencia del pequeño hijo del peón, solicitó al progenitor — Deme este carajillo para que se esté en la casa y acompañe a los ciegos. Y así, Manuel se convirtió en empleado como lazarillo, especialmente de Chico, según lo refiere el mismo Manuel, — A los ocho años me fui para la casa de Chico a servir como guía de ellos, fuera a pie o montando. Al inicio me llevaba en ancas o me ponía a llevar la rienda del mismo caballo, luego él ya montaba solo aparte, es decir a la par mía. Más tarde llegó el segundo hermano ligeramente mayor, Marino, quien rápidamente se adaptó al rol requerido. 74


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Con la experiencia trasmitida por su hermanito, llegó a desempeñar con especial claridad su papel. Este hombre, más entrador para platicar que su hermanillo, cavila y repasa en su mente aquellos inicios, — Empecé a trabajar en la finca de don Crisanto Chaves, a partir de los diez años. Llegué aproximadamente en el año mil novecientos sesenta y dos. Rápidamente, Chico impuso respeto en los pequeños. Así permite interpretarlo Marino, al extraer algunas imágenes de su memoria, — Recuerdo que Chico empezó a dirigir todo con autoridad, nosotros éramos sus ojos; apartábamos ganado, ordeñaba, vacunaba, desparasitaba, enyugaba… Todo lo aprendía y actuaba con rapidez. Era muy exigente. Paralelo a esa mejor ambientación, de a poco, el clan cultivó mejores relaciones con ganaderos y finqueros que, cuando los Chaves desembarcaron en Sardinal, ya estaban asentados allí, algunos eran originarios del lugar. Chico nombra una lista con calidez y proyecta sentimientos mezclados de respeto y aprecio, — Rafael Villegas, Amado Conejo, Goyo Guido, Talí Conejo, Quilín Conejo, Oscar “Callo” González, Fidel Corrales, Rafael Porras, Rafael Ángel Rodríguez, Alfredo

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Chavarría y Josefa Gutiérrez “Chepa”, reconocida la matrona fundadora del pueblo. Nadie sabe en qué preciso momento Chico empezó a escalar prolijas y numerosas palmeras criollas para bajar pipas; afición que convirtió en jactancia común en él. Y claro, la fama del ciego que trepaba palmeras como un mono ayudó a incrementar la deseada y valiosa socialización en Sardinal. Hernán recuerda esta cotidianidad con gran calor fraterno, — Casi siempre llegábamos a la casa después del trabajo; Chico acostumbraba quitarse las botas para treparse a un palo de pipa, y nos refrescábamos tomando agua de pipa. Nunca faltaba un voluntario para indicarle el cocotero mejor dotado con fruto. Y él, dando apropiado uso a su ejercitada memoria, dibujó un cambiante croquis mental con ubicación de cada palmera y del avance gradual de su cosecha. Hernán procrea aquellos recuerdos con realismo, — Subía descalzo, ruedos arrollados hasta la pantorrilla, machete y mecate enrollado prensado atrás en la cintura. A veces mecido por fuerte viento a más de veinte metros de alto, con seguridad y soltura enjorquetaba las piernas entre la base de las ramas pegadas al tronco, y utilizando el mecate como en polea, amarraba la base del racimo firme a otra rama, y cortaba el manojo entero; después lo bajaba colgado lentamente hasta el piso. 76


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Con espíritu adulador, Hernán exalta las habilidades realmente extraordinarias de Chico, — A pesar de su ceguera, Chico llegó a dominar la pelada de pipas tan bien que, aún subido en una palmera, era capaz de hacerlo manejando la pipa con una mano y el machete con la otra. El aludido acusa recibo de la referencia, y no solo extiende un comentario explicativo razonado, si no que remata con una comparación usual en él, — Pelar una pipa en el aire es una conexión de mano y cerebro, no se necesita ver. Pero ningún hermano pudo hacerlo como yo. Chico acompañó su decir con movimientos afirmativos de cabeza, y agrega detalles grabados con su alabada facultad memorística, — Usualmente me tomaba la primera agua arriba. Luego nos quedábamos platicando, y escuchábamos el programa “Doña Chona y don Tranquilino” en la radio, antes de irnos a dormir apenas anochecía. En el ínterin de este ajetreo socio laboral, también trabajaban duramente en extraordinarias mejoras de las propiedades, a como podían y permitía don Crisanto, quien, fiel a su naturaleza, reprochaba gastos y montos. Esa actitud austera llevó a diversas situaciones límite que 77


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desembocó en el virtual despunte de un liderazgo imprevisto en absoluto. Chico, junto a sus hermanos, perfeccionó la habilidad para calcular peso y precio de reses, explorando el cuerpo de los animales a puro tacto. Llegó a ser tan preciso que en nadie mejor podían confiar esa tarea. Por la tarde, era rutina apartar terneros y recoger vacas paridas. Temprano en las noches planeaban el trabajo del siguiente día; y cada vez más, consultaban con Chico decisiones en ausencia de don Crisanto; en general el viejo llegaba una vez por semana. Con autoridad nada sorprendente advierte Chico, — Se arreglaron y levantaron nuevas cercas sin coger un solo cinco para madera, con postes cortados de los buenos palos de madero negro, guapinol, ratón, guanacaste, guachipelín, mora, níspero, que abundaban allí en las mismas propiedades. Los hermanos se organizaron y distribuyeron peones en cada predio para quemar maleza y constituir nuevos potreros, donde sembraron pasto jaragua, construyeron nuevos corrales, y echaron más ganado. Chico aventura un rápido cálculo, y aclara que no cuenta los siembros de arroz y maíz, — Llegamos a sobrepasar mil manzanas de terreno solo sembradas de pasto y más de seiscientas cabezas de ganado. Papá llegó a ser rico, ¡pero nunca se dio cuenta! 78


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En camino de lograr esa acumulación de fincas y tierras, ocurrió un hecho que catapultó el liderazgo de Chico, ya insinuado en aquellos confines. Adrián, el hermano mayor en Sardinal, decidió construir una pila para recoger agua de un riachuelo que corría al pie de guarumos y tucuicos, para abastecer de agua el hogar de la familia. Así reseña Chico esa clave referencia en la toma de decisiones, — En la finca La Chacona había un yurro largo, como de cuatrocientos metros, de allí se jalaba para abastecer la casa donde vivíamos. Cuando ya habían armado las formaletas, Calián, como llamaban también a Adrián, tuvo que parar la obra y desbaratarla por orden de don Crisanto, quien, al sacar cuentas, calificó el proyecto como innecesario y costoso. El pragmático ciego comenta e insinúa prematuros signos gestuales de desaprobación, — A mi padre no le pareció la idea, entonces seguimos juntando agua del yurro abierto. El problema consistía en que el ganado entraba a la naciente y despedazaba todo, convirtiendo el área en un gran barrial, y enturbiaba el agua de uso doméstico. Entonces Chico sacó de su cabeza un plan medio picaresco para concretar acciones que todos los hermanos comprendieron de gran necesidad, 79


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— A fines de ese año propuse a mis hermanos: no se metan en nada, yo voy a tratar con papá. Alrededor de diciembre, cuando finalizó el invierno, conversó con su papá la idea de construir una pila muy austera, de manera que la obra utilizase solamente doce sacos de cemento. Era conocimiento de todos que esa cantidad resultaba insuficiente y que, a todas luces, demandaba el doble. El tata revisó el presupuesto de Chico, y, finalmente, dio el visto bueno. Con una fuerte carga de malicia en sus palabras, confiesa, — Mandamos a traer veinticinco sacos y los escondimos donde un vecino. Finalmente construyó la pila y lastrearon los alrededores; la situación estética e higiénica dio un vuelco positivo espectacular. La última prueba llegó cuando el mandamás inspeccionó la obra, — En cuanto la pila estuvo terminada, pedí a mis hermanos que vigilaran y me contaran qué hacía mi papá cuando viera la nueva toma. Pues resulta que el doncito fue y sentó las posaderas en la raíz de un palo, para deleitarse observando cómo las vacas tomaban agua de la pila. Ese fue el acto que su especial hijo necesitó para formalizar la iniciativa que venía amasando entre sus hermanos, como él mismo expresa, 80


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— A partir de ahí tomé el “churuco” para hacer todo y en especial para convencer a mi tata de las cosas necesarias. Al siguiente año Chico levantó una pila igual de grande en otro potrero, y utilizó el mismo método y cantidad de material. Mantuvo todo en absoluto hermetismo entre los hermanos, hasta la fecha. Chico reflexiona y expresa con positivo encanto, — Mi tata nunca se dio cuenta del costo, pero sí rajaba llevando a los amigos para enseñarles las pilas que él había hecho…

Los machineros y el adiestrador de bueyes “yo sé la leche que da ese sapo”

No obstante notorios avances en desempeño con el trabajo en fincas, Chico y Polaco sentían estar medio marginados de las más rudas y peligrosas tareas, obviamente, debido a su dificultad física. Chico era quien sufría más, — Ah, es que yo soy valiente. Aún con mi deficiencia, yo hablo hasta con un muerto. Entonces sucedió algo impensable, que él resumió en una palabra como su “salvación”. A cuatro años de llegados, empezaron la experimentación con cultivos de maíz y 81


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arroz de producción en la zona, y lograron resultados importantes. En esa actividad “los inválidos” encontraron la esperada oportunidad de experimentar equiparadas condiciones con sus hermanos. Con visible emoción y agradecimiento Chico idealiza esa etapa, — Hernán y Adrián me dieron la oportunidad de ser como soy. Al inicio, los jóvenes agricultores prepararon, chapearon y araron el suelo, regaron semilla y echaron abono; cuando segaron las plantas del cereal, cargaron gruesos rollos de espigas “a espalda” hasta el lugar determinado para despegar la granza. A nadie pasó por la mente que los “ciegos” desempeñaran alguna de esas penosas faenas, pues pareció indispensable contar con todos los sentidos, especialmente la vista. Pero dieron con una función que sí encajaba perfecta con su capacidad especial. Hernán, seis años menor que Chico, era más proclive a concederles la deseada oportunidad; Adrián, el mayor, solo asentía. Con sencillez categórica asevera Hernán, — Los “machineros” eran Chico y Polaco. Machineros son quienes desarrollan un duro oficio específico, en etapa después de cortada la mata de arroz. Explica Hernán,

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— Una vez segada la espiga con una hoz, se cargaba al hombro hasta la “machina”, allí se aporreaba el arroz, es la parte final del proceso de siembra y cosecha. Entonces, Chico y Polaco, individualmente, golpeaban y sacudían a dos manos, los rollos de espigas contra el sobre de una mesa con cubierta de madera enrejada, para lograr que la granza así desprendida cayera colada entre la reja. La granza se acumulaba debajo en el toldo extendido, lista para echarla en sacos. Hernán termina de explicar la continuidad del proceso, — Luego de recogida la granza la mandábamos a pilar, o enviábamos el arroz en granza al mercado, según dispusiera papá; solo él manejaba el negocio y decidía los asuntos comerciales. Pero eso no era todo. El cultivo de arroz y maíz brindaría a Chico otra satisfacción en sus enormes deseos de progreso; como repite él, animadamente, — Las personas tienen que ser orgullosas con el cuerpo, luchar para superarse. En ese tiempo, toda faena en el campo rural la desplegaban con energía y herramientas movidas con fuerza animal o humana. Los vehículos motorizados apenas empezaban a entrar, y hachas, sierras, palancas, machetes, poleas, carretas, caballos, bueyes y mulas, surtían de medios para cumplir con todo trabajo agrícola. 83


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De tal manera que los Chaves empezaron a escoger novillos de carácter más aptos y fuertes entre el hato para arar y romper suelos destinados a la agricultura. Con vivacidad y elocuencia el invidente explica el aprovechamiento que dieron a tales quehaceres, — Con el tiempo, aprovechamos esa tarea para adiestrar los animales y convertirlos en yuntas de bueyes. Él personalmente, con la ruda experiencia “de acuantá”, como audaz e improvisado montador de toros en La Ribera de Belén, y su enorme voluntad a toda prueba, encontró nueva ocasión para sentirse útil en aquel agreste entorno de trabajo y sudor. Cuenta Hernán, — Chico era el más valiente de nosotros, por eso siempre guiaba los novillos en el arado, y de esta forma también los amansaba. En la faena de arar con ganado cimarrón son necesarias dos personas. Chico iba adelante con el novillo agarrado por la cachera para dominarlo, puesto que el animal no amansado costaba sostenerlo en la dirección correcta para abrir surco; sus hermanos atrás guiaban la cuchilla sobre el terreno, y vociferaban consabidas palabras a Chico para orientarlo, — Derecha, izquierda, al otro lado, siga, pare. Si el novillo cabeceaba y embestía, y quería salirse del carril, Chico lo dominaba a pulso con los brazos. A veces 84


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el animal levantaba en peso y zarandeaba a su domador, pero él no aflojaba la cabeza del animal por nada en el mundo, con el cuerpo enconchado alrededor de los cuernos. Reflexiona Hernán con expresión pensativa sobre esos hechos, — Todo era muy peligroso. Es increíble, ¿cómo va a poner un ciego a hacer esos trabajos? Para ejemplo de consecuencias con semejantes riegos, Hernán cuenta que una vez, estaban rompiendo tierra para sembrar arroz en finca El Cerro, y utilizaron los usos descritos con el propósito de amansar dos novillos; uno era bayo y el otro blanco. Hernán especifica, — El bayo era hijo de la vaca Pancha, y heredó la bravura de la madre. Un día el novillo bayo embistió a Chico y abrió su ceja en un gran tajo, por cuanto Hernán sugirió, asustado, que fueran a la casa para curarlo. Chico contestó; — Ni mierda, eso no es nada, sigamos trabajando. El ciego puso un pañuelo en la herida para contener la sangre hasta después de la jornada. Con esa actitud, Chico cada vez se hacía más experto en manejo de ganado. Tan es así que hubo yuntas de bueyes que solo él era capaz de manipular, enyugar, dirigir. Con orgullo, Chico exalta y compara sus cualidades probadas, 85


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— En la finca que teníamos en Santa Rosa, se le ocurrió a Hernán, ir él a coger los bueyes, pero el buey cachón nunca se dejó agarrar; finalmente solo a caballo pudieron agarrarlo. El problema no terminó allí, pues permanecía la zozobra a la hora de enyugarlos. Y vuelve Hernán a tomar la palabra para redondear la anécdota y, en ello corrobora el valor y carácter de su hermano, — Tuvimos que recurrir a Chico para enyugar. Solo él lidiaba con el maldito buey. Así, “a güevo”, Chico se fue ganando el respeto de los hermanos, tan importante para él, y cada vez asumía mayores tareas en el trabajo diario, sin emitir queja ni lamentos. No le importó desempeñarse en terrenos inundados y fangosos, inclinados, pedregosos, sueltos, encharralados, donde esperan escondidas alimañas peligrosas como alacranes y serpientes, algunas de las más venenosas. Expresa Chico como chiste, — Allí solo hay dos clases de serpientes, grandes y chiquitillas. También experimentó picaduras de alacrán un par de veces. Sobre síntomas con el veneno de escorpión, refiere, una vez que un bicho le picó, — ¡No sia bárbaro, hasta los güevos se me durmieron! 86


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El portón de corral y el partero del potrero “no arruguen que no hay quien planche”

Pero hubo una actividad con la que se ganó el premio mayor en su ascenso al estrellato en potreros, más bien, este sería en corrales. Fue en labor propia de fincas ganaderas que llaman “apartar ganado”. En esta riesgosa actividad, meten un hato en el corral; allí, con la vacada literalmente acorralada, los vaqueros a cuerpo limpio, escogen cada rumiante para enviarla a diferentes destinos. Hernán clarifica esa riesgosa labor, — Si preñadas, van al potrero de nacimientos, si están en celo, a echarla con el semental, o si es ganado para vender…, para matar…, así, en fin, hay diversidad de propósitos. Cuando escogen “la cabeza” indicada, la arrean por entre las demás hasta el portón de salida, que abren con cuidado para que no escape otra. Los hermanos estaban en ese ajetreo, y a Hernán se le ocurrió mandar a Chico, que tenía dificultad para abrir y cerrar el portón oportunamente, — Párese con el portón abierto y nosotros le indicamos lo que debe hacer. Chico, quien no es lerdo y mucho menos perezoso, no esperó para acatar la solicitud y tomó posición. De cien 95


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cabezas, había que apartar, tal vez cincuenta. Hernán sigue narrando — Le dimos una varilla grande de madroño para que se parara en el portón y nosotros le voceábamos; ¡esa vaca pasa… esa otra no! La varilla larga tenía que ser más alta que Chico. Hernán, revivió esos actos de verdadera osadía, y para ilustrar lo dicho, reprodujo con mímica los movimientos defensivos con el actual bordón metálico de Chico, — Cuando la vaca no debía pasar y cogía para el portón, avisábamos y Chico tenía que agitar la varilla amenazante y pegar brincos, zapatear, silbar, hacer voces y ruidos, lo que fuera para espantar el ganado hasta desviarlo. Al contrario, cuando una vaca pasaba, arriaban el ejemplar hacia la boca de salida y Chico tenía que estar listo y “tirarse a un lado” hacia la ronda del corral. Si el invidente actuaba en sentido equivocado y más bien quedaba frente a la vaca, entonces advertían a grandes voces, — ¡Al otro lado! ¡Quítese! Esta actividad siempre ponía en compromiso su integridad física, ya que, en cualquier momento un animal podía golpear. Mejor que la expresión verbal de Chico, imposible, 96


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— Tenía que estar listo, intuir a partir de los gritos de mis hermanos y brincar como un resorte para hacer el quite. Dentro de accidentes memorables en esa labor, está uno que traza con claridad algunos peligros que cotidianamente corrió. Chico conversa como si fuese lo más común del mundo, — Una novilla se me vino encima, no me pude quitar y saltó sobre mí, metió la mano en la bolsa de la camisa y me botó, me revolcó. Solo tuve un raspón por la tetilla, poco, en el pecho, no resentí nada. La novilla pasó por encima sin consecuencias mayores, o al menos no hay registro de queja, como confiesa el aludido. Pero esto sirvió para que Polaco, el hermano también invidente, diera cuenta que él no poseía la dosis de locura necesaria, y desistió de emular “las hazañas” del hermano apenas un año mayor. Todas estas actividades que ejecutaba Chico con extraordinaria eficiencia, logró el cometido. Por un lado, los hermanos devenidos en atezados vaqueros avanzaron en confianza depositada en el familiar de condiciones tan especiales y, por otro, él cada vez conquistaba más seguridad en sí mismo. Constantemente daba muestras de gustar del trabajo de campo; exigente consigo mismo puso mucha atención para aprender. Otra máxima en frases que constantemente repite el vaquero ciego es, 97


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— A mí la pereza nunca me la presentaron, no la conozco. Con semejante espíritu de lucha, mezcla de arrojo y paciencia, desarrolló una muy especial sensibilidad en tratamiento con diversidad de animales. Para ello desarrolló muchas otras sorprendentes habilidades particulares, sumamente útiles en tan rudas y delicadas labores. Así, llegó a convertirse en especialista para detección temprana y tratamiento de partos bovinos problemáticos. Cuando detectaba una cría atravesada y la madre corría peligro, acomodaba el feto introduciendo manos en el vientre por la vagina. El experto habla con tranquilidad cual médico tocólogo y concluye, — Si el riesgo era mayor, simplemente extraía la criatura. Cuando despertó en él esa aptitud como partero, su padre reaccionó confundido y, tal vez allí asomó una creciente contrariedad familiar que en el futuro cercano creció. Un día, al examinar una vaca pronta a parir, Chico lanzó una atrevida opinión en una clave de voz que, por lo menos, pareció demasiado aventurada a su padre, — Papá, hay que sacarle la cría a esa vaca antes de que se malogre. Don Crisanto, incrédulo ante el audaz diagnóstico ensayado en materia tan delicada, ordenó porfiado, — Démosle tiempo. 98


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Pasó el día y no hubo alumbramiento. En la mañana siguiente, de nuevo en el potrero de partos, don Crisanto vio la necesidad de ceder y pidió al hijo que sacara la cría como sugirió. Chico contestó con total confianza, — Papá, ese ternero ya está muerto. — ¿Pero cómo usted va a asegurar que está muerto? La interrogación era más bien una directa crítica al dictamen; Chico, previa advertencia, tomó posición de partero, — Papá, como usted insiste, voy a demostrar lo que dije. Metió la mano en el vientre de la vaca y examinó con el tacto hasta llegar al hocico y, sin más, exclamó con estupor, — Tiene la lengua afuera, uhh, ¡está muerto desde ayer! Chico acumuló tales conocimientos en escala superlativa. Él califica esas destrezas como experiencias ordinarias, — Son mañas mías. Nadie sabe lo mañoso que es uno por la discapacidad. Una de tan sorprendentes “mañas” en permanente evolución, la utilizó para determinar avances en vacas preñadas, a la hora de separarlas. Acota Hernán,

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— Francisco sabía cuándo las vacas estaban habilitadas o no, nosotros las pasábamos por la manga del corral y él declaraba: esta ya está, la otra no. Hernán hace una pausa y “pica” a Chico para embarcarlo, — ¡Cuente usted! Chico prestó atención a las palabras pronunciadas con grave semblante, de pronto, sus facciones recobraron vivacidad y vitalizó el cuerpo, y corrió las nalgas hasta el borde de la silla. Como si anunciase que exteriorizaba alguna agudeza bien guardada en su fuero, explica con voz apagada, como si revelase un secreto, — Primero yo tanteaba la ubre, si echaban una agüilla por las tetas, estaban recién preñadas. Sorprendentemente afinó ese método para determinar con precisión el avance de gestación en cada hembra. A tal conclusión llegaba con análisis de características y densidad de la secreción en las mamas, — Ya cuando echaba una gomita más pegajosa, tenía cuatro o cinco meses de preñez. El ciclo de gravidez vacuna es de nueve meses, y Chico no erraba,

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— Ah, yo me hice tan práctico que… iban pasando en la manga, ahí echaban ocho o siete en fila. Las probaba “y” iban pa afuera, y venían otras… La combinación de tal entendimiento de la naturaleza animal y su propia temeridad, lo llevaron a excesos que pasaron una grande factura de dolor y sacrificio. Esos dolorosos pasajes sirvieron como exaltación del “carácter viril” a toda prueba, de orgullo por la significancia en la equidad superada con los hermanos, aun cuando ellos disfrutasen de todos los sentidos. Un ejemplo de tantos sucedió de la siguiente manera. Cotidianamente, los hermanos salían a recoger vacas paridas a un potrero en finca El Bosque, y una vez más, los encaró y llamó haraganes, porque ninguno se atrevió a recoger una vaca brava recién parida bautizada La Cocodrila. Salió solo acompañado de un peón carajillo como de diez años, Güicho Mora. Estos jóvenes peones se convertían, como es sabido, en los ojos de Chico; este último explica con gracia y humor, gesticulando con sus pálidas huesudas manos que sobresalen de las mangas largas de su oscura camisa vaquera, — Me bajé del caballo y recogí la cría; la vaca repentinamente me envistió y me levantó de las verijas con todo y ternero. Me tiró así a un bajo y caí sin soltar la cría.

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Por los gritos de Güicho supo que la vaca volvía para envestir otra vez. Él solo acató a enderezarse y atolondrado no sabía dónde lanzarse para escapar del peligro. Entonces el güila se paró frente a la brava hembra, se quitó y sacudió la camisilla y logró hacerle varios quites de torero. Chico revive el hecho emocionado y, como rumiando un agradecimiento en la distancia, sentencia con expresión paternal, — Valiente el hijueputa carajillo. Una coincidencia terminó dándole algún grado de razón al temor de sus hermanos en el desempeño de labores peligrosas, que él tanto les enrostraba. Otro día cualquiera, arrimaron una vaca dentro del corral de ordeño, también muy brava, y ambos, hombre y animal, protagonizaron un acto más espectacular aún. Así lo determinó él, contando dentro del corral indicado, años después, — Me enganchó un cacho en la faja y otro en el sobaco; me levantó en peso y me paseó por todo el corral. La vaca lo agitó en el aire como si fuese un muñeco. Sus hermanos gritaron asustados desde el borde del corral, sin tiempo de intervenir para nada. Por unos segundos que a Chico parecieron más largos, el animal se desplazó sacudiéndolo y golpeando su espalda con la cuna de la cachera, y él no sabe cómo, con desesperación, 102


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— En el aire tantié una regla de la cerca y me aferré a ella. ¡Mi vida dependió de esa milagrosa tabla! Con potencia logró frenarla y la res bajó la cabeza; Chico aprovechó para zafarse y salvó el físico del peligro que corrió, pues, — Temimos que lo fuera a estrellar o prensar contra un palo o algún poste del corral. Hernán cerró así su testimonio presencial de la emergencia, en una conversación posterior. Chico, hablando de pie en el mismo corral, aliviado suspira y reacomoda el sombrero sobre su cabeza. Antes de escalar el actual portón metálico del potrero sin ayuda, para saltar hacia la calle pública, exclamó — A la puta ¡qué susto!

Una finca cargada de chupamiel “oyendo y trabajando con los que saben, algo he aprendido”

Una vez llegó don Crisanto, todo orgulloso, con un par de toretes comprados cerca de la plaza de Sardinal. Chico los examinó y tras una breve conversación, dio su dictamen. Lo cuenta con socarronería,

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— Papá llegó rajando, y le digo: ¡esos toretes no sirven pa nada! Como en los viejos tiempos, don Crisanto volvía una y otra vez donde su esposa, con la sempiterna queja, en busca de apoyo, — Bernarda, qué hacemos con Chico, nada de lo que yo hago sirve. Y Chico contestó, con tono respetuoso pero vehemente, — Papá, usted puede saber de otras cosas, de esto no, yo le he puesto mucho cuidado; tome en cuenta que somos ocho hermanos y, ¿cuál sabe lo que sé yo? Con autosuficiencia y recargadas frases, explica las características a notar a la hora de comprar un toro, por ejemplo, un brahman, o indobrasil. Conversa como si todavía estuviese frente al padre, y antepone una advertencia de partida, — Estamos hablando de toros buenos. Como recitando una retahíla de sobra conocida, detalla con locuacidad y acompaña con ademanes sobrios, como si intentara palpar con sus manos el animal que describe, — Tiene que ser cortico de miadero, si es muy largo, corre el peligro que se dañe muy pronto porque pega en el suelo; los güevos, ni muy largos ni muy cortos. 104


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Sentado en una banca de madera, inclina la cabeza hacia el lado derecho, probablemente, imaginando con vivacidad el animal que describe. Continúa, — Recto de patas, que sea bien postudo, bien ancho atrás, recto de lomo, goludo; si es bueno de raza, digamos indobrasil, que sea orejón. Cambió el perfil de su rostro hacia el vacío, como pensando algo. Y, de repente, con un parco gesto de cabeza, retoma el hilo de la conversación para aclarar, — Todo eso lo voy tocando. Y también voy preguntando… Él mismo detalla que usualmente valoraba ganado en compañía de alguien de su entorno, alguno de confianza. Tal vez un hermano, o un peón, no era necesario que supiese mucho de animales. Sigue describiendo lo que esperaba oír de aquel eventual acompañante, — Es necesario que tenga cascos negros, ojos negros, cola negra. Eso es importante, un dato de los mejores. Hace una pausa, como tomando impulso, y concluye su experta disertación, explicando la antítesis — Porque, si tiene cascos amarillos, nariz amarilla, cola amarilla, ¡no!; sobre todo para vender animales pa cría, y si es de raza que sea pelotudo de giba y recto de lomo.

