Ediciones FUNDECEM / El jackson granadino

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JOSÉ SANT ROZ

El Jackson Granadino -José María Obando(Recuento político-religioso del asesinato de Sucre)

Mérida, Venezuela - 1995 Mérida, Venezuela - 2013


El Jackson Granadino - José María Obando (Recuento político-religioso del asesinato de Sucre) Mérida, Venezuela - 1995/2da. edición, septiembre, 2013 © José Sant Roz © FUNDECEM Gobierno Socialista de Mérida Gobernador Alexis Ramírez Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida - FUNDECEM Presidente Pausides Reyes Diseño Gráfico Yolfred Graterol/ Virginia Ramírez Corrección de textos Nestor Guerrero HECHO EL DEPÓSITO DE LEY Depósito Legal: LF49120138004392 ISBN: 978-980-7614-08-5 Impresión: IMMECA /Imprenta de Mérida, c.a. Mérida Edo. Mérida Impreso en la República Bolivariana de Venezuela




Prólogo Conocemos a Sant Roz desde la década de los ochenta, cuando en la Universidad de Los Andes difundíamos las ideas del Libertador, en el Movimiento Popular Bolivariano, en la Facultad de Humanidades y Educación. Él, inmerso en los temas de nuestra historia, investigando y viajando a Colombia para conocer directamente en los archivos de Popayán y Bogotá, documentos para ordenar una biografía sobre el general José María Obando. Fue así como, por aquella época de aquellos viajes, escribió dos libros: Colombia en un soplo y Crónica al sur del pasado. Escribir sobre el Crimen de Berruecos es siempre una tarea muy ardua, teniendo en cuenta la multitud de trabajos que se han hecho sobre este tema: Juan Bautista Pérez y Soto (de los más profusos), Ángel Grisanti, J. H. Cova, Antonio José Irisarri (uno de los más extraordinarios de todos), por supuesto los Apuntamientos del mismo asesino de Sucre, el biografiado: las monumentales obras históricas de José Manuel Restrepo y Joaquín Posada Gutiérrez, y el trabajo de Mario Germán Romero. Muchos asiduos lectores de la obra de Sant Roz, coinciden que ésta, El Jackson Granadino, es una de las más acabadas, apasionadas, densas y polémicas de cuantas en el terreno histórico él ha escrito. Lamentamos que el Comandante Hugo Chávez no hubiese tenido la oportunidad de leerla. Recordamos cómo el Comandante Eterno, tan exquisito y agudo lector, solía recrearnos en sus comentarios sobre nuestra historia, su gran afición por la figura del Mariscal Sucre. Sant Roz funda su trabajo siempre sobre la base de un análisis comparativo de los hechos que condujeron a aquella abominable trama con la tragedia que luego habrá de vivir la América toda, controlada y dominada durante dos siglos por bestias tiránicas como los Obando y los José Hilario López (ambos llegaron a ser presidentes de la Nueva Granada). Aún podemos decir que Colombia está pagando ese crimen que nunca sus leyes, sus políticos ni intelectuales supieron encarar con valor, con justicia y con determinación. Un crimen cuya sangre parece manchar a Colombia más allá de los términos de la predicción. Un crimen cuyos políticos del siglo XIX trataron de OLVIDAR legalmente. Horrendo, insólito. Pausides Reyes

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El Jackson granadino Affaire sobre el crimen de Berruecos El Jackson Granadino, obra de José Sant Roz (cuya primera edición fue en el año 2000 y comprendió entonces unas quinientas páginas), publicada en Mérida por Kariña Editores, surge de nuevo en esta nueva edición: de excelente prosa, filosofía, testimonio, interpretación, pasión, psicología profunda, poesía y despellejamiento de un largo capítulo de historia americana. Toda la madeja, el enrejado, la red de intrigas que explican la índole incruenta de nuestra Independencia y su secuela de holocaustos. La genealogía de ese sentido trágico de nuestras luchas intestinas, esa trayectoria rígida de cómo los protagonistas se espantan de sí mismos y se silencian en tristes estertores. Una biografía compasiva y al mismo tiempo deplorable sobre una incógnita presuntamente telúrica, sin que deje de ser reflejo en gran parte de muchísimas perversiones de procedencia eurocéntrica y que signan casi todo el norte político de la Nueva Granada de todos los tiempos. He aquí a presuntos héroes atrapados por aquellas redes urdidas por ese extraño destino, desesperando, asolando, cayendo abatidos. Testimonio demasiado terrestre, irracional, tallado en el propio resquebrajamiento orográfico donde los hechos ocurren, y que habría de engullirse tantas utopías, subsumirlas, tal como sucede con la que de manera casi mítica, porta Bolívar, uno de cuyas más puras extensiones habría de ser abatida por esa tempestad de selva, cavernosidades humanas y pequeños caos, que fueron ciertas presencias y sus inenarrables mensajes. Una denuncia latente detrás de testimonios casi irrecusables y la fuerza con que la prosa de JSR lo pone a flote. Este libro de José Sant Roz es la biografía de José María Obando, aposentada en un contexto de fuertes rasgos y de una terrible impronta en la historia latinoamericana: Pasto y Popayán. La marca de los orígenes, esa oscura genealogía, los rituales sangrientos, esa defoliación de cuanto quedó en pie después del proceso independentista. Los vencedores en desbandada. La guerra por la guerra misma, las instancias insensibles de todo proceso bélico. Sus sinuosos trayectos, protagonistas, nexos, siquismos, aberraciones. La madre de todas las corrupciones. La dependencia de los gobiernos a ese “humor de •9•

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los más audaces”. Esa fruición en la muerte del adversario: “El exquisito cadáver del enemigo”. El conjuramiento cainita con sus momentos puntuales en 1828 y 1830. Auge y caída de Santander, auge y caída de Obando, glorias y desencantos. La persistencia del bolivianismo, a pesar del repudio a que fue expuesto por una dirigencia atroz. Esas fronteras esquivas de patrias inasibles, el utilitarismo inglés incrustado en aquellas venas recién abiertas. La incidencia estremecida del factor femenino; La democracia imposible. La inestabilidad como única forma de gobierno, que hace pensar a José Manuel Restrepo que “En países como el nuestro donde las revoluciones son periódicas, los delitos políticos quedan por lo general impunes porque ninguno quiere ser juez, temiendo una venganza del partido caído en este año, que al siguiente pueda ocupar de nuevo el poder”. Ese juego irracional de los esquemas de gobierno al servicio de aberraciones. El pozo turbio donde nacen los partidos. Retórica cierta en sí misma, amasada con la sangre de gente que se hace matar por ella. El palabrerío hermoso en sí mismo, evanescente, en el cual naufraga el proyecto utópico ante la irreversible contundencia de las armas. José Sant Roz, interpreta a su manera, quizá la única manera como puede ser entendida aquella olla de presión cuyos ingredientes JSR indagó por casi treinta años La diabólica injerencia del fanatismo religioso, con sus curas sueltos y casi siempre en armas y esa vanguardia representada por imágenes religiosas a manera de señal, advertencia y escudo. El martirio glorioso de los buenos (Sucre, Bolívar) y el triunfo torpe y estéril, quizá procaz de los antípodas (Santander, Apolinar Morillo, JM Obando, Sarria, Noguera, Juan José Flores, JH López, etc.). Y la impotencia de los mediadores (Urdaneta, Márquez, los Mosquera), JSR no es maniqueísta. Se respira afán de humanidad, disección, miradas compasivas. La ironía de nuestra historia: “Es difícil imaginar candor alguno en un hombre que arrasaba haciendas de Popayán para nivelar a los más ricos con su propia riqueza” (de El Jackson...). Santander abogando por bandoleros después de promover leyes contra la sedición y haberse consagrado como el Hombre de Las Leyes. Obando, calificado como El Supremo, pero luego en tales subsuelos, que hacen a JSR llamarlo El Ínfimo. La santurronería embozando el crimen y la sucesión de pudriciones en que se divide el proceso histórico. El triunfo de una flagrante mediocridad, el alcohol, el robo, la intriga, la enajenación, la estulticia. El efecto demostrativo de la civilización norteamericana y su poderío avasallante: “Esa manía de comparar nuestras malas acciones con las buenas o regulares de otros países completamente distintos al nuestro” (de El Jackson...). El peso incontenible de las damas “las mujeres nacieron para dividir a los machos y para hacer la verdadera historia de los pueblos” (de El Jackson...). Véase la presencia de Nicolasa Ibáñez en la vida de Santander, de Timotea Carvajal Marulanda en la de Obando, (Casa, coño y Caballo, las tres c, de El Jackson...): “Ella podía darle paz, seguridad, amor” (de El Jackson...). • 10 •

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El imaginario de JSR sobre aquellas hordas que aún recorren nuestra sangre, concibe su historia, aunque rigurosamente cronológica, como un amasijo de datos manejados con una gran destreza, en un subyugante orden casi novelesco, aunque no ficticio. Más bien transcurre como un juicio sumario contra quienes tramaron y llevaron a efecto la muerte de Antonio José de Sucre, el Gran Mariscal, un proceso tantas veces sesgado por aquellos personajes míticos, irrelevantes o primordiales, que habrían llevado a cabo, con saña exacerbada, una muerte para cuya ejecución tal vez habría bastado una china. Desenmascaramiento de personajes, tipologías, estereotipos, que edificaron esta repugnante farsa que cada día gana más perjurios contra la historia nacional. Una incursión hasta los más remotos escondrijos. Una simple esquela, calificada por JSR de “espantosa” que parte en dos la historia de Colombia. En tanto que la vida de aquel hombre que alcanza, luego de avatares casi inconscientes, hasta la Presidencia de la Nueva Granada, y fue acribillado en medio de signos que lo remitían hasta el crimen que presuntamente había ordenado, finalmente no vale más que por una famosa carta de 1829 dirigida a El Libertador y en la cual se auto-retrata (de El Jackson...). Se sirve de la perspectiva de su tiempo, para hacer descarnadas reflexiones sobre aquel barajuste de entonces. Todo macerado con un inmenso bagaje de conocimiento bien digerido sobre historia y literatura universal. Un respetable cúmulo de saberes de todo orden, lecturas a todos los vientos, autores clásicos, contemporáneos, inimaginables, pertinentes, que parecen hablar, no sin sentido, sobre todos y cada uno de estos hechos que prosiguen hiriendo nuestros costados Su enfoque incursiona en la historia casi menuda a ras de lo cotidiano, transita nombres y apellidos, hasta los sobrenombres, procedencias y emparentamientos, cada uno con sus respectivas covachas en aquel colmenar constituido por un tiempo más agónico que embrionario, con protagonistas más bien tristes que crueles, lanzando manotazos como cíclopes enceguecidos. José Sant Roz acude, por otra parte al simbolismo de los trajes, los paseos en carruajes, los convites, ciertas frases, los motes, las rituales, las enfermedades, la moda, posibles atavismos, paralelismos y antagonías, como pistas para comprender todos y cada uno de aquellos pequeño dramas que incendiaron casi por completo la recién nacida patria. Mientras el coro, ese pueblo, parece distante de todo, no contando “ para nada en estos pareceres. Así ha sido siempre en la historia de América Latina” (de El Jackson...). Las palabras del cierre son para ratificarlo: “Y la gente buena y laboriosa, que había sido diez veces amnistiada, diez veces perdonada, diez veces olvidada por decretos oficiales, se tiró a sus hogares, esperando las discusiones sobre una nueva Constitución”. Y a modo de vaciado para este amasijo de sucesos y conjeturas, la inesperada poesía de los títulos, las exclamaciones, la incontenible veta de su esgrima lexical. Un denso y concreto mundo que adquiere cuerpo real desde la calificada expresión literaria de quien, hoy por hoy, es el único venezolano que en los albores del tercer milenio, • 11 •

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puede ser considerado como un auténtico renacentista, investido del fuego limpio, heredado de enciclopedistas y románticos, sin dejar de ser severo vigía de su tiempo. Adolfo Rodríguez

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La mística del homicidio

(Los orígenes de José María Obando) La pobre historia había dejado de respirar: traicionada en los textos académicos, mentida en las aulas, dormida en los discursos de efemérides, la habían encarcelado en los museos y la habían sepultado, con ofrendas florales, bajo el bronce de las estatuas y el mármol de los monumentos... Quisiera contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda América... conversar con ella, compartirle sus secretos, preguntarle de qué diversos barros fue nacida, de qué actos de amor y violación viene. Eduardo Galeano

Lo histórico es el infierno. Karlheinz Deschner

Las regiones de Pasto y Popayán, el Cauca en general, para la época de la conquista estuvieron pobladas por tribus que, a decir de los españoles, eran feroces y antropófagas. Según los testimonios de estos mismos cristianos, los aborígenes de estas regiones tenían técnicas muy peculiares para destrozar a sus víctimas. Algunos usaban cordeles para atar y colgar por los pies a los señalados para ser sacrificados, y después, en medio de ritos espantosos, mutilarlos, atasajarlos. Los indígenas acababan atontados por el hedor de la sangre, los gritos y las convulsiones; retirábanse luego a pudrir sus sueños, mientras perros y aves de rapiña se disputaban los restos del festín. Otros grupos, más “generosos”, permitían el uso del golpe de macana, antes que lidiar con los “condenados” y proceder con los descuartizamientos. Había también indígenas, según referencias de cronistas españoles, que no permitían que los animales mondaran los restos de las comilonas, sino que los comerciaban con otras tribus vecinas. De los pellejos obtenían unto para hacer candilejas, muy usadas en los socavones de las minas; con órganos como el bazo, el hígado o los riñones se preparaban “refinados” platos. Insistimos, que estos hechos los refieren ciertos cronistas españoles, no muy confiables por cierto, como Fray Pedro Simón. Jean Marc De Civrieux, estudioso de las etnias antiguas, sostiene que ningún grupo humano ha hecho de la antropofagia un procedimiento de subsistencia como tampoco un elemento de maldad consciente contra sus semejantes. Sólo admite tales actos como producto de prácticas religiosas1. No obstante, sobre los grupos aborígenes de la región de Pasto existen tales hechos, muy bien detallados durante la época de la Independencia, 1 En conversación sostenida con el autor de este trabajo.

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que hacen pensar que estas etnias, o se desquiciaron en su integración con el español o, en efecto, dominó en ellas alguna fascinación por la crueldad y los desgarros del cuerpo. Es probable, que al producirse la mezcla de estos con el español (dos razas con diferencias históricas, culturales y humanas tremendas), derivaron graves e incontrolables desviaciones morales. Los primeros frutos del denominado “encuentro” sufrieron inusitadas contrariedades; los pastusos se ensimismaron en la admiración de lo extraño, y creyeron que los españoles constituían parte de algún presagio misterioso y divino. Por supuesto, nadie tenía conciencia del fenómeno que se estaba gestando y un tumor social comenzó a deformar la condición originaria de aquellos pueblos. Por una parte se percibía algo parecido a una pavorosa e inexplicable resignación ante el mal, un letargo mortal ante el bochorno de la crueldad. No olvidemos, que el método usual para la conversión era la violencia, y las instituciones eclesiásticas habían legitimado la guerra santa contra los indios como un acto incluso de caridad, y el instrumento para hacerlos “entrar en razón” fue la tortura, el desprecio y la esclavitud. Este brutal procedimiento, aunado al ayuntamiento voraz del conquistador con las indias, hizo florecer el mayor desquiciamiento entre los pobladores junto con un profundo caos social. Se recrudecieron las divergencias domésticas entre miembros de una misma familia y una especie de furia incontrolable surgió entre unos y otros grupos indígenas: los hombres “nuevos” querían matarse (matar lo que no deseaban de ellos, que les era horriblemente extraño) aniquilando a los demás. Como también aniquilar lo insoportablemente adulterado que ahora encontraban entre las gentes de su propia especie. Algo desconocido les vejaba; eran los efectos del sojuzgamiento, la imposición de normas extrañas, criminales, sangrientas, la alteración del ambiente, de los métodos tradicionales del trabajo. He allí el por qué iban a prosperar en estas regiones cantidades de tipos tarados, bestias irrefrenables; seres trastocados en odios y perversiones desconocidas. Esta gente asimiló prontamente rasgos típicos de los españoles: se hicieron expertos en ardides guerreras, supersticiosos con sus creencias, ladinos en el trato y fanáticos religiosos hasta hacerse matar por defender con absurdo frenesí la causa del rey de España y los fundamentos del catolicismo. Y matar acabó por convertirse en parte esencial de sus mismos valores religiosos, lo que incorporaron al repertorio de sus dioses y viejas creencias. El gozo por el espectáculo de los derramamientos de sangre, ya fuera de animales o de hombres, introducía elementos funestos en la personalidad de estos indígenas. Quedábanse absortos tomando parte en las actividades de castración de bestias, perros y cochinos. La castración iba a constituir un simbolismo que incorporarían de modo extraño en sus nuevos ritos, al lado mismo de los dioses que traían los europeos. Despojar de los genitales a un enemigo, a cualquier ser incluso muerto, llegaría a representar un acto religioso dentro de las formas de ofrendar a los dioses una victoria o un castigo. Se fue gestando junto con esto toda una manera de disfrutar • 16 •

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el muerto, de gozar la insania del castigo decorándole con los genitales desprendidos, para que los otros pudiesen apreciar la ingeniosidad del criminal con sus víctimas. Toda una cultura con sus leyes, su ética y un estilo: la morbosa satisfacción de jugar con la sangre y las mutilaciones en el ser humano. Sin duda ninguna que estas técnicas fueron importadas de Europa. No se conoce a algún cronista de Indias, que llegase a relatar hechos tan degradantes, como por ejemplo, el de castraciones entre los indios. Cuando se propagó la guerra de Independencia, estas prácticas – a decir del propio Simón Bolívar- adquirieron una refinación espantosa: se acuchillaba al enemigo y se le mutilaba para evitar que fuese reconocido; procuraban precipitar con ello, la descomposición de los cadáveres. Ya entonces la castración en las víctimas se ejecutaba con rezos y plegarias, profiriéndose diabólicos espasmos, mezclados con singulares abjuraciones en las jergas de sus lenguas autóctonas. Cuando Simón Bolívar conoció de cerca la condición de estos grupos humanos, sintió la urgente necesidad de crear leyes que morigeraran esas abominables costumbres. Pero no había modo de sentar orden alguno en este sentido, en medio de una pertinaz guerra y en un Estado en las últimas, sin las elementales bases morales ni la tradición política necesaria (como la exigida por Europa y que llegó terriblemente deformada por el invasor), que permitiera incorporarlos a una sociedad equilibrada y justa. El conflicto de intereses desarrollado por la cultura occidental, introducía elementos contradictorios tremendos que en lugar de suavizar las diferencias, las complicaban. Esto fue previsto también por el Libertador, quien cruzándose de brazos, horrorizado, llegó a exclamar: “La influencia de la civilización indigesta a nuestro pueblo, de modo que lo que debe nutrirnos nos arruina”. Es que la influencia de la civilización era en sí, la propia muerte, las más refinadas monstruosidades para cometer crímenes, masacres, devastaciones, genocidios. En medio de la guerra, el recurso para controlar la despiadada reacción de los pastusos contra el ejército Libertador, fue el uso de la fuerza. Iba a oponerse a la bestialidad, la bestialidad misma, y las consecuencias de este enfrentamiento serían horribles, tanto que la estabilidad de la República dependió por muchas décadas del humor de estos furibundos grupos en rebeldía. Después de la batalla de Bomboná, cuando Bolívar palpó el desenfrenado ardor de esta raza, y procurando evitar que los niños fueran envenenados por el odio enfermizo y criminal que les había infundido el contacto con los españoles, dijo2: Los pastusos deben ser aniquilados y sus mujeres e hijos transplantados a otra parte dando a aquel país a una colonia militar. De otro modo Colombia se acordará de los pastusos cuando haya el menor alboroto y 2 Memorias del General O'Leary.

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embarazo aun cuando sea de aquí a cien años, porque jamás se olvidarán de nuestros estragos aunque bien merecidos.

Predicción que se cumplió de modo terrible y fatal para Colombia. Cincuenta años después de estas palabras, el escritor granadino José María Samper, entonces miembro muy distinguido del partido Liberal, describió a estos grupos en los siguientes términos3: El indio pastuso de raza probablemente quichue... es un salvaje sedentario, bautizado, que habla español (aunque con provincialismos) y cree que el mundo está todo en sus montañas, sus pueblos y cortijos y sus fiestas parroquiales. Pequeño de cuerpo y rechoncho, de color bronceado más bien que cobrizo, con la mirada estúpida y concentrada, malicioso, astuto, desconfiado, y a veces pérfido, indolente en la moral, pero laborioso y sufrido, fanático y supersticioso en extremo, el indio pastuso es fácil de manejar por medios clericales como indomable una vez que se ha declarado en rebelión... El indio pastuso tiene su cortijo para trabajar y vivir, pero dentro de la casa se halla infaliblemente el telar rudimentario, el fusil de guerrillero, la múcura o vasija de chicha o la botella de puro anisado y una colección de santos, cuando no un altarcito.

Cuando don José María escribió estas notas, debió considerar que los pastusos habían participado ferozmente al lado de las fuerzas liberales, para derrocar gobiernos que les eran políticamente adversos. No obstante el agradecimiento que les “debía” en este sentido no le impidió ser severo con ellos4. Otros, viajeros europeos, que pasaron por estas regiones definieron a los pastusos como el bruto más semejante al hombre. La furia de estos pobladores fue explotada con fines políticos desde 1828, momento en que los generales José Hilario López y José María Obando encabezaron la primera gran sublevación militar contra el Libertador en el Sur de Colombia. Los llamados Conservadores, definidos también como “bolivianos”, no representaban en los inicios de la república granadina sino apenas una débil oposición a los proyectos e ideas del máximo jefe liberal del siglo pasado: Francisco de Paula Santander. En verdad, casi todos los creadores de lo que vendría a ser a la postre, definido como el partido Conservador, surgieron del regazo político del mismo Hombre de las Leyes, quienes estaban también 3 José María Samper, Ensayo sobre las Revoluciones Políticas y la Condición Social de las Repúblicas Colombianas; Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1961. 4 Cuando los llamados "liberales" tomaban el poder apoyados por los fieros pastusos, pedían para sí poderes extraordinarios para afrontar cualquier rebelión contra el gobierno. Sin embargo cuando estaban en la oposición y en Pasto se presentaban revueltas, entonces desde las bancas del Congreso exigían consideraciones y prerrogativas insólitas para estos grupos, lo que a la larga acababa minando el poder ejecutivo. Es significativo este hecho porque además de José María Samper, el eminente pensador liberal, don salvador Camacho Roldán, habla en términos despectivo del atraso y fanatismo de los pastusos.

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angustiados y enervados por cuanto tenuemente oliera a “boliviano”. Acabó Francisco de Paula por no ver diferencia entre “boliviano” y sedicioso, mientras tuvo en sus manos las riendas del poder. Santander y José María Obando son los mejores representantes del poder político en Latinoamérica. Santander crea el primer partido que, con el subterfugio de las consignas del liberalismo, tendrá fuerte ascendiente y predominio sobre la intelectualidad y la clase media (y que consigue agrupar artesanos y comerciantes prósperos); a la vez que une a su alrededor, a un gran número de ricos afectados por la guerra de Independencia y que añoran los beneficios que detentaban en la época de la colonia. Es don Francisco de Paula el eje, el pivote sobre el cual girarán personalidades de la clase de los Miguel Peña, Antonio Leocadio Guzmán, José Antonio Páez, Francisco Soto, Vicente Azuero, Juan Manuel Arrubla, Florentino González, Francisco Montoya, Lorenzo Vidaurre y Riva Agüero, entre otros conspicuos personajes de la manía imitadora de cuanto se importaba de Europa o los Estados Unidos. Por su lado, José María Obando representa al Jackson Latinoamericano5. Este es un término acuñado por Santander, entendiendo por Jackson, el estilo político del famoso presidente norteamericano (Andrew), “un personaje muy salvaje, pero demasiado bueno”; el de la ley del despojo, el de un sectarismo feroz, el de la imposición descarada, caprichosa y violenta, que en nada se detiene, para desacreditar y descalabrar a sus enemigos e imponer sus intereses personales; el de los abusos con los dispositivos legales cuando se trata de conseguir “lo útil” o lo que satisfaga a los de su entorno. José María Obando, como Andrew Jackson, sabía acercarse al pueblo, a la clase humilde, e inspirarle confianza y fe por los principios que decía sostener. Sabía Obando compartir las estrecheces con sus soldados, y éstos le seguían con fervor o terror, según fuera el caso; pero le seguían. Fue un hombre que pudo extraer una extraña y violenta pasión a su pueblo. Sometía con sólo su presencia a sus más turbulentos y siniestros enemigos. En el fondo de su corazón parecía un hombre bueno, pero poco a poco fue cediendo a la perversa atmósfera política de los tiempos, cargada de traiciones y crueldades partidistas o religiosas; no se sabe por qué vía cayó en trance de revelaciones extrañas; pulsó el encanto de su figura en medio de las viejas tradiciones; sintióse como una hoja en medio del vendaval, y siguió el llamado de su sangre. Dislocado y dando tumbos entró en la historia, asimismo salió de ella. Creyó entender los motivos que lo empujaban a ser un protagonista de primer orden en el laberinto de los símbolos que destrozaban a su patria. Vaciló una y mil veces hasta que finalmente entregóse a los ideales de “paz, libertad y progreso”, que buscaban los denominados “liberales”. En verdad, su razón de ser estaba en la guerra; como en Bolívar su elemento era también la guerra. Este elemento de mal augurio lo devoró de manera 5 Más exactamente, el Jackson Granadino.

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total y puede en ocasiones entenderse, cuando habla con honda sinceridad de sí mismo, que ansiaba ser otra cosa: un campesino, un pescador, un ganadero enteramente dedicado a sus animales, un agricultor completamente desconocido. Pero no pudo, pues heredaba los traumas de una maldita confrontación genética, moral o histórica Acabó Obando, sin quererlo, por ser el brazo militar del partido “liberal” que nació de la formidable oposición del general Santander al Libertador. Ya se sabe que a algunos hombres, los duros golpes de la vida, los colocan en la verdadera senda de su destino. A otros, por el contrario, los golpes no les permiten dar con una salida honorable, precisamente por encontrarse presos por terribles fuerzas sobrehumanas; éste pareciera ser el sino de Obando. En aquella época, los aspirantes a gobernar debían contar con el apoyo de algún poderoso grupo militar. Estos dos señores, Obando y Santander, llegaron a conformar el binomio ideal, en lo político y en lo militar, para imponer la agenda de la violencia que hasta hoy día causa estragos en la Nueva Granada. Constituyen ellos dos a la vez, las mayores contraimágenes de las figuras del Libertador y Sucre. La contraimagen de Bolívar es Santander, la contraimagen de Sucre es Obando. Estas contraimágenes consiguen una identificación plena y apasionada en lo político y en lo social: se hacen compadres, se confieren honores y se reservan la transmisión de un legado que causará horror a los estudiosos de nuestra historia; se hacen indispensables la una a la otra. Entiéndase que sin el sostén de un hombre fuerte en el ejército, repetimos, no era posible hablar de república, de constitución o elecciones “libres”. Mucho menos asegurar el mando si el Presidente no era ducho en el arte de las guerras, o se hallaba apoyado por feroces generales6. Obando surgía con una aureola de atrevida oposición a Bolívar, “El Tirano en Jefe”, además de ostentar el título de defensor de la Constitución Colombiana que se había jurado en Cúcuta.

La desgracia de llamarse Pedro Entre tantas cruces y cristos al Cristo verdadero y su Cruz han ocultado Goethe

José María Obando entonces entra en las cavilaciones de sus conflictos pasados. Es una historia muy vieja; se trata de dos comerciantes e hidalgos llamados Pedro: Pedro Crespo (el abuelo falso de José María Obando, esposo de doña Dionisia de Mosquera y Bonilla) y Pedro Hermenegildo Lemos 6 Santander supo disimular muy bien su genio militar.

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(el abuelo verdadero, asesino de su abuelo falso). Pedro Lemos está casado con doña Juana María Hurtado y Arboleda. Los Pedros son comerciantes, y suelen traer de Jamaica telas de lana, espejos, seda francesa, encajes flamencos, vinos. Se turnan en los viajes: una vez va Lemos, otra Crespo. Lemos sabe divertirse cuando va a la isla: busca inglesitas, bebe buen vino europeo. El otro Pedro parece más ingenuo. Se está urdiendo una conmoción que destrozará para siempre a todo un país. Será un cruce mortal de genes, sangrante. Los dos Pedros, el Crespo y el Lemos, se hicieron amigos siendo muy jóvenes; lo compartían todo, hasta los sueños y parecían unidos por un extraño sentido de eternidad. Se sentían una misma persona, cada uno una especie de complemento del otro, de la felicidad del otro. Así vivieron hasta que Pedro Lemos se casó con doña Juana María Hurtado y Arboleda, lo que fue recibido por el otro Pedro como una afrenta a la amistad. Lemos ya lucía uniforme de Capitán de Milicias, pre-requisito al título nobiliario que buscaba. Hombre de buena presencia y raza gallega: ojos azules, fornido, simpático, arrogante, de fino trato, cabellos rubios (todo un tipo de prestancia y carácter que habrá de heredar su nieto José María Obando). Pronto Lemos comenzó a tener hijos; en los tres primeros años de su matrimonio le nacieron dos. El otro Pedro era más sereno; estuvo algún tiempo dedicado al comercio, y esperando una bella dama para emular a su grande amigo, y compartir ya con una familia los buenos momentos de la vida. Pronto encontró una que deslumbró al otro Pedro, que en esto de mujeres se consideraba un extraordinario catador. Se trataba de una mujer que reunía lo mejor de la raza española que se había asentado en Popayán: Doña Dionisia de Mosquera y Bonilla. La boda se realizó el 12 de enero de 1761. Tenía veintiséis años doña Dionisia, y a poco de casarse engendra un precioso niño al que llaman Mariano. Ambos Pedros viven en casas apenas separadas por dos cuadras. Se visitan, hacen paseos por el campo, son socios en varios negocios, y apuestan por hacer de sus hijos herederos de una cuantiosa fortuna y además dueños de respetables títulos nobiliarios. Un día le corresponde a don Pedro Crespo hacer el viaje de turno a Jamaica, dejando como protector de su mujer y de sus bienes a Lemos. Parte Crespo, luego de un mes de ajetreos preparando su largo itinerario que comprende pasar por las montañas de Paniquitá y Totoró, el Páramo de Guanacas, luego Neiva, después tomar un champán, para coger por el río Magdalena hasta llegar a Cartagena. De allí el salto a Jamaica por el feroz mar Caribe. Don Pedro Lemos le acompaña hasta el paso de Cauca, le da un abrazo y aparenta estar triste. Crespo no sabe por qué le acosa un horrible presentimiento. Es de esos presentimientos que acaban diluyéndose en la nada cuando de tanto revolverse en la cabeza tórnanse banales y necios. Hay algo en la mirada de Lemos, hay algo en sus gestos, como una ansiedad contenida, como un secreto que no desea compartir con nadie. Pedro Crespo a lo largo de todo su camino, en el primer uso de la remuda de las bestias, • 21 •

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estuvo tentado a devolverse. Algo le escuece dentro. Tonterías. Siempre se dirá que sus temores son tonterías. Sandeces. El otro viene a lo suyo. Tendrá suficiente tiempo para arreglar y atender las cosas de su amigo. Visita a doña Dionisia, quien se las apaña sola para que nada le falte al pequeño Mariano; los esclavos están en sus faenas: se despide con un abrazo y un leve beso en la mejilla. Lemos la encuentra más hermosa que ayer, no sabe por qué la siente más hermosa que ayer, que siempre.

La tentación Tiene él mucho tiempo para hacer lo que le escuece el alma y en realidad… muy poco tiempo. La pobre Dionisia no puede ver nada malo en un hombre que quiere tanto a su marido y que siempre ha hecho por él toda clase de sacrificios. Ha pasado ya un mes, y una tarde él se le acerca y ella se quema. Tampoco sucede nada malo. Se ha entregado, y aquello para Lemos es un delirio que lo ha desquiciado. Él no sabe que lo ha desquiciado: Lo hacen dos, tres o cuatro veces. Ya no serán nunca más los mismos. Cuando se apartan no saben que no podrán ser nunca más los mismos. Dionisia no se pregunta nada, porque de momento todo le parece natural, aunque Lemos esté casado y ya tenga tres hijos. Y ella sea muy amiga de doña Juana María. Lemos después de aquella primera entrega vuelve a casa como si nada en el mundo hubiese pasado. Abraza a su mujer, besa a sus hijos, trabaja arduamente en el campo. Hace juramentos de que no volverá hacerlo. Que ha cometido una torpeza, pero como no volverá hacerlo ya todo se resolverá sin problemas. Eso lo ha pensado por la tarde, pero ya por la noche considera otra cosa. Aquella mujer le ha penetrado muy hondo. Está inquieto. Le duele que esté sola. Siente pena por ella, y considera que su sentimiento es puro, generoso, cristiano. Y al día siguiente la vorágine le abrasa y cada vez que se adentra en su vórtice cree que le sobrarán caminos por los cuales corregir el mal. Crujen los comentarios y chismes; ya a él no le importa nada; a ella tampoco. Un día Lemos le lleva a un baile en La Ladera, sirviéndole él como chaperón, y doña Juana María descubre allí el abismo insondable en el cual ha caído su marido. No ha hecho nada que lo delate, pero mujer es mujer, y lo ha visto todo en los ojos de la otra. Se desatan los abatimientos que como sombras siniestras les siguen a todas partes. Pobre Pedro. Pobres Pedros. Echados en la cama, consideran los mil y un modos de salir del “estorbo”: rezan juntos para que se descalabre; piensan hasta en ardides para matarle en el camino. Para envenenarle. Llega un día carta de que Crespo vuelve, es cuando ambos leyéndola reconocen que también les unirá el crimen. No quedará otra solución que eliminarle. • 22 •

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Y el hombre llega y se le recibe igual como partió, con una fiesta. Fue un día de 1770, lluvioso y nublado. Ya estarán en casa desembalando todos aquellos equipajes, en los que trae finísimos trajes para ella, que él quiere que se pruebe. No sabe Crespo que esa leve gordura que le nota es porque doña Dionisia está embarazada. Y cuando ya han pasado por todos los preámbulos del recibimiento con amigos y parientes y va a casa, ella se encierra en el cuarto y dice estar mala de la barriga, del hígado, de los riñones. El bueno de Crespo, si es que ha columbrado el tamaño de los cuernos que le han puesto, se entrega a considerar el desastre filosóficamente. Todo es irreparable: ha perdido a su mujer, ha perdido a su amigo y su honra. Quizás el amor a ella lo cure todo: lo importante es que ha vuelto a casa, y que en los negocios le ha ido estupendamente. Lo cruel es que la mujer se ha echado a la cama y no quiere salir por nada del mundo. Transcurren algunos días apaciblemente, en los que Crespo deambula por sus tierras, sin haberse repuesto del todo del largo viaje. Procura poner orden en sus negocios. Lo coge la noche, y cuando va a su cama al lado de su mujer, uno de los esclavos que la atiende le dice: “La ama está mala”. Le extraña aquella intromisión del negro, la manera como hasta le tratan los peones. Va Pedro por los pasillos de su casa sintiendo desconocido aquel lugar en el que ha vivido tantos años. Se acerca a la cama de su mujer y le da la mano. Ella no responde. “¿Entonces, qué me cuentas?”, musita y como siempre lo que sigue es un espeso silencio. No sabe Pedro si está vivo o sueña. Le pone él su mano en la cadera, pero aquel bulto arropado no reacciona. “- Buenas noche”, es lo que escucha, y se echa cansado y apenas si duerme. Amanece. Ella sigue acostada. Pedro hace café y lo lleva a la cama. Lo deja sobre una mesita. Vuelve a la sala. Se echa a pensar viendo las vacas y a los peones llevar enormes cántaros, la leche recién ordeñada. Vuelve a sus cuentas con bastante pereza. Comienza a llover. Transcurren las horas y al mediodía busca la mecedora y se echa a dormir un rato. Detrás, sigilosamente aparece al fin doña Dionisia, seguida por tres esclavos y su amante Pedro Lemos. Tiene que ser un movimiento violento como ya lo han estudiado: con un cabestro y tomándolo por la punta los amantes, rodeándole el cuello, se lo aprietan. El ahogo, el temblor de aquel cuerpo que los esclavos sostienen, pronto deja de respirar. Los dos siguen apretando aun cuando lo que queda de Crespo es un cadáver. Se miran Pedro y Dionisia sin decir nada, y continúa el plan. “Que lo cornee el toro”, les dicen a los esclavos. En la vía, contra el muro del convento, bajo un torrencial aguacero, el esclavo coloca al cadáver y arrastrando a un toro le dice al animal: “Cógelo. Vamos, cógelo.” El animal, claro, no entiende. Otra cosa le decía el esclavo a Crespo: “Apártese amo que el animal lo escoñá.” Como ninguno de los dos entiende, va el enfurecido esclavo y le arranca al animal la cepa del cuerno. “Ya van a ver como se hace lo que la ama ha mandado.” • 23 •

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Coge la cepa se acerca al muerto y hace grandes esfuerzos por enterrársela en el pecho. Cumplida su tarea, se retira un poco para apreciar que tal le ha quedado el muerto, colgando del muro como un maniquí desgonzado. Satisfecho llama a su ama para que vea con qué primor ha cumplido su trabajo, y es cuando entra en acción doña Dionisia con la tercera parte del plan. Comienza a gritar: “¡Lo ha matado!” Los truenos no dejan oír bien y ella desgarrada en llanto quiere vencer con sus gritos la furia de las centellas y de la lluvia; meciéndose los cabellos, va sacando de sus casas a los vecinos: “¡Lo ha matado!”. La abuela de Obando exclama con grandes aspavientos: “¡El pobre quería salvar a una mujer del toro, y éste lo ha clavado contra el muro! Dios bendito. Ave María Purísima. ¡Qué desgracia!”. Por la noche arden los cirios alrededor del ataúd y doña Dionisia ha sabido llorar admirable, desconsoladamente. El amante está pálido como el muerto, en un rincón del cuarto. Más palidece cuando escucha que habrá que hacerle una autopsia al cadáver por tratarse de una muerte violenta. La conclusión es elemental: Pedro Crespo ha muerto estrangulado. Llaman a los esclavos, entre ellos al bárbaro que lo ha corneado quien se muestra feliz de poder colaborar con la justicia y lo cuenta todo. Los esclavos son ejecutados y sus cuerpos descuartizados, como manda la ley; a los amantes no se les puede prender si antes no se levantan sus fueros y prerrogativas. Entretanto se da la orden de confiscar los bienes de doña Dionisia y de don Pedro. Cumpliendo con la norma de honor del Siglo de Oro, se ordenó el encierro de doña Dionisia en un convento. Lleva en las entrañas el fruto de su maldición, una maldición que llenará de pavor a la tierra: su culpa horrenda y su amor. “¿Qué hago con esto?”, se lleva las manos al vientre. Helada, allí confinada entre piedra y lodo recibe la noticia de que su amado Pedro Lemos ha declarado ante el notario que ella es la única culpable de cuanto ha sucedido; que él es inocente. Una monja le pone la mano en el hombro y le dice: “-Resignación. Resignación, hija. De allí, vendrá el ser que se vengue de todo.” Ella no podía entender de qué venganza se trataba; si esa venganza era contra Lemos, contra el mundo.

La geografía del devenir La geografía colombiana es extensa y cambiante en cuanto a los tipos humanos, clima y vegetación; es quizás la más rica y variada de América del Sur. Quien se traslade de Bogotá a Pasto por tierra, va teniendo frente a sí los más impresionantes escenarios naturales; al lado de una choza miserable, de techo pajizo que alberga indios o mulatos, se ven convivir también blancos españoles con sus aparejos de guerra y destrucción; un poco más adelante, negros con indios caribes comparten una covacha. • 24 •

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Para un viajero que parta de Bogotá hacia tierra caliente y que hace poco tenía que usar gruesos abrigos de lana por encontrarse en la altiplanicie capitalina, al bajar a Girardot, por ejemplo, sufre calores intensos, que le provocan náuseas y fuertes dolores de cabeza. Heterogéneas poblaciones van apareciendo a medida que se desciende: cadenas montañosas, transidas de soledad y misterio; mesetas, llanos y ríos donde la vida y la muerte corren como sombras inseparables; todo entrañable y extrañamente entremezclado como una pesadilla: cumbres nevadas a lo lejos, de pronto, a un lado, el flamear de las llamas devorando pastizales; el amarillo intenso del fuego remolineando con el viento y el reverberar del sol. Pasmosas soledades, escandaloso silencio, los mismos desolados sentimientos del conquistador Jiménez de Quesada, cuando cruzó lo que se llamó “Valle de las Tristezas”. En Popayán habitaban familias con eso que llaman de rancios y elevados linajes; sin embargo un poco más al sur se encuentra Patía, con sus tenebrosas leyendas de negros alzados e indomables; tierra de vientos recios que corren como susurros de quejas de ánimas esclavizadas: una virgen de trapo envuelta en hojas de plátanos y suspendida por un garfio en un altar; en la Iglesia no se admiten vírgenes de trapo, pero al negro no le importa: “Porque después de todo, empuñaré mi lanza, embriagaré mi sangre y bailaré con mi gente, con mis padres y mis abuelos: espero el estandarte de mi Señor, el amo, el Rey o Dios”. Es Patía una región conformada en su mayor parte por negros y mulatos, gente endurecida por las faenas del campo, siempre lidiando con ganado. Ansiaban ser libres, no sabían para qué, y sobre esta idea estaban las miles de puntas de lanzas que de noche y día forjaban al calor de sus rochelas y bailes, siempre como lamentos. El actual pueblo de Patía está a cien kilómetros de Popayán. Montañas circundando extensas zonas llanas. Soledad y recogimiento, como ese indio callado que espera un momento oportuno para pasar su cuenta a quienes le han ultrajado, aunque a veces lo hagan contra sí mismos. Ultraje inferido con ese choque de bestias españolas conformadas por elementos facinerosos, criminales y aberrantes. Como dijimos, desniveles o locuras que encontrarán en los hechos de la Independencia, modos de expresión sangrientos, que a la postre configurarán un holocausto mental o moral que pareciera no tener fin.

La ciudad de Pasto La ciudad de Sant Joan de Pasto fue fundada por los invasores europeos en 1539, pero sólo se conocen los Libros Capitulares, sobre su nacimiento, desde 1560. Pronto, a los que sentaron sus reales en este lugar, le agradó el clima, el tupido valle que ofrecía un agradable espectáculo, como convertido • 25 •

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en una huerta moteada de trigo, repollos, rábanos, cebollas, berros, grosellas, higos, duraznos, muerros, manzanas y melones. Las tierras bajas ofrecían un panorama aún más fértil, por la humedad. Los indígenas parecían muñecos de caprichosos movimientos al fondo y a los lados de las laderas, con sus vestimentas de colores, sus mantas de algodón, en largas filas transportando frutos, llevando flores; cargando maíz o legumbres en grandes vasijas de barro. Para aquellos primeros años de la conquista, Pasto contaba con sesenta mil aborígenes. Pasto comenzó a depender de Popayán, comarca de tierras bajas, donde españoles de “mejor estirpe” habían conseguido establecer una sociedad rigurosamente católica. Por influencias ante la Corte, el 17 de junio de 1559, a Pasto se le concedió el título de ciudad, con cédulas firmadas por la princesa doña Juana. Se recibieron las cédulas con un pergamino que traía un castillo de plata y a los lados cuatro leones de oro; del centro del castillo brotaba un río de aguas azules y blancas entre árboles verdes. Más abajo el título de muy leal Ciudad para la Villa de Sant Joan de Pasto en las Indias del Mar Océano. …por cuanto que han hecho relación que los vecinos y moradores della nos han servido en todo lo que se ha ofrecido con la mayor lealtad y fidelidad, para que de dicho servicios quedasen perpetua memoria me fue suplicado le diésemos título de ciudad con el nombre de MUY LEAL y fuésemos servidos que se llamase y titulase así como acatamos lo susodicho... y que goce de las preeminencias e inmunidades que gozan y deban gozar las otras ciudades de las mismas Indias y encargamos a los infantes, duques, prelados, marqueses, condes, priores, comendadores y subcomendadores, alcaides de los castillos y casa fuertes y llanas y de mi Consejo, presidente e oidores... que guarden e cumplan...

A mediados del siglo XVII, ya se contaba con dos generaciones de familias invasoras en la región de Pasto. La mujer española ya había construido bodegas para los granos, galpón para el heno, establos y porquerizas; a la par que rabiaba por las incomodidades que encontraba para aderezar sus lechones por falta de pimienta, jengibre y cebolla y por no poder comer pescado fresco ni salado, ahumado o seco. Se quejaba también de la total inutilidad de los indios que hacían ocupar demasiado a sus maridos en lecciones que no nacieron para entenderlas, puesto que no habían nacido cristianos. Al llegar el español encuentra un “hombre” parecido a él, el cual les resulta poco práctico. Este ser no sabe distinguir sus símbolos, sus principios, sus costumbres y el sentido de la vida y de la muerte que ellos tienen. El invasor es prepotente: viene sujetado al tiempo y carece a la vez de método para comprender cuanto tiene ante sí. Tampoco ha venido en plan de enseñar nada: ha venido por oro y ello lo impulsa a la violencia. Su presencia misma resulta un desafío, un grito de guerra. Como trae carta de • 26 •

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buena conducta, de “civilizado”, según los cánones de España, desenvaina la espada. Su derecho de posesión sobre lo que encuentra se lo ha dado el Derecho Romano y el “entendimiento” de un Dios que no admite treguas ni discusiones sobre la legitimidad de sus poderes. La eterna fuerza que sella la legitimidad de los santos desafueros. Los grandes señores de la Iglesia venían a ponerse al servicio de los aventureros. La historia de siempre. Las voces que vibraban por doquier y que estaban en la sangre de los descendientes directos de los españoles en estas tierras: “Cuando el Señor tuyo te introdujere en la tierra que vas a poseer, y destruyere a tu vista muchas naciones (...) has de acabar con ellas sin dejar alma viviente. No contraerás amistad con ellas, ni les tendrás lástima (...) Exterminarás todos los pueblos que tu Señor Dios pondrá en tus manos. No se apiaden de ellos tus ojos.7” El indio nuestro en el concepto de esa mente europea colonizadora, como insisto, es “torpe”, “holgazán”, “inútil” y “cobarde”. No sabe distinguir entre lo humano y lo divino, entre el Dios cristiano y el poder del hombre. Aunque el motivo verdadero de la “visita” no tenga nada de positivo, nada de humano, nada de divino. Los conquistadores habían llegado a explotar; a buscar metales preciosos y si para ello no contribuían los naturales de la zona, se convertían en enemigos, en imbéciles, flojos y herejes. Esto tenía por fuerza que desembocar en mortales enfrentamientos. Matar, robar, violar y destruir fue la nota distintiva que los colonizadores iban dejando a su paso8. Lo más o menos morigerado que nos llegó de España fueron los sacerdotes. Éstos tomaron parte activa en la dirección del aparato estatal y de la organización de aspecto militar. En realidad, los curas formaban parte vital 7 Opus Diaboli, 115 ss, esp. 122. 8 Al respecto nos refiere Marc De Civrieux: "La resistencia pasiva del indio al trabajo de estilo importado fue el motivo determinante de enfrentamiento entre indios y conquistadores y uno de los factores principales de los atropellos, rebeliones y genocidios. La cuestión del trabajo explica por qué el indio se resistía a poblar los repartimientos, encomiendas y reducciones, y por qué dedicaba todas sus energías, una vez reducido, a recobrar la libertad para poder atacar a los pueblos de españoles y las misiones, desde sus propios refugios en la selva. Otros motivos bien conocidos eran el fanatismo de los invasores, su intolerancia religiosa y cultural, su sed de oro y de riquezas fácilmente adquiridas. Los españoles pretendían descargar enteramente sobre las espaldas de los indios la obligación de trabajar... Los aspectos tradicionales de la estructura social indígena contrastaban con esa filosofía europea sobre la indignidad del trabajo. Se distinguían por el carácter igualitario, comunitario y libremente consentido del trabajo, la ausencia de estratificación social o castas privilegiadas, con excepción de los chamanes. La sencillez del modo de vida tribal permitía el disfrute de un ritmo laboral libre y mucho menos exigente que el que pesaba sobre la servidumbre europea. Por esta razón se resistían a las imposiciones laborales de los conquistadores". "Una de las leyendas más arraigadas que nos legaron los cronistas se refiere a la pereza del indio. En esta apreciación coinciden unánimemente nuestras fuentes, y los misioneros corroboraban lo que afirmaban los colonos encomenderos. Se quejaban de este supuesto vicio, que los historiadores modernos suelen aceptar como hecho real... Los escasos defensores de los indios, como el padre Las Casas, aludieron, para combatir esta leyenda, a una debilidad física del indio, una interpretación más generosa, pero tan falsa como la otra. El problema consistía evidentemente, en una resistencia pasiva al trabajo forzoso. En su medio ecológico, el indio no escatima esfuerzos, ni teme las tareas agotadoras, siempre que las considere urgentes y satisfagan las necesidades inmediatas de la comunidad. Cuando no existe prisa en realizar una tarea, la aplaza sencillamente, porque su filosofía de subsistencia rechaza las previsiones excesivas". Léase: Aborígenes de Venezuela, Vol. I, Marc de Civrieux, Etnología Antigua. Monografía Nº 26. Fundación La Salle, Caracas, 1980. Págs. 106-108.

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del proceso de colonización. Cada vez que se presente alguna convulsión social, alguna protesta severa de la población, a lo primero que se recurre es al Santísimo Sacramento: se le saca a la calle en procesión, se le muestra al pueblo, como diciéndosele: “-¡Acatad ciegamente la autoridad de vuestros amos que han recibido su autoridad de Dios! ¡No provoquéis la ira del Señor, mirad que sus designios y divinos poderes son terribles y que si no obedecéis se recurrirá a la espada!”. Como se podrá ver, las enseñanzas del Evangelio se aplicaban como en Europa. Allá los rayos del cielo estaban cargados de odio, de pólvora y de sangre; así trajeron la hecatombe a estos pueblos. En el proceso de adoctrinamiento, los curas fueron atrapados por las supersticiones indígenas; los indios por un lado no dejaron a sus dioses sino que los incorporaron al repertorio de los que trajeron los españoles. Este desencuentro cultural desquició tanto a invasores como a colonizados. Dice José María Samper que lo que se enseñó al indio nuestro fueron las prácticas de una idolatría bestial bautizada con el nombre de cristianismo. Y agrega9: Puede decirse que el tipo de predicador en Colombia era un cierto cura que les decía a los feligreses en el púlpito: “Miren y vean que les digo que no crean en brujas - esto en voz alta, y al bajar del púlpito, en voz baja- Pero que las hay, las hay, porque a mí me han espantado.

La vieja y vencida España encontrará en el indígena de la región de Pasto y Patía, un ambiente especial para desarrollar sus conflictivos elementos morales: un indio rudo, fuerte, proclive a practicar un fanatismo feroz en defensa de su tierra y hasta de sus mismos colonizadores. En esta región el indígena retribuirá con largueza todas las exigencias que imponga el conquistador. Esta identificación profunda la percibe José María Obando entre los naturales de Pasto y Patía cuando sale de caza; ese modo de obedecerle a él ciegamente, a sus querencias y mandatos; al mismo tiempo esa simpatía y casi debilidad que por él sienten familias de abolengo que residen en Popayán resumen, de modo único, la confluencia de los elementos más representativos del Cauca. Lamentablemente, la síntesis de estas dos vertientes, de lo aborigen y de lo español, muestran los síntomas de una fisura mental horrible. En lo que compete a América, los actos aberrantes superan con creces lo imaginable: los españoles se hicieron maestros en castigos, violaciones y monstruosidades de todo tipo; no se crea que esa caterva de hienas que han dirigido a la América Latina desde el siglo pasado es un producto exclusivo de nosotros y que estaban aquí desde hace mucho tiempo asentadas; los hispanos impusieron una historia y una evolución paralela confusa y opuesta a la que aquí se venía desarrollando. Luego los cronistas de las Indias Occidentales, se encargarían de enriquecer con prejuicios, inventos y exageraciones cuanto veían, como para darle el toque de veneno que los conquistadores necesitaban y 9 I bíd., J. M. Samper.

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justificar la ira del Cielo sobre los naturales de estas tierras. Añadido a la santa inquina y la santa impiedad con que seríamos catequizados. De modo que la guerra de Independencia vino a recrudecer aún más el aberrante estado en que entonces se vivía. Luego de adquirida la ansiada “libertad”, los pocos que sobrevivieron, tuvieron que hacerlo a expensas de aceptar teorías y formulaciones administrativas extrañas, lo cual aumentó la turbación y el descreimiento en todos los valores, tanto en los importados como en los propios. Bandadas de ilusos, ilustrados en los laboratorios del liberalismo inglés o del federalismo norteamericano, pasaron a dominar nuestro raquítico Estado. Cuando estremecidos de rabia y de dolor vemos las reacciones traidoras de un José Antonio Páez, las ambigüedades de José María Córdova (otro epiléptico); las volubilidades de Santiago Mariño, Francisco Bermúdez o Juan Bautista Arizmendi, llamados patriotas (en un país enajenado, sin orden ni tradiciones verdaderamente republicanas); cuando una vez adquirida la ansiada Independencia, digo, vemos la reacción de un José Hilario López, furibundo ateo y confuso reformador, que se une al Perú en el momento en que este país invade a su patria, sólo para provocar una revolución ridícula contra el Libertador e imponer ideales de un liberalismo que hará estragos y será fuente de inacabables guerras civiles por más de cien años. Entonces, es cuando se comprende, que demasiado han hecho estos pobres pueblos con los pocos cuerdos que han tenido. Dice el escritor E. Rodríguez Mendoza10: Se vivía improvisando sistemas griegos o romanos, antiguos o modernos, ingleses o franchutis y las Constituciones de entremés venían y se iban como quien cambia de repente el levitón unitario por el poncho federal... Y así iba en todas partes América en el gran baile tragicómico: era la época bárbara en pleno, sucediendo a la Colonia. A su vez, los compadrones achocolatados, con ojos de jaguar en medio de un aluvión de pelos y con una casaca de capitán general debajo del poncho arrebolado, eran la anarquía, aprovechándose de la extensión territorial y del distanciamiento en que cada provincia había vegetado durante la dominación española.

Los primeros años de José María Estudiosos de la historia colombiana sitúan el nacimiento de José María Obando en Caloto un poblado cercano a Popayán11. La partida de naci10 E. Rodríguez Mendoza, La América Bárbara; Biblioteca Ercilla, Vol VIII, Santiago de Chile, 1933, págs. 30,31. 11 Este pueblo queda a unos setenta kilómetros de Popayán, y en éste se encuentra la partida de nacimiento de José María Obando.

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miento que reposa actualmente en Caloto, asegura que nació el 8 de agosto de 1795. Para apostillas preventivas a lo que sobre el particular dijeron sus enemigos por haber abrazado en un principio la causa realista, Obando en sus memorias sostiene12: Puedo decir que he caminado ignorante a donde iba, sin siquiera sospechar el punto adonde me empujara el destino... Hay ciertas circunstancias accidentales que antes de nacer determinan la suerte del hombre.

Dice el historiador Martínez Delgado en su libro Berruecos, gran panegirista de José María Obando, que éste nació en Güigue, hacienda de García, antiguo departamento del Cauca, el 8 de agosto de 1795, y añade13: La respectiva partida de bautismo es deficiente, pero en ella consta que en el citado día fue bautizado un niño, hijo de padres desconocidos, a quien se le puso el nombre de José María Ramón.

Más adelante, el mismo Martínez citando a otro autor, de modo extraño, completa: Murió Obando en el mes de abril y había nacido en el mismo mes del año de 1797. En abril fue sustraído de su verdadera madre; en abril perdió a su primera esposa y a sus dos hijos, en abril...

Adoptemos la fecha de 1795, como la oficial del nacimiento de José María Obando; fecha que por cierto es cuando circula por primera vez en Popayán el acta de los Derechos del Hombre que tradujera don Antonio Nariño, y que causó sorpresa y tuvo muy buena acogida entre los miembros ilustrados y pudientes de la región. Otros aseguran que Obando era hijo de un barbero que trajo de España el ilustre don Ángel Velarde y Bustamante. El barbero había tenido relaciones con una muchacha cuyos padres cometieron un crimen (pasional). Había sido esta muchacha engendrada por una mujer que de14: …consuno con su amante asesinó a su marido de un modo horrible, razón por la cual, el barbero no se casó con su amada. Que los deudos del 12 Páginas 11 y l6 de: Apuntamientos Para La Historia, Tomo I, José María Obando, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1945. (Existe en la portada un título más extenso que bien vale la pena mostrar al lector: APUNTAMIENTOS PARA LA HISTORIA O SEA MANIFESTACIÓN QUE EL GENERAL JOSÉ MARÍA OBANDO HACE A SUS CONTEMPORÁNEOS Y A LA POSTERIDAD, DEL ORIGEN, MOTIVOS, CURSO Y PROGRESO DE LA PERSECUCIÓN QUE HA SUFRIDO Y DE LOS CONSIGUIENTES TRASTORNOS POLÍTICOS DE LA NUEVA GRANADA DURANTE LAS ADMINISTRACIONES INTRUSAS PRINCIPIADAS EN MARZO DE 1837). 13 Luis Martínez Delgado, Berruecos, (Asesinato de Gran Mariscal de Ayacucho, ordenado por el General Juan José Flores); Editorial Bedout S.A. 14 Tomás Cipriano de Mosquera, Examen Crítico, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, Bogotá, Imprenta Nacional, 1954.

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asesinado no reconocieron más que un hijo de ese matrimonio, el cual se llevaron a España...

Por otro lado, personajes de la época, mezclando los recuerdos con las leyendas, hablan de un recién nacido que fue recibido a altas horas de la noche, por don José Segura y Madieta en el Puente Chiquito de Popayán. Lo recogieron luego los esposos Obando, por recomendación de don José Iragorri. Como él mismo confiesa al inicio de sus Memorias, Obando pareciera un hombre que nació errado, vivió errado e incluso murió hasta por error, en uno de los dislates civiles de su país. El crimen que cometió su abuela contra su marido, y por cuya causa él vino al mundo15, lo consideran muchos como una maldición que lo marcó “trágicamente”. Este crimen pesará como una macabra mancha irresoluble y desintegrante sobre Colombia, Ecuador, Bolivia, Perú y Venezuela. Don A. J. Lemos Guzmán16, tan admirador de Obando como el historiador Martínez Delgado, nos dice que éste acumuló razas valiosas, pero en ellas por su misma antigüedad, había escorias. Que cada factor racial dio su aporte en el momento oportuno pero que en muchas ocasiones este aporte fue fatal para él.

El drama del origen de un monstruo ¿Cómo se planteó José María Obando, poco después de su adolescencia, el drama de su nacimiento? ¿Se vio con desprecio, con deseos de pasar su cuenta al mundo de un modo tan terrible como las circunstancias mismas que produjeron nacimiento? La pareja que lo adoptó se esmeró por darle educación, amor y comodidades; le ofrendaron un desmedido cariño, llegando a mimarle en extremo. Tal vez todo esto lo hacían para aminorar la leyenda amarga que rodeaba a sus antepasados. Lo había adoptado don Juan Luis Obando, de quien se dice, que por el modo de quererle, tal vez era su verdadero padre. Sin embargo, doña Agustina, la esposa de don Luis, le quería tanto como su marido. No habían tenido hijos. De esta honorable pareja, José María recibe calor humano y un extraordinario amor de hogar, de ello dará cuenta en sus Memorias y cartas. El amor por su hogar, más que por su patria, que por su inclinación terrible hacia el oficio de las armas, será su verdadero Dios, su razón de ser. En este sentido llegará a ser tan buen padre de familia como el general venezolano Juan José Flores (quien tuvo con su esposa, doña Mercedes Jijón y Vivanco, 12 hijos). 15 El escritor Otero D'Acosta, fervoroso seguidor de la figura de Obando, dice que este nacimiento fue romántico; véase José María Obando, Obras Selectas, escritos civiles y militares, Bogotá, Imprenta Nacional, 1982. 16 Antonio J. Lemos Guzmán, Obando, de cruz verde a cruz verde; Editorial Popayán. Colombia, 1959.

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De Obando, como tal vez de Flores, nunca se supo que hubiere visitado un burdel, que tomara licor, que fuera infiel a su esposa; sus entretenimientos en época de paz, eran inocentes, inofensivos: la cacería, el baile, las reuniones familiares, asistir a misa y hacer visita a sus amigos. Ahora sabemos, gracias a pensadores como Louis Althusser, que la familia es desde siempre el lugar mismo de lo sagrado, y por tanto del poder y de la religión y porque la realidad irrefutable de la familia aparece como el más poderoso de los aparatos ideológicos del Estado. La vida sana del campo, con sus quehaceres tan dulces y en una región hermosa, exuberante, con densos bosques, fragosos ríos, empinados páramos y con una placidez virgiliana, era el mejor aliciente para el abandonado José María Obando; sin duda que tenía que ser visto por la sociedad de la época como alguien malogrado, sin el destino superior que parecía reservado a los de su estirpe. Porque a José María, se le veía en sus ojos azules, en su pelo amarillo, en su singular porte de hombre castellano, de lo más fino, el fruto de cruces de gente de alcurnia. En la región de Popayán se concentraban familias españolas de rancios linajes, como hemos dicho; las costumbres eran estrictas y la gente criolla iba adquiriendo grave preocupación por la “limpieza de sangre” y fue así como a través de la historia se afianzaron los muy bien plantados troncos de los Arboledas, los Lemos, Iragorris, Hurtados, Valencias, Ibarras, Mosqueras, Seguras... apellidos de abolengo; y hay uno que llamará la atención por todos los costados de la actividad social de aquellos tiempos, por los ecos y las resonancias de carácter político, religioso, y militar que provocarán en toda la Nueva Granada: los Mosqueras. Y las raíces de esta familia están emparentadas con las de José María por el lado de su abuela (desquiciada o asesina), doña Dionisia de Mosquera y Bonilla de la cual ya hemos hecho referencia. Los Mosqueras y Arboledas eran dueños de centenares de esclavos, y vistos con particular envidia por las autoridades españolas más encopetadas. Muchas maldades se rememoran del niño José María; algunas probablemente inventadas, puesto que alrededor de este personaje llegarán a desatarse odios políticos intensos. El poeta Julio Arboleda cuenta que José María a la edad de siete años hirió gravemente a una criada de su casa porque ésta se negó a llevarle un poco de azúcar. Refiere también17: ...tenía un gran placer en martirizar a los animales, y era tan intenso el que sentía en hacer daño a sus concolegas, que se causaba mal a sí mismo por hacerlo a los demás.

Por su parte refiere García Herreros: Señalóse la infancia de Obando con hechos terribles. En una noche tenebrosa una criada del señor Juan Luis Obando se presentó bañada en 17 Diego Carbonell, Ad Majorem Liberatoris Gloriam. Editorial Las Novedades, Caracas, Venezuela, 1944. Pág. 135.

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su propia sangre delante de la señora Agustina del Campo;... dice la criada que el niño [José María] trataba de asesinarla; el niño astuto y mentiroso lo niega; ella lo afirma; pero el infante para lavar un delito va a perpetrar un crimen delante de la mujer que le adoptará. Se le detiene; se le castiga, el niño sufre, pero promete vengarse.

Con su tipo medio andaluz, José María parece haber sido un muchacho desenvuelto; rubio simpático, diestro y seguro de sí mismo (aunque jamás se llegue a conocer sobre qué elementos esté fundada esta seguridad). De cualidades naturales para las duras faenas del campo, donde se requiere valor y muchas mañas. Desde muy joven comenzó a mostrar cierta independencia y solía hacer largas excursiones a caballo por los campos vecinos; entregado a recorrer grandes tramos desde Popayán hasta el volcán Puracé, haciéndose conocer por su habilidad para la caza, enlazar potros cerreros y manear bestias para las capaduras. Creó fama su fortaleza, su versatilidad para entenderse con indios y negros; su don de mando en una región donde el carácter iba mezclado a las duras necesidades de esa tierra indígena. También, porque era arrastrado por lo que ya estaba marcado por su destino. En un medio tan español como aquél, su gracia, su altiva figura y su disposición para la aventura lo fue convirtiendo en el centro de la atención de lo más refinado de la sociedad. Popayán comenzó a sentir debilidad por aquel joven. Su nombre iba de boca en boca; se le invitaba a reuniones distinguidas y se le aceptaba como español de buena casta con benevolencia y simpatía. Por estos y otros hechos en estas tierras de ardientes pasiones, ya a José María se le iba percibiendo como un “político”. Por otro lado, desde muy pequeño José María fue llenándose de imágenes católicas, de ritos y visiones compungidas de penas, mezclados éstos con hábitos idolátricos de los indígenas; residuos quizás de formas supersticiosas, todos llenos de espantos, aparecidos y descabezados que recorrían a altas horas de la noche las calles. Tales temores producían en él unas ansias raras y brutales por emprender una misión que lo marcara para siempre, como un hombre con un gran destino. Entonces, como era costumbre que las mujeres madrugaran para ir a las iglesias y pasar en ellas muchas horas; José María acompañaba en estos menesteres a su señora madre, y en sus rezos pedía explicaciones sobre estos temores, y sobre ese destino para el cual se creía marcado. Por la noche, se rezaba el Rosario, presidido por el padre o la madre, en el que iba incluido un Padrenuestro y un Avemaría, en el que seguía un responso misterioso, en el cual él entendía que se hacía por su verdadera madre, desaparecida, o por su abuela homicida, también desaparecida. Aquello que debió parecerle un escándalo en su incipiente formación moral, no podía darle paz, y entonces sentía que había sólo dos maneras de salvarse: convirtiéndose en siervo de Dios o enrolándose en buena guerra para defender a su santa y amadísima religión católica. • 33 •

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José María era devoto de la Virgen de los Dolores; desde muy joven llegó a ser costalero en las procesiones de Semana Santa, privilegio reservado a unos pocos. Había puestos de cargueros reservados, no para los más virtuosos sino para los más conocidos asesinos de la región. Se requería para llevar aquellas pesadísimas cargas, excepcionales condiciones físicas y sicológicas. Las andas desgarraban las carnes y luego de sobrellevarlas unas cuantas cuadras podían verse las camisas y pantalones de los cargueros, empapadas de sangre y sudor18: Mas, ¡ay de aquel que fuera osado a pedir ayuda antes de finalizar el recorrido, despacio para mayor martirio, y en el que generalmente transcurren cuatro o cinco horas! Ni los hombres lo saludarían, ni las mujeres volverían a mirarlo, ni la muerte misma - hay casos concretos al respecto - lograría borrar el recuerdo de esa cobardía insólita... Por las calles, y en dobles hileras apretadas que se prolongan por varias cuadras, van las “ñapangas”... pero sin el atractivo de sus típicos atavíos, tras las imágenes simbólicas, lacrimosas y torturadas, mas siempre revestidas de telas magníficas y ricos brocados; tras de las Dolorosas de enlutados terciopelos que el oro recama; tras los sepulcros de carey, incrustados de nácar y de plata. En tanto doblan lúgubres esquilones, y en vasto silencio nocturno se disuelven el olor del incienso y el eco de los cantos litúrgicos.

En esos días santos, aparecían por los pueblos famosos facinerosos ocupando puestos importantes en ciertas representaciones vivas que se hacían del Señor. En Bogotá formaba parte de la tradición “la horripilante deformidad de aquellas figuras disfrazadas con camisones de desecho, añadiendo el sacristán de su propio peculio, los cuellos postizos y corbatas. ¡Cuándo pudieron figurarse los abnegados propagadores del Evangelio que algún día, en un ignoto país, se verían representados por monstruos o trogloditas feroces!19”. Era sumamente peligroso tratar de impedir que estos delincuentes participaran en los actos de la Semana Mayor. Pronto también José María, en un ambiente sin disciplina, comenzó a recibir en su casa lecciones de gramática y teología. Más tarde pasó al Real Seminario de Popayán. Aquella región era privilegiada desde el punto de vista de la paz social; era muy extraño que se conociera algún crimen, mucho menos una rebelión indígena o de criollos como había ocurrido en el Socorro y en algunos lugares de Perú hacia 1781. En Maracaibo, Mérida y Cúcuta, también se dieron serias perturbaciones sociales en 1782. Las referencias de actos sediciosos, más cercanos, se conocían en la ciudad de Neiva donde se amotinaron algunos vecinos contra los impuestos, y Pasto pero sin graves consecuencias. 18 R oberto Liévano, La Conjuración Septembrina y otros ensayos; Banco Popular, Bogotá, 1971, pág. 267. 19 Cordovez Moure, Reminiscencia de Santafé y Bogotá, Primer Festival del Libro Colombiano, s. /f., pág. 80.

