Ediciones FUNDECEM / Antología de narradores merideños

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Edmundo Aray Carolina Santiago

Asistente de Investigación

Antología de narradores merideños

Mérida, República Bolivariana de Venezuela Noviembre de 2014

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Antología de Narradores Merideños © Edmundo Aray © FUNDECEM Gobierno Socialista de Mérida Gobernador Alexis Ramírez Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida - FUNDECEM Presidente Pausides Reyes Unidad de Literatura y Diseño FUNDECEM Ever Delgado / Angela Márquez / Juan Jorge Inglessis Editor Gonzalo Fragui HECHO EL DEPÓSITO DE LEY Depósito Legal: 49120138004387

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Presentación El Estado Mérida ha sido una cantera permanente de escritores, poetas, narradores, cronistas, ensayistas, dramaturgos. Por eso, Edmundo Aray se planteó un proyecto: una nueva selección, lo más completa posible, de narradores merideños. Esa antología tendría dos partes. Un primer tomo con los escritores que ya no están físicamente, y un segundo con los vivos. El criterio para la selección fue escoger narradores estrictamente nacidos en el Estado Mérida, aunque merideños sean también muchos poetas, escritores y ensayistas que viven en nuestro Estado desde hace muchos años pero nacieron en otro lar de nuestra inmensa y maravillosa geografía venezolana, como Ramón Palomares, Carlos César Rodríguez, y el mismo Edmundo Aray, por sólo nombrar unos pocos. Cronológicamente, Aray va mostrando a nuestros narradores, que van desde don Tulio Febres Cordero, pasando por los infaltables Gonzalo Picón Febres o Mariano Picón-Salas, mujeres como Yolanda Osuna o Carmen Delia Bencomo, o transgéneros como Esdras Parra, hasta el apócrifo Tomás Francisco Carreño, autor de Las travesuras de Nicolasón, acompañados de una pequeña nota biográfica, una reseña crítica de las obras y una selección de textos de cada uno de los autores. Aray esculca narradores de todas las latitudes de nuestra geografía merideña que, como nuestros campesinos, se reúnen a contar cuentos al fin de la faena, porque al fin y al cabo “Contar historias es un entretenimiento liberador para el cansancio del hombre”, como lo dijera don Mariano Picón-Salas. ]5[


Lo importante es contar. “Soy un narrador, dice García Márquez. No me interesa que las historias sean escritas, llevadas al cine, vistas por televisión o transmitidas de boca a boca. Lo importante es que se cuenten” Esta Antología es un abreboca para ir luego a la obra completa de estos narradores, que es necesario publicar y difundir, no sólo en el ámbito regional, sino a nivel nacional e internacional, porque nuestros narradores tienen una reconocida calidad y muchos de ellos pueden ya entrar en la categoría de “Clásicos”. FUNDECEM se complace en publicar el primer tomo de este proyecto, Antología de Narradores Merideños, y se compromete con la publicación del segundo, el cual ya esperamos con ansiedad, por lo que deseamos al poeta Aray mucha salud para que complete este proyecto y todos los demás que tiene planteado

Pausides Reyes Presidente de FUNDECEM

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Nota introductoria

He aquí una Antología de narradores nacidos en el estado Mérida, desde Tulio Febres Cordero hasta Román Leonardo Picón. Todos ellos fallecidos. Incluyo a un escritor anónimo, Tomás Francisco Carreño, autor del libro: Nicolasón de las Sierras Nevadas. Las aventuras traviesas de un pícaro que vivió hace cincuenta años al pie de los ventisqueros merideños y se codeó con sabios, clérigos, chalanes y bribones. Su autoría auténtica se la acreditan a Menotti Spósito, (1891–1951), pero no hago caso del barrunto por el tiempo que separa a Menotti de la edición del libro, año 1972, aunque Carreño, el autor apócrifo, o el verdadero autor, por lo que se desprende de la fecha de su dedicatoria, había terminado de escribir su libro en 1936. Claro que no dejo de imaginar que algún acucioso, lector y entusiasta de Menotti, tuvo la fortuna de encontrar las Travesuras en los papeles que celosamente conservaba el escritor merideño, o bien, que Menotti se lo encomendó a un partidario– adepto de tragos y reflexiones sobre la literatura para que de él dispusiera a su real saber y entender… Precede a cada autor, en su mayoría, una síntesis de la semblanza que sobre el mismo escribiera el distinguido escritor Rigoberto Henríquez Vera en su invalorable libro Cultores y Forjadores Merideños, publicado el 2001. ]7[


Además del texto seleccionado (cuento, relato, capítulo de novela), incluyo breves consideraciones sobre la obra narrativa de los escritores objeto de esta Antología. El lector y los estudiosos de nuestra literatura observarán con el mayor beneplácito la presencia de numerosos autores del más alto reconocimiento nacional e internacional. Edmundo Aray

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Febres Cordero, Tulio (1860–1938)

Abogado, escritor, articulista, poeta, cuentista, novelista, ensayista y periodista. Nació en la ciudad de Mérida el 31 de mayo de 1860, hijo del Dr. Foción Febres Cordero y doña Georgina Troconis, descendientes ambos de viejos y famosos linajes de la Venezuela colonial y de los años heroicos de la República. Comparte su adolescencia entre el taller de imprenta del doctor Eusebio Baptista, donde ya a los quince años, gana su pan como tipógrafo, con los estudios en el Colegio y en la Universidad, “y toda una mina de papeles viejos, inclasificables y llenos de datos extraordinarios, que invitan con su letra pastrana y sus rúbricas engoladas, en el archivo del Estado y en el de la Curia Eclesiástica… Y así comienza a formarse el niño prodigio de las veladas literarias del setenta y tantos; el mejor y el más enamorado testigo de la ciudad”, según el decir de Mariano Picón Salas. (Se vinculó entrañablemente a la Universidad de Los Andes en la que, por decreto presidencial de 1936, se le designó Rector Honorario de la Segunda Universidad del país) (…) “De asombrosa y poco común austeridad y sencillez… organizó el proceso histórico de la ciudad dando consistencia a los hechos de ésta y creando la escuela crítica y de análisis que sus escritos y crónicas estimulan a partir de su momento”. (…) Fue el merideño que siempre se quedó, por tantos otros ]9[


que partimos (...) Todo en él está narrado en un estilo que tiene la fluidez reminiscente de la mejor conversación de viejo. Era el suyo aquel idioma de familia, sin énfasis, nutrido de las metáforas más directas que inspiran el paisaje y la tierra, como el que hablaban los sosegados agricultores que solían ser también catedráticos de Universidad, en la Mérida tan castiza y cortés del siglo XIX.”, como nos repite Picón Salas, con su nostalgia ausente. El ‘patriarca’ de la Mérida pretérita, falleció el 3 de junio de 1938”. (pp. 88–89). Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. OBRA NARRATIVA: Colección de cuentos. Caracas, Edit. Sur–América, 1930; pp. 292. (Cuentos). (No se consiguió un ejemplar de la primera edición, pero se tienen, sin embargo, los siguientes datos: impreso por primera vez en Mérida, en la tipografía El Lápiz, para el año de 1902. Referencia de José Rafael Febres Cordero, hijo de Don Tulio) Don Quijote en América, o la cuarta salida del ingenioso hidalgo de La Mancha. Mérida, Tip. El Lápiz, 1905; IV, pp. 308. (Advertencia del autor. Novela) La hija del cacique o la conquista de Valencia. Valencia, Imp. Maduro, 1911; pp. 180 (Novela histórica). Tradiciones y leyendas. Mérida, Tip. El Lápiz, 1911; pp. 111 (Cuentos y leyendas). En broma y en serio. Mérida, Tip. El Lápiz, 1917; pp. 112. (Cuentos). Memorias de un muchacho (vida provinciana). Mérida, Edics. Febres Cordero, hnos., 1924, pp. 267. (Novela). ] 10 [


CRÓNICA: “Una de las figuras que mayor significación tiene en la tradición de nuestra literatura, es la de don Tulio Febres Cordero. Su amor al terruño, su inmensa pasión por las letras y su sentido venezolanista, forjaron a la vera de su vida notable lo que hoy puede ser una de las leyendas más hermosas de nuestra cultura: aquella de la dedicación plena, de la abnegación absoluta, de hacer el bien y prodigar la enseñanza y el ejemplo, de cultivar y extender la educación y de formar nuevos hombres con mejores perspectivas. “La formación de Don Tulio Febres Cordero obedeció a la recia disciplina del trabajo. Es uno de los clásicos venezolanos con mayor raigambre en el origen de nuestra prosa narrativa. En su afán constructivo en pos de la cultura, es él quien incorpora a la novelística las inquietudes de la montaña; es él también el que va al fondo del pasado para desentrañar los mitos y leyendas que tienen un profundo significado en la buena literatura”. (Ángel Mancera Galleti, Quienes narran y cuentan en Venezuela, Ediciones Caribe, Caracas–México, 1958). (p.549) Don Tulio Febres Cordero fue un auténtico Maestro como narrador y nuestro primer fabulador. Domingo Miliani escribió en la Revista Nacional de Cultura una reseña sobre Tulio Febres Cordero con el título El orgullo de la humildad. (Ediciones del Ministerio de Educación. Dirección de Cultura y Bellas Artes, Mayo–Agosto, 1960, N° 140–141 pp. 109–118), en la que destaca las virtudes narrativas de don Tulio. Sobre el cuento que hemos seleccionado en esta Antología escribió Miliani: “La historia de una A” es la biografía menuda de un tipo de imprenta, en cuya elementalidad coloca Don Tulio, toda una doctrina ] 11 [


que podría ser la síntesis social de su tiempo, tal como él la captaba. Enseñanza doliente, sin acíbar; abigarrada de expresiones relativas a la política de entonces, pero de donde se extrae la función creadora del lenguaje sin caer en sátiras de mal gusto ni en exaltaciones mitinescas. “El cuento resulta, literalmente, un juego de palabras. Hacia la mitad de su vida, esta «A» forma parte de terribles acontecimientos: «guerra», «conspiraciones» y «revueltas», lo cual la lleva hasta «cárceles» y «bóvedas». Pero se ha salvado, dice jocosa, de hacer parte de «elecciones», «gobierno» o «ejército», pese a que siempre estuvo metida en «política» y en «partidos». La sátira es rebajada por el tono humorístico que adopta la pieza y por la dimensión fantástica que la sostiene”. No menos acertado y más profuso y analítico es Carlos Sandoval en su libro El cuento fantástico venezolano en el siglo XIX. (Comisión de Estudios de Postgrado, Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, Caracas–Venezuela, Mayo 2000). Escribe Sandoval: “Los relatos de Tulio Febres Cordero, escritos dentro de la perspectiva del cuento maravilloso constituyen, para el proceso de la narrativa venezolana del siglo XIX, una de las formas de materialización del género fantástico clásico: aquella en la que los efectos sobrenaturales se supeditan al peso del contenido pedagógico, moralizante”. (p 124).

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SELECCIÓN: Hemos escogido el cuento “Historia de una A”, como sus otros cuentos, lleno de encanto, sutileza, ironía, buen humor y delicado estilo.

HISTORIA DE UNA A Contada por ella misma

Me llamó A, pertenezco a la sonora estirpe de las vocales. Desciendo en línea recta de un jeroglífico egipcio que representaba a Ibis, ave sagrada parecida a una cigüeña, que devoraba las serpientes, las langostas y otros reptiles. Por eso la A tiene esta figura casi triangular, que imita un ave cuando remonta el vuelo por el espacio. Soy la más noble entre las letras, porque desde que el fenicio Cadmo introdujo el alfabeto en la Grecia, 1500 años antes de Cristo, ya ocupaba yo el primer puesto en la fila de los caracteres. Refiero esto como gloria de la familia meramente, puesto que, por lo que toca a mí típica figura, tuve la desdicha de nacer minúscula, lo que me priva de muchos honores concernientes exclusivamente a mi clase como encabezar cuartillas, índices, diccionarios, etc. Esto en cuanto a la escritura, porque en la pronunciación desaparece toda casta de mayúsculas y minúsculas y hay para mí sola tres puestos distinguidos en el habla castellana, a saber: a, preposición, ah, interjección y ha, inflexión del verbo haber. La h que me acompaña en estos casos es un mero escrúpulo de los gramáticos, que en nada altera mi gracioso sonido. Pero no voy escribir la historia de la A en general, sino la mía exclusivamente como tipo de imprenta. ] 13 [


Soy yankee de nacimiento, porque me fundieron en New York, la víspera de un 4 de julio, aniversario de la independencia de aquel país portentoso. Por eso fui idolatra de la libertad desde mi cuna, e hice propósito firme de dedicarle mis servicios en la prensa, mi único asilo sobre la tierra después de la caja. Un buque de vapor me llevó a playas remotas, y fue grande mi alegría al saber que estaba destinada a una imprenta de Caracas, porque odiaba el inglés, lengua para mí muy árida e inhospitalaria. –¡Oh, me dije, entré en New York y Caracas, qué diferencia! Caracas, ciudad hospitalaria como ninguna, me ofrece tres puestos en su solo nombre. El habla castellana me encantaba, porque veía en ella abundancia de aes; pero era orgullosa y quería estrenarme en la composición de alguna palabra noble y significativa. La sola idea de perder el brillo de mis perfiles en algún cada, hasta, para u otro insípido vocablo por el estilo, me llenaba de angustia. Pertenecía a una caja de english, y un día extendió el cajista ante mis ojos un escrito patriótico, en que aparecía el nombre de Bolívar repetido muchas veces. Empezó la composición, y es indecible la ansiedad con qué sentía pasar por encima de mí la mano vertiginosa del operario. ¡Momentos amargos! A cada palabra temblaba por el temor de ser cogida. Vino el primer Bolívar, y la mano del cajista, después de recorrer rápidamente las casillas de las demás letras, cayó como un rayo sobre la de las aes. Allí estaba yo, virgen y sin mancha todavía, acaso temblorosa por la primera impresión de amor. ¡Bolívar! Yo quería ser ésa a afortunada, quería incrustarme en ese nombre mágico aunque se empañase para siempre el brillo de mi pureza! El plomo de mi ser se conmovió, y no sé si sería ] 14 [


ilusión, pero hubo un momento supremo en que pareciéndome que tenía vida propia, saltó sobre la mano del cajista y…héteme ya oronda, radiante del júbilo, ocupando un puesto en el nombre del Libertador de Suramérica. Mi ambición estaba satisfecha: había servido a la Libertad, dando forma al nombre de uno de sus más preclaros defensores. Después llegué a ocupar puesto único en la paz, libertad, independencia, república, justicia y otras muchas palabras de distinguida alcurnia. Y, cosa extraña, aunque metida en política y partidos, nunca figuré en elecciones, ni hubo puesto para mí en gobierno ni en ejército. Tampoco corría el riesgo de verme en revolución, pero no sucedía lo mismo con guerra ni tiranía. Un día, el día de mi muerte, los dedos del cajista oprimieron mi débil cuerpo, temblé de miedo, perdí el sentido… pero no hubo remedio: estaba en la palabra guerra! Desde entonces cambióse mi estrella: estuve en conspiraciones y revueltas, luego en cárceles, en bóvedas y hasta en capilla. Y como a fuer de letra era letrada, comprendí perfectamente que ya en capilla, el verdugo del cajista me pondría también en horca o en guillotina. Pero no se tomó ese trabajo el operario, pareciéndole mejor enterrarme viva. Toda resistencia fue vana: caí, al fin, en sepultura!... Entonces, gastados por el uso mis perfiles y llena el alma de tristeza por los desengaños del mundo, tomé de nuevo la forma de Ibis, el ave misteriosa de las márgenes del Nilo, y en raudo vuelo me separé de la tierra, remontándome hasta el cielo que es la verdadera patria de las letras. (pp. 50–52) (1884)

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Picón Febres, Gonzalo (1860–1918)

Poeta, novelista, cuentista, crítico, filólogo, ensayista, articulista y diplomático. Nació en Mérida, el 10 de septiembre de 1860, hijo del Dr. Gabriel Picón Febres y María del Rosario Febres Cordero, emparentadas directamente con el General León de Febres Cordero. (…) Con motivo del centenario de su nacimiento, en septiembre de 1960, el desaparecido escritor Luis Beltrán Guerrero, se dolía al decir: “No sé de ninguna conmemoración oficial. Picón Febres merecía más (…) sus restos, todavía en Curazao, han debido entrar en el Panteón Nacional (…) y merece tanto como muchos héroes de la Independencia y de la Federación, cuyas cenizas reposan en el templo de nuestras glorias”. Ahora, en ocasión del centenario de su muerte, se ha renovado tal propósito. Porque como en cierta oportunidad lo dijo otro escritor Domingo Miliani, “Tal vez así podamos ver concluir la purga prolongada de una conspiración de silencio que nos deja como balance otro escritor sin evaluar y con la obra olvidada y, quién sabe si en algunos textos, también perdida”. (pp. 184–186). Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001.

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OBRA NARRATIVA: Fidelia. Curazao. Imp. A. Bethencourt e hijos, 1893. [Ejemplar incompleto de 360 pp.] Novela. Nieve y lodo. París, Edit. Librería de Paul Ollerdorf (Sociedad de ediciones literarias y artísticas), 1895, 326 pp. (Novela contemporánea, época de 1879 a 1886). ¡Ya es hora! Curazao, Imp. A. Bethencourt e hijos, 1895; 379 pp. (Novela de costumbres venezolanas). El Sargento Felipe. Caracas, Tip. Herrera Irigoyen & Cia., 1899; 187 pp. Dedicatoria del autor (Novela venezolana). Flor. Caracas. Tip. Herrera Irigoyen & Cía., 1905; 119 pp. (Novela). De tierra venezolana: (Novela corta y semblanzas). Caracas, artes Gráficas, 1939; 401 pp. (Obras completas y póstumas t. IV). CRÓNICA: He aquí un escritor de exigente oficio, hombre de letras, un auténtico intelectual. Con una obra de ficción, de muchos méritos, aún por discutir en los predios de la crítica, aunque fuese leída y valorada en los años de su aparición, particularmente Fidelia y El Sargento Felipe, además de su polémico ensayo “Nacimiento de Venezuela Intelectual”. Un escritor de ejemplar coraje ciudadano. En nuestros días sobre Fidelia escribió Alberto Rodríguez Carucci: “su narración inicial es la base de toda la novelística de Picón–Febres, y constituyó también –según la perspectiva de Picón–Salas– ‘la primera novela bien compuesta del realismo venezolano’”. Rodrìguez Carucci apunta el olvido de Fidelia hasta que fue descubierta por el crítico peruano Julio Ortega “en ] 17 [


un artículo publicado en el Papel Literario de El Nacional, lo cual –unido al empeño actual por conocer mejor el siglo XIX– la ha convertido en un libro codiciado por los lectores inquietos y acuciosos de la literatura venezolana”. He aquí el texto de Julio Ortega, Bajo palabra, del cual hace mención Rodríguez Carucci, publicado en el Papel literario de El Nacional, noviembre de 1994: “Exactamente hace cien años un escritor independiente (rara avis meridense), Gonzalo Picón Febres, publicó Fidelia, una novela didáctica y liberal, o sea tanto de la socialización abusiva como lección del malestar finisecular. Valdría la pena reeditar ésta y otras lecturas del fin de siglo anterior para cortejar imágenes de la vida nacional. En Fidelia, por lo pronto, me sorprendió la actualidad crítica de sus temas: la corrupción como proceso de socialización (típico escepticismo rusoniano) y la conversión del romance familiar en melodrama nacional. Lo primero sugiere la pérdida de la inocencia en la sociabilidad; lo segundo, que el melodrama representa una saga hecha en la imposibilidad de la familia, de la pareja, de la comunidad”. Leamos a Dillwyn F. Ratcliff (La prosa de ficción en Venezuela. Caracas, Universidad Central de Venezuela. Ediciones de la Biblioteca, 1966): “Con toda propiedad, dedica Picón Febres El Sargento Felipe ‘al honrado y laborioso pueblo de Venezuela, verdadera víctima de nuestras guerras civiles’. La ruina moral y material del hogar y la familia de un soldado es el tema, no enteramente nuevo en la literatura venezolana y que hasta hace veinte años era un episodio corriente en la vida del pueblo. Eduardo Blanco, Sales Pérez, Urbaneja Achelpohl y otros han escrito cuentos y relatos cuyos escenarios son el mismo que se lee en El Sargento Felipe; y muchos ] 18 [


novelistas, principalmente Díaz Rodríguez, Blanco Fombona y Pocaterra han hecho hincapié en los desastres morales y económicos ocasionados por las revoluciones. Pero la bien escrita y bien construida novela de Picón Febres sigue siendo la mejor de su tipo”. (…) “Los brillantes cuadros que contiene la novela hacen más impresionantes las descripciones de los estragos de la guerra”. Cerramos estos apuntes sobre Picón Febres con un doloroso texto de Simón Alberto Consalvi, escrito, diría, con pesar. Helo aquí: “Y como el doctor Picón Febres no quería ya nada con este mundo, los jóvenes y los habitantes de la Ciudad deciden que ingrese en la leyenda. Así, también Humberto Tejera cuenta en su novela que vagaba por las noches, como un fantasma que huía del tedio”. “Estaba a punto de terminar su vida y de las conjeturas que se han hecho si decepcionado porque fue el escritor a destiempo que vivió o padeció un momento de deslindes y fronteras, de rupturas y nuevos desafíos, o caído en desgracia política con Juan Vicente Gómez, no es discreto jugar de buenas a primeras los orígenes o las explicaciones de ese retiro. Pudo haber tenido conciencia de sus males físicos y ya era bastante para querer retirarse. Temprano comenzó o llegó para el otoño: poco después de los 55 años inicia su regreso. Murió a los 58, en la Isla de Curazao”. (Los delitos de la imaginación Colección Homenajes, N°5, Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, Caracas, 1969).

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SELECCIÓN: Hemos escogido el capítulo IV de Fidelia.

FIDELIA IV

No había que darle vueltas. Entre las cuatro mozas que componían el servicio de la casa parroquial, la que más descollaba era Fidelia, no sólo por la hermosura física, sino también por la del alma. Sorprendía encontrar en ella una belleza singular, digna por cierto de mejor linaje, y de más alta posición social. Todavía la recuerdo con placer, yo era niño aún, y sin embargo, me gustaba estar donde pudiese verla, porque sus naturales gracias me atraían de una manera irresistible. Tenía la cara llena y ovalada, redonda la barbilla y alegre el semblante a todas horas, pero con esa alegría harto agradable que se experimenta en los primeros años de la juventud y que se sale a las mejillas a denunciar la dicha que burbujea en el corazón como la espuma en las aguas del torrente. Sus ojos eran negros y muy grandes, vivos como un rayo de sol, y echaban fuego detrás de unas pestañas muy largas y muy crespas; su tez, de un trigueño sonrosado, suave como el hollejo del durazno, y semejante por lo fresca a los claveles que comienzan a entreabrirse; perfecta su nariz como la de una estatua griega, y brillantísimas las cejas, debajo de las cuales los inquietos párpados relampagueaban. Cuando su boca sonreía, se le formaban a los lados de la incitante comisura dos hoyuelos tan salados, que parecían dos abismos tentadores; y al través de los menudos labios le hacían visos dos hileras de dientes a maravilla colocados por la natu] 20 [


raleza, al par que limpios como bruñida lámina de plata. Tejido en ancha trenza, el ondeado cabello le bajaba hasta donde la cintura se resuelve en esas amplias curvas que con sus donairosos movimientos despiertan y provocan los deseos dormidos. La elegancia de su talle, rebosante de vida como el tronco de su arbusto; la morbidez de sus brazos, tan suavemente perfilados; la soltura de sus ademanes; la simpática esbeltez de su garganta; la gentileza, en fin, de su discreto seno, cuyas erguidas pomas se movían imperceptiblemente debajo del pañuelo, servían a estimular en el pecho de los hombres el vehementísimo deseo de conquistar su cariño y poseerla. Hasta los niños le habían dicho que era bella, al sentir en las mejillas un beso de sus labios, o una afectuosa palmadita de sus manos. Lucía como las rosas, cantaba como los jilgueros, se reía como los muchachos; vivía, en suma, sumergida en ese adormecimiento nervioso en medio del cual una mirada ardiente, una sonrisa intencional, una caricia tiernamente prodigada, bastan a violentar un corazón, a inflamar la carne con la abrazadora llama del deseo, a hacer que el alma ansíe las delicias del amor. En sus ojos, en sus mejillas, en sus labios se notaba esa pureza, ese brillo no empañado que ostenta la mujer mientras la virginidad mantiene en derredor de su cabeza espléndida aureola. Derrochaba tanta gracia como las andaluzas, que con la gracia misma con pañuelo de seda en la cabeza, con los brazos puestos en jarras, con mucho fuego en las pupilas y harto salero en las palabras. Era traviesa, vivaracha, mal hablada; gustábale estar linda, atravesar las calles muy galana, llamar la atención de todo el mundo, que donde quiera la floreasen, que ponderasen hiperbólicamente su hermosura, y ser materia de conversación, así por las prendas de su alma ] 21 [


como por los encantos de su cuerpo, en todas las bodegas, pulperías, tiendas, corrillos y tertulias del contorno; pero de allí jamás se propasaba. Los atentados contra su pudor soliviantaban su carácter, alteraban su semblante con palidez colérica, y no alcanzaban nunca a vencer su resistencia, ni menos a conquistar su corazón, sino a enojarla. Comprendía el amor, porque una voz secreta, misteriosa e instintiva se lo hacía adivinar con poco esfuerzo; mas no el amor que se vende como mercancía, que se compra con dinero, que se revuelca como bestia en la impudicia, que nunca goza y siempre olvida; sino el amor que junta a los placeres de la carne las grandes satisfacciones del espíritu, el que no cambia de objeto como el cuerpo de vestidos, ni se gasta por la necesidad. En el cerebro le voltejeaba un ideal como el átomo de oro en el aire embalsamado de los campos. Entretanto, aquellos brazos no se habían enlazado a ningún cuello masculino; aquellas mejillas no llevaban impresa la huella de ningún beso amoroso. Dios librara a quien quisiera sorprenderla por la fuerza para hacerle una caricia; no he visto bofetada más segura, ni coraje más temible. Al devolver una tarde la esquina de la Torre, cuando ya oscurecía, un mozo atolondrado y calavera, que le buscaba el lado de continuo, intentó cerrarle el paso para decirle alguna porquería; pero ella, con rapidez extraordinaria, sacóse del bolsillo una navaja y blandiéndola furiosa, gritóle al atrevido: –¿Qué se está creyendo, badulaque? Me deja seguir tranquila mi camino, o le abro de un navajazo la barriga. Ni yo tengo qué hacer con usted, ni usted tiene que tratar nada conmigo. Miren al entremetido! Y largó una palabrota que retumbó en las calles como un trueno. Al escucharla, saltaron los mostradores los ten] 22 [


deros, los transeúntes se devolvieron para saber lo que pasaba, la gente se apiñó en la esquina, se asomaron a las ventanas las señoras, acudieron las cocineras al portón, hubo gritos y carcajadas, la muchacha se abrió campo por en medio del gentío moviendo graciosamente las caderas, y el desairado mozo corrió despavorido calle abajo, huyendo de la burla y la rechifla. Naturalmente, esa manera de ser, ese carácter descocado, esos vocablos de cuartel contrastaban con su belleza, verdaderamente excepcional. Nadie se resignaba a que una muchacha tan bonita pudiese estar al lado de tantas porquerías e indecencias, ni a que su linda boca echase a rodar por cualquier cosa ternos y más ternos. Mas no tenía ella la culpa; se había criado a toda leche, en medio de mujeres de poco más o menos, oyendo dicharachos todo el día y viendo la conducta de su madre, cuya historia era bien triste. Sin embargo, a pesar del mal ejemplo de Lucía, Fidelia había logrado conservarse pura. Quería ser una muchacha honrada, vivir sin torcederos ni vergüenza, merecer la estimación del venerable párroco. Comprendía que estaba allí por la bondad del sacerdote, y se impuso el deber de respetarle, de aprovechar sus lecciones, de no mortificarle nunca. Con él se confesaba cada dos, cada tres meses, y al levantarse del confesionario, sentía los ojos húmedos, anudada la garganta y oprimido el corazón de gratitud, porque veía que el buen viejo se interesaba por su suerte, buscaba para ella la ventura honesta, y a que fuera dichosa se inclinaban los consejos que salían de aquellos labios siempre inofensivos. Su atrevimiento y su descaro llegaban el extremo en ocasiones, pero aquellas palabrotas, y aquellas respuestas insultantes y aquella altivez indomeñable y aquel santo orgullo de su honra, quizás fue] 23 [


sen las poderosas armas que esgrimían para defenderla y conservarla intacta. El padre Torrijos, por su parte, no se descuidaba ni un momento con Fidelia, y a fin de que sus exhortaciones le produjesen el mejor efecto, gastaba con ella preferencias, la distinguía entre sus compañeras de servicio, atenuaba a fuerza de bondades y cariños los insoportables regaños que por cualquier motivo la dirigía a Doña Nieves, y luchaba con ésta sin cesar, aunque sin buenos resultados, en el sentido de conseguir que suavizara su manera de ser con la muchacha. Fidelia, pues, estaba allí en mejores condiciones que Josefa que Juana y que Dolores: tenía, por ejemplo, cuarto aparte, ganaba un salario mucho más abultado, gozaba de más finas consideraciones, y de vez en cuando se le hacían –siempre por iniciativa del anciano, jamás de Doña Nieves– regalejos que la llenaban de agradecimiento. De resultas de lo cual ella observaba una conducta inmejorable, con la que sabía captarse la voluntad del sacerdote, y aun ablandar de tarde en tarde, si aquello era posible, el endiablado carácter de la vieja. Es lo cierto que el cariño, la compasión y el interés que por ella demostraba el señor Cura, fueron acrecentando poco a poco los tesoros de su sensible corazón, las luces del entendimiento y las excelencias de su índole. Enamorarse de un mozo que la quisiera mucho, que se desviviera por hacerla dichosa y que no pensara sino en ella, que iba a darle su corazón sin regateos; quererlo mucho ella también, a fin de que los celos, ni los resentimientos, ni diferencias de ninguna laya pudieran turbar nunca aquella tranquilidad feliz que su deseo acariciaba en los más ocultos pliegues de su imaginación ensoñadora, que aquel mozo fuera honrado, laborioso y poco amigo de parrandas, de modo que el trabajo le rindiera, que entre ] 24 [


ambos prosperaran, y que el porvenir se convirtiese para ellos en venero inagotable de satisfacciones deliciosas; que el padre Torrijos los casara una mañana en la iglesia parroquial, adornada por ella con macetas de reluciente hojilla fabricada por sus propias manos; irse a vivir en una casita muy blanqueada, con huerta llena de árboles frutales, con patio esteradito de vistosas flores y sala donde resplandeciese un altar muy escogido compuesto de cromos recién traídos de Caracas; esperar con ansia a su marido cuando viniera del trabajo, y tenerle preparados el almuerzo y la comida con el más sabroso condimento; formar, en suma, una familia y educarla cual mayor esmero, aconsejada por el anciano sacerdote; he ahí los sueños, las aspiraciones de Fidelia. ¡Cuántas veces de noche, a la luz de la luna, sentada bajo el naranjo del corral, alzaba la vista al despejado firmamento y se quedaba contemplando largo rato las estrellas, como para pedirles el secreto de aquella felicidad que tan ardientemente ambicionaba! ¡Cuántas veces en su cuarto, antes de la cena, suspendía la labor con que distraía aquellas horas, y fijando la mirada en cualquier cosa –en el claroscuro de un rincón, en la pavesa carbonizada de la vela, en las telarañas que negreaban en el techo– volvía a ver con los ojos del espíritu las gratísimas escenas que su imaginación forjaba de continuo! Se veía ella muy galana, con las enaguas de muselina blanca, la escotada camisa de batista, el pañuelito de lo mismo a horcajadas sobre el cuello y los lindos alpargates de finísimo tejido, entrar al templo llena de emoción, sin atreverse ni a mirar al novio, muy orondo, muy limpio y muy peinado, y allí mismo, bajo la lucecita roja del Santísimo, estrechando la mano del enamorado mozo entre la suya fría como el hielo, recibir la bendición ] 25 [


del venerable anciano; veía después el comedor de la casa parroquial henchido de personas tan humildes como ella, sentadas en ringlera alrededor de una mesa cubierta de pocillos de chocolate humeante y espumoso, provocativos mojicones hechos por las monjas, platos rebosantes de tajadas de queso fresquecito, botellones de vino blanco y mantecadas que se morían de risa por unas hendiduras amarillas como el oro; veía luego la casita, muy simpática y aseada, brillante como una plata, olorosa a flores nuevas y muy llena de sol; y cuando por último veía un enjambre de chiquillos de cabecitas crespas, con las caras sucias de tierra y golosinas, riéndose a carcajadas y correteando por el lozano jardincito, se le salía un suspiro de lo más hondo del pecho, despertaba de aquel sueño, clavaba la mirada en la Virgen del Carmelo que colgaba sobre la cabecera de su cama, y le pedía con fervor que tan risueñas ilusiones se le realizasen algún día. Aquello era lo que la preocupaba sin cesar, lo que absorbía su atención, lo que se dibujaba constantemente en su cerebro con los más vivos colores, con los tonos más brillantes, con las más luminosas pinceladas. Y a pesar de que los hombres más pudientes, incluso el Presidente del Estado, la deslumbraban con halagos capaces de quebrantar las virtudes más austeras, y con mucha melaza en las palabras le ofrecían villas y castillas para que se entregase a ellos, abandonando por supuesto el calientito rincón donde vivía, los mandaba con la música a otra parte, les contestaba con insultos y otras demoniuras, no daba oídos a semejantes seducciones, y en el retiro de su alcoba, a la luz de la vela acariciada por el viento que se metía del corredor, inclinada sobre lienzo del telar o sobre las agujas de tejer que se movían nerviosamente entre sus dedos, seguía pensando en las dulcísi] 26 [


mas quimeras que les sonreían desde lejos como vívidos celajes de la aurora. Y de lleno sumergida en tan hermosas imaginaciones, de cuando en cuando se acordaba de su madre, de su vida escandalosa y descarada, de la orgía sempiterna en que corrió su juventud, de aquella triste, de aquella penosa enfermedad, de aquellas úlceras que la desfiguraron, de aquella miseria en que murió; y al reaparecer en su memoria los recuerdos de Lucía, se renovaban en su alma los propósitos honestos, las ambiciones nobles, los anhelos de una dicha iluminada por el radiante sol de la virtud. En vano sus compañeras de servicio trataron de sonsacarla varias veces, de hacerla salir de sus casillas, de obligarla arteramente a torcer sus propensiones, a abjurar de sus promesas, a renegar de su conducta, limpia hasta entonces como los ampos de la nieve. Podía más aquella índole admirable, aquel carácter como acero, aquella honrada voluntad, que todos los encantos, divertimientos y placeres que sus amigas le pintaban con los recursos de su labia, bastante pintoresca y expresiva. Nada era poderoso a entusiasmar el ánimo de la muchacha ni a distraerla de sus ensueños y esperanzas. Las esforzadas tentativas se estrellaban contra aquella resistencia tan heroica, como las olas del mar contra su escollo. (pp. 26–31). Picón Febres, Gonzalo. Fidelia. Dirección de Cultura del Estado Mérida, Ediciones Solar, Colección de Clásicos Merideños, Mérida 1995.

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Parra, Pedro María (1870–1945)

“Abogado, educador, político, parlamentario, periodista, escritor, novelista y ensayista. Nació en la población de Mucuchíes, región de los páramos andinos, en el año de 1870. Se graduó de Doctor en Ciencias Políticas en la Universidad de los Andes y posteriormente obtuvo el título de Abogado. Otorgados por la Corte Suprema de Justicia del Estado Mérida. Ejerció el periodismo combativo en los periódicos merideño de la época y diarios de la capital”. (…) Compartió su creatividad literaria con la agricultura en su fundo de Misintá, donde fomentó el cultivo del trigo y de la papa. De este notable provinciano se ha dicho que “Fue un enamorado de la vida rural. Compartía las tareas de la agricultura con las lecturas y el oficio de escritor en su alta y fría heredad de Misintá, donde erigía sus monólogos invernales frente a la copa alucinante y tentadora del díctamo real”. Entre sus grandes facultades intelectuales se distinguió como un recio orador político y parlamentario. Falleció el 23 de junio de 1945 y sus restos reposan en el Camposanto de El Espejo en la ciudad de Mérida”. pp. 172–173 Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. ] 28 [


la)

OBRA NARRATIVA: Lugareña. Caracas, Imp. Bolívar, 1908; 226 pp. (Nove-

El labrador y el Banquero. Caracas, Elite, 1936; 104 pp. (Diálogos) La negra ninfa. Caracas, tip. Americana, 1937, 22 pp. (Cuento) CRÓNICA: “El señor Parra se inicia como escritor con este ensayo de novela venezolana, el cual representa un hermoso esfuerzo de inteligencia y de buena voluntad. De sus páramos andinos, de la vida montañesa, sencilla y fuerte, el señor Parra trae a las páginas de su primer libro un hálito fresco y rústico, sano e ingenuo, que corre a lo largo de toda la narración como su sano soplo de vida”. De esta manera la revista “El Cojo Ilustrado” iniciaba su reseña sobre la novela Lugareña, editada en Caracas, imprenta Bolívar, 1908. “Para el autor de la reseña, “novela de un desarraigado”, proceso que se observa “en nuestra evolución social y cuya importancia y trascendencia son innegables para el porvenir de Venezuela. Tal es el fenómeno del desarraigo del joven provinciano que viene a Caracas, y en Caracas siente relajarse y romperse los vínculos sentimentales, de cariño, de recuerdo, de veneración que lo unieron ante el terruño”. “En Madrid, Cultura Española, mayo de 1908, aparece una reseña que resume la novela: “El argumento, bastante bien desarrollado, es pasional y de una sencillez encantadora. Un joven estudiante, Rubén, regresa al hogar en la vacaciones, conoce ocasionalmente en el pueblo a Clara, ] 29 [


hermosa lugareña, virtuosa y discreta, y se enamora de ella con un amor fuerte y romántico. Correspóndele Clara con igual intensidad, y el padre de Rubén que la conoce y aprueba los amores, aplaza el matrimonio hasta que su hijo se gradúe y alcance el lauro del doctorado. El comentario es alentador, evidencia el aprecio de la revista por el esfuerzo del novel escritor: “En la concepción y en el desempeño hay no poco digno de alabanza. Los sueños del provinciano, la pequeña ambición del joven revolucionario, las escenas campesinas, las descripciones de la naturaleza, el lenguaje y los caracteres, todo es venezolano, todo tiene fuerte olor regional; y aún nos presenta el autor episodios valientes y escenas reales y vivas que denotan espíritu de observación y condiciones literarias, presagios de triunfos mayores en el cultivo del género. Esta obrita nos revela un novelador, un patriota y un hombre de corazón”. Años después, en Tovar, mayo de 1933, Claudio Vivas, el autor de Huellas sobre las cumbres, elogia el trabajo narrativo de Parra. Dice: “Como novela de contenido universal, adaptados a un clima venezolano; como poema amatorio, exquisito y candoroso, conformado con los elementos del ambiente vernáculo; y como rango y donosura de la sabrosa lengua en que ésta escrita, ‘Lugareña’, en su género, cristaliza un acierto de novelador responsable y consecuente con la expresión de su alma y el sentido de su tierra. El año 1996 la Dirección de Cultura y Extensión de la Universidad de los Andes publicó Lugareña. (Cuarta Edición, Mérida, 1996). En dicha edición leemos un estudio José de la Cruz Rojas U, serio y equilibrado sobre la novela. ] 30 [


SELECCIÓN: Hemos escogido el capítulo XXV de Lugareña.

LUGAREÑA XXV

Era una tarde blanca y somnolienta aquella en que yo arribaba a mi pueblo. Las crestas de los páramos estaban coronadas de su blancura invernal, las faldas, ennegrecidas por la rasura del arado, escudaban tenues vapores, y los barbechos, cual inmenso manto arrebujado sobre los montes, ostentaban aquella coloración parduzca del rastrojo, en que termina la vitalidad selvática de la cosecha. Aglomeradas hacia el ocaso, las nubes opalinas–grises, diríase regia vestidura arrollada por el huracán y los últimos vapores, alejándose del cielo, iban a detenerse, como fragmentos de gasas que el viento enredara, sobre los picachos. El valle parecía dormido entre las nieblas, y la naturaleza toda extendía su regazo de melancolía para recoger el último suspiro de la tarde. Y en esa hora melancólica, cuando los labradores cruzaban atajos y veredas, con el arado al hombro, camino de sus chozas, yo también atravesaba los barbechos hacia la casita pintoresca, situada en medio de la inmensa falda. El alma de mi pueblo batía sus alas sobre mi cabeza, sentía que me besaba cariñosa en la frente, y, al arrullo de sus aires, mi corazón palpitaba de alegría. Otra vez en el seno de aquella feraz naturaleza, respirando el aroma de sus huertos, en el concierto de sus indescriptibles armonías; y otra vez cerca a la mujer hermosa que había prendido en mi alma el fuego de la primera ilusión. ] 31 [


Y yo avanzaba, jadeante, fatigoso, impulsado por aquella ansiedad. Dentro de pocos momentos mi espíritu recogería las miradas de Clara, brotarían en mis ojos lágrimas de felicidad y, aspirando el aliento perfumado de sus palabras amorosas, me embriagaría de dicha; de inefables e íntimas fruiciones. Sentía que se alejaba la lobreguez de mi alma, cual la sombra a la proximidad de la luz; mis penas se acurrucaban, derrotadas, en el corazón, y volvían a brotar en mi cerebro, al calor de aquella nueva vida, los mismos pensamientos e ilusiones que habían reventado allá en la primavera de mi adolescencia. La tarde moría, y el camino, serpenteando por riscos y cañadas, se me hacía interminable: cada desfiladero, creía fuese el pórtico de la entrada a la falda y en cada vuelta parecíame divisar la casita. A proporción que avanzaba fui reconociendo sitios, estaciones de mi amor, en los cuales había descansado cuando mis antiguas e inolvidables excursiones; fuentecillas, como hilos de plata que se precipitaban por los barrancos y urumacos y alisos descarriados del paraje. El ruido de las vacadas, el canto agudo de los gallos, el balido de los rebaños y los graves ladridos de Nerón me indicaban que estaba cerca de la simpática morada. Al fin, tras la ligera prominencia que ocultaba la casita, asomé a la falda. Allí estaba, cerca, muy cerca, el santuario de mi peregrinación! Y Clara, como una gacela estaría oculta entre las frondas. Tendía la vista a los cuatro vientos de aquellos dominios y me detuve a respirar. El corazón me palpitaba, agitado por la fatiga y la emoción; estuve a punto de estallar en gritos, pero la voz se ahogó en mi garganta; los muslos ] 32 [


se desmadejaban y los ojos, nublados por las lágrimas, perdían la visión. Estaba a las puertas de un paraíso, pero temblaba como si fuera en la boca de un abismo… Efraín, doncel enamorado que devoras los valles del Cauca, con el anhelo de recibir siquiera el último aliento de María, romero de todos los caminos, ya habéis sentido volcarse el corazón y paralizarse el pensamiento, ante la visión consoladora de aquellos sitios en donde os esperan seres que viven de vuestra vida y de vuestros afectos se alimentan; peregrinos hacia Grecia, que sabéis del armonioso sueño de la belleza y la esperanza, náufragos, dolientes náufragos, que habéis saboreado la inefable dulzura de pisar la playa salvadora, y vosotros, todos los infortunados, que habéis tenido la ventura de calentaros al rescoldo cariñoso de vuestros hogares, después de la intemperie y el frío, de la soledad y el desengaño, vosotros sólo podéis medir la suprema ansiedad, la precipitación vertiginosa, el casi inconsciente impulso con que me acerqué a la casa y me lancé hacia adentro! Al penetrar al patio de la casita observé que el busto inmóvil de una mujer sobresalía, de sesgo, lado adentro del vallado del jardín. Era Clara. ¡Estaba encantadora! Su cabellera, suelta sobre la espalda, parecía mata de quita sol con sus palmas desgajadas; las órbitas negras de sus ojos, ensanchadas por el sombrío círculo de las ojeras, resaltaban sobre su rostro pálido como las lagunas de los páramos entre el blanco tapiz del frailejón; y así en aquella postura, diríase ninfa surgiendo de entre las ondas o hada de la montaña, cortejada de los claveles y las rosas. Yo me avalancé rápidamente para arrodillarme a sus plantas, como el creyente ante la imagen de su culto, como ] 33 [


el náufrago ante el Dios invisible, al sentir bajo sus pies la tierra firme. Ella, al verme, muda, estática, con glacial indiferencia, me clavó sus grandes ojos negros, abiertos como dos abismos, lanzó estridente carcajada y se alejó de mí. ¡Estaba loca! Parra, Pedro María. Lugareña. Dirección General de Cultura y Extensión de la Universidad de Los Andes. Colección Letras Nuestras, N° 4. Cuarta edición, 1996.

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Picón Lares, Eduardo (1889–1960)

Odontólogo, escritor, poeta, ensayista, periodista y político. Nació en Nueva York, en el año de 1889. Estudió primaria y secundaria en Mérida. Continuó estudios de Odontología en la capital en el “Caracas Dental College”, donde obtuvo el título de Licenciado en 1926. Se interesó por la historia de Venezuela, los clásicos españoles del siglo XIX y la literatura venezolana. Formó parte de la generación de poetas del año 18. Participó activamente en la fundación de los periódicos: “El Propagandista” (1915, del cual fue Director),”La Semana” (1918, Redactor) y del diario “Patria” (1925, Editor). Fue Director del Boletín del Archivo del Estado Mérida 1935. (…) Profesor de Gramática Española e Inglés en la Universidad de los Andes, Académico de Honor de la Real Academia. Individuo de número de la Academia de la Historia (1954). Murió en el año de 1960. Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. CRÓNICA: Escritor de excelente dominio del lenguaje, buen contador, conciso, ameno, de gran soltura narrativa, un autentico revelador de leyendas y sucesos que supo arrancar del olvido. ] 35 [


En la contraportada de su libro Revelaciones de antaño leemos: “Pocas son las personas que han tenido la oportunidad de tener en sus manos la obra de Eduardo Picón Lares. En este caso: Revelaciones de antaño. El primer tomo se publicó en 1938 y, quince años más tarde, en 1953, se imprimió el segundo; ediciones que han logrado sobrevivir hasta nuestros días, gracias a algunas bibliotecas privadas que los conservan en sus estantes. Este clásico merideño sobre anécdotas y sucesos locales no podía quedar en el olvido, debido a que relata la historia regional, la historia pequeña, aquella que forma parte de la dimensión de un país; era necesario darle vida nuevamente para darla a conocer a sus lugareños y para el disfrute de la generación actual. El héroe, el personaje y hasta el Quasimodo que deambula por las calles, deben tener un lugar en la memoria para poder enunciar con inmodestia y seguridad: ‘soy merideño’.”

