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Un día cualquiera Erick Quesada Ramírez
SL Ediciones San José, Costa Rica
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Producción editorial: SL Ediciones Fotografía de la portada: Ronny Valverde Chinchilla Fotografía del autor: Diana Fuster Baraona Revisión filológica: Jessie Zúñiga Diseño y diagramación: Juan Hernández
ISBN 978-9968-673-61-7 Cuento costarricense / Literatura costarricense Derechos reservados conforme a la Ley de Derechos de Autor y Derechos Conexos, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, conservada en un sistema reproductor o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación o cualquier otro sin previa autorización del autor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.
© Erick Quesada Ramírez
SL Ediciones (+506) 8881.7386 sulibrocr@gmail.com
IMPRESO EN COSTA RICA
Para esta edición se utilizó papel de 320 gramos en la tapa y de 70 gramos en el interior, fabricados con árboles de crecimiento rápido cultivados en plantaciones de madera que luchan contra el cambio climático, absorbiendo CO2. Este papel se produce bajo un Sistema de Gestión Medioambiental (ISO o EMAS). La producción de celulosa blanqueada es ECF (libre de cloro elemental) o TCF (totalmente libre de cloro).
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A Fabiรกn
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Agradecimientos La publicación de esta obra ha sido posible gracias al patrocinio de las siguientes organizaciones y personas: Agenda Ciudadana por la Educación; Fundación Justicia y Género; Centro de Investigación y Promoción para América Central de Derechos Humanos (CIPAC); Revista Gente 10 y la señora Roxana Arroyo Vargas.
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Textualidades y sexualidades en Un día cualquiera Con un lenguaje sobrio, sencillo y directo, Erick Quesada nos brinda diez cuentos de cuidadosa factura literaria, cuya apariencia de “bocetos” es un anzuelo hacia la hondura psicológica. Algunos de ellos nos recuerdan el ambiente rural o semirural de aquel país en el que crecimos quienes hoy estamos, parafraseando a Dante, “en medio del camino de la vida”. En medio de ese ambiente bucólico, que en algunas partes insinúa la aún más antigua Costa Rica de Marcos Ramírez, o la de los cuentos de Carmen Lyra y de Carlos Luis Sáenz, comienzan a aparecer los especímenes de la “nueva” Costa Rica, aunque mejor sería decir, de esa Costa Rica que siempre ha existido, pero estaba silenciada, invisibilizada, oculta por los prejuicios y por los mitos de paz e igualdad que conformaron la ideología nacional en los últimos doscientos años. Cada relato de Un día cualquiera tiene su propia autonomía, pero en su conjunto, Quesada logra ofrecernos un trabajo textual que es a su vez un trabajo textil. Con la lectura de los diez cuentos, el autor nos regala un tejido, o más bien una de esas sábanas de retazos multicolores que cosían nuestras madres y abuelas. Una sábana que todavía huele a Patria de caminos de polvo y a café chorreado, pero que dolorosamente se enfrenta a nuevas realidades, ante las cuales el pasado ya no es más que un basurero de nostalgias. Exactamente como le ocurre al niño que irrumpe traumáticamente en la adolescencia en el cuento “Cinco minutos”, o al joven Ariel que rompe con el “estatus familiar” y que en su última mirada a la casa paterna sabe que ese es un pasado que nunca volverá.
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Paradójicamente, parte fundamental de este tejido son las “roturas”. Quesada nos confronta, sutilmente pero sin tregua, con una serie de rupturas que están cambiando el tejido social, ideológico y cultural de este país: ruptura con las antiguas maneras de vivir la sexualidad y con los tradicionales roles de género; ruptura con las mentalidades puritanas y con la doble moral que condena la relación afectiva y sexual con personas del mismo sexo (El ascensor, La Invencible…); ruptura con el ritualismo religioso y la hipocresía (Matanga). Este tejido y sus roturas es también una bandera que advierte y desenmascara diversos mecanismos con los que el Patriarcado ejerce violencia sobre mujeres y hombres: violencia contra el niño/adolescente homosexual y contra la niña/mujer lesbiana; violencia paterna contra la niña que simplemente quería ser niña y jugar; violencia contra el joven al que se le dio doctrina religiosa en vez de abrazos; violencia contra el padre amoroso, encarcelado por no pagar la pensión alimentaria… El libro de cuentos que nos brinda Erick Quesada es, en resumen, el enfoque preciso, conciso y con hondura psicológica de la cotidianeidad que viven/vivimos muchas personas en un día cualquiera de esta Costa Rica cuyas roturas tenemos la responsabilidad de zurcir. Erick lo hace esta vez desde un buen oficio literario y nos entrega el ovillo para que sus lectoras y lectores sigamos tejiendo o destejiendo. ¿Te ponés el dedal? Carlos Bonilla Avendaño San Isidro de Heredia, 12 de setiembre 2012
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Al calor del momento Mariana siente que los rayos del sol penetran su cuerpo hasta llegar a sus huesos, lo que le permite sentir con facilidad los latidos de su corazón. Luego de treinta minutos de estar acostada sobre la arena, a escasos metros de un mar celeste y verde claro, cuyo ir y venir es apenas perceptible, fantasea con que la suave brisa que acaricia sus labios, pechos, caderas y entrepierna son soplidos que, gustosa y delicadamente, Jorge —quien desde hace semanas es el motivo de sus deseos y desasosiegos— arroja sobre ella con la deliberada intención de hacerle perder el juicio y obligarla a abandonarse al placer. El bullicio le impide concentrarse. A unos cuantos pasos de ella sus compañeros de oficina, un grupo de abogados jóvenes cercanos todos a los 30 años, discuten entre risas fáciles sobre cuál de las secretarias de la oficina tiene el culo más feo, mientras Gabriela le susurra al oído una vez más a Jorge que no habrían podido tomar una decisión mejor que la de venir a acampar a la playa de San Juanillo, de la que se había enamorado desde que era una niña, cuando sus padres, en lo que era ya una tradición, la visitaban durante sus paseos de fin de año a Guanacaste. Mariana entró al bufete gracias a Gabriela. Habían sido compañeras en la universidad y al poco tiempo se hicieron muy amigas. Tan amigas eran que Gabriela no tenía reparo en contarle con lujo de detalles sus experiencias en la cama con Jorge, ante las que Mariana hacía su mejor esfuerzo por mostrarse entusiasmada y feliz por ella pero, sobre todo,
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por disimular la excitación que le provocaba saber sobre las destrezas y los atributos de los genitales del novio de su amiga. Unos minutos después se harta de tanta fantasía y deseo contenido. Ya no aguanto más, se dice y de inmediato se levanta, empieza a sacudir con fuerza la estera sobre la que yacía y, mientras la enrolla, camina con paso apresurado hacia su tienda de campaña sin levantar la vista de la arena. Su tienda es la más pequeña de todas, para una sola persona, porque desde hace meses no tiene novio, ni novio, ni nadie que, por lo menos, me coja, piensa con ira al tiempo que se apresura a sacudir con sus manos la arena adherida a las plantas de sus pies antes de entrar. Una vez ahí y acostada boca arriba, empieza a observar con detenimiento las sombras que se traslucen hacia el interior: las ramas de los árboles que le dan sombra y el paño que guindó justo sobre el costado de la tienda que da a la mesa del campamento, desde donde alguien podría notar algo. Una, dos y tres veces hace el mismo recorrido visual antes de estar segura de que nadie verá nada desde afuera. Sin mucho preámbulo introduce furtivamente los dedos de la mano derecha por debajo del vestido de baño y empieza a palpar con suavidad su vulva, como si quisiera detallarla a través de la yema de sus dedos. La tienda está muy caliente, huele a una mezcla de repelente, bronceador y perfume; de la frente de Mariana brota una gota de sudor. Se exalta al escuchar la voz de Daniel muy cerca de la tienda, pero unos instantes después esa cercanía no hace más que aumentar el ritmo de los latidos de su corazón y decide empezar a respirar por la boca para no hacer el menor ruido.