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Quizás el acontecimiento más grave ocurrido en Pasto durante el siglo XVI, haya sido el amotinamiento contra el corregidor Clavijo, sucedido en 1797 en los pueblos de Túquerres y Guaitarilla. Se contaba que aquello había sido horrible, pues indios conocidos como sumamente pacíficos, capitaneados por un oficial, se tornaron repentinamente en incontenibles asesinos. Al corregidor Clavijo y al recaudador de diezmos los mataron de manera horrible sobre el altar de una Iglesia adonde habían corrido a refugiarse. Las imágenes de la pila de agua bendita entintada con sangre, donde uno de los asesinos había lavado su puñal; los blancos velos de la Virgen desgarrados y manchados por los asesinos; el cáliz por el suelo, las hostias pisoteadas... La conducta de José María, entonces, no era la de un ser retraído, apocado, como suele suceder con quienes han sido procreados en circunstancias tan dramáticas. Por el contrario, aparentaba una naturaleza abierta y despreocupada, como hemos anotado. Cuando apenas tiene un poco más de doce años, se entera de un desembarco o sublevación ocurrida por los lados de Coro en Venezuela. Es cuando escucha por primera vez el nombre del ateo terrible Francisco de Miranda. En el Real Seminario estará tres años como estudiante externo, haciendo cursos de gramática latina y filosofía; no tenemos testimonios de que haya aprovechado bien el tiempo. Allí conoce dos personajes que serán el eje de su vida política y militar; uno quien habrá de ser su amigo del alma hasta la muerte: José Hilario López; el otro, Tomás Cipriano de Mosquera, quien habrá de ser su más virulento y mortal enemigo durante casi toda su existencia). A excepción de Tomás Cipriano que le presentará un desafío a muerte por más de treinta años, el resto de los Mosqueras, tanto don José María, padre de Tomás Cipriano, como sus otros hijos: los gemelos Manuel María y Manuel José, José Rafael y Joaquín le mostrarán aprecio y hasta piadosa amistad hacia su conflictiva personalidad. La suntuosa residencia de veraneo, que don José María Mosquera tenía en Calibío, a unos catorce kilómetros de Popayán, fue durante muchos años albergue obligado para sabios, dignidades eclesiásticas y militares, que fueran de paso por aquellos parajes. Allí estuvo en varias ocasiones el Libertador. Don Tomás Cipriano de Mosquera asegura en sus memorias que Obando estuvo en el Real Seminario, como alumno externo, hasta 1812. Es muy probable que, siendo seminarista, se detuviera a contemplar la veraniega casona de Calibío donde acudían mujeres finamente trajeadas, hombres de casaca negra cargados de importantes papeles, eminentes tonsurados rodeados de numerosos séquitos; lo más refinado y culto del pueblo debía señalar aquel lugar como uno de los centros más importantes del Reino de Granada. Fue por primera vez, en aquel lugar, donde José María debió escuchar los nombres del Barón de Humboldt, Caldas, Bonpland, Mutis, Nariño y Cami• 35 •

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lo Torres. Al mismo tiempo, en medio de aquellas contemplaciones, arrastrado por extrañas contrariedades morales, debió sufrir el bullir de las mezclas que le reclamaban un sitial de privilegio para su persona: ansiaba servir para “algo”, aplicarse para el conocimiento de la teología. Confusos sentimientos como si lo abstracto del saber humano le provocase desasosiego y angustia. Eso sí, José María oía misa todos los días, donde escuchaba la oración perpetua: “el Rey nuestro señor a quien Dios guarde con aumento de muchos y mayores reinos”; “Nuestro Rey, Vicario de Dios sobre la tierra y propietario de los países sujetos a su cetro... Segund esto deve el Pueblo ver e conoscer, como el nome del Rey es de Dios, e tiene su lugar en tierra para facer justicia e derecho e merced... Ningun ome non podría amar a Dios complidamente sinon amare a su Rey...20 Acompañaba José María la procesión del Santísimo Sacramento y cuidaba de que se proporcionara el mayor respeto a las disposiciones y santas costumbres como no fomentar en casa bailes o música sin dar parte previa a los jueces ordinarios; observar si realmente la gente se postraba de rodillas con total silencio, devoción y reverencia al ver el Santísimo Sacramento. Basta leer sus cartas para darnos cuenta de que Obando no adquirió sólidos estudios; tampoco es difícil darse cuenta de que nunca quiso aceptar que estaba negado para los libros, para ser lo que entonces se llamaba hombre de pluma. Por ello conservó toda su vida un deseo, una fascinación por el poder de la palabra escrita; por esta vía ansió durante un tiempo llegar a ser alguien de valor intelectual. Luchaban intensamente en su interior varias personalidades: una virulenta necesidad, como venimos diciendo, de entender su destino, enturbiada ésta por la mancha inextinguible del crimen cometido por su abuela; por otra parte estaba resurgiendo poco a poco una defensa protectora de su personalidad, que se irá traduciendo en la formación de un carácter guerrero, violento y perturbador. Pese a lo contradictorio que le resultaba el trabajo intelectual, no obstante tenía la esperanza de poder llegar a escribir una gran obra. Dictaba entonces clases, en el Real Seminario, el doctor Félix Restrepo, hombre de luces, quien constituyó por sus dotes de jurista, una de las más excelsas figuras de la Independencia. ¿Qué iba a pensar entonces don Félix, que años más tarde tendría en sus manos un caso donde su alumno José María, sería acusado de uno de los homicidios más espantosos cometidos en América?; delito que cambiaría la historia de su país, que perturbaría la estabilidad social y política de la misma Colombia, Ecuador y Perú por varias décadas, quizás lo sea para la eternidad. Según refiere el notable poeta y político colombiano Julio Arboleda, José María no continuó estudiando en el Seminario porque se distinguió, de modo sobresaliente, por sus travesuras, hasta el punto que el señor Rector se vio en la necesidad de expulsarlo. También nos cuenta que desde muy joven adquirió el apodo de “Tigre” como se le llamará en Bogotá en 20 Leyes de Partida, Partida II, Título XIII.

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los años amargos después de la muerte del general Santander. Añade Arboleda que tenía un carácter astuto y falaz21.

En el vórtice de la primeras conmociones Van llegando ecos de conmociones lejanas. Una grave preocupación recorre las solariegas casas españolas. Hay noticias confusas: “-El Rey está preso; el Rey ya no gobierna. América no quiere más a los españoles...” José María tiene apenas catorce años y de la bulla que llega de la peonada (el lamento de los indios en sus rezos; de la santiguadera de las mujeres y del palpitar de la tierra en aquellas soledades agitada por curas sueltos) el caos del bullir de su sangre castellana, de la vastedad de un santo incendio: “¡Ave María Santísima!”. Delirios en los mismos negros y la indiada que andan nerviosos ante la posible pérdida de sus amos. Se habla de alguien descomunal y sagrado que vendrá a protegerlos y a salvarlos de la maldición que recorre el mundo. El muchacho duerme en medio de este ambiente de temores, y cada noche se van enriqueciendo sus desvelos con otras angustias que nadie puede explicarle. El movimiento insurreccional, ya se sabe, ha estallado en Quito. No son negros como se ha dicho al principio, los que se han declarado contra el dominio de España; son marqueses, son adinerados terratenientes, son los llamados “pelucones”. Han reducido a prisión al gobernador, Conde Ruíz de Castilla: el desgarro de las viejas pendencias conquistadoras, recuerdos de azotes, el garrote vil, descuartizamientos, perros carniceros, cruces, demonios; los fantasmas de Almagro, Luque y los Pizarros, Carvajal y Lope de Aguirre, recorriendo con sus adargas bajo el brazo las empedradas calles de Quito. En realidad, el 9 de agosto de 1809 había estallado en Quito un movimiento revolucionario, tal vez el más terrible de cuantos habían sucedido en la América del Sur. Y flotaban en el ambiente funestas sensaciones, presagios de grandes pestes que lo arrasarían todo. Se hablaba de España, pero España era una realidad muy difusa; algo que casi nadie podía entender: lo del Rey y lo de Cristo seguían siendo entelequias sublimes, inalcanzables. Como se carecía de todo sustento espiritual para lanzarse en un desafío tan terrible contra lo que siempre se había sido, la Junta que tomó el poder en Quito corrió a guarecer sus pendones bajo los misterios de la confesión de la fe de Nicea, en la fides Nicaena: “Creemos en un solo Dios, el Padre Todopoderoso... y en un solo Señor Jesucristo... verdadero Dios del verdadero Dios, engendrado, no creado, de la misma naturaleza (homoúsios) que el Padre... Y en el Espíritu Santo...” 21 Hay que tener en cuenta el que Julio Arboleda fue enemigo político acérrimo de Obando, y que sus juicios podrían estar influenciados por el calor de la diatriba de los partidos (que en nuestros países suelen ser tan violenta y despiadada).

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Qué otra cosa podían hacer. El 16 de agosto de 1809, presentaron juramento los miembros de la Junta de Quito, en la iglesia catedral, con mucha pompa. De modo que lo que había era una agitación de intensas pasiones; era el regreso brutal a una pesadilla que debía ser resuelta, no se sabía para qué ni por qué se lucharía. Era una necesidad de matar y de dejarse matar. Un sopor de muerte y pólvora; aires cargados de una pasión milenaria: resucitaba Cristo por las señales de las guerras que ya se columbraban con todos los vastos signos del odio más bestial. Sin guerras quizás no habrían existido los dioses. Sacerdotes y generales siempre han ido juntos ostentando las insignias sagradas de algún culto. Y con las guerras se celebraban danzas y se pedían bendiciones al Cielo para exterminar al enemigo, idéntico al bestial demonio que buscaba desaparecer al Rey y a España. El escudo para la vida honesta no era la fe sino la lanza; la bondad no era el sacrificio por los demás, sino la espada exterminadora. La triste mueca de los sacerdotes, parecida a la risa de las calaveras, en medio de las atestadas iglesias, presagiaba el inicio de un conflicto que acabaría por definir las verdaderas fronteras entre lo que era España y lo que quedaba de América. A veces este presagio se traducía en elocuentes hechos, pues llegaban, no se sabía de dónde, cantos fúnebres mezclados con horribles carcajadas; eran ecos de otras ceremonias indígenas con las que mostraban estar dispuestas a entregar sus vidas en defensa de la paz del Señor. Se limpiaba el cáliz y se limpiaban también las armas, pues habría que partir a los campos, a darle la extremaunción sólo a los nuestros: “Resurge el demonio, que durante muchos siglos había dormido avasallado por el Señor; está escrito que debe cundir otra etapa de paganismo infame y que Cristo nos llama a vencer por la fuerza de las armas...” ¿Cómo fue que se introdujeron los servicios religiosos en los ejércitos? ¿Por qué esa conjunción tan horrible del trono con el altar? ¿Por qué nuestra religión reluce por las armas, por el fuego, por la locura de las guerras? Obando recordaba por atavismo que Constantino buscó la ayuda de los cristianos para imponer su poder. El olor de la sangre en los campos de batalla le era agradable, porque también lo era para el Cristo de los ejércitos perseguidos, ofendidos, humillados. Si antes los indios iban a los combates seguidos de ídolos, ahora Dios presidiría las batallas, Dios en persona, invencible e inexpugnable. La manera para convencerse de que la religión cristiana era la única verdadera, quizás era, para aquellas mentes primitivas, exterminar a los herejes. La prueba sublime de esta realidad mística se palpaba cuando se tenía ante sí miles de hombres mutilados, muertos y degollados. Se podía empapar las manos con un poco de sangre del vencido y hacer plegarias a Dios por ser tan grande e invencible.

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Ciertos antecedentes Un poco antes, para finales de agosto de 1809, ciertos rumores habían adquirido calidad de verdaderas conmociones populares en varias regiones del Ecuador de hoy, como Ibarra, Latacunga, Ambato, Guaranda, Ríobamba. De modo que el volcán que se presentía a partir de las confusas noticias que llegaban de España, estremecía preocupantemente a todo el sur del Reino de Granada. Se celebraba una fiesta religiosa en El Tambo. Estaba el cielo claro, y el pueblo lleno de las coloridas vestimentas de sus alegres parroquianos, y de muchas familias llegadas de pueblos vecinos. Súbitamente la aparición del doctor Ignacio Tenorio, que venía de Quito, interrumpió el acto. Venía don Ignacio sumamente nervioso, estropeado, sucio y casi no podía hablar. Bajó de su bestia y se dirigió a la iglesia. La gente se congregó en los alrededores del templo y esperó con impaciencia a que el importante personaje saliera a explicar qué sucedía en Quito. Al rato, cuando salió don Ignacio, bastante cambiado pero todavía molesto, dirigiéndose a los presentes habló de los herejes de Quito, que habiendo abjurado de la religión de Cristo y de la obediencia al rey de España, “habían tenido la osadía de deponer al presidente, Conde Ruiz del Castillo; a la Real Audiencia y demás funcionarios realistas, instalando una junta de gobierno...22” Hizo don Ignacio una horrorosa pintura de la situación en Quito e invito a la gente a combatir a los enemigos de España, a unirse en una cruzada contra el Demonio. Entonces la alegría de aquella fiesta tornóse en un raro fervor: se derramaron lágrimas, y se exhalaron penosos suspiros junto con súplicas al Señor. Al conocer la situación, el gobernador de Popayán, don Miguel Tacón, dio órdenes para una gran movilización militar. Aunque la opinión de los pueblos del Cauca estaba a favor de esta subversión, se organizaron compañías realistas en Cali y Popayán, pues se pensó trasladarlas a Quito, de donde se pensaba podía propagarse “el mal”. Habiéndose sabido que las tropas de Quito, constantes de 800 hombres, al mando de don Francisco Javier de Ascásubi, se acercaba al río Guáitara, resolvieron ir a parapetarse en aquel lugar, y así lo hicieron, ocupando el comandante Angulo (monarquista) el puente, y el capitán don Blas de la Villota (también monarquista), la tarabita de Funes, tendida sobre el mismo río (únicos sitios accesibles para el paso, por la naturaleza áspera y peñascosa de esas regiones). El encuentro tuvo lugar el día 16 de octubre, quedando las fuerzas quiteñas completamente derrotadas, con grande efusión de sangre. Ascásubi, el capitán Ipinja, otros oficiales y como 200 individuos de tropa fueron tomados prisioneros23. 22 D iego Castrillón Arboleda, Manuel José Castrillón, Biblioteca Banco Popular, Tomo I, Bogotá, 1971, pág. 23, 24. 23 Arcesio Aragón, Fastos Payaneses; Publicación del Ministerio de Educación Nacional, MCMXL, Bogotá,

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Los comentarios sobre una sublevación general contra España se propagaron con inusitada rapidez; corrían como fuego sobre paja seca: el murmullo de voces secretas acrecentándose con el viento de las alarmas hablaba de degüellos, de horcas, de venganzas, e incendios a poblados enteros para sacar a las alimañas de sus guaridas. Como ninguna otra raza pareciera más enemiga de sí misma que la española, muchas de estas alarmas iban de una a otra parte cargadas de un odio incontenible, y de una necesidad irresistible de destrucción. Ya algunos han proclamado “vehemente y traidoramente” su desacato al Rey. El desprecio por las autoridades es enorme, poseído de un extraño y maldito rencor. Se habla de guerra religiosa, de campaña sin cuartel contra los herejes. Lloraba doña Agustina sin poder evitarlo y con sus lágrimas humedecía el cabello rizado y amarillo de su entristecido hijo. José María debió ser espectador de escenas que lo marcaron para siempre: en el mercado el rebullicio de las gentes pidiendo castigo; las miradas indiferentes o terribles de los indios sentados en cuclillas, con sus alimentos y pócimas para las picadas, llagas y gusaneras; como fieras extrañas tendidas en el suelo, a la espera de la orden del zarpazo; con sus alimañas para condimentar comidas; víboras, ranas, ídolos, lanzas y zamarras; y el espectáculo de los hombres de espuelas que llegan a inspeccionar a golpes de mosquetes. Soldados soeces que apartan a la gente y alzan a una tullida que pide limosna, rodean a un infeliz que apenas puede sostenerse por sí mismo y a un oficial de colorido paño rojo en la cabeza que empuñando una alabarda, se acerca al desgraciado y grita con una voz frenética: “-¡Por Cristo sagrado!... ¡muera la cizaña!; sin piedad ninguna con los insurgentes, ellos que obran pérfidamente... No quedará hereje vivo, a todos hay que pasarlos por el cuchillo...Palo al jinete, palo al caballo: chuzo al estómago24”. Alguien leía un párrafo sagrado: “El Señor tu Dios te tiene mandado, para que no os enseñen a cometer abominaciones que han usado ellos con sus dioses, y ofendáis a Dios vuestro Señor. ¡Odium generis humani! Sigue la visión repentina de un charco de sangre que no sabe cómo se ha formado. El populacho rompe el escaso círculo formado por los indios. Los gritos le hacen recordar a José María la barahúnda de un sueño. Se produce una estampida, luego un trabucazo. Él presiente al “demonio de los insurgentes” como grandes “lagartos del pantano”. Para él la idea de insurgencia la resume un cuadro del Infierno que está en La Ermita, una de las iglesias más sagradas del pueblo. Golpe seco, el lento penetrar de un metal frío en la cabeza. Hay dos manchas rojas en las botas nuevas del muchacho; echado en el suelo surge de pronto la imagen de los santos heridos o torturados, con miradas de fuego: sensación de vacío, de vértigo, hipnotizado por su propio abismo de incomprensión y tormentos. Colombia, 24 Sergio Elías Ortiz, Agustín Agualongo y su tiempo; Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1974, pág. 502.

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Estas visiones que le sucederán a José María con frecuencia, serán un alerta por la vida y el dolor que le esperan. Ansía él, ser bueno, ansía ser noble; quisiera lavar sus pesadillas con el agua bendita de todos los templos; las lágrimas del Señor le conmueven. Presiente que el único modo de salvarse es sirviendo a sus semejantes. Sabe que tendrá que vivir a la deriva en medio de las borrascas del horror, de conflictos insolubles; llevado y traído por fuerzas desconocidas, por el bochorno de una culpabilidad inexpiable. Sin embargo él presiente que la guerra… la guerra lo curará todo... Y la guerra sigue pareciendo un juego de artificios que parpadean lánguidamente. Su familia va emigrando al Sur. Los indios mascando sus raíces, indiferentes al temor que recorre a América, es el paisaje humano desolado que encuentra a su paso. Va palpando y sufriendo otras visiones. Su naturaleza se alimenta de desastres. Sufre otras visiones. La mirada indiferentemente feroz del pastuso, con su macana en la mano, con su cordel al cuello, su tarro para la chicha y sus ídolos bamboleantes sobre sus barrigas. Igual ocurre con el eco de las voces que como ánimas estremecen los tenebrosos desfiladeros y abismos por donde corren los ríos Juanambú y Guáitara. Son inmensos boquerones donde anidan las primeras grandes ruinas de la gesta independentista: bosques impenetrables como el tremedal de sus propias pesadillas. Allí recuerda por anticipado que la guerra bullirá eternamente; su instinto se lo dice y lo comenta con su madre. Es la vorágine de la conjura infinita en donde él piensa lavar la afrenta que le ha traído a estos lugares. Quizás el llamado de su especie que no era española ni tampoco india. La tierra que debe tragárselo para que él deba cumplir su destino. Durante los temblores independentistas de 1810, ya era gobernador de la región de Popayán el teniente coronel Miguel Tacón. Hombre enérgico, intrigante y muy vivo al estilo de los personajes de la picaresca. Ya lo hemos visto tener un papel importante en la revolución que se había producido en Quito. Algo de su conducta pudo haber asimilado José María, viéndole administrar un gobierno endeble y cuando se niega de manera tajante a enviar diputados a la convulsionada Santa Fe de Bogotá. Por el contrario, dirigió intimidaciones a los pueblos vecinos, incluso a la junta de Cali. Contaba Tacón con suficientes recursos, producto de los caudales extraídos de la Casa de la Moneda de Popayán, como también acopios de todo tipo en un lugar favorecido por la naturaleza, para levantar un fuerte contingente y mantenerse firme frente a la revolución en el Sur. Desde un principio, los primeros temblores que presagiaban una conmoción general contra España, poseen los raros síntomas de convertirse en una guerra religiosa: la primera guerra religiosa de América; claro, entre cristianos, como muchas veces había ocurrido en el continente europeo. Con la diferencia, de que los poderes enfrentados carecían de legitimidad y de testas consagradas que pudiesen imponer con determinación sus escarapelas evangélicas. Los reyes eran los patronos de la Iglesia de América, y nombraban arzobispos y obispos; elegían para las dignidades, canonjías y • 41 •

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otras prebendas eclesiásticas, y estos nombramientos eran refrendados sin chistar por los cabildos. De tal modo, que durante los trescientos años de esclavitud que aquí impusieron los españoles, el clero jamás perturbó la tranquilidad pública y manifestó siempre “la más sumisa obediencia25”. El gobernador Tacón, la familia de José María, y en general los hombres con influencia en el gobierno, interpretaron las altaneras exigencias de los revoltosos contra España como prácticas diabólicas, el resurgir de un nuevo anticristo. En las iglesias, percibíase un escándalo horrible ante la visión piadosa de Jesús y de la Virgen, ultrajados por la soberbia de unos hombres que estaban irrespetando con sus actos al Rey. Los padres de José María llevaban estas penosas contrariedades en el corazón, y las hacían patentes a las horas de sus oraciones, mientras rezaban el rosario y acudían a algún templo. Con estas fuerzas espirituales que les laceraban en lo más íntimo, se fue engendrando un odio, una pasión y un furor por reafirmar su fe, que con el tiempo serían incontenibles. Como el pueblo de Cali se deja seducir por los revoltosos, Tacón se moviliza para enderezarle. Hace planes para domeñar todo el Valle del Cauca. Pero el fervor de los caleños entonces estaba tan generalizado que no esperan que Tacón les ataque, sino que salen a buscarle pelea dirigidos por el capitán patriota don Antonio Baraya. La situación había cambiado bastante en Popayán, pues se trataba de entender, de qué lado verdaderamente se encontraba el Señor para poderlo vengar, pues los hombres cultos de la región pregonaban que Dios era patriota. El pueblo veleidoso que en una ocasión salió a la calle mostrando puñales y pidiendo la cabeza del gobernador Tacón, pronto cedió a los halagos de éste y consideró apoyarle para defender la causa del Rey. Entonces participó de los melosos regalos del gobierno, y olvidándose de la revolución, llegó a festejar con refrescos y bailes de jota, el bunde y el bambuco, el pronto exterminio de los insurgentes. Los verdaderos patriotas buscaron el monte, entre ellos uno que llegaría a ser un legendario oficial, veterano en las contiendas que se escenificarían en el Sur durante cuarenta años, el entonces capitán Pedro José Murgueitio. Aquellas fiestas, como entre verdaderos paganos, duraron poco; lograba el ron trocar en desvaríos solidarios que permitieran vengar a Cristo. Un grueso de la población civil, armada de palos, garrotes y escarapelas divinas, fue lanzado a la lucha. Nos encontramos en el 28 de marzo de 1811: las tropas de Tacón y las que comandaba el patriota Atanasio Girardot se avistaron frente a frente, de lado y lado del río Palacé. A la una de la tarde trabóse vivo tiroteo de artillería y fusilería; el capitán Baraya, un poco retrasado en el Piédamo escupía desde lo alto un cerrado fuego. Entonces las tropas de Tacón, avivadas por el alcohol, se arriesgan y cruzan el puente, siendo fuertemente rechazadas por los independientes que las esperan a plomo limpio. A la cinco de la tarde llegaron refuerzos para la caballería patriota, lo que definió la lucha a favor 25 Restrepo, Historia de la revolución de Colombia, Tomo I, Editorial Bedout, 1954 Pág. 37.

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de los independientes. El gobernador, consternado, huyó hacia los farallones de Pasto. Como la cobardía va siempre unida a la avaricia, poco antes, Tacón había cargado con quinientos mil pesos de la Casa de la Moneda. Baraya entró en Popayán pero no pudo dominarla como habría deseado. La fragilidad de la revolución era muy grande. Hacía falta un hombre que la cohesionara. Lo más difícil era someter a cierto grupo de mujeres enardecidas, que portando puñales en las manos, insultaban y desafiaban a los patriotas; lloraban desconsoladamente la derrota de Tacón. En esta inesperada escaramuza, donde tembló de nuevo el poderío de los españoles, se vio obligado a luchar el padre adoptivo de José María, don Juan Luis Obando. Ganaderos y acaudalados comerciantes, hacendados y burócratas se reunieron en una cruzada, intentando contener a Baraya. Se armaron a los esclavos, se les dio lanzas a los indios y mulatos de todo el sector de Patía; cuanto salvaje realengo era cogido por los alrededores de Popayán (sobre todo los de la parte del Tambo), se le incluía en el batallón de estropajos que debían reivindicar la causa de Cristo. En esta recluta implacable se destacó don Juan Luis Obando. Aquella banda formada con los estratos sociales más disímiles, luciendo coloridos trapos, se concentró en Pasto, bajo las órdenes de Tacón. Era un rebullir de grandes confusiones. Un vórtice social cargado de espeso y bochornoso fanatismo; entre aquellos grupos que van por los desfiladeros, sorteando el camino de la salvación, arreando piaras de cerdos, con gallinas colgantes al cuello, trastos y canastos de todos los tamaños y formas, va el joven José María con sus padres adoptivos. Los realistas en la guarida de Pasto no temen a los “rebeldes”. A las espaldas están Quito y Guayaquil, y “el poderoso Perú”, extensa región bajo el mando absoluto de los amadores de don Fernando VII. Muchos realistas asumían como absolutamente cierto el que Fernando VII visitaría a la Nueva Granada. Don Luis le contaba a José María que pronto todos verían al Rey en Pasto, en su marcha a Santa Fe, donde se encargaría del poder ejecutivo. La crueldad de la guerra en Occidente nace del miedo a Dios o al Diablo. José María observa en las tropas a ministros del santuario que con sus manos han degollado herejes o ateos. Las miradas de aquellos hombres son terribles y escupen insultos, se les desorbitan los ojos, golpean con ira sus armas contra árboles o el piso, si llegan a saber de alguien que haya dudado de la autoridad del Rey: “malditos aullidos de la peste”, “demonios infamantes”, “lobos amamantados por Satanás”... Lo peor se auguraba del brillar enfermizo de aquellos ojos, en los que José María a veces se mareaba. Para evitar aquellas visiones y aquellas expresiones que se hacía tenebrosas en una mente tan tierna, sus padres deciden enviarle a Quito. Lleva el joven recomendaciones para continuar estudios en un colegio jesuita y vivir nada menos que bajo la protección de don Juan Sámano, hombre de gran influencia entre los realistas y quien habrá de ser Virrey de la Nueva Granada. Este dato nos confirma que, ya sea por el lado de su padre adoptivo Juan Luis o por la vieja rama de su abuela • 43 •

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doña Dionisia de Mosquera y Bonilla, José María gozaba de una muy respetable aceptación entre los encopetados personajes del régimen colonial. Lo que más solidez daba a la estabilidad de las fuerzas españolas en la región, era el carácter seriamente refractario de los pastusos a las ideas republicanas, su furibunda tozudez, su fanatismo o idiotez incontrolable. Este impenetrable muro de contención a las ideas revolucionarias, hizo confiar demasiado a las fuerzas españolas en que las “perturbaciones heréticas” jamás conseguirían penetrar las barreras naturales o divinas que imponían el Guáitara y el Juanambú. En Quito, José María se dedica a perfeccionar sus conocimientos en el oficio de las armas; conocerá ciertas frivolidades implícitas en las artes marciales como los bailes, las reuniones, el trato protocolar para con las finas damas, recargado de delicados detalles “estéticos”; formaba parte de un selecto grupo de mozalbetes que utilizaban gran parte del tiempo revisando y hablando de figurines: de corbatines, alzacuellos, la gran presencia que da el uso de anguarinas en los militares de alto rango. Desde esta época tomará afición por la moda de los trajes militares y ello constituirá desde entonces uno de sus mayores pasatiempos; estará atento a los cambios de charreteras, el calzón blanco o el colorado, botas altas, el tipo de paño de doble vuelta con insignias en las puntas, banda carmesí o azul con rayas blancas cruzadas, pistolas y espadas al cinto; el sombrero al tres, con los distintivos a los lados como lo usan en Europa y en los Estado Unidos. La revolución de Santa de Fe de Bogotá fue confusa y tan torpe como la de Quito. Los revolucionarios quisieron independizarse buscando el apoyo de los curas, pero éstos creían más en los milagros de la Virgen María que en las estrategias de los Comandantes, por lo cual, la gente se cruzó de brazos a esperar que todo le llegara del Cielo. El sudario de Jesús se lo peleaban en las Iglesias los bandos ante los ojos llorosos de la mismísima Virgen. Como don Juan Luis Obando no tenía paciencia para estos trajines de la guerra, y tampoco le interesaba la política, pensó en regresar a Popayán. Le preocupaba la situación de su hacienda y de sus propiedades, que sin duda habían sido embargadas por los insurgentes. La guerra de momento parece indefinida y convulsa, llena de espesos vacíos morales. La línea divisoria entre lo que parece como insurgencia y lo que representa el gobierno godo es indefinida, lo cual le permite a don Juan Luis regresar al lar nativo sin otra consecuencia que la de ser apresado bajo el cargo de procurar ayudar a los enemigos de la revolución. Al mismo tiempo las fuerzas independentistas en la región habían descendido notablemente a pesar de que Baraya destruyera a Tacón en Palacé. Nos cuenta el historiador José Manuel Restrepo26 que los pastusos eran conducidos por clérigos y frailes fanáticos, que les habían hecho creer que el poder español y la religión de Jesucristo eran una misma cosa, y que las 26 I bíd., pág. 196.

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novedades, tales como “república”, “libertad” e “independencia”, herejías eran verdaderas. Añade Restrepo que estas ideas fueron adoptadas por todos los pueblos - patianos - situados al sur de Popayán hasta el río Mayo. Agrega que27: Los patianos eran en la mayor parte negros y mulatos, ganaderos endurecidos en el trabajo y las fatigas del campo; estaban además resentidos, porque cuando se ejecutó la marcha de Baraya hacia el sur, el teniente don Eusebio Borrero, que mandaba una partida de tropa, quemó el pueblo de Patía por una venganza imprudente y juvenil, en odio de sus habitantes que tanto habían sostenido a Tacón. Con esto se hizo irreconciliable el aborrecimiento que los patianos concibieron contra los patriotas, y acabaron de echarse las semillas de una guerra que había de durar por mucho tiempo.

Los encendidos cirios Capitán de los Ejércitos

del

En América del Sur el catolicismo arruinó (además de muchos millones de vidas) más tesoros culturales que los que innegablemente a portó, pese a la sobrexplotación. Karlheinz Deschner

Cuenta J. M. Espinosa Prieto28, que en aquellos tiempos, el guerrillero patiano mostraba una completa indiferencia ante la muerte. Mostraba un fervor suicida frente al enemigo, que en ocasiones espantaba a los mismos clérigos sueltos y fanáticos, encargados de repartir bendiciones y agua bendita. Ciertos frailes y clérigos sueltos, fanáticos, comenzaron a ver en la guerra el viejo sentimiento eclesiástico, de tiempos de San Ambrosio, y lanzaban al Cielo apasionados clamores de: “¡Oh Señor, despliega tu estandarte!”; Fray Andrés Sarmiento, aprovechándose del odio de los patianos, desempolva el milenario artificio de que hay que vengar a Dios y se une al forajido mulato, Jaime Caicedo. Con una partida salen a cometer tropelías inauditas. En el camino que va de Pasto a Cartagena, forajidos sorprenden a un grupo de comerciantes de Quito que llevaban una carga de alhajas, oro sellado y mercancías de tela de mucho valor. Son degollados y sus cuerpos destrozados horriblemente. ¿Por qué matar? Sólo matando, Dios alcanza su verdadera dimensión humana. La mente de Fray Andrés Sarmiento es simple y franca en este 27 I bíd., pág. 196. 28 Memorias de un Abanderado, J. M. Espinosa, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1942.

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sentido. Echado al lado de la fogata, rodeado de sus más fervorosos conmilitantes, en las frías y largas noches de sus desvelos, consulta mirando al estrellado cielo, la voluntad del Señor: No retroceder ante los impíos. Aspirar a la libertad esencial de Dios, y jamás conceder un ápice de bien al enemigo. Sólo la fuerza imprime la verdadera fe. El historiador Restrepo se queja de la venganza que, en razón de estos crímenes, ejecutó contra los patianos el oficial Eusebio Borrero. Lo mismo cree Obando, que por tal acción represiva de don Eusebio, los patianos acabaron jurando rencor eterno contra los patriotas. ¿Era por la acción de Borrero por la que los patianos se hicieron criminales?; ¿o la crueldad la llevaban en la sangre, sólo que no habían encontrado motivos para recrudecerla?29 Caicedo y su pandilla habíanse convertido en la plaga del sur; veíanse por los caminos a pacíficos campesinos colgados de los árboles. Los cadáveres los iban dejando a lo largo de sus correrías, despedazados, alanceados con sevicia. Según Antonio J. Lemos Guzmán (fervoroso apologista de Obando), José María anduvo con esta partida de sanguinarios. Tuvo entonces que ser espectador de las macabras prácticas de este malhechor, cuyo máximo placer era estrangular sus víctimas, desorejarlas y colgarlas (destrozadas) de los árboles, a lo largo de los caminos reales. En la parroquia de San Antonio, Caicedo hizo reunir en la plaza a un grupo de prisioneros; dispuso que se colocaran a los infelices amarrados de pies y manos, para que fuesen blancos en prácticas de tiro. La gente trataba de entender los signos de aquellas maldades y por qué después de asesinar a los prisioneros, se les destrozaba a lanzadas; se palpaba el bullir de una bochornosa pesadilla, pues la carnicería era amenizada con bocadillos, corridas y juegos a caballo. Religiosos del santuario bendecían el pan y compartían el vino en presencia de los cuerpos enemigos sangrantes. Lo espantoso era la cantidad de desorejados que iban dejando aquellos asesinos. Los moribundos pedían socorros espirituales a los sacerdotes del lugar, pero Caicedo decía que quien se acercaba a un hereje manchaba para siempre su alma y entonces era preferible que también muriera alanceado. Cuando acudía a la mente de algún “débil” la desconfianza de aquellos actos, siempre había alguna santa explicación: - ¿Por qué habría de estar prohibido vengar a Dios y a nuestro Rey? ¿Acaso son cristianos? ¡No!: ¡Son el vómito, las heces de los insurgentes, los abofeteadores de Cristo!; los que han manchado con sus crímenes las bellas obras del Señor... Se hacía entonces un brutal silencio. Don Juan Luis, por ayuda de notables hacendados, logró salir en libertad y dedicarse a sus faenas del campo. El reverberar de las pasiones no va con su manera de ser. Corren las noticias desalentadoras para uno 29 Es importante hacer notar que este odio desatado en esta región contra los patriotas duró por más de medio siglo y fue la fuente de frecuentes conjuras contra los gobiernos “constitucionalmente establecidos”. Más tarde un pastuso del siglo XIX, se dio a la tarea de escribir un agrio libro contra el Libertador en que se esfuerza en probar que el modo implacable de hacer, tanto Bolívar como Sucre, la guerra contra pastusos y patianos, fue la génesis del desquiciamiento de esta gente contra la causa emancipadora.

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y otro bando: Tacón ha huido, no se sabe adónde; los patianos en bandas numerosas se acercan a Pasto, donde el 20 de mayo parecen a las alturas de Aranda; el 21 rodean la ciudad y sacan a la gente que se ha refugiado en los conventos de monjas y vencen a los patriotas. A principio de 1812, la situación para los patriotas en la Nueva Granada, en Quito y en Venezuela es desesperante. No se conocía otro mando ni otro modo de pensar o de vivir que el que habían impuesto los españoles, de manera que cambiar era una abstracción demasiado confusa para las pobres mentes de los criollos. Se intuía nada más que debían sacudirse el yugo español, pero sin ninguna base política o moral sobre la cual asentar los nuevos valores que se proclamaban. Casi nadie entendía de leyes y se mentaba hasta en la sopa los fulanos derechos del hombre; casi nadie sabía en qué consistía ser libre, cómo ejercer los derechos o cumplir con los deberes ciudadanos. La palabra “ciudadano” estaba de moda. Por doquier reventaban gritos de federalismo y transición centralista, sin que el pueblo lograra entender en lo más mínimo estas abstracciones. En Quito, José María disfrutaba de una relativa paz: los patriotas habían sido desintegrados, y las fuerzas godas amenazaban con atenazar a Pasto y llegar hasta Popayán. Con este propósito había partido Juan Sámano comandando el regimiento auxiliar, de modo que dejó a José María en manos de muy distinguidas familias, que siguieron prodigándole cariño y las atenciones más exquisitas. José María pasaba por una de las más dolorosas contrariedades y descubría cuánto amaba en realidad a sus progenitores. Las noticias sobre las conmociones en el sur le provocan la mayor ansiedad y temores indescriptibles. En Nueva Granada, como hemos dicho, el único comandante en pie de guerra, era el Jesús de las Iglesias, el Gran Capitán de Los Ejércitos bajo cuyas escarapelas se cobijaban congresos, milicias y tribunales de justicia, y bajo cuyas órdenes sagradas marchaban manadas de estropajos a los combates. Del convento de San Agustín en Santa Fe, fue sacada la imagen de Jesús Nazareno y nombrado, con encendidos discursos, generalísimo de las tropas de don Antonio Nariño. La situación de esta afrenta y desgarro de Jesús por parte de los insurgentes ofendió profundamente el alma religiosa de los godos; para don Luis esto constituía un vituperio a lo sagrado, realmente inconcebible, ante lo cual era imposible mantenerse indiferente. Comenzó a anteponerse el celo religioso frente a la misma causa de las querellas de tipo político: entonces fructificaron los insultos de parte y parte, llamándose unos a otros: monstruos diabólicos, Satanás, venenos del anticristo... Esta reacción, motivada fundamentalmente por razones religiosas, hizo aparecer en el escenario a Tacón quien venía dispuesto a reivindicar los dones espirituales ultrajados por la facción de los “salvajes” criollos, quienes todo se lo debían al Dios cristiano que ellos habían traído de España. Tacón hace peligrosos amagos sobre Popayán. Esta vez, van entre las huestes de Tacón quien con el tiempo habrá de convertirse en el más temible guerrillero de la Nueva Granada: • 47 •

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Juan Gregorio Sarria; surge de entre las partidas de forajidos que por los pueblos de Patía, cometen toda clase de monstruosas barbaridades; es la escuela de fray Andrés Sarmiento que proclama: “¡Emborracharos con la sangre de los malditos! Sin fe no hay triunfo...”. El espectáculo a lo largo de los caminos sigue siendo el mismo: “casi no hay árbol desde el Tambo hasta Berruecos, en donde no haya estado un patriota colgado y atravesado por el pescuezo, sirviendo de alimento a las aves de rapiña”30. - Esa es la visión divina agradable a los ojos del Mesías- van escuchando los guerrilleros, y que Juan Gregorio Sarria toma a pecho. Por lo menos en el Sur, Jesucristo vacila si colocarse del lado de los godos: el 12 de agosto de 1812, en Catambuco, los pastusos son destruidos por las fuerzas patriotas comandadas por el aventurero norteamericano Alejandro Macaulay. Pero luego, por una concesión que hacen los vencedores, permiten que lleguen al campo patriota los jefes enemigos Juan María Villota y Estanislao Merchancano, quienes proponen un avenimiento. Esto dio tiempo para preparar una traición. Y en efecto, los indios en gran número presionan la guardia que custodia el campo, se apoderan de una carga de municiones; arremeten contra los soldados y en pocas horas los destrozan peleando como fieras a quienes hacía poco les habían vencido. Mueren doscientos patriotas y detienen a unos cuatrocientos prisioneros, entre los que cae el presidente de la Junta de Popayán Joaquín Caicedo. Macaulay consigue escapar pero cae dos días después. Esta desgracia en las fuerzas patriotas provoca una cadena de derrotas en el sur que llegan hasta Popayán. El 26 de enero de 1813 fueron pasados por las armas, en Pasto, el presidente Joaquín Caicedo, Macaulay y dieciséis individuos de tropa31. Muerto Macaulay y propagada la noticia de que los patriotas habían sido barridos en Pasto, Juan Sámano pudo tomar sin oposición ninguna a Popayán y entró en esta ciudad el 1º de julio de 1813. Al parecer el mocetón de José María, ya de dieciocho años, hizo sus primeros escarceos como guerrillero en esta acción. Es decir, había decidido acompañar a su benefactor Sámano, en su invasión contra las fuerzas insurgentes del sur. Este cambio que prometía una larga seguridad para los españoles, fue aprovechado por don Juan Luis para volver a tomar las armas, esta vez con el grado de capitán. Sin duda que su hijo le acompañó en estos menesteres, pues ya muy pocos creían que los rebeldes pudieran recobrar todo el territorio perdido entre Pasto y Popayán. Además la forma brutal y macabra como los patianos y pastusos se habían inclinado por la causa del Rey, constituía un elemento emocional de primer orden para asegurar que la región permaneciera por siempre en manos realistas. Según ciertos comentarios, es desde esta época cuando José María conoce al feroz guerrillero de Juan Gregorio Sarria. 30 M anuel José Castrillón, Diego Castrillón Arboleda, Biblioteca Banco Popular, tomo I, Bogotá, 1971, pág. 102 31 Historia de La Revolución de Colombia, Restrepo, Tomo I, Editorial Bedout, 1954 Pág. 214.

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Para el 8 de agosto toda la provincia de Popayán estaba pacíficamente sometida a Sámano. El nombre de Simón Bolívar era la única fuerza capaz de provocar algún temor a las huestes realistas. Entre los patriotas payaneses constituía el único consuelo; ya Camilo Torres le había concedido toda su confianza, pidiendo para él recursos y poderes extraordinarios. Don José María Mosquera proclamaba en Popayán que “el General Bolívar es el enviado de Dios para libertarnos: ¡qué genio, qué instinto para aprovecharse de los hombres!”32 ¿Pero qué podía representar este poder frente a las espinas del Nazareno que ahora mostraban orgullosos los soldados de Sámano? Para la reconquista del sur había salido de Bogotá el audaz Antonio Nariño con una valiosa fuerza militar. Con 48 años de edad suplía su poca preparación militar con la inmensa popularidad que poseía y su astucia natural, que había perfeccionado durante 17 años cuando había estado prisionero por los españoles. Don Antonio buscaba una victoria que le concediera el crédito moral suficiente como para meter en cintura al caótico estado de la Nueva Granada. El 14 de enero de 1814, Nariño toma Popayán. Había cargado fuerte con bayoneta en el Bajo Palacé contra Sámano; derrotado éste, se le hizo libre el campo hasta las mismísimas cordilleras de Pasto. Siete meses había sobrevivido feliz la familia Obando en su hacienda bajo el mando de los realistas. Ahora le tocaba otra vez emigrar hacia los desfiladeros del Juanambú. No sintiéndose seguro de sus primeros triunfos, Nariño prefirió esperar que le llegaran refuerzos para seguir a Quito. Algunos le criticaron que no hubiera emprendido una fuerte persecución contra Sámano. En Popayán estuvo dos meses esperando unas tropas que habrían de llegarle del Valle del Cauca. En el ínterin nombró gobernador de Popayán a don José María Mosquera. El 22 de marzo, sale el atrevido Nariño hacia las cuevas infernales de Pasto. Va con una tropa de mil cuatrocientos hombres. Los primeros en salirle al paso son los patianos. La ferocidad con que esta gente enfrentó a Nariño fue superior a la formidable resistencia que opusieron a Baraya. Observa Restrepo que:33 Al pasar las tropas del general Nariño por su territorio, los patianos observaron el sistema que siempre habían acostumbrado. Se dividieron en pequeñas partidas que voltejeaban en derredor del ejército, y cuando eran perseguidos, se escapaban por sendas que ellos sólo conocían. Luego que avanzaron las tropas republicanas, volvieron a ocupar el camino de retaguardia. De esta manera no dejaban pasar pliegos ni noticias, si no iban fuertemente escoltados también. Inquietaban a Popayán, cuya guarnición era escasa. Mas, a pesar de tales obstáculos y de la que oponía la fragosidad de los caminos, especialmente para la conducción de los cañones de a 32 Revista Bolivariana, Vol. II, Nº 15, Bogotá, oct., 1928. 33 Historia de La Revolución de Colombia, Restrepo, Tomo I, Editorial Bedout, 1954, pág 328

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cuatro, el ejército adelantó sus marchas. En las montañas de Berruecos pereció gran parte de las mulas que conducían los bagajes, y los soldados se vieron obligados a suplir su falta llevando en sus hombros la artillería y los pertrechos. Ejecutáronlo con el mayor gusto, sufriendo estas fatigas y otras mil privaciones indispensables en una marcha tan dilatada, por climas tan mortíferos, en un país casi desierto, y cuyos moradores eran todos enemigos los más acérrimos. El general Nariño concibió las más lisonjeras esperanzas viendo la unión, la disciplina y el valor que manifestaban los soldados y oficiales de su ejército. Al fin, después de veintiuna jornadas, llegó al Juanambú, que dista dos días de la ciudad de Pasto (abril 12). Este río se precipita de la cordillera hacia el ocaso, y es uno de los que forman el Patía. Corre por entre rocas escarpadas, y muy pocas veces da vado por el cúmulo de aguas que lleva, las muchas piedras que tiene en su cauce y la fuerza o rapidez de su corriente. Por lo común es preciso atravesarlo en tarabita, método ingenioso y sencillo que los españoles adoptaron de los indios y que es bien conocido.

El duelo entre patriotas y pastusos estalló en el punto de Tacines. Comenzó el fogonazo de la artillería, pero los realistas tenían mejores posiciones. Con grandes esfuerzos los realistas fueron desbaratados. Con este descalabro la ciudad de Pasto se ensombreció. Allí fueron llegando los destrozados soldados al tiempo que Nariño a las puertas de la ciudad aseguraba a los suyos que pronto estarían comiendo pan fresco “allá abajo”. Como ocurre en estos parajes, sorpresivamente se reanudó la lucha y una bala le mató el caballo a Nariño. Al ponerse de pie el general, observa una impresionante multitud que avanza por la calle real de San Agustín. Trata de distinguir con su anteojo de campaña y cae en la cuenta de que se trata de una procesión encabezada por la Virgen de las Mercedes y mujeres implorantes que le tiran del manto. Es un tumulto desaforado que no hace caso de las balas y con decidido paso avanza impertérrito hacia su terreno. La impresión es la de una piara de cerdos rabiosos que corren sin control ninguno. Cunde el pánico entre los patriotas por la noticia de que Nariño ha sido herido o preso; en verdad el general está desconcertado por lo que ve. Se produce la desbanda y es cuando en toda dislocada dimensión, Nariño descubre que aquellos lobos o lobas incontenibles exclaman, dirigiendo sus imploraciones a la Virgen: “¡Madre mía, avanza sorda no te desentiendas de nuestras angustias!”34 Ante aquel sobrehumano despelote, Nariño comprendió que el Demonio podía encontrar una fórmula salvadora; él no pudo. Su ejército acabó en una caravana de estropajos que abandonando armas, gran cantidad de bagajes, enloquecidos, sólo aspiraba a salir de aquel infierno. En esta desastrosa desbandada, derrotados, procuraban refugiarse en los alrededores de Popayán. Los pueblos de Trapiche, La Cruz o Almaguer se llenaron de hombres mutilados; 34 Sergio Elías Ortiz, Agustín Agualongo y su tiempo; Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1974, pág. 357.

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en verdad no eran soldados, no conocían las privaciones de la guerra en un medio cargado de impulsos monstruosos y de heladas maldades. Hecho preso Nariño, fue remitido a Quito y encerrado en un calabozo. La patria se desangraba donde hubiere un ejército independentista luchando. El terrible José Tomás Boves era el Calígula de los campos de Venezuela. Quito había sido acallada brutalmente. En efecto, la triunfadora había sido Nuestra Señora de las Mercedes; sin ella no se hubiera logrado nada. El presidente de Quito, Toribio Montes, se apresuró a dirigir un oficio de felicitación al Ayuntamiento de Pasto por la forma como Dios y la Virgen de las Mercedes se habían defendido con heroicidad nunca vista, y por lo cual era motivo para asombrarse. Decía entre otras cosas este documento: …quedo enterado de la gloria inmortal a que se ha hecho acreedora esa ciudad por su valiente y fiel vecindario en que hasta las mujeres y niños han contribuido, poniendo por intercesora a Nuestra Señora de las Mercedes, sacándola en procesión y poniéndola al frente de las balas del enemigo durante la acción... He dispuesto se den gracias al Dios de los Ejércitos, con tres días de iluminación, repique general de campanadas, salvas de artillería y misa con Te Deum en todas las iglesias...35

El propio José María pudo palpar de cerca este fervor entre distinguidísimas damas de Quito que llenaron los santos lugares de alabanzas al Señor y a la Virgen de Nuestra Señora de las Mercedes, por haber luchado tan ferozmente contra los herejes en Pasto. Y él mismo rivalizó en elogios con los documentos que corrían sobre las jornadas valerosas realizadas por “la ciudad más realista de América” contra los herejes. José María fue de los más decididos porque se hiciera un reconocimiento a los indígenas que tantos sacrificios y muestras de lealtad al Rey habían dado en cinco años de luchas; y junto con su padre debió solidarizarse con las fuerzas representativas de la ciudad de Pasto que solicitaron mediante sendos oficios, les fuese reducido a la mitad el tributo que los indígenas entregaban a los curas. Es muy significativo que Obando, quien entonces tenía cerca de veinte años (edad en que muchos jóvenes de aquella época habían tenido una participación distinguida en la contienda revolucionaria), no hubiese hecho muestras de simpatía por la causa que entonces representaba don Antonio Nariño, como tampoco ninguna expresión de dolor por su desastrosa derrota; sobre su solidaridad con Nariño no dice absolutamente en sus testimonios o memorias. José María prestó activísima colaboración al presidente de Quito, don Toribio Montes, hombre, que como hemos visto, tenía una fe tan ciega en los santos que llegaba a ser ridícula. Fue de los más apasionados partidarios y quizás uno de los que organizaron y entrenaron 35 Sergio Elías Ortiz, Agustín Agualongo y su tiempo; Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1974, pág. 356.

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las tropas que tomarían parte en las operaciones que desde Pasto se iban a lanzar contra Popayán. Muy lejos de estos abominables instintos, allá en Santa Fe de Bogotá, algunos letrados hablaban de república, de libertad, de igualdad y de ciudadanos; eran palabras dulces al oído pero que por sí mismas no podían hacer nada. Había que reconstruir una comunidad que había vivido envilecida por tradiciones esclavistas y coloniales de tres siglos; de momento era necesario afianzarla sobre los hombros de una manada de generales ignorantes, sobre las espaldas de diputados y magistrados malvados o mediocres. ¿Por qué los indígenas se inclinaban más por los principios de Fernando VII, que por la causa de Bolívar? Se enorgullecía Pasto de ser la ciudad más “realista” del mundo.36 Acompañados por miles de aborígenes, los jefes españoles salen a exterminar los últimos reductos de los impíos. Marchan con los estandartes de Fernando VII y los bendecidos escapularios de la Virgen de los Dolores. Son soldados dispuestos a morir con las señeras imágenes traídas hace siglos de España. Al lado de los adorados cajones con cirios e incienso, se aprecian también ídolos de barro o de palo que los pastusos, hace siglos, solían adorar en tiempos de guerra. Santiago y La Virgen de las Angustias o de los Siete Puñales al lado del dios indígena de la Muerte: un monigote sonreído que sostiene entre sus dientes una flecha. Las voces estremecen los desfiladeros: “- Nuestra Señora de las Mercedes no nos abandones... Favorécenos en las espinas, y en el sudor de este Calvario... Rey; Cristo,... Devota Señora nuestra...” Cantos lentos, monótonos: “... blanquísima vestidura de la Santa Madre que protege al real pendón del Amado Fernando VII. Loado sea el Señor...” No obstante, las propias iglesias no escapaban de aquel delirio de sangre; sus puertas eran forzadas y aquellos fieros bichos entraban en los camarines y sagrarios, con ansias incontenibles de hallar escondido algún “hereje” para hacerle sentir la ira del Señor. Así como sobre el bando patriota pesaban los horribles esperpentos de un José Tomás Boves, Antonio Zuasola o Antonio Tiscar y Pedrosa o Sebastián de la Calzada... para los españoles, el monstruo de temer era el insurgente Simón Bolívar. Para tener una idea de lo que este hombre entonces representaba, basta con decir que Nariño se estremecía con sólo oír su nombre. Existe una carta que él (siendo ateo) envía desde el sur, cuando se prepara para enfrentar a los realistas, y en la cual aconseja a sus 36 Acusaba don Salvador de Madariaga a Bolívar, de ser inclemente con los pastusos, indígenas que en otros lugares llegaron a ser "los escorpiones de la conquista". Error grave, si se tiene en cuenta que ya los aborígenes (sometidos por el español) eran otra cosa: seres infestados de miedo; envilecidos por las servidumbres impuestas por el invasor. Estaban degradados por la presencia de un sentimiento y de una civilización extraña; ésa que perturbó el sentido del trabajo del indígena y que promovía un progreso perturbador de sus condiciones naturales. Y estos indios no fueron los que encontró Sebastian de Benalcázar; no, eran individuos prestos a servir a un forajido como Sarria, los criminales de José Erazo o Caicedo, el cura suelto Benavides, Benito Boves y tantos otros eminentes asesinos, todos penetrados de la sangre española que nos había llegado.

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edecanes que se persignen y se encomienden a Dios pues anda suelto en la Nueva Granada el “demonio”. Puede palparse en sus preocupantes líneas, el cercano latido de los infernales llaneros que le siguen; la áspera cabeza de león de aquel hombrecillo que ha puesto a temblar la tierra. Todo esto es un alboroto sobrenatural de brujos, sacerdotes y adivinos, que tratan de entender los signos del tiempo: corren conjuros, se encienden hogueras, retumban ecos cargados de plegarias, y extrañamente se ven flotar río abajo, cadáveres recién lavados: con sus collares de rama fresca, con sus dioses de la guerra colgados al cuello, con mensajes tétricos, dibujados en el pecho y que anunciaban los paraísos del más allá. En efecto, el “demonio”, de baja estatura física, volvía a la Nueva Granada luego de una cadena de desconcertantes victorias. De peculiar talento para denominar sus gestas, había titulado su última correría como la Campaña Admirable. Afortunadamente para los godos del Sur, este maldito no había infamado a la sagrado religión cristiana cargando en sus huestes al Nazareno como sí lo habían hecho Baraya, Santander y Nariño. Obando procuraba imaginárselo: “Enano testarudo. Asesino de capuchinos; ogro sin pescuezo; mamarracho de teatrales vestimentas; charlatán; célebre engendro de negro con cerda; lacayo; inmundo sapo de gemíneas llamas; redentor asesino; depósito de lepras; Judas jorobado, mono de celestes manchas; perro de apestosas heridas; canalla trajeado de salivazos..., marchando con ciega abominación hacia Pasto: su tumba; su decadencia; su agonía: donde va a recibir de los suyos los peores ultrajes, bofetadas y azotes; donde pagará sus crímenes contra el Señor, contra el rey, contra los españoles”. Aquella bestia plagada de radiantes leyendas era su obsesión, su delirio. Ebrio de visiones punzantes, amarga la lengua, amarga la mente, el aire, el cielo de sus días por venir, José María maldecía cuánta grandeza, cuánto valor adjudicaban al ogro de Caracas. Sus demenciales visiones, la enormidad de la vejación que le inspiraba aquella figura; la realidad insólita de su presencia y de su poder de exterminio provocaban en él una afrenta y un torbellino de agotadoras pasiones. Era un deseo irresistible de acercarse a Dios por el martirio del fuego y la sangre; saquear, provocar incendios, lanzarse como un rayo y batir a las tropas enemigas; cantando himnos, sollozando: “Gracias Jesús, por habernos colmado de la dicha de serviros...”. Salir al campo en una correría sin fin hasta que Dios se lo llevara en sus brazos. Bolívar sería el mayor consuelo en el mortal desafío de su propia guerra. En Pasto, no podía nombrarse a Bolívar sin que la indiada se hiciera la cruz y al mentársele acompañaran su nombre con otros insultos apasionados como los ya mencionados, pero siempre renovados con la fuerza y el frenesí con que sabía hacerlo San Jerónimo: “ateo”, “demonio”, “hereje”, “pagano”, “tabernario”, “monstruo”, “inmundo”, “bestia”, “serpiente”, “falso”, “retorcido”... Iba y venía Obando con la mosca en la oreja, tratando de calcular la dimensión del impertinente caraqueño. Él se veía a sí mismo en el papel • 53 •

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que algún día inevitablemente le tocaría desempeñar, un papel frontal ante el temible “hombrecito, el enano réprobo de mágicos maleficios”; entonces íbase a los campos, de caza, en ejercicios extenuantes, para vencer su obsesión. Puede decirse que esta obsesión, este temor y esta angustia hicieron de Obando el hombre formidable para la guerra y para el infierno en que habría de sumergir a su patria a lo largo de cincuenta años. La belleza de mariscal prusiano que muchos le adjudicaban, con la flexibilidad que iba adquiriendo su cuerpo, se transformó más tarde en la de un clásico general ruso: más recio, menos formal y de trato mucho más franco y campechano. Tenía Obando el cabello rizado, amarillo, llamativo como creemos haber dicho; pero lo más resaltante en él era una sonrisa escéptica, burlona, con fondos dobles y triples de ironía y desconfianza, actitud que se iría recrudeciendo a medida que iba entrando en contradicciones morales y religiosas. Tenía entonces duros y retorcidos mostachos, que combinaban con el azul sereno de sus ojos; la ampulosidad de su cuerpo musculoso y el lento andar, marcial y astuto le daban un perfecto equilibrio entre fiera y cristiano. Ciertos grupos fanáticos inundaban de rezos los caminos. A veces cada cual tenía el suyo. Por un tiempo cundieron unas plegarias similares a las que rezaba el pueblo español contra las fuerzas francesas de Napoleón: - Díme, hijo: ¿Qué eres tú? - Soy vasallo del Rey, por la gracia de Dios. - ¿Qué quiere decir vasallo de vuestro Rey? - Hombre de bien. - ¿Cuántas obligaciones tienen los hijos de España? - Tres: ser cristiano, defender la patria y el rey. - ¿Quién es vuestro rey? - Fernando VII. - ¿Con qué ardor debe ser amado? - Con el más vivo y cual merecen sus virtudes y sus desgracias. - ¿Cuál es el enemigo de nuestra felicidad? - El insurgente Bolívar. - ¿Quién es ese hombre? - Un malvado, un ambicioso, principio de todos los males, fin de todos los bienes y compuesto y depósito de todos los vicios. - ¿Cuántas naturalezas tiene? - Dos: una diabólica y otra humana. - ¿Cuántos insurgentes hay? - ¿Uno verdadero en tres personas engañosas? - ¿Cuáles son? - Bolívar, Miranda y Nariño. - ¿Qué son los venezolanos? - Algunos cristianos y herejes modernos. - ¿Quién los ha conducido a semejante esclavitud? - La falsa filosofía y la corrupción de las costumbres. • 54 •

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- ¿Es pecado asesinar a un insurgente? - No padre; se hace una obra meritoria librando a la patria de estos violentos herejes.

El joven José María debió escucharlo muchas veces y él mismo saberlo de memoria, rezarlo junto a su madre en el pequeño rezadero de su casa; allí, frente a una mesita, donde resaltaban santos y alguna que otra mezcla de hierbas, con blancos cirios y perfumes de rosas; rezarlo de memoria, con mucho fervor, al lado de sus padres. Porque la masa no estaba para bollo ni el que amenazaba con venir era fruta que comiera mono: Derrotado y hecho prisionero el astuto Nariño, en medio de un espantoso caos político, resultó elegido presidente-dictador de Cundinamarca, su tío Manuel Bernardo Álvarez y Casal. La guerra era entre familias; pero en Tunja estaba el Demonio, a quien el Congreso de las Provincias Unidas encargó, para que mediante las armas, tomase las providencias oportunas y libertara a los pueblos sometidos por el dictador Álvarez, y así conseguir la unión, la verdadera fuerza moral y política que requiere una república. Estando el Demonio en sus preparativos para tomar Santa Fe, los realistas de Sur creían que éste sería un paso previo, para emprender un severo asalto a Popayán y Pasto y someterlo al arbitrio de las Provincias Unidas, bajo el mando del “monstruoso caraqueño”. Pronto las iglesias se llenaron de incienso y de beatas que se turnaban, dando alaridos día y noche. Las procesiones eran diarias; los chisperos enervaban con sus maldiciones los mercados y plazas; los eclesiásticos lanzaron sus más furibundas amenazas contra cualquiera que osara siquiera mentar el verdadero nombre del Demonio. Iban predicando por doquier la guerra, Cristo sangrante era el estandarte de la fuerza que animaba a la gente a salir de sus casas para que acudieran con puñales, palos, lanzas y cuanta arma tuviesen, pues independizarse de España era aniquilar la santa religión cristiana. Estos tembloresfueron terribles en Santa Fe donde los gobernadores del arzobispado adoptaron en su edicto del 3 de diciembre de 1814 excomulgar al Demonio, quien no podía ser, claro, cristiano. La excomunión fue voceada en los templos, en las calles y consiguieron entusiasmar a muchos, que creían estar a un centímetro del Paraíso si conseguían morir vengando a Cristo. Muchas mujeres se armaron de puñales, con la esperanza de estar entre las primeras favorecidas de poder alcanzar la gloria de salvar a la Virgen María. Pero el mismo día de dictarse el edicto, el Demonio sin ninguna contemplación avanzó hacia Santa Fe. Temblaban de odio o de miedo los curas reunidos en el convento de los Agustinos Calzados, deliberando qué hacer frente al desafío del monstruo, cuando una llamada del Cielo les reveló que sólo en la guerra estaba la “salvación”. El 7 de diciembre, el Demonio se situó a legua y media de Santa Fe y desde allí dirigió lo que sería una intimación al dictador Álvarez: Podía sentirse el horror que causaba, toparse, estar cerca de un hombre tan • 55 •

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blasfemo, tan pecador y maldito, excomulgado tantas veces. El día 10, se puso en posición de ataque. El 11, la batería del dictador fue tomada; se rompieron las hostilidades, y finalmente a las ocho de la mañana del día 12, se realizó el asalto a la Plaza Mayor donde hubo más de quinientos muertos de parte y parte. Ese mismo día decidieron capitular las fuerzas de Álvarez, y como por arte de magia también desapareció el edicto de la excomunión, aunque el Demonio no llegara a enterarse de ello. Pero el Demonio no podía estar en todas partes, aunque algunos creyeran lo contrario, y a principios de 1815, tuvo que salir en volandas para Venezuela. José María, durante estos trastornos se había adelantado hasta el pueblo de Cali. Cuando supo que efectivamente el enano irreverente se había retirado al norte, suspiró con rabia. Del brío desafiador y valeroso de los primeros años de la revolución, no viéndose coronado el triunfo que tanto se ansiaba; descubriendo que la inmensa mayoría de la población no sabía si quería ser libre; confundido el vulgo con los temores de que la religión católica perecería y con ella triunfaría el crimen, el diablo y las maldiciones que regían a otras naciones que despreciaban a Cristo; pronto, grupos numerosos de fervorosos revolucionarios comenzaron a cambiar de idea y a pensar que mejor era la paz que antaño imponían los realistas. José María observaba estos cambios con la confianza de que toda la confusión era una simple prueba de Dios: Fernando VII volvía a Madrid y renacían las absurdas especulaciones entre la plebe de que pronto organizaría su viaje a la Nueva Granada. Muchos de los que en Popayán tuvieron el atrevimiento de dudar del poder divino de Fernando VII, pagaron a la Iglesia enormes sumas para ser absueltos de sus pecados. Entonces volvieron a venderse las bulas. Don Juan Luis y su hijo José María habían trabajado en los últimos meses, activamente en favor de la causa del Rey y cuando el coronel realista Aparicio Vidaurrázaga (20 de junio de 1815) dominó a Popayán; cuatro semanas más tarde hubo encuentro entre las tropas de éste y los restos patriotas que se habían refugiado en el Valle del Cauca. Inesperadamente los realistas, en lo que fue denominada la batalla de El Palo (realizada a orillas del río El Palo), fueron destrozados. Entonces don Juan Luis, bastante enfermo tuvo que abandonar sus actividades semiguerrilleras. Su hijo se dedicó a atenderle. Fueron unos meses amargos, cargados de una densa desolación. La ciudad estaba llena de hombres mutilados por las guerras o por las bandas de soldados realengos que recorrían las comarcas cercanas; para completar las desgracias, se propagó una fiebre pútrida que también diezmó mucho las tropas realistas. Consecuencia de esta batalla, Obando y su familia tuvieron que emigrar a Pasto. Cuenta el mismo José María:37

37 José María Obando (1945), ob. cit., pág. 18.

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Mi madre, que conservaba frescos los recuerdos de lo que mi padre había sufrido, emigró también a Pasto, y yo seguí sus huellas para consagrarle todos mis servicios en el tiempo que más lo necesitaba. Allí, al lado del lecho de su padre, observando José María cómo se desvanecía aquel hombre trabajador, que no conoció de descanso y que sus devociones eran Dios y las duras faenas del campo, también trabó relación con acaudalados hacendados que venían de Quito y que con el disfraz de “revolucionarios” se disponían hacer extraños negocios en Cartagena o Santa Fe.