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Y en el tono recargado con que repetía las características, retomó en el recuerdo la conversación con su progenitor sobre la compra de los dos toretes y, remacha, — Y papá no sabía nada de eso… El desarrollo de esas aptitudes que, obvio, requirieron de gran sensibilidad y atención, las extendió hasta lo indecible. Ya Chico metía la cuchara, prácticamente, en todo. Su liderazgo era indiscutible. Él se solaza al reconocerlo, — Tenía más maña que caballo tuerto. Para demostrar esos avances recordó otra anécdota muy ilustrativa. Resulta que su papá decidió comprar otra finca ubicada en Portón de Abangares. El propietario vendedor era dueño del gran almacén “Las Tres Américas”, famoso en Heredia, y los llevó en su auto particular a ver la propiedad. Desde que iniciaron la exploración del terreno, Chico reparó en una conocida mala hierba, — A cada paso que uno daba, hasta que sonaban las botas donde pegaba la “chupamiel”. La tal chupamiel es un tipo de maleza fuertísima, muy resistente, que profundiza sus raíces hasta metro y medio. Es tan difícil de erradicar, que aún en terreno revolcado con tractor, “que sale carísimo”, retoña en “manchas” vertiginosas por todo el campo. Señalando 106


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hacia el norte dentro de su casa en Sardinal, refuerza su criterio, — Hasta hace cuatro años había un poco de chupamiel en esa finca allá arriba, donde está la casa de Hernán; sí, pero eso es terrible… eso no sirve pa nada, allí no se puede hacer nada. Por eso, en cuanto sintió esos primeros indicios de presencia de la plaga, aplicó un riguroso examen improvisado. Con su particularísimo estilo de mostrar falsa modestia, asevera, — Papá sabía poco de fincas, yo sabía menos, pero yo había logrado acumular mucha experiencia. El señor propietario iba delante. Chico, en permanente contacto con el hombro del papá para guiarse, se inclinaba sistemáticamente cada cierta cantidad de pasos para tocar la vegetación y confirmó sospechas. A poco de andar, tal vez una media hora, cuestionó con su acostumbrado imperio, — Papá, ¿todo lo que usted alcanza a ver en esta finca tiene este monte? Don Crisanto tomó un respiro, oteó en el horizonte y exclamó, — ¡Afirmativamente! 107


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— Papá, vámonos. Cuando resonó esta expresión, intervino el vendedor, que hasta el momento había mostrado deferencia a Chico; al advertir que peligraba la virtual venta, cambió de modales. Dirigiéndose a Chico lo interpeló con chabacanería, — Qué, ¿está cansado, pendejo? — No señor. Esta finca… ni regalada se puede aceptar. Está hasta la mierda de chupamiel. Respondió Chico valiente y frontal. El señor volvió hacia a don Crisanto, en vano intento por descalificar a quien lo desafió sin intimidarse, — ¿Usted le hace caso…? ¡a un ciego! Con inhibición y timidez, respondió el padre, — Diay, este hombre sabe mucho. En eso, de nuevo irrumpió Chico en la conversación, para pronunciar con firmeza, — Cuando yo digo que la mula es negra, es porque traigo los pelos en la mano. Sobra decir que no cerraron el trato de compra ni mucho menos y, para volver a casa, lo hicieron por sus propios 108


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medios. Chico referencia la circunstancia para que se diera la situación, — El finquero, enojado, nos dejó botados. El empresario notoriamente incómodo, inventó excusas para comportarse con grosería inconcebible. Viendo su reloj de pulsera se excusó con indiferencia, — Tengo cosas qué hacer aquí, y no sé a qué hora salgo. Don Crisanto compungido se lamentó, — ¡Qué tirada! Y respondió Chico contumaz, con su original espíritu rebelde, — Cuál tirada, jale. Algún carro nos junta. A pie, preguntando a algunos transeúntes, alcanzaron llegar a una parada de bus. Allí esperaron para tomar el transporte público y, viajaron de vuelta al hogar con la satisfacción reflejada en la expresión de Chico, — Nos hubiéramos embarcado muy feo. Así concluyó la anécdota el “bandido” ciego, echándose para atrás hasta alcanzar el respaldar de su mecedora de metal.

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Conflicto, tensión y sabotaje “no se puede estar mal con nadie, pero hay que defenderse”

Las discrepancias con su padre empezaron a saltar a escena sobre diversos tópicos, principalmente de trabajo. Todo fue reflejo de la sorda tensión interna que crecía entre miembros de la familia agro productora. Muchas circunstancias cambiaron con el tiempo y, acaso don Crisanto no interpretó con acierto los nuevos aires que soplaban. Él era una persona mayor muy conservadora que percibió como exitoso el sistema de vida familiar conducido en la distancia desde su pueblo original. Pero, aquellos colonos meseteños llegados a Sardinal en la década del cincuenta, cobraron conciencia de sus particulares fuerzas como individuos adultos y estaban a punto de romper el cascarón. Una vez superado el cerco de aislamiento y paulatinamente mejor integrados con el entorno, socializaban y comerciaban con los vecinos en natural y creciente fluidez. Chico, en particular, estaba consciente del crecimiento de su baúl de “mañas” que permitieron rebasar con frecuencia viejos conceptos y prácticas. Los lamentos de su padre frente a toda la familia se pueden resumir en una idea, — No importa qué haga, siempre quedo mal con Francisco. Algunas de esas tensiones encontraron expresión hasta en pequeñas discusiones de tipo administrativo; en el 110


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fondo, era un suave y progresivo forcejeo por liderazgo empresarial. Ejemplo revelador de tales discrepancias es posible encontrar a propósito de un sembradío de arroz, donde Chico confrontó una manera habitual de abordar obstáculos. Así explica, — Una vez teníamos cuatro manzanas de arroz a punto de cosecha y contraté siete peones para hacer el trabajo, pero llegaron solo dos. Chico lamentó con amargura la impuntualidad del personal y, renegó con frustración por la difícil y perentoria necesidad de proveer sustitutos, dada la escasa población en esa región. Entonces don Crisanto recomendó con parsimonia, — No se preocupe, así hay que pagar menos jornales. En la fresca lógica de Chico parecía irracional tanta pasividad. El hijo estuvo a punto de perder la paciencia y clamó al cielo su impotencia, — Lo que papá no comprende es que se va a perder el arroz. Las evidentes tensiones acumuladas en la relación generacional fomentaron un conato de crisis que estalló a propósito de la colisión entre dos planes independientes para adquisición de tierras. Un plan correspondía a deseos de tres hermanos, Chico, Polaco y Adrián, para la obtención y desarrollo autónomo de finca 111


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El Cerro, fuera del control paterno y, simultáneamente, don Crisanto no solo compró finca La Cazuela si no que comunicó su disposición de, negociar otra propiedad llamada Los Rastrojos. Así, los hermanos enfrentaron una disyuntiva, o reservaban algún tiempo y esfuerzo para enfoque de sus intereses particulares, o dedicaban todo empeño a satisfacer la creciente necesidad de brazos y atención en iniciativas de don Crisanto. Entonces vino la rebelión y fue cuando Chico se colocó al frente de las demandas. El día señalado para plantear el conflicto de intereses no salieron a trabajar y esperaron al padre en casa. Cuando este llegó a media mañana, manifestó extrañeza de ver a todos allí, pero rápido estuvo informado de “por dónde iba la procesión”. El viejo quedó pasmado cuando Chico contrarió directamente su plan de adquirir Los Rastrojos, — Recomiendo que no compre esa finca. ¿Quién la va a atender? Estamos cansados de tanto trabajo. Don Crisanto nunca escuchó quejas de estos muchachos motivadas en pesadas cargas echadas en sus hombros durante tanto tiempo. Y menos por parte de Chico, un valiente trabajador sin tacha. Entonces el padre retó a los hijos, — ¿Cómo que cansados? Ustedes nunca han sido vagos… ni yo les he enseñado eso. 112


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Aunque ese no era el fondo de la discusión, el ahora líder beligerante defendió cada punto con argumentos sólidos y directos, — Aquí se trabaja como un animal la semana completa, sin días feriados ni descanso. Así hemos vivido años… El padre no terminaba de afianzarse en la conversación y parecía atribulado. Él pensaba que su única pretensión consistía en aumentar el patrimonio familiar, seguir adquiriendo fincas para producción y, procurar acumulación de mayores recursos para financiamiento y obtención de más terreno y ganado, producir más caña, arroz y maíz. Él preguntaba, — ¿Qué hay de malo en eso? Ese círculo sin fin obedecía a su antiguo y triunfante sistema, que obvio, deparó gran crecimiento en el pasado. Chico acertó a razonar el punto clave, — Papá, nosotros necesitamos tiempo para dedicarnos a otros asuntos. — Pero si aquí no hay desperdicio, todo esfuerzo va para mejora y bienestar de la familia. No les falta nada. Don Crisanto radicalizó su posición y cuestionó si ya no querían sudar. Chico siempre habló en nombre de sus hermanos, y atinó a decir suave, como forzando la comprensión del padre, 113


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— Claro que sí queremos trabajar, papá… pero como la gente. Queremos disponer una parte del tiempo para atender asuntos particulares, como personas independientes. Sin abandonarlo a usted ni dejar tirado el trabajo familiar. No hay duda que don Crisanto estaba frente a un duro y tenaz negociante. Además, era evidente el consenso con sus hermanos presentes, quienes seguían la conversación cabizbajos en atento silencio. Ninguno se atrevía a contrariar frontalmente al viejo. Como diría Chico, — Mis hermanos se atenían al dicho, el que calla otorga. No quedó más al patriarca que aceptar algunas concesiones. Mantuvo su estilo tutelar y centralizado en manejo de la hacienda familiar, pero los hijos, y Chico en particular, habían clavado avanzadas banderas en terrenos para su futuro proceso de emancipación. Explica Chico con ese aire de satisfacción tan conocido cuando se da el tupé de proyectarse valiente, orgulloso, — Los tres hermanos quedamos en libertad para dedicarnos a negocios independientes en finca El Cerro. Eso le servía a todos. Superado este impase, un nuevo conflicto exhibiría la personalidad de Chico. Todavía en esa época, para vender en la plaza del Valle Central, se arriaba el ganado hasta Barranca por vía pública desde Sardinal. Rodeados 114


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de jinetes, cientos de cabezas de ganado recorrían el camino Sardinal a Rancho Grande, para allí tomar la “Interamericana” hasta Barranca de Puntarenas; en total unos veinte kilómetros, donde fletaban el ganado en tren hasta la subasta y matadero Montecillos en Alajuela. Un acontecimiento llegaría a revolucionar esas pesadas antiguas prácticas de arreo. Mientras despliega el recuerdo, Chico se estremece en el asiento y ejecuta un aislado movimiento afirmativo de cabeza. El lenguaje corporal avisa la presencia de dato importante en el universo de su relato, y continúa con una afirmación fundamental, — Quilín Conejo compró un camión ganadero. El patriarca de los Conejo, familia finquera bien asentada en esta región, era dueño de absoluto respeto y valoración social. Con la adquisición del novel medio de transporte, Quilín se convirtió en el transportista de Sardinal por excelencia. Fue un perfecto y productivo negocio complementario en aquella zona extensivamente ganadera. Con menos riesgos y menor inversión de tiempo en traslados, cayó el índice de un importante renglón en costos de producción para los ganaderos. El progreso motorizado llegó para permanecer y se echó a rodar por caminos y veredas de la circunscripción de Sardinal y alrededores. Chico habla sin pausas,

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— Todo transcurría normal, hasta que papá, carboneado por mí, también compró un camión ganadero. Esta adquisición provocó incomodidad y celos entre algunos vecinos de Sardinal. Uno de los más incómodos fue Quilín Conejo, quien, lógicamente, comprendió amenazados sus intereses. La fricción competitiva calentó y forjó leves resentimientos personales que perduraron en el tiempo, principalmente, con referencia a Chico. Antes de ese problema, estos hombres se trataban como hermanos. Chico con llaneza refuerza lo dicho, — Una vez le presté siete millones sin pagaré. Éramos amigos verdaderos. Quilín se enojó por esa competencia empresarial inesperada. Chico habla con intensidad, pero hace una pausa para enfatizar la siguiente frase, — Bravo, pero bravo de verdad. Muchísimo tiempo después, Quilín trató de restablecer la relación, pero el incómodo invidente no aceptó, resentido por las habladurías que circularon en el pueblo. Semejante actitud se ha ilustrado como característica de su personalidad, Chico no olvida con facilidad los agravios y, aquí utiliza una expresión paradójica para patentizar su sentir, — Que vaya a comer mierda ese hijueputa. Claro, yo no puedo hablar nada malo de él, Dios guarde. 116


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En todo caso, este duro sentimiento no degeneró ni tuvo la mínima secuela entre demás miembros de las dos estirpes. El hecho de que los clanes familiares mantuvieron buenas relaciones que se vieron fortalecidas en futuro cercano, aún con el mismo Chico, lo demuestra esta contrastante relación de hechos que elabora así, — El dueño de los negocios Cuenca establecidos allí sobre la Interamericana es hijo de Quilín, y una vez llevé invitados de Heredia y no solo dejé una cuenta de cuarenta y tres mil pesos en el restaurante, sino que me prestó trescientos mil más, porque no llevaba plata. Lo que yo necesite, si él lo tiene… es lo máximo. Igual soy yo. No obstante, retomando el tema del camión para transporte de don Crisanto, su aparición planteó otra situación complicada, que retó el espíritu resoluto de Chico, porque como dice un peón suyo, — Para él no hay problemas, solo soluciones. En esos tiempos de inicio del transporte motorizado de ganado por los parajes de Sardinal, había un tramo de camino que en invierno se encharcaba y permanecía convertido en un fastidioso barreal que obstaculizaba el paso. El problema lo provocó la disposición de un higuerón y un laurel negro, cuyo frondoso follaje unido formaba un amplio y cerrado arco de penumbra perenne sobre el camino. Chico detalla con nitidez el grado de dificultad, 117


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– Ni el sol de verano rayaba en ese espacio, donde aún en época seca seguían pegándose los pesados camiones. Por esas coincidencias de la vida, esa pega estaba ubicada exactamente antes de la propiedad de Quilín Conejo, y el pesado fangal no afectaba tan frecuentemente su transporte como sucedía con la carga de los Chaves. Chico tomó la iniciativa y fue a platicar con el propietario del terreno junto a los palos con la idea de cortarlos. La razón de tal iniciativa de conversación se explica con el siguiente argumento detallado por el emprendedor ciego, — Como estaban sembrados sobre la orilla de la calle pública, parte del tronco y ramas se extendían dentro su propiedad. Inesperadamente, el propietario, un señor José Alberto Pacheco, se opuso y respondió categórico, — Yo soy conservacionista y no permitiré la tala de esos árboles. Su rotunda y cortante negativa no dejó opción para la exploración de otra alternativa o negociación más. Ante el acertijo que le planteó la negativa de Pacheco, Chico musita rascándose la cabeza bajo el sombrero, — Volví a casa haciendo números para hallar una salida al problema. 118


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Obviamente, la respuesta obtenida del vecino supuesto proteccionista de la naturaleza no fue definitiva para él. Además, según su razonamiento, aquella situación era un obstáculo para el progreso económico de la zona. Entonces optó por un procedimiento alternativo nada convencional, — Alisté dos pichingas de diesel, llamé a un muchachillo que vivía con nosotros y le dije: Marino, ¿vas conmigo a la una de la mañana a Sardinal? Como era de esperar el muchacho asintió sin objeción y se encontraron a la hora indicada. Las dos siluetas recorrieron el kilómetro y medio que los separaba del lugar en absoluto silencio, cargando las dos pichingas de diesel protegidos bajo el manto negro de la noche. El invidente se movía con agilidad y forzaba el paso de su acompañante en la oscuridad. Taimado y hasta presuntuoso por la audacia, describe su accionar, — Cuando llegamos al sitio simulé descansar agachado en la raíz de los palos y derramé una pichinga de diesel en cada uno. Unas cuantas semanas después, don Crisanto pidió que lo fueran a topar al bus en Rancho Grande, a la entrada de Sardinal. Cuando pasaron frente a los árboles marchitos, el padre gratamente sorprendido hizo un comentario dirigido a su hijo, 119


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— Ve Chico, ¡qué grande es la voluntad de Dios!, se están cayendo las hojas de los palos. No hay por qué pelear con los vecinos. Con picardía, el hijo masculló de manera imperceptible, — La voluntad de Chico Chaves será… Al tiempo terminaron de secar los árboles y se solucionó ese problema vial para siempre, y la dificultad superada solo persiste en la memoria de Chico para contarla como una audaz anécdota de la más pura acción, algo común en su existencia.

Patadas y mordiscos de mula grande “lo pando busca lo torcido”

A través de toda la experiencia relatada de Chico, es posible valorar una cultivada facultad para relacionarse con rudos y broncos animales de campo. Nunca dejó de sufrir accidentes laborales, algunos un poco más graves, pero eso no lo inhibió para retomar confianza con diversos animales chúcaros, todo lo contrario, esa llegó a ser su especialidad; obviamente, las libertades dispensadas por tales animales eran no extensivas para nadie más y, abundaron muestras dolorosas de esa intolerancia. Un sorprendente caso es la famosa mula que una venturosa mañana ofrecieron en venta a don Crisanto. Era una bestia mañosa y arisca, muy difícil de 120


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ensillar y montar porque “mordía y pateaba”. Con semejantes características don Crisanto no mostró inclinación para su adquisición, pero, “conociendo la tusa con que se rasca”, mandó a los vendedores donde su hijo. Efectivamente, Chico se interesó muchísimo por varias razones iniciales, y él analiza en retrospectiva, — Estaba barata, era joven y grandota, la más alta que jamás conocí. Medía unas sesenta pulgadas hasta la cruz. Desde un inicio, no obstante serias advertencias de los oferentes, Chico se aproximó lentamente hacia el animal, con expresiva serenidad en el rostro y el brazo extendido, hasta hacer contacto físico con el cuello del animal. Increíblemente, palpó la bestia en extenso con suavidad y la mula apenas mostró cierta inquietud, pero eso le bastó al invidente para, al final, decidir comprarla. De ahí en adelante, Chico aparece en muchas historias importantes montado sobre la famosa mula. Marino, frecuente lazarillo en esta etapa de Sardinal en la vida de Chico, da fe de la acertada descripción del agrio animal, — Una mula terca y orejona, nadie la podía tocar, solo él la ensillaba. Tan chúcara, que fue difícil encontrar herrador que arriesgase a tratar cualquier afectación o padecimiento; solo Chico la atendía. Pero él gozaba de nombradía por ser muy meticuloso, con animales en particular y, 121


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ordenado para el trabajo en general. El amo de la bestia reflexiona con espíritu impenitente y ciertamente nostálgico, — Era peligrosa, y yo me le acercaba y la tanteaba hasta por detrás, diay, a veces la dejaba amarrada y no sabía en qué orientación iba a encontrarla cuando volvía. Manuel, el otro lazarillo hermano menor de Marino, advierte dificultades pasadas con la mal amansada mula, y trae a colación un caso señero, — Una vez tuvimos que ir hasta Cuatro Cruces de Miramar para conseguir a alguien que se atreviera a herrarla. En el ajetreo cotidiano del campesino, para cumplir cualquier diligencia rápida, los trabajadores se prestan la monta entre sí; cualquier compañero podría tomar la bestia más a mano. Pues, en este caso, todos fallaron con la afamada mula porque nunca se dejó sujetar por ningún otro. Algunos insistieron e intentaron imitar a Chico, pero fracasaron sin reparo. Uno de ellos fue Rigo, el varón más pequeño entre los hermanos, aunque sería quien llegó más lejos. Tenía que traer una pesada carga de artículos desde el centro de Sardinal y tomó prestada la mula, para recorrer ida y vuelta unos cuantos kilómetros. Chico rememora, sonríe con facilidad rufianesca y distiende levemente las facciones, 122


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— Logró treparse al lomo en la manga del corral, pero ya de vuelta, no pudo montarla. ¡Tuvo que traérsela arriada a pata, y con la carga al hombro! El experimentado caballista invidente explotó en su mula una especial cualidad muy útil para sí. Esa provechosa virtud fue la capacidad para memorizar los más diversos y usuales rumbos que su jinete acostumbraba tomar entre variados puntos de trabajo y domicilio. Tal cualidad, especialmente en cuando a retornar a casa desde cualquier lugar, llegó a jugar un papel fundamental en sus desplazamientos porque se complementó con la memoria diestra de Chico. Él era capaz de recordar y fijar referentes de todo tipo, a manera de irregularidades y obstáculos de calles y potreros, ubicación de estructuras levantadas en el camino, sensaciones como corrientes de viento en determinadas ubicaciones, olores de boñiga, sonidos de ríos y zanjas de desagüe, el canto de sapos y grillos, ramas, nudos y accidentes en troncos de árbol, son parte de las “mañas” que llegaron a jugar un rol determinante en su orientación espacial y traslado físico como invidente. Hernán, siempre presente en escenarios donde desarrolla la vida Chico, cuenta con vivacidad, — En otra oportunidad íbamos a caballo, y Chico en la mula, para donde el mecánico Filemón Méndez, a quien apodaban “El Renco”, a pedir asesoramiento para solucionar un problema con una máquina. 123


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Cuando los hermanos iban bajando el cerro Las Brisas, propiedad de Lico Madrigal, notaron que la empresa eléctrica medio enterró unos tubos de aproximadas treinta y cinco pulgadas de diámetro, a un lado del camino por la planta hidroeléctrica Guacimal, en Río Surtubal. Hernán intentó pasar a caballo por encima de ellos pero no pudo, porque la monta trastabilló y saltó a trote sobre la calzada que corría paralela. Chico lo retó, — Apostemos a que yo sí paso con mi mula. Arrió la mula y caminó hasta ciento cincuenta metros sobre los tubos, sin sufrir el más mínimo contratiempo. De ahí en adelante, cuando volvían a pasar por ese sector, la mula siguió subiéndose por los tubos tercamente. Chico termina aseverando con una graciosa agitación de su cabeza, — Ya no hubo manera de guiarla por el camino de tierra. No obstante sus dotes de domador y buen jinete, esta compañera de trabajo lo hizo sufrir en diferentes ocasiones, como es natural en tales actividades, y lo patenta con esta expresión aquí, cuando la mula detuvo el paso abruptamente entre un barreal y un pedregal en La Cazuela y, lo vació por encima de la cabeza, — Caí de la mula y me fracturé una costilla. Me tuvo jodido varios días, pero no me paralizó porque yo era como de hule. Me levantaba y seguía como si nada. 124


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El Nochebuena y la garganta del boyero “es mejor deber plata que deber favores”

Sobre esa suprema sensibilidad desarrollada por Chico para constituir relaciones especiales con animales peligrosos, hay múltiples anécdotas que lo acreditan. Buena parte de ellas, obvio, tienen relación con manejo de ganado bravo, y alterna peligros entre chistes y serios accidentes, estos últimos nunca demasiado graves. Hay un semental que él trae a flor de labios como un viejo amor cuyo recuerdo e inspiración, cual delicioso perfume, aun deleitase sus sentidos, — El Nochebuena era un toro muy bueno. Si ahora fuera a comprar un toro como ese, valdría dos millones de pesos. Era un brahman. Él mostró su preferencia por el animal desde que personalmente lo escogió y la familia adquirió en Hacienda Sol y Mar de Óscar “Coca” Pacheco, en Colorado de Abangares. Con obvia nostalgia comenta, — Me acostumbré tanto al toro y él a mí… El entusiasmo por el semental hizo que construyera una exclusiva cuadra de tres por tres metros, que conservó siempre bien arreglada y pintadita; la concibió con un espacio exclusivo para alimento y mantenía el piso cubierto de aserrín; “con toda la pata”. Y sermonea presuntuoso, 125


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— Ninguno de mis hermanos cortó una carga de pasto pa ese toro; yo era el que lo tenía así. Personalmente lo bañaba y cepillaba; lo mantuvo bien alimentado con el mejor suplemento de concentrado; atento prevenía picaduras de garrapatas y tórsalos con la aplicación de insecticida “torsafín”. Chico gesticula y proyecta sus elucubraciones con nostálgicos matices placenteros, — Yo me metía a limpiar las boñigas, buscaba así, con la mano, las pelotas de estiércol sobre el aserrín; les arrimaba la pala y las sacaba del cobertizo. Según él, flojera para atender esas labores nunca padeció. Al final de cada día dedicaba tiempo extra al toro. El motivo de tales cuidados fue la obvia calidad de padrote, que llegó a mejorar notablemente el hato familiar, — Lo disponía a padrear quince días y luego entraba a chineo en la cuadra una semana. Chico y el toro se acostumbraron tanto uno con otro que, a pesar de la bravura del astado, el invidente se confinaba con él en el encierro, sin ningún temor, — El toro bufaba y me rayaba la espalda con la punta de los cachos, pero hasta ahí llegaba.