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Mariana aprendió a masturbarse cuando tenía 15 años. Fue casi accidental. Luego de un largo y caluroso día en el colegio, cuando por fin llegó a su cama se lanzó sobre esta y, casi como por instinto, presionó con delicadeza su pelvis sobre uno de los almohadones y no pudo parar de hacerlo hasta alcanzar el desenlace que sabía debía esperar, pero del que jamás imaginó que pudiese ser tan intenso. Quedó obnubilada por largos instantes hasta que, lentamente, tomó conciencia de lo que acababa de hacer. Mariana sabe que falta poco para el ansiado momento. En su mente, Jorge la despojó de su vestido de baño y, frente al mar, la ha besado de pies a cabeza. De repente, aparece en su mente el rostro de Gabriela. Sin que su mano se detenga, la culpa es el primer sentimiento que logra identificar, el cual de inmediato se convierte en tristeza y poco después en indiferencia. ¡Si supiera que ese idiota pasa viéndome las tetas y el culo cada vez que ella le da la espalda! —¡Mariana! —¡Voy! —dice Mariana con la mayor naturalidad posible ante el llamado de Gabriela. Siente que es hora de apurar el paso. Sabe cómo hacerlo. Su mano izquierda sujeta con fuerza la muñeca de la derecha, que ha iniciado la cadencia de la caricia irresistible. El calor insoportable de la tienda, el olor a perfume y a bronceador y las risotadas de los hombres son lo último de lo que Mariana se entera antes de perderse en un orgasmo estremecedor, durante el cual hace un esfuerzo supremo, que por instantes teme sea insuficiente, para no hacer ningún ruido; mientras echa su cabeza hacia atrás hasta más no poder.
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Luego espera unos segundos para que su cuerpo recobre la calma y de paso observa de nuevo que nadie esté demasiado cerca de la tienda. Como es habitual, acaricia con los dedos de su mano derecha la punta de su nariz, pero esta vez predomina el aroma dulce del bronceador. Seca el sudor de su cara y su vientre, se asegura de que el vestido de baño esté perfectamente colocado y se mira rápidamente en un espejo antes de salir. —¿Sí, Gaby? —pregunta Mariana. —Que si querés un margarita. —Pero por favor, eso ni se pregunta. Mariana se sienta al lado de Jorge y su mirada se pierde por encima de los árboles que rodean la playa, hasta que se percata de que este ha posado su mirada sobre sus pechos. Ella le toma el mentón con su mano derecha y lo levanta. Cuando Jorge la mira a los ojos ella ha encorvado las cejas, no sin antes haber dejado un rastro de intimidad en la comisura de sus labios.
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Miradas A las ocho y treinta en punto de la noche Roberto tocó el timbre de la casa de Marcela. Como era común los días sábado, un grupo de amigos y sus esposas se reunían en la casa de alguno de ellos. Paola, con un plato de bocas en sus manos, se apresuró a saludar a Marcela con un sonoro beso en la mejilla, mientras Roberto observaba y esperaba su turno. Desde el primer momento en el que Roberto conoció a Marcela sintió una intensa y extraña atracción por ella. Lo primero que le llamó la atención fueron sus ojos. El rostro de las mujeres y, en particular sus ojos y su mirada, eran lo primero sobre lo que él fijaba la suya. Luego bastó solo un breve recorrido por su cuerpo para que la atracción terminara de asentarse. Lo peor sobrevino cuando la escuchó hablar, la vio mover sus manos y sonreír; había un no sé qué en su personalidad, en su esencia, que lo tocaba profundamente. Roberto no pudo evitar que, a partir de ese día hacía casi dos años, ella se convirtiera en tema recurrente de sus pensamientos y de sus fantasías. Esa noche Marcela lucía un vestido rojo con un insinuante escote, algo largo para el gusto de Roberto pero no así para Francisco, con quien Marcela se había casado seis meses atrás, el cual, sabedor de su belleza y de lo que con frecuencia provocaba en los hombres, prefería que no enseñara más que eso. Roberto no podía explicarse cómo, si Marcela emanaba vida y calidez en abundancia, su casa era tan fría: paredes blancas casi desnudas, muebles y adornos metálicos, tonos pastel en cortinas, tapices, almohadones y
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alfombra y esos 21 grados Celsius a los que acostumbraban mantener el aire acondicionado. Estaba seguro de que esa noche le encontraría a Marcela algún defecto, algo que le permitiera librarse del dolor que le causaban la idealización hueca, el anhelo intenso pero imposible. Tal vez diría algo inadecuado queriendo parecer graciosa, pronunciaría mal una palabra o daría una opinión opuesta a su forma de ver las cosas sobre algún tema. Pero, por el contrario, con el transcurrir del tiempo sucumbió a lo que era la inequívoca señal de una nueva derrota: le resultaba cada vez más irresistible la necesidad de observar con sumo detenimiento sus pies que, apenas ataviados con unas sandalias rojas de tacón, le parecían simple y sencillamente perfectos. Tan sólo unos minutos después, entre el ruido de la gente hablando, la música y una que otra carcajada, había volcado toda su atención hacia ella; mirándola por breves e insuficientes instantes tratando de adivinar su desnudez. De vez en cuando dirigía su mirada hacia Paola y asentía con la cabeza, cuando ella buscaba su aprobación para lo que estaba diciendo. Siete años de matrimonio y dos hijos lo unían a una mujer que había decidido por su cuenta, sin la menor capacidad para comprender sus reclamos, que el matrimonio era un asunto de compartir responsabilidades en el hogar, ayudarse mutuamente con asuntos de trabajo y estudio y de hacer el amor, siempre de la misma manera, una vez a la semana. Roberto sintió de golpe un brote de ansiedad en el estómago, acompañado de la particular emoción que provoca saberse a punto de acceder a lo prohibido, en cuanto se percató de que Marcela se dirigía hacia el baño. Tomó
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el vaso de ron mezclado con hielo y una pizca de agua que recién le había servido Francisco y apuró tres largos sorbos sin despegarlo de su boca. Instantes después de que Marcela saliera, él mantenía su mirada fija en el basurero donde estaba el papel con el que ella recién había secado su entrepierna. A pesar de la humillación que sentía por lo que estaba a punto de hacer, tomó entre sus dedos ese trozo de papel que parecía haber sido moldeado, por la forma que tenía, por la vulva de Marcela. Dicha imagen lo llevó de inmediato a hurgar con urgencia entre la cremallera de su pantalón en búsqueda de su miembro, que emergió como espada curva con la que, en un gesto mudo de desquite y desahogo, iba a violentar su intimidad. Con su mano izquierda y con los ojos cerrados, acarició sus labios con el trozo de papel que, apenas humedecido y dulcemente perfumado, lo llevó a alcanzar el orgasmo en tan sólo unos segundos. Roberto se cercioró de que no quedara rastro alguno en el lavatorio y luego puso el trozo de papel en el basurero, en la misma posición en la que lo había encontrado. De vuelta en su sitio en la sala, encendió con cierta prisa un cigarrillo y, por momentos, su mirada parecía perderse entre las formas azarosas y efímeras del humo. De vez en cuando, con cierto disimulo, respiraba profundamente para saborear el aroma adherido a su nariz, lo que le provocaba la placentera sensación de saberse vengado. Tomó de nuevo el vaso con el trago de ron y lo dirigió a su boca. El primer sorbo le supo a una grata indiferencia. Un par de minutos después, luego de observar a Paola y Francisco conversar, el segundo vino acompañado de un
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estremecimiento en el pecho al sorprenderse admirando de nuevo la inmensa belleza encerrada en los pies de Marcela.