Tribunales de Sangre Cuando uno mató gente, derramó sangre, condenó almas, instigó asesinatos, anduvo en consejo de réprobos, incendió, destruyó, violó, usurpó tierras, destripó mujeres y degolló niños, entonces dicen que mereció la corona de los Cielos y brillará allí para siempre... Piere Cardinal

Aplastada la república bajo la feroz bota del pacificador Pablo Morillo, en abril de 1816, Popayán era, extrañamente, el último baluarte de la resistencia en toda la región de la Nueva Granada. Podría decirse que del extenso territorio de lo que conformaría más tarde la Gran Colombia, sólo en Venezuela quedaban pequeños focos antirrealistas. Eran focos indisciplinados, incoherentes en sus acciones. Una resistencia destinada a perecer si no se tomaban las medidas de una guerra total, y que ésta fuera dirigida por un carácter capaz de arrostrar las más horribles e insólitas adversidades. Los patriotas que iniciaron la revolución estaban casi todos muertos, huyendo, distanciados por la formidable represión del general Morillo. Una gran oscuridad entenebrecía la patria. ¿Teníamos patria? Habían asesinado a Camilo Torres, Francisco José de Caldas, Joaquín Camacho, Fruto Gutiérrez, Miguel Pombo, y a los altos oficiales de José María Cabal, Antonio Baraya, Custodio García Rovira y a Manuel del Castillo y Rada. El Pacificador don Pablo Morillo iba de un lado a otro con su tribunal de sangre, torturando, descabezando y arrastrando presos para que se viera cuán feroz era la venganza del cielo. En asquerosas bolsas plagadas de moscas, llevaban como trofeos las cabezas de ilustres americanos, que serían expuestos en escarpias y jaulas de hierro por los caminos y lugares públicos, para dar testimonio del anatema de Dios. De haber sido más apegados a las originales Sagradas Escrituras habrían ofrendado a Yahvé mil prepucios de “filisteos”. Hacia Popayán se aprestaron a avanzar las temibles huestes realistas, al mando de oficiales como don Sebastián de la Calzada. Iban a extirpar el leve pálpito de revolución que a su paso había dejado Nariño. • 57 •

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La ciudad iba a ser atenazada; del otro lado, a la cabeza de los ejércitos realistas se encontraba Sámano; desde El Tambo amenazaba con sus huestes de patianos y pastusos, dispuestos a eliminar para siempre los restos de la agitación que aún quedaban. Ante la feroz arremetida del invasor, comenzaron a surgir “espontáneas” asambleas cívicas que promovían la realización de una especie de acuerdo que los volviera a supeditar pacíficamente al poder español. En realidad se buscaba impedir un horrible baño de sangre. El 20 de junio de 1816, delegados de todas las provincias se reunieron en Cali. El español Francisco Warletta cercó La Plata; la resistencia era casi nula. En cuanto a generales de la categoría de Baraya, Cabal, Nariño, ni sombras o señas: El presidente Fernández Madrid había sido reemplazado por el general Custodio García Rovira, con la esperanza de darle un carácter más militar a la moribunda república. Se plantearon tres alternativas: entregarse y esperar clemencia de los invasores, retirarse al Valle del Cauca o lanzarse a una desesperada acción contra las fuerzas de Sámano. Se dispuso lo último y fue cuando ocurrió el desastre de la Cuchilla de El Tambo”, allí, entre heridos y muertos fueron arrollados 725 patriotas. “... Son inenarrables las atrocidades que se cometieron”. A quienes no confesaban dónde estaban escondidos los patriotas, salvados de la matanza, les cercenaban la lengua. Juan Sámano, después de esta carnicería, pasó a Bogotá como encargado del gobierno. Era cuando en Popayán y Pasto se anunciaba un bando en la plaza mayor por voz del pregonero público y que José María escuchaba con atención: ¡Vecinos leales! ¡Guerreros ilustres! ¡Ejército valeroso!... Los españoles se acercan a destruir y aniquilar a ese enjambre de rebeldes, a esos profanadores de la religión, despojadores de los templos, enemigos de su legítimo soberano; a esos caníbales y hotentotes que degradan a la humanidad, saboreándose y glorificándose de vuestra sangre derramada... El Señor nos protege; su santísima Madre de las Mercedes nos ampara. Inflamaos, pues, empuñemos las armas, y con las alas del valor corramos, pues, a exterminar a ese puñado infame de verdugos y bandidos, y a restablecer los santos preceptos de la Ley de Jesucristo; la adoración santa... 38

No había ninguna duda para los realistas de que la sublevación contra España había sido extirpada; de esto estaba profundamente convencido José María Obando. La fortaleza de Pasto era la más extraordinaria reserva espiritual y militar de los pendones reales. Bellas páginas fueron enviadas al Consejo de Indias acompañadas de sensibles oficios recomendados por don Pablo Morillo, donde se informaba de la laudable fidelidad de Pasto al rey; estos documentos produjeron tal impresión, que se ordenaron hacer unas medallas para los caciques de la región con el busto del soberano en cuyo 38    Sergio Elías Ortiz. Agustín Agualongo y su tiempo. Biblioteca Banco Popular, Bogota, 1974, pag. 368

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reverso se estampó: “Fernando VII a la fidelidad de los caciques de Pasto”. No se conoce ninguna reacción de Obando cuando supo de la famosa y monstruosa manera como don Pablo Morillo sitió a Cartagena. En esa misma época es cuando muere don Juan Luis Obando. Moría sin haber formalizado los documentos donde acreditaba a José María como único heredero de sus propiedades. Por tal motivo José María decide poner en práctica sus conocimientos militares y pasa a formar parte de un batallón realista con el grado de teniente. Cuenta Tomás Cipriano de Mosquera que, para esta época, Obando regresaba a Popayán. No se tienen datos fidedignos sobre su estancia en esta ciudad, aunque es posible que dudara todavía unirse al ejército real. Lo que sí es cierto, consta en documentos de la época, es que su determinación de luchar bajo los gonfalones del rey la toma definitivamente en 1817 cuando ya más maduro se encuentra con el obispo don Salvador Jiménez de Enciso Cobos y Padilla. Tiene Obando 22 años. No era la primera vez que José María se encuentra con su Excelencia, don Salvador Jiménez de Enciso Cobos y Padilla; siendo estudiante en el Real Seminario, lo vio impartir, con su severidad castiza antigua, lecciones de catecismo. Fue un tiempo de dudas y penosas contrariedades interiores en el que José María estuvo tentado de vestir los hábitos clericales. Deseando servir, utilizar su exceso de vitalidad en alguna causa que le hiciera olvidar el mundanal ruido, el recogimiento como pastor de Dios le pareció ideal. Recordaba que su abuela doña Dionisia de Mosquera y Bonilla, quien había asesinado a su marido Pedro Crespo, buscó refugio en el convento de monjas de Popayán. Las monjas que le debían tantos favores la acogen con lástima y dolor. Pero el amante de doña Dionisia, don Pedro Lemos había acudido ante el notario para declarar que él era inocente. Pasó largo rato relatando este Pedro Lemos, que doña Dionisia era la única culpable. Las monjas ven como a un monstruo a esta mujer: ella llora. Ella ha matado porque amaba. Las monjas no saben lo que es amar y por eso no comprenden. Muchos días pasa aquella mujer solitaria, con su vientre abultado porque espera un hijo. Las monjas entonces le ruegan que abandone el convento, porque allí sólo hay vírgenes. Las desgraciada entonces huye en una silla de mano, y va a esconderse donde un pariente en una hacienda llamada García, en casa del presbítero Lorenzo Mosquera y es allí donde tiene a una niña que recibe el nombre de Ana María Crespo. Es decir que cuando la registran hace ella que conserve el apellido del marido a quien ella ha asesinado. Todo esto lo va recordando José María, porque era parte de su íntima desolación. Probablemente, alguna nefasta sensación de desear matarse o de matar lo abrasara en estos instantes, y la iglesia, el refugio de la iglesia en estas circunstancias le resultaba un formidable consuelo. Cuando él se miraba en la mirada de don Salvador Jiménez de Enciso Cobos y Padilla, descubría que aquel hombre lo comprendía y deseaba ayudarle. Pero quizás el mismo obispo le dijo que estaba más bien marcado para ser una especie de formidable guerrero • 59 •

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como el emperador Teodosio I. Un crimen se lava con otros crímenes. Es necesario a veces un mar de crímenes para lavar uno solo. No sabía de dónde emergían todas estas voces, si del obispo o de su propia ausencia. Pero intuía levemente Obando entonces, que quizás un gran crimen, un inmenso crimen tan grande como un holocausto sería suficiente para lavar aquella mancha y todas las demás manchas por venir. El crimen cometido por su abuela había tratado la oligarquía payanesa de ocultarlo imponiendo el silencio sobre el tema y destruyendo pruebas, así como impidiendo la labor de los jueces. Era un crimen que tocaba muchas casas hidalgas: los Mosqueras, los Hurtados y los Arboledas. A la niña, concebida en medio de traumas y trances tan reprobables y criminales, se le bautiza gracias a la actividad de otro presbítero de la familia, don Francisco Mosquera y Bobilla. A la niña, que recibe el nombre de Ana María, le coloca el agua el cura Felipe Hurtado, haciendo constar que la neófita es hija legítima del matrimonio Crespo-Mosquera, lo cual evidentemente es una gran mentira. La niña debió ser hermosa. La llevan de casa en casa como un acontecimiento natural o monstruoso de los tiempos y al año se hace un bautizo solemne y otro cura la exorciza y le pone el óleo, declarando otra vez que es de origen legítimo. La madrina resulta ser la matrona doña Joaquina Mosquera, hermana de la asesina. Obando miraba con angustia esta ausencia de su madre verdadera, siendo tan buen hijo de la madre que lo adoptó. Muchas veces rondó por la Hacienda García, donde ya no quedaban rastros ni de su madre ni de su abuela. Doña Dionisia hacía tiempo que había abandonado a su hija. A la niña, viéndola la gente sin protectora, comienzan a maltratarla. Ya un poco más crecidita, la seduce un español recién llegado a América con el obispo Velarde y Bustamante, se trata de José Iragorri. Sale embarazada Ana María. Nace un niño. Tampoco saben qué hacer con el niño. Don José Iragorri habla con el respetado y rico hacendado Juan Luis Obando que no tiene hijos, y éste lo adopta. Ha nacido otro varón terrible, que habrá de dominar a los hombres, con su sola presencia, su gesto duro, su sangre de miliciano, su fátum siniestro. El escudo de los Mosquera no lo ampara en sus campos de plata. Sin embargo, será como ellos, pero un lobo solitario, lamiendo sangre sobre un desolado paisaje de sombras*

Para muchos, la revolución contra España se estaba tornando un deporte, con lánguidos grupos de hinchas que discuten sobre sus equipos preferidos en los mercados, plazas y esquinas; un juego de dimes y diretes; como se estila modernamente con el fútbol, con banderas y colores, con barras de energúmenos en cada pueblo, en cada estadio. No había razones claras que impulsaran a uno u otro bando a tomar las armas. Los más definidos al respecto eran los pequeños propietarios que se veían obligados a defender lo suyo. Pero sin embargo, muchos de estos pequeños burgueses • 60 •

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que hoy defienden con ferocidad incontrolable a Fernando VII, mañana, porque decepcionados ven que nada mejora, se vuelven patriotas. Fue por los lados de Barbacoa donde Obando se encuentra con el obispo, don Salvador Jiménez de Enciso Cobos y Padilla. Era don Salvador hombre recio y franco; solía vérsele con frecuencia con la sotana atada a media cintura, con botas hasta las rodillas, de espuelas, un enorme crucifijo colgado al pecho, y una espada toledana al cinto; su imponente figura que muy bien podía exponerse como una excelente pieza de museo de la Edad Media. Enérgico, sibarita, don Salvador llenó a Pasto y sus contornos de graciosas y grotescas leyendas. Tenía un vozarrón tritonante, y a Bolívar lo llamaba “El Traidor”. Siendo pública su fuerte inclinación a la buena vida, los hombres casados recelaban de él y llegaban hasta ocultarle sus mujeres; cuando andaba el eminente prelado de correrías pastorales o guerreras, mujer que le gustaba la hacía suya, y si algún marido se oponía a sus requerimientos, lo excomulgaba con la misma señal y con el mismo retro que usaba contra los herejes o insurgentes. En cuanto a la guerra, la hacía don Salvador como le venía en gana. No obedecía órdenes de nadie, lo que a José María le pareció razonable, pues para Obando la interferencia de los lerdos en las decisiones capitales era la peor calamidad que podía ocurrir a una causa justa y noble. Don Salvador era tajante en sus apreciaciones morales: desde que el mundo es mundo una minoría gobierna y una inmensa mayoría es gobernada. Que sin poder, las ideas carecen de convicción y que el Dios de los cristianos es un Dios que se sostiene del poder y de la riqueza, aunque pregonen lo contrario. Sentíase confundido José María viendo a sus maestros en los quehaceres protocolares que habían hecho restituir en varios lugares el santo Tribunal de la Inquisición; a la vez sentíase un tanto justificado en sus propias y trastornadas ansiedades. Ya desde la Alta Edad Media el proceso de evangelización tenía un significado militante, como luchar por Cristo con la espada, Guerra Santa, nova religión, única garantía de todo lo bueno, lo grande y lo eterno. Cristo, escrito como soldado desde los más antiguos himnos medievales, combatiente, se convierte en caudillo de los ejércitos, rey, vencedor por antonomasia. El que combate a su favor por Jerusalén, por la “tierra de promisión”, tiene por aliado las huestes angélicas y a todos los santos, y será capaz de soportar todas las penalidades, el hambre, las heridas, la muerte. Porque, si cayese, le espera el premio máximo, mil veces garantizado por los sacerdotes, ya que no pasará por las penas del purgatorio, sino que irá directo del campo de batalla al Paraíso, a presencia del Sagrado Corazón de Jesús, ganando “la eterna salvación”, “la corona radiante del Cielo”, la requies aerterna, vita aeterna, salus perpetua... invulnerables (lo mismo que los millones de víctimas de los capellanes castrenses y del “deténte bala”... y corren con los ojos abiertos... ciegos a toda realidad”.39 Todo esto estaba en su sangre; eran sus recuerdos milenarios, la historia de sus 39 Historia criminal del cristianismo, Karlheinz Descher, Colección Enigmas del Cristianismo, Ediciones Martínez de la Roca, S. A., Barcelona, 1990, pág. 20.

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sueños, el flujo titánico de su inconsciencia, la ebullición agitada de esa mística del homicidio mezclada en su alma como un gozo perpetuo de la resurrección. El heroísmo del Cuerpo Sagrado del Señor, la luz de la victoria, el canto sublime de la metralla, las espadas benditas, los sermones de la salvación eterna entre muertos y mutilados; la felicidad después de la muerte, los bienaventurados caídos con los ojos abiertos hacia el Cielo... Despertábase José María en medio del sosiego bendito de los rezos, de centenares de padres de familia que concurrían a las iglesias a hacer protestación de la fe. Y embebíase en la contemplación del fuego que consumía montañas de libros heréticos, que los fines de semana se realizaban en actos de obediencia y servicio al Señor. Por cierto que toda letra extranjera era considerada impía. Fue por la misma época cuando conoció José María al oficial español don Sebastián de la Calzada, el que los venía “enderezando” con la ayuda de Dios y de los suavísimos pacificadores de don Pablo Morillo y don Miguel de La Torre. El señor Calzada acabaría produciendo un conflicto debilitante en las altas esferas del mando militar del sur. De un corto servicio bajo las órdenes de Calzada salió José María con una comisión militar bajo el grado de capitán. Dice Tomás Cipriano que Obando salió con este grado a levantar unas montoneras o guerrillas en la región de Patía. Por su parte, José María cuenta en sus memorias:40 Salí de Pasto y Tomás Mosquera que estaba por casualidad en el balcón de su posada, me dijo mil falsos cumplimientos de felicitación por mi grado, escondiéndome sin poderlo, la negra envidia que le podría el corazón. Yo seguí mi ruta bien penetrado de las intenciones del general Calzada.

Este encargo, según nos refiere él mismo, lo meditó largamente con su madre adoptiva, a quien le dolía mucho verlo partir, dejando a su “vieja” y sus propiedades, en el abandono, tal cual la dejó a su muerte don Juan Luis. Pero no habiendo otra salida, tuvo que asumir con mucha decisión este terrible empeño: porque era necesario pensar en grande según le había aconsejado Dios, pues las propiedades podían salvarse si haciendo añicos al enemigo. Porque además, había ocurrido un desastroso golpe contra los realistas: El Demonio avistaba desde las colinas del infierno inficionando con su pútrida presencia el territorio de La Nueva Granada. Lo que se consideraba inexpugnable, Lucifer lo había traspasado. Había avanzado hasta Tunja; había profanado la gloria de Jesús representada por los soldados del Sagrado Corazón; su maldita sombra llegaba a los bastiones españoles y había entrado a saco en Bogotá, luego de haber triunfado en Boyacá. Un gobierno de herejes se había instalado donde antes se encontraba un virrey: el general Francisco de Paula de Santander era la cabeza suprema de este gobierno, con el título de Vicepresidente de la Nueva Granada (decreto del 11 de noviembre de 1819). 40 José María Obando (1945), ob. cit., pág. 22.

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El ulular de los eternos alzados llegaba al Valle del Cauca. Brotaban los monstruos del pasado. Salían de los montes y cuevas a buscar las armas. El obispo Salvador Jiménez de Enciso Cobos y Padilla lanza excomuniones a diestro y siniestro. Además, como absolver en artículo de muerte a los insurgentes, le parece el más vil de los pecados por cuanto los herejes pueden entrar al cielo con licencia eclesiástica, entonces también amenaza a los curas que la practiquen so pena de que él mismo los mande al infierno, por vía de la acción de su divina y sagrada espada toledana. Para reforzar los desafueros criminales del señor obispo, había llegado Calzada a Popayán. Dirigía unos quinientos hombres bien armados dispuestos a continuar la guerra a muerte y sin cuartel. El señor obispo hizo de los lutos que servían para los actos santos, banderolas que encasquetaron a los fusiles de los soldados. Después, dirigiéndose a la tropa, les instó a matar sin escrúpulos, pues la muerte de los herejes la premiaba Dios en el cielo. Que se destruyese y aniquilase cuanto pudiera servir de sustento a los insurgentes; éstos habían establecido en Cali una poderosa fortaleza. Fueron únicamente perdonadas las campanas de las iglesias. Entretanto Obando, por las vértebras de Pasto, con briosa gente de lanza emprende serias arremetidas contra los regimientos patriotas. Con ágiles emboscadas, su método preferido, acosará sin descanso a cuanto enemigo se interne por entre aquellos precipicios. Se moverá en tinieblas como potro alado. Formidable animal de dos patas, escalando con presteza difíciles cuestas, arma en mano, lanza o fusil. Uno de sus mayores placeres consiste en someter a prueba a los más feroces guerrilleros, veteranos en aquellas empinadas y tenebrosas zonas. El historiador Antonio J. Lemos Guzmán nos da de él la siguiente semblanza:41 Su cátedra estuvo en las escarpadas regiones de Pasto y Popayán. En la noble ciudad del sur, verdadera Vendée, aprendió y supo enseñar a manejar las armas y arrastrar prosélitos con su prestigio; desde los 18 años, unas veces a órdenes de Montes y Calzada, otras de Sámano o de don Basilio García, y al lado de Muñoz, de Caicedo, de Agualongo, de Noguera, de Merchancano, llegó a manejar el fusil, a enristrar la lanza y a ser maestro con esa arma que nos es propia, el machete. Al par, tenía que ser jinete, y de los buenos, capaz de sostenerse en potros salvajes, y si fuera del caso sin montura y sin bridas. Esto último ya lo llevaba sabido desde niño, en las haciendas de don Juan Luis, y es fama que ninguno fue más arrogante, ni supo sentarse mejor sobre un caballo; su propia fisonomía, su cuerpo de delgada cintura y sus anchas espaldas, le configuraban como un centauro, ya sobre la bestia; y así vivió hasta morir el general Obando, de a caballo, jinete erguido y hermoso.

41 Antonio J. Lemos Guzmán, ob. cit. (1959), pág. 58.

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Buscando de nuevo los pasos de José María, cuenta el poeta Julio Arboleda que pese a ser Obando un simple subalterno en aquel tiempo de sangrientos desórdenes (en que cada soldado, cada oficial disponía a su antojo de los pacíficos ciudadanos, época en que la subordinación se conocía por el modo como el soldado se echaba el fusil al hombro, y por el número de víctimas que sacrificaba) pudo distinguirse como jefe entre una camada de lobos feroces. Y sus hazañas, poco filantrópicas, pronto lo acreditaron como un fervoroso realista. Durante estos años y en medio de las carnicerías que se imponían los guerrilleros de Pasto, Obando adquirió una destreza de animal de presa. Supo cómo hacer emboscadas; la importancia de conocer el terreno a la hora de realizar un ataque. El poder del engaño: sus propios soldados no deberían jamás conocer el fin de sus propósitos y planes. Sólo debía atacar frontalmente al enemigo si previamente ya había acordado una treta mortal por sus espaldas, y si contaba con suficientes elementos y recursos para vencerle. La utilidad y eficacia de los llamados “ardides divinos” los iba perfeccionando día a día. Se fue haciendo astuto como las fieras. Comía hierbas y raíces como los indios; tomaba sangre de las reses recién carneadas como lo hacían los siniestros negros de Patía; dormía sobre la dura tierra, cabalgaba sin descanso durante semanas y se hartaba de violencia frente a los enemigos de sus pretensiones. Aunque por delante tiene muchas derrotas por sufrir. No hay duda que durante este tiempo se sentía mejor entre la indiada patiana o pastusa que entre la gente distinguida de Popayán. En enero de 1820, el general Calzada muestra efectividad en sus ataques y destroza en Popayán a quien era entonces el patriota más célebre por el número de derrotas recibidas: el coronel Antonio Obando42. La tropa republicana, al mando de este oficial, habíase dormido luego de una ruidosa fiesta. A eso de las cinco de la mañana, el enemigo se coloca estratégicamente en las afueras de la ciudad, y entra sin resistencia alguna. Van por la calle de San Francisco causando destrozos inauditos; José María coge por el sector de Belén y don Basilio García se adueña del Empedrado, matando a cuanto ser viviente hallan a su paso. Desde la plaza al río del Molino, no había espacio en donde no se encontraran cadáveres de hombres asesinados cobardemente... Todos esos inhumanos jefes: Calzada y don Basilio García, mataban a mansalva, no sólo a los soldados sino a cuantos hombres pacíficos hallaban huyendo de aquella horrible carnicería. El menos asesino de todos fue el teniente coronel don Rafael López, que siquiera daba cuartel al que se le presentaba43

Esta victoria no dejó de ser un tanto endeble para las aspiraciones de José María; él habría querido palpar de un modo más fiero y personal los 42  Este señor no tiene parentesco alguno con José María. 43 Manuel José Castrillón, Diego Castrillón Arboleda, Biblioteca Banco Popular, tomo I, Bogotá, 1971, págs. 179, 180.

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efectos de la lucha, y comprende que la única manera de conocer las verdaderas dimensiones de un triunfo total es dirigiendo el mismo el combate según sus reglas, según sus cálculos. Lamenta haber llegado un poco tarde a la vida, cuando los más altos cargos militares de su bando estaban ya repartidos. Algo le perturba: una defectuosa capacidad para definir los límites de sus convicciones, la verdadera orientación de sus propósitos y los pasos ulteriores de su destino. No está seguro de que el rumbo que ha elegido sea el que convenga a los designios del tiempo, a los dictados de su patrona, la Virgen de los Dolores. Estas dudas están llenas de tristes significados: si al menos pudiera enrolarse en una buena guerra únicamente para servir al Señor. Vientos de locuras; iras cargadas de dolor y de impotencia que de pronto explotaban en un confuso temblor de blasfemias y contradictorios caprichos. Acosado entre los magníficos sepulcros de Pasto, tremendamente guarnecidos por Ecuador y la poderosa Perú y llevando a cuestas las palizas dadas al patriota Antonio Obando, orienta sus pasos hacia Pasto, pues Bolívar en su marcha al sur jamás podrá traspasar los desfiladeros de Pasto. Tanto Sucre como Santander, hicieron serias advertencias al Libertador en varias oportunidades de lo riesgoso y mortal que podría significar para la república el que su más importante protector cogiese por Pasto; que tal campaña debería hacerse tomando la ruta del puerto de Buenaventura (para luego seguir a Guayaquil). Para entonces, refiere el poeta Julio Arboleda que Obando:44 ...en ese tiempo pudo, entre los hombres más sanguinarios, distinguirse por sanguinario y feroz, y acreditarse como realista sincero, fin único que con sus inauditas crueldades se propusiera, consiguiéndolo tan completamente, que su crueldad se hizo proverbial entre los españoles mismos a quienes servía.

Seguía José María buscando una forma de poder decisorio que lo colocara por encima de sus conciudadanos, más allá de toda clara valoración de su ser, de su averiado origen. Un poder absoluto. Creía encontrar esta seguridad haciéndose temible, siempre contando con que Dios y los formidables farallones de Pasto le protegiesen. En un principio, sus montoneras no robaban sino que satisfacían monstruosos apetitos, profanando con sevicia los cuerpos asesinados. El impulso de destruir nacía también como un modo de dominar espacios territoriales donde José María fuera visto no como un ser vil, nacido del vicio, de la lascivia y del crimen, sino como alguien temible y respetable. No le llegó a importar que entre la gente culta de Pasto y Popayán fuera el más odiado, con tal de que se le temiera y se le obedeciera. Pues quedaría claro, definiti44 Citado por Diego Carbonell en su obra Ad majorem liberatoris gloriam (Ibíd.) pág. 136.

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vamente claro y formal, que él era honesto; sólidamente eficiente, poseído de totales y vigorosas convicciones; altruista, ciudadano ejemplar; liberal, limpio de toda posible culpa...; justiciero, noble y leal; íntegro, austero, amable y franco; solidario y piadoso; humilde y respetuoso de las costumbres más nobles y heroicas: monógamo acérrimo, abstemio, cristiano y devoto de la Virgen de sus pesares. Desde el Valle del Cauca hasta Cartago, con las huestes de don Basilio, va ordenando segar bosques enteros, destruyendo haciendas y campos; saqueando y cometiendo toda clase de desmanes. Ve como conducen en presencia de su comandante a infelices labriegos, a quienes los manda amarrar a una cerca o a un árbol, y en el mayor silencio, para que Calzada no lo sepa, los hace degollar con un cuchillo como corderos, o bien los lancea...45 Este despreciable oficio de las armas producíale una extraña fascinación: era el acomodo quizás de su propio desorden, la anarquía infinita de un mundo todavía en formación, buscando acoplarse en medio de la charca del odio y del recelo. Era un placer inmenso parecido al orgasmo. Es significativo el que Obando pese a que tuvo privilegios tremendos, que en política puede decirse que adquirió los dones más preciados que en ese campo se puedan aspirar, no quiso o no pudo apartarse de la vorágine de muerte y violencia que lo perseguía; era como un llamado que latía en su sangre, y tanto es así que morirá en su ley, de una lanzada, acosado entre sus demonios, después de más de cuarenta años removiendo pueblos y acaudillando montoneras. Era que la emoción de la guerra y los impulsos de destrucción le hacían pensar en el presente. Abreviaba con ellos los remordimientos del pasado, las culpas atávicas de su ser. El ejercicio del acto violento era el camino por el que evadía su condición, por el que José María no existía y a la vez estaba presente, la única forma en que podía existir sin pensar en sí mismo y disponiendo de la vida de los demás. Del tamaño de su caos era el de su ambición. En su fuero interno no perdía la esperanza de destruirse. Y por ello iba a ciegas en las avanzadas mortíferas de sus huestes, guiado sólo por la desesperación y la angustia. En ese deseo de poder, Obando está en la dirección de un Gaspar Rodríguez de Francia (el dictador de Paraguay) y Gabriel García Moreno (el dictador de Ecuador). Para éstos no era el sexo lo primordial, sino el poder. Habría que estudiar por qué el pueblo adopta a estas figuras como especie de seres casi místicos. Obando ha sido tenido por santo entre caucanos, pastusos y patianos. Su lucha por liberarse del crimen que lo engendró, lo hacía aparecer ante los demás, como una especie de mártir. Había quienes asesinaban por una necesidad de “liberación” o de autoaniquilación. Este abominable procedimiento hizo extrañamente de terribles forajidos, santos y mártires. 45 López, Manuel Antonio. Recuerdos Históricos, Bogotá, 1955, pág. 23.

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De modo que la violencia, al tiempo que daba placer a José María, llegó a ser la única y real relación de él con el mundo, y a través de ella avanzó hacia linderos de los cuales nunca pudo regresar. Era un esquizofrénico, de esos que como dice Aldous Huxley parecen vivir permanentemente bajo los efectos de la mezcalina y que son incapaces de desconectar la experiencia de una realidad que no les es suficientemente agradable. No pueden mirar al mundo con ojos humanos, les aterra interpretar su ilimitada confusión, su abrasadora intensidad de significados como manifestaciones de maldad, y aún cósmicas, buscando las más desesperadas medidas de contraataque: desde el arrebato criminal por un lado, hasta la catatonía o el suicidio psicológico, por el otro46. Más tarde creerá Obando que está en el bando equivocado, que debe matar realistas, pues ellos le trajeron a la vida y por tanto a la injuria y al tormento. Su amor se vuelca hacia los indios; los protege, quiere compartir con ellos sus rudos hábitos, sus modos simples de vida. Es cuando comienza a despojarse de escrúpulos; palpa la profundidad de su deslinde con el mundo; regusta su conflicto y la marca de su maldición. Matar. Un hombre es un desafío. Cualquier hombre es una amenaza. Matar es vivir. Su astucia guerrillera va refinando cada vez más su desvarío sanguinario; nos lo recuerda García Guerrero47: En la quebrada de Perodías el jefe de una partida que conducía a unos infelices prisioneros da una carcajada y hace seña a los suyos... después de este mandato aquí y allá, en diversos lugares de la quebrada, aparecen cadáveres; ese jefe era José María Obando... Este hombre, por intereses particulares, había prometido pasarse a los patriotas, y sin embargo, después de su promesa quebranta el trabajo de regularización de la guerra, y sorprende una columna de caballería al servicio de la república. Diestro en poner emboscadas, no puede negarse que fue muchas veces el azote de las huestes republicanas.

La sombra del Demonio en el Sur José María sigue atento a las grandes calamidades que se ciernen sobre Pasto y Patía en el momento en que se acerca el Demonio altanero. Se acerca acompañado de una tropa de lanceros que ha diezmado al poderoso pacificador Morillo en Venezuela. En el vivaque y a la luz de las fogatas oye referir otros cuentos del brutal insurgente; en tales momentos, vuelve a hundirse en su delirio; adquiere una expresión hierática. Luego como rompiendo con las cadenas de su pesimismo, suelta una fiera y seca carcajada. 46 Aldous Huxley, Door of percepcion, citado por Colin Wilson en Los asesinos. Historia y psicología del homicidio. Luis de Caralt Editor S.A. Barcelona, pág. 230. 47 Citado por Diego Carbonell en Ad majorem liberatoris gloriam (Ibíd.), pág.36.

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Sus amigos decían que José María reía en las buenas y en las malas. Reír y mostrar un poco los dientes. A veces en el frío ambiente de las madrugadas de Pasto, ríe solo mientras escucha jurar o blasfemar según corran los vientos homicidas de la guerra. Gritos de la soldadesca dominada por el fervor, por una adoración cerril de tres siglos. Se echan de rodillas; se persignan y oran con lágrimas (“que lavan sus cicatrices”) mientras sostienen sus garrotes, sus puñales o lanzas. Pese a la confusión reinante, José María dependía militarmente de don Salvador, quién tiene a su mando uno de los más aguerridos ejércitos del sur48. El Vicepresidente de la República, Santander, establecido su gobierno a cientos de kilómetros del teatro de la guerra de Pasto, no deja de estremecerse ante la vastedad de los recursos que se requiere para resistir. En tal sentido escribe al Libertador:49 Yo he tocado a todos los medios prudentes, pero nuestros doctores y eclesiásticos le tienen más miedo al Vaticano que yo a Morillo, si me pudiera agarrar... Ya estoy resuelto a tomar otro temperamento. El tal obispo (Salvador Jiménez de Enciso) me ha escrito treinta mil desvergüenzas, y a este provisor lo menos que le dice es: “que es hijo del diablo”. Calzada permanece en Pasto reuniendo hombres con el favor del ungido del Señor y de los anatemas.

Pese al poder realista en el Sur, surge una sucesión de pequeños temblores: Los pueblos de Guayaquil, Cuenca, Guaranga y Riobamba declaran su independencia. Es que Sucre ha volado para organizar la ofensiva; para ello ha pasado por el Cauca, evita meterse en el infierno de Pasto y se embarca en Buenaventura rumbo a Ecuador. La labor del Libertador para hacer que Sucre pueda meterse en guarida tan apestada es inventar documentos donde asegura que el gobierno español está en trance de proclamar una capitulación general; sobre estas creaciones amenazantes monta su máquina de operaciones. También forja credenciales y papeles50 donde constantemente altera la posición de su cuartel general, haciendo creer que está muy cerca de las huestes españolas del sur, subterfugio que provoca la idea de un acosamiento envolvente. El enemigo se desconcierta, altera sus planes, se fatiga, se desmoraliza al colocarlos en una extenuante posición defensiva. La extensión ilimitada de los nervios del Libertador, su estado de permanente movilidad en un frente universal contra los enemigos de la causa independentista, la sola palabra Bolívar, es el recurso militar y moral más poderoso que posee la incipiente república. 48    La fuerza militar del obispo Salvador Jiménez de Enciso era tan poderosa, que el Vicepresidente de la República, don Francisco de Paula Santander, decía que este realista era peor que José Tomás Boves. Lo que más se temía no era tanto su fuerza militar sino el horror con que imponía sus feroces excomuniones, tan terribles que ni siquiera los más altos prelados enviados al sur se atrevían a levantarlas. 49 Memorias del general O'Leary, Vol. III, págs. 53-54. 50  Grave error comete el historiador y filósofo don José Rafael Sañudo al sostener en su libro Estudios Sobre la vida de Bolívar (Edit. Bedout, Vol 168, Medellín, Colombia, 1980) que J. M. Obando se pasó a las fuerza patriotas como consecuencia de la falsificación de estos documentos. Véase al respecto: Colombia en Un Soplo de José Sant Roz, Consejo de Publicaciones de la ULA, Mérida, Venezuela, 1987.

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Obando no se detuvo mucho tiempo en Popayán. Luego de sus fugaces triunfos procura mantenerse a una distancia prudente de los amagos libertadores pues, los partes imaginarios que difunde el Demonio han hecho que una avanzada del ejército independentista ocupe la ciudad de La Plata51; como hemos dicho, esta región se encuentra al oriente de la cordillera (actualmente perteneciente al Departamento del Huila). Por este acoso se producen desbandas en el frente realista; el gobernador realista de la provincia de Neiva, don Francisco Eugenio Tamaríz se interna en las montañas cercanas, peligrosamente amenazado. Calzada que había partido hacia el Valle del Cauca regresa a Popayán. Se encuentra con José María y unen sus fuerzas en un extraño plan de retirada. No le gusta a José María depender de nadie. Van en aquel grupo de soldados (que más bien parece una horda de facinerosos dispuestos a satisfacer sus particulares apetitos que defender la causa del rey), hombres como el alférez Joaquín Ledesma, reconocido sanguinario que goza proporcionando lentos y sutiles suplicios a sus víctimas. Cuanto rodea a José María es vago y extraño; la guerra ha estallado como un inmenso polvorín; no hay modo de pensar, de elegir el camino más apropiado a su carácter. Como lo había presentido: no acaba por encontrar un designio que cuadre con su espíritu cristiano. Vuelve a contemplar al crimen como la única forma de subsistencia. Entonces brota su risa espasmódica. Necesita endurecerse porque la guerra debe hacerse por amor a Dios. Es lo único que justifica la muerte, la exterminación de nuestros semejantes para impedir que los mártires caigan en poder de los malditos impíos. El retumbar de las voces de la resistencia, de los cruzados de la otra guerra santa que emprendieron Belalcázar, Pizarro, Cortés o Carvajal. En su pecho el rebullir de la resistencia, confiando en Jesús, sobreviviendo y matando por Cristo. Sólo que el caos interior de sus vagas indecisiones también está lleno de espinas: de ira frenética, oscura y agotadoramente depresiva. El alma abrasada por un baño de divinas iluminaciones: ¿Pero dónde es el llamado? En medio de tales pálpitos se encuentra con el general Calzada: pronto entrarán en serias divergencias. Hay que perseguir, fusilar, ordenar la destrucción de los pueblos que osen ofender al Señor; arrasar con la tierra maldita de los impíos; confiscar propiedades, el expolio total de cuanto tengan esos criminales y paganos. Es la ofuscación de un delirio innovador en la guerra que poco después se traducen en estallidos de horribles lamentos de culpa, de desaliento. ¿Qué hacemos?, ¿dónde encontrar al piadoso Jesús?: mezclas de sentimientos que acaban en insulto y ofensas. Calzada es más fuerte, es ducho en el arte de confundir con movimientos arteros a sus enemigos. A sus lados no faltan las voces atronadoras de curas sueltos que amenazan con: Vosotros, americanos sois réprobos de nacimiento; estáis manchados, pues carecéis del legitimo amor a la Virgen: Sois idólatras y hechiceros de corazón. No poseéis un Dios verdadero sino el que os ha prestado nuestro rey... 51 Situada a unos ciento diez kilómetros de Popayán.

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Otro temible personaje viene a engrosar la mortal pandilla: Simón Muñoz; personaje expoliado también por la “diosa venganza” y quien por sus brutales hazañas es nombrado jefe de una hueste realista. José María va en este grupo de muy mala gana. El coronel Simón Muñoz (los grados cada cual se los pone o se los encasqueta al lado de los tintineantes escapularios, vírgenes y cruces), va con la orden de buscar víveres y bestias, ganado y toda clase de materiales que se necesiten para la guerra, y remitirlos al cuartel general de Popayán. Si José María se niega a obedecer a Calzada, que se pueda esperar ante las órdenes de un “mameluco” como Simón Muñoz. Entonces mirando la facha feroz de Muñoz: en la cabeza un paño rojo, los dientes negros, una cicatriz horrible confundida con la comisura de los labios, un ojo quemado por un fogonazo de pólvora; ante este cuadro sórdido de peste humana, Obando siente un aire de helado placer; ganas de tentarle la temeridad a la fiera. Se lleva la mano a la espada, escupe y profiere una oscura maldición; siente que en el momento decisivo puede arremeter y poner a su merced a los “filisteos”. Pues, joder: Dios es humano y compasivo; extraordinariamente generoso, alguien que puede ser engañado y hasta usado para designios malvados contra su persona. La fatiga de estos conflictos morales y religiosos le hacen creer que la sociedad se debate en un juego de falacias coercitivas. Si Obando no hubiera sido producto de circunstancias tan deplorables habría dirigido su modesto intelecto hacia una actividad más constructiva, positiva y noble, pues en nuestro mundo, la política y la guerra son una mierda. Pero enfermo como estaba de sus mismidadeses, entre indisciplinados y un desconcierto moral, los disparates religiosos donde podía encontrar algún consuelo y orientación, lo devolvieron al vórtice de sus primeras pesadillas: Un caos interior tremendo lo dominaba, y a veces este caos tenía expresiones suicidas o desplantes homicidas. Van, pues, el coronel Muñoz y Obando con los encargos de su santa causa:52 No tardó en engrosarse la partida que con este objeto conducían (Muñoz y Obando), reuniéndosele los antiguos contrabandistas del Palo y muchos esclavos que se sublevaron con la promesa de que se le daría la libertad, a nombre del Rey... Pero, a tiempo que se vaciaban los bosques de sus naturales, quienes con la protección de Obando y Simón no necesitaban ya de selvas para favorecerse, ni de oscuridad ni cautela para ejercer su industria letal, llenábanse con las gentes de los pueblos, de las aldeas y chozas de toda comarca que, espantados por el horror que tales hombres infundían, iban con gran prisa abandonándolo todo, a buscar asilo en las selvas mismas de que los otros se desamparaban.

52 "Bosquejo de la vida de José María Obando" por Julio Arboleda, citado por Juan B. Pérez y Soto, en su obra: Crimen de Berruecos, asesinato de Antonio José de Sucre, Gran mariscal de Ayacucho, la trama infernal, tomo II, págs. 131, 132; Escuela Tipográfica Salesiana, Roma, 1924.

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Obando y Simón llegaron hasta la Candelaria sin más oposición que la fuerza de inercia que presentaba el cantón. Al regresar de la comisión uno de los de su escolta quiso cometer un delito y fue muerto por un paisano en el Desamparado. Obando, que supo este acontecimiento, dio órdenes para perseguir y matar a cuantos encontrasen, y, con este fin, envió desde Perodías varias partidas que arrasaron en todas direcciones; de los primeros que cayeron en sus manos recordamos a Juan Antonio Vaca, un jovencito hijo suyo y Manuel Rojas, mayordomo de la hacienda de El Espejuelo, perteneciente al señor Cristóbal Mosquera. Obando, con su propia mano, mató a los dos últimos en la puerta de Garrapatero; y a Juan Antonio Vaca, a quien había hecho presenciar la muerte de su hijo, le condujo hasta El Desbaratado. Cuando llegaron al preciso lugar en que habían matado al soldado, hizo alto. Obando dejó caer su eslabón y, con sonrisa maligna le dijo a Juan Antonio Vaca (que a la sazón iba atado por delante de su caballo) que le alzase el eslabón, y, al inclinarse el otro para obedecer, le saltó de un sablazo la cabeza de sobre los hombros. Siguió después por la acequia o quebrada de El Desbaratado y, habiendo hallado a dos jóvenes campesinos, los mató igualmente. Encaminóse hacia Santa Ana (ahora Zelandia): estaba enfermo, con dos grandes úlceras y postrado en cama, el sacristán de la iglesia de aquel pueblo; hízole sacar violentamente, amarrarle a la cola de un caballo, y después arrastrarlo largo trecho y coserlo a puñaladas. Vuelto a El Desbaratado, logró reunir veintiún paisanos prendidos por su gente; los amarró por estatura uno en pos de otro, y se encaminó hacia el Fraile haciéndolos conducir por delante; cuando hubo caminado algunas cuadras, mandó hacer alto, desatar el primero y pasarle a lanzadas delante de sus compañeros; dejóle insepulto y, cuando hubo caminado poco más o menos igual número de cuadras, mandó hacer alto otra vez y ejecutó lo mismo con el segundo, y así fue haciendo con todos, de modo que, al cabo de la jornada, no quedaba vivo uno solo de aquellos desgraciados. Después de cada sacrificio les daba esperanza de perdón a los que quedaban, no fuese que el terror le acometiese y se muriesen la víspera según su expresión. En aquel estado de destrozos morales, donde su alma errante pareciera acoplarse a un viciado estado de locuras, José María recibe otras severas reprimendas por el modo personalista de conducir a su gente; él temía estas acusaciones por la determinación que había tomado de no dejarse ofender por nadie. No acepta desaires de hombre alguno, a menos que sea obispo como don Salvador, y sin embargo, entonces estalla en estridencias y desacatos, desafiando al coronel Muñoz a que le muestre lo que lleva en sus bolsas. No tolera de su jefe ese nombre de Simón. Simplón, Simplón Muñoz, eso es lo que es. Vacilaba José María en desatar la furia de un hombre con leyendas macabras en los recovecos infinitos del Guáitara y Juanambú. De este enfrentamiento decide pedirle pasaporte al propio Muñoz para irse a Popayán. Muñoz se lo niega y se vuelve a presentar otro altercado. Sale sin más José María a ver a don Sebastián de la Calzada, quien lo recibe sorprendido. • 71 •

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De resultas de este pleito, el temible tuerto es relevado de su puesto y ya que se le mira y se le atiende mal en el bando realista, sale a buscar un empleo en el campo patriota53 . Algunos entendieron este salto de talanquera como una manera más franca de saldar sus diferencias con José María. Hay en el aire algo cargado de fatalidad: el insurgente Bolívar sigue desatando con mayores fuerzas una alarma general: no queda ya Virreinato de Santa Fe y el virrey Sámano que había salido a la estampida, deja tras de sí el horror de sus súbditos: Las montoneras que ayer se creían invencibles sufren deserciones importantes. Tales cambios impulsan a Obando a considerar su papel como defensor del rey y de Cristo que llevan sus estandartes. Ha estado el Señor en tanto bandos, ha ido y venido con sus espinas por las Europas, cada cual mentándole y sacándole sus cuentas como a cada bando mejor le parece: El Jesús de las mil inspiraciones que ha servido tanto para moros como para godos... Sobre todo, no deja de recordar el desconcierto del 6 de junio cuando una división del general Calzada, que se consideraba la mejor dotada del sur y cuyas insignias bañadas con los dulces nombres de la Virgen María, desplegando los estandartes de Jesús y el rey, al mando del teniente coronel Nicolás López, sucumbe en Pitayó, ferozmente aplastada por las fuerzas republicanas de los batallones Albión, Cundinamarca, Neiva y los escuadrones Guías y Oriente. Tal desastre arrastra a Calzada, quien huye a Pasto con sus abatidas banderas, y sus desgraciados restos; le acompañan el ilustrísimo señor don Salvador Jiménez de Enciso Cobos y Padilla, su provisor y vicario general y otros eclesiásticos. Aunque Pasto no esté en la jurisdicción episcopal de esta eminencia, ya que pertenecía a la diócesis de Quito, don Salvador sintió que por su marcado españolismo, los pastusos pronto le adoptaron como su pastor. A consecuencia de Pitayó, los cuadros oficiales se renuevan y pasa a ocupar el cargo de director del frente realista, el famoso don Basilio García. La caída en desgracia de su antiguo protector desquicia a Obando; su cargo seguramente no tendrá valor a los ojos de don Basilio. Por ello solicita un permiso. No dejan de llegarle proposiciones “deshonestas” donde se le invita a pasarse al bando contrario, con el nada “despreciable ofrecimiento” de admitírsele en bando republicano con el mismo grado militar, la seguridad de sus propiedades y que sus principios católicos serán conservados tal cual les fueron trasmitidos por sus padres. - Si Dios así lo ordena... Fue un momento especial, cuando los patriotas en su afán por abrirse camino a través de Pasto (para ir a Ecuador, Perú y hasta Argentina y Brasil si era necesario) 54, ofrecían garantías harto generosas. 53 Más tarde, conducido a Pasto , Calzada le hace dar tantos palos, que muere (Manuel José Castrillón, Diego Castrillón Arboleda, Biblioteca Banco Popular, tomo I, Bogotá, 1971). Sin embargo, hay quienes sostienen que Obando fue quien hizo fusilar a Muñoz en el puente de Quilcacé, poco después del famoso armisticio que Bolívar firmara con Morillo.    54 Aunque esto no se decía públicamente, todos los pasos dados por Bolívar en esta región lo revelan a plenitud.

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Cuéntase que durante el fracaso del realista López en Pitayó, Obando tuvo serias intenciones de pasarse con toda su división y los bagajes, a las fuerzas independentistas del general Valdés. Fue producto otra vez de los conflictos que lo oprimían. Pronto se repuso de esta angustiosa y “absurda determinación”. Su existencia será una eterna lucha por mantener el equilibrio, la seguridad de su persona. En tales momentos de desastrosa vacilación, vaga ensimismado, a la sombra del venerable obispo don Salvador Jiménez quien lo dota de alguna seguridad moral: bajo su sombra logra centrar su fe, su confianza en sí mismo. La facha andaluza, de sibarita romano de este obispo, hombre sin pelos en la lengua, tan guerrero como creyente en Dios, magnánimo con los locos y desposeídos, siervo del Señor y del diablo. El Demonio, que ha vivido como un criminal, seguramente morirá como un santo, como un héroe. ¿Cuál es esa fórmula que nos permite ser crueles, ingratos, perversos y abominables, y sin embargo morir como sabios, probos, generosos y leales? El obispo don Salvador Jiménez, con sus sesenta años a cuesta, de pequeño cuerpo, bien conformado, de rostro franco y ojos grises vivarachos, sobrelleva una intensísima actividad. Obando de momento se ha vuelto una especie de edecán de su ilustrísima. Cosa rara, pues el obispo Jiménez era de los que habían destituido al general Calzada, además de meter en barrotes al coronel español Francisco Eugenio Tamaríz (quien más tarde habría también de pasarse al bando republicano). Es posible que esta dualidad tan radical del señor obispo produjera en Obando una escisión severa. Veía a su ilustrísima vagar por aquellas montañas y selvas en una campaña de adoración al Rey, y en ejercicio de planes y nuevas técnicas militares, mezclando de un modo muy peculiar lo religioso, lo guerrero y lo político, todo revuelto con los placeres de la carne y de la buena bebida. Quedábase José María contemplando a aquel hombre, con su espada toledana en una mano y la cruz en la otra, fulminando excomuniones desde el púlpito contra quienes llevaran no sólo armas contra la causa del Rey, sino contra la suya propia, dentro del ejército español. Exclamando con un vozarrón inquisitorial y de frenesí antiguo: “- Son herejes y cismáticos detestables los que pretenden la Independencia de España; así los que defienden la causa del Rey combaten por la religión, y si muriesen vuelan en derechura al Cielo...” Va cayendo en la cuenta Obando de que la guerra y lo que en ese momento se llama “política” es un abominable y entretenido juego para el cual a lo mejor hemos nacido todos: que el problema está en saberlo jugar bien; si se está o no preparado para jugarlo. Pese a veinte siglos de cristianismo nadie ha conseguido, ni siquiera entre los más santos sofrenar las impúdicas y sangrientas matanzas de los pueblos. ¿Llegaría a plantearse por primera vez a pensar si Dios era acaso las más sublime de las mentiras?: ¿la religión una farsa?, ¿lo que llaman Estado una joda colectiva? Luminosas carcajadas interiores, que pronto exteriorizará en asambleas y batallas; aturdida su débil • 73 •

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cabeza mientras sigue los pasos de un vivir y de un soñar cuyo único fin pareciera difundirse e imponerse mediante la oprobiosa exterminación de los idólatras: el cristiano es una máquina productora de mentiras en la cual priva el instinto de dominación; para imponerse no importan los métodos, las creencias; se hace la guerra para buscar la paz, y la paz es un lamento que emerge por obra del terror. Y se aniquila a nuestros semejantes para llegar a una libertad que nadie entiende. Los símbolos de la justicia están fundados sobre juramentos y códigos, sobre palabras como honradez y pulcritud moral, todas muy bellas al oído, pero que quienes las proclaman llevan algo maldito y desquiciado en su ser. Le cuesta ver claro a José María: su juventud, su aire marcial, su porte de oficial prusiano o caucásico, le hacen pensar que está destinado a ser una de las figuras más preclaras del ejército español. Es probable que con el señor obispo pueda vislumbrar la verdad última de este juego. Ve a sus espaldas, a sus lados, cadenas interminables de indios pastusos que siguen con una fe sangrienta e incontrolable a las “huestes de Dios y del Rey”. La evidencia de ridículas ilusiones, como ya se ha sugerido; con sangre y palabras artificiosas, sustentada sobre caprichos, robos, códigos que nadie respeta, ardides divinos. Un juego en el que los llamados “hombres respetables” participan sin pudor y sin freno. José María ha entrevisto esta revelación sublime y horrible, y en una edad en que esta clase de revelaciones marcan para siempre con indeleble locura el carácter de los hombres. Se decide entonces a participar en el juego de las potestades ciudadanas y el negocio de los Fuertes o Supremos. Porque no hay duda que la política, a su entender más genuino, ha sido, es y será una suerte de preservación del deber ser, de sus poderes particulares. Entra pues en este “negocio” con fe y clarividencia absoluta de lo que dará en llamar con desconocido frenesí, sus “ulteriores procederes”, y se lanza al calvario de su propia regeneración.

José Hilario López Hay en las Américas el amor propio más ciego para despreciar a los hombres de mérito de todo el mundo y para creerse superior a todos. Miguel de Nevares

Pero José María no podrá llevar a cabo los términos de su revelación sin una mano amiga y fervorosa, el gemelo de su alma, José Hilario López, tres años más joven. Con López conformará la trinchera militar del grupo liberal que en 1827 conspirará contra Bolívar. Con López se alzará en 1828. Con él se unirá a Juan José Flores (el jefe de Ecuador), para enfrentar al “usurpador” Rafael Urdaneta. Y al lado de él estará siempre como parte de su fatalidad y de su sangre entre las vicisitudes políticas y de las guerras, • 74 •

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desconcertados ambos, embebidos en sus excelsas figuras; estrafalarios, irreverentes y exaltados en ese ulular de interminables conflictos en los que muere eternamente la Nueva Granada. Nació José Hilario López en Popayán. Pertenecía a una familia importante del Cauca, y ya esto prefiguraba en cierto modo su suerte política y militar. Al menos su cuna y su nombre, su versatilidad y sobretodo su juventud, lo salvaron de que fuera al paredón, como ocurrió con otros granadinos rebeldes. A López siempre le fueron perdonados sus dislates de rebelde, y a cada perdón le sucedía, cosa extraña, un laurel y una leyenda. Muy pronto encontró padrinos de pluma que ensalzaran sus “gestas” y vicisitudes. José Hilario desde muy joven estaba tocado de una estrafalaria solemnidad. Sabía de memoria largos párrafos de textos José Hilario López en inglés y en francés que solía repetir en las ocasiones menos oportunas, sólo para que se viera que era un hombre algo versado en lenguas modernas. Algunos elogiaban su pronunciación y le auguraban un brillante futuro como miembro plenipotenciario de Colombia ante los EE. UU o Francia. Entonces creyó que era un hombre culto y que podía escribir algo tan valioso como Don Quijote, y trató de ordenar sus ideas. Fatigado de la dificultad o de la idiotez que representaba para él este oficio tan pesado, decidió más bien hacer de su vida una obra maestra, sobre todo, realizándola en el plano de la guerra y la política; algunos meritorios liberales, que habían leído la Ilíada y la Odisea y querían encontrarle relaciones contantes y sonantes con la realidad granadina le decían, que por su presencia, por su altura, su hercúlea prestancia, sus ojos y esa mirada de rayo, estaba llamado a ser uno de los pilares fundamentales de la república recién constituida. Don José Hilario se creyó más de la cuenta estos elogios y salió al campo de Montiel. Pronto sus sentidos se afinaron y llegaba a conmoverse, a punto de lágrimas, ante la música marcial, ante las marchas de soldados, ante los gritos carniceros de los reformadores: ante las charreteras doradas de los grandes generales que prometían sembrar de cadáveres los verdes caminos de la vida. Todas estas pasiones, en medio de una congestión filosófica, a causa de sus lecturas desordenadas sobre historia de Grecia, Roma, Francia y los EE.UU. Estaba convencido de que él iba a llenar la otra mitad de • 75 •

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las glorias dejadas inconclusas por el Libertador, como consecuencia del mudo lenguaje constitucional que se nos estaba legando. Llevaría a cabo gestas que competirían con las de Alejandro, Julio César, Aníbal, Napoleón o Washington. Desgraciadamente, cuando José Hilario López estaba a punto de hacernos conocer sus maravillosas andanzas militares, a punto de entrar en escena por la puerta grande de alguna batalla memorable (él como protagonista de la misma), las grandes hogueras por la libertad y la Independencia estaban por apagarse. Lástima. Cuando salió a enderezar entuertos ya su país no requería de la ayuda que él podía prestarle; sobraban los generales. Mejor dicho, éstos eran la mayor calamidad de la república. De lo cual le dio por inventar males de Estado, perturbaciones republicanas y conflictos constitucionales, para sublevar a la nación y él poder “salvarla”, “restituirle sus libertades”. Llegaría a ser llamado: “El Cuatro veces Restaurador del Orden Constitucional”. En realidad, cuando López intentó “salvar” a su país, éste estaba desahuciado. José Hilario López escribió sus memorias55 (al tiempo que Obando estructuraba las suyas), cuando se le comprometía con el Crimen de Berruecos, cuando palpitaban los terribles acontecimientos que se gestaron a partir de las indagaciones sobre este crimen y que provocaron una espantosa guerra civil que dura hasta hoy y que durará siempre. A los dieciséis años de edad, José Hilario formó parte - y con alguna figuración entre la oficialidad- del ejército con el cual Nariño se enfrentó a los pastusos. En 1816, cerca de un lugar llamado la Cuchilla del Tambo, cayó prisionero a manos de las fuerzas de Sámano. Nos cuenta José Hilario que él conoció muy de cerca la muerte y que muy joven se vio en la necesidad de matar porque los hechos de la guerra no le dejaban otra alternativa. Hecho prisionero y estando en la lista de los condenados a muerte, nos dice que no sintió miedo, y que además hizo cuanto pudo por dar a entender a los guardias de la cárcel y amigos de prisión, que muy poco le importaba perecer. Sus relatos en este punto son parecidos a los juegos de terror que hacen los niños cuando visitan cementerios por la noche y desafían al diablo o a los espectros. Los otros prisioneros que le acompañaban y que también habían sido condenados a muerte, por ser muy jóvenes, practicaban el mismo juego que José Hilario. 55    Memorias, José Hilario López, Ed. Bedout, Medellín, Colombia, 1969. Es bueno aclarar que a estos “salvadores de la patria” luego de sus ínclitas luchas y batallas, les dio por escribir memorias. Si se contrastan las distintas opiniones redactadas por cada uno de estos guerreros en referencia a un punto determinado, encontramos elocuentes mentiras y contradicciones. José Hilario López escribió sus memorias cuando tenía cuarenta y dos años. Las escribió en los románticos e históricos ambientes de Roma, al tiempo que su íntimo camarada de mil aventuras, José María Obando, escribía las suyas en Lima. Las escribían cuando en Colombia estaba en su mayor apogeo la herida espantosa del caso de Berruecos, donde ambos estaban incursos como autores intelectuales del tenebroso hecho. Ambas memorias quisieron ser presentadas como documentos imparciales en las cuales estaba contenida toda la verdad de los hechos allí narrados. En las difíciles y complejas situaciones estas memorias se tornan en una especie de novelas o sainetes cubanos. Muchos letrados, amanuenses de pluma y panfletarios, se dieron a la tarea de retocar aquellos cientos de papeles que sus ídolos o caudillos militares habían escrito para dar consistencia a la fundación de la república granadina.

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Resulta interesante que al igual que Obando, José Hilario soltara sonoras carcajadas en situaciones terribles. Allí en la cárcel, condenado a muerte, era uno de los que más reía. El día que salió de capilla - donde cumplía con Dios antes de pasar al pelotón de fusilamiento- José Hilario salió comiendo un trozo de pan. Iba indiferente, sonreído y sereno. Al parecer ya habían decidido perdonarle la vida - quizás por los insistentes ruegos de su familia -, y él estaba consciente de este hecho. El haber recibido con la mayor calma el anuncio de la conmutación de la pena, es en sí mismo, la prueba de su poca imaginación; o tal vez quedó fuertemente afectado, y a ello se deba su comportamiento dislocado, fanfarrón e iluso.56 No obstante lo que refieren los documentos históricos es que López recibió la buena nueva con sonrisa burlona. Veamos su modo de encarar la situación57: Más que el temor de perder la vida a la temprana edad de diez y ocho años, me atormentaban las siguientes ideas. La Primera, la orfandad en que dejaba a mis tiernos hermanos. Segunda, la de no haber llegado a la edad correspondiente para casarme con mi prima, a quien idolatraba y con quien había consentido unir mi suerte cuando ambos pudiésemos disponer de nuestra voluntad... Tercera, el no dejar hijos, herederos de mi nombre. Cuarta, el no haber llegado al último grado del ejército, es decir, al de general, a que yo aspiraba desde que tomé mi pequeño fusil...

Como se ve, un perfecto liberal, un utilitarista nato: una cadena de aspiraciones domésticas, mundanas y legítimamente terrenales. Por otro lado, resalta un interés premeditado y exagerado, de pretender burlarse de su propio temor. Para llevar a extremos inhumanos su indiferencia ante la muerte se roba la aptitud de otros camaradas que guardaban prisión y las llega a colocar como suyas. Nos dice:58 Dispuestos, pues, por el orden de la lista, los 21 oficiales prisioneros que estábamos en la cárcel,.... se introdujeron en una vasija 17 boletas blancas, y cuatro con esta inscripción: MUERTE... El quinto José Hilario López, MUERTE, la hice cigarrillo diciendo que era preciso sacar de todo el mejor partido... Encendí mi cigarrillo y con él entré a capilla acompañado de las otras tres víctimas.

No sabía López que José María Espinosa escribiría también sus memorias, en las cuales hará referencia a lo del cigarrillo. Fue J. M. Espinosa uno de los mejores retratistas de Colombia y hombre honesto, que no escribió 56 Es posible que Dostoyevski comenzara a sufrir ataques de epilepsia al saber que el zar le había perdonado la vida. comenzara a sufrir ataques de epilepsia al saber que el zar le había perdonado la vida.   57 José Hilario López, ob.cit. (1969) pág. 87. 58 Ibíd., pág. 85.

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sus memorias para justificar sus actuaciones políticas. Fue amigo de prisión de José Hilario y su versión de las boletas es la siguiente:59 Estando formados hicieron entrar un niño de diez años y, poniendo dentro de un cántaro veintiuna boletas... se lo entregaron para que fuese pasando delante de la fila... Cada cual sacaba su boleta, la abría y la mostraba, y si tenía la M, decía el coronel Jiménez: DE USTED UN PASO AL FRENTE, PASE A CAPILLA. Los cuatro a quienes tocó esa desgraciada suerte fueron Mariano Posse, Alejo Sabaraín, Hilario López y Rafael Cuervo... En medio de la alegría que naturalmente me produjo mi suerte feliz,... no pude dejar de compadecer la de mis compañeros... sobre todo al joven López y a mi amigo y paisano Cuervo a quien tanto quería. Este último, al salir de la fila, metió la mano al bolsillo, y con una tranquilidad increíble, sacó un poco de tabaco, lo desmenuzó sobre el papel de su boleta, lo enrolló e hizo un cigarrillo. Sacó luego su recado de candela, lo encendió y se lo fumó, diciendo en voz alta: ESTA ES LA SUERTE QUE MERECE ESTE PAPEL Y LOS QUE ME CONDENAN A MORIR.

De modo que, fue don Rafael Cuervo, el extravagante y sarcástico hombre del cigarrillo, y no López. Hacemos resaltar este hecho sólo para que se vea cuántas invenciones llevan las memorias de nuestros caudillos, cuánto de novela y cuanto de sainete. No menos imaginativas fueron las de José Antonio Páez, Francisco de Paula Santander y Obando. Después de otras vaguedades retóricas más o menos pasables, José Hilario López nos cuenta cómo lo trasladaron preso a Santa Fe. Las penurias que pasó en el trayecto, cuando casi le dan un tiro de gracia; su vida de preso en el Colegio del Rosario junto al nada menos memorable Vicente Azuero, el hombre que va a recibir la protocolar bendición y purificación de las huestes pacificadoras de don Pablo Morillo y don Miguel de La Torre. Es decir, lo tienen preso en Santa Fe de Bogotá cuando el pacificador Morillo se encuentra en el apogeo de su ira vengativa; cuando no cree ni en los Evangelios; cuando ya ha dado muerte a los patriotas eminentes, generales Baraya y Cabal, a Camilo Torres, Francisco José Caldas, al coronel Manuel Castillo y Rada y tantos otros. En medio de esta euforia sangrienta, por clemencia de Morillo, José Hilario López consigue que se le conmute la pena y salga a servir como soldado por tiempo ilimitado. La cosa no es tan sencilla como la pinta López, porque para salir de los calabozos del terrible Morillo había que pasar primero por el Tribunal que presidía el fiscal Tomás Tenorio. De ser comprobada la inocencia, venían las confesiones, sermones, golpes de pecho, severos retiros bajo la dirección de algún eminente sacerdote; juramentos solemnes, lágrimas y pruebas fehacientes de que realmente jamás se volvería a pecar contra Dios ni contra el rey. Por este proceso de exorcismo pasaron los doctores Vicente Azuero y José Félix Restrepo. 59 J.M. Espinosa, Memorias de un abanderado; Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Colombia, 1942, pág. 136.

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Este don Vicente Azuero es otra joya digna de que se le dediquen algunas líneas; se encuentra este tipo en la trayectoria parabólica del inmenso despelote que provocaron Obando y López. Don Vicente Azuero pudo superar tan bien todos estos exámenes de conciencia, que Morillo lo hizo abogado de la Real Audiencia en nombre del rey, y además se le adjudicaron salarios, derechos, dietas y honorarios, con arreglo y arancel, según las leyes reales. Antes de salir de estos calabozos había que hacer un juramento ante el fiscal de la causa, que llevaba un preámbulo de compungida adoración al Rey en los siguientes términos: “ JURO SER OBEDIENTE Y FIEL A MI REY, MI SEÑOR Y SU LEGITIMO GOBIERNO. RUEGO SE ME TENGA POR VASALLO DEL REY...”. Luego de estos perdones, y cuando don Vicente Azuero pasaba a ocupar una de las secciones de los Tribunales de Secuestro, López se encargó como contralor subalterno del Hospital de Convalecencia. “UN HALAGO DE LA FORTUNA”, dice él en sus memorias. ¿Qué hace López durante esos tres años, que van de 1816 hasta 1819, cuando ocurre la Batalla de Boyacá y el virrey Sámano huye de Santa Fe de Bogotá? Sus memorias se desfogan en explicaciones donde se muestra como un hombre terriblemente sufrido, y quien nunca pudo encontrar un amigo que lo ayudara a fugarse a Casanare. Resulta que la verdad es otra: Vicente Azuero intercedió para que José Hilario fuera nombrado Ordenanza de la Comisión de Secuestros, y para que tuviera derecho a llevar fusil y municiones. Peor todavía: a consecuencia del alzamiento de Gregoria Policarpa Salavarrieta Ríos (la Pola), López arregla en sus memorias un tinglado imaginativo para aparecer como conspirador. Evidentemente no aparecía entre los perseguidos por don Pablo Morillo y colocó la aclaración de que padecía una enfermedad, por lo cual se había visto “imposibilitado de hacer un servicio extraordinario a la patria”. Igual le sucederá a José María Obando cuando esté en el frente (en la Batalla de Bomboná): enfermará hasta tal punto de que le será imposible mostrar a sus compatriotas, las temibles dotes y conocimiento que tenía como guerrillero. De modo que, lamentablemente, José Hilario perdió otra oportunidad para pasarse al bando patriota60. Inexplicable resulta que José Hilario siguiera tan tranquilo en Santa Fe, purgando condena, a pesar de que confiesa en sus memorias haber sido conspirador junto con la Pola, y sobre todo si tomamos en cuenta el atrevimiento de suicida con que procura pintarse a sí mismo en sus memorias. Resulta que José Hilario fue nada menos que centinela de capilla donde estaban los condenados a muerte por este hecho, entre los que se encontraba Alejo Sabaraín Ramos, antiguo compañero suyo en la prisión de Popayán. 60  Mucho más tarde, pudiendo lavar otras jugarretas del destino, no decide acompañar al Libertador al Perú; quédase en Pasto porque su presencia es indispensable para pacificar esta región, aunque nunca, por lo menos mientras él viva, esta región, llegué a conocer paz alguna.

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López busca entonces conmover al lector y nos relata que se puso a llorar y pidió a sus compañeros de armas, los realistas, para que lo relevaran de tan doloroso cargo y que esta petición le fue concedida porque:61 Yo he sido - decía compungido a su tío Mariano Lemos - compañero de capilla del Sabaraín, y, por consiguiente, no debe extrañarle que estos recuerdos me hayan producido sensaciones y lágrimas que usted observa...

Pero ocurrirán cosas peores todavía: José Hilario López fue incluido en la escolta de los que ejecutarían a la Pola. A cada párrafo de sus elocuentes dislates, López explica: “JÚZGUESE POR ESTO LO QUE TENDRIA QUE SUFRIR BAJO LA MANO DE HIERRO DE LOS DOMINADORES IBEROS”. Y López sí estuvo incluido entre los soldados que dispararon contra la Pola, aunque él deba contar, para la ulterior limpieza de su sangre patricia, que:62 Logré ser excluido a pretexto de que mi fusil no estaba muy corriente, apoyando este argumento con el regalo de cuatro reales que hice al cabo de mi cuadra, que era discípulo de quien he hablado, el cual se ofreció a tirar en mi lugar, y así se cumplió. Estos documentos autobiográficos, tanto los de Obando como los de López, tuvieron que desenvolverse por el estilo de rima y cuento tropical, en momentos cuando se ahondaban en las investigaciones sobre el Crimen de Berruecos, y como no había prensa ni televisión por medio de los cuales aparecieran todos los días inventando excusas, recusando jueces mediante remitidos, tenían que escribir memorias, inventar cartas y notas, donde por supuesto aderezaban los hechos a su manera para que apareciesen como ínclitos patriotas desde que sus madres los parieran. Apenas comenzó a gatear, José Hilario hacía girar una bandera republicana: sirvió a la compañía de Granaderos del Segundo Batallón de Numancia, uno de los más importantes del Reino; no obstante nos cuenta que cuando Bolívar triunfó en Boyacá, se llenó de valor contra sus “enemigos españoles” y corrió a liberar presos; presos entre los que estaba Vicente Azuero, que no sabemos cómo podía liberarlo puesto que éste ejercía (según consta en varios documentos), el alto cargo de jefe en el Tribunal de Secuestro del gobierno, bajo las órdenes del temible Fiscal de Morillo, don Tomás Tenorio, como ya se había dicho. López se jacta en sus memorias de haber hecho ese grande servicio a la patria, “el de liberar al señor Azuero”, personaje cumbre del grupo liberal que estará bajo las órdenes de Santander hasta 1834. Azuero será contendor contra José María Obando en las elecciones presidenciales de 1834, época en la que dirá que José María sí tuvo participación en el asesinato de Sucre. Añade López, en medio de la euforia revolucionaria que inspiraba el Libertador en 1819, que muchas personas le aconsejaron prudencia cuando:63…yo estaba más frenético por ayudar de algún modo 61 José Hilario López, ob.cit. (1969) pág. 120. 62 Ibíd., pág. 123. 63 Ibíd., pág. 148.

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notable a la restauración de la libertad de mi patria. Los que conocen mi ingenio impetuoso y la extensión de mis patrióticos sentimientos, podrán juzgar de mi violenta situación en aquellas circunstancias tan preciosas... Compare el lector estos ridículos autoelogios, recargados de vanidad y pamplinas sentimentales con el juicio que sobre José Hilario López hizo más tarde Simón Bolívar: 64 (J. H. López) es un hombre sin delicadeza y sin honor; es un fanfarrón lleno de viento y vanidad; es un verdadero Don Quijote. Lo poco que ha leído, lo poco que sabe le hace creer que es muy superior a los demás; sin talento, como sin espíritu militar, sin valor y sin conocimiento alguno de la guerra, se cree capaz de mandar y poder dirigir un ejército. Todo su saber consiste en el engaño, la perfidia y la mala fe. En una palabra, es un canalla.

El sentimiento de culpabilidad de López al escribir sus memorias es el mismo que expresa Obando en las suyas. Nunca para ambos la eternidad había resultado tan corta: Obando, como dijimos, enfermó en plena batalla de Bomboná con feas calenturas; igual ocurrió a López poco antes de participar en la Batalla de Carabobo; nos dice en víspera de esta gran acción:65 Desgraciadamente yo fui atacado en aquello días de una fiebre violenta, causada por mis ímprobas fatigas y desvelos en el cumplimiento de mis deberes, y privado del conocimiento no supe la marcha del grande ejército hasta que ella se había verificado. Apenas volví en mí y pude pararme, pedí mi pasaporte y me puse en marcha en alcance de mi cuerpo contra la opinión de los facultativos, pero el mismo día que me moví se dio la Batalla de Carabobo, en que no tuve la gloria de encontrarme.

Pedro León Torres Yo estoy cómodo pensando que el cielo y el infierno son hipérboles. Jorge Luis Borges

La región de Pasto se eleva al sur del río Juanambú, río caudaloso que corre a través de profundos cauces y que separa grandes precipicios; este río forma al norte y al sur un obstáculo formidable para el paso de un ejército numeroso. Cualquier espía que los delate, dado que los movimientos a través de la región deben hacerse de modo muy lento, es suficiente para provocar enormes pérdidas humanas: Resultan blanco fácil de los guerrilleros apostados en lugares infranqueables. El otro río que bordea la ciudad, 64  L. Perú De Lacroix. Diario De Bucaramanga. Ed. América, Madrid, 1924, pág. 113.   65 José Hilario López, ob.cit. (1969) pág. 166.

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como ya mencionamos, es el Guáitara; ambos abrazan el inmenso cono del volcán de Pasto. Las faldas de este volcán son fértiles y se encuentran atravesadas por numerosos arroyos. Esta era la región que en aquella época producía casi toda la carne de ganado que recibían Quito y Popayán. A finales de 1820 comenzó el traslado de llaneros venezolanos a la región de Alto Cauca, y ya el 2 de febrero de 1821, para sorpresa del gobierno republicano, el coronel Basilio García pudo asestar un duro golpe a la división Guías de Apure. Cruento combate en el que los llaneros pelearon en un terreno muy cerrado, “enchiquerado”, pues era gente acostumbrada a arremeter en espacios abiertos. Murió en aquel combate el comandante Carvajal, junto con unos doscientos patriotas más. Enormes fueron las pérdidas para el ejército republicano en material de guerra y caballería; más de cien independentistas fueron hechos prisioneros. Mientras se cumplía el armisticio de Santa Ana entre Bolívar y Morillo, cuenta José María, que yendo el venerable ciudadano Joaquín Mosquera (quien más tarde habría de ser Presidente de la República), camino de Popayán, él le hizo compañía. Quería Obando pedir desembargo de los bienes de su madre. Aprovechaba también la ocasión para darle protección a don Joaquín, pues los bandidos seguían cometiendo abominables fechorías. A la sazón era jefe militar de Popayán, ahora otra vez en manos patriotas, el general venezolano Pedro León Torres. La fama de los militares venezolanos era inmensa por haber hecho trizas a las más prestigiosas divisiones españolas, en una época de grandes vicisitudes y estrecheces; la América Hispana parecía un manicomio de carniceros, con horcas y pendones sangrantes, revoloteando como moscas sobre todas las cabezas. Y el hecho, de que de los seis generales en jefe que entonces dirigían el gran frente independentista fuesen todos venezolanos, daba a éstos un enorme prestigio más allá de Colombia. Así pues, que al saber Obando que el jefe militar de la región es el general venezolano Pedro León Torres (con una impresionante hoja de servicio bajo las órdenes de los más eminentes directores de la revolución), decide enviarle una nota donde le dice que quiere conocerle. Que desea tener con él una conferencia. Pedro León Torres nació en Carora, estado Lara, Venezuela. Desde muy joven sirvió en el ejército patriota al lado del Libertador; combatió contra Boves en San Mateo, La Puerta y Urica. En la tercera invasión de Bolívar a Venezuela le acompañó en casi todos los combates. De él dijo Páez: “Torres tienen un valor que da miedo”. Fue también oficial de avanzada en la Batalla de Carabobo, y había sido elevado al grado de general por sus admirables servicios en la batalla de San Félix. Nunca antes un oficial de tal experiencia General Pedro León Torres militar, se había colocado de modo tan ame• 82 •

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nazante, en las proximidades de Pasto. Su sola presencia en el lugar detuvo en gran medida las frecuentes incursiones guerrilleras a Popayán. Trastornado por sus conflictos, derramó José María lágrimas sinceras y apasionadas, ingenuas. Luego dirá en sus memorias:66 Este ilustre y malogrado guerrero, a quien no puedo recordar sin sentirme conmovido, reunía a la gallardía de su presencia, el singular conjunto de su valor, talento, modestia y sobre todo el trato más dulce que la imaginación puede concebir. ¡Qué impresión tan profunda debía causar en un hombre como yo, prevenido tanto por ver en el ejército patriota los que rivalizaban en iniquidad a los guerrilleros de Patía, la vista de un genio como aquél!

Hace otros elogios al general Torres, quien le descubrió las deidades de “patria” y “libertad”, y quien supo penetrar en sus conflictos sin abusar de su inmadurez, de sus debilidades. Otro momento para penosas y trastocadas melancolías. Su fe, su razón, entrelazada con secretas y fastuosas ideas que podían aplacar las calamidades del mundo. Había por otra parte un derecho animal, una pendencia bárbara en su corazón que reclamaba el esclarecimiento urgente de su lugar entre los hombres. Retractarse o no retractarse era su peor dilema. Estaba escandalizado por una luz interior y una risa caótica, reflejo de chocarrerías y voces inmorales. Dando tumbos entre risas y asombros, confiesa:67 Para mí todo lo que el general Torres me obligaba a pensar era tan cierto y tan fuerte como el juramento de fidelidad que había prestado al ejército español, y mi conciencia entró desde ese día en un insufrible tormento... Despechado de mi petición regresé para Pasto, sufriendo esas borrascas de mis ideas que no me dejaban la cabeza un momento desocupada.