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SELECCIÓN: Hemos escogido “El confesor macabro” de Revelaciones de antaño (Tomo I):

EL CONFESOR MACABRO Aquel día era víspera del 13 de agosto de 1865. En la iglesia de El Espejo, de Mérida, estábanse terminando todos los preparativos para la celebración de la fiesta en que se conmemora el Tránsito de la Virgen, y la vieja Santos era muy devota de esta advocación de la Reina de los Cielos, de la mujer bendita entre todas las mujeres. Vivía entonces aquella vieja, cuyo recuerdo nos hace evocar las patriarcales costumbres merideñas de antaño, idas para siempre, en la calle de la Federación, en una de las casas comprendidas entre la esquina del Arbolito y la calle de Lora, al amparo de una familia caritativa, porque el viejo Santos, aquella humanidad desdentada, que fumaba tabaco con la candela entre la boca, que vestía a la usanza de las manumisas de los antiguos señores de nuestra leyendaria ciudad, y que con su cuerpecillo acartonado y su nariz encorvada parecía una horrible figura de aquelarre, no tenía pariente, ni doliente, ni segunda camisa qué vestirse, ni más misericordia que la grande e infinita de Dios. Aquella tarde la vieja se había confesado, después de ayudar al adorno del altar de la Virgen, para comulgar al día siguiente. Llegó a su casa cuando ya la noche había extendido sus negros crespones por el mundo, y luego de tomar una cena muy frugal, se fue a su cuarto, ensartó unas tantas jaculatorias y se acostó a dormir, pensando siempre en que debía estar despierta a las cinco de la mañana para ] 37 [


marcharse a la iglesia a recibir devotamente el Cordero Pascual. Mérida entonces, por las noches, era como el abismo de las tinieblas. No había servicio de luz eléctrica. Una que otra luminaria, colgada en tal o cual esquina, en las primeras horas de la noche, era todo el alumbrado público: luminarias que iban apagándose cuando la cantidad de aceite, que estaba metódicamente tasado y graduado, se consumía lentamente. La vieja Santos despertó a la una de la noche, oyó un repique de campanas llamando a misa, y alarmada, porque quería reconciliarse antes del Santo Oficio de algún pecadillo venial que se le había olvidado, se vistió a las carreras, se persignó delante de una imagen de la Virgen de la Asunción, cogió su farol de vejiga, encendió la velilla de incinillo y salió a toda prisa hacia la iglesia. Cuando la vieja pasaba por la plaza Bolívar, el reloj de la catedral dejó escapar la campanada de una y media. Ni un alma más, fuera de la de ella, se veía en la calle. Iba mascullando un rezo antiguo, al que respondía de vez en cuando el canto agorero del algún búho; y mientras tanto, las campanas de la iglesia de El Espejo repicaban alegremente el segundo toque para empezar la misa. –Me llama la atención una cosa –refunfuñó la vieja al pasar frente a la catedral.– ¿Por qué están aún las puertas cerradas, si ya viene el día? ¿Será que me he levantado a deshoras? No lo creo. En El Espejo están repicando. Deben ser que han anticipado la hora de los oficios. –Y apretando las gruesas pepas de madera del rosario con sus descarnados dedos, tapada la boca con una punta del pañolón e inclinada la barba puntiaguda sobre su enjuto pecho, siguió a toda prisa sobre las huellas sonoras que dejaban en el aire los tañidos alegres de las campanas… ] 38 [


La calle estaba como la boca de un lobo. Todas las luminarias se habían apagado. La tiniebla se extendía sobre la ciudad pesadamente, y sólo se oía sobre el enlozado húmedo del ruido que hacían las alpargatas de la vieja Santos al caminar precipitadamente. Al llegar a la esquina de la plaza de El Espejo, la vieja sintió un escalofrío de terror. Aquel sitio estaba solitario. Las campanas habían enmudecido. Los cocuyos brillaban entre el ramaje de los árboles del cementerio y el silencio enloquecedor del momento era apenas interrumpido por el rumor del Chama, que se sentía a lo lejos como el monólogo de un monstruo de la noche. Sin embargo, la vieja Santos no se intimidó del todo. Vio la puerta de la iglesia abierta, y aunque sobrecogida de un temblor muy raro, como ese que se apodera de uno cuando presiente algo sobrenatural, se encaminó a ella y entró. Dos o tres mujeres arrodilladas en distintos sitios y con la cara tapada, era todo lo que se veía en el templo, y no había más luz encendida que la lámpara del Santísimo. La vieja Santos se dirigió directamente al confesionario y se arrodilló frente a la discreta rejilla, se persignó devotamente y comenzó a rezar. Momentos después salió un clérigo de la sacristía, revestido de roquete y estola morada, se hincó delante del sagrario unos instantes, se levantó luego y se encaminó al confesionario. Una vez sentado en el complejo sillón, tocó la rejilla. La vieja penitente se incorporó en seguida, se tapó los dos lados de la cara, como hacen las mujeres cuando se van a confesar, y dijo el Yo pecador. De seguidas empezó la confesión. Ni el más leve ruido se sentía en la casa de Dios. Terminó la confesión. Ni el más leve rumor se escuchaba. Rezó el Acto de Contrición. El más profundo silencio llenaba el recinto. ] 39 [


Aquello era aterrador. El clérigo confesor no se movía ni articulaba palabra. La vieja temblaba, sudaba frío y rezaba entre dientes. Pero al fin, intrigada por aquel silencio extraño, de ultratumba, levantó la cabeza y se fijó en la rejilla. La lengua se le paralizó, los ojos se le extraviaron, el corazón le dio un vuelco mortal. Estaba en presencia de un espectro. Lo que había en el confesionario era un esqueleto, y la calavera, sostenida por un pañuelo blanco, la miraba fijamente con sus cuencas vacías y negras, como impugnándole acerbamente, el que hubiese salido a aquellas horas de la noche, que son las horas de los muertos, para ir a entrarse en una iglesia que está metida dentro del camposanto… La vieja Santos lanzó un grito desgarrador, y al desmayarse su cabeza golpeó contra la pared y cayó al suelo sin sentido, muerta de miedo, sobrecogida de espanto… Por la mañana cuando el sacristán abrió las puertas del templo y llegó el capellán, vieron la mujer tendida a un lado del confesionario, como un fantasma. Sorprendidos se miraron sin articular palabra. El sacristán salió a la calle y llamó algunas personas del vecindario para que lo ayudaran en aquel trance. Prestáronle todos a la vieja sus auxilios y cuidados para que volviese en sí. Y cuando pudo incorporarse, temblando aún de terror, refirió allí mismo, con la voz cansada y trémula y los pelos erizados, esta historia macabra. Los allí reunidos le oyeron la relación con visibles muestras de inquietud, mirándose con recelo. Y nosotros se la oíamos contar, hace ya más de treinta años, en la penumbra de un rincón, la noche que estaban velando a un canónigo de nuestra catedral.

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Picón Febres, Gabriel (1880–1969)

Médico, poeta, cuentista, ensayista y diplomático. Nació en Mérida en 1880. Se graduó de Doctor en Medicina en la Universidad de los Andes. Ejerció funciones diplomáticas como Encargado de Negocios en Uruguay (1928), Colombia (1929), Suiza y Francia, Ecuador y Suiza, luego Polonia (1930). Fue Secretario de la Universidad de Los Andes (1909) y Rector de la misma (1941–1942). (…) Miembro correspondiente de la Academia Nacional de la Historia de Colombia, y de la Asociación de Escritores de Venezuela, fue fundador de los periódicos “Álbum Merideño” (1901), “La Paz” (1908), “La Voz Merideña” (1909) y “Campo” (1906) en Trujillo. Entre sus obras publicadas figuran: Anécdotas y Apuntes (1921), El apellido Picón en Venezuela (1922), Cuentos venezolanos (1916), Datos para la historia de la Diócesis de Mérida (1916 y edición posterior de 1998), Ideas y Narradores (1913), Ramaje del camino (1962), El Problema del Hombre y Don Simón Rodríguez (ensayos), así como una amplísima producción literaria recogida en folletos y y artículos de prensa en diarios y revistas del país y de los países donde prestó servicios a Venezuela. Falleció en Caracas en 1969. (pp. 186–187). Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. ] 41 [


BIBLIOGRAFÍA NARRATIVA: Ideas y narraciones. Mérida. Tip. El Lápiz, 1913; 226 pp. (Relatos cortos) Cuentos venezolanos. Caracas, Primitivo Quero Martínez, 1916, 176 pp. Cuentos. Anécdotas y apuntes. /Caracas/, Imp. Primitivo Quero Martínez, 1921, 205pp. Anécdotas y cuentos. CRÓNICA: Ideas y Narraciones reúne artículos, discursos, y relatos. “Cachupín”, “ El gusano del envidia” y “Las lecciones del pasado” son los títulos de los relatos. El libro fue publicado en Mérida, Tipografía “El Lápiz”, 1913. Gabriel Picón Febres califica de artículos a los textos que conforman el libro, “porque en algunos se refleja una época de nuestra vida regional, triste época de duelo, afortunadamente pasada para siempre”. Como escritor, Picón Febres hace gala de sencillez y naturalidad. Aborda la escritura como buen ciudadano que es, preocupado por los vicios dominantes y el abandono de las virtudes. No pretende la literatura como un oficio. La ficción le es ajena. Atiende la realidad, el pasado, la historia. Confiesa Picón Febres, con la mayor pureza, sus preocupaciones, los motivos que alientan su trabajo: “en las narracioncillas he descrito, copiando al natural, escenas de aquellos largos días de nuestra pasada servidumbre, cuando, en fuerza del tutelaje que se ejercía sobre nosotros, éramos tributarios de toda la República. No invento nada. Copio, repito palabras, recuerdo sucesos, perfilo caracteres y, a golpes de brocha gorda, levanto a la vista de las gentes los varios cuadros todos llenos de sombras”. ] 42 [


Sombras como el desmán hecho costumbre, “la iniquidad de los de arriba”, “ la inmoralidad en todo: el Gobierno, en la prensa, en las relaciones sociales, en la vida privada y hasta en el propio seno del trabajo, que es honor, y es virtud, y gloria excelsa de todas las naciones”. Picón Febres nos enamora, nos seduce al través de su palabra sencilla, amena, libre de artilugios. Fluyen sus palabras al ritmo de las anécdotas, de las narraciones. Virtuoso es como ciudadano y como escritor: (…) “desde el silencio venerable de la montaña, yo defiendo el nombre puro de la tierra, la inocencia de sus costumbres, la hidalguía de sus habitantes, la virtud de su laboriosidad y la gloria de sus triunfos”. Tres años después de su primera incursión en el campo editorial, Picón Febres, publica un libro que llevó por título Cuentos venezolanos. (Caracas, Primitivo Quero Martínez, 1916, 176 pp.) Se compone de doce cuentos, que Picón Febres califica de “Matices del Paisaje Nacional” (…)”Simples traslados escénicos de la enorme tragedia humana”. OBRA NARRATIVA: Ideas y narraciones. Mérida. Tip. El Lápiz, 1913; 226 pp. (Relatos cortos)

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SELECCIÓN: Hemos escogido el cuento “La revancha”.

LA REVANCHA I El mocho Antonio era en aquella población una amenaza constante para la mayor parte de los habitantes de la localidad. Con el sombrero insolente y un andar de infinita petulancia, recorría todas las calles, penetraba en los establecimientos mercantiles, se introducía a los botiquines, asaltaba los hoteles y llegaba a todas partes, seguro de su poder, lleno de vanidad del dominio y deseoso de aplastar a todo el mundo. El calificativo antepuesto a su nombre de pila le venía por tener el dedo índice de la derecha mano un poquito más corto que los otros, a causa de un antiguo traumatismo que le produjo una rara deformidad en la parte lesionada, con cuyo extremo se complacía en hacer señas cuando pasaba algún cura, se acercaba una vieja rezandera o veía venir por la acera de la calle una dama de alto fuste, …solterilla de pocos abriles o casada de muchos bemoles o jamona de alientos viriles… –Palo de hombre es este mocho! Gritaba él mismo con soberbia imponderable cuando sentía crepitar sobre sus nervios los vapores del alcohol. Por debajo del paltó, que usaba corto para mayor alarde, le sobresalía, cuatro dedos por lo menos, el bruñido cañón de un revólver nuevecito y la argentada punta de la ] 44 [


vaina del puñal, armas que se ceñía en la cintura desde el momento de levantarse hasta la hora de dormir; portaba siempre un bejuco encabullado y llevaba además en la faja del revólver, a prevención de cualquier lance posible, las cápsulas de repuesto necesarias. Llamaba levitudos a la gente distinguida, para expresar con una palabreja cualquiera su desprecio, un desprecio estudiado más que real, largamente estudiado para ocultar tristes rencores, antipatías crueles, odios intensos, tan gratuitos como injustos, de esos que no sirven sino para fomentar discordias y producir brotes de horror en la vida de los pueblos. Para él no había en la villa dama honesta ni doncella recatada; los hombres del dinero eran unos grandísimos ladrones, patiquines los muchachos de la buena sociedad, focos de pudrición los curas y godos los individuos que no andaban de taberna en taberna o arrastrados torpemente en el polvo de las infames orgías callejeras. De a caballo era un tormento. Le daba entonces por beber en las bodegas malos tragos de aguardiente, y los humos de guapeza, en mezcla temible con los humos del alcohol, daban frutos de barbarie en plena calle: disparos, gritos de angustia, carreras, atropellos… Podría pensarse que los hombres del lugar eran una porción de cobardes mujerzuelas, o que en la ciudad no había quien hiciera respetar los derechos ciudadanos, pero os explicaréis la rareza de este caso cuando os diga que este Antonio era una especie de coco sostenido y apoyado por un cierto aspirante al señor de la Parroquia. ¡Flaqueza humana que lleva a algunas gentes a odiar las bellezas de la vida cuando no pueden pasar de los pórticos sagrados; que les hace advertir sin causa justa sólo ] 45 [


sombras y miserias en donde lógicamente no encuentran sino altísimas virtudes; que los impulsa a manchar con baba inmunda, tal vez porque para sus manos está alto, lo mismo que sus pensamientos comprenden noble y bello y sus ojos levantan en pedestal de soberbia admiración. II Sucedió que una noche el mocho Antonio pasaba por frente al establecimiento mercantil de un mozo de apellido González, en el instante mismo en que éste rompía a reír con bulliciosa alegría. Había otros amigos en la casa y se conversaba de algo muy festivo, que había provocado la risa de todos y aquella explosión incontenible en el dueño del negocio. El mocho Antonio se devolvió furioso, o con apariencias de estarlo. –Usted cómo se ha reído de mí?, dijo. González, con mucha calma, le contestó enseriándose: –No, amigo Antonio, no se me ha ocurrido tal cosa. –Amigo, nó. No me adule. Yo no soy amigo de usted ni quiero serlo. Usted se reía cuando yo pasé y sepa que a mí nadie me tose. González se puso lívido primero y después la sangre, en tumultuosa avenida hacia el cerebro, le congestionó el rostro. Todos creyeron que iba a estallar, porque era hombre conocidamente brioso, pero no fue así. Trémulo de rabia, pero dominado completamente, contestó: –Bien, señor, yo me re… –Señor tampoco, gritó el mocho envalentonado. Yo no quiero señoríos del dominio, porque para eso soy democrático legítimo, contramarcado y doble acción. ] 46 [


–Quiero decir que yo me reía en el momento en que usted pasaba, pero fue una casualidad. Pregúnteselo a los amigos que están aquí presentes. El mocho los midió a todos con una mirada olímpica y salió diciendo baladronadas, sin despedirse y contoneándose. González, abrumado, cayó sobre una silla. En sus párpados dos lágrimas temblaban. Todos, apenados, no se atrevían a hablar. Afuera, en la calle, los curiosos comentaban: Quien hablaba del miedo de González, de la valentía del siniestro matachín, de la utilidad incuestionable de esta serie de hombres en los pueblos. Aquel otro indiferente, sin hacer juicio ninguno, lamentaba de veras lo ocurrido. Un tercero se extrañaba de la flaqueza de ánimo exhibida por el comerciante ahora, cuando en otras ocasiones había dado pruebas de una gran entereza de carácter y de un alto valor caballerezco. ¿Qué pasaba? ¿Decadencia de la energía física? ¿Cosas de la edad, tal vez? En el interior de la casa un chiquillo lloriqueaba… III Una mañana González se levantó de su cama decidido. La tensión de sus nervios había llegado al gran máximo. Su prudencia había agotado todos los recursos para evitar lo que él tanto temía, pero ya no podía aguantar más. Estaba flaco, las manos calenturientas, los ojos ardientes. Luchando entre su amor propio herido y el amor que profesaba a la esposa y a los hijos, entre sus impulsos de hombre y sus deberes de padre de familia, se consumía en una violencia desesperada. Más de una vez, pronto a reventar como un cartucho de pólvora, había, con verda] 47 [


dero heroísmo, acallado sus sentimientos, dominado sus ímpetus y hecho apagar en el interior del pecho los salvajes ruidos de su cólera. Alma ruín, el mocho Antonio creyendo que el otro le toleraba por miedo su insolencia, se había propuesto molestarlo de todos modos, burlarlo delante de la gente, insultarlo desde la acera de la calle y hasta metérsele en la tienda de a caballo, para beberle los tragos a la guapa y quebrarle luego las copas en el bruñido mostrador. Esa mañana, después del desayuno, González se fue para la casa de la primera autoridad y le contó lo que le estaba sucediendo, suplicándole además que mediara para evitar un conflicto. El Jefe Civil era un buen hombre, mas no sabemos si se ocupó de poner las cosas en orden o si le dio miedo meterse en el asunto, porque, aun cuando os parezca inverosímil, estos miedos Eran entonces posibles En cualquier villa lejana De esta gentil capital Lo cierto es que a las once el mocho se presentó a la tienda de González. Día Domingo, la casa estaba llena de compradores de los campos y tertulianos de la localidad. Entró despacio, disfrazando sus intenciones con una sonrisa leve y hablo así: –Me dicen, señor González, que estuvo usted en casa del Jefe Civil a decirle algo de mí. ¿Es esto cierto? –Efectivamente, contestó el otro resuelto. Fui a contarle lo que me ha estado pasando con usted y a pedirle un inmediato remedio, porque no estoy dispuesto a tolerar más insultos o atropellos. ] 48 [


–Ta, ta, ta, contestó el mocho. Pues sepa usted que las acusaciones se quedan para las mujerzuelas de la calle, porque los hombres se defienden de otro modo. Pero ya se ve que es usted un sinvergüenza, porque responde a golpes que le dan con chismografías de cocina. Y le tiró por encima del mostrador un foetazo por la cara. González esquivó el golpe, cogió el primer cuchillo que se encontró a la mano y se precipitó como un tigre. El desgraciado provocador no tuvo tiempo ni de lanzar una queja, tal fue el ímpetu de la cometida y de certera la tremenda puñalada. Y mientras la gente corría de todas partes, y González, enloquecido y frenético, daba golpes y más golpes sobre el cuerpo de la víctima, en el interior de la casa el chiquillo llamaba con su vocesita aguda: –Papaíto… papaíto…! Picón Febres Gabriel. Cuentos Venezolanos. Caracas, 1916. (Pp51–63)

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Vivas, Claudio (1891–1956)

“Educador, escritor, poeta y periodista. Nació en la ciudad de Tovar el 30 de octubre de 1891. Estudió Filosofía y Letras en el antiguo Instituto Miranda de la misma localidad y luego pasó a Mérida para seguir estudios en la Universidad de Los Andes. Su vocación pedagógica la dedicó durante varias décadas a la formación de varias generaciones en el Colegio Miranda de la Sultana del Mocotíes y localidades circunvecinas, notable institución de la cual fue fundador y director desde el 5 de abril de 1921, con el carácter particular, hasta el 19 de febrero de 1927, fecha en el cual adquirió la categoría de instituto público, dependiente del Ejecutivo del Estado, siempre bajo la sabia rectoría del Bachiller Claudio Vivas. Su creación literaria en prosa y verso fue recogida en diarios y revistas de la capital y la provincia. En la década de los cincuentas trasladó su residencia a Caracas donde fue funcionario del Ministerio de Agricultura y Cría, en su dirección de divulgación cultural. Publicó su documentado libro titulado Huellas sobre las cumbres, sobre temas históricos y crítica literaria. Además, con esmerada prosa, sus estampas “Lino, el Correo”, “La Ermita de la Cañada”, “Sol de los Venados”, entre otras publicaciones. Su vida fue perenne lección de honestidad y decoro cívico. Su preocupación fue la formación docente y el engrandecimiento de la cultura nacional. ] 50 [


(…) Para las generaciones de ayer, de hoy y de siempre, Don Claudio figurará entre los meritísimos hijos de Tovar. Alguna vez recomendó a sus discípulos diciéndoles: ‘Espíritu de elección, quien quiera seas: ama y sueña, sutilízate y depura tu arcilla, acrisola tus oros, clava tu espíritu en la cima de un ensueño y sumérgete en las honduras luminosas’. Así hablaba el ilustrado pedagogo y poeta.” pp. 279. Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. OBRA NARRATIVA: Huellas sobre las cumbres. Caracas, Edics. Ministerio de Educación, 1956; pp. 178. Relatos. CRÓNICA: He aquí un autor, digamos un libro, Huellas sobre las cumbres, que entusiasmó a poetas, narradores, críticos. Una copiosa lluvia de elogios produjo el libro editado por Tipografía Garrido. Caracas, 1945. Libro cuya escritura lindaba con los predios de la poesía y del relato. El encanto lírico de los relatos dio lugar a numerosas notas y críticas favorables. Unos y otros hicieron mención de notables poetas: Fray Luis de León, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, o de grandes cultores de la prosa: Azorín, Valle Inclán. De nuestra América los nombres de Martí y Rodó. El notable, inolvidable poeta Vicente Gerbasi escribirá por aquellos días del 1945: “La literatura de Don Claudio Vivas nos recuerda sobre todo a Valle Inclán y a Azorín, por ese regusto del lenguaje, por la sencillez y la justeza de la expresión y por ese armonioso sentimiento ] 51 [


campestre, o más bien aldeano, que reconforta y serena el alma al lector”. La edición de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, Caracas, 1956, reúne textos de numerosos entusiastas del libro, muchos de ellos escritos inmediatamente después de su primera edición. No menos emoción la de Juan Liscano: “El autor puede tener la seguridad de que su obra escapa al tiempo. Su acento perdurará en nuestra literatura, y cuando el tiempo haya filtrado las expresiones de hoy, como un eco inolvidable, como una vieja canción tradicional, se escucharán las palabras de ardiente serenidad amorosa con las cuales este libro fue escrito”. Andrés Mariño Palacios, quien deslumbrara con su narrativa audaz, arriesgada, de expresivo aliento, no encontró género literario para esta obra, y calificó sus textos de “crónicas poéticas escritas para el alma, o relatos de amor a la sombra de la serenidad”. Mariño desborda su exaltación hasta la euforia. Sus palabras responden plenamente a su personalidad de arrebatado corazón: “Huellas sobre las cumbres perdurará a través de todas las épocas, está signado por el amor a la belleza. Tiene una voz muy tenue que no decae nunca, se prologa hacia el infinito y se pierde junto al frailejón. Un certero flechazo en el corazón humano son estas huellas…”. No menos arrebatado fue Pedro Pablo Paredes. Helo aquí: “Leyendo Huellas sobre las cumbres he tenido que pensar inevitablemente en Antonio Machado y Azorín, los intérpretes universales del paisaje español. Ellos son tan fieles a su tierra como el autor de este libro a la nuestra y la clásica sencillez de la expresión, la ligereza de los conceptos, la adjetivación afortunada, exacta, hacen ] 52 [


incomparables y personalísima esta prosa. Pocas veces, en nuestros escritores actuales, halla semejante plenitud la belleza”. Al poeta Vicente Gerbasi, insistimos, le llegó muy adentro el libro de Claudio Vivas. El autor de Mi padre, el inmigrante se sintió tocado por el universo del merideño, su don de evocación, su modo cristalino de abordar los personajes del campo, la palabra misma, limpia, de buen curso. He aquí la palabra incandescente de Vicente Gerbasi: “Al igual que cuando nuestra memoria se da a vagar deleitosamente por comarcas que alguna vez recorrimos, deteniéndonos ante ríos, árboles, flores, viviendas, rostros, así hemos deambulado por las páginas de este hermoso libro de Don Claudio Vivas. “Vienen a nosotros días de infancia, paisajes distantes esfumados en sus horizontes por la transparente pluma de la nostalgia, mañanas frescas de rocío en que las tupidas arboledas, el murmurío de los riachuelos y el límpido azul de los cielos, sedimentaban en nuestra alma las primeras experiencias de la belleza, los primeros elementos que habían de contribuir a formar nuestra visión del mundo. “La lectura del libro de Don Claudio Vivas es como el fluir de nuestra propia memoria, como la presencia de nuestro pasado, como la afloración de nuestras más hondas vivencias”. (Revista Nacional de Cultura. Ediciones del Ministerio de Educación, Dirección de Cultura y Bellas Artes, N° 53, noviembre–diciembre 1945). El profesor José Rojas Uzcátegui, miembro del Instituto de Investigaciones Literarias “Gonzalo Picón Febres”, de la Universidad de Los Andes, prologó una edición del libro. Sigamos las palabras certeras de quien fuera disci] 53 [


plinado hombre de letras, metido en libros, en el riguroso estudio de gran número de escritores venezolanos. “Claudio Vivas es un caso especial entre las letras de Mérida: autor de un solo libro publicado, en el que el sentido telúrico que lo impregna es el rasgo definidor de su estro, lo mismo que su sentido del pasado como tiempo mítico que implica paraíso, edén, jardín de las delicias; escritor consagrado por el juicio de varias generaciones de lectores que tienen al pequeño libro, del lírico de Tovar, como un texto ejemplar. Por lo demás, Huellas sobre las Cumbres le asegura a su autor permanencia en el devenir de las obras literarias de Venezuela como texto entrañable que tiene al hombre andino y a su entorno físico y espiritual como el tema de su acendrado lirismo, de su temple escritural capaz de conmovernos lo mismo con la visualización de mayo florido o con el dulce verde de las lejanías, igual que nos hace escuchar el balido de los corderos, el canto de algún pájaro salvaje, o el resonar de las herraduras sobre el empedrado de calles y caminos de la serranía. “Claudio Vivas (Tovar, 1891 – Caracas, 1956) es la voz de un tiempo y una geografía, adánicos, es decir, del edén perdido: ese tiempo y ese espacio quedan para la eternidad en las páginas de Huellas sobre las cumbres, para deleite y añoranza de quienes lo lean ahora y en el futuro”. Claudio Vivas. Huellas sobre las cumbres. Biblioteca Popular Venezolana. Ediciones del Ministerio de Educación. Caracas, 1956; pp. 178.

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SELECCIÓN: Hemos escogido el cuento “Lino, el correo” del libro Huellas sobre las cumbres.

LINO, EL CORREO Su nombre era popular en la comarca: Lino. Su patronímico estaba como de sobra y a nadie importó nunca averiguarlo. Para los cien pueblos y aldeas situados sobre la cordillera, Lino era una tradición. En la comarca, los abuelos habían mentado su nombre en asocio con las palpitaciones de su vida, truculenta en odios y turbulenta en hechos de armas, todo por el prestigio del trapo de colores y por la mayor gloria y grandeza del caudillo. Sus hijos lo asociaron a sus preocupaciones cívicas, a la integración de la unidad nacional y a la incorporación de la montaña a las mismas aspiraciones de la costa y la llanura. Los nietos lo calaron entre sus preocupaciones científicas y artísticas, sociales y políticas, el ruido de las cuales lo extinguió, sin eco. Por todo eso, Lino fue un símbolo. Aquel viejo correo del occidente había recorrido siempre a pie, con su mula adelante cargada de valijas, durante medio siglo seguido, todas las rutas difíciles, abiertas sobre las rocas duras por las propias patas de las bestias de carga y por los pies recios de los soldados sufridos, un día en arrestos de epopeya, otrora en luchas fratricidas por ambiciones míseras. Como al Ashaverus de la leyenda cristiana, le estaba prohibido el reposo y sus ojos vivían condenados al fastidio por la penetración constante del paisaje diuturno. ] 55 [


El hábito de cargar en sus valijas selladas la vida íntima de dos generaciones de hombres y de ideas, le había creado una cabal experiencia, una sensata filosofía y un sutil juicio. Estas dotes podían descubrirse por sus cabellos y su barba blancos, casi nunca recortados; así mismo, por su mirada penetrante, que se tornaba, según las situaciones creadas, de serena en inquisidora; igualmente por su risa suave pero variada en la cadencia, ya festiva, irónica o jovial, según captara el ritmo de la intención ajena. Ducho en achaques de mensajes secretos, bien de aspecto político o sencillamente humano en el sentido llano de la vida, era asaz discreto, tolerante y servicial. Su carriel iba recogiendo por todos los caminos y en la paz de todas las aldeas las cartas “a la mano” que confiaban los comarcanos a la probada seguridad del correo trashumante. Agasajo en cada pueblo, hacienda o caserío, por caciques, por madres y por novias, bien sabía él las razones. Los unos le confiarían recados sigilosos para el jefe, las otras, sabrosas encomiendas para el muchacho que sigue la carrera; y apostaba consigo mismo a que en cada jagüey o aguada donde las mozas llenan sus taparas o sus cántaros de barro, encontraría alguna samaritana sedienta de aguas vivas. Y por sabido se lo tenía que en cada pueblo, por alguna ventana cubierta de tiestos de claveles se le alargaría confiadamente un sobre perfumado, a tiempo que una voz cuchicheadora le indicaría un nombre y una dirección distantes. Viajeros de años jóvenes, en rocín de alquiler y acompañado de Lino, a quien me habían confiado mis mayores, hollaba yo, un día lejano, esas rutas solitarias, con rumbo a la ciudad Emérita y destino a la Universidad de San Buenaventura. ] 56 [


“Dejar el pueblo” apenas por primera vez, implica ir cargado por la pesadumbre de los optimismos espontáneos, sentir la inquietud latente de las convicciones idealistas y soñar con apurruñar bajo otros cielos la gloria o la fortuna para ofrenda de la madre o regalo de la novia. La jornada había sido recia, bajo la pesantez de un sol que unificaba en tonos de aluminio los matices del paisaje y confundía en monorritmos de cigarras los acentos de viento. Pero ya atardecía y el sol caía del modo como declina en las montañas golpe a golpe la luz sobre uno y otro cerro. Y a medida que la claridad se iba diluyendo en cada loma, el ánimo cobraba deseos comunicativos, nacidos del temor que precede a la noche que llega. Medrosos “ambamente”, el correo y yo nos fuimos allegando a la solidaridad con palabras dispersas. Ello en virtud de que ninguna situación acerca como lo hace un viaje a lomo de cabalgadura, la simpatía y la confianza, no importa cuán disímiles sean el campo intelectual o el plano sentimental de los viajantes. Insospechadamente nos hacemos compañeros y honradamente nos prometemos amistad. Para el viejo de la barba blanca, el mozo imberbe era una imagen próxima a desvanecerse en su mirada de cristal opaco; para el muchacho de mirada interior y prematuramente triste, aquella experiencia blanca que lo guió en un camino, cobraría acentuados tonos en su inquietud futura al ser reconstruida por el recuerdo. En un recodo del camino apareció una talanquera; detrás una vereda sombreada de bucares y alfombrada de rojo por las flores caídas; al término de la calleja se miraba un bohío que ofrecía el aspecto de un río entre flores. No importaba mirar la toma de agua que las hacía reventar ] 57 [


pomposamente, porque un murmullo bien destacado entre la algarabía de las paraulatas y la canción del viento permitía presentirla con sus chorros de espumas blancas. Si aquel hogar campesino tenía el pan de cada día, lo afirmaban sin duda la riqueza verde, la opulencia madura, las ubres colmadas, los vellones agobiantes y el múltiple clo–cló. Sementeras, cacaotal, vaquera, aprisco y corral de límites modestos como la ambición de sus moradores, pero propios por derecho al arraigo de heredad y libres como la patria, de la que son principio y término. Si en aquella choza había la paz del alma, lo confirmaba bien Jesús de Nazareth mostrando el corazón lleno de luz en la estampa de colores colocada en la puerta como un símbolo. Trepada en la talanquera, y meciendo las piernas de leche con vaivén que agitaba a la vez el seno púber, estaba una moza entonando la copla de un querer. Seguramente aguardaba, porque al mirar a Lino saltó como una cabrita hacia el correo, quien ya la había columbrado por intuición de hábito. Él la recibió con su risa benévola y su abrazo sin malicia, pronunciando con la voz peculiar a la boca donde faltan los dientes, un nombre como de seda y nieve: ¡Blanquita! Le susurró ella no se qué palabras escondidas, mirándome de soslayo y aprehensiva; le cuchicheó el viejo no sé cuales consejos o noticias, mirándome y mirándola como para darle confianza en el mancebo. La vacilación fue corta y una carta pasó del seno de la niña al carriel del anciano comprensivo. ¡Adiós buenamoza! Gritó el muchacho despidiéndose; ¡Adiós mi niña! Susurró el viejo. Mi saludo apenas tuvo respuesta de ojos satisfechos y agradecidos; el del viejo fue respondido con gran cariño, sin faltar el invariable nombre: ¡Adiós, Lino! ] 58 [


Aquella escena entre dos actores y sin otro argumento que una carta, desató mi fantasía. Disponía yo de los elementos cromáticos y temporarios para un poema; había ambiente oportuno y clima conveniente en la realidad circundante; mi subconsciente encontró debajo de ésta, por la sensibilidad y la intuición, el contenido sentimental. El idilio presunto quedó inmediatamente creado en la realidad subjetiva, por la introspección estética, para el deleite íntimo. Intervenían en el poema volandero y flotante: la muchacha de las piernas de leche y los ojos de café en sazón; un presunto gañán con brazo fuerte y corazón como de cordero; palabras frescas y sabrosas como mojadas por lluvia; ensueños en ronda como el perfume de los cafetos floridos, soplados por el viento, en la noche; y caricias como de pájaros que se frotan los picos o de corderos que se lamen el vellón. Pero mi espíritu inconforme con los elementos de ficción, quería la expresión en forma para un positivo contenido de vivencias. Pero ¿Dónde hallar para el poema el misterio gozoso o doloroso, el dolor vivo o el regodeo de gozo? ¿Cómo infundirle vida con palpitaciones de verdad? ¿Cómo crear la acción de gracia para darle real ser a tan hermosas mentiras? El contenido humano no podía dármelo mi visión subconsciente y debía buscarlo en la realidad constructiva. Inspiradamente pensé en Lino. Él sería el dador de realidad; él, con su conocimiento positivo de la vida de la muchacha, me daría la movilidad para mi creación inerte. Él sería el animador; él podría hacer Miguel Ángel con su martillo golpeando mi Moisés; ¡él pondría el calor del niño dormido sobre mi juguete de cartón! ] 59 [


A mis reiteradas instancias de revelaciones en el sentido de los problemas y situaciones espirituales que mi imaginación se empeñaba en asignar a la sencilla campesina, accedió el viejo a referirme lo poco que sabía sobre la vida de aquella chica ingenua y diáfana. Habíamos culminado la jornada en la posada de “La Venta”, a pie de cuesta. La noche de suyo buena por su silencio generoso, se había puesto magnífica al esplender una luna completa. El clima sentimental clamaba una semilla de ilusión para mis “surcos vivos”. El ambiente espiritual y el real obraban de consuno. Una hebra de luna tendida en el silencio de la noche quieta, puede ser el hijo de Jacob para el ascenso del ensueño. Así habló el viejo: –¡Qué fastidio es usted, niño! Me cuenta ladino que lo curiosió la carta; pero yo vi cuando se quedó lelo mirando a la muchacha, que le gustó más ella que el papel; contimás cuando se le acabó la palabrería en cuanto seguimos arriando. ¡Quebrarse la cabeza por un papel! Palabras que se ponen para no decir lo que se piensa sino lo que buscamos que nos entiendan. Para ver lo que cada uno lleva adentro, es preciso mirarse a la cara y escurrirse por la niña del ojo. Cuando nos hablan, estarse calladitos y moverse apenas para escuchar, pensar lo que nos dijeron antes, yirse adelantadito a lo que nos seguirán diciendo. Cuando nos escriban, ir poniendo por la propia cuenta, al descifrar, lo que se calló el otro. La hoja en el árbol no se mueve sin la voluntad de Dios; pero cuando se cae y se la lleva el viento, se ve bonita en el aire volando como una mariposa. Si la arrastra la corriente, en alguna parte para y sirve de podre en la tierra donde se siembra el grano que da flor, fruto y olor, ] 60 [


si la coge un pájaro en el pico, hace con ella un nido caliente para los pajaritos que cantan por primera vez. Pero los papeles, las cartas, ésos son otras cosas, niño, aunque las llamen hojas. Desde mis buenos años en constante trajín por estos cerros de Los Andes, he llevado más cartas que arenas arrastra el Chama, con ser tan tropeloso. Y que Dios no me tome en cuenta los daños que ellas hayan podido hacer sino los beneficios, porque me sé historias que dan ganas de llorar. ¡Y no me vengan con la inocencia de los papeles! Las palabras salidas de la boca o del plumero son como los pasos cuando nos echamos a andar: sabemos adónde van los pies, pero no contamos con el resbalón en el barranco… Bueno, niño; atino que me estoy poniendo relancino y caduco y que usted está aguardando que lo saque de penas con el cuento de la muchachita. La niña, donde la ve usted, es más cartera que yo el correo. Cuando el mozo estaba aquí en la aldea, apenas me daba ella saludos para “los que pregunten por mí”; pero desde que él se fue, me atisba la pasada desde la talanquera, y siempre le parece que me dilaté mucho. Con ser tuavía tan bonita, lo era más antes de la pena. Una vez me regaló unos lirios muy blancos y unas manzanas muy rosadas, y en tris estuve entonces de cogerle, por confusión de estos ojos ya cegatones, las manos y las mejillas… ¡Dios me libre! Lástima le tengo a la pobrecita porque, a lo que columbro, a su muchacho lo tienen engatusao las mujeres alegres de la ciudad grande. Y se me pone, Dios me quite la idea, que él ya no volverá por aquí, contimenos a coger el arado para uncir la yunta cuando la caña está jecha o cuando el trigal maduro está pidiendo la trilla. Ahora lo que mane] 61 [


ja es la rueda de un carro, y ha de ser usted que con esa perdedora de tiempo se olvida la costumbre del trabajo. Según las malas lenguas, también está cogiendo la bebida y se emborracha con un menjurje que llaman wisque. ¡Tan juicioso como era el muchacho! Tan trabajador y tan formal. Muchas veces hizo junta conmigo hasta el pueblo vecino para vender en el mercado la carga de muchas mulas y llevarle al santo cura las primicias. Da lástima echarle un vistazo a su conuco abandonao y compararlo con el de los cuñaos que se quedaron quietos y contentos en su labranza. ¡Dios nos libre a nosotros de esos automóviles! Si vinieran por acá se perdería la aldea y las buenas costumbres; pero hasta aquí no han de venir, porque para subir estos cerros solamente se han hecho mis piernas y los cascos de mi mula rucia. ¡Se acabó! Ésta es, joven, toda la historia que nada tiene de brujería ni de encanto. Si buscaba algo novedoso, se cayó del rucio. Súbase peñas arriba, por aquí mismito hasta la laguna de Mucubají, y tírele una piedra a las aguas dormidas para que sepa lo que es un encanto. La “geografía espiritual” de la comarca corrigió sus mapas. Colores nuevos marcan rutas más amplias a los hombres y a las ideas; surcos recién abiertos canalizan las actividades del pensamiento y del esfuerzo. El viejo Lino está enfermo del mal imposible del reposo; el vehículo de motor trepó los altos cerros sólo accesibles a sus piernas y a los cascos de su mula rucia, como él expresó aquel día cuando me guió por un camino su experiencia blanca. Colgado a un clavo, junto al mandador de vera con su apéndice de soga, está el viejo carriel, sin una carta. Con la divisa blanca del “Correo Nacional” juega un perro lanu] 62 [


do, de la raza nevada que ganó el procerato en Carabobo con Camejo, el negro fiel, y con Tinjael, el indio leal mucuchisero. A los ojos del anciano, opacos como un cristal deslustrado, se asoman los recuerdos. Evoca las cumbres blancas, que ahora le parecen una montaña de cartas; y pide a Dios que no le juzgue por el mal que ellas pudieron hacer al echarse a andar intencionadas, sino por sus beneficios. Medita el anciano en sus propios conceptos de la vida y comprende que va a dar el paso definitivo del resbalón en el barranco. Pero, con su optimismo de antes, filosofa que su vida es una hoja caída, destinada a convertirse en podre útil para la germinación del grano que da la flor de olor y el fruto de miel. Más sutil, piensa que su hoja caída la tomará un pájaro en el pico y le hará nido, donde revienta el trino, cuando el gallo menudea, en la alegría del alba. Blanquita, Laura, Clara y Salomé… Mozas campesinas de las piernas de leche y la tez de manzana; muchachas buenas como la miel y el pan; muchachitas ingenuas y diáfanas, de los sueños en ronda como la fragancia del cafetal soplado por el viento, en la noche: a vosotras que permanecéis sin mudanza como la luz de la vida, a vosotras importa la parte sentimental de ésta verdadera historia de Lino, el correo. El viejo Lino hace ya muchas lunas y el tiempo de muchas cosechas que no asoma en la cumbre con su mula adelante. Ni se alarga su sombra con “el lírico lucero de la tarde”, ni se escucha en la noche “el galope largo por el campo en luna”, de su mula rucia. Es inútil vigilar desde la talanquera, entonando un querer; ni esperar en el jagüey, hablando con el agua; ni atisbar en la ventana, por entre la maraña de claveles. ] 63 [


El nuevo correo andino no tiene la faz venerable, la barba blanca, la sonrisa franca y el corazón de pan y miel de Lino. ¡Qué pesar! ¡Es el “Camión–Correo”! El viejo correo andino ha muerto en Caracas de pobreza y abandono, bajo un puente. Dio su paso definitivo y resbaló en el barranco de la miseria. ¡Fue su paso en falso! Como el otro, el del cuento cuando me guió por un camino su experiencia blanca, también él desintegró la aldea. La ilusión y el engaño empujaron ilusoriamente sus pasos hacia la gran ciudad, más allá de los cerros, y se borraron sus huellas sobre las cumbres. El vórtice se tragó su dicha, que era buena. ¡La vorágine silenció su nombre, que era un símbolo! (pp. 27–37) Vivas, Claudio. Huellas sobre las cumbres. Editorial Solar. Mérida, 1997.

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Berti, José (1891–1960)

Escritor, novelista. Nació en Tovar, el año de 1891, donde transcurrió su juventud. Inició estudios de Ingeniería en la Universidad Central de Venezuela, los cuales abandona cuando acaba de cumplir los veinte años y, con singular audacia y sin que se tengan más noticias de su vida, se interna en la selva de Guayana. Después de medio siglo, para sorpresa de familiares y amigos que le suponían fallecido, reaparece en Caracas con abundantes recursos económicos provenientes de sus actividades de explotación minera y su rica producción literaria que lanza a la luz pública bajo los títulos: Hacia el Oeste corre el Antabare (cuatro relatos y una novela), Espejismo de la Selva (novela cauchera), Oro y Orquídeas (novela de ambiente minero), El Motor Supremo (relatos autobiográficos que recogen su larga peregrinación y su vinculación con el entorno selvático y su vinculación con las etnias autóctonas),y abundante documentación sobre sus aventuras, que le sirvieron posteriormente para sus publicaciones en diarios y revistas. La Paragua, en la zona amazónica, fue su centro de operaciones comerciales, donde formó hogar con una preciosa indígena que le acompañó por el resto de sus días. Visitó a su Tovar nativo donde fue objeto de agradables manifestaciones de admiración y cariño. Allí se levantó una estatua y una plaza lleva su nombre. La crítica literaria ] 65 [


de la época lo calificó como uno de los grandes novelistas latinoamericanos de su generación. Murió en Caracas en 1960. (pp. 24) Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. OBRA NARRATIVA: Hacia el oeste corre el Antabare. Caracas, Tip. Garrido, 1945, pp. 210 (Cuatro relatos y una novela). Espejismo en la selva. Caracas, Edics. Fragua, 1947, pp. 254 (Novela). Oro y orquídeas. Caracas, Edics. Fragua, 1955, pp. 306 (Novela) El motor supremo. Madrid, Edit. Plenitud, 1957, pp. 298 (Novela) CRÓNICA: En 1941 José Berti se dio a conocer con la publicación de un cuento titulado Los Chácaros, en la revista Elite. Dos años después en la misma revista Elite y en Billiken publica otros cuentos. Luego vendrán, a partir de su experiencia en la selva, sus obras de mayor significación. Entonces, algunos de sus relatos serán publicados en el diario El Heraldo. A su primer libro, Hacia el oeste corre el Antabare (1945), le siguen: Espejismo en la selva, (1947) (Novela); Oro y orquídeas, (1955), novela que incursiona en la búsqueda y explotación del oro en el sitio de Parapapoy, en la selva guayanesa, “adonde sólo llegan los arecunas”. Y en 1957, la novela El motor supremo, editado por Editorial Plenitud, Madrid. En el camino quedó sin editar un libro al que ya ] 66 [


le había puesto título, Cuentos de la montaña, y que reuniría los cuentos publicados en revistas y periódicos. Autor desconocido en nuestros días del 2013. Desconocido ahora como poco leído en los años cuarenta y cincuenta, cuando fueron publicados sus libros. Sin embargo, estamos frente a una obra de cuatro títulos, de gran frescura y calidad literaria. Todos ellos ubicados en el sur del país, en un mundo también inexplorado en aquellos años. Obra que tuvo menguada crítica y escasa acogida del público lector. En el número 53 de la Revista Nacional de Cultura, noviembre–diciembre de 1945, Oscar Rojas Jiménez escribió una nota crítica sobre el primer libro de Berti, de sugerente título, atractivo: Hacia el oeste corre el Antabare. Escribió Rojas Jiménez: “Con prólogo del escritor Walter Dupouy y una nota preliminar del autor, publica el escritor José Berti su primera obra integrada por cuatro relatos y una novela corta que lleva por título ‘Menquí’. Antes de hacer un análisis de este hermoso libro cuyos principales personajes son los anchos, rumorosos, misteriosos ríos de la Guayana venezolana, cabe lamentar que Berti no hubiese separado los relatos de la novela y hacer de esta última una obra de aliento, con verdadera contextura de novela, y así tuviéramos hoy la obra clásica de nuestra selva. El estupendo material recogido por Berti; el ambiente hondamente vivido por este escritor y minero con treinta años de residencia en la Guayana, le dan suficientes credenciales para que su libro se lea con interés. “En los relatos que en nuestro concepto es lo mejor del libro en estilo y contenido, está presente una gran escritor que de haberse consagrado exclusivamente a novelar, hubiera alcanzado con ventaja la fama de que hoy goza ese ] 67 [


gran poeta y novelista, autor de La Vorágine, que en la vida se llamó José Eustacio Rivera. Mito y realidad se conjugan armoniosamente en los relatos de Berti para darnos como resultado una dulce y triste poesía que es la vida misma, anónima y sufrida, del indio Arekuna. Allí están ellos, en el cruce de los grandes ríos o en el fondo de la selva milenaria llevando vidas miserables bajo sus cobijos de palma; acechados por Canaima, el Dios del mal, que en forma de un inmenso negro o de un animal monstruoso, mantiene sus vidas bajo férulas implacables. Después de las orgías que celebra el Arekuna con harta frecuencia, como para fugarse del dolor, de esa triste realidad que los rodea, llega entonces Canaima más implacable que nunca”. Cuarenta años después de su primera publicación, el Ejecutivo del estado Mérida, en el N° 6 de la Colección Coliseo, Inmeca, realiza una segunda edición de Hacia el oeste corre el Antabare. El prólogo lo firma Enrique Plata Ramírez, ensayista, profesor de la Universidad de Los Andes, con fecha septiembre de 1994. Leamos: “En la presente obra es bastante difícil precisar con certeza, como verá el lector a medida que vaya penetrando en su lectura, dónde termina la realidad para dar paso a la fantasía. Porque toda ella está entretejida de pasajes llenos de la maravillosa magia selvática y de sucesos teñidos de la más cruda realidad, que ponen al desnudo la vida venezolana de esa azotada porción de nuestro territorio. En “Estudios Americanos”, Revista de la Escuela de Estudios Americanos de Sevilla, N° 5 Vol. 11, enero de 1950, Francisco de Cossio y Corral escribió sobre Hacia el oeste corre el Antabare y Espejismos de la selva: … “nos descubre en estos dos libros un mundo fabuloso, lejano en la distancia, pero presente en el tiempo, un mundo de le] 68 [


yendas y realidades que se confunden en la visión del que ha vivido sus relatos. Frente a la quimera que envuelve la selva venezolana, con su oro y su caucho, oro negro también, él nos advierte de sus espejismos ofreciéndose como espejo de lo que ha visto y ha vivido hasta triunfar, aunque más interesante, aunque lo que nos advierte, sea la poesía que nos refleja”.