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No te voy a dejar nunca Raúl entra de primero al jardín llevando tras de sí a Angélica tomada de la mano. Con paso apresurado se dirigen hacia el pequeño quiosco construido justo en el centro y al llegar se dejan caer bruscamente sobre un sillón de mimbre. De inmediato, Raúl se tapa el rostro con ambas manos; en cuestión de instantes estallará de frustración. El jardín circular fue una idea del padre de Raúl, un consultor internacional de respetable trayectoria en materia de política económica. Él mismo sembró los arbustos que en conjunto crean un círculo casi perfecto, así como las flores que adornan su borde interno. Pensó desde un principio en utilizar césped artificial, pues de esta manera luciría verde todo el año y no necesitaría ningún tipo de mantenimiento. Es usual verlo los fines de semana dedicar largos ratos a recortar los arbustos, deshojar plantas, recoger hojas secas… Las ráfagas de viento de una soleada tarde decembrina parecen desordenar adrede los largos cabellos de Angélica y Raúl. —¡Mierda! —grita Raúl con ira. —¡Te juro que no lo puedo creer! —dice Angélica con la voz ahogada en llanto. —¿Por qué mi tata me lo dice hasta ahora? —dice Raúl mirando a Angélica fijamente a los ojos como exigiéndole una explicación. —¿Desde hace tres meses sabe que nos vamos a ir a vivir
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a Panamá y hasta ahora me lo dice?, ¡y para colmo tenemos que irnos en un mes!, ¡yo no voy a ninguna parte!, ¡maldito! Angélica deja que pasen unos instantes y respira profundo antes de hablar. —Raúl, ¿pero qué vamos a hacer?, no tenemos salida… —¡No te voy a perder! —responde Raúl con rabia. — Sos lo mejor que me ha pasado en la vida, ¿entendés eso?, nunca me había sentido así, hasta ahora encuentro algo por lo que en verdad vale la pena vivir. Estoy enamorado de vos, ¡yo no te voy a perder! Raúl es el hijo único de un hombre que, a causa de su trabajo, terminó acostumbrándose, al igual que su esposa, a vivir por temporadas, a veces por meses y a veces por años, en diferentes países y a hacer del desarraigo un componente esencial de su estilo de vida. Raúl vino al mundo sin una mayor razón de ser, de manera sorpresivamente esperada. —Seamos realistas Raúl, ¿qué vamos a hacer?, tenemos diecisiete años, no tenemos plata, ni trabajo, ni sabemos hacer nada… Creo que de San José a la ciudad de Panamá son como dieciocho horas en bus, tal vez nos podamos ver de vez en cuando, no sé —dice Angélica con voz apenas perceptible y sin despegar su mirada del césped artificial. —Tiene que haber una forma —responde Raúl con tono firme justo después de que ella termina de hablar. —Mi papá no me lo va a hacer otra vez. Siempre hemos vivido para él, en función de él, de su maldito trabajo y sus malditos caprichos, hemos sido parte del circo de su miserable vida de persona muy importante… No me lo va a hacer otra vez… Angélica no hace más que guardar silencio, un silencio
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paralizante que, con el pasar de los segundos, se le agranda dolorosamente en el pecho. Es como si, de repente, hubieran desaparecido todas las palabras, dejándola enmudecida de impotencia. A diferencia de Raúl, su madre ni siquiera le permitió la posibilidad de sentir enojo hacia ella, solo lástima, compasión. Y es que, aunque se lo suplicó mil veces, nunca recibió respuesta a las preguntas que, con insistencia, se apoderaban de su mente desde que era una niña: ¿quién era su padre?, ¿por qué no lo conocía?, ¿por qué nunca la había buscado? Angélica no entendía que cuando su madre le decía que no tenía importancia tan solo intentaba, sin conseguirlo, convencerse a sí misma de que tampoco tenía necesidad alguna de responder las preguntas que, día tras día, alimentaban su malestar, su indisimulable tristeza: ¿por qué me engañó?, ¿por qué me abandonó?, ¿por qué nunca volvió? —Solo hay una salida —dice Raúl con el rostro lleno de esperanza. —Tenés que quedar embarazada, es la única manera de que no nos separen, no podrán hacerlo, tendríamos que asumir la responsabilidad juntos como papá y mamá… La imagen del rostro severo de su madre tomó posesión de la mente y del cuerpo de Angélica. Si había algo que le había advertido que no le perdonaría jamás es que cometiera el mismo error que ella, pero el amor de Raúl, quien con la paciencia y la pericia del orfebre apuntilló en el corazón de Angélica la certeza de sus besos, el fuego de sus caricias y la promesa eterna aprisionada en su mirada, la había inmunizado ante sus amenazas.
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—Está bien —musitó ella sintiendo que no podía estar más segura de algo en la vida. Él esboza una sonrisa cómplice mientras intenta quitarle el cabello que cubre su rostro y la toma de la mano para dirigirse a su habitación. Una vez allí, ante su mirar ansioso y penetrante, ella se despoja de su ropa con lentitud y se acuesta en la cama para esperarlo inmóvil, sonriente, con los ojos encendidos de ilusión. Esta vez no descansa sobre su vientre el infaltable condón, que tanto disfrutaban observar dar minúsculos saltos al ritmo del palpitar de su deseo. Raúl avanza hacia ella muy aprisa, al tiempo que va dejando esparcida por el piso su ropa. Una vez desnudo, permanece unos segundos frente a ella para luego colocarse muy suavemente a su lado e iniciar con el ritual de acariciar con ternura sus mejillas. —Siempre voy a estar con vos, no te voy a dejar nunca. —Yo sé Raúl, yo sé… —responde Angélica con una sonrisa plena. Unos pocos minutos después Raúl descansa su rostro sobre los pechos sudorosos de Angélica, como acostumbra a veces luego de hacer el amor con ella. El silencio parece apropiarse de la habitación en forma lenta y placentera, hasta que tres golpes secos los hacen sobresaltarse. —¡Raúl, la mamá de Angélica está en la puerta, dice que viene a recogerla! —parece ladrar el padre de Raúl. —¡Ya va! —responde Raúl con un tono similar. Entonces se ponen de pie y se visten con total parsimonia, como permitiéndoles a sus cuerpos refrescarse por completo. De camino a la puerta se besan varias veces y
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se hacen prometer que siempre estarán juntos, que nada ni nadie podrá echar a perder su felicidad. Una vez allí, Raúl hace un tímido gesto de saludo con su mano a la madre de Angélica, quien lo ignora con despreocupación, dirigiendo su mirada hacia otro lado. Intenta entonces despedirse de Angélica pero se percata de que ella camina muy rápido hacia el carro de su madre. Raúl y Angélica se siguen con la mirada hasta donde la distancia se los hace posible y, en seguida, él cierra la puerta de golpe para apurar su marcha de vuelta al jardín. “Esta vez no lo pudiste echar a perder… no llegaste a tiempo para evitarlo… esta vez lo más importante es mi felicidad…”, piensa Raúl mientras extiende sus brazos y sujeta con fuerza el respaldar del sillón de mimbre. Permanecerá así por largos minutos, disfrutando el gesto que, sin saberlo, lo unirá a Angélica por muchos años, aunque tal vez jamás lleguen a estar juntos.
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El ascensor Una sensación intensa de frío hizo que Gabriel volviera a la conciencia. Las lámparas de luces fluorescentes y las personas con mascarillas y trajes verdes le hicieron suponer que había ingresado al quirófano de algún hospital. La dificultad para abrir los ojos a causa de la sangre seca adherida a sus pestañas, sumada a su característico olor, le hizo recordar el accidente que había sufrido. Gabriel siempre se supo, desde sus más remotos recuerdos, diferente. De pronto, una bola de fuego ardiente, que nace a la altura de su ombligo, asciende por su tracto digestivo desplegando tras de sí, y con dolor, las señales inequívocas del reflejo del vómito. Siempre se supo hombre, pero capaz de experimentar en toda su magnitud las dimensiones de lo femenino. Y se gozó siempre de saberse emocionalmente lúcido, cuerdo, capaz de percibir y disfrutar de la belleza que emanaba de su entorno inmediato, de cualquier detalle en apariencia intrascendente; de los hombres y del encanto de lo masculino. Se sabía privilegiado por intuir con facilidad en quienes le rodeaban la profundidad y la razón de ser de su dolor y de su alegría, su fortaleza o fragilidad; por reconocerse dueño de la magia que emana de la caricia espontánea y de la palabra dulce, genuina y certera… Gabriel atinó de forma refleja a mover su cabeza hacia la izquierda para vomitar. La pérdida profusa de sangre causada por la herida en la cabeza hace que vuelva de nuevo a la inconsciencia.
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Desde que ingresó a la escuela inició su calvario. Apodos, insultos, empujones y todo tipo de provocaciones para incitarlo a pelear estuvieron presentes durante todos esos años. Pero nadie hizo nada. Su madre parecía justificar el daño que le producían cuando, con timidez, le pedía a la maestra de turno que lo sentara a la par de alguna compañera que no lo molestara. Su padre no hizo otra cosa que alejarse y permanecer al margen, evidenciando así el profundo desprecio que sentía hacia él. Sus maestras, ni remotamente capaces de reconocer la maravilla que palpitaba en él, se limitaban a comentar que Gabriel era a todas luces un niño raro, un mariconcito, y especulaban haciendo gala de su ignorancia sobre el tipo de trauma que pudo haber sufrido para haberse desviado de esa manera. En el colegio el asunto fue mucho peor. Poco después de haber ingresado, sus compañeros lo humillaban tocándole las nalgas y los genitales, gritándole en la cara “playo” y haciendo toda clase de chistes en torno a su forma de pensar, de moverse, de sonreír… Pero no pudieron las humillaciones y el desprecio frenar su ímpetu, su necesidad de ser él mismo… Gabriel vuelve a la conciencia como quien despierta de manera abrupta de un sueño profundo. Agobiado de nuevo por el frío que le produce la desnudez, la imagen de un ascensor emerge en su mente cuando siente que de sus entrañas arranca de nuevo ese inevitable transitar que le hará vomitar otra vez. Nunca dudó un instante en hacer lo que quería, como ser parte del grupo de baile, dejarse el pelo largo y participar de cuanta actividad artística fuera posible. Detrás de su afán por sobresalir en lo académico se escondía un fuerte motivo: se había propuesto demostrar que podía ser de los mejores del aula, si no el mejor, que su particularidad no lo hacía inferior a nadie. Y cuando lo lograba
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se llenaba de una satisfacción que no le cabía, pero que, luego, al llegar a la casa con la hoja de calificaciones en mano, se convertía paulatinamente en una angustia intensa, al anticipar un nuevo desenlace marcado por la dolorosa indiferencia de su padre y de su madre y la mirada cargada de desprecio de su hermana mayor, quien no le perdonaba que la señalaran en el barrio como “la hermana de floripondio, el maricón”. Esta vez su cabeza gira a la derecha. Un médico le coloca una mascarilla sobre su nariz y boca para aplicar un anestésico, mientras que un enfermero lo cubre con una manta hasta el pecho. Pero las risas burlonas y las humillaciones nunca cesaron. Ese día, durante un recreo, dos de sus compañeros decidieron hacerle una broma. Uno de ellos se colocó detrás de él con sus manos y rodillas sobre el suelo y el otro lo empujó hacia atrás. Durante la caída, Gabriel intentó conservar el equilibrio y giró con brusquedad su cuerpo hacia la izquierda, lo que hizo que se golpeara con fuerza la cabeza contra el borde del caño de la acera del pabellón de aulas. Gabriel sabe que tarde o temprano perderá el conocimiento y por unos momentos vuelca por completo su conciencia en el esfuerzo inútil de tratar de comprender el sentido de todo esto, de su lucha y de su sufrimiento. Desfilan por su mente las horas de llanto interminable durante la infancia, las miles de veces que le rogó a Dios por una respuesta que nunca llegó. Entonces decide cerrar los ojos y fantasea con que está a punto de salir al escenario, a ese escenario mágico rebosante de un público que no sabe otra cosa más que rendirse ante la sensibilidad, el talento y la determinación.