Está José María en su mejor momento: un guapo mocetón que a todo el mundo cae en gracia. Es bien recibido en casa de pobres y ricos, y en ambas muestra su campechana manera de ser. La peonada de las haciendas por donde pasa le llaman cariñosamente “patrón José María” o el “blanco”. Su vida entonces no pareciera estar marcada por el odio de las facciones en pugna. Hay quienes le recuerdan por estos días como el eco de la llanura espaciosa que golpea contra los farallones, que se escurre por los ríos y cañadas y retumba en oquedades, para regresar su presencia al grito del pasado y de las ausencias... Hombre recio y firme de esas tierras, como oros del Timbío, del Quilcacé y del Patía; el paisaje recio que le vio desde niño, contemplando el sol rojo del incendio de sus sueños, de su sangre y de su casta. Es en parte la representación de la América desgarrada, de su jungla, de sus volcanes y ríos, de sus pestes misteriosas, cataclismos y tormentas civiles. 66 José María Obando (1945), ob. cit., pág. 27.. 67 Ibíd., pág. 28.

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La entrevista de Torres y Obando llegó a oídos del vicepresidente Santander, quien escribió a Bolívar: “Obando es muy salvaje y demasiado bueno”.68 Esta observación de Santander muestra su profunda intuición para sorprender en su interior a los hombres. Su impresionante memoria selectiva le permite incluir a Obando entre el grupo de los altos oficiales que pueden servir a sus proyectos políticos. Desde el mismo momento en que Santander toma el poder no hace sino estudiar a los oficiales que puedan conformar el formidable partido que echará por tierra las pretensiones del “Tirano en Jefe”. No hubo en el Sur, durante el armisticio de Santa Ana, ningún suceso digno de ser narrado en estas crónicas. Entonces Sucre se encontraba en Guayaquil; en general la situación era tensa por las pretensiones invasoras del general realista Melchor de Aymerich y Villaguana, presidente entonces de Quito. En toda esta línea de combate se fijó el 27 de mayo como el día en que terminaba el armisticio. No obstante, los pastusos se adelantaron a esta fecha y mataron a varios oficiales desprevenidos que esperaban el inicio de las hostilidades. Poco después cayeron en manos realistas un grupo de oficiales de primera línea, notables por sus acciones frente a las fuerzas de Morillo; entre otros, el coronel Leonardo Infante y el comandante Florencio Jiménez, ambos venezolanos. Los hechos sucedieron del siguiente modo: un tanto confiados en sus ardides y habilidades, los llaneros venezolanos penetraron en la región de Timbío. Es aquí donde Obando va a ganarse uno de sus más meritorios galardones, pues se enfrentará a los reconocidos oficiales del ejército venezolano. Pone en práctica el método de la emboscada, y en un lugar de denso follaje los coge desprevenidos; ordena a una partida que le salgan al paso con una arrolladora fuerza, y acosados, el único punto de escape que les queda sea el puente de Quilcacé, el cual había sido tomado por José María. Mueren veinte soldados patriotas en la barahúnda del primer choque a lanzas y bayonetas, y cae prisionero nada menos que Simón Muñoz, el enemigo de José María69. Muñoz es fusilado en el acto, pero en cambio la actitud frente a los oficiales venezolanos prisioneros es otra: Obando ni siquiera llega a maltratarlos de palabra. Esta inusual reacción, en tiempos y lugares que producían feroces arremetidas y exterminios en los grupos de prisioneros que se cogen, y que era hasta código moral entre los bandos en pugna, fue un signo revelador de que en efecto José María había cambiado bastante; él cuenta en sus memorias que pesaban sobre su persona los consejos y buenos principios que les infundiera el general Torres. Para mediados de julio, las fuerzas del general Torres, con los últimos refuerzos que habían llegado, suman unos mil ochocientos hombres. Se cree entonces que es un contingente suficiente como para tomar Pasto. Este es el momento cuando entra en combate un enemigo inesperado: una fiebre terri68 Extraordinaria y premonitoria expresión de Santander, quien sin conocerlo bien ya lo quería. 69 Como ya fue referido, algunos sostienen que Simón Muñoz fue fusilado en el acto; los demás oficiales venezolanos que fueron atrapados, ni siquiera de palabra fueron ofendidos por Obando.

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ble que hace estragos en el ejército. Así y todo se emprende la marcha. Llegan a Patía el 29 de julio, y dejan a Popayán apenas defendida por un grupo de soldados al mando del comandante granadino Pedro Murgueitio; Popayán parece un hospicio o un cementerio por la gran cantidad de muertos que hay en las plazas, en las calles, todo producto de la misteriosa fiebre. Por el lado realista, y de los que van a hacerle frente al grupo que lleva Torres, entra en acción el ya mentado Juan Gregorio Sarria, hijo de los latrocinios cometidos por el mulato Caicedo, tan diestro en el manejo de la lanza como los mismos llaneros venezolanos, personaje, que llenará una de las páginas más tenebrosas de Colombia. Participaba Sarria de raras ceremonias religiosas antes de sacrificar a sus víctimas. Por aquellos tiempos, los presos y los muertos tenían “dueños”, y del dueño eran cuanto llevaran encima: todo, hasta sus almas. Este mestizo reunía las naturalezas diabólicas del empecinado conquistador español y el de los fieros indígenas que fueron inficionados por la cultura sangrienta del colonizador. Como experto guerrillero, Sarria supo esquivar las fuerzas de Torres esparcidas por Patía y Timbío y cayó sobre Popayán. A costa de una gran mortandad fue repelido, pero astuto y mañoso continuó en sus criminales merodeos buscando una mejor oportunidad. Entretanto, las fuerzas del general Torres seguían mermando; iba dejando en su marcha docenas de muertos a causa de las fiebres y el golpe aleve del guerrillero. Ante las barreras del Juanambú se detiene a considerar su situación. Calcula Torres que no podrá seguir avanzando sin que llegue a colocarse en una desventajosa posición. De modo tal que decide replegarse, decisión gravísima que provoca un enorme desgaste y un angustioso desconcierto. Comienzan las deserciones y los guerrilleros a dar pelea. Torres echa mano de otra inutilidad: Escribir pidiendo ayuda al general Santander. El vicepresidente le comunica al Libertador: “Yo no puedo lidiar más con el sur”, y se suspenden, extrañamente, suministros de armas y hombres a Popayán. Prefieren enviar ayuda a Sucre, quien como ya dijimos se encuentra en Guayaquil. Queda Popayán enteramente desguarnecida y a merced de los ataques inclementes. Bolívar va a conocer los más terribles descalabros de su campaña en territorio granadino, precisamente en las cuevas infernales de Pasto. Santander temblaba en su palacio de Bogotá, temiendo un descalabro. Con el realista Morales fuerte a sus espaldas, vigilante desde Venezuela, cualquier falla en los planes de la Campaña del Sur podía echar abajo el edificio completo de la república. De modo que penetrar a Pasto parecía un proyecto imposible. Sucre que estaba del otro lado de la mortal cuchilla, escribía a Bolívar pidiéndole que siguiera los consejos del vicepresidente, en el sentido de que para trasladarse a Quito lo hiciera por el puerto de Buenaventura, como él lo había hecho. Le advierte: “por Pasto difícilmente se logrará”. • 85 •

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En un arranque de desesperada súplica, Santander le ruega al Libertador que calcule lo insólito que representa aventurarse por esa región. Le dice:70 Nos queda otra vez el Juanambú y Pasto, el terror del ejército y es preciso creerlo el sepulcro de los bravos, porque 36 oficiales perdió Nariño, y Valdés ha perdido 23 que no repondremos fácilmente. Resulta pues, que Ud. debe tomar en consideración las ideas de Sucre y de abandonar el propósito de llevar ejército alguno por Pasto, porque siempre será destruido por los pueblos empecinados, un poco aguerridos, siempre victoriosos.

Santander en Palacio sufría extenuantes tensiones con los atrevimientos y abusos que hacía el Libertador con su vida. La gran aventura hacia los infiernos del sur le destrozará los nervios. Luego, en venganza, cuando se haya vencido a los pastusos, no querrá enviarle armas ni hombres por considerar que Bolívar realiza una guerra particular, caprichosa: liberar el Perú y Ecuador sin hacer caso de las complejas y contradictorias leyes de su país. En verdad en aquel momento, una derrota de Bolívar implicaba para Santander encontrarse entre dos fuegos: los realistas y los patriotas llaneros, ambos perversos, obtusos y nefastos para la organización de una república, pero una vez derrotados los enemigos, Bolívar sería un estorbo para sus ambiciones políticas.

Juan José Flores El Libertador sigue su intuición y su estrella. Hay cambios halagadores en el ambiente. José María los percibe. Nos encontramos en el 5 de enero de 1822. Simón Bolívar ha llegado a la ciudad de Cali, punto designado para la reunión general de su ejército antes de seguir a Pasto. Le acompaña un mocetón delgado, Teniente Coronel, de duros mostachos, un poco calvo, de tipo europeo: Juan José Flores. Es Flores nativo de Puerto Cabello y con una impresionante hoja de servicio: había participado en la defensa de Valencia el año 14. Ya el 15 General Juan José Flores era Alférez en el ejército de Apure. Peleó en las batallas de Arauca, Palmarito, Mata de Miel, El Yagual, Mantecal, Banco Largo, Achaguas, Caracoles, Mucuritas, Cojedes, Mijagual, Araure, Nutrias, Paso Marrereño, Gamarra, Trapiche de Alejos, Matícora, Carabobo, Puerto Cabello; había participado en las campañas de Trujillo y Mérida. 70 Cartas y proclamas el general Santander, colección de Roberto Cortázar.

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Ya para este mes de enero, el general Torres había quedado destrozado tanto por las enfermedades como las incursiones guerrilleras que encabezaban Juan Gregorio Sarria y los forajidos del Patía. Al mismo tiempo se había tomado la previsión de encargar de la protección de Popayán al coronel Joaquín París. El espectáculo de la ciudad desierta y maloliente provoca desasosiego y tensión. Apenas se coloca el Libertador a pocos pasos del formidable imperio pastuso, ocurre un cambio total. Se percibe un movimiento de inusitados clamores; se aumentan las ocupaciones de todos los patriotas supervivientes. Bolívar ha ordenado la confección de cuatro mil vestuarios, cien cargas de aguardiente envasado, veinte mezcladas con quina, seis mil cucharas de mate, dos quintales de hilos... Pero no se crea que Bolívar lleva sólo la idea de abatir a los contrarios mediante el acoso implacable de sus soldados. No. Su mayor esperanza la funda en la política que va a emplear para ganarse a los enemigos. En este estado de ingentes cambios ¿dónde se encuentra José María? Lleva un encargo peligroso Obando, una comisión ante el general Pedro León Torres, y va por los desfiladeros casi verticales que colindan con la región del Cauca. Ya sabemos que la esperanza se parece al miedo, y él lleva en el corazón una jugada que no sabe si es la última como guerrero. Los peones le van saludando con el consabido: “- Sin novedad, patrón”. Pareciera no tener prisa y va deliberando consigo mismo. Lo grave del asunto, es que su lentitud puede acarrearle un consejo de guerra, pues don Basilio anda brincando como caucho a causa de su tardanza. José María se encoge de hombros, buscando amplitud y serenidad a sus complejas cavilaciones; él mismo inventa otra comisión, y se justifica diciendo que nada es seguro en un medio apestado de tantas calamidades. Ya se las arreglará para entendérselas con don Basilio. Decide recabar dinero de las familias acomodadas. Los ecos de sus contrariedades se entrecruzan en su mente: unos de alabanzas al rey: ¡Adorado Fernando VII!”, y otros, de voces que como susurros discretos aseguran que el demonio insurgente de Caracas ha abandonado su posición en el Cauca. Va sopesando esas resonancias de odio o de temor, al tiempo que recibe información de que ciertamente el “mercenario del diablo” se encuentra estacionado en Cali con tres mil soldados veteranos. Al mismo tiempo corre la noticia de la ocupación de Cartagena y de una revolución en el istmo de Panamá. Curas sueltos que vienen de Lima (cortados los labios, horriblemente picados de alimañas por venir huyendo por el Amazonas) traen noticias de que el general San Martín ha entrado en el Perú; han destrozado al ejército español en Jauja. Obando no hace sino deliberar consigo mismo. Las Cortes españolas están revueltas, en México los realistas están en tratos con los alzados y Guatemala ha proclamado la Independencia. Poco a poco se va haciendo más real la posible caída del imperio. ¿Y Dios, coño? ¿Por qué Dios no se pronuncia? ¿Se siente o no como Teodosio I? ¿De qué bando será necesario defender la fe inmaculada? ¿Haremos como en el pasado, según • 87 •

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narra don Salvador, anatematizar con la firma herética mientras esperamos el reconocimiento y el triunfo que nos tiene prometido el Señor? ¿No importa del lado que se luche, tarde o temprano la obediencia triunfará y desde el lado enemigo quizás podamos hacer un servicio mejor?”. Crecen los rezos como el crepitar de las llamas en el viento: ¡por la devoción a Dios! ¡Viva el Rey!: - Cristo salva nuestra alma, por Ti y Contigo en las alturas. No desfallecer ni manchar nuestra alianza. ¡Muere Diablo, Corred a las armas y matad! ¡Muere Diablo! ¡Hatajo maldito! ¡Hatajo maldito! Fe en Cristo. Ofrendamos nuestros cuerpos, y nuestro corazón a la gran causa del Señor. A Cristo Salvador, con adoración sagrada, ofrendamos nuestro dolor y nuestra sangre. Dios guíanos en las alturas: Corra nuestra sangre; Contigo Dios en las alturas: ¡mátales, ¡mátales, vénganos, Señor! ... ¡Chuzo entra, Diablo sale! ¡Entra el fuego y sale el Diablo! ¡Y de mis uñas y de mis dientes y del puñal, y del hierro...! En este estado de morbosa ebriedad, Obando va considerando su delicada situación. Piensa en Bolívar a quien no puede imaginar sino como a un ser imponente y terrible, enano dueño de fabulosas posesiones, con inmensos capitales en tierras y minas: - Sólo la fuerza y la riqueza - a su entender - deben regir el mundo. La fuerza - y apretaba el puño -; la fuerza, y además un corazón devoto... Sí, la fuerza, la fe, el dinero y Dios deben dominar al mundo. Sobre todo la fuerza. ¿Pero, de que serviría la fuerza sin dinero, sin soldados, sin armas ni cañones? Así ha querido Dios que sea el hombre que ha de gobernarnos: una voluntad armada hasta los dientes, una voluntad con inmenso capital a su disposición. Penosa duda. Larga noche de meditación. Un día, muy de mañana, envía José María un posta al general Torres con un mensaje urgente. El posta de vuelta trae una noticia inquietante: Le aconsejo estimado señor, que usted se entreviste con nuestro Libertador. Le aseguro que no habrá más dudas en su corazón una vez que haya conocido a quien nos ha dado patria, honor y tantas glorias. Esta pudo ser la razón por la que José María bajo su entera responsabilidad declaró un armisticio en la región de Pasto. Caviloso, dominado por esa esperanza cada vez más parecida al temor, Obando expide desde el pueblo de Quilichao una carta al “excelentísimo Señor Presidente, Libertador, de la República de Colombia”:71 Una comisión que me ha confiado el gobierno, me ha conducido, hasta el punto, por segunda vez, en donde he encontrado la deliberación de continuar mi marcha hasta esta ciudad. Mañana lo verificaré con el mayor contento hasta ponerme delante de V.E., ofrecerle mis respetos, y felicitarme 71 Memorias del general O'Leary. Volvemos a insistir en que el señor Sañudo, además de otros errores, dice que Obando se pasó al bando patriota, por unos papeles que mandó a falsificar Bolívar. Esto no es cierto; la falsificación de los papeles a los que se refiere Sañudo tiene fecha del 19 de marzo de 1822, época para la que ya Obando había quemado sus naves pasándose al bando patriota.

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yo mismo, por llenar deseos tan ardientes que me animan y entrever y anunciárselo a V.E. Dios guarde a V.E. muchos años. Pueblo de Quilichao, enero 9 de 1822.

En virtud de este raro armisticio, Obando marcha hasta Cali. Lo hace con una división de las tropas de don Basilio García. Vestimenta y porte llamativo: preciosos paños que conservara desde los años en que su padre servía a las órdenes de Sámano. Un grupo de jóvenes patriotas de lo más granado que había en Cali relevó la guardia ante el anuncio de la llegada de un contingente realista al mando de un distinguido oficial. La presidía el joven y temible oficial cuyo nombre era suficientemente conocido por el Libertador. La entrada la hizo durante la noche, cuando se vio desfilar un grupo de soldados al son de tambores y cornetines. El gallardo mozo, que ostentaba insignias de teniente coronel, apareció entre dos filas de oficiales del ejército patriota. Se le dio paso franco hacia la estancia de Bolívar. Era de los más temidos realistas de la comarca. El teniente coronel Juan José Flores (el de los duros mostachos y del selecto grupo de oficiales que acompañan al Libertador) saludó a Obando como a un oficial superior, y sin mirarle a los ojos, con voz hueca e impersonal dijo: -En territorio libre de Colombia, bajo las órdenes de nuestro insigne jefe, el Libertador Simón Bolívar. Adelante teniente Coronel José María Obando... Hubo redoble de tambores, cambio de guardia en el campamento y una rápida marcha a lo largo de otra fila de oficiales. El escuadrón de los bravos de Apure giró en redondo y se colocaron detrás del joven Obando. Los tres mil soldados del ejército era un espectáculo llamativo, por la gran cantidad de fogatas diseminadas por el cuartel. El paso marcial de los oficiales que le seguían, el ruido solemne de las espuelas y espadas, la firmeza de gestos acostumbrados a mirar de cerca la muerte y el horror desviáronse un poco de sus rutinarios quehaceres para contemplar aquel mozo, que venía en plan de paz, amistad y quizás de prestar servicios a la patria. El Libertador lo atendió con modestia y serenidad. Lo que más impresionó a Obando era la calma de aquel hombre de quien todo el mundo decía era un volcán de pasiones políticas. Estaba Bolívar prematuramente envejecido y tenía en la mirada la dulzura de la experiencia, la que imprime el dolor, la soledad y el tormento; una mirada llena de comprensión, de firmeza moral y de una extraordinaria nobleza. Una mirada por la cual podía hundirse inefablemente cualquier hombre de imaginación, curada, curtida en las miserias. Dice el historiador José Manuel Restrepo72 que Bolívar le inspiró respeto y confianza, y sembró en el corazón americano de Obando 72 J. M. Restrepo, Historia de la Revolución de la República de Colombia; tomo II, Besanzón, Imprenta de José Joaquín, Grande Rue, Nº 14, 1858.

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el germen de los principios republicanos, que bien pronto debían hacerle amigo de Colombia. José María cuenta por su parte:73 Fue cuando conocí al hombre prominente de América del Sur que tantos días gloriosos dio a Colombia, y el mismo que habría de concluir perdiendo sus glorias, y dejando a sus conciudadanos sin idioma político

Bolívar habló a Obando de los triunfos recientes de Carabobo y Boyacá, de las gestas de Páez contra el pacificador Pablo Morillo, de la avanzada de Sucre en los linderos con el Perú. De la solidaridad de los pueblos americanos desde Argentina hasta México. Hechos y relatos donde no había la menor duda de que los días del imperio español en América estaban contados. Es imposible dejar de sentir el enorme influjo moral del Libertador, el hombre que había conquistado a Morillo en Santa Ana, a Páez en Apure, a Mariño en Oriente, a Arizmendi en Guayana, a Bermúdez en Güiria. Imaginemos al Libertador dirigiéndose a Obando: - ¿De qué podría honrarse usted?, señor. Le aseguro que esta lucha no durará más de dos años. España será vencida no sólo por la justicia humana sino por la misma justicia universal que está con nosotros. No pierda usted esta oportunidad de acompañar a su pueblo en el más hermoso gesto de solidaridad y hermandad colombiana. Yo no puedo hablarle a usted sino como a un colombiano más, como a un compatriota, y me atrevo a divisarle ya como uno de nuestros oficiales, del grupo de los libertadores. No quiero siquiera pedirle nos hable de lo que usted debe decidir en tan difíciles circunstancias, sino que por mi cuenta redactaré un oficio al general Torres para que lo incluya en la vanguardia del ejército republicano estacionado en Popayán, y tenga usted oportunidad de servir a las glorias de América. Había recibido José María un verdadero baño de ácido sulfúrico. Nacía Obando para una lucha civil, dentro del concepto del republicanismo, que habría de durar más de cuarenta años. Partió en volandas para Pasto. Dejó estacionado en Cali parte del grupo de soldados que le habían acompañado en su encuentro con el Libertador. Más adelante se unió a una división que había dejado en el Huila; división que desconocía las negociaciones que había hecho Obando en Cali. De aquí marchó entonces hacia La Plata, desde donde hizo partir correos con informaciones falsas al coronel Basilio García. Uno daba cuenta de operaciones estratégicas para recoger hombres y bagajes, otro sobre los movimientos del Libertador en la región del Cauca. Había pensado ir a Popayán y hablar con el general Torres, pero en el trayecto tuvo noticias de que don Basilio estaba enardecido por su conducta, que no sabía dónde estaba ni qué hacía. El jefe realista estaba dispuesto 73 Apuntamientos, pág. 47. Vale la pena observar que este estilo pareciera más bien del secretario de Santander, el doctor Francisco Soto, hombre inteligente e intrigante que probablemente retocó los papeles de muchos caudillos que iban surgiendo al amparo del grupo liberal que dirigía el vicepresidente.

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a llevarle a prisión en cuanto entrara a Pasto, circunstancia que aceleró sus propósitos de desertar. Marchó entonces a Popayán “con la frente muy en alto” y allí le fue refrendado el grado militar que le habían conferido los españoles. Redactó un oficio que envió a García, a Juan de la Cruz Murgeón, capitán general de Quito, y al señor mariscal de campo don Melchor Aymerich (el que quiso decapitar al general Antonio Nariño, luego que se lo remitieran preso a su jurisdicción militar), en el que con estilo desagradado por lo que venía escuchando de su conducta, mencionó que estaba cansado de servir a una causa innoble y condenada a la desgracia. Que decidía ser lo que era y había sido siempre: colombiano, un soldado republicano. Añadió sin embargo que estaba agradecido del comportamiento de un grupo de los oficiales realistas que en todo momento le habían tratado con consideración y amistad sincera. En realidad, y sin saberlo, Obando emprendía desde el campo patriota una lucha reivindicatoria de los objetivos fundamentales de la monarquía española. La mejor manera de emprender esta causa era colocándose desde el lado republicano, y con el disfraz del radicalismo liberal que tanto auge tomaba en Europa; estos “liberales” motejaban de serviles a los que veían con malos ojos un reformismo exagerado, absurdo, aberrante, fundado sobre egoísmos y sectarios intereses particulares; el radicalismo que arrastraría también a José Hilario López.

Obando El Republicano Hombres de todas las especies se hallan en nuestros generales, jefes y oficiales, y la mayor parte de ellos no tienen otros méritos, sino el valor brutal, que ha sido tan útil a la República; y en el día, en medio de la paz, es un obstáculo al orden y la tranquilidad; fue un mal necesario. Simón Bolívar

Pasaba Obando a servir bajos las banderas de la República de la Gran Colombia; Bolívar y Torres le hicieron sentir la obligación de separarse de los españoles y “me demostraron las incoherencias de las razones con que yo defendía mi juramento”74. Pero del batallón que había ofrecido paGeneral José María Obando 74 Confesión que hace José María en sus memorias Apuntamientos para la Historia.

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sar a los patriotas, la mayoría regresó a Pasto a las órdenes del coronel don Basilio; con Obando sólo se pasaron dos oficiales - entre ellos Juan Gregorio Sarria - y uno de sus asistentes. También disimularon volverse patriotas asesinos como Juan José Caicedo, los Erazo y Joaquín de Paz. De inmediato José María comienza a poner en práctica sus obligaciones republicanas: es comisionado para buscar bestias y hombres por las comarcas vecinas a Popayán. Habiendo sido destinado, como dijimos, a la Vanguardia de la División del general Torres, quiso, apenas tomaba posesión de su nuevo cargo, poner algunos reparos a las acciones que se meditaban ante el mismo Libertador, pues prefería que se le diera un puesto de menor responsabilidad. Esta conducta de culpabilidad y duda de sí mismo, de un sentido de la honorabilidad, extraña - por cuanto que nada gana tanto la confianza en quienes nos la dan, como la demostración de sincero y justo proceder en situaciones críticas - va a ser una constante en el proceder de toda su vida pública. Cuando plantea esto al Libertador, éste le contesta que su fisonomía no es de engañar a nadie, y no le pide sino que le exige deponga su recelo. Va José María adelante, por el Tambo hacia Cuchimao, despejando de bandoleros el camino hacia Pasto. Con un grupo de comarcanos que se le unen a su fuerza, va dando pruebas a Bolívar de su ascendiente, de la fuerza persuasiva que tiene sobre los pobladores de la región. Muy pronto va a comprobar Bolívar que cuanto le contaba Santander no eran informes exagerados, como también llegará a comprobar que José María no es como le decían, una especie de sumo sacerdote y guerrero que iba atraer hacia la causa patriota a muchos enardecidos e indomables pastusos. A medida que se interna en el escabroso terreno las bajas crecen alarmantemente: más de treinta por día. Para completar no hay suficiente alimentos, el clima es severo, y los habitantes son apáticos, indiferentes a su lucha o tan ignorantes que ni siquiera saben de qué trata el extraordinario rebullicio que cunde por todas partes. Para entonces los guerrilleros habían cambiado de táctica: no atacaban de modo frontal sino que se replegaban a los flancos; dispersos, desde los sitios más inesperados, hacían ataques diarios que ponían a la desesperada a un ejército acostumbrado a movimientos rápidos. El coronel García, quien estaba al frente de los pastusos, no escatimó esfuerzos para hacerle sentir al Libertador que no le asustaban sus “bravatas agresivas”. Hizo García un nerviosísimo movimiento de arrase que causó verdadero pavor en el frente patriota. No obstante siendo acosado, la decisión de Bolívar de avanzar continuará en todo momento intacta; García habilidoso y cauto, viéndose cada vez más cercado, emprendió una cuidadosa retirada, en donde tuvo incluso que matar a pastusos que se negaban a seguirle: va quemando haciendas, a la vez que arrea todo el ganado que encuentra a su paso. Se sitúa en el alcázar natural de las fortificaciones formidables del Juanambú. Por las cornisas de estas abismales cumbres va colocando a su gente para las fulminantes emboscadas. Entre los que realizan una intensa actividad se encuentra el obispo don Salvador Jiménez de Enciso Cobos y Padilla. • 92 •

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Hay un momento en este encuentro, de tan complicada e incómoda lucha, que García confía en poder destrozar la moral de los patriotas apoyado en el frenesí de sus suicidas guerreros, y con el ardor que provoca en ellos los clamores religiosos confundidos horriblemente con el viento y el eco de las montañas. Cada hora envía un grupo de fornidos indígenas por los desfiladeros para que de modo suicida se hagan inmolar frente a los insurgentes; inmolar, pero a la vez producir un gran desconcierto y numerosas bajas en las posiciones, mejores defendidas, de los patriotas. José María es frecuentemente requerido para que dé información de los puntos críticos del enemigo: de sus tácticas, de la geografía al otro lado de los abismos que nada permiten ver. Cuando el número de bajas en el bando patriota llega a un millar, Obando no sabe de qué lado está la esperanza; ese porvenir tan ávidamente buscando en las azarosas horas de la guerra, cuando meditaba en los orígenes de su nacimiento maldito y se preguntaba por qué había venido a este mundo. Sus consejos a los jefes patriotas son vacilantes, y pronto reconfirmarán los oficiales patriotas que no era una pieza tan valiosa como se esperaba. Hay un momento en que el Libertador reconviene severamente las nulas acciones de José María Obando y éste responde que no se cumplen sus órdenes, que no es su culpa el lugar escogido para enfrentar a García, que el Juanambú tiene mil infinitos recovecos, poblados de seres que no temen a Dios ni al Demonio. No obstante, el Ilustrísimo obispo Jiménez de Enciso, se retira recelosamente hasta Ipiales, territorio montañoso, ideal para guarnecerse de las posibles diabólicas arremetidas del caraqueño. Por el camino va regando sus rezos y porfías: Mi objeto de mi ida es el de reanimar vuestro espíritu para que hagáis el último esfuerzo de conseguir la total destrucción del enemigo, que a consecuencia de vuestro valor ya está próximo a ser completamente destruido ¿y dejaréis escapar los laureles de vuestras manos? ¿Y os queréis sujetar a la más fiera esclavitud por falta de constancia, cuando ya habéis vencido? No lo creo, y me lisonjeo de que dóciles a mi voz saldréis todos al campo del honor para recibir la corona que tan dignamente habéis merecido.75

Entretanto, Sucre sabedor del puente por el cual llevan pertrechos a García desde Quito, da un certero ataque: destroza en Ejido un contingente español, y con ello el punto vital de refuerzo a Pasto. Este golpe detiene temporalmente el empuje pastuso, momento que aprovecha el Libertador para seguir avanzando. Es un movimiento lentísimo, por caminos donde no pueden pasar las bestias; zonas escarpadas, casi verticales, con resbaladizas piedras que al desprenderse provocan escalofriantes ecos. Se detienen dos días a las márgenes del Juanambú mientras se discute si adelantar o hacer un amago de retirada para desconcertar el enemigo. Hay mucho des75 Agustín Agualongo y su tiempo, Ibíd., pág. 463.

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ánimo y confusión en la tropa. Nada peor que ese rumor de comentarios contradictorios que cunde entre la oficialidad contenida por el enemigo, por la naturaleza de un frío entumecedor, el desolado ambiente de un lugar plagado de formidables e imprevisibles obstáculos. Los elementos mismos que habían desecho al general Antonio Nariño. Hay quienes piensan, entre ellos el teniente coronel Juan José Flores, que debe cruzarse el Guáitara y penetrar Pasto por su lado sur. El 6 de abril los realistas ocupan las alturas de Cariaco, apenas a una legua del ejército patriota. Como siempre en abril, el mes maldito, cae Obando en una bochornosa depresión; es un desencanto que le ahoga, una culpa que le deprime; sufre mareos, terribles dolores de cabeza; echado en un catre hecho de bejucos contempla el curso desgraciado de sus decisiones. No hay salida posible: todos han caído en la telaraña de invisibles bichos y de raro ulular; las ropas empapadas de fango, la pólvora mojadas, los alimentos podridos, el ocre olor de la desesperación mezclada con el cansancio en todas las miradas: cortada la vía por donde deben llegar los pertrechos, no queda sino esperar la hora en que se los trague el infierno de las fiebres y de los animales de presa, astutos asesinos escondidos en aquel inmenso mar de prodigiosas pestes. En el fragor de un combate que le llega como en un sueño, imagina que han roto el flanco que defendía el general Torres. Hasta allí el conocimiento... Va cayendo la tarde, corta un soplo frío de cellisca que vienen de las alturas del Galeras, y todo es yermo, desolación y un silencio agudo, crujiente de pesar... siguen cayendo heridos entre los jefes y así Carvajal, Joaquín París, Luque, García, Galindo, Valencia, a tal punto que a la hora y media de fuego, la vanguardia no tienen oficiales de alta graduación para mandar - lástima que Obando esté postrado -. Entra en combate el Vencedor de Boyacá que forma la reserva, y al fin pasa uno de los puentes, para ir a estrellarse contra las trincheras enemigas; los realistas a su vez avanzan por el llano, toman dos banderas y muchos prisioneros, y cuando parecía hundirse, Valdés al frente de su batallón trepa por las alturas, apoyándose en las escarpas, y trabando sus bayonetas para lograr flanquear la derecha de don Basilio y ocupar la altura, donde el abanderado Domingo Delgado planta la bandera de Colombia, en lugar del pendón de Castilla.76

En medio de esta sofocante situación dispone el Libertador que Obando sea trasladado al hospital. Mientras es llevado en un guando, por entre las balas y estertores de muerte, va delirando el teniente coronel, “el más formidable guerrillero de Pasto”. Escucha en su agonía que Bolívar ha despachado un posta con oficios urgentes a Popayán. Una onda como el rumor de una tormenta lejana se esparce por el frente republicano. Es como 76 A.J. Lemos Guzmán, Obando, de cruz verde a cruz verde. Editorial Universidad del Cauca, Colombia, 1959, pág. 71.

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si renaciera un aliento sublime y solemne en la tropa: “- ¡ni un paso atrás, que apenas si entramos en batalla!” Es otra vez la voz de Bolívar. La batalla se reanuda el 7 de abril, en la espesura del bosque y de la noche, perdiéndose en cada ataque y en minutos, un centenar de hombres (por parte de los patriotas). Quizás lo peor sea el trasnocho de diecisiete días de marcha forzada, unida al estado de terror que soportan a cada momento, de los guerrilleros muy bien apostados entre los tenebrosos y fantásticos desfiladeros, invisibles en la negrura del bosque, ocultos en el confuso e inquietante ulular de los ecos del viento. Don Basilio ante la vacilación de su tropa cede parte del terreno para situarse en un punto al sur llamado Hatoviejo, y poco a poco van entrando en el campo de Bomboná. Entre las primeras avanzadas va el general Torres. Lo mejor de los realistas y lo mejor del ejército patriota frente a frente. El batallón Aragón y los Invencibles frente a Rifles, Vencedores de Boyacá y Vargas. Bolívar está desesperado por la lentitud de las operaciones de Torres, entonces en un arranque de angustia decide sustituirle. Tal determinación hace que Torres, en terrible desafío a sí mismo, tome el fusil y ruegue a Bolívar que al menos le deje luchar como soldado. Es cuando el Libertador reconoce su error, y deja a Torres en la posición que venía defendiendo. Torres, despechado, con imprudente valor, se interna en lo más brutal del combate, cae mortalmente herido. Se extiende una nube de polvo en un claro de la montaña que llega hasta el campo. La feroz arremetida del desesperado Torres ha provocado al menos que don Basilio se retire: Éste ha perdido terreno, puede decirse, con harto escepticismo de parte del grupo de los patriotas, que al fin ha vencido. ¿Vencido? ¿Y el denso zumbar de esas ánimas que miran con ojos de lobos desde las rocas, desde las cuevas, en los árboles, bajo la tierra, en cada bohío, en cada sombra? La Batalla de Bomboná ha sido un triunfo desastroso para las fuerzas patriotas, y fue el único escenario de guerra donde Bolívar pudo caer prisionero por la gran fuerza envolvente que desplegó el enemigo. Caer prisionero como le ocurrió a Nariño. La pérdida de los patriotas fue veinte veces mayor que la sufrida por los españoles. En verdad, dice el escritor Lemos Guzmán, que si los colombianos habían ganado el campo, por otro lado perdieron la fuerza. Por primera vez en la azarosa historia de la Nueva Granada los pastusos habían sido vencidos, ¡pero a qué costo! - ¿Saben? Los pastusos no serán jamás vencidos, pues carecen del sentido de la vida, así como nosotros la entendemos. No son crueles ni sanguinarios sino obedientes: matan y descuartizan a los cuerpos de muy buena fe; incendian, destruyen lo que se les ordena, pero lo hacen de buena fe: son simplemente obedientes. Carecen de miedo y no saben lo que es el sufrimiento, y gozan con el dolor: viven del misterioso placer del dolor. Pero son piadosos; eso sí: se conmueven ante un anciano que enferma, lloran ante el sufrimiento de un desvalido y saben compartir lo poco que tienen con los demás; incluso pueden morir plácidamente de hambre, • 95 •

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sed y frío con tal de ser obedientes. Sí, no son asesinos sino obedientes, despiadadamente obedientes.77 Debe referirse, que con anterioridad a esta batalla, el 24 de mayo, Sucre había triunfado en Pichincha; batalla que condujo a la completa liberación de Quito y a que el territorio de Pasto quedara completamente abierto para las operaciones del sur.

El Demonio en Pasto

En la madrugada del 8 de abril, en medio del estertor de moribundos soldados, y en medio de voces que hablaban de la pronta reanudación de la marcha es cuando Obando cae en la cuenta de que al fin se ha vencido. Pero era tal la debilidad de su espíritu que aconseja suma prudencia, porque se especulaba sobre una ofensiva mayor por parte de los españoles. Bolívar hizo una visita al hospital al tiempo que iba recibiendo el parte médico sobre muertos y heridos. José María cuenta que el Libertador le envió uno de sus edecanes, quien le advirtió que aquella noche del 8 de abril, iban a partir y que se dispusiese a marchar de cualquier de modo. Añade Obando:78 Yo me hallaba en lo más grave de mi enfermedad, y absolutamente mis miembros carecían de todo movimiento; en este campo debí quedar junto con el desgraciado Torres, gravemente herido, y con nuestro numeroso hospital, para caer luego en mano de los españoles; pero éste es el lugar para recordar con gratitud los distinguidos esfuerzos del Libertador para salvarme; en medio de tanta atención y de tanto afán, tuvo el cuidado de ir a mi casa a decirme que prefería verme expirar en medio del ejército, antes que permitir que yo cayese en poder de los españoles, y que había comisionado al teniente coronel Eloy Demarquet, para que exclusivamente se encargase de mí. Efectivamente se me llevó en una hamaca, por piquetes de infantería que se relevaban, pagándose un peso diario a cada soldado.

La orden del Libertador fue retirarse hasta el Peñol. El ejército en aquel momento estaba exhausto, y expuesto a una feroz arremetida. Era un momento en que el Libertador esperaba refuerzos de Popayán. No dejaba Obando de lamentar, el no haber podido luchar contra los pastusos, en 77 "Los milicianos pastusos no eran crueles, pero sí obedientes hasta la exageración, como ha sido su distintivo a través de todos los tiempos, y si se propasaron fue por las órdenes superiores que recibieron"... "Se puede acusar a ese cristiano pueblo de tozudez, de fanatismo, si se quiere, pero no de salvaje, criminal, infame, como se lo ha llamado por historiadores de todos los pelajes. Estaba en un error involuntario ciertamente, pero con la mejor buena fe del mundo. Así lo creía y por ello peleaba y sacrificaba su vida con un valor espartano y una pureza de intención de que hay pocos ejemplos en la historia." Sergio Elías Ortiz, Agustín Agualongo y su tiempo, Ibíd., págs. 416, 501 y 502. 78 Apuntamientos., págs. 54, 55.

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momentos cuando escucha redactar el informe que será enviado al vicepresidente; en él se explican las privaciones del ejército. La lucha en un lugar donde el enemigo es más cruel que las fieras y que pelea sin distingo de sexo, edad o rango social. y donde la naturaleza compite con las fieras en su afán destructivo. Al final del informe van las palabras de Bolívar que dice: ¨siempre hemos vencido. Nuestra disciplina y valor han triunfado de todo, y el enemigo no puede jactarse del triunfo una sola vez, un solo minuto siquiera”. Un optimismo propio del Libertador, cuando pasaba por tremendas adversidades. Estas palabras por otro lado debieron resonar ofensivas a Obando que nada había podido hacer para merecerlas ahora como patriota. Los refuerzos pedidos tardarían treinta días en llegar, porque Bolívar impaciente se había retirado a Mercaderes, en el valle de Patía. Reforzada la tropa, el Libertador pudo lanzar un ultimátum definitivo a don Basilio García. Ante estas amenazas, los enardecidos pastusos no quisieron aceptar las condiciones exigidas. No queda sino responder con un ataque implacable, y se dan órdenes contundentes: Erizadas las montañas de hombres, extraños pertrechos, banderas, cañones, enormes fogatas cortando las posibles salidas del enemigo, ciertos elementos nuevos que alarman a los pastusos; el Libertador desplegando esa habilidad desconcertante y temible, el verdadero “demonio en llamas”. Don Basilio acaba por aceptar una capitulación; entiende que si sus soldados son fieros, ¿qué pueden frente al Demonio? Podrían hacer una resistencia formidable, pero esto no sería sino retardar un poco más el definitivo descalabro, pues bien sabe que al Demonio no lo pudo contener Boves, Tiscar, Morales, La Torre, Calzada o el ingente pacificador don Pablo Morillo... y que su tozudez lo impelería a resistir o vencer. Con el lento andar de los años caerá en la cuenta Obando de que las grandes batallas, con renombre universal, son muy pocas; que se dan muy pocas cada dos o tres siglos. Luego querrá provocar guerras que emulen batallas como las de Bomboná, Boyacá y Carabobo, pero será demasiado tarde: no habrá causas que las justifiquen, y para las revoluciones que se provocan no hay hombres probos que las defiendan. Por esta vía se desatará en esta América la locura de los césares fascinados o cegados por las gestas del pasado; errarán por los campos pretendiendo revivir las ingentes proezas de Bolívar. Tomarán el fusil en la búsqueda inútil del tiempo y de las glorias perdidas. Algo parecido sucedió a Obando, a J.H. López, a Pedro Briceño Méndez, Perú de Lacroix, Carujo y a Tomás Cipriano Mosquera. Observe el lector lo complicado de las negociaciones y enredos de la capitulación española: aceptada la capitulación, la tarde del 7 de abril, será en julio cuando Bolívar pueda cumplir uno de sus más grandes anhelos: entrar triunfante en Pasto. El recibimiento del pueblo fue frío y había quienes suplicaban a don Basilio continuar la orgía de sangre, todo por ser obedientes. Querían continuar matando de buena fe. Fue un momento de desconcertante vacilación para don Basilio, quien ante estos llamados se • 97 •

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conmovía, pues él sabía mandar y había aprendido a interpretar la vocación sangrienta de aquella horda de seres tan obedientes. Apenas cambiaba de mano el poder, la historia de siempre, salieron los curas a inclinarse, a adular, a servir con la mayor devoción (bajeza) al nuevo mandamás. No hay seres más devotos del poder que los curas. Pronto las calles se vieron adornadas con flores al paso del demonio y los clérigos, hijos de Pasto, disputándose un lugar para cargar las varas del palio. El obispo Jiménez y los jefes realistas pidieron a la población que se rindiera a la espera de “La Gran Venganza”. Decían que la ira de Dios apocaría la soberbia de los insurgentes. Que se retiraran a sus guaridas. Los endiablados fanáticos se sometieron, se calmaron y se sosegaron un poco; escondieron sus armas y los despojos de sus tropelías; muchos se internaron por las cuevas de los lados del Juanambú, a la espera del divino llamado. No menos de tres mil soldados patriotas habían matado los pastusos hasta entonces y se evaluaba la pérdida de oficiales en unos cien. De los “mataherejes” que salieron a recibir al Libertador muchos llevaban a escondidas el mazo del desquite; la orden que se había dado era sonreír, aplaudir y bailar al son que tocaran los triunfadores. ¿Cuál sería el sentimiento del Libertador cuando pasó por el lugar donde nueve años atrás cayó abatido a balazos el caballo que conducía el general Antonio Nariño, de los oficiales que habían llegado más lejos en las incesantes luchar por vencer a Pasto? El Cien Veces Excomulgado llegó a la iglesia rodeado de clérigos y diáconos que no encontraban cómo servirle; algunos querían nombrarle obispo, lo que no era raro, pues como hemos dicho, el poder siempre ha estado íntimamente relacionado con la iglesia, desde los tiempos de Constantino. El Cien Veces Excomulgado recibió del obispo la paz y el incienso, y bajo palio continuó hasta el presbiterio donde estaba dispuesto un sillón ricamente adornado, rodeado como moscas por docena de clérigos; en ese momento Bolívar quizás pensaba que la tiranía, la perversión de los clérigos (como en las mujeres) está en su debilidad. Era Dios, el Demonio en aquel momento: “Si el emperador ha recibido el nombre de Augusto, se le debe fidelidad y obediencia, así como un servicio sin descanso, como a un Dios actual en persona”79. Como acción de gracias se cantó el Te Deum, y concluida la ceremonia, el Cien Veces Excomulgado, fue acompañado por lo más granado de la curia hasta la puerta del templo y de allí a la casa que en la plaza mayor se tenía reservada para atenderle, donde no había espacio para los curas que se esmeraban en servirle. El propio obispo Jiménez, poco después, misteriosamente apareció en Pasto; se entrevistó con el famoso Cien Veces Excomulgado y participó en la organización del tipo de política republicana que había que escoger para 79 Echando mano del cristiano Vegetio, siglo IV, escritor militar y autor de un tratado sobre la guerra.

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Pasto, de ahora en adelante. Se decidió que ésta perteneciera al departamento del Cauca y se nombrara como gobernador al coronel Antonio Obando. Por el tacto, el cuidado, generosidad y tesón que puso el Libertador en organizar inmediatamente esta región, podemos ver una disposición moral muy distante de la que luego dieron a conocer algunos historiadores granadinos, en el sentido de que Bolívar herido por la tenaz oposición de los pastusos, les tomó odio. De haber sido así, en aquel momento habría pasado por las armas a un numeroso grupo de prisioneros cogidos en el campo de Bomboná; por el contrario los indultó. Llamó al obispo Jiménez - quien ipso facto se inclinó a sus mandatos - para que orientara cristianamente a este pueblo.

Guerra civil de excomuniones El motivo principal de este trabajo es presentar un esbozo general de la participación de Pasto y sus lugares más cercanos en el conflicto de la revolución de Independencia. Además de mostrar el carácter belicoso de su gente (que luego constituirá un bastión formidable en las guerras civiles y conmociones políticas de la Nueva Granada) un grupo humano sin parangón en los anales de Americana. Pues los pastusos no se sentirán colombianos como el resto de las poblaciones que había libertado Simón Bolívar. Ni siquiera Lima se mostrará tan refractaria al sentimiento independentista. No eran los pastusos como los llaneros que cambiaban de banderas cuando sus jefes morían o cuando sus jefes decidían lucir las escarapelas republicanas en lugar de las insignias reales, o viceversa; como por ejemplo sucedió a aquellas huestes sanguinarias que sirvieron a José Tomás Boves y luego se cobijaron bajos las banderas de José Antonio Páez. Aunque grandes caudillos de esta zona como Simón Muñoz, Obando, Juan Gregorio Sarria, Hilario López, Mariano Alvarez, se cobijaron con el manto republicano, jamás dejaron de ser fieles a Fernando VII. Tanto es así, que muchos años después de haber muerto este monarca, estos jefes, en sus correrías, seguirán enarbolando su nombre junto al de Cristo, la Virgen de los Dolores y la Virgen de las Mercedes. Cuando Bolívar llega a Quito, creyendo que sus moderadas medidas serían acatadas en Pasto, los guerrilleros que en siete años habían estado batallando sin descanso al lado de las huestes españolas, escucharon el mandato de sus instintos, las órdenes de sus salvajes jefes y comenzaron a desenterrar armas y amuletos. La atención especial desplegada por el Libertador con los vencidos, la generosa capitulación que se había firmado, el correcto comportamiento de la tropa colombiana en la ciudad que pagaron cuanto consumieron durante su estancia; nada de esto valió, pues en el fondo fulguraban los viejos odios y recelos, que no tenían además explicación alguna. Faltaba • 99 •

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un loco que supiera despertar estas abominaciones para encender con luces nuevas y brutales la lucha. Transcurrieron cinco meses de plena paz, en la que los indios volvieron a sus laderas, los hombres del campo a la siembra, las mujeres y niños a la sencilla y dulce vida doméstica, pero después de un corto lapso de paz se presentó en la ciudad el teniente coronel Benito Boves, sobrino materno del infernal José Tomás Boves (que fuera alanceado por el general Zaraza en Venezuela). Había escapado milagrosamente de las huestes realistas que habían sido destrozadas en la batalla de Pichincha. Llegaba Benito Boves con otros feroces guerreros con deseos irrefrenables de vengar las ofensas recibidas en Pichincha. Comenzó a contar a su manera la política herética y fantasiosa de los patriotas y las crueldades que iban infiriendo a los cristianos. Que si el “Demonio” llegaba a coronar sus propósitos sustituiría a Dios por la veneración de su persona, “ese zambo despreciable”. Boves es secundado en sus peroratas y explicaciones por el teniente coronel Agustín Agualongo, veterano en las batallas de Yaguachí y Pichincha. Ambos se hacen acompañar por un séquito de curas, la mayoría de los cuales habían llevado las varas del palio a Bolívar, pero qué importaba. Reúnen ambos veteranos a un grupo de soldados dispersos y con el mayor sigilo hacen el acarreo de trasladar armas desde todos los lugares vecinos, al convento de monjas concepcionistas; este convento era una guarida donde se mantenía intacta la mayor adoración por los pendones del amadísimo Fernando VII. El 28 de octubre de 1822 se escuchan los alaridos de una turba en la plaza; se ven las enseñas de la Virgen de las Mercedes, las mismas que ondearon durante la escabrosa destrucción de las fuerzas de Nariño, lo cual era signo de que esta vez Dios si favorecería a los alzados. La situación comienza a tomar calor; los nervios y los pelos se erizan, las voces se tornan roncas, los brazos se alzan en desafío; se estremecen los corazones y pareciera temblar la tierra. Nadie queda en casa. Densas nubes cubren las laderas al bramido de los cuernos; se entenebrece el aire cargado del olor de pólvora. La ciudad ha sido tomada. Corren por las calles con el estandarte real, el cual le han arrebatado a un alférez que lo guardaba. Truenan los alaridos de ¡Viva el Rey! ¡Jesús! ¡Fernando VII!”; se va anunciando: ¡Guerra Santa contra los malvados usurpadores de los derechos del muy amado Fernando VII y enemigos jurados de la religión católica y apostólica y romana!”80. El inepto gobernador Antonio Obando no necesitaba de una milésima muestra de esta frenética avanzada para declararse ipso facto totalmente destrozado. Benito Boves, sin muchos preámbulos se encasquetó el título de Comandante General del Ejército del Rey, e hizo gobernador político y militar a don Estanislao Merchancano, veterano realista que había firmado la capitulación como jefe del escuadrón Invencible. 80 Sergio Elías Ortiz, Agustín Agualongo y su tiempo, Ibíd., pág. 484.

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Hubo una tímida protesta del vicario y juez eclesiástico Aurelio Rosero a esta locura que llamó a esta rebelión criminal bochinche, que “profanaba y envilecía el sagrado nombre del rey”. - ¡Anatema contra Rosero!, fue la respuesta del curerío desaforado que acompañaba a Boves. Pronto desde distintos lugares llegaban eclesiásticos solidarios con el alzamiento, entre ellos, de Buesaco, el presbítero Manuel José Troyano León y Calvo. Troyano fue nombrado por Boves, “Vicario General Provisional Castrense a nombre del rey don Fernando VII”. Qué tal le queda a Cristo, eso de vicario castrense. Repuesto pues los virulentos estandartes (en manos de los pastusos) de “Cristo” y de “Fernando VII”, se regresó a un gobierno del medioevo en Pasto. Boves estableció su cuartel general en Muechiza y dictó una orden de reclutamiento forzoso y expropiación de bestias. Véase que estas medidas harto represivas no creaban odios ni rencores, pues los pastusos sabían obedecer y si mataban lo hacían de buena fe. Claro, jamás supieron obedecer al Libertador, ni en nombre de él llegaron a matar de buena fe. Con las bestias expropiadas, Boves pasó el Guáitara y cayó sobre Túquerres, y sin pérdida de tiempo los guerrilleros se adueñan del territorio hasta los confines de Tulcán. Como eran necesario más recursos se publicó una lista de los individuos que debían contribuir para la defensa de los pendones reales; esta exacción la puso en práctica y sin cuentos el señor Merchancano y el primero que cayó fue don Aurelio Rosero con la bicoca de mil pesos (¡Ay Dios! ¡No se le toque a un cura por el lado de la plata!). El que no cumpliera con estas exigencias sería pasado por las armas. Rosero saltó con la siguiente declaración de excomunión: Don Aurelio Rosero, presbítero vicario juez eclesiástico de esta ciudad y su comprehesión, etc., hago saber a todos los fieles... (que en venganza vil y sacrílega de mi legítima desaprobación y de la de los otros eclesiásticos seculares y regulares, de juicio, probidad y honor, han avanzado a otro inaudito exceso los que se llaman jefes: De imponerme a mí y a los indicados de una contribución pecuniaria forzosa con otras circunstancias y prevenciones de comparecer al cuartel general de Guáitara a responder de nuestra conducta, como traidores al rey, auxiliados los miserables en medio del envenenamiento de su corazón, de la fantástica autoridad de un ciego desgraciado hermano nuestro, llamado vicario general castrense, doctor don José Manuel Troyano, cura desertor de Buesaco, creado por las mismas autoridades del tumulto, y que aun cuando ciertamente tuviese la imaginada investidura, ninguna jurisdicción, ninguna atribución ni autoridad le conceden los cánones y bulas de la materia sobre los eclesiásticos que fuesen dependientes suyos en el ejército... por cuyo enormísimo atentado, exceso de erigirse en jueces eclesiásticos, de ejercer facultades que en todo evento estarían muy distantes de ello, de violar las leyes, • 101 •

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atropellar los cánones, concilios y decretos, de quebrantar violentamente la inmunidad de la iglesia en sus ministros, han incurrido directamente en las excomuniones fulminadas por ella, contra sus personas, las de sus consejeros y de cualesquiera otros que tengan una parte activa en tan detestables procedimientos... Y debiendo los demás fieles sanos y sumisos a la iglesia, a su autoridad y a las mismas leyes del Estado eximirse de sus comunicaciones, trato y comercio. Para que así lo verifiquen y tengan a esos desgraciados, dignos de la mayor compasión, por miembros podridos y separados de la comunión de los fieles, he venido en uso de mis facultades, en declararlos por excomulgados vitandos a don Estanislao Merchancano, don Ramón Medina, don Francisco Ibarra y don José Folleco, y todos los demás que hayan concurrido y concurran... mandando justamente de que al efecto de que llegue a noticia de todos y no haya ignorancia, se fije esta declaratoria en las puertas de la iglesia matriz.81

La reacción de los afectados no se hace esperar; el presbítero Troyano desenvainó también su cristo y publicó un edicto por el cual declaraba que la “excomunión impuesta a todos los que relaciona de vitandos o que directe vel indirecte hayan cooperado es no solamente injusta sino ilegal y temeraria en todas sus partes.” Sostiene airosamente Troyano que el anatematizador Rosero no tuvo en cuenta lo prescrito por el santo Concilio de Trento y por no haber precedido las tres canónicas moniciones. De nada valieron las excomuniones, pues los alzados se cogían lo que necesitaban para la realización de sus fechorías. Don Antonio Obando, luego de ser expulsado de Túquerres, llegó espantado a Quito, donde pronto le dieron calmantes y le acomodaron una casa de reposo. La noticia de la toma de Pasto conmocionó a Quito, pues ya se sentían los rumores de que pronto los alzados pudieran rodear la ciudad. Al tenerse noticias de estos sucesos, Bolívar encarga a Sucre el sometimiento de los alzados. Pronto los espías informarán que Boves es dueño y señor del el territorio entre el Guáitara y el Juanambú. Se adentra Sucre por entre aquellos abismos, en cuyas nieblas y silenciosas vértebras va leyendo los signos de su fatal destino. Burla en las alturas del Guáitara el acoso de los guerrilleros y hace creer a sus enemigos que está cortado. Boves destruye el único puente por donde pueden seguirle. Se ve aquel impresionante ulular de trastornados, desparramados por los cauces, trepando como mandriles las laderas, un espectáculo enervante que entorpece los movimientos de los patriotas. Pero no habían previsto que Sucre en un movimiento envolvente les ha cercado; se produce el choque frontal; comienzan a ceder los pastusos, en la medida en que el ulular se convierte en un lamento de rezos y de imploraciones al Señor. Buscan en sus clamores homicidas que Cristo se muestre propicio a sus odios y depredaciones. Constreñidos a dispersarse, repentinamente dejan abierto el terreno y el veterano 81 Justino Mejía y Mejía, El clero de Pasto y la insurrección del 28 de octubre de 1822. Bol. Est. Hist, Vol. IV, Pasto, 1834.

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Sucre los arrolla aparatosamente. No obstante Boves consigue huir con mil quinientos hombres por las laderas del Juanambú. Trepando, arañando las costillas de esos monstruos antidiluvianos de empinadas crestas; cortando a uña de bestias las afiladas lajas que se le oponen al paso y por las cuales resbalan en la retirada, parecen una piara, dispersos desde distintos puntos que procuran una salida hacia sus oscuras y tortuosas guaridas. Hace su entrada Sucre a la ciudad entre vítores que lo reciben como un héroe. Nos cuenta O’Leary que en los suburbios de la ciudad los guerrilleros decididos a continuar la lucha, invocaban los auxilios del cielo en su protección. La imagen del apóstol Santiago, patrón de España, que lo es también de Pasto, fue colocada frente al templo y allí estaban concentrados los rebeldes; se reinició la represión y se estuvo batallando por más de una hora con valor y tenacidad cediendo al fin los tercos guerrilleros en sus posiciones: A la desbandada de los alzados siguió una horrible matanza; soldados hombres y mujeres fueron promiscuamente sacrificados. Muchas fueron y siguen siendo todavía las críticas contra el implacable castigo llevado a cabo por Sucre. El escritor don Salvador de Madariaga refiere que durante el ataque se destruyeron archivos públicos, libros parroquiales y que en general la acción fue una mancha indeleble en el escudo del futuro Gran Mariscal. Al respecto dirá Obando en sus Apuntamientos que no pudo caber en un hombre tan moral, humano e ilustrado como Sucre, la medida altamente impolítica y sobremanera cruel, de entregar a la ciudad a muchos días de saqueos, de asesinatos y de cuanta iniquidad es capaz la licencia humana. Cuéntase que fue tal la indignación con que Sucre llevó a efecto su represalia, que desde aquel día la palabra colombiano fue para los pastusos una afrenta, una maldición.82 A Bolívar le llevan densos y confusos informes sobre la situación en Pasto, y furioso, herido en sus sentimientos, en los primeros días de 1823, resuelve imponer castigos más inclementes a cuantos atenten contra la seguridad de la República. La respuesta de los alzados no se hizo esperar: “¡No nos doblegaremos! ¡No aceptaremos una capitulación!”. Entonces Bolívar opta por moderar sus medidas: mediante una proclama advierte que indultará a quienes se presenten al ejército patriota en el término de tres días. Al mismo tiempo dispone castigar a los hacendados que apoyan la causa realista y confiscarles tres mil reses de ganado vacuno, y dos mil quinientas caballerías; luego se supo que todos estos animales, habían sido robados por los facciosos. Consternado el Libertador por la vastedad de los daños, por la capacidad incontenible de estos bandidos para el crimen y 82 Vale la pena observar que ni Sucre ni Bolívar eran hombres de odios sádicos para haber castigado a los pastusos de una manera extraordinariamente cruel como se dio en decir con la intención de desacreditarlos y luego intentar justificar la cadena de iniquidades que contra Colombia se cometieron. En verdad los guerrilleros que controlaban la región eran gente indomable, brutal y sanguinaria. Tan cerreros como los pastusos fueron los llaneros que servían a la causa española bajo los pendones de José Tomás Boves en Venezuela. Sin embargo, en cuanto tomaron servicios en las fuerzas patriotas cambiaron completamente. No hubo necesidad de castigarles como a los empecinados defensores de Fernando VII, aunque en verdad fueron tan taimados como éstos y acabaron traicionando a Bolívar, con Páez a la cabeza.

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el robo, y de que los informes recibidos desde que había pasado por Pasto no hablaban de otra cosa de que una persistente y endiablada oposición a los planes de la Independencia, de la estabilidad republicana, decidió llevar muchas de estas familias hacia las provincias más lejanas de Quito. Hizo reclutar a todos los hombres útiles y a los peligrosos los llevó en calidad de presos a las provincias meridionales de Quito. Don Salvador de Madariaga dice que estas medidas provocaron en algunos suicidios y que Bolívar se mostró cruel e inexorable.83 En el ínterin, Bolívar pide veinticinco eclesiásticos patriotas para procurar erradicar el vicio del crimen unido al fanatismo religioso; expulsó a los curas sueltos que tienen enloquecida y enguerrillada a la población. El historiador José Manuel Restrepo dice sobre este punto, que el castigo de los patriotas fue justo, ejemplar y bien merecido, aunque dejó un sentimiento muy profundo en los alzados84. Luego de la reorganización de la provincia de Pasto se dispuso un nuevo gobernador para la región; para ello fue escogido el ahora coronel Juan José Flores. También se dejó estacionada en los alrededores de la ciudad una apreciable fuerza militar al mando del general Bartolomé Salom, también venezolano. A Juan José Flores le comienza a gustar la vida de Pasto. Ha hecho estrecha amistad con José María, y comienza a conocer con detenimiento los procedimientos de la guerrilla. Estos dos eminentes coroneles Juan José y José María comparten estrechamente sacrificios frente a un enjambre de males; si Obando llega a aniquilar fuertes contingentes de facinerosos con providencias divinas, con trampas y melosas promesas, Juan José no se queda atrás: incendia pueblos, tortura a infelices, confisca bienes, roba ganado, y se apropian de las mejores haciendas. No son angelitos, ni están allí para hacer retiros religiosos o ejercicios de cristiandad. Muchos años después, Obando recordando la gestión de Flores dirá: …recuerdo con asco y con horror la buena conciencia con que me invitó una vez a ir al patio de un cuartel, a ver cómo era que se mataba con chopo” (es decir con un solo golpe de maza), operación que uno de dos desgraciados, que yo mismo acababa de traer prisioneros, debía ejecutar en 83 Ahora cuando los venezolanos hemos vividos largas jornadas de un bostezo democrático (hasta 1998) de cuarenta años, cuando nuestros gobernantes carecen por completo de carácter político, bien vale la pena verse en el espejo de estas acciones tan severas y dolorosas. Bolívar se había mostrado como el único hombre de carácter que había en Colombia, y esta afirmación define las enormes proezas que pudo realizar. Con el Libertador no se jugaba a la candelita, y en muchas ocasiones tuvo que replicar a los indecisos y débiles: " a ser terrible me autoriza el peligro de la patria y las necesidades del estado... Me es imposible sacrificarme hasta el punto de meterme a nerón por el bien de los otros que no quieren sino ser simples ciudadanos". 84 Como podrá recordar el lector, este resentimiento ya existía desde hacía diez años, cuando el coronel Eusebio Borrero perpetró un castigo "salvaje", y por pueril venganza como lo dijo Obando en sus memorias. La verdad es que a los patianos y pastusos, los patriotas siempre tuvieron tentados de caerles a moquetes por su obcecada manía de guerrear y defender los derechos de España en América. Después y en distintas épocas de la historia de Colombia, oficiales de diferentes bandos, liberales y conservadores, tratarán inútilmente de hacer entrar en razón ciudadana a esta raza tan díscola y despiadada.

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su compañero, para salvar la vida, sin perjuicio de faltarle a la promesa y burlar después esta triste esperanza. Estos espectáculos, y otros semejantes, fueron una diversión casi diaria del Gobernador, por muchos años, y yo me fui de Pasto, virgen, sin saber cómo era que se mataba con chopo; todavía no lo sé85.

Los juicios sobre la actividad del general Bartolomé Salom en esta región son diversos; algunos aseguran que su política arruinó a Pasto; otros que hizo proclamas prudentes y envió oficiales casa por casa para persuadir a quienes tuvieran familiares alzados, de que ya estos podían regresar a sus hogares, pues el gobierno les daba garantías de respeto a sus derechos ciudadanos. Se les invitó a asambleas para discutir los graves problemas de la región. Esta es una época preñada de tensiones y abominables hechos. Entra en escena un venezolano siniestro de nombre Apolinar Morillo. En su papel de verdugo contra los pastusos que niegan a rendirse, practica refinadas y espantosas torturas. Es un oficial que ha venido sirviendo al lado de la causa republicana desde los tiempos de la Campaña Admirable; su castigo preferido es colocar en fila, grupos de tres indios alzados, y traspasarlos de una sola estocada. Este repugnante sujeto habrá de jugar un papel funesto en el asesinato en la persona del Mariscal Sucre. No nos explicamos, o mejor dicho, tenemos demasiados y complejos documentos al respecto, cómo este señor llega a ser tan codiciado por el grupo de los revolucionarios que más tarde darán por llamarse ‘Liberales”. Grupo que está ansioso por demostrar al mundo cuán capaz es de gobernar a Colombia por sí mismo. José María Obando que entonces escuchó centenares de quejas en contra de este violento criminal, que pudo palpar de cerca las mutilaciones que hacía en los suburbios cercanos a la ciudad, que conoció la orgía de horror que provocaba con su espada y sus órdenes, ¡cómo!, - asunto que ninguno de sus correligionarios jamás pudo explicar - ¿Cómo Señor, pudo escribir a su íntimo José Hilario López recomendándoselo como excelente persona y excelente militar? Las palabras de Obando dicen textualmente, en carta escrita el 19 de junio de 1830, a quince días de ser asesinado Sucre:86 Te recomiendo al pobre comandante Morillo; aconséjalo que no beba, que no se desacredite, y que cuente con nuestra protección. Este podría sernos útil... te lo recomiendo mucho, mucho, y debes tratarlo bien como un pobre oficial que ha servido mucho, y mucho...

85 Véase Episodios de la vida del general Obando, Edit. Kelly, 1973, pág. 24. 86 Carta cuya copia se encuentra en la obra de Juan Bautista Pérez y Soto: El Crimen de Berruecos.Asesinato de Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho, Tomo I, La Trama Infernal, Roma, Escuela Salesiana, 1924, págs. 135, 136, 137.

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En política, las personas “útiles” suelen ser verdaderos monstruos, gente que no se inmuta antes los abominables hechos que se les ordena ejecutar87. En muchos aspectos, con tipos útiles, habilidosos, sin escrupulosos, se ha estructurado la “razón de ser” de nuestros pueblos. Entonces, ¿cómo podemos esperar orden, disciplina, vocación de trabajo y de servicio, si sobre un enjambre de tipos envalentonados, siniestros, bajos y perturbados, está apoyada la sociedad civil, el Estado? La policía que dice proteger a nuestros pueblos descansa en gran parte sobre un grupo de carniceros, ladrones, torturadores. Los policías, militares y cuerpos de seguridad del Estado que montan centros de espionaje para sus propios negocios; que masacran a mansalva y llaman a sus masacres “defensa de la soberanía nacional”, “luchas gloriosas contra la subversión”... Y nuestros eminentes presidentes, nuestra democracia pareciera apoyarse en esta farisaica y horrible hermandad. Entonces de nada valen constituciones, moral, ni república alguna. Por ello los Somoza, los Trujillos, Batistas, Pinochets, Pérez Jiménez, Stroessner y tantos otros siniestros gobernantes pudieron dominar a millones de personas con un grupo de hienas bien entrenadas. Basta ver a las frágiles y cobardes decisiones de nuestros gobernantes que se dicen demócratas en los momentos difíciles de la nación, para que entendamos la desgraciada situación del pueblo, de sus instituciones. Al respecto vale la pena referir un hecho brutal que José Hilario López comenta en sus memorias, un día que fue invitado a unas fiestas religiosas en el pueblo de Aipe. A media tarde, luego que el jolgorio llevaba varias horas, un hombre trastornado (quizás por el licor), de fuerza atlética colosal, irritado contra el jefe político del cantón, se manifestó iracundo y amenazante; trató de incendiar y destruir todo el pueblo. Con sable en mano este enfermo desató una incontrolable carnicería contra cuanto ciudadano encontraba a su paso. Incluso trató de matar al propio López, a uno le tronchó el brazo, a otro una oreja y a un tercero un carrillo. El loco puso en fuga a 700 personas, que despavoridas, se precipitaron hacia el río Magdalena. Luego que quedó sólo, el tal Esquivel (así se llamaba) penetró en la Iglesia y destrozó los santos. Al fin, cuando mediante mañas y un recio cerco se le pudo someter fue llevado a prisión; luego nos enteramos a través de las memorias del señor López, que Esquivel sólo estuvo preso unas pocas horas. Jamás se le dictó sentencia, porque estos atroces delitos no eran tan importantes como los torneos electorales y panfletarios que comenzaban a plantear los partidos. En efecto, muchos fueron los hombres de partido, que estuvieron pendiente de ganarse la confianza de Esquivel para que formara parte de sus hermosas causas, pues con sus hercúleas fuerzas, su demencia y homicidas arrebatos poseía condiciones de primer orden para hacer prosperar cualquier organización política. A tal efecto, el coronel Joaquín Barriga, del grupo de los “liberales”, además de indultarlo por otras locuras similares, 87 Dice el escritor Ramón J. Sender que las habilidades empequeñecen.

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lo llevó a servir a las filas constitucionales caudillescas de su grupo. Era la “estrategia” de las congénitas monstruosidades con las que se alimentaban y se alimentan nuestros partidos. Porque en nuestros países los atractivos soberanos que estimulan la afiliación a determinados grupos políticos son el alcohol, las fiestas, el carácter agresivo e intrigante, la calumnia y el jalabolismo; el señuelo del robo y la estafa, los juegos propios de tabernas y burdeles, no las ideologías, no los principios, no la rectitud y el respeto por las leyes y el bienestar ciudadano. ¿Quién en nuestra América Latina se afilia de corazón (sin ser estúpido, ignorante o tonto) a un movimiento, por su ideología o sus principios? Casi todos aquellos altos oficiales patriotas, con los que tenía que bregar Bolívar estaban un poco o bastante desquiciados. Por aquella época, estando el semiepiléptico José María Córdova, mirándose en un espejo (degustando su impresionante porte militar, con todas las medallas ganadas en terribles combates), se preguntó a sí mismo: “-¿Qué te hace falta José María?” Como lo escuchara un sargento de apellido Valdés, que casualmente por allí pasaba, le respondió: “- El juicio; el juicio es lo que te hace falta”. Córdova llamó a Valdés en tono indignado, pero como éste no acatara su imperiosa orden con la presteza que debía, corrió tras él con la espada en la mano; lo siguió hasta la tienda de un tal Rafael Diago donde el sargento se metió debajo de una cama, y allí lo atravesó, sin importarle los gritos y espantos de la víctima. Para lavar su espantoso crimen, Córdova marchó inmediatamente a ponerse a las órdenes del ejército Libertador que iba a liberar en Ayacucho el Perú y a la América toda: lo hizo de una manera admirable. Por esta época, el Mayor José Hilario López fue nombrado, por Santander, Comandante de Armas de la provincia de Popayán, mientras en Pasto quedaba gobernando Juan José Flores. Pese a su apellido, Flores fusiló a muchos alzados y acosó guerrilleros sin darles tregua ni descanso; por su parte José María iba maquinando operaciones de envergadura contra muchos de sus antiguos camaradas y que aún se encuentran alzados en las montañas. Postas iban y venían anunciando días de terror. Nuevamente estaba la ciudad rodeada de guerrilleros; la novedad del sistema republicano no acababa por convencer a aquella gente, y por el contrario había recrudecido la violencia; cada día aparecían en las calles soldados alanceados, castrados o destrozadas sus partes dejando los despojos de sus carnicerías en los caminos (como prueba de que la lucha por Cristo y el rey sería sin límites y sin piedad: “Levántate Señor mío Jesucristo; ayúdanos y sálvanos, por tu Santo Nombre. Amén”). Pero no eran enemigos propiamente: eran sombras que bajaba con el viento y se mezclaban con el ulular de las pestes milenarias. Obedientes. No valían tratos con familiares ni con sacerdotes. Agustín Agualongo ha heredado las banderas de Benito Boves. La ciudad no puede resistir y es cortada por los bandos incontenibles, cuyo poder se hace presente en cada casa, en cada cueva de los alrededores del pueblo: el ulular tenebroso inunda otra vez las calles y hasta los mismos cuarteles. José María Obando que servía como oficial de • 107 •

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apoyo en los desfiladeros de Pasto es destrozado. Obando y Flores escapan milagrosamente y Pasto queda a las órdenes de los “ungidos del Señor”.