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SELECCIÓN: Hemos escogido “El crimen de Uay Merú”

EL CRIMEN DE UAY MERÚ (*)

A Walter Dupouy

Para el viajero que hace sólo veinte años navegaba por las turbulentas aguas del Carao. Una vaga aprehensión le oprimía el pecho al aproximarse a la apartada y brumosa catarata de Uay Merú, situada en frente de la inmensa mole del Auyán Tepuí, al pie de los gigantescos picachos que limitan la majestuosa sierra por el oeste; un espacioso remanso se dilata a la caída de la catarata, y las aguas, violentamente despeñadas, se encrespan y se coronan de blancos copos de espuma, que giran y se desmenuzan en los raudos remolinos. Al pie del salto en la margen izquierda del río, en medio de la espesa y enmarañada selva, un moriche solitario yergue su esbelto y airoso penacho de palmas; la particularidad de que la elegante palmera vegete sola en aquel arbolado desierto, dio origen a que se designara el salto con el nombre de Uay Merú, que en lengua arecuna significa el Salto del Moriche. La catarata sólo tiene dos metros de altura; pero al chocar sus aguas contra las rocas, originan un conjunto y monótono fragor, que es la única señal de vida, en medio de la tétrica y callada soledad. A orillas del remanso, en una blanca playa, salpicadas de negros peñascos un frondoso caruto retrata su silueta gris en las turbias aguas del río; y una de sus ramas, tronchada por la estruendosa explosión de un cartucho de dinamita, recuerda que es el mudo testigo de una horrible ] 70 [


tragedia; allí perecieron, asesinados por los indios que le servían de bogas y guías, dos estadounidenses que se dirigían a Camarata, en busca de un oculto tesoro. Mucho se habló en La Paragua acerca de aquel drama sombrío, pero los informes eran contradictorios y los detalles del macabro suceso permanecían envueltos en un impenetrable misterio. Una feliz casualidad nos dio la oportunidad de conocer los pormenores y las causas del espantoso crimen. En el año de 1922 me dedicaba a la explotación del balatá en las selvas que circuyen al Auyan Tepuí; la choza donde habían instalado el depósito de víveres y mercancías estaba situada en un claro del bosque, en el confluente del Carao y el Acanán. En aquella época los aborígenes que habitaban las márgenes del Carao y sus afluentes eran completamente salvajes; para llegar a nuestro rancho tomaban nimias precauciones, a pesar de que procurábamos atraerles e inspirarles confianza, haciéndoles dádivas de abalorios y otras brujerías. Pacientemente, logramos que se interesaran en la explotación del balatá, y les halagaba que les pagáramos la goma en moneda de oro, inglesas y americanas, con las cuales iban a Demerara a comprar pólvora y escopetas, que adquirían allí a precios con los cuales no podíamos competir. Caicusé (El Tigre), uno de los asesinos de los americanos, vivía cerca de Camarata; pero, malicioso, como lo son todos los indios, se abstuvo de ir a la Estación de Acanán, nombre con que era conocido nuestro campamento balatero, por temor de que pudieran hacerle preso. Con la temporada de lluvias terminaron las faenas balateras de aquel año, pues el látex de la preciosa butífera no fluye durante la estación seca. Todos los obreros regresaron a La Paragua, excepto cuatro y los cuatros bogas ] 71 [


indios, muy hábiles y prácticos en la peligrosa navegación del Carao y el Caroní, con los cuales había de emprender mi regreso a La Paragua. Como quedaba un excedente de mercancías, resolví ir a Camarata a realizarlas a precios de costos, pues llevarlas a La Paragua representaba un gasto considerable si tomabas en cuenta, que de La Paragua a la Estación de Acanán se invertían quince días, quince penosas jornadas, salvando innumerables obstáculos, saltos y rabiones, y desafiando toda suerte de peligros. Llegamos a Camarata en una fresca y despejada mañana de febrero, después de dos días de feliz navegación por el río Acanán, a cuyas orillas, después de atravesar un angosto boscaje, se dilata el pintoresco caserío. La sabana de Camarata, surcada por elegantes filas de susurrantes morichales, ofrece un admirable y espléndido panorama; el inconmensurable la rodea por todas partes, excepto por el norte, donde se elevan los más altos picos del Auyán, inmenso atalaya desde el cual contemplaba Mabarí los dilatados espacios donde se agitan en continua lucha los infelices mortales; por el sur, limitan el horizonte los lejanos y azules picachos del Apradá. En aquellos años había en Camarata una treintena de casuchas, techadas con palmas cuidadosamente entretejidas, cónicas, y esparcidas sin concierto en las sabanas; las destinadas para dormir estaban herméticamente cerradas con paredes de barro y cañas y sólo tenían un boquete para entrar. La necesidad de preservarse de las insoportables picadas de los zancudos les obligaba a dormir hacinados en aquellas obscuras y calurosas habitaciones, campo propio para la propagación de epidemias y enfermedades contagiosas. Los indios no querían deshacerse de las monedas de oro, las cuales tenían destinadas para sus compras de ] 72 [


Demerara; pero me dijeron que si yo permanecía dos semanas en Camarata, irían ellos a explotar un purgual (en Guayana se conoce el balatá con el nombre purguo) que sólo distaba una jornada de allí, para comprarme con su producto el remanente de mercancías. Asentí, y los obreros que me acompañaban se entusiasmaron y partieron con ellos. Quedé en Camarata con los indios que formaban la tripulación de mi piragua; el patrón, llamado Yacoy, estaba a mi servicio desde hacía tres años y actuaba como intérprete. Como mi visita había sido previamente anunciada, se habían hecho preparativos para una fiesta. En el centro del caserío se destacaba la casa grande, llamada así por ser la mayor de todas; era ovalada y sólo tenía dos portezuelas en sus extremos por las cuales entraba escasa luz; allí vivían varias familias, cuyo número era fácil contar, pues había tanta familia como fogones, cuya tenue luz es la única iluminación que ellos disponen. En el centro de la choza se eleva un grueso madero vertical, sobre el cual se apoya la techumbre, y, dando vueltas alrededor de ese madero, al compás de monótonos cantos y al son de rústicos tamboriles hechos con pieles de araguatos, es que se bailan las típicas danzas arecunas. Al pie del madero había dos grandes artesas rebosantes de cachiri, bebida espirituosa muy embriagante y alimenticia; una india vestida con el elegante y sugestivo traje de nuestra primera madre era la encargada de distribuirla. El baile empezó por la tarde, se prolongó durante toda la noche y continuó el siguiente día; acudieron los indios que moran en los contornos, y al amanecer estaban todos borrachos. Era tal la algarabía y tan extravagante el espectáculo que presentaban aquellos seres, girando, des] 73 [


nudos, entorno del madero, iluminados por la pálida e incierta llama de los fogones, quedaba la ingrata impresión de hallarnos ante una de las espeluznantes estampas con que Doré engalanó la «Divina Comedia». El potorú, jefe de los camaracotos, era conocido con el nombre de Colorao, quizás por el color broncíneo de la piel, y vivía a escasa distancia de la casa grande; como a las diez de la mañana llegaron dos indios y hablaron con Yacoy; en seguida se me acercó Yacoy y me dijo: –Capitán Colorao quiere que tú vaya a la casa. –¿A su casa? ¿A qué? – Le pregunté. –A comé cumachí. Llegamos a la casa de Colorao; sentadas en el suelo, al lado del fogón que a cada una le corresponde, estaban las cuatro mujeres del capitán. Debemos advertir que los arecunas son polígamos y pueden tener las mujeres que estén en capacidad de mantener, aunque generalmente ocurre que los perezosos son los que más mujeres tienen. En cuclillas, en redor de una tosca olla de barro llena de caldo de ají y rodeada de trozos de cazabe se hallaban Colorao y dos indios que me eran desconocidos; a penas hube entrado me invitaron a comer y una de las indias me obsequió una totuma colmada de chachirí. –¿Quiénes son esos indios? –le pregunté en voz baja a Yacoy. –Caicusé y su papá. –me contestó. Súbitamente vino a mi memoria el recuerdo del crimen de Uay Merú; disimuladamente, eché un vistazo a los dos extraños personajes y, contrariamente a lo que había supuesto, Caicusé era un indio de buen porte, alto y fornido; tenía bigotes y velludas las piernas, cosa muy rara entre los indios. Tanto Caicusé como su padre, estaban bien ] 74 [


armados, con arcos, flechas, escopetas de dos cañones y amolados machetes. Colorado se dirigió a mí y Yacoy tradujo: –Caicusé viene a buscá a ti pa que vaya a parrandiá a su casa. –¿Dónde queda la casa? –le pregunté. –En Royatapó, a orillas de Unarima. Recordé que el Unarima nace en el Auyán y desemboca en el Acanán, aproximadamente a dos kilómetros, aguas abajo, del puerto de Camarata; pero confieso que me inquietaba la presencia de Caicusé; así es que me apresuré a contestar: –Dígale a Caicusé que siento mucho no poder ir hoy a su casa, porque me duele la cabeza; pero que dentro de dos o tres días tendré el gusto de hacerle una visita. Caicusé replicó enseguida: –Tú tener que ir, porque fieta e pa ti; ayá toro lito esperando a ti. La insistencia en que debía seguirles me preocupaba; medité un instante, y comprendí que era inútil oponerme pues estaba solo, rodeado por más de cien indios; de manera que era forzoso tirar los dados y confiar en Dios y mi buena suerte. El camino de Royatapó era un estrecho sendero que se orientaba directamente al Auyán Tepuí; marchábamos en fila india; el primero era Cauicusé; le seguía su padre; un viejo de arrugada piel y cabellos negros; enseguida el capitán Colorao; Yacoy y yo. Caicusé disparaba las saetas para que cayeran al borde del camino; al pasar las recogía y las volvía a disparar y repitió esta operación durante todo el trayecto; comprendí que intentaba hacerme una demostración en su destreza en el manejo del arco. Ya ] 75 [


muy cerca del pie de Auyán, el camino torció a la derecha, y entramos en un bosque por una angosta trocha; pasamos el Unarima por un puente formado por el grueso tronco de un araguaney y llegamos a Royatapó, dos casas a orillas del Unarima, en medio de un campo de yucas, ajíes y bananos. Las chozas estaban repletas de indios; el capitán Colorao quien era Piatsán, inauguró el baile con la danza Mabarí, que tiene un carácter religioso. Me tranquilizó un tanto la cordial acogida que me dispensaron las hermanas de Caicusé, quienes eran las repartidoras de las bebidas. A las cuatro de la tarde le dije a Caicusé que ya era hora de regresar a Camarata; pero me contestó con la mayor frescura que yo no podía irme hasta que no terminara la fiesta; le objeté que había dejado la hamaca y la linterna eléctrica en Camaratá, pero me ofreció proporcionarme lo que pudiera necesitar. Pensé aquel momento que la obsequiosidad de las hermanas de Caicusé era inspirada por el avieso deseo de emborracharme; pero ya no era posible retroceder en aquel camino, y empecé a beber sin medida. A las diez de la noche me llamó Yacoy al patio; era noche de plenilunio; la luna brillaba calladamente en medio de un cielo despejado y sereno; su suave luz iluminaba las empinadas cimas del Auyán, que refugian sobre nuestras cabezas con indecible encanto y esplendor. Los indios, varones y hembras, estaban sentados en el suelo, formando corro y en el centro, sentados en banquetas estaban Caicusé, su padre, Yacoy y el potorú Colorao. Me invitaron a sentarme a su lado en una banqueta. El enigma se aclaró; Caicusé había rehuido de presentarse en la estación a Acanán por temor de que pudieran hacerle preso; pero cuando supo que me hallaba solo en ] 76 [


Camarata, pensó que era la ocasión propicia para justificarse sin temor a ser aprehendido; de manera que me hicieron los preparativos para la fiesta y fue con su padre a invitarme, para luego hacer la relación detallada de las causas poderosos que lo indujeron al asesinato de los extranjeros; reunidos en la posición que hemos indicado, Caicusé empezó el relato, que Yacoy traducía. A principios de 1914 llegaron dos norteamericanos a San Pedro de las Bocas e hicieron solicitud de bogas y guías para continuar viaje hacia Camarata; se decía que los americanos poseían el plano de un tesoro que yacía enterrado en las cercanías de Camaratá; sin duda alguna, proyectaban una exploración de minas, pues llevaban las herramientas que se utilizan en esa clase de labores: barras, picos, palas, bateas y una caja con cartuchos de dinamita. Los vecinos de San Pedro le recomendaron al capitán Raimundo, indio semicivilizado, que residía en el salto de Tayucay, sitiado a cuatro jornadas de San Pedro, río arriba. La expedición salió de San Pedro con dos curiaras pequeñas; la componían los dos americanos, el capitán Raimundo y tres indios recién venidos de Camaratá, llamados Caicusé, Casilva y Ereimón, a quienes contrató Raimundo para el viaje. Uno de los americanos era ya entrado en años; de mediana estatura, gordo, y gastaba larga barba, entre canas; el otro era joven, alto, delgado, de azules ojos, y hablaba medianamente el castellano. El Viejo no conocía ni una palabra de nuestro idioma; como no recordamos sus nombres, les llamaremos como hacía Caicusé, el Viejo y el Joven. Pintar los peligros de la navegación por el Caroní pudiera parecer hiperbólico; pero todo cuanto se diga es ] 77 [


pálido ante la realidad. Desde las primeras jornadas se hizo patente que el Joven era impaciente y colérico; a cada momento insultaba a los indios tildándoles de flojos y haraganes; no les permitía atracar sino a las seis de la tarde, sin elegir sitio, y sin darle tiempo necesario para preparar la comida y construir cobertizos de ramas para guindar los chinchorros al abrigo de la lluvia. Los americanos llevaban cómodas tiendas de campañas y potes de conservas alimenticias; el Joven comía tranquilamente, sin tomar en cuenta que los indios tenían más necesidad de alimentos que ellos; el Viejo era compasivo; no se sentaba a comer sin llamar previamente a los indios, por señas, y ofrecerles parte de su ración. Cuando llegaron a la desembocadura del Carao, era ya bastante crítico el desacuerdo entre el Joven y los indios; y se agravó la situación cuando, cuatro días después, llegaron a las tres de la tarde al raudal de Cuimapá, en el Carao, y los indios manifestaron su decisión de pernoctar allí, porque estaban cansados; el Joven se enfureció y dio un violento empellón a Raimundo. En la mañana del siguiente día le dijo Raimundo al Joven que, para evitar inconvenientes, habían resuelto regresar a Tayucay en una de las curiaras y les dejaba la otra para que ellos continuaran, solos, su viaje a Camaratá; el Joven dio un salto encolerizado; agarró a Raimundo por el cuello, le sacudió brutalmente y, poniéndole en el pecho el cañón de un enorme revolver le gritó: –¡Usted me lleva a Camaratá o lo mato! –Sí; te yevamo– contestó Raimundo, forcejeando por desasirse de la hercúlea mano del americano. Se embarcaron y continuaron viaje; apenas hubieron salido del puerto, le dijo Raimundo a sus compañeros: ] 78 [


–Donde acampemos esta tarde tenemos que matar a ese perro rabioso. Mientras remaban, los indios, hablando en su idioma, que era completamente desconocido para los americanos, convinieron en que era forzoso eliminar al Joven; en cuanto al Viejo, todos le estimaban y opinaron que no le matarían. Poco después de haber subido el raudal de Tabayurén, que es muy largo y de impetuosa corriente, llegaron a la diminuta playa situada al pie del Uay Merú. Aunque sólo eran las dos de la tarde, el Joven quizá arrepentido de la actitud que había adoptado en la mañana, resolvió pernoctar allí. El Joven guindó la hamaca bajo los árboles, encendió la pipa y se tendió cual largo era. El Viejo hizo fuego y puso una cacerola sobre tres piedras, para preparar té, al cual era muy aficionado. De los indios, los más jóvenes, Casilva y Ereimon, tuvieron miedo y no quisieron presenciar la escena; se embarcaron en una de las curiaras, atravesaron el río y guindaron sus chinchorros al pié del moriche, en la ribera opuesta. Raimundo y Caicusé habían cargado las escopetas como para matar danto o tapir que es el animal más corpulento de la fauna guayanesa; el Joven fumaba su pipa con los ojos entornados, cuando Raimundo le disparó la escopeta a boca de jarro; el americano dio un colosal salto profiriendo un espantoso grito, y cayó de espaldas; al ver el Viejo que su compañero había sido asesinado sacó el revólver que llevaba al cinto y disparó contra Raimundo; acto continuo, disparó Caicusé, y el viejo dejó caer el revólver y se llevó las manos al abdomen; enseguida, tambaleándose, el Viejo se encaminó a la caja de dinamita, sacó un cartucho, ] 79 [


prendió la mecha con tizón y, al apoyarse en el tronco del caruto para lanzarle la dinamita a los indios le estalló en la mano; su cuerpo se desplomó horriblemente mutilado. Al llegar a este punto de la narración, interrumpieron todas las indias para decir que en Camarata se había escuchado el estruendo de la explosión, que retumbó estrepitosamente en los profundos antros del Auyán. La explosión de la dinamita tronchó la rama más vigorosa del caruto, como un designio del Eterno, para que se irguiese por muchos años cual mudo testigo de la luctuosa tragedia. El disco del sol, envuelto en rojo manto de nieblas, se hundía detrás de los altos picos del Auyán e iluminaba con sus postreros destellos los ensangrentados cuerpos de los atrevidos exploradores, que luego dormirían el sueño eterno bajo el dosel de la selva inmensa, en medio de aquellos tétricos parajes donde jamás una mano piadosa colocaría una flor sobre su tumba! (pp. 61–69).

(*) Uay Merú (“Salto del Moriche”), es una catarata que se precipita en el río Carao, frente al Auyán Tepuí. Berti, José. Hacia el Oeste corre en Antabare. Relatos de la selva de Guayana. Ediciones Ejecutivo del Estado Mérida, 2da. Edición, Mérida 1995.

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Spósito, Emilio Menotti (1891–1951)

“Abogado, escritor, periodista, poeta, mineralogista, impresor, oculista y explorador. Nació en Mérida el 13 de enero de 1891. Su oposición política al régimen imperante, le causó algún tiempo en prisión en el castillo de San Carlos, del Estado Zulia. Recorrió a pie y a caballo la mayor parte del territorio nacional, explorando las minas de mercurio de Carora y las reservas minerales de los riscos cordilleranos. Fundó y dirigió los periódicos “Ecos de los Andes”, “Desde la Sierra”, y las revistas “El poeta andino”, “Motivos Venezolanos”, “La Voz Municipal”, “La Cordillera”, y “Biblos”. Publicó en prosa Cantos Bárbaros (poemario reimpreso en varias ediciones); Motivos lugareños, Confesiones de un prófugo, Apostillas históricas e infinidad de folletos sobre temas políticos, sociales y culturales. Fundó su Librería Venezolana en Caracas y en su Mérida nativa. Se distinguió por su talento, espíritu convivente y extraordinaria capacidad para la cordialidad y la bohemia. En uno de sus versos escribió: “Me gusta ser así: sencillo y fuerte, como el árbol que nace en la montaña, –sin saber del ayer, ni del mañana– esperar otra cosa que la muerte”. De este merideño de excepciones se ha dicho con justeza: “Multiplicado hasta la saciedad en su quehacer, se hizo erudito, sin perder jamás gruesa porción humana y su agresivo escribir de provincia limpia”. ] 81 [


(…) “Mariano Picón Salas cuando en su juventud abandonaba a Mérida con rumbo a Chile, se despide de su querido Emilio diciéndole: “No es tan sólo la cordialidad y el estímulo que usted como un Hermano mayor repartían en sus libros, sus efusivas palabras, las colaboraciones que nos cedía para nuestros periodiquitos escolares y el hospitalario entusiasmo encontrábamos junto aquella ventana que mira al Albarregas. Es el ejemplo de algo más profundo como la inconformidad que usted sembró en nosotros: inconformidad que siente la vida y el arte sin el optimismo de los tontos o de los demasiado llenos, sino como combate y aventura por algo mejor; como un proceso siempre abierto en que el hombre quiere inscribir aunque le duela su peculiarísimo y veraz testimonio. Con la fraternidad de hoy y de aquéllos días, le abraza a su compañero”. Y cuando la Asamblea Legislativa del estado, en ocasión de rendirle homenaje a su memoria el 21 de enero de 1991, el orador de orden, escritor e historiador Alfonso Ramírez Díaz, consignó esta gran verdad: “No sólo fue el vate de su pueblo. Fue una síntesis de su pueblo mismo: padeció cárcel, vejamen y pobreza. Hasta su muerte de indigente en el hospital que rehusaba admitirlo, hace de él un Juan crucificado. Como Juan Bimba, era humilde, aunque mordaz; y como Juan Bimba, brindó con sus amigos; y como Juan Bimba, declinó los honores en favor de los que gustan de boda de plata y otros metales”. Murió en 1951”. pp. 147–148. Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001.

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OBRA NARRATIVA: Motivos lugareños. Apostillas históricas. Mérida, Librería Venezuela, 1930, 102 pp. Narraciones, anécdotas históricas y dos discursos. BEM Confesiones de un prófugo (Del diario íntimo de un maestro de escuela) Caracas, tip. Americana, 1937, 72 pp. Diario novelado. BEM

CRÓNICA: En el número 66 de la Revista Nacional de Cultura, 1948, Humberto Rivas Mijares escribió una reseña sobre Confesiones de un prófugo (Del diario íntimo un maestro de escuela). El libro había sido publicado en segunda edición, el año 1947, Mérida, diez años después que fuese publicado en Caracas. Los comentarios de Rivas Mijares se ajustan a la propuesta de Menotti Spósito. Su acercamiento a lo popular, al modo venezolano campechano, espontáneo y jovial. El estilo fácil, diáfano, familiar. De rigurosa austeridad. He aquí la reseña de Rivas Mijares: “Con la fórmula un tanto ingenua y muy antigua de suponer el hallazgo de algún empolvado manuscrito, se abre este volumen de crónicas sociales venezolanas, por las cuales circula caudalosamente la más pura substancia popular. “Menotti Spósito es, sin duda, un magnífico sostenedor de la tradición de este género en nuestro país. Y lo reafirma en este libro, fresco, limpio, que tiene el mérito, sobre el antiguo artículo o cuadro de costumbres, de ser menos episódico y de lucir una admirable simplicidad de medios. ] 83 [


(…) “El estilo es fácil, jugoso, de sorprendente sencillez, coloreado de un suave y agradable humorismo criollo y abundante venezolanismo que cobran nitidez y sonoridad de moneda hermosamente troquelada”. El ejercicio de vida de Menotti Spósito se correspondía con su palabra consejera. Maestro, conciencia patriótica y cívica –palabras de Humberto Tejera–, orientado “hacia la única ciencia social positiva: la fraternidad con los que han hambre y sed de justicia”. Por la misma vía –añadimos– cursaba su trabajo de escritor. Sabiduría, humor, gracia en la escritura le acompañaron a lo largo de su trabajo intelectual.

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SELECCIÓN: Hemos escogido algunas páginas de Confesiones de un prófugo.

CONFESIONES DE UN PRÓFUGO (El diario íntimo de un maestro de escuela)

Mayo de 19… San Juan tiene doscientos habitantes, desparramados a lo largo de ambas orillas del río caudaloso, que nace en plena serranía de los Andes. Las casas que los albergan no pasan de medio centenar, casi todas cubiertas de tejas. Entre estos rústicos no se conocen las uniones irregulares, ni el uso del dinero, ni los estimulantes alcohólicos. Por lo cual, a pesar de tener la aldea unos cincuenta años de vida, aún no registran sus anales el primer hecho de sangre. Ya quisiera yo hallar, entre los pueblos que se dicen civilizados, una circunstancia semejante. El más anciano de la tribu es el jefe, a quien todos respetan y acatan. Le llaman el Mayor. Poseen una sola iglesia para rendir culto a la divinidad: el cielo. Y un sacerdote infalible y divino: la conciencia. Mayo de 19… Una vez, recién fundada la colonia, –me cuenta el loco Antonio, mi vecino–, llegaron unos señores a San Juan Bautista. Venían de la ciudad, a solicitar caucho. Y en efecto, selva adentro, hallaron inmensos cauchales, con matas de sarrapia y de vainilla, esa hermosa orquídea de los perfumes exquisitos. ] 85 [


Los sanjuaneros extremaron sus atenciones hacia aquellos personajes, facilitándoles peones, cabalgaduras de repuesto y alimentos. Satisfechos de su exploración, con una halagadora perspectiva comercial y un kilo de caucho, regresaron a la ciudad. Pero no quisieron despedirse de sus anfitriones sin ofrecerles la recompensa: –Ustedes necesitan vías de comunicación, pues están muy alejados de los centros de consumo. Nosotros vamos a influir con las autoridades de Mérida para que les hagan un buen camino. Los aldeanos se miraron unos a otros como sorprendidos. Al fin, el Mayor habló: –Bueno mis dotores, nosotros apreciamos la buena voluntad, y les agradecemos mucho la visita. Pero por lo más que ustedes quieran, mis dotores, no digan allá nada de caminos. Nosotros estamos bien así… La sociedad de explotadores de Caucho se disolvió a los pocos días. Produjo un kilo de goma de muy buena calidad. (…) Mayo de 19… ¡Este loco Antonio! Si no fuera por su buena compañía, por sus charlas diarias, de tardecita, al soltar los escolares, y por el afecto sincero que me demuestra, ya hubiera, desde cuándo, empacado mis bártulos y abandonado para siempre estos lugares angostos, insensatos. Las charlas del loco Antonio y algunos buenos libros, me retienen aún en San Juan. Y mi santa resignación de fracasado. El loco Antonio es merideño y aprendió a leer y escribir y hacer números en la escuela del viejo Zerpa, cuando ] 86 [


se enseñaba con férula, con amor a la instrucción y con vergüenza. La gramática parda la aprendió nuestro héroe en las mil y una peripecias de su vida pintoresca, de mozo de aventuras. Con los rudimentos aprendidos en la escuela, antes de los quince años, Antonio sentó plaza de pulpero, en Mucuchíes. Al principio no lo quisieron los del gremio, colosos del forastero. Se hizo amigo del señor cura; y poco a poco, al lento correr de los días, un salido manso, una sonrisa a tiempo, un servicio oportuno, le franquearon la amistad de sus colegas mercuriales. A los pocos años era propietario de tierras y cosechero de trigo. Aprendió el modo de enriquecerse con el sistema del duplo, a costa de la ignorancia y con la eficaz ayuda del jefe civil y del aguardiente de caña. Cuando un indio de posibles moría, ensillaba el rucio y se iba derechito a la casa mortuoria. Y después de dar el pésame a los deudos, con las frases más dulces de su repertorio bodeguil, entraba en campaña: –Ya lo saben, mis amigos, lo que necesiten. Manden a la pulpería por los corotos. Yo quise mucho a mano Pancho. El pobre, era tan bueno… Y ya echado el anzuelo, lo demás era obra de paciencia… y salivita. Mayo de 19… En materia de avaros, conocí uno en mi pueblo. No le daba un grano de maíz ni al gallo de la Pasión. Era de aquellos que, según Quevedo, por no dar no dan ni las buenas tardes. No perdía ocasión de explotar al prójimo, ni perdía tampoco función de iglesia. Con lo cual ganaba mucho en ] 87 [


concepto social, y, a la vez, hacía algunos buenos negocitos. El malandrín de marras sabía que sus deudores, si no los encontraba en la calle, pues le huían como al demonio, ni en sus casas, donde solían esconderse, sí podía hallarlos en el recinto sagrado. Localizada la pieza, de un salto se le colocaba cerca. Y no era posible escapar. De hinojos, contrito y fervoroso, Don Casildo, halando al campesino por las faldas del paltó, fulminaba su demanda, en un rezo gangoso que la víctima oía distintamente: –Tenés que pagarme, vagabundo. El pan nuestro de cada día. Si no, te voy a llamar a la Jefatura. Dánosle hoy. No seas tramposo, mirá que te serví a muy buen tiempo. Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Amén, Jesús. Mayo de 19… El amo del muerto, –continúa Antonio–, mandaba a la pulpería por aguardiente y víveres para las nueve noches y los nueve días del holgorio fúnebre. Y algo de dinero para gastos de entierro y las misas de San Gregorio. Yo tenía, por mi parte, el cuidado de aumentar la cuentecita y de no perder la fiesta, consolando a la viuda cuando ésta se lo merecía. No he tenido nunca, bachiller, mal corazón para estas cosas. Pasado el novenario, y siempre de acuerdo con mano Nacho, el rábula del partido que ha partido a muchos, dicho sea sin ofender su memoria, hacía firmar a sus dolientes un pagaré por trigo, que me sería entregado, tres pesos menos en carga, en la próxima cosecha. Si el doliente no podía cumplir en el plazo estipulado, la cosecha del año venidero sería pagada doble; y así seguía doblando el trigo indefinidamente: 4, 8, 16, 32, 64 y con ese doble, que era ] 88 [


también fúnebre, enterraba en mis manos el pegujalito, la casa y los animales de labranza. Y aún me quedaban debiendo el servicio. Es fácil comprender que, gracias a este bondadoso sistema, me hice rico en poco tiempo. Usé zapatos de charol, vestí de casimir inglés y compré un diccionario. Pero quiso la mala suerte que llegara al pueblo, una tarde cualquiera, un señor del centro, investido con el cargo de jefe civil. Este señor no sabía de negocios y prohibió, como delito de usura, el hermoso sistema del duplo, al cual eran tan aficionados los Jefes criollos. Yo presté y fui derechito a la cárcel. Los demás socios se metieron el rabo entre las piernas. Y achacaron el perjuicio a la carretera. Hoy los negocios no dan nada, señor maestro. Mañana le contaré otras cosas más, si me lo permite. Para que conozca al mundo, bachiller. Porque el mundo no se conoce en los libros, sino en la vida. Se lo dice el loco Antonio… Mayo de 19… Salí de la cárcel, –continúa Antonio–, flaco y con flatos. Aquella vida, sin el duplo, no me acomodaba, bachiller. Vendí las tierras y el bodegón y me interné en el Llano. No sé si fue este el disparate más grande de mi vida. Me hice, con el dinero que llevaba, a un hato inmenso, lleno de bichos. Allá me llegaban los guates de la cordillera con los bolsos repletos de muy buenas morocotas y onzas españolas. A los pocos meses había cogido una manta de calenturas que no se la he deseado a nadie. A penas me podía bajar del chinchorro en el cual, de cotizas y con un gorro de pana, recuerdo de mi vida plácida de Mucuchíes, hacía los trazos del ganado: ] 89 [


–Suélteme las morocotas, compadre, una a una, y yo le suelto los bichos por el tranquero. Los mautes a libra, compadre. Y extendía una bayeta en el suelo, para recibir las monedas, que caían con un ruido suave, sobre la felpuda tela. Al terminarse el negocio, idos ya los tratantes, probaba las piezas sobre un enorme guarataro y las enterraba en el rincón del aposento. Un colombiano muy culto, que se hacía llamar el Dr. Martínez, médico–yerbatero, me engañó con unas onzas falsas. Dios lo haya perdonado. Algunos meses después, cuando la recluta, no pude hallarlo en ninguna parte. Mayo de 19… Permanecí unos cuantos años en el Llano, comiendo mal, palúdico hasta la médula de los huesos, vendiendo reses y enterrando oro, como una urraca. A pesar de los cuatreros, que por aquellos benditos días infestaban esas regiones, el número de novillos que extraía anualmente de mis hatos era incontable. Por esa misma época, y para evitar litigios de rodeos y sacas, me encariñé don doña Pancha Torres, una vieja alegre, viuda de tres maridos, que poseía muchas leguas se sabana lindando con mis terrenos. La vieja me cuidaba como a las niñas de sus ojos. Tenía una chica no mal parecida y cinco triponcitos más, ninguno de los cuales, según el decir de los vecinos, era de matrimonio. Estos acertijos son muy frecuentes en el Llano, y aún en otras partes. La chica, por desgracia, se encariñó demasiado conmigo. Me seguía al hato, como un falderillo. Una tarde bochornosa de julio no regresó a su casa. La vieja estuvo solicitándola, y envió a varios de sus peones por ella. Nada. ] 90 [


La chica no volvía a la casa materna. Lo decía a gritos, llorando: se quedaba con don Antonio. Y yo, qué quiere usted, bachiller, soy bastante flojo en eso de amapuches. Le arreglé una cama honrada y le di la administración del hato. Doña Pancha se vengó mandándome unos hermosos mangos, que sabía, me gustaban mucho. Yo los comí sin desconfianza, pero estuve una semana en cama, con fiebre alta y delirando. Veía tigres sabaneros comiéndose el ganado. Y a doña Pancha cabalgando en los tigres. Cuando me levanté de la hamaca, no me conocieron en el hato. Estaba manchado ferozmente, como… un tigre. La maldita vieja me había dado a comer carate raspado, con los mangos. Y era del de tres colores, bachiller. Del legítimo. Mayo de 19… Aguijoneando por mi curiosidad, Antonio prosigue el hilo de sus aventuras: –Después vino la guerra. Patrullas de descamisados que no perseguían otro ideal que el latrocinio. Eran malos tiempos aquellos, bachiller. Venían los guerrilleros liberales y consumían mi ganado porque diz que yo era godo; venían los godos y me robaban los bichos porque diz que yo era liberal. ¡Quién podría comprender aquel enredo! La gente del Coronel Comején, un lagartijo mamey, desenterró las morocotas. Aquellos diablos parecían adivinos. Me revestí de una santa conformidad para poder salvar el pellejo, siquiera. Y un día, muy de mañana, por mi sola cuenta, porque estas cosas no se piensan, me alcé con los muchachos del hato y recluté el peonaje de doña Pancha. La pobre vieja estaba también arruinada. No quise ] 91 [


cobrarle el asuntico del carate, pero sí solicité por todos los rincones y recovecos del Llano al célebre doctor Martínez. Si lo consigo le doy el gran susto… Fueron varios meses intranquilos los que yo pasé de rebelde. Los godos me buscaban como palito de romero; los amarillos pusieron a buen precio mi cabeza. Y en toda aquella extensísima región, cuando se descubrían casas quemadas u osamentas de animales y cristianos, la gente solía santiguarse y exclamar llena de miedo: –Por aquí pasó el caratoso…

Spósito, Emilio Menotti. Obras Selectas. Colección de Autores y Temas Merideños. Mérida. 1967

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Nucete Sardi, José (1897–1972)

“Abogado, escritor, periodista y diplomático. Nació en Mérida en el año 1897. Se distinguió en las letras venezolanas por su notable producción literaria, figurando entre sus abundantes publicaciones las siguientes obras: Aventura y Tragedia de Don Francisco de Miranda (considerada como la de mayor aliento); El hombre de allá lejos (cuentos); El escritor y civilizador Simón Bolívar, La defensa de Caín; Cuadernos de Indagación y de Impolítica; Notas sobre la pintura y la escultura en Venezuela, Osadía y leyenda de Don Roberto Cunningham; Sesenta días con su Excelencia, Aspectos del Movimiento Federal Venezolano; Cecilio Acosta y Martí, binomio de espíritus; y en el campo periodístico se distinguió como director de “El Relator”;” Revista Nacional de Cultura”; y del semanario “Diagonal”; redactor de “El Universal”; “La República” de San José de Costa Rica; y colaborar de “El Nacional”, “El Farol” y diversos diarios del interior del país. Ejerció funciones diplomáticas, como Inspector General de Consulados, Primer Secretario de la Legación de Venezuela en Alemania, Checoslovaquia, Polonia y Rumania; Embajador en Cuba, Argentina y en Misiones Especiales en Trinidad y Tobago y otros países; Director de Cultura del Ministerio de Educación. Gobernador del Estado Mérida. Conferencista sobre temas históricos, culturales y artísticos. Miembro de Instituciones culturales y ] 93 [


Academias del país y del exterior. Murió en el año 1972”. (pp. 158–159). Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. OBRA NARRATIVA: El hombre de allá lejos. Tip. Vargas, 1929; 139 pp. (Cuentos y leyendas). La defensa de Caín. Caracas, Edit. Élite, 1933; 26 pp. (Novela corta). Setenta días con su excelencia. Bogotá, Edic. Tierra–Firme, 1944; 127 pp.; (Novelización del Diario de Bucaramanga) CRÓNICA: Si bien obtuvo numerosas distinciones y premios literarios, poco se escribió sobre la obra narrativa de José Nucete Sardi. Ángel Mancera Galleti prestó atención a la obra narrativa de Nucete. Al respecto escribió: “Con esa marcada inclinación de los escritores y periodistas a probar suerte en el campo de la prosa narrativa, José Nucete Sardi ensayó en la cuentística y novelística venezolanas dos intervenciones: con El Hombre de allá lejos [Cuentos], 1929, y La defensa de Caín [Novela corta], 1933. (…) “La defensa de Caín ha podido constituir tema interesante para un ensayo. Como novelín naufraga en la forma y en la trama que Nucete Sardi no llega a superar. Queda, sí, en el plano de un reportaje interesante y curioso”. (Ángel Mancera Galleti, Quienes narran y cuentan en Venezuela. Ediciones Caribe, Caracas–México, 1958). (p.603) ] 94 [


Igual sucede respecto a Setenta días con su excelencia, libro que Nucete calificó como novelización del Diario de Bucaramanga. No alcanzó a ser tal. El libro queda muy apegado a la narración de Perú de Lacroix. Es más un resumen de momentos cruciales de Bolívar en su estada en Bucaramanga mientras se reunían los congresarios de Colombia en la ciudad de Ocaña. Asamblea que afectó seriamente la existencia de la República de Colombia, sueño mayor del Libertador, creada en la Villa del Rosario de Cúcuta el año de 1821. “Su preferencia mayor fue la historia. Aventura y tragedia de don Francisco de Miranda constituyó su obra de principal significación. Historia con cuerpo de novela. Estudio riguroso, de amplio espectro y fidelidad al prócer venezolano. Su lectura apasiona. Sigue los pasos de Miranda con gran miramiento y probidad”.

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SELECCIÓN: Escogimos el capítulo II de Setenta días con su Excelencia

II.– CAMINOS NEOGRANADINOS. MANUELITA SIEMPRE ESTÁ CERCA. POLÍTICA Y SOCIEDAD. En buena mula caminadora sale el Libertador de Bogotá, el 14 de marzo. Su gente llévale también el caballo de las entradas triunfales. La marcha se efectúa con alguna lentitud y desde los pueblos del tránsito, vigila el político: desde Sátiva escribe a Peña. Desde Soatá dirige cartas a Mendoza y a Páez. Los comentarios se han quedado revolando en los pasillos del Palacio de Gobierno y en los corrillos de la capital. –Se va para Venezuela el hombre, dicen algunos guiñando el ojo, con cierta satisfacción. –No; para Cartagena, insinúan otros, con recelo. Las cosas no están bien allá; Montilla y Padilla quieren pelearse… Bolívar embarcará en el puerto de Botijas… –Errados andan ustedes, mis queridos, agrega un malicioso de barba negra y nariz judaizante; el Libertador se llegará hasta Ocaña para ver lo que pasa allí… Y sin que nadie pueda decir en definitiva el término de aquel viaje, trota don Simón por los caminos y el desconcierto cunde en los diversos bandos. Se instala en Bucaramanga. Y aquel treinta y uno de marzo, la secretaría de Su Excelencia trabaja sin descanso. Se despachan cartas para Venezuela, para Cúcuta, para Ocaña. ] 96 [


Don Simón, infatigable, se pasea nervioso por la habitación. Se ha hospedado en la casa del cura Valenzuela donde hay gran recepción por su llegada. Alternan la alegría y el mal humor en el ánimo de Su Excelencia. Hay un baile en su honor; lo alegran las damas de la Villa y hacen cortesía los señores invitados. La política se escurre entre las danzas y se comentan cambios probables. Como siempre, se espera nuevo Ministerio. Los nombres de Padilla y Urdaneta se oyen en los corrillos; también se escuchan enlazados con los cambios políticos los del doctor Restrepo y el señor Vergara. Su excelencia cambia de casa y continúa el natural fastidio de las visitas. Por la tarde los paseos al campo dan descanso y la conversación se hace grata entre los íntimos. Excursiones a Girón y banquetes que ofrece el señor Cura alejan presentimientos y temores. En estos primeros días de abril Andrés Ibarra llega con noticias de Ocaña y Cartagena, y los subalternos establecen los correos semanales entre Bucaramanga y la ciudad convencional. El trabajo se alterna con un viaje a Pie de Cuesta. Para el 19 de abril el Libertador está de regreso a su Cuartel General. Su Excelencia hace suspender los refrescos de la noche en casa del señor Cura de Bucaramanga, después de un breve paseo a La Florida donde conversa largamente con el Padre Puyana –más tarde Obispo de Pasto –y con los alcaldes Domingo Gómez y José Simón Mantilla. Sesenta y siete diputados han llegado desde los primeros días de abril. Se han inaugurado las sesiones y por toda Ocaña desborda una oratoria torrencial. Intrigas, retóricas, patriotismo y leguleyerías. Narvarte y Azuero, Vargas Tejada y José Santiago Rodríguez ya han hablado bas] 97 [


tante. Santander y Mosquera están en duelo de palabras, de argucias y hasta de ideas. Bedford Wilson, el edecán británico, recibe órdenes de ir a Bucaramanga; O’Leary está en continuo contacto con el Libertador, porque Andrés Ibarra se ha marchado a Ocaña. Ferguson anda en comisión por Cartagena. Los emisarios se cruzan y el comandante Herrera es de los más activos. Una mañana llegan cartas de Páez y de José Manuel Restrepo. Inmediatamente las contesta el Libertador comentando los sucesos. “Estamos en situación muy crítica y no debemos dormirnos”, es su muletilla al final de cada carta. Y como Manuelita no le ha olvidado y tiene sobre la mesa tres cartas de ella, empieza a contestarlas. Corta pero efusiva es aquella respuesta. “Cada una –le dice– tiene su mérito y su gracia particular…” –refiriéndose a las cartas de ella que ha leído penetrado de recuerdos. “A todo voy a contestar con un palabra más elocuente que tu Eloísa, tu modelo”… La pluma se detiene un momento y continúa: “Me voy para Bogotá. Ya no voy para Venezuela. Tampoco pienso en pasar para Cartagena y probablemente nos veremos muy pronto. ¿Qué tal? ¿No te gusta? Pues amiga, así soy yo que te ama de toda su alma”. Y con la misma pluma con que halaga a su Diana triunfante, dice a Vergara hablándole de la libertad del Uruguay, del embrollo de los argentinos con el Emperador del Brasil y del fantasma del trono en América: “Esto no es bueno ni nos sería honroso como republicanos acérrimos”. El diez de abril está muy ocupado; escribe al Presidente de la Gran Convención protestando contra la descalificación del Dr. Peña, a quien no quieren aceptar como ] 98 [


diputado, a pesar de la amnistía que por decreto había dado el Libertador a los que anduvieron comprometidos en la revolución de Valencia. También escribe al doctor José María del Castillo, y refiriéndose a los sucesos de Venezuela, le dice: “Señor Castillo, crea usted que el hombre es hijo del miedo, y el criminal y el esclavo mucho más”. De Ocaña siguen llegando notas y comunicaciones. O’Leary es corresponsal activo. Soto ha pronunciado un discurso que Bolívar no quiere leer –por no molestarse– pero ofrece hacerlo y enviarlo a Bogotá para que se publique, a fin de satisfacer a los “carmelones” que andan muy cabizbajos. La mayoría en Ocaña está por el gobierno. Momentánea satisfacción regocija el semblante de Su Excelencia. También le llegan las cartas del General Robert Wilson, quien le comunica cosas de Europa. Un correo de Cartagena acaba de entrar en la residencia presidencial. Es el fiel Ferguson. Montilla ha hecho preso a Padilla y lo envía a Bogotá para que sea juzgado. En Ocaña se adelanta y se ha presentado el proyecto de reforma. Ya el mensaje de Su Excelencia ha sido leído desde el 17 de abril. Receloso del porvenir, a pesar de las buenas noticias, el Libertador pasea por las tardes y llega hasta los campos vecinos. El primero de mayo, Don Simón difunde la noticia de que seguirá para Venezuela con bastante lentitud. Dice que se detendrá en Cúcuta. La desesperanza y la enfermedad minan su espíritu. –“Mis amigos han obrado con poco tino y con menos política”– dice a los que le rodean. Y asegura que ellos no han debido formar ningún partido sino engrosar las filas de los neutrales. ] 99 [


–Entonces, señor, por qué Vuestra Excelencia no insinuó tan alta y sabia idea a sus amigos? –pregunta Perú de la Croix. Y con ese fuego y explosividad que siempre le caracterizaron, el Libertador, envejecido pero indomable, responde: –Porque no he querido influir en nada en los negocios de la Convención; sólo he deseado saber lo que pasa en ella, sin dar consejos particulares ningunos; mi Mensaje y nada más… Un emisario que llega de Ocaña interrumpe la conversación. Perú de la Croix sale a recibirle. Durante cuatro días ha caminado el señor Molina y entrega cartas del 25 y del 28 de abril. Perú, a quien van dirigidas, quiere que el Libertador las abra por propia mano. Este las devuelve y el francés les da lectura: –En Ocaña se ha votado sobre la forma de gobierno; la Convención ha decretado el sistema central, por mayoría. Alégrase el rostro del Libertador. Por los días de fines de abril Su Excelencia está un poco enfermo, pero su actividad es siempre grande y sus órdenes precisas. Se reorganizan las milicias y en las conversaciones se perfila el recuerdo de Napoleón el 18 de Brumario, pero su excelencia explica que nunca dará un golpe de estado que pueda asemejarse a aquél. El 2 de mayo sus amigos ofrecen un baile y hay movimiento inusitado en la tranquila Bucaramanga. –Hay muchas señoras y mucha alegría –dícele entrando a su habitación Luis Perú, quien ha salido un momento de la fiesta para dar una vuelta al Libertador porque éste no ha querido asistir. Y meciéndose en su hamaca, contesta Don Simón: ] 100 [


–Estaba persuadido de eso; en esta villa nadie falta al baile y no estando allí es cierto que debe haber una alegría muy ruidosa… Como no tiene sueño, detiene a Perú para seguir charlando. Comentan las noticias de Ocaña: Castillo, los neutrales, los santanderistas…; el Libertador no tiene mucha fe en el poder de sus partidiarios. Empujándose con más fuerza se mece en la hamaca y agrega: –Yo fui muy aficionado al baile, pero ya esta pasión no me domina; el valse me encantaba; cuando estaba con una buena bailarina, bailaba seguidamente horas enteras. El baile me inspiraba y excitaba mi imaginación. Ahora… Y un signo displicente que su mano dibujaba en el aire, señala su melancolía. Don Simón empieza a dormitar al blando movimiento de su hamaca. Sale el oficial de su habitación. Oscuridad y silencio vienen de los campos. Los faroles macilentos despiden su luz neblinosa. Las estrellas nacen en la altura. En una calle, frente a la casa más grande, se agolpan los curiosos que han dejado solas las otras calles. Por las ventanas chorrea la luz y se derrama sobre las baldosas. Las risas también se salen por las ventanas; fuego y alegría en los ojos de las parejas. Un vals riega sus notas bajo las estrellas de la noche de mayo. Duerme Su Excelencia. Nucete Sardi, José. Setenta días con su excelencia. Novelización del Diario de Bucaramanga. Segunda Edición, Mérida: Publicaciones del Rectorado de la Universidad de los Andes, 1964

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Picón Salas, Mariano (1901–1965)

“Ensayista, novelista, crítico, articulista, profesor, biógrafo, historiador y diplomático. Nació en Mérida el 26 de enero de 1901, hijo de Don Pío Nono Picón Ruiz y Doña Delia Salas Uzcátegui. En aquella ciudad provincial de escasos diez mil habitantes, “verde altiplanicie andina guarnecida de cumbres nevadas, de donde se desgajan blanquísimos ríos tormentosos,…vieja ciudad de arriscados aleros y campanarios, donde en el tiempo de (su) infancia se vivía en un sosiego como de nuestro colonial siglo XVIII, trascurrió sus primeros años. (…) “A fines de 1908 recibe su primera lección de historia patria. “Estaban aconteciendo cosas extrañas: el General Gómez arrebataba el poder al Presidente Castro”. Ya en 1910 era un lector de obras interesantes. En 1911 viaja con su padre a Curazao. Es su primera experiencia marítima. Todavía en ese año, “Juan Vicente Gómez era el redentor, y Cipriano Castro, el maldito”. En 1913 ingresa al Liceo Mérida. Al siguiente año al Colegio Santo Tomás de Aquino, en Valera, bajo la dirección de Monseñor Miguel Antonio Mejía, donde se familiarizada con el Latín. Escribe su primer artículo publicado en 1914 en “El Avisador” de Maracaibo. A los quince años, en 1916, publica en “El Universal” de Caracas una silueta biográfica sobre el historiador y profesor Don Felipe Tejera. Regresa a Mérida y ] 102 [


en 1917 ingresa a la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, en cuyas aulas inicia sus relaciones con su mejor amigo de toda la vida, el zedeño Alberto Adriani. El entonces Rector Diego Carbonell lo invita a disertar desde la tribuna del paraninfo universitario, tradicionalmente reservada a teólogos y togados, sobre las nuevas corrientes del Arte. El joven Mariano impresiona, por su originalidad y elocuencia. “No cabe duda de que el escritor de 16 años tiene gran prisa por entrar en la Historia de las Letras”. En febrero de 1918 funda la revista “Arístides Rojas”, (Revista ecléctica), con Antonio Spinetti Dini, Enrique Celis Briceño y Mario Briceño Iragorry, de la cual Mariano es el director y define el rumbo. Su primigenia inquietud literaria es inagotable. Publica ensayos, prólogos, artículos, notas y crítica social. En 1919, el 8 de octubre, ya está en Caracas. Apenas cuenta con 18 años y medio de edad. La ciudad “lejos de subyugarlo, lo defrauda”. El país comenzaba a vivir otra realidad, la del petróleo y el poder autocrático. Gómez se consolidaba. (…) Picón Salas murió súbitamente en Caracas, el 1º de enero de 1965. Se le consideró como el mejor de los ensayistas latinoamericanos de su época. Su paisano Simón Alberto Consalvi, en ocasión del centenario de su nacimiento, dijo: “La magia de la prosa y su poder de evocación recrean el mundo singular de Mérida en las primeras décadas del siglo, en las páginas alucinantes de Viaje al Amanecer. Cuando percibió que su corazón le advertía la hora final, escribió Regreso de tres mundos. Es la autobiografía intelectual de un hombre que vivió un siglo inquisitorial. Profundo y trascendente en la reflexión, profundo y múltiple en el conocimiento, diáfano e imaginativo en el arte de escribir y diáfano también en expresión de las ideas, su ] 103 [


legado se inscribe en las mejores contribuciones del siglo XX a la cultura hispanoamericana”. (pp. 190–193). Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. OBRA NARRATIVA: Mundo imaginario, Santiago de Chile–Concepción, Edit. Nascimiento, 1927, 143 pp. Relatos autobiográficos. Odisea en tierra firme, (vida, años y pasión del trópico). Madrid, Edit. Renacimiento, 1931, 174 pp. Narración autobiográfica. Registro de huéspedes, Santiago de Chile–Concepción, Edit. Nacimiento, 1934, 147 pp. Relatos. Viaje al amanecer, Prólogo de E. Abreu Gómez. Vocabulario de P. A. Ortiz. México: Fac. de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, 1943 Pedro Claver, el santo de los esclavos, México, Edit. Fondo de Cultura Económica, 1950, 210 pp. Viñetas de Alberto Beltrán. Biografía Novelada. Los tratos de la noche, Barquisimeto, Edit. Nueva Segovia, 1955, 206 pp. Novela. Las nieves de Antaño, pequeña añoranza de Mérida. Maracaibo, Edics. Universidad del Zulia, 1958, 140 pp. Crónicas. CRÓNICA: “Releerlo, meditarlo, es la mejor manera de mantener su recuerdo de clásico americano. Mariano nos enseñará muchas virtudes que nos hacen buena falta: mesura, equilibrio, cortesía, serenidad, fe, experiencia. No se quedó, como otros de los llamados estilistas, en el solo garbo del ] 104 [


decir; dentro de su expresión elegante, atildada, a cada paso chisporrotean las insinuaciones y salta la lección útil de una conducta mejor. Poeta de las ideas, nadie más ensayista que él, Varón humanísimo, como de Alfonso Reyes se dijo, hacía a veces el ingenuo en la vida, pero lo que escribió perdura e ilumina”. Luis Beltrán Guerrero. “Mariano Picón Salas es sin duda el prosista de más alta calidad que han tenido las letras venezolanas y uno de los grandes prosistas de nuestra lengua”. Ángel Rosenblat. Altos son los elogios de Pascual Pla y Beltrán en una reseña titulada “Un escritor de América: Mariano Picón Salas” escrita para la Revista Nacional de Cultura, N° 119, Caracas, noviembre–diciembre, 1956, con motivo de la quinta edición del libro Viaje al amanecer, de Mariano Picón Salas, publicada inicialmente en México, por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma, 1943, con prólogo del escritor Ermilo Abreu Gómez: Expresa Pla y Beltrán: Si tuviera que definir a Mariano Picón–Salas como hombre en relación con los demás hombres, diría: “Es la persona humana que detesta todo servicio, que aborrece la servidumbre; el hombre que está contra toda servidumbre”. Si tuviera que definirle como escritor, tal vez diría: “Es polifacético e inabarcable. Transita con la misma desenfadada sabiduría por los socavones de la Historia” que por los mundos de la poesía y la ficción. Es ensayista a veces, historiador o novelista otras, artista y creador siempre. Venezolano de hondas raíces, puede decirse sin embargo que su patria son los vastos caminos de la libertad y la cultura. Insobornable en su pureza, en su reducto espiritual invicto, sus virtudes sobresalientes son: Conciliación. Independencia. Verdad”. ] 105 [


Viaje al amanecer es una colección de relatos, afirmaba Pla y Beltrán en la que Picón Salas “se muestra ya como un consumado artista del lenguaje, de la ternura, de la delicada ironía, de la observación y de la magia que han hecho de él uno de los escritores más significativos y destacados de Hispanoamérica”. Luego se refiere a Los tratos de la noche: parece, dice, haber sido concebida, estructurada y desarrollada con la unidad de una sinfonía; leyendo esta novela, nos da la impresión de estar tocando la intimidad del hombre venezolano, su problema, su lucha, su sueño y su terca realidad insoslayable. Añade: “Sobre esa novela se ha escrito mucho, pero yo creo que pocas veces se ha llegado a su hueso, a su tuétano; se ha reparado más en lo que pueda contener de servicio que en lo que encierra como estructuración y renovación dentro de la técnica novelística venezolana. Empero, algo de lo más admirable en Picón– Salas novelista es su capacidad de revelarnos a un tiempo la acción, lo que sugiere la acción, y el pensamiento que está trascendiendo de dicha acción. Es como si un hombre, en un momento dado, determinado, mirase una cosa, hablase de otra y simultáneamente estuviese pensando en una tercera. O sea que el escritor, de un solo trazo, nos aboca a las tres dimensiones del hombre. Y eso, que es tan endiabladamente difícil de expresar, se halla plenamente logrado aquí”. Los tratos de la noche había sido publicada por la Editorial Nueva Segovia, Barquisimeto, 1955. (Colección “Este país”) Tiempo de dictadura, ciertamente, en el país, de silencio, de miedos colectivos. La editorial reunía a figuras como Ramón J. Velásquez y el propio Picón Salas. Intentaba abrir puertas al pensamiento, a la crítica, al trabajo ] 106 [


literario en un medio hostil, caracterizado por la represión política. Provocar la discusión pública si no de las acciones políticas del gobierno, al menos del trabajo intelectual. Valiente fue la actitud de Pla y Beltrán cuando escribió con espíritu enérgico: “La literatura se ha convertido en nuestros tiempos en vil servidumbre. Picón–Salas, no obstante, sigue fiel a un espíritu ideal de justicia, de amor y de belleza, y, en mitad del estruendo y del furor, ha escrito Los tratos de la noche como un poema, como una sinfonía, como algo hermoso e imperecedero en el mundo”. Sea propicia una cita de Simón Alberto Consalvi que, realmente, viene a cuento sobre el tema de la dictadura y el coraje de Pla y Beltrán del que hemos hecho reconocimiento: “Los críticos venezolanos que leyeron en 1955 Los tratos de la noche se mordieron la lengua y cerraron los ojos para evitar toda analogía con la circunstancia de entonces, toda alusión al entorno. Si, en verdad, leyeron la novela, lo hicieron con los ojos cerrados porque ¿quién podía hablar o mencionar la palabra tortura en ese momento que no se arriesgara a ser torturado?”. Escrita entre 1929 y 1930, Odisea de tierra firme, según el criterio de Alberto Rodríguez Carucci: “Es la historia de quienes vivieron y se consumieron en la espera y en la conjetura de una revolución que nunca llegó, que terminó siempre en fracaso o en traición. Pero es también la historia de una generación o de una clase que vio con espanto los cambios de los tiempos y los desmanes de las guerras. (…) “en buena medida, fue también odisea de mar y, sobre todo, odisea de ese pequeño mundo subversivo que era Curazao, donde antes se pudo maldecir a Su Majestad el rey de España y ahora se podía conspirar contra el general Juan Vicente Gómez. ] 107 [


Respecto a la obra cuentística de Picón Salas considera Rodríguez Carucci que “los balances sobre la narrativa y en particular sobre el cuento en nuestro país, por lo general han desestimado los relatos de Mariano Picón Salas”… (…) “Los críticos de los años 20 a 50 leyeron los cuentos de Mariano desde las limitaciones evidentes de sus enfoques meramente contenidistas y, por su lado, los de las décadas de 1950 a 1970 los olvidaron, los revisaron desde retículas puramente esteticistas o desde parámetros formalistas, todos claramente distanciados de las concepciones y de las especificidades textuales legadas por el escritor que, de ese modo, se reducían a impresiones subjetivas y a meros artefactos derivados de las técnicas narrativas, siempre descontextualizados y sujetos a los gustos particulares o de ocasión. “En nuestros tiempos, de cara al siglo XXI y a cien años del nacimiento de Mariano Picón–Salas, hacemos un intento de leer sus cuentos de otro modo [Alberto Rodríguez Carucci. “Mariano Picón–Salas: formación de un narrador”. Actual (Mérida) (46):116–127, abril–junio 2001.], tratando de recuperarlos al menos dentro del conjunto intratextual del autor, lo cual puede contribuir a aclararnos distintos aspectos de su evolución intelectual y su papel en la cultura venezolana de buena parte del siglo XX”. Culmina el analista con una especie de insinuación: “El estudio de la narrativa de Picón Salas debería encararse (…) como un conjunto que hace parte de la diversidad de su obra, en calidad de componente representativo de sus modos de concebir el mundo, la sociedad, la cultura y la literatura. Esa lectura integradora –a la que podríamos llamar intradiscursiva– será una tarea exigente, compleja y difícil. Por el momento, aún sigue pendiente”. ] 108 [


SELECCIÓN: Hemos seleccionado el cuento “Pasión de tierra caliente”.