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Un viaje en bus —¿Pa? —¿Sí? —¿Para dónde vamos? —Para donde tu abuelita. —¿Y cuánto falta para llegar?, ya es de noche y estoy cansado de andar en bus. —Como quince minutos, papito. * —¿Pa, cuándo vas a volver a la casa? —Eh, no sé, no sabemos, puede ser que no vuelva. Tenés que ir pensando en que tal vez no vuelva a vivir con tu mamá. —¿Pero por qué, pa? —Porque a veces las personas adultas no se pueden poner de acuerdo y entonces prefieren vivir aparte para que todos sean más felices. —¿Pero entonces por qué veo que ma y vos pelean más? Además ya casi ni me llevás al cine ni a comer afuera… —Es que hay cosas que vos no sabés, yo tengo que darle un dinero a tu mamá para tus gastos, pero es mucha plata, por eso ya casi no me alcanza para que salgamos a jugar, al cine y esas cosas… —¿Y por qué no le das menos y le decís que es para que nos podamos divertir?
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—Es que no puedo decirle eso a ella, porque fue un juez el que me ordenó que tenía que darle esa cantidad, por el momento no se puede hacer nada… es que para eso hay que pagarle a un abogado, pero ahora no tengo plata. —Ah… * —¿Pa, verdad que hoy vamos a ver tele comiendo palomitas de maíz? —¡Sí, claro! —¿Y mañana sábado podemos ir a jugar bola al parque?, ¡no tenemos que gastar nada! —Sí, sí, puede ser… pero es que tal vez no. Este… es que no quiero que te asustés si tal vez mañana me ves salir de la casa con un par de policías. Son unos amigos que quieren que les arregle el techo de donde ellos trabajan porque dicen que tiene muchas goteras. Y no te preocupés si duro varios días, porque dicen que además quieren que les arregle unas tuberías, que les haga una acera y otras cosas. —¿Pa? —¿Sí? —¿No importa si en esos días juego bola con Mario? —¿Mario? ¿Quién es, un amiguito tuyo? —No, es el amigo nuevo de ma que está llegando a la casa. A veces él juega bola conmigo y después me compra helados. La vez pasada me regaló un carro de control remoto. —Ah…sí, sí…, claro, podés jugar con él si vos querés.
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* —Pa, me vas a hacer mucha falta ahora que te vayás a trabajar con los policías… —Y… y vos a mí, papito… —¿Pa? —¿Mmm? —¿Tenés los ojos llorosos? —No, no, más bien vieras que me está dando risa porque me estoy acordando de un chiste que me contó mi papá cuando yo estaba chiquitillo, un día que andábamos en bus. —¿Cuál es?, ¡contámelo! —¿Vos sabés cómo fue que se inventó la batería, el instrumento musical? —No… —Bueno, es que una vez venían en un bus un papá y su hijo, al que le decían Pachín y, en eso, cuando se iba acercando el bus a la parada le pregunta el chiquito al papá: ¿parará papá? y le contesta el papá: ¿parará Pachín? ¿Entendés? Pa-ra-rá-pa-pá-pa-ra-rá-pa-chín… ¡suena como una batería! —Ay pa, ¡qué chiste más malo! —Sí, verdad… * —Pa, ¿cómo era tu papá? —¿Mi papá?, bueno, era una persona muy seria y trabajadora. Cuando yo era muy pequeño él era muy cariñoso conmigo, pero cuando entré a la escuela cambió,
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siempre andaba de mal humor y haciendo cara de pocos amigos. Se alejó de mí y de mis hermanos totalmente hasta el día que murió. Nunca supimos por qué… —Ah… * —Pa, ¿vas a pasar muchos días trabajando con los policías? —Hasta que logre juntar la plata para que podamos salir a jugar otra vez. * —Pa…, pa…, ¡paaaa! —¿Qué pasó, papito? —Vos sos el papá más bueno para jugar bola que conozco…
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1924 ¿Sería para 1924? Bueno, la verdad no me acuerdo bien. La cosa es que yo andaba entre los 7 y los 8 años. Claro, en esa época la cosa era muy dura. Fíjese que llegamos a ser 17 hermanos. Hasta me tocó ver morir a algunos de ellos chiquiticos, recién nacidos, porque en esa época la medicina no estaba tan desarrollada como ahora. Hasta a mí me tocó ver la pelona de cerca. Una vez, tendría yo como 4 o 5 años, me enfermé de algo grave. Yo no sé de qué sería, pero sí me acuerdo de una noche en la que estaba yo con una calentura tan alta que casi ni podía tener los ojos abiertos, cuando en eso veo pasar por el pasillo a dos hombres cargando un ataúd pequeñito; ¡qué susto!, ¡ya está!, pensé para mis adentros, estoy tan mal que hasta compraron la caja donde me van a echar… Pero seguro no me tocaba, porque al tiempito ya estaba yo otra vez bien. Viera qué mal lo trataban antes a uno cuando era chiquillo. Yo me acuerdo que como a los 6 años me levantaban de madrugada a moler el maíz para hacer las tortillas para el café. Los papás eran muy conchos con uno. A mis hermanos menores, cuando ya estaban un poco más grandecillos y se jalaban una torta, papá los perseguía con el fuete y Dios guarde si alguno se le zafaba y se trepaba en un palo, porque se quedaba un buen rato esperándolo y gritándole que se bajara y, si no le hacía caso, le decía vas a ver cabrón, en algún momento te vas a apear de ahí y cuando llegués a la casa te voy a mal quebrar. A papá le teníamos mucho miedo…
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Ah bueno, como le iba diciendo, la cosa es que esa vez me mandaron a comprar algo a la pulpería, ni me acuerdo qué sería, pero papá me dijo vaya y venga rápido porque me urge. Era una tarde lindísima, yo creo que fue en abril porque hacía mucho calor y los árboles estaban muy floridos. La cosa es que me puse al camino y no había yo andado ni cien varas cuando me topé a unos chiquillos que iban a resbalar al potrero. En esa época a los güilas les encantaba jugar de tirarse desde la parte de arriba de un potrero trepados en cartones untados con cera de candela. Al principio les dije que no, que tenía que hacerle un mandado a mi tata, pero cuando los vi tan chirotes me dije yo: ¡ah!, voy a ir sólo un ratico y después hago el mandado... y me fui detrás de ellos. Tenía rato de no jugar tanto. Se me manchó la ropa de verde y me hice unos raspones en los brazos y en las canillas porque el cartón se quedaba pegado y yo seguía dando vueltas tratando de agarrarme de lo que pudiera para poder parar. Me tiré un montón de veces seguidas sin pensar en nada, seguro como queriendo olvidarme de todo, hasta que poco a poco fui cayendo en cuenta de que llevaba como media hora de estar en eso y que seguro ya papá me estaba esperando bravo. Entonces lo que hice fue que me fui alejando de los demás güilas poco a poco, sin decir nada y, cuando ninguno me veía, di media vuelta y empecé a caminar lo más rápido que podía en dirección de la pulpería. Claro, mientras iba yo subiendo la cuesta se me venía a la cabeza a cada rato la cara de papá y hasta que sentía cómo se me hacía el corazón del susto. Yo no fui de malacrianzas ni de portarme mal, ¡qué va!, con el carácter de papá y mamá
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no quedaba otra que quedarse calladito y ser obediente. Hasta en la escuela no me fue tan mal. Yo siempre le decía a la gente que había ido los seis años a la escuela, pero dos a primero, dos a segundo y dos a tercero… lo que pasa es que a veces me sacaban para que fuera a ayudar con las cosechas, pero aprendí a leer y a escribir bastante bien... Pues viera el susto cuando iba yo llegando al lugar donde había cogido hacia el potrero y en eso veo a papá, como a las 50 varas, de espaldas en el centro de la calle volviendo a ver para un lado y para el otro buscándome con el bendito fuete en la mano derecha… me va entrando un desconsuelo en la boca del estómago con ganas de llorar que usted viera y de una vez hice a correr lo más rápido que podía y sin ver hacia atrás para donde abuelo, que vivía como a 300 varas de ahí. Cuando me abrió la puerta, quién sabe qué cara tendría yo, porque lo primero que me dijo fue pero por Dios santo, qué me le pasó. A mí ni se me entendía nada porque sólo hacía a llorar. A como pude y entrecortado, le conté que me habían mandado a la pulpería a comprar algo, pero que me había distraído jugando porque a mí no me dejaban jugar, que para peores, por estar en eso hasta la plata que me habían dado se me había perdido y que estaba con muchísimo miedo porque yo sabía que papá me iba a matar. Entonces abuelo me sentó en uno de los sillones de la sala, me dijo que ya venía y al rato apareció con un vaso de agua con gotas de espíritu de azahar o algo parecido porque sabía fuerte y feo. Apenas me lo tomé, abuelo me agarró de la mano y me dijo no se preocupe, a usted no le van a hacer nada. Vamos porque quiero hablar con sus papás.