José María Córdova

El fanatismo es la mística del homicidio Karlheinz Deschner

Marchaba José María en gestiones particulares a Popayán. En el Salto de Mayo (famoso lugar donde vivían asesinos y ladrones), en una miserable posada, se encontró con el coronel José María Córdova. Este par de joyas nada tenían de los beatíficos nombres que lo identificaban, nada de José ni nada de María. Se oían los murmullos del río Mayo y sentíase el fuerte olor a fango donde las bestias pastaban. El coronel Córdova, debido a la caída de un caballo, siendo niño, o por motivos de algún otro golpe en la cabeza o de la vida o del alma, padecía de trastornos mentales. No se sabe si su fiereza en los combates donde siempre se mostraba como el más arrojado, se debía a esta enfermedad. Córdova había peleado en los llanos venezolanos al lado del general Antonio José Páez, y era considerado uno de los militares más brillantes de Colombia. Era de la región de Antioquia. Mostraba un extraordinario amor hacia el Libertador y solía decir diariamente, fuera o no la ocasión de referir este pensamiento (como si se tratara una oración de su más profundo sentir): “¿Qué seríamos sin Bolívar? ¿Qué sería de nosotros sin él?”. Y lo decía con palabras fervorosas que provocaban en los presentes, un silencio conmovedor. Todos sus amigos sabían que Córdova estaba un poco fuera de la realidad, y tal vez por esto mismo se le respetaba y se le amaba como a un ser superior. Aquella gente que participó en la contienda por la Independencia eran seres difíciles de comprender para nosotros. La muerte y el propio crimen parecían los únicos vínculos con lo sagrado. Quienes se habían adentrado en lo más hondo de aquella borrachera de sangre estaban poseídos por fuerzas sobrenaturales. Aquel encuentro era particularmente interesante pues Obando estaba más que nunca trastornado por sus propias dudas. Cada vez que José María Obando encuentre en el escabroso camino de su existencia, personas de valía, se detendrá a considerar los inciertos horizontes de su propio destino. Iba el coronel Córdova con una pequeña escolta de veinte hombres. Un color turbio rojizo, al caer de la tarde, empañaba el endeble cobertizo donde se habían alojado. La facha indefinida de aquel aventurero, hombre además • 108 •

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de ideas fijas y que cuando se apegaba a ellas se convertía en verdadero demonio, fascinaba a Obando. Era el brillo de sus ojos, esa pasmosa indiferencia con que hablaba del infierno por venir, del infierno eterno en que el hombre habrá de pudrirse. Los gestos, los movimientos de Córdova eran serenos y certeros como sus palabras. Poseía la destreza de las fieras acostumbradas a largos y permanentes acosos. Y aunque parezca absurdo, podía dar en ocasiones el aspecto de un ser bondadoso, de sólidos principios morales, sereno y hasta inocentón, incapaz de violencia alguna. Era como si la guerra lo hubiese dotado de un equilibrio moral extraño. Pero a la vez esa inocencia era la misma cara del horror que le destrozaba interiormente; un “niño” capaz de una crueldad inmensa, despiadada. Podía sentirse a su lado una confianza enorme. Para entonces Córdova no tenía conciencia de lo que era el “poder”; no estaba por lo tanto seducido por él; no lo buscaba ni se lo planteaba. Para eso estaba Bolívar. De veras sublime era la locura de José María Córdova. Luchaba para satisfacer sus enormes cualidades de guerrero, además de mantenerse en una desolada, desesperada y permanente actividad. Pero a diferencia de los que buscan la acción y luego convertirse en esclavos de ella, Córdova sólo conocía la libertad del llanero que en ocasiones inspira la más elevada compenetración con los deliciosos quehaceres del campo: la soledad formidable de las extensas sabanas, el aire impregnado de vigorosa vida vegetal; el canto de los pájaros, el ordeño, el trajín agradable desde la madrugada entre hombres recios y francos; el rancho compartido bajo frondosos árboles, la conversa infinita en la noche, contemplando el cielo estrellado era la única forma vital de su pensamiento y del mismo vivir. Y esa libertad afianzada en sus ojos claros, era en el fondo la misma demencia anárquica que extrañamente sentía identificada con las proezas del Libertador: Bolívar era las glorias de los rudimentos universales de ese espacio llanero, tan hondamente metido en sus nervios: la marcha sin fin de un viaje hacia esas estrellas que en las tupidas noches del Apure, le apasionaron tanto. Bolívar era una realidad emotiva transparente como el azul inmenso del cielo llanero: la impresión primitiva de esos infinitos horizontes cargados de esperanzas y de radiantes glorias: la marcha incesante y cautivadora de ese ir cada vez más lejos, hasta perder toda sombra miserable de apego con la tierra; avanzar era elevarse y Bolívar era la guía suprema de este ascenso. Del cauce por donde corre el río, de vez en cuando, se escucha algo parecido a un lamento. Desde un ángulo del cobertizo pueden verse los altos riscos de rocas calcáreas, peladas y puntiagudas; un poco más abajo manchones de aguas oscuras donde abreva el ganado; un silencio bochornoso percíbese de las grandes alimañas que revolotean por las charcas; bichos como langostas o tábanos, que según se dice son los que provocan la fiebre o gripa negra, muy difundida por el lugar. Todo es efímero: el odio, las ideas, el rumor ciego de las aguas. Una olla con un líquido negro ha sido colocada sobre una improvisada mesa hecha con troncos viejos y hojas de plátano. Es ron mezclado con tabaco macerado. Obando y Córdova están • 109 •

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sentados recibiendo el calor de la fogata, y sorbiendo aquel maldito licor. Un hombre en ocasiones necesita confesar sus íntimas dudas. No se sabe por qué en aquel momento siente una identificación de alma con aquel antioqueño, elevada, suprema, religiosa. Le gustaría pedirle que le acompañe en una lucha prodigiosa al fondo de Venezuela; no importa en nombre de qué banderas. Es necesario aprovechar aquella fuerza extraordinaria de sus locuras en nombre de alguna causa política. Siente algo pesado en el corazón, la pena de un desperdicio de vida; un errar y vagar en soledad; en realidad, a él le importa un comino la gloria del libertador Simón Bolívar. No cree que Bolívar sea gran cosa. No puede comprender la importancia de su nombre, siquiera cómo ha ocurrido la locura del servicio que hace a su causa. Entrevé que puede confesar su náusea, pues su innata capacidad para entender a las fieras le dice que aquel coronel es de su misma especie, de sus nervios y dotes, no obstante que en ocasiones el propio gris impenetrable de la mirada de Córdova lo confunda. Le cuenta que él puede sentir en el cuerpo los gritos de la indiada de Pasto. Lo dice riendo, con una carcajada. Y efectivamente, Córdova encuentra que aquel desmadejado ser es el complemento de su propia angustia. Basta con una simple mirada para convencerse de que sobrelleva su misma soledad, que va al azar desamparado en la inmensidad del dolor que lo abruma. Desde que la guerra ha llegado sacando a sus gentes de sus casas, a los niños de sus escuelas o de los campos donde trabajaban; perturbando los quehaceres cotidianos de los parroquianos, destrozando el amor a los santos, hiriendo en lo más profundo el pequeño universo de la unidad espiritual que los ata a la tierra, a la gente y al sueño del mañana: - Yo no tengo nada en este mundo, coronel. Podría estar orgulloso de mi situación, pero en verdad me siento enfermo. No sé si sea la gripa negra, y volvió a soltar una carcajada -. Hace falta mucho, mucho poder para sentir a Dios, ¿no le parece coronel? Yo he desenterrado con mis manos el tesoro que tengo. Nadie me ha dado un pedazo de pan que no haya tenido que sudarlo con sangre. ¿Cuánto se habla y se ha hablado contra mí, coronel, hasta desde antes de nacer? ¿Conoce usted a alguien a quien se le haya mentado tanto? En la vida todo es cuestión de poderes, y de mucha maldición. El poder y la maldición van juntos. De mala gana he tenido que salir a guerrear desde muy joven. La gente empecinada en sus voluntades, en sus creencias, me ha puesto en el trabajito de tener que matar desde muy joven, coronel. Como también le ha sucedido a usted, según he escuchado. Sólo me pregunto, ¿a dónde nos lleva esta lucha? Yo antes creía que llegaría el día, cuando vencidos los españoles y establecido otro orden, podíamos dedicarnos a nuestras tierras y a nuestros animales, al amor de nuestros seres queridos, al hogar, legado de nuestra santa religión. Pero yo escucho de esta oscura empresa algo peor: intención de destruir particularidades. Hay una horda vagante que domina y quiere gobernar y buscan imponerse usando la macana del indio o la lanza del llanero. ¡Oh!, ¡Cristo crucificado!, ¡que se • 110 •

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nos subleva la sangre! Yo escucho órdenes y rugidos de sangre por doquier, coronel. Por eso la gente anda inquieta, incontrolable. Yo llevo algo en el pecho, como una afrenta horrible. Yo podría callarme, irme a mi hacienda; doblegarme al mandato de las nuevas fuerzas; cerrar mis ojos y mis oídos al dolor inmenso de las voces amenazantes de la soldadesca excitada; al murmullo escandalizador de la tierra que ha sido quemada, arrasada; de los familiares que me fueron quitados a puñaladas, degollados. Aquí todo fue personal, amigo. Aquí se ha peleado como en familia. Se nos metió la cizaña. No se peleó para matar sino para ofender. Se nos enfermó, se nos llenó de rencor el corazón diciéndose que se luchaba contra quienes nos esclavizaban; pero se usó algo que ha herido nuestra memoria... No podría contárselo, coronel; no podría explicárselo cómo bulle aquí dentro - y se golpeó la cabeza con la mano. Córdova gruñe algo (Córdova hablaba como si gruñera. Baja la mirada y parece estar abstraído hasta la inconsciencia), y sigue el otro: me han arrullado con el fragor de la guerra que es el destino de estos tiempos. Nunca me he preguntado si debo o no luchar. Desde que tengo uso de razón he respirado entre pólvora y quejidos de moribundos. He matado con disgusto, aunque va con mi ley, con la de la gente montaraz que me acompaña. He llevado mi venganza a cientos de leguas del lugar donde han asesinado a tanto parientes míos. La brega del odio sin cara, coronel; erijamos una capilla en este camino; oremos, no olvidemos a Dios; hagamos penitencia por nuestros inmensos pecados, coronel. Es verdad, coronel, esta guerra ha sido una guerra de afrentas, de envidias y rencores empestados. La sangre se lava con sangre. A Dios gracias - y se hizo la cruz - siempre he llevado mi cuenta por encima de lo que me han quitado. - Usted le saca lágrimas a mi corazón. Yo he dejado muchas donaciones para oficiar misas en Popayán y Pasto; he colmado los retablos de mil oraciones y cuántas veces he llorado ante la imagen de la Virgen de los Dolores. Pero la violencia del orgullo truena en los pechos, coronel; la agresión rumbosa de los devaneos libertadores; esas ufanías de gente que no sabe ser hidalga ni conoce de nobles maneras; la turbulencia que va aquí en la cabeza, coronel. Lo que más preocupaba a Obando era que si la guerra en Venezuela había durado diez años, a pesar de haber sido realizada con los soldados más temibles de Colombia, en el sur, donde todo era adverso al Libertador, la contienda se avizoraba sin salida. En verdad en aquella región muy goda, eran muchos los que habían encontrado la tumba política, la humillación o la muerte. A diferencia del coronel antioqueño, Obando era parco en el beber; (igualmente Obando era extremadamente reservado con las mujeres). Entre la selección última que se había hecho para nombrar oficiales que irían a Perú, figuró en principio el nombre de Obando. Pero aquella tarde Obando confesó a Córdova que no iba a moverse de Pasto. Le contó al antioqueño que él vivía dominado por las fuerzas piadosas de la región, y que si se salía de allí, el diablo de la barbarie y de la sedición arrasaría con todo: No eran meras frases, ni advertencias: • 111 •

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- Si alguna vez serví a la causa del rey, lo hice por el dictado de una fe superior a mi entendimiento. He cometido excesos, he sido imprudente con mi franqueza, pero reconozco que la guerra es obra del diablo. No pierdo la esperanza de regenerarme. No pierdo la fe en una llamada sagrada. Siempre estoy esperando la voz de Dios, coronel. No sé por qué le confieso tan crudamente todo esto; no sé si tengo derechos para hacerlo pero sí quiero, sépalo que se lo hace un amigo de todo corazón. - Maldito sea, coronel, somos bichos de cargas morales, ¿le parece poco?; bichos que matamos y que cualquiera puede aplastarnos; ¡ah!, si pudiéramos levantar un muro infranqueable para la eternidad, dentro de nosotros; ¡un muro!, coronel. Eso es lo que verdaderamente deseo. Parecían dos amantes a punto de confesarse uno al otro una horrible pena. Trajeron unas lonchas de carne asada que se sirvieron con pan de trigo. De vez en cuando el quejido de un hombre enfermo se escurría entre el rumor de las aguas del río. El silencio era más doloroso que los mismos gemidos del enfermo. Córdova ató colgadores, tendió un chinchorro en medio del cobertizo, sacó una mascada de tabaco y se echó a soñar. Soplaba el viento con fuerza y se oían a lo lejos, golpes de alguien derribando árboles. -...Pareces andaluz. Sin Vírgenes, puñales y sin Dios. Un gitano. Tú no tienes amor a Dios, y eres infiel al amor que te has declarado a ti mismo. Te traicionas, sin darte cuenta. Que a uno le traicionen es algo que se justifica, pero cuando nos traicionamos por amarnos con equivocación, no tiene perdón de nadie; ¿me entiendes? Y concluye esta imaginada conversación: - Vengo de buena casta, con mucha pasión en los cojones. Sufro porque el papel que me había sido prometido, me lo niegan con abusos y actas. Procederes de venganza, coronel; sí señor, con procederes de venganza, coronel. Yo siento a Jesús cerca del hombre doliente, desgraciado y confuso como yo, como usted, coronel. Para decirle la verdad Dios no es sino el hombre alzado sobre sus esperanzas, sobre sus fuerzas, sobre su horrible dolor, ejerciendo con todo el vigor posible cuanto le ha sido entregado por mandato supremo. Maldición, no sé por qué soy tan negado para explicar lo que llevo dentro... El que nada tenga en el corazón, que calle; que no exija; pero yo llevo una fuerza ardiente y deseo morir por algo que venza la angustia, la soledad, la pobreza, al demonio. Todos los hombres somos una misma persona, una misma cosa, una misma lavativa, un mismo e insoportable penar. No encuentro mi lugar sencillamente porque casi nadie lo tiene. Todo está fuera de quicio, coronel. Reconózcalo: esas borrascas que llaman república y patria, constitución y normas ciudadanas no acaban por encontrar un lugar en mí... - Y calló, y quedóse fijamente mirando a un soldado que en cuclillas limpiaba una bayoneta; al pasar por un lado del hueco del chinchorro, para su sorpresa, vio que Córdova dormía profundamente. Se encaminó hasta el pie de un árbol pequeño, donde el hombre limpiaba el arma; sintió una ira violenta que le arrancó un grito. • 112 •

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El exquisito cadáver del enemigo Todo se esperaba de la acción del caudillo y, siendo amorfa la sociedad, cada dominador estampaba sus rasgos sobre la fisonomía del país. Lucas Ayarragaray

A pesar de las providencias tomadas por los generales Bartolomé Salom y Antonio José de Sucre, Pasto continuó dominado por el acoso guerrillero. El coronel Juan José Flores había desplegado una actividad enérgica y permanente contra los forajidos de la región. En pocos días de su mandato ordenó fusilar a más de treinta alzados. Pero esto no era escarmiento suficiente para atemorizarles. Más aún era altanera y suicida la réplica de los bandidos cada vez que terminaba la descarga contra algún grupo llevado al paredón. La propia ciudad parecía una cárcel para los funcionarios del gobierno republicano, que no podían alejarse de los cuarteles sin peligro de ser emboscados. Los llaneros venezolanos que habían llegado hasta Pasto y servían como guardianes de Flores estaban impresionados por aquel modo de pelear que en nada se parecía a una guerra. No eran enemigos contra quienes se podía disparar sino sombras. A cada ráfaga de disparos seguía un silencio de pavor, una inseguridad tensa que en muchos casos terminaba por enfermar y desquiciar a los llaneros. Se vivía en un desvarío de mismidad: cada soldado sonámbulo, con un vaho de ansiedad permanente en el pecho. Cada cual sobre su pedazo de trinchera, defendiendo su ínfima y vulnerable humanidad frente a unas hienas incansables, capaces de desplegar la mayor impiedad sanguinaria. Al silencio seguía el amago del ataque quedando un ahogo de inseguridad peor que la misma derrota. “El próximo seré yo”, era el pensamiento que rondaba a cada soldado en la soledad de aquella espesa y descomunal trampa que representaba el ambiente de la ciudad, con sus ejidos atestados de alimañas asesinas. Como nunca los llaneros pensaban que habían ido demasiado lejos en la guerra. Aquello era lo último de cuanto horror habían conocido. Nadie iba a salir vivo y lo peor, la ignorancia fervorosa de las invisibles sombras, sin rostros ni jefes que actuaban como manadas de hienas rabiosas y desbocadas. Los únicos que podían alejarse en las afueras eran los sacerdotes. Algunos de ellos traídos de Quito. Un día, como cosa de poca monta, se vio a un indio que por el camino real llevaba una bandera negra. Se le dio orden de alerta al tiempo que se • 115 •

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apostaron los tiradores con sus pertrechos. El indio siguió impertérrito, sereno. Comenzaron a oírse más voces por los alrededores. Luego golpes acompasados de macana contra los árboles, y una algarabía como de perros cazadores saltando por los breñales de la selva. Van brotando de la espesura del bosque una máquina exterminadora empapada de barro y de hojas que acecha por los contornos de la ciudad. Sus rostros cetrinos, sonreídos, estúpidamente, sonrisa pétrea, de máscara, gestos de harta vaciedad en la mirada: ojos aguarapados de jaguar, embelesados en el rumor de los cantos y rezos: “El rey no cede... Dios nos llama. Jesús intercede por tus devotos hijos...”. Los patriotas se disponen al ataque y se preparan a romper el círculo que se le tiende; se percibe el reverberar de un incendio: “Gongo, gongo, gongo”, el sonsonete que va bajando desde El Calvario. Los seiscientos veteranos de Flores salen al terreno para el combate, pues sin duda es un combate fiero lo que se avecina. Los funestos cuernos comienzan a anunciar la proximidad del desmadre. Ya desde el centro de la ciudad pueden verse por las laderas la espesa nube de niños y mujeres armados, que de modo calmo y seguro se acercan a las muy bien abastecidas tropas de Flores. “Palo al jinete, palo al caballo, ¡Gloria a Dios en las alturas!”. El coronel Flores dispuso que Obando comandara una de las divisiones mejor pertrechadas. Pronto se observa la inutilidad de movimientos para coordinar una acción que pueda controlar a la desbocada indiada y el espantoso griterío inunda la ciudad. Obando ha sido destrozado en un desfiladero; el desbarajuste es total, las órdenes se pierden en medio del tronar de los cuernos, el batir de tambores y el resonar de la metralla. Un teniente venezolano, Domingo López de Matute (guariqueño para más señas), se adelanta para hacerles sentir el castigo de una arremetida de lanceros, pero no hay coordinación que valga; los ecos hielan la sangre, los alaridos, el zarpazo aleve, el golpe de macana, el misterioso y huidizo enemigo que se adentra, que hiere o mata y no se le ve, no muestra la cara; entrechocan las bestias y en el zumbido y desbarajuste de aquel horror no queda sino huir. En Catambuco la refriega fue peor: Más de doscientos muertos, y trescientos prisioneros en el bando republicano es el resultado de la acción; Flores huye desesperado a Popayán con unos cincuenta jinetes, dejando abandonado todo el armamento. Más de quinientos fusiles y una pieza de artillería dejaron al temible jefe guerrillero, que ahora tomaba el desquite: Agustín Agualongo88. Lo más vergonzoso fue que los pastusos habían triunfado pese a tener una infantería equipada con garrotes, machetes y lanzas mal construidas. En las aclaraciones que hará Obando en sus memorias, dirá que el derrotado fue Flores, que él salió al encuentro de los alzados pero que muy pronto le mataron el caballo, “y pie a tierra con sólo dos soldados, pude salir abriéndome paso a estocadas y bayonetazos por en medio de los vencedo88 Agualongo tiene un sitial honroso en los anales de la actual Colombia. Se han hecho muchos trabajos de investigación sobre su corta actuación en las guerras de Pasto. El escritor A. J. Lemos Guzmán dice: "si no fue un prócer colombiano ni de la libertad, al menos de la rebeldía"

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res, hasta que pude alcanzar a los dispersos... Mis detractores dicen que fui derrotado a palos, lo que fue mentira”89. La entrada de Agualongo a Pasto fue celebrada como la de Benito Boves: con transportes de júbilo; se echaron a vuelo las campanas, se ofició un Te Deum y se regaló en forma espléndida a los guerrilleros. En la plaza principal, a usanza de los tiempos cuando España celebraba sus grandes triunfos marciales, se leyó una proclama de los jefes victoriosos donde se decía que había desaparecido el dolor, la amargura y la desolación. Que había cesado el yugo del más feroz de los tiranos: Bolívar. Se anunció que sería repuesto en el cargo de gobernador al mismo que había escogido Benito Boves: don Estanislao Merchancano; al redoble de tambores se le pidió al pueblo que se armara de una santa intrepidez para vencer de una vez por todas las huestes del zambo Bolívar: Consolaos conque el cielo será de nuestra parte; los soldados antes adictos al bárbaro y maldito sistema de Colombia, se hallan dispuestos a defender en vuestra compañía los derechos del rey con vigor y el más vivo entusiasmo. Así crezca en nosotros el valor, la fuerza y la intrepidez a la defensa, para que de esta suerte, venciendo siempre a los enemigos de nuestra religión y quietud, vivamos felices en nuestro suelo bajo la benigna dominación del más piadoso y religioso rey don Fernando séptimo. Agualongo – Merchancano.90

Una vez instaurado en Pasto el gobierno de facto de Merchancano, Agualongo no se durmió en los laureles sino que de inmediato salió a darle pelea a las fuerzas republicanas estacionadas en Quito. Avanzó hacia las vecindades del sur del Guáitara, donde engrosó sus montoneras. Según fuentes fidedignas pudo reunir unos tres mil aguerridos soldados. Tenía suficiente caballos, fusiles, municiones y vitualla para una jornada de varios meses. La noticia a Quito la llevó un tal Pachano, mayor de artillería que quedó contuso y medio muerto luego de la acción de Catambuco. El conocimiento de este descalabro cundió como pólvora por Quito, pues lo natural era que en persecución de las tropas de Bolívar se temiera una invasión. En realidad, las fuerzas de Agualongo en ese momento se encontraban por los lados de Chota. Bolívar descansaba en la hacienda Garzal, cercana a Babahoyo, cuando le fue comunicada la mala nueva. En un informe le fue dicho que los alzados habían prometido recuperar en pocos días todo el sur para los españoles. El Libertador comprendió la dimensión de la gravedad y tomando su caballo dio él mismo órdenes de movilización general de sus tropas. Hubo una gran preocupación al observar el Libertador: “Todo es posible tratándose de los pastusos”. El gran proyecto de penetrar el Perú fue detenido por varios días. Inmediatamente se enviaron oficios al general Sucre que estaba en Lima para 89 Apuntamientos para la historia, pág. 63. 90 Gangotena y Jijón, Documentos referentes a la Campaña de Ibarra; Quito, 1923. Pág. 6.

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comunicarle la terrible noticia. Las órdenes de Bolívar en Quito fueron severas: “Quiteños, la infame Pasto ha vuelto a levantar su odiosa cabeza de sedición, pero esta cabeza quedará cortada para siempre”. Cerca de El Puntal se vieron frente a frente la indiada de Agualongo con las huestes llaneras del general Salom, quien se había adelantado al ejército Libertador, pero con órdenes de no librar batalla. Salom hizo un movimiento de retroceso que fue interpretado por Agualongo como de temor o debilidad, sin caer en la cuenta que el lazo que se les echaba era atraerlos a un terreno a campo descubierto. Así pues, con esta fingida retirada, Agualongo entró a Quito, ofreciendo a sus seguidores un completo saqueo de la ciudad. Entretenidos los bandidos en su pillaje, el Libertador con trece soldados, porque el resto que llevaba para esta acción era civiles armados, el 18 de julio, con sorpresivo ataque los desbarata completamente. De los mil quinientos que habían entrado a la ciudad, ochocientos quedaron muertos en las calles. No obstante Agualongo pudo salvarse. Huyó hacia las montañas, otra vez camino a Pasto. Ha de referirse, que la pelea fue cruenta y mucho bandido fue aniquilado en lucha cuerpo a cuerpo. Otros refieren que la resistencia de los pastusos estaba sostenida exclusivamente por su inaudita locura, pues sin otras armas que sus brazos robustos se prendían al cuello de los caballos en un intento por echar a tierra a sus enemigos; muchos pelearon con chopos y garrotes. Los que pudieron salvarse corrieron al amparo de la noche, junto con el jefe Agualongo hacía el Guáitara, camino de Pasto. Bolívar escribió sobre esta escaramuza a Santander: “Logramos, en fin, destruir a los pastusos. No sé si me equivoco como me he equivocado otras veces con esos malditos hombres, pero me parece que por ahora no levantarán más su cabeza los muertos”. Tras los fugitivos salió el general Salom y también a reconquistar y reorganizar en lo posible a Pasto. En realidad, el general Salom pudo entrar a la ciudad sin resistencia alguna. Las instrucciones que llevaba eran más severas que las impuestas por Flores y Sucre: expulsión definitiva de los rebeldes y sus familias; el territorio se ofrecería vacante a los patriotas que quisieran ocuparlo y no se permitiría el uso de ningún metal en la región. Los hombres que no se presentaran para ser expulsados serían fusilados. El coronel José María Obando, durante la toma que hizo Agualongo de la ciudad de Pasto, dispuso recorrer la zona del valle del Patía. Cuando se enteró que la ciudad había sido reconquistada, tomó camino de Pasto y en el pueblo de El Trapiche se reunió con el coronel Flores. Juntos y maltrechos, con una división de unos setenta hombres, tanteando con suma cautela los farallones del Juanambú, ambos atravesando los peligrosos desfiladeros a donde fueron a tener cientos de soldados de Agualongo. Por allí van escuchando las duras providencias lanzadas contra los alzados. Algunos paisanos que encuentran en el camino les hablan de que han sido ahorcadas varias personas en la plaza principal de Pasto, hasta por niñerías. Que los despojos y expoliaciones a los enemigos se ejecuta con sevicia. • 118 •

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Habían transcurrido apenas cinco semanas de la llegada a Pasto de Salom y sus bien pertrechadas fuerzas, cuando desde los contornos de la ciudad comenzaron a verse impresionantes columnas de humo y otra vez el escalofriante resonar de los cuernos, anunciadores de otra tragedia. Era “el alma en pena de los muertos” que habían muertos tantas veces y que ahora resucitaban para no morir nunca bajo las órdenes de Agualongo. Se habían reorganizado estos espectros con más de mil quinientos hombres: llevaban palos en forma de maza, lanzas, chuzos y fusiles recompuestos. El 12 de junio estalló la guarapera. El objetivo era acabar de una vez por todas con el diabólico zambo de Bolívar. Obando tomó la información de que no eran mil quinientos sino tres mil, con sólo doscientos fusiles, y sus acostumbrados palos y armas punzantes. Se unen otra vez Obando y Flores a las fuerzas de Salom. Comienzan entonces a correr mensajes de uno y otro bando. Se escribe a Agualongo en términos muy conciliatorios. La indiada no cree en “preceptos” ni en la madre meritoria de nadie sino en el vagido de sus huestes, en el rey y la Virgen de las Mercedes bajo cuyas alas protectoras salen a buscar la eterna salvación. En aquel ambiente homicida, los brutos ansiaban llevar a la práctica las órdenes terminantes que habían recibidos de sus santos tutores que en medio de los rezos para evitar la inmolación del cordero de Dios, se pedía: “Un palo al jinete y otro al caballo: Muerte al enemigo”. Ya sabemos que la idílica obediencia era su más hermosa y extraordinaria cualidad. Por ello llegaron a ser tan buenos cristianos. Para estas comunicaciones se empleaba a monjas concepcionistas, sacadas de su perpetua reclusión. Se cuenta que las monjas, más godas que Agualongo, regresaban con los pliegos sin abrir, pues ellas mismas le aconsejaban al fiero guerrillero que no se rindiera. Lo malo era que Agualongo tenía cortados algunos puntos de suministro de alimentos a Pasto, y su acoso no podía sufrirse por mucho tiempo. En algunos momentos la audacia del jefe guerrillero fue tal que amenazó con tomar en cuartel de San Francisco. Fue una intentona donde cayeron abaleados más de cien guerrilleros. El tiroteo duró más siete horas. Durante este carnaval de plomo, los guerrilleros utilizaron casi todo su arsenal y luego temiendo Salom que aumentara el cerco, agravada la situación por las pestes que inficionaban el lugar, salió de la ciudad por la noche vía del Catambuco. Cuenta Obando que el general Salom quería batir al enemigo, pero que Flores completamente acoquinado por su reciente derrota presentaba constantemente dificultades a la marcha. Cuando Agualongo salió al paso a Salom, su acción no fue suficiente como para hacer retroceder las fuerzas patriotas. Siguió avanzando el ejército republicano hasta el pueblo de Túquerres. Las operaciones eran muy lentas. Se tomó la decisión de ordenar a Obando que tomaron el camino de Quito para buscar auxilios. Habían transcurrido ya dos semanas desde que Agualongo comenzara su acoso contra las fuerzas patriotas las cuales volvían a ser derrotadas, de modo que la infame Pasto no tenía, como lo había anunciado el Libertador, “la cabeza cortada para siempre”. • 119 •

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Salía también Obando de Pasto con trescientos infantes y una caballería de cuarenta hombres por un camino que se consideraba el más expedito para sus operaciones. Esto lo hacía mientras el resto del ejército distraía a los facciosos por la parte sur. La lucha se mostraba más enconada cada día, pero sin suceso definitivo para ambas partes. Transcurren cuatro días desde la partida de Obando, en realidad ahora no se sabe por dónde ha cogido. El general Salom quien creyó que su actividad en Pasto se reduciría a una semana, se le fueron cuatro y no pudo adelantar, en cuanto a pacificación, absolutamente nada. Preguntándole el Libertador qué le ha pasado, éste contesta que no es posible tener una idea de la obstinación, tenacidad y despecho con que obran aquellos guerrilleros. Que han cogido prisioneros hasta muchachos de nueve y diez años y que los alzados han despreciado insolentemente las ventajosas proposiciones que se les ofrece; lo más grave ha sido, le informa Salom, que los guerrilleros se apoderaron de más de quinientos fusiles y una pieza de artillería dejada en el campo por las fuerzas de Flores y Obando. Agualongo, en su guerra santa, al entrar a Pasto fue recibido con flores y agua de colonia: el pueblo se echó a la calle en un tropel de júbilo nunca visto: podría decirse que en aquel momento encarnaba a la figura de Fernando VII, a quien allí se esperaba con tantas ansias. Repicaban las campanas en todas las iglesias y se ofició un Te Deum. Los curas volvían a adorar al Dios encarnado en la figura del mandón. Se volvió a elaborar un nuevo catálogo de anatemas contra los oficiales y soldados del zambo Bolívar, pero esta vez no hubo guerra civil de excomuniones, pues Agualongo no tocó los intereses pecuniarios del Vicario don Aurelio Rosero ni del resto de los integrantes de la Curia. Con la ayuda de los ungidos del Señor se redactó una proclama:91 ¡Desapareció pues de nuestra vista el llanto y el dolor!... habéis sufrido el más duro yugo del más tirano de los intrusos, Bolívar. La espada desoladora ha rodeado vuestros cuellos, la ferocidad y el furor han desolado vuestros campos, y, lo peor es, el fracmasonismo, y la irreligión iban sembrando la cizaña. ¡Oh dolor! Testigo es el templo de San Francisco... Habéis visto digo, con el más vivo sentimiento atropellado el sacerdocio, profanados los altares, y destruidos con el fraude y engaño, todos los sentimientos de humanidad; opero entonces es cuando el cielo parta de nuestra campiña nuestros más crueles enemigos. Ahora es tiempo, fieles pastusos, que uniendo nuestros corazones llenos de un valor invicto, defendamos acordes la religión, el rey y la patria, pues si no sigue en aumento nuestro furor santo en defender los más sagrados derechos, nos veremos segunda vez en manos de los tiranos enemigos de la iglesia y de la humanidad.

91 Agustín Agualongo y su tiempo, Ibíd., pág. 503.

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Se leyeron una serie de abusos aplicados por las fuerzas del general Salom, para luego concluir:92 Qué esperáis fieles pastusos? Armaos de una santa intrepidez para defender nuestra santa causa, y consolaos con que el cielo será de nuestra parte;... vivamos felices en nuestro suelo bajo la benigna dominación del más piadoso y religioso rey don Fernando séptimo.

Salom une sus fuerzas a las del Libertador, quien avanzaba hacia Pasto. Comienzan a correr órdenes certeras, y pronto Salom se ve desplazado de su cargo; lo sustituye el general José Mires. No han servido los llaneros, no han servido ni Obando ni Flores, ni Salom, ni los mejores oficiales venezolanos quienes han triunfado en Carabobo, en Boyacá, y en la formidable Campaña Admirable. Transcurren algunas semanas sin conocerse el paradero de Obando, aunque se supone ha tomado por el camino que lleva a Quito. El sector de Túquerres había quedado a las órdenes del coronel Flores, quien estaba empecinado en acabar con Agualongo y su gente. Le habían aniquilado mucha gente, pero a cada mortandad, más “muertos levantaban cabeza”, como dice el Libertador. En la plaza del sector de Túquerres los combates fueron tan cruentos que el centro de ella pasaba de un bando a otro en cuestión de horas. Parecía una diversión para la gente de Agualongo cuando los patriotas entraban a la plaza, y entonces ellos acosaban con riesgos infinitos para retomarla, y después, retirarse en una jarana de gritos y espasmos. Estarían en esta fiesta por espacio de tres días cuando los espías de Agualongo le informaron que por el norte venía una respetable división al mando del coronel José María Córdova. Acompañaban a Córdova entre otros oficiales, su hermano Salvador y José Hilario López. No tardó en presentarse la oportunidad y fue en un lugar conocido como Chacapamba. En el choque pudo Córdova, dispersarlos y hacerlos repasar el desbordado Juanambú. En todo este penoso y largo batallar, Mires no aguantó y dejó a Flores las operaciones defensivas. Siguieron otras semanas de combates parejos. Agualongo iba perdiendo su arsenal de municiones, las deserciones lo iban debilitando. Por esta época, en vista de otro indulto expedido por Flores se consiguió atraer a un grupo numeroso de delincuentes que aceptaron acogerse el plan de pacificación del gobierno, entre ellos, guerrilleros famosos como Tomás Ordoñez, José Erazo y un tal Guerreros. Esta ventaja con el tiempo habrá de volverse una calamidad, pues estos forajidos imposibilitados para una vida tranquila, harán de los caminos comercio para el crimen, la expoliación y más robos; incluso hasta amparados por las propias leyes de la república llegarán a hacerse fuertes y cometer insólitos delitos contra pacíficos paisanos. Vivirán ahora de desafueros en desafueros, de tropelías apoyados por la falacia curial encargada de cohonestar los magnos latroci92 Ibíd., pág. 504.

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nios: prácticas que prosperan en países cristianos e ignorantes que deliran por la instauración de los llamados sistemas republicanos. Entretanto, Agualongo habíase convertido en una especie de santo guerrero: Cuanto tocaba se hacía sagrado; tenía hasta el don mágico de prevenir males y curar enfermos graves: estragos de tripas, manchones en la cara, arrebatos de locura, el mal de orines dulces, etc. Llevaba ahora sus banderas hacia las costas del Pacífico. Sorprende a la ciudad de Barbacoas, el 1º de junio de 1824. Casualmente se hallaba en Barbacoas el teniente coronel Tomás Cipriano de Mosquera, gobernador de Buenaventura, quien con poca gente salió a hacerle frente. Se trabaron en fiera pelea donde muere el temible forajido Jerónimo Toro. Es cuando Tomás Cipriano Mosquera recibe un balazo en la quijada, y adquiere el mote famoso de “Masca Chochas”. Así como antes Obando había dicho que Flores se mostraba acobardado frente a los pastusos, ahora dirá en sus memorias que T. C. Mosquera recibió un balazo en un carrillo que lo aturdió, pero que le cayó de perlas, pues lo aprovechó para retirarse del combate apenas comenzaba. Al principio no se pudo con Agualongo; éste emprendió otra vez el camino a Pasto. Cogió por los lados de El Castigo, por donde no calculó que podían haber tropas enemigas. Fue su error. Por allí andaba Obando con su descarriada división. Huyendo a ciegas, Agualongo creyó haber encontrado una salida, pero Obando lo encierra contra unos desfiladeros y logra al fin cogerlo. En realidad esta gente venía hambrienta, sin municiones y desperdigada. En una carta al coronel José María Ortega (Intendente de la ciudad de Popayán), Obando refiere haber cogido aquellos restos miserables; que en El Trapiche fusiló a varios oficiales (entre ellos al coronel Henríquez y a dos capitanes) y que iba a enviar a El Castigo a Agualongo para que lo interrogaran y le hicieran las averiguaciones necesarias. En aquella acción Obando hizo un especial reconocimiento al capitán Córdova “que el todo de este buen éxito es debido a la audacia y precauciones del capitán Córdova...”. Este Córdova, debe ser Salvador, hermano del José María, y este detalle es de vital importancia para los sucesos que nos tocará relatar en el futuro, pues la amistad de Obando con Salvador permite ahondar en los motines, las traiciones y trampas que años después las pandillas demagógicas organizarán contra Bolívar. Obando nos cuenta que cuando él conducía preso al “generoso” Agualongo, acordándose éste más de sus amigos que de sí mismo, le suplicó un indulto para su segundo, el coronel Estanislao Merchancano. Indulto que “yo concedí, fundado en mis instrucciones. Agualongo le escribió acompañándole aquel documento, y le aconsejó que no hiciese uso de él yéndose a Pasto, sino a Popayán, en donde le creía más seguro...”93 El propio Obando escribió que luego Flores mataría traicioneramente a Merchancano. Agualongo sería fusilado en Popayán, hecho que produjo gran consternación y remordimiento en el alma de Obando, quien habría deseado otro 93 Gangotena y Jijón, Documentos referentes a la Campaña de Ibarra; Quito, 1923. Pág. 72.

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castigo para aquel eminente rebelde. En verdad Agualongo podía resultar para aquellos hombres, que todavía no estaban seguro de su papel en la causa patriota, una reserva importante para proyectos posteriores. Lástima. El escritor Sergio Ortiz refiere: 94 También a la República le había costado caro reducir al silencio esa voz de protesta monárquica. A miles habían caído en las breñas de Pasto hombres de todas las regiones de la Nueva Granada, de la capitanía general de Venezuela, de la presidencia de Quito. Para la última campaña de pacificación de los años de 1823 y 24 la comandancia general del departamento del Ecuador calculó en 4.500 hombres, de ellos 26 oficiales, los empleados contra más de 2.000 pastusos que vendían cara la vida en mil escaramuzas, con un denuedo de que hay muy pocos ejemplos en la historia.

Se cuenta que, por una ironía muy negra, cuando Agualongo aguardaba en capilla para ser fusilado, llegaba a Pasto la Real Cédula que le confería el grado de General de los Ejércitos del Rey y que había sido expedida por el propio don Fernando VII en Aranjuez. Diecisiete años después de ocurrida su muerte, Obando dará rienda suelta a sus remordimientos; dirá que Agualongo fue asesinado por Flores; que aunque aquel feroz guerrillero arrasó con inclemencia a la población de Barbacoas; aunque redujo a pavesas esta ciudad y se perdieron muchas fortunas95, aquel guerrero era “valiente y generoso... demasiado grande en su teatro tanto por su valor y constancia, como por la humanidad que había desplegado...”.96 Que en cambio “Flores entró a disputarle la gloria de matarle. Él quería gozar del placer de devorar aquella carne que se le escapaba”97. El escritor Sergio Elías Ortiz, cuya obra sobre Agualongo hemos citado varias veces, concluye que este incomparable caudillo, digno intérprete del alma de su pueblo, se plantó frente a la escolta de la ejecución y pidió que a él y sus hombres no se les vendara porque querían morir cara al sol, sin pestañear. “Y así se les concedió y cuando a la voz de ¡fuego! las balas destrozaron los cuerpos de los últimos defensores de España en América, salió terrible, de los pechos abatidos, como un trueno, el grito de lealtad y de guerra: ¡Viva el Rey!”98. Agualongo, “mártir de la patria” (según casi todos los historidores de Pasto) fue sepultado en la nave izquierda del templo de San Francisco, cerca de los antiguos panteones religiosos que también guardan los insignes y gloriosos restos de benefactores del convento, como lo fueron los Mosqueras y los Valencias. En 1824 comienza otra vida para José María: se casa en Popayán con la joven Dolores Espinosa, mujer de gran temple espiritual, quien le dará decidido apoyo en sus proyectos políticos militares. Se retirará por un tiempo a 94 Agustín Agualongo y su tiempo, Ibíd., pág. 533. 95 Apuntamientos para la historia, pág. 69. 96 Ibíd., pág. 71. 97 Ibíd., pág. 71. 98 Agustín Agualongo y su tiempo, Ibíd., pág. 539.

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sus posesiones a criar muchachos y polluelos; a labrar la tierra, rajando leña, a capar ganado y domar bestias y a compartir el dulce lecho con su mujer como hombre católico, apostólico y romano. Llenó su hogar de finas imágenes de la Santísima Virgen María, a quien diariamente le pedía que le diera una buena muerte. El centro de la sala lo ocupaba un hermoso cuadro de Nuestra Señora de La Paz con su rama de olivo en la mano. Como un héroe de Plutarco, con algo velado y enigmático salía muy de madrugada por los bosques, con sus perros de caza. Llegaba con sus botas embarradas, besaba a su mujer y se sentaba en la mesa, junto a sus perros, con los cuales compartía su pan. Leía un poco, fumaba en el corredor viendo la luna; luego rezaba el rosario y se iba a dormir. De este matrimonio nacieron: José María, Cornelia, José Dolores, Simón y Micaela.

Los disimulados chuzos de la dialéctica utilitarista Cada grupo tenía reservado en sus filas al Hombre Necesario al libertador, al restaurador, al único capaz de salvar al país, y por supuesto, nadie creía ni en la eficacia de las fuerzas morales, ni tampoco en las instituciones. Lucas Ayarragaray

El año de 1825 no fue menos desgraciado para Pasto. Las bandas armadas contra la república seguían dueñas de los desfiladeros del Juanambú, donde tenían sus cuarteles, sus tesoros e infinitos recursos. Desde estos lugares, donde estaban sus cuevas o bosques, las cumbres de los altos peñones, arrancaban los proyectos de sus grandes tropelías. Para esta gente aunque se hubiesen terminado las grandes guerras, aunque las luchas contra España estuvieran casi acabadas y no se justificaran más rebeliones, por cuanto los notables jefes godos estaban muertos, vencidos o por rendirse, continuaron dominando los caminos con el favor del Señor y de los anatemas. Aquel año de 1825, la bandera de la rebelión que ya no tenía ni color ni representación de fuerza imperial alguna, por cuanto en verdad España estaba pronto a sucumbir para siempre en América del Sur, la levantó otro guerrillero sangriento, tan temible y fiero como Agualongo: el clérigo suelto José Benavides. Bajo Benavides comenzaron otra vez a oscurecerse los cielos con los humos de la guerra y el rumor de los cuernos. Los revoltosos se atrincheraron en los bosques, y con encendidas proclamas sacaron de sus faenas a los campesinos, que con toda clase de recursos salieron a ayudarles. Anunció Benavides la falacia de que Bolívar había sido derrotado en Guayaquil. Estas falacias ocurrieron precisamente en el momento en que una caravana de soldados pasaba por Pasto, rumbo a Lima. Entonces tomaron bríos los • 124 •

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indios con las consejas de Benavides, y como si fuese cierto que ya Bolívar ni Colombia existían, se abalanzaron sobre los soldados, causándoles grandes destrozos en el punto de la Venta de Mayo. Destruyeron las milicias de Zequitán, las de Guspuscal y otras. Para esta época habían quedado en defensa de la ciudad de Pasto el coronel José María Obando, el coronel Farfán y el coronel José María Córdova. Pese a las providencias tomadas no pudieron estos oficiales contener las embestidas de los alzados. Pronto se unió a la defensa de Pasto el coronel Flores. Obando hubo de reconocer que esta vez Flores actuó de manera eficiente y rápida. Aunque Benavides no pudo ser cogido en la envolvente acción de los patriotas, Pasto fue pacificada. Entonces Obando pidió un permiso para retirarse a su hacienda. Quería también atender a su señora madre; él mismo dice que la atención del campo le hacía pasar el tiempo sin sentirlo en medio de su familia, pero fue sólo una tranquilidad fugaz, pues en octubre de 1825, el Poder Ejecutivo le envió el nombramiento de gobernador y comandante de Armas de la Provincia de Pasto. José María Obando, al igual que Santander, quería participar en grande de las ideas materialistas del filósofo Jeremías Bentham. Era la novedad política del momento, como todavía lo es en estos países tan dados a copiar las fórmulas ideológicas de los llamados países desarrollados; el liberalismo, el último grito del filosofismo triunfante en cuanto a la interpretación de los problemas sociales europeos, llevaba implícito que los hombres más prominentes del Estado debían ser ricos. Debía ser una riqueza a toda prueba de las constantes revoluciones que ponían a bailar en un tusero la estabilidad del Estado. En tal sentido los que tenían las riendas del poder debían coger cuanto pudieran. Ni se soñaba con la existencia de cuentas bancarias con partidas secretas plenamente justificadas por la Constitución y los democráticos Consejos de Ministros, ni los géneros del testaferro, las desviaciones presupuestarias, las mafias financieras como se estilan hoy en día al por mayor. El espíritu y la matriz de esta prodigiosa plaga se encontraban entonces en ciernes, pues el Tesoro Público era deficitario; pero se tragaba gruesa saliva, imaginando lo que en el futuro podía hacerse con los empréstitos que se negociaban en el exterior, con base a la venta total de las minas, de los ríos, de los bosques y de las selvas pantanosas, como el Darién (Panamá) las cuales eran prácticamente invivibles y que se podían hasta entregar a los países poderosos a cambio de algún obsequio para los diputados que estudiaran la oferta. La misma situación vivida en Venezuela durante la IV República. En este sentido realizamos progresos inauditos. A Páez se le adjudicaron grandes fincas, igual que a Mariano Montilla, Rafael Urdaneta, Soublette, Juan José Flores y en general a todos los grandes capitanes de la revolución. Los que no tenían tiempo para pedir porque estaban en el infierno de la guerra del Perú, fueron incluidos en una larga lista donde se premiaba con propiedades y otros beneficios los servicios que hacían a la patria. Obando aunque fue favorecido con alguna ayuda • 125 •

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para sus fincas, no quedó contento, como tampoco quedó contento José Hilario López, quien aspiraba a equiparar sus bienes con los más ricos de la región: los Mosqueras. Los generales, con sus dedos costrosos de tanto blandir sus espadas, sus lanzas y tensar los cabestros de sus bestias, con amplias sonrisas, miraban aquellos oficios, con sellos lacrados, que con gran cuidado les enviaba el señor Santander. Este sí era un hombre de progreso. Esto sí era estar a tono con los tiempos. ¡Qué de prodigios podían hacerse en corto tiempo! Pronto cada cual podría tener una finca, ganado en cantidad y un rico muchachaje para recoger frijoles, papas o maíz. Lo que también se entreveía en aquellos suaves papeles, con letras tan bonitas, era que los “caciques” estaban eximidos de las condenas por abusos contra la propiedad de los vecinos, la quiebra y no podían sufrir de enjuiciamientos penales. Estaba en vías de concretarse la hermosa arbitrariedad de los regímenes personalistas. Pero estas estructuras requerían de hombres solidarios, de macoyas incrustadas en la mismísima ordenación jurídica de la república, de modo tal que se hiciera costumbre en el pueblo que cualquier mínima perturbación que rompiera con la paz y el mutismo de los sometidos, fuese inmediatamente interpretado como la organización de un motín, un acto subversivo, el desconocimiento criminal de la constitución y de los sagrados principios de la paz y la armonía en que deben vivir los hombres civilizados. De modo pues, que junto con esos bellos oficios se les recomendaba mantenerse alertas, ojo avizor, con los movimientos proditorios de los enemigos de la libertad que vivían a la caza de una oportunidad para despojar a los patriotas de los bellos sueños conseguidos. Se les rogaba tener los soldados prestos para cualquier eventualidad sediciosa, dormir con las botas puestas y las armas en disposición de combate, y las bestias listas para salir a salvar a la patria. El genio faccioso y el temperamento atrabiliario y agresivo de los ciudadanos americanos se estaban afinando con estas providencias que no perseguían sino la estabilidad y la seguridad pecuniaria de los próceres. Estos señores que estaban montado en el carro del Estado eran personas todas con un sentido del progreso a lo europeo, y propugnaban para sus países una orientación mercantilista como la sustentada por la invencible Norteamérica. Admitámoslo, los vicios antisociales introducidos por el materialismo de Bentham estaban provocando los primeros memorables robos al exiguo Tesoro Público. La religión carecía de fuerza para controlar nada porque el despotismo y la revuelta iban en sintonía con los vicios de la intolerancia, el fraude y la intriga menuda, pasiones crueles y atávicas y otras prácticas funestas introducidas desde que nos llegaron los primeros curas. La Independencia había introducido, con su concepto de liberalidad, de igualdad y fraternidad, los caprichos del odio, del robo, de la maledicencia, del insulto diario, de la destrucción y del desprecio por nuestra tierra. Ya no importaba nada la cortesía ni el honor ni el respeto a las viejas y sabias costumbres que de familia a familia se habían trasmitido durante siglos. • 126 •

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No había o se había perdido la poca visión que existía del bien y del mal. El bien se reducía al provecho inmediato que cada cual podía obtener de sus acciones. Es increíble como esta conducta atrapó en corto tiempo las voluntades más elevadas y los corazones que hasta hacía poco habían dado ejemplos de probidad, de elevados sacrificios. Cuando Bolívar vino a recapacitar sobre el mal inmenso que junto con la libertad habían provocado sus armas y sus ideas, quedó helado. Cuanto había hecho estaba siendo consumido por las negras fuerzas del egoísmo, de la ruin traición, del negocio deshonroso, del desinterés y esa fealdad perenne del insulto, del escándalo, la amenaza y el crimen imaginario, que aún verdea en nuestro medio. Pronto llegará el día cuando en esta América enferma de espíritus pequeños y ladrones, de criminales y odiosos partidos (que en nombre del bien y de la libertad dividen y matan), ya no sea posible hablar ni aconsejar, sin que sobre el que hable o aconseje recaigan los peores epítetos y sea visto como un hipócrita y degenerado, ambicioso. Germán Arciniegas pretende decir en sus escritos históricos que Bolívar estaba plagado de errores en política, porque vivía presa de un pesimismo incurable; que no podía hablar sino con odio del sistema federal gringo. Que su odio venía de que este sistema no le concedía a él el inmenso poder al que se había acostumbrado a manipular desde que estallara la guerra en 1813. Pero el señor Germán Arciniegas en su apoplética retórica no nos dice qué podía hacerse entonces para salir del horror que poco a poco se le vino encima, dado el loco fervor que tenían las más altas autoridades del Estado en hacerse con los dineros de la nación y todos los privilegios del poder. Porque verdad es que en casi doscientos años los colombianos han tenido oportunidades de buscar un sistema acorde con sus necesidades y esperanzas, no obstante todavía siguen pendiendo sobre ellos la violencia incontenible, la horrible diatriba partidista y el escabroso fruto de la corrupción administrativa, la brutal y pertinaz guerra además de la inseguridad, el caos, la improvisación y el relajo más descarado. Hoy día cuando escribo estas líneas (este libro lo vengo estructurando desde el año de 1979 cuando vivía en San Diego, California), 7 de noviembre de 1985, los tanques de guerra, los helicópteros y tropas bien adiestradas se encuentran frente al palacio de Justicia, ahuecando con sus cañones sus más altos símbolos: Colombianos, las armas os han dado Independencia. Las leyes os darán libertad. La guerra y el dolor de una independencia que jamás hemos comprendido: ha muerto el presidente de la Corte de Justicia, y el mundo estupefacto contempla por sus aparatos de televisión el ir y venir de los tanques y soldados por la Plaza de Bolívar; pareciera una pesadilla del ayer, cuando no teníamos orden, ni códigos constitucionales... No eran los imperios, señor Germán, ni los transportes oceánicos de Inglaterra lo que apasionaba a Bolívar, sino el orden, la sustentación de alguna moral férrea, la honestidad intelectual de la cual usted carece; una constancia serena en los corazones, la belleza formidable del tener algo que hacer en la • 127 •

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vida, un destino, una ocupación; la armonía religiosa de la gente laboriosa y fuerte, la capacidad de poder mantenerse firme por encima de las más negras adversidades, venciéndose uno a sí mismo en los momentos de mayor apasionamiento y por encima de nuestros intereses personales. No se trataba de que el sistema federativo fuera malo; no, ciertamente no lo era, como el mismo Bolívar lo admitió tantas veces; en verdad este sistema era capaz de dar el mayor bienestar, pero nosotros no llegábamos ni siquiera a la condición de pueblo: éramos un pedazo de país hecho con retazos de sociedades humilladas, envilecidas, harapientas y esclavizadas por un lado y por el otro envilecidas por leguleyos arrogantes, militares feroces como las hienas y magistrados ignorantes. Menos de un quinto de la población sabía leer y escribir, y para completar los doctores se dieron a la tarea de interpretar la libertad del modo más negativo posible. Entonces haciendo de los principios más nobles un amasijo de cuñas sectarias, se vino a concluir que el federalismo era la mejor forma para debilitar el gobierno, la mejor forma para provocar revoluciones y ondear banderas de redención por niñerías y estupideces inconcebibles. ¿No se habrá enterado don Germán de esta debilidad cerebral de nuestros políticos, de la torpe voluntad de nuestros ideólogos, que lleva más de cien años de metástasis en metástasis, precisamente por lo muy egoístas, arbitrarios y soberbios que somos? El colmo de esta manía tuvo su capítulo final en el avieso y larvado proceso que llevó a Colombia a la estructuración de la Constitución de Río Negro. La ruina que originó el sistema de las constituciones más libres y absurdas y que mostró al fin a todos, los genios que hemos tenido, el colmo de nuestras canalladas. Hubo de esperarse más de treinta años de tirrias, muerte y terror incontenibles, para entender que la falta de un idioma político, lo que muchos le echaban en cara al Libertador por no habérnoslo dado, era todo producto de nuestras propias e inconmensurables locuras. Tuvo que venir un político brillante como el doctor Rafael Núñez para acabar la paranoia liberal y conservadora, y por ende con el bochinchito de los federalismos. En el fondo de las luchas por imponer la federación o el centralismo no había, como decía el granadino Felipe Zapata, sino intereses egoístas, antipatías personales y cuestioncillas que no valían una gota de sangre, ni siquiera un movimiento de simpatía. Volviendo al asunto de los negocios de aquellos magnates políticos metidos a mercantilistas (o viceversa), es posible que en virtud de las nuevas tendencias del pensamiento liberal, el señor vicepresidente de la república, Santander, ayudara a satisfacer las ambiciones de Obando. Demos un salto en los acontecimientos, tomemos el volumen IX de la Correspondencia dirigida al general Santander, de Roberto Cortázar, y busquemos la carta del 25 de marzo de 1835, que Obando escribe al entonces presidente de la Nueva Granada, don Francisco de Paula Santander. Dice esta carta, entre otras cosas: “Confidencial, reservadísimo; entre los dos. Confiado sobre todo en la libertad que usted me dará en plena justicia, voy a ocuparme de reani• 128 •

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mar mis fincas, que son lo mejor de la Provincia de Popayán; están hoy bien mejoradas a beneficio del orden público y de la atención que aún desde lejos he puesto en ellas... Y es el salto que debo dar siempre que usted me extienda la mano para lo cual hablaré frecuentemente como amigo y compañero. Mis propiedades independientes y libres, alcanzan a valer más de 20.000 pesos, sin contar con lo que puedo adquirir de mi buena marcha, con mi constante trabajo y la mano de usted, las pondré antes de cuatro años en valor de más de 50.000 pesos, y me tiene usted un hombre hecho y derecho para educar mis hijos y sostener mi familia. Esto se realizará si usted oye mi modesta solicitud, y es: que usted me proteja, aunque toque con sus amigos, con tres o cuatro mil pesos para entrar en varios negocios que me son de manifiesta y segura utilidad. Con ellos compro novillos para ocupar diez potreros selectos, que tengo varios; compro unas cincuenta mulas para mis acarreos de azúcares, etc., de mi hacienda del Cauca, y levanto de bronce un trapiche que sólo tengo de madera...” No pudo haber sido muy grande la herencia que Obando recibiera de sus padres adoptivos. Luego de tantas guerras y disensiones, y de una situación económica triste y depresiva, la quiebra de la ganadería y la agricultura había tocado fondo. Era Obando de los pocos ricachones que habían apostado y ganado en las revueltas de veinte años en Pasto y en el Cauca. Llegaron a crecer tanto sus propiedades, que ya superaban a las de los Mosqueras quienes eran millonarios de cuna. ¿Cómo podría explicarse que para 1835, casi en un abrir y cerrar de ojos, fuera uno de los propietarios más respetables del sur de Colombia? Nuestra situación fue desde un principio muy lamentable. La mayoría de nuestros dirigentes creyeron que con las ideas que se producían en Europa, podíamos nosotros llegar a hacer maravillas, hasta el grado de poder convertir un territorio de esclavos en un bello jardín poblado de genios, y esto tan sólo en un corto espacio de tiempo: dos o tres décadas. Los que tenían en sus manos el poder robaban, digamos que se excedían cogiendo y repartiendo dinero y los bienes del Estado para sus conmilitones y amigazos de partido; porque entre nosotros el gobierno es una conquista que debía defenderse como presa; y la política se reduce al arte de la agresión física y de la intriga. Los que estaban en la oposición se hicieron de mala gana, radicales, liberales de ultra, amigos de bandoleros de camino y hasta socialistas o comunistas; no era un genuino humanitarismo lo que en la mayoría de esta gente privaba. No; era envidia, odio, rasgos de oscura y viciada maldad. Mientras Santander y sus amigos estuvieron en la oposición, cuando el “Tirano en Jefe” se vio obligado a ejercer la dictadura, no escatimaron esfuerzos para atropellar, para insultar, para abusar de la libertad de expresión y promover un estado de conmoción civil y militar en cada pueblo, en cada aldea. Luego, cuando tuvieron el poder en sus manos, el menor gesto de protesta fue considerado un criminal complot contra el Estado; se levantaron patíbulos y tribunales terribles para someter a quienes somera• 129 •

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mente se atrevieran a criticar la gestión del gobierno. Se vivió una época de verdadero terror. Se alimentó hasta lo indecible el odio hacia los partidos de oposición, que en verdad ni existían, pues el único que podía y tenía derecho de funcionar era el grupo de Santander. Nada podía hacerse, sugerirse, que pudiera herir el amor propio del señor presidente. Una morbosidad insultante y un miedo más feroz que el vivido bajo la bota de los españoles se había adueñado del partido triunfante; el odio era la verdadera bandera de lucha, no la comprensión, no el entendimiento. Algunos proletarios deliraban al creer que faltaba muy poco para alcanzar el ansiado bienestar, cuyos refulgentes destellos les hacían imaginar a Caracas o Bogotá como prospectos de ciudades similares a París o Nueva York: era el cambio que ansiaban, como siempre, lo más inmutable de todas las cosas. Pero no tomaban en cuenta que estos líderes administraban la pasión de las masas como se administra una máquina registradora en un automercado. Mirando los saldos y los haberes, los débitos y porcentajes del “sacrificio” que ponían en juego. Los idiotas deliraban hasta ronquear en esas estúpidas marchas en las que se exigía pan, justicia y libertad. Los “liberales” del siglo XIX, como ciertos comunistas o socialistas del presente, hacían de las candentes frases revolucionarias, meras poses, las cuales les permitían disimular la peste pequeño-burguesa que les devoraba interiormente: voraz necesidad de poseer más bienes materiales que el colega o el vecino. En tal sentido dice el historiador granadino, Germán Ángel Naranjo, que para muchos petimetres con aires de próceres, era urgente hacerse notar en el primer plano del odio a Bolívar a fin de hacer méritos oportunos ante la inevitable derrota del Héroe; que los terratenientes (como Obando y Santander) aliados con la teocracia, y los comerciantes aliados con los intelectuales de pasillo fueron esa clase dirigente, que a fuerza de liberalismo perpetuaron los más rancios principios de la sociedad esclavista colonial que habían implantado los europeos en el Nuevo Mundo. Fueron todos los partidos que con la eterna careta de la revolución hicieron perpetuar la desunión, la miseria del desorden y la maldad de las guerras civiles. En al novela Los Endemoniados, Fiodor Dostoievski que había percibido esta idiotez de los radicales de izquierda, se preguntaba: “¿Por qué todos esos socialistas y comunistas desesperados son al mismo tiempo unos avaros increíbles, unos ambiciosos muy pagados de lo suyo, y hasta puede decirse que cuanto más socialistas, tanto más amigos son de la propiedad?” Todo esto pasa entre nosotros, sencillamente porque a los latinoamericanos nos cuesta trabajo ser honrados. Porque no hemos comprendido todavía que la mejor política es la de exigirnos a nosotros mismos una conducta de elevada responsabilidad frente a las calamidades públicas y que el sentimiento supremo de que la salud de la patria no sólo le compete al gobierno sino a cada uno de los ciudadanos en particular. Casi todos los revolucionarios de estos países, casi todos esos tipos que viven balbuceando pestes contra nuestras instituciones, y que lanzan palabras cargadas de veneno y odio contra quienes nos gobiernan, con una facilidad increíble • 130 •

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ceden ante las seducciones que ejerce la corrupción. Por eso uno no sabe en quién creer, por eso uno se paraliza cuando escucha a la gente criticar el estado de las cosas que nos envilece. Por eso en ocasiones callamos y nos escondemos cuando llega algún reformista que dice que va a arreglar esta vaina.

La increíble historia del indio Juan de Dios Nacibar

Por piedad hacia los hombres hay que engañarlos y matarlos. J. S. R.

Obando acariciaba una y otra vez la proposición que le había hecho el vicepresidente de encargarse de la gobernación de Pasto. Se había independizado la América del Sur, pero quedaron semillas facciosas en todas partes. Los esclavos, los que no habían luchado conscientemente para librarse de los españoles seguían aferrados a la colonia, a los dioses malamente trasplantados de otras tierras y sostenidos a sangre y fuego durante tres siglos. “En el puente del río Mayo, estaba en guardia el famoso José Erazo que al que no mataba le cortaba el paso y sacrificaba sus intereses. Más allá, y como en asecho, en la espantosa montaña de Berruecos se hallaba el memorable guerrillero, perseguidor de los patriotas, el detestable Andrés Noguera. Y en Pasto, como jefe, el valiente guerrillero Benavides. El fanático clérigo Villota sostenía todas las felonías. No había seguridad en el tránsito al Sur porque el que escapaba de Erazo en el Mayo, caía en manos de Noguera en Berruecos, y el que saliendo de Pasto para acá (Popayán), escapando de Noguera, fracasaba en el Mayo”. 99 Las reiterativas proposiciones de Santander en este sentido llevaron a José María a aceptar el cargo de gobernador el 1º de marzo de 1826. Entregóse Obando al disfrute de sus propiedades, a cazar y a hacer largas jornadas a través de los fragosos caminos entre Pasto y Quito. Calculaba Obando que un día podría ser el venerado de la región, no sabía si bajo las escarapelas de Bolívar, del Papa o de cualquier otro supremo del caos político local o universal. De algo estaba muy seguro y era de su buena estrella la cual iba adquiriendo respetabilidad y prestancia más allá de las mismas fronteras colombianas. Un informe de las fuerzas en el Perú lo mencionaba entre los Libertadores del Sur. Por otro lado el persistente nombre de Bolívar fatigaba, cansaba a la gente joven que quería gobernarse a sí misma; él se encontraba entre los posibles generales que habrían de regentar el inmenso territorio de Colombia, lleno de esperanza, de fuerza y de respeto en el mundo, lo cual, de momento, molestaba a los hidalgos prebenderos del utilitarismo radical. 99 Manuel José Castrillón, Diego Castrillón Arboleda, Tomo II, pág. 25.

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A pesar de los triunfos de Bolívar y de Sucre, no dejaban de prosperar esas críticas deterministas de la historia: “- La historia no le perdonará a Sucre, mucho menos a Bolívar…”, y por allí se colaban los trazados depresivos de las mil reconvenciones de moda relativas al bien público, a las glorificaciones liberales, al concurso administrativo supremamente organizado. Estaban demás, metódica y explícitamente hablando, el que esos personajes caprichosos de la guerra y de viles ambiciones buscaran acapararse toda autoridad, de los anhelos románticos de la lucha, de las epopeyas autonómicas; individuos centrifugados por el círculo vicioso de la historia, se plantaban ante los nuevos capataces del orden, y ante sí mismos, y se preguntaban para qué se habían sacrificado tanto; qué ganaban con ser republicanos si se encontraban peor que cuando los godos; en qué los beneficiaba ser libres si padecían necesidades nuevas más horribles que las sufridas bajo Sámano, y si frente a los españoles que habían sacado a patadas y cañonazos eran menos que mendigos o perros; los ricos hacendados, los que se creían herederos de algún capitalito, los que se creían con el derecho de dirigir la nave del Estado (porque sabían latín y francés y habían leído los panfletos de la Revolución Francesa), se planteaban cuestiones mucho más exigentes que no estaban en la tierra, en el universo, en ninguna parte. Para Obando soplaba más que nunca un aire con sabor a triunfo, una claridad sugerida entre las guiñadas de sangre de un cielo hermoso: quizás era el sentimiento mordiente de lucha en que se fundaba el régimen republicano. Se había entregado en brazos del señor vicepresidente de la Gran Colombia con quien iba cultivando una gran amistad. No lo conocía sino por cartas. Se confesaba Obando gran defensor de las leyes, de la constitución y del centralismo que defendía el Libertador. Para aquella época, como quizás en todo momento, los problemas del Estado dependían del empírico humor de los más audaces. Dos, cinco o diez brindis en una amena reunión podían provocar cambios totales en los trazados de un mapa geográfico y en la aparición de nuevos formatos alternativos en las supuestas antinomias de los proyectos federativos o centralistas. Todo dependía de la manera de insultar, y por ello, sin ton ni son, alguien estallaba: “- Más centralista será tu madre”. Ya se sabe que entre nosotros, la palabra “madre” es la aplicación disidente más atrevida. Por supuesto, las “madres” rodaban de bando en bando, impregnadas de los azorados denuestos que se infligían federalistas y centralistas (con otros istas que odiaban a cualquier agrupación que nos les incluyera entre los más preclaros para salvar a la matrona cuyo virgo había sido reconstruido más de mil veces: La Patria). Como en el laboratorio de la vieja Celestina, aquellos egregios generales miraban por encima de los cagatintas atusándose nerviosamente los mostachos ante el nuevo mapa de sus acciones revolucionarias. El cagatinta musitaba: “La acción está indefectiblemente unida al destino trágico de la humanidad, y por ello es bella y noble”:- ¡Maldita sea!, exclamaban, no sabían por qué, aquellos generales. “Sépase – aclaraban los generales- que • 132 •

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Colombia se debe no a los papeles ni a las plumas egregias ni a las Constituciones, sino a las armas. Escriba eso con claridad”. Por su lar (el de Obando), donde señoreaba, veía pasar esclarecidos oficios redactados por otros cagatintas, los del Sur. Traían luminosas consideraciones que revelaban la diestra mano de los estadistas que las inspiraban: Bolívar y Sucre. Van y vienen comisionados de Lima a Bogotá, de Guayaquil a Caracas, y en sus voces y papeles palpitan la creación de naciones nuevas, de congresos panamericanos, de eminentes y sublimes encargos, de proposiciones fastuosas que exigen la conformación de una tropa de veinticinco mil hombres; proyectos inmensos que pueden llegar hasta Río de Janeiro, La Plata, Santiago de Chile, Buenos Aires. Es un vórtice de planes totales de unión y de esperanza que el modesto talento de Obando no es capaz de entender, y considera que desde el Río de la Plata hasta Caracas, por obra y gracia de Bolívar y Sucre, hay un solo país que se llama Colombia. Todo le parece un cruce de leyendas o mitos lejanos. Se ha vencido en Ayacucho, España ha entregado las armas, y ya no habrá más batallas grandiosas; el general Sucre ha sido nombrado presidente vitalicio de la nueva República de Bolivia. La palabra “vitalicia” le confunde y le conmueve. Van y vienen periódicos que hablan de un gobierno aristocrático con príncipes traídos de casas europeas. Obando calla, se sobrecoge por el rumbo airado que toma Colombia y le perturba que en esta gloria él no figure para nada. Se asoma al balcón con un raro espasmo en la garganta. Contempla su vaguedad interior, la grandeza cancelada de su ser; las ausencias sutiles de la vida que siempre quiso tener. La gloria, coño, ¿qué es la gloria? ¿Cómo podemos palpar la fe de lo que nos sostiene?, y siente el ahogo de las antiguas huestes que poblaron hacía siglos aquellas laderas. Pero no hay noche en que a lo lejos no vea el resplandor de las caravanas que vienen de Lima y de Quito, cargadas de fastuosas reliquias artísticas que habrá de iluminar los museos y salones de una de las más esplendorosas capitales del Nuevo Mundo: Bogotá. Obando inspeccionaba aquellas cargas luminosas, con pedrerías, ídolos de oro, tacitas como de porcelana china, caravanas, enviadas desde lo más ignoto de las tierras americanas, y con ellas oficios que hablan de la conmovedora declaración en la que Sucre rechaza el mando vitalicio que se le ofrece y expone su disposición de marcharse a Europa (para instruirse). Quería prepararse porque no sabía gobernar. Y Obando se confunde con estas declaraciones que corren con impúdica maldad, pues se comentaba que Sucre era marica, tonto, idiota; que cómo se le ocurría decir que se iba a retirar a Europa precisamente cuando la fortuna y la gloria le estaban sonriendo. ¿Cómo se atrevía a decir públicamente que no sabía gobernar? Lástima que Sucre no le hubiese tenido a él por edecán, porque le habría ayudado. Obando sentía que gobernar era muy fácil. Por ejemplo, la gobernación de Pasto desde que Obando se había encargado de ella sufrió grandes cambios. Ordenó indultos José María que le ganaron la buena voluntad de muchos guerrilleros, que llevaban más de diez años alzados. • 133 •

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Pudo recoger grandes cantidades de armas enterradas e incluyó entre sus guardias más cercanos a bandoleros que habían aterrorizado los caminos que van de Pasto a Popayán. Apadrinó muchos matrimonios y niños, obsequió al pueblo con fastuosas celebraciones, donde él mostraba sus habilidades culinarias en el arte de asar carne; muy cordial, muy sonriente, se regocijaba viendo la cantidad de mujeres que le hacían peticiones de caridad para sus hijos o esposos presos, pidiendo un trabajo, rogando una atención para sus males. En aquellos años de pasividad guerrera, Obando fue llenándose de conocimientos políticos importantes. Se hacía leer la prensa que llegaba de Lima y de Europa; era asiduo en las veladas en casa de los más cultos hombres de Pasto. Leyó con gran interés y sometió a severa crítica el documento que Sucre dirigió al Congreso de Bolivia el 6 de agosto de 1825: Por amor a la patria, he tomado sobre mí esta carga, que es excesivamente pesada para un hombre formado en la guerra. He gobernado muy pocos meses y en ellos no he omitido diligencia para sofocar las pasiones y someterlas a la ley. A ningún hombre se ha perseguido; ninguna propiedad se ha atacado; ningún ciudadano ha sido arrestado sino ha sido por la ley. Entre los habitantes del Alto Perú no se oía otra voz que la de la reconciliación y amistad. Los odios consiguientes a una revolución están casi olvidados. La patria, la libertad, son los votos de los ciudadanos; todos quieren un gobierno que haga su dicha; y por fortuna, la opinión pública ha desterrado las ideas que, con tantas ilusiones de prosperidad y perfección, no harían en nuestro país, sino el despojo de la República; una fatal experiencia lo ha demostrado. En diez y seis años de males, instruidos los hombres en las escuelas de la desgracia, ya deben aborrecer los principios desorganizadores, amar la verdadera y sólida libertad, respetar las leyes y someterse a las autoridades legítimamente constituidas. Esta es la relación sencilla de mis operaciones, desde que pasé el Desaguadero; ella está escrita con la franqueza de un soldado; mi conducta queda sometida a vuestro juicio; si ella merece vuestra aprobación, reposaré dichoso en el curso de mis días; pero si vuestra bondad me atribuye algunos servicios a vuestra patria, declaro que no son míos, sino de los legisladores de Colombia a quienes debo mis principios; del Libertador, que ha sido mi antorcha, y del ejército unido que es el protector de las buenas causas.