PASIÓN DE TIERRA CALIENTE Es un cuento colonial que no tiene la insipidez común a otros cuentos coloniales. Cuento argentado, azul o rojo – los colores de la pasión, de la intriga y de la fantasía– como muchos viejos cuentos de Las mil noches y una noches. También podría transformarse en un ballet. ¡Qué estupendo asunto para un ballet!. Decoración tropical: sembrados de caña, la mancha oscura de los cacaotales, ese sopor de la tierra verde –todo el año verde–, el río perezoso y las culebras que atisban entre las zarzas con sus eléctricos ojos estriados. El cañaveral arrastra con la monotonía de un mar, los cantos de los peones que hacen la zafra. Y mi señora Doña María Pilar de la Urbina, atravesó majestuosa haciendo crujir sus flotantes faldas. Veinticinco años ya tiene Doña María Pilar, pero aún no ha florecido en descendencia. Todo impone en ella: desde la larga cola de su traje hasta el alto peinado de cimera al estilo del siglo XVIII. E indios y mulatos la miran pasar como una blanca diosa conquistadora. Doña María Pilar tiene marido. El marido, viejo y católico, viaja ahora por el Nuevo Reino de Granada. Compra en Bogotá las bulas que redimen de los pecados veniales. Hace confesión general, acapara indulgencias para sí y para sus descendientes, si Dios quiere enviárselos; gestiona una autorización eclesiástica que le permita comer laticinios en la época de cuaresma y se provee de géneros, vino, aceite y papel de España para aquel largo tiempo en ] 109 [


que quedan incomunicados del mundo. Viene el invierno tropical, se derrumban los caminos; empieza la cosecha de cacao y el corte de la caña, en las noches se desencadena la tempestad. Llueve. Sube el agua hasta los tanques del añil. Cruje la casa como si la derrumbara el rayo. En el oratorio, a la luz de los candiles de sebo, los patrones queman palma bendita y rezan: El trisagio que Isaías escribió con santo celo lo oyó cantar en el cielo a angélicas jerarquías. ....... Libra este trisagio y sella a quien lo reza, y advierte que por esta feliz suerte en este mar de quebranto ángeles y serafines claman: santo, santo, santo. O una vieja oración del siglo XVI en que el fraile que la compuso tornaba los ojos a la angustiada Europa de su tiempo: la peste que ha aparecido en Italia, el destino de los caminantes y navegantes, la suerte de los cautivos retenidos por el turco, el bienestar del Sumo Pontífice, la concordia y la paz entre los príncipes cristianos. *** Marín Cirihuela estaba tendido sobre una verdadera montaña de bagazo. Ese bagazo recién botado por el trapiche todavía dulce y pegajoso y que fermentaba al sol su ] 110 [


olor cálido cosquilleante. Gustaba de acostarse allí, chupar el poco de dulce que pudiera quedar en las trituradas cañas y ponerse a soñar bajo el acerado cielo azul –cielo del trópico– en las fantásticas cosas que se le ocurrían. Era un aturdido enjambre de avispas coloradas la cabeza de Marín Cirihuela. Hijo de una esclava negra –mandinga– y de un blanco español, era un joven mulato hermoso Marín Cirihuela. La sangre española había predominado en la nariz y en la boca y le clareó el rostro, un rostro donde estaba detenido el mediodía del trópico. Y se podía vislumbrar en el rostro de Marín Cirihuela todo un paisaje de cálido y langoroso mediodía agreste: los transidos bueyes que resuellan a la sombra del bucare: la fogata que encendieron los peones para el almuerzo, el sol que cae de plano sobre los terrones del berbecho lastimándolos con una angustia que parecía humana. Los ojos del muchacho sí que son ojos de negro y revelan esa sensualidad y masoquismo ancestral de la raza. En un patio de la hacienda se levantan varios postes de piedra donde atan los esclavos para flagelarlos. Y el amor, el júbilo, todo en la raza negra tiene un no se qué de ululante y sádico. Pero Marín Cirihuela lo pasa bien. Le dieron ese apodo sacado de algún juego español, de esos juegos de palabras en que se perpetúan antiguas fórmulas de los brujos. “Tin, marín, de dos cirihuela”. ¿Qué significan estas palabras abracadabrantes?. Cuando se pronuncian en el corro formado por parejas, hay obligación de pellizcar a la compañera. Y la compañera es casi siempre una muchacha en que se esculpen como en greda sedienta las formas ansiosas de los magníficos cuerpos mulatos. Amigo de pellizcos y fandangos, le conviene el nombre a Marín Cirihuela. ] 111 [


Pero, como presintiendo un más alto destino, Marín Cirihuela es desdeñoso. Se tiende horas enteras sobre esta montaña de bagazo a soñar sueños confusos y absurdos. Sueños en que se le juntan en un mismo panorama inconsciente las hermosas piernas de la patrona que entrevió una vez, mientras le sostenía el estribo para que subiera a la cabalgadura; cuentos extraños que le oyó a su madre negra y ésta a la suya y a la otra, hasta llegar a la primera esclava que vino de Guinea. O vagas intuiciones geográficas de esa geografía mítica, fabulosa y por eso llena de potencia, que es la geografía de Marín Cirihuela. Esta es la hacienda de Colibría. Detrás de esos cerros está un lago. El lago se comunica con el mar. Andando por el mar, muchos días, se llega hasta donde mismo está el Rey de España sentado en un trono de oro. Y cerca debe estar Roma donde viven el Papa y los Cardenales. Es la hora de la siesta. Y a veces en la hora de la siesta atraviesa como una visión alada que encantara todo, que refrescara todo, la sombra de la patrona. *** En esta hora abrasada de canícula, a Doña María Pilar le provocó comer naranjas. Las doradas y grandes naranjas de la tierra caliente que tiemblan bajo los árboles del potrero como grumos cuajados de miel. – Marín Cirihuela, acompáñame a buscar naranjas. Algo como un certero olfato de animal guía al mozo hacia los mejores naranjos. Le place trepar hasta la copa del árbol y asir y sostener en su mano la naranja más maravillosa. – Esta sí que es güena, patrona. ] 112 [


Y va arrojando al suelo todo un montón dorado y fragante. Jovial como una muchacha, con el pelo suelto, abanicándose a ratos con el abanico de juncos que tejieron para ella las mujeres indias, la patrona, con una gracia primitiva y adolescente, ha empezado a chupar las naranjas. No parece ahora la patrona. De un salto –uno de esos saltos en que demuestra toda su fuerza y masculina destreza– Marín Cirihuela cayó a su lado. – Muchacho, casi me atropellas. Todo es paz y verdor en el extenso potrero. Y los tábanos que zumban como aturdidos y afiebrados en esta hora de canícula, parecen ser el símbolo de muchos deseos reprimidos. *** Ha cambiado la suerte de Marín Cirihuela desde el día aquel que fue a buscar naranjas con la patrona. Ella se ha aficionado a sus cuentos y halla en la agilidad y destreza del muchacho una compañía indispensable. Él es su baqueano en las largas caminatas a través de la hacienda. A veces, en esas noches que se abren en el cielo de los trópicos después de muchos días de calor, trayendo una luna nueva y una frescura y un silencio sedante, provoca a la patrona “un paseo de luna”. Marín Cirihuela la acompaña. Se sientan sobre un montículo del camino, y para regocijo de su dueña, el mozo cuenta una de esas historias que ha escuchado en el trapiche, cuando a la hora de la madrugada, ya concluida la afanosa molienda, los peones evocan fantasmas de desaparecidos, tesoros sepultos en las embrujadas cuevas de la montaña. Se remonta así en el relato oral hasta los mismos tiempos de la conquista: los hombres rubios de Felipe de Hutten que se perdieron bus] 113 [


cando “El Dorado”, el Tirano Aguirre, que todavía sale a lumbrar los caminos con su llama espectral, y aquel dulce romance de Martín Tinajero, soldado casto cuyo cadáver quedó esparciendo por mucho tiempo una delicada fragancia de rosas. Marín Cirihuela también hace preguntas. Sobre la tierra, sobre los otros países. Sobre los piratas ingleses a quienes tanto se teme. Doña Pilar sólo ha leído cuatro libros: Lo temporal y lo eterno, el Viaje universal del mundo, las Moradas de Santa Teresa y un libro de Hechos de la corona de Aragón. Todo lo adereza para el muchacho en un substractum científico tan imaginario, tan fabuloso, como las preguntas de éste. Pero hay, además, horas de mudez. Y como algo ineludible, la cabeza de Doña Pilar iba resbalando sobre el hombro de Marín Cirihuela. Carta de Santafé de Bogotá. Anuncia el señor de la Urbina que pronto regresa cargado de indulgencias y bienes espirituales. Trae de obsequio a su castísima y bienamada esposa una imagen del niño Jesús tallada en madera por los famosos imagineros de Quito y una gran esmeralda de Muzo, montada en fina obra de filigrana. Pide a su mujer que le envíe un baqueano de confianza que releve a mitad de camino al que le acompañara desde Bogotá. Ya empieza la mala estación de las lluvias y el señor de la Urbina vuelve a sentir su antigua pena de reuma. La carta viene a cortar un ensimismado momento de amor. Doña María Pilar piensa en su juventud ignorada mucho tiempo, que descubrió una noche, una clara noche tropical, sobre el campo en reposo. ] 114 [


– ¿Qué hacemos?, pregunta. Y él, el muchacho que ya tiene su decisión del hombre y aprieta como otra esclavitud su trágica pasión de mulato, ha respondido: – Iré yo. – Y partirá pronto, en busca del caballero. *** Pero aquella noche Doña María Pilar no podía dormirse. Acaso el espeso chocolate que tomó a la hora de la cena, condimentado con nuez moscada... y clavo de olor. Después el campo, la fronda nocturna, enviaba tan extraños rumores. Y una lechuza estuvo lanzando, como piedrecitas que rebotaran en un estanque, su cucú agorero. Luego, mientras la sirviente entredormida que le hacía compañía musitaba su último rezo, ella también fue cayendo en aquella tramada red del sueño. Pero, ¿se durmió del lado izquierdo?. ... Espectáculo más horrible que el de aquellos ejemplos que se colocan en los libros de devoción para temor de los pecadores, se le ofreció en el sueño. Veía un camino y por él iba, jinete en mansa mula, el señor de la Urbina. Marín Cirihuela seguía sus pasos arreando las recuas que cargaban el valioso equipaje. Subían uno de esos angostos caminos de travesía, tan frecuentes en los Andes, que parecen bailar ante el precipicio. Abajo, muy abajo, en el estrecho valle encajonado corre un río torrentoso. Varias cruces levantadas sobre toscas pirámides de piedra señalan la suerte de pocos precavidos viajeros. Y los pueblos, todavía, están muy lejos... El señor de la Urbina, confiado en la experiencia de su mula, aprovecha distraído y sin volver atrás, de rezar ] 115 [


las oraciones de la tarde. Se complicó el caballero en su último viaje a Bogotá con muchos compromisos religiosos. Se hizo cofrade de la Orden Tercera para gozar de ciertos privilegios de tiempo y ubicación en el Purgatorio. Claro es el destino del señor de la Urbina. Su hacienda, ahora que los guipuzcoanos arriban regularmente a las costas de Venezuela y Nueva Granada a comprar los frutos, puede valer sesenta mil pesos. Pesos del tiempo de don Carlos III. Ordenará en su testamento que con la renta del añil o del cacao se funde un beaterio para doncellas virtuosas que perpetúe la piedad del señor de la Urbina. Aún así, Doña María Pilar quedará rica. Si él muere, puede venir de España uno de sus sobrinos, hidalgo pobre, a contraer nupcias con la viuda. No tiene celos anticipados el señor de la Urbina y su única preocupación es que aquella hacienda queda vinculada en el linaje. ¡Si el Señor le diera el premio que le dio a San Joaquín y a otros santos y ancianos varones!. ¡Un hijo!. Pero no, este pensamiento ya es herejía. Y mejor seguirá rezando, para ahuyentar pensamientos vanos, la segunda casa del rosario. “El segundo misterio gozoso es...” Pero un tiro de mampuesto sonó tras él. – ¡Mar... ín! (El señor no terminó de pedir auxilio). Otras cosas soñó Doña María Pilar. Viuda ya, era la esclava de un negro. En aquel negro había algo de Marín Cirihuela, pero más alto y más fiero. En uno de esos postes de piedra en que azotaban a los esclavos, ella se veía atada por el siervo convertido en dueño. Cuando terminaba el suplicio, el negro ordenaba que le prepararan el lecho. Y por una de esas regresiones frecuentes en los enlaces híbridos, todos los hijos de Doña María Pilar eran negritos, como esos negritos lustrosos que arrastran la silla y la alfombra de las grandes señoras. ] 116 [


Y ella ya había adoptado las costumbres de los negros. Y danzaba en las procesiones profiriendo gritos ululantes, teñida de bermellón, al compás de un bárbaro fotuto. Todo detalle se exageraba en el oscuro espejo del sueño. Sobrecogida de miedo despertó Doña María del Pilar. Distinguió las altas y torneadas columnas de su lecho de cedro, las viejas imágenes del oratorio familiar, y la certidumbre de que aquella hora aciaga del sueño aún no era llegada, le dio como una nueva fuerza. La sirviente fue a preparar para su patrona, el agua reparadora del toronjil, la que calma los nervios de las damas e invita al sueño casto. Al día siguiente, José Manuel, un viejo manumiso, criado en la casa y muy adicto al señor de la Urbina, salía a servirle de baquiano. *** Tanto festejó a su achacoso marido Doña María Pilar; tan espléndidos y salpimentados manjares prepararon las sirvientes negras para su recibimiento, tan apasionada estuvo la patrona, que el caballero sufrió un nuevo ataque de su enfermedad. El señor de la Urbina moría de agasajos, pocas semanas después. Dejaba ordenado su testamento. Donaba su cuerpo a la tierra de donde salió, cuerpo perecedero, y el alma la destinaría a Dios. Fundaba un beaterio para doncellas virtuosas. A cada aniversario de su fallecimiento se le celebraría solemne misa de cabo de año. Doña María Pilar, para el auge y engrandecimiento de la hacienda, debería tomar marido joven, cuerdo, y en lo posible del linaje de Urbina. Se prodigaron al caballero en aquel supremo trance los mejores auxilios que proporcionaba la ] 117 [


Religión. Y el entierro, conducido desde la hacienda por la numerosa servidumbre, a través de altas cuestas y hondos valles de la Cordillera, tuvo un no sé qué de imponente y primitiva liturgia agreste. Esto consolaba a Doña María Pilar. Y a Marín Cirihuela, elevado a la categoría de caporal de la hacienda, tocábale elegir una moza de los contornos, en quien perpetuaría una alegre y vivaz raza de negros ladinos. Publicado en Cultura venezolana (Caracas) 36:88 (1928): 55 – 62.

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Rodríguez Aranguren, Augusto (1911–1979)

Poeta, cuentista, periodista, publicista y empresario. Nació en la ciudad de Ejido, el 17 de diciembre de 1911, hijo de don Narciso Rodríguez Carmona y doña María Aranguren de Rodríguez. Realizó sus primeros estudios bajo la dirección de la insigne maestra Herminia Rojas; continuando los mismos al lado del decano de la enseñanza Rafael Antonio Godoy y el Padre José Ramón Gallegos Ochoa, fundador del Colegio Privado “Monseñor Silva”. Apasionado por la lectura logró adquirir una aceptable cultura que le permitió alcanzar con éxito notable, todo en cuanto iniciara en las diversas actividades a las cuales se dedicó con constancia y disciplina. En 1931 fundó su primer periódico titulado “La Voz de Ejido”, colaboró en el vocero “Granuja”, y fue corresponsal del diario capitalino “El Heraldo”. En 1934 redactor del semanario “Juventud”, fundado y dirigido por Carmencita Mora y Julio E. Mora en Tovar. En 1936 fundó y dirigió el interdiario “El Observador”, el cual circuló en Ejido hasta 1939. Fundó la Revista “Caribay” (1939) y fue más tarde colaborador permanente de los diarios “El Vigilante” y “Frontera” de Mérida, y “La Nación” de San Cristóbal. En 1941 dirigió la “Gaceta Municipal” del Distrito Campo Elías. Nuestro personaje se traslada definitivamente a Mérida, donde instala un moderno taller tipográfico de su ] 119 [


propiedad y se dedica a la empresa de las artes gráficas, como publicista y editor, contribuyendo a la divulgación de la cultura merideña en sus más variadas facetas. Fue fundador y Secretario del Ateneo de Mérida; Director de Prensa del Ejecutivo del Estado; y Director de la Imprenta y Publicaciones Oficiales de Venezuela. Se caracterizó por ser un merideño de ideas progresistas, con un elevado sentido de responsabilidad ante los compromisos contraídos, trabajó toda su vida con visión de futuro, formó un hogar distinguido y se interesó por la decorosa formación profesional de sus hijos; amigo consecuente y preocupado por la suerte de los necesitados, urgidos de solidaridad y afecto; su creatividad intelectual estuvo siempre al servicio de las mejores causas populares. Falleció en la ciudad de San Cristóbal, Estado Táchira, el 8 de mayo de 1979, dejando gratísimos recuerdos en el ámbito social de los numerosos amigos de su generación. Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. OBRA NARRATIVA: El Lider (Estampas de ayer y de hoy). Sin fecha. Mérida– Venezuela. CRÓNICA: Dos textos presentan El líder (estampas de ayer y hoy), libro publicado por la Universidad de los Andes. Uno firmado por M. A. Osorio Jiménez, el otro por F. Oliver Brachfeld. Ambos textos apuntan hacia el carácter nativista predominante en la obra, el apego del autor a su pueblo (Ejido), a sus tradiciones. Destacan el buen tratamiento de ] 120 [


personajes y situaciones de su tierra y de su gente. Destacan, igualmente, la presencia viva del humor, de la ironía, del desencanto y hasta de la tragedia. He aquí unos párrafos de la introducción de Osorio Jiménez que ponderan los cuentos y estampas de El líder, así como las preocupaciones fundamentales del autor: “Augusto Rodríguez Aranguren es uno de los modelos más genuinos del tipo de escritor “nativista”. Con esta definición escueta, el lector sabe de antemano lo que va a encontrar en el libro “El Líder”. Pero aunque limitada la acción al medio criollo, fácilmente se echa de ver que Augusto Rodríguez posee facultades muy amplias para pasearse erguidamente en esferas de extenso diámetro que, si en esta obra se ha reducido a lo inmediato, a lo de su ambiente, lo ha hecho por devoción muy fervorosa a su lar y no por amor muy acendrado a lo íntimo, a su acervo de recuerdos, a los protagonistas de sus relatos y a los aspectos del medio donde les vio actuar, personajes y ambiente que Augusto evoca con manifiesta delectación… “En esta selección encontramos ironía, tragedia, humorismo, desencanto y vibrante poesía: un conjunto complejo como la vida. La tragedia y el desencanto están bien compensadas para no dejar ese sabor amargo que desazona y que quita las ganas de releer el cuento. En cuanto a la poesía (en prosa, se entiende), ya verá el lector paisajes maravillosos. Por su parte F. Oliver Brachfeld confiesa que en vez de prologar a Augusto Rodríguez le gustaría “escribirlo”, pues le parece “el protagonista ideal para una novela”. Lo considera “un escritor ocasional, un escritor festivo en otras palabras; y hay en los escritores de esta clase, junto con la falta de práctica, de “oficio” siempre algo noble y ] 121 [


simpático, si les comparamos con los escritores profesionales para quienes escribir es todavía algo festivo –en un mundo que ha perdido ya casi completamente el sentido de las fiestas, confundiéndolas con el mero ‘tiempo libre’– saben llegar hasta sus harapos con la majestad de los reyes: en ello estriba su miseria y su grandeza. (…) “Augusto Rodríguez Aranguren es un escritor ‘provinciano’, con todo lo bueno y lo malo que este adjetivo implica”. Su “ecuación personal”, según decir de Oliver “le ha predestinado a ser un autor costumbrista, localista, o como se dice en Venezuela: “nativista”. Sus cuentos no son narraciones propiamente dichas; son más bien estampas, nacidas de su amor a su terruño y de sus gentes”.

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SELECCIÓN: Hemos escogido el cuento “La Venganza”, del libro El Lider.

LA VENGANZA I La mañana clareaba… era domingo, día de fiesta, cuando Pedro Peña, sudoroso y con paso apresurado, llegaba a la esquina de la plaza de aquel pueblo enclavado en el propio corazón de la Cordillera Andina. La neblina iba extinguiéndose paulatinamente y apenas se oía el sonoro trotar de las bestias que conducían a tal o cual campesino que también hacían su entrada al pueblo para cumplir con el Sagrado Precepto de asistir a misa y escuchar la santa palabra del Padre Valero. Ramón Urrutia, El Chato, sobrenombre con el cual era llamado y más conocido por los parroquianos, desperezándose y todavía soñoliento se asomaba a la puerta de su pulpería que acababa de abrir. El viejo Pedro, embozado en su carpeta de puño azul, el sombrero de cogollo de medio lado y con la vera en la mano derecha, se acerca El Chato y le dice: –Compadre, aunque mi mujer no me dejaba venir porque a ella le han dicho que aquí en el pueblo usan muchas mañas y hoy me van a ganar mi gallo talisayo, me resolví y aquí me tienen. El gallo está muy bien cuidao y de muy buena pierna, toíta la semana lo he estao templando con leche de cabra y le respondo, compadre, que cuando pique por la chiva a su enemigo lo va a largá frío, como lo hizo el domingo pasao en El Cañadón con el gallo pinto del compadre Chuy Nava. Pedro, con movimiento cuidadoso, ] 123 [


lentamente fue sacando de debajo de su carpeta una talega de liencillo rayado, la cual contenía un precioso gallo de riña, de alas y cola elegante y, como si fuera un hijo, se lo entregó al Chato, con estas palabras: –Compadre, tenga aquí el gallo, hasta después de misa que empezarán las peleas. Primero hay que oír la palabra de Dios como me enseñaron mis taitas y después a divertirse. El Zambo Anastasio, Policía del pueblo, hombre d’ confianza y testaferro del Jefe Civil atento atisbaba al campesino desde el altillo de la Jefatura que quedaba diagonal con la pulpería d’ mi cuento. Observó con curiosidad todos los movimientos de aquellos hombres y escuchó cuidadosamente la conversación del viejo Pedro. Y al notar que el gallero se había despedido del compadre y, dirigiéndose plaza abajo, entraba a la Iglesia, en un santiamén descendió las escaleras del altillo y corrió a dicha pulpería, en donde el pulpero se encontraba amarrando el gallo detrás del armario. En aquel momento, en la mente de Anastasio bullía la mala fe y picardía y dirigiéndose al Chato le dice: –Epa, echá pa’cá pá’ ver la fiera que hoy trujo el viejo Pedro, seguro que son de los mismos que trujo hoy hizo quince, pero hoy se las va a comer completo, porque el Coronel tiene uno de rebatía que le mandó expresamente el General Clavos pa’ que acabe con toítos los gallos de estos indios. El Policía toma el gallo, le alza las alas y lo examina cuidadosamente, le ve las espuelas, le soba la cola y mientras hace estos movimientos, va diciendo: bonito es el bicho y… parece güeno; pero andá Chato, échame un güen palo de aguardiente al Policía, mientras éste con disimulo saca del bolsillo píldoras de chimó y jabón, le abre ] 124 [


el pico al animal y le emboca en el buche aquel contenido y después de tomarse el aguardiente sale de la pulpería llevando en los labios la amarga sonrisa del malvado. En la puerta de la Jefatura estaba el Coronel Martiniano Correas, Jefe Civil del Pueblo, mulato barrigón, de cara agria y mirada falsa; con una faja ancha al cinto llena de cápsulas, por debajo del paltó le asomaba cuatro dedos de cañón niquelado de un revólver de grueso calibre, en la mano derecha portaba un foete de empuñadura de plata con la mano izquierda llevaba a la boca un tabaco que saboreaba, lanzado al aire vulgares bocanadas de humo. Todavía no se había acabado de acercar su satélite cuando el Coronel lo interpeló así: –Cuántos trajo el viejo zorro? –Uno, mi Coronel. –Y qué tal? –Parece güeno, pero ya está arreglao… II Las diez de la mañana. El sol ya está alto y quemante; las calles del pequeño pueblo que convergen la plaza, están animadísimas por la muchedumbre de campesinos, campesinas y mozas del pueblo que lucen los atavíos alegres y pintorescos de los días de fiesta. Las campanas de la blanca y enhiesta torre de la Iglesia lanzan al viento sonoras y alegres notas. En el atrio la orquesta entona una pieza musical y se oye el estruendo de los cohetes y morteros. Terminó la misa. Unas se dirigen hacia sus casas; otros entran a la pulpería a proveerse del mercado semanal, mientras que en una esquina de la plaza en donde está situada la gallera, se van aglomerando poco a poco los aficionados a las riñas de gallos, formando pequeños ] 125 [


rivales que hablan en secreto, ponderándose los méritos y hazañas de uno y otro gallo de pelea y concertando planes de batalla. Entre ellos están Urrutia y Pedro Peña, con su gallo en la talega. De pronto enmudece la conversación; de los cocodrilos se forman dos alas y por medio de ellas pasa ufano y airoso el Jefe Civil, quien con la mano izquierda se soba el hirsuto bigote, mientras que con la derecha sacude suavemente el foete en su propia pierna. Detrás como perro faldero iba Anastasio, su fiel Policía y hombre de confianza. La gallera está repleta; es buen día de apuestas. En el centro del circo, Pedro Peña, con el gallo en la mano esperando contendor, lleno del más vivo entusiasmo y regocijo, grita: Está pensando tres y doce y lo juego con veinte pesos… El Coronel, sentado en su palco de preferencia, le acepta el reto y lo increpa: –Tengo uno de patio y pesa tres y catorce, si me da las dos onzas se lo juego con veinte fuertes. –Si no me lleva mucha espuela, va la pelea, mi coronel. Anastasio trae el gallo, controlan los dos pesos, les miden las espuelas, se las afilan y después de rociarlos con agua, los sueltan en el circo. Empieza la pelea… La muchedumbre hace apuestas, los contenedores de uno y otro bando dan gritos de aliento y coraje a sus pupilos, que con las plumas erizadas se acosan dándose mortíferos espolazos y fuertes picadas. Los dos brutos se elevan en el aire, forman un solo cuerpo y salpican de sangre la arena del circo. El viejo campesino, seguro de la victoria y con la fuerza de sus pulmones grita: Vamos mi “camerí”, pícalo dos veces por la chiva y nada más, ¡Záfalo!...duro con él, pago cuentas de al diez y voy ] 126 [


por mi gallo … ¡mátalo! ¡mátalo!. Pero de pronto observa que su gallo se pone morado, se echa al suelo y le sale espuma por el pico. El gallo de Pedro ha perdido… Este recoge el animal, paga la apuesta y sale cabizbajo en compañía de su compadre que refunfuñaba entre dientes porque también había perdido. Aquellos dos hombres habían caminado un trecho, cuando de improvisto se detiene el pulpero y con ademán de recordar algo, exclama: a mí se me ponía que lo que era el magamundo de Anastasio le iba a echá su juña al gayo. Pedro al oír otras expresivas palabras, sobresaltado también se detiene y lleno de indignación se dirige al compañero: –Estás seguro, compadre? –Claro, que sí lo estoy, esta mañana el Policía lo estuvo aguaitando. III En la pulpería del Chato, impregnada de aguardiente y de humo de cigarrillos, había mucha animación. En un rincón, sentado en su saco de maíz amarillo, el violinero del pueblo, saturado también de aguardiente, sacaba de su viejo y maltrecho instrumento notas estridentes y desacordes. Un mozalbete flaco y mal encarado lo acompañaba con el cuatro y el pícaro de entusiasmado repicaba con brío las maracas que de vez en cuando exclamaba: ¡Upia Dolores! Vuelta negra, dámele julepe, ¡dále maraca! Apollado al mostrador, ya ebrio estaba Pedro Peña con un trago doble de aguardiente en la mano; quería ahogar en la borrachera la mala jugada del Jefe Civil, que, además de haberle desprestigiado su bravo gallo “camarí”, le ] 127 [


había usurpado el producto de la venta de su toro barroso. De vez en cuando meneaba la cabeza y mascullaba entre dientes ¡Algún día me las paga ese gran canalla! Por una puerta entró Anastasio, llevando la mano en el bolsillo de los pantalones y jugueteando con una puñada de plata, le ordena al pulpero: –Echame un güen palo de brande, que hoy celebro la ganancia de un gayo que me dio bastante dinero! Pedro no pudo más; apretando fuertemente entre las manos el vaso de aguardiente, con el rostro transfigurado y con voz ronca temblorosa de rabia, le increpa al policía: –Anastasio, eres un bandido, un sinvergüenza, vos me has robado –Un momento, viejito, está usté preso por falta de respeto a la autoridá. Lleno de coraje Pedro le arrojó el vaso de aguardiente en la cara del policía y éste desenvainando una peinilla descargó sobre el pobre campesino un fuerte golpe que lo hizo tambalear y a planazos y empellones lo llevó luego a la cárcel. IV Al día siguiente fue conducido a la presencia del Jefe Civil, quien después de darle una grosera reprimenda le impuso una multa de cuarenta bolívares para poder salir de la prisión. Pedro sin un centavo, porque todo su dinero lo había perdido el día anterior, llamó a su compadre para que le diera esta suma prestada y se la entregó al Coronel. Salió de la Jefatura, miró hacia la montaña, aspiró una bocanada de aire puro y exclamó: Bien me lo dijo mi mujer…

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V Al pie de la loma, no lejos de la quebrada que rezonga leyendas que se han hecho en el alma campesina algo así como una mística con sabor de salve y fervor de credo, se extiende el conuco remendado con la gama más variada de colores que los plantíos lucen en un alarde de savia generosa que aquel terrón de brega ofrece en recompensa a Pedro Peña. En este remanso de Paz, bajo el ala del rancho campesino, Felipa la buena mujer de Pedro, impaciente por la demora de su marido, en el quicio de la puerta espera. De pronto observa que por la serpenteante y pedregosa vereda, el buen campesino viene hacia el rancho, pero no con la misma alegría y buen humor de la madrugada anterior cuando emprendió el viaje hacia el pueblo. Aquel hombre reflejaba en su rostro la infinita amargura de algo grave que vino a interponerse en el derrotero de su vida honrada y feliz. Desde aquel día, todo cambió para el laborioso labrador. Y a las constantes atenciones de su mujer las veía con mirada indiferente. Esquivaba la presencia de sus amigos, quería estar solo y únicamente se conformaba con internarse en las espesuras de los cafetales y balbucir entre dientes palabras entrecortadas e incomprensibles… El rencor, como un perro, gruñía en el alma de Pedro. Así pasaron los días y los meses… *** Era dos de Febrero, día de Nuestra Señora de la Candelaria. En el alto de Las Cruces, se celebraba la fiesta tradicional de Los Locos, la cual consistía en que unos cuantos ] 129 [


hombres se disfrazaban con antifaces y mamarrachos y, acompañados de cuatros, maracas, tambores y violines, visitaban las casas del lugar, bailaban y eran obsequiados. Esa mañana Pedro se encaminó hacia la Aldea donde se celebraba la fiesta descrita. Cerca del puño, empretinada y dispuesta a tomar venganza, llevaba el campesino su ancha y afilada cuchilla que, cayendo la tarde, todo lleno de sombras, amoló detrás del rancho, en la misma piedra donde antes amolaba el machete con el cual rendía su jornada diaria. Trasnochado y nervioso por efectos del aguardiente que en la noche anterior había ingerido, Pedro vagaba taciturno, como ausente de sí mismo, metido en el hueco del sombrío pensamiento que aguijoneaba su hombría y que taladraba sus sienes, quizá con el filo del canto del gallo que la mala intención de Anastasio le envenenó en una mañana cualquiera en la gallera del pueblo cercano. En la Aldea todo es entusiasmo. El día quema sus horas ante la inconciencia de los aldeanos. La tarde, guapa moza de campo, se apresura con su cortejo de luces lánguidas. Un magnífico “Sol de los Venados” con sus tonos de oro y púrpura se va extinguiendo en el paisaje de la aldea en fiesta, como si fuera un sedante para sus tres noches de jolgorio. Hombres y cosas se confunden… Ya no hay luces en el campo. Apenas una que otra lámpara de kerosene brilla en las sombras. Son altas horas de la noche. Se ha ido apagando el alboroto aldeano. Los vecinos han marchado hacia sus ranchos, trasnochados y borrachos. El silencio muerde el paisaje… Amanece. Es tres de febrero. A poca distancia de la aldea, cerca de la quebrada que rezonga leyendas, con los ojos abiertos que copian el paisaje de tragedia, partido el ] 130 [


corazón por una puñalada, se observa un hombre muerto: ES ANASTASIO…(Pp 31–43) Rodríguez Aranguren. El Lider (Estampas de ayer y de hoy). Sin fecha. Mérida–Venezuela.

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Gonzalo Patrizi, Juan Antonio (1911-1950)

Poeta, cuentista y ensayista. Nació en Mérida, en el año 1911 donde cursó sus primeros estudios. Inició la carrera de Derecho en la Universidad de los Andes y se doctoró en la Universidad Central de Venezuela en 1938. Viajó a los Estados Unidos y a Centro América, donde realizó cursos de política agraria. Desde 1940 hasta su muerte ocurrida en Caracas en mayo de 1950, se desempeñó como Consultor Jurídico del Ministerio de Agricultura y Cría. Fue considerado como uno de los mejores poetas de la promoción de 1930. Identificado con el movimiento vanguardista, “cultivó también con gracia y donosura los maestros clásicos, en especial el octosílabo, con el que pulió hermosos romances con motivos legendarios y pintorescos de su provincia merideña.” Publicó con reconocido éxito, las siguientes obras “Queniquea” (1934); “Regiones conocidas del Yo” (ensayo, 1933): “Riscos” (1935); “Rutas Venezolanas” (ensayos, 1938); “Ante el campanario andino” (1944); “El trastorno mental transitorio en la Legislación penal en Venezuela”. Falleció antes de cumplir los cuarenta años, aquejado de trastornos de salud que desde temprana edad empezaron a minar su meritoria existencia. No obstante se sobrepuso a sus dolencias físicas y ejerció con gran dedicación su profesión de Abogado, sin abandonar el cultivo de las letras y su vocación lírica, al ] 132 [


mismo tiempo que colaboraba con publicaciones periódicas en la prensa nacional sobre diversos temas. Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. CRÓNICA: Cultivó la literatura con “especial cuidado”. Amante y respetuoso de la forma. En 1934 publicó Queniquea, cuento, según Mancera Galletti, “elaborado con esmero y en el que traslada la vida campesina de la montaña en un candoroso intento de emocionar con esas pequeñas tragedias de amor, pasión y exaltada violencia verbal”. (…) “Hombre ponderado, con devoción y amor profundo a los venezolanos, actuó con dignidad y decoro. Muere en 1950, en momentos en que de èl se esperaba una obra como ensayista, poeta y cuentista, que viniese a reafirmar las cualidades valiosas de su iniciación literaria”. Queniquea fue incluida en la Antología del cuento moderno venezolano preparada por Arturo Uslar Pietri y Julián Padrón. (Tomo II, 1940). Celebramos tal inclusión, no sólo por el reconocimiento de ambos escritores, cuentistas por demás, del cuento de Juan Antonio Gonzalo Patrizi, inicialmente publicado por la Editorial Elite, sino también porque nos permite incluirlo en este libro de Narradores de Mérida para conocimiento de los lectores e investigadores ochenta años después. Donosura, sí, la de Gonzalo Patrizi, dominio de las exigencias del cuento como género, del tema abordado, de la atmósfera requerida, del modo de relatar los acontecimientos, del interés que suscita en el lector. Lamentamos, ] 133 [


si, que Gonzalo Patrizi no haya incursionado en el género a pesar del éxito obtenido entre los lectores y escritores de aquellos años del tercer decenio del siglo pasado. OBRA NARRATIVA: Queniquea. Caracas. Editorial Elite, 1934. (En: El cuento venezolano. Caracas 1933-34. Año 1, n° 11, 17 de febrero de 1934.)

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SELECCIÓN: Hemos escogido el cuento Queniquea

QUENIQUEA I

Todo Mérida estaba en consternación. No se hablaba de otra cosa que un fuera Queniquea. Aquella sociedad acostumbrada a vivir entre latinazos incomprendidos e indulgencias episcopales y no turbadas en su monacal género de vida sino por una que otra jarana estudiantil, se encontraba profundamente alarmada con los crímenes cometidos. Las noticias corrieron durante la semana por el pueblo aumentándose constantemente, como las bolas de nieve desprendidas desde los picachos de la sierra, dejando pintadas sobre las caras de zozobra que imprime en las vidas rutinarias un hecho imprevisto. La inquietud y el temor habían aumentado ese sábado. Bajo los eucaliptos y los jazmineros de la plaza Bolívar, varios jóvenes formaban corrillos para criticar la desidia de las autoridades. Dos ancianos que conversaban frente a la Catedral opinaban que Queniquea era un producto de la corrupción que carcomía a la juventud. Algunas beatas que iban hacia la capilla de San Pedro, mientras hacían correr las cuentas de las camándulas entre las raíces secas de sus dedos, murmuraban de señoritas que se habían empeñado en ver en aquel desalmado uno de esos bandidos románticos descritos en cuentos y novelas. Los estudiantes comentaban dondequiera las opiniones del profesor de Derecho Penal, quien vistiendo con inútiles palabrerías su flaqueza de ideas, hizo notar en clase que los rasgos ] 135 [


fisionómicos de Queniquea correspondían a las características del criminal nato de Lombroso. Hasta las más aristocráticas señoras –obligadas por la curiosidad- salían a las ventanas a saber nuevas por medio de los campesinos que llegaron esa madrugada con cargas de pasto y leña a la ciudad: Contaban estos detalladamente la muerte del comisario Avendaño y relataban un nuevo crimen. Había matado a don Remigio a quien sirvió de mayordomo en otra época. Nadia supo por qué se retiró de la hacienda ni por qué decía que más nunca volvería a trabajar en aquellos conucos. De eso hacía más de un año. Ya creían apagado el tizón de resentimiento que había entre ellos! Pero el jueves en la tarde se escondió en el soberao del rancho y a media noche calmó el frío de su puñal escondiéndoselo en pleno corazón. No se supo nada hasta después de tres días, cuando el que vivía en la loma vecina vio unos zamuros en el cercado de piedra que circunda la choza y fue a saber lo que pasaba. Encontró el cadáver casi comido por la zamurada! Aquello no podía seguir. Era necesario limpiar de malhechores la sierra; hacer una batida de exterminio al bandolerismo que se había levantado con las últimas revoluciones. El jefe de Policía también lo comprendía así; por eso, en la avenida de Los Pinos, organizaba la comisión que habría de salir en persecución de Queniquea. Después de escupir una mascada de chimó, ordenó: -Jirmes: arrejunten las patas y pongan cuidao. Los cinco hombres, con las marusas de las balas terciadas a la espalda, oyeron en silencio sus instrucciones. En seguida terminaron de asegurar a los arzones de sus monturas de carabinas y las peinillas, y el pasitrote de sus ] 136 [


caballos atravesó la población y se perdió, calle Lora abajo, rumbo hacia la Cruz Verde. II Ni una arruga de nubes en la tarde. La limpieza del aire contribuye a acentuar la monotonía del paisaje. El relente cala hasta los huesos. Unos carpinteros labran nidos sobre las ramas desnudas de los árboles; el ruido acompasado de sus picos es el pulso del día: cuando se interrumpa, la tarde vestirá de luto. Los cinco hombres descienden, unos detrás de otros, por un camino que culebrea entre animes escarchados de flores. La inexpresión de sus rostros hace pensar en que la indiferencia y el frío del paisaje se han metido en sus espíritus. Al pie de la vega corre la cinta espumosa del Albarregas. Entre las brisas húmedas que suben del río, se enredan los fragmentos de una canción: Queréme chinita como yo te quiero, no sias remilgada, no sias tan esquiva .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. déjame que goce queriéndote artico paloma, lucero! .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. Los jinetes siguen desdoblando las vueltas de la cuesta. Incitados por la proximidad de la pulpería de donde viene el cantar, acercan las rodajas de sus espuelas a los ijares de las bestias. El camino se retuerce en un remor] 137 [


dimiento de roquedales. Ruedan algunas piedras bajo el chis chas fatigado de los cascos. Al plegarle otro recodo a la distancia descubren el río, el corredor del negocio y el pulpero, recostado a la puerta en una silla de suela. Ahora distinguen claramente al rasguear de la guitarra y la letra de la canción: Trocito de gloria, botoncito de oro, piacito de cielo; cuando sias mi mujer tua la vida, cuando ya sin pecao me des besos, abrázame, bésame chinita. tírame el pelo; reyite con gusto, tantiá con tu mano como brinca el amor en mi pecho, y no sias remilgada ni esquiva, claror de los cielos. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. El río empieza a crecer. Los cinco hombres se sienten pequeñitos ante el amarillo terroso de las aguas. El mayor peligro está en las piedras que, removidas y arrastradas por la corriente, pueden aporrear uno de los caballos y poner en peligro la vida del que lo monta. En el estrecho horizonte que es posible dominar desde la hondonada donde se encuentran, no se distinguen signos de tormenta. Bejarano –quien capitanea la comisión- observa, mientras deja caer hacia la espalda el pelo de guama sostenido por el barboquejo: -Debe estar lloviendo en La Culata. Después, poniendo las manos en forma de bocina, grita al de la pulpería que continúa indiferente su canción: ] 138 [


-¡Eeeepa! ¿Se podrá pasar? El interpelado deja la guitarra sobre unas jamugas que están en el corredor y va hasta la orilla a indicar el lugar más vadeable. Por si es necesario ayudar a alguno, prepara el lazo de una soga y se coloca en disposición de lanzarla. Las bestias, después de una pequeña lucha, obedecen y empiezan la travesía. Durante un momento parece que no resistirán el empuje de la corriente. Estiran los cuellos y bracean desesperadamente por alcanzar la margen opuesta. Los jinetes gritan para animarlas. Al cabo de un rato aparecen, como a cincuenta metros más abajo, sacudiéndose el agua y tascando briosas los bocados del freno. -Estamos hechos una sopa! –exclama alguien mientras se dirigen a la pulpería. El dueño del negocio, pequeño, charlatán, nervioso, de un rubio raro que le ha valido el apodo de Pelo de Caña, se viene hacia Bejarano haciendo grandes demostraciones de cariño: Él es el coronel Monzón! No lo recuerda? Ambos guerrearon bajo las órdenes del general Espíritu Santos Morales. Fueron de los derrotados en el páramo de El Zumbador. Lo que si recordará, seguramente, es aquella huida al través de veredas escarpadas, por sobre los lomos de las cordilleras que parecían irse agachando a medida que ellos avanzaban de picacho en picacho. A él no se le olvidaba el miedo que tenía de caer en los algodoneros de niebla aposentados en el fondo de los barrancos, ni aquellas rachas heladas que silbaban las cañadas y desgarraban los oídos amenazantes y burlonas, ni el afán de sostenerse las quijadas empeñadas en querer reír bajo la influencia del mal de páramo, ni aquel temblor miedoso que producía la espera de un ¡alto quien vive! de los enemigos. ] 139 [


La memoria se les enrojece con el recuerdo de la revolución pasada. Sienten la nostalgia de los días en que sus manos se agarrotaban de frío sobre los fusiles y el cosquillear de los puñales en las cinturas les multiplicaba la hombría. Los otros hombres, después de aflojarles las cinchas y quitarles los frenos a los pencos, tienden sus chamarras sobre las jamugas que están en el corredor y se acuestan sobre ellas dispuestos a oír lo que cuenta Pelo de Caña: En esa época Bejarano era casi un muchacho; todavía tenía los pantalones por la espinilla. Cómo no lo iba a recordar agradecido: Fue en el Llano Grande. Él tuvo que hacer la jornada a pie porque le caballo se le trozó el día anterior. Estaba cansadísimo. La cabeza le zumbaba como si dentro de ella laborara un enjambre de abejas. El tintinear de la mula campanera de arreo que traía el bagaje del ejército y el totear de los mandadores de los arrieros sacudidos en el aire, foeteaban su cerebro. Las mujeres que seguían a la soldadesca para satisfacer su sexualidad, los sacos de fique llenos de comestibles, el quejido contorsionado en fiebre de los heridos, los picos y palas que iban sobre la hilera de mulas, los compañeros que arrastraban el cansancio junto a él, todo se le antojaba una pesadilla absurda. Le daban ganas de gritar, de tirarse sobre la hierba y esperar a que los perseguidores concluyesen con su vida. Por fin pasó galopando a su lado un oficial del Estado Mayor, mandando a hacer alto. El general Morales ordenaba acampar allí. El hizo detener su patrulla. Luego llegaron las otras. Algunos soldados se tendían boca arriba, tapándose las caras con los sombreros de cogollo. Otros descuartizaban una novilla para preparar la cena. Las mujeres improvisaron fogones y pusieron a hervir yuca en ollas de barro. ] 140 [


