CULTURA CASTILLA Y LEÓN - Junio de 2022

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L A FIRMA DEL MES

Foto de Carlos Espeso.

El museo de los gestos Por Joaquín Díaz

Una enfermedad contagiosa y letal se ha llevado en menos de tres años más rostros y sonrisas de amigos, familiares, allegados y parientes, que se llevó la parca Átropos en toda nuestra existencia. La nostalgia de su presencia física se ve aminorada por el recuerdo de su voz o la memoria de sus gestos. A quien esto escribe –curtido en mil batallas sostenidas en salas de exposiciones y museos– solo le quedaría un último consuelo antes de pasar a la categoría de habitante de geriátrico observando pasar el tiempo lentamente: la ilusión nunca realizada de construir una preciosa galería de arte dedicada al gesto. Y es que la expresión de los rostros, casi tanto como los defectos físicos o las características genéticas, movieron siempre al individuo a pensar que de todo aquello se podrían extraer conclusiones que le permitieran no solo memorizar la cara de su vecino, de su padre o madre o de cualquier persona próxima, sino definirlos o apellidarlos para incluirlos en su particular agenda mnemotécnica. Si uno era pálido de tez o rojo de pelo le podían llamar en la Edad Media Blanco o Bermejo. Si moreno o rubio, se le conocería como Negro o Trigueño. Los rencos o los mancos eran objeto de apelativos que rápidamente se convertían en

mote. Las similitudes con animales tampoco se libraban de la sátira o de la diatriba. La Fisiognomía era practicada y observada ya por los sacerdotes babilonios, y filósofos como Pitágoras o Aristóteles atribuían cualidades del alma a signos corporales, siendo capaces de analizar a un individuo por su aspecto o por sus gestos. La obra impagable de Charles le Brun, recordado entre otras muchas cosas por su Méthode pour apprendre à dessiner les passions, podría inaugurar una galería de retratos donde estuvieran representados también los gestos más frecuentes que en el mundo han sido, desde el amistoso “high five” a la amenazante higa o a la “mano cornuta”, que estarían al lado de la peineta hispánica, tan expresiva como simple. Tampoco podría faltar una lengua bien larga sacada como señal de burla o la imitación de las orejas del burro apoyando los pulgares en las sienes y haciendo girar la mano. El dedo índice sobre los labios solicitando silencio, el mismo dedo perpendicular a la sien mientras la muñeca gira ciento ochenta grados para indicar locura, la mano abierta con el dedo pulgar junto a la punta de la nariz y todos los demás en movimiento para hacer

burla, y tantos otros gestos conocidos y practicados desde siempre, serían un reflejo fiel de la abundancia de recursos y la frecuencia en la utilización de estos en la vida normal y de relación. Si en el transcurso del siglo XX los museos –cualquiera que fuese su origen y contenido– fueron ajustando su idea primigenia a una realidad social que se podría resumir en la palabra “comunicación”, el siglo en que vivimos ha sido un período de tiempo durante el cual nuestros actos, por individuales o intrascendentes que nos pareciesen, tenían un reflejo en la pantalla o en el escenario sobre el que otras personas y colectivos desarrollaban su papel. La comunicación, pues, no ha sido sólo un concepto relacionado con la formación o la información del individuo, sino un sistema organizado para conseguir que todos aquellos conocimientos o noticias que se producían o se generaban, llegasen de forma adecuada o atractiva al receptor. Y al decir de forma adecuada o atractiva no excluyo la perversa posibilidad de incluir en la galería un renovado “callejón del gato” donde espejos convexos y cóncavos nos devolviesen una imagen distorsionada o ridícula, capaz de hacernos reflexionar y reírnos de nosotros mismos.


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