Existen muchos puntos de estos documentos con los que no está de acuerdo. No sabría con exactitud definir cuáles serían estos puntos, pero deja en claro que algún día los dilucidará y los rebatirá en forma. De momento sólo plantea, ¿por qué Sucre habla de que hay que desterrar de la opinión pública las ideas de prosperidad y perfección que han hecho tanto bien en Europa y los Estados Unidos? ¿no piensa él mismo irse a instruir al Viejo Mundo? • 134 •

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Monta su rocín, Obando. Sale a ejecutar órdenes emanadas de la vicepresidencia. No puede concebir que se vaya a morir entre el olvido de aquellas faldas infestadas de modorra, de lasitud moral. Entonces ejecuta acciones dignas de los más grandes soldados de Colombia. Escribe documentos con estilo mesurado y grave sobre los planes que deben llevarse a cabo para hacer de Pasto una villa pacífica, poblada con hombres entregados al trabajo en medio de una sólida y próspera armonía social. Pide al Ejecutivo le otorguen el uso de las Facultades Extraordinarias del artículo 128 de la Constitución jurada en Cúcuta para poner en práctica medidas que estén a su alcancen y que le sugieran su razón. Y es así como las últimas partidas de delincuentes escondidas en El Tablón, Berruecos y Túquerres son deshechas con argucias y providencias divinas que hacen arrancar aplausos felicísimos al vicepresidente; éste, con pasión irrefrenable, las hace del conocimiento del Congreso y del excelentísimo señor presidente de la república. Dice que Obando por tales acciones merece el mayor reconocimiento de la patria. Como entonces todas las jugadas en política estaban fuertemente ligadas al temperamento de los militares con carácter, Santander incluyó automáticamente el nombre de Obando entre las fichas claves de su equipo. Es por ello por lo que entre sus mejores amistades están los generales en jefe Carlos Soublette y Rafael Urdaneta, los generales Mariano Montilla y Pedro Briceño Méndez, hombres de gran influencia y todos recelosos de las miras proditorias del catire Páez, su enemigo “entaparao”, y venezolano. Pero esta vez contaba con un neogranadino de pura cepa. El propio Obando cuenta que fue mediante providencias generosas y por la más severa disciplina militar que contrastaba con su natural popularidad como pudo hermanar el pueblo de Pasto con sus soldados. “No fue - asegura tajantemente - con la voz elocuente del cañón ni con la política cruel y a veces sanguinaria del general Flores como se consiguió la pacificación”. En este punto, sobre la liquidación casi total de los guerrilleros que heredó Obando luego de las pérdidas cuantiosas que sufrieron Salom, Flores y Sucre, los escritores granadinos son muy parcos. Uno de los trabajos más prolíficos al respecto es el de don A. J. Lemos Guzmán. Al llegar a los años en que Obando pone en ejecución su plan de castigar a los revoltosos, corta el punto diciendo: “pero importa, por lo que después ocurrió, determinar hechos de ulterior trascendencia”. En realidad el gobernador José María Obando se había adentrado en los abismos más peligrosos del Juanambú y del Guáitara donde dominaron por mucho tiempo los temibles bandidos Juan Andrés Noguera y José Erazo. El tal Erazo ya había sido teniente de las huestes que comandaba Agualongo y que más tarde se acogió al indulto que le ofreció el general Flores. En referencias posteriores que hará Obando sobre su ejercicio como gobernador aquel año de 1826-1827, dice que estos dos bandidos Andrés Noguera y José Erazo habían asesinado a una partida de 26 soldados en Olaya, también a un ciudadano de nombre Catalina Viveros en la Cañada, a uno • 135 •

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de nombre Rosero de Alpujarra y varios vecinos de Taminango, además del comerciante Manuel Pérez de Popayán. Estos crímenes los recordará dieciséis años después de haber sido cometidos, sin tener en sus manos documento alguno100. Con nombres y apellidos, profesión y el lugar donde los asesinaron, todo lo llevaba nítidamente en la cabeza. Estaba entonces Obando expatriado en Lima después de una espantosa guerra civil donde él fue el principal protagonista. En la relación de estos hechos, Obando refiere que le causó mucho dolor la suerte de aquellos infelices que cayeron a manos de Noguera y Erazo por no haber sido capaces de defenderse con las armas; eran asesinos que en su opinión no merecían ninguna consideración por haberse formado ambos en la abominación, el robo y atroces tropelías. Después de otros fusilamientos ejecutados por Obando en El Tablón, tuvo noticias de que había ciertas intrigas entre Noguera y Erazo por unas ropas robadas al comerciante Manuel Pérez. “Aproveché este incidente cuenta Obando - para atraer a Erazo que era el más asequible de los dos y le mandé un indulto particular con el presbítero José Torres, cura de Taminango”101. La treta no le funcionó, cuenta José María, pero valió de algo pues fue ganándose al bandido Erazo hasta que logra conferirle ciertas comisiones oficiales de poca importancia creadas sin necesidad e inventadas con el único objeto de amansar a aquella tierra”. La relación sobre ciertos hechos de su mandato hace la situación un poco confusa y el lector se preguntará en qué radica nuestro interés al ocuparnos del tal Erazo. Nosotros no hacemos sino seguir la historia que al respecto nos hace Obando; él nos mete por unos intrincados recovecos por los que es necesario hacer malabarismos mentales para no perderse. Nosotros le seguimos como podemos, procurando abusar lo menos posible de la paciencia del lector, pero tales vericuetos son vitales para la clarificación última de la trama infernal, que es el propósito de este libro. Dice Obando que aquellas comisiones llenaron de contento a Erazo “viéndose ocupado por el gobierno y afectuosamente tratado por la primera autoridad de la provincia”102. La relación no obstante peca de cierta inconsistencia, pues ya el coronel Flores había concedido un indulto a Erazo, de modo que en poco podían halagar a este bandido las nuevas disposiciones del gobernador si no iban acompañadas de jugosas proposiciones, mucho más cuando sobre este miserable existían horribles cargos, pendían crímenes tan horrosos como que los refiere el gobernador. Sigamos los hilos de este cuento que casi todos los historiadores se han negado a analizar hasta ahora. Creemos que alguien debe hacerlo.

100 Obando, a consecuencia de una guerra civil que desarrolló principalmente en la zona de Pasto, había huido a Lima a través de la selva del Amazona. Fue una huida a pie y en medio de las más desesperantes condiciones. 101 Apuntamientos para la historia, pág. 78. 102 Ibíd., págs. 78-79.

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En este estado de madurez le propuse ya (a Erazo) que amarrase a Noguera y me lo entregara, mediante una gratificación que se le daría; él me observó que era necesaria una autorización para hacerse obedecer de las gentes que vivían a orillas del Mayo103.

Se ve que la estructura de la narración necesita la introducción de un detalle especialísimo, y el autor ha creído de pronto que lo ha encontrado. Un criminal pide autorización para atrapar a otro de su calaña, en un lugar de la jungla donde la ley es el puñal, las trampas feroces y los ardides divinos de partidas de facinerosos. La historia es interesante por los absurdos insospechados con los que el lector se va a tropezar, de modo que no se asuste si ha de llegar a túneles sin salida. Continúa Obando:104 Y yo conociendo que mientras existiese la facción de Noguera, era preciso conservar a lo menos el nombre de la línea de operaciones que allí se mantenía hice en Erazo el nombramiento informal de Comandante de la Línea de Mayo, para que ese documento le sirviera por la autorización que pedía. Importa de momento saber cómo se hizo (informalmente) a Erazo comandante de la Línea de Mayo. Esta política que hoy se práctica tan despreocupadamente, la de colocar en altos cargos tipos que se distinguen por su temeridad y un “dossier” francamente espeluznante, tiene ciertos antecedentes en esa época terrible de nuestra incipiente república. No iba a ser la última vez que José María hiciera comandante a un forajido para que cumpliera órdenes estrictamente personales. En las revueltas del año de 1840, nombrará Obando comandante al indio Ibito105. Lo lisonjeó con este título y le remitió un cargamento de armas para que le hiciera la guerra al gobierno constitucional del general Pedro Alcántara Herrán. Erazo en informes que le remitió al gobernador le explicaba que Noguera se guardaba mucho de él, por lo que le era casi imposible ejecutar el golpe que se había propuesto. Sigue refiriendo nuestro protagonista:106 En una salida que hice sobre el Juanambú en mayo de 1827, tomé preso en Buesaco a un indio, Juan de Dios Nacibar, que venía con una bestia cargada de víveres... empleando ya las amenazas, ya las promesas, me declaró que venía de la hacienda de Sacandonoy de traer víveres para su familia que mantenía oculta en la montaña. Continué diciéndole que si venía de aquel punto era forzoso que supiese del paradero de Noguera, y que si no me lo decía todo, le iba a fusilar.

103 Ibíd., pág. 79. 104 Ibíd., pág. 79. 105 En el pueblo de Guambia, en julio de 1841, el indio Ibito emboscó y asesinó a varios soldados con armas que le mandara Obando. Llegó a hacerse temible y atrevido con el título con que lo invistió José María, y se hizo tan formidable su poder que llegó a derrotar al gobernador de Neiva, el señor Miguel Ortiz. 106 Ibíd., pág. 79.

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Los secretarios intelectuales de Obando que corrigieron y retocaron sus Apuntamientos, le hicieron mucho mal agregando datos exagerados y torpes que en lugar de aclarar su inocencia (en el lío de las acusaciones que sobre él pesaban por lo del asesinato en la persona de Sucre), terminaron por hacerlo más sospechoso. Se volvió para él una obsesión rebatir cada una de las pruebas que lo comprometían en el escabroso asunto, pero acabó por forjar un cuento cada vez más raro107. Pretende ser convincente, ameno, sin olvidar añadir movimientos físicos a su narración. Pero, ¡qué de detalles! se acordaba del mes, del año, del nombre del indio (Juan de Dios Nacibar), y hasta de lo que llevaba en la bestia; después cuando sea interrogado en los tribunales de la república (y antes de escribir sus memorias las cuales nos ocupan) confesará que ni siquiera conoce a Erazo; que no se acuerda si envió o no carta alguna al señalado señor; que no podía decir con quién envió cierta CARTA a la que tanta importancia le dan, y sobre la cual se fundamentan para condenarlo por lo del crimen de Berruecos. En sus Memorias refiere que el indio Nacibar (fuese verdad o para salir del paso), le contó que Noguera andaba por la comunidad vendiendo víveres y en gestiones para comprar sal. Pero es el punto de la narración donde nos pinta que el indio Nacibar adquirió una sorprendente iluminación, se sobrepuso a la inteligencia del propio gobernador, y le pintó con vivos matices el modo como podía ser atrapado Noguera. El gobernador con los ojos redondos, matizados con el brillo inteligente de su mirada, escuchó atento el plan. Le dio una serie de oficiosas indicaciones que le auguraban probabilidades de un buen suceso. Fue cuando le dio a Nacibar informes verbales de cómo debía echarle mano a Noguera. El rompecabezas se torna complicado, pues parece que el inocente indio de momento sabe más de Noguera que el propio Erazo. Tiene hasta en mente un proyecto formidable de cómo coger a un bandido que ha cometido docenas de crímenes y robos, que ha peleado en cien batallas contra los ejércitos del Estado republicano con el grado de oficial. Al fin, aquel hombre enjuto y tristón, que según el propio Obando, a lo mejor le mentía por miedo, lo ha conquistado de tal modo, que le ha hecho creer que puede atrapar a Noguera. Los secretarios que asesoraban a Obando, sobre todo Manuel Cárdenas, en la ordenación de los tan complicados hechos, tenían sin duda que sudar para dar consistencia y credibilidad a los enrevesados líos que van conduciendo a lo que será un hallazgo terrible: la ya mentada CARTA que reposa en los archivos criminales de la policía de la Nueva Granada. Es cuando Obando cuenta:108 ... le puse una esquelita en términos muy vagos, dirigidos únicamente a que comprendiese (Erazo) que debía dar crédito al indio y acompañarse con 107 Al respecto nos dice el escritor guatemalteco Antonio José Irisarri que las influencias del clima de Lima suelen ser muy poéticas, y que allí Obando se inspiró para estructurar su laberíntica defensa. Véase el libro de Irisarri Asesinato cometido en la persona del Gran Mariscal de Ayacucho, Bogotá, Imprenta de José A. Cuella, 1846. 108 Ibíd., págs. 79-80.

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él para asegurar el golpe con Noguera, sin hacer mención de éste, como convenía, según se ve en la copia siguiente: Buesaco, mayo 28.-Mi estimado Erazo: El dador de ésta le advertirá de un negocio importante que es preciso lo haga con él. Él le dirá a la voz todo, y manos a la obra, oiga usted todo lo que le diga, y usted dirija el golpe.- Suyo, José María Obando.

Hay quienes sostienen que esta explicación de Obando es una fantasía muy bien tramada para salir del aprieto en que lo había metido la esquela que por más de quince años conservó Erazo en una de sus guaridas. Pero lo raro fue que cuando esta esquela fue puesta ante sus ojos, como dijimos, José María sostuvo no conocerla y que ni siquiera la letra era la suya, aunque, estando expatriado admitió que en efecto sí era obra suya, aclaró que probablemente se encontraron otros papeles de su puño letra y con el mismo lenguaje o más explícitos, pero que habían sido elaborados para atrapar aquellos mañosos bandidos109. De modo pues que el encuentro del indio Nacibar con Obando es un hecho decisivo en la historia de Colombia. Luego de las comunicaciones que tuvo con Erazo para echar el lazo a Noguera, José María dirigió sus baterías contra el cura suelto Benavides, quien se había hecho fuerte en las laderas del Juanambú. Este bandido comenzaba a fastidiar la serena paz de que tanto el gobernador se ufanaba haber alcanzado. Al Congreso de la República llegan informes que hablan de que no es tan idílica ni armoniosa la situación. Que el cura Benavides con “el puñal de la cruz” ha erizado de alimañas guerrilleras los bosques y las torrenteras de los alrededores; que se respira un ambiente de peligro, de eminente destrucción. Estos informes echaban por tierra la monumental figura del hombre que había conquistado no sólo el corazón del señor vicepresidente sino de toda la camarilla liberal y masónica que iba todas las noches a tomar chocolate a casa de Santander. Obando quiso acabar de una vez por todas con las habladurías de los chismosos o calumniadores y, sagaz y pendenciero, salió a hacerle frente a Benavides. Entrenando a su gente y dándoles consejos de cómo cortarle las alas a este bandido, explicó que haría una formidable cacería más contundente que la ejecutada por Sucre, el hombre que entonces más le encandilaba por sus hazañas. En realidad, lo que llevaba en mente eran nuevos métodos de seducción. Allí en Pasto la guerra no podía hacerse frontal, directamente. Los papeles más comentados entonces eran los de la defensa de Santander por el fusilamiento de Barreiro y de sus treinta y nueve oficiales. Obando consideraba aquella decisión como muy justa y necesaria. Resonaban también las voces airadas del vicepresidente cuando estampaba en papel con sellos oficiales y escudo republicano: Cuánto me disgusta que no se pueda aplicar la pena de muerte a los conspiradores. 109 Esa manía de enviar papelitos o boletas a sus secuaces, fue un procedimiento que Obando usó hasta en el atardecer de su vida, por allá en 1853, siendo Presidente de la República. Cuenta el historiador José Manuel Restrepo que daba órdenes a sus secretarios regularmente, pero mediante esquelitas (a veces sin firma) las derogaba, y colocaba en ellas lo que debía hacerse de preferencia.

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Obando asociaba en su caótica preparación cívica las leyes implacables con el mejor modo de practicar los principios liberales. Para él, vivir, implicaba matar y matar era la parte esencial del vivir pues a su entender daba grandes impulsos a la misma evolución. A él le habría gustado estar al lado del vicepresidente como el brazo ejecutor de aquellos procedimientos infalibles contra la anarquía. Desgraciadamente, cuando Santander puso en práctica sus implacables métodos contra los enemigos de la república, él estaba en otro bando, el realista, y esto alarmaba a su “memoria retrovisora”. Pero cuando tuvo oportunidad de confesarse patriota, aprobó los ajusticiamientos ejemplares de Santander; su inclemencia contra los verdugos invasores; sus procederes que como demonios apocalípticos cabalgaban con órdenes violentas contra los sediciosos: 110 Estoy informado (escribe Santander el 26 de mayo de 1820) de que los presbíteros doctores Santiago y José Torres y Pedro Flores marchan con grandísima insolencia, haciendo alarde en público de ser empecinados enemigos de la independencia de América, por lo que pido a ustedes que si siguen de un modo igual haciendo burla del gobierno y fijando en su tránsito opiniones subversivas, se les fusile en el momento, sin réplicas ni excusa, y sin otra formalidad que la de permitir se auxilien unos a otros. Y el que así no lo cumpliere por recelo o por temor fanático, será responsable de su inobediencia, no sólo con su empleo, sino con su propia vida.

Obando tiene en esto de los fusilamientos una posición bastante similar a la del vicepresidente. No se puede hacer patria sin llevar implícita en las acciones del gobierno una eliminación fulminante de sus enemigos111. En este sentido, Santander le parece el hombre lógico de la revolución; el hombre de las acciones exactas y seguras. Entonces, vale la pena repetirlo, la posición del vicepresidente contra los españoles se había debilitado en virtud de las muchas críticas que se le hacían por haber fusilado a Barreiro y a sus treinta y nueve oficiales. No era Santander hombre capaz de ver sus errores con frialdad y con ánimo de corregirlos. Por el contrario se afianzaba en ellos de modo rabioso y frenético, haciéndolos en ocasiones axiomas de su proceder. Fue la época en la que casi todas sus correspondencias y proclamas llevaban la frase: ¡Muerte implacable a todos los españoles! Con estos sentimientos a cuesta, Obando se preguntó muchas veces si sería español; con la mosca en la oreja se acerca al cantón de Túquerres y 110 Julio Hoenisberg, Santander, el Clero y Bentham; ABC, Bogotá, pág. 62. 111 Entre otras pruebas del fervor de Santander por los fusilamientos señalaremos la carta que el 22 de noviembre de 1819 escribe al Libertador y donde le dice: Aseguro a usted que el asiento de Piar lo piden de justicia otros compatriotas nuestros. El 3 de diciembre del mismo año y otra vez al Libertador y con otras expresiones de honda satisfacción exclama: “Fue aprehendido el gobernador del Chocó, don Juan Aguirre, y fusilado acto continuo. Y el 10 de diciembre del mismo año: Me parece que el pueblo que presencia la ejecución de un godo hace sacrificios por su libertad”. Ver Archivo Santander, Vol. X, 1918, Águila Negra Editorial, Bogotá.

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entra en tratos con el realista, coronel Joaquín Paredes, para que éste haga caer en una trampa al cura Benavides. Entre los ofrecimientos que plantea está que se le dará una recompensa en metálico y un excelente cargo en su gobierno. El plan era muy sencillo, Obando le facilitaría las armas a un grupo de viejos guerrilleros para que aparentasen una sublevación contra el gobierno y a favor del rey de España. Que la rebelión durase el tiempo necesario para que Benavides entre en algún acuerdo con sus huestes112. Al simular Paredes su alzamiento, salen de las cuevas más recónditas numerosos guerrilleros proclamando su lealtad al rey. Danzando y gritando, haciendo sonar sus cuernos, Paredes lleva a estas huestes hasta el sector de Túquerres, donde había acordado con Obando situarlas para que pudieran ser acorraladas y aniquiladas. Allí no tienen escapatoria posible y la abatida es total. El clérigo Benavides cae entre los primeros; fueron muertos más de una docena de oficiales realistas y más de treinta soldados. El informe de esta acción lo trasmite Obando al vicepresidente el 20 de noviembre de 1826. Santander al recibirlo lo elogia, lo encomia en el Congreso, lo halaba ante el Libertador. Pertenecía aquel acto a los que él ejecutaba y quería que fueran emulados por todos los gobernadores y comandantes republicanos. A Bolívar le dice: Obando por medios de ardides divinas ha logrado coger a Benavides y a todos los guerrilleros, a quienes por pronta providencia ha empezado fusilar. Queda tranquila la provincia... Estos panegíricos tenían sus réplicas en Pasto y Popayán. En sus conversaciones con los políticos del sur sostenía Obando que Bolívar representaba algún valor ante la historia por la posición legalista de Santander. Que Santander era además el hombre del rigor moral, el del porte moderno, representante máximo de lo que podía aspirarse como pueblo civilizado, rico y próspero. Que ese batallar aciago que llevaba Bolívar era digno de un salvaje sin patria; de quien carece de un lugar seguro y amoroso al cual acogerse; un ser sin dimensión de pueblo, de familia, de religión; aunque, bueno, lo de religión... Su guerra oscurecía el destino de Colombia, pues el color de sus banderas vivía entre el fango, la intriga, la muerte, las enfermedades y tumultuosas rebeliones. No era hombre que tuviera tiempo para presentarse bien trajeado y sereno, con dignidad ni equilibrio ante el tiempo apremiante de las grandes decisiones humanas. Por todo lo anterior, Obando se desesperaba viendo hasta dónde se había lanzado Bolívar en su lucha. En verdad que no le parecía normal que aquel individuo pudiera regresar nunca más a sus lares, sin una pérdida grave de su identidad y de su ascendiente sobre el pueblo. José María creía mucho más en las “glorias eficaces”, en las que dan provecho, seguridad y bienestar. El altruismo revolucionario no lo podía comprender. En cambio 112 Hemos querido conocer del propio autor los hechos que se tramaron para coger a Benavides, pero cuando Obando en sus Apuntamientos llega a estos hechos, corta de pronto la narración y se detiene a referir ardides, como los que preparó con el indio Nacibar y Erazo para coger a Noguera.

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cómo lo alucinaban los discursos del vicepresidente, sus proclamas y cartas, sus escritos de prensa y sus visiones prácticas y metálicas: las realidades erigidas sobre los principios republicanos que propugnaba míster Bentham.

La epopeya facciosa del año 27

En 1827 la política malsana de la calumnia, de la ofensa y del odio partidista ha penetrado todos los niveles del Estado. Esa ignorancia cívica de creer que las deficiencias de la sociedad se deben a un grupo gobernante cuando éstas se encuentran encarnadas en nuestra Constitución fisiológica, en nuestros criterios sectarios y egoístas; en el fetichismo de la fuerza, de la intriga y del desmadre anárquico. El creer que nuestros males se deben a un circunstancial gobierno, provienen de esos simplismos al estilo de las ideas de Santander quien fomentaba ideas “avanzadas sobre la libertad”113. Todo esto hace presentir el advenimiento de quiméricos progresos y, gracias a la eterna alucinación de las multitudes en la historia, esculpen sus sueños en los arcos triunfales de las revoluciones... esos frontispicios sistemáticos, el in hoc signo vinces. Se ha aprendido a difamar para decir que se ama al país; una contaminación del sentimiento o el caos enfermizo de las sangres mezcladas: la práctica maldita de esa sentencia célebre que dirá Antonio Leocadio Guzmán: “Si mis enemigos gritan Centralismo, yo grito Federación”*. Cada cual cree tener la razón pero casi nadie trabaja honestamente. Las ideas liberales y las palabras han provocado una locura general. Se habla insistentemente de que Bolívar debe sostener la Constitución de Cúcuta hasta 1831 y ante el pronto regreso del Libertador, del Perú, siendo éste el sonsonete que se repite, Obando entra al escenario de las denuncias sosteniendo postulados capciosos de que nada importan los perjurios e inconsecuencias cuando se trata de levantar un trono y ceñirse una diadema. La horrible maldad o ignorancia de Santander no le hace ver que la única Constitución con la que contábamos era la real, la que llevábamos en la sangre por obra gracia de trescientos años de colonialismo español. La patria y la justicia eran dioses que se palpaban en la sopa, en las caraotas refritas, en la mirada de los bueyes y en el graznar de los buitres. Si alguien quedábase alelado por la incuria del verano, era porque sufría por la patria. Y por esto mismo de pronto estallaban repentinos gritos y clamores en los mercados, en las barberías, plazas e iglesias. ¡Viva la Nueva Granada libre! Y hubo quienes llevando puñales en el cinto para defender esa patria que cualquiera “podía cogerse” en un arrebato de anticonstitucionalidad, lo enterró en su madre para regenerarse. 113 Véase La Anarquía argentina y el caudillismo, Buenos Aires, Talleres Gráficos Argentinos de L. S. Rosso, Doblas, 951, 1935, pág. 86. * Ramón Díaz Sánchez, Guzmán Elipse de una ambición de poder; Edime, Madrid-Caracas, 1952, Vol. I y II.

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Es difícil imaginarse aquel oleaje de turbulento y absurdo fanatismo que despertaron las ideas revolucionarias y liberales de Europa. Tal vez el ejemplo más representativo de estas manías sean las líricas expresiones de José Hilario López, que cuando hablaba, por motivos que en absoluto tenían que ver con la cosa pública, aclaraba: “No está demás que se conozca el ferviente patriotismo que domina mis preclaros sentimientos”. En ocasiones exclamaba con temblor en los labios, con la voz quebrada y llevándose la mano al corazón o a la empuñadura del sable: “Mi exaltado celo republicano me impide conjeturas aventureras sobre el porvenir de mi patria”. A veces al dejar el hogar para el cumplimiento de algún encargo de carácter militar, decía en voz alta, llamando la atención de los transeúntes (que deteníanse a escuchar sus despechadas exclamaciones cargadas de solemnidad): “Yo en cada hora, en cada instante veo con estremecimiento de horror la posible pérdida de la libertad, el hierro candente que relumbra en la oscura noche de la tiranía; os juro que sólo vivo por mí obcecado delirio hacia los máximos valores del deber y del honor, por mi amor infinito a la justicia…”. Muchos imaginaban, durante estos arranques de López, a huestes épicas cruzando los campos en el rescate de los divinos dones, allá en el empíreo. Cerraba los ojos y se embelesaba contemplando el fruto de las almas cívicas que, libraban heroicos combates contra los monstruos de la tiranía. El tirano tenía que ser el que más hacía, el que gobernaba desde las tétricas podredumbres del abismo del Perú. Era necesaria la presencia de otro Libertador que no fuese oscurecido por la peste del poder. Jadeante la voz, silbante el pecho en sus arremetidas imperativas, alzando y bajando el sable, asaltando muros y destruyendo castillos y molinos, a gritos tendidos, cortaba de un sólo tajo veinte o treinta nudos gordianos con las hipérboles y sintaxis de su sublime y preclaro discurrir. Bolívar regresaba del Perú y había enviado unos comisionados “escandalosos” que estaban destrozando las bases constitucionales de la república (no había duda de que el “Tirano en Jefe” tenía las aspiraciones de seguir gobernando sin control alguno); esas que le habían dado un poder intolerable sobre los ciudadanos de medio continente. Dictador en Venezuela, dictador en Nueva Granada, Quito y Perú, pretendía seguir con su juego de malabarismos endiablados para hacerse eternamente con las riendas del Estado. Para José Hilario López y Obando eran insolentes, desleales y bárbaros quienes promoviesen el Código Boliviano para instaurar un régimen vitalicio con venezolanos como gobernantes por doquier. Obando se embebía en el paisaje de las ambiciones que le efervecían los nervios desde que se lanzara a la arena política. Vista la posición de un hombre tan poderoso y admirado optó con prudencia colocarse entre el grupo de los neutros. En su interior sabía que la única esperanza para él, en una posición militar muy inferior a una veintena de generales brillantes, era de momento, colocarse bajo la sombra protectora del genio caraqueño, aunque en verdad hubiese sido más expedito caminar por sobre su cadáver. Tanto Obando • 143 •

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como José Hilario López carecían de cultura política. Ellos oían los lamentos redentores de Santander, y entonces balbuceaban frases que creían luminosas; iban aferrados a ellas, creyendo que el flujo y reflujo de las pasiones, podían elevarlos a glorias que rivalizaran con las alcanzadas por Napoleón, Augusto, Alejandro o Julio César. En las mentes de estos dos prodigios de la república estaba el comisionado que el Libertador había elegido para promover el Código Boliviano: Antonio Leocadio Guzmán. Este joven, medio patriota y medio godo, había pasado al Perú a ofrecer a Bolívar la diadema de los tiranos. Lo hacía a espaldas del poder ejecutivo instalado en Bogotá. Los espías de Santander pronto descubrieron el tinglado, pues la cabeza del Vice también había concebido algo parecido, y como nada podía hacerse sin su consentimiento, y él debía dirigir y promover cualquier iniciativa política en su país, la propuesta de Guzmán constituía una evidente traición a la patria. Bolívar, con la mayor franqueza, contó al vicepresidente el proyecto estúpido y ridículo de Páez, pero así y todo la ira de Santander no tuvo límites, pues sentíase ofendido en lo más íntimo y profundo de su corazón: “-¡Esos malditos follones extranjeros y godos!” Y difundió entre los congresistas la especie de que Páez preparaba un golpe mortal contra la constitución; suplicó se buscara el modo de hacerle sentir que había leyes severas que castigaban con las balas y en un paredón esas amenazas tan viles. Convencido Guzmán del dislate de Páez y fuertemente influenciado por la personalidad y los principios del Libertador, inició su regreso a Venezuela promoviendo ahora la necesidad de implantar el Código Boliviano. Pero ya ninguno de los que rodeaban al vicepresidente, creían en las palabras de Guzmán, quien tuvo la desvergüenza de llevar encargos proditorios contra la república, y lo hizo en secreto, con el mayor sigilo y reserva y con total desconocimiento del preclaro jefe del Poder Ejecutivo. Guzmán no podía sino perseguir la instauración de la dictadura. Fue entonces cuando Santander hizo la sugerencia de que hacía falta un Pelópidas, un Epaminondas que salvara la Tebas (Venezuela) injuriada y sometida por Páez. Tal vez ese Epaminondas era él, tal vez era Obando o López. Muchos nombres de guerreros consumados en distintas gestas civilistas e independentistas fueron mencionados por el señor vicepresidente. Fue la primera vez que el nombre de Obando se repitió con elogios siniestros entre los secretarios ad vitam aeternam de Santander: Don Vicente Azuero y don Francisco Soto. Lo del momento era ver cómo salían del “monstruo político” de Páez, que por sus ambiciones estaba comprometido hasta el cuello en violaciones a la Carta Magna. Se había introducido ante el Congreso una petición de suspensión del cargo que detentaba en Venezuela. Los violentos secuaces de su gobierno habían desconocido las disposiciones del Congreso en una revuelta que se cocinó en las calles de Valencia. Era insoportable el grado de burla y desprecio con que Páez estaba tratando los asuntos más serios y delicados de un Estado republicano. • 144 •

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Había estallado un polvorín de dudas y recelos que iban a echar por tierra la recién constituida Gran Colombia. Ese hombre que comenzaba a ser llamado por los “liberales” con todo descaro El Tirano, y que se encontraba totalmente fuera de la realidad de lo que ocurría en su país, escribió en aquel instante que cualquier paso imprudente iba a sepultar en escombros a Colombia para siempre. Desde Lima y el 6 de agosto de 1827 escribió al intendente del Istmo: 114 Yo iré bien pronto a ayudar a un pueblo que no merece perder en un día el fruto de tantas victorias y de tantos sacrificios, que serán reducidos a cenizas si no se unen todos unánimemente y estrechamente para formar una sólida masa que sirva de barrera al torrente de horrores que nos quiere inundar.

Esta carta llegó a ser conocida por Obando y López, y fue vista como otra prueba de las negras ambiciones de Bolívar. Emisarios llegaban y salían de Popayán a Pasto y de aquí para Bogotá, para Quito y Caracas con sugerencias y encargos llenos de malsana intención. De algo no quedaba la menor duda y era que la patria pendía de un hombre, y que este hombre ya no era en absoluto confiable. Era menester - decía entristecido J. M. Groot - la ceguedad de las pasiones para interpretar mal esta carta escrita por un hombre que desde su juventud, sin descansar un instante, lo había sacrificado todo por la felicidad de su patria, corriendo mil azares y peligros, sufriendo necesidades de toda especie, vagando sin recursos por las colonias extranjeras para conseguir un puñado de hombres con qué acometer el poder español adueñado por entero de la América Meridional: por este hombre a quien todo se debía, república, independencia y libertad... el que dio impulso y dirección, porque él era el sol de ese sistema... por ese hombre trabajando con las penalidades de una campaña de años sin tener otro pensamiento que la felicidad de su patria, y que no contento con verla libre e independiente, atraviesa desde el Orinoco hasta las heladas cimas del Potosí por levantar repúblicas en América; después de tantos sacrificios y trabajos vuelve desde Lima la vista sobre su patria... y la ve despedazada... cuando creía tener la dulce satisfacción de verla próspera.... la ve envuelta en la anarquía y amenazada por la guerra civil... y otros (Santander, Azuero y Soto) impulsados por un odio inveterado a la unión de Venezuela y Nueva Granada, odio manifestado desde que se sancionó la ley fundamental... Veía el Libertador al mismo tiempo conmovidas las provincias del Sur, que espantadas con el movimiento de Venezuela y exasperadas con leyes inadecuadas, perjudiciales a sus intereses y hostiles a la religión pedían 114 J. M. Groot, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, Cooperativa de Artes Gráficas, Caracas, 1941, Vol. III, pág. 425.

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una reforma en el orden constitucional establecido... El Libertador, pues, en presencia de tantos males, y males de carácter incurable por la vía ordinaria; el Libertador a quien tanto había costado la república; que tenía ojo tan perspicaz para conocer la extensión y gravedad del mal, ¿cometería un delito, atentaría contra su patria al proponer los medios que creía convenientes para salvarla? ¿Debería quedarse como simple espectador del incendio? ¿Debería echar mano del ejército para mantener la constitución de Cúcuta, por cuatro años más, a fuerza de sangre y exterminio de los pueblos?... Pero había en aquel tiempo una clase de fanáticos liberales que por no faltar a la constitución anticipando la reforma política, preferían arruinar el país inundándolo en sangre, como si la república se hubiera hecho para la constitución y no la constitución para la república.115

Este es un juicio de aquellos “liberales” como Juan Francisco Ortiz, Posada Gutiérrez, Rufino Cuervo, José Manuel Restrepo, Joaquín Mosquera y tanto otros que admitieron, tardíamente, que habían sido absurdamente alucinados por las ideas de Santander. Pero Bogotá era la fuente y el centro de distribución de las candentes ideas que estaban proliferando contra el mando de Bolívar. Ya habían adoptado el término “serviles”, para vituperar a los amigos de éste. Este término, como se sabe, fue acuñado por los liberales españoles durante la insurrección peninsular del año de 1820. Entonces ya creían que con repetir estas expresiones estaban embarcados en la nave del último grito revolucionario y social. Iban y venían por el palacio de Bogotá aquellos santos reformadores del Estado, exclamando ideas del enciclopedismo francés: “-¿Quién iba a creer, amigos, que viniera a ser don Simón, El Libertador, el nuevo adalid del servilismo y de la tiranía, que con tanta sangre y pena echamos de esta tierra?”. La vaina estaba a punto de arder y se comprendía que sin un gran general comprometido con la causa de los irreverentes “liberales” no iban a conocer la victoria de una manera absoluta, neta y formal. ¿Quién podía ser este poderoso general? Era necesario buscarlo urgentemente. Estas preocupaciones coincidían con los clamores de un grupo de constitucionalistas que sugerían que antes de que Bolívar arreglara su dictadura en Quito y Guayaquil, con su prepotente estilo, se ganara a Obando para el grupo de Santander. De inmediato las redes se extendieron para hacer entrar en ellas a José María con el grado inmediato superior. El promotor de esta idea fue Manuel José Castrillón.

115 J. M. Groot, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, Cooperativa de Artes Gráficas, Caracas, 1941, Vol. III, págs. 425 y 426.

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La Gran Convención de Ocaña

Bolívar regresaba del Perú, y se detuvo algunos días en Pasto. Este hecho provoca otro trauma desintegrante de la personalidad de Obando. Es cuando él vuelve a sopesar el estado de su innata confusión. El dilema fluctuante de su destino: El Demonio o Dios. De que ha vivido equivocado, como lo llega a confesar en sus memorias, lo siente esta vez como un zarpazo que le desgarra el alma: su traje impecable de patriota, con charreteras de todavía teniente coronel, frente al espejo: - Yo que he estado matando a mi propia gente desde que se declaró esta locura de la Independencia, llevada y traída como le ha dado la gana por el maldito genio del diablo de las interminables correrías. Se mesaba los cabellos sintiendo una misteriosa pena: - ¡Cuánto tiempo perdido! Los bosques arrasados, las casas incendiadas, las perennes cacerías de brutos; los perpetuos fusilamientos; los ríos de sangre para que impere una paz que nunca llega. Hemos matado más por crueldad que por la razón de nuestra causa, porque en nosotros primero es la crueldad, y aquí estoy: el mismo teniente coronel, con mil muertos encima, cuando otros que han matado menos son generales y prospectos de generales en jefe. Claro, se dirá, el asunto no es matar, ¿pero acaso yo no he cumplido tan bien como los Sucres y Bolívares como para sostener esta mierda de república, con el tedio constante del acoso de ese pugnaz cerco de las tinieblas? El suplicio de las miradas que me exigen descubra mi verdadero corazón en el desolado espacio de esta lucha: ¿seré lo que soy? ¿Combato por mí o por los demás? ¿De qué vale este sordo asco de glorias ajenas? Asume el riesgo de no hacer exaltados elogios al héroe, y más bien guarda un silencio cargado de perplejidad y rectitud ciudadana. Cuenta José María, que en una conversación, Bolívar se le acercó con un cortaplumas, tomó su charretera izquierda y cortando la hebra que recogía los canelones, le dijo las siguientes palabras sediciosas: - Un jefe como usted es digno que yo mismo le divise de coronel, y con más razón cuando he visto a otros que ha ascendido Santander, menos antiguos y de menos méritos que usted. Obando respondió: - Vuesa Excelencia tendrá que refrendármelo en Bogotá cuando se encargue del gobierno. Fue entonces, cuenta él mismo116, cuando Bolívar se burló de su temor, y dirigiéndose a Bartolomé Salom y Pedro Alcántara Herrán, añadió: 116 Apuntamientos para la historia, págs. 87,88. Luego Obando, del modo más arbitrario, concederá a Juan Gregorio Sarria el grado de general sin, claro está, molestarse de que Congreso alguno o gobierno alguno lo refrendase. Estos señores, que cometían las barbaridades más insólitas, lo que para ellos no tenía nada de malo, pues siempre consideraban que debían ser comprendidos en todo momento en razón de sus ignorancias y estupideces, siempre estaban atentos de los errores del contrario para resaltarlos de manera escandalosa.

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- ¿Ven ustedes qué imbuidos están estos caballeros en esto de las constituciones?117 Sin embargo, sostiene Tomás Cipriano Mosquera, con documentos fidedignos, que Obando aceptó el grado de coronel efectivo dado por el Libertador en Pasto por petición del propio José María. Además de la petición de este grado había hecho la solicitud de que se le concediera la medalla de Los Libertadores del Sur. Es significativo también, que en una carta que Obando le envía a T. C. Mosquera el 27 de octubre de 1826118, le dice: “... me ha complacido en extremo por tus ascensos y gracias que te ha concedido el Libertador: desde antes lo sabía y me congratulé a mí mismo desde entonces porque veía el mérito pagado: yo te felicito, y al mismo tiempo te ofrezco el mismo ascenso efectivo que S. E. siempre generoso conmigo me concedió”. Se vivían tiempos difíciles. No se podía tener a todo el mundo contento. La mayoría de los más grandes generales de Colombia eran unas hienas; sujetos entrenados en el oficio de la muerte, de las trampas, de los ardides, de los recelos y la odiosa obediencia al ejército, el cual por otra parte, estaba plagado de locos o esclavos. Las alarmas que causaban las actas tumultuarias de Valencia y Guayaquil habían relajado fuertemente en altos oficiales el poco espíritu republicano conseguido con la independencia. A aquellos lobos había que tratarlos con mucho tacto, pues se comentaba con insistencia que el vicepresidente estaba decidido a enfrentar a Bolívar si éste no aplicaba la pena capital a Páez (por su horrible desacato al Congreso). Postas iban y venían por los caminos que recorrería el Libertador, soliviantando al pueblo para que a su paso gritaran: ¡Viva la Constitución! ¡Viva el Congreso! Era muy movedizo el terreno que pisaba Obando. Como aliado de Bolívar era poco lo que podía lograr dada la cantidad de excelentes generales, adictos al héroe, que esperaban ser ascendidos por las dos últimas batallas libradas en el Perú. En pocas palabras: Obando desde hacía quince años estaba casando del “inmortal escándalo” de sus propias limitaciones. La nueva concepción anti-bolivariana tomó cuerpo porque Santander había tenido el coraje de revelarle al pueblo una verdad superior para la supervivencia del Estado. La idea que se afianzaba en el cerebro de José María, era que Bolívar estaba “viciado de genialidad” y que él podía demostrar cuán vulnerable se acentuaba su posición. Que en definitiva no era el dios que se 117 Esta escena, descrita por Obando, dice Salvador de Madariaga, respira bolivarianismo puro. En todo caso no parece muy natural este trato del Libertador con sus subalternos si hacemos caso de lo que dice San Martín, que Bolívar era duro y severo con sus tenientes; era tan estricto en su vida privada y en las decisiones políticas que la mayoría de sus edecanes eran extranjeros. Por el contrario hay quienes afirman que Bolívar lejos de intimar con Obando, lo evitaba en lo posible. Que en ocasiones cuando José María se presentaba en las reuniones donde estaba el Libertador, éste cambiaba de tema; el ambiente sufría un cambio repentino. Cierta vez que acompañaban a Bolívar el general Laurencio Silva y uno de sus criados, Obando se entrometió en asuntos que incomodaron al Libertador y fue severamente reconvenido por éste. Cuéntase también que nada disgustaba más a Bolívar que la amistad que mantenía en aquellos tiempos el general Flores con Obando. 118 Horacio Rodríguez Plata, José María Obando Íntimo; Academia Colombiana de Historia, Biblioteca Eduardo Santos, Vol. XII, Tomo I, Editorial Sucre Ltda. Bogotá D. E., 1958, pág. 34.

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había imaginado. En el concepto del republicanismo sagrado que encarnan hombres superiores como Santander, todos son iguales; todos merecen ser tomados en cuenta; todos tienen tantos derechos a disfrutar de los bienes de la libertad y de la gloria como el mismo Bolívar. Quizás fuera el mago del liberalismo criollo, don Vicente Azuero, el mayor ideólogo y alucinador que haya tenido la Nueva Granada, el que trastornó con evidencias incontestables a Obando; en un documento que corrió por toda Colombia y que decía del Libertador: “Es un grande hombre, pero no es la Patria. Es un héroe, pero no es la Libertad. Confesamos de muy buen grado que es el mortal más digno de honor y homenajes, pero no hay mortal alguno a quien deban tributarse aquellos que tiendan a destruir la libertad”. Por allí es donde encuentra la grave fisura por donde comienza a vislumbrar que el Coloso debe caer para dar cabida a causas más justas y representativas del divino ser de lo granadino. En virtud de este republicanismo, el concepto de grandeza pertenece tanto a él como a José Hilario López, Córdova, Urdaneta, Páez o Santander. Desde entonces, en justicia, había que reconocer que Bolívar desbarraba en el Perú; Bolívar había cometido grandes pecados capitales contra la patria, y sin temor alguno había que tomar el rábano por las hojas y decir de una vez por todas que había pasado de Libertador a Tirano, a ser un Coloso Martirizador de la Libertad. Que su soberbia ilimitada, su costumbre a la crueldad y el abuso de mando había acabado haciéndolo odioso a los verdaderos “liberales”. Obando, trastornado por esta luz de lacerantes revelaciones se acerca a otra decisión capital... Al coronel Tomás Cipriano Mosquera le llegan algunos desplantes airados de José María y de inmediato los comunica al Libertador. (Tomás Cipriano tiene fama de ser el más célebre chismoso e intrigante de Colombia). Es decir que T. C. Mosquera se ha convertido en un enfermizo seguidor de las ideas de Bolívar, además de envidiar a los que le adoran y son adictos a los principios republicanos del genio de América. El historiador Roberto Botero Saldarriaga119 sostiene que Tomás Cipriano era un sujeto perseverante en la intriga, sutil para los enredos, inquieto y pesaroso y que se había empeñado en minar la celebridad de ciertos jefes superiores que podían ganar el cariño de Bolívar, sobre todo cuantos tenían el poder militar en el Sur. Tomás Cipriano conversó directamente con José María y le advirtió de que tenía conocimiento de informes enviados al Presidente de la República, donde él aparecía como solapado enemigo del Libertador. Con suma preocupación tomó la pluma Obando para negar rotundamente estas calumnias y escribió a Bolívar: El coronel Mosquera me ha asegurado que a su presencia les han hecho llegar a V.E. informes contra mí, oficiales que han ido en comisión cerca de V.E. diciéndole que yo me he revelado enemigo de V.E. ¡Yo enemigo del 119 R. Botero Saldarriaga, Córdova; Editorial Bedout, Vol. 68, 1970, pág. 503.

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Libertador! ... prescindo de calificar este punto de imputación, porque me resisto a creer que V.E. haya dado ascenso a la calumnia más atroz que haya podido inventar la envidia o la maldad. ¡Qué! ¿Yo he de ser el escarnio de la impostura?120.

Si Obando tenía entonces resquemores contra Bolívar, estas habladurías iban a ahondar aún más sus recelos. Pero los acontecimientos tomaban un giro peligroso. Ya no eran amenazas verbales ni asunto de pleitos ideológicos sino la realidad de las balas, la acción de las bayonetas, las que tomaban el escenario de la patria. Lo que ciertos “liberales” sugieren debe hacerse con Bolívar para dar paso franco a las reformas que el país necesita. Parte de estas tendencias se materializan en Bolivia donde Sucre, el Gran Mariscal de Ayacucho, ha escapado milagrosamente de ser asesinado a puñaladas por el comandante Valentín Matos. La moral estaba seriamente quebrantada por la gran cantidad de criminales incrustados en el ejército y los partidos. Para completar no se tomaron las medidas más severas contra estos bandidos, sino que en virtud de una generosidad perniciosa, se les perdonó y hasta llegó a elogiárseles en los corrillos del Congreso. La magnanimidad de Sucre en este caso llegó a ser tan exagerada, que habiendo sido Valentín Matos condenado a muerte, no sólo él, la víctima, le conmutó la pena por destierro, sino que de su propio bolsillo le regaló doscientos pesos para que saliera del país121. De modo pues que estos arrebatos salvajes de los militares no podían sino conducir al asesinato de los hombres más notables de la incipiente República de Colombia. En lugar de llamar a reflexión este estado de peligrosa desintegración moral, los que ya comenzaban a llamarse “liberales”, proponían un estado cada vez más endeble. Deliraban por negarle a Bolívar el uso de las Facultades Extraordinarias que parecían una necesidad en un estado de horribles tensiones políticas. Las Facultades Extraordinarias fueron vistas como una manera solapada de ejercer la dictadura, de modo que cundieron por todas partes hombres beneméritos que exigían mayor respeto a la Constitución. Y de la noche a la mañana apareció Obando convertido en un tenaz y obstinado defensor de este código, haciendo proclamas en el sentido de que su provincia, la que él gobernaba, adoraba tanto a la Constitución como en otros tiempos a su amado Fernando VII. 120 Memorias del general O’Leary. Para el escritor venezolano Juan Vicente González, "un espíritu absurdo acompaña siempre a un mal corazón". Esto lo dice refiriéndose al realista José Domingo Díaz, "loco singular que había de dar en el tema de la tiranía y de la sangre". 121 Cuenta el historiador Antonio José Irisarri que Sucre era tan generoso y magnánimo que al parecer no tenía otro placer que el de perdonar a sus enemigos. Refiere Irisarri la siguiente historia que supo en Chuquisaca de boca de personas de mucho crédito: Después que Sucre fue herido en la sublevación de la tropa, que promovió el doctor Casimiro Olañeta, uno de los más protegidos de aquel héroe, fue a visitarle la mujer del traidor. Al hablarle en aquel estado, le dice muy conmovida: “¿qué es esto, excelentísimo señor?” “Qué ha de ser”, contestó fríamente aquel hombre impasible: “¡Qué ha de ser! Una consecuencia de las travesuras de mi amigo don Casimiro, marido de Usted; pero Usted no se aflija, porque la herida no es mortal” Y por sugestiones del mismo Sucre fueron perdonados de ser pasados por las armas los facciosos que aquel día por poco lo matan”. Véase el libro de Irisarri Asesinato cometido en la persona del Gran Mariscal de Ayacucho, Bogotá, Imprenta de José A. Cuella, 1846.

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El Libertador había salido hacia Caracas con un fuerte contingente decidido a someter las pretensiones de Páez. Pero a los constitucionalistas de Bogotá, que no acababan por encontrar el Epaminondas (Santander no se creía con suficiente valor para serlo) que “salvara la patria”, decidieron sobornar a un oficial del ejército republicano, al coronel granadino José Bustamante, para que provocara un alzamiento en la Tercera División estacionada en el Perú. Esta inmoral rebelión patentada por el propio Congreso de la república (pues a Bustamante se le había ofrecido protección por parte de este cuerpo para que llevara a cabo su alzamiento), muestra el límite de la locura a la que los llamados “constitucionalistas” habían llevado al país. Obando estaba en conocimiento de que la rebelión de Bustamante se celebraría con cohetes, fiestas y arengas en las calles de Bogotá. Lo que no se había hecho cuando se conocieron los triunfos de Pichincha, Junín y Ayacucho se hacía ahora, elogiando la acción de un colombiano contra su propia patria. José María contribuyó con Bustamante negándole al general Flores un contingente de soldados que le había sido pedido para someter a los sublevados. Por cierto, a un ayudante de Flores, un tal Romero, que había ido en esta comisión, Obando le dijo, mostrándole los dientes y riendo sin ganas: - Sé que usted procura corromper al Yaguachy; yo podría castigarlo a usted ahora mismo, pero quiero que continúe en su comisión para que lleve usted a Flores la noticia de lo poco que valen sus intrigas en tropas que yo mando.122 Bustamante era del Socorro, de la región de Vicente Azuero, militar oscuro, sin mérito alguno en la gesta de Independencia. El pronunciamiento de Bustamante había llegado a Obando por intermedio de José Hilario López, quien en un documento decía que él y otros oficiales se declaraban sumisos a la Constitución y a las leyes de Colombia. López le decía a Obando: “Prepárese amigo, que del Perú nos puede llegar de un momento a otro la libertad que tanto ansiamos. No se amilane, que aquí sobran republicanos dispuestos a morir por la Constitución”. La verdad tenebrosa de este lapso de nuestra historia, era que López y Obando estaban al tanto de la invasión que se gestaba en el Perú contra Colombia; ellos mismos se ofrecerán como soldados al servicio del invasor. Cuando se supo en medio de la mayor vergüenza, que Bustamante aprovechó su sublevación para cogerle diez mil pesos al general Lara, se enfrió mucho la denominada causa constitucionalista. Pero no se amilanaron del todo, pues la palabra de Santander era adorada como un templo, y él sostenía que Bustamante había dado con su acción un día de consuelo a la patria. Instante de confusión y pena abrumaban a Obando cuando asumía medidas abiertamente contrarias al Libertador. Así y todo, y siguiendo órdenes de los santanderistas no cumplió la disposición oficial que había despachado el Presidente de la República de que se detuviera al venezolano Luis López 122 Apuntamientos para la historia, pág. 90.

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Méndez quien había participado junto con Bustamante en la sublevación de la Tercera División. Esta sediciosa conducta fue comunicada a Bolívar, quien optó por suspender a Obando del cargo de gobernador. El 4 de octubre de 1827 se presentó al despacho de José María el coronel Harrys, quien le participó que quedaba destituido del mando civil y militar de la provincia de Pasto. Empaquetó Obando sus pertenencias y antes de salir para Popayán se fue dos semanas dizque de caza por los alrededores de Pasto. Lo acompañaba Juan Gregorio Sarria y siete peones de su mayor confianza. Visitó casa por casa a cuantos habían servido fielmente a su gobierno. Recibiendo órdenes de los ideólogos de Bogotá recordó a la población que no olvidaran los gloriosos días cuando habían luchado por Cristo, por su tierra, por la constitución y por Fernando VII, que todo era en definitiva una misma cosa. No estaba dispuesto Obando a andarse por las ramas cuando todas las noticias que llegaban apuntaban contra la tiranía de Bolívar: una revuelta en Perú, al mando de los ministros de mayor confianza del Libertador, quienes habían desconocido su mando; Bogotá planeaba seguir los mismos pasos que el Perú, pues los liberales estaban decididos a no permitir la entrada de Bolívar quien regresaba de Caracas, luego de haber perdonado al “inmoral” Páez. Como resultado de los alborotos en Lima fue elegido presidente de la república el general José La Mar, colombiano, quien ejercía el mando militar de la región de Guayaquil. En aquellos días esta región era un hervidero de panfletos, absurdas y aberrantes ideas y La Mar, careciendo de atribuciones para ejercer la presidencia del Perú por no ser peruano, decidió anexarse el pedazo de tierra donde había nacido: Guayaquil. La Mar había sido realista, y durante la permanencia del Libertador en Perú y Bolivia le mostró ser uno de sus más devotos seguidores (tanto como aquel Lorenzo Vidaurre, diplomático peruano, que cuando visitó a Bolívar en palacio, se situó delante de Su Excelencia en “cuatro manos” y le pidió colocara su planta bienhechora sobre sus espadas). Luego que Bolívar dejó el Perú, La Mar se dio a la tarea de minar la reputación del héroe, y una vez encargado de la presidencia su vocabulario volvióse una infernal lluvia de insultos contra Colombia y su Libertador. A Guayaquil llegaba cuanto escribían los revoltosos de Caracas, Bogotá, Panamá, Valencia, Cartagena, Lima, Buenos Aires y Santiago de Chile. Así como Valencia, a instancias de Páez, se había declarado estado soberano por unas actas cursis e írritas redactas por cuatro fantasiosos iletrados, Guayaquil, siguiendo este ejemplo, decidió también hacerse “libre”. Lo que ocurrió en Guayaquil formaba parte del enredo que habían cocinado los constitucionalistas en Bogotá para intentar amedrentar a Bolívar, a los venezolanos. En tales circunstancias Sucre fue designado por Bolívar para ponerse al frente del ejército colombiano en el Sur y hacer la guerra o la paz según las circunstancias. • 152 •

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Fue entonces cuando apareció en Bogotá un Pelópidas, pero no el que se esperaba: un numeroso grupo de masones de Bogotá recibieron la efigie de Santander laureado y bautizado en la isla de Trinidad, con el excelso nombre del glorioso general tebano. Aquel enjambre de locuras y novedades, en un territorio que se llamaba a sí mismo república, era la representación más fehaciente del escarnio, del horror, de la muerte y del desorden: Páez se alzaba y Bolívar lo llamaba el “salvador de la patria”; Bustamante se rebeló por la Constitución y acabó robando a un general de la república y Santander lo hizo proteger del Congreso y además lo ascendió a coronel. La lógica de Obando le hizo pensar que aliándose al Perú (quien ya se había cogido a Guayaquil) podía dar un paso hacia la libertad de su país, que podría reportarle enormes privilegios políticos. Obando había descubierto en aquellos días de aciagas indecisiones que lo único que le faltaba para completar un recio carácter (de honda raigambre popular) era hacer un postgrado según los cánones de la nueva corriente liberal. En tal sentido decidió tomar lecciones con un profesor popayanés, de nombre Nicolás Lemus, hombre tan “fastidioso como instruido”, según expresión del propio Obando. El método que usaba el señor Lemus era el de la mayéutica hiperbórea. Decía don Nicolás: -¿Cuál es la pena que sufre el que pierde dinero? - No saber quién se lo ha robado - respondía en el acto Obando. - Muy bien - añadía don Nicolás, y completaba: -¿qué debe hacerse entonces? - Recuperar el capital - contestaba el jefe caucano - de alguien que tenga bastante, sobre todo de algún rico maula para que la prosperidad marche pareja. Y si no quitárselo al gobierno que es el más grande ladrón del país. Don Nicolás se asombraba de la habilidad natural de José María para comprender el utilitarismo de Bentham. Entonces le hablaba de la necesidad de colocar en la balanza de los intereses particulares cada uno de los dilemas de la existencia, y sopesar con sumo cuidado hacia dónde se inclina el fiel: si hacia la felicidad o el dolor, hacia el bienestar o las penas. No había que vacilar en escoger aquello que causara la dicha particular a costa del pesar colectivo. “Sólo los tontos son infelices”, decía don Nicolás. Estas pláticas que duraron cinco meses fueron interrumpidas cuando llegaron noticias a Popayán de que Bolívar pudo entrar a Bogotá sin problema ninguno. Que los liberales de la capital habían decidido dar un paso atrás para organizar cuidadosamente el golpe definitivo. En realidad, la queja principal que en secreto difundieron los liberales era que no había suficiente apoyo militar para dar el golpe definitivo. El esfuerzo del vicepresidente había sido extraordinario: amenazó con irse al sur y ponerse a la cabeza de un grupo de rebeldes en la zona de Pasto. Esta idea le llegaría por sugerencias de López y Obando, quienes le pedían levantara el estandarte de la federación. Después, viendo que una sublevación en esta región sería • 153 •

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poco exitosa (dado que Sucre, el mago de las guerras, aún estaba en el sur), quiso entonces, mediante un acta, disolver el Ejecutivo. Esta resolución era también conflictiva desde el punto de vista legal. La histeria le hacía papillas el hígado y comenzó a redactar un oficio, el cual pensaba enviar a los ministros extranjeros donde exponía los abusos de Bolívar, pero el Consejo de Ministros se opuso por lo bajo y humillante que resultaba para el país. En estas angustiosas y absurdas disposiciones, contaba con la ayuda de Estado Unidos y el Perú. Pero el Hombre de las Dificultades llegó y dominó el ambiente político de la ciudad como siempre lo había hecho. A las pocas horas de haber ocupado su puesto en el Ejecutivo, muchos de los que le habían traicionado sintieron vergüenza de sus actos. Como consecuencia de estas contrariedades, se decidió organizar la Convención que le daría un nuevo lenguaje político a Colombia. Los “liberales” decidieron participar con mucho recelo en la Convención, luego que la habían estado negando a gritos destemplados. Pensaron que Bolívar utilizaría todo su influjo para que los diputados de su bando fueran los elegidos; resultó lo contrario: ya fuera por el enorme fastidio que le causaba la cosa pública, ya fuera por decepción o descuido, o por honor - que era lo fuerte en él -, se abstuvo por completo de influir para nada en la elección de los delegados. En medio de esta campaña electoral los santanderistas no dejaron de mantener contacto con sus aliados peruanos, pues en caso de fracasar la Convención, la salida era provocar una revuelta general (la cual conduciría a una declaratoria de guerra con el Perú). Se encontraba en Bogotá el señor José Villa, ministro de aquel país en Colombia y que venía a tratar asuntos muy delicados. Nos recuerda José Manuel Groot que este ministro había llegado a Bogotá antes de partir Bolívar a Venezuela, pero como el señor Villa había sido aliado con Juan Berindoaga para entregar el Perú a los españoles, el Libertador no quiso darle audiencia. (¡Carajo!, esto se llama tener honor y podía uno decir que tenía patria). El ministro Villa salió completamente defraudado de Bogotá; sabía que el Libertador preparaba algún golpe mortal contra los insultos del Perú. Entonces emprendió regreso a Lima, y en Cali tuvo algunas conferencias con Obando123, donde sin duda trataron lo de planificar una guerra conjunta contra Colombia. Esto lo asegura J. M. Groot, por una carta del 26 de septiembre de 1828, de Vicente Azuero, que fue encontrada entre los papeles de Arganil. Fue por ello por lo que el levantamiento que iban a protagonizar Obando y López en el sur, sería anunciado en Lima el 11 de octubre de 1828, antes de que se produjera en Popayán. En cuanto a las elecciones para la Convención, el resultado fue que triunfaron los “liberales”. Influyeron las sugestivas ideas del materialismo de Bentham en los artificios ideológicos y las reformas de carácter federal con los que se decía, alcanzaríamos el progreso y la dicha que habían conseguido Estados Unidos o las potencias europeas. 123  J. M. Groot. Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada; Cooperativa de Artes Gráficas, Caracas, 1941, Vol. III, pág. 519.

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La paradita del 28

Aquella horda salvadora que antes de ser hombres ya eran guerreros... Argenis Rodríguez

Obando hizo cuanto estuvo a su alcance para que en su lugar saliera electo a la Convención de Ocaña un verdadero “constitucionalista”. En efecto, la elección recayó en José Hilario López. Durante el tiempo que estuvo reunida la Convención se respiró un aire de honda conmoción social. En los más eminentes soldados, en sus magistrados más honorables, se padecía, con los nervios tensos, un estado de grave y perniciosa desintegración moral. Fue durante los actos de esta Convención cuando Bolívar aceleró sus males; entró en un franco deterioro físico, en un depresivo y total desgano de vivir. Los “liberales” en su estado de hondo recelo partidista habían entusiasmado al general José Prudencio Padilla para que provocara un alzamiento en nombre de la constitución. Al tiempo que corrían estas alarmas de un extremo al otro del país, Obando manteníase en comunicación con el general La Mar, el presidente de Perú. José María estuvo entonces muy activo, haciendo largas correrías por el Puracé y el Sotará. Se hacía acompañar de su gran amigo Juan Gregorio Sarria, y gran cantidad de indígenas de la zona. En agotadoras jornadas de cacería, con sus famosos perros “de laja”, llegábase hasta algún pueblo donde celebraban fiestas religiosas y entregábase a solemnes ejercicios religiosos. Pasaba horas en la Iglesia en estado de profunda meditación, y en las procesiones era barrote de paso, hombro a hombro con su amigo Sarria. Durante estos entretenimientos del alma era imposible imaginar que aquel sosegado oficial pudiera de pronto pasar al otro extremo de las emociones radicales, el de las intrigas partidistas o guerreras, y asumir preocupaciones disolutas y pendencieras. Luego de estas jornadas de devoción a Dios, se iba a un bohío, donde se hacía rodear de indígenas mientras un cura leía los fundamentos místicos de la guerra vengadora de Dios, y mencionaba las dulces palabras del obispo Teodoreto cuando describe en términos poéticos una carnicera represión: “como en la cosecha de las espigas, fueron todos segados de una vez”. Estos raros evangelizadores recorrían Colombia con panfletos, provocando alarmas contra el gobierno, y mezclaban sus odios con preceptos ateos o cristianos, masónicos o hechiceros, según fuera el caso. La nota primordial era escuchar la voz del “padre”, del señor “capataz” o “patrón” que era la expresión divina de las nuevas teorías europeas o • 155 •

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norteamericanas. El “patrón” hablaba con voz pausada y firme, haciendo sentir a su auditorio que las tensiones de su dolor eran las que sacudían a toda Colombia. Que las regiones de Popayán y Pasto habían sido marcadas por Cristo para sobrellevar el peso amargo de la tiranía; aquello era una prueba terrible a la que había que acostumbrarse. La influencia de estos líderes, siempre desafectos a la causa del Libertador, convirtió a aquellas provincias en centros moralmente débiles, contrarios a la unión de la Gran Colombia. El letrado que iba de un lado a otro como un puritano del liberalismo criollo, con sus malicias trascendentales, daba lectura del memorioso discurso que José Hilario López pronunció en la Gran Convención de Ocaña. Aquellos indios llamaban a López, sin saber por qué, “El Romano”. Y en verdad que su fuerte era la lectura de Cicerón, pues dijo en la Convención, con un vozarrón que parecía provenir de dolor de algún dios encadenado: El mayor oprobio, la vejación más insolente a esta augusta asamblea es el verse requerida y aun amenazada por un pretoriano…124 Entonces los políticos creían que todo en la vida era asunto de fraseas que conmovieran las fibras republicanas de los hombres notables; y los hombres notables eran las estrellas idílicas del cosmos constitucional: Santander y Francisco Soto, las luminarias más sutiles y elevadas de la Convención. Los letrados se ejercitaban en la pertinaz búsqueda de estribillos violentos, procurando estremecer a los soñolientos indígenas, a los bárbaros llaneros, a las pestes eclesiásticas y a los cerebros exacerbados de los “serviles de Bolívar”. El orador detenía su lectura, exactamente como lo hizo López en el recinto del Templo de la Gran Convención, entornando los ojos en mirada suplicante al cielo, a punto de lágrimas y dejando correr indolentemente el tiempo. En aquella melancólica jerga, el indio o el “pretoriano” trataban de concebir la ingravidez de los especiosos espantos de la injusticia, sólidamente extraviados en los códigos socráticos del mando de turno para escupir sobre el rostro indolente de las porfías mundanas... y así arremetía López en su discurso: Permítaseme ser el eco de muchos de mis deshonrados camaradas para protestar igualmente que están decididos a sufrir el martirio político antes que ser apóstatas de sus principios... con denuedo expondremos nuestros pechos a las espadas liberticidas que intentan esgrimirse sobre los que permanecemos fieles a nuestras públicas obligaciones... Les haremos palpar la imposibilidad de dominarnos con vara de hierro... y sucumbirán los traidores, los infames, los pérfidos... Me es imposible continuar porque me hallo casi sofocado y la voz me falla. He dicho...125 124  José Hilario López, Memorias; Ed. Bedout, Medellín, Colombia, 1969. Pág. 217.   125 Ibíd., pág. 217.