Perdió el conocimiento poco a poco. Cuando lo recuperó se encontraba en una casita de los arrabales de Mérida: ahí le contaron que había tenido que huir precipitadamente a media noche porque el general Castro se acercaba al campamento; a él lo iban a dejar abandonado, deliraba de la fiebre que tenía, pero Bejarano, compadecido lo trajo amarrado al pico de su silla… Desde entonces, se retiró de esa vida de azares, y como poseía unas cuantas morocoticas, decidió ponerse a trabajar honradamente y estableció el negocito que estaban viendo. Bejarano se levanta del tercio de leña donde ha permanecido sentado y estirando los brazos para desentumecerse, comenta: -Brrrr! Hace frío. No es verdá?-. Luego, dirigiéndose a sus hombres, propone: -No quieren alzar el codo, muchachos? -Un traguito de miche da bríos- asegura el coronel Monzón, llenando los vasitos. En seguida invita a Bejarano: -Pasá pa la tastienda y probás un cocuicito que me trujeron de Bobares-. Ya tras el armario continúa: -Decí, qué venís a hacer con gente armada? Estás reclutando? Hay guerra? -No. Vengo en comisión a coger a Queniquea. No se ha asomao puaquí? -Esta mañana estuvo descansando en el mesmo tercio de leña donde estabas sentao. -Malhaya nunca! Y no lo apresaste! -Pues… pues… es que ya estoy viejo pa tener camorras. Sabés! -Y dónde estará ahoritica? -Debe andar por la laguna de La Llanada; ahí nomás: detrás de esos cerros. Dicen que duerme escondido puallá. ] 141 [


Los caballos se impacientan en el patiecito de tierra pisada. El Albarregas ha continuado creciendo hasta salirse de madre, poniendo cristales a la acuarela de hierbas de la orilla. El sol de los venados transformó la monotonía del paisaje en un juego cambiante de colores. Un arco iris se destiñe sobre las faldas verdes de las vegas. Empiezan las primeras estrellas a poner puntos a las íes gigantes de los riscos. Dos garzas que pasan hacia el Sur agitan los cuatro pañuelos blancos de sus alas despidiendo la tarde. -Pié al estribo!– grita Bejarano. Ya de a caballo pregunta: -Cuánto debemos? -Siete cobres- responde Monzón, agregando: -Si quieren divertirse esta noche, vayan donde ña Petronila, que tiene paradura de niño. -Dios le pague el aviso; y hasta la güelta!– contesta uno de los de la partida. Los cinco hombres se enfilan cuesta arriba. A derecha e izquierda, cercados de piedra se estiran entre potreros y cafetales. La brisa que sube del río no tarda en volver a traer hasta sus oídos el rasguear de la guitarra y la voz de Pelo de Caña: El limón ha de ser verde para que tiña morao… El amor para que dure ha de ser disimulao. III Cuando la comisión llega a El Royo, ya están en plena fiesta: el primer joropo había sido anudado al último canto del gallo. Inmediatamente son invitados a pasar adelante. ] 142 [


La casa, de interminables corredores que encuadran el patio enladrillado de asolear café, está iluminada con profusión: sus ventanas parecen pupilas abiertas atisbando en la oscuridad el beso helado que dan los picachos a los luceros. Tres peones, sentados sobre un banquito de madera, comentan: Que ña Petronila mandó a vender a la ciudad cinco cargas de café para hacer la celebración. Que sus mujeres vinieron durante el día a ayudarle a preparar los bizcochuelos, acemitas, mojicones, arepas de harina, requesones y cuajadas para la cena. Que hay tres tinajas de chicha y una pipa de miche para el brindis. Que las muchachas que subieron ese día hasta El Pantano a buscar fresas para vendérselas a las familias de Mérida, trajeron de paso el frailejón, poleo, albricias, incinillo y laurel para renovar la enrama del nacimiento: que ese era el motivo por el cual en la salita se olía el mismo perfume de los páramos. Que con esta fiesta aumentaría en toda La Otra Banda la fama de las paraduras de niño de ña Petronila. De las haciendas vecinas continúan llegando mozos y mozas, con sus trajes domingueros más almidonados que nunca. Ellos, rudos y nobles como el terrón que arrancan sus arado en la sementera, vienen con las manos sobre las veras terciadas en los hombros. Ellas, alegres como los arroyitos montañeros, traen los sombreros de jipa coquetamente tendidos sobre los ojos, el pañuelo de madrás cruzado en el corpiño y la falda ligeramente alzada hasta la pantorrilla. Todos traslucen en sus caras –quemadas por el cierzo y por el sol- la alegría ingenua de las fiestas campesinas y la sinceridad que caracteriza a los habitantes de aquellos campos, donde no hay rancho que tenga su ] 143 [


puerta cerrada para el caminante, ni árbol que no ofrezca, junto con su sonrisa de sombra, la caricia de una piñuela colmada de agua fresca. Siguen las rondas de miche encendiendo piropos en los labios de los hombres y los jarros de chicha acentuando colores en las mejillas de las mujeres. Los más respetables convidados organizan la paradura del niño. Eligen como padrinos a José Dolores, el mayordomo de La Quinta, y a la menor de las hijas de ña Petronila, Marcelina, la más linda de las otra banderas. Los demás irán por parejas: ellas cantando aguinaldos; ellos, con velas prendidas alumbrando el camino. Varios muchachos limpiaron durante el día los lugares por donde se hará el paseo, que habrá de atravesar la Calle de los Árboles, cruzar el potrero de El Caimito y luego regresar por el Camino Real. Cada minuto gravitan alegrías sobre la fiesta. El aroma del chorote trasciende hasta los corredores. Alguien propone que bailen una pieza los padrinos solos. Todos hacen rueda a su alrededor. Los cuatros y las maracas inician un valse. José Dolores se siente orgulloso de llevar aquel manojito de encantos entre los brazos… Unos ancianos se han quedado conversando en la salita donde está el nacimiento. Hablan de las calamidades de sus haciendas. Faltan brazos. En Liria y en la Hechicera se están perdiendo las cosechas de café porque no hay quien las recoja. Las siembras de maíz se han machorriado por falta de aporcadores. Los molinos de Escagüey no trabajarán sino tres meses, pues hay muy pocos trigales: ese año los Andes no producirán ni siquiera la harina necesaria para su consumo. Con las pérdidas que han tenido se verán obligados a disminuir los jornales y a aumentar las ] 144 [


tareas. Uno de ellos anduvo ese día mirando el campo y sintió lástima de ver tantas tierras de labranza sin cultivo. Ya hasta los rebaños de cordero habían disminuido en la sierra! Las últimas revoluciones les hicieron sentir el azote de todas sus consecuencias. Diariamente llegaban guerrilleros hablándoles de patria y de muchas otras cosas que ellos no entendían y cambiaban a los jóvenes sus azadas por fusiles. Que vinieran ahora, para que vieran los barbechos llenos de plantas dañinas; que vinieran para que se convencieran de que a la patria se sirve mejor con un machete de rozar que con una peinilla de guerrear… La ciudad también los perjudicaba. Los muchachos querían hacerse señoritos. Ahí tenían el ejemplo de ño Navidad. Uno de sus hijos se empeñó en ir a estudiar, obligándolo a hacer toda clase de sacrificios para complacerlo. Qué había sacado de él? Tuvo que mandar a buscarlo porque diariamente se emborrachaba y nunca terminaba de graduarse. Regresó con un título inservible de bachiller y lleno de vicios y pereza. No era capaz de resistir ni una hora de trabajo… Uno de los que escuchaban afirmó, mientras sacaba una mascada de chimó de su cajeta: -M’hijo no saldrá d’estos andurriales. Trabajando con yo se le endurecerán las manos y le cogerá gusto al pan mojao en sudor. Dotorcitos hay muchos y piones que los mantengamos quedan pocos. En los árboles vecinos siguen distendiéndose menudos compases de cuatros y maracas que trenzan goce de danza entre las parejas. IV El camino sembrado de cocuyos que pasa frente a El Royo se empina loma arriba, zigzagueando entre guamos ] 145 [


y pomarrosos. Desde sus escondrijos de hierba, los grillos se entretienen en agujerear el silencio con tornillos de íes. Un croar de ranas se engarza a las espigas de los maizales. La luna lucha por desenredarse de unos peñascos montuosos. Caballero en potro zaino desciende Queniquea el cerro, caracoleando sobre la mancha azul de los cocuyos. El viento le azota la cara. La soledad le obliga a mirar dentro de sí. Desde hace rato ha estado pensando. Pensando! En qué? Él mismo no lo sabe. Ideas confusas le han atormentado las últimas horas. Para ver si las espanta va a mirar desde lejos la paradura del niño. Comprende que la vida ha sido dura para con él, y todos sus sentimientos se sublevan contra ella. Nunca ha tenido hembra a quien querer: el amor ha sido una cosa accidental en su vida. Por qué no era él como los demás? Sus dientes muerden la confusión de pensamientos en una frase: -Amarga! Amarga! Como rama de ajenjo! Eso era su vida. Una rama de ajenjo. Una carcajada acompaña la frase. Le extraña su risa: está hueca; más hueca de cómo se la devuelven los ecos! Y amargosa: hasta la risa se le ha vuelto amarga! El caballo –que no siente la voluntad del jinete- empieza a trotar un dos y dos cansón. Él sigue pensando… Por qué había dado muerte al comisario Avendaño? Esta vez la risa sonó más hueca que antes, más amarga que antes. Recordaba. Las cuadrillas de peones salieron cuando apenas los rumores del día empezaron a rondar los ranchos. Él no fue con ellos. Esa semana le tocaba cuidar las bestias de carga y silla que estaban en la hacienda. Tomó café y fue a cortar un tercio de malojo. Al regresar barrió la caballeriza y picó una ración gran] 146 [


de. Por el momento no tenía nada más que hacer. Decidió ir a descansar un rato por los lados del trapiche. Por allá quedaba la cocina, donde encontraría a su hermana para conversar un rato con ella. No estaba. Se tendió sobre un montón de bagazos a esperarla. Tardaba. Cuando ya iban a regresar a su oficio, la vio llegar. Venía llorosa, avergonzada: había salido a apañar unas chamizas. En el cafetal se encontró con el comisario, quien le ofreció unas mandarinas que traía. No las aceptó: las mandarinas le gustaban, pero el comisario le era muy chocante. Trató de abrazarla; ella salió corriendo. Una zarzamora la aprisionó la falda. Él la alcanzó y quiso convencerla con palabras melosas. No quería acceder a aquel hombre repugnante. Entonces él, a la fuerza… Ah! Maldito sea! Cuánto sentía que los hombres murieran una sola vez! Cómo gozaría volviéndole a ver la cara jipata de miedo, mientras los cuchillos desgarraban las chamarras arrolladas sobre el brazo izquierdo. Sus dientes deshilacharon con rabia la palabra: -Amarga! Amarga! Un perro raya la noche con un aullido largo que pone arrugas de terror al silencio. El viento alisa los techos de los ranchos con peine de frío. En el cerebro de Queniquea siguen ardiendo insoportablemente las ideas… Él había matado a don Remigio, y tampoco se arrepentía. Cuando estuvo de mayordomo en sus haciendas, le quedaron debiendo cinco pesos. El jueves fue a cobrárselos. Por estar huyendo no podía trabajar y en su casa tenían hambre. Le contestó burlándose de su miseria, lo insultó y llamó a sus peones para que lo hicieran preso. Durante el resto del día estuvo buscando a quien proponerle negocio por el zaino, aquel porto que ] 147 [


estaba amansando y al que tenía cariño por haberlo criado desde chiquitico. Nadie quiso comprárselo. En la tardecita, cuando estaba oscureciendo, su desesperación tocaba los límites de la locura. Decidió cobrarle la cuentecita de don Remigio en otra forma! -Amarga! Amarga! Como rama de ajenjo! Los cocuyos continúan empedrando el azul del camino y los grillos cosiendo con agujas de íes el silencio. La luna redonda de enero ha logrado desprenderse de los brazos de los riscos y el contraluz de sus rayos sobre las hojas detalla al jinete: pequeño, fornido, barba negra y cerrada, pómulos un poco pronunciados, treinta y dos años. El viento, al levantarse el ala del sombrero, deja ver una frente alta donde la vida empieza a arar sus surcos. El pensamiento continúa retorciendo la angustia… Y todas estas cosas no las sabían ni sus más íntimos. Qué iban a saberlas! Él era un hombre reservado. Quizá fue manía suya guardarlo todo en el secreto de sí mismo. Qué sabroso era tener una existencia inédita ante la curiosidad de los demás! Lo llamaban Queniquea porque contó que era de ese pueblecito. Sus amigos conocían tanto su vida como los extraños. Ni siquiera el nombre! Muchos de ellos comentarían casa de ña Petronila su maldad. Pero él no era malo. No! Era que la vida le estaba acosando. Recordaba una vez que fue a casar zorros: cuando el animal se vio cercado por los perros se defendió. Lo mismo le estaba sucediendo a él. Acorralábanlo por todos lados y se defendía. Como hombre o como animal: qué importaba! -Amarga! Amarga! Una sacudida del potro lo saca de la semi-inconsciencia en que lo han sumido sus pensamientos. Mientras acaricia las crines para apaciguarlo, trata de descubrir el ] 148 [


motivo de la espantada. Como una descarga eléctrica lo invade el terror. De un ceibo podrido tumbado a la orilla del camino se levanta una luz blanquecina. Su lengua entorpecida, apenas si puede articular: -Qué juña! Hasta los muertos me atormentan! La llama es un fuego fatuo, pero Queniquea –supersticioso como todos los campesinos de la cordillera- cree encontrarse ante algo sobrenatural. Siente toda su hombría anulada por la superstición. No obstante, se sobrepone y dirige su caballo hacia la luz; ésta retrocede. Se retira, y lo persigue. Vienen a su imaginación todos los cuentos de aparecido que ha oído narrar y siente como si un nudo se le atravesase en la garganta y un escalofrío eriza toda su piel. Aterrorizado, clava espuelas a su penco y lo deja correr. La luz síguelo atraída por el vacío que hace el potro en su carrera. Cada vez se aproxima más a la casa de El Royo sin darse cuenta del peligro. Cuando reacciona, se encuentra en manos de sus perseguidores. Las mujeres chillan, diciendo que son las almas de los difuntos las que lo han hecho preso. Los hombres aseguran que una luz venía arreando su caballo. V Las horas de prisión se alargan indefinidamente como un bostezo de normalidades. Queniquea continuaba aislándose de todo el mundo por medio de su reserva. Un día oyó contar a los presos que era tradición en la ciudad sacarlos el día de la Octava de Corpus al patiecito que mira hacia la plaza Bolívar y que les abrirían las rejas para que el obispo los bendijera libremente al pasar la procesión frente al cuartel. Desde entonces varió completamente: hizo amistad con varios criminales y conversaba largamente con ellos. ] 149 [


VI Octava de Corpus en Mérida. A las cuatro de la tarde los cerros vecinos multiplicaban la doble detonación del primer mortero. En la esquina de La Torre prenden una recámara que ciñe corona de truenos a la plaza Bolívar. Algunos muchachos disparan cohetes. Las dos torres de Catedral echan a vuelo sus campanas y como un eco inician sus repiques las iglesias de las demás parroquias. El aire, sacudido de ruidos, silba en los oídos. La procesión va llegando a la esquina de la Universidad. Adelante van cuatro monaguillos con incensario, cirios y cruz; a continuación el obispo con el Santísimo bajo palio, seguido por una multitud de feligreses llenos de fervor y dominados de recogimiento. En las calles vecinas sólo han quedado los que estaban paseando de a caballo. El potro que montaba Bejarano fue un imán de miradas y comentarios durante el día: era el mismo zaino de Queniquea, y, según el decir del jinete, no lo vendería ni por veinte morocotas. Cuando la procesión pasa frente al cuartel, los presos están arrodillados en el patiecito que da hacia la calle. Todas las rejas han sido abiertas. La doble hilera de soldados que custodian la entrada del rastrillo está distraída. Apenas el obispo termina de dar la bendición cuando arrollan la guardia. Queniquea es el primero que logra salir a la calle. La mezcla de hostilidad y temor que descubre en las miradas le da la misma sensación de soledad de los ventisqueros. El peligro agiliza su carrera. Al pasar frente a la gallera, salta sobre una de las bestias que dejaron los jugadores a la puerta. El empedrado de las calles no tarda en chispear bajo los casquillos. Su mano izquierda se crispa ante la crin, mientras la derecha azota con la rienda las ] 150 [


ancas. A la salida del pueblo, antes de bajar la cuesta de la Columna, detiénese a ver si lo persiguen. Tres hombres galopan hacia él. Arrea desesperadamente. Sabe que si logra llegar hasta la orilla del Chama sin que le den alcance, está salvado: cruzará el río en la tarabita y luego la cortará desde el otro lado; después se internará en el páramo de Mucuchíes y desde allí hará saber quién es Queniquea. Arriba, en la cuesta, se oyen detonaciones hechas al azar. De seguida un grito largo: -Jeeeeey! Por aquí, muchachos! Reconoce la voz de Bejarano. Se ha adelantado a los demás y viene solo. Si tuviera un arma lo esperaría. Una piedra que echan a rodar los perseguidores pasa muy cerca de su cabeza. El caballo ha estado a punto de irse de manos varias veces. Ya distingue el ruido del Chama. Una maldición se escapa de sus labios. El caballo corre dificultosamente, cojea: se le ha clavado una laja entre los cascos. El ruido de los que los persiguen se aproxima cada vez más. No puede detenerse a sacarla: lo alcanzarían. Foetea con rabia sobre las ancas. Por fin, el frío del río le refresca la ansiedad. Mete los pies en las gasas de la tarabita. Cuatro tirones desesperados le desplazan corriente adentro. La soga oscila sobre la espuma. Un grito de Bejarano le hace mirar hacia atrás: -Urpía, Aquí está Bejarano-. La hoja desnuda de un cuchillo quiebra entre sus manos una cristalería de luz. -Si no se regüelve le corto la soga! Un nuevo tirón le hace avanzar aún más sobre la corriente. Sus labios se contraen –como la noche en que lo hicieron preso- para exprimir todo el ajenjo de la vida en una carcajada hueca. ] 151 [


Bejarano advierte, indeciso: -Quédate quieto, Queniquea, si no querés ir a contar tus marramuncias al infierno. La risa vuelve a competir en vacío con los ecos. Sus manos se crispan en un nuevo esfuerzo. La soga vibra nerviosamente bajo la caricia del acero, y el cuerpo de Queniquea hace una pirueta macabra sobre la espuma, mientras su última carcajada se quiebra entre las piedras del río. Arturo Uslar Pietri y Julián Padrón. Antología del cuento moderno venezolano. Tomo 2. Taller de artes gráficas. Escuela Técnica Industrial de Caracas, 1940. pp. 187-204

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Marquez Salas, Antonio (1919 – 2002)

Narrador venezolano, nacido en Chiguará, Mérida, el 6 de julio de 1919 y fallecido en Caracas el 12 de febrero de 2002. A pesar de la relativa brevedad de su producción literaria, está considerado como el gran maestro del cuento venezolano del siglo XX, y como uno de los más destacados cultivadores de este género en todo el ámbito hispanoamericano. Se doctoró en Derecho en la Universidad Central de Venezuela y aunque se dedicó de lleno al ejercicio profesional, nunca abandonó el cultivo de la narrativa y la poesía. Inicialmente estuvo vinculado al grupo Presente, que hacia 1940 reunió a artistas preocupados por la problemática social. Su primer cuento fue “El Central”, que apareció publicado en Fantoches (1943). En un período en el que los narradores venezolanos se plantearon, desde enfoques particulares y postulados comunes, llevar a cabo una importante renovación de los temas y las técnicas propias de los diversos géneros en prosa, Antonio Márquez Salas se distinguió por sus aportaciones a una nueva formulación del relato breve. Quedó así englobado en una generación de jóvenes autores que, tomando la revista Contrapunto (1946–1949) como vehículo de sus propuestas, promovió entre las Letras venezolanas un acercamiento a las diferentes orientaciones de sus contemporáneos europeos y norteamericanos (Thomas Mann, Aldous Huxley y John Dos ] 153 [


Passos; y el existencialismo de Martin Heidegger), al tiempo que asumió los planteamientos estéticos de los “nuevos modernos” de su país (Pocaterra, Meneses y Uslar Pietri). Márquez Salas estuvo ligado a los escritores y artistas de la revista Sardio. Aún más, financió algunas de las actividades sardianas: librería, exposiciones y publicación de algunos de los números de la revista. Fuente: http://www.mcnbiografias.com/

OBRA NARRATIVA: El hombre y su verde caballo. Caracas. Tip. La Nación, 1947; 142 pp. Las hormigas viajan de noche. Caracas, Edics. Asociación de Escritores Venezolanos, 1956; 74 pp. (Cuadernos de la A. E. V., 90 cuentos). Cuentos. Caracas, Arte, 1965; 182 pp. (Compilación). El día implacable. (Cuentos escogidos, 1947–1969), Caracas, Monte Ávila Editores, 1970; 178 pp. Dombo Salah Har y sus 32 mujeres. Caracas, Ediciones Contexto, 1983; 45 pp. Solo, en campo descubierto y otros cuentos. (Antología), Caracas, Monte Ávila Editores, 1994; 248 pp. CRÓNICA: Se le considera uno de los grandes exponentes de la narrativa venezolana. Su libro El hombre y su verde caballo, publicado en 1947 con prólogo de Humberto Rivas Mijares, fue considerado ese mismo año por otro excelente cuentista, Gustavo Díaz Solís, como “el mejor libro de ficción publicado últimamente en Venezuela”. ] 154 [


El prestigio de Márquez Salas creció en el ámbito de la literatura del país a medida que obtenía uno y otro premio en el Concurso de cuentos de El Nacional, hasta sumar tres galardones. Su influencia fue tal que muchos jóvenes escritores, y no, incursionaron en el modo de escribir de Márquez Salas. Algunos de los premios de El Nacional se lograron mediante relatos en los que era evidente la influencia del autor de El hombre y su verde caballo. El modo se convirtió en moda y, como tal, pasó sin dejar huella. Mientras tanto, Antonio continuaba sus indagaciones narrativas, profundizando en el universo creado por su visión, siempre sorprendente, novedosa. (Revista Nacional de Cultura, año LXVIII/Julio–diciembre, 2006/ Número 334). En el siguiente número de la Revista Nacional de Cultura, (335), Juan Liscano escribía una reseña altamente elogiosa con el título Poesía y misterio, calificando el libro de Márquez Salas,… “de excelente obra literaria, extraordinaria obra de intuición, de profunda inspiración poética”. Sus relatos, dice, nos enfrentan al mundo misterioso, mágico del alma, fragua de intuiciones vitales y de apetencias superiores. Antonio Márquez Salas produce como poeta. “Estos once cuentos ofrecen una gran unidad de estilo, de tónica de acento. Es esta condición su primera virtud literaria. (…) Voz de graves sonoridades patéticas y súbitas arrebatadas de cólera, de arranques melódicos y apasionados temas. Su escritura tiene el poder de volverse, constantemente, verbo, palabra pronunciada, palabra encarnada”. Para Liscano la escritura Márquez Salas habla en alta voz. Y es ésta su segunda virtud literaria y la primera que lo torna poeta, porque el poeta habla y el literato escribe. ] 155 [


Dos tendencias bien definidas señala Liscano: la una que se ciñe a un concepto clásico del cuento como género literario, y la otra que induce al autor a volcarse en el puro monólogo, a hacer abstracción del personaje de la ficción a quien él, en definitiva, suplanta. (…) En todos los casos la escritura tiende, poderosamente, a hacerse verbo, palabra poética. Devora, constantemente, su envoltura para desnudarse y recibir una respuesta. Y en definitiva, el estilo tiende a tornarse metáfora pura, es decir, poesía, es decir, símbolo. Liscano acentúa en las audaces exploraciones oníricas de Márquez Salas: (…) “pasa de la realidad a la realidad mágica y de ésta salta al símbolo. Sus metáforas y símiles son de hermosura a veces suave, a veces violenta”. Márquez Salas solicitó a Guillermo Meneses algunas palabras con motivo de la publicación del libro Sólo en campo descubierto y otros cuentos, el año de 1965, a veinte años de la publicación de su primer libro. Escribió el amigo, el escritor que admiraba al compañero de oficio. Comenzó reconociendo a una obra de difícil lectura para muchos, difícil por ser profunda. “Poesía recia y poderosa”. Escritura que inventaba su propio lenguaje, en busca de un dominio “absoluto del habla”, que resistía a las influencias. (Se dijo, por cierto, que se trataba de un escritor influenciado por William Faulkner). Sabiduría del oficio, rigor máximo, consciencia de su poder imaginativo. Capaz de inventar su propia retorica. Es, simplemente –palabra del Guillo Meneses– una de las más ricas personalidades de la literatura venezolana. “Antonio Márquez Salas fue, desde su primer momento, ese hombre de oficio y arte que (de acuerdo a una afirmación de Faulkner) no tiene tiempo para ser literato. ] 156 [


Un escritor en pleno poder, en plena capacidad, en pleno embrujamiento. Todo lo contrario de la medida estricta, de la cuidadosa utilización de los recursos. Entra de lleno a correr los peligros de lo que siente terriblemente necesario e importante; se lanza a la aventura, porque sabe que es capaz de dominar todos los obstáculos. Conoce todo el alcance de su fuerza”. Juan Liscano mantuvo una gran admiración por la obra de Márquez Salas. En Panorama de la literatura venezolana actual (1984), escribe con el mismo ardor de su primera reseña por los años cuarenta. Su cuentística, dice, “forma una inmensa y compleja metáfora única, como un cuadro del Bosco, hormigueante de monstruos –personajes del inframundo y del delirio–, de relámpagos, llamaradas, naturaleza agresiva. Un cuento suyo se parece a un cuento suyo, de allí que se le acusara de retórico. La atmósfera mefítica y agobiante es la misma en cada uno de sus tremendos relatos. El lenguaje es metafórico, se entrecruzan los planos narrativos, todo parece descompuesto, a punto de estallar, de desmoronarse, de entenebrecerse, de inundarse. Es un ámbito de apocalipsis y de extraordinario poder de contagio. Las más violentas descripciones realistas de llaga y pus, de podredumbre que fermenta y barro que succiona, de animales reventados y seres bestializados, coexisten con invocaciones líricas estremecedoras, vuelos poéticos, imágenes deslumbrantes, alegorías aurorales. El cielo y el infierno se desposan en esa obra siempre igual a sí misma, compuesta por una treintena de cuentos que su autor reparte en cuatro momentos de una misma tentativa de expresar la condición humana: el primero en que el hombre es simple instrumento dominado por el caos que no le permite imponerse a su destino; el segundo en que el hombre se sitúa en la alterna] 157 [


tiva de conquistar el mundo o perecer, el tercero en que se encara con las fuerzas del anonadamiento y la destrucción; el cuarto en que aparece el pueblo y el hombre lo expresa a través de su propia vida. Según Márquez Salas los cuatro cuentos que señalan esos cuatro momentos son: ¿Vuelves, ordenanza?, El hombre y su verde caballo, ¡Como Dios!, Solo, en campo descubierto.(pp. 104–105) En 1988 Orlando Araujo incluirá una reseña crítica sobre Márquez Salas en su libro Narrativa Venezolana Contemporánea, publicado por Monte Ávila Editores. Caracas, 1988. Araujo destaca el momento de la aparición de los cuentos de Márquez Salas: “Cuando ya la vanguardia había agotado sus metáforas insólitas y la generación cerebral de sus imágenes era una retórica más; cuando la visión galleguiana de la tierra y del hombre había exprimido las posibilidades de su épica; en 1948 a veinte años del número unigénito de válvula, aparecen, en la novela, Los alegres desahuciados de Andrés Mariño–Palacios y, en el cuento, El hombre y su verde caballo de Antonio Márquez Salas, ambos escritores del grupo Contrapunto, que comenzó abarcando mucho y apretando poco”. No solamente es precursor, afirmó Orlando, sino realizador de un lenguaje nuevo y de una cosmo–visión del hombre rural latinoamericano y de la tierra marginal y gangrenada que le correspondió como destino implacable. Nadie puede disputar a Márquez Salas el principado literario de su obra narrativa, fundamentado en dos cuentos perdurables: El hombre y su verde caballo (1948) y ¡Como Dios! (1952). Encontramos un auténtico y serio análisis de la obra de Antonio Márquez Salas, en el prólogo que escribiera ] 158 [


Carlos Pacheco a la edición del libro Solo, en campo descubierto y otros cuentos. (Antología). Monte Ávila Editores, Caracas, 1994. Escribe: “La cuentística de Márquez Salas se encuentra llamativamente concentrada en dos períodos: 1947– 1952 y 1960–1965. Si bien la primera etapa es sin duda la más característica y definitoria, en la segunda diversifica sus procedimientos y se abre a nuevas temáticas, lo esencial y distintivo de su prosa narrativa se mantiene intocado a lo largo de toda su producción. A juzgar por esta concentración en el tiempo, pareciera que la formidable intensidad expresiva y temática de la mayoría de esos relatos hubiera existido también en el proceso de su producción, caracterizado por temporadas de trabajo febril y extensos periodos de aridez y silencioso escriturario. Nótese, por ejemplo, que trece de sus cuentos se concentran en sólo dos años: Siete en 1948 y seis en 1964. Por otra parte, y con excepción de un relato íngrimo fechado en 1969 e incluido en la última compilación, Márquez Salas no ha vuelto a publicar cuentos propiamente dichos desde 1965”.

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SELECCIÓN: Hemos escogido el cuento “Una mujer y la muerte”

UNA MUJER Y LA MUERTE I En la mente de Cándida brilló por un momento el recuerdo de su juventud; como el humo de las hogueras abandonadas, se hinchó fugazmente, expandió sus fibras leves y un fiero aletazo del tiempo–gavilán–viento, lo esparció, lo lanzó hacia afuera transformado en menuda lluvia de sueños. El mundo se redujo para Cándida a espacio curvo y tenso. Embriagada por el intenso almizcle de la tierra, entregó su pequeño corazón rojo a la voracidad sin freno de una fuerza oscura, de un oleaje poderoso, de una incontenible y misteriosa sombra. Sus sentidos vigilaban a través del viento los signos de la muerte. Por su calle pasaba la desabrida y a cada puerta se detenía y sonaba su cascabel gigante. Por la noche se detenía alucinada al borde de la oscuridad, para impregnarse de la soledad del mundo, de su perfume y del intenso fluido de las cosas terrestres. Escuchaba atenta los ruidos profundos de la creación y el canto caótico de las formas desconocidas. Sentía sobre su piel, triste y ávida a un tiempo, el golpear incesante de un grueso y dolorido aliento. Cándida deseaba aparecer serena. Sin embargo, sentía que el corazón iba a estallarle por dentro. Pasaba su mano por la frente y el sudor la humedecía. Se arrodillaba y rezaba. Pensaba en las llamas, en el fuego purificador del purgatorio, a donde seguramente iría a parar Esteban. De pronto, como un árbol sacudido por el viento, desper] 160 [


taba balbuceado palabras cuyo sentido se diluía en la atmósfera tensa y desolada. El cuerpo de Esteban se hallaba extendido sobre unas tablas. En un atril improvisado el ataúd semejaba una atenta y poderosa araña. Ataúd y hombre: a ras del suelo la luz débil de la lámpara se movía para atarlos y desatarlos. Un hombre y la tierra: ya que nadie quería desatarlos porque nunca nadie más habría de atarlos nuevamente. El corazón y la garganta de la mujer se llenaron de palabras incoherentes, invocando una piedad pagana por el hombre desdoblado de toda duda que allí se encontraba tendido, el rostro hirsuto, cortado en trozos por el continuo parpadear de la llama. Las velas colocadas a los extremos del ataúd señalaban el cadáver de Estaban, como dedos fríos, vacilantes. Entraba gente. La urna estaba llena de Esteban. Llena hasta los bordes de su carne y de su muerte. ¿Quién puede negarlo ahora? ¿Quién desdecirlo como lo que es? Nadie se atrevería a conjeturar acerca de él ahora que la muerte es su propio movimiento. La tierra vendría a ser la voz, la conciencia. Olvidarlo ya no podría nadie, porque ya no existe. Era la medianoche. En el centro de los que querían olvidar, él. Gente hablando, rezaba; riendo, rezaba. El alcohol, rodado a tragos, alejaba el temor a lo desconocido. Cándida no se atrevía a pronunciar su nombre. Sonámbula fue a la cocina donde mujeres, viejas y jóvenes se apretujaban unas contra las otras y se daban nombres obscenos. De momento se quedaba sola. El candil, el fogón, eran de sombra, pequeños cocuyos los denunciaban. La noche hacíale señales con sus árboles siniestros. Alguien ovillado junto a ella una especie de animal triste, le respiraba ] 161 [


cerca del seno. No decía una palabra. La cubría de pelos, de sudor y le entregaba a través del ardor de sus ojos un inmenso desierto. Cándida lloraba y no sentía que lloraba, pero sentía que aquel que se hallaba junto a ella le tocaba el seno. Se lo bruñía suavemente con mano tibia y líquida. Ella sentía que la tocaban, pero que no lloraba. Y en verdad lloraba. Lloraba, pero su garganta se había resecado. Esteban se encontraba muerto. ¿El llanto es por la muerte del hombre? Otros, cerca, cuchicheaban. Hablaban de cosas diferentes. El que se hallaba a su lado tocaba ahora su vientre. Los músculos le dolían. ¿Por qué había de suceder todo esto si Esteban aún se encontraba cerca, alumbrado, mirando desde su soledad la esperma de las velas chorrear sobre las frágiles alcayatas? Ahora se hallaba sobre un montón de paja seca, mirando las estrellas y sollozando ente los brazos fuertes de un hombre a quien no conocía pero que la hacía brutalmente suya, le enseñaba en este momento una verdad más fuerte que aquella muerte. El desconocido la hacía brutalmente suya, entraba en su cuerpo, la poseía sin piedad. Esteban se hallaba más allá de lo que ella era en ese momento en brazos del otro. Aquella noche dormía Esteban para siempre y ella, mejor dicho, un hombre dormía junto a ella, la primera noche en la cual Esteban podría decirse a sí mismo: estoy muerto. La primera noche en que podía gritar a la tierra: estoy muerto. Estoy muerto, hubiera podido decir al aire, al agua, al mundo enronquecido de pájaros bobos y murciélagos. ¿Quién no escucharía sus palabras? Estas palabras buscarían obligadamente todos los oídos, se escurrirían, como la lluvia en todos los agujeros con forma de oídos. Eran palabras que se hacían escuchar. Decían: ] 162 [


«Aquí estamos nosotros para anunciar que un hombre ha muerto. Somos la voz de su carne que ya no es más carne, de sus ojos que se hallan ciegos de frío para siempre, de su sangre reclamada por el jugo de la tierra». Y ella aquí húmeda, y hombre, un extraño a su lado. Ebrio él y ebrio el mundo a su lado. ¿Acaso no fue suya porque quiso? Sus piernas se apartaron para que él entrara en ella y la estrujara contra su costra de betún y sudor, hasta que toda su sangre fue solo una dolorosa quemadura, como aserrín prendido. No había llama aparente, pero la quemazón le andaba por dentro. Era como quemazón de olvido. Ardor, ardor obscuro, despiadado. Era la media noche y ella menos que nadie veía ya al hombre Esteban sobre la tierra. Se encontraba definitivamente lejos de ella el hombre del seno, el macho. El nuevo, el extranjero, el desconocido, era otra fuerza. Era agua de otro río, fruto más ácido y joven. Ahora estaba dentro de su vientre: raíz cuajada dentro de la tierra. Abultado, deforme, todo savia, todo vida, como un crecido río de aguas ardientes, que empujaba al mar una gruesa capa de despojos. Sentía que este hombre era una rama de carne que quería prolongarse, estirarse fuera de la nada, hacerse otra circunstancia y luego escupir sobre la tierra con desprecio. A pesar de que Esteban aún la atormentaba con su recuerdo, el otro la llenaba de todo, la somete. Ya no quiere sino entregarse, entregarse sin pensar que Esteban puede llegar a ahogarla con sus propios cabellos. Llenarla de lágrimas y de impureza por el resto de su vida. El desconocido pronto se halló a su lado dormido. Dormía. Dormía como el fuego que ha encontrado una barrera húmeda a su expansión. El otro, Esteban, dormía su sueño de mampostería bajo el hierro del silencio. Este ron] 163 [


ca y sostiene su nuca con la mano. Su pecho se expande brutalmente y le comunica un frío temblor a las altas estrellas y a la atmósfera apagada y deforme. En este momento es ella quien deseaba protegerle. La llegada del hombre– gavilán–tiempo la sacó de su letargo. Esteban dejó en su vida la misma sensación de sed, la abrazadora sed que desnuda y violenta la tierra después de una despiadada sequía. Le agostó las fuentes y le comunicó un ciego y deslumbrante impulso a su sangre, un poco tonta hasta ese momento. Fue realmente un segundo de ciega maldición en su vida. Pero antes, una fracción de tiempo antes, ella mantenía en su mano lustrosa y morena una pequeña taza de aceite, lámpara votiva de una devoción. La llama se elevaba firme hacía arriba y la descubría a ella y a su sombra. Le decía «Ahora tú diriges la mirada hacia arriba, verdaderamente hacia arriba». Y ella asentía con un movimiento de los labios, tímidamente como si no creyera que tal cosa pudiera sucederle a una persona, especialmente a una persona como ella. Pero así era. Frente a aquella lámpara, por encima de ese juego de sombras y de luces, en la alcayata y en su corazón, había crecido, lo mismo que crece un árbol, había crecido un espacio habitado. Hubiera podido agacharse, rectar como una serpiente sobre la tierra y seguir en la fría humedad, multitud de huellas, extrañas y contradictorias, pero al fin y al cabo huellas humanas, por su intención y por su destino. Cándida había cambiado la inocencia de la piedra por la inocencia de la carne. Ahora conocía que dentro de ella se hallaba escrita una leyenda. Comprendió que en adelante la vida no solo significaba espera, sino por sobre todo incesante llamada, anhelante y terrible llamada, búsqueda sin pausa. ] 164 [


Detrás de ella escuchaba una oración repetida por veinte bocas, detrás escuchaba el viento huracanado, sentía correr el azufre y el fuego que había fundido a todos sus antepasados. Detrás y delante de ella estaba la fe. Ella no oraba. Decía solamente: «Dios, Dios, Dios». No le era posible decir: «Dios te salve…». Apenas balbuceaba esa única palabra. No era cuestión de cambiar de pensamiento, puesto que sentía que la vida se le escapaba por estas palabras, porque no era sino lo que ella se imaginaba. Solo lo que ella se imaginaba, lo que podía quemarse en la llama de la lámpara y ahogarse en su aceite. Por eso para Cándida estas cosas cobraron una vida sorprendente. Recordaba a los perros que en la madrugada olían el silencio, recordaba igualmente el canto inmediato o lejano de los gallos. Las desiertas calles de la aldea, la casa con sus ventas al ras de la acera. La mujer que abrió la puerta y por último el aposento frío y extrañamente íntimo, apenas iluminado. Dios había ordenado: «Apáguese la luz». Pero esta luz horrible había desobedecido el mandato divino. En lugar de apagarse se hizo tiniebla. Así el pequeño raudal de luz, se transformó en un chorro de tinieblas que surgía cálida y desesperada de la voz de un hombre. Apareció ante ella, en su totalidad, sin disfraz alguno, osado y desnudo, lo que en su alma había de reemplazar aquella palabra que la aturdía, que la ahogaba en su afán de fe y de conocimiento. Surgió para siempre el Hombre– Gavilán–Tiempo; pero en su boca quedaba un golpe de sal que a pesar de sus esfuerzos no quería diluirse por completo. Aceptó la tiniebla, había llegado la hora de conocer el caos. Lo aceptaba porque su propio poder lo había buscado, no porque así tenía que ser. Aquel caso era un ] 165 [


hombre, un trozo de madera, un sembradío arrasado por la voracidad de la langosta, un rayo que inscribe su ardor en la tierra, un río que crece desde las fuentes y se arrastra a sí mismo, devora su futuro. Este fue su hombre y ella sentía esto hasta el tuétano, porque había despertado en su alma una desconocida y apasionada lumbre. Para algunos, quizás nada tenga que ver el que un gallo levante su cresta en la noche y confunda su canto con el grito desarticulado de una mujer, fundida, abierta, desesperadamente creadora. El canto del gallo y el grito de la mujer son dos himnos jubilosos y eternos a la vida y a la muerte, al fin y al comienzo. Esteban tenía ojos, tenía luz, tenía poder. Aquella noche ella quedó aturdida bajo su potencia. Sintió sudar su ingle bajo el peso de aquel viento, de pesada y densa seducción. Más tarde él, como un animal harto, se había echado a su lado y le sonreía en la oscuridad. Aunque el sol brilló de nuevo sobre la tierra ella se encontraba sobre la dura tiniebla del hombre Esteban, participaba de su condición. La distancia entre los dos se hizo cada vez tan larga que a ella le pareció definitiva. Sin embargo, una y otra vez y de invierno a invierno, crecía turbio el río y una vez más la inundaba. Pero hubo una vez que Cándida supo que en su vientre se había pagado la estrella del hombre–Esteban. Algunas veces ella por su propio impulso hubiera querido volver a él, pues sentía una desoladora tristeza cuando recordaba toda la verdad que encerraban aquellos días de juventud. Entonces sentía que él era una fuerza contra la que ella no fue nunca capaz de luchar, una fuerza que le fue siempre desconocida y que la envolvía y la ennegrecía de miedo, de estupor. En sus manos ella no era más que ] 166 [


un pájaro atrapado, tembloroso; un pájaro perdido en las garras de un gavilán. II Esteban se estaba pudriendo, mientras alguien hendía un trozo de leña en el patio y los últimos pájaros silbaban en el corpulento y frondoso caimito. En la habitación solo se hallaban Cándida y Esteban. Ya era cadáver pero aún lo sentía en el pecho como si estuviera vivo. Tenía las manos moradas y gruesas y los labios estaban sajados por la fiebre. Sus dientes parecían amarillentos y torpes. Estaba dormido, pero la piel era horrorosamente amarilla. Todo lo que había en la sala parecía querer huir de ese color. Las luces de las velas parpadeaban angustiadas, la esperma se derretía apresuradamente y las paredes, las butacas, los cuadros y la misma urna en que lo iban a enterrar parecían bailar sin concierto, buscando una oportunidad para escapar de la presencia de aquel que pronto había de morir. A pesar de la fuerza que emanaba de su cuerpo, a pesar de todo la potencia de aquella sangre, es ella la que en ese momento podría protegerle. En tal oportunidad cualquier débil mano, la de un niño, hubiera podido estrangularlo, hacer que su corazón cesara de la latir, hundiendo hierro liso y cortante en su pecho. Hubiera sido fácil pasto de cualquier fuerza. *** Cándida sentía una inmensa necesidad de proteger a aquel desconocido que hacía apenas un momento atormentaba su vientre con un sexo inflamado, con su pasión ] 167 [


turbia y desconcertada, con su pobre alma linfática, sin voluntad. Quizás esta necesidad le naciera porque un hijo suyo hubiera sido concebido en sus entrañas. Quizás, pero por sobre todo sabía que necesitaba darle su protección de mujer débil. Había algo que le inducía a pasarle a aquel hombre su mano por el rostro bárbaro, por la mejilla saliente, por los ojos cerrados y enrojecidos. Al menos era esta su voluntad. Se hubiera levantado como un animal salvaje a defender a ese hombre a quien apenas si conocía. Había sido su hombre y no era menester otro conocimiento, era el mejor. Él se encontraba en ese momento junto a ella, y mañana, en el próximo día, en el día en que ya estaban, en ese día primero de la muerte de Esteban, día primero del deseo y del vientre para otro, día primero y nuevo de sentir todo el corazón, todo el peso de su cuerpo para el salpicar de la baba de otro. ¿Estará? No importaba, existía, era libre y eso era bastante. Clareaba y Cándida permanecía con los ojos abiertos. Pensaba: «a medida que el mundo se llena de claridad, Esteban se sume en una tiniebla cada vez más espesa». Pero a la vez sentía que todo su cuerpo y toda su vida se colmaban de libertad. Su carne estaba alegre, tensa, y el aire que respiraba le quemaba los pulmones, excitándole la sangre. Ya no pensaba en Esteban como antes. Él tomó su libertad, ya nada lo sujetaba y hasta su nombre se perdería en el olvido, en el silencio, que ya ardía en el corazón de Esteban. Esteban dominaba ahora su voluntad y triunfaba. No existía nada que atrajera sus ojos, nada que excitara y martirizara su carne. Ninguna emoción que le oprimiera el pecho. Se encontraba solo con su libertad y su infinita seguridad. ] 168 [


Su muerte se hallaba con él. ¿Quién podía desatar el nudo que formaba Esteban con su muerte? Clareaba, pero el mundo todavía dormía. Todo iba adquiriendo movimiento a medida que avanzaba la luz. Todo iba adquiriendo forma, adviniendo de la niebla, de la torpeza de lo que aún no era. Cándida en cambio entraba en el mundo donde todo resbala de la conciencia. ¿Puede mostrarle esta claridad, la verdad desatada en su cuerpo por el hombre que dormía a su lado? A pesar de su experiencia anterior no podía dudar que se encontraba al borde de una vida nueva rodeada por las llamas de pasiones antes desconocidas. Esteban se hallaba en su cajón negro, con sus últimos pensamientos, esperando para ser enterrado dentro de algunas horas. Ahí estaba: las velas apagadas, rodeado de un insoportable hedor, con sus últimos pensamientos. La fiebre se había lanzado sobre él como una gran serpiente de fuego. Antes de morir oíasele delirar. Era como si estuviese rezando. Ella, Cándida, no podía impedir escucharlo, oírlo. Jadeaba por la fiebre, no tenía rostro. Era como una montaña incendiada. Primero mordía las palabras entre los dientes. Las atraía, las desataba, las escupía. Salían de sus bocas quebradas, extrañas, rotas, sin concierto. Las volvía a tomar y las repetía; las repetía como si las estuviera descortezando. De pronto, caían unas tras otras como si hubiera resuelto rasgar su voz y lanzar todas las palabras que conocía al encuentro de oídos invisibles. Sentía que la lengua ya no quería contribuir a su torpe y final expresión. Enredadas, inconexas, las palabras se transformaban en ronquidos, en estertores. Cándida sentía estas palabras como punzadas. Al clarear, pensaba, se iría de allí para siempre. Hizo un mo] 169 [


vimiento y sintió una mano tosca clavada en uno de sus senos. La atajaba. Quería pedirle a Esteban que viniera en su ayuda. No quería nada más. Se iría. Pero el otro se aferraba a ella. Se desprendió bruscamente porque sintió un dolor agudo en el pecho. El otro despertó soñoliento, desconcertado y la abrazó. Alzó su voz y dijo a la mujer: –Quédate conmigo, Cándida. ¿Cómo sabía su nombre? ¿Con qué derecho la nombraba? Su voz era pastosa. Estaba ebrio aún. La atraía contra sí. La poseía nuevamente, la tomaba íntegra, la envolvía en su aliento fétido. Era suya y ni un momento, ni una sombra de su pensamiento ni cualquier brizna de su alma quedaban para más nadie. La tenía como Esteban a su muerte y en ese instante era más suya que el ataúd que contenía el corazón de Esteban. Márquez Salas, Antonio. Solo, en campo descubierto y otros cuentos. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela. 1° Edición, 1994

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Bencomo, Carmen Delia (1923–2002)

Nació en Tovar, estado Mérida, Venezuela (5 de julio de 1923. Murió en La Guaira, estado Vargas, 12 de octubre de 2002). Desde la primaria se sintió inclinada por la literatura. Empezó a escribir un diario donde la muñeca contaba lo que le impresionaba de su dueña. Más tarde puso en orden estos relatos y los publicó con el nombre de “El Diario de una Muñeca”. Poeta, narradora de cuentos y obras de teatro para niños y jóvenes. Fue maestra de Prescolar y bibliotecaria en Caracas y en la Creole de Cabimas. Colaboradora en varias publicaciones periódicas como en la Revista Shell de Venezuela, La Religión, Cultura Universitaria, Revista Nacional de Cultura, ChurumMerú, Tricolor (1969–70), Diario Crítica, El tren de colores (Mérida, 1984–85). Fue Coordinadora de Actividades Culturales de la Compañía Shell, Directora Fundadora del Instituto Zuliano de Cultura, Coordinadora de Cultura de la Gobernación del Estado Mérida. El cuento “Tercera Caída”, enviado al concurso de cuentos de El Nacional (1962), mereció ser publicado en el Suplemento N° 11, domingo 15 de Enero de 1963, con la siguiente nota: “…tiene el mérito de inspirarse en un acontecimiento de gran actualidad en la vida venezolana de hoy y, más concretamente, en la existencia caraqueña. Niñez y adolescencia abandonada. Miseria. Cárceles donde se mezclan –para mal de la sociedad– ] 171 [


los más heterogéneos detenidos y presos…escrito por una mujer que comienza a hacer sus primeras incursiones en el género…”Inventó una manera de hacer arte a través de retazos de tela. Cocuyos de Cristal (Relatos para niños). Gráficas Edición de Arte, C. A., Caracas 1965. (Este libro figura en nota del crítico Rafael Angarita Arvelo, –“El Universal”, 15 de Enero de 1966– como uno de los mejores libros publicados en 1965. Obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Cuentos Infantiles auspiciados por el Banco del Libro, con “La cigarra niña”, Caracas, 1965). En 1967 ganó el concurso: para la letra del himno de la Enfermera. Con la obra “Los Papagayos”, el Primer Premio en el Concurso de Obras para Teatro de títeres, organizado por la Dirección de Cultura de la UCV. Ganó el 2do Premio del Concurso de Poesías infantiles del Banco del Libro, con “Cartilla del aire” (Caracas, 1970). En 1971 obtuvo el Segundo Premio en el Concurso de Poesía para Niños, promovido por el Banco del Libro, Caracas. Con “Un cuento blanco para Mary”, ganó el Primer Premio de Cuentos Infantiles de la Universidad de Carabobo, 1983). En Europa realizó estudios de Literatura y Biografías infantiles. Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. OBRA NARRATIVA: Cocuyos de cristal. (Relatos para niños). Caracas, Gráficas Edición de Arte, C.A., 1965; pp. 134. “El cuento de la cigarra niña”, en: Otras páginas para imaginar. Ediciones Fundación Festival del Niño; 1970. “Un pueblo de creyón”, en: Otras páginas por imaginar. Ediciones Fundación Festival del Niño; 1971. ] 172 [


“Los tres sueños de Caira”, en: Más páginas para imaginar. Ediciones Fundación Festival del Niño; 1972. 1984. (2004 con el título Diario de Maruja). El diario de una muñeca. (Novela para adolescentes). Tip. La Columna, Maracaibo, 1972. Tiempos de sombra. (Novela). Centro de Investigaciones Literarias, U.L.A. Mérida–Venezuela, 1977. Los cuentos del colibrí. Universidad de Los Andes, Consejo de Publicaciones, 1984. Cantaclaro, el hijo del viento. 1997. CRÓNICA: He aquí una escritora que dedicó gran parte de su obra a la escritura para niños. Pulcra imaginación y particular sensibilidad para asomarse a los especiales ámbitos de la infancia son virtudes de Carmen Delia Bencomo.