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Avanzó tan lejos ese reconocimiento mutuo, que en cuanto el Nochebuena detectaba la presencia de Chico en el potrero, el animal se aproximaba solo. — Eso sí, cuando alguno de mis hermanos o un extraño se acercaba a la cuadra, se agitaba y golpeaba con fuerza las paredes del encierro, bufaba y rascaba el piso; ¡se ponía como los diablos! Con alarde y socarronería, levanta la voz para exaltar la eterna comparación y competencia en referencia con sus seres afectuosos, — A mis hermanos, hasta les ofrecí plata para que se animaran a meterse… Y alardea continuo nombrando detalles, cualidades y propiedades del buen toro brahman, para afirmar que todas las poseía el recordado semental. Para acreditar más sus conocimientos personales en el tema, relata cómo ha sido valorado por personas muy conocedoras, — A mí me llaman lo viejos, así, que son maicerones, y me dicen, vamos a tal parte a escoger un toro. Chico tuerce levemente la cabeza hacia abajo y la penumbra proyectada del sombrero oculta sus facciones; con inmodestia reseña que les objetaba, — Pero yo no sé nada. 127


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— No, coma mierda, ¡vamos! Y el resultado siempre terminaba por ratificar y acrecentar su fama de gran conocedor, juzgando con propiedad, una vez y otra, — Si un toro sirve, si es bueno para cría o, lo contrario. Existe un rasgo todavía insuficientemente explorado entre las aptitudes vaqueras de Chico. Se trata de su cualidad como boyero. Aunque no es novedad mencionar peligros relacionados con manejo de animales, en el caso de bueyes, cuya fuerza y dimensión física es desmesurada, merece todo un aparte. Así recapitula tales riesgos un peón de apellido Angulo, — Recuerdo los bueyes grandes cachones que solo Chico trabajaba, eran bueyes muy bravos. Güicho, otro peón de trayectoria, asevera en su testimonio de excepción las habilidades sorprendentes del ciego boyero, — Chico enyugaba, desenyugaba y hacía de todo con los bueyes; amansaba, entrenaba, les pegaba carreta o cureña, los azuzaba y guiaba hasta sin necesidad de chucear. Al compartir con Chico, algunas veces uno puede proyectar e imaginar sus voces graves y, con alguna frecuencia captar palabras gruesas, todas de uso diario 128


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en un boyero. Es necesario el dominio de semejante código, sea modos y lenguaje de carretonero, para obtener obediencia y reacción de esos grandes animalotes, jalando pesadas cargas por lodosos y arenosos pasos entre pedregosas paredes de ríos y quebradas, — Yii, guii, buey. ¡Jesa! ¡Esa!, ooh ooh. Dentro de un cuerpo físico de fina estampa, como este boyero de especiales condicionamientos, es casi inconcebible adivinar la capacidad de semejante garganta para soltar interjecciones y ruidos suficientes para fustigar una yunta; no obstante permanecen aquí registradas en boca de sus permanentes colaboradores, referencias indiscutibles de tales cualidades. Una vez que sacaban una carga de maíz en carreta, narra Marino, — Y los bueyes se pegaron en un cuestón. ¡Chico les rajó un grito y los bueyes salieron mansiticos! En otra ocasión, en medio invierno con ríos crecidos, sacaron de El Bosque una enorme tuca de guanacaste con una cureña pegada a dos buenos bueyes. Cuenta Manuel que junto a Marino, acompañaron a Chico a responder “como hombres” el rudo reto. Por ubicación del lugar de extracción, hubo que maniobrar mucho para superar agrestes irregularidades de terreno y evadir una variedad de árboles de caoba, jiñocuabe, madero negro y palmeras de coyol que circundaban; acota Marino, 129


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— Con grandes costos y mucha maña, la cargamos. Chico movió, pegó la cureña una y otra vez para acomodarla, hasta que nos vinimos con la tuca a rastras. Ya sobre el camino público, estaban “sudando la gota gorda” cuando los alcanzó el vecino José Leitón, que, desde su caballo blanco subido en un montículo encharralado en la orilla, les preguntó con suficiencia de avezado finquero, — Oiga, ¿quién amarró esa tuca? — Chico la cargó. Replicó Marino. El hombre balbuceó razones para expresar que estaba erróneamente cargada. Se levantó el ala del sombrero y echó una mirada adelante del camino, y midió a pura vista, en la distancia, cómo tenían que atravesar el riachuelo con abundante agua antes de subir un trecho empinado y jabonoso. El finquero vaticinó, — No sube la cuesta. La pieza está muy atrás. Sin decir más se despidió y espantó la bestia a veloz trote por los recovecos del camino. Chico, que conservó silencio mientras sucedía la plática, sacó sus propias conclusiones. Con picardía e ínfulas de suficiencia comenta, — Yo salí malo de otra cosa, pero del cerebro estoy muy bien. 130


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Chico “se pellizcó” con lo escuchado a Leitón y, por orgullo, esperó un poquito hasta que el finquero se perdió de vista. En seguida, advierte, — José Leitón creía que como era más nuevillo y ciego, era maje. Pues lo que dijo no lo oyó ningún tonto. Despegó la tuca de la cureña y manejó los pesados bueyes hasta acomodar la yunta como indicó el finquero. Imita como si limpiara el sudor de su frente con la mano al rememorar, — Viera qué costo pa levantar el timón, no se imagina. A como pude, con la ayuda de Marino y Manuel, que eran unos güilillas… lo logré. En la última maniobra arrimó la yunta con delicadeza y la punta de la tuca pudo amarrarse más arriba, pegada al yugo. Complementa Marino, — Chico azuzó los bueyes con un buen grito, y se fueron… jalando parejo. Y remacha Chico victorioso, — Ni cuenta se dieron de la cuesta, que era un atasco. Sin embargo, la habilidad de Chico con el manejo de bueyes no solo eran gritos y chuzos, como era de esperarse, también aportaba astucia y conocimiento. Tal 131


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valoración se puede deducir de una anécdota relacionada entre él mismo y su hermano. Después de asegurar Hernán una fatigosa carga de siete fardos de maíz dentro de una carreta, la yunta en lento movimiento quedó atascada en un lodazal horrible después del bajillo. Entonces mandó un peón a llamar a su hermano Chico para que viniera y ayudara a sacarlos. Chico con mordacidad comentó, — Solo con siete fardos, yo creí que traía por lo menos diez. Hernán todavía parece sorprendido porque cuando arribó Chico, acarició la cabeza de los bueyes, ni siquiera tomó el chuzo, ni gritó. Describe incrédulo lo visto, — Puso la mano en el yugo y los bueyes jalaron la carreta hasta que traqueaba, pues tenía las ruedas hundidas en el barro hasta los ejes, y salieron trabajosamente sin realizar Chico ningún esfuerzo extraordinario. Hasta aquí Chico escuchaba reservado con expresión ligera entre sapiente y pícara, desconociendo la lectura que cualquier interlocutor pudiera hacer de sus gestos. Cuando percibe espacio en la conversación para una intervención suya, prepara la desmitificación del supuesto misterio descrito, muy seguro de sí,

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— Yo había entrenado esos bueyes, que eran muy buenos… y también este servidor era quien los alimentaba. Para qué voy a decirle más; los conocía bien. Pues, relata que cuando llegó y acarició la cabeza de la yunta con una mano, con la otra raspó el hocico de los animales, y agrega con sencillez, — Me llevé un puñillo de concentrado apenas pa embarrarme la mano. Me olieron y me siguieron dócilmente hasta salir del atascadero. Los ojos pelados y la mueca de Hernán eran de quien hasta ese momento encontró explicación a aquel misterioso y lejano hecho, que pareció acto de magia o fascinación. Otro paradigmático evento con bueyes dentro de la amplia gama en la vida de Chico, acaeció un invierno que atravesó las dos acequias del bajillo él solo con una yunta sin carreta, para realizar una diligencia en casa de Adrián, confinada por esos rumbos de Finca El Bosque. Él ofrece un detalle sustancial, — Esos bueyes conocían de memoria el camino a esa finca. Cuando llegó a la segunda quebrada de vuelta, el ruido de aguas lo alertó de la riada. Él usaba unas irregularidades como marcas en una roca grande clavada en el margen del cauce, para calcular con el tacto si la 133


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crecida permitía cruzar. Detectó que el río estaba llenando y conjeturó todavía sensato lanzarse con los cabestros en travesía. Cuando iba por media corriente una cabeza de agua empezó a vencer la resistencia de sus pies aferrados precariamente al fondo del río, entonces, pegó un enérgico grito gutural y la yunta reaccionó con súbita fuerza y rapidez tal, que no pudo mantenerse sujeto y sintió con agonía que los bueyes lo dejaban botado, — En el momento final atiné a agarrar la cola del buey con un manotazo alocado y el animal me jaló hasta la orilla; eso me salvó de ser arrastrado por la poderosa corriente.

El asesino de enigmático silencio “es más malo que las pastillas del seguro”

Chico supo, por boca de personas de total confianza, que un hombre profería en el pueblo mentiras, insultos y ofensas contra su padre. Él poseía una cimentada opinión de su progenitor como incapaz de molestar o perjudicar a nadie y, más bien, lo catalogaba demasiado blando algunas veces. Mortificado por esa injusticia, decidió imperioso plantear un reclamo de honor y confrontar al ofensor conocido como Libis Castro. Resolvió actuar solo para no exponer a nadie más en la familia y, en 134


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consecuencia, ejecutó un plan concebido en la intimidad de su ser. Esa mañana, fingió un malestar corporal ante sus hermanos, y expresó — Hoy amanecí medio jodido. Voy a quedarme pa ver si me recupero. Ahora más tarde llego. Así evitó salir a bretear como de costumbre y, guardó cama como parte de la coartada. Cuando verificó su soledad, se alistó y cabalgó hasta la casa de Libis Castro como tenía ya planeado, dando un vueltón de unos siete kilómetros para evadir caminos frecuentes, y tomar un desvío solitario en ruta a Coyolar, cerca de la finca familiar El Bosque, por detrás, por el lado de El Porvenir. La razón principal para mantener su indignación en secreto, fue porque el hombre tenía fama de matón y asesino, y como tal, era temido en el pueblo. Cuando llegó a su destino, lo encontró afuera del portón metálico, a la entrada de un corral en la finca donde residía. Parecía estar esperándolo, mas eso no le sorprendió; era previsible su detección temprana con la bestia al trote por el pedregoso camino vecinal. El hombre hizo saber de su presencia a Chico, — En qué puede ser útil este servidor. Esa propiedad es parte de Finca Coyolar, y sus cercas en la actualidad todavía están colmadas de arbustos de 135


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marañón y de “indio desnudo”, ambos madera de pega de rápido crecimiento, muy usado en cercas vivas de la zona. Exhibiendo la misma irritación que sintió en el momento con el rostro enrojecido, explica, — No dilaté mucho en dar a entender el motivo de mi visita. Según el narrador, conforme avanzó la plática, se iba alterando gradualmente y, ya encolerizado, hasta lo desafió para que actuara sin parar mientes en la reputación de asesino, — Usted es pura mierda, pura paja. Inesperadamente, el hombre se comportó tímido y no honró para nada su “famita”. Cuando Chico sintió que había descargado suficiente su malestar, amenazó con volver y le previno de su proceder futuro, — Tenga cuidado cuando abra el hocico, mal parido. Jaló las riendas del caballo y reinició el paso sobre sus huellas, aún indignado por aquellas ofensas proferidas sin consideración, que, ahora, él entendió, había cobrado por decoro filial. Volvió a integrarse al trabajo sin mayores aspavientos. Con carilla de tímida satisfacción, concluyó, — No se supo de más habladas de Libis Castro, aunque permaneció viviendo allí mismo. 136


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Cumplido presagio de matrimonio “no es lo mismo verla venir, que pararla y hablar con ella”

Todas estas aventuras a lo largo del tiempo, maduraron al arrojado y emprendedor finquero ciego. Ya, antes de sus veintisiete años, no solo conquistó reconocimiento y plena integración a las actividades conocidas en igualdad con sus hermanos, sino que, además, devino en líder del clan. Pero algo hacía falta; empezó a experimentar una enigmática inquietud en su interior. Probablemente ahí revenó una idea latente desde niño, en aquel consultorio de oculista: la profecía del matrimonio. Él platica como si fuese una necesidad absolutamente racional, — Me convencí; tenía que buscar una compañera. El hecho era que ya no podía ignorar ese sentimiento más. Algunos hechos que se rememoran en seguida, sucederían simultáneamente con este “convencimiento”. Alrededor de 1965 regresaron de la Península de Nicoya, Fausto Porras, su mujer y dos hijos a vivir a Sardinal y, Chico siguió la pista a los recién inmigrados. Por asociación de ideas, su verdadero interés quedó descubierto en este comentario, — Venían de la costa, y decían en el pueblo que había llegado una chiquilla muy linda…

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En ese año, María Eugenia Porras era, efectivamente, una chiquilla de catorce años. Chico había estado con “la paja tras la oreja” y controló, que la susodicha jovencita Porras, pasaba frente a su casa en algún momento, de camino a su domicilio en la finca colindante. Asimiló aquel factor y se lanzó a la exploración de tal posibilidad con extraordinaria convicción, — A los veintiocho años, decidí caerle y empecé a mandarle saludos con su primo Álvaro. Se dedicó a atisbarla y logró recoger otro dato importante. La hora que ella pasaba frente a su casa correspondía después del mediodía, al regreso de clases en la escuela de Sardinal. La joven pretendida era descendiente de las familias Porras y Chacón, ambas largamente asentadas en la zona y copartícipes de actividades productivas en agricultura. Por ejemplo, la Finca La Chacona que compraron los Chaves, como lo refiere el nombre, con anterioridad perteneció a esa familia Chacón. Aquí se hace necesario retroceder para descubrir el origen de la historia particular referida a esta pareja de Sardinal. Quién sabe por cuáles razones, don Fausto Porras, padre de Eugenia, sorpresivamente exteriorizó una suerte de espíritu aventurero, y llevó a su mujer Emilce Chacón, a sondear un estilo de vida durante varios años en una lejana y despoblada región de la Península 138


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de Nicoya. Cuando inicialmente salieron de viaje, solo tenían a su hijita María Eugenia, pero allá en Coyote de Nandayure, Península de Nicoya, nació Edwin, su segundo vástago. Precisamente Edwin describe las condiciones prevalecientes donde restablecieron su nuevo hogar, — Cuando llegamos a Sardinal fuimos a vivir a una vieja casona de familiares prestada que todavía existe, levantada hace el centenar de años en una finca metida cien metros aproximados desde la vía pública. Allí todavía vive tío Bano, hermano de papá, quien tiene como noventa y ocho años. Fue así que la familia pródiga compuesta en ese momento por cuatro miembros, retornó a su terruño original arrastrando una severa precaria condición económica. Cuando inició el siguiente curso lectivo, matricularon a Edwin en la Escuela Jorge Borbón Castro de Sardinal. No obstante, después de cursar el cuarto grado, lo enviaron a “hacer el quinto” en Alajuela; para tal efecto, conversaron un hospedaje en la casa de una tía materna. Doña Emilce como madre tomó la decisión pretendiendo un entorno más favorable para el tierno estudiante, — Yo opinaba que allá saldría mejor preparado, porque es una población de mayor importancia. Y la situación de mi tía podría contribuir mejor a atender las normales obligaciones del estudio. 139


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Mientras esto pasaba, en combinación de hechos tal vez fortuitos, María Eugenia estaba en casa de una prima y, se le ocurrió preguntar, — ¿Qué es la fama que se tienen esos Chaves? — Precisamente ahí van pasando por la calle. Replicó la prima. María Eugenia escuchó cascos de caballos, asomó su figura con timidez y comentó con aparente vaguedad, al detenerse a observar a uno de los jinetes del grupo familiar, — Me gustó el que va en la mula grande. Sin saberlo, el señalado era, ni más ni menos, que Chico Chaves. Sigue rememorando María Eugenia, con una sonrisa que ascendió desde los labios hasta sus azules ojos, como si abrigara dudas de que fuera tan solo coincidencia del destino, — Un día, un primo me dijo que me mandaba saludes Chico Chaves. A partir de este momento, la escolaridad de María Eugenia devino en dato clave en los acontecimientos por venir en la vida de Chico. Ella había cursado hasta quinto grado y, no obstante sus quince años, deseaba culminar el sexto y alcanzar el diploma de graduación. Su mamá Emilce no respaldó tal inquietud, según ella porque, 140


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— Está muy grande para ir a la escuela. Pero María Eugenia puso de ejemplo a otra prima mayor como ella, que cursaba el último año escolar. Finalmente la madre accedió e hizo los preparativos. Entre las primeras decisiones que adoptó la madre, fue devolver a su hijo Edwin a Sardinal, con un razonable propósito, — Que hicieran el sexto juntos; y se acompañaran en el camino, y en todo… Tal idea se plasmó en el siguiente curso académico y, Edwin volvió a reencontrarse con sus excompañeros de cuarto grado en la Escuela Jorge Borbón Castrode Sardinal. Cumpliendo el objetivo que buscaba su madre, a la salida de la institución al mediodía, recorrían a pie el par de kilómetros que separaban al centro de Sardinal de la finca de los Porras, ubicación de su actual residencia. Por eso, temprano en la tarde, pasaban frente a la casa de Chico. Comenta María Eugenia con ojos sonrientes y expresiva inteligencia natural, — A mí me extrañaba que siempre Chico Chaves estaba afuera… se la pasaba arreglando la misma cerca, clavando en el mismo poste. La suspicacia femenina era correcta, pues la explicación de fondo para tan curiosa manera de actuar, se podía encontrar en las intenciones que albergaría un “cazador” al acecho de su señalada presa. Edwin, dándose por 141


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enterado de aquella observación, empezó “a joder” a su hermana con que, esa coincidencia no era tal, — Está interesado en usted. El hermanito estaba persuadido de esa inclinación, pero hubo una actitud en particular que lo convenció del comportamiento evidente del ciego, — A distancia, parecía que se esforzaba por descubrirnos, captando de lejos el ruido de nuestras voces. Cuando nos acercábamos, cumplía con alguna corta expresión amistosa al paso nuestro. Frente a la propiedad esquinera de la residencia Chaves, en el camino procedente de Sardinal, existe una recta prolongada de varios cientos de metros. Allí, Chico se ubicaba estratégicamente, de manera que cuando los adolescentes pasaban delante de él, aprovechaba la ocasión para saludar, insinuando su ardoroso deseo de entablar conversación. Hoy imperturbable, el pretendiente confiesa la cosecha de fríos resultados iniciales, — Ella no era especialmente expresiva conmigo. Diay, el hermano era quien respondía el saludo casi siempre. Un día, para comprobar el sospechado interés de Chico, la pareja de cercanos hermanillos ideó una broma tomando en cuenta su “padecimiento”. Involucrados en complicidad con la tímida picardía de Edwin, planearon 142


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guardar silencio. Efectivamente, antes de entrar en la recta final del camino hasta la casa de los Chaves, Edwin advirtió, — No digamos nada, para ver qué hace. De lejos, Chico movía la cabeza tratando de pescar algún ruido en el aire. El viento soplaba a favor y, estaba seguro de la hora correcta. Nada. En algún momento al final captó algo, tal vez ruidos de pasos sobre la empedrada vía, porque cuando pasaron al frente, rompió el silencio intencional y preguntó, — ¿Diay, por qué no vienen hablando hoy? Sintiéndose descubiertos, entre risillas traviesas los “chiquillos” corroboraron lo ahora evidente; no era coincidencia, la casi rutinaria permanencia del oficioso reparador de aquella cerca, que parecía trabajar y martillar en el mismo poste siempre, tenía un motivo muy particular. Chico con gracia se mofa de aquella aguda observación de María Eugenia, — No sea tan güevón, ya no le cabía una grapa más a ese poste. Posteriormente, Chico inició el segundo empuje del proyecto de conquista amorosa. Una buena tarde, los detuvo lo suficiente para dirigirle a ella algunas frases. Es evidente que la damita aun 143


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establecía fuertes limitaciones a la confianza mutua, porque él registró una actitud más o menos defensiva de parte de ella, y así lo expresó con franco lenguaje campesino, — Ella todavía estaba arisca… Y en cada nuevo intento, obtenía el mismo resultado. Chico trataba de encontrar cómo retenerlos más al paso sobre el camino de su casa, hasta que elaboró y dispuso desarrollar una compleja y oportunista estrategia. En una bochornosa tarde preguntó, — ¿Desean tomarse una agua de pipa, pa refrescarse…? — Sí ¡claro! Edwin contestó vivaz y positivo. El hermano de Eugenia complementa el cuento, describiendo una vez más el ritual de Chico para escalar un espigado cocotero, — Chico se trepó a una palmera altísima, por impresionar a mi hermana, y bajó con un mecate el racimo de pipas que nos obsequió. El astuto ciego, en conocimiento de la pequeña contextura anatómica del niño, lo sabía incapaz de levantar en vilo el racimo de pipas. Con calculada caballerosidad se ofreció a cargarlas al hombro hasta la entrada de finca donde vivían. Edwin hace un estimado de la distancia, 144


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— Caminamos como trescientos metros bajando por el camino público. Como algo natural uno ayudaba a Chico a guiarse, por lo menos poniendo el hombro para que se apoyara. Luego se devolvía solo con el bastón. Es un recorrido que Chico conoce como la palma de la mano. Más o menos cada ocho o diez días, repetía el ceremonial de las pipas y las cargaba hasta el portón metálico de los Porras. Se mantenía pendiente casi a diario para, por lo menos saludarlos, o entablar cortas conversaciones banales. Después de breve tiempo sin avances, un día se animó. En provecho de la notable mejoría en la receptividad de la rubiecita, producto de la interacción mejorada con tenacidad, alcanzó a plantear con franqueza la rumiada declaración, — Deseo tener algo más que una amistad con usted. ¿Quiere ser mi novia? La propuesta parece que asombró a la dama. Su corazón retumbaba y sus mejillas se sonrojaron súbitamente. Ella hizo una pausa que alargó más de lo soportable para el ansioso pretendiente, hasta que reaccionó y pudo responder; solicitó unos días de tiempo para pensarlo. Al cabo del lapso solicitado, lo extendió tres meses. El aspirante agotó su paciencia y antes de vencer el plazo, volvió a interrogar directamente, — ¿Qué ha pensado? 145


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— Necesito unos días más. Contestó tímidamente la cortejada. Al cabo de un par de días, liberó la ansiada réplica que el ciego enamorado deseaba escuchar; había aceptado que llegara a visitarla el domingo, con una limitación, — Pero solo una hora. Además, puso otra condición formal, — Tiene que pedir la entrada a papá. — No, eso yo no lo hago. Él se exhibía resuelto en la negativa respuesta a tal petición y alcanzó a doblegar la débil voluntad de su vecinita; ella resignada, tampoco lo desanimó del todo, — Llegue, a ver cómo le va… Él, con el sabor de aquella satisfacción todavía en el paladar, afirmó, — Llegué el domingo, pero nunca pedí la entrada. Obviamente logró su propósito, porque, en adelante, todos los domingos iba “a marcar” a la casona de los Porras. Eso sí, desde el fondo de la única pieza de la casa sin paredes internas, por la ventana, la madre Emilce trataba de ganar las primeras batallas de una guerra que, por experiencia, podía presumir perdida de antemano. 146


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Con más fe que candidez maternal afirma señalándose la órbita ocular, — Mantenía el ojo puesto. Porque él era ciego, pero no era manco… y podía tocar. Hubo otra persona pendiente de tales escarceos afectivos, pero, con otras motivaciones. Cuando llegaba el pretendiente a estacionarse en el alto corredor frontal de la casa, construido de gruesos tablones rústicos, Edwin se asomaba de lejos por un ángulo de la puerta sin ser notado por Chico. Con tímidos aspavientos llamaba la atención y “por señas” preguntaba a Eugenia si había traído confites, algo que sucedía con frecuencia; si la hermana contestaba afirmativamente, se encendía la ilusión en su mente todavía infantil, o, de lo contrario, se “tenía que conformar”. Revive doña Emilce, — Cuando sabía que tenían golosinas, ahí se quedaba esperando que terminaran de marcar, a veces estaba a punto de dormirse, pero se sostenía cabeceando hasta el final. — Nos los repartíamos a medias. Aclara risueña, lanzando miradas de cariñosa complicidad a su único hermanito, la otrora novia Eugenia. Casi siempre, en esas domingueras tardes, Marino acompañaba sobre la famosa mula al flamante cortejador hasta la antigua casona levantada sobre altas bazas de 147


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madero negro, y allí lo dejaba. Antes del anochecer, Chico tomaba la mula, previamente amarrada en un guacimal delante de la casa, y recorría el camino de retorno que la bestia conocía bien. Probablemente, cada vez más ilusionado, abría y cerraba portillos que separaban diversos potreros, y cruzaba por el rústico puente de una quebradilla que todavía atraviesa la finca, previo al portón de salida, muy consciente de los rápidos avances en su empresa del corazón. Durante esos cortos ocho meses de “jalar”, pasaron muchas anécdotas, pero hubo una que ilustra muy bien las peripecias tragicómicas que sucedieron. El novio toma la palabra, — Unos amigos, Manuel y Jorge González, me propusieron que fuéramos a serenatear a Eugenia una tarde, con una grabadora de baterías. La idea entusiasmó a Chico. Consiguió un casete de música romántica “muy buena”, y se estaban “cuadrando” con los caballos para halagar a la novia, cuando sobrevino un accidente fatal que desvirtuó sus románticos propósitos. Con una nube de lamento que empañó su expresión, manifiesta, — Se me cayó el casete y el caballo le puso la pata encima.

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El artículo musical quedó absolutamente inservible. Tuvo que encargar la reposición en un negocio de Cañas, porque la bendita cinta era prestada; — Hasta al mes llegó el nuevo casete. Se organizaron de nuevo, “pa la serenateada”, pero ahora, Chico prefirió confiar más en sus amigos; con voz festiva evoca el momento, — Mierda, esta vez, ¡lleven ustedes la grabadora y el casete! La velada salió como deseaba. Con una frase típica pronunciada de su amplio repertorio dicharachero, confirma su gozo, — Mejor, ¡no sirve!

El tiempo voló, los vientos soplaban a favor ”para uno que madruga, otro que no se acuesta”

No había transcurrido ni medio año, y el temperamental aspirante sintió suficiente confianza para tocar el tema de matrimonio; por supuesto, fue necesario conversar tan serio asunto directamente con los suegros, puesto que la novia aún era menor de edad.

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— Yo tenía mucha amistad con Fausto. Nos entendíamos tan bien, que después hasta se fue a trabajar conmigo en la finca. No obstante, Chico debió experimentar una contrariedad tal que todavía arruga la frente al recordarla, debido a su urgencia por dar paso a la vida seria, — Los suegros me pusieron una pega. Yo quería consumar el matrimonio de inmediato. ¿Para qué perder tiempo? El inconveniente expuesto era que no podrían casarse mientras Eugenia estuviese estudiando en la escuela. Durante esas primeras reacciones frente a la adversidad, aprovechó el momento de frustración para indicar a su prometida que aquella unión no sería un lecho de rosas. Ella interviene con inequívoco tono de estoica aceptación, — Me advirtió que tenía un carácter del diablo. Ella debió tomarlo como una grave prevención de que todavía no conocía suficiente de él. Luego intensificó las aprensiones dominantes enfatizando la amenaza siempre latente de desamparo y, las consecuentes responsabilidades asumidas al casarse con un ciego. El novio no dejaba de reiterar la admonición que pendía sobre la pareja,

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— Si la situación se pone difícil, tiene que trabajar para mantener a los dos. Dibuja María Eugenia una reveladora sonrisa aludiendo a su entonces extrema juventud, — Apenas obtuve el diploma, rapidito me casé. No duré nada. Recibió oficialmente el diploma de conclusión curricular de estudios a principios de diciembre y, la ceremonia nupcial fue el 11 de enero del nuevo año. Chico duda de la fecha, mas no del sitio ceremonial, — Nos casamos en Cañas, ¿verdad Genia? Ella, confesa católica por formación, explica la razón para la escogencia de un templo en pueblo vecino, — El padre nos administró el sacramento matrimonial en la iglesia de Cañas, porque la capilla de Sardinal no tenía sacerdote todavía. A la ceremonia asistieron muchos vecinos y familiares; los Chaves pusieron a disposición un camión ganadero de la finca “bien chaniado”, para transporte de todo el que quisiese acompañarlos. Edwin, hermano de Eugenia, detalla particularidades del traslado ese día, — De ida, el cajón del camión no iba tan lleno de gente, pero de vuelta sí venía bien cargado, porque era de 151


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noche y existían menos posibilidades de ser detenidos por un tráfico. Después de salir del templo de Cañas, recibieron el aplauso caluroso en un agasajo cortito organizado en el espacio para eventos sociales de un bar en el centro de Cañas, y, esa misma noche, después del brindis, salieron de luna de miel a Playas del Coco en un Willys. Eugenia guarda datos con precisión, — Ese jeep lo condujo el hermano menor, Rigo; y Adrián, manejó el camión con la gente de vuelta hasta Sardinal. Chico con su silencio obsequioso, aprobó tácitamente lo relatado por los demás. En su lenguaje corporal mantuvo una expresión de agrado por aquella decisión tan trascendental en su particular vida.