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Abuelo era un hombre muy serio, era grande, macuco y muy fuerte y viera que él siempre olía a incienso de iglesia… yo no sé por qué pero le gustaba estarlo quemando en la casa. A mí ese olor me daba miedo, porque me recordaba las procesiones de semana santa con esa música de muertos y las estatuas tiesas con cara de sufrimiento, lo que decía el padre en misa sobre el infierno y el purgatorio, las ánimas en pena y ese montón de cosas. Abuelo tenía como 90 años, pero en casa le tenían un gran respeto. A mí hasta se me quitó el miedo porque, diay, sentía que estando con él no me iban a hacer nada. Pues cuando llegamos a casa abuelo llamó a mis papás y muy serio les dijo que quería hablar con ellos y con volver a ver hacia el sillón les dio a entender que quería que se sentaran. Él se quedó parado y siempre con la mano mía bien agarrada, les dijo: —¿A ustedes qué les pasa, ah? ¿No ven que María es una chiquita?, ella tiene que jugar, ¿qué es eso de estar mandándola a hacer mandados y de estar pegándole y maltratándola? Si yo me doy cuenta de que esto vuelve a pasar, ¡se las van a tener que ver conmigo! Papá y mamá se quedaron callados y sólo hacían a ver para el piso. Esa vez no me pegaron ni me dijeron nada, pero todo siguió igual. Algunos años después no tuve otra que buscar trabajo de empleada para poder irme de la casa. Cuando tenía como 13 años me salió una oportunidad en una casa en San José y no lo pensé dos veces; igual no lo trataban a uno muy bien que digamos. Unos años después, me dijeron que uno podía ir al hospital a pedir trabajo como ayudante de enfermería y que después le daban a uno cursos para hacerse enfermera. A
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mí me dio miedo porque me habían dicho que en el hospital a uno se le pegaban todas las enfermedades. Entonces así seguí, trabajando de casa en casa, hasta que con los años quedé embarazada de su mamá. Siempre fuimos muy pobres… Viera que cuando ella estaba chiquilla tomaba chupón en una botella de Coca Cola y antes de dormirse siempre decía: vivito babao tea titino tatai porque no podía decir bendito alabado sea el santísimo sacramento del altar… Ahora que estoy tan vieja y que no sirvo para nada, viera que lo que quisiera es que cuando me muera me lleven a la universidad, para que los muchachos que estudian medicina me descuarticen. ¿Para qué van a gastar en caja y entierro? Y ya yo le dije a su mamá que Dios guarde yo me enferme de cáncer o de cualquier cosa de esas, porque lo primero que hago es tirarme de cabeza a un río... Pues sí… ¿Qué hora será? Mirá, las 4, voy a poner a hacer café y a tostar unas tortillas, porque a las 5 son las noticias por radio. —¿Usted no quiere un poquito de café, mamita? —No, gracias abuela, más bien venía de pasadita porque tengo que ir a hacer un trabajo de la universidad. (Fue lo único que apenas pude decir y después me fui, como tantas otras veces, sin poder hacer o decir nada más, con un sentimiento horrible de impotencia metido en el pecho y tratando de alejarme de ahí lo más rápido posible).
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Cinco minutos 11 y 55 p.m. Juanca da una vuelta a la derecha y de inmediato otra a la izquierda. Una leve brisa tibia entra por las celosías y apenas mueve las cortinas. Abre los ojos, fija su mirada sobre la mochila que guinda del respaldar de la silla de su escritorio y con sus piernas se quita las cobijas de encima con la intención de refrescarse, pero el calor es intenso en su cuarto. Esta noche no es como cualquier otra, mañana será su primer día en el colegio y, aunque decidió hacer lo que siempre hace los domingos, desde temprano anticipó con angustia y recelo su llegada. 11 y 56 p.m. Juanca repasa una y otra vez en su cabeza, un tanto forzadamente, la imagen de Lucía, para reconfortarse con las sensaciones que le provocan la redondez de sus pechos, la amplitud de sus caderas y la voluptuosidad de sus nalgas. Maicol fue el primero, hace apenas unos meses, en hablarle de Lucía cuando ella recién había llegado al barrio y no transcurrió mucho tiempo antes de que pasara a formar parte de su séquito de admiradores inconsolables; víctimas impotentes de una revolución hormonal que les ha hecho prisioneros de un sinnúmero de extraños y febriles deseos que sólo pueden ser transitoriamente acallados en la intimidad. Tal ha sido el impacto que ha provocado, que cada vez que se quedan hasta tarde en la noche en el parquecillo hablando de mujeres y de sexo, no puede faltar el muy
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consabido y manoseado cuento de la vez que Rolo iba pasando una noche ya tarde por la casa de Lucía y que cuando volvió a ver hacia la ventana de su cuarto la vio quitándose la ropa. —Maes, dice Rolo que Lucía se quitó despacito la blusa del uniforme del cole frente al espejo y que después se empezó a soltar el tallador por detrás y que cuando se lo quitó se le salieron un par de tetas riquísimas, todas paraditas y con los pezones rosaditos —repite Jordan con gusto cada vez que le piden que cuente la historia. Juanca trata de convencerse de que el colegio es un lugar mucho más emocionante que la escuela. Se imagina caminando por los corredores de décimo y undécimo año para observar con detenimiento a las güilas, mostrando… 11 y 57 p.m. …sus destrezas para el básket en el gimnasio y hablando con sus compañeros sobre temas de hombres: sexo, fútbol, Internet, videojuegos... Por unos instantes se pierde entre espacios desconocidos y figuras confusas y sombrías, hasta que de repente, y sin proponérselo, imágenes de los años de escuela comienzan a brotar en su mente. De golpe se encuentra con el temor propio de los primeros días del primer grado, para luego hallar algún alivio al recordar la sonrisa dulce e incondicional con la que la niña Marielos lo recibía durante esos días. Con lentitud empieza a percibir el olor del viejo edificio de paredes y ventanas altas y el de la cera con la que las conserjes trataban de sacarle brillo al maltrecho piso de madera de las aulas, y se percata de lo enorme que le parecía para entonces la escuela. Y, como si se tratara de un susurro que viene desde muy lejos, el bullicio de la gritería
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de los chiquillos y las chiquillas, que le hacen recordar esa particular alegría que, aunque todavía cercana, siente que está empezando a olvidar. Luego sobrevienen los recuerdos de la época de invierno, de las tardes oscuras y frías en las que no se podía salir a jugar al patio central de la escuela ni a la cancha de fútbol por culpa de la lluvia, que arreciaba con tal fuerza y persistencia que obligaba a la niña Rosa a hablar tan alto como le resultara posible. Y claro, del olor característico a tierra mojada... de lo reconfortante de volver después a la casa y saber que le esperaban sus juguetes tirados por el cuarto y, si se había empapado durante el camino, una mudada seca. Que después de hacer la tarea, podría ver tele acostado en su cama hasta que llegara la noche… Juanca empieza a sentirse algo incómodo con los sentimientos que acompañan a estos recuerdos y entonces… 11 y 58 p.m. …aparecen, de manera abrupta, en su mente el rostro siempre sonriente y la mirada perspicaz de Maicol. Fueron compañeros durante los seis años y, aunque en ocasiones tuvieron sus desacuerdos y peleas, la mayor parte del tiempo la pasaron muy bien, sobre todo cuando decidían hacer algo para molestar a alguien, que era el juego, sin duda alguna, que más disfrutaban. Recuerda ahora la vez que, cuando estaban en tercer grado, la niña Sonia le dijo a Maicol, que era uno de los primeros en terminar de copiar de la pizarra, que le ayudara a Kevin porque le faltaba mucho y pronto tocarían el timbre para ir a recreo. Kevin usaba unos anteojos con unos lentes tan pero tan gruesos, que Maicol decía que si alguien se los ponía podría ver el futuro. Como se trataba de la clase
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de Estudios Sociales, esa vez se dio gusto inventando personajes, fechas y provincias de Costa Rica. Al filo del timbre le dio tiempo para poner 13, entre las que sobresalían El Vaticano, Transilvania, Afganistán y el Triángulo de las Bermudas. Eso motivó la quinta, de las por lo menos veinte veces que la mamá de Maicol tuvo que ir a recibir quejas a la escuela… De inmediato vienen a su mente imágenes del sexto grado y del día en que se encontraron un pájaro muerto y seco debajo de las gradas de la entrada de la escuela con el que le dieron una inolvidable perseguida a Selene, una compañera que se las daba de muy sofisticada y madura y que aborrecía todo lo que tuviera que ver con los hombres. Durante la persecución, Selene hizo uso de recursos físicos insospechados y profirió insultos que nadie antes habría sido capaz de imaginar que pudieran salir de su boca; la vez en la que, por estar jugando de manos, terminó dándose duro con Javier, a quien de paso le quebró medio diente de los de abajo; de la vez que la maestra de Religión sorprendió a Dylan viendo para arriba, tratando de verle los calzones a las maestras, parado justo debajo de una grieta que se había hecho en el corredor del segundo piso de la escuela… En el rostro de Juanca se dibuja una sonrisa que se desvanece en cuanto recuerda de nuevo los primeros días en la escuela y la vez que, luego de salir del servicio sanitario, no supo cómo regresar a su aula. Caminó hasta salir a un costado del edificio y se le ocurrió preguntarle a un hombre con el que se encontró, y cuyo rostro no podía ver porque lo enceguecía el sol del medio día, que dónde quedaba su aula. El hombre no le supo responder y fue la
