WEST INDIES Dorelia Barahona Riera Homenaje a P. Highsmith.
Valniki miró con nostalgia el ventilador. Aún recordaba como si fuera ayer su llegada a Port Fortín, seis años atrás. El encuentro con Cristine, decidido de antemano, y los primeros días en el hotel El pelícano. Recordaba aún con ansia el espíritu de libertad que impregnaba la isla. Lo maravillados que estaban como blancos inexpertos ante el ritmo del calipso, el “smoke”, las tardes de pesca y los emparedados de tiburón. Ambos tenían intereses muy similares, por no decir visiones del mundo complementarias, así que con desenfado cambiaron la ropa discreta de la ciudad, por las bermudas deshechas y las sandalias plásticas. Cristine con el tiempo se había dejado crecer el pelo, y la verdad era que aquellos años la habían rejuvenecido notablemente. El, por su parte adquirió la costumbre de ejercitarse de madrugada, al igual que todos los del vecindario, por lo que a pesar de haber cumplido los cuarenta y cinco años seguía mostrando un cuerpo fuerte, visiblemente tostado por el sol. Dobló el periódico con suavidad dispuesto a contemplar la entrada de las pequeñas barcas y trimaranes desde la barra del Yacht Club. Los sábados por la tarde le gustaba acercarse por allí, ocupar su puesto de cara al mar y entretenerse saboreando un ron doble. El salonero se acercó y con el típico acento caribeño le preguntó por el motivo de la ausencia de Cristine ese día. Valniki sonrió. -My wife
llot a trip.
El salonero contestó un “I am sorry sir” sincero. Eran ya muchos los sábados que los había visto juntos. Valniki siguió con la mirada la tarea de varios marinos, ocupados en doblar las telas de un velero amarillo. Tendría que irse pronto. El sol estaba por esconderse y la bruma pronto envolvería la bahía.
Pagó en la caja y con paso despreocupado salió del lugar. Del otro lado de la calle estaba el auto. Encendió el motor del pequeño jeep descapotable recordando su sorpresa el primer día, cuando condujo a la manera inglesa por la ciudad. Era simpático observar a los hindúes y negros de cuerpos voluminosos, conducir con el timón del lado derecho los angostos
caminos
que
recorrían
la
bahía
de
Port
Spain,
mientras
sacaban
constantemente los brazos por la ventana, gesticulando mientras conversaban. … Encendió las luces del auto justo antes de arrollar a un zorro de rabo rosado que corría mostrando los ojos rojos y brillantes. ¡Ah, siempre había odiado los zorros y a muchas otras cosas en su vida! Pensó de nuevo en Cristine. En realidad, nunca son suficientes los motivos, pero el caso es que tampoco sentía arrepentimiento. ¡Carajo!, ¡le había dado seis años de su vida! Que era mucho más de lo que nadie le había dado a él.¡Sí, claro que había tenido demasiada paciencia! Cristine empezó por fumar de la marihuana que crecía libre entre el viejo bambú de las montañas. Después, la encarnación de una creciente indiferencia la llevó por no preocuparse ni siquiera por mantener la casa limpia, comiendo cualquier cosa y durmiendo a cualquier hora. (con lo bien que cocinaba cuando la conoció), luego fueron sus tardes de horas perdidas sentada frente a la playa esperando la celebración de algún bautizo musulmán. Para ese entonces ya se había convertido, mediante ceremonia privada, a la fe de los versículos. Y por último; ¡Oh Cristine, que tonta había sido al iniciar la serie de aventuras eróticas con los hombres del pueblo! Primero fueron solo tardes, después dos y tres días, al cabo de los cuales volvía sin siquiera haberse quitado el agua salada y la arena. ¡Claro que pudo haberla echado! Pero el no era de esos hombres. Había llegado con ella y por lo tanto Cristine no sería de ningún otro, por lo menos en el sentido que había sido de el. ¡El, Valniki, que había dejado esposa y dos hijos, en aras de un sueño que descubriera junto a ella! Ironía. ¡Sí! Quizá siempre supo que aquello sucedería. Recordó sus pensamientos el día que la conoció: ”De esta mujer puedo esperar cualquier cosa”, se había dicho. Y sí.