El Bar tres botellas y una kola “no aprendí a bailar, solo pa no echar pa atrás”

Después del matrimonio, Chico encontró en su esposa una guía incondicional y leal a toda prueba. Ella se convirtió en el mejor lazarillo que quizá jamás imaginó. Anteriormente, cuando se aventuraba a tantear más allá del entorno, él había hallado importantes colaboradores en la familia para superar barreras que planteaban sus “focos apagados”; algunas veces fue don Crisanto, otras, la nana Campos, sus hermanos Hernán y Calián, también 152


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el primo Juan José, y a partir de su llegada a Sardinal, Marino y Manuel González, los niños que se hicieron hombres junto a él. Pero, la guía de categórica calidad que tenía reservada la providencia, al cruzarle aquella linda mujer en su camino, no tendría parangón. A partir de ahí, el ciego creció con absoluta confianza, como persona y empresario. No necesita añadir nada cuando repite un deseo imposible, dada la extrema juventud de su consorte, — Yo debí haberme casado unos años antes con esta mujer. El “mañoso” Chico, casi en el treintavo año de su nacimiento, con la previa experiencia de proveer adiestramiento práctico a diversas personas como guía acompañante para un no vidente, supo muy bien cómo potenciar exquisitamente esa disposición en su joven compañera de vida. Ella define la percepción de ese difícil papel que le “tocó”, haciendo mímica con brazos y manos, como indicando el camino para seguir adelante, al expresar con humildad y complacencia, — Soy el bordón vivo de Chico. Llegó a ser más que eso, por supuesto. Pero sin rebasar todavía aquellos tiempos de recién casados, con astucia de zorro viejo, Chico exageraba sobre situaciones del inmediato porvenir, probablemente, en parte, para medir 153


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y potenciar su subordinación y lealtad. Así sucedió cuando con naturalidad bien fingida él comentó, — Tenemos que ir a vivir a la finca El Bosque. Esa propiedad, localizada unos kilómetros después de El Bajillo, es un sector muy solo y despoblado rodeado de fincas, bastante retirado del vecino más próximo. María Eugenia devela total conformismo cuando ahonda en la descripción y rememora aquel sobresalto fugaz que la embargó, al imaginarse ir a convivir allí con una persona de condiciones especiales, — Era una casita pequeñita y solitaria que habían construido los Chaves allí, al lado del corral. En aquel instante apoyó a su marido con valentía, y respondió, — Nada importa. La debilitada inflexión de voz no ocultó al fino oído del ciego, un velo de temor detrás de su respuesta. Posterior, el bandido y juguetón marido, llevó más allá el desafío planteado. Para introducirle gravedad irreversible a la supuesta disposición, con absoluta intencionalidad fundamentó que sus padres habían variado de criterio y, — Parece que esa casita la van a ocupar otras personas.

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Eugenia, resignada y a la expectativa, permaneció atenta a cada palabra que pronunció su cónyuge. Él advirtió seguidamente, — Nos vamos a tener que ir pa La Cazuela. Un lugar más “para adentro”, pensó ella con creciente inseguridad. Igual ratificó su apoyo a tal disposición de la boca para afuera, pero quedó en el aire la evidencia de su vulnerable estremecimiento interior, al atreverse a formular una frágil coerción ante su marido, — Está bien; pero yo sola de noche, no me quedo. Esta vez Chico logró preocuparla suficientemente, porque el paraje domiciliar propuesto era oscuro y en extremo aislado. Las condiciones dadas maduraron óptimas en el escenario que preparó el marido para sorprender a su mujer con una inesperada noticia que yacía guardada. Con la sonrisa apenas dibujada en la comisura de sus labios, Chico narra cómo ordenó a su mujer, — Alístese para que conozca la casa a donde vamos a vivir. Sin despertar sospecha alguna en la interesada, él había estado ejecutando la construcción del eventual hogar matrimonial, en un predio segregado contiguo a la residencia original de los Chaves. Allí finalmente pudo ella abrir los ojos para llevarse la grata sorpresa; la hermosa estructura nueva se elevaba entre la casa de los Chaves y 155


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la cercana residencia de su propia familia. Con orgullo ella dice que aquello, ante sus ojos pareció un palacio y, confirma la impresión vivida con voz serena, — Era la mejor casa que había en Sardinal, en esos tiempos. Chico ensaya un análisis objetivo de aquel idílico momento sin aparente pasión y, asegura con convicción y deleite, — La hice de irarrosa y amarillón. Esa madera la compramos en San Ramón. Resultó buena madera porque la casa todavía está allí, y no se ha cambiado ni una tabla. — Solo pintura se le ha dado. Interviene Eugenia para cumplimentar a Chico, al rememorar que le devolvió el alma al cuerpo. ¿Cómo no?, levantaron su hogar distante a escasos veinte metros de la antigua y eterna casa de la hermandad Chaves, después de un enmarañado jardín, donde conviven grandes y pequeñas palmeras, árboles de cocobolo, arbustos y palos de frutas, entre otros bejucos y matorrales que obstruyen la mutua visibilidad exterior entre las dos residencias. Con tan serio acto, Chico marcó, con absoluta claridad, su temprano deseo de independencia.

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No obstante, don Crisanto seguía gravitando como proveedor, pues, mantenía su aporte habitual de comestibles. Recuerda Eugenia, — El suegro llegaba con el diario regularmente, y nos lo dejaba allí. Traía de todo pa’l gasto. Ahora suplía dos núcleos familiares que coexistían en Sardinal. Es de suponer que los padres de Chico, aunque conocían su carácter bronco y orgulloso, temían exponer al invidente a una prematura indefensión en aislamiento, ahora acompañado únicamente de su joven e inexperta pareja. Sin embargo, Chico tomaría nuevos pasos en la dirección apuntada de autonomía; él mismo ilustra con una reflexión inicial, — Empecé a darle pensamiento a un novedoso negocio que nadie esperaba que un ciego hiciera. Así fue, sorprendió a medio mundo, porque el inquieto y visionario protagonista de esta historia decidió abrir una humilde pulpería. Su idea se proyectó con una orientación clara, porque él abastecería a los habitantes del entorno de productos básicos como granos, artículos para higiene, y todo relacionado con el funcionamiento de un hogar. El fundamento principal que ayudó en la decisión fue contar de previo con una sólida plataforma base,

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— Aproveché la esquina frente a la casa, donde había un antiguo galerón, levantado en propiedad nuestra para usos de bodega, donde guardábamos todo tipo de materiales, herramientas y productos de labranza y ganadería. Metí plata para hacerle algunos arreglos mínimos necesarios. Los potenciales clientes serían atraídos desde “El bajillo”, el pequeño caserío tras la quebrada, cuyos componentes vivían dispersos alrededor de la gallera. Precisamente, la vieja gallera era el único centro de actividad social esporádicamente activo allí. También tomó en cuenta como potenciales consumidores, a miembros de familias con viviendas enclavadas en cercanas fincas y sus peonadas, en zonas relativamente retiradas con estilo de vida parecido al de su propia familia. El punto comercial se proyectó acertadamente en un cruce perpendicular de tres caminos y dos esquinas. Chico explica el origen de la gente que aún hoy transita por allí, —Unos cuantos kilómetros hacia el norte se encuentra el poblado Acapulco, al oeste El Bajillo y en dirección sur está Sardinal, la cabecera del distrito. El negocio de pulpería inició atendido por empleados a cargo. La pareja propietaria arribaba al establecimiento a media tarde, después de la normal faena agrícola. Chico se extiende en la razón que explica la evolución del negocio, 158


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— En esas tardes, muchas amistades coincidían conmigo en el lugar, donde desarrollábamos largas conversaciones. En algún lúcido momento de su mercantil intuición, durante esas prolongadas tertulias, Chico atinó a meter licor a la entidad comercial. Él utiliza el sentido común para explicar semejante giro del negocio, — Fue una consecuencia natural del ambiente que se estaba creando. Patentizó la idea con un estratégico estante para exhibición de su inventario inicial, constituido por tres botellas de guaro y un litrón de sirope. Él y sus contertulios tomaban originalmente cada trago “strike” y lo acompañaban con sirope marca Kola. Bautizó su negocio con un original nombre, a propósito de su inventario, — Bar Tres Botellas y una Kola. Cuando Chico puso ese negocio, agregó un componente más en su proceso de autonomía, más allá de consideraciones comerciales o monetarias. Acota Eugenia, — Hasta ahí don Crisanto dejó de traernos el diario, porque ya cogíamos lo necesario para la comida de la misma pulpería. 159


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Tuvo varios dependientes a cargo del negocio detallista a lo largo de su existencia, entre ellos, por el dilatado desempeño en dos diferentes épocas, los memorables hermanos Franklin y Walter Rodríguez. Recuerda el orgulloso propietario de la embrionaria pulpería y cantina, tocándose la cabeza descubierta sin sombrero con la palma de la mano, — De qué no se hablaba allí. Eugenia se mantuvo como inseparable asistente de su activo marido en toda actividad. La novísima esposa ya conocía su papel como ojos y manos del ciego y con honestidad juvenil se aplicó con eficiencia. A tempranas horas del día recorría a caballo caminos y fincas junto a su marido; después pasaba por la casa para atender deberes propios de un hogar y, finalmente recalaba en el negocio. Dada la naturaleza mixta de la actividad comercial generada, sin asomo de reparar en fatigas agrega con sobresaliente humildad, — Desde que llegaba a cualquiera de los dos lugares, me “empunchaba” a atender obligaciones domésticas y comerciales. Había cosas de la pulpería que se hacían en la casa, y al revés también. Una tarde cualquiera, al final, atendía el mostrador, servía, cobraba y lavaba un poquillo de vasos. En este tema de la independiente audacia de Chico para desarrollar negocios, es importante recordar su 160


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experiencia y vocación, cuando desde joven formalizó actividades propias paralelas al trabajo familiar. Ya para el tiempo del bar poseía ganado y bienes inmuebles donde desarrollaba dispares proyectos agrícolas. Él subraya que en su condición de emprendedor también tenía asociados, — En algunas empresas era propietario solo y en otros esfuerzos iba a medias con socios. Así que, envalentonado con su nuevo status civil y exitoso desempeño, incrementó su activismo en negocios diferentes a los tradicionales. Una de las ideas precursoras disparada en esta nueva etapa empresarial, la rememora en voz alta con detalles puntuales haciendo gala de su sorprendente retentiva, — Me fui con Hernán para Matra y compramos un chapulín de segunda mano, marca John Deere modelo 4020 del año 1962. La idea empresarial remunerativa consistía en utilizar el vehículo para sacar y vender leña a una empresa de cerámica dedicada a fabricación de complementos para construcción tipo tubos, tanques, entre otros. Tal vez por inexperiencia, la actividad pasó factura, dados los múltiples inconvenientes que enfrentaron. Primero, el chapulín tenía sistema de frenos hidráulicos, por ende, cuando apagaban el motor, los frenos “no agarraban”. Chico se toca la frente con el reverso de la mano y 161


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acentúa la preocupación que sintió por la torta que se jalaron y narra, — Un día se le apagó el chunche a Hernán y rodó sin control hasta que se metió a una casa. Por dicha no hubo consecuencias mayores y se pagaron los pocos daños materiales causados. Además de ese accidente, otro factor les confirmó la necesidad de deshacerse del vehículo de trabajo. El nuevo inconveniente descubierto tuvo que ver con el tipo de llantas, pues no aguantaban y se gastaban con rapidez; y si ponían más gruesas “de doce capas”, reventaban los aros. Así que Chico decidió buscarle venta a un precio atractivo, — Ahí llegó a la casa un señor de Cajón de Heredia, Julio Barrantes. Y se lo vendí. Chico advirtió al comprador que aunque la máquina era muy buena, era peligroso cuando se apagaba el motor, porque poseía sistema de frenos hidráulico y explicó todo lo experimentado. El interesado replicó anuente, — Para la actividad que lo quiero, me sirve. La próxima noticia del chapulín la recibió de parte de un hijo del comprador, meses después. Contó que días atrás, un bus de estudiantes “se varó” y llamaron a su papá don Julio, para jalar el camión de pasajeros con el famoso chapulín. El primer intento resultó infructuoso porque el 162


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mecate que usaron era inapropiado; entonces don Julio Barrantes mandó al hijo por una buena cadena para engancharlo mejor, y mientras regresaba, apagó la máquina del chapulín. Cuando “fue a encenderlo”, no pudo y, entonces, lo trató de arrancar “rodado”. Cuenta Chico cariacontecido, — Cogió velocidad y los frenos por supuesto que no agarraron, como ya se sabía. El chunche rodó libremente hasta que subió un paredón y se volcó de espaldas; en el accidente el operador y dueño quedó prensado. El hombre se quejaba de una pierna atrapada por la llanta, y gritaba reiteradamente, — No me toquen; ¡estoy muerto! Aún días después, no toleraba que nadie le palpara la pierna, ni siquiera el personal médico. Tuvieron que llevarlo a un especialista para ponerlo bajo tratamiento psicológico porque permaneció traumatizado. Aseguraba que estaba muerto. Cambiando la modulación trágica de narración y con un semblante más jocoso, Chico comentó, — En Sardinal bromeaban que yo quería matar a ese señor. Pueblo pequeño… vacilón grande.

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Combustible de alto octanaje: el tata activista “el hombre de rabo largo, no se puede sentar”

Como es normal en matrimonios jóvenes, fue ineludible tocar el tema hijos en previas conversaciones. Un húmedo y caliente día, Eugenia comentó a Chico una interrogante que ella se planteó a sí misma, sobre la posibilidad de que “un hijo saliera ciego”. Chico contestó como centella, — La incapacidad está en la mente. En riguroso análisis de la frase pronunciada, queda implícita la posibilidad del fenómeno. Sin embargo, la potencial madre comprendió que el cónyuge aludía a su alabada vocación de lucha. Ahora su compañero se encontraba en su mejor momento. El tema no era teórico; la esposa quedó embarazada muy pronto. No obstante ella tan joven y menudita, siguió con sus febriles rudas tareas, montaba a caballo, levantaba pesos, brincaba y guiaba a Chico como si fuese “sus ojos”. Hasta que sucedió lo impensable en su temprano estado de gravidez; con pesar cuenta, — Tuve una pérdida. Ella atribuye ese triste suceso a ignorancia, falta de comunicación. Antaño, conversar de reproducción humana se hacía con incomodidad y hasta vergüenza, 164


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aún con la madre. El dolor se refleja en las actuales facciones resignadas de Eugenia. Sin embargo, ya para el primer aniversario de matrimonio, lucía cinco meses del segundo embarazo, y seguiría procreando con éxito hasta completar tres descendientes; con precisión cita las fechas de nacimiento de sus hijos, — Juan Carlos nació el 22 de mayo de 1970. Mario siguió el 21 de julio del 72 y, Vilma, tercera y cumiche, el 1º de abril de 1974. Estos poderosos acontecimientos impactaron profundamente el desempeño laboral de Chico, y lo condicionaron a idear y desarrollar más audaces y, hasta temerarias acciones y esfuerzos personales, asumiéndose absolutamente comprometido como padre de familia. Durante el crecimiento de los niños, se involucró en diversas actividades propias de los nuevos círculos sociales que necesariamente frecuentó. Él, con su espíritu emprendedor y servicial, se mostró siempre solidario con la comunidad. De tales esfuerzos, los relacionados con las instituciones de educación sirven como claro ejemplo de ello, porque cuando creyó indispensable actuar con energía, no dudó y afrontó la responsabilidad con su propio código de rectitud y firmeza. No fue un pasivo asistente a reuniones y mítines, — Ocupé cargos directivos en la Junta de Educación y Patronato Escolar de 1978 a 1983. 165


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En tal período, la Directora de la Escuela de Sardinal, una señora Chacón, según criterio de Chico, cometió varios errores. Convencido de la conveniencia de un traslado de institución, obró en consecuencia. La increpó en espacios deliberativos y calentó la temperatura de la polémica hasta la ebullición. Según el pertinaz acusador, llegó al extremo de solicitar el trámite oficial para concretar una orden de traslado de personal, porque — Ya tenía muchos años de estar allí. Argumentó que por el prolongado desempeño en el puesto de directora incubó vicios en el ejercicio de su labor muy perjudiciales que afectaron directamente la enseñanza impartida a los niños. La principal decisión de la maestra que colmó la paciencia de Chico, fue que llevó su bebé a la escuela y, mientras daba clases, tomó sillas del mismo salón para formar una especie de cuna o encierro, y abusó de algunos alumnos, incluido su hijo, al dejar pasar que recibieran lecciones de pie. La docente resistió la idea de un traslado y amenazó con desatar una guerra administrativa, y planteó su desafío a manera de juramento, — Solo muerta me sacan de aquí. La bronca escaló en explosividad y Chico exigió el respaldo categórico, sin reservas, de sus compañeros de

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directiva. De no recibir el soporte solicitado puso su cargo a disposición, directo y sin ambages, — ¡Si no cuento con apoyo, renuncio al puesto! Con el absoluto sostén de sus iguales jerárquicos viajaron en pleno a San José para plantear la denuncia en el órgano competente del Ministerio de Educación. El asunto se tornó tan duro de concretar, que hasta amenazaron con organizar una huelga. Con alivio y orgullo, por la sedante sensación del deber cumplido, cierra así su beligerante participación, — Logramos el traslado de la señora Directora. Otra decisión delicada que igual, lo retó en esos tiempos de participación en espacios de representantes administrativos como padre de familia, fue el caso de una funcionaria del comedor, unos tres años después de la anterior lucha con el tema de la directora. Esta vez, el problema suscitado fue con las relaciones personales de la funcionaria con sus compañeras de trabajo. La empleada pública exhibió una problemática personalidad y el entorno laboral se volvió tenso, y esa situación afectaba el cumplimiento de deberes con el estudiantado. Chico decidió enfrentar el problema y comenzó a trabajar para obtener un traslado de la funcionaria a otra escuela, por medio de autoridades del Ministerio de Educación. La 167


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dama también resistió la gestión, y con viveza subrayó precisamente, de qué dependencia no era subordinada, — Mi jefe inmediato es el Ministerio de Salud. Chico asumió la afrenta con la característica capacidad de resolución, y aceptó el desafío jurando victoria, y advirtió — Me dejo de llamar Francisco Chaves, si usted no se va de esta escuela. Igual, jaló hilos burocráticos en ambos ministerios, Salud y Educación, y, días después, fue relevada y trasladada de centro docente. Esta forma de aplicar con diversa rigurosidad algunos códigos de comportamiento, los aplicó también, al barrer adentro de su hogar. Un representativo caso lo protagonizó con su hijo mayor Juan Carlos, cuando cursaba cuarto grado. El hijo ensaya una premisa razonada antes de abordar la cuestión, — Mi padre siempre ha sido cariñoso con mi persona, pero cuando se enoja es muy estricto. El pasaje de memoria familiar inició frente a la escuela Fidel Chaves de Sardinal, donde el hermano de Chico, Adrián, “puso una soda” en una propiedad personal. Chico solicitó abrir un crédito en beneficio de su vástago. El hijo recuerda con aire nostálgico, relamiéndose por el amplio alcance de aquella confianza solicitada, 168


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— Que me diera todo lo que quisiera comer. El niño hizo fiesta con aquel crédito sin ninguna sujeción. Probablemente exagera poco cuando generaliza, — Invitaba a todas las chiquillas de la escuela. Lo hacía para atraer a las compañeritas más atractivas. Una radiante tarde se quedó jugando bola después de clases y, ya cansado, llegó a la soda del tío para pedir un helado tipo chocoleta. Llamó al tío varias veces sin obtener respuesta. Un inesperado descubrimiento y el desolado ambiente propiciaron una fatal relación de factores y hechos. Con sosegada mirada dulzona y pícara, los ojos claros le brillan y pronuncia la tentadora e irresistible provocación que experimentó, — Encima de la caja de la plata observé unos billetes y monedas. Impulsivo, ingresó al área interna del negocio y llegó hasta la caja, tomó y se echó en la bolsa del pantalón el dinero objeto de su codicia. Brincó y regresó al exterior sin turbación, muy natural. No obstante, un leve sobresalto lo invadió cuando llegó el tío y saludó como acostumbraba, — Qué pasó “Calín”. — Quiero una chocoleta. 169


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Juan Carlos disimuló con éxito cualquier excitación en la voz, no obstante los latidos del corazón ya impulsaban una presión en la garganta que ahogaba. Se comió el helado con ansia y encaminó los pasos en dirección a su vivienda con prontitud. Cuando arribó a la casa, la mamá Eugenia revisó el bulto y el uniforme, como acostumbraba, y descubrió el dinero apuñado en la bolsa del pantalón e inquirió, sorprendida, — ¿De dónde cogió esta plata? — Me la encontré tirada en la calle. Respondió el chico. Pero no hay corazón traidor a su dueña. Las dudas maternales tomaron solidez al ponderar la cantidad de dinero entre la diversidad de billetes y monedas; en el asunto existían muchos peros. La evaluación del contenido dentro de sus manos entreabiertas a golpe de vista confirmaba la martillante certeza, — Pero, ¡es mucha plata! El güila lució inseguro y mantenía evasivas respuestas. Eugenia, consecuente e impaciente, agarró la faja, dispuesta a “desbaratar” la inverosímil versión, y forzar que la verdad aflorara cuanto antes. Frente a tan categóricos argumentos maternos, el niño se rajó. Contó cuanto sucedió y, de inmediato, pagó con sufrimiento, no solo mental, las consecuencias de dejarse llevar por esos 170


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primitivos impulsos descontrolados. Juan Carlos, con pena todavía y un gesto de humildad o sumisión reflejado en el semblante rememora, — Me castigó con la faja de cuero, muy, pero muy duro. Y más lo martirizó su madre al recordarle el broncón que amenazaba irrumpir más adelante, — La que le espera con su papá, cuando vuelva de la finca. El niño estaba seguro de que el castigo sería peor de lo temido; conocía de sobra la eventual reacción de su papá. Por eso, experimentó un profundo estremecimiento que heló sangre y huesos cuando oyó al progenitor llegar y desarrollar su cotidiana rutina sistemática. Amarró la bestia y guiado con el bastón se dirigió con andar fluido hasta subir las gradas del corredor de la casa. La madre actuó con cautela. La silenciosa presencia de Juan Carlos pasó desapercibida para el ciego. Nada mencionarían hasta después de comer. Detalla Juan Carlos la razón del momento escogido por su madre para enterarlo de todo, — Es muy chichoso, y si lo sabe antes, no come. El progenitor fue a reposar a una mecedora de madera y tela bajo un palo de mango después de cenar. Carlos siguió, con mucha atención, cada movimiento en la improvisada escena del juicio a punto de iniciar. Al ratito, 171


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la madre cruzó el espacio para sentarse a las piernas del esposo. Con pesadumbre, concluye Juan Carlos, — Y ¡le contó la torta que me jalé! Apenas comprendió el alcance del relato, Chico levantó las cejas; “mala señal”, pensó el atormentado vástago. Después del conocido gesto de “cabreado en serio”, el papá llenó los pulmones de aire y, voceó fuerte y golpeado el nombre de su hijo, y permaneció con el oído expectante al cumplimiento de su llamado. El atemorizado mozalbete caminó titubeante y su balbuceo casi implorante delató su cercanía. El padre efectuó un ligero reconocimiento del cuerpecillo del niño con la mano y se detuvo en su delgado bracillo. Como una ironía cruel, ordenó lapidariamente al chiquillo que lo guiara a su propio cadalso, — Carlos, venga para acá; vamos al corral. Una vez dentro del corral, fue fácil suponer el tipo de castigo que soportaría. Juan Carlos elevó la mirada como si aún viese dónde su padre mantenía lo que necesitaba en ese momento, y describe, — Agarró una manea y la hizo en dos. Chico sostuvo al sufrido infante con una mano y alzó la otra para azotarlo. Cuando parecía inminente el castigo físico, sorpresivamente se detuvo, y dijo como reflexionando para sí mismo, 172


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— No, Carlos, no le voy a pegar. Una luz había iluminado su mente. Ideó otra medida punitiva, más inteligente y ejemplarizante. Ordenó al niño tomar el dinero y devolverlo personalmente a su tío Adrián, y puntualizó, — ¡Lo deposita en sus manos! Pasado aquel momento, el niño pensó que hubiese preferido los azotes, pues, resultaba peor extender el sufrimiento y pasar la vergüenza ante su tío, de confesarse y devolver la plata. No hubo manera de retrasar la marcha a pie hasta la soda. Cuando llegó y reveló su verdad, el tío Calián, visiblemente contrariado y obediente al claro deber de potenciar el reproche, expuso el destino del dinero y terminó preguntando, — Esa plata es para pagar al camión de Coca Cola. ¿Quién lo mandó a hablar conmigo? — Papá Respondió timorato el chiquillo. Tal respuesta fue suficiente para suponer la clase de castigo que arriesgaba padecer el niño. Seguido, el sobrino avergonzado pidió perdón; y el tío aceptó y le reprendió moderado, — Está bien; pero que le sirva de experiencia y nunca vuelva a cometer un error tan grave. Ahora ¡váyase para la casa! 173


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Como era de suponer, Chico esperó en casa con ansiedad incontrolable. Apenas tuvo en frente al pequeño y asustado transgresor, incisivo preguntó, — ¿Cómo le fue? — Muy bien. A Chico la respuesta pareció pasiva y, acentuó ejemplarizante su desconfianza en la credibilidad filial, pidió a su mujer Eugenia que lo condujera en auto a la soda, — Genia, vamos a Sardinal. Y demandó que Juan Carlos los acompañara. El padre evitó que se “montara” en el asiento delantero del carro, como era normal, y abrió la puerta de atrás… Llegaron al negocio del tío, y Chico ni saludó; solo espetó con voz evidentemente alterada, — ¡Vio lo que hizo este hijueputa!, como si nosotros le hubiéramos enseñado esas cosas. Calián respondió con madura firmeza y tranquilizante entonación, — Ya yo hablé con él, lo perdoné y le advertí que nunca volviera a cometer esos errores tan feos.

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Chico solo era capaz de aceptar una fuerte condena, cualquier otra posición le pareció censurable, — Ah, ¡entonces estás a favor de él! Y exhibiendo su indignación al máximo, se dirigió a su mujer, — Genia, haga un cheque; páguele la cuenta. Como despedida, lanzó su última e irreductible palabra, — Adrián, si usted le da algo a Carlos, de hoy en adelante, lo pierde porque yo no se lo pago. Pero, ¿cuánto se imagina uno que puede durar un castigo, para que cumpla su intención constructiva? Tratándose de Chico, cualquier estimado probablemente va a fallar. Cuando el chiquillo ya cursaba el sexto y último grado, llegó en la tarde de la escuela y encontró a Chico sentado bajo el palo de mango. Corrió al pie del árbol, y solicitó, — Papi, necesito el crédito donde tío Calián. El preadolescente consideró con acierto que ya las condiciones estaban maduras. Su padre respondió, aún regañón, pero con espíritu conciliador,

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— ¡Espero que haya aprendido la enseñanza! Más tarde vamos con su mamá a donde su tío, para abrir de nuevo el crédito. Y terminó con una de esas expresiones que encierran mucha sabiduría en labios del esforzado protagonista de estas historias, esta vez aplicada a su hijo, — Recuerde Carlitos, el hombre de rabo largo no se puede sentar. Chico es un padre casi inclemente y pretende la corrección a toda costa. Las experiencias transmitidas por sus hijos, especialmente varones, son abundantes en señalar ese celo. Un ejemplo de la trascendencia no solo represora de su código de conducta, es el caso de una adquisición con intenciones de formación, de adopción de hábitos de rigor y disciplina para asumir responsabilidades. Su segundo hijo hombre, Mario, cuenta que cuando tenía aproximadamente nueve años, — Mi padre nos compró una chancha. — Para enseñarles a ganarse el pan, que la vida cuesta. Añade Chico.