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mano tibia y amorosa de una conserje la que, posada sobre su hombro, le supo guiar de vuelta. Juanca da de nuevo una vuelta a la derecha y de repente se siente invadido por la cólera que siempre sintió por la maestra de Religión, quien le prometió un misalín y una medallita de la Virgen de los Ángeles si dejaba de salir corriendo detrás de su mamá cada vez que se diera cuenta de que no estaba observándolo desde la puerta del aula. Juanca dejó de hacerlo, pero la maestra nunca cumplió, a… 11 y 59 p.m. …pesar de que él se lo recordó hasta el cansancio. Juanca inhala profundo y exhala, al tiempo que Lucía vuelve a su mente. Otra vez la ha tomado de la mano y la ha besado con ternura en la boca. Una sonrisa se dibuja de nuevo en su rostro, pero conforme sus pensamientos son capturados por la vorágine que convierte la vigilia en inconsciencia, emergen sutilmente el olor a tierra mojada y la gritería lejana y feliz, entonces en su rostro encaja una mueca de dolor del que ya no podrá escapar….
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Matanga Religiosamente, como es su costumbre los domingos, Matanga llega al templo de Guadalupe de Goicoechea a las seis pasadas, unos minutos después de que ha empezado la misa. Sube las gradas despacio, como si cada una de ellas tuviera para él un significado especial y, al llegar a la explanada, se dirige con paso firme hacia el costado norte del edificio, a unos cuantos metros de una de las puertas laterales para poder ver a la feligresía. Una vez allí, observa a su alrededor con algún recelo para luego dejar caer su pesada mochila, en la que lleva todo cuanto tiene, al suelo. Se sienta con cuidado a su lado con las piernas entrecruzadas y, en seguida, cierra los ojos para empezar a respirar de manera lenta, profunda. Matanga piensa que gracias al poder del pensamiento puede transmitir mensajes a las personas que asisten al templo. Lo estudió algunos años atrás en unos libros que le había regalado su tío Antonio apenas unas semanas antes de morir. —Tenés que cuidar mucho estos libros, porque la información que tienen adentro es muy valiosa y son muy pocas las personas que la llegan a entender de verdad — le dijo, al tiempo que se los ponía en las manos. A partir de ese día los leyó una y otra vez de principio a fin, como forzándolos a que le revelaran los secretos ocultos entre sus páginas. Y no hay día que no los añore. Los mantenía bajo estricta custodia, ocultos en un hueco que se había hecho en el piso del clóset de su cuarto y que había cubierto con una tabla
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que había cortado justo a la medida. Y a pesar de que lo ha deseado con el alma, no ha sido capaz de olvidar la noche en que, luego de regresar de jugar fútbol, los encontró hechos pedazos, calcinados y esparcidos formando una cruz en el piso de la sala, mientras su madre con una risa rebosante de retorcido placer le decía: —Usted sabe que en esta casa solo tienen cabida las cosas de Dios. Si para algo mostró desde niño que tenía sobrada habilidad, además de una desbordada pasión, era para el fútbol. Tanto se llegó a hablar de su talento, que su nombre llegó hasta los visores de algunos equipos de primera división, quienes en un par de ocasiones lo fueron a ver jugar, pero Matanga no contaba con el dinero necesario para pagar los buses para ir a entrenar ni con el menor apoyo de su madre, quien le insistía una y otra vez que su futuro no estaba en el fútbol, sino en convertirse en alguien que, además de tener algún oficio, dedicara su vida a servirle a Dios. Yo confieso, ante Dios Todopoderoso y ante ustedes, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a ustedes, hermanos, que intercedan por mí ante Dios, nuestro Señor. Amén. Retumba al interior del templo gracias a la proliferación de ecos confusos, a veces indescifrables. Matanga sigue concentrado en su respiración y siente que está listo para iniciar su labor. Abre con cuidado su mochila para sacar su cuaderno de apuntes sagrados, como él mismo le dice y junto a este saca por accidente un pequeño y delgado tubo de escasos diez centímetros y una hoja de periódico doblada en cuatro con la imagen de una mujer
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casi desnuda, los que apresuradamente lanza de vuelta al interior de la mochila, mientras se asegura de que nadie lo está viendo. Luego frunce el ceño y focaliza su atención sobre la gente que observa a través de la puerta, abre el cuaderno y empieza a leer: “Ustedes deben tomar conciencia de que han venido aquí para que les den la receta de la salvación. Pero la receta de la salvación no se las puede dar nadie. La receta de la salvación es personal. Solo cada uno de ustedes es capaz de descubrir el camino de su propia salvación. En este momento ustedes están siendo adoctrinados. Lo vienen siendo desde su infancia. Les han esculpido en la cabeza todas estas ideas con el mazo de la culpa y el cincel del miedo. Aquí lo que les enseñan es religiosidad pero nunca encontrarán la verdadera espiritualidad. La espiritualidad es un fenómeno interno. No es racional ni grupal. No se encuentra en las iglesias. Aquí ustedes vienen cada ocho días para que les refuercen los puntos de soldadura que mantienen unidos los barrotes de la jaula en la que viven encerrados…” Con toda solemnidad cierra el cuaderno, lo pone sobre el suelo y vuelve a cerrar los ojos para imaginar cómo su primer mensaje penetra en la mente de los feligreses como si fuera una energía blanca de luminosa intensidad. Luego, hurga en la bolsa derecha de su pantalón en búsqueda de un crucifijo metálico que coloca sobre el cuaderno y, como suele suceder, su mirada se ancla en las cicatrices de quemadura que tiene sobre sus nudillos, recordatorios vitalicios de los juegos de iniciación a la masculinidad. Dos
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muchachos hacían encajar sus puños derechos intercalando sus nudillos mientras otro les dejaba caer encima un cigarro encendido. El que lo quitara primero por causa del dolor perdía, pero Matanga nunca perdió. Cuando llegaba tarde en la noche a su casa, borracho y vacío, sentía placer al arrancarse los pedacitos de piel que se levantaban alrededor de las lesiones que provocaba la brasa ardiente. El ritual le hacía experimentar la sensación de que se ponía en paz con la vida, de sentirse extraña pero placenteramente redimido, liberado de la angustia que lo atormentaba con insistencia, día a día, y que le provocaban tanta confusión, tanto dolor. Su madre se dio cuenta de las quemaduras un día que él estaba concentrado haciendo una tarea del colegio en la mesa del comedor de la casa. Incapaz de intuir lo que los estigmas gritaban a voces, permaneció paralizada unos instantes con su mirada clavada en el crucifijo que colgaba sobre la pared y las manos posadas sobre su pecho hasta que, de repente, lo tomó del mentón con furia para estallar en gritos: —¿Qué te pasa? ¿Estás loco? ¿Estás poseído? ¡Claro que estás poseído, por eso es que me avergonzás ante los demás haciéndome quedar como una mala madre! ¡Maldito seas por deshonrarme! Matanga sintió en ese momento que algo se dañó para siempre dentro de él, como si le hubieran propinado una estocada a traición que lo condenaba a desangrarse de forma lenta e indefinida. Conforme sentía las gotas de saliva de su madre chocar contra su rostro, sintió una vergüenza profunda de sí mismo, de su necesidad de ser amado, de sus más profundos anhelos…
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Cuando levanta la mirada, la gente en el templo se está poniendo de pie. De inmediato, pone el crucifijo en el suelo y abre de nuevo su libro de apuntes sagrados, se concentra y empieza a leer: “Los siervos del maligno no son solo los dictadores sanguinarios ni los que gobiernan y están destruyendo al mundo en este momento. Un siervo o una sierva de Satanás es quien atenta contra la dignidad del ser humano cuando lo señalan. Cuando lo desprecian y cuando lo maltratan por no adecuarse a los cánones establecidos por la sociedad. Al que le choca lo que le han enseñado que es diferente es porque en el fondo quisiera ser diferente. Vivir una vida diferente. Pero no sabe cómo hacerlo o no tiene el valor para hacerlo. Es tan perverso el pensar que todas las personas tienen que actuar de manera muy similar como el que todas las plantas tengan que producir el mismo e idóneo tipo de flor. Dime de lo que te defiendes y te diré lo que deseas. El dogma que aquí se les enseña no admite diferencias porque se ajusta a un ideal y condena a quien no se someta. El ejército de Satanás está conformado por una masa inmensa de seres que desde su limitada visión y pobreza espiritual crean las condiciones propicias para el sufrimiento humano. Ustedes deben preguntarse entonces a quién le sirven en realidad...” Matanga pone el cuaderno en el suelo, coloca encima el crucifijo y de nuevo cierra los ojos. Unas semanas después del incidente de las quemaduras Matanga abandonó el último año de colegio y empezó a vagar sin preocupación alguna por las calles de Guadalupe.