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SELECCIÓN: Hemos escogido el capítulo 1 del libro Tiempo de sombras.

TIEMPO DE SOMBRAS 1 A la sombra del almendrón jugaban unos niños que no eran suyos. Mas, ¿qué era lo de ella? ¿el almendrón?. ¿la tierra? ¿la casa? Nada. Todo se nos añade o nosotros nos añadimos a las personas, a las cosas. Nada es nuestro en este lugar. Había clausurado un tiempo de sombra. Ahora estaba como un reo, que repite la historia de su crimen, sobre los mismos escenarios. Nada había cambiado. Todo seguía igual. La mujer se detuvo en el balancín que no cesaba de hundirse en la tierra estrangulando sus entrañas para extraer el jugo negro. La vida de aquel pueblo. Así las personas, pensaba mientras atravesaba la cerca que divide los dos pueblos: el que está destinado a los empleados de la empresa y el que se forma a su orilla, de los residuos de ese pueblo. El traje negro le recordaba las horas oscuras que vivió en ese lugar. El silbato de la Empresa sonó a pocos pasos y los carros comenzaron a cruzarse. También personas con el sol en la espalda, en la frente, en los ojos, en la sangre. De pronto todo se llenó de ruidos y de gente que caminaba con prisa. Un hombre la miró con extrañeza como se miran las cosas que no se han visto antes; y dijo algo para sí. ¡Nada había cambiado! Los ojos lujuriosos eran los mismos. Ca] 174 [


minaba con fría indiferencia como una autómata. Por momentos le parecía imposible creer que había vivido sus mejores años en aquellas tierras prestadas a nuestra tierra o hipotecadas a otros hombres. Empezaba a recobrar los rostros olvidados. –¡Carajo! La puta aquella me quiso arrancar hasta el alma. Yo fui por complacerte, pues sabes que tengo mi mujer. No fue más que novelería o el macho que me hacía cosquillas. Esas mujeres que vienen, no buscan sino limpiarnos los bolsillos y dejarnos el diablo metido… pero me dijeron que esa levanta hasta el muerto… no juegue chico.! El diálogo se perdió con los pasos. Lo escuchó de espaldas a la orilla de la cerca. Nada había cambiado y volvió a mirar los niños que jugaban a rodar sus mundos de colores y sus sueños. Se detuvo un instante, un instante nada más hasta que una gruesa palabra taladró sus oídos: –¡Muchacho del carajo! Mirá que te estoy llamando y no me atendéis. Una frase es suficiente para volvernos a la realidad; para ensombrecernos los pensamientos. Los pueblos se parecen a los niños: no responden a palabras duras, no reclaman y siguen silenciosos ante el ultraje, ante la ofensa, mas un día se levantan contra esas voces, rompen las estatuas y quiebran los cristales con sus puños. Han arrastrado indiferencias, olvido, hambres, muertes. Herían las palabras el único momento jubiloso. Un joven se detuvo, indeciso ante su presencia y seguro de que era la persona que conoció cuando niño; la que vivió al lado de su casa y comía los almendrones que recogía en su jardín, sonrió y saludó. Ella se quedó mirándolo como trayéndolo de un cuadro antiguo y al fin, el nombre, los familiares, los labios con el morado fruto. ] 175 [


–El viejo murió, dijo, la vieja está enferma y sola. Mi hermana se fue con un niño en la barriga. Yo trabajo en la compañía. La casa parece un pájaro sin plumas, pues las matas, ¿recuerda? se han secado. Mi madre no puede cuidarlas como antes y esa tierra es dura y brava, hay que amansarla a fuerza de agua. ¿Y el señor Gabriel? y ¿su mamá? y ¿sus hermanos?, preguntó abriendo un compás de espera en las respuestas. –Gabriel murió. Mamá igualita. Mis hermanos se han casado todos y la casa los extraña. Yo he vuelto unos días a descansar. –Se recuerda de la señora Segunda? ¿la que hacía los chinchorros que a usted le gustaban? ¿la de gallina que entraba a su casa, gallina que no salía? Dijo el jóven, riéndose, sin más comentarios. Siguió el camino duro y los pies le ardían con aquellos vahos hirvientes. Los recuerdos quemaban y le molestaban las miradas de aquellos hombres. Tomó el primer carro que pasaba y ni siquiera volvió a mirar lo que dejaba atrás. Repetía el hermoso cuento que había leído el día anterior donde un hombre que había viajado a otro pueblo se sintió solo y le vino a la memoria el recuerdo de las dos mujeres: la que compartía el hogar y la que veía como a los cuadros de su casa, con esa seguridad de que son de él: pero cansado un poco de sus colores y de sus líneas y la otra que medía su piel con la suya, la que le ofrecía el sexo, cada vez con un nuevo deslumbramiento: la que sentía correr su sangre y sabía de sus agonías, de su fuerza, de su calor. Los hombres tienen más libertad que las mujeres, pensaba, no sólo para los actos de la vida sino hasta para ] 176 [


expresarlos, así con la crudeza y simpleza de la realidad. Un hombre puede decir sin tapujos las palabras gruesas y las que le empuja el pensamiento. En cambio una mujer mide frases y calla muchas que le arden en el cerebro, en el vientre, por temor a ser mal interpretada o por no herir el cristal que la aprisiona. Se le vinieron también las cosas del pueblo donde nació. El pueblo vestido con banderas mientras las voces estaban prisioneras. El corazón le crecía ante el recuerdo. Allí todos los meses tienen nombre y signo: el mes del trigo y el café, el mes que desborda el río sus aguas, el mes en que el hombre entierra sus esperanzas; el mes de la sequía, el del hambre y la muerte. Aquí todos los meses son iguales. Las máquinas no cesan. Los tanques se vacían y se llenan. El hombre, el reloj, a la misma hora, sin detenerse. La palabra midiendo el reposo, el sueño, el bolsillo. Frente a la iglesia del pueblo recordó cuando llegó junto a Gabriel, toda de blanco, con la mano derecha en la medalla que llevaba en el cuello desde niña. Pero ¿había dejado de serlo? Su imaginación seguía siendo igual a la de los niños: rica en imágenes. Los adultos no gozan de libertad. Son prisioneros de si mismos. Entonces se dio cuenta que era un adulto y que estaba enfrentándose al mundo de los adultos. Sí, era como una niña llena de sueños cuando estuvo frente a aquel hombre. Ya en la casa el hombre cansado dormía sobre un diván. Ella sentada en el reducido cuarto donde se hallaba, comprendió que empezaba a ser una prisionera. Estaba sola. La respiración fatigosa del hombre y el ruido del ventilador le produjeron tristeza. Era la chiquilla que tenía miedo a una soledad jamás sentida antes. ] 177 [


Cuando despertó, el hombre estaba cerca con su misma actitud indecisa. Eran dos seres que se habían juntado para caminar sobre unas líneas que jamás se encontrarían. A la mañana siguiente se fue Gabriel con un hasta luego y a pesar de quedarse más sola, la soledad en esos momentos era un alivio. Tomó un baño y se arregló con uno de los vestidos que había llevado. A las pocas horas regresó Gabriel con su madre, que buscaba en los ojos de la recién casada las huellas de una felicidad que no existía. –Pasé por tu casa y me preguntaron por ti. Dice tu mamá que parece como si a tu casa le faltara mucha gente. –Sí, debe ser así, dijo ella con tristeza, porque yo soy la más alegre y bulliciosa. La cama estaba en completo orden y no mostraba, todavía, los hundimientos que dejan los cuerpos con el tiempo. Habían traído algo para comer porque la cocina también estaba sin tocar. La visita de la señora se le hizo larga. Tenía poco de que hablar con alguien que casi no conocía y todavía no había entrado en confianza con el hijo. Cuando se despedía en la puerta, pasó frente a la casa de un viejo vecino, amigo de muchos años de su nueva familia. Con una amplia sonrisa se acercó y de una vez se dio cuenta que con él pasaría muy buenos ratos, pues era alegre, jovial y tenía un chiste a flor de labios. –Creo que es la primera visita que usted recibe de un extraño, dijo. Leía en estos días, que no sé en qué lugar, al primer hijo que nace a un matrimonio le ponen el nombre de quien lo visita por primera vez. Así que si es varón llevará mi nombre. Aunque no sea bonito, no le pesará. –¿Y cómo es? Preguntó con alegría, soñando con los hijos que vendrían. ] 178 [


–Nicomedes. Dijo el viejo con gran dominio de sí mismo. Como si llamarse Nicomedes fuera lo mejor del mundo. –Ah, se ríe. Ya verá que a fuerza de verme lo encontrará hermoso. Yo vivo allí. Señaló una casa que dejaba ver a las claras una profunda soledad. Tenemos que ser buenos vecinos porque no hay peor cosa que un enemigo cercano. ¿Le gusta este campo? –Sí, pero siento mucho calor. La casa es muy encerrada y no hay árboles cerca. Por primera vez sintió aflojar la tensión que la dominaba y pensó que el viejo sería un buen amigo. Sembraré un árbol y ya verá que usted vendrá a disfrutar de su sombra. –Sí, eso será mañana, dijo en tono burlón. Le traeré una semilla de almendrón. Es rápida para crecer y se da muy bien en esta tierra. El viejo se despidió cantando y desde aquel momento comprendió que no estaría tan sola, ¿pero Gabriel no era suficiente compañía? Lo miró cuando volvieron a quedar encerrados en la casa. Su alegría y franqueza lo animaron un poco y se tomó la punta de aquel ovillo que ninguno de los dos se atrevía a desovillar. Esa tarde fue el comienzo de una vida, pero el hilo seguía tenso. Hablaron de algunas cosas que ignoraron el uno del otro. Gabriel explicó algunos hechos con la crudeza que ellos tienen, sin mayores adornos y complicaciones. Las sombras despejaron un poco el camino; pero seguían empañando la visión de lo que ahora era una dura realidad. (Pp 7–15) Carmen Delia Bencomo.Tiempo de sombras. Centro de Investigaciones Literarias. Universidad de Los Andes. Mérida, Venezuela. 1977. ] 179 [


Rangel, Domingo Alberto (1923–2012)

“Sus libros suman más de cien títulos. Entre esa cantera de análisis y conceptos vale destacar el estudio económico recogido en la trilogía Capital y Desarrollo (La Venezuela Agraria, El Rey Petróleo y La Oligarquía del dinero). Textos fundamentales para conocer la historia de la acumulación de capital en Venezuela. Escribió páginas emotivas de su terruño natal con el recuerdo imborrable de los personajes de su niñez. Su amor por Tovar queda en la novela Domingo de Resurrección, La Canción del Recuerdo y en la semblanza de algunos personajes tovareños o la novela inspirada en su familia materna los Bourgoin: Amores bajo la Sierra Nevada. Por su raíz andina, en Los Andinos en el Poder exaltó la llegada a Miraflores y la complementa con Gómez, el amo del poder, que, según me contaba Domingo Alberto, recibió el elogio personal de Uslar Pietri al considerarla mejor que la referencia histórica de Gómez, escrita por él. Y en esta breve mención de sus libros, no puede faltar Cipriano Castro, semblanza de un patriota. “Se graduó de abogado, profesión que nunca ejerció. Fue economista de aquilatados méritos. Como militante de Acción Democrática, fue el tribuno que, desde la Asamblea Constituyente (1946) y el Congreso, fustigó a la oligarquía, el imperialismo y denunció cuanta injusticia o violación de los derechos humanos ocurría en el ámbito nacional, lo cual le valió el apodo de ‘Jurunga muertos’. ] 180 [


“Luego del golpe de Estado que destituyó al presidente Gallegos, estuvo preso por varios años, hasta que salió desterrado a Bolivia, donde figuró como asesor de la Revolución encabezada por Paz Estensoro. (…) “La verticalidad ideológica de Domingo Alberto nunca dio tregua. “Genio y figura hasta la sepultura”. Deja como único patrimonio su obra escrita, extraordinaria, como nadie jamás lo había hecho en nuestra historia republicana. Nos deja como patrimonio la verticalidad incorruptible de su actitud y la frondosidad de su pensamiento. Nos deja como patrimonio la continuidad de la lucha y el rescate de las banderas de la izquierda y del socialismo”. “Domingo Alberto Rangel, virtuoso de la palabra”. Por: León Moraria, Publicado en APORREA, el Martes, 25/09/2012 OBRA NARRATIVA: Domingo de resurrección. Mérida. Universidad de Los Andes, 1966, 282 pp. (Novela) Las grietas del tiempo: testimonio de una época revuelta. Caracas, Edit. Ofidi. 1969, 256 pp. (Novela) Los héroes no han caído. España, 1978; 300 p. (Novela) Junto al lecho del caudillo: los últimos días de Juan Vicente Gómez. Valencia: Vadell Hermanos Editores, 1981, 217 p. La canción del recuerdo. Valencia, Vadell Hermanos Editores, 1985, 193 pp. (Novela) Guerras y amores bajo la Sierra Nevada. Mérida, Ediciones del Rectorado, Universidad de Los Andes, 1991, 234 pp. Pueblo de fuego. Caracas, Ediciones Los Heraldos Negros, 1994, 159 p. (Novela) ] 181 [


Parece que está grave el Benemérito. 1997, (novela); Entre gochos y maracuchos. (Mitad novela, mitad historia).Caracas, Editores hermanos Vadell. 1999, 119 pp. Mano Nemesio y el tigre. Caracas, Ediciones el Centauro, 2000, 154 p. (Novela) Desde la ventana de Carmencita. Mérida, Universidad de Los Andes; Dirección Nacional de Cultura y Extensión, 2002. (Novela) Eloy Tarazona. El brujo de Juan Vicente Gómez. Mérida, Mérida Ediciones, 2004, 211 p. (Novela) CRÓNICA: No tuvimos mayor fortuna en nuestras pesquisas sobre estudios, comentarios, reseñas de la obra de ficción de Domingo Alberto Rangel, asunto de este capítulo. Intentaremos acercarnos al escritor tovareño a través de Orlando Araujo y el propio Domingo Alberto. Orlando Araujo, uno de los pocos ensayistas y críticos de la obra literaria que escribió sobre la obra de ficción de Domingo Alberto, manifiesta el asombro que le causó su escritura veloz, “que no se detiene, que no mira para atrás, que no revisa”, y, por supuesto, la obra, particularmente literaria, se resiente por falta de rigor. Leamos a Orlando Araujo: “Domingo Alberto Rangel me recuerda mucho a Pío Gil y a Vargas Vila: tiene del primero la capacidad panfletaria y el gusto satírico; y tiene del segundo la violencia verbal y el exceso metafórico. Estilo latigueante, lenguaje heroico y riqueza de ideas son característicos de este escritor cuyos ensayos, en este siglo XX venezolano, emulan las virtudes republicanas y el estilo de Juan Vicente González en nuestro siglo XIX. He visto escribir a Domingo Alberto y me re] 182 [


sulta asombrosa esa capacidad de escritura veloz, que no se detiene, que no mira para atrás, que no revisa. Los libros de Domingo Alberto llegan calientes a la imprenta y tienen, como es comprensible, la frescura de todo lo espontáneo y los desajustes de todo lo impaciente”. (p. 272) Es justo el entendimiento crítico de Orlando, su incisiva mirada sobre las novelas de Domingo Alberto. Escribe: “La narrativa de este autor es de interpretación y de acción políticas, su novela, es novela ensayo, novela de ideas: sus personajes vuelven al simbolismo de Miguel Eduardo Pardo, representan clases y capas sociales, tipifican modos de ser, de vivir, de combatir o de traicionar. Su tema es el gran tema de la Venezuela posterior al 23 de Enero de 1958, su preocupación central no es literaria, es fundamentalmente ideológica y se afana en la búsqueda de claves para comprender la derrota y para aleccionar la acción revolucionaria. “Desde el punto de vista literario (…) Domingo Alberto Rangel concibe la novela como instrumento de lucha y como investigación del mundo y del hombre. Su estética es anacrónica y su predilección por la frase rotunda y la progresión metafórica lo llevan algunas veces a caer en el lugar común, cuando no en la cursilería; su prosa está poblada de “campeones de la firmeza”, “garras de la barbarie”, “umbrales de la muerte”, “ventanales del drama”, “brutalidad del infortunio”, “tras el ayer dolido”, “hierro candente de la tragedia”, “urticante árbol de las dictaduras”; y cuando hablo de progresión metafórica me refiero a este tipo de asociaciones: “…excursiones al pezón de los cerros que como ampollas salpican el cuero seco de la llanura”, etc. pero comete un error quien niegue a Domingo Alberto un mérito indiscutible: ha planteado, en la narra] 183 [


tiva actual, las posibilidades de la novela política, de la novela del poder y de las altas finanzas. ¿No está haciendo falta en Venezuela una gran novela política, una novela de ideas escrita con los recursos de la narrativa contemporánea? ¿Tendrá Domingo paciencia de estudiar y ensayar esos recursos? Porque esto último es imprescindible planteando, en la narrativa actual, las posibilidades de la novela dentro de ese juego, es una combinación que exige la mayor contemporaneidad”. (p. 273) En 1966 decidió ingresar en los ámbitos de la novela de ficción. Escribe y publica entonces Domingo de resurrección, novela a la que siguieron un buen número de títulos: once novelas. De ese buen número, Domingo Alberto cita dos: Parece que está grave el Benemerito (1997) y Mano Nemesio y el Tigre (2000), en Alzado contra todos (Memoria y desdemoria), publicado por Vadell hermanos editores, Valencia–Venezuela–Caracas, 2003. ¿Por qué di yo ese salto en la edad madura de la vida?, se pregunta Domingo Alberto. Y responde: “Por cariño a las gentes y a las tierras donde nací y crecí. ¿Podía permitir yo, estando a mi alcance impedirlo, que el olvido cayera sobre la gesta de los oligarcas de Mérida que defendieron su Universidad frente a las islas canallescas de Guzmán Blanco? Aquellos oligarcas amaneciendo todos los días a las puertas de la Universidad, sin cobrar un solo centavo por dictar unas clases, que el tirano quiso suprimir. ¿No hay allí una lección para un país de gentes sumisas al poder, donde los Mujiquitas hacen legión? Guerra y amores de la Sierra Nevada es la consagración literaria de esa callada hazaña que, mediando el siglo XIX, bordaron los oligarcas de Mérida para salvar un patrimonio que le pertenecía a Venezuela. Esos personajes centrales son mi ] 184 [


abuelo francés P.H.G Bourgoin, que entre ‘loqueras’ llevó a Mérida, a la cual llegó montando un buey de Mucuchíes, la ciencia experimental. Musiú Bourgoin recogió cuanta hoja se ponía al alcance de sus ojos medio miopes para clasificarla. (…) Otros personajes de Guerra y amores de la Sierra Nevada son mi abuela Herminia de Bourgoin y mi tía Herminia Bourgoin. Domingo Alberto menciona dos de sus novelas que son “capítulos del espíritu aventurero, del ingenio irreverente y de la sagacidad que caracterizó siempre a las gentes de Tovar: Parece que está grave el Benemérito, y Mano Nemesio y el Tigre. La primera es la crónica, dice Domingo Alberto, de lo que yo recuerdo haber oído de niño en Tovar, en los días o semanas que precedieron a la muerte de Juan Vicente Gómez. Mano Nemesio y el Tigre “pinta la olvidada epopeya de los que buscaron el caucho en los primeros años del siglo veinte. En esa peregrinación trágica participó un tovareño ilustre, José Berti, quien desde su juventud vivió en Guayana buscando la ínsula Barataria del caucho. Allá murió dejando una novela Hacia el oeste corre el Antabare. Mi novela es un homenaje a él y a otros tovareños más que entre dos siglos dejaron las serranías andinas para sumirse en el infierno de la manigua guayanesa”.

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SELECCIÓN: Hemos escogido el cuento “Vela del Alma y Seis Cilindros”.

“VELA DEL ALMA” Y “SEIS CILINDROS”:

HISTORIA DE DOS PROSTITUTAS Nunca hubo prostituta más accesible que la “Vela del Alma”, ejercía su oficio en la puerta del cementerio. A hora bien temprana, casi con el amanecer, se apostaba ya en aquel lugar porque atisbando a los transeúntes era como podía ir consiguiendo los clientes de su cama. La mercancía, decía ella, debe exhibirse. El centinela de los muertos la llamó alguien por el lugar donde montaba su guardia. No necesitaba eternizarse en aquella puerta. Los primeros clientes eran los camioneros que llenos con el polvo de la carretera amanecían en el pueblo y despachaban sus cargamentos con la prisa del agobio que pide descanso. Sabían ellos que “Vela del Alma” estaba ejerciendo su vigilancia y así terminaban su jornada con una recompensa. En la cama de la prostituta sacudían el polvo del camino y dejaban otro polvo comentaba el boticario del pueblo. No hay cama más llena de arenisca y polvillo que ésta, de una mujer nacida para cargar en el lecho el peso mercenario de sus éxitos. A veces le sorprendían las doce campanadas de la medianoche despidiendo al último cliente cuando al primero lo había conducido a su yacija rayando apenas el alba. “Vela del Alma” era amarillenta, flaca y desgarbada, el retrato del hambre. Miraba donde unos ojillos azules de conejo y su cabellera rubia, detenida por canas incipientes, se regaba copiosa por hombros y espalda. Los clientes vie] 186 [


jos apenas necesitaban un gesto al pasar frente a la puerta del cementerio para que ella los siguiese, dócil e interesada, hasta el cuartucho donde concluían sus lances mercenarios. El matadero lo llamaban los clientes. Parecía más una celda carcelaria que una habitación. Dos o tres metros de fondo y un metro de ancho, una cama de lona en tijera que en el pueblo llamaban de viento y un maltrecho baúl adosado a una de las paredes. El primer bachiller rojo que hubo en el pueblo, cargado siempre de libros, dijo una vez que “Vela del Alma” era la prostituta de los proletarios. No le hizo mucha gracia a ella aquella denominación, por lo cual la mujer hizo su única excepción rehusando atenderlo. Donde habían triunfado los choferes, los mecánicos, los empleados de mostrador en las casas de comercio y los caleteros, fracasó este intelectual. A mí me respetan, comentó “Vela del Alma”, porque eso de proletarios hasta una grosería será. Nadie sabía dónde comía ella quizá porque a juzgar por su desmirriamiento tenía que hacer condumios brevísimos. Pa’ andar alimentado, decía a sus clientes, basta con una paledonia y un vaso de guarapo. Así tu tarifa puede ser bajita, susurró un cliente. ¿Bajita?, a mí no me jodés, coma yo lo que coma me pagas completo, contestó ella. Jamás rebajó su tarifa fueran escasos o abundantes los devotos de su lecho. Un fuerte y ni una puya menos recordaba “Vela del Alma” a aquellos que se hacían los remolones. Desde el encuentro en la puerta del cementerio hasta el cuartucho donde todo se consumaba repetía varias veces el valor del servicio para que quien tuviera intención de engañarla o trasquilarla perdiera toda ilusión. En cierta ocasión uno de aquellos sujetos tuvo la intención de engañarla quiso pagarle menos, concluido ya el acto. Sacando fuerzas ella de su cuerpo magro de ham] 187 [


bres y trasnochos lo echó a la calle en calzoncillos. A mí no me jodés, le espetó tirándole la puerta del cuartucho en la cara. Desde entonces las tarifas de “Vela del Alma” eran tan conocidas en todo el pueblo como el pasaje a la capital del Estado o los horarios de los “sobanderos” que remendaban las fracturas de los huesos. A media noche, en jornadas de mucho cliente a lo largo del día culminaban las operaciones de “Vela del Alma”, ella exclamaba: esto no es trabajo, pero cansa. Y echaba el último cliente a la calle. Conmigo no pasa la noche nadie, era su consigna. Cuando tenga marido dormiré con él toda la santa noche, agregaba mientras el huésped momentáneo de su cuarto terminaba de calzarse los pantalones. El bachiller rojo, aún despechado por el desaire del rechazo, comentó al conocer aquellas expresiones: “Vela del Alma” es santa de las doce de la noche a las seis de la mañana. Ella lo sabría y aprovechando un paso del sujeto por la puerta del cementerio, pa’ vos soy santa siempre so bolsa. El gobierno decretó la construcción de una carretera entre el pueblo y otro vecino, a lo cual el boticario sentenció: tendrá más clientes “Vela del Alma” con los peones que contraten para esa construcción. No ripostó ella. Sabía que quien le curaba las blenorragias o los chancros de su oficio sería, como siempre, el boticario, mitad farmacéutico y mitad médico. Además los peones de la carretera ensancharon y renovaron su clientela como lo previó el boticario. Y eran forasteros de costumbres más excitantes que los del pueblo. No te podés quejar mujer le decían en los alrededores del cementerio y de su cuartucho. Pero también ha aprovechado la “Seis Cilindros”, aunque a ella no le dicen nada porque trabaja con los ricos. Hasta los palos del monte tienen su ] 188 [


separación. Cada clase social tiene sus putas subrayaría el bachiller rojo, cada día más cargado de libros debajo del brazo y más frustrado por el exclusivo desdén que le profesaba “Vela del Alma”. Como lo previó “Vela del Alma”, la construcción de la nueva carretera iba a beneficiar también a la “Seis Cilindros” pero con otro tipo de clientes. A la cama de ésta recalaban el ingeniero constructor y los caporales de aquella obra que entre los palos del monte humano eran de madera fina. “Seis Cilindros” no ejercía en la calle, es decir, no captaba los clientes en la puerta de un cementerio para llevarlos luego a su buhardilla, tenía un burdel de luz roja sobre el frontis en el cual brillaba ella como una estrella. Y allí ocupaba un cuarto donde admitía a sus clientes pasada ya la medianoche tras horas de baile y libación. La jornada de trabajo de la “Seis Cilindros” venía a comenzar a las nueve de la noche cuando el bar del burdel era abierto y su dueña, Gertrudis, daba la tácita seña para que las mujeres de su personal, así las llamaba, salieran de sus cuartos a reunirse en el patio techado del establecimiento cuyo piso de cemento servía para el baile de las parejas. Las prostitutas de Gertrudis se sentaban entonces en unas poltronas y allí aguardaban la llegada de los clientes. “Seis Cilindros” era la preferida de todas las noches. A ella correspondía la primera invitación a bailar y se desempeñaba con tanta destreza lo mismo en boleros como “Perfidia” que en los aires norteamericanos como “Beguin the Beguine” que nada más que por moverse con ella, no en la cama sino allí mismo, los hombres la escogían casi siempre. Concluida una pieza, “Seis Cilindros” tomaba la mano de su compañero de danza y con él se sentaba en una de las poltronas y allí cruzaba las piernas con tanta elegancia realzada por el ] 189 [


abanico que siempre llevaba con ella que la gente la comparaba con una tal Myrna Loy quien solía aparecer en las películas del circo de don Tomás. Para “Seis Cilindros” el remoquete o nombre de oficio fue providencial. Se llamaba Minerva del Carmen. Ese nombre lo escogió el secretario de la jefatura civil del pueblo, a quien comunicaron los padres su propósito de inscribir a la recién nacida agregando el nombre escogido por ellos, Plácida de la Santísima Trinidad. El secretario movió la cabeza en gesto desaprobatorio. Muy feo, dijo, una niña tan bonita merece otro nombre. Y sugirió el de Minerva, pescado en sus aficiones por la antigüedad clásica que en él había dejado el bachillerato trunco. Leyendo la Historia Universal de Malet, el ahora secretario se prendó siempre de aquella Minerva que griegos y romanos habían destacado como Diosa de la Inteligencia. Los padres rehusaron al principio, inducidos por su integridad campesina. ¿Qué iban a decir allá en El Carrizal de ese nombre musiú bueno para las hijas del doctor Pancho? El secretario sin arredrarse insistió como gota de tinajero hasta conseguir la aquiescencia de los padres y la autoridad. De pequeña nadie la llamaba Minerva sino Carmen a secas y cuando abandonó la vivienda de sus padres fue para aceptar la invitación a escaparse que entre susurros lúbricos, teniendo ella ya quince años, le hiciera uno de los ingenieros que vinieran al pueblo a trazar la carretera que ahora proporciona clientes a la “Vela del Alma”. Abandonada en el pueblo por aquel hombre que no tardaría en hartarse de su frenesí lascivo, la mujer fue derivando hacia el burdel gracias a sus prendas de belleza rústica. En el burdel fue ascendiendo por la preferencia que le tributaban los clientes. Era la escogida, noche tras noche, ] 190 [


por los viajeros de las casas de Maracaibo que en el pueblo marcaban la pauta de la distinción y el señorío. El viajero de Breuer, el viajero de Blohm, el viajero de Boulton decía la gente cuando quería señalar a alguien en quien residieran la elegancia o el atildamiento o, desde otro punto de vista, fuera exponente del buen conocimiento. Los viajeros eran el oráculo de los comerciantes y se les consultaba hasta el curso de la guerra mundial que, todas las tardes, agrupaba a los radioescuchas del noticiario de la Broadcasting Caracas en el negocio de Ramón Méndez donde un aparato de la caja oscura propalaba las últimas peripecias de aquel conflicto. “Seis Cilindros” era en el burdel la puntualidad, aparecía en el patio techado a las ocho en punto, pero también era la exquisitez. Vestía al asomar de su habitación en el burdel un traje largo que llegaba hasta sus corvas, muy ceñido donde era interesante, en las caderas y en el busto, una cascada de pelo negro bajaba de su cabeza hacia la espalda, llevaba casi siempre una brillante pulsera en la muñeca de la mano izquierda y en la cara un lunar resaltado por una oportuna pintura concentraba todas las sutilezas. Como no había noche sin ser la preferida aprendió a bailar todos los ritmos y ella inició en el pueblo la costumbre de desprenderse del hombre con quien estuviera danzando para dar suelta algunos pasos. El contacto con los viajeros, sí, tenía que ser con ellos, alojó en ella palabras como “stress”, “camouflage” y otras que soltaba vinieran o no a cuenta. “Seis Cilindros” tenía que despreciar a “Vela del Alma” y entre las dos prostitutas fueron abriéndose barrancos de rencor. En la puerta del cementerio, esperando clientes desde casi el amanecer hasta bien entrado el atardecer no podía haber simpatías por aquel burdel que sólo ] 191 [


abría las puertas pasadas las siete de la noche. El bachiller rojo había dicho, como para conquistar a “Vela del Alma” que ella era una proletaria del sexo. Pero ni con ello logró acomodarse en su cama, la hembra creyó que aquello era un insulto. Entonces “Seis Cilindros” es la burguesa, concluyó el boticario del pueblo para hacer con ello burla a la enteriza posición del bachiller. Un hielo espeso tenía que interponerse entre las dos mujeres. Cuando “Seis Cilindros” tenía que ir al cementerio a visitar la tumba de sus padres escogía para hacerlo aquellas horas en que no era probable que estuviera “Vela del Alma” montando su guardia en la puerta. Pero ni aún así escapaba del encuentro porque la otra, de no haber “levantado” clientes en la mañana, permanecía allí sin inmutarse, no importa que el reloj hubiera pasado ya del mediodía. “Seis Cilindros” adoptaba al pasar por la puerta del cementerio, estando “Vela del Alma” allí apostada, un aire de soldado en desfile militar. Tiesa, la cara en alto, cruzaba aquella puerta en paso marcial, sin dirigirle una mirada a la otra. “Vela del Alma” le clavaba, ella sí, su mirada como si estuviera midiéndola y la seguía con los ojos hasta que “Seis Cilindros” se perdía detrás de los primeros monumentos funerarios del cementerio. Para evitarse ese momento, la del burdel optó por ir al campo santo, sólo el 2 de noviembre, Día de los Difuntos, que le permitía entrar con una multitud por aquella puerta que terminó haciéndosele odiosa. El abismo entre “Vela del Alma” y “Seis Cilindros” no dejaba de ensancharse. Las hambres acumuladas, cada vez más frecuentes, pues sólo los camioneros más modestos se detenían para invitarla en la puerta del cementerio, fueron enflaqueciendo y destiñendo cada vez más a “Vela del Alma”. Ahora sí se parecía a aquellas velas amarillen] 192 [


tas que acordonan el féretro de los muertos humildes. Le faltaba apenas arder para que la semejanza fuera completa y ni siquiera porque a veces el pelo le brillaba como llama. Hasta aparecieron jirones en su traje y en los zapatos, la tronera del desgaste se hizo ostensible. Uno de los camioneros, aficionados a los tangos de Gardel, le cantaba con esa dura ironía que suele ser habitual entre oprimidos, el verso de una canción del astro argentino, cuando rajes los tamangos buscando ese mango que te haga morfar. Como ella no entendiera, el camionero le explicaba que los tamangos son los zapatos, el mango el dinero, y morfar el acto de comer. No joda, repuso “Vela del Alma”, estos tamangos se rajaron hace tiempo y los mangos ni buscándolos con linterna. Mientras la prostituta de la puerta del cementerio hundía su triste humanidad en la miseria, la otra se erguía ahora sí como reina del burdel. El viajero de Breuer le dio la máxima consagración cuando le dijo que como ella ni las putas caleñas que traen desde Cúcuta al pueblo para las fiestas patronales. Los trajes de la noche en el patio de cemento bajo techo eran cada vez más variados. Lentejuelas en algunos de ellos, satenes muy refinados y sin faltar aquellos de larga cola como de novia, todo en “Seis Cilindros” exudaba prosperidad. La cara de óvalo, las mejillas sonrosadas, los labios frescos de fresa recién cortada y hasta el mohín del triunfo se levantaban desafiantes en las noches del burdel. Si a una la cercaba la envidia, a la otra el desprecio o la lástima. “Vela del Alma” crecía en la lástima que terminó inspirando. Para evitar el hambre, el boticario le daba todos los días, casi como rito, unos centavos que le permitían hacerse a algunos alimentos en la cercana pulpería o acomodarse en el comedor de doña Pacífica, única dueña ] 193 [


de la pensión cuyo establecimiento le resultaba accesible. Una mañana “Vela del Alma”, avergonzada ya por la caridad que le tributaba el boticario sin compensación alguna, invitó al hombre al cuarto. No mijita, comentó el boticario, todavía no he rodado tanto. Fue uno de los pocos momentos de conmoción que viviría aquella prostituta degradada hasta la insensibilidad. Dos lagrimones bajaron por sus mejillas. El boticario la acercó para abrazarla y según confesaría más tarde a sus amigos, tuvo que contenerse para no llorar él también. “Seis Cilindros” crecería en la envidia que arrancaba o sembraba entre las otras mujeres del burdel. Aquellas noches en que todos los hombres las buscaban a ella, bailaban con ella, pretendían acostarse siempre con ella, eran pailones de cólera en el pecho de sus rivales en el burdel. Nada hacía ella para mitigarles la envidia. Creía que era la reina del oficio y al ver al viajero de Boulton postrado a sus pies o al ingeniero de la carretera por fin en construcción piropeando su busto o sus caderas, la vanidad le palpitaba en las sienes. Entonces le nacía el orgullo y, dejando por un momento al hombre que la escoltara, bailaba sola en el patio techado de piso de cemento, las dos manos levantadas sobre la cabeza castañeteando y en la cara el ademán de la soberbia. A “Vela del Alma” nadie la envidiaba. Aquel cuerpo esmirriado, aquellos cabellos rubios con estrías de embrionarias canas, aquellos senos ya caídos y aquellos ojillos de conejo rico en juego tácitos, inspiraban desprecios o caridades. La buscaban los muy urgidos o muy miserables que conocían su resignación de centinela en el cementerio o su baratura de puta de cuartucho. Ninguna otra prostituta iba a pararse en la puerta del campo santo a disputarle sus clientes como tampoco hubiera pretendido instalar ] 194 [


su yacija en las proximidades del lugar donde “Vela del Alma” terminaba sus recorridos con el cliente ya amarrado. En el pueblo se comparaba con ella a todo lo que careciera de valor o fuera objeto del desdén general. Más pobre que “Vela del Alma” o, cuando querían expresar la misma idea en jerga popular, más arriado que “Vela del Alma”, eran frases corrientes en aquel pueblo. Era como el perro que, ignorado por todos, tiene rincón seguro donde nadie le disputa la comodidad del desprecio. “Vela del Alma” simbolizaba como nadie la soledad de la derrota, tenía acompañante mientras había hombres presurosos por descargar sus instintos sexuales pero satisfechos ya salían de su cuartucho y eran muy raros los que quisieran pernoctar allí toda la noche. A “Seis Cilindros” la envidiaban todas sus compañeras de lenocinio y ella, sabedora de esos sentimientos, extremaba su presunción de lupanar. Alentada por algunos agentes viajeros construyó en el burdel algo así como un trono colocando sobre una plataforma la silla en que solía sentarse. Los hombres que codiciaban su cuerpo tendido en el lecho hacían corte de piropos o apremios. Sin darse cuenta, aquella especie de culto iba a engendrar la tragedia en la que esta Mesalina de burdel estuvo a punto de perecer. La puñalada en la barriga se la daría una joven prostituta “La Candelita”, pequeña de cuerpo pero vibrante de pasiones. Aquella noche “Seis Cilindros” tenía espíritu de travesuras. “La Candelita” había “levantado”, desde que entró al burdel, al viajero de Breuer, señor Heindrich, alemán aficionado a la carne criolla que él encontraba apetitosa y barata. En el burdel corrían los boleros de Agustín Lara y los litros de ron “Pampero” o de cerveza Zulia. “Seis Cilindros” tomó de repente a Heindrich de la mano ] 195 [


y lo llevó al centro del patio techado y allí empezó a dar vueltas con él mientras el aparato reproductor tocaba un son cubano. A ratos se desprendía de su compañero de baile y hacía ella piruetas sin acompañante en la pista, a ratos se enlazaba de nuevo a él y juntaba sus mejillas con las del alemán. “La Candelita”entre tanto acariciaba la navaja que siempre llevaba entre el sostén y el seno, navaja “pico de loro” más cercana a un cuchillo que a otra arma. Los dedos jugueteaban con la hoja de acero, pero en el espíritu hervía el rencor. “La Candelita” permanecía inmóvil en su asiento con cara de ausente y en el patio “Seis Cilindros” despertaba aplausos en las otras prostitutas y en la dueña del establecimiento. De repente, la joven de la navaja dejó su asiento y agarrando a “Seis Cilindros” del brazo para impedirle todo movimiento, le clavó la navaja varias veces en el abdomen. Saciada su venganza, empujó a la otra al suelo con asco y escapó del local esgrimiendo amenazante la hoja con la cual había consumado su agresión. Por fortuna Heindrich tenía su vehículo estacionado en la acera del burdel y así pudieron trasladar a “Seis Cilindros” al hospital del pueblo. La vida de la “Seis Cilindros” dependía ahora de una transfusión de sangre. En el hospital nadie tiene el tipo de sangre que pudiera corresponder a la prostituta que yace entre la vida y la muerte. Cuentan los minutos y crece la impaciencia de los médicos y de las enfermeras. La vida que tienen allí en aquella mujer desmayada podría escaparse. Uno de los facultativos sale a la calle a buscar a alguien que, teniendo el tipo de sangre adecuado pudiera prestarse para la salvación de aquella mujer cuya clepsidra tiene ya pocos granos de arena. No encuentra a nadie. Las esperanzas van periclitando en la angustia. Entra a la ] 196 [


sala, cuando todo está perdido, una camilla con una mujer en ella, conducida por dos enfermeros. “Vela del Alma”, dice uno de los médicos. La encontramos caída en la calle y decidimos traerla al hospital a la pobrecita, dice uno de los enfermeros. Sí, muerta de hambre, repone el médico y una luz alumbra su mente. La transfusión está allí con “Vela del Alma”. Ya la sangre de la prostituta casi harapienta y desgraciada salva a la reina del lenocinio. Unos cuantos días después la “Vela del Alma”, en su cama del hospital donde los médicos por lástima decidieron dejarla más tiempo del necesario para su curación, vería un milagro, la “Seis Cilindros” en una camilla apenas se incorporaba para darle las gracias. La mano de la reina acarició por largo rato la de aquella proletaria del sexo que luchaba contra el hambre y el desprecio. Y una cortina de lágrimas veló los ojos de una “Seis Cilindros” que en aquel momento aprendía a envidiar a alguien, algo que ella no tuvo jamás, la generosidad humana que le sobraba a la pobre mujeruca, gracias a la cual ella había salvado su vida. Domingo Alberto Rangel Entre Gochos y Maracuchos (mitad novela y mitad historia). Caracas 1999 (Pp 47–55)

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Consalvi, Simón Alberto (1927–2013)

Nació en Santa Cruz de Mora, Mérida, 1927. Ensayista, narrador, biógrafo, historiador, articulista. Licenciado en Periodismo. Graduado en Asuntos Internacionales en la Universidad de Columbia (Nueva York). Político. Ha sido Parlamentario, Presidente del INCIBA, Canciller (1977–79 y 1985–88) y Ministro de la Secretaría de la Presidencia de la República. Embajador de Venezuela en Yugoslavia (1962–64), la ONU y en Washington. Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia. Doctor Honoris Causa de la Universidad de los Andes (2005). Editor adjunto del diario El Nacional y director de la Biblioteca Biográfica Venezolana. Periodista de la UCV, e internacionalista graduado en la School of International Affairs de la Universidad de Columbia. Durante dos ocasiones, 1977–1979 y 1985–1988, se desempeñó como ministro de Relaciones Exteriores, suscribió los tratados de delimitación de áreas marinas y submarinas con el Reino de los Países Bajos, República Dominicana y Estados Unidos de América. Desde hace diez años escribe una columna dominical en El Nacional. Diarios, Memorias y Testimonios: Diario de Washington (1990). Estudios, Monografías y Ensayos: Yugoslavia y nosotros (1960); Ante la Asamblea de la ONU (1978); La política internacional de Venezuela (1979); 18 de octubre de 1945: génesis y realizaciones de una revolución demo] 198 [


crática (1979, co–aut.); Alberto Carnevali: vida y acción política (1980); Un momento histórico de América Latina. Acapulco 1987 (1987); La paz nuclear, ensayos de historia contemporánea (1988); Momento histórico de América Latina 1987 (1988); Los papeles del Canciller (1990); Auge y caída de Rómulo Gallegos (1991); De cómo el primer Canciller de Juan Vicente Gómez instruyó al Ministro Plenipotenciario en Washington, 1909 (1991); Pedro Manuel Arcaya y la crisis de los años 30 (1991, co–aut.); Groover Cleveland y la controversia Venezuela–Gran Bretaña (1992); Hombres en su punto (1993); Los Gómez de Zapata (1993); El perfil y la sombra (1997); Maremagnum. Textos y pretextos (1998); El Libertador George Washington (2000); El precio de la historia y otros textos políticos (2001); Reflexiones sobre la historia de Venezuela (2001); El carrusel de la discordia y el precio de la historia y otros textos políticos (2003); El petróleo (2004). Obra Biográfica: Rómulo Gallegos, el hombre y su escenario (1964); Gonzalo Picón Febres: Los delitos de la imaginación (1969); Ramón J. Velásquez, la historia y sus historias (1988); Profecía de la palabra. Vida y obra de Mariano Picón Salas (1996); Alberto Adriani, el hombre de Estado (1998); Santos Michelena, el estadista liberal (2000); Augusto Mijares, el pensador y su tiempo (2003). OBRA NARRATIVA: Lasciva brevis. Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1992. Caracas, Venezuela. CRÓNICA: En el Diccionario de Latín contemporáneo, o sea el Lexicon Recentis Latinitatis, editado por El Vaticano en el año de gracia de 1991, se encuentra el origen del título de este volumen de ingenuos flirteos. De “flirtear” y “flirteo” ] 199 [


dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: Discreto y juego amoroso que no se formaliza ni supone compromiso. ¿Discreto? Vamos, señores académicos, ¿no sería más apropiado, aunque igualmente feo, decir “indiscreto”? Pero, en fin, no es el de la Real Academia el que ahora nos interesa, sino el de El Vaticano. Y el Lexicon Recentis Latinitatis de flirtear o de flirteo dice: amor levis, lascivia brevis. Y de esto se trata en esta colección de historias, de amores breves o de no amores, o a veces, de muy sutiles odios ocultos, esa conspiración de los sentimientos que ni Freud. Si la historia verdadera ratifica o reitera estas historias imaginarias o si la imaginación las ha tomado de aquella, seguramente se daba a las confusas metamorfosis de los espejos cuando se miran entre sí. ¿Imaginación? ¿Realidad? ¿Dónde están los límites? ¿Cuál es la diferencia? Los textos de Lascivia Brevis se llaman, por eso, historias. El plural no es una trampa. Quizás es una confesión. Algún crítico podrá decir que se trata simplemente de un flirt con el flirt, en latín moderno, amor levis, lascivia brevis. En estas páginas de Lascivia Brevis veremos dibujados, con humor, erudición, y una suave ironía, a personajes e historias de personajes que han rondado los flexibles márgenes de la moralidad y la sexualidad, seres como Therese, viuda de Rousseau, Graham Greene, Xantipa, la esposa de Sócrates, o una estudiante de Historia encontrada en un parque de Sarajevo. Simón Alberto Consalvi nos presenta en estos los escándalos sexuales y políticos que han sacudido al puritanismo de los Estados Unidos, las múltiples facetas del erotismo, ya sea en la corte de un rey oriental que visita París o en un oscuro pueblo andino, que salta a las páginas de la prensa internacional a raíz de un ] 200 [


encuentro amoroso interminable, sin olvidar el relato mテ。s largo de este libro, una curiosa querella de Don Quijote con el escritor Milan Kundera. (Simテウn Alberto Consalvi. Lascivia Brevis. Monte テ」ila Editores. Latinoamericana. Caracas, 1992).

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SELECCIÓN: Hemos escogido el cuento “Una viuda no propiamente alegre” del libro Lascivia brevis.