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Antes de salir para la escuela en la mañana, debían dejar todo listo; Mario rememora que bajo estricta inspección, debían — Lavar el chiquero, echarle comida al animal, verificar que todo estuviera en orden y en perfecta limpieza. El aseo era fundamental. Con gesto de señuda reciedumbre, el segundo hijo acusa recibo de su apreciado legado, — Mi tata es una persona muy estricta y exigente. De ahí mi carácter fuerte y el gran amor que profeso al trabajo. Eso nos enseñó y heredó. A Chico no solo le preocupaba el trabajo, pues, también piensa que el estudio es esencial en las nuevas generaciones. Él procuró proporcionar amplia oportunidad de estudio a sus hijos. Atildadamente complementa, — Los jóvenes deben evolucionar. Prepararse para ser personas educadas. Sin embargo, no aplicó igual rigurosidad para medir el fruto de las actividades laborales en comparación con el rendimiento escolar. No exigió ni presionó para obtención de positivos resultados académicos.

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Vilma, su única hija y, la de menor, confiesa que a ella la mimó y compartió mucho en diversas acciones que disfrutaron juntos, — Me enseñó a montar a caballo, aprendí a cuidar y arriar ganado y otras labores propias del campo. También me llevó y participé en muchas actividades festivas; carreras de cintas, topes, cabalgatas… Algunas veces, dicho como halago en función de su fortaleza y disposición para el trabajo duro de labradores, Chico medio bromeaba al asegurar que, — Vilma, mejor hubiera sido varón. Ella, con sentimiento de orgullo rebosante, declara, — Heredé de Chico, mi padre, valentía para el trabajo y alegría por la música ranchera; además el carácter fuerte de mi papá. Concluyó el tema, reconociendo mérito porque su papá respetara a cada uno la personal decisión. Ninguno estudió. Ella confirma que en ello reinó su propio criterio al asegurar, — O sea, el estudio no era nuestro interés.

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Orgullo mecánico a ojos cerrados “no te fijés como vengo, lo importante es que llegué”

Paralelo a la introducción del transporte motorizado de ganado en Sardinal, más de un lustro antes del matrimonio de Chico, fue notoria la creciente utilización de artículos y herramientas motorizadas a manera de motosierras, chapulines, tractores, vehículos. Ya a mediados de la década del sesenta, Chico empezó a familiarizarse activamente con problemas técnico mecánicos acarreados por usos de tales instrumentos. Una expresión preliminar de Chico ubica esta disposición inicial en su tiempo de vida, — Yo entré en contacto con carros muy güililla, con los de papá desde tiempos en La Ribera. Todavía no me interesaba suficiente la mecánica. La asimilación de conceptos mecánicos sucedió con natural fluidez porque, como en aquel pasaje descrito de la mula mordiscona trotando sobre tubos de la planta eléctrica Guacimal, constantemente tenían que consultar con oficiosos mecánicos a estilo de “El Renco” Filemón Méndez, para solución de diversos rompecabezas planteados con motores utilizados en labores habituales. Los primeros antecedentes de verdadero interés en esta marcada iniciación de increíble proyección, arrancó cuando, ni más ni menos, preparó y formó a su propio 187


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chofer para superar consabidas limitaciones físicas. Al respecto asevera Marino, el lazarillo de Sardinal, — Estando muy jovencillo yo, me enseñó a manejar en un jeep willys. En ese carro empecé a matar fiebre. Fue el primer gran peldaño registrado de una personal aptitud para la mecánica que cultivó y exhibió con orgullo, porque, cómo pudo enseñar a conducir auto una persona con problemas de vista como Chico. Un día, el rutilante chofer Marino tuvo un descuido, perdió control y “se zampó en un palo de naranja”. Después del socollón Chico reprendió indulgentemente desde el asiento del acompañante, — Diay Marino, ¿qué le pasó? ¡Pellízquese! Lo más sorpresivo del caso fue que Chico tomó el volante y con instrucciones de colocación verbales, reubicó el auto sobre el camino. Después de confirmar el buen estado del vehículo rural, lo confió de nuevo en su chofer y, demandó con jovialidad, — No se me duerma porque en la próxima nos podemos matar, pedazo de güevón. Otro caso más trascendente confirma su vocación formativa, cuando enseñó a María Eugenia, igualmente a conducir carro. Esa fue la actividad complementaria perfecta para su mujer, puesto que de por sí, aún hoy le 188


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acompaña a todo lado. Él, con satisfecho semblante por la conquista, ensaya una justificación, — No iba a andar con otro güevón dentro del carro, exponiéndome a que oyera todas las cosas privadas de la familia. Eugenia se convirtió en su chofer personal por excelencia para toda la vida; un papel más al adicionado desempeño de madre de tres hijos, esposa, guía, ojos y lectora de textos, y mano derecha en todo tipo de situaciones en el amplio espectro de vida, desde negocios hasta cuidados médicos. De todos, conducir es el rol menos apreciado por ella; no obstante, nunca mereció penalización o parte de tránsito por violación de leyes, ni registra accidente alguno en el expediente de manejo. Con total ausencia de jactancia, todo lo contrario, reafirma con sumisión y una pisca de complacencia, — A mí nunca me gustó manejar. Aprendí por necesidad. En presencia de tan extraordinarias cualidades de Chico como persona versada en asuntos relacionados con maquinaria, la primera más celebrada referencia de un poder de observación sorprendente para elaborar criterio mecánico práctico, sucedió cuando acompañó al papá don Crisanto a comprar un camión Dodge que vendía Gonzalo Calderón. Llegaron a la empresa y el propietario los recibió cordial, quien además era alto funcionario del Tribunal de Elecciones. Mientras don Crisanto negociaba 189


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condiciones del trato, Chico inició una exploración empírica del vehículo. Él cuenta el inicio de las circunstancias así, — Me subí a la cabina para tantearlo. Metió el embrague, movió la palanca de marchas y notó un fallo en la caja de cambios, no tenía fluidez, estaba mala. El hombre que conversaba con su padre se acercó y, muy asertivo preguntó, — ¿Vio la clase de vehículo que estoy vendiéndole a su tata? — Cuando lo reparen, sí, puede que sea bueno; así como está… ¡no! Tan desnuda respuesta desconcertó a Calderón. Chico amplió el juicio ahora dirigido al padre. Entonces, Gonzalo Calderón, confuso se despojó de la chaqueta y los convidó a dar un paseo para probar el vehículo, en claro desafío al criterio del invidente. El vendedor maniobró al volante del camión y ensayó un potencial demérito al diagnóstico de Chico, refiriendo el autorizado criterio de un experto profesional, — ¿Cómo va a estar mala la caja? Mi mecánico “Cachuzo” acaba de revisar este camión. Ya sobre vía pública, al salir del segundo alto la caja de cambios quedó en neutro; ni forzando la palanca entró 190


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ninguna marcha. Por encima del ruido de piñones trabados, Chico expresó con sequedad, — Vamonós. Según Chico, como filósofo en comercio, actividad esta que tanto le ufana, — Un negocio, si uno ve que es bueno, hay que decidirse rápido, de lo contrario debe desecharlo de una vez. El narrador efectúa una pausa como rebobinando recuerdos y con otra entonación de voz, más pasiva, relata, — Como a los tres días llegó el chunche a Sardinal. Cachuzo el mecánico manejó hasta el propio domicilio Chaves, y comunicó que recibió orden de dejárselos a prueba el tiempo necesario, y a manera de despedida realizó una última indicación, — Ahí úsenlo y cuando estén seguros, van y arreglan con don Gonzalo. Al cuarto día de exhaustiva examinación viajaron para la formalización del traspaso de propiedad. En esta ocasión Calderón ignoró la presencia de Chico olímpicamente, pues, aun cuando él pretendió participación activa, sus intervenciones quedaron sin réplica. Chico lamenta esa actitud con una reflexión henchida de nobleza, 191


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— A pesar de que era un hombre muy educado. A partir de hechos así corrió la fama de Chico como mecánico eficaz, y muchos repiten observaciones similares a los comentarios de Popo, el popular y folklórico amigo de Sardinal, quien atestigua, — He visto a Chico revisar automóviles, camiones, chapulines, cualquier motor jodido, y determinar con certeza la falla. Manuel González, otro de los antiguos “niños guía” asevera, — Chico solucionaba el problema de cualquier carro varado, y era capaz de cambiar una pieza de motor donde muchos fallaban. Esa generalizada reputación como mecánico, según testimonio activo de tantos personajes cotidianos en la vida de Sardinal, es reforzada al tener en cuenta el ampliado concepto de cualidades y razones que elabora el conocido empresario Andrés Carvajal, al expresar de manera juiciosa, — Es una persona muy informada, siempre tiene respuestas para temas políticos, de agricultura, ganadería, mecánica, y caigo a la razón que esto se debe, además de su inteligencia, a que es muy receptivo y siempre está dispuesto a aprender. 192


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Roberto Chan, dueño del distinguido restaurante Tica Linda carretera a Guacimal, quien conoce a Chico hace más de veinte años, relaciona con admiración algunas cualidades del amigo, — Aunque irradia energía y seguridad porque posee autoestima muy alta, nos es acomplejado para aprender; es auténtico. No tiene pelos en la lengua. Siempre dice la verdad y habla de lo que conoce. Pero, ni todo ese cúmulo de aptitudes enlistadas por tan distinguidas personalidades, puede explicar la velocidad en una reparación, cuando Héctor Cartín recibió su colaboración técnica. La vagoneta de Cartín, con motor de gasolina, lo “dejó botado” frente a la escuela de Sardinal. Al anochecer, el hombre “pulseándola embrocado sobre el motor” obtuvo auxilio de Adrián Chaves, quien, desde su propiedad allí facilitó una extensión con bombillo de luz. Avanzó la noche y el vagonetero no encontró el origen del inconveniente, entonces Adrián sugirió una posible alternativa de ayuda, — Yo tengo un hermano ciego, pero no crea, viera que acertado es. Él podría dar con una solución. Si quiere vamos a buscarlo. Un poco receloso al principio, el tipo aceptó el cordial ofrecimiento. Se trasladaron ambos y a las ocho de la noche tocaron la puerta de la casa. Chico atendió con 193


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afabilidad al serenamente,

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pero

advirtió

— No soy mecánico, pero en fin, vamos a ver qué podemos hacer. Regresaron a la ubicación del automotor con tan insospechado mecánico, a quien guiaron al preciso costado del motor. Entretanto conversaban sobre el último comportamiento de la máquina, Chico recorrió con el tacto la superficie hasta ubicarse en el motor dispuesto. Igualmente, con herramientas estándar tipo llaves corona y francesa, extrajo el recipiente del filtro; lo revisó con profunda atención y preguntó a Héctor, — ¿Dónde está el filtro que va aquí? El aludido contestó con la más natural certeza, — Aquí lo ando en la bolsa. Entonces Chico, con inteligente sentido de humor y fino sarcasmo increpó, — Idiay viejo güevón, el filtro es para que lo ande el chunche y no usted en la bolsa de la camisa. Balbuceó una respuesta don Héctor medio azorado, y depositó el artículo directamente en manos del ciego, quien frotó el recipiente con una “mecha de trapo” antes de soplarlo con la boca y, con oficio calzó la pieza en el 194


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sitio exacto. Cuando corroboró que gazas y prensas del repuesto estaban satisfactoriamente ajustadas, el individuo atendió voluntarioso la orden del peculiar mecánico, —Arránquelo Con agilidad dio vuelta por el perímetro de la carrocería hasta el asiento del conductor; ansioso activó simultáneamente pedales y palanca de marchas y giró la llave de ignición. El chofer respiró aliviado cuando fue capaz de acelerar el motor sin problemas. Entonces Chico, una vez comprobado el parejo funcionamiento del chunche, agregó caballeroso, alejándose preventivamente de la estructura, — Ya se puede ir. Claramente agradecido, Héctor desarrolló un rápido diálogo con Chico, — ¿Cuánto le debo? — Nada. — Cómo que nada, no no no, ¡cóbreme! Por favor. — Si fuera por cobrar tendría que pagarme diez mil colones; no ves que me fuiste a levantar cuando estaba durmiendo. 195


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Respondió desdeñoso de su fugaz aguda intervención. Probablemente Héctor nunca olvidó a esa persona que, sin gozar del sentido de la vista, utilizó la sapiencia para liberarlo de su embrollo aquella noche. Así probablemente agregó un escalón más al renombre del mecánico ciego. Un par de años después tocó el turno a don Juan Arias, conocido amigo finquero de la zona, quien acudió al hogar de Chico para solicitar arreglara el carro de combustión gasolina propiedad de su acompañante, ingeniero del Ministerio de Obras Públicas. En el corredor conversaron sobre el problema de funcionamiento del auto varado antes de disponerse a salir. Arias explicó la situación efectuando ademanes como si estuviese ante una persona vidente, — No arranca, el motor está como muerto. Chico sondeó detalles específicos para armar una hipótesis mental que iluminara el proyecto de solución. — Parece falla en el sistema eléctrico. Murmuró Chico cavilando en voz alta. Aventuró otra interrogante, — ¿Alguien traveseó los platinos? — No, en absoluto. 196


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Respondieron los aludidos. Chico solicitó que lo aguantaran un minuto y reapareció con una caja de herramientas; arribaron al lugar indicado y, cuando el invidente puso manos sobre el motor, directo dirigió su atención a la bobina. Posterior a una prueba de circuito la cambió por otra bobina que traía y, aunque el motor arrancó al toque, no emparejó en bajas revoluciones. El técnico mecánico pronunció con falso estupor, — Me mintieron, porque esa falla es de platinos; deben estar sucios o picados. Los hombres mantuvieron un silencio incómodo. Entonces, con don de mando indicó, dándoles confianza para lo consiguiente, — La máquina va seguir fallando pero no se vara. Eso sí, es necesario cambiarle platinos porque va a costar arrancar el motor en frío. Con disipada jactancia, Chico respondió a la pregunta que lanzó el ingeniero, intrigado con la demostración del ciego, — ¿Pero cómo logra usted saber todo esto? — Ahh… más sabe el diablo por viejo que por diablo. Y los tres rieron asintiendo con movimientos de cabeza. Dejaron a Chico en casa con interminables muestras de 197


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agradecimiento por sus excelentes dones, camaradería y buena chispa. En otra ocasión, el mismo finquero don Juan Arias, tenía aproximadamente dos meses de sufrir con un Toyota del año, al que había metido bastante kilometraje. Como auto nuevo visitó el taller de la agencia Purdy primero, para aprovechar la garantía; luego fue a Puntarenas, también a Esparza, y en ningún taller lograron proveer alguna solución definitiva. Don Juan decidió ponerse en manos del mecánico milagroso y una vez frente a él, desgranó el motivo de sus preocupaciones, — He gastado mucho dinero en este carro y no han podido repararlo en ningún lado; usted es el único que puede encontrar donde está el problema. Como ya conocía sus métodos, ante interrogantes preliminares que planteó el osado invidente, el interlocutor puntualizó cada respuesta, — De un tiempo acá, el carro echa a andar y en los primeros cincuenta kilómetros funciona bien, a los sesenta empieza el motor a calentar, y cuando sobrepasa los ochenta kilómetros se recalienta en extremo y echa humo por la tapa. Ahí no queda más que parquear hasta que enfríe.

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Un Chico espontáneo respondió con ese amistoso sentido del humor y aparente falsa modestia tan característica en él, — ¿Quién le dijo a usted que yo soy mecánico?, pero si cree que le puedo ayudar… con mucho gusto. El dueño actuó en consecuencia y dejó el Toyota en el solar de la casa. Chico llamó a Eugenia como asistente una vez más, a quien solicitó arrancara el carro sin acelerar mucho. Cuando estaba a medio gas, detectó en el radiador un determinado nivel de agua; pidió más aceleración y constató casi idéntico nivel, a lo que Chico, un tanto excitado, comunicó a María Eugenia su temprana hipótesis, — Nos comimos un jamón. Chico despegó la manguera de retorno del radiador y descubrió desprendimiento interno en el forro de tela. El problema obstruyó el ducto y detuvo la circulación de agua. Posteriormente, Chico conminó a don Juan a comprar una manguera nueva. El propietario no sospechó la respuesta cuando manifestó dudas en el diagnóstico emitido por el ciego, — Pero ¿si no es ese el daño? — ¿Quién está arreglando el carro, usted o yo? Vaya compre la manguera y si no es eso, yo me la dejo. 199


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Cuando finalmente pegaron la manguera nueva al radiador, la prueba ratificó el diagnóstico. Don Juan confió a Chico una certera y condescendiente conclusión, — Qué cosa más sorprendente, ningún mecánico en todos esos grandes talleres dieron con el daño, y un invidente en su casa lo logró. El pícaro mecánico recurrió con exultante orgullo, a uno de sus preferidos dicharachos, — Cuando yo digo que la mula es negra, es porque traigo los pelos en la mano. Este otro ejemplo de convincente poder de análisis sucedió mientras Chico y María Eugenia compartían trayecto en carro por la Interamericana con un amigo de Cañas. El compañero de viaje reconoció a un camarada de pie sobre el espaldón de la carretera, cuyo camión evidentemente varado estaba al borde del pavimento. Eugenia detuvo la marcha para ofrecer posible colaboración en la necesidad. La “amistad” relató la presencia de un mecánico experto “en mecánica de diesel”, quien dictaminó, — Hay que bajar la máquina. El amigo compañero de viaje de los Chaves se lamentó, — Juepucha, se quebró la máquina; ¡no se va a agüevar uno! 200


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Inexplicablemente Chico preguntó con discreción si el dueño del transporte averiado era rico o pobre, y recibió como réplica una expresiva cadena de giros populares, — N’hombre, ¡es un arrancado! Bretea con el camión… jala chunches. Inmediatamente Chico abrió la puerta del auto y ordenó lo guiaran hasta el camión. Una vez próximo, en breve conversación preguntó al chofer si deseaba arrancar el motor para escuchar. El hombre acongojado por la circunstancia, seguramente dispuesto a agotar cualquier posibilidad, accedió a la petición del invidente. El ciego orientó la oreja en obvia atención al block del motor, y repitió un mandato varias veces, — Acelere, acelere. Suéltelo… Una vez que escuchó con gran cuidado el continuo ciclo de la máquina, simplemente declaró, — Son los inyectores del combustible; dos de cuatro están descalibrados. El mecánico autor del anterior dictamen, primero mostró suficiencia frente al ciego, luego confusión y después de constatar que daban oídos al diagnóstico contrario con tanta seguridad, pareció mortificado. No pudo permitir el supuesto escarnio profesional y reaccionó puyando a Chico, 201


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— ¿Por qué usted cree que ese golpe en el motor son inyectores? Chico razonó el fundamento de su conclusión, explicando que el ruido se escuchó únicamente en dos de los cuatro cilindros. Y complementó, — Pero además, el golpe suena en aceleración. En desaceleración desaparece. Si fuera un daño dentro del block, por cigüeñal, buchings bielas o anillos quebrados, el “clac clac” se mantendría en desaceleración. Chico aprovechó el profundo silencio del mecánico, obviamente ardido con tan completa respuesta, para impartir categóricas indicaciones, — Váyase así, despacito, no pasa nada. El motor cabecea porque va en dos pistones, pero así llega; después llévelo a un laboratorio de bombas diesel para calibrar la inyección. El dueño del camión, según comunicó el amigo de Cañas en días ulteriores, efectivamente llevó el camión a un laboratorio especializado y, una vez calibrados los inyectores de la bomba, desapareció el ruido. De paso el camionero envió un saludo de agradecimiento al sorprendente ciego quien, ese día, pareció un ángel de la guardia en carretera. Chico, recuerda complacido aquel pulso entre técnicos, y complementa, acentuando un liberado orgullo, 202


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— Ahí me hice de otro enemigo más… Por dicha ni conocía a ese mecánico. Otro caso memorable de providencial oportunismo sucedió para las fiestas patronales en Sardinal el 8 de diciembre. Un grupo de visitantes provenientes de Atenas, advirtieron la pérdida de las llaves del carro cuando pretendían regresar al pueblo de origen. Un amistoso vecino del poblado se arrimó para colaborar al verlos acongojados buscando como locos y, convencido luego de la inutilidad del esfuerzo, comentó, — Yo sé quién puede resolver esta bronca. Fue así que recomendó a Chico otra vez, quien los atendió con gestos serviciales y se mostró pronto a colaborar. Cuando llegó al centro del pueblo ya iba preparado; tomó asiento en el espacio del chofer, sacó una filosa cuchilla hechiza de su pequeña caja de herramientas y cortó cables eléctricos detrás del llavín; enseguida procedió a juntar los cables pelados para dar ignición por contacto y dijo, — Está listo, lo dejé con arranque directo; así pueden viajar mientras van donde un cerrajero. Para apagar el motor solo separan estos cables; háganlo sin miedo, no jala… El dueño del carro, muy sorprendido con la experiencia, pronunció frases de eterno agradecimiento y preguntó, 203


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— ¿Cuánto le debemos, don Chico? Para tomárselo como broma, Chico respondió con jocosidad, —Diay, pa qué se van a ir tan rápido, de por sí estamos de fiesta ¡traigan más guaro y más mujeres!

Una yunta dispareja “es mejor deber plata que deber un favor”

Se menciona a Polaco como cercano compañero de Chico en el abordaje de temas sobre mecánica automotriz. Quizá porque este hermano también ciego es más reposado que Chico, dos temperamentos tan disímiles no siempre lograron compartir aficiones y superar limitaciones juntos. Chico alude al “desperdicio” de virtudes que aqueja al hermano, debido a su pasiva timidez comparada con la hiperactividad propia; es bastante común oírlo expresar, — Polaco es mucho más inteligente que yo. No obstante, en algunas ocasiones coincidieron y narran más de una buena anécdota, que evidencia buena inteligencia comunicativa entre ambos. Como antecedente, ambos compartieron propiedades y bienes en asocio, como finca El Cerro, adquirida junto con Adrián, donde desarrollaron diversas actividades 204


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agropecuarias. Al final, también heredaron de sus padres la propiedad domiciliar de familia en La Ribera de Belén, por partes iguales. Además, en los tempranos tiempos de su arribo a Sardinal, fueron socios en un improvisado aserradero de madera. Para ello obtuvieron una larga y primitiva sierra manual con dos asas, y trasladaron tucas desde propiedades familiares. Maniobrando bestias y bueyes, colocaban la respectiva pieza sobre “burras” preparadas para el efecto, y por medio de clavos y cuerdas establecieron guías de corte. Entre los dos valientes volaban sierra día y noche. Dice Chico, — Para nosotros cualquier hora es lo mismo. Como somos ciegos, preferimos trabajar en horas frescas de noche y madrugada. Chico todavía guarda la vieja sierra colgada sobre la pared del galerón taller contiguo a su morada en Sardinal. Otro ejemplo de cooperación fraternal relató Rodolfo Gutiérrez González; cuenta que su abuelo Isabel María Gutiérrez vivió una inolvidable historia con los hermanos Chaves. Como a una de la mañana de una larga noche, oyó proveniente del exterior de la casa, cada vez más cercanas, voces de gente en conversación sin parar. Intrigado, no pudo atenerse a lo poco discernido por los oídos y salió del hogar para esclarecer qué sucedía. En la 205


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profundidad nocturna logró determinar a un par de personas que alternaban interjecciones y ruidos como si realizaran afanes de fuerza física. Distinguió algunas órdenes en voz alta, — Soque, aprete, clave, jale, ¡listo! Puso mayor atención y escuchó demandas más complejas, — Alcánceme el martillo, déme las grapas, palanquee el poste. Rodolfo, con una mueca maliciosa dijo, — Mi abuelo pensó que lo estaban asustando. Finalmente logró establecer con alivio que eran los ciegos hermanos Chaves apuntalando una cerca dentro de la propiedad colindante, y tensaban hilos de alambre de púas entre viejos postes sin conceder importancia a la hora de madrugada escogida. Finalmente el nieto concluyó el relato referido por su familiar, — El trabajo que hicieron en la cerca fue muy bueno, y no dejaron residuos visibles en el suelo. Rodolfo mencionó, dicho sea de paso, que su abuelo admiraba mucho a Chico por ser tan “pulseador”.

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Pero fue con la mecánica cuando más sorprendieron a quienes conocieron la gran pasión que profesan estos hermanos. Muchas personas muestran asombro y respeto por haberlos visto en diversas ocasiones, entusiasmados, fajados en el piso, con un reguero muy ordenado de herramientas y piezas de motor, manipulándolas ya sea para reconocerlas o lavarlas con gasolina. No son pocos testigos quienes escucharon detalladas conversaciones ceñidos en armar o articular diversas partes motrices. Una anécdota que retrata manera y tipo de dificultades que vencieron juntos, narrada en detalle por los propios protagonistas, sucedió cuando decidieron intercambiar llantas delanteras de un Volvo propiedad del hermano Hernán, para equilibrar el desgaste que tenían las ruedas traseras. Chico inicia su relato así, — Hernán fue siempre flojito para el trabajo mecánico, y nosotros controlamos el deterioro en el taco de las llantas que llevan todo el desgaste de la tracción. Una tarde después de la faena diaria, Hernán metió el chunche dentro del garaje. La estructura cubierta localizada en la esquina de la propiedad sobre un montículo bastante alto, poseía acceso por rampas inclinadas construidas desde nivel de calle pública. Los hermanos pusieron manos a la obra y concretaron la maniobra tan conversada y planeada entre ellos. Chico especifica la labor preparatoria, 207


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— Teníamos que sacarlo del garaje para meterlo de culo, en posición para alzarlo en gatas. Distribuyeron responsabilidades en la operación, y Chico asumió de chofer al volante, — Yo me monté y arranqué el motor. Con la guía de su invidente hermano, puso marcha atrás, para bajar el carro suavemente por las rampas. Polaco comunicó constante voz en cuello, mediante cotejos palpados con manos, pies y bastón, distancias estimadas entre llanta y orilla. Él gritaba, — Déle, déle. A la derecha. Quiebre a la izquierda. Siga, siga. Ahora a la izquierda, de ese lado quedan treinta centímetros. El peligro de caer volcado permaneció latente, y a veces las dudas atormentaron a Chico a tal extremo, que redobló medidas de seguridad, — Me bajé del carro para cerciorarme personalmente de algunas indicaciones. Una vez colocado el auto en lugar preciso y, levantado en gatas, aflojaron y socaron las tuercas con las “llaves rana”, para finalmente, efectuar el concertado cambio de llantas, sin otra novedad más que la satisfacción de ambos. Con ingenio mordaz desposeído de rencor comenta Chico, 208


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— Ni las gracias nos dio Hernán, pero nosotros quedamos más que compensados con el trabajo. A propósito de llantas; otra interesante experiencia en la vida de Chico, esta vez individual, puso a prueba ante público desconocido, concentración y habilidad para manipulación de herramientas. Sucedió cuando compró un carro en la agencia Datsun y recibió el repuesto de llanta con medida no correspondiente al aro del modelo. Chico reclamó en compañía de Eugenia y el funcionario de la agencia contestó, — Hay que cambiarlo pero todos los empleados están ocupados; el repuesto está en ese otro vehículo. El hombre creyó que, por características del interlocutor, el asunto llegó hasta allí. Entonces, sin solicitar permiso ni nada que parezca, Chico ordenó a su inseparable asistente y siempre servicial esposa, — Tráigame las herramientas para sacar el repuesto. Y empezó a trabajar maniobrando con eficiencia una gata hidráulica para levantar el carro, ante el asombro de trabajadores cercanos. Varios se aglomeraron alrededor para observar cómo el ciego quitaba la llanta. Francisco escuchó dudas sobre su habilidad o estado de ceguera, entre bromas y risas, — ¿Cómo? ¡Si no ve! Un ciego no puede hacer eso con tal precisión. 209


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Chico afinó el tacto, quitó la llanta y puso la otra sin contratiempos. Dándose por aludido ante los diversos comentarios que escuchó, escogió la oportunidad y respondió lanzándoles un celebrado reto, — Si entre ustedes hay alguien más rápido que yo para realizar este trabajo, le regalo mil colones. Y una voz de aprobación dejó oír, — Ese hombre está solo. Aquí no hay nada que hacer, vamos jalando. Francisco detectó a un remanente grupo de murmuradores al borde de la escena, todos maravillados con la demostración, y lanzó un reproche de inteligente ironía, — No había nadie libre para cambiar una llanta, pero ahora sobraron vagos para observar a un ciego trabajando. Al escuchar aquella salida, poco faltó para recibir aplausos, pues celebraron con sonoras risas la agudeza mental de aquel hombre tan especial, capaz de formular invectiva tan fina y oportuna sin caer mal.