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A los meses dormía a la intemperie y pasaba la mayor parte del tiempo ebrio, con la mirada perdida, en una especie de sopor del que solo salía para aprovechar el descuido de alguien y así robarle lo primero que pudiera. Y fue entre esas noches de resacas infernales que conoció el crack, el bombazo; desde entonces su vida empezó a girar en torno al tubo, la papa y el encendedor. Por una temporada vivió en un búnquer hasta que, una vez, por intentar asaltar a un desconocido, le dieron una paliza entre tres en la que casi lo matan. Entonces, con dieciocho años recién cumplidos, decidió hacer una vida independiente. Se dedicó a cuidar carros por ratos y logró, a punta de golpes y amenazas con puñal en mano, apropiarse de un rincón en una casa abandonada. Unas cobijas roídas, una olla y una cuchara viejas y un cedazo junto a dos ladrillos que hacen de cocina es todo cuanto tiene. Por Cristo, con él y en él, a ti Dios padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos… Amén. Pareciera escucharse decir al interior del templo. Matanga abre abruptamente los ojos y retoma por última vez su cuaderno: “Ustedes deben saber que la esperanza de tener un mundo más solidario habita en el corazón de cada uno de ustedes. Ustedes deben aprender a confiar en el potencial para el cambio que late en su interior. Ustedes fueron hechos a imagen y semejanza de Dios. Jesús dijo yo soy el camino la verdad y la vida y nadie viene al padre si no es por mí. Eso quiere decir que Cristo somos nosotros mismos y que nuestra propia
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naturaleza es el camino hacia Dios hacia el cielo. El secreto está en que ustedes aprendan a reconocer lo que nos hace iguales al resto de los seres humanos en lugar de lo que se les ha dicho que nos hace diferentes. Mejores o peores. Ustedes deben saber que su responsabilidad como seres de conciencia es aportar despiertos a la lucha por la emancipación del espíritu. Ustedes deben saber que tienen en sus manos la oportunidad de generar el cambio que la humanidad necesita”. Entonces cierra el cuaderno. Luego de hacer penetrar el mensaje a través de la visualización de la energía, lo coloca de nuevo en la mochila, la cual cuelga de inmediato sobre su espalda. El crucifijo está de vuelta en el bolsillo derecho y, al levantarse, se sacude el polvo adherido en la parte trasera de su pantalón para luego salir por el ala norte del edificio hacia la calle, hacia ninguna parte. Al terminar la misa su madre, que fue de las primeras en comulgar, sale despacio, con el mentón erguido, embriagada de beatitud, pero no puede dejar de pensar que quizá alguna de las personas que estaban allí la pudo haber juzgado por el rumbo que tomó la vida de su hijo. Matanga avanza rápido por la calle. De nuevo siente que se ha puesto en paz con la vida. Tanto es así que levanta el puño en señal de victoria y enseña sin reparo, en una sonrisa plena, los pocos dientes que le quedaron luego de aquella paliza, cuando, desde el otro lado de la calle, unos amigos de infancia le gritan: —¿y qué, Matanga, cómo estuvo la misa hoy?
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La invencible Poco a poco las amigas de Celia van llegando a la que fue su casa. Luego de saludar con cierta frialdad a su familia se dirigen al patio que luce ahora perfectamente llano y reverdecido, con la apariencia que solo da el césped fino recién sembrado. Nadie que no hubiera estado ahí antes habría imaginado que tan solo un par de semanas atrás se erguía —todavía fuerte— un árbol de naranja, que ella sembró cuando era niña junto a Paz, su mejor amiga de la infancia. Como eran vecinas y no había división entre las dos casas, pasaban largas tardes jugando en los patios y, en una de tantas, se les ocurrió la idea de sembrar un árbol. Sin pensarlo mucho, Celia se dirigió a la cocina para traer una naranja, mientras que Paz trajo naranjas, limones ácidos, limones dulces y un cas. Luego de abrir las frutas en búsqueda de las semillas, Celia tuvo que ayudarle a Paz a elegir los mejores lugares para sembrarlas pero, cuando fue su turno, no lo pensó dos veces: —aquí, en el centro del patio, aquí voy a sembrar mi árbol de naranja —dijo con plena seguridad. Luego se olvidaron del asunto hasta que, algunos días después, se toparon con los frágiles tallos que lentamente empezaban a brotar del suelo. Celia acostumbraba decir que su árbol de naranja era como su propio yo, pues con el mismo amor y dedicación con que le ayudó a crecer fuerte y derecho tuvo que aprender a aceptarse y a quererse a sí misma. También decía que el árbol era su mayor confidente y que había sido testigo de
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muchos de los momentos que con más cariño guardaba en su corazón, como cuando le dio el primer beso a aquella muchacha negra de labios desbordados y ojos imposibles de olvidar. Pero el árbol también fungió como refugio ante el dolor, la soledad y la incomprensión. Fue receptor una y otra vez de sus interrogantes, de la rabia explosiva de sus reclamos y su respuesta fue siempre la misma: la quietud, el suave movimiento de sus ramas provocado por la brisa y, en temporada, la generosa oferta de sus frutos dulces y jugosos. Durante las tardes veraniegas de intenso calor, sirvió de sombra para estudiar para los exámenes del colegio y, algunos años después, para los de la universidad, una vez que inició la carrera de Derecho. En las noches era el cómplice perfecto para, entre penumbras, ocultar besos, caricias y uno que otro gemido, para el abrazo pleno y eterno con sus amigas más queridas. Cuando Celia terminó de estudiar decidió poner su bufete en una de las habitaciones de su casa. Como pasaban los años y no se le conocía novio ni pretendiente alguno, sus hermanas decidieron que ella debía quedarse allí para que les diera fin a su padre y a su madre y así lo hizo. Vivió con ellos largos años luego de que ellas se casaron y se fueron para hacer vidas aparte. A pesar de que no pronunciaron ni una palabra cuando les comentó que se había traído a Amalia a vivir a la casa, era común que mostraran su molestia y desaprobación cuando entre ellas hablaban del tema. Celia era risueña, espontánea y cariñosa, sus carcajadas se podían oír desde lejos, pero también era seria y contundente en sus apreciaciones, comprometida con sus causas y feroz
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en sus convicciones. Siempre sacó tiempo para escuchar y ayudar a la gente más necesitada que llegaba a solicitar sus servicios. Sabía muy bien cómo se sentía estar en desventaja, saberse víctima del trato injusto a causa de un prejuicio. Y así fue como se dio a conocer y a querer. Con frecuencia se veía entrar a su casa a todo tipo de personas, en ocasiones a hombres amanerados, a mujeres varoniles y a otras muy altas y de espaldas anchas. Con el pasar de los años su vida empezó a girar en torno a Amalia, su trabajo y su padre y madre, quienes casi al mismo tiempo enfermaron de muerte. Cuando los cuidaba hasta tarde en la noche o les velaba el sueño, con frecuencia tomaba unos instantes para sentarse junto a la ventana de su cuarto a observar al árbol en búsqueda del algún alivio, mientras Amalia le tomaba de la mano y se la acariciaba con franca ternura. Al día de hoy, es común que durante los fines de semana reine la algarabía de los nietos y las nietas de Paz que, al igual que ella años atrás, disfrutan ahora de jugar entre los árboles, de subírseles encima para arrebatarles sus frutos y de escribir con piedras afiladas sus nombres sobre sus cortezas. Pero varios meses atrás, luego de la muerte de la madre y el padre de Celia, el árbol de naranja se veía todavía más solitario en el centro del patio. A los pocos días de su partida Celia se volcó sobre su trabajo y sobre Amalia, quien tan solo unas semanas después la sorprendería con una noticia que la hizo perder el equilibrio: tenía un cáncer de mama avanzado. Y entonces volvieron las noches eternas, los escasos ratitos de sueño, la extrema delgadez y la tristeza profunda,