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La manera de concluir el discurso le parecía casi trágica al letrado, que con voz quebrada y ojos llorosos, doblaba los papeles. Obando se conmovía también, y pedía aquellos papeles para releerlos en sus sesiones secretas y magistrales con don Nicolás Lemus. Como todo el mundo sabe, la Gran Convención fracasó y el edificio de la república crujió por todas partes. El propósito de los adversarios del Libertador fue ir a ella para desconceptuarlo ante todos los representantes más dignos de la patria, y de allí hacer estallar una revolución. Fracasada pues la intención de hacer aprobar las exageradas reformas que se proponían los santanderistas, que no era otra cosa que la propia disolución del Estado, no les quedaba otro camino que encender las mechas que tenían preparadas en el sur. Sobre todo la de aliarse con el invasor peruano. El contrasentido eterno de nuestras parodias revolucionarias, hicieron que se llamara Pelópidas a Santander, precisamente cuando su patria estaba en peligro de ser invadida por peruanos, aliados de los “liberales”. Este máximo líder hacia esfuerzos porque los extranjeros (que habían conseguido la libertad gracias a los hijos colombianos), hollaran la dignidad de su país. Disuelta la Convención, los pueblos hicieron pronunciamientos en casi toda la república; expresaban solidaridad y confianza en el Libertador; aspiraban que sus talentos e incansable actividad salvaran una vez más al país. Pero antes era imprescindible contener la anarquía. El entonces intendente de Cundinamarca Pedro Alcántara Herrán dio una proclama en la presentaba los peligros que afrontaba el país y la necesidad de deliberar para sostener la república. Para ello se convocó una reunión de padres de familia en una junta popular, y en ella fue acordada la célebre acta de Bogotá del 13 de junio de 1828. Entre otras resoluciones se decidió no obedecer los actos emanados de la Convención y revocar los poderes conferidos a los diputados electos por la provincia de Bogotá, que el Libertador presidente se encargase del mando supremo, con plenitud de facultades en todos los ramos del Poder Ejecutivo. Actas similares se celebraron en todo el territorio colombiano. La que se expidió en Popayán la firmó José María Obando, pero dijo en sus Apuntamientos que fue Mosquera quien colocó en ella su nombre; no obstante esta adulteración nunca fue negada por Obando en su momento, sino que vino a contrariarla trece años después, en Lima, cuando escribió sus memorias. La junta de Bogotá se reunió a las tres de la tarde y a ella asistió un número considerable de parroquianos. Dos jóvenes liberales, Rafael María Vásquez y Wenceslao Santa María criticaron como ilegal aquella junta popular, y pidieron se aprobaran las decisiones de la Convención. Un tal doctor Juan Vargas habló con acrimonia contra el Libertador, haciéndole severas inculpaciones. • 157 •

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Observaba de cerca esta alharaca el general José María Córdova, sentado en el brazo de una silla, cruzadas las piernas y blandiendo un fuete que tenía en las manos126. Nadie se atrevía interrumpir al doctor, hasta que Córdova, en tono amenazante, dijo que no permitiría que en su presencia se pronunciara una palabra contra el general Bolívar. Añadió: No hay nada que discutir sino que se le confiera de una vez el poder supremo al Libertador único medio para salvar la república. El general Herrán contuvo a Córdova y lo llamó a la calma, diciéndole que la discusión era libre. Tranquilizado Córdova, el general Herrán pidió al doctor Vargas que continuara su discurso, pero éste con palabras lisonjeras se excusó de hacerlo127. Cuando todo esto sucedía en Bogotá, en Bolivia, Sucre entregaba el gobierno con un discurso sencillo128: Es suficiente remuneración de mis servicios regresar a la tierra patria, después de seis años de ausencia sirviendo con gloria a los amigos de Colombia; y aunque por resultado de instigaciones extrañas llevo roto este brazo que en Ayacucho terminó la guerra de independencia americana, que destrozó las cadenas del Perú, y que dio ser a Bolivia, me conformo cuando en medio de las dificultades, tengo mi conciencia libre de todo crimen... Concilié los ánimos; he formado un pueblo que tiene leyes propias, que va cambiando su educación y sus hábitos coloniales, que está reconocido de sus vecinos, que está exento de deudas exteriores, que sólo tiene un interior y en su propio provecho, y que dirigido por un gobierno prudente será feliz... no he hecho gemir a ningún boliviano; ninguna viuda, ningún huérfano llora por mi causa; he levantado del suplicio muchos infelices condenados por la ley, y señalado mi gobierno por la clemencia, por la tolerancia y la bondad...

El pronto regreso de Sucre a Colombia y la forzada dictadura de Bolívar, conformaban una situación que los “liberales” conceptuaron de incitación a la violencia y al crimen. Entonces comenzó a fraguarse la lucha contra los denominados “Tiranos en Jefe”. La idea de un golpe al alto poder estaba entre muchos eminentes librepensadores que componía el séquito de lo más granado del propio gobierno del Libertador. Muchas de las ramificaciones del complot llegaban principalmente a Lima, el centro de mayor odio contra Bolívar; los más hirientes instigadores 126 Memorias histórico - políticas del general Joaquín Posada Gutiérrez. 127 El general Obando en sus memorias dice que Herrán convocó a una poblada para romper la constitución y sustituirla por la voluntad de Bolívar. Los que conocen la historia de Colombia, saben muy bien las razones por las que Obando odiaba tan agriamente a Herrán. Sin embargo, sostiene Obando que el Libertador cometió un crimen matando al general José María Córdova, y evita hacer ninguna clase de comentarios sobre la posición de Córdova en la "poblada" que Herrán reunió en Bogotá. 128 Memorias del general O’Leary.

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del mismo eran Lorenzo Vidaurre, Riva Agüero, el general José La Mar y Agustín Gamarra. Luego de muchas comisiones pacíficas de Colombia para dirimir las divergencias con el Perú - en las que bullía fundamentalmente una prepotente ansiedad por vencer al “Coloso de América” en alguna batalla - Bolívar se vio obligado a declarar la guerra. El general La Mar muy fresco y seguro de sus planes, pues contaba con que la rebelión interna que provocarían movilizaría poderosos contingentes con pertrechos nuevos recién adquiridos en Europa. Tenía Perú muchos más soldados que Colombia, mejores equipos militares, como dijimos, mejores navíos, más riqueza y ocupaba una excelente posición desde la cual desplegar certeros ataques. Bolívar que siempre contaba con su fuerza moral, acostumbrado a luchar como un mendigo y en medio de las terribles adversidades, no se preocupó de los desplantes de La Mar. Obando, comprometido hasta el cuello con los “liberales”, lanzó su famosa “paradita” (como solía decir en casos como éstos) contra el gobierno dictatorial de Bolívar129. La red de la conspiración había sido estructurada con los diputados santanderistas a la Gran Convención. En este sentido, cuando José Hilario López fue denunciado ante Bolívar de llevar el proyecto de sublevar el sur, fieles oficiales le preguntaron si lo detenían. Pero entonces, el señor “Tirano en jefe” respondió que lo dejaran tranquilo. López llegó a Popayán alarmando a la población y diciendo que Colombia estaba definitivamente prostituida y a un tris de ser devorada por las fuerzas proditorias alzadas sobre miles de bayonetas. Obando aún desojaba la margarita, y habría querido tener una conferencia tanto con López como el Libertador al mismo tiempo. Cuando en toda Colombia se hacían pronunciamientos a favor del mando del Libertador, Obando apostó por el Libertador, firmando el acta que se expidió en Popayán, para pedir que siguiera dirigiendo los destinos de Colombia. Insólita decisión cuando los planes subversivos en el Cauca estaban bastante adelantados. Eran los días en que se aseguraba insistentemente que a Bolívar le quedaban pocos días de vida. Incluso hubo pasquines que decían: En menos de dos meses Colombia tendrá nuevo gobierno con Santander a la cabeza. Era que el plan para asesinar al Libertador en Bogotá se había difundido de tal modo que fue necesario adelantarlo. Ocurrió el 25 de septiembre130, atentando que fue frustrado y en el que murieron algunos románticos suicidas, entre ellos, el pobre José Prudencio Padilla. 129 Obando iba a ser el segundo militar de alto rango que se rebelaba contra el Libertador después de Páez. Por ello los "liberales" le quedaran eternamente agradecidos, y recibirá de parte del Hombre de Las Leyes el título del Jackson Granadino, queriendo decir con ello que tenía el carácter fuerte y atrevido del famoso presidente de Norteamérica, Andrew Jackson. 130 "Desgraciado de mí (parodiará Obando a Hamlet en sus gritos de expatriado, por allá, en Perú) que no fui uno de los romanos que el 25 de septiembre aterró a la tiranía vencedora".

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No obstante, el efecto desmoralizador del golpe del 25 de septiembre fue devastador en los proyectos políticos de Bolívar. Puede decirse con toda tranquilidad, que aquel día Colombia perdió cuanto había conseguido con la guerra de 18 años contra España; aquel atentado constituyó una de las tragedias más terribles ocurridas en el Nuevo Mundo, y de este modo España podía a largo plazo volver a recuperar sus colonias; de hecho se estaban ya dando pasos para volver a la colonia, al viejo despotismo godo, a la esclavitud. Para salir de trescientos años de oprobiosas bajezas se requería un gobierno muy fuerte gobernando con leyes inexorables, pues la fervorosa ignorancia de los “liberales”, convertidos ahora en “salvadores”, era la reencarnación de la siniestra perversión de los primeros conquistadores. De modo que todos aquellos movimientos dirigidos por los “liberales” era la proclamación de un deseo oculto de imponer el desquiciado sistema esclavista en el que por tantos años se había vivido. Matando a Bolívar se exterminaba lo desconocido, lo que vendría, que por fuerza era distinto a lo que siempre se había tenido. Matando a Bolívar “se salvaría a la Madre Patria que tan aferradamente llevaban en la sangre”. Por supuesto que a los criminales no les preocupaba si con ello beneficiaban o no al pueblo. La mayoría de los mandatarios que han sido eliminados por estos procedimientos dan paso a espantosas tiranías. Otra de las razones por las que se intentó este asesinato era porque los jóvenes que se habían cultivado en la filosofía de Bentham y los secretos de la masonería durante el régimen de Santander, sentíanse profundamente aburridos; sentíanse frustrados no sabían de qué; sus cabezas estaban llenas de confusas ideas de justicia y libertad y veían en el ambiente aires de ardorosos cambios. El “liberal” Manuel Cárdenas hizo poner en los Apuntamientos de Obando esta desgraciada frase: Sólo la mala fe o la insensatez podrán decir que hubo alevosía en el ataque que sufrió Bolívar, a menos que por alevosía se entienda la inculpable defensa de nuestras libertades por medios más nobles que los que se emplearon para arrebatárnoslas.131

Escudado con lo de la firma del acta de Popayán, Obando confundía a los incautos; pero ocurrieron extrañas acciones. José María estaba todavía alucinado por los recuerdos de su niñez cuando oía hablar del legendario Virreinato del Perú. Largas habían sido las negociaciones entre Obando y los invasores peruanos. Un día antes de que estallara la rebelión de Obando y López, El Telégrafo de Lima, el día 11 de octubre de 1828, decía: “El general Obando se ha levantado en Popayán y declarado la guerra al tirano de su patria, a quien no reconoce como presidente ni Jefe de la nación”132. 131  Apuntamientos para la historia, pág. 112.   132 Blanco Azpúrua, Documentos para historia de la vida pública del libertador.

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¿Por qué Obando tuvo “la mala suerte” de que sus atentados fueran siempre conocidos, anticipadamente, y anticipadamente difundidos por los amigos de su causa? Exclamaba Obando el 12 de octubre: La poderosa Perú marchará triunfante sobre ese ejército de miserables. No le importaba destruir a Colombia con tal de que triunfaran los principios constitucionales del señor Santander, quien de paso, estaba detenido en Bogotá por lo del complot del 25 de septiembre. “Las pasiones del momento - decía J.M. Restrepo- le impedían (a Obando) meditar que bien fuera la de los peruanos una invasión para desmembrar el territorio colombiano quitándole a Guayaquil, o bien una intervención a mano armada en los negocios internos de Colombia, en ninguno de los dos casos era decoroso a jefes colombianos hablar de este modo, y menos auxiliar a los invasores enemigos de su patria.133

Agrega Obando en sus Apuntamientos134: Como el Libertador había declarado la guerra al Perú por la oposición que hacía esta República a sus miras de dominación... yo simpatizaba con la causa del Perú. Pronto tuve el gusto de ver en proclamas y documentos públicos el programa de principios del virtuoso republicano general La Mar... y del modo posible me puse en comunicación con dicho general para combinar nuestras fuerzas, auxiliarnos y trabajar de consuno por la libertad de las dos repúblicas.

En realidad, no iba a ser la única vez que Obando ofreciera sus servicios a una república extranjera para atacar a su patria. Ya veremos cómo en los días que siguieron a la muerte del Libertador, y habiéndose Flores adueñado del Ecuador, hará proposiciones a éste para invadir a la Nueva Granada135. ¡Qué diferencias morales entre Obando y Sucre! 133 J. M. Restrepo, Historia de la Revolución de la República de Colombia TOMO II, Besanzón, Imprenta de José Joaquín, Grande Rue, Nº 14, 1858. Sobre este punto también dicen Baralt y Díaz, que sin dar crédito a todo lo que sobre el gobierno de La Mar han dicho sus enemigos, es indudable que su política insidiosa le había hecho sobradamente impopular en el Perú. Viósele, colocado apenas en el puesto de que le excluía su calidad de colombiano, volver contra sus hermanos en Bolivia y en su propia patria ora las acechanzas, ora la seducción y últimamente la guerra. Quizás - añaden Baralt y Díaz - hubiera tolerado el Perú que, hijo tan ingrato y desnaturalizado, llevase las armas contra el hogar de sus padres: que, vecino inquieto y desleal, aprovechase la aflicción de su vecino para invadir su suelo y oprimirlo: que, novel soldado de la independencia, intentara desacordado y soberbio humillar a los mejores capitanes de la revolución americana. Pero lo que no pudieron sobrellevar en paciencia los prohombres de su patria adoptiva fue que sacrificara la prosperidad del Perú y la sangre de sus hijos en una guerra que no tenía más objeto que saciar de venganza odios personales e innobles. Así fue que algunos diestros ambiciosos, sacando partido del general descontento en beneficio de su agradecimiento propio, se aunaron para derribarle del asiento del poder. Resumen de la Historia de Venezuela, VOL. III, Rafael María Baralt pág. 317). 134 Ibíd., pág. 124. 135 En este sentido dice Antonio José Irisarri que muchas veces Obando estuvo de acuerdo con los invasores de su país. "Para este hombre - añade - según sus mismas confesiones no hay cosa más loable, más digna, más honrosa, más noble que entregar al país a un invasor extraño, siempre que él, al invadirlo diga que viene a hacer merced y buena obra. Qué ideas de decencia, de política, de nacionalidad y de respeto a la opinión pública, la que este desgraciado fue a estampar en su miserable escrito. Para él cualquier general, cualquier particular, puede entrar en relaciones con un enemigo extranjero, y puede, no sólo abrirle las puertas de la República, sino levantar fuerzas para auxiliarle en la invasión; él trata de defender que esto es bien hecho". Véase a Irisarri, Antonio J. Historia Crítica De Asesinato Del Gran Mariscal De Ayacucho, Cuba, Casa de Las Américas, 1964.

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Cuando el general peruano Agustín Gamarra supo del atentado contra Sucre en Chuquisaca, dirigió al Mariscal un oficio donde le ofrecía auxilio con fuerzas peruanas. Dice el escritor boliviano Carlos Gonzalo de Saavedra que de ser sinceras las palabras de Gamarra, habría sido un ejemplo de notable gratitud, afecto y respeto hacia Sucre; se ofrecía Gamarra a marchar velozmente a interponerse entre su persona y los asesinos, pues no podía consentir que impunemente se atentase contra el vencedor de Ayacucho y Libertador del Perú. Pero penetrado el general Sucre de que algo muy extraño llevaba aquella nota se apresuró a darle inmediata contestación. Después de agradecerle modesta y sagazmente la noble oficiosidad del gobierno y el ejército peruano, que tanto le honraba, se negó a aceptar el ofrecimiento de las armas, por no creerlo conveniente, y porque ni en Bolivia podría recibirlo sin mengua de su orgullo nacional; pues habiendo sido el motín del 18 un acontecimiento puramente doméstico, debía ser sepultado en el olvido, bastando sus fuerzas propias para sofocarlo y restablecer el orden. Añadía Sucre que no podría ver sin profundo sentimiento, que las tropas peruanas se moviesen de sus cantones con tal objeto. Con claro criterio aseguraba lo inconveniente de toda intervención, y concluía diciendo que prefería entregar su cuello a la cuchilla de sus asesinos, antes que convenir en que con este motivo se introdujera en América el funesto ejemplo de la intervención. En tal sentido, puede que algunos estudiosos de la historia nuestra incluyan a los generales Obando y López como los precursores del intervencionismo en América136. José Hilario López se cuida muy bien de expresar en sus memorias cuanto tramó con Obando para aliarse a la poderosa Perú. Lo que no le conviene, deja de reseñarlo; lo salta. Dice López en sus memorias, que en aquella época, el delito más grave de que pudiera acusarse a un hombre era el de ser enemigo del Libertador.137 Sin embargo, no conocemos ningún crimen político dirigido por el Libertador, en un tiempo en que cada soldado era un tirano y cada letrado un intrigante. La reacción temblorosa y repulsiva a su oficio, fue la condenación a muerte de aquellos que atentaron contra su vida el 25 de septiembre; pero esto por fuerza debía ser así, en un Estado convulsionado por quince años ininterrumpidos de guerras y tensas perturbaciones 136 En 1828 Obando se une al invasor peruano para enfrentar al Libertador; en 1834 rogará al presidente Santander que intervenga en el Ecuador para destruir al general Flores, su enemigo político. En 1841, luego del fracaso de su revolución contra el gobierno del general Herrán, pedirá en Lima recursos para invadir a su patria. Siete años vivirá la Nueva Granada bajo la tensión de una posible invasión dirigida por Obando. En 1852, siendo José Hilario López presidente de la Nueva Granada, con el pretexto de ayudar a Ecuador contra las miras ambiciosas de Flores, ofreció repetidas veces auxilios al gobierno del presidente José María Urbina. En virtud de estas grandes diferencias morales entre el binomio Obando-López frente a Sucre, podemos encontrar razones profundas para pensar en el terrible odio que aquéllos acabaron engendrando contra el Mariscal de Ayacucho. No es como dicen por allí algunos historiados de que más razones tenía el general Juan José Flores para matar a Sucre que Obando o López (pues Flores era el mandamás del Ecuador y allí le hacía sombra al Abel de Colombia). Las razones en este caso eran otras: Sucre vivo representaba una barrera infranqueable para las ambiciones del grupo liberal que quería desmembrar a Colombia. Sucre siempre fue muy mal visto por los denominados "constitucionalistas". 137 Ibíd., pág. 205.

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sociales; incluso, en tales circunstancias, en el gobierno más filantrópico de la tierra no habría sido posible otro modo de actuar. Como hemos visto, tenía el “Tirano en Jefe”, datos precisos de que López, al salir de Ocaña, por órdenes expresas de los círculos liberales, iba a subvertir el sur. El “Tirano” no quiso hacer nada por detenerlo. No quiso pensar mal como lo habría hecho un policía, un verdadero sátrapa. Dejó que López llegara a Popayán, relatara a su manera la prostitución que arruinaba a la república; no le impidió que con su grado militar hiciera proselitismo político y fuera capaz de levantar un ejército contra su gobierno, pese a ser enemigo declarado del Libertador era el peor crimen.138 No negamos del todo que oponerse a Bolívar fuera entonces un acto riesgoso, pero los acontecimientos futuros demostrarán que el “tirano” no era tan espantoso comparado con los gobernantes que le sucedieron tanto en la Nueva Granada como en Venezuela y Ecuador. La prueba más fehaciente de su debilidad, que no tenía imaginación suficiente como para ser un politiquero (un monstruo) como el que las circunstancias exigían, da la prueba de su perdón a Páez el 27, a Santander el 28, la falta de resolución para castigar implacablemente el alzamiento de Bustamante, tres casos en el que los culpables no habían sido condenados por las leyes de la república como lo merecían; estas ambigüedades de su política fueron muy bien sopesadas por Obando y López para echar la paradita del año 28. Sobre el alzamiento que preparaban, José Hilario López añade139: Ninguno más calculado para este efecto que el coronel José María Obando, ya por sus talentos, ya por su republicanismo, ya por su valor, y ya por el influjo que tenía en Popayán, Pasto y pueblos del Patía, pues estos últimos debían ser como en efecto fueron, la base de nuestro movimiento.

En medio de las eternas vacilaciones en que vivía el corazón aturdido de Obando, López le aconsejó, que antes de echar la parada, era bueno que hablara con su mujer doña Dolores Espinoza. Doña Dolores tenía cierta preparación, y con frecuencia hablaba a su marido sobre los graves asuntos de la política y de la moral. Obando a su lado sentíase un cordero, un alma tierna y dulce, y muchas veces, escuchándole sus consejos, su rostro se inundaba de lágrimas. Efectivamente, ante doña Dolores se presentaron una noche Obando y López. Le contaron la crítica situación que se vivía en Bogotá y en Caracas; lo del apoyo de Perú a las luchas de los liberales colombianos, y sobre todo lo del conflicto irreparable de una dictadura como la de Bolívar. Doña Dolores Espinosa, que no andaba a horcajadas a caballo como la mujer del guerrillero pastuso José Erazo (Timotea Carvajal), solía ir en pelo y sin 138 En cambio, cuando López fue jefe militar de la provincia de Bogotá, durante el mandato de Santander (no dice en sus memorias que entonces ser enemigo de Santander era lo peor que podía ocurrirle a un hombre sobre la tierra), al menor rumor infundado de golpe se perseguía y se mataba con saña, como ocurrió con Sardá y Mariano París, quienes fueron asesinados de un modo horrible. 139 Ibíd., págs. 224-225.

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montura sobre la razón averiada y versátil de su marido. Apenas había empezado López con su memorial sobre los acontecimientos que envilecían a la república, cuando doña Dolores encarándose con su marido, le lanzó el siguiente discurso: Con los tiranos no puede haber pactos; es necesario que tú mueras antes que entrar en tratados con los dictatoriales, porque, a más de que tu primer deber es salvar a la patria restituyéndole su libertad perdida, ellos no te guardarían su palabra y tú serías al fin una víctima de su astucia y engaño. No me mires ni mires a tus hijos. Si tú mueres en la lucha, yo procuraré su subsistencia y educación, aun pidiendo limosna si llegase el caso. Me sujetaré a vivir en un monasterio si no tuviese otro arbitrio para alimentarme o preservarme de los insultos de los enemigos de esta patria...140

- Es verdad- sostenía José María, y suspirando completaba el cuadro de su mujer con estas palabras -: El ilustrado señor Azuero, el general Santander, el elocuente Soto, el intrépido y denodado joven Florentino González han hecho de Bogotá otra Roma antigua141; nosotros, coronel López, ¿qué estamos haciendo en la dormida y dúctil Popayán? Entre este y otros discursos fueron llegando otros revolucionarios que se admiraban de la ardiente disposición de una dama tan distinguida por la libertad. Doña Dolores recorría con su mirada encendida a cada uno de los asistentes, y proseguía: - Indigno te consideraría y en este punto concentraba su mirada sobre el rostro conmovido de Obando- de ser mi esposo si notase en ti el más pequeño rasgo de debilidad. Te amo con pasión... pero la noticia de tu muerte peleando contra la tiranía, me sería más soportable que la de verte figurando entre los bolivianos. Desecha, hijo mío, todas sus proposiciones... y abandona de una vez tu casa y tu familia sin volverte a acordar de ellas sino después que hayas completado la obra gloriosa de que te ocupas... ¡Por Dios, que no sepa yo nunca que el amor de tu esposa e hijos ha llegado a influir en tu corazón para transigir con los déspotas! Sepárate pronto de este lugar, despide a los comisionados y anda a trabajar en la grande empresa comenzada; no te detengas un momento...142. Los presentes no podían contener el estremecimiento de un sublime gozo. Obando y López se abrazaron en medio del regocijo general, todo “producto de las emociones que les infundió por el amor a la patria aquella interesante matrona. Desde ese momento estaba José María, no sólo decidido a morir por la libertad sino también a precipitarse en una hoguera con su mujer e hijos, antes que renunciar a tan precioso bien”143. (Aún 140 Véase Memorias de López, pág. 227. 141 Apuntamientos para la historia, pág. 93. 142 José Hilario López, MEMORIAS; Ed. Bedout, Medellín, Colombia, 1969. Págs. 227-228. 143 Ibidem, pág. 228. (Es curioso que López considera en sus memorias que Obando era mucho más patriota que Bolívar, sin embargo, refiere que cuando estaba en su exilio dorado en Roma, algunas personas le saludaron diciéndole: “¡Oh!, es usted de la patria Bolívar!”. Jamás escuchó que le mencionaran a Obando, como

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ciertos historiadores se preguntan qué habría sido del fervor republicano de Obando de haber tenido una mujer menos entusiasmada por los sucios ajetreos de la política). La cabeza del pobre José María estaba mala; los liberales se aprovechaban de su genial popularidad, de su carisma guerrero, de la simpatía que despertaba entre los humildes, entre los guerrilleros y forajidos de Pasto y el Cauca. Era un “demócrata”, el elegido “por los esclarecidos republicanos para capitanear el movimiento que debería restituir el orden constitucional de la patria”144. Se fue al campo a agotar su enervado cerebro y otra vez fue presa de las fantasías religiosas, del recuerdo atávico de su genio español. Se entrega a largas meditaciones y ayunos (sólo come carne una vez al día), y suplica al cielo que al fin le muestre su camino, que se le aparezca el evangelista Juan y el apóstol Santiago con sus vestiduras blancas y sobre caballos alados y le inviten a seguir a Cristo y a los buenos principios “liberales”, a falta de un rey.

Tomás Cipriano de Mosquera

En otro tiempo el espíritu era Dios, luego se convirtió en hombre, y ahora incluso en plebe. Friedrich Nietzsche

El ruido de los cuernos, el humo de las grandes fogatas y el murmullo de las escandalizadas fieras fueron los primeros síntomas de la enorme rebelión que se avecinaba. A la cabeza de un grupo de guerrilleros con la imagen de los Dolores prendida al cuello, José María se internó por los lados del Patía de donde envió dos importantes cartas, una al reverendo obispo de Popayán don Salvador Jiménez de Enciso y otra al bandido José Erazo, gran sultán de los farallones del Salto de Mayo. No podía Obando lanzarse a una guerra tan azarosa sin encomendarse a Dios y sin buscar la bendición de la Iglesia. Escribe al señor Obispo don Salvador en su carta que Bolívar es Satanás, un ateo azotador de santos. Con datos inventados, sacados no se sabe de dónde, profiere contra Bolívar los más absurdos cuentos. Dice: “... Sin contraerme a mí mismo y a los pueblos, y los ciudadanos valientes que me han proclamado jefe constitucional, sino a las siete octavas partes de representante de ese país que tanto amaba: la Nueva Granada). 144 Blanco Azpúrua, Documentos para la historia de la vida pública del Libertador, Bicentenario de Simón Bolívar, Ediciones de la Presidencia de la República, 1987, imprenta de “La Opinión Nacional”, Vol. XIII, pág. 175

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Colombia (¿por qué no nueve décimas?) que profesan los principios de política sentidos por todos filósofos, y aprobados por el mismo Jesucristo de los israelitas: entro ligeramente en materia145: No es legítimo el gobierno inconstitucional y dictatorial de que se ha investido el general Bolívar... El general Bolívar es el arlequín del dogma santo, y asesino de sus ministros. La historia de la revolución comprueba estas verdades. ¡Qué risa infunde, I.S. la simple consideración de que se haya creído al General Bolívar el apoyo de la religión de Jesucristo! ¡Y qué rabia inspira la idea del candor con que ligeramente se ha dado crédito a semejante sandez con el fin de sostener a un amo tan degradado! ¡Qué dolor, I.S., el que se trate de poner por barrera lo más santo del hombre cristiano! ¿La guerra de serviles contra liberales es guerra de religión? Otra vez quisiera reírme... ¡Qué burla buscar en la religión el apoyo de sus miras proditorias! Buscar ahora en el Santuario el cetro de hierro que no ha podido encontrar en el corazón de los colombianos. ¡Dios Justo!...

En la misma carta sostiene que Bolívar hizo asesinar en Honda a un venerable cartujo, y en las misiones del Caroní a treinta y nueve religiosos de esta orden, sin que éstos infelices hubieren cometido otro delito que nacer en España. La respuesta de don Salvador Jiménez de Enciso fue más que contundente. Tiene la carta unas diez apretadas páginas donde además de rebatirle los argumentos uno por uno, donde pretende que la religión esté de su parte, le aconseja que abandone la necia empresa en la que se ha embarcado dizque por razones de legalidad y según fundamentos canónicos. Dice don Salvador146: Dice usted que el general Bolívar hizo asesinar en Honda a un venerable cartujo. En esto padece US. la equivocación de decir que el asesinado era cartujo, pues a América no ha venido ninguno de esa religión, y el muerto era capuchino... y le mandó a ejecutar un tal Carabaño... La misma equivocación creo que padece US. en afirmar que los 39 (no cartujos sino capuchinos) fueron asesinados por el general Bolívar…

Obando terriblemente ofendido por la respuesta de don Salvador, contesta del siguiente modo147: 145 Documentos para la historia de la vida pública del Libertador, pág. 185. 146 Ibíd., pág. 190. 147 Antonio José Irisarri, Historia crítica de asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho; Cuba, Casa de Las Américas, 1964, pág. 393. Es sorprende la cantidad de espantosos errores gramaticales que tiene esta carta si se compara con lo muy bien escrito que está el libro de los Apuntamientos Para La Historia, de Obando. Sabido es que la Academia de Historia de Colombia se dio a la tarea de retocar los documentos históricos. Esto no tiene perdón de nadie, sobre todo cuando uno lee voluminosos trabajos sobre las cartas de Obando y ve la nota al pie de los mismos (por ejemplo: José María Obando, Obras Selectas, Escritos Civiles Y Militares, Colección Fundadores, Bogotá, Imprenta Nacional, 1982, pág. 368): La ortografía de estos documentos históricos fue actualizada de acuerdo con las reglas gramaticales actuales de la Academia de la Lengua.

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Argumentos de hecho, que son los que US. I. opone a mis inconcusas observaciones, solo se deben contestar con bayonetas; pero no, yo no puedo emplear estas con US. I. por el respeto que me debe el puesto eminente en que se halla US. I. Lo haré sí con el que se oponga a mi entrada en esa plaza.

La carta que envía a José Erazo (al hombre que dirá en 1839 que no conoce, que no ha visto nunca), lleva fecha del 7 de noviembre de 1828. Es más calmada y dice148: Mi estimado amigo: persuadido que usted tendrá presente los males que han sufrido y aún sufren los pueblos causado por la ambición del General Bolibar(sic), que pretende coronarse contra la voluntad de los pueblos, que no aprecian otra cosa que su libertad y su seguridad antes que viniese Bolibar(sic) del Perú. Con este fin están sublebados(sic) todos los pueblos de la República, y parte de su miserable ejercito(sic), y con este fin de destruir a ese hombre tirano es que nos hemos reunido todos para destruir ese azote de los pueblos. U. me conoce, aunque no quiso U. irme a ver a Pasto, que a mí se me presentaron todos los prófugos, y que a nadie a nadie le falté. U. save(sic) esto. U. save(sic) que Pasto fue condenado por el general Bolibar(sic) a ser borrado del catalogo de los pueblos pero que yo he hecho otra cosa que darle vida a ese pueblo perseguido por Flores y Bolibar... Todo Pasto esta(sic) conmigo, y todos estos pueblos... Procure U. verse con Noguera, que también(sic) nos ausilie(sic) con las armas que tenga, y que si quiere quedarse, se ocupe de interceptar los chasquis que bayan(sic) de Mosquera a ese pícaro chapeton (sic) que está de gobernador de Pasto... Si antes de nada quiere U. venirse solo a instruirse de todo, engase(sic), y si U. se halla consebido(sic) de nuestra justicia, vengase(sic) como le llevo dicho, pues Bolibar ba(sic) a caer, y el orden constitucional esta(sic) triunfante. Dios relijión(sic) y constitución- José María Obando.

Considerándose fuerte, Obando va y se sitúa en un lugar de las afueras de Popayán denominado La Ladera. Lleva consigo unos cien hombres. Va a entrar en un estado de euforia y de demencia desenfrenada. Viene a exigir los conocidos impuestos de guerra a los vecinos de Popayán. Inventa el arbitrio de hacerse carnicero exclusivo del país, y dice que es el único abastecedor de carne de la comarca, y que las carnicerías recibirán carnes 148 Antonio José Irisarri dice: que Obando “dejaba muy atrás la de los Nerones y Calígulas, porque aquéllos, a lo menos, sólo eran asesinos como Obando; pero ni se hicieron carniceros públicos para aprovechar el fruto de la profesión de cuatreros, ni se dieron a conocer por estafadores de los negociantes, ni por enemigos de las letras. El Nerón de Roma, por el contrario amaba la literatura, aunque fuese un inhumano y deseaba parecer sabio aun cuando obraba como una fiera. El Nerón romano, por otra parte, era un monstruo que no trataba de engañar a nadie y cometía sus infamias sosteniendo que su voluntad debía ser la suprema ley, a que todo el mundo estaba sometido; pero el Nerón del Cauca se burlaba de los hombres de un modo más cruel, porque mostrándose en todos sus actos como un bandido, pretendía hacer creer que él era el defensor de los principios sociales, el caudillo de la libertad, el apoyo de la justicia y el conservador de las leyes. Esto era hablar a los hombres como si los tuviese por imbéciles, después de tratarlos como a esclavos”. Ut supra.

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que él les haga llegar; en realidad es ganado que Obando ha robado de haciendas de crianza y de potreros de ceba. Pero como el arbitrio fiscal solamente hacía sufrir una parte y no al todo de la industria de Popayán, inventó sacar cuanto quiso de las tiendas para vestir a sus sayones y regalar a sus adictos149. El general Posada Gutiérrez defiende las acciones de Obando, diciendo que en las guerras del Cauca se acostumbra a no dar cuartel, y los asesinatos a hombres indefensos rendidos, no se consideran criminales; claro, eran obedientes y mataban de buena fe... Luego que Obando dio orden de que se tomara del comercio cuanto requería para sus correrías hizo una asamblea la cual concluyó con gritos de odio y guerra a los tiranos y por el pronto restablecimiento del orden constitucional. Obando dio orden de que se tomaran 6.000 pesos de oro del Correo. Decidió luego marchar a Pasto y por el camino fue sublevando a patianos y timbianos enarbolando la bandera del rey de España; dio la libertad a casi todos los esclavos de las haciendas; entre las haciendas asaltadas estuvo la de don Joaquín Mosquera150. Después tendrá el valor de decir en sus Apuntamientos que “sólo el virtuoso Joaquín Mosquera151, no ha creído dignos de su venganza los muchos daños que ha recibido en sus haciendas, en el sostenimiento de los derechos del hombre”152. Consiguió Obando reunir a casi todos los prófugos de la justicia que habían estado huyendo desde que Bolívar derrotó a don Basilio García en el campo de Bomboná. Al llegar a Pasto había reclutado 3.000 hombres, y en la ciudad anunció que su lucha era por la restitución de la religión católica y el advenimiento a Colombia del poder de Fernando VII. El entonces Intendente y Comandante General del Departamento del Cauca, era el coronel Tomás Cipriano Mosquera. En un principio, el Intendente procuró buscar un avenimiento pacífico. Había en el ambiente 149 A.J. Lemos Guzmán, Obando, De cruz verde a cruz verde; Editorial Universidad del Cauca, Colombia, 1959, págs. 94-95. 150 En aquellos días don Joaquín Mosquera escribió una dolorosa carta a Santander donde le decía: “López (José Hilario) por una menguada envidia, trató de saciar sus pasiones, y me destrozó sin misericordia mis propiedades. Cuando era reconvenido por los vecinos de mis haciendas por qué me perseguía o qué motivo podía tener para destruirme así, contestaba (tal vez poniendo en prácticas las máximas de Bentham) que su objeto era nivelar las fortunas y que no había razón para que yo tuviera más que él”. Véase al respecto Correspondencia Dirigida Al General Santander, R. Cortázar. Para que se vea hasta dónde llegaban las locuras políticas de aquella época, don Joaquín Mosquera, siendo presidente de la República (en 1830) ascenderá a general a José María Obando, enalteciendo de aquel modo las revueltas, y haciendo de ellas la manera más expedita de ganar fama y gloria en la Nueva Granada. 151 En un viaje que hice en agosto de 1986 a Popayán, tuve la oportunidad de conocer personalmente al escritor don Diego Castrillón Arboleda tataranieto del prócer granadino don Manuel José Castrillón (quien fue intendente interino del Cauca luego que Tomás Cipriano fuera derrotado en La Ladera). Don Diego me llevó hasta la hacienda que fuera de su tatarabuelo; desde allí se veía un terreno plano cubierto de grama, que fue donde cayó atascada la caballería de Mosquera. En esa misma dirección y alzando la vista, me señaló don Diego hacia donde cogieron los restos destrozados de Tomás Cipriano. Extendió su dedo y me dijo: “hacia allá fue la gran persecución que montó Obando contra Mosquera, hasta el páramo de Guanacas”. (Véase mi libro Colombia en un soplo, Consejo de Publicaciones de la ULA, 1987, pág. 124). 152 Ibíd., pág. 118.

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un aire de feria; los campesinos hacían hogueras en las afueras de la ciudad donde asaban carnes sobre largas varas; se presentía algo muy terrible, y Tomás Cipriano conociendo la calidad del festejo que se hacía, pues se apreciaba sobre el terreno gran cantidad de lanzas, chopos, múcuras cargadas con aguardiente o pólvora y bandoleras, envió postas a toda carrera pidiendo auxilios al gobierno nacional. Estos socorros nunca llegarían. Del valle, sólo le llegaron el coronel Pedro Murgueitio y un escuadrón de caballería, y milicianos no muy expertos; en total unos setecientos hombres. Obando y López se reían de esta gentuza que le mandaban para “amarrarlos” y colocaron cuatrocientos hombres en los lugares meridionales de la ciudad. Tomás Cipriano con vagas instrucciones decidió el ataque. Se le presentaba la situación del alzamiento de Obando de perlas a Mosquera, pues, desde su infancia había querido demostrar a José María, con terribles lecciones, lo innoble de su origen y de su condición. Ebrio y tembloroso de ansiedad, envió espías que le informaron de la situación en las afueras, al suroeste de la ciudad donde se proferían insultos contra el Libertador. Los primeros sondeos revelan que Obando no podría resistir las bien organizadas fuerzas de Mosquera. A lo mejor esa era la trampa de los mismos espías de Mosquera que a la vez trabajaban para los sediciosos. Cruza la ciudad Tomás Cipriano y se presenta ante la pequeña llanura, de suave declive, que es La Ladera. A un lado de esta llanura está la hacienda del prócer don Manuel José Castrillón, la cual había sido asaltada poco antes por las fuerzas de Obando y López. En cuanto Tomás Cipriano apareció ante las fuerzas de Obando, comenzaron las rechiflas y los insultos. Las tropas de Mosquera bajaron por un llano cruzado por un riachuelo, al tiempo que los alzados pasaron a ocupar los cerros. Cuenta A. J. Lemos Guzmán, que Mosquera, con fuerzas de línea, no quiso perder el contacto con la ciudad, y Obando con sus timbianos y negros del Patía dejó a la espalda la posible retirada, ante cualquier emergencia, a sus propias tierras; “pero si el uno tenía veteranos a las órdenes, el otro lanzas inmortales, y más que todo la seguridad de que esas lanzas, como ocurría en esta guerra, eran para mojarse y mejor si se pudiera enastar la cabeza del señor Intendente y Comandante Mosquera, quien de seguro le celaban los ojos de los negros patianos, para hacerse a tan estupendo trofeo”153.. El combate duró varias horas entre repliegues y nuevos ataques; pero cuando ya no se veía dominio de ninguna de las partes, y temiendo Obando que de un momento a otro se presentaran refuerzos a Mosquera, entonces decidió dar órdenes de retirada, como dando a entender al enemigo que no estaba en condiciones de hacer frente a la lucha; dobló trepando por el cerro que espléndidamente, al sur, se divisa desde la hacienda de Castrillón, y cuando apenas había retrocedido unos cien metros, ordena devolverse y caer con toda su furia sobre el enemigo; entonces los patianos (rememo153 Blanco Azpúrua, Documentos para la historia de la vida pública del Libertador; Bicentenario de Simón Bolívar, Ediciones de la Presidencia de la República, 1987, imprenta de "La Opinión Nacional", Vol. XIII, pág. 44.

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rando las tropelías del monstruo Caicedo) enfilaron sus lanzas contra los soldados de Mosquera; éstos, confiados, habían estado avanzando a ciegas. Bajaron hasta los fangales del río y la desbandada fue total. Fue un triunfo espantoso e inesperado si se toma en cuenta que Mosquera tenía el doble de tropas que Obando y un grupo de brillantes oficiales. Pocos soldados del escuadrón de Mosquera se salvaron, pereciendo en la matanza los dos jefes de caballería, el polaco Sira-Koski y el comandante Cedeño, llanero venezolano. El resto de la columna se replegó hacia la ciudad; la mitad del batallón al mando del coronel Murgueitio fue acuchillada. López sostiene en sus memorias que se hicieron cuatrocientos prisioneros, pero la mayoría de los historiadores aseguran que casi todos los vencidos fueron aniquilados sin compasión. El general Joaquín Posada Gutiérrez asegura que los vencedores asesinaron a 600 hombres acorralados sin poder defenderse y rogando gracia de la vida154. En la batalla de La Ladera se distinguió el guerrillero Juan Gregorio Sarria, quien mató de certeros lanzazos tanto a Cedeño como a Sira-Koski. Sarria estaba impregnando del destino fatal de Obando. Esta derrota será la obsesión y la injuria más grande que Tomás Cipriano sobrellevará toda su vida. Habiéndose retirado las humilladas columnas de Mosquera hasta la ciudad, éste propuso a Obando canjear los prisioneros y suspender las hostilidades. Aceptó José María la proposición, y en el lugar designado para el canje, se apoderó de cuanto tenía su enemigo a cambio de nada. Además cargó con grillos al comandante Luque que había caído en el asalto y también a un cuñado de Mosquera de apellido Arboleda. Tomás Cipriano decidió entonces retirarse cuantos antes, pero cuando se disponía a cargar con sus cosas vio una tropa de guerrilleros del Patía que corría con furia a su encuentro. Huyó como pudo seguido con encarnizada saña por el enemigo; le dieron alcance a algunos rezagados y mataron al capitán Salgar y a un ayudante de Mosquera y a un grupo de soldados. Milagrosamente Mosquera y Murgueitio pudieron huir de la espantosa persecución, gracias a que llevaban excelentes caballos. La irritación de Obando al saber que no los habían cogido fue tremenda y entonces pidió un grupo de buenos jinetes para que los siguiera, dirigidos por un tal Guevara y con orden de alancearlos donde los alcanzasen; pero los fugitivos al llegar al páramo de Guanacas tuvieron la precaución de echar pie a tierra, y abandonando sus caballos y separándose del camino real, “se desvanecieron” por la cordillera. Marchó Obando a Pasto con una columna de unos novecientos hombres convencido de que se le agregaría la gente del gobernador de la provincia de Pasto, Gutiérrez, lo que en efecto ocurrió. Tomó a Pasto sin disparar un tiro y todo quedó a su merced, hombres, dinero, armas. El Libertador dispuso que el general Córdova marchara a enfrentar a los alzados del sur. Con el mayor desgano del mundo tomó Córdova este 154 Memorias Histórico-Políticas.

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encargo. Ya entre los amigos del Libertador había tremendas dudas de que Córdova fuera leal al gobierno. Muchas son las razones que hacen pensar que Córdova comenzaba a ser maleado por la ambición; su coraje y su demencia le hacían creer que era invencible. Muchos de los amigos de Bolívar dieron en propagar la especie de que Córdova estaba entre los que participaron en el atentado del 25 de septiembre. Bolívar con aborrecimiento y fastidio rechazó estos “inventos” y nombró a Córdova Ministro de Guerra. Pero la sublevación del sur hizo corto este nombramiento, pues el 26 de noviembre salió Córdova de Bogotá hacia Neiva como Comandante en Jefe de las operaciones del Cauca. Prueba fehaciente de la confianza que Bolívar depositaba en este temible oficial, fue dejar a su mando los batallones Vargas, Granaderos y Carabobo, con más de mil quinientos hombres. Más allá de Neiva, en La Plata, Córdova se encontró con el humillado T. C. Mosquera; luego de la conferencia obligada para saber de las posiciones del enemigo, de sus planes y estratagemas, Córdova avanzó hacia Popayán. Dio órdenes a su hermano Salvador para que operara sobre el Valle del Cauca para cortar la salida por el Patía de las fuerzas de Obando. Desde Pasto Obando mandó postas al general La Mar, diciéndole que se había hecho fuerte en todo el Sur. Que pronto podría comunicarse directamente con él, y que con los auxilios que recibiría de la poderosa Perú, echaría por tierra y por siempre al Dictador. Es interesante observar que el coronel granadino José Bustamante que había provocado el alzamiento de la Tercera División estacionada en Lima (en defensa de la constitución) pedía encarecidamente al gobierno peruano se dignara admitirlo como oficial en una guerra contra su patria. Con un lenguaje parecido al de Obando quemaba las naves de su nacionalidad: “Este desnaturalizado hijo de Colombia (Bolívar) - escribía esta “joya” -, por la furiosa pasión de mandar sin otra ley que su capricho se ha entregado descaradamente a todos los crímenes...”155. El gobierno del Perú de inmediato y complacido aceptó los servicios de Bustamante. Escribirá Obando en sus Apuntamientos: …yo simpatizaba, como todos los republicanos del país - ¿por qué sólo él y Manuel Cárdenas sabían quiénes eran los verdaderos republicanos? -; con la causa del Perú; y sólo me restaba conocer las intenciones y miras de este gobierno para resolverme a obrar de acuerdo, o saber que tenía un enemigo más. Pero pronto tuve el gusto de ver en proclamas y documentos públicos el programa de principios del virtuoso republicano general La Mar y del vicepresidente Salazar; y del modo posible me puse en comunicación con dicho general para combinar nuestras fuerzas, auxiliarnos, y trabajar de consuno por la libertad de las dos repúblicas. En efecto, después supe que me había mandado muchos elementos de guerra, y todos los jefes oficiales colombianos que había en el Perú, cuyos recursos desgraciadamente no pudieron llegar a su destino156. 155 Memorias Del General O’leary, Tomo VII, pág. 886. 156 Ibíd., pág. 124.

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Bolívar en Bogotá, al recibir noticias de la derrota de Mosquera temió que la guerra se propagara peligrosamente a toda Colombia. Enfermo como estaba, que no se reponía de una tos persistente y de fiebres frecuentes, decidió emprender una campaña para enfrentarse tanto a Obando como a los arrogantes peruanos al mando de La Mar. Por otro lado, ya Sucre estaba preparando la defensa de Colombia frente a las pretensiones del invasor peruano y en una arenga a sus soldados hecha el 28 de enero de 1829 decía157: Una paz honrosa o una victoria espléndida son necesarias a la dignidad nacional y al reposo de los pueblos del sur. La paz la hemos ofrecido al enemigo; la victoria está en vuestras lanzas y en vuestras bayonetas. Un triunfo más aumentará muy poco la celebridad de vuestras hazañas, el lustre de vuestro nombre; pero es preciso obtenerlo para no mancillar el brillo de vuestras armas... Cien campos de batalla, y tres repúblicas redimidas por vuestro valor en una carrera de triunfos del Orinoco al Potosí, os recuerdan en este momento vuestros deberes con la patria, con vuestras glorias y con Bolívar.

Cuando Sucre dirigía esta proclama, Obando exclamaba que el ejército de Sucre era un grupo de miserables. “¡Miserables! - recalca J. M. Restrepo en su historia de Colombia - ¡Miserables los valientes que triunfaron en Ayacucho, completando la independencia de América del Sur!” Añade Restrepo tratando con consideración a Obando, que no debía ponerse éste a auxiliar un ejército que venía a desmembrar a nuestra república, y pinta sus acciones como fruto de las negras pasiones que arrebataban entonces al exaltado partido liberal. Esto lo decía porque Obando había escrito al general La Mar158: 157 Obando repite insistentemente que no tenía una sola razón para matar a Sucre; que era Flores quien podía sacar el mayor provecho de la eliminación física del mariscal. El Mariscal de Ayacucho casi siempre estuvo en el bando contrario de las pretensiones de Obando, y fue sin duda quien echó al traste, en la Batalla de Tarqui, todas sus grandes ambiciones políticas y militares. En esa batalla uno de los militares más distinguidos fue Flores. Si Flores era un traidor, un cínico y un perverso, no se le puede negar que hasta 1830 fue mil veces más fiel a la causa del Libertador, a su obra, a sus ingentes sacrificios por la consolidación de los principios republicanos que Obando. Al menos Flores no se dejó alucinar por esa perniciosa locura de los "liberales" que les hizo pensar que entregando el país al invasor peruano podían regenerar la patria. Quién sabe cuántas maldiciones habrían caído sobre Colombia si se hubiera dado puerta franca a la intervención de un país tan convulsionado como Perú, en los asuntos internos. De seguro habría descendido a la desintegración que sufrió Bolivia por estos desmanes. Posada Gutiérrez dice que al partido liberal “no le importaba que se disolviera Colombia, y que volviera triunfante el general Santander (que entonces se hallaba exiliado en Europa) a gobernar a Nueva Granada, que sin la provincia de Pasto, quedaba bastante grande y suficientemente rica para pagar muchos empleados, que es la cuestión en la política Suramericana. Que los tres departamentos de Ecuador fueran peruanos importaba todavía menos que lo fuera la provincia de Pasto; y que el honor de Colombia sucumbiera tristemente, con ignominia y afrenta de los Libertadores, se aceptaba, porque daba el señorío del pedazo de tierra restante al partido que lo ambicionaba en nombre de la constitución colombiana que no existía”. (Memorias HistóricoPolíticas, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana). Y nos preguntamos: ¿Qué podría decir a todo esto el señor Rafael Sañudo que tanto admiraba a José Hilario López, a los liberales, cuando éstos estaban dispuestos a regalar Pasto a los invasores extranjeros? A Sañudo le repugnaba la figura de Obando, ¿pero cómo desligar a este personaje de López y de los liberales a quien él tanto quería? 158 J. M. Restrepo no juzga tan severamente a Bolívar como lo hacen Baralt y Díaz. Dice que aquel perdón no era más que un defecto del Libertador, quien solía ser generoso con sus enemigos. Que pretendiendo ganárselos,

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Pudiera ser que el general Bolívar, desesperado de su plan, pretendiese alguna transacción con U.; pero esté seguro que es por el desfallecimiento en que se halla, y los republicanos de Colombia estamos resueltos a no transigir sino con sus cenizas... Si usted tiene necesidad de alguna cooperación por mi parte, puede ordenármela, pues estoy dispuesto a incorporarme al ejército auxiliar y someter la División de mi mando hasta libertar a Colombia.

Entretanto Córdova hacía su entrada en Popayán el 27 de diciembre, sin haber encontrado un solo enemigo a su paso. Según le fue contado a Córdova, éste escribió una carta reservada al Libertador donde decía: “Mosquera tímido, Sira-Koski loco y Murgueitio tonto o fatuo dieron buena cuenta del Departamento”159. Desde Timbío López juraba que palmo a palmo iba a disputar el terreno a los dictatoriales. López, sentía una incontenible antipatía hacia el general José María Córdova, quizás porque era de los preferidos del Libertador y Sucre. A veces sabía López ocultar su repugnancia hacia este meritorio oficial, y enviaba mensajes capciosos tanteando su ambición. Córdova se acercó a Timbío e hizo un amago de ataque a las fuerzas de López; éste huyó espantado, buscando salida hacia El Tambo donde tenía una reserva de trescientos hombres. “Al llegar al sitio de la Horqueta, ¡qué vergüenza!, lo alcanzaron los infatigables patriotas cívicos, entre ellos los jóvenes José María Arroyo y Ramón Delgado. López se había presentado en casaca y cubilete, y en tal estado siguieron a su caudillo. Y allá en la Horqueta, viendo el heroísmo y el estado de miseria en que se hallaba esa valiente columna, les arengó lacónicamente en estos términos: mis amigos, sálvese cada cual como pueda y como voy a hacerlo”160. El Libertador llegó el 23 de enero a Popayán y encontró que era muy poco lo que había hecho Córdova para mejorar la situación. Otra vez Bolívar debía pasar por los desfiladeros del Juanambú en circunstancias bastante parecidas a las del año 22: los pastusos alzados y el Perú tomado por los eternos adictos a la causa de España; Bolívar y Sucre otra vez con los enemigos interpuestos. Otra vez habría de ocurrir que Sucre vence al enemigo al otro lado de las infernales cornisas de Pasto y el Libertador no lo sabe; se repite de un modo asombroso la situación provechosa de la que se valió Basilio García al aceptar una capitulación. Córdova confundido o desalentado le aconsejó al Libertador que restableciera el orden por medio de una amnistía a los jefes insurrectos. Hasta le aconsejó que de una vez se desprendiera del mando que tantos males le causaba. Bolívar le escuchaba, descubriendo en su fiel amigo los males y desalientos que provocan en los más firmes y valientes soldados, las insufribles tempestades públicas. Era de creerse que Córdova actuaba con la mejor a veces se olvidaba de sus amigos, de cuyo afecto se consideraba seguro, de modo que no llegaba a ganarse a sus encarnizados adversarios y perdía el cariño de sus partidarios. 159 Ibíd., pág. 250. 160 Diego Castrillón Arboleda, Manuel José Castrillón; tomo II, pág. 68.

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buena fe, a fin de ver a nuestro Libertador sin las amarras de un gobierno infeliz atrapado en mil insolubles disensiones. El 10 de febrero de 1829, salió Bolívar de Popayán a enfrentar las endemoniadas huestes de Pasto. A la vanguardia de su ejército marchaba Córdova, y mucho más adelante una comisión que Bolívar enviaba a los jefes insurrectos, los doctores canónigos Urrutia y Grueso, que llevaban la proposición de un amplio indulto. El 15 llegaron a Trapiche. El Mariscal de Ayacucho había escrito desde Loja una carta a La Mar invitándolo a una solución pacífica, pero La Mar, soberbio y violento le respondió que nadie le ponía condiciones a un ejército vencedor. Pese a este reto desconsiderado nombró Sucre una comisión formada por Flores y O’Leary para que se entrevistaran con los peruanos Villa y Obergoso. Lograron reunirse los comisionados, pero La Mar calculó mal otro paso en su falso modo de ver las cosas. Creyendo engañar a Sucre movilizó sus tropas en una acción de flanqueo contra los colombianos para tomar la ciudad de Cuenca. El veterano Mariscal ya había previsto esta felonía y rompiendo las negociaciones, ordenó a Flores que atacase la plaza de Saraguro, donde los peruanos no esperaban ser enfrentados. El horror de los peruanos fue indescriptible. Al sólo grito: “Ahí vienen los venezolanos”, huyeron en total desorden, y el propio La Mar por poco cayó en manos de los colombianos. Casi todo el material de guerra fue dejado a los colombianos. Pero aún quedaba el Portete de Tarqui, que los peruanos habían tomado, y presto y cauteloso, hacia allí se dirigió Sucre. Se encontraron frente a frente 8.000 soldados peruanos contra 3.600 colombianos. La Mar pasó al mando de una fuerte columna de cazadores y el general Agustín Gamarra iba a la cabeza de un muy bien equipado batallón. Fue el 27 de febrero cuando la irrupción de las fuerzas colombianas en Tarqui, en un lapso menor de dos horas, dejaron dos mil quinientos enemigos muertos en el campo, tomaron casi todos sus pertrechos, quedando así deshechas las pretensiones de La Mar (como las de Obando, López y el resto de los airados liberales que en aquel momento pedían la cabeza de Bolívar). Sucre, en el propio campo de batalla, ascendió a Flores a general de División161. Entretanto, Obando miraba de un extremo al otro, entre Bolívar y La Mar. Sin duda confiaba en que el hombre viejo y generoso de Bolívar le diera una mano en su descarriada acción; ya él había perdonado a Páez por un hecho mucho más abominable que el suyo. ¿Y Santander? ¿no había estado comprometido más allá de los tuétanos en lo del atentado del 25 de septiembre y todo el mundo no lo vio acaso celebrando con banda marcial y cohetes la rebelión del canalla Bustamante? ¿A quién van a joder? - Las armas, el dinero de la Casa de la Moneda, el bandidaje furioso del Patía y Pasto, los estandartes de Cristo: es necesario hacerse fuerte para que no nos 161 El historiador Groot (en obra ya citada) se alarma de que Obando dirigiera una proclama al pueblo de Pasto y Patía donde llamaba a los peruanos "pérfidos de la tierra" e invitaba a los pastusos que marcharan en pos del Libertador, el hombre que les había dado gloria, patria y libertad; añadía Groot: ¿Qué tal? Poco antes amenazaba a los "miserables" de Bolívar con la poderosa Perú. Los poderosos se volvieron "pérfidos de la tierra" y los miserables "grandes soldados", ¡Qué hombres! (Ut supra, Vol. III, pág. 529).

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jodan... Bolívar profundamente desilusionado de una lucha monstruosa contra sus propios compatriotas, va en otra marcha agotadora contra la nada, al teatro de las violaciones del invasor peruano, pensando en los hombres con una mezcla de asco y vergüenza. No es odio, sino un desánimo espantoso; un sentimiento de ilimitada inutilidad, además de un penar y con constante arrepentirse por cuanto ha hecho; de perdonar y de que lo olviden, de huir, de callar para siempre, de despojarse de toda presencia, de aislarse, de ansiar incluso un cataclismo horrendo que lo sepulte a él y a cuanto ha hecho. Con este sentimiento de desgano y pena, de culpa y ahogo, se apostó a pocos kilómetros de las fuerzas de Obando y López. En el Puente de Mayo supo que estos dos oficiales aceptaban la generosa capitulación que él había expedido con los tonsurados doctores Urrutia y Grueso. Obando sabía que estaba cortado por el sur y que ya no podía unirse a la Poderosa Perú; un correo le informaba que todo el ejército peruano había sido abatido en Tarqui. Apresuróse pues a aceptar una rendición que le favorecía altamente. Mediante un decreto Bolívar concedía una amnistía completa de propiedades, vidas, grados y empleo a los alzados, además de que no se le quitarían las armas con que habían luchado contra el gobierno. Los historiadores venezolanos, Baralt y Díaz, dicen que Bolívar transigió ignominiosamente162. No eran sólo Obando y López sino un cúmulo insufrible de contradicciones y barbaridades que afrontaba el Libertador después de la disolución de la Convención de Ocaña. De hecho, en esa campaña al sur ya no era el Bolívar del año 22. No. Lo detienen mil pensamientos divergentes, y adopta un procedimiento que a sus ojos le parece chocante: la ambigüedad, la duda en cuanto hace y medita. Ha entrado en guerra con los propios colombianos y su corazón se aterra al sentirse prisionero de un enfrentamiento sin control y donde él aparece como la fuente del mismo, y que pueda dejar a Colombia apetecible para que en ella se instalen nuevamente los colonialistas europeos. Por ello, en este estado de negra ansiedad, viendo que sus pasos vacilantes serán la tumba de Colombia, escribe a Urdaneta: “Yo deseo obrar con toda prudencia, aunque en la guerra la prudencia suele ser dañosa”. Y dos meses más tarde dirá: “La clemencia con los criminales es un ataque a la virtud”. Por su parte López dirá en sus memorias que cuando aceptaron la capitulación, los indios de Patía y Pasto se desilusionaron, pues querían seguir en la lucha. Y añade163: En referencia a estos hechos dice Posada Gutiérrez: “¡Es posible, Dios Santo, que a tales extremos arrastre la pasión política a hombres respetables, antiguos y beneméritos servidores!” Cómo interpretar estos calificativos! Restrepo es igualmente vacilante cuando se trata de condenar la conducta irregular de Obando y López, en cambio es severo y tajante cuando habla de que Bolívar fue versátil con Páez, sugiriendo que éste merecía la pena capital. Juzguemos la filosofía extraña como ciertos escritores relatan los sucesos de entonces. No hay duda que tal vez a causa de 162 Rafael María Baralt, Resumen de la historia de Venezuela, VOL. III. 163 Ibíd., pág. 125.

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la vejez del Libertador, tanto López, como Obando y Córdova, se burlaran de modo grotesco de sus ideas y proyectos. Lo consideraban entonces un simple “viejo pendejo”, al cual se le podía mentir y jugar a la candelita con sus acuerdos. Tanto en las memorias de Obando como las de López, cuando se llega a la capitulación que les concede el Libertador el año 28, tanto en la una como en la otra, se percibe un sentimiento de burla y falsedades; al parecer era muy gracioso engañar al Coloso de Colombia. Obando se permite decir que Bolívar le contó que no fusiló a Mosquera (por lo de la Batalla de La Ladera) por la alta consideración que tenía por don Joaquín Mosquera. Es imposible que Bolívar fuera a hablar mal de Cipriano precisamente ante su peor enemigo, ante el hombre que se había alzado contra su gobierno y que persiguió con saña, brutalmente, a un ejército patriota que resultó seriamente destrozado por las armas de los soldados de José María. No podía Bolívar decir que quiso fusilar a Tomás Cipriano, cuando llegó a perdonar a centenares de patriotas que habían cometidos errores mil veces peores. ¿Cómo iba a decir esto, en un momento cuando está concediendo perdón a quienes han asolado a la patria y a quienes hicieron levantar en armas a los pastusos contra el orden constitucional, contra las leyes? Por su parte, J.H. López, para no quedarse atrás cuenta en sus memorias que Bolívar le dijo: Ninguna gracia habrían hecho ustedes, ningún mérito habrían contraído si el sometimiento de ustedes se hubiera hecho después de la Batalla de Tarqui. Yo no tendría entonces nada que agradecer a ustedes, porque no me habría sido difícil en combinación con el ejército del Sur reducir a ustedes por la fuerza. Tampoco podemos creer que Bolívar iba a hablarle así a unos vencidos, a elementos socialmente peligrosos; Bolívar, el que había sometido con su claro y digno lenguaje a Morillo, a don Salvador Jiménez de Enciso y tantos otros eminentes soldados y políticos, no iba a hablar como un miserable hampón con otros hampones, y como si la patria se tratara de un vulgar botín. Si Bolívar los perdonó sin saber lo que había ocurrido en Tarqui, sabiéndolo, con mucha más razón los habría acogido bajo la capitulación que les ofrecía, porque ésa era su manera de actuar, de ser. La manera como López juzga al Libertador es de lo más errado, y se ve que diez años después de la muerte del grande hombre, todavía no comprende un ápice de la nobleza de su corazón. Recuérdese que el año de 1820, cuando en Colombia se recibían noticias de la rebelión de los liberales en España, aquéllos que pretendían restituir la Constitución de Cádiz del año 12, Bolívar refiriéndose a Fernando VII dijo: Yo que siempre he sido su enemigo, ya veo con desdén combatir contra un partido arruinado y expirante. Tanto Restrepo como Posada Gutiérrez parecieran querer disculpar la terrible conducta de Obando y López. Posada se contradice hasta lo insólito. En sus “Memorias Histórico-Políticas”, sostiene que el Perú dio una gran prueba de moralidad rehusando la admisión de Obando como • 176 •

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ministro de la Nueva Granada por estar acusado como inmediato responsable del asesinato de Sucre; sin embargo, cuando Obando se encontraba proscrito en Lima por una espantosa guerra civil que él había iniciado en Nueva Granada, dice Posada que en Perú el desgraciado Obando encontró generosa hospitalidad (¿en el artificio del juego político merecía el título de desgraciado porque estaba huyendo de la justicia de la Nueva Granada?). Igualmente dice Posada que fue una ignominia tratar a La Mar del modo como lo hicieron quienes le derrocaron, pues lo deportaron del Perú. La Mar había traicionado a Sucre, a Bolívar, a Colombia, a su propio país. En cambio Restrepo dice que La Mar recibió justo castigo por los males que había hecho sufrir a los pueblos y por la sangre derramada en la guerra. ¿Será este sentimentalismo el que nos tiene tan jodidos; lo que hace que un ladrón del tesoro público, un asesino y monstruoso manipulador sea visto con conmiseración y exacerbada piedad por nosotros los latinoamericanos? Yo les di las seguridades de que todo estaba arreglado a nuestra entera satisfacción, pero bastó esto para evitar la censura de los obstinados pastusos, que se resistían a todo avenimiento, y no querían sino la guerra. Fue necesario emplear el influjo de nuestros capellanes castrenses y la autoridad respetable del general Obando para persuadirlos de las ventajas de la transacción, y obligarlos a abandonar el Juanambú, lo que hicieron con mucha repugnancia y murmuraciones sediciosas, en términos que los mismos capellanes temieron por su existencia y se retiraron de las filas, manifestando al general Obando y a mí los riesgos que corrían nuestras personas si se verificaba un motín que preparaba la tropa, con el designio de no hacer caso del tratado, y continuar la guerra...

Pero lo más sorprendente es la proclama que contra Perú lanzan los sometidos de López y Obando los que ayer la llamaban Poderosa y Victoriosa. Decía: El Libertador con un decreto generoso ha puesto término a nuestros males abriendo las puertas de la gloria en los campos del sur, hollados ahora por los pérfidos de la tierra; por esos que nos deben todo, y que sin nuestros sacrificios aún serían colonos españoles...164 Qué se puede deducir de esta actitud de Obando. Ya en este punto de su evolución los signos de su desintegración mental son graves. Padece los vaivenes de la misma y siempre desmesurada confusión: el delirante caos de sus exacerbados martirios a los que el evangelista Juan y el apóstol Santiago no responden. No le queda sino rebelarse contra el mundo, contra sí mismo, contra el espasmo de sus remordimientos, odios, rencores, culpa; la necesidad horrible de vengarse no sabe de qué. Ante el Libertador, conmovido y quejoso, le agradeció altamente su generosidad y le dijo: “V. E. me presenta la tabla de salvación para volver al todo de un hombre de bien, perdido tal vez por ser de bien; más no por 164 Ibíd., pág. 127.

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malignidad, ni en esos días he sido enemigo de V. E”. Luego dirá en sus memorias que quería conocer los resultados de la invasión de La Mar para determinar su ulterior proceder. Dice que estando en Quito recibió la “fatal noticia” de la Batalla de Tarqui; ya entonces no le importaba hablar bien o mal de Bolívar. Manuel Cárdenas le hace estampar en sus Apuntamientos: Al cabo de veintidós días de conferencias en que el Libertador estaba desesperado porque no le dejábamos pasar, y yo impaciente por no saber nada de la invasión, recibí un posta de Quito que contenía la noticia del fatal suceso del Portete... En tal situación me fue forzoso prescindir de la empresa de restablecer el orden constitucional por los medios adoptados hasta entonces, y traté solamente de arrancar del Dictador la mayor suma de ventajas en favor de la causa y de los que padecían por su amor a la constitución prevaliéndome de la impaciencia de Bolívar y de su ignorancia de aquel suceso (el de Tarqui) importante para él165.

Por supuesto que no menciona que los pastusos se sintieron defraudados al ver que aquella lucha no era para restituir el gobierno de Fernando VII en Colombia. J. H. López dice en sus memorias que él también se vio forzado a transigir por lo de Tarqui, que de otro modo habría ayudado a los invasores peruanos, continuando la guerra hasta la total derrota del Tirano. De esto se colige que de no haber sido derrotado La Mar en Tarqui y de haber estado el Libertador en una situación de inferioridad frente a las fuerzas de Obando-López, éstos no le habrían dado a Bolívar un ápice de ventaja; lo habrían devorado como fieras y no hubiese publicado aquello de que El Libertador con un decreto generoso ha puesto término a nuestros males abriendo las puertas de la gloria en los campos del sur, hollados ahora por los pérfidos de la tierra; por esos que nos deben todo, y que sin nuestros sacrificios aún serían colonos españoles. López, no menos pícaro que su carnal estampa en sus memorias166: Ignoraba el general Bolívar que nosotros éramos sabedores de aquel acontecimiento una semana antes que él, y que sin esas circunstancias no le hubiera sido posible ocupar un palmo de tierra entre el Guáitara y el Juanambú. Para dar una muestra de la honda perturbación mental de Obando, siempre dejándose llevar por la ilustrada mano de Manuel Cárdenas, permite que se estampe en sus Apuntamientos: “El Libertador me recibió lleno de alegría,...repitiéndome el tratamiento de general que había empezado a darme desde que nos vimos en Chacapumba. Esto le es a usted (me dijo) tanto más honroso, cuanto que usted al transar conmigo ignoraba aquel acontecimiento. Yo callé y le dejé en su error”167. Es decir, que nada honroso merecía, y él muy ufano así lo acepta en sus “memorias”. 165 José María Obando, Apuntamientos, págs. 125, 126. 166 José Hilario López, Memorias; Ed. Bedout, Medellín, Colombia, 1969. 167 Ibíd., pág. 128.

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Pero cómo entender a este hombre quien estampa en sus Apuntamientos (luego de mostrar las más estupendas alevosías, traiciones, odios, trampas, engaños contra el Libertador), que Tomás C. Mosquera viendo el aprecio que entonces le dispensaba Bolívar “se moría de envidia... padecía de continuos desvelos en busca de algún medio para arruinarme con el poder mismo de Bolívar... Cuando Mosquera vio que Bolívar no había hecho todo lo que él esperaba, concibió un nuevo plan para desquiciarme del aprecio que éste mostraba a mi favor... No era yo propio para ser amigo político del general Bolívar; pero sí tenía interés en no ser reputado por hombre de mala fe... Mosquera presentó como excusa de su encono la derrota de La Ladera, y sus consecuencias; y yo, después de echarle en cara la canallada de haber ido a descubrir al general Bolívar nuestro comprometimiento, puse en conocimiento de Flores las villanas maquinaciones de Mosquera, y le entregué dos cartas de éste en que me había insultado. Flores reprendió la conducta de Mosquera, y me dijo que tenía sobrada razón, pero que sin embargo nos amistaríamos porque era empeño del Libertador”168. ¿En qué quedamos? La estructura de la república estaba hecha pedazos desde que Santander saliera a enfrentar con saña y rencor al Libertador, dejando que el atentado del 25 de septiembre y la rebelión de Obando-López tomaran cuerpo y se instalaran círculos de conspiradores en toda Colombia. Desde entonces los altos oficiales estaban a la espera de una gran conmoción social. De veras la presencia del Libertador se hacía insostenible. Era necesario que Bolívar saliera del escenario político; pero no sólo él, sino cuantos habían luchado por la Independencia, sin descanso, con una formidable y abnegada pasión. Entonces se haría imperioso poner en juego la ley de la selva: que el más feroz se hiciera cargo del mando luego que los “extranjeros” hubiesen sido expulsados del territorio granadino. En Popayán comenzaron a congregarse un grupo de altos oficiales que habían combatido brillantemente en la batalla de Tarqui. Venían cargados de barro, de llagas, de las inmundas pestes que solían envenenar el aire de Pasto. Entre estos oficiales resaltaban las figuras de los generales Carmona y José María Córdova, además del coronel Andrade. En un principio estos señores tuvieron la intención de apoderarse de la hermosa finca de don Manuel José Castrillón, esa que aun hoy está frente a La Ladera (donde destrozaron a Tomás Cipriano de Mosquera). Don José Manuel sólo consintió entregarla al general Córdova, a quien admiraba profundamente. Pero José María se sentía deprimido; en ocasiones se buscaba algún cuarto en la ciudad; daba vueltas y largos paseos, dominado por amargas interrogantes. Como Popayán era el asiento de las grandes convulsiones sociales desde los tiempos de la Independencia, preguntó por los hombres liberales; quería encontrar una fórmula que pudiera sacar al país del embrollo en que vivía con la confusa y frustrante presencia de Bolívar. 168 Ibíd., págs. 128, 129, 130, 133, 134.