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La saca de guaro y el curandero nica “sé con cuantas puntadas se hace un caite”

El comerciante ciego trasladó el “Bar tres botellas y una kola” veinticinco metros al sur de la ubicación original, carretera a Sardinal, donde construyó un mejor local. La nueva estructura de estilo rústico, dejó expuestos a clientes ocupantes de la barra y el salón piso de tierra a fuertes corrientes de viento, especialmente cuando reventaban “los nortes” en la transición decembrina hacia el verano. Entonces, el listo ciego materializó una atinada ocurrencia, — Empecé a trasplantar higuerones nacidos en potreros alrededor y los sembré en fila; conforme crecieron crearon una cortina natural para tapar la ventisca. La barrera tapavientos agregó un fino elemento armonioso al lenguaje autóctono del espontáneo diseño. Todo ese atractivo pesó en el conocido espíritu negociador del invidente y, cuando apareció un buen comprador, vendió. Eventualmente los nuevos propietarios cambiaron el nombre al actual Bar El Venado. Después de un prolongado período, sucedió que el precio del ganado cayó en una de esas fluctuaciones cíclicas, y amenazó fuerte la estabilidad económica del núcleo familiar de Eugenia y Chico. Francisco conversó con su señora sobre la necesidad de negociar un terreno para 219


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financiar obligaciones vencidas; ella se opuso y terminó convenciéndolo de explorar mejores alternativas. Con buena lógica ella arguye, — Yo siempre aconsejé a Chico para que no se deshiciera de tierra. Eso es lo único que se sostiene en el tiempo. A la postre, Chico comentó la difícil situación pecuniaria con el suegro y colaborador Fausto Porras. De allí salió una temeraria idea, cuando el pariente político sugirió entre broma y serio, — Ya usted tuvo cantina, ¿por qué no monta una saca de guaro contrabando? Chico siguió la corriente a la broma, pero de repente se “prendió un bombillo” en su cabeza y analizó la idea con sobriedad. Al referirse a sus elucubraciones en aquel momento, utiliza un dicho del abundante repertorio, — Eso es como el caite de hule, entre más se calienta más estira. Elaboró mejor la sugerencia respondiéndose una y otra pregunta. Entonces prosiguió el dialogo con el suegro, — Diay, ¿por qué no? — Chico, hay que tomar en cuenta que es ilegal. — Fausto, yo sé dónde estoy parado. 220


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Pusieron en movimiento los preparativos en el propio hogar de la familia Chaves Porras. Asesorado por tan señalado pariente consanguíneo, como es natural, Eugenia también tomó parte en la original empresa y empezó la destilación de alcohol de contrabando. Chico confirma la repartición de tareas, — Eugenia se encargó de “la cocina”. Ella chorreaba y envasaba. Una vez en producción, el próximo paso era colocarlo en el mercado. Obvio, en el complejo proceso hubo que actuar con cuidadosa estrategia clandestina, — Cuando tenía veintidós galones sacados, salí a buscar en quién confiar la última fase de la distribución. Gracias a discretas averiguaciones previas dio con un señor Nicolás Jiménez, dueño de pensión de huéspedes frente a la sede del Resguardo Fiscal de Miramar; precisamente el cuerpo de policía encargado de represión de la ilícita actividad. Chico abordó a Jiménez con coartada, — No ve que me están pagando una plata con guaro de contrabando. El individuo no tragó cuento y transcurrido un tiempo respondió, — Yo sé que es usted el que saca guaro. 221


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El astuto ciego se hizo el tonto sin aceptar ni negar nada y… prolongó el negocio tres años. Para despistar, mientras María Eugenia “chorreaba”, con frecuencia Chico visitó su antiguo Bar Tres Botellas y una Kola, administrado entonces por Franklin Rodríguez y, habló bien mal de gente metida en actividades de licor de contrabando. Con picardía socarrona advierte, — Nadie se imaginaba que yo era uno de ellos. Cuando el precio del ganado recuperó niveles ascendentes de equilibrio financiero, Chico regresó por entero a desarrollos agropecuarios habituales jamás abandonados, y dejó la comprometedora industria de la saca de guaro. En medio de ese embrollado y temerario trajinar de vida, muy rara vez retomó al viejo telele familiar de hallar curación a su padecimiento ocular. Una nueva fase indagatoria despertó cuando un amigo de Miramar “le pasó el volado” referente a un indio en Nicaragua, capaz de curar todo tipo de enfermedades. Con nuevos bríos de optimismo después de casado, los poderes del chamán lo entusiasmaron y sin pensarlo mucho, preparó el desplazamiento al norte. Realizó viaje en compañía inseparable de su esposa María Eugenia Porras y del ciego hermano Polaco. Chico justificó la invitación fraterna de su igual atendiendo el bien apreciado sentido común, 222


El tercer ojo de Chico Chaves

— Diay, si cura a uno cura a dos. Como chofer sirvió el notable lazarillo Marino González. De Sardinal partieron a las cuatro madrugada y arribaron al Departamento Jinotega a las seis de la tarde. Descansaron en alojamiento rural y, a las cuatro esa madrugada el grupo estaba en pie. Caminaron tres horas por quebrados senderos. La “deficiencia” hizo el trayecto del grupo más agotador y penoso, mas lograron culminar destino en profundidad del monte a cabalidad. Con escepticismo Chico formó criterio a partir de primeras frases de intercambio con el indio, — Era pura bulla. ¡Con solo oírlo supe la leche que daba ese sapo! El indio frotó un ungüento en mis ojos y en guacal me dio un bebedizo de cáscaras. Comprendió malogrado el viaje, sin embargo, manifiesta con sentido de humor innato, — Le hizo tiro al padre y se pegó al sacristán. Dicho que aplicó porque, si bien el remedio no curó la ceguera, sanó el estómago, pues, no volvió a padecer de gastritis que lo tenía jodido desde tiempo atrás. Pragmático resume, — Con esa ganancia emprendimos el regreso a Costa Rica. 223


El tercer ojo de Chico Chaves

Aunque no contento con el resultado, en la lectura de su expresión facial con sombrero echado atrás, puede adivinarse cierto grado de satisfacción en su fuero interno.

Contrabandista hormiga en fuga “darle un beso a la mujer dormida es como comerse un gallo de masa”

— Siempre me ha gustado el comercio. Esta afirmación usual en cualquier plática con Chico, le motivó a correr grandes riesgos en la frontera panameña, cuando la situación económica se puso cuesta arriba, — Probé traer mercadería de contrabando, yo solo con María Eugenia, en uno de los primeros carros doble cabina que compré. Cargó la equivalencia en dólares de sus ahorros y llegó al otro lado del límite, a zona de mercado libre del hermano país. Compró todo lo posible y anota, — De regreso en la frontera me quedaban solo cuatro dólares en la bolsa. Con astucia natural, desarrolló la estrategia de encubrimiento planeada. Revolvió indumentaria personal usada con ropa nueva; utilizó sacos viejos de envoltura 224


El tercer ojo de Chico Chaves

para disimular mejor. Haciendo gala de viveza explica otro método utilizado para ocultar mercadería comercial muy apreciada y tamaño más cómodo, — Y valiosos artículos, relojes, perfumes, lociones, escondí en espacios vacíos entre el tapiz de las puertas, también rellené con mercadería huecos de carrocería debajo de asientos. El carro venía hasta la mierda de contrabando. María Eugenia enfiló hacia la frontera con apariencia tranquila, pero en realidad la arriesgada empresa no fue fácil, — Yo me sentía muy nerviosa, pero confiaba en Chico y no podía demostrar miedo. Chico echa más gasolina al fuego, — En el único lugar donde no traía mercancía fue en las llantas, porque eran muy pequeñas, sino también las hubiera desarmado para llenarlas. Franquearon la línea divisoria sin novedad y experimentaron inquietud al saberse en el país. Chico ríe con sombría mueca de ironía y agrega un enunciado con expresividad poco más grave, — A la altura del puesto de control El Brujo, dos inspectores de aduana procedieron a fumigar el carro y realizaron el registro correspondiente. 225


El tercer ojo de Chico Chaves

La expectación se comió a Chico; bajó del auto y amparado en el bastón se aproximó a los inspectores, e hizo uso de la única arma que allí valía, tal es provocar plática en provecho de la simpatía que despierta la relación con un ciego parlanchín. Logró confianza, pero sorpresivamente expresa, — A la puta, casi me sale el tiro por la culata. Porque, incapaz de encarrilar a ambos funcionarios dentro de una hablada inocente, uno introdujo el tema del contrabando, y deslizó un aviso como para medir la reacción del interlocutor, — Si yo dudara de que hay mercadería escondida en este carro, perfectamente podría despegar los cobertores de puertas. Es posible imaginar el sentimiento de turbación que provocó estocada tan directa al corazón; Chico resintió el chuzazo que lo dejó como desnudo, pero conservó la compostura y tras tomar una bocanada de aire entre dientes logró articular una débil interrogación, — ¿Agarran mucho contrabando? — Uhh, viera usted… relojes, licores, ropa, lociones… Estupefacto aún, se recobró para exhibir un falso sentimiento moral nacionalista. Finalmente liberó una exclamación condenatoria, 226


El tercer ojo de Chico Chaves

— ¡Cómo es posible que haya gente tan dañina! La actuación del invidente probablemente lució convincente porque Chico cerró el angustiante pasaje narrado así, — La verdad me asusté mucho. El hombre, si sospechó no revisó, y salí de allí como alma que lleva el diablo. Alcanzaron llegar a la Ribera de Belén en tiempo récord, casi sin realizar escalas de camino. Sintiéndose amparado en el pueblo original, Chico narró a un viejo amigo “el chile” vivido en El Brujo. El hombre lo alarmó más y se rajó con una exhortación, — Jale de una vez. Vaya esconda la mercadería por un buen tiempo. La pareja Chaves Porras finalmente superó la paranoia en Sardinal y en cortísimo período, distribuyeron encargos y demás mercadería entre vecinos y familiares. Sin embargo, Chico recapacita y muestra consideración, especialmente por el sufrimiento de su esposa, y subraya con fuerza, — Yo nunca pierdo en un negocio, pero si uno juega con fuego se puede quemar.

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El tercer ojo de Chico Chaves

La Congoja fue la salvación “porque el guaro regalado es más rico y ni goma da”

Muchas interesantes anécdotas aquí están relacionadas con recurrentes épocas de crisis económicas del país, que obligaron al protagonista de la historia a explotar ingenio con altas dosis de coraje para superar riesgos que acechan en tan engorrosas etapas de vida,como a cualquier persona. Chico hace cálculos preliminares para tasar su estado económico financiero en determinado momento previo a una renovada crisis con el precio del ganado, — Yo tenía… solo afuera, doscientos terneros a medias; más otro ganado para liquidar en otras posesiones de tierra propias. Y arruga como acordeón la frente a tal extremo que, sin tocarlo, mueve el perpetuo sombrero en la cabeza, — Y se vino el precio al suelo, pero totalmente, una cosa que nunca se había visto. Fue durante la época del presidente Carazo. La valoración de la realidad actualizada inclinó a Chico a analizar la opción igualmente recurrente. Comentó a Eugenia, — Vendamos un pedazo de tierra, porque no tengo con qué pagar ni los intereses. 228


El tercer ojo de Chico Chaves

— Ah no, no podemos salir de tierra, es lo único permanente que tenemos. Eugenia siempre se pronunciaba en contra de “salir” de tierra por necesidad, porque en su opinión, — Lo único que uno hace es malbaratar la propiedad. Entonces, espoleado por la réplica verbal de su señora realizó un examen de alternativas, y rescató un viejo activo que poseía engavetado, — Yo había comprado una patente pa vender guaro, porque… si venden un saco de alacranes y yo calculo que es barato, lo compro. No, ¡de veras, yo soy así! Y también vendo, lo que me compren. La patente de licores rescatada del olvido costó “setecientos pesos” tiempo atrás. Él recapacita anticipándose en el relato, — Eso me salvó. Chico empezó “a hacer números”, cómo podía defenderse con la patente. Hizo una rápida relación y recordó la céntrica propiedad del hermano en el poblado de Sardinal, la antigua soda de Calián frente a la escuela. Entonces volvió a encendérsele el bombillo. Rápidamente exploró la idea y tomó una decisión conjunta con Eugenia. Prosigue Chico, 229


El tercer ojo de Chico Chaves

— Lo conversé con mi hermano Calián, llegamos a un arreglo y se abrió el negocio. En la distribución de tareas dentro de la operación del negocio, Eugenia se encargaría de alistar el pollo frito y atender la barra. Chico consiguió un préstamo particular para levantar el inventario a disposición de la clientela y adaptar la infraestructura. — Es que yo he sido valiente. Así, con mi deficiencia, yo le hablo hasta a un muerto. Y para no dejar duda sobre su disposición y habilidad para convencer a quien sea, dice demostrarlo al tratar con quienes practican una profesión liberal que confiere cierta fama de plateros, como si fuese la más apreciada rajonada en el mundo, — Fui a hacer una escritura por una propiedad, y no llevaba ni pa pagarle al abogado, y salí con el papel timbrado en la mano. Así fundamenta cómo movilizó con presteza cuanto fue necesario para gestionar el negocio. Bautizó el establecimiento con una expresión muy representativa de aquel momento de grandes dificultades personales. Después de consultarle sin éxito a Eugenia para recordar con exactitud el nombre del negocio; ella intervino con jocosidad,

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El tercer ojo de Chico Chaves

— Recuerdo que “Pata ´e Gato” había sugerido ponerle La Cueva del Sapo. Él la corrige y da con el excelente nombre adoptado dentro de su extensa memoria, — Bar La Congoja; así se llamó. Chico recapitula que se planteó el problema de cómo atender el nuevo negocio, por el recargo de funciones que significaba para Eugenia, puesto que ella, además atendía necesidades en el hogar. No podrían valerse de los dos hijos varones, como naturalmente de costumbre se ha hecho. Chico reflexionó en voz alta sobre los inconvenientes que hallaba, — Poner a algún carajillo a trabajar en un bar, yo dije, puta no me parece. Tendríamos que atenderla nosotros dos solos. Eso significaba más peso en las responsabilidades del negocio sobre ellos, especialmente en espalda y brazos femeninos. Debían desatender muchas situaciones domésticas y sacrificar a la familia. Con el colaborador espíritu de Chico, era poco lo que podía aportar en tal sentido. Entonces tomaron una decisión definitiva así: el matrimonio abría el negocio y Chico se sentaba por dentro de la barra, en lugar estratégico, a esperar que entrara a saludar cualquiera entre la gran cantidad de amigos del pueblo. Cuando eso sucedía, iniciaban la 231


El tercer ojo de Chico Chaves

conversación y, si pasaba un ratillo y el visitante no pedía nada, Chico solicitaba con cordialidad, — Genia, ponéte un par de birras aquí. Ese era el gancho, porque cuando se daban cuenta, el “cliente”, entusiasmado con la conversación, pedía una orden tras otra, y así sucesivamente. Chico, con esa estrategia comercial, levantó la clientela del nuevo negocio. Dice una empresaria de ese tipo de negocio, amiga de Chico, sobre sus especiales cualidades para la tertulia, — Chico tiene opinión formada de todo, en política, futbol, en ganado y agricultura, de mecánica y caballos, está al día en todo. Por su experiencia de vida desde el “Bar Tres Botellas y una Kola”, conocía el valor de la tertulia aderezada en los cálidos ambientes de taberna, y la promovía con la complicidad y empatía de muchos. El asegura festivo y emotivo, — Los momentos más felices de mi vida los he pasado en cantinas. Nada se compara a un buen grito sabanero en un bar. Una chistosa experiencia que vivió el hermano de Eugenia ilustra bien el ambiente creado. Edwin mismo se encarga de narrarla. 232


El tercer ojo de Chico Chaves

Viajó el cuñado de Chico desde Paquera, donde laboraba con el Magisterio Nacional, y pasó a saludar al bar en el centro de Sardinal. Chico entabló conversación, nada difícil en su prolongada y cercana relación mutua y, pidió un par de cervezas… y tomaron “más de un par”. La atmósfera estaba al tope de ebullición, según palabras de Edwin, — Pusieron música de corridos mejicanos y rancheras de Antonio Aguilar. En esas estaban, cuando la hermana llamó a su carnal para contarle en confianza algunas peripecias de la actividad y más o menos explicó el proceso para cocinar el pollo frito. Edwin retornó al sitio para seguir compartiendo con Chico cuando, de pronto, salió Eugenia y solicitó a su hermano una colaboración, — Quédese aquí en el negocio mientras voy a mi casa, un momentico. Cuando ella salió, entró al establecimiento el finquero y amigo Manuel Solís con algunos peones y tomaron posición en una mesa del salón. Ordenaron un par de rondas de cerveza y Edwin atendió con eficiencia. Se turbó un poco cuando escuchó la respuesta de Chico a la solicitud del finquero interesado en las piezas de pollo, — Sí, ¿cuántas porciones? — Siete. 233


El tercer ojo de Chico Chaves

Chico se dirigió a Edwin, y, obviando la ausencia de Eugenia, instó — Alístelo usted. Mentalmente, Edwin repasó las explicaciones de su hermana antes de partir, y cuando hizo arranque para la cocina, oyó la voz de Chico, quien sin mover un músculo alentó, — Guevón, que queden bien ricas esas porciones. El improvisado cocinero echó las piezas al freidor y cuando conjeturó el punto de cocción, sirvió la orden. Entre tanto, Chico había ingresado varias veces a supervisar el trabajo en la cocina. Con perenne humor y sin un ápice de autocompasión, se mofa de su condición invidente, — Imagínese, ¡yo de maestro! Cuando llegaron a pagar el consumo, preguntó Chico, normal, — ¿Cómo estaba el pollo? Manuel Solís parecía no sentirse cómodo con la debida respuesta, pues se preciaba de buen amigo, pero la desazón era obvia. Acreditando esa amistad, con anterioridad excusó al negocio diciéndoles una mentirilla amigable a sus acompañantes, 234


El tercer ojo de Chico Chaves

— No se quejen de nada, ¡porque es Chico el que está preparando el pollo! Pero, ante la pregunta directa careció de valor para mentir, y respondió quedo junto al oído, — No digás nada a tu cuñado, pero estaban simples; les faltó condimento y fuego. Edwin y losdos más involucrados en la historia vacilaron de lo lindo, pero Eugenia, pretendiendo justificar la falla con cariño, recordó con simpatía, — Yo dejé algunas piezas listas, solo de echar al freidor, pero Edwin preparó otras. Es probable que… las cervecitas…

Activista social en Barrio Sagrado Corazón “se me pone que usted va a ordeñar, y yo ya vengo con el queso”

En dirección oeste desde la casa Chaves, como quinientos metros después del riachuelo, se localiza el, aquí célebre, caserío conocido con el apelativo de “El Bajillo”. La vida incipiente del vecindario se articuló alrededor de una estructura de madera que antiguamente sirvió como gallera. Posterior al abandono de la afición de gallos la vieja estructura permaneció como sitio de reunión y 235


El tercer ojo de Chico Chaves

encuentro comunal, donde, desde entonces celebran turnos y otras actividades sociales. Cierto día convocaron a reunión vecinal y decidieron bautizar el caserío con un nombre de linaje cristiano, para procurar la bendición de Dios y, con visión de futuro, hasta plantearon edificar una ermita de cemento. Como nombre de consenso escogieron “Barrio Sagrado Corazón”. Ese bautizo marcó una aspiración mejor articulada de superación, pero el lugar permaneció siendo confín sin ninguna facilidad civilizada, pues carecía hasta de electricidad. Entonces, Chico se metió entre la aspiración de progreso y articuló algunas fuerzas vecinales alrededor suyo, con potenciales argumentos y metas, — Yo expliqué que solo mediante la organización de vecinos se podía presionar en las instituciones para traer la electricidad, mediante la excusa de solicitar el alumbrado público. Pero sucedió que algunos miembros de la colectividad sembraron dudas sobre la sana intención de Chico. Élcita algunas cáusticas opiniones escuchadas; sintetizó tales rumores con la lógica de una expresión, — No es posible un ciego interesado en el alumbrado público.

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No obstante, la realidad es que el solidario y nada extraño espíritu altruista del vecino criticado estaba reforzado en esta coyuntura por un sentimiento filial muy concreto, suficiente para echarse “esa bronca” encima. La fuente de esa voluntad extraordinaria es ubicable en el cercano círculo familiar de su inseparable cónyuge Eugenia. La siguiente anécdota iniciada por el esposo da base a esa fundamentación, — Yo era propietario de la finca a ambos lados del camino público colindante con el río antes de El Bajillo. En esta condición, Chico obsequió formalmente a los suegros una punta de ese terreno, para que don Fausto Porras construyera su hogar. Este fabuloso acto solidario, no tendría espacio en el registro de proezas personales de Chico, si no hubiese acaecido una extraordinaria acción de mayor impacto histórico. De acuerdo con la intervención de Edwin, hijo de don Fausto, — El terrenito se extendía por un ligero declive que según el capricho del invierno y la corriente de río, se inundaba cada año. Para que el pedazo de tierra quedase orientado con cierta conveniencia para la eventual salida al camino público, no podría tener otra ubicación. Para solucionar el problema Chico cambió, por decisión personal, el trazo 237


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físico de la vía pública. Chico confirma lo dicho por su cuñado Edwin, y asevera, — De ahí en adelante y para siempre, se corrió el cruce del camino público con el río varios metros corriente abajo. De manera que posterior a esa decisión, el camino no pasa como antaño por detrás de la propiedad, si no por delante. Edwin señala con el brazo estirado unos bordes o surcos que sobresalen irregularmente en el extremo interno de la propiedad, mientras indica, — Allí, todavía se ve la zanja por donde iba el camino antes. Don Fausto tomó posesión del espacio y aserró con árboles del mismo sitio las tablas de pochote para levantar paredes, hacer puertas y ventanas, y estructurar el techo. Él, con sus propias manos y alguno que otro colaborador, levantó su hogar, donde terminó de vivir el adolescente Edwin, antes de abandonarlo para siempre, llamado por su vocación relacionada con el estudio. El joven siempre regresó de visita por cortas temporadas y, a veces, traía algunos compañeros estudiantes de confianza, como su eventual colega Juan Carlos Arias. Este último tendría participación en el proyecto de publicar la biografía de Chico.

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Retomando el tema de introducción de electricidad pública en el otrora “bajillo”, y ciertamente sensibilizado por la cercanía de la casa del suegro, el caso es que Chico penetró en el laberinto burocrático de trámites administrativos. El proyecto avanzó tan lento, que no terminaba de consolidarse del todo. Para lograrlo, finalmente, Chico se valió de su amistad con un jerarca del Instituto Costarricense de Electricidad, a quien, aprovechando una oportunidad, platicó del tema, — Mi amigo Ingeniero Palma, puso atención y prometió interceder para empujar la petición pendiente. Muy pronto, la provechosa conversación rindió frutos, pues, llamaron a Chico del ICE para solicitarle finiquitar trámites. Puntual, se presentó con su inseparable María Eugenia y negoció un expedito compromiso con los funcionarios. En palabras de Chico, el convenio consistió en lo siguiente, — Nosotros los beneficiados, en contrapartida del proyecto, aportamos mano de obra para cavar huecos para postes y anclas, en unos dos kilómetros a lo largo del camino. Así se hizo, y la red eléctrica se extendió al, ahora resplandeciente, Barrio Sagrado Corazón. Pero un incidente perturbó un poco el buen ambiente que disfruta Chico por el logro del esfuerzo comunal. En su voz se transmite una fuerte carga emocional al explicarlo, 239


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— Un malparido finquero llamado Quilín Conejo, demandó al Ingeniero Palma del ICE, porque un ternero de su propiedad se jodió al caer en uno de esos huecos, irresponsablemente dejados al descubierto, según él. Chico recriminó tanta inconsciencia y desconsideración con el prójimo, porque con puntual dosis de amarga decepción, calcula que el finquero sobrevaloró tres veces, al menos, el precio del animal. Enmarcando las cejas con enojo declara, — De mi propio bolsillo indemnicé para que mi amigo ingeniero, con quien estoy agradecido, evitara salir perjudicado. Esta amarga experiencia no opacó la celebración por el arribo de luz artificial al Barrio Sagrado Corazón, y tampoco privó del todo a Chico de participar en otras luchas en pro de la comunidad de vecinos. La prueba del aún latente espíritu colectivo de Chico se manifestó con ocasión de una ola de robos de ganado que se desató en la región. El fenómeno en presencia de cuatreros potenció suficientes preocupaciones entre finqueros como para que aparecieran inquietudes de organización para enfrentar el problema. La convocatoria distribuida mencionó la primera reunión para fundación de la Junta de Ganaderos en la sede de la Escuela de Acapulco “ante el problema de robo y destace de ganado en las fincas”. 240


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Chico fue puntual con su característica regularidad. Esperó con paciencia la concurrencia del principal grupo de ganaderos y en cuanto tomó la palabra reprendió con elocuencia la pasividad de muchos convocados aún ausentes, y al filo de su primera intervención aseveró, — La inacción no ayuda al espíritu de equipo, a la necesaria unión de grupo. Cuando se arrejuntó un grupo representativo de gente, resultó electa en presidencia la señora Anais Madrigal. Según la presidenta, en esa reunión, — Conocí a don Chico y a su honorable esposa María Eugenia. Inmediatamente me llamó la atención de ese hombre de facultades especiales el don de querer hacer las cosas cuando se ocupan. El plenario grupal acordó desarrollar algunas actividades, y Chico fue primero en ponerse a la orden para “arrimar el hombro”. Sin embargo, nada de lo acordado parecía satisfacer su ansiedad por escuchar una propuesta de solución suficientemente enérgica; así lo dejó patente en sus apreciaciones, — Nombre, allí no se ponía pecho a las balas, como hombres. Doña Anais enfatiza la positiva gravitación del inquieto invidente en la colectividad reunida, puesto que seguía con mucha atención las diferentes intervenciones y en 241


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definitiva era inevitable la sensación de que escrutaba a cada uno de los participantes. — Chico inspiró al grupo con su espíritu de colaboración, carácter y sentido de responsabilidad; su activismo hace a uno imitarlo. Sombreada en esta apreciación de la señora presidenta del gremio, estaba la impaciencia y ansiedad desbordante en Chico. Con fuerte acento de reproche afirma, — Es que aquello no calentaba. Por fin, una enérgica iniciativa de Chico logró que la reunión entrara en calor; fue la sugerencia, ante la apatía general, de contratar hombres armados que cazaran y detuvieran a los dañinos cuatreros y delincuentes. La sola idea de violencia enardeció el espíritu de los presentes. Dice Chico sin dejar duda de su adhesión a la propuesta, — Ahí sí se alborotó el panal, pero los ganaderos fuertes, más grandes, se opusieron. En seguida, surgieron propuestas verbales más animadas que no pasaron de las palabras. Como principal acuerdo, planearon una actividad social para financiar con venta de licor y cervezas un carro para que algunos hombres patrullaran la zona. Todos se comprometieron a llevar cinco amigos de juerga cada uno, pero, en definitiva solo una persona cumplió. ¿Quién? El indicado, satisfecho de 242


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su labor, fachentea con su intervención previa en la reunión, — ¡Ah maricones! Miren, si vamos a poner una cantina, con la gente de este pueblo no se compra uno ni un calzoncillo. Tenemos que traer cuatro o cinco personas bebedoras de guaro, que beban cerveza ¡de verdad! Uno de los ricos finqueros lo desafió, y se desató un rápido diálogo, — ¿Usted los trae Chico? — Ah, si me obliga a traer cinco, traigo diez. Todos los presentes levantaron la voz con entusiasmo colectivo y repitieron “Sí, sí, tenemos que traerlos”. Reflexiona Chico alzando su aguda voz, — ¡No hubo ni un desgraciado que trajera ni uno! Yo sí los llevé. ¡Un impedido como yo! Chico considera que él es un tipo raro porque donde él está hay resultados. Jactancioso, enfatiza con la entonación, — Traje tres personas que bebían de veras pa darles el ejemplo. ¡Y bebimos guaro!