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innombrable. Luego de la muerte de Amalia, a Celia se la dejó de ver por algún tiempo. Se sabía que estaba bien porque respondía a las llamadas telefónicas y porque, de vez en cuando, recibía alguna visita. Una de las últimas veces que se la vio en público fue durante la marcha del Movimiento Invisibles, en San José, en la que como siempre se mostró fuerte, convencida, inspirada e inspiradora. Poco tiempo después la noticia de su muerte repentina sorprendió a todas aquellas personas que la conocieron y a quienes ayudó durante tantos años, incluso a aquellas que, sin conocerla de cerca, escucharon hablar de ella. En cuestión de días sus hermanas se habían apropiado de la casa y se deshicieron de una parte de lo que le perteneció a Celia en una venta de garaje, lo demás lo regalaron. Con la intención de poner la casa a la venta lo más pronto posible la pintaron, hicieron algunas remodelaciones y mandaron a cortar el árbol de naranja para luego sembrar el césped. Sus amigas se sentaron en círculo en el centro del patio, donde estaba el árbol, y cada una puso algo de comer y beber en el medio. Decidieron hacer una reunión para celebrar su vida, su esencia y su legado. Cuando al fin alguna tuvo el valor de levantar la copa para brindar, dijo: —Por Celia, que fue como su amado árbol, fuerte y firme sin importar las circunstancias, sombra abrazadora para quienes necesitaban alivio, siempre dispuesta a ofrecer, a cambio de nada, lo mejor de los frutos de su entereza. —¡Salud!
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Un día cualquiera Un día cualquiera, un día común y corriente, Ariel cerró con fuerza la puerta de su casa, guindó su pesada mochila en su hombro derecho y se enrumbó hacia la casa de su tía Amelia. Nadie lo vio, tampoco se lo dijo a nadie. El contrapeso del lado izquierdo lo hacía su guitarra, que de lejos parecía una especie de rifle sobre su espalda. Mientras caminaba, Ariel no volvió a ver hacia atrás, su mirada permanecía firme sobre la línea del horizonte. Alto, delgado y de pelo largo, había tomado a sus veintiún años la decisión de irse de su casa, de romper las sutiles pero certeramente dañinas amarras teñidas de amor con las que su familia lo sujetó desde niño. Amelia lo esperaba con ansias. Desde años atrás había sido tildada como la rara de la familia, la “tía étnica” como a veces le decían burlándose a sus espaldas de su forma de vestir. Durante la infancia de Ariel, parecía que solo a ella le llamaba la atención que él prefiriera pasar la mayoría del tiempo cerca de la gente, casi que de cualquier persona, dedicando largos ratos a observarla, a escucharla con sumo detenimiento. Algunos años después, llegó al convencimiento de que Ariel tendía de forma espontánea a interpretar lo que acontecía en su entorno con una mirada crítica, cuestionadora, desafiante. Solía disfrutar con frecuencia, al repasarla en su mente, la expresión de asombro y admiración en su rostro cuando de niño lo llevaba al teatro, aunque esas salidas no tuvieran comparación con el día en que lo invitó a un concierto
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de guitarras. Esa vez permaneció inerte, absorto ante lo que se le revelaba de forma incomprensible como algo simplemente sublime. Conforme avanzaba por la calle en dirección a la parada de buses, el viento despeinaba con insistencia a Ariel, quien sentía una singular mezcla de dolor y culpa aunque, por cortísimos instantes, saboreaba algún alivio cuando emergía una leve pero esperanzadora sensación de libertad. Por años postergó sus prioridades para intentar satisfacer las de sus padres y sus tres hermanos mayores. Su vida había sido planeada con meticulosidad y los problemas se agravaron una vez que salió del colegio y se negó a estudiar Ingeniería. —No voy a estudiar eso, no quiero, voy a estudiar lo que a mí me dé la gana —solía decirles a sus padres mirándolos a los ojos, mientras estos lo observaban tratando de disimular que su enojo les provocaba risa. En esa casa todo estaba siempre ordenado a la perfección, limpio; en su justo lugar, como su padre acostumbraba decir. Todos los domingos la familia asistía a misa en la mañana para luego buscar algún lugar para almorzar fuera de la cuidad. Todos los sábados en la noche llegaban las novias de sus hermanos mayores para ver películas en familia. Todos siempre estaban muy bien; todo siempre estaba muy bien. Pero Ariel nunca cayó en esa trampa. Desde pequeño percibió con desoladora claridad las grandes incongruencias. Su madre era una mujer que cada vez que tenía oportunidad criticaba con evidente molestia a cualquier otra que osara prologar por tiempo indefinido su soltería, trabajar fuera del hogar y hacer una vida independiente, así como
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administrar su cuerpo y su sexualidad según su propio criterio y antojo, tal y como lo hacía Amelia. A su padre, rígido y distante emocionalmente, muy preocupado por lo que los vecinos pudieran pensar de él, lo sorprendió en varias ocasiones metiéndoles la mano por debajo de la enagua a las muchachas que, de forma ocasional, trabajaban en la casa como servidoras domésticas. Sus hermanos, muchachos estudiosos, serios y ejemplares, solían convencer a sus novias de dejarse sacar fotografías desnudas, para luego mostrárselas entre ellos. Desde niño Ariel se soñó con su guitarra. La había pensado incontables veces como esa aliada natural capaz de evocar y provocar todo aquello para lo que las palabras son insuficientes, para transmitir la fuerza de sus convicciones y de sus ideales. Y lo dotó la vida del talento necesario para transitar con destreza y soltura por ese camino. Mientras Ariel caminaba a paso firme, la ansiedad en Amelia había hecho que se pusiera de pie y se asomara por la ventana. Sabía que darle albergue le traería problemas con su hermana, pero estaba más que dispuesta a pagar ese precio. Estaba segura de que él contaba con el ímpetu suficiente para llegar mucho más lejos de lo que ella había podido en su búsqueda de la consistencia y de la libertad. Con profundo cariño le preparó una pequeña habitación en su apartamento, muy cerca de la Universidad de Costa Rica en San Pedro. Un atril lo esperaba al lado de la cama. Y en el momento en que pensaba que se había preparado para escuchar a Ariel repetir escalas, fraseos y armonías una y otra vez, él, que por fin puso sus pies en el bus, sintió de golpe que había dado un paso en una dirección para la
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que no había retorno y entonces volvió a ver hacia atrás por única vez. —Hola, Ariel —dijo Amelia cuando abrió la puerta, para luego fundirse en un abrazo fuerte y cómplice con él. —Hola, tía —fue lo que se alcanzó a escuchar entre sollozos. No faltará mucho para que se empiece a decantar su destino, pronto empezará a vislumbrar, a lo lejos, los senderos revestidos de lucidez y pasión que solo se tornan visibles a quienes se atreven, en la vida, a caminar.
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ÍNDICE Textualidades y sexualidades en Un día cualquiera .......... 7 Al calor del momento ............................................................. 9 Miradas .................................................................................... 13 No te voy a dejar nunca ........................................................... 17 El ascensor ............................................................................... 22 Un viaje en bus ......................................................................... 25 1924 .......................................................................................... 29 Cinco minutos .......................................................................... 34 Matanga .................................................................................... 39 La invencible ............................................................................ 46 Un día cualquiera ..................................................................... 50
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Un día cualquiera, de Erick Quesada Ramírez, se terminó de imprimir en el mes de setiembre de 2012 en los talleres de Editorial Germinal.
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