UNA VIUDA NO PROPIAMENTE ALEGRE “Quien piense mal de mí merece que lo ahorquen”. Jean–Jeacques Rousseau, Las Confesiones

Therese celebra o conmemora (dicho sea con la mayor reverencia) los diez años de su viudez. Los conmemora con un recuerdo afable, los celebra con el renacimiento del amor. Juan Jacobo había muerto en 1778, después de convivir con Therese durante más de veinte años. Escribió con intensidad, es verdad, mientras guardaba a Therese en la sombra porque, aunque buena lavandera, su compañero pensaba que no era muy presentable y, menos, en aquellos espléndidos salones de los que él era tan asiduo. En todo caso, la mantenía como un amor inconfortable pero seguro, porque allí estaba con puntualidad en el momento en que el filósofo la necesitaba. Entonces como ahora, era también cuestión de apremios. A Juan Jacobo le gustaban los castillos, en otras palabras, las cortes rurales de Francia. A la medida de uno, sin las competencias perniciosas de los otros filósofos más intrépidamente mundanos y, quizás, menos filósofos. Le gustaban las condesas, siempre que fueran ricas o inteligentes, aunque no fueran particularmente bellas. Pasaba su tiempo de ermitaño escribiendo cartas, generalmente de amor, cortejando condesas o escribiendo novelas también para condesas: su otra manera de cortejar ] 202 [


él mismo lo relata en sus Confesiones. Perdió el juicio por la condesa Sofía: “Estábamos embriagados de amor el uno y el otro, ella por su amante, yo por ella”, pero “la amaba demasiado para querer poseerla”. No pasó de derramarle intensas lágrimas en sus rodillas, blancas y redondas. (Nadie supo la verdad, nadie la dijo). Con arrogancia exclamó un día: “Vengan cuando quieran las trompetas del Juicio Final”, como quien invitaba a Dios: venga a ver si encuentra un hombre más virtuoso que yo. Divertía sus horas de ermitaño copiando música (era un refinado copista), dándoles consejo a los jóvenes: no hagáis el amor antes de casaros, llegada la feliz edad. Pensad que todos los males vienen de afuera, de lo que nos rodea. No prestéis oídos a las fábulas porque pueden ser entendidas al revés y sus resultados perniciosos. Dejad ese latín, esa geografía, esa historia, para el momento conveniente. No os ocupéis de religiones, ni de dioses, hasta después de los doce años, porque este es asunto confuso y exigente. No leáis hasta que tengáis veintiún años y, entonces, preferid a Robinsom Crusoe que os enseñará las excelencias de la vida solitaria. Robinson, ya lo sabemos, lo escribió así Daniel Defoe hace doscientos cincuenta años, tuvo el infortunio de naufragar, pero Dios no sólo lo salvó de las turbulencias del Atlántico, sino que puso a su disposición una isla frente a las bocas del Orinoco para que llevara a cabo sus experimentos de autosuficiencia y desarrollara su capacidad de ingenio y, sin duda, de soledad. Allí pasó Robinson veintiocho años, dos meses y diecinueve días, embelesado con la belleza de las costas de Venezuela, cada vez que la claridad del día le permitía acercar la tierra firme con sus catalejos. Solo estuvo Robinson hasta que, al fin, Dios le puso compañía y apareció ] 203 [


por ahí el buen caribe Viernes, obediente y pacífico, precursor del Buen Salvaje, sin reconocimiento de la historia (que si los ingleses fueran justos, siglos ha que el Venezolano Viernes tendría su estatua en Trafalgar Square). Ya sabemos que los europeos son como el olmo, pues ellos mismos nos advirtieron de la pendejada de pedirles peras. Para mayor infortunio de este Viernes casi santo, el propio filósofo de esta historia le cambió su nombre y lo llamó Domingo, no se sabe si por error o mala intención, pero así está escrito en el Emilio. –Visto desde lejos su país es muy bello, le dijo Robinson un día a Viernes y advirtiendo éste un cierto sarcasmo le contestó: –¡Usted sigue creyendo que somos antropófagos! Bien hizo, en todo caso, en aconsejarle a los jóvenes (cumplidos los veintiún años) leer las aventuras y desventuras de Robinson, en aquella isla sin tentaciones malsanas, donde el hombre podía disfrutar de los privilegios de mirar de lejos a Venezuela. (Extraño episodio de la historia de las letras, porque tanto el novelista inglés como el filósofo ginebrino, se inspiraron ambos en Baltasar Gracián, pero ninguno lo dijo). Así como recomendaba lo uno, condenaba lo otro. Odiaba, por ejemplo, el teatro, arte concupiscente y dionisíaco. Odiaba el teatro (probablemente por culpa del éxito de Voltaire) y alegaba que corrompía a la sociedad. Predicaba el amor puro, la virtud y la templanza, pero él mismo no sabía dónde estaban lo límites de lo uno y de lo otro y, por tanto, no tenía culpa alguna cuando los violaba. Juan Jacobo escribía novelas moralistas como Helena o la nueva Eloísa o como el Emilio, novela–tratado, pero me] 204 [


nos novela que “Las Confesiones”. Por no saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la pureza, de cuando en cuando se equivocaba. En efecto, lo que importaban eran sus ideas, no sus acciones. Condenó con gran pasión el adulterio, siempre y cuando él no fuera el protagonista de tan horrendo pecado. Le sembró gravísimos problemas de conciencia a la condesa Sofía, hasta tal punto que cuando hacía el amor con su amante el duque de Saint–Lambert y se encendían los fuegos de ese amor, ella llegó a pensar que eran simples anuncios de los fuegos del infierno. Definitivamente, el adulterio era un pecado, siempre y cuando se cometiera con otro que no fuera el filósofo. Al fin y al cabo, lo que la humanidad heredó fueron sus ideas y no sus acciones, como la habilidad de sus manos en ciertos momentos de intimidad. Eso, afortunadamente, no pasó a la historia y lo mejor, lo más sensato, lo digno, es no ensuciar su nombre con estas rememoraciones plebeyas. Gracias a Dios, lo que nos quedó fue su pensamiento. Su prédica. Por ejemplo: –Todo sale perfecto de las manos del Creador de la naturaleza; en las del hombre todo se pervierte. Y si leemos Las ensoñaciones de un paseante solitario debemos confesar que nos sentimos conmovidos: –Heme aquí solo en la tierra, sin un hermano, sin un prójimo, sin un amigo, sin compañía alguna. Todo en esta tierra ha terminado para mí. Ningún hombre puede hacerme bien o mal alguno. No me queda nada en el mundo que temer o esperar, y ello me deja en paz en el fondo del abismo, un pobre mortal desafortunado pero tan impasible como el mismo Dios. Como Solón, ¡envejeciendo aprendo todo el tiempo! Pero no debemos conmovernos tanto. Todo exceso es malo. Juan Jacobo disfrutaba estando sin amigos, sin her] 205 [


manos, sin prójimos, sin compañía, solo en la tierra. Lo que pasa es que tenía la costumbre de decir lo contrario de lo que hacía. Así lo registró la historia, siempre grande y generosa. Se cuenta que un buen día Denis Diderot le dio la mano y lo introdujo en las páginas gloriosas de La Enciclopedia. Terminó odiando a Diderot porque Denis era sutil y él, inteligente sin duda, no pasaba de ser un pensador vertiginoso. Cuánto hubiera dado por escribir, como Denis, ¡Este no es un cuento y otros cuentos! Pero no, Juan Jacobo no tenía la paz que se requiere para ser sutil, aunque (reconozcámoslo en una demostración de imparcialidad), en algún momento de lucidez se llamó a si mismo “hombre de paradojas” y nos ganó para siempre porque ¿quién que es no es eso? ¿Si paradójicos somos y en el mundo andamos? Filósofo sagaz, le gustaban las condesas, los castillos, la buena vida, el foie–gras, los quesos y los vinos, pero los condenó tanto que contribuyó de manera notable a su derrumbamiento. Sabía que éste tardaría en venir y cuando ya estuviera a las puertas, él, irremediablemente, ya estaría lejos de este mundo. Siempre fue un hombre previsivo y la historia lo ha reconocido así. Era un experto en excusas y en toda ocasión tenía un argumento en la punta de la lengua y su lengua, por lo demás, era puntuda y acrobática. Therese no lo dice, pero se sonroja cuando lo recuerda. Y eso es lo que ahora le sucede. Revive con intensidad ese pasado, porque siente la necesidad de decirle adiós. Therese celebra o conmemora o conmemora y celebra su primera década de viudez con estos recuerdos. Son suyos, auténticos, tomados del diario que no pudo escribir porque no sabía hacerlo, pero no hay mejor memoria que ] 206 [


la memoria de los iletrados. En su libro de Confesiones el filósofo dijo que Therese “tenía el corazón de un ángel”. No dijo de qué tenía su cuerpo (que, en efecto era lo que él más frecuentaba), pero añadió que era tan pobre de espíritu que no sabía ni las horas del día ni los nombres de los meses. El filósofo se siente contento, casi gratificado, de que Therese no sepa ni las primeras letras porque así no podrá leer las calumnias que, inevitablemente, algún día escribirá el insoportable Paul Johnson. Therese rememora: cinco hijos mandados al hospicio sin verles la cara, sin echarles las santas aguas bautismales. Veinte años de sumisión clandestina. Veinte años de adulterios reales o imaginarios. Rememora y siente el remezón del pecado compartido. Ahora celebra los diez años de viudez: estrena un nuevo amante. –Ya era hora, Therese, se dice a sí misma, como si fuese verdad que es ésta la primera vez que traiciona al filósofo. Finalmente, Therese estrena un nuevo amante. Gloria in excelsis Deo. Hecho el amor, al derecho y al revés, Therese sale de su aturdimiento, conjura su estado animal y le dice al amante, como si estuviera riéndole cuentas al difunto: –Reconozco tu energía juvenil, pero ¡te falta el arte de Juan Jacobo! (pp. 15–19)

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TREJO, OSWALDO (1928 –1996)

Cuentista, novelista, periodista y diplomático. Nació en la merideña ciudad de Ejido, el año de 1928. Desde temprana edad se marchó a Caracas. A sus compañeros de escuela les dijo un día: “Quiero ser un gran poeta, un gran escritor, publicar todo cuanto allí llevo en mi mente y algún día volveré a mi tierra con nombre bien ganado en el mundo de las letras venezolanas”. Sus contemporáneos recuerdan que no se despidió de nadie. Su inesperada ausencia se notó en la escuela, en los cañaverales de Pozo Hondo y de El Manzano. “Se nos fue el muchacho, se salió con la suya”, comentaron sus paisanos. En la capital hizo de todo, de acuerdo con su edad. Comenzó su aventura como Policía, con los ascensos correspondientes. Más tarde fue empleado del Instituto Experimental de Agricultura y Zootecnia de MAC; y Jefe del Departamento de Incendios y de Robos de una Compañía de Seguros. Simultáneamente estudiaba, indagaba, se cultivaba intelectualmente. Entra al servicio diplomático como primer secretario de la Embajada de Venezuela en Brasil y Colombia, al mismo tiempo que escribía sus primeras producciones literarias. Colaboraba para importantes revistas latinoamericanas y europeas. Escribió para “Imagen” (1971), “Papel Literario” de “El Nacional” (desde 1959) y la “Revista Nacional de Cultura”. Murió el 24 de diciembre de 1998, cuando desempeñaba funciones culturales en la Cancillería. ] 208 [


Henríquez Vera, Rigoberto. Cultores y Forjadores Merideños. Publicaciones “Riheve”, Mérida, Venezuela, 2001. OBRA NARRATIVA: Los cuatro pies, Caracas, Tip. La Nacion, 1948, 66 pp. Viñetas e ilustraciones de Mateo Manaure. Cuentos. Escuchando al idiota, París, Fequet, et Baudier, eds. 1949, 8pp. Posee un dibujo y seis litografías originales de Mateo Manaure. Cuento. Cuentos de la primera esquina, Caracas, Edit. Cruz del Sur, 1952, 68 pp. Cuentos. Aspasia tenía nombre de corneta, Caracas, Edics. Cuatro Muros, 1953, II, 16 pp. Con seis litografías de Mateo Manaure. Prólogo de Antonio Márquez Salas. Cuento. También los hombres son ciudades, Bogotá, Edit. Espiral, 1962, 192 pp. Noveleta. Depósito de seres, Caracas, Edit. Arte (Col. Autores y temas merideños Nº 5), 1965, 122 pp. Cuentos Andén lejano (1968, novela) Escuchando al idiota y otros cuentos (1969, antología) Textos de un texto con Teresa (1975, novela) Al trajo, trejo, troja, trujo, treja, traje, trejo (1980, cuentos) Metástasis del Verbo, Caracas, Edit. Fundarte, 1990, 149 pp. Novela. Tres textos tres (1992, novelas) Horas escondidas en las palabras. Antología de cuentos (1994) Mientras octubre afuera (1996, cuentos) CRÓNICA: He aquí un escritor a todo riesgo. En los primeros libros de cuentos que comenzó a publicar en 1948, Los cua] 209 [


tros pies, y en 1949, Escuchando al idiota, creí encontrar en Oswaldo Trejo raigambre surrealista, creación de atmósferas distorsionadas que nos recordaban a Kafka. En 1952 dio a conocer sus Cuentos de la primera esquina, y luego otros dos volúmenes de cuentos: Aspasia tenía nombre de corneta (1953) y Depósito de seres (1966). Sobre su primera novela (noveleta), También los hombres son ciudades, (1962), Domingo Miliani destacó una exitosa incursión de Trejo en el género de la novela: lirismo y sencillez ofrecen una hermosa rememoración de la infancia. Francisco Rivera escribió el prólogo de También los hombres son ciudades. (Monte Ávila Editores, C.A. 1981). Seleccionamos algunos fragmentos: “Primero que todo, hay que subrayar algo digno de la atención del lector: el estilo empleado por Trejo en También los hombres son ciudades es sumamente elaborado y es bastante neutro con respecto al código costumbrista–regionalista, atiborrado de regionalismo, que obstaculiza la lectura de tanta novela nuestra de los años 30 y 40. Por lo tanto, es interesante observar que aun cuando el relato de Trejo se desarrolla en La Parroquia, Ejido y Mérida, encontramos en su escritura sólo poquísimos regionalismos de vocabularios” *** “El caso de Trejo en También los hombres son ciudades, es el de un despojamiento de todo regionalismo así como también de todo exceso barroco: lo que queda es una prosa fluida, sencilla, neutra, singularmente correcta y extrañamente no marcada en el sentido que le da la lingüística moderna a este último término” (evidentemente, Rivera, señala que la neutralidad tonal del discurso de Trejo constituye su ‘marca’). ] 210 [


Trejo nunca abandonó la experimentación. Su obra revela estudio, indagación. Sublime respeto por la palabra, por el texto a que da lugar. No le temía a los riesgos. Asumía su condición de escritor sin otro afán que el de la escritura misma. “Una elaboración formal siempre variada, ambiciosa, difícil”. Escribe Juan Liscano: “Su escritura es rica, elusiva, evocativa, fluida, fina. Se advierte en la construcción de ciertas metáforas, en algunos desarrollos insólitos en situaciones absurdas, la influencia filtrada de Kafka, del surrealismo, pero sin ningún deseo de hacer obra kafkiana o surrealista. Son acentos dispersos en ese narrar que escapa al tiempo, de los temas, de las precisiones, de las sucesiones racionales, de las implicaciones exteriores explicativas. Las cosas, las gentes, los gestos y las acciones, los olores y colores, de edificaciones, las calles, los caminos, los montes, el mar, la vegetación, los ruidos, los animales, el trabajo, las conversaciones, los sufrimientos están dispuestos en el relato de un modo inhabitual, lejano, confuso, impreciso. Pareciera que todo sucede en un mundo reflejado o entre brumas. Los personajes hablan en el viento, para el viento. O se hablan a sí mismos. Lo más constante y presente en sus narraciones es un intento o difuso sentimiento de soledad, el cual suscita nostalgia, angustia, percepciones fantasmales del alma”. (p.107) La novela Andén Lejano constituía –según Julio Miranda– una ruptura dentro de la ruptura, porque a la conciencia de la ¿imposibilidad, inutilidad, relatividad, negación? de narrar se añadía su reflejo material en la página. Quiebra y fragmentación del sentido: quiebra y fragmentación del discurso: quiebra y fragmentación de la tipografía. Los bloques continuos de reflexiones, las frases sueltas a modo ] 211 [


de versículos, los blancos eran, en su propia manera de estar ahí, el tortuoso trayecto de un soliloquio, los jirones de una conciencia, los trozos de eventuales diálogos, los silencios. (Revista Solar. Mérida, enero–marzo, 1990). Regreso a Juan Liscano: “Con Trejo el realismo queda superado, la narración no se apoya más en ninguno de los rasgos propios de nuestra literatura novelesca o cuentística, y así ingresamos a un ámbito más bien fantástico, imaginario, irreal y aplastantemente válido en el orden de la literatura estructural”. “Oswaldo Trejo viene de lejanos cuentos de montaña (Aspasia tenía nombre de corneta, Edic. Cuatro Muros, Caracas, 1953) y de ciudades fantásticas y personajes insólitos (Los Cuatro Pies, Tip. La Nación, Caracas, 1948). Cuentos puestos en el empeño de una estética renovadora, escritos con la inocencia de un recolector de grillos y luciérnagas, pero con la conciencia vigilante y la varita mágica de quien, en mitad de la corriente, separa las aguas, o se vuelve pez o comanda un ejército de hormigas. Quiero decir que Oswaldo Trejo, evocador de mundos y personajes de la infancia, trata de rescatar sus escrituras de la simple ilación añorante y costumbrista mediante el recurso de introducir lo inesperado y fantástico en la corriente de lo cotidiano. De manera que nos va ofreciendo una escritura desconcertante, sin romper el tono de lo real y hasta lo trivial. Algunos cuentos se quedan a la vera del camino, otros llegan hasta hoy y seguirán, como “El cuarto”, “Una oferta de trabajo”, “El gajo de la tarde”, y entre los lejanos, aquel brevísimo “Sin anteojos al cuerpo”, historia de muñeco inválido y de infancia, mágico. Todos, recogidos en la (…) antología que, bajo el título Escuchando al idiota, publicó Monte Ávila en 1969. ] 212 [


“Una novela, También los hombres son ciudades (Edit. Espiral, Bogotá, 1962), es para mi gusto personal el mejor trabajo narrativo hasta hoy publicado por Oswaldo Trejo. Novela lineal, en un lenguaje de precisión proustiana (sin ser proustiana la obra), el autor estructura un relato denso y sostenido, sencillo, casi testimonial y lejos –a una distancia de letra perdurable– del simple costumbrismo evocativo. Un libro que debiera ser reditado”. (Orlando Araujo. Narrativa Venezolana Contemporánea. Monte Ávila Editores. Caracas, 1988) (Pp.326–328) En Preludio para tres trejos. Y el Trejo se hizo verbo leemos: (…) “una obra única en el ámbito de la creación narrativa venezolana. Obra de búsquedas, de insistencias, acaso incomprendida e incluso negada por muchos. Obra que se inserta en la contemporaneidad, en la tradición caligramática de las primeras experiencias poéticas rebeldes ante la página, en el reto del juego, del abismo interior y del balbuceo adánico. “Obra de sólida unidad, de aparente hermetismo que resuelve su hermosa coherencia en el concierto de escogidas claves de escritura que invitan al lector valiente a una participación comprometida y erótica en el texto”. (Oswaldo Trejo. Tres textos tres, Monte Ávila Editores, Caracas–Venezuela, 1992, pp.7–10) Lourdes Sifontes, en su aguda introducción a Tres textos tres, la considera “obra única en la literatura venezolana, en la que la acción no es lo preponderante sino que el protagonista es la escritura, al tiempo que hace mención a su aparente (léase bien, aparente) hermetismo. Para Sifontes, los textos de Oswaldo, inclasificables y totalmente originales, no deberían ser llamados cuentos ni novelas, ni textos, ni ejercicios narrativos, sino trejos”. ] 213 [


SELECCIÓN:

ASPASIA TENÍA NOMBRE DE CORNETA(*) I Este es un decir que corre de boca en boca en la montaña. Lo llaman la voz de Aspasia y nace en la Loma del Viento. Como un eco retumba hacia las cabeceras del Chama, y luego baja con el río hasta las cercanías del Lago de Maracaibo, en la Tierra Llana. –Escuchá las aguas, indio. Cuando joven este río se desbordó, hizo bullas y arrastró puentes, casas y animales. Ya es viejo. Se ha vuelto un poco necio y loco. Es como un espejo de los pájaros. Aspasia fue la mujer de la pequeña aldea. Vivió bonito entre la serranía. Tenía un hijo llamado Félix, que esperaba cada luna de diciembre. El rancho de Aspasia y Félix estaba en las márgenes de la laguna, arriba, en la Loma del Viento. Eran aguas olvidadas, alimentadas por un caño. Había también para Aspasia y Félix, además del agua, otras cosas: una cabra, gallinas y las crías de la puerca; y azules del cielo y de los pájaros, árboles, colinas y caminos que no eran de ella ni de Félix, pero que estaban en el mundo. II –Mama, ¿Cuántas lunas han venido? –pregunta Félix. –Las suyas son varias, indio. Hace siete años que la luna le trajo la luz como primer regalo. ] 214 [


Félix había venido de lejanas tinieblas. –¿Verdad que la luz fue su mejor juguete, indio? En las entrañas de Aspasia sopló el viento de la laguna. Oyó que el hijo la llamaba. Llegaba por el firmamento en la luna de la luz. Fue su compañero en la montaña.

III Los dos bajaban de la loma. En el pueblo tenían un puesto en el mercado. Vendían flores unas veces. Otras, cestas de frutas, cuando no, Aspasia y Félix arreaban la puerca con la manada de lechones. –Cuatro pesos cuesta un cochino de Aspasia –decían los poblanos. –Son buenos marranitos porque engordan hasta comiendo flores. –Aspasia, La Corneta, ta, ta, ta, –le gritaban los muchachos. De los cabreros del mercado sabía muchos cuentos. De ellos contaba el de las serpientes: En el rancho convivían con las culebras. Félix se las presentaba a los muchachos campesinos y era como estar con ellos en un circo. Cuando llegaban compradores de gallinas, el indio con un látigo las espantaba para que fueran a refrescarse en la laguna. –Cuéntanos un cuento, Aspasia. –Ahora no. –La Corne …ta, ta, ta. –Los muchachos le tiraban piedras. –La Corneti …ca, ca, ca –y le quitaban el sombrero de fieltro a Félix con el cual y los calzones parecía un hombre recortado. ] 215 [


Cuando pasaba vendiendo frutas se oía la gritería de los muchachos, unos para comprarle frutas que era como comprarle cuentos, y otros para tirarle piedras. Era un pueblo sin cornetas, que sólo tenía el pregón de Aspasia. Existía un automóvil, de los primeros que salieron. Inservible estaba en la plaza de la iglesia. De la carretera, derrumbada, quedó un camino angosto con pedazos anchos. –La corneta … ta, ta, ta. –Esta vez le habían soltado la marrana. IV Por la loma se ven mejor los astros. La luna en nochebuena casi se pone encima de los cerros y cuando explota los muñecos, ranas, caballitos de celuloide y cajas de sorpresas se desparraman por el cielo. En el catre se quedó dormido el indio. Siempre ocurría lo mismo: el sueño era más fuerte que la luna. Sin embargo, Aspasia le reseñaba el espectáculo: Por allí corrían fugaces los rebaños y los pastores iban ensartando estrellas. Por aquel lado aparecieron los elefantes. Allá en el sitio de la nube estaban las pelotas y tambores. “Como te quedaste dormido, aquí tienes, toma”. Le daba un soldadito de plomo. Si Félix había despertado muy de mañana, volvía a dormirse y con los objetos que había visto en el libro de Mantilla, en la escuela rural, completaba el inventario de juguetes que la luna lanzaba sobre el cielo. –Félix bobo, –le decían sus amigos, los muchachos de la aldea–. No hagas caso del cuento de la luna. Para comprobarlo, Aspasia trató durante el nuevo año de convencer a los muchachos.

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V Volvió la navidad. Cuando la luna estuvo grande, más grande que en años anteriores, todo era bueno porque los niños la esperaban. Aspasia también estaba muy contenta. Entonces, comprendieron claramente la verdad que traían las lunas de diciembre. La voz de Aspasia susurraba por los ranchos, por los caminos, en catres de los campesinos. Así llegó el día de sacarlos. A cada niño le fue señalando mariposas, peces, ranas, pájaros y los inquietos caballitos del diablo; y también las riquísimas frutas y los corpulentos árboles, así como los toros y los caballos grandes. –Ja, ja, ja, –se reían de alborozo–. ¿No ven que la luna si revienta en el espacio con su cargamento anual de cosas? Como ustedes son niños campesinos, esta vez les trajo toda esa vegetación y los animales vivos que están sobre la tierra. Los niños fueron felices con los juguetes de tales reinos, ¡Qué de mariposas y de peces! VI Los que ya eran grandes y los viejos se quitaron el sombrero. Había pasado un cajón que en romería bajaron de la Loma del Viento. Aspasia cruzó el pueblo con un lazo morado sobre el cuerpo y un ramo de capachos en el pecho. Era como un día de fiesta nacional porque a las ventanas le nacieron pañuelos de todos los colores. Muy pocos supieron que Aspasia había pasado. Lo dijo después el sacerdote en el sermón de una mañana: –Se nos ha ido Aspasia… En la montaña todos la lloraron porque en el viaje, para seguirla, diciembre se desprendió del año. ] 217 [


Antología personal del cuento en Venezuela. (Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación. Universidad Central de Venezuela. Caracas, 1977).

(*) Con Aspasia, escribe José Fabiani Ruiz, “el autor nos ofrece un cuento entelado de poesía, de fresca, sencilla poesía, que nos viene más de la intuición, de la adivinación, que da una simple mirada tendida sobre el mundo que nos rodea. Todo el cuento, forma y fondo, es de una gran transparencia, tenuidad, legitimidad, fluidez. Comienza ya a tener una seguridad en el trazado de los personajes, es decir, la talladura es firme. De tal manera que a Aspasia la vemos aparecer, detenerse un poco sobre la tierra y desaparecer. Nos podemos formar una idea de cómo era, de cómo vivía y de cómo muere. Lo que era está resumido en su pregón, sencilla, tierna, alegre como el campo que describe el autor. Vivía en eterna superación de la realidad, a su manera, y muere exactamente igual a como había vivido, llena de una honda y pura verdad poética. Aspasia flota liviana como una cometa, sin que por ello pierda sus contactos con la tierra, prueba de lo cual es que cuando comienza a flotar de veras, cuando muere, los viejos campesinos a quienes ella había hechizado, imantado, con su rica y desbordada fantasía lunar, la ven pasar con profundo respeto, metida en un cajón “que en romería bajaron de la Loma del Viento”. Aspasia cruzó el pueblo con un lazo morado sobre el cuerpo y un ramo de capachos en el pecho. Era como un día de fiesta nacional porque a las ventanas le nacieron pañuelos de todos colores”.

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Yolanda Osuna (1929-2008)

Poeta, narradora, ensayista. Licenciada en letras por la Universidad Central de Venezuela (1956), con post-grado en Literatura Hispanoamericana en el Instituto Pedagógico Nacional de Caracas y Doctorado en Sociología y Semiología de la Literatura y el Arte en la Escuela de Altos Estudios, Sorbona, París. Publicó: Esbozo biográfico de Teresa Carreño (1968); Vallejo, el poema, la idea (1975). Premio Edoardo Crema de la Universidad Central de Venezuela); Tres ensayos de análisis literario (1982); La memoria de los días (1986), Premio Municipal de Literatura (1987), Mención Investigativa literaria ­­(Ensayo); Aire de las cinco (1992), (cuentos y relatos), Disentir en la novela. Cuatro novelistas venezolanas (1931-1940) en el ensayo literario en Los Teques. Colección Ateneo de Los Teques, Nº 27, 1996; Muro de cobre, (2002), (Narrativa); Constelación de esencias (2008) (Poesía). Cuentos suyos figuran en la antología Quaterni deni de la poeta Elena Vera, 1991. En poemas, Talismán, 2001 y en una antología alemana Frauen in La teinamerika Erzählugen und Berichte, Munich, 1983. Ensayos y artículos literarios de su autoría aparecieron en los periódicos: El Universal, El Nacional, Últimas Noticias, y en las revistas Actual, (Mérida), Revista Nacional de la Cultura (Caracas) y La Casa de la Fragua (Tovar, estado Mérida). Dejó inédito un ensayo sobre la novela escrita por mujeres venezolanas, y su propia ] 219 [


novela. Originaria de Tovar, estado Mérida, se confesó fiel apasionada de la poesía, bajo cuya constelación disfrutó años de deslumbramiento y de tentadora búsqueda. Impecable ciudadana, fiel a su pensamiento humanista de izquierda. OBRA NARRATIVA: - Aire de las cinco. (Cuentos y relatos). Dirección de Cultura U.C.V. Caracas, 1992. - Muro de cobre, (Narrativa). Colección literaria Ateneo de los Teques. N. 43. Estado Miranda, 2002. CRÓNICA: Con el título Aire de las cinco publicó su primer libro de cuentos y relatos con un “poco de suspenso, algo de amor y soledad”. Entonces escribió Yolanda Osuna: “Este es mi primer libro de narrativa. Con él corro todos los riesgos, pero sobre todo, en él está presente esa ‘vaga inquietud’ que me mantiene alerta a las formas de la belleza y de las aristas ocultas de la condición humana”. Algo más: “Las siete primeras narraciones pertenecen a una etapa de ejercitación; las cuatro últimas son de escritura más reciente; pero todas están enlazadas por las coordenadas del amor, la soledad y la violencia del vivir. “El predominio de la mujer como protagonista no responde a una perspectiva intencionalmente feminista; tal vez obedezca a la reacción memoriosa en la palabra, de ciertas realidades”. Finalmente la autora invitó a los lectores a acompañarla, con la promesa de continuar en esta necesaria y apasionada búsqueda. Muro de cobre es el título de su segunda entrega narrativa. En estos cuentos, como en los de su primer libro, la ] 220 [


palabra persigue costados de la condición humana, acusadas por la violencia, la soledad, y por el amor en su doble faz de presencia y exilio. En la Nota editorial leemos: “El relato lírico que da título al libro, se nos ofrece como un crisol bajo el fuego de la memoria, en multiplicidad de imágenes recogidas en ese abecedario de toda escritura que es la niñez, y templadas en el metal puro de valores que el tiempo ha convertido en escudo, muro defensivo y sugerente. Este breve relato Muro de cobre, nos deja la impresión de las figuraciones éticas y afectivas que marcan la vida y el quehacer artístico de la autora, cuya palabra oscila entre la mirada valorativa del afuera y el temblor de la interioridad que persigue un tono”. Incansable trabajadora de las letras, particularmente en el área del ensayo. Consistente intelectual. Deja una novela en proceso, pero que bien pudo haberla culminado. Los dos libros de cuentos publicados y la novela anunciada confirman la pasión de Yolanda por la narrativa. Escritura consistente, palabra precisa, transparente, libre de acompañamientos retóricos. Delinea el perfil de sus personajes sin rebuscamientos psicológicos y culmina acertadamente la propuesta de cada relato.

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SELECCIÓN: Hemos escogido dos cuentos escritos en tiempos de amarga zozobra. Son ellos: Entre los tres, la noche y Contraseñas.

ENTRE LOS TRES, LA NOCHE

a Doris Francia

Celmira recibió la notificación telefónica, desde la Cárcel de La Pica: Mario Barros había muerto esa madrugada. En varias ocasiones había estado allí ante la misma negativa: ni verlo, ni pasarle las medicinas, que para él eran imprescindibles. “No se puede”, dijo el guardia; “está incomunicado”, sentenció el Juez del Distrito; “¡Imposible! Órdenes son órdenes”, decidió terminante el director de la cárcel, sin mirarla. Ella comprendió entonces las palabras de Mario: “no le mientas a los hijos, ellos están en la vida”. Ahora, entre el desconcierto y la radio, resuena la voz de Mario en su última carta: “Celmira, no vienes; debes estar por llegar, siempre me has cumplido. Confío en tu firmeza. Aunque ya no me quisieras, lo que nos une es más grave que el amor. Admito que tu cuerpo reclame compañía, pues ha pasado un siglo sin sumergirnos en la ternura. Ese es el verdadero sentido del ojo: las limitaciones del presidiario reducido a momia. ¡Ni las abejas! Ellas fabrican sus celdas, pero vuelan a su antojo. Al prisionero, en cambio, se le niega la miel de la vida. Celmira, ¿enamorada?: aun así sé que antes de decretar el olvido tendrías que borrar el camino recorrido por los dos luchando por la justicia, y por despertar del letargo con nuestra propia acción limpia de egoísmos. Por eso sueños seguiré viviendo, pese a que sólo me quedan diez pastillas, ¿diez semanas, diez días, diez horas? ] 222 [


¡Allí viene el guardián! Perro amaestrado por lobos desleales a Dios, a la tierra que los vio nacer. Le pregunto por ti, y por mis medicinas. No ha venido, dice. Y sonriendo me mira, él sabe lo que necesito... Yo le alargo algunos billetes, para que se acerque y le entrego además esta carta para cuando vengas. Celmira, hace dos meses no vienes no me han dicho que están suspendidas las visitas. ¿Estrechan el círculo? Ya no me interrogan ni deciden sobre mi sentencia después de siete años en estos infiernos, no me torturan el cuerpo envilecido, desencajado por el máximo dolor, nos resistirían corazón, que desafía la intención malvada de los guardianes del orden de su manera cruel de ser libres: libres sobre cadáveres, se entiende. No importa que despedacen nuestros sueños, persiste tú, Celmira, no cejes. Multiplícalos. Nuestros sueños volverán a unirse como los anillos de una serpiente inmortal, su “veneno” alimentará a los engendrados con su maldad de hoy. Paradojas del mal: “veneno” que abona el sueño generoso. No lo veremos ni tú ni yo pero tengo que vivir hoy aquí. Es un deber del corazón y de la inteligencia; no sólo sentimental, arcilla de la esperanza con la que Modelo los aspectos terrestres por fidelidad. Nunca les cuentes mis acciones a mis hijas como las de un héroe político; sencillamente han sido una práctica, un gesto de mi fe humana en los otros. Esa fe me puso en manos asesinas, de quienes confunden el bien con su bienestar; de los que persiguen a quienes les arrancamos sus máscaras de hipocresía. Por la fe en la justicia he dado mi vida. Por esa justicia arriesgó la vida Adela, echándose de bruces sobre el compañero ante la policía, sin pensar que ella misma era toda entera un talón de Aquiles. Por la justicia se juega la vida en los que conocemos y tantos ] 223 [


jamás nombrados. Me enfrenté. Los tres fuimos a la cárcel. Yo, extranjero, indocumentado, subversivo, suficiente para eliminarme. Pero estoy vivo. Me esperan. Saldré sin ver a nadie, solo como ahora estoy, volaré al sur. A mi familia, mi mujer, mis dos hijas, mi tierra... Uno habla de la tierra como una pertenencia, y no es ella la que nos pertenece, somos nosotros los que le pertenecemos y ella nos acompaña como la muerte. Seguiré viviendo, Celmira me quedan diez pastillas...” Nunca había sentido Celmira con tal rigor el peso de la soledad, pues acostumbra a resolver sola las exigencias cotidianas; pero hoy necesita apoyo, por eso busca a Adela, la compañera de respuesta rápida; necesita de su palabra, su resolución solidaria, su fraternidad militante. Las dos entraron en la aletargada soledad del pueblo bajo el despiadado sol llanero. En la antesala de la cárcel, las abofeteó un aire nada limpio. Esperarían afuera, bajo la venezolana, cargada de luz y de conjeturas: ¿lo ejecutaron?, ¿lo trasladaron?; es decir, ¿lo requeté desaparecieron, como el año pasado? ¿Qué sucedió? No es que nos obsesiona la maldad, pero tanta fortaleza física y moral, hasta hace dos meses que lo vi vivo por última vez, me pone a dudar, dice Celmira. -Insistiremos en verlo, en que nos entreguen el cadáver para enterrarlo nosotras mismas- responde Adela. -¡Claro!, ese muerto no es de ellos, es un hijo de nuestro batallar y no podemos abandonarlo en las manos perversas que lo liquidaron. -Estoy segura de que lo liquidaron -afirma Adela. Hay aquí representaciones de otros grupos revolucionarios, voy a avisarles para que venga a estar con nosotros y el compañero caído. ] 224 [


-No quiero, replica Celmira: nunca se ocuparon de él. Mario me confesó que quería vivir para aparecerse entero, indoblegado, leal ante todos. -Tenía razón... Mientras no sentencian todo es posible contra el preso, pero ¿de qué podían acusarlo ya? Tal vez les estorbaba, porque además ha aumentado el número de presos políticos. ¡Fueron siete años de una firmeza absoluta! -dice Adela, mientras Celmira junta las huellas del tiempo en la carta de Mario: “siete años... tres, en esta prisión ninfa, olvidado antes de morir; y cuatro años ruleteado por todos los antros del país: una pasantía cabal para quebrantar los sueños. Pero el olvido de lo peor, es mi mástil; al olvido me aferro para anteponerle la vida. Además, hay que decirlo: el carcelero, el juez, el director, el presidente de la República son alimañas que rastrean el aliento de los espíritus jóvenes; ellos me niegan las medicinas. Son unos abortos del infierno que olvidan que detrás de mí y de los que luchamos hoy vendrán los que ellos amamantan con la miseria creciente del mundo...” Adela abraza a Celmira animándola: -Mario huyó de la muerte cuando no le daban tregua en la lucha de su país. Se integró entre nosotros porque nuestro objetivo era el mismo y su sentido de la justicia no admitía fronteras. Lo que me satisface es que conoció tu amor; eso lo sostuvo, porque lo negado al separarse de su mujer y sus hijas, lo recuperó contigo; sólo tú pudiste compensarlo en ese sufrimiento. Por fin llegaron el director de la cárcel y el juez. -¿En nombre de quien vienen ustedes a retirar el cadáver? -En nombre de la solidaridad revolucionaria. Fue un gran luchador por la justicia. ] 225 [


-No es un argumento válido... -¿Y en nombre de la amistad? Aquí está mi amiga ¡nuestra compañera!- responde Adela. -Ese argumento, dijo mirando a Adela, es muy fácil de decir, pero difícil de comprobar. - ¡Pero es que ella era su mujer aquí! Celmira permanece en silencio; el juez la mira fijamente y le enfatiza con tono autoritario que Mario Barros jamás declaró que tenía familia en bienes... Adela, enfurecida le responde: -Usted tal vez no conoce la amistad con menos todavía la solidaridad, pero eso no lo autoriza para dudar del sentimiento que tiene para nosotros. Usted es un irrespetuoso. Yo no conozco a la familia de Mario en el Uruguay, pero en nombre de su lucha por la justicia, me siento obligada a entregarle constancia del lugar concreto en este país, donde reposa su cadáver. El director de la cárcel pone cara de generoso, y accede a que reconozcamos el cadáver. Bajamos a un sótano. El aire denso de horrendas emanaciones nos golpeó como una afrenta. El aparato refrigerador estaba dañado... reconocimos a Mario. Nos envolvió el aroma amargo del árbol desarraigado: había venido de un país sureño: “por mi pueblo pasaban sorpresivamente los oficiales y dejaban un reguero de muerto, (contaba). No daban tiempo a despertar. Nos acercábamos cuando podíamos, para enterrar a los caídos. Entonces aprendí a odiar la muerte. Y comprendí que había que matarla al pie de su maldad, y entré en la guerra con la impetuosa furia de la adolescencia. Cinco años pasé batiéndome allá, hasta que tuve que enjuagar mis ojos con los dedos de mis dos hijas... Prometí regresar. Ahora tengo que seguir viviendo. No me dejaré morir”. La barba espesa ] 226 [


no lograba disimular su juventud, y nuestro dolor se agazapó en la madera verde de aquella urna humilde. Celmira fijaba su mirada en un punto lejano, en sus ojos se podía adivinar que este luchador había reposado sus armas de fuego, ante la ternura prometida. El médico forense nos reclamó el descuido de no traerle las medicinas en las que el corazón no le trabajaba. (Comprendimos). Y salió rápidamente a firmar el acta de entrega. Subimos. Pedimos levantar un acta para abrir averiguaciones. El juez nos burló la pretensión con un papel que lo eximía totalmente de culpabilidad. La funeraria quedaba relativamente cerca del cementerio. Nos sentamos frente a la urna como en una centinela contra el olvido, y en espera de los compañeros notificados. El sol comenzaba a despedirse entre un derroche de color. Ellos deben venir, dijo Adela, aunque no lo hayan conocido, es un modo de compartir sus ideales y reconocer sus aportes, es un aliento para los que quedamos. Es imposible que no hubieran oído hablar del compañero Mario, de sus acciones ejemplares, de su valentía y su entrega sin límites. Por otra parte, afirma Adela, yo les expliqué quién era, cuando fui a avisarles del velorio y el entierro. Las siete de la noche, las nueve, la medianoche y nadie. Sólo el calor sofocante, el olor espeso cubriendo toda voluntad de alivio, el zumbido de las moscas, y afuera el lamento de los perros. Entre los tres, la noche. Amaneció. El movimiento de vida tímida volvió al pueblo. El encargado de la funeraria precisó la hora del entierro y todavía no podíamos creerlo: ¡¿Pero nadie!? En camino al cementerio, un grupo de escolares que salía de clases siguió la urna: tenían por un buen augurio tirar una piedrita al fondo de la sepultura. Cumplido el ] 227 [


rito, partieron jugando, a gritos y a toda carrera. Celmira los miró agradecida, y sonriente, despejó con su mirada un lugar desconocido en donde las dos hijas de él corrían a su encuentro. Adela hizo un montículo de piedras colocó un manojo de retama ante la Cruz. Entonó a media voz una oración irrepetible en la que se mezclaban la fe de Mario, la constancia de los sueños fidedignos y el desprecio por los desmejorados jinetes de la nueva política. No hubo palabras, ni lágrimas, ni despedidas rociadas por puñados de tierra. Desde el vértice que formaban nuestras miradas sobre la urna, ya en el fondo, subió la resolución de sembrar la justicia, con la pasión vivida por Mario, y de hacerla florecer contra el olvido. Muro de cobre Colección literaria Ateneo de los Teques N. 43 2002, p.p. 19-23

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CONTRASEÑA Entraste con la primera sombra de la tarde. Discreta, apacible como sueles. Escuchando tan sólo el ritmo asustado: monótono en los sapos; lejano e insistente entre los perros, mínimo y solidario juntando los insectos; grueso como un río dentro de ti. En el ascensor sin espejos se juntaron nombres y mensajes de compañeros muertos. Recibiste algo extraño en el momento en que el ascensor se abrió sobre la planta alta: los pasillos barridos de niños, el silencio como mantel de ser atendido, esperando las patas frágiles de los PÁJAROS, era ese el seudónimo de nuestras mensajeras insospechables. Dejaste que el ascensor se cerrara tras la duda, cuando alcanzaste a ver, en la puerta del apartamento, el dibujo en tiza de dos alas abiertas. Esa señal bastó para imaginar a tu camarada, (dos cejas graves y entre ellas, el hierro fulminante), sometida a la violencia, allí mismo, tras la puerta, para que delatara. Miraste a cada lado y, escaleras abajo por siete pisos, te acompañó tan sólo el pálpito y el trote. Corriste por la calle oscura hasta el puente, tres cientos metros adelante, donde un compañero esperaba la contraseña para salvar la vida. Oíste espantada la voz de alarma. Nunca pensaste en eso: ¡también allí estaban! No venías preparada, ¿y él? … La indecisión le hizo frenar un segundo... cuando un disparo arrojó a tus pies los pasos que te perseguían. Muro de cobre Colección literaria Ateneo de los Teques N. 43 2002, p. 57.

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Parra, Esdras (1939–2004)

Nació en Santa Cruz de Mora, estado Mérida, Venezuela, en 1939. Falleció en Caracas el año 2004. Poeta, ensayista, traductora transgénero. Miembro fundador de la revista Imagen, en la cual trabajó como editora por varios años. Su actividad creadora se orientó hacia la crítica cinematográfica, el universo narrativo y la poesía. Mantuvo una constante presencia en el mundo literario a través de publicaciones periódicas y como promotora cultural. La vida de Esdras Parra, afirmó Víctor Bravo, es vida literaria: vida dedicada al misterio de la sensibilidad expresada estéticamente, a la búsqueda de la perfección del lenguaje, al lugar del hallazgo donde, de manera simple y milagrosa, el lenguaje se expresa estéticamente. (…) Viaje a la interioridad, donde la naturaleza se espiritualiza, canto al mismo tiempo, a la naturaleza como proyección de la interioridad. En el año 2004 se publicó el libro titulado: Aún no, expresión de la fina sensibilidad, de la busca del alba, de la exacta dimensión de la existencia. “En la poesía de Esdras hay un lenguaje distinto”, explica José Napoleón Oropeza, ‘un sentido de despojamiento de la interioridad, un desdoblamiento que revela su condición humana; esas zonas en las que se debatió a lo largo de su vida”. Murió, cuenta Carlos Flores, un día jueves 18 de noviembre. Se fue como había vivido: “Sigilo] 230 [


sa, sin hacer ningún ruido”, y segura de haber completado su máxima obra, el poema mayor, que fue ella misma y su cuerpo, un verso lacerante y paradójico. Pero valiente, como pocas o pocos”. OBRA NARRATIVA: El insurgente. Maracaibo. Universidad del Zulia, Facultad de Humanidades y Educación, 1967; 16 pp. (Cuento) Juego limpio. Caracas, Monte Ávila, 1968; 125 pp. (Novela) Por el norte el Mar de las Antillas. Maracaibo, Universidad del Zulia, Facultad de Humanidades y Educación, 1968, 18 pp. (Cuento) CRÓNICA: En 1988, en su libro Narrativa venezolana contemporánea escribió Orlando Araujo: “En la narrativa hispanoamericana actual pocas veces recibimos un libro de relatos en el cual todo sea bueno. Tal es el caso de Juego Limpio de Esdras Parra, creador de climas de tensión, de estados narrativos, de situaciones en el filo de un lenguaje que tú no puedes soltar cuando lo agarras. Es que los procedimientos, los recursos, la técnica en general no te la pone el autor delante de los ojos para forzarte a verla, sino que te deja, así de frente y sin andamios, la arquitectura cerrada y abierta –en esplendor continuo– de inolvidables escrituras”. Ya en el propio libro Juego Limpio de Esdras se informaba sobre su particular escritura, a veces secreta, siempre avizora, delicada, pura como un alumbramiento: “Las tramas a veces imperceptibles de estos relatos han sido entretejidas, igual que sus contornos y decorados, a par] 231 [


tir de episodios e instantes de plenitud arrancados a un universo infantil, provincial, remoto, a la vez plácido y sombrío, que parece disiparse a medida que lo convoca la memoria de su autor y por cuya cálida penumbra suelen transcurrir unos personajes a menudo disponibles, sutiles variaciones de una misma manera de pensar y sentir. De la manera más atenta posible, valiéndose de una escritura que logra ser esencial a pesar de su desenvoltura metafórica, Esdras Parra ha explorado nuestras relaciones con los demás, nuestra inquietud ante el tiempo y la muerte, los problemas de la identidad personal, los abismos nacientes, el confuso esplendor de los días, el misterio de vivir”. Esdras no sólo se internó en la narrativa, gran parte de su universo y de sus exigencias literarias alcanzaron alta expresión al través de la poesía: Hay serenidad en tu lenguaje bien dispuesto se atiene a su propio rigor a su destino evocativo en la intimidad natural de la página que abre caminos en la aurora un lugar que se pierde de vista crecido hasta alcanzar el presagio. El poema transcripto define su visión de la escritura, su poética, propia también de su narrativa. Palabra que se atiene a su propio rigor, de exigente textura. Cursa el lenguaje bajo el dominio de un oficio de exactas dimensiones y refulgentes transparencias. Sobre si misma escribió: “Creo que llegué tarde a la juventud y a la vida. Escribo esto y soy la primera en sor] 232 [


prenderme. Pero hay mucha verdad en mis palabras. (...) Mi juventud y mi vida se han quedado como a un lado, y no hablo simplemente de un pasado, mientras yo sigo sola con la ilusión de que todo tiene sentido y vivir vale la pena. (...) en las montañas de los Andes, donde pasé la infancia y parte de la adolescencia, y adonde vuelvo cada vez que puedo. La sabia de esos paisajes agrestes, un poco bárbaros, circula por mis venas”. Su escritura valía la pena. No hay duda. Cultivaba la palabra con devoción. Cultor de personajes que estaban más allá de la anécdota, aunque no eludían conflictos de la existencia. Personajes de mirada interior. Escrutan, indagan. Son como ella: un secreto rumor, con el tiempo “intacto y apretado” Reconocía Esdras el influjo de las montañas en su carácter, por ellas fue condicionada en gran parte. Escribe: “No miento. Mis temores (¡Cómo lloré y tuve miedo en esa época!), mi conducta reservada, callada, un poco sigilosa y secreta, incluso mi sobriedad, mi mezquindad y mi egoísmo, que creo ciertos, son producto de esos climas (...)”. Juan Liscano advierte similitudes en Jesús Alberto León, José Balza y Esdras Parra en cuanto a una “variada gama escritural”, que sin excluir el valor estético, busca salida al realismo tradicional, al tiempo que “reacciona contra la escritura culta, bella y también contra los valores que ella expresa, procedentes de la sociedad burguesa y empeñados en ciertas conclusiones positivas, edificantes”. Y agrega: “Exploración de carácter interior, cuyo menor propósito es el de hacer real, organiza la anécdota, los hechos y el lenguaje en función del texto para componer una realidad de ficción equivalente a la realidad de la vida”. Orientación similar encuentra Liscano, “pero con un propósito más acentuado de ir borrando cada vez más los hilos de la ] 233 [


trama, la alusión a los hechos exteriores sociales e históricos, para alcanzar una visión introspectiva más válida y lírica, cuya ambigüedad sea trasunto de conflictos, íntimos, ocultos. (Juego limpio, 1968.) En razón de esa interiorización lírica las más de las veces, el lenguaje se convierte necesariamente en la realidad misma de esa creación”. (Panorama de la literatura venezolana actual. 1984.) (Pp. 158–159) En 1988, Esdras publicó dos breves relatos en la Revista Nacional de Cultura, número 268, veinte años después de la publicación de Juego Limpio. Mantiene en ellos la palabra justa, temperada, fiel a la historia, lejos de la culta y bella escritura a la que hacía referencia Liscano. Encontramos, además, una especie de secreto humor que circula grácil, turbador.

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SELECCIÓN: Del libro Juego limpio hemos escogido “Parte de su ser recorría aún el otro territorio”.