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Considera que tapó bocas a quienes dudaban de su capacidad de convocatoria, y sentencia, con revanchismo matizado de comicidad, — Nadie puede hablar nada de mí, al menos mientras yo viva. Colectivamente, los resultados obtenidos en la actividad fueron nulos. Ante la necesidad de cumplir el cometido de adquirir la patrulla, analizaron alternativas y optaron por organizar de una cabalgata. Por aclamación designaron a Chico organizador. Existía confianza generalizada en su liderazgo y enaltecidas relaciones con renombrados caballistas. La presidenta expresó formal el fundamento de tal designación, — Se escoge a Francisco por su histórica participación en todo tipo de cabalgatas y gran conocedor de gente que gusta de esos eventos. La convocatoria fue exitosa y mereció las palmas de todos. Chico aporta el dato estadístico correcto, — Por primera vez llegaron ciento treinta y dos caballistas. La Presidenta de la Junta expresa el altísimo concepto de colaboración que reinó en el evento, — Esta actividad brilló por la organización, no faltó nada. La catalogo la mejor cabalgata emprendida en la zona; las 244


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personas quedaron muy agradecidas y contentas por el orden y logro del cometido. Fue un éxito. Se organizaron un par de actividades que concretaron el empujón final para adquirir el vehículo requerido para la patrulla. Posterior, esa comisión de ganaderos desapareció paulatinamente. El entusiasta invidente se quejó, — Había poco compromiso de algunas personas importantes. Yo me retiré. El alejamiento de Chico prácticamente desvaneció la agrupación. Doña Anais Madrigal, la presidenta de la Junta de Ganaderos, afirma nostálgica, — Cuando él manifestó su retiro del movimiento, yo también lo hice. Qué respeto y admiración despertó en esta mujer las cualidades de disciplina y servicio de Chico. En ausencia del aludido, envió un sugestivo mensaje, — Las personas con mente como la suya no naufragan, porque no tienen miedo al progreso ni a las responsabilidades, ¡porque saben de antemano que no van a fracasar! Posteriormente, el pundonoroso ciego solo pronunciaba manifestaciones tan decepcionadas, que parecía curado de participar como organizador en grandes actividades 245


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sociales de beneficio comunal. Pasados diecisiete años de la lucha por alumbrado, escuchó otro “run run” entre la misma población del Barrio Sagrado Corazón, con deseo por alcanzar extensión del servicio telefónico desde el perímetro de Sardinal. Chico manifestó apatía, — No quise meterme en nada. Eso sí, permaneció al corriente de todo suceso en el entorno; por ello supo de una línea entre fincas que la compañía telefónica tiró hasta la casa de un gran fulano. Ese servicio lo consideró una injusticia intolerable. Chico comenta sentado, no tan indiferente ya, — Una compañía pública pasó la línea entre propiedades particulares desde donde doña Teresa a la casa de él. No pudo contenerse y salió a comprobar personalmente el tendido del cable. Molesto con tal manifestación de egoísmo, Chico consideró que, la primera instalación debió ser un teléfono público. La molestia vino especialmente por el conocimiento de caras necesidades de conexión entre la población, en particular una señora enferma e inválida del barrio. Consecuente, realizó uno de esos juramentos de caballero medieval, para luchar a brazo partido por tejer una nueva madeja de presiones y gestiones, — Me corto los huevos si no quito ese teléfono.

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Fue a la oficina de telefonía rural en Barranca y, en su denuncia, planteó todas sus inquietudes. No tardaron mucho en desconectar la línea telefónica. Ese notorio hecho administrativo desencadenó, o ayudó, a la satisfacción de la anhelada solicitud colectiva de telefonía pública. No obstante el reclamo de doña Teresa, él expresa orgullo por su actuación, porque luego, se democratizó y extendió el servicio, como certifica con su decir, — Prácticamente todo el pueblo tuvo acceso al servicio de teléfono. Otro pequeño aporte que ilustra sus preocupaciones en beneficio colectivo se dio recién a propósito de una campaña electoral. Recuerda Chico, — Como siempre llegaron los políticos ofreciendo favores y cosas al pueblo. En el año 2003, durante la visita de Miguel Ángel Rodríguez, el entonces candidato presidencial por la Unidad Social Cristiana, pidió en reunión que mencionaran la máxima prioridad del pueblo. Chico, como partidario asistente manifestó a viva voz, — Lo mayor urgencia es la pavimentación de la carretera Sardinal—Monteverde. Originalmente planificado por la entrada de río Lagarto a Monteverde, gracias parcialmente a gestiones originadas 247


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en aquel mitin electoral con el candidato, cuando asumió la administración Rodríguez el proyecto inició por la eventual entrada de Sardinal. Eso sí, no llegó hasta el destino Monteverde, como lo testifica el proponente inicial, — La pavimentación se realizó desde la entrada en Rancho Grande hasta Guacimal, pasando por Sardinal. Lástima que solo fue un corto trecho y no concluyó hasta el final en Monteverde. Sin embargo, en fecha actual noviembre de 2103, Juan Carlos Chaves comunicó a su padre la operación de la niveladora, bajo modalidad subcontrato, en la conclusión de esa carretera hasta Santa Elena y Monteverde. Con mucha alegría expresó, — Es un trabajo prolongado de meses, tiene que finalizarse en este gobierno, antes de las elecciones. Usted sabe cómo es la jugada.

El cáncer y los huevos de tortuga “estoy más golpeado que balde de pozo”

Cuando ya los hijos entraban en fase víspera de adolescencia, María Eugenia enfermó con un terrible diagnóstico clínico de cáncer gástrico. Como es lógico prever, la noticia cayó como bomba en la familia, especialmente muy preocupante para Chico. Él nunca 248


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concibió vivir sin su leal compañera; recuerda con expresión tensa, — Empezamos a realizar todo tipo de esfuerzos para atajar la mortal enfermedad. Fuimos a donde un médico privado en Puntarenas. No quiero ni mencionar su nombre. El doctor recetó medicinas difíciles de adquirir que costaron mucho dinero. Las citas incrementaron su periodicidad durante un año. Conforme el dolor aumentó, el evidente deterioro físico de Eugenia empeoró. Alguien sugirió recabar opinión con otro médico especialista, jefe de Cirugía Oncológica del Hospital México, doctor Marco Vinicio Bolaños Escalante. El galeno atendió en consulta privada. Inicialmente mostró sorpresa por el deteriorado aspecto de la paciente, pero su asombro aumentó cuando supo que ella condujo el auto. Comenta Eugenia, — El cuadro de persona tan dependiente de una enferma esposa lo conmovió. El doctor ordenó de inmediato todo tipo de exámenes. El usual positivismo del compañero vital de Eugenia desapareció, y se transformó en temor. El doctor, en otra rápida cita, pronunció la frase más temida. El campanazo terminó de bajarle ligas a Chico, — Eugenia está en verdadero peligro de muerte. 249


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Era necesario hospitalizarla para aplicar urgente cirugía. Tema de vida o muerte. No hubo tiempo de asimilación, era golpe tras golpe. Chico analizó algunos factores de tan dura realidad fríamente. El doctor descartó la primera posibilidad de máxima emergencia, — Un hospital privado es para gente verdaderamente rica. Tendría que tratarla en Hospital México. Chico no detectó problema alguno. El doctor sí, — No obstante la urgencia, podrían ingresarla no antes de dos semanas. Chico cayó en cuenta del riesgo: cada minuto contaba para la sobrevivencia. Sin perder la fe absolutamente, concluyó asumiéndolo como un reto a vencer con pragmatismo, — Si hemos esperado un año, lo hacemos esas dos semanas. El doctor siguió hablando de condicionantes en la virtual intervención médica y, otro bofetón esperaba al invidente cuando el doctor comunicó la dimensión de riesgos clínicos de la cirugía, — La posibilidad de supervivencia es de cincuenta por ciento.

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La vuelta a casa fue desoladora, cada noticia acrecentó dudas, temores, incertidumbre. Además, según el doctor del México, el tratamiento de Eugenia durante el año anterior, fue no solo imprudente, sino muy irresponsable. Chico rumiaba aquel “cerro” de información. Con sentimientos encontrados, trató de mostrarse imperturbable. Apenas llegó estableció conversación con el hijo mayorcito y demolió su propia resistencia. Repitió una oración, — El médico puntarenense nos engañó. Esforzándose en recobrar valor, enfatizó la responsabilidad en el atraso para la atención correcta. En momento de muchos sentimientos revueltos, estableció trascendental compromiso con el niño pre adolescente, — Hijo, si su madre muere usted debe cobrar el daño y que el médico pague con su vida. La histérica manifestación pudo tener trascendente repercusión, por cuanto Chico con anterioridad adquirió un revólver calibre 38 y el jovenzuelo asistió a sesiones previas en prácticas de tiro. Sin duda el ciego quedó destrozado. Eugenia recuerda aquella época y, saliéndose un poco de su natural reserva, refiere que nunca vio a Chico llorar antes; él lamentó,

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— ¿Qué voy a hacer si usted me falta? usted es mi esposa, mi confidente, mi amiga y consejera. Mi mano derecha. Todo. Chico no encontró más palabras para la valoración de su compañera ante el riesgo actual de perderla. Finalmente podría aventurarse la tesis de que “El Muñeco” quizá comprendió y actuó para favorecer por misericordia a Chico, porque Eugenia declara, — ¡Por milagro de Dios estoy viva! Chico pondera los beneficios de ese milagro y, en presencia de un pequeño grupo de personas, entre ellas Edwin y el amigo Juan Carlos Arias, afirma, — Yo debí haberme casado con esta mujer quince años antes. Juan Carlos Arias, riendo, potencia el absurdo de la pretensión, — ¡Idiay Chico! te hubieras casado cuando ella tenía dos. — Si lo hubiera hecho ¿quién sabe dónde estaría yo ahora? Persiste Chico. Después del lamentable acontecimiento y superado el largo tratamiento de quimioterapia, se escucha decir a Chico, tal vez reconvenido, 252


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— Gracias a Dios todo salió muy bien. Sin embargo, todavía no podía cantar victoria, porque una destructiva secuela emergió. María Eugenia cayó en cuadro depresivo. Ella no deseaba permanecer en Sardinal, ni en la Ribera de Belén, donde viven muchos familiares. Nada parecía ilusionarla. Finalmente, Chico escuchó la clave salvadora de ella, — Deseo ir a Nandayure, donde mi hermano Edwin. De inmediato salieron. Cuando lograron reunirse con el hermano en Nandayure, decidieron pasear por Playa Tamarindo. Allí, Edwin se topó con un compañero educador llamado Víctor Víquez, quien, enterado de la situación familiar, invitó al grupo a visitarlo en una playa vecina, — Vamos a Playa Bejuco, se hospedan en una cabina parte de mi casa y salimos a tortuguear por la costa. El grupo aceptó la cortesía y juntos arribaron a Bejuco, donde ocuparon cómodamente la instalación ofrecida. Como a las siete de la noche, Chico entabló conversación con un personaje local, conocido como Coco, quien referenció a sí mismo como guía experto en localización de nidadas de tortugas. Cuando Chico escuchó de su boca, — Esta es la hora perfecta para ubicar nidos. 253


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El entusiasmo brotó incontenible en el cuerpo del ciego y fueron en busca de Víquez, a quien sorprendieron dormido. No tardaron en convencer al grupo para recorrer la cálida playa en aquella noche de sosiego. El grupo conformado por Edwin, Eugenia, Chico, Víquez y el guía Coco, viajaron al lugar indicado en un jeep. Estacionaron el auto para proseguir a pie. Coco guió hasta donde observaba una hondonada en la arena, y aseguró, — Aquí hay una nidada. Los primeros en ponerse a excavar con palas fueron Edwin y Coco. Mas nada encontraron. Chico, en silencio, “tenía las antenas paradas”. Caminaron a un sector más lejano, igual. Interviene Chico, en son de queja, — Buscamos por toda la playa sin hallar un huevo de tortuga. Regresaron con cierto desaliento grupal en el trayecto, cansados del infructuoso andar por la arena. Chico no aceptó “darse por vencido”, y cuando llegaron al auto, liberó lo guardado entre pecho y espalda. Tildó en broma a los presentes de inútiles y, dirigiéndose a Coco, lanzó al aire una promesa grandilocuente típica en él, — Me dejo de llamar Chico Chaves si la nidada que buscamos no está donde escarbaron primero.

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Y volviéndose hacia su señora, pidió con total certeza, que lo acompañase. El invidente con pala al hombro caminó apoyado en el hombro de su mujer y, desvanecieron sus siluetas en el oscuro escenario de costa y suave brisa marítima. Víquez empezó a vacilar a Coco, advirtiéndole, si Chico encuentra huevos, “te va a mandar al infierno”. En broma insistía, lanzándole cómicas miradas inquisidoras, — ¿A dónde te vas a meter? ¡Si vos sos el baqueano! En tanto, Chico orientado por intuición y guiado por su esposa llegó hasta el primer sitio escarbado. Arrimó la pala y con sensible tacto de ciego y toscas manos de campesino, descubrió y rescató en la oscuridad, emocionado, el primer huevo de cáscara suave entre la arena, y después otro, y otro; excitado acota, — Eugenia reunió, probablemente, más de medio centenar de huevos dentro de una bolsa. Cuando regresaron al carro con la preciada carga, “la agarraron” con Coco, el supuesto conocedor. Bromas y risas no dejaron de escucharse. Edwin, con risilla maliciosa y mirada indagadora, materializó una interrogante que flotó en mente de todos, — ¿Cómo supo Chico hallar huevos donde ya habíamos buscado sin resultado?

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No hubo respuesta. Al otro día, promediado tres de la tarde, saludaron a Víquez y solicitaron recomendara un lugar para “tomar unas cervecitas”. Víquez ripostó en la misma onda de juerga, — Podemos ir al Bar El Escondite. El único problema es que, allí, las mujeres se sientan en los regazos de uno. Chico recibió gustoso la “salida” del profesor, liberó un grito sabanero y contestó en alegre celebración, — ¡Mejor! porque eso es lo que me gusta a mí… ¡más mujeres y más guaro! Como terapia para Eugenia, la aventura playera fue exitosa porque ayudó a superar el bajón depresivo post operatorio.

Cabalgatas, jinetes y guareras “una cosa es lo que piensa el burro, y otra el que lo arrea”

— Popo me entrenó el caballo; pasó como un año preparándolo. Después de conocer a Porfirio “Popo” Corrales en Sardinal, popular personaje regional de profunda naturaleza criolla y vena artística, este preguntó a Chico si gustaba “montar”. Chico, con sencillez, recordó su lejano origen de jinete, 256


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— Tengo una yegua en La Ribera de Belén. No pasó mucho tiempo para que Popo exhibiera con orgullo su monta en presencia de Chico, animal especial para lucir en cabalgatas y topes. Cuando experimentó el entusiasmo fogoso del ciego en la conversación, pegando gritos y celebrando el golpeteo de cascos sobre la vía, al minuto tuvo certeza de la poderosa afición ecuestre del cartago. Entonces, aseguró con seductor positivismo, — Chavelo Gutiérrez tiene el caballo que usted necesita. Sin más, acordaron hacer una oferta por el animal. La negociación con Chavelo principió en doscientos colones como base. Chico ofreció cambiarlo “taco a taco” por un torete, — Así cerramos el trato y di veinte colones vueltos. Le presté la vaca para que se llevara el torete y al otro día me trajo la vaca y el caballo. Transcurrido el tiempo, don Crisanto, quien participó activamente en la construcción de la iglesia y otras obras de bien social, en esa oportunidad, gestionó la visita del Obispo de Tilarán, Monseñor Román Arrieta, para celebración del Sacramento de Confirma en la iglesia de Sardinal. Ese fue el dichoso momento cuando Popo entregó a Chico el preciado encargo, “ya listo”. Y Chico entró a jugar con los “fiebres”,

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— Varios caballistas nos organizamos para topar al Obispo en Rancho Grande, que dijeron llegaba a la una de la tarde. Eran como las cuatro de la tarde y el Obispo no apareció, entonces, los jinetes decidieron esperar en El Caballo Blanco, negocio de Pepe Porras, para tomar algunos traguitos mientras daban tiempo. Cuando llegó el prelado, los caballistas terminaron de cumplir su cometido. Despedido Monseñor, regresaron al pueblo a seguir el festejo. Chico permaneció un poco alejado del grupo, tratando de entenderse con el nuevo caballo. En ese momento apareció el policía del pueblo, agarró las riendas y ordenó al jinete que desmontara. Chico cuestionó la razón, y el guardia expresó con autoridad, — Un ciego no puede andar a caballo. Chico tuvo que actuar con inteligencia, porque “estaba un poco tomado”, era nuevo en el grupo y no podía exponerse. Con prudencia desde lo alto de su cabalgadura, alargó la conversación, hasta que llegó la salvación, — Intervino Popo, y otros compañeros. Defendieron al colega con toda clase de argumentos y finalizó la trifulca. No hay duda, su ingreso al gremio de 258


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jinetes locales fue por la puerta grande. El caballista invidente recobró confianza, — El policía me dejó en paz. La fiesta pueblerina finalizó con el estallido nocturno de un parlamento de gritos sabaneros separándose en la distancia. Este rito consiste en una competencia de “gallos”, a cuál lo hace mejor. Dependiendo de algunas circunstancias, a veces, el reto sube de temperatura, y puede acabar con más o menos agresividad. Chico inicia su grito de guerra con una autoafirmación, — De arriba vengo, p’ abajo voy, me apellido Chaves, Chico me llaman, uiip uiip… Allí empezó a correr la fama de Chico como buen jinete. Es otra de esas características que cualquiera da fe en Sardinal. Marino, por ejemplo, compartió en múltiples actividades ecuestres como guía de Chico. Él sabe de prolongadas jornadas, ya fuese cabalgata o tope, con ocasión de actividades organizadas por razones sociales o patrocinios comerciales. El guía reconoce con convicción, — Montaba muy bien a caballo, le gustaba mucho participar en las fiestas del ocho de diciembre. Chico “se paseaba siempre” en buen caballo durante las fiestas patronales de Sardinal el Día de la Purísima Concepción. En una ocasión, dice Marino, el caballo se trompicó y los dos rodaron por el suelo; con un rápido 259


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giro en la voz, expresó que el ciego relució entre cómico y sorprendido, — Y a como cayeron, él y el caballo se levantaron y siguieron en el desfile, y aquí nada pasó. Chico, con su rapidez mental y agilidad física es capaz de manejar o disimular con propiedad una rápida y cambiante situación; eso explica parcialmente, la ausencia aparente de secuelas corporales, — Ah, es que yo era como juguete de hule. Caía y rebotaba como si nada. Chico también inició su participación en cabalgatas locales de mucha envergadura, donde chistes y ocurrencias, gritos y pachitas de aguardiente que pasan de una monta a otra, condimentan la camaradería. La más famosa de los fuertes retos para jinetes y bestias que pueda encontrarse, es un recorrido anual, que pone a prueba a todos. El fenomenal jinete de esta historia cita gustoso el recorrido, — La cabalgata sale de Santa Elena de Monteverde y termina en El Castillo de La Fortuna, en San Carlos. Esta nutrida y prolongada jornada exclusiva para expertos jinetes dilata muchas horas, desde temprano del día hasta muy entrada la tarde noche. Entre agrestes veredas de inclinadas pendientes sobre embarrialados y pedregosos suelos, sube y baja el rosario de montadores, 260


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por prolongados cañones de ríos que atraviesan toda esa sinuosa geografía. Un domingo, en una de sus primeras incursiones en la pesada cabalgata, soplaron el cuento a un famoso personaje, Jerónimo González, respecto del participante ciego muy bien montado. Envueltos en esa conversación se hallaban, cuando un miembro del grupo señaló a Chico en la distancia y exclamó, — ¡Ahí va! Jerónimo González hundió la mirada en el indicado, quien lucía inmerso en el jaleo, pasando un cacho de guaro a sus acompañantes, y negó incrédulo, — Ese carajo no es ciego. Conduce un buen caballo… gritando y echándose chiles. Y en coro los acompañantes reafirmaron la información. Entonces, dejó en evidencia la poderosa razón de sus dudas, — Nooo, es el que mejor va montado sobre la silla. La fama en círculos ecuestres de aquella región vaquera corrió y, Chico recibió invitación de famosos jinetes tradicionales y, a veces, hasta de ricos finqueros. Querían compartir su oficioso dominio y disfrute ecuestre, y acaso contagiarse de alegría ranchera tan genuina. Chico, sabedor de su carisma, repite, 261


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— Eran palomas de alto vuelo, ricachones que gustan compartir mis ocurrencias y dichos; vacilan con el puñado de yeguadas que me salen en una conversación. Hace como diez años, Johnny Guzmán, vecino de Guacimal de Puntarenas, invitó a Chico a participar en una versión más de la cabalgata. El convite fue completo, — Me prestaron un caballo bueno, muy bien adiestrado. El tal Johnny no perdía atención a Chico, y extendía una sombra de sobreprotección, previendo que no sucediera nada al ciego. Cuando la cabalgata avanzó los primeros tramos, el hombre abandonó la preocupación, y comentó a Juan Carlos el hijo, — Ya quisiera uno montar como él. ¡Nadie se sienta como su papá! Chico, como no sabía con qué clase de alazán iban a salir, arribó preparado. Acota Juan Carlos, — Papá llevaba las espuelas puestas por si le daban un caballo malo. Obviamente innecesarias, colgó las espuelas en el cinturón. A horas de camino, llegaron a río Caño Negro y, para atravesarlo, Chico arrió con buen grito el potro y franqueó la corriente con grácil fluidez. El grupo de jinetes se agrupó después del cruce y, Johnny anunció en 262


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voz alta, señalando la bota desnuda en el estribo de la montura de Chico, — ¡Dejó perdida una roseta de espuela! Chico reaccionó rápido con provocativa interpelación, — ¿Hasta ahora se da cuenta? Y con sobrio movimiento casi reflejo, tintineó “las bichas” prensadas en la cintura. Como es tradición en esas colosales batidas, luego, fue la pachanga. Advierte Chico saleroso, — Chancho, guaro y cervezas; y a dormir a las tres de la madrugada. En celebraciones sociales de abundante comida y bebida, siempre es posible ubicar a Eugenia asistiendo a su regocijado esposo; usualmente llega en auto. Algunas veces, cuando el hijo no, también participa en la monta y muestra condiciones de experimentada amazona. Si al final, el cansancio vence y el ambiente tolera, sale y dormita la espera, — Me arrecuesto en el asiento del carro hasta que Chico decida irse. En una de esas celebraciones criollas en Monteverde, propicias para entregarse a mundanos excesos, participó el cura del pueblo, “ya alzado”. Entre trago y trago, Chico 263


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escuchaba al zalamero sacerdote dirigirse al pueblo de sus feligreses, con acaramelados piropos; — Que pueblo más bonito, qué hermoso, la población más bella. Chico se volvió con mucha naturalidad y expresó, — Mire padre, este pueblo es tan bonito, que hasta el cura se lo mete. El sacerdote quedó “patinando un momentico”, y respondió el atrevido comentario con una justificación que parecía caída al pelo, — Hoy es mi día libre. Chico dejo el diálogo abierto a cualquier interpretación casual, con la inteligente respuesta que ensayó, — Lo felicito, porque está descansando. La suspicacia de Chico no iba por el lado del licor, porque si existe un lugar donde Chico asegura sentir felicidad es en cantinas y bares, — No hay nada más rico que echarse unos tragos en una cantina y pegar un par de gritos y ojalá que algún cabrón conteste, ¡pero que grite bien!

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Sentado feliz como confiesa, tomándose unos tragos en el pueblo, llegó Popo a caballo y saludó a Chico, este respondió, — Para qué anda usted en cantinas, si no toma tragos ni tampoco invita. En ese tipo de establecimientos su expectativa vivencial es intensa. Alguien puede observarlo poniendo atención a conversaciones, y cuando participa es con criterio y fundamento. Sin embargo, el mayor regocijo es cuando suceden acontecimientos con emociones fuertes. Una vez en Orotina, al cumplir contrato de maquinaria, los hermanos Chaves Porras encontraron hospedaje donde Hernán Flores. Chico invitó a Juan Carlos hijo a tomar algo en las fiestas cívicas que celebraban en ese pueblo, — Contesté afirmativamente. Manifiesta Juan Carlos. Se metieron al conocido bar El Pacífico. Al rato de compartir Chico sintió la garganta caliente y empezó a gritar y un grupo de parroquianos enfiestados respondieron con abundancia. Fue tanto el alborozo que llegaron la policías y pidieron a la caterva de tomadores que no levantaran más la voz. Pero Chico “de vez en cuando se rajaba unos gritos”. Tal vez porque lo desconocían, la policía llegó a la mesa y, cuenta el hijo,

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— Con el garroteque usan, un agente le tocó las costillas a mi papá. Chico al sentir el toque, inició un diálogo con los policías interrogando qué pasaba, — Señor, le habla la autoridad, ¿sabía usted que es prohibido gritar? — Diay, si me tomo unos tragos es para sentirme contento, no para ponerme a llorar. Entonces amenazaron con confeccionar “un parte de policía por faltas a la autoridad”; él exclamó sin vacilación, — Ahí sí me dan licencia para seguir gritando, porque el artículo 635 dice que por gritar solo pueden hacer el parte una sola vez. Los policías reaccionaron con perplejidad indecisos ante la ocurrencia del bullicioso forastero, quien exhibía comportamiento extraño y parecía ciego. La autoridad salió del lugar con poco menos que el rabo entre las piernas. El hijo, intrigado con el desenlace, cuestionó cómo sabía y cuál era esa ley, y el viejo contestó, — Ay Carlitos, el ochenta por ciento de las cosas se ganan a base de impresión y esos policías no saben ni dónde están parados. 266


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En 1999, un operador de bajóc apodado “Caca e mono”, reconocido buscapleitos en zona de Monteverde, salió un domingo en plan macho, — A tantear los hombres de Sardinal, que están en fiestas. El sujeto cuenta que permaneció en la plaza observando un partido de futbol y pegó unos gritos, y contestaron cada uno desde la cantina. Aceptó el desafío y aproximó a medir la situación. Pegó otro par de gritos y replicaron igual desde el interior. Animado especuló, — Ahí está el hombre que ando buscando. Penetró a la cantina y se echó una cerveza prensada con cacique en la barra, y con un último grito identificó al desafiante. Con estilo impostado de tragicomedia expresa, — Me di cuenta que era Chico Chaves y pensé, ¡esos son los hombres que hay en Sardinal! me agüevé todo y jalé pa Monteverde. Para una festiva ocasión, en casa de Chico en Sardinal mataron un chancho y estaban tomando licor. Hernán y su sobrino Juan Carlos Chaves no estaban a gusto y planearon irse, pero no hallaban como hacerlo sin avisar a Chico. Al rato Juan Carlos dijo a su papá “queremos irnos para el bar”. A lo que Chico contestó: 267


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— En la misma estoy yo, estas mujeres me tienen loco. Juan Carlos y Hernán salieron para el bar El Venado sin jalar finalmente a Chico; pidieron una botella de licor y, estaban sirviendo el primer trago cuando él llegó solo y dijo, —No me agarren de maje, no ve que ustedes no han nacido todavía a la par mía. Tan bien que íbamos.