Lo que en realidad derramó el vaso, pensó Valniki, apretando con más fuerza el acelerador, fueron las burlas del grupo de negros que habían pasado frente a su casa, haciendo mofa de sus capacidades como amante. Recuerdo como reían, caminando sin prisa, con toda la intención de despertar la curiosidad de los vecinos. Uno de ellos lo señaló con su largo dedo mitad negro y mitad blanco:”Bye, white dick” le gritó, mientras abría la bocota enseñando los malditos dientes de coco. Ese fue el momento en que la idea pasó por su mente. Después, al entrar en la casa y ver a Cristine durmiendo, impregnada aún con el olor de alguno de ellos, tomó la decisión. Esperó pacientemente a que despertara, y con la excusa de abrir el champagne guardado para la Navidad, la convenció de subir a Chaiguaramas..La noche estaba clara y consideraba emocionante, ya que nunca caminaban por allí, utilizar el sendero que recorría la cresta de los angostos riscos. Un sendero desde donde se lograba ver la lejana acuarela de alguna costa venezolana. Valniki recordó el sonido aullante del bambú conforme subían la montaña, el ua ua de la oropéndola y el lamento odioso de los miles de sapos que habitaban las aguas muertas. Ya arriba y aún de pie, abrieron la botella. Maracas Bay lucía todo su esplendor iluminada esa noche por un centenar de embarcaciones ancladas en el puerto. Cristine se había puesto alegre con el champagne y empezó a cantar una canción de Rally Wilson; “having a good time in the moon…” repetía una y otra vez. Se sentaron sobre una enorme piedra que ponía fin al camino. Un avión de la British partió el cielo en dos y Valniki recordó un documental sobre la vida animal en el que mostraban cómo las aves memorizan el mapa estelar desde los primeros días de nacidas, esperando, siempre con el pico hacia arriba, la comida traída por sus padres. De esta forma cuando grandes siempre saben volver a casa. Tan solo tienen que encontrar el mismo punto bajo el cielo que calce justo con sus recuerdos. Valniki odió aún más a Cristine. Allí estaban los dos, dentro de algo parecido a un gran nido, viendo las constelaciones desde una misma cúspide, sin otra cosa que los uniera más que la memoria. No, jamás soportaría el que aquella historia también se convirtiera en pasado. Algo dentro de él reaccionó. Se levantó como un resorte y tomó a Cristine por la cintura, elevándola por los aires. Tan solo vio por un segundo su rostro, sombreado por los largos cabellos. Sus ojos inexpresivos parecía que buscaban aquel final desde hacia tiempo. Cayó como una gran pluma de albatros.
Valniki se asomó al borde. Aún logró mirar el destello de la espuma al romper el cuerpo el espejo del agua. … ¡Mierda!, gritó, soltando por un segundo el timón del auto. Había recordado la botella. ¿Estaría todavía junto a la roca? Ni siquiera se habían tomado el trabajo de llevar copas, ¿cuántas huellas se encontrarían allí? Tendría que volver de inmediato. Una botella de champagne en un lugar como aquel era bastante inusual. Dejó el jeep estacionado en su cochera y esperó a que los vecinos apagaran las luces. Tomó una linterna y salió. Empezaba a llover con viento en Macqueripe, lo que significaba tormenta en el mar. Apuró el paso y a los veinte minutos ingresaba en la maraña verde de Chaiguaramas, una alta cadena montañosa que bordeaba la costa norte de la isla. No había caminado diez metros por el angosto sendero cuando oyó voces, leves murmullos detrás de los arbustos. Serían dos, tal vez tres; sí, era un grupo de tres. Dirigió la linterna hacia el lugar, la luz le devolvió los rostros sorprendidos de un grupo de rastasmen que agachados, fumaban sin prisa cigarros de mariguana. Sonrieron, con esa peculiar expresión que solo ellos son capaces de transmitir. Valniki dirigió la luz de nuevo hacia el sendero. ¿Aquellos hombres lo seguirían? No, estaban demasiado entretenidos liándose los puros para hacerlo. Apuró el paso. Tenía que encontrar la botella y tirarla al acantilado. Ya en la angosta cima miró el brillo del vidrio junto a la piedra. Rápidamente la tomó. Era curioso, pensó, parecía que aquella botella llevaba allí muchísimo tiempo. Si, así era todo en las West Indies. Empezó a llover con más fuerza y tras la cortina de agua, un fuerte olor a humo y pescado llegaba desde algún punto cercano de la costa. Sintió náuseas. El olor le recordó la piel de Cristine. Su cuello, brillante por el sudor después de alguna de sus noches de extravío. Se acercó lo más que pudo al borde y tomó impulso, logrando lanzar la botella antes de oír de nuevo al grupo de hombres que había dejado atrás. Volteó la cara, creyendo que venían directamente hacia él, pero los ruidos se perdieron de nuevo entre las hojas. Era el conocido efecto bumerang de la montaña ¿o una ficción más de su mente? Valniki, aliviado, volteó de nuevo, pero esta vez para poner el pie en el aire y empezar a volar de
la misma manera que lo hiciera Cristine la noche anterior, aunque sin aquella extraña expresión de complacencia. “Las voces de aquellos hombres siempre habían estado lejos”, fue lo último que pensó Valniki antes de ver, horrorizado, como un pedazo del brazo de Cristine seguía incrustado entre los picahielos de las rocas del fondo. El silencioso Caribe mostró discreto el nácar de su espuma. Desde arriba de los riscos, más que un cuerpo precipitado contra el agua, parecía que alguien, abajo, descorchaba una botella de champagne. Trinidad y Tobago. Macqueripe Bay. 1993