PARTE DE SU SER RECORRÍA AÚN EL OTRO TERRITORIO Sí, allí estaba Luana con sus enormes ojos vivaces. Una descolorida cinta azul entretejía sus cabellos en dos trenzas rebeldes que caían hasta más debajo de los hombros. Todos los fines de semana bajaba desde “La Hondura”, acompañando a su tía, para comprar, en el mercado y en las tiendas del pueblo, lo que la tía necesitaba: cintas, telas, rizadores, colorete, polvos de arroz, sal, pimienta, azúcar, cigarrillos y pescado. La tía de Luana era una mujer gorda, muy activa y vigorosa, que usaba trajes de cretona y de zaraza estampada, de colores alegres; coronaba a su cabeza un sombrero de fieltro con las alas dobladas hacia abajo. Llegaban a nuestra casa los domingos por la mañana y permanecían allí todo el día, saliendo solamente para hacer las compras. La tía hablaba con mi padre en la sala, y su voz ronca, sus ademanes enérgicos (juzgados por mi padre como voz y ademanes de hombre) colmaban la atmósfera de la casa en aquellos días. Su charla era interminable, un monólogo que ella sostenía sin descanso; mi padre, de naturaleza callada, casi nunca interrumpía su conversación. Sentado en la silla de cuero de becerro, su silla favorita, adoptaba una actitud de gran atención, la miraba y la escuchaba, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. La tía hablaba de los caballos, de las mulas que ella misma, sin ayuda de ningún peón, herraba, cepillaba y alimentaba con afrecho, pues sentía gran devoción ] 235 [


por los animales. Hablaba de las cosechas, del rendimiento de su finca, de los abonos y siembras, de las lluvias, de sus relaciones con los propietarios vecinos, a quienes calificaba de gente rica que se permitía el lujo de trabajar con implementos agrícolas impulsados mecánicamente. Durante el almuerzo, se limpiaba con el dorso de la mano los labios manchados por la grasa de la comida, y al terminar se enjuagaba la boca con un sorbo de vino tinto, del que mi padre conservaba para las ocasiones extraordinarias. Todavía sentada a la mesa hacía gárgaras con el vino, y mientras todos esperaban que escupiera la buchada para poder levantarse, ella, en cambio, se la tragaba con placer. Mi madre entonces recogía los platos, en silencio, y se retiraba a la cocina para limpiar y fregar la loza. Era el momento de mi suplicio; la tía me abrazaba, me hacía caricias, se empeñaba en besarme. Cuando lograba escapar de sus brazos ella me perseguía, corría agachada extendiendo sus rollizas manos hacia mí murmurando frases cariñosas: “ven aquí mi pimpollo, mi niño…” yo huía atemorizado, pues le tenía horror a la tía, y me arrojaba debajo de algún mueble donde ella no pudiera atraparme; casi siempre iba a dar al escritorio de mi padre, aquel mueble enorme de tapa levadiza, recubierto de costurones y manchas de tinta, lleno de papeles viejos, libros y documentos de negocios que mi padre venía acumulando en perfecto desorden. Allí me quedaba largo rato, esperando que la tía se marchara o que se pusiera a hablar con mi padre; me asía a una de las patas torneadas del escritorio y veía a la tía que me contemplaba y me sonreía. Yo esperaba que Luana viniera a salvarme, pero ella estaba en el patio o en la cocina ayudando a mamá a secar la loza. La tía no porfiaba por mucho tiempo, y viendo que ] 236 [


yo no salía de mi refugio se sentaba cerca de mi padre, quien después del almuerzo se tiraba en la hamaca a reposar y a fumar. La tía se recreaba hojeando catálogos de implementos agrícolas. Se quedaba extasiada frente a los grabados de hermosos cilindros para descerezar café, máquinas segadoras, arados que en algunas partes ocupaban toda una página. A medida que observaba las ilustraciones y leía como funcionaban y calculaba el valor de aquellas máquinas preciosas, su rostro expresaba los visajes del asombro y la perplejidad, como si no creyera que algún día se podía realizar el milagro de poseer uno de esos codiciados aparatos, gozar de la fama y del prestigio entre sus vecinos. Mi padre descansaba en la hamaca, lanzando de vez en cuando unas bocanadas de humo, y miraba a la tía con indulgencia, la cara tranquila y reposada de un hombre que no ambicionaba muchas cosas del mundo. En la tarde, después de tomar el café, la tía se iba al solar a darles pasto y afrecho a las bestias y a preparar los aperos para el regreso. La casa era espaciosa y limpia. Las ventanas de las habitaciones daban al patio, que era el lugar donde se reflejaba toda la actividad diaria. Hacia el fondo de la casa quedaba un solar y estaba sembrado de guácimos y naranjos. El solar terminaba en un barranco desde donde yo miraba el matadero y el coso para las reses que sacrificaban en el pueblo. Los botalones estaban sólidamente hundidos en el piso, pero la talanquera era una verdadera ruina. A mí me gustaban el zaguán y el viejo portón de pardillo porque daban a la callejuela, un angosto callejón lateral por donde se iba al río. Era empedrado y la gente lo utilizaba para botar allí la basura. Siempre estaba lleno de desperdicios y malos olores, y sólo en la época de lluvias, después de algún torrencial aguacero, lucía inmaculado: ] 237 [


el agua arrastraba hacia el río toda la suciedad y dejaba las piedras brillantes. Los domingos lluviosos, Luana y yo veíamos llover desde el barranco, y mirábamos como el río se iba llenando de barro, crecía y se desbordaba anegando toda la vega. A veces, los zapatos mojados y las ropas húmedas debajo de nuestro paraguas, veíamos pasar alguna vaca muerta, y comenzábamos a sentir el olor que subía de la tierra, mezcla de vahos de bosta y madera podrida. Un día estábamos contemplando la inundación después de un temporal; los potreros se hallaban cubiertos por el agua lodosa y sobre los árboles se extendía la niebla, desvaía como un sucio velo de algodón. Y de pronto se oyeron los gritos de la tía y de mamá. No habíamos visto que el borde del barranco, donde nos hallábamos, había comenzado a derrumbarse y que estábamos a punto de despeñarnos. Yo escuché a tiempo los roncos alaridos de la tía, solté el paraguas y empujé a Luana hacia atrás, sobre la parte firme, en el momento en que la tierra cedía y se desmoronaba llevándose el paraguas. Mamá no cesó de amonestarme el resto de la tarde, pero yo estaba feliz porque Luana estaba a salvo. En los guácimos del solar, los campesinos amigos de mi padre acostumbraban dejar sus bestias mientras vendían sus productos y hacían las compras indispensables en el mercado. Las bestias se quedaban allí con todos sus arreos, bajo las sombras de los ramajes. Pero a veces las liberaban, les quitaban las sillas de montar y los aperos que depositaban en el sótano, arrinconándolos junto a las guarniciones de mi padre que no eran más que viejas y deterioradas monturas cubiertas de moho, resecas, endurecidas e inutilizables. Entonces Luana y yo montábamos las bestias desnudas, evitando rozar con las piernas las horribles peladuras que exhibían en sus ] 238 [


flancos. Yo miraba con asco aquellas costras llagosas y por piedad les espantaba las moscas, mientras Luana reía y se burlaba de mi absurda delicadeza. Cabalgando sobre las bestias inmóviles imaginábamos galopar por vastas llanuras, sobre infinitos potreros y montañas, sobre cumbres y extensiones increíbles. Cruzábamos desfiladeros y arroyos, pueblos y aldeas en un viaje que no parecía tener fin. Dábamos gritos y golpeábamos las ancas de las mulas, cada vez más perdidos en un continente imaginario. Las bestias permanecían quietas porque temíamos soltarles el cabestro porque mamá no aprobaba esos juegos que ella consideraba peligrosos. A veces yo saltaba del lomo del animal y echaba a correr montado sobre una escoba, azuzando, flagelando el palo como si se tratara de una mula. Luana reía, con aquella risa cristalina, aquella confianza natural que provocaba en mí un inmenso placer. Yo corría hacia el patio, siempre cabalgando la escoba, gritando, dejando a mi espalda la brillante risa de Luana, hasta que mamá se asomaba a la puerta de la cocina y me ordenaba quedarme tranquilo. Yo me escondía en el sótano, deseando que Luana adivinara dónde me podía hallar. El aire del sótano era espeso y cálido, saturado de emanaciones desconocidas. Parecía que el polvo estuviera allí flotando todo el tiempo, mezclado al hedor de herrumbre y de orines. Olía a cuero podrido, a bosta seca, a moho, a azufre, y todo ello me producía náuseas. No me quedaba mucho tiempo en el sótano. Esperaba, pero esperaba en vano pues Luana nunca quería entrar. Con la espalda adherida a la pared fría, entre la penumbra, veía con repugnancia aquella profusión de herramientas y trastos ruinosos, residuos de otras épocas, restos decrépitos de una antigua comodidad. Entonces escuchaba la voz de mi padre que ] 239 [


me llamaba. Luana me invitaba a jugar en el patio, en las tardes en que el patio estaba inundado de sol. Yo seguía las indicaciones de sus juegos, y le veía su vestido pulcro, la tela estampada de flores rosadas y celestes, sus trenzas anudadas con un lazo, sus brazos desnudos, delgados, acaso demasiado delgados, la piel morena y fresca, y todo tenía el aire ambiguo entre una mujer y una niña y eso hacía aflorar mi timidez. Me decía: “Ven, vamos a jugar entre los árboles”, pero yo no podía, me sentía miserable porque inocentemente hacía uso de su superioridad. Luana se iba riendo hacia el solar y me dejaba allí, en el patio, sucumbiendo en ese tormento aborrecido de la timidez. Pero otras veces podía sobreponerme a mí mismo y me reunía con ella y juntos escarbábamos los agujeros coronados de tierra granulosa, tan cernida y suave que me recordaba a la semilla de mostaza. Yo buscaba un tizón y lo ponía en la abertura cuando las hormigas salían, y veíamos cómo se achicharraban y cómo se devolvían asustadas hacia su cueva. Aquello, que era un infierno para las hormigas, a nosotros nos provocaba un goce. Luana me ayudaba, algunas veces, a cortar pasto para la vaca y becerro que mi padre había comprado en un remate de ganado en un pueblo vecino, y, bajo la artesa de gruesas planchas de cedro donde comían los animales, encontrábamos gusanos entre la bosta húmeda. Luana removía la boñiga escarbando con el machete. Los colocábamos sobre las tablas. Eran blandos y desagradables, pero, no sabía por qué, Luana mostraba una repentina compasión y no les hacía daño. Los dejaba ir sin tocarlos siquiera. Yo veía aquellas masas larvarias, informes, arrugarse y estirarse sobre la sucia superficie de la madera. En algunas ocasiones la tía dejaba que Luana se quedara en la casa ] 240 [


una semana. Era cuando ella se marchaba a la ciudad a indagar sobre los precios de los cilindros y de los arados. Partía en la mañana del lunes con una sola maleta en donde llevaba los catálogos, alguna ropa, y un poco de dinero. Por eso mi tío Ángel decía: “Con ese dinero no va a poder comprar ni un rastrillo”. Pero la tía se marchaba de todas maneras, dejando a Luana al cuidado de mamá. La tía regresaba hacia el fin de semana y, por lo general, traía un cajón lleno de revistas y catálogos agrícolas. Eran ejemplares nuevos, bellamente ilustrados, y no permitía que nadie los hojease. No se los mostraba a mi padre, a quien, después de todo, no le interesaban mucho las cosas del campo. Yo esperaba con gran alborozo la llegada de los domingos. Acaso no pensaba en nada más mientras estaba en la escuela y por eso mamá me reprendía, pues según ella yo abandonaba los libros. Más de una vez Don Jesús, el maestro, me había sorprendido con la mirada perdida, mirando el vacío, el texto de botánica sobre mi pupitre. No daba ningún rendimiento, me había vuelto perezoso y negligente. Me extraviaba con frecuencia cuando íbamos de paseo con todos los alumnos, y Don Jesús siempre temía que yo me perdiera en las excursiones semanales. Podía equivocarme de camino al regresar en la tarde, y yo sentía todo el tiempo la mirada vigilante sobre mi espalda, no tanto su mirada, aquellos ojos acuosos, llenos de bondad, aquella mirada blanda pero insistente, sino la continua protección, como si comprendiera que mi perturbación provenía de una razón profunda que me dejaba totalmente desamparado ante cualquier trance. Los domingos eran para mí los días más luminosos. Jugábamos sobre los caballos, en el patio, al pie de los naranjos que, en realidad, eran árboles estériles y tenían la corteza devorada por oru] 241 [


gas y avisperos, las ramas atacadas por las plantas parásitas que acaso no les permitían florecer ni producir frutos. Nosotros preferíamos los guásimos, los troncos tortuosos, la corteza arrugada como la piel de un animal prehistórico, las ramas que algunas veces copiaban formas de brazos humanos atrofiados y deformados por alguna enfermedad reumática. Todo ello era un mundo mágico, supersticioso y sobrenatural que festejábamos de mil formas, como personajes heroicos de una época remota, en el calor único de los mediodías, con el intervalo necesario para la hora del almuerzo, pues mamá era estricta con las horas de la comida. La tía, como siempre, me buscaba para prodigar en mí sus caricias y de vez en cuando me hacía un regalo, un caballito de celuloide, un trompo y hasta un surtido de calcomanías. Siempre me sentaba a hojear su colección de catálogos, la mirada errante paseándose sobre perfiles y contornos de levas y válvulas, de aspas y manubrios, mientras mamá traía a la sala la bandeja del café y la dejaba sobre la mesa, junto al florero, y mi padre apagaba su tabaco, con ese gesto tranquilo y reposado, con ese sosiego callado y tolerante de un hombre para quien no existía la pena. Yo escuchaba el ruido de los platos en la cocina, la conversación de mamá y de Luana en el aprendizaje doméstico de la feminidad, abandonada al orgullo locuaz de las mujeres entre aguas grasientas, trapos pringosos y lejía. Luego pasó mucho tiempo sin que Luana volviese al pueblo. Yo esperaba la inútil llegada de los domingos, primero con cierta vaga ansiedad y, poco a poco, con aprehensión y angustia. Había necesidad de inventar algo para no caer en la desesperación, y todo era muy doloroso porque no se lo podía comunicar a nadie. Con mamá a veces hablaba de Luana, pero ella parecía ] 242 [


evitar cualquier referencia directa a la causa de su retiro, y yo advertía el desagrado en que la colocaba con mis preguntas. Yo esperé, esperé, tratando de dominar el nudo de congojas que se tejía en mi pecho. Todo me parecía insufrible, oscuro, injusto y, además, cruel; y pasaba sin transición, en el término de pocas horas, de la rabia a la postración, de la pasividad al abandono. Lentamente comencé a sospechar que Luana no volvería nunca, y así fue como las cosas comenzaron a disminuir, a empequeñecerse, y luego a agigantarse bajo presiones y hálitos desconocidos; y a medida que crecían y se disminuían, yo esperaba, buscando en los libros un poco de paz. Pero algo más confuso surgió de pronto, algo recóndito e informe se precipitó, atrapándome en sus garras. Y las voces y los gritos, los recuerdos, los ojos de Luana, todo aquello que estaba allí, en el fondo de mí mismo, como un pozo cálido y expectante, creció, se expandió, destruyendo toda esperanza de calma. El tiempo también fue apresado en un torbellino, y en un momento, sin darme cuenta de lo que sucedía, pasaron cosas decisivas para nosotros. Murió mi padre en un viaje planeado con demasiada prisa. Y con la misma rapidez con que desapareció él, me encontré solo. Mamá y yo habitábamos la casa, pero casi no nos hablábamos. Ella se veía taciturna, lejana, hundida en una asediante melancolía, y parecía estar siempre persiguiendo evocaciones, hilvanando en sucesión ocultas ansiedades en medio de la mayor desolación, porque yo, en realidad, aunque lo hubiera querido, no le hubiese sido de ayuda. La casa estaba más vacía, enorme, desmesuradamente hueca con la ausencia imponente de voces y ruidos familiares. Los muebles, a pesar de que mamá había anunciado repentinamente cambiarlos de sitio para darles otro aspecto a las ] 243 [


habitaciones, permanecían inalterados, cubiertos de polvo, con un aire fantasmal. El polvo se aposentaba también en los rincones, pues mamá casi nunca barría completamente. El único lugar que parecía vivo era la cocina, en donde mamá pasaba las horas desde la mañana al anochecer. El cuarto de mi padre estaba cerrado con llave. Nadie había entrado allí después de su muerte. Yo imaginaba aquella clausurada penumbra como algo definitivamente sepultado, como una cámara mortuoria, el aposento de una cripta sellada a las luces del mundo. Y un día, durante mis vacaciones escolares, un día ventoso en que yo me encontraba en la callejuela elevando una cometa, llegó un forastero. Yo sabía que era un forastero por la forma de vestir. Tenía una elegancia rebuscada, un poco pretenciosa, y que a mí se me antojo de mal gusto, como a nadie en el pueblo se le ocurriría ir vestido ni siquiera un domingo. Tocó en el portón y entró en la casa. Yo lo miré, mejor, lo examiné cuidadosamente desde la acera mientras enrollaba apresuradamente el hilo y bajaba la cometa. En la sala, donde una de las poltronas fue sacudida previamente por mamá, colocó su maletín después de haber besado la mano de mamá. Ella se había secado las manos en el delantal, sumamente alterada y nerviosa, pero el hombre no parecía notar su torpeza. Luego ambos hablaron sobre algo largo rato. Ella asentía a todo lo que él decía y parecía estar enteramente de acuerdo. Se levantaron y abrieron el cuarto de mi padre. A mamá le costó trabajo desatrancar las ventanas, pero el hombre fue eficiente y rápido la ayudó. Tuvieron que descerrajar algunos baúles porque mamá había perdido las llaves. El hombre se inclinó sobre papeles y documentos. Toda la tarde la pasó en el cuarto. Mamá salía y entraba. Una vez le llevo café con algunos dulces ] 244 [


que yo había salido a comprar en la esquina. El hombre no parecía tener prisa y leyó o estudió con sumo cuidado cada uno de los legajos, cosas de las que yo había olvidado su existencia. Ya estaba oscuro cuando salió de la habitación y cerró con la misma afectada precisión la puerta y las ventanas. Mamá encendió las luces de la sala, donde el hombre introdujo en el maletín algunos papeles. Yo lo vi salir por el zaguán, un poco alto y encorvado, el saco arrugado y sudado en la espalda, después de haberse despedido de mamá besándole nuevamente la mano. Ella no me dijo nada. Acaso consideró que no entendería aquellas cuestiones notariales, y permanecí callado. Unos días más tarde llegaron dos hombres. Yo había oído claramente el ruido del camión. Los conocía, pues eran del pueblo, y por eso comprendí todo. Mamá hizo dos o tres maletas. Mi ropa la acomodó en una valija pequeña. Allí había metido mis zapatos, mis camisas y mis libros. Los juguetes los puse en una caja de cartón. Y así dejamos la casa. Yo no quería mostrar mi pena y acaso me excedí. De pronto me vi demasiado activo y resuelto, afanándome en ayudar a mamá a recoger en su cuarto las cosas que ella se llevaría. Ni un solo instante la vi llorar, pero yo sabía que de un momento a otro reventaría en lágrimas. Ya en la calle, al abordar el automóvil que nos esperaba junto a la acera, me volví y pude ver a uno de los hombres que fijaba un papel impreso sobre los tablones del portón. Su cuerpo se estremeció en medio del cansancio. Abrió los ojos y al cerrarlos de nuevo retuvo para sí la impresión de un conjunto de imágenes, elegidas instantáneamente, sin sucesión ni orden, aparentemente inmóviles e infecundas. Los muros del cuarto, bajos y estrechos, ] 245 [


simulaban la concavidad de una cripta. La penumbra resistía aún los lanzazos de luz arrojados desde el exterior por la abertura de una angosta y elevada ventana. Se sentía inmerso en una zona sin fronteras, desde donde había vuelto, y escuchaba apenas, lejano y vago, el ruido de una carreta que avanzaba por las rodadas del camino. El incipiente crujido de la madera vieja y de los ejes sin engrasar, amortiguado por los muros del cuarto, le trajo el goce de las nuevas sensaciones que comenzaban a cobrar efecto, temblorosamente en la grisácea intimidad del aire. Parte de su ser recorría aún el otro territorio, arrastrando el peso de figuras tenaces que parecían concebirse con absoluta libertad más allá de sus confines. Una sensación de dulce fatiga persistía en su cuerpo. El dolor y el placer se desplegaban al margen de toda emoción. Luego, con extrema lasitud, comenzó a reconocer el lugar donde se hallaba. En verdad, no tenía una exacta noción de su vuelta a la realidad y no había logrado convencerse de su total existencia. Miró de nuevo, a través de las plomizas sombras del cuarto, las franjas de difusa claridad que se extendían por el techo. En torno a la ventana, la claridad desnudaba partículas de polvo flotante. Se preguntó, no sin algún esfuerzo, cuánto tiempo había estado allí, tendido de espaldas, bajo el dudoso amparo de la bóveda del techo, y durante qué lapso había respirado el aire colmado de olores de tabaco y hierbas quemadas, en la ignorancia completa de las fuerzas que lo empujaban hacia abajo, hacia regiones submarinas, hacia su desmoronamiento. Allá en el fondo había escuchado sonidos remotos, originados en lugares sin nombre y sin memoria. Para un regreso se había necesitado el paso de siglos, acaso el tránsito de una eternidad compacta abrazando los puntos más ignorados ] 246 [


del universo, cuya trayectoria ascendiese por lentas generaciones de sombras hasta su propio eje, allí donde una vida –¿la suya?– estaba paralizada en la contemplación de su interminable noche, sacudida por el recuerdo de fantasmas que no eran, en último término, más que aspectos desvanecidos de su voz. Recordaba que otras veces, cuyo eco que ya había desaparecido, le ordenaron seguir avanzando, y ahora, al fin, estaba de regreso en un rincón de su cuarto, manchado en todo el ámbito por un aire sucio cuya única función consistía en borrar el agudo contorno de los objetos y crear la sensación de que en vez de relieves eran como dibujos turbios hechos sobre los muros. Las palabras habían perdido significado, se habían extinguido mucho antes de lograr formarlas en la mente. Sólo recordaba sonidos huecos sin proyección en el mundo de la memoria. Crecía en su interior el vago presentimiento de que tal vez estaba viviendo en otra zona, una zona inédita, una dimensión espacial luminosa y real, enriquecida por la constante repetición de emociones provocadas en tanteos fecundos, como el roce de otro cuerpo, la experiencia de tocar y ver y revivir las mismas impresiones sentidas en tiempos lejanos. Allí las cosas no llegaban a ser, bajo ninguna fuerza antinatural, mera interferencia de lo arbitrario. Eran, por el contrario, creadas y sostenidas por una facultad mental desconocida que escapaba a cualquier comparación o examen. Pero, de alguna manera, estaba de regreso. Casi no se atrevía a creerlo. No quedaba frente a sus ojos, al lado de esa voluntad de estar presente que empezaba gradualmente a invadir su cuerpo, sino el flujo y reflujo de imágenes perturbadas a ratos por los movimientos del sueño. Se sentía un poco más aliviado, apoyado sobre algo duro –¿el suelo o la cama?–, y desde esa ] 247 [


posición esperaba que las cosas se libraran por sí solas de su vaguedad, de tal manera que el techo no fuese más que eso, y que los muebles, el armario, la mesa cubierta de papeles y libros, el sofá con sus cojines, brotaran hacia su legítima realidad y apartaran los últimos filamentos visibles de la oscuridad. Miró hacia arriba, otra vez, y advirtió que el techo estaba cuarteado y mostraba huellas de humedad, pues ahora entraba más luz en la habitación. Afuera, el sol se hallaría en un punto elevado del cielo. Probablemente era un día caluroso y despejado. Más tarde se levantaría, abriría las ventanas y, con la bata puesta, se asomaría al balcón. Entonces, bajo el sol, podría recordar todo lo que habría estado soñando. (pp. 9–24) Parra, Esdras. Juego limpio. Monte Ávila Editores, Colección Continente, Caracas, 1968.

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Lobo, José Gregorio (1945–2011)

Nació en la población de San Rafael de Mucuchíes (Estado Mérida), en 1945. Egresó de la Escuela de Letras de la Universidad de Los Andes en 1969. En 1972 obtuvo el título de Master of Arts en Literatura Inglesa y Norteamericana en la Universidad de Eastern, Michigan, U.S.A. Se dedicó a la enseñanza de la Literatura Norteamericana en la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades y Educación de la U.L.A. Desde el 1° de Junio de 1975 se desempeñó como jefe del Departamento de Idiomas Modernos de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Los Andes. Profesor Titular jubilado de la ULA. Desde 1975 fue el Coordinador de actividades culturales del Grupo Cultural “Puertas Abiertas”. Publicó las siguientes obras: Sobre el Español Hablado en Santa Rosa, Estado Anzoátegui (1972), Principales Modismos de la Lengua Inglesa (1973), ambos publicados por Guadua–impresor, El Cuervo de Poe visto en la versión de Pérez Bonalde. (1976). En 1977 agregó el libro de relatos Una lágrima sobre la hierba, y en 1993 el ensayo La contemporaneidad literaria de William Faulkner. BIBLIOGRAFÍA NARRATIVA: Una lágrima sobre la hierba. Mérida: Ediciones Puertas Abiertas. 1977. ] 249 [


CRÓNICA: La muerte se interpuso en la vida creadora de José Gregorio Lobo. Sus ensayos daban cuenta de una excelente formación y de un acertado criterio. Sus cuentos obedecían a un narrador de notable escritura, con vertientes temáticas diversas, aunque predominaban los personajes de la tierra andina y una arraigada presencia del entorno. Cuentos breves, de apretada escritura y aguda solvencia narrativa. Alirio Liscano acentúa el “idioma de los páramos, el habla de la tierra.” Y afirma: “la fuerza telúrica está en José Gregorio.” Voz serrana.

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SELECCIÓN: Hemos escogido “Benito”, del libro Una lágrima sobre la hierba.

BENITO Pues yo sí le había dicho al Benito que se dejara de tanto tomar, porque eso no le convenía a él, un hombre joven lleno de vida. Ya la mujer se le había ido pa Caracas, pues bueno, conténtese con que le dejaron los dos muchachitos, que estos crecen y cuando estén grandes esos se acercan y le preguntan al papá por la mamá. Por aquí siempre llegaba a veces por las tardes y se sentaba en esa silletica que está allí a pensar y a comer chimó, pues hasta esa costumbre había agarrado desde que se le fue la mujer. Todo sucio hasta quince días lo veíamos con un pantaloncito de kaki y una camisita todita remandada con el cuello negrito de mugre. Esta tarde sí llegó y se sentó allí, pero como yo lo notaba más distinto, hablaba, reía, y hasta me dijo que le prestara cien bolívares pa ir pa Mérida a comprarle una ropita a los chiniticos. Yo se los dí porque él me dijo que iba a vender dos novillas que tenía pa los laos de Minugú y que, cuando las vendiera me regresaba la plata. Hablamos un rato hasta que él me dijo que tenía que ir a buscar una harina al molino antes que cerrara la señora Demesia. Bueno, salió de aquí, y cuando yo fui pa la cocina a cenar, al rato tocaron la puerta de la pulpería, salí y vi el gentío que estaba parado allá abajo en la curva. El camión era un carro grande de estacas, amarillo. El hombrecito quesque venía de Barinas, pero venía trasnochao, quién sabe, no lo vería sería, ¡quién sabe…! ] 251 [


Picón Petit, Roman Leonardo (1951– 19..)

Nació el 20 de diciembre en Mérida (Estado Mérida) Cuentista, escribió guiones para televisión y cine. “Publicista y Promotor Cultural. Coordinador del suplemento dominical del Diario El Carabobeño”. ¿Qué decir de la vida de Román Leonardo Picón? Muy poco, respondo, a excepción de cuanto digan o cuenten sus amigos escritores o cineastas (Román Chalbaud, Víctor Lucker) sobre su trabajo de escritor, de su pasión por el cine, de su modo de abordar la vida –a veces con desenfado, con espíritu provocador–; a veces con una enorme tristeza, como si estuviese escrutando lo más oculto de su ser; como si la vida anduviera por fuera, muy afuera, muy lejos de su existencia; otras, lleno de coraje, de proyectos, de sueños, de ver convertido muchos de sus cuentos en películas. Tuvo la fortuna de que uno de sus relatos fuera trasmutado en un largometraje: El enterrador de cuentos. Disfrutó ver sus personajes en carne de imagen, con voz y respiración propias. Acaso hubiera concebido la película de otra manera, pero allí estaban sus personajes, sus fantasmas, sus turbaciones. ¿Que fue un solitario? No. ¿Que fue un ciudadano común? Tampoco. ¿Que era un escritor a dedicación exclusiva? Menos. ¿Para qué? Enajenado no estaba por el oficio. Prefería la reflexión y el delirio. La escritura cuando le viniera en ganas. La muerte se le atravesó cuando se disponía a en] 252 [


frentar la vida, sus miserias, sus abortos, sus alumbramientos. Román Leonardo era fundamentalmente un creador traspasado por fantasmas y espantajos, pesadillas de toda especie, asaltos insólitos de su imaginación. Hacia ese universo orientaba su escritura. Tenía confianza de su capacidad inventiva, pues con ella convivía como si fuese carne de su espíritu, imagen viva de cuanto descubría, aunque estuviera en ciernes. Importaba el trabajo, la investigación, los proyectos sin otro destino que la realización misma. Celebro no haber encontrado mayor información sobre su vida, ni siquiera de sus familiares. Me permito imaginarlo, sentirlo propio, compañero de trabajo, prestidigitador, incomprendido, mas nunca derrotado. Conservo la imagen de su figura, su intenso deseo de compartir cuanto le afectaba y cuanto quería por el pedazo de vida que quería afrontar los rigores de su existencia. Nació en Mérida, sí. Murió en Mérida, sí. Era un Picón, sí. Y era, sobre todo, un amante rabioso de una belleza nueva por descubrir. OBRA NARRATIVA: El Enterrador de Cuentos y otras barbaridades. Caracas. Ediciones de la Revista Zeta. 1978. Año de reafirmación del cine nacional. CRÓNICA: En la nota introductoria al libro El Enterrador de Cuentos, libro sorprendente, inquietante, provocador, Elena Dorante escribió: “Un nuevo fabulador, con estilo propio, sienta sus reales en esta patria criolla. Campea en su ingenio la fantasía del escritor latinoamericano consagrado por su mágica parafernalia de fantasmas y duendes rurales. El autor de El Enterrador de Cuentos es un escritor de ] 253 [


dilatada pluma porque con ella va sembrando tradiciones a través de una cultura de raigambre popular de cuyo origen se siente orgulloso. Con auténtica habilidad en el oficio, RLP, ha ido ratificando vertientes expresivas que confluyen todas hacia un mismo vértice literario. Son esos tránsitos de enorme flexibilidad los que configuran su proteico universo–personal de brujas, cadáveres y alucinados. De esta pauta siempre sorpresiva, siempre hiperbólica, que trasciende la naturaleza regional, parten sus viajes cósmicos en esas sus graciosas fórmulas de lenguaje coloquial y de habla criolla. Es la vena más aprovechable de una escritura de fuerte identidad venezolana, humor criollo, fantasía latinoamericana en marcos de referencia onírica y juegos de palabras cargadas de misterios. No quiero decir más, léanse sus enigmas de tiempo, sus códigos cifrados de muerte, sus obsesiones, cataclismos y extinciones o nuevas resurrecciones, la anormalidad de lo normal, y la normalidad de lo anormal, es decir nuestro contexto de lo real maravilloso, nuestra sensibilidad religiosa, sus extravagancias bíblicas, todo eso y más en los cuentos de Román Leonardo Picón”. “Román Leonardo Picón puede ser considerado a través de sus cuentos como un escritor de cuentos sutiles, esto por encontrar en ellos una extraña suerte de ingravidez que lo hace penetrar en los laberintos de la consciencia del lector de una manera casi imperceptible y consecuencialmente permanecer flotante en los recuerdos. Recuerdos de un posible futuro o de un pasado no acaecido. Encaminado hacia la prosa fantástica aparece como un nuevo ejemplo de la revolución literaria nacional. Aspirando lo sorpresivo, lo que equivale al concepto bretoniano de lo bello, buscando lo puro e imaginativo, como una cons] 254 [


trucción lógica en su creatividad, los textos de este nuevo novísimo nos hacen recordar a Javier Villafañe (La Jaula, Monte Ávila, Caracas, 1971), y sobre todo a quienes se dan la mano con la vida para averiguar sus secretos. En ocasiones cercano al humor negro (“Quintaesencia”), a la metafísica borgiana (“La voz de la estrella”), o la magia de lo imposible–posible: Román Leonardo Picón, se inicia, sin lugar a dudas, con una prosa limpia, en la vida literaria, como un nuevo hacedor de mundos de los que esperamos muchos frutos. Cualquier día lo verán volando en un reloj de sol y entonando los cantos de sus estrellas y de sus muertos. Da lo mismo al fin de cuentas, una estrella es la vida a veces, pero otras veces es la muerte. ¡Ni más. Ni menos!”. Caracas, 1978. Los relatos o cuentos que integran el libro El Enterrador de Cuentos y otras barbaridades descubren a un escritor ansioso de proponer otros afanes en la narrativa nacional, cercanos, si se quiere, a los artilugios de Adolfo Bioy Casares. Universo inquietante, donde pone en juego su sentido del humor, humor negro que encuentra salida en elementos de sorpresa y desconcierto. Un relato urge al otro, como es de rigor en los lectores de Franz Kafka, a quien Ramón Leonardo leyó con avidez, como también lo hiciera con Jorge Luis Borges, perseverante, tenaz en la investigación de los costados de la razón, generalmente ocultos al ciudadano común, de acomodadiza existencia. Sobre sus apasionantes lecturas del cine expresionista alemán, no oculto mi intuición respecto a los requiebros de Ramón Leonardo, que parecieran surgir de historias en blanco y negro, fragmentadas muchas veces por las sugestivas propuestas narrativas del cine germano de los años veinte. ] 255 [


El Enterrador de Cuentos está por descubrirse. La imaginación y el espíritu analítico de los investigadores de nuestra cuentística bien pudieran dar lugar a una especie de tierra de gracia en la narrativa venezolana, aunque ella sí apenas llegó a ser vertiente de un delta de angustiosas depresiones.

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SELECCIÓN: Hemos escogido “Del mismo verde de los grillos”, del libro El Enterrador de Cuentos y otras barbaridades.

“El suplantador de Dios no sólo es un asesino simbólico de la realidad, sino además su ladrón”. Mario Vargas Llosa Historia de un Deicidio

DEL MISMO VERDE DE LOS GRILLOS Desde meses atrás, la profusión de diminutas arañas verdes, del mismo verde de los grillos, lo tenían sometido a la angustia. Su alta jerarquía le negaba asomar la más leve referencia al suceso. Como alcalde del Bosque de los Miércoles, debía aparentar una formidable cordura. Por eso, Alejandro Tulipán, ni siquiera respingaba cuando aquellos insectos, en grupos numerosos, merodeaban sus pies mientras despachaba en la suntuosa alcaldía general. –Nunca, en ningún invierno, vi que aparecieran tantos bichos de estos. Comentaba el portero al tiempo que los rociaba con insecticida y aplastaba algunos con los pies. –Es que llovió mucho. Se apresuró a replicar Tulipán, temiendo evidenciar su ridículo secreto. –Si, señor alcalde, pero no como para esta invasión. Insistió el portero. –Los tiempos cambian, y si el hombre no se llevara sorpresas día a día, la vida no valdría la pena. Las cosas que nunca se tuvieron como posibles, hoy son hechos sencillos, así ocurre con la naturaleza. Sentenció el alcalde buscando ahuyentar a su servidor, quien en efecto se retiró con su venia señor, pues creyó entrever en las últimas palabras, el ] 257 [


inicio de una de las prolongadas sesiones de retórica que escenificaba el magistrado para sentirse contento de sí mismo. Además, se dijo el portero, alegre por su fuga, le vi esa sonrisa que él saca antes de empezar la perorata. A la recíproca, el alcalde se felicitaba por su actuación repelente y oportuna. Estuvo a punto de brincar su desesperación ante el buen hombre, pues algunas arañas ya andaban caminándole en la parte superior de la línea que separa las nalgas. Se sacó los pantalones y calzoncillos y los sacudió erizado, era inútil. A pesar de haber aplastado una cincuentena contra el asiento, seguían subiendo. Claro, las arañas no temen porque no piensan, discernió. Y tornó a meditar sobre las causas de su mal: entre otras pesquisas conducentes, había estado observando a la mayoría de los habitantes del bosque, llegando a demostrarse que era a él únicamente, a quien seguían las diminutas arañas verdes. Arañas en los bolsillos, en la chequera, en el sombrero e inevitablemente, en el pensamiento; lo cual estaba empujándolo a dudar si su verdadero destino no estaba en ser prestidigitador, en vez de político. Inmerso en su investigación, consultó viejos y nuevos libros que no pasaban de señalar la especie, características, etc., dentro de la zoología. La única referencia parangonable, la halló en un antiguo diccionario médico, el cual señalaba cierta tendencia en las hormigas por seguir a los diabéticos cuando el mal era muy agudo; pero por más que buscó no encontró flagelo alguno que entusiasmara a los arácnidos. Esto fue dramatizado luego que el diagnóstico clínico acabó con la esperanza patológica: estaba completamente sano. Sano, coño! Exclamó al unísono con el crujido, producto de estripar con sus pies descalzos, varias decenas de ellas mientras releía con ansiedad los re] 258 [


sultados, sentado en la poceta. Soy el flautista de Amelín de las arañas, pero estoy sano nojoda!! Nuevamente, con gran esfuerzo, trató de refugiarse en la serenidad, pero su concentración fue rota por el rumor increscendo de la desenfrenada reproducción arácnida, que en horas doblaba su población y lo cual agregó a la tragedia una extraña variedad del insomnio, pues andaba sonámbulo, aunque despierto; viendo a través de las lagañas de su inconciliable sueño, la mancha gigantesca y verde formada por los millares de insectos, que se extendía tras de sí como la cola de un dinosaurio, exasperándolo por su fidelidad y mansedumbre. Hubiera preferido que lo devoraran. Por ello asumió la alternativa de desnudarse. Quizá mostrando su flaccidez provocaría el apetito de su séquito. Sin embargo sólo se vio envuelto por la molestia de estar más consciente de las exploraciones impertinentes con que lo victimaban. En todo caso, no volvió a vestirse, y decidió echarse boca arriba para echarse a morir. En su premeditada agonía faraónica, las vio merodear sus párpados, como fisgoneando; pensó que se turnaban para ver sus pupilas. Imaginó cada arañita, en la hilera interminable, aguardando su turno. Es como un complot, se dijo. Y enrumbó su delirio hacia la paranoia. Cuántos de mis amigos son mis enemigos, analizó, pero no pudo pasar más allá de sus sonrisas bobaliconas ¿serviles? Lo único que amenaza mi prestigio personal, son estas arañas. Entonces, como nunca pudo estar acostado en una misma posición por mucho tiempo, dio vuelta para aliviarse. Notó que aplastaba millares con el movimiento; ajá!, exclamó para celebrar el hallazgo, y siguió dando vueltas como una aplanadora humana. Se creyeron que yo era la araña reina?!! Este es mi edicto maricas!!! ] 259 [


Al amanecer, el alcalde TulipĂĄn, estaba sumergido hasta los hombros en una verde masa gelatinosa en cuya superficie merodeaban unas diminutas araĂąas verdes, del mismo verde de los grillos. Caracas, 1978.

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Carreño, Tomás Francisco (Autor Anónimo)

CRÓNICA: Travesuras y picardías de Nicolasón de las Sierras Nevadas. Carreño, Francisco Tomás. Un libro singular, que bebió en las fuentes de la picaresca. Humor, desparpajo, gracia son varias de sus virtudes, digamos del autor, que prefirió el seudónimo. Su autoría auténtica se la acreditan a Menotti Spósito, (1891–1951) pero no hago caso del barrunto por el tiempo que separa a Menotti de la edición del libro, año 1972, aunque Carreño, el autor apócrifo, o el verdadero autor, por lo que se desprende de la fecha de su dedicatoria, había terminado de escribir su libro en 1936. Claro que no dejo de imaginar que algún acucioso, lector y entusiasta de Menotti, tuvo la fortuna de encontrar las Travesuras en los papeles que celosamente conservaba el escritor merideño, o bien, que Menotti se lo encomendó a un partidario–adepto de tragos y reflexiones sobre la literatura para que de él dispusiera a su real saber y entender… Tomás Francisco Carreño, quien se acredita como “Cronista Oficioso de la Sierra Nevada”, dedicó sus Travesuras, a las señoras que se fastidian en la casa. En su CARTA DEDICATORIA escribió: ] 261 [


“Gentiles señoras que os fastidiáis en vuestras casas: A vosotras, de quienes nadie se ocupa y para quienes nadie pergeña unas cuartillas, dedico este librito que espero os sirva de alegre distracción. Reúne el mismo las aventuras ocurridas a un perillán de mi pueblo, enmarcadas ellas en medio de personajes y costumbres que existieron en estas Sierras Nevadas en los últimos cincuenta años. Mucho de cuanto refiero no es mío, porque prestado lo he tomado de otros, sin llegar al vulgar plagio ni al saqueo indecente. Decía Virgilio, el gran poeta latino, Cisne de Mantua y Autor de la Eneida, que muchas de las perlas por él ensartadas habían sido sacadas de stercore Ennii. Puedo decir yo lo mismo. Muchas de las joyas que en este libro encontraréis han sido por mí espulgadas de los textos de escritores vernáculos. Excusadme, gentiles amigas, por haber tomado algunos trozos de dichas obras. Dejad, pues, a un lado todo afán, y cuando su ánimo se desembarace de vuestros pesares, tomad en vuestras delicadas manos mi librillo y leedlo con interés y simpatía. Esto, es lo único que os compensará de tantos trabajos. T.F.C. MCMXXXVI” Carreño incluyó, además, una CARTA POR LA CUAL EL CENSOR DE LA DIOCESIS SOLICITA AL MUY VENERABLE VICARIO PROVISOR QUE SE LA NIEGUE LA LICENCIA A LA PRESENTE OBRA. He aquí el texto del Censor: “Hemos leído con atención y desagrado un manuscrito enviado por su Reverencia, denominado TRAVESÍAS Y ] 262 [


PICARDÍAS DE NICOLASÓN DE LAS SIERRAS NEVADAS QUE ESCRIBIÓ Tomás Francisco Carrero. “El estilo es torpe, chabacano e incorrecto, el contenido soez y la finalidad inconfesable, tal como conviene a los bribones, rufianes y bellacos. “Por estas razones y por muchísimas otras, creemos que Su Reverencia, en obsequio a nuestra Religión y en aras de las buenas costumbres, debe negar al autor la licencia para imprimirlo y, en el caso de ser publicado, prohibirse desde los púlpitos su perniciosa lectura. “En la Ciudad de las Sierras Nevadas, a los veinte días del mes de enero de mil novecientos treinta y seis”. En la parte posterior de la carátula del libro leemos: “NICOLASÓN DE LAS SIERRAS NEVADAS “Las aventuras traviesas de un pícaro que vivió hace cincuenta años al pie de los ventisqueros merideños y se codeó con sabios, clérigos, chalanes y bribones. “Una obra escrita en una prosa amena y alegre donde no faltan las más castizas interjecciones castellanas. “Un libro que evocará nostalgias a los viejos y pintará a los jóvenes una feliz época pasada”. Travesuras fue publicado por la Editorial Multicolor. C.A. en el mes de mayo de 1972. El pícaro vivió, según la nota que antecede, cincuenta años atrás, es decir, que en 1922 estaba “vivito y coleando”, o, mejor, haciendo de las suyas. Para el tal año de 1922, Emilio Menotti Spósito tenía treinta años. No tengo noticias si para entonces había padecido cárcel, vejamen y pobreza. Pero sí, como afortunado lector, gusté hasta el deleite sus libros en prosa Motivos Lugareños, Confesiones de un prófugo, y un libro de poemas titulado Cantos bárbaros, escrito en 1926, dedicado “A todos aquellos que, en la senda ] 263 [


tortuosa de la vida, me han tendido la diestra honradamente”, con prólogo de Mariano Picón Salas, publicado por Librería y Editorial “EL ATENEO”, Buenos Aires, 1944. (Segunda edición) Hemos escrito y celebrado su obra narrativa, el donaire de su prosa, “picaresca viva, infantil, fresca”, sin sermones morales. También, al igual que Ismael Urdaneta y tantos otros de su época, “he aspirado ese perfume de las ‘flores tormentosa del árbol del mal’. Menotti aspiró a Baudelaire, las novelas de Queiroz, y, seguramente, las novelas de la picaresca española. No hago caso del supuesto, pero ahí les dejo mi inquietud, el disfrute que me han proporcionado Tomás Francisco Carreño y Emilio Menotti Spósito. Ya en prensa este libro se acercó, eufórico, un poeta y cuentista de estas tierras, redactor de la revista COMARCA, para decirme que había descubierto al verdadero autor de las Travesuras y picardías, nada menos que el autor de Memorias de un muchacho. Con la misma, como suena, y bajo la supervisión del poeta, escribí el siguiente texto que, doy por cierto, será del beneplácito de los acuciosos y, sobre todo, fervientes del muy serio y no menos pícaro Tulio Febres Cordero: El poeta. Gonzalo Fragui, suspicaz siempre, tiene la teoría de que este libro no sería de ningún Carreño ni de Menotti menos, sino de Tulio Febres Cordero, de allí las iniciales de TFC, que se las achaca a un supuesto Tomás Francisco Carreño. Para la fecha de 1936 don Tulio todavía estaba vivo, (va a morir en 1938), pero dada su reconocida trayectoria y reputación no iba a dar a la imprenta ese libro tan pícaro con su nombre, pero cree el poeta Fragui que efectivamente en este libro está presente el humor de don Tulio.

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OBRA NARRATIVA: Carreño, Francisco Tomás. Travesuras y picardías de Nicolasón de las Sierras Nevadas. Editorial Multicolor C.A. Mérida, mayo 1972.

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SELECCIÓN: Del libro de Carreño hemos escogido “De la Escuela de Medicina y del vendedor de esqueletos”.

DE LA ESCUELA DE MEDICINA Y DEL VENDEDOR DE ESQUELETOS Mi ciudad, como en otras partes de este libro lo he dicho accidentalmente, poseía una Universidad donde se estudiaban los dos derechos y medicina. Nuestra escuela de medicina, donde yo fui bedel, impartía lecciones de anatomía, patología, cirugía, partos y terapéutica. La enseñanza era rudimentaria, lo que obligaba a muchos estudiantes pudientes a viajar a la capital de la República o a países lejanos. Para el servicio de las clases existía un modelo anatómico de Auzoux, encargado especialmente a Europa y un maniquí fisiológico de White, comprado también en el extranjero. El progreso es gente; y para que las ciencias médicas progresaran en La Villa, era absolutamente necesario que la poca gente que en ella vivía se enfermara y se muriera; porque, aunque fuese solamente una vez en la vida, los estudiantes debían trabajar en un cadáver, para que en él viesen las cosas que los modelos y maniquíes, hechos de yeso y pasta, no podían mostrar. En atención a todas estas razones, un fulano nacido en otra parte y que se llamaba Don Ángel Crisanto, publicó un libro en Bogotá en el cual, al referirse a la Universidad de mi pueblo, decía que la vida moderna había profanado la ciudad patricia y en pos de otros climas y otros lares ] 266 [


volaban sus aguiluchos. “Es inútil –decía este canalla visión del topo– y hasta criminal mantener los estudios de medicina en dicha población. Sin anfiteatros, sin cuerpos de experimentación, sin laboratorios, sin clínicas, sin profesores y sin alumnos debidamente preparados, es imposible formar buenos médicos, profesionales conscientes de su responsabilidad. De esa Escuela de Medicina no puede salir sino empíricos o curiosos, que precisamente para las regiones andinas, más que para cualesquiera otras del país, constituirán una amenaza de muerte y de escándalos”. En medio de restricciones, estrecheces y sacrificios indecibles, los profesores enseñaban a los muchachos andinos los secretos de Hipócrates; y si es posible que no graduasen sabios como dizque existían en Caracas, tampoco le dieron la patente de corso a los criminales que, en su imaginación enfermiza y obtusa, de Don Ángel Crisanto veía por doquier. Nadie se modere la víspera, ni nadie después del día en que le toca; por consiguiente, no un mismo valen, ante el lecho del rey que agoniza, los servicios de los siete sabios de Grecia que los empíricos cuidados de galenillo provinciano. Un tío mío, que se llamaba Pedro Somorgujo, formaba íntima parte de la Escuela de Medicina, aunque no había sido borlado en ninguna universidad. Ira con puntal en la sala de disección. Pequeño de estatura, de ademanes precisos, meticuloso en sus labores y parco en el decir. Tenía muchos años en la Universidad bajo la tutela del catedrático de anatomía. Mi tía seleccionaba a los muertos sin dueño, los fallecidos en la indigencia, los difuntos vagabundos sin techo. Los lavaba, los inyectada con formol y les prestaba solíci] 267 [


tos cuidados que quizás no habían tenido en sus últimos momentos de existencia. A don Pedro Somorgujo el formol no lo hacía llorar, el olor de cadáver no le repugnaba y mucho menos lo asustaban los muertos. Se hinchaba eufórico cuando, el catedrático con un gesto de aprobación felicitaba su fúnebre cuanto útil y pedagógico trabajo. No había nadie en toda la ciudad que, como mi tío, estuviera tan hermandado con la muerte. Morir –solía decir– es mucho más fácil que nacer. La muerte está en todas partes. Podemos arrancarle a cualquier hombre la vida, ninguno empero puede arrancarle la muerte. Cuando nacemos, es cuando comenzamos a morir; como el cirio o el candil, que comienzan a extinguirse cuando les encendemos la mecha. Tenía mi tío conocimientos precisos de anatomía, que había aprendido de tanto escuchar, diariamente, las mismas lecciones; poseía uno como ojo zahorí para localizar la yugular o la vena femoral, y sabía para qué clase de trabajo servía cada cadáver, según la constitución y edad del fallecido. La impresión que causa de anfiteatro anatómico gira el de un calvero, donde una bandada de buitres hambrientos se disputaba la carroña. Cuando en aquellas piltrafas humanas ya no había músculo que cortar, ni piel donde incidir, don Pedro ordenaba la inhumación de los restos. Pero a veces por la contextura del finado se deducía que poseía huesos fuertes y grandes; el esqueleto se destinaba entonces a la venta, para que en el mismo aprendiesen los alumnos del primer curso. ] 268 [


Los estudiantes pobres recurrían al hurto: hacían furtivas incursiones nocturnas al cementerio, donde de vetustas criptas abandonadas extraían fémures, tibias y calaveras. Cuando a mi deudo un profesor o un estudiante rico le encargaban un esqueleto, llevada el cadáver a un patio contiguo a la sala de disección; y nueve bosnias, con un cuchillo acuminado, cortes precisos para separar del tronco la cabeza y los miembros, comenzaba el macabro menester. Aserraba el cráneo para despojarlo del cerebro y enseguida sometía los despojos a la ebullición en un caldero que alimentaba con leña y que contenía en su interior agua, cal y otras sustancias tan hediondas como poco conocidas. Todo hervía por horas y más horas, hasta que al final, en el poso del sedimento, en el fondo del pailón, quedaban los huesos blanquísimos del pobre diablo que no tuvo siquiera sepultura. Por su oficio y habilidades mi buen tío había ganado, no sin justas causas, el sobrenombre de Pedro el Cruel que estudiantes y granujas le gritaban desde lejos. A lo cual, mi tío, visiblemente enojado les respondía: –Más crueles serán las putas de sus madres. Cuando lograba vender un esqueleto armado, sonaba en el bolsico del saco los dineros ganados y me invitaba a una trastienda de su pulpería preferida, donde trasegaba grandes cantidades de guarapo fuerte y engullía unas morcillas tan gruesas como negras. –Bebe y come sobrino, decíame entre mil regüeldos, porque los hombres como tú y yo debemos beber bastante, comer bien, cagar fuerte y no haber miedo de la muerte. (pp. 73–78). ] 269 [


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ÍNDICE

Págs.

Presentación Nota introductoria Febres Cordero, Tulio Picón Febres, Gonzalo Parra, Pedro María Picón Lares, Eduardo Picón Febres, Gabriel Vivas, Claudio Berti, José Spósito, Emilio Menotti Nucete Sardi, José Picón Salas, Mariano Rodríguez Aranguren, Augusto Gonzalo Patrizi, Juan Antonio Marquez Salas, Antonio Bencomo, Carmen Delia Rangel, Domingo Alberto Consalvi, Simón Alberto Trejo, Oswaldo Yolanda Osuna Parra, Esdras Lobo, José Gregorio Picón Petit, Roman Leonardo Carreño, Tomás Francisco

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5 7 9 16 28 35 41 50 65 81 93 102 119 132 153 171 180 198 208 219 231 250 253 262


Este libro

Antología de narradores merideños

se diagramó y en la Unidad de Literatura y Diseño de FUNDECEM en octubre de 2014. En su elaboración se utilizó papel bond, gramaje 20, y la fuente Book Antigua en 11 y 14 puntos.

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