Negociante de fincas y ganado “para qué comprar una vaca entera habiendo tanta carne al menudeo”

Mientras fluía esta lluvia de vivencias disparadas en toda dirección, Chico seguía con los negocios ganaderos. Con la colaboración importantísima de Eugenia, hizo audaces negocios. Tal es el caso, a propósito del vecino de Sardinal llamado Nelson Jiménez, quien fue a trabajar a Santa Rosa de Upala y Chico solicitó que explorara alguna posibilidad de negocio, — Si algún finquero allá vende terneros, me avisa. Efectivamente, Nelson confirmó que un ganadero llamado Sergio Segura tenía treinta y ocho terneros o toretes. Sin atraso, Chico y María Eugenia viajaron a Santa Rosa. Llegaron a donde el ganadero Segura y, rápido empezó el negocio. Chico revisó el grupo de 268


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toretes y Segura, en principio, aceptó la propuesta económica de Chico. En eso, María Eugenia aconsejó a Chico con discreción, — Ahí hay otros toretes más bonitos. Entonces, Chico “hizo tiro a comprar” los toretes que estaban mejor, pero Segura respondió un poco encogido, — Esos no están en venta. En otra de esas espontáneas y famosas resoluciones, Chico insistió en comprar el segundo lote de animales, y como no llegaron a ningún acuerdo, dijo a Eugenia — Vamonós, perdimos el viaje. Y volvieron a pie por un largo pasaje en muy mal estado hacia donde dejaron el carro, que no entró por carecer de doble tracción. De repente, el ladino Chico advirtió a Eugenia, — Ahorita nos alcanzan para ofrecernos los terneros buenos. Dicho y hecho; a unos minutos de camino, el vaquero de la finca los alcanzó y detuvo con silbidos para informarlos, — El patrón decidió venderles los toretes.

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Con esa satisfacción que depara la sapiencia mostrada, Chico cierra el capítulo con una frase lapidaria, — Al mes volvimos por los otros toretes originales que habíamos despreciado. En cierta ocasión, en Bijagua, Chico compró otros veintiocho novillos al administrador de la finca llamado Santiago Zamora, que resultaron cortos de peso (ya tenían pezuña). Chico vio necesidad de venderlos luego de tres meses. Así, solicitó a su hermano Hernán que buscara un comprador, pero impuso una condición sagaz, — Que compre y cierre el trato en la misma finca. Hernán contestó, — El único que compra con esas condiciones es Diego Sandí. Pero Chico nunca había podido hacer negocio con ese hombre; y excusó la negativa, — Vos sabés que paga quince días o un mes después. Hernán, tomó confianza y asumió el compromiso, — Yo me encargo de cobrarle la obligación. Cuando Diego sufragó el monto pendiente, manifestó a Hernán la queja, 270


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— Con ese negocio perdí hasta el modo de andar, porque ese ganado estaba liviano. Chico escuchó y guardó silencio, y no comentó nada después. Otro negocio de ganado, en este caso, memorable, fue la compra de unos toretes “soberbios de buenos”, en finca La Carga, de don Joaquín Vargas Gené. Cuenta Chico, con orgullo y complacencia, — Yo acostumbraba a “jaquimonear” a los mejores ejemplares, por estética, orientado comercialmente. Esa compra buenísima. ¡Qué animales! Chico comenta que esa finca, a la entrada de Sardinal, fue de un gringo que luego cayó bajo administración del mandador y de don Joaquín. En esos negocios que encuentran a Chico en total disposición de arremeter, aceptó considerar una finca de cuatrocientas treinta hectáreas en San Antonio Zapotal, cantón de Miramar, que ofrecía en venta Rafael Madrigal. Este siempre preguntaba, — Chico, ¿cuándo va a ver la finca? En una de tantas Chico contestó su resolución de viajar para conocer el terreno, — Diay Rafa, güevón, cuando usted nos lleve. 271


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Entonces, con algún sentido de broma Rafa cuestionó exaltando el impedimento del conocido ciego, — Pero ¿quién va a ir a “ver” la finca? — Yo y mi esposa. Contestó cortante Chico. Finalmente formalizaron la cita, solo que el día señalado hicieron acompañarse de dos personas más, el cuñado Edwin, y un compañero de este, profesor Asdrúbal Paniagua. Todos fueron acondicionados con buenas botas e iniciaron el recorrido por potreros cubiertos de pasto tipo estrella. Rafa miraba con insistencia a Chico, temeroso al verlo caminar con rapidez por el crecido pasto tan solo apoyado en el hombro de la mujer. De repente, Rafa enredó sus pies en unas hebras de zacate y rodó por el piso. Chico comentó, — Diay pendejo; no me caigo yo que soy ciego… Rafael contestó con un aviso, — No me vacilés, ahorita sos vos el que salís rodando. — Te embarcaste conmigo Rafa, porque yo soy brioso y listo como el gato que tiran al aire y siempre cae parado. Replicó Chico, fachenteando en el fondo, no solo de su propia habilidad para moverse en terrenos irregulares, sino de la silenciosa confianza en la experimentada guía de su mujer. 272


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Una vez caminada la extensión y conversado pormenores de precio y características de la propiedad, Chico anotó el importante dato que la finca carecía de entrada definida por ausencia de cercas. Entonces con tono festivo propuso, —Yo la compro siempre y cuando haga una entrada a la finca. El vendedor trató de convencer a Chico del cero costo para el eventual comprador por ese trabajo. Pero, Chico agregó que la finca carecía de electricidad, ese era otro problema sin solución. Siempre agudo, puyó con ingenio, — Además del gasto en rollos de alambre, hay que adquirir una planta eléctrica “Payton”, sino hasta los peones hay que irlos a traer a San Antonio, porque se quedan viendo televisión. El propietario del terreno no quería ceder ante las objeciones y retó veladamente al interlocutor, “si dispone de influencias en la capital puede meter la luz pública”. Alertado Chico de la presencia de un toro brahmán, procedió a acariciarlo y contestó, — Usted para traer la electricidad, por lo menos tiene que matar un toro como este que estoy tocando, y comprar una caja de whisky para invitar a la plana mayor de San José. Rafa reiteró la inexistencia de tal necesidad, y alardeó, 273


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— Mire Chico, yo habilito esta finca con todo eso, sin invertir un cinco. Chico mantuvo la invariable tesis de dificultad sin hacer lo que él dijo. Y lanzó un doble juramento para despejar dudas de su certeza, — Usted puede ser muy güevón, pero me dejo de llamar Chico Chaves y me los corto, si usted abre ese paso sin hacer un gasto. Hasta allí llegó la negociación porque don Rafael no incitó más la adquisición del terreno.

Camarón que no duerme, sobrevive “la persona no puede estar de vago en ninguna edad”

Pero, la actividad que provocó la más grande revolución en la trayectoria empresarial de Chico fue, indirectamente, la compra de ciento cuatro toretes para engorde bajo el sistema de estabulado. Para mantener el hato en esta modalidad y darles todo el cuidado necesario, cultivó una hectárea de caña y excavó un pozo de agua. Mario Alberto, el más joven de los hijos, se echó al hombro el pesado trabajo físico. Chico reconoce el esfuerzo del joven,

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— Jalaba veintiún brazadas de caña todos los días y en cada una recorría ochenta metros hasta el establo. Debía atravesar una división con cerca de alambre por viaje. Mario, agotado, solicitó al padre que trajera a su hermano para ayudar en atención del ganado. Por su parte, Juan Carlos, hermano mayor, había cambiado de trabajo, y pasó de laborar en fincas de su padre a operar un cargador o back hoe en la zona de Monteverde. Juan Carlos atendió el llamado del papá y, como a los cinco días mostró hombros muy maltratados, e hizo toda una revelación a su padre. De acuerdo a su experiencia de trabajo con maquinaria, — Lo que una finca de ganado como esta genera en dos años, la operación de maquinaria pesada lo produce en cuatro meses. Espoleado por esta charla con su hijo, Chico halló asesoría con otra gente sobre la posibilidad de invertir en maquinaria. Esas personas versadas confirmaron la posibilidad de realizar buen negocio siempre y cuando existieran contratos de trabajo. Francisco se sintió seguro del asunto, pues contaba con muchas amistades y contactos entre personeros del gobierno y, quizá por ahí obtendría buenas ofertas de trabajo. El cambio empresarial lo presionaba otra reflexión que el sabio invidente rumiaba, 275


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— A mis hijos no les atraía la actividad agropecuaria como a mí. Eran otros tiempos. Inicia el negocio con un backhoe que empieza a operar su hijo Juan Carlos y, a los pocos meses se percata de que el negocio es prometedor. Chico habla con entusiasmo, — Frente a toda esta situación, decido vender el ganado e ir cambiando de actividad económica; de ganadero a empresario con maquinaria pesada. A la fecha la empresa creció, disponen de tres “bajóc”, una niveladora, tres vagonetas y una excavadora que mantiene ubicada en la región de Monteverde. En el proceso de desarrollo de esta empresa, Chico con su mujer e hijos debieron desplazarse a muchos lugares, algunos tan alejados como la zona sur, atendiendo dónde contrataban maquinaria. Chico fue capaz de despertar para elucubrar y salir repentino de madrugada para realizar una diligencia o llevar un repuesto a cualquier lugar del país. Dice Chico de su valiente chofer, — Eugenia metió mucho kilometraje, hubo días con más de seiscientos kilómetros. Y es en esta novedosa circunstancia laboral que el ciego vuelve a dar muestras de sorprendentes facultades. Estaba Mario hijo operando un bajóc en una finca en zona de El Castillo de San Carlos, perteneciente a Rodrigo 276


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Valverde, quien contrató a la empresa de los Chaves para trazar un camino en la montaña sin cortar árboles. Ese domingo arribó Chico al lugar de trabajo y conversó con su hijo y el ayudante de éste llamado Wilmer. A través de ellos Chico supo que los Valverde deseaban tirar una línea de teléfono a lo largo del camino que estaban construyendo y dijo, — Mario, soque porque el martes comienza a llover. Efectivamente, el martes principió a llover; el temporal dilató quince días. Gracias al pronóstico de Chico, el hijo aceleró para concluir, porque después fue imposible avanzar por la inestable ladera mojada. Al recordar el joven Wilmer las palabras de Chico comentó, — Qué bruto, Mario, su tata sí sabe. No obstante este tipo de conocimiento general, fue en la especialidad mecánica donde volvió a ostentar su sorprendente capacidad práctica. Un día cuando el operador empleado comunicó a Mario que la niveladora presentaba un golpe muy extraño, se comunicaron con Chico y este preguntó, — ¿Ya consultaron con los mecánicos en San José? — Sí, cuando expliqué cómo sonaba la máquina, sugirieron venir a revisarla, sin embargo cobraron demasiado caro. 277


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— Voy a trasladarme a Monteverde para cerciorarme de la situación allá. Eugenia condujo el auto y arribaron al lugar en menos de una hora. A la sazón, Chico pidió al operador que encendiera la niveladora porque deseaba escuchar el golpe. De un momento a otro ordenó, — Pare, pare, apague la máquina. Refiere el operador que Chico metió la mano por un costado de la niveladora y anunció, — En esta pieza hay residuos de metal, aquí está el daño. En seguida desmontaron la pieza y después de recibir el repuesto de la agencia al día siguiente, lo instalaron y la máquina funcionó perfectamente. En otra ocasión, viajaba por San Ramón con Eugenia al volante procedente de San José y, Mario telefónicamente detalló escuchar un nuevo golpe mecánico fuerte en la vagoneta, muy extraño. Chico solicitó al hijo, — Acelere la vagoneta y fíjese si echa humo blanco por la mufla. Al ratillo Mario confirmó el suceso del fenómeno, — Es asunto de inyectores.

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Contestó el viejo. Ya por Esparza Mario ratificó el diagnóstico, y cuestionó cómo supo la solución. Chico con orgullo exaltado dijo, — Pura experiencia. ¡Perro viejo ladra sentado! Cuenta Mario que cuando sustituyó los inyectores, un amigo llamado Chuta recomendó mejor buscara un mecánico de oficio, y logró meterle duda. El amigo no creyó que cualquier persona diera con un remedio con solo escuchar de lejos la descripción de ruidos y tipo de humo. Arrepentido de dar cabida a la desconfianza, comentó el hijo, — Debía de pedirle perdón a ese viejillo. Existe otro testimonio de excepción ajeno al círculo familiar. Armando Conejo presenció la labor de una vagoneta bautizada Blanca Nieves, mientras Juan Carlos hijo de Chico operaba el bajóc cargando. Cuando arribó Chico, indagó por qué escuchó sobre acelerado el motor de la vagoneta. Juan Carlos respondió “perdió jalón”. Chico inquirió, — ¿Cuándo cambiaron el filtro? — Ayer. Un padre intuitivo exclamó en terminante tono de reproche, 279


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— No sea mentiroso. Esa máquina suena ahogada porque el filtro está sucio. El hijo, apocado, tuvo que aceptar la falta. Don Armando Conejo cuestiona cómo el famoso ciego pudo armar su tesis, si por destreza mecánica o conocimientos en psicología. A propósito de conocimiento, existe un caso que aquilata mejor la audacia de Chico, por la exótica actividad donde aplicó su temerario ingenio. Él comienza con extravagancia, — Pusimos una camaronera. Como dicen vulgarmente, a mí me pica la cola y no puedo quedarme quieto. No era que estaba sin plata, todo lo contrario, la idea fue meternos en negocios nuevos. El primero que llegó con el cuento fue el hijo Juan Carlos y, logró que su padre se entusiasmara. Después de analizar juntos algunos importantes factores favorables. Dice Chico, — Me puse a averiguar. La gente decía que la camaronera era un gran negocio. Y razona un factor a disposición de gran peso para desarrollar la infraestructura necesaria. Esa ventaja comparativa consistía en la maquinaria. Jactancioso proyecta orgullo por revelar tanta claridad en actividad tan compleja, 280


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— A mí me jode, no sé… la deficiencia; pero jupa siempre me ha sobrado; eso sí. Y valentía hasta para tirar para arriba, porque el negocio requirió inversiones millonarias. Enumera una serie de pasos, — Para empezar, alquilamos y preparamos un terreno de tres hectáreas pegadas a la playa en Chomes. Allí construyeron tres grandes estanques con medidas entre una y dos manzanas cada una. Alrededor de tales “piscinas” levantaron “cortinas” o montículos de tierra para retener grandes masas de agua bombeada desde el mar. Con inteligencia de mecánico y espíritu empresarial, especifica, — La bomba diesel debía poseer capacidad mínimo tres pulgadas de salida. Vivaz en la conversación, Chico agrega más cifras y potencia la imaginación, — La nuestra tenía cuatro pulgadas de diámetro. Viera qué chorros de agua. Posteriormente compraron “semillas” de camarón en Quepos y suplían el alimento para larvas en Chomes centro. En aquellos grandes estanques construidos alimentan los bichos hasta alcanzar tamaño lucrativo. El crecimiento depende de la extensión del período de 281


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cultivo. Cinco pulgadas es la dimensión más comercial. María Eugenia aporta información precisa, — Ese crecimiento requiere tres o cuatro meses. Finalmente, Chico advierte que realizó el negocio solo tres veces, porque en el último año reventó una terrible enfermedad en el camarón. Chico apura una advertencia, — No perdimos la inversión, ¡Dios guarde! Se hizo buena plata. Chico se reconoce quisquilloso y valora esa condición porque, — Decidimos no echar más camarón, y como siete meses después ya no era una enfermedad sino que ¡ya eran dos! Salieron a tiempo porque la inversión en riesgo era de muchos millones de colones. Entre los empresarios que mantuvieron la actividad se conoció de enormes pérdidas. Chico aventura, — Para un rico tal vez eso no es nada. Hoy, con satisfacción inocultable por esa intensa actividad, Chico reconoce los inmensos peligros de ese negocio,

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— El que es pobre y echa camarón, diay, que Tatica Dios lo acompañe, pero eso es pa los ricos. Salió bien por combinación de audacia y olfato de Chico y, a que “no pagamos alquiler” por maquinaria útil para remoción de tierra.

Problemas de salud amenazan proyecto vital “para conocer un puerto hay que perder un barco”

En el desarrollo de todo el trayecto de vida, obvio es, Chico sorteó con tenacidad múltiples obstáculos; gracias a su disposición y voluntad avanzó lejos en la existencia con invencible espíritu de trabajo. Fue así hasta que dos hechos odiosos y fortuitos amenazaron el único insustituible eje estructural de su nueva y sorprendente propuesta empresarial. Como es fácil deducir, Chico depende de dos sentidos básicos para ubicación espacial, oído y tacto. Desarrolló el sentido auditivo a un nivel de sensibilidad, capaz de distinguir a cada persona cercana o conocida por la voz, o determinar particularidades de un caballo al atender el golpe de cascos en el suelo. Hasta, atestigua su hijo Mario, que “con una soga, podía lazar un toro” guiado por el ruido animal al mugir, respirar o moverse. Con tales antecedentes, saltó la pasmosa noticia de que a Chico “se le infartó el oído”. La bola corrió como fuego 283


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sobre combustible entre allegados. Edwin confirmó secuelas lapidarias, — El oído izquierdo quedó inservible permanente; y el oído derecho sufrió muy severo deterioro en capacidad auditiva. El alarmante dictamen médico concluyó que subsiste un cuarenta por ciento de audición en el oído útil. A la siguiente reunión de anecdotario Chico asistió con un pequeño audífono en la oreja derecha y, el comportamiento fue igual, lo acostumbrado. Para muestra un botón; cuando quiere saber la hora, saca y activa el teléfono celular de la bolsa y, con normalidad aproxima la oreja “buena” para captar la grabación automática. No obstante dicho quebrando, Chico continuó en giras y reuniones, caminando por praderas y montañas, saltando portones, conversando y recordando anécdotas; celebrando con salidas y chistes el acontecer de la vida. Edwin hace eco de tan extraordinario estoicismo, — Siguió alegre y dicharachero, ocupado en sus actividades, en compañía de mi hermana como siempre. Y para ilustrar lo dicho, el extraordinario ciego lanzó uno de sus recurrentes dichos, reflejo de su ánimo guerrero sin queja lastimosa,

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— Esto está más feo que darle un beso a una mujer dormida. En apariencia salió bien librado de esta zancadilla, pero allí no acabó la amenaza, porque surgió otro inconveniente de salud, aparentemente relacionado, que lo envió al Hospital Blanco Cervantes en San José. Eugenia explica con serenidad, — Tiene un coágulo de sangre atrofiado en la vena carótida izquierda. Estuvo hospitalizado varios días. Según narra Edwin, Chico esperó visitantes a quienes expresó el perenne deseo de irse, porque ese padecimiento es indoloro y no halló sentido a su internamiento. La descripción no puede dibujar una estampa más auténtica, — Recibió visitas en el salón colectivo para varones, sentado al borde de la cama en pijama hospitalaria con sus botas y sombrero bien puestos. Estaba listo para partir y convenció a encargados del nosocomio que permitieran su permanencia ataviado con los esenciales accesorios de vida. Un día se animó a confesar, — Qué ganas tengo de tirarme un trago de whisky. Posteriormente dieron de alta institucional a tan digno paciente, y retornó para reinar en su patio en Sardinal de 285


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Puntarenas, bajo algunas recomendaciones clínicas que nadie garantiza cumpla totalmente. Está feliz, pues opina que durante el internamiento en esas instituciones, — Lo tratan a uno como a un pedazo de boñiga, hacen con uno lo que les da la gana. Sin embargo, con su presencia física, su asombrosa y sofisticada nueva empresa está a punto de culminar exitosa. Ese emprendimiento es la publicación del presente libro, donde el protagonista plasmó, mediante escritor de oficio, no solo animadas facetas de su vida, sino también el pensamiento acrisolado, sea su manera de comprender la vida.

Inteligencia, intuición y audacia “esta jaba es muy grande para ese pájaro”

Chico luce radiante. Sentado en una vieja silla ejecutiva de oficina, suavemente apoya entre las piernas el bordón metálico que toca tierra entre sus altas botas vaqueras color café. Su pose evoca a un antiguo patriarca. El cuero crudo del sombrero sobre la corta cabellera platinada, exhibe en la copa un caballito a trote grabado en contrastado relieve oscuro. A su alrededor, tres entusiastas acompañantes celebran con vasos de cristal en mano un importante acontecimiento; uno de ellos toma y guía la mano de 286


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Chico hasta chocar vasos en brindis, e ingieren simultáneo el dorado y relampagueante contenido, después de vocear, — ¡Salud! María Eugenia pasa al lado; pendiente de todo, avisa, — ¡El chancho está listo! En torno a una exótica escultural mesa de madera jaspeada de siete patas, cubierta con mantel de inmaculada tela blanca, los presentes continúan absortos en animada plática. El calendario de pared, ubicado entre una hilera de coloridos baldes y recipientes plásticos sobre estibas de tablas y reglas, revela el mes que corre, diciembre de 2013. Mes que Chico conmemora el setenta y cuatro aniversario de su natalicio. Pero la celebración, aunque coincidió felizmente con época de cumpleaños, obedece a otra refinada razón de magna proyección. Dos de los tres acompañantes de Chico son el cuñado Edwin Porras y su amigo desde estudiantes, Juan Carlos Arias. El tercer celebrante, un escribidor de historias, extiende sobre la mesa un juego de coloridos libros recién impresos de portentosa portada. Chico sensibilizado interpreta sonidos y participa con acierto en la solemne escena, — No creí que saliera publicado el libro antes de morirme. Yo estoy como cucaracha en tapa de dulce. 287


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Juan Carlos Arias califica el contenido del trabajo expuesto y agradable comenta, — Quedó demasiado bien, mejor de lo que imaginé. El grupo celebra ubicado a vista de una inconclusa estructura de perling y cemento techada; es el garaje taller de Chico en Sardinal. Varios metros delante, dos añosos palos de mango con raíces que sobresalen como venas sinuosas del suelo, subsisten cuales mudos testigos de incontables escenas domésticas. En el espacioso entorno frente a la misma casa de madera que cuatro décadas atrás emocionó a María Eugenia recién casada, altas palmeras y arbustos entre enmarañada vegetación alternan con piezas de diverso uso y dimensión, muchas metálicas, almacenadas y desperdigadas en aparente abandono. Edwin habla bajito y poco, pero dentro de la pequeña algarabía murmulla frases positivas en cada intervención. De pronto saca voz y cita con claridad parte de una expresión harta familiar entre los concurrentes, — Alguien entierra el muerto… Chico acepta la alusión con ligera mueca cómplice, condescendiente mueve la cabeza y complementa el adagio con amplia sonrisa, — Así es, ¡hediondo no puede ponerse! 288


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Con flotantes notas musicales de Antonio Aguilar y “Vicente” en la atmósfera, la voz del escribidor surge en aquel entrañable círculo y, exalta el libro sobre la mesa, — La más reciente y fina empresa del inacabable Chico Chaves; no la última, porque fijo nos complacerá con muchas acometidas más. — Esta empresa todavía no termina porque resta vender los ejemplares. Pragmático replica el brillante protagonista de la fiesta, Chico Chaves. Juan Carlos Arias, participante del proceso aporta una reflexión intimista, — Yo lo leo y me quedo apreciando cada rasgo, cada pasaje… El peso de investigación y producción lo llevaron, precisamente los presentes en la celebración, a partir de la iniciativa original del hijo mayor de Chico, Juan Carlos Chaves Porras. Edwin fundamenta el papel jugado por el sobrino, quien también es su ahijado, — Juan Carlos, como hijo mayor, creció y compartió con su padre muchas experiencias. Y gran cantidad de gente conocida, cuando supo, impulsó con entusiasmo la posibilidad de conservar memoria escrita de los picantes decires y pundonoroso andar por el mundo del inolvidable personaje. El mismo Juan Carlos 289


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Chaves, inquieto, merodea furtivo la escena festiva, y con oportunidad acota complaciente, — Muchos vecinos de aquí por Sardinal, Guacimal y Monteverde, aprecian a papá y apoyaron la publicación. Gran cantidad de amigos que disfrutaron con él en muchos lugares, están deseando ojear un recuerdo tan bonito. Espoleado por los recientes comentarios, Chico manifiesta el deseo de publicar un libro para niños, y exhorta en su consabida vocación empresarial, — Para distribuirlo en escuelas. El escritor del texto, a modo de otro lazarillo del amistoso invidente, hoy por el exclusivo camino editorial de libros, extiende, — Claro, está abierta la producción de una versión infantil con texto y lenguaje apropiado, tal vez con láminas de ilustraciones. El contenido base está digitalizado en computadora. Chico celebra la posibilidad con auténtica emoción, — ¡Qué lindo habla este muñeco!

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Epílogo “no hay tal culebra de pelo, ni chapulín de plata”

¿Cómo evolucionará la novísima empresa intelectual asociada de este hombre con aptitudes y actitudes tan especiales? Nadie sabe. Pero conociendo a Chico, cualquier sorpresa puede reventar. No queda más que atenerse a lo expuesto en esta profunda lección, captada al calor de una festiva reunión de trabajo oficiada en el corredor del hogar de su hija Vilma, — Si puedo explotar algo, allí estoy yo. Porque la vida es de los audaces, la vida es de la calle, del conocimiento, de colaboración, de disfrutar amistades y conversación… ¿Cómo uno va a andar por el mundo sin conocer a nadie? Está bien si uno se mete entre un cañal. Hay que salir de la cueva sin miedo. “por qué se va a devolver uno en el primer tropezón”

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Imprenta Grafika DiseĂąo e impresiĂłn

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Reverso contraportada

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Contraportada

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