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Un día, en la hacienda, reunido con un grupo de animados conversadores y eminentes “revolucionarios”, habló de la necesidad de acabar con la dictadura. Llamaba la atención que José María Córdova estuviera saliendo a cazar con López, Sarria y Obando. A Córdova estos caudillos le preguntaron por qué había servido en Tarqui al lado de las fuerzas enemigas; después de unas largas y vacilantes pausas respondió: “Se trataba de una cuestión nacional; pero terminada esa guerra con honor para Colombia ha llegado el momento de manifestar que los hombres libres no deben doblegar su cerviz a ningún ambicioso que quiera encadenarlos, y que si no se obra con oportunidad, se afianzará Bolívar en el poder y nadie lo destronará”169.

Quería vengarme de mí mismo Por mi parte confieso que la farsa me produce gran deleite. Disfruto colosalmente con la democracia. H. L. Mencken

Hay un hecho verdaderamente elocuente en el carácter de Obando. Bolívar se encontró con José María en Chacapumba y pasaron la noche en el mismo cuarto. Debemos recordar que Obando padecía fluctuaciones morales que a veces le hacían sentir una especie de demonio; se imaginaba por el modo prudente y cordial con que lo trataba don Simón Bolívar, éste le tenía temor. Sintió como una amenaza inmensa o un abuso descomunal de su persona el que al Libertador no le importara dormir a dos metros de su cama. Años más tarde, pese a considerar Obando que estaba dispuesto sólo a transigir con las cenizas de Bolívar, escribió en sus memorias: “En medio de la exaltación y furor de las opiniones, y cuando acababa de oírse llamar tirano, no tuvo inconveniente en poner en nuestras manos el hilo de su existencia”170. Por lo que nos dice este párrafo, Obando no confiaba en la palabra del Libertador, y nos preguntamos: ¿Por qué luego de haberse firmado un acuerdo de paz, Bolívar debía recelar de su antiguo adversario? ¿Ya no había Obando aceptado acaso un decreto de amnistía? ¿Era o no sincero aquel acto de reconciliación? Y añade Obando: Yo había ido, después de arregladas nuestras transacciones, a su campo de Chacapumba, última jornada para llegar a Pasto; me hizo dormir a su lado aquella noche, y al día siguiente, dejando orden para que se moviese 169 Diego Castrillón Arboleda en su libro José Manuel Castrillón, ya citado, tomo II, pág. 77. 170 Apuntamientos para la historia.

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la división de Córdova, se adelantó sólo conmigo, seguido únicamente de su secretario el coronel Espinar y de tres edecanes, en cuyos términos hizo su entrada en Pasto a las doce del día; aquel mismo hombre que acababa de pasar por el terrible 25 de septiembre, y hallándose en la plaza tropas que yo mandaba, fuera de otras que tenía acampadas en Genoy, una compañía del Batallón Padilla (nombre que le causó alguna impresión) le montó guardia con bandera constitucional, y la división Córdova, de donde debía relevarse esta guardia, no llegó hasta las cuatro de la tarde: Es decir, que la persona y la vida del dictador estuvieron a nuestra disposición por cuatro horas171.

Por su parte el Libertador escribió a Urdaneta, el 9 de marzo de 1829, que por fin había entrado en Pasto no mal recibido por el pueblo y por Obando. Le dijo que Obando sería amigo con el tiempo, según las muestras que estaba dando. Imaginamos al Libertador muy sereno e indiferente frente a la fiera que representaba Obando. Ya él había tratado con demonios como Bermúdez, Páez, Arizmendi, Piar, José Félix Rivas y muchos otros más peligrosos que José María, y los había sometido a su mando. Frente a este José María que andaba rodeado de los carniceros más temibles de América, desenvolvióse el Libertador muy sosegado. Exactamente como el domador frente a la fiera. Desconocía Obando que la actitud de Bolívar corresponde a lo que algunos filósofos llaman la acción indirecta. En este trato seguro y cordial que muestra ante Obando, hasta Salvador de Madariaga se estremece diciendo que constituía un verdadero arrojo y un valor temerario. La debilidad y el recelo cobardes son actitudes volitivas negativas, lo humanamente más lejano del Libertador172. Pocos días después escribirá Obando una carta a su amigo José Hilario López y le dirá:173 No hay ninguna duda querido amigo, el mismo Libertador que nos inspiró sospechas que instaron nuestra opinión hasta darle un brillante combate, él mismo nos lleva a la verdadera dicha; no le abandonemos en su marcha recta, reunámonos a él, y conseguiremos lo que formará nuestra alma;... aquí el día que llegó, en la mesa muy concurrida se expresó con tanta energía respecto de ti, que arrancó lágrimas de un contento interior que no pude disimular. Siento que no lo veas a su paso para Bogotá porque se va por el Quindío, encontrarías un amigo noble y justo.

171 Apuntamientos para la historia 172 Sobre esto vale la pena referir el siguiente hecho que ocurrió durante unas filmaciones realizadas en África. Preparaban las escenas de un film en la jungla, y en el campamento (en unas jaulas) había leones domesticados para ser utilizados en las acciones. Una mañana, uno de los actores se preparó para ensayar y vio un león que caminaba con entera libertad por el patio, lo cual le hizo pensar que se trataba de los domesticados. Se acercó a él con la mayor confianza, y se puso a retozar con el animal. Luego de algunos escarceos la fiera dio un salto por encima de las vallas que había en el campamento y se internó por la selva. El actor quedó espantado al comprobar que los leones domesticados estaban todos en sus celdas. Igualmente se ha visto casos donde niños han jugado con víboras o serpientes venenosas y éstas no les han hecho ningún daño. 173 Memorias de O'Leary, Vol. 4, carta del 6 de diciembre de 1829.

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En otra carta dirigida al Libertador, se expresa como un verdadero desgraciado; como un ser profundamente atormentado y deseoso de ser redimido de sus horribles pecados: Si usted me confundió en mí mismo el año 22 entregándome la llave del Ejército Libertador, el mismo día que abandoné el servicio español y me presenté a V. E., mayor es mi confusión hoy que me confía la espada del ejército apoyada en esta roca que fue ayer el teatro de mis desvíos. ¿No se cansa V. E. de ser generoso conmigo? Pues recobrado mi espíritu como lo está con este nuevo golpe que acaba de darme, seré tan fiel, tan constante y tan amigo de V.E. como lo fui entonces... Aún hay que hacer contra nuestro invasores - se refiere a los restos de la Poderosa Perú que todavía pretenden levantar cabeza -, y yo deseaba aprovechar esta bella ocasión para desmentir con hechos lo que invoqué contra mi corazón, sólo por fomentar un partido aislado que sostenía ya a despecho; YO QUERIA VENGARME DE MÍ MISMO EN UN DIA DE COMBATE, persuadido de que V.E. no me privará de tan noble satisfacción y que no negaría a la patria esta vindicta tan necesaria... V.E. me proporcionará medios para recuperar mi reputación... Yo no haría falta de las glorias del ejército del Sur, pero ellas me hacen falta a mí.

Mereció la pena que Obando viviera sólo por esta carta. Nunca me cansaré de decir que éste es uno de los documentos más extraordinarios de nuestra historia republicana. Las muestras de querer regenerarse son evidentes, pero estaba desgraciadamente dislocado. ¿Qué le pasaría luego? Bolívar deja Pasto el 11 de abril y marcha hacia Guayaquil en una campaña militar desastrosa; no hay día en que no llueva, las bestias realizan sin parar jornadas de cinco y seis leguas (como en sus mejores tiempos en Venezuela) chapoteando días enteros en el barro; los ríos inundan los pueblos: el aspecto es el de un diluvio total. Su caravana: la de una banda de seres mugrientos ateridos de frío. Millas y millas en la que no se ve un solo ser humano, siquiera pájaros o conejos; sólo mosquitos y asquerosas moscas verdes y plateadas. ¿Cuál debió de ser el aspecto del Libertador en medio de aquella desolación tan brutal, sintiéndose traicionado, Colombia herida de muerte, él enfermo y aburrido de su “dictadura”?; ¿el corazón fatigado de tantas e imposibles misiones? Avanzaba sin la esperanza de poder rectificar el mal; después de aquella guerra vendría, sin ninguna duda, una docena más de malditas calamidades. Muy bien podía dejar que se lo tragaran aquellos pantanos inmensos, de cientos de kilómetros, que parecían no tener fin. Él va como sonámbulo, llevado por algo sobrehumano. Nadie en el mundo puede concebir cuán golpeada se encuentra su salud, merecedor de piedad, que agobiado por desgracias de toda índole pueda avanzar en circunstancias adversas hacía un objetivo preñado de horror y muerte. Es un fantasma envuelto en • 182 •

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la mudez de sus sombrías cavilaciones. Avanza cabizbajo, terco y obstinado en su grandeza. Sus oficiales se quejan de que no quieren verse envueltos en más guerras. Todo el mundo reclama descanso; sus tenientes le exigen permisos para retirarse por un tiempo del laberinto interminable de las ambiciones y torpezas desmedidas y que asoman por doquier, presintiendo su fin; los inacabables pleitos internos. Él no tiene derecho a reclamar nada para sí. Él no puede quejarse a nadie. Él tiene que oír a todos y envidiar las quejas y las lágrimas de los demás que lo buscan para quejarse. Hasta Sucre le ha pedido que lo deje en paz. La patria es un estorbo, una preocupación que sólo él lleva sobre sus hombros. La dignidad de Colombia es una cosa que sólo le compete a él. Los deberes para con la nación son sólo suyos. Y llueve a raudales, los truenos estallan sobre su cabeza, y lleva gente quejosa de la cual se arrepiente haber metido en aquella lucha; le estremece el sentimiento de reproche de cuantos le rodean. ¿Y para qué, Señor? A lo mejor los demás tengan razón. ¿Para qué esta locura? Nada funciona, nada sirve, y él, quien se desvive por lo demás, es señalado como el único y gran culpable... Debe hacer lo imposible por callar y resignarse. Debe aceptar también los insultos y las voces atormentadas que lo acusan de tirano, déspota y traidor; es la contraparte de las glorias obtenidas en veinte años de espantosas atribulaciones. Para completar, ni Sucre ha hecho su trabajo como lo exigían las circunstancias; pero debe conformarse. Debe también mentir para al menos tener la sobra de una ayuda. Debe mentir, como le mintió a Urdaneta cuando le escribió que Obando se estaba portando bien. Con migajas de ayudas y de esfuerzos hechos de mala gana, con gestos de desprecio, con colaboraciones que llevan la mueca de la burla y del cansancio, y con críticas de todos los colores y tamaños, con esas minucias debe hacer un país, debe sostenerlo y sacarlo a flote; él es la sustentación cívica de cuanto existe, porque en verdad no hay magistrados, no hay soldados que puedan velar por sus propias responsabilidades y compromisos. No existe Colombia, esa era la verdad de cuanto cruzaba por su mente en medio del estallido brutal del diluvio que traía las fiebres y las náuseas. Tener que aceptarle la mala cara a cualquier imbécil; tener que hacerse el loco cuando los demás protestan por el estado en que se encuentra la “nación”, y a todos darles consuelo de solución, esperanzas; no tener ya la fuerza y la autoridad para fusilar a los sediciosos o a los criminales perturbadores de la paz, como lo exige la ley, el estado imperioso y de muerte que envenena las raíces mismas de la hombría. Es llamado monstruo si mueve un dedo en defensa de la patria. Qué no dirán si le exige a los demás cuanto se exige a sí mismo... Sucre había firmado un convenio tan absurdo con los vencidos que era incluso imposible decir que había triunfado en Tarqui. Uno de los acuerdos consistía en que los peruanos debían devolver la plaza de Guayaquil en el término de los veinte días siguientes a la firma, punto que fue inmoralmente violado por los invasores. No era necesario ser un genio para darse cuenta de que tal cláusula jamás la cumpliría un hombre como La Mar. • 183 •

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Este general había dado órdenes secretas para que no se entregara la plaza y aún más: se detuviera a los comisionados colombianos. Eso lo hizo La Mar persuadido de que ejecutada su ruindad los colombianos estarían muy lejos para reparar el mal. Tenía que ser Bolívar el que se encargara de todo. Sucre estaba cansado de guerrear, de ir de un lado a otro del extenso territorio del sur reparando males y conteniendo abusos. Sucre tenía derecho a casarse y a llevar una vida tranquila, Bolívar no. Afortunadamente, el error cometido por Sucre fue reparado por los propios secuaces de La Mar, quienes lo depusieron y lo embarcaron a una república centroamericana. Allí moriría abandonado y repudiado hasta de sus más íntimos conmilitones. Mediante otro convenio, hecho con los nuevos gobernantes peruanos, el 21 de julio, pudo entrar el Libertador a Guayaquil. Esto sucedía al tiempo que llegaban informaciones de un complot de Córdova contra el gobierno. Se volvía a decir que en estos menesteres estaban envueltos Obando y López nuevamente. Los comentarios corrían a través de la oficina del genio de la propaganda y del chisme político, don Tomás Cipriano de Mosquera. Fue tal el mar de lodo de estas acusaciones, que Obando se dirigió prácticamente escotero, y a marcha forzada, al cuartel general del Libertador, en El Buijo, para aclarar su absoluta y perfecta inocencia. Obando, muy preocupado, para despejar “estas calumnias y embustes”, en el Buijo y delante del general Juan José Flores, desafió a Mosquera. Bolívar se encontraba en un abismo de contrariedades; ahora no podía contar con la fuerza de los pueblos, a los que podía pedirles se unieran en una cruzada por la libertad y el orden, porque éstos símbolos los tenían monopolizados los “constitucionalistas” y los “liberales”; de tal modo que sus llamados no tenían eco (aquellos que en un tiempo hicieron movilizar hasta los muertos), iban careciendo de fuerza; eran motejados de falsos, de hipócritas y de perversos. Para completar el grave desencanto que le arruinaba toda salida, la naturaleza se llenó de una tristeza brutal; la lluvia pertinaz no cesaba, agobiante y fría: sombría, en cuyos vientos se confundían los quejidos de los enfermos, los rayos y los truenos de sus culpas, las revelaciones de la inutilidad de sus esfuerzos. Si al menos, aquella marcha tuviera un propósito definido como cuando entró al Perú para libertar todo un continente, él tendría motivos suficientes para encontrar algún consuelo a sus arduos dolores y desvelos; pero no, iba en pos de una nada agobiante; de un desgaste de su gente, del país, en un círculo vicioso inextinguible. Estaba en guerra no con los españoles, sino con los americanos, por quienes se había derramado harta sangre para hacerlos libres. Aquella raza tan feroz, tan incontrolable, voluble e ingrata. Se iba diciendo el Libertador, en medio de aquellos soldados arrebujados en sus ruanas y que marchaban a ninguna parte, llevados únicamente por la obsesión de su propio sentido del honor, de la gloria y de la justicia que encarnaba aquel mendigo iluminado: “¿Qué haremos con estos gene• 184 •

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rales conspiradores? Si los contento, soy tirano, y si espero que delincan para castigarlos, soy cruel asesino. ¿Qué haremos? Lo peor es que cuantos jefes haya en la Nueva Granada, harán lo mismo si se creen con partido; y éste no les faltará por su fe de bautismo. Yo tendré que ser víctima y tirano juntamente al fin de todo. Esto es horrible. Yo no sé cómo conducirme para dar gusto a estos señores. Si hago mucho abusan, si no están quejosos. Ahora voy hacer cuatro generales granadinos, y se verá luego lo que hacen: no quedarán conformes. Esto no tiene remedio”. Si Córdova, uno de sus generales más queridos, tenía aquella conducta tan desconsiderada, ¿qué no irían a planear los que no habían compartido con él los laureles más sagrados? El 3 de agosto, este cuadro se materializó: intensos escalofríos seguidos de fiebre muy alta. Era el letargo de una bochornosa pesadilla: mezcla de ataque nervioso y cólera morbo con tremendas calenturas. Además, el cuadro se complicaba con las críticas que a su gobierno hacían ciertos eminentes liberales. Uno de los que llevaba la batuta contra él en el extranjero era el señor Constant. El 13 de julio escribió Bolívar a Vergara174: El artículo de que Ud. me habla, el más favorable que se ha podido escribir en mi honor, únicamente dice: que mi usurpación es dichosa y cívica. ¡Yo usurpador!, ¡una usurpación cometida por mí! Amigo, esto es horrible: yo no puedo soportar esta idea; y el horror que me causa es tal, que prefiero la ruina de Colombia a oírme llamar con este epíteto.

Una semana estuvo en estado de postración y delirando; más flaco que en Pativilca, más débil y extenuado que cuando sufrió la gravedad en Mazo: Los ojos enfebrecidos, pálido... A diferencia de Don Quijote, parecía que con los años se hacía más soñador, con una fe más indiferente, aunque llegara a concebir que en la Tierra tampoco la fe sirve para algo; cuando más necesitaba morirse, extrañamente, recibía renovadas fuerzas para luchar. El único hombre con carácter de Colombia se estaba consumiendo aceleradamente. En verdad no tenía amigos. Se había embarcado en una causa demasiado solitaria y exigente. Algunos políticos granadinos querían que se muriera para poder medir, ellos, sus propias dimensiones de estadistas. “Bueno sería que nadie contara conmigo... Qué bueno sería que existiera alguien a quien yo pudiera obedecer y servir de corazón... Dios sabe que es esto cuanto ansío...” Pidió un sorbo de agua a uno de los criados y a uno de los edecanes dijo: - Dé la orden para que nos preparemos y mañana partamos para Quito. Quiero ser de los primeros que salgan de aquí... no vuelvo a meterme en más enredos ni estar un día más en Bogotá. En cuanto llegue a Santa Fe cojo mis cosas, que son muy pocas, y me voy... A Venezuela no quiero ir hablaba calmadamente pero su respiración era un tanto forzada. 174 Memorias

del General O'Leary; Vol. 31.

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Para el Libertador, en medio de la guerra, nada le es más pernicioso que un traidor bien informado. Colombia estaba plagada de desafectos a sus proyectos; proyectos que por otro lado apenas si había podido proponer en medio de las enormes calamidades de la guerra. Con la mirada fija en la nada, el rostro congelado por la duda, ahí, rodeado por sus edecanes que procuraban ayudarle, inmovilizado por mil pensamientos diferentes, comprendía de un modo espantoso que todo se iría al foso de modo irremediable en cuanto muriera. Había momentos en que su mente descansaba con el hondo convencimiento de que si aquellas fieras que se decían liberales querían cogerse el país todo para componerlo, él lo abandonaría con el único consuelo de que las lecciones de dolor que recibirían y el hundimiento en el infierno de sus abominables pestes descubrirían cuán justas y nobles habían sido sus intenciones. Tenía que hacerse a la idea de que cuando un pueblo tan desorientado es presa de un grupo de demagogos no le queda sino sufrir un largo período de desintegración. La abrupta náusea encajada en su alma, por la apremiante necesidad de hundirse en la nada y a la vez no poder contener en un ápice la caída, en medio del horror más bajo y miserable: no haber libertado nada, no existir una república, no haber cambiado positivamente sino haberse empobrecido y corrompido aún más el Estado con ese vórtice de filosofismos extraños; ¡Señor!, ¡Esto está peor que antes de 1810! Se cuenta que desde entonces Bolívar vivió gravemente enfermo. Por los caminos, en las posadas, se le veía absorto, con cierto rictus de insondable ausencia. Muchas veces parecía llorar. Había recuerdos, infantiles tal vez, que desgarraban su corazón. A veces, de la calma pasaba a la ansiedad. Llamaba a su secretario y comenzaba a dictar una carta que dejaba inconclusa para pasar repentinamente a otra de un tema distinto. Entonces, con la mano, ordenaba que se retiraran, que lo dejaran solo. “Inútil, inútil...”- murmuraba. Entre tanto, ¿qué ha hecho Obando? Como dijimos, confundido por los dislates de Córdova, se encontraba en Buijo a pocos kilómetros de Guayaquil. Buscaba aclarar las calumnias que contra él propagaba Mosquera. Envía algunos emisarios que cuentan al general Bolívar que él (Obando) nada tiene que ver con las locuras del temible antioqueño. Córdova - confiesa José María - desde hace varios meses viene insistiendo en una rebelión total contra el “dictador”. No sabemos lo que detiene a Obando en su intención de hablar personalmente con Bolívar. Decide regresar a Pasto en medio de un sentimiento de penosa humillación. En Quito conoce al fin, personalmente, a Sucre. Dice José María que ésta fue la única vez en su vida que se encontró con el famoso Mariscal. Estuvo frente al eminente estratega que había destrozado a La Mar, en Tarqui, y por ende a los objetivos de la rebelión que él emprendiera junto con José Hilario López. Para entonces José María había adquirido cierta cultura “política”; ademanes de persuasión y un • 186 •

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cierto dominio teatral de las circunstancias. Su modo de tratar era el de mostrar una franqueza disolvente y caótica ante quien él imaginaba podía ser superior, intelectualmente (se entiende). Cuenta en sus Memorias, que Sucre le dijo175: - Toleremos al Libertador como se toleran las impertinencias de un padre chocho; poco tendremos que tolerarle, porque debe vivir también poco. Si Bolívar estaba “chocho”, Santander para Obando era la testa más esclarecida de Bogotá; principalmente en lo que se planteaba como la grave cuestión de los venezolanos quienes continuaban monopolizando los cargos más importantes, tanto políticos como militares (y por lo cual era conveniente crear un partido con granadinos que protegiera a la Nueva Granada). Bolívar veía sin mucha esperanza, el cuadro epiléptico de su república, por lo que decidió expedir una circular para que los pueblos expresaran libremente sus opiniones, con respecto a la forma de gobierno que más le conviniese. Esto lo hizo de mala gana y con un aburrimiento atroz, pues sabía que Colombia carecía de opinión pública, y aún más porque la tal circular haría enervar a los partidos. Por otro lado, muchos diputados, que miraban hacia dónde se doraba mejor la píldora, se mostraban reacios a participar en el llamado Congreso Admirable. Páez, por ejemplo, astutamente le sacó el cuerpo. El general Bartolomé Salom, pretextando enfermedad, disculpó su imposibilidad de asistir. Bolívar se quejaba que mientras él se recuperaba de sus espantosos males físicos, trabajando; los demás, hasta por un resfriado tenían excusa para no asistir a las sesiones del Congreso. La conmoción producida por el atentado del 25 de septiembre había desquiciado para siempre a Colombia. Urdaneta vivía quejándose que el haber perdonado a Santander dejó sin concierto el sistema. Que esta debilidad lo estaba perturbando todo, pues se sentía un intenso terror entre quienes sostenían la posición de Bolívar en la capital; que el ministro Castillo era corto de vista y el resto de sus compañeros ciegos. La conspiración para Urdaneta seguía viva y no obraba por falta de medios. “El Norte - escribe a O’Leary el 8 de marzo de 1829 - es un nublado que si revienta nos inunda a todos y el Sur es un peligro siempre amenazante. Páez promete sumisión y obediencia en palabras pero en los hechos es otra cosa. Los amigos de Colombia son indiferentes, fríos espectadores de lo que pasa... Usted, Montilla y yo, es cuanto veo en disposición a sacrificarlo todo. Los demás andan a medias. Esta es la verdad desnuda”. Bolívar recibió una carta de Obando, fechada el 16 de octubre, donde le dice: “Hasta aquí he tenido el gusto de saber que el Cauca no ha secundado la insurrección del general Córdova; yo juzgo que será tan parcial que quizá se ahogará en su origen que V. E. no le quedará más dolor que la pérdida y descrédito de un general tan querido de V.E.: tranquilícese V.E.”. 175 Apuntamientos

para la historia.

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¿Es éste el mismo Obando que luego escribirá en sus Apuntamientos que Bolívar asesinó a Piar y a Córdova? Lo que le refería Obando no asombró al Libertador; el 3 de octubre Bolívar había escrito al general Herrán, encargado de la Secretaría de Guerra y Marina: “El coronel Obando estará encargado de la Comandancia general del Cauca, de cuya fidelidad ya no se puede dudar, por las reiteradas protestas que nos ha hecho”. Bolívar se equivocaba de plano. Las tácticas de Obando y López funcionaban al unísono. Mientras Obando procuraba mostrarse irrestricto y fiel a las órdenes del Libertador, mientras corrían rumores de que ambos habían estado comprometidos en la sublevación de Córdova, López (apremiado porque podía ser descubierto con claridad irrefutable), envió una carta urgente a su paisano granadino, el general Domingo Caicedo, hombre en extremo conciliador y débil. A López llegaban informaciones precisas en el sentido de que el general Urdaneta había expedido órdenes severas para hacer una investigación profunda por los contactos habidos entre J. M. Córdova y el “Dúo Mortal del Cauca”. Exclamaba Urdaneta, quien no era muy casto en su lenguaje, golpeando escritorios y haciendo sacudir en el aire documentos que evidenciaban ramificaciones de la sedición en Pasto y Popayán, que Colombia era un antro de cabrones. José Hilario López se consideraba perdido; lo único que podía salvarlo era la distancia y procurar desvirtuar el sentido de ciertos informes que habían sido entregados al temible jefe de Bogotá. El 1º de noviembre de 1829 expide a Caicedo una especie de nota suplicante para que éste le favorezca ante Urdaneta. Le escribe: “No sólo asegure Ud. mi adhesión al Libertador, sino mi enemistad personal al difunto Córdova. Refiriéndose Ud. hasta un desafío que tuve con él hace poco antes de salir de Popayán”. Es interesante la nota, pues López desplegó, no hay que dudarlo, una capacidad de doblez ante el Libertador real e inconcebiblemente baja. Es curioso que este personaje sea y haya sido admirado por los “liberales” colombianos. Algunos eminentes políticos que luego tuvieron preponderante figuración en Colombia, llegaban a sufrir emociones cercanas a un orgasmo cuando recordaban sus luchas. ¿Por qué? Añade López en su escrito: “esto puedo probarlo, si llega el caso, porque es positivo, y tuvo su origen en un galanteo ilícito que pretendió hacer el general a una cuñada mía, mas ella no lo permitió, y yo por el buen concepto de mi casa, en donde mi cuñada vivía, y por un papelito amoroso que él le dirigió (cuyo estilo era muy desconsiderado), y que le pillé antes de llegar a manos de Nema, le pedí una satisfacción de caballero, y nos habríamos batido si él no hubiera cedido a la razón, ofreciéndome no volver a casa... “. Al final de esta carta y a modo de postdata, agrega: “Otro de los motivos que Ud. puede probar de mi enemistad con Córdova, es que fui rígido Fiscal en su causa criminal, hasta que me recusó”. • 188 •

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Guerras en aras de la paz

La historia gira en espirales a veces invertidas (y no se crea que lo que vendrá es mejor que lo que se ha tenido). De momento nos vemos en la necesidad de regresar un poco en esta espiral: después de firmar un tratado de paz con el Perú, salió el Libertador hacia Quito - llegó el 20 de octubre - donde desplegó una intensa actividad administrativa. Antes de dejar esta ciudad, el 29, nombró al general de división Juan José Flores, Jefe Superior de los Departamentos de Ecuador, Guayaquil y Asuay, a la vez que Jefe Superior del Ejército del Sur. Reforzaba el Libertador esta zona temiendo que Obando pudiera plegarse a la revolución de Córdova. No tenía noticias muy claras con respecto al estado del país, producto de la sublevación del temible antioqueño. Su idea fija de que podía haber un arreglo, era cuanto lo mantenía en pie; él sabía que le quedaban pocos meses de vida, y que debía entonces utilizarlos en un esfuerzo total por vencer las facciones y unificar el país. El megaproyecto para unificar la patria tal vez iba a costar más muertos de los que ya se habían ofrendado por la Independencia. De modo que comenzó a pensar en tantas cosas dispares, en tantas ideas diferentes, que creyó encontrarse en medio de la misma locura. Por el camino hacia Pasto, ante el acoso de tantas visiones miserables, se lamentaba a ratos de no haber tomado por el Puerto de Buenaventura; se encogió de hombros considerando que en Popayán los Mosqueras y los Castrillones, le harían menos pesada su carga. No quería dar disgustos a nadie, sobre todo a sus amigos. Ya comenzaba a tener pena y vergüenza hasta de las atenciones más pequeñas. Fue en Pasto donde recibió la fatal noticia de la muerte del general Córdova y la completa derrota de su insurrección. En Popayán volvió a encontrarse con Obando, quien de modos distintos le reafirmó su adhesión a la política que estaba desplegando en beneficio de la unidad colombiana. Frecuentemente llegaban postas con alarmas de rumores y cantidad de documentos, unos de Bogotá, otros de Bolivia, de Venezuela, Francia e Inglaterra. Artículos con los colores más negros sobre la situación de Colombia. Algunas veces se veían correr lágrimas por su rostro Libertador, leyendo aquellos papeles. “El no habernos compuesto con Santander nos perdió a todos”, dirá. Pero componerse con Santander era hacerlo con Azuero, Soto y Gómez, los Arrublas y Montoyas, los Obandos y López, los Bustamantes, los Carujos y Uribes y la caterva de furiosos “liberales” que querían retrotraer al país a los tiempos de la colonia. Todas las circunstancias eran desfavorables para la constitución de un gobierno fuerte. El 30 de junio, en Bogotá, un grupo de personalidades militares y eclesiásticas, de notables hombres públicos, trataron de influir en la opinión • 189 •

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del pueblo para ver si estaban de acuerdo con un sistema de gobierno monárquico. Esto dio pie para que se dijera que era Bolívar quien abrigaba todavía las esperanzas de coronarse emperador. La onda se expandió peligrosamente, llegando a Caracas y corriendo como pólvora por las islas vecinas y la propia Europa. Estos datos, con bastante exageración llegaron al eximio desterrado de Santander quien los hizo conocer de la prensa francesa e inglesa. Un tal Carl Nicolaus Röding, alemán, quien se interesó por la vida del Hombre de las Leyes, se encargó de difundirlo por los países bajos. El problema central en casi todas las ciudades importantes de Colombia era lo referente a la forma de gobierno que debía ahora escogerse. La inmensa mayoría de la población estaba fuera de esta discusión. Atrevidos románticos y algunos coroneles que habían oído hablar de república, Derechos del hombre, libre albedrío y otras bellezas conceptuales y utópicas en la organización del Estado y que estaban decididos a morir por hacerlos realidad en su patria; hacían correr la voz de que Bolívar había terminado por ser agente de los godos y peor que Fernando VII: que su verdadero anhelo era coronarse emperador. ¿Cuál sería la propia visión de aquel esqueleto con una corona de diamantes y perlas preciosas en la cabeza? ¿con un manto dorado, bañado de oro?, ¿con un cortejo de enanos genuflexos, negros picados de viruela? Fue en noviembre cuando el Libertador, desde Popayán, emitió un oficio a su ministro de Relaciones Exteriores para que suspendiera toda negociación pendiente con la Francia y la Gran Bretaña, sobre el discutido asunto de una monarquía para Colombia. Volvía a pensar con detalles sombríos sobre nuestra situación: “Yo no he visto en Colombia nada que parezca gobierno, ni administración, ni orden siquiera. Es verdad que empezamos esta nueva carrera, y que la guerra y la revolución han fijado toda nuestra atención en los negocios hostiles. Hemos estado como enajenados en la contemplación de nuestros riesgos y con el ansia de evitarlos. No sabíamos lo que era gobierno, y no hemos tenido tiempo de aprender mientras hemos estado defendiéndonos”. ¡No hemos tenido tiempo de aprender! Para aquella misma época, ya en el Norte estaba montado el detonante que haría volar las endebles bases de la república. El general Juan Bautista Arismendi, que de Benemérito se había degradado a jefe de Policía de la ciudad de Caracas, conminó al pueblo a que firmara un acta donde se pedía una Convención. Esta Convención tendría el propósito de establecer un gobierno, netamente venezolano, republicano, representativo, alternativo y responsable y algo más moderno y progresista, como siempre. Cuando el general Páez creyó tener allanados los requisitos para hacerse con la suplencia legal de Venezuela y aprovechando la guerra entre Colombia y Perú, como la rebelión de Obando y los escarceos constitucionalistas de Córdova, tuvo noticias fulminantes y negativas en el sentido de que todos estos frentes habían fracasado. Pese a este cuadro de honda amargura y sostenido tormento, cuenta Obando en sus Apuntamientos, que estando Bolívar en Popayán acom• 190 •

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pañado de algunos coroneles con los que sostenía una conversación muy animada, “apenas me alcanzó a ver, sin contestar la salutación, dio unos pasos hacia mí y me dijo: Venga usted acá, general; usted que es militar, usted que lleva estrellas sobre los hombros, responda: ¿Debo yo separarme del mando, o continuar mandando? Obando contestó: - Es inútil que V.E. me lo pregunte, pues ya conoce mi opinión; pero le repetiré, si es necesario, que V.E. debe dejar el mando, si es posible antes de llegar a Bogotá, y que cualquiera que no diga lo mismo le engaña. ¿Podía decir esto quien escribe a su amigo José Hilario que Bolívar es un amigo noble y justo y entregado a sus pies con una devoción demente? Reconoce en esta misiva a López que ha sido el Libertador quien ha salvado su espíritu para lo sano, cuando estaba ahogado en el teatro de sus eternos desvíos. El 15 de diciembre cuando Bolívar se dispone dejar Popayán, muy temprano, Obando conmovido, lo primero que hace es dirigirse a la hacienda de Castrillón donde se aloja el grande hombre. Esperaba Obando que tomara el camino hacia Neiva, donde su amigo, el gobernador José Hilario le podía hacer un gran recibimiento; pero no, Bolívar se excusa, diciendo que por allí el camino es muy triste, el Valle de las Tristezas, que prefiere coger la vía del Quindío. Obando, servicial y amistoso decide acompañarlo un largo trecho, hasta Cartago. Cuando se despidieron, para siempre, Obando sintió un grande pesar que le llevaría a escribir años después que Bolívar iba perdido “más por las ambiciones ajenas que por las suyas propias”. Para finales de diciembre Páez había levantado de nuevo los estandartes de su rebelión. Arismendi había conseguido que varios pueblos se pronunciaran por la separación de Colombia. Escribió Páez una carta al Libertador en el sentido de que se abstuviera de contrariar la voluntad del pueblo porque estaba decidido a inundar de guerrillas al país. Apenas llegó Bolívar a Bogotá, comenzaron los preparativos de la instalación del Congreso Admirable; el 20 de enero de 1830 se iniciaron las sesiones, y Sucre fue elegido presidente del Congreso. El 27, el Congreso emitió una resolución por la cual se resolvía mantener la integridad de la Gran Colombia. Había un sentimiento generalizado de que la vida del máximo héroe estaba a punto de expirar. La verdad era que para quien viera su debilitado aspecto, sus ojos caídos, su delgadez escandalosa y su semblante triste y apagado, se imaginaba que no llegaría al mes de marzo. El Congreso comenzó a nombrar comisiones para resolver los grandes males, sobre todo en la materia relativa a las pretensiones de Páez, de modo que en un último gesto de reconciliación se nombraron a Sucre y al obispo de Santa Marta, don José María Estévez, para tratar con los agentes del León Apureño. Salió Sucre hacia Cúcuta, el 17 de febrero. • 191 •

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Unas cuatro semanas duraron estas negociaciones, en la hacienda Tres Esquinas, en la Villa del Rosario, propiedad del general Urdaneta. El general Santiago Mariño, jefe por el bando venezolano en las negociaciones, llevaba órdenes expresas de Páez para no llegar a ningún acuerdo, aunque se aceptase como condición para ello, la expulsión de Bolívar del territorio colombiano. “División o nada” era la divisa de los agentes venezolanos. Con la consabida calma, y el sentimiento secreto de que ya nada salvaría a la patria, Sucre emprendió el regreso a la capital. El país ardía en rumores de toda clase; la nación estaba entrando en un desgaste indetenible que presagiaba violentos desenlaces: era la desintegración moral en que vivimos y que habrá de durar todavía tres o cuatro siglos más. En marzo, Obando escribe a Flores: “Pongámonos de acuerdo, don Juan: dígame si quiere que detenga en Pasto al General Sucre, o lo que deba hacer con él”176. El 4 de abril comienzan a materializarse las amenazas: el general Juan Nepomuceno Moreno, personaje de siniestros antecedentes declara que no obedecerá al gobierno central. Tiene a su mando una considerable fuerza militar. Es un individuo cuyos arranques epilépticos y sádicos hacen temblar a la capital: había asesinado salvajemente al general Lucas Carvajal y al comandante Francisco Segovia, y últimamente se le seguía causa por haber hecho desaparecer a una inglesa. No obstante José Hilario López en sus Memorias, página 318, dice que el general Moreno “era un buen patriota y de excelentes condiciones”. Lo mismo piensa Santander que en carta a Vicente Azuero (4 de septiembre de 1831) sostendrá: “ustedes (los liberales) serán muy imprudentes si no se aprovechan de los Obandos, López, Morenos, etc., para reorganizar el ejército”177. Era un caos total, había presagios de todo tipo; algunos abrigaban esperanzas sublimes bajo un horizonte propicio para el crimen: Obando le propone a Juan José Flores una entrevista en Tulcán. Flores la acepta. En una de estas cartas que intercambian, Obando le propone: “(Ayalderburu) lleva a U. un recado de las miras preventivas de D. Antonio Sucre, el peligro es más grande de lo que se piensa. Si las cosas se ponen de peor data, querría hablar con U.; para ello yo iría a Tulcán si U. le parece; pero de un modo tan privado que sólo U. y yo sepamos nuestro viaje”178. No se sabe dónde está Flores. Se dice que marcha a Ibarra, buen lugar para la entrevista. El 5 de mayo es ratificado el encuentro en otra carta donde Obando vuelve a reiterar lo de Sucre: “... el Gral. Sucre lleva la intención de sustraer el Sur y ponerse bajo la protección del Perú... Cuide U. mucho de esto y cuente con el Cauca y con mí mismo para estorbar tal suceso”179. 176 Ángel Grisanti, El proceso contra los asesinos del Gran Mariscal de Ayacucho, Ediciones Garrido, Caracas, 1955, pág. 25. 177 Santander en el Exilio, recopilación de Horacio Rodríguez Plata, Editorial Kelly, Bogotá, 1976, página 527. 178 El proceso contra los asesinos del Gran Mariscal de Ayacucho, pág. 25. 179 Ibíd., pág. 25.

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Para los “liberales” la situación se va aclarando: el 8 de mayo Bolívar abandona para siempre el mando, ese mando que Obando le había aconsejado, tan francamente que dejara en aras de la paz y del orden de la república. Antes de hacerlo ha decretado la más absoluta libertad de prensa. De este modo sería más fácil probar cuán bandido había sido, cuán pérfido y tirano; cuán proclive había estado de convertir a Colombia en una atroz monarquía. El Congreso en un afán de lograr la deseada armonía que pedían a gritos los “liberales” decidió satisfacer sus exigentes peticiones y nombró Presidente de la República al moderado Joaquín Mosquera. La vicepresidencia quedó en manos del general Domingo Caicedo. Muy bravo quedó Urdaneta por los resultados de estas elecciones. Mosquera se portó tan dislocado para ganarse el apreció de los liberales que optó por disgustarse con el Libertador. Ya estaba cansado de ese “viejo” que no hacía sino pedir y joder con sus manías grandiosas. ¡Qué vida tan desgraciada la de Colombia! El Libertador, hacía mucho tiempo, le había rogado a don Joaquín que ejerciera algún cargo en el gobierno, pero él se había negado contestando que no quería ningún destino político; esto lo decía porque estaba confundido por las locuras “liberales” que no dejaban pensar a nadie serenamente. Era tal la insistencia de los santanderistas de que ellos tenían la fórmula milagrosa para salvar el país, que en efecto, la gente comenzó a creer que a lo mejor sacando al viejo de Colombia el espinoso pleito cesaría. No creyó tampoco Bolívar la conveniencia de que el general Domingo Caicedo quedara encargado del gobierno pues sostenía que la bondad de este hombre lo haría víctima de los demagogos. Los amigos de Bolívar habían calculado que la mejor opción para sustituir la vacante era el señor Eusebio María Canabal. Cosa extraña, esto molestó a don Joaquín. Eran los días en que Bolívar tenía miedo de hablar porque todo se le interpretaba torcidamente. Si algo quedó claro en la elección para presidente fue la coacción de los llamados “liberales”, para que los congresistas se pronunciaran en favor de don Joaquín. Había, como dije, un deseo morboso para que el Libertador se muriera de una vez. Los héroes estaban demás, perturban las visiones progresistas de los más sabios. No se explica que luego venga a decirse que Urdaneta era usurpador y Mosquera no, siendo que éste había sido elegido, como muchos otros, en medio de una espantosa tensión, coacción a los diputados mediante amenazas de muerte y de guerra civil. Entre las primeras determinaciones que toma el presidente Mosquera está la de hacer ministro de Interiores a Azuero y de nombrar procurador a Francisco Soto. En el ministerio de Marina y Guerra colocó a un militar de poco ascendiente en aquel mar de oficiales descontentos: al general Luis Rieux. Hubo una limpieza casi completa entre quienes habían servido en la administración anterior. Esta decisión calmó muchas tensiones pero levantó otras. Por su parte Venezuela se muestra agradecida, y Azuero para ser más tajante se adelantó a exacerbar la conducta de Páez; le parece a don Vicente envidiable la posición de los venezolanos, un gesto que deja pequeño cuanto • 193 •

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han hecho por la libertad y la constitución los mismos López, Obandos y Córdovas. Azuero se desespera por hacerle sentir al Libertador cuánto le odia, cuánto le desprecia. No le perdona (este purificado por las huestes de Morillo) el que hubiere destruido los bastiones del coloniaje por los cuales él tanto suspira. Tan pronto como toma su cargo, hace difundir un oficio que le ha enviado los radicales de Venezuela, donde dice que mientras el Libertador permanezca en Colombia habrá guerras y conflictos. El general Juan José Flores, hijo de los vicios sangrientos de los realistas, como dijimos, sigue en secretas negociaciones con Obando. Estaba en tratos para hacerse con Ecuador y Pasto, incluso el Cauca. El 28 de mayo hay reconfirmación por parte de Flores de entrevistarse con Obando en Tulcán. Pero ocurre algo que destrozará el corazón de José María... Ahora cuando se ha tratado de rehacer esta historia, se pretende decir que Flores, llamado también, con sorna, “Bolívar en compendio”, procuró desmembrar Colombia, cuando en realidad fue José Hilario López quien haciéndose general del Ecuador, a pocos días de la muerte de Bolívar, en tratos extraños y secretos con Obando y Flores, pretendió dividir aquella zona para señorear sobre ella con las divisas de los liberales. Cuando declare López la guerra al usurpador Urdaneta dirá que la hace como un general prestado de un Estado amigo. Las ambiciones de Flores iban a encontrar una decidida oposición por parte del Mariscal Sucre quien ya iba camino de su casa, en Quito. José María conocía en profundidad la animadversión que Flores sentía hacia Sucre. Este Flores tenía la ventaja sobre el binomio del Cauca, de que se hacía pasar por adicto de la causa de Bolívar cuando en verdad sólo esperaba que éste muriera para erigir su propio Estado. Dice Obando que el odio de Flores hacia Sucre había estallado infinitas veces, y una de ellas, en 1828, cuando él estaba alzado contra Bolívar; dirá catorce años después: ¿Qué diremos de su empeño en ocultarlo con las lamentaciones farisaicas que publicó en su manifiesto de 1830? ¿Qué diremos de su empeño en presentar al General Sucre como su adicto, su amigo apasionado, con quien se amaba tiernamente, a quien le ligaban unos mismos intereses, etc.? ¿Qué deberá pensarse de unas expresiones tan notoriamente contrarias a la verdad? ¿Qué deberá juzgarse del empeño en esconder un odio que fue público, y en manifestar una amistad que no existió?180

180 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 154.

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Último adiós

Retomemos un poco el itinerario del Gran Mariscal de Ayacucho: había llegado a la frontera con Venezuela, el 5 de mayo, cuando ya las sesiones del Congreso estaban a punto de concluir. Bolívar no estaba en Bogotá. Insondable desolación. Al entrar a la capital su corazón le dijo que ya el desastre estaba consumado. No obstante corrió a casa del general Caicedo con la esperanza todavía de verlo; ya que nunca comprendió cómo su vida, su destino, se encontraba tan unida a la de Bolívar. Fue durante esa búsqueda ansiosa cuando sintió la pérdida definitiva de su ser, su hora trágica, la augusta confirmación de su partida hacia la nada también. No. Él no moriría el 4 de junio sino allí, en aquellas callejas solitarias... Una fría y penetrante punzada lo hundió en la pena cuando el general Caicedo le confirmo la partida del Libertador, y él musitó: “Yo también me he ido”. Sabía que Bolívar no tenía a dónde ir. Vuelto sobre sus pasos, al alzar la mirada, y el cielo enturbiado por las lágrimas, comprendiendo que él tampoco tenía a dónde ir. - “Yo, sin él, Colombia sin él, ¿qué puede hacerse?”. Por otro lado, también intuía que el “viejo” al carecer de patria por la cual luchar, moriría de inanición moral. Recordaba Sucre dirigiendo sus pasos hacia el convento de San Francisco, la ocasión cuando Bolívar le dijo: “Estoy aburrido de todo mando y puesto público”, y ahora sí era definitivo su total distanciamiento de todo gobierno y mando. Aquellas palabras volvieron a retumbar con una clarividencia que lo fatigó. No podía ser asunto de un grupo muy pequeño de hombres el controlar el pavoroso incendio que envolvía a Colombia181. En medio de aquellas borrascas, Sucre vacila. En ocasiones cree tener el refugio o el calor de un hogar, cosa que el Libertador jamás ha tenido. No obstante, tal consuelo no es suficiente para tranquilizarlo. Sabe que no 181 Pensar que hoy en día ha surgido una especie de historiadores a favor de las turbas delirantes que pedían la muerte del Tirano en Jefe, a pesar de conocer en profundidad aquel escenario de violencia, de macabras decisiones que fueron llevadas a cabo. A los extremistas de todos los bandos - comunistas, liberales o evangélicos, nazis, fundamentalistas, radicales de todas las derechas o izquierdas o beodos de todas las ultranzas- les han dado por decir que el concepto de "malo" en la historia se le encasqueta al derrotado. Algunos han usado esta teoría para justificar la frustración de Santander y sus adláteres sin caer en la cuenta que nadie ha sido más derrotado en este mundo que el propio Bolívar. Pero no entienden y siguen escribiendo pendejadas a favor de Carujo, Obando, López, Juan Nepomuceno Moreno, Sarria, Piar, Santander, los Azueros o Soto, y no sé sobre cuántos otros más. También porque para estos escritores, dizque contestatarios, resulta una verdadera gozadera desmitificar a los "malos". Hay que exaltarlos porque los "malos" son diferentes y marchan contra la corriente. Además y sobre todo porque escribiendo sobre estos carajos se hace dinero. Las editoriales están hambrientas de escándalos, y publican cualquier bazofia sin importarles si son historias bien documentadas o sencillamente novelerías llenas de bellaquerías y falsedad. Como se sabe, el interés especulativo y novelero que ha puteado a la humanidad.

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puede desentenderse tan fácilmente de los compromisos contraídos con Colombia. Busca un lugar para su alma y, va y se coloca en un estrecho y oscuro rincón de la iglesia de San Francisco. Toma papel y pluma y el 8 de mayo escribe: A. S. E., el General Bolívar, etc., etc., etc. Mi General: Cuando he ido a casa de U. para acompañarlo, ya se había marchado. Acaso es todo un bien, pues me ha evitado el dolor de la más penosa despedida. Ahora mismo, comprimido mi corazón, no sé qué decir a U. Contrito el corazón, vacía la mente, encendida el alma. Un silencio fúnebre a su alrededor, los lirios temblorosos llorando también. Las lágrimas que le empañan la hoja. Continúa a duras penas: Más no son palabras las que pueden fácilmente explicar los sentimientos de mi alma respecto a U.; U. los conoce, pues me conoce mucho tiempo y sabe que no es su poder, sino su amistad la que me ha inspirado el más tierno afecto a su persona. Lo conservaré, cualquiera que sea la suerte que nos quepa, y me lisonjeo que U. me conservará siempre el aprecio que me ha dispensado, sabré en todas circunstancias merecerlo. Adiós mi general, reciba U. por gajes de mi amistad las lágrimas que en este momento me hacer verter la ausencia de U. Sea U. feliz en todas partes y en todas partes cuente con los servicios y con la gratitud de su más fiel y apasionado amigo, A. J. de Sucre.

Por supuesto, sabía que él mismo ya era un muerto que caminaba: en Bogotá se había organizado un club cuyo único fin era asesinarlo. Lo conformaba entre otros José Manuel Arrubla, mercader, acusado por algunos de haber conducido el malhadado negocio del empréstito con Goldshmidt & Co. Arrubla era íntimo amigo del general Santander y atendía sus negocios en la capital. Otros eran Domingo Ciprián Cuenca, Ángel María Flores, Vicente Azuero, Luis Montoya y Juan Vargas. Casi todos escribían para los periódicos El Demócrata y la Aurora. Mientras Sucre se encontraba en la capital, algunos de estos “liberales”, en distintas ocasiones y con extraños pretextos, se acercaron al vicepresidente Caicedo para que persuadiera a Sucre de que hiciera su viaje tomando la vía de Pasto. La efervescencia criminal en aquellos días iba adquiriendo tal fuerza (como lo revelan los artículos aparecidos en El Demócrata y la Aurora), que hablar de matar a Bolívar y a Sucre constituía una de las más sanas y bellas expresiones políticas. De modo pues, no es extraño que el propio Sucre hubiera conocido parte de este enjambre de rumores que corrían por Bogotá. • 196 •

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También era natural que los intríngulis de estas sectas, que ya se consideraban triunfantes, hicieran ver al vicepresidente Caicedo la obligación en que estaba de contribuir con ellos, porque de otro modo se exponía a traicionar a la patria, la misma excusa con órdenes terminantes que se le darán a un oficial venezolano para que asesine a Sucre. Una distinguida matrona, doña Ignacia Zuleta, asidua a los ágapes y saraos que cundían en secreto por Bogotá, en espera del voluptuoso cambio social que se avecinaba; muy amiga de la mujer de José Manuel Arrubla, escuchó parte de estos planes criminales. En medio de cuchicheos temblorosos de las horas de la tarde se preguntaban unas a otras: “-¿Qué sabes del asunto?”; “-¿Es verdad que mataron al viejo en Turbaco?”; “- Tengo entendido que Páez ha pedido su cabeza; ¡qué hombre! Eso es lo que hace falta aquí”. “- Según parece, el Toñito como que sí coge por Pasto, sobrará quien lo mate hasta por un suspiro”. “- Me han dicho que Carlos Bonilla, ya salió para el Magdalena, a ejecutar su plan que consiste en volcarle la canoa, en caso de que Toño varíe de plan”. Soplaba un viento de locura por toda la América Hispana: Argentina, Chile, Perú, Honduras, El Salvador, México, Guatemala... Los hombres sentían la necesidad de despedazarse como hienas enfermas, y no precisamente por la conformación de algún sistema político estable. Era un placer belicoso; una ansiedad por gozar del secreto abominable de la conjura, de la conmoción y de la muerte. No en balde tenemos sangre española. Comprobado en efecto que la decisión del Mariscal era tomar por Pasto, el señor Montoya fue encargado por el club, de enviar la urgente noticia a José Hilario López, en Neiva. Elizalde, mayordomo de Montoya, partió a todo galope con otros documentos y serias advertencias. Es aquí donde se nos hiela la sangre, y comprobamos que los tontos, los débiles y cobardes (dejemos de lado la jauría infernal que gozaba concibiendo e imaginando que el aniquilamiento de Sucre era parte de la gran gesta memorable que se avecinaba) que se hacen los que nunca “nada saben y siempre dejan hacer”, son más detestables que los mismos criminales que manchan sus manos con la asquerosa acción del delito. Nada más abominable y bajo que esos tipos taciturnos y ladinos que se enconchan en los momentos difíciles, esperando la puñalada trapera que se anuncia. Que los Arrublas y Montoyas, que los Sotos Gómez y Azueros, que los González y demás joyas del tremendismo “revolucionario”; fueron ellos los adalides del monstruoso asesinado que se planeaba, ¡sobre todo Domingo Caicedo!, el vicepresidente, se quedasen impávidos ante los insistentes pedidos, de que le rogara a Sucre que tomara por Pasto para mejor matarle, ¡y que Caicedo nada hiciera! En tinta oscura y fresca que algunos jóvenes habrían querido mezclar con su propia sangre, comenzó a imprimirse El Demócrata. La orden era hablar con la crudeza que exigían las circunstancias, pues la patria requería de alguien que actuara sin vacilaciones ni escrúpulos. Con ansiedad mor• 197 •

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bosa se iban pasando los “liberales” unos a otros los alucinantes términos de aquella declaratoria que decía: Bolívar es un Vesubio apagado, pronto a romper su cráter vomitando llamas de odio, destrucción y de venganza. Su explosión es temible; y puede lanzar al gobierno republicano y a la libertad al caos del olvido. Sucre, Carreño, Luque, Portocarrero y otros pérfidos mariscales, son bocas que verterán la sangre, terror y espanto de que está hirviendo al fondo de aquel volcán.

Lo más extraño era que entre los liberales del Perú también corrían rumores de que Sucre sería asesinado; y estos rumores corrían desde los mismos centros peruanos que habían anunciado el año 28, la rebelión de Obando-López. Las deliberaciones en los círculos secretos de la capital no tenían respiro ni descanso. Se hablaba con doble sentido: “- La fiesta se pondrá pronto, ya me enviaron los cohetes, prepárese compadre”. “- El parto tiene día y hora, manos a la obra...”. Sucre durante su estancia en la capital no dejaba de ir cada mañana al convento de San Francisco. Poco antes de partir, cuenta uno de los activistas de aquellas cofradías asesinas, de nombre Genaro Santamaría, que apenas salía de una de aquellas reuniones donde se planteó la urgente eliminación de Sucre, al pasar por casualidad por el atrio de la iglesia y encontrarse con el Gran Mariscal, “con los brazos cruzados, me impresionó mucho, pues me pareció un espectro que se me aparecía, habiendo momentos antes decretado su muerte”. Algunos jóvenes eran fuertemente sacudidos por estos conflictos de conciencia, pero como estaban embebidos en las lecturas de Bentham y éste sostenía en uno de sus párrafos más comentados: “Se dice que el hombre tiene cierta cosa que le advierte interiormente lo que es bueno y lo que es malo, y que esa cosa se llama conciencia. No hay tal conciencia. Todo eso en el fondo es arbitrario. La ley natural y derecho natural son ficciones; no hay más ley natural que los sentimientos de pena y placer”. Además sostenían los más cultos abogados de la cofradía liberal, que aquellas prácticas para eliminar tiranos se venían ejecutando desde los tiempos de Macedonia y Roma y sus fines eran despedazar lo viejo y lo inútil. El hervidero de comentarios adquirió su paroxismo mayor el día en que Sucre dejó la capital. Debía hacer un recorrido de unos doscientos kilómetros antes de llegar a Neiva, uno de los lugares donde pensaba descansar. Partió Sucre hacia Popayán acompañado de un diputado de apellido Cuenca, un tal García Tréllez y algunos sargentos que recientemente habían sido licenciados. Los papeles insultantes acrecentaban su furia y hubo quienes protestaron porque no estaban dispuestos a esperar tanto por una simple muerte. Que estaba claro que Sucre además de criminal no era indispensable en absoluto. Aquella absurda espera aburría, y entretanto algunos procuraban matar el tiempo disparándole a unos monigotes. El deseo por • 198 •

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trastocar al país era demencial. Como muchos de aquellos jóvenes, participantes en las sectas fanáticas, no habían tenido oportunidad de ir a la guerra, tenían el mayor deseo de participar en un acto criminal gratuito para bautizarse de revolucionarios, en los términos ideológicos en que J.H. López los había catequizado. Deliraban por ser el brazo ejecutor de una “memorable hazaña”182. Los doctos liberales a veces rogaban paciencia. Ante las preguntas de algunos jóvenes que querían conocer el sentido de sus acciones, se les explicaba que aunque en una época Bolívar y Sucre habían sido “héroes necesarios”, ahora, en la libertad, no tenía sentido su presencia; que ellos habían cumplido un cometido en tiempos de peligro frente al invasor, pero ahora eran enemigos de la justicia y del orden. Que se habían erigido en soberanos estorbos. “Ya sobrarán oportunidades para verlos a todos llevar en los brazos las banderas y las insignias inmortales de la libertad”. Lo común en estas ocasiones era ver lágrimas y suspiros, gritos impacientes, cargados de deseos de “gloria” y solemnes juramentos de odio; arrebatos por vengar a la patria ultrajada... Cada día los más enterados se reunían para conocer de la evolución del inmenso complot que se organizaba contra los “apátridas”. Cuando Sucre llegó a la ciudad de Neiva, decidido como estaba de seguir por la vía de Pasto, multitud de aves agoreras alzaron vuelo: unas tomaron camino de La Plata, otras hacia Bogotá. A José María le llegaron (como pieza clave en el inmenso plan al cual de modo natural estaba enredado y sin salida) las informaciones más frescas de los últimos movimientos. Al gobierno (que no estaba funcionando pues don Joaquín Mosquera se encontraba en Popayán), frecuentemente le llegaban billetes, cartas o libelos donde se le amenazaba con la expresión de: “vivirás muy poco”. La orden era extremar el estado de agitación nacional y estar prestos para la gloriosa arremetida. Fue confirmado que los venezolanos a la cabeza de Páez estaban dispuestos a dar su apoyo a los planes “constitucionalistas” de los ínclitos granadinos. 182 Estos señores "liberales" eran unos "milagreros" con cintas coloradas al cuello y que también, por si acaso, traían colgadas al cuello figuras de santas como la Virgen de los Dolores, la Chiquinquirá y de las Mercedes. Pudiera presentar otros muchos casos como los que se ejecutaron contra Bolívar y Sucre, pero de momento me referiré a lo sucedido al arzobispo de Bogotá José Manuel Mosquera que sentía admiración por Bolívar, a quien los "liberales" en 1852 llenaron de injurias y maltratos. Pidieron su expulsión del país, con insultos y vituperios que hacen recordar los días finales del Libertador. No hubo maldad que no se le endilgara, llegando a decir que honorables matronas de la ciudad eran sus mancebas. Los actos más honrosos - dicen los hijos de don Rufino Cuervo, Ángel y Rufino José - fueron convertidos en marca de ignominia; donde no faltaron los hechos los suplió la calumnia; en pocas palabras: Una de las glorias más puras de nuestra patria vino a ser truhan, un tránsfuga y desertor de su iglesia; un malvado a quien el hábito del crimen ha extinguido el último sentimiento moral (Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, Ángel y Rufino José Cuervo; Clásicos colombianos, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1954, pág. 1390). Pues todo esto no es de extrañar ya que respondía a la lógica política de los tiempos; estaba en la presidencia José Hilario López, uno de los fieles servidores del general Francisco de Paula Santander, y a quien éste gratificó en su testamento otorgándole como recuerdo, una caja de polvos que tiene en mosaico un perro, símbolo de la fidelidad. Pensar que el arzobispo Mosquera fue uno de los sostenes espirituales más firmes que tuvo Santander en los largos y terribles días que precedieron a su muerte.

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Obando dio órdenes a su secretario para que tomara nota, pues el general teólogo Pedro Murgueitio de momento, no era idiota y se hacía necesario hacerlo partícipe de los grandes cambios. Dictó Obando la siguiente nota para Murgueitio: “Otro riesgo vamos a correr con el regreso del general Sucre. Este general ha ofrecido que si la República se separa, la sustrae al sur y se pone bajo la protección del Perú. ¿Qué le parece a usted este golpecito? Vaya amigo, se prostituyó Colombia. Tenga usted mucho cuidado con ese señor si viene por ahí, y haga que venga por esta plaza”*. Como los “liberales” querían estar al tanto a los pasos liberticidas de Sucre, entre los que le recibieron en Neiva se encontraba el señor gobernador José Hilario López. Con aparente cordialidad López se acercó a recibirlo, con una pequeña comitiva en las afueras de la ciudad. Don José Hilario lo invitó a que se alojara en su casa, disimulando su rechazo interior (disimulaba toda su brutal hipocresía con exceso de atenciones). Este es un momento crucial de nuestra relación histórica. Aquí convergen las situaciones más adversas y confusas sobre Colombia. Algunas de las aves agoreras que salieron en bandadas desde Neiva estaban por llegar a Quito, donde las recibe el general Flores. Juan José, con sus manos costrosas de tanto matar “rebeldes”, sostiene el papel que le habla de que Obando ha marchado hacia la frontera con Ecuador. Son como explicaciones de doble filo, pues se dice que llevan órdenes del presidente Mosquera para contener las pretensiones invasoras de Flores. Al respecto dice Obando disimulando el terrible secreto que entonces guardaba con Flores: “El Sr. Joaquín Mosquera, ya electo presidente de Colombia, no había querido moverse de Popayán hasta verme marchar con las tropas con que debía ir a arrancar a Pasto de las garras de Flores que, según repetidos avisos que de allá se daban, iba a mandar tropas para apoderarse de esa nueva provincia y acrecentar con ella los dominios de su nuevo estado independiente”183. Obando siempre estructuró una historia que cuadrara con los argumentos de sus eternas manías persecutorias. Pero tendremos oportunidad de ver cuán hundidos estaban Flores y Obando en el plan para hacer desaparecer a Sucre. Ocurrió el 19 de mayo: era de noche y el Mariscal salió al patio a mirar la luna, “a ver si se encontraba de punta, signo de violentas tormentas”; un grupo de personas se le acercaron para saludarlo. José Hilario lo invitó a tomar asiento en el amplio corredor y comenzó una tortuosa conversación sobre la situación y el destino de los pueblos de la América del Sur. López se preciaba de tener conocimientos de historia antigua y moderna, y de vez en cuando soltaba algunos latinajos para aderezar sus comentarios sobre César, Augusto o Marco Antonio. Mascullando en francés y en inglés des183 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 138. * Juan Bautista Pérez y Soto, El crimen de Berruecos, asesinato de Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho, 1924.

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enfundaba su amplio repertorio de frases “liberales” extraídas de los libros de Bentham, Constant y Destutt de Tracy. Ansioso se le notaba en la reunión por mostrar sus dotes intelectuales, ya que las de guerrero las había disimulado muy bien hasta entonces, siendo que Sucre en Tarqui, con unos pocos estropajos había derrotado al general La Mar, bastión “liberal” del Sur. La conversación fue llevándose del modo más sereno, pero ante un comentario de Sucre, López perdió los estribos; alzó la voz, golpeó el brazo de su silla y dio rudos golpes de bota contra el piso. Usaba altas botas, de tipo inglés, de las que fueron compradas con el empréstito de Goldshmidt. Algunos de los contertulios, educadamente pusiéronse de pie para retirarse, pero López les rogó que se quedaran, pues era necesario que conocieran su opinión respecto a las difíciles circunstancias que vivía la patria. Que era imperioso se deliberara con franqueza y valor sobre la penosa situación que padecía la república, ya que sin duda, dado los trastornos que conmocionaban a Europa, se avecinaban cambios definitivos y definitorios para la patria; que un país lleno de sumisos y contentadizos ciudadanos jamás saldría del atraso y de la barbarie. Sucre se aburría y con desalentada sonrisa, dedicóse a oír la charla profesoral de López, menos interesante que la escuchada en Tres Esquinas de labios de los agentes de Páez. Ya de estas peroratas estaba harto. López al hablar, dirigía ciertas feroces miradas a la inconmovible figura del Mariscal. No sabía definir los límites de la horrible ofensa que recibía de aquella “momia”. Llegó a decir que Colombia estaba condenada a la desintegración y que la Nueva Granada debía regir su destino sin más interferencia de venezolanos. Así como Páez pedía independencia para su país, los granadinos debían hacer lo propio. Que sólo los “liberales” podían echar las bases de una política estable, eficiente y duradera. Que no estuvo equivocado cuando junto con Obando emprendió una lucha por la restitución de las leyes fundamentales. Que lo hecho con Padilla y Santander había desquiciado a la nación de una manera irremediable. Sucre, con media sonrisa en los labios, se excusó, y poniéndose de pie salió a la calle. López humillado en lo más hondo de sí, confundido, se asomó a una ventana desde donde podía ver al Mariscal quien se retiró a descansar bajo un árbol. Volvió López a la sala y dijo a los parroquianos que se decepcionaban de que se siguiera perdiendo tiempo, que de momento era mejor irse a dormir. Hubo muecas y maldiciones en voz baja, pero se fueron con promesas de que todo se haría según los mandamientos divinos de los más grandes demócratas de Atenas y Roma. Despedidos los iracundos liberales, José Hilario se dirigió a su habitación, dejando antes la puerta entreabierta para que Sucre entrara cuando quisiera. No obstante, López seguía desquiciado por la necesidad de expresar en aquel momento lo que sentía; entonces tomó papel y pluma y decidió escribir a algunos de sus íntimos amigos. Pensó que tal vez era con• 201 •

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veniente detener a Sucre. Pero esta actitud podía ser no cívica, pues él no había perdido su condición de libre pensador y representante del pueblo. Fue entonces cuando decidió escribir al vicepresidente de la república (no al presidente, quien era un civil incapacitado para conocer sus ardores soberanos): Diré a usted que el general Sucre es un tunante completo. Para mí, Sucre no es más sino un fantasma, que desaparecerá con solo echarlo al más alto desprecio. Él ha sido mirado con telescopio, y yo que he tenido ocasión y noticias de discernirlo, lo veo con una óptica exacta. Tiene la necedad de hacerse creer el más solemne caballero, no siendo en mi juicio sino el más Brigant Superchero....

Esa misma noche López envió otras cartas, una de ellas dirigida al señor director del periódico El Demócrata. López en sus Memorias, se desentiende del Crimen de Berruecos como si se tratara de una necia minucia acontecida en momentos de tremendos cambios sociales. No refiere en ellas jamás haber tenido una conversación con el Mariscal. En esto Obando fue más franco, o menos cuerdo, pues se atrevió a llevar una relación pormenorizada de los días que precedieron al fatídico 4 de junio. En medio de aquellos hilos finísimos, tejidos con mano diestra por Obando y López, las consecuencias de los ardores revolucionarios tenían resonancias fatales para los enredados en el fatal complot. No olvidemos que López era de carácter vengativo, pues él mismo lo hace ver en sus Memorias, cuando refiriendo un altercado con el general Heras escribe: “ No me quedaba otro arbitrio que tomar una venganza personal por semejante desaire, y a este fin di todos los pasos conducentes”184. El propio Obando cuenta que él salió el 23 de mayo acompañado de su edecán Francisco P. Diago; durmió a orillas del río de Las Piedras. El 24 pernoctó en la mina de La Cucaracha; el 25 en la Hacienda del Puro (aquí alcanzó a un batallón); el 26 en el pueblo de Mercaderes. En todo el tránsito iba recibiendo informes de las aves agoreras; él en cambio va diciendo que intentaba cuidarse de Flores quien procuraría invadir Pasto. Cuenta que en el pueblo de Mercaderes ordenó al coronel Diego Whitle, (quien comandaba el excelente batallón Vargas) para que escogiese cien soldados, los más fuertes y mejor entrenados; adelantarse con marchas forzadas al Juanambú y protegiera el paso al resto de las fuerzas. Con el mismo edecán Diago y los cien hombres salió de Mercaderes el 27. Pasó por el terrible Salto de Mayo y al posadero del lugar, José Erazo, viejo conmilitón de sus luchas en pro y en contra de la causa de Fernando VII, le previno del batallón que se acercaba para que les arreglara el rancho 184 Ibíd., pág. 162.

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y les acomodara alojamiento. Se encontraba Obando en la región de Berruecos. Esta es una región que comprende el pueblo llamado propiamente Berruecos que queda bastante al oriente de La Venta, o Venta Quemada, al pie de un cerro, el Cerro de la Jacoba, donde José Erazo, digo, atendía una posada. Este pueblo no tiene nada que ver con nuestra historia. El 28, Obando marchó por el camino del Boquerón y durmió en Meneses. Las aves agoreras seguían llegando y saliendo de este campamento. Entre los documentos que llevaban a Obando se encontró un correo extraordinario llegado de Popayán. Esto modificó sus planes. La situación del Mariscal en Neiva se hace más incómoda, pues José Hilario López se aburre con su máscara, pues son varias las personas que se acercan a testimoniar al Gran Mariscal sus agradecimientos por los servicios prestados a la patria. En las manos de López se encuentra uno de aquellos panfletos asesinos que decía de Sucre: “Bien conocíamos su desenfrenada ambición después de haberlo visto gobernando a Bolivia con poder inviolable”. El día de la partida, por motivos baladíes, el señor anfitrión, desesperado no sabemos por qué temores, trató de retener a Sucre. Los peones encargados de llevar y acomodar los bagajes comenzaron a encontrar dificultades para emprender el viaje, y tuvieron que aconsejar al Mariscal, que por otra parte mejor era esperar un poco más pues las lluvias tenían intransitables los caminos. Las siniestras aves seguían alborotadas. A cada paso de Sucre alzan vuelo en dirección de La Plata, vía a Popayán. A sólo tres leguas de Popayán, en la parroquia de Paniquita, Sucre se topó con el recientemente nombrado Presidente de la República, don Joaquín Mosquera. Iba éste a tomar posesión de su cargo. Pasaron juntos la noche y hablaron largamente sobre la situación de Venezuela y Ecuador. Encontrándose en Popayán, Sucre escribió lo que al parecer fue su última carta. Iba dirigida al general Vicente Aguirre en Quito, y en ella muestra cierta determinación de luchar por la unidad de la Gran Colombia. Escribió en aquella misiva: “Yo estaré pronto allá y le diré todo lo que he visto y todo lo que sé, para que ustedes vean lo mejor, y también todo lo que el Libertador me dijo a su despedida, para que de cualquier modo se conserve esta Colombia, y sus glorias, y su brillo, y su nombre... Recomiendo siempre moderación y prudencia, para que todos los colombianos se entiendan con calma y sin ruidos de guerras civiles...”. Cuéntase que cuando Sucre se internó en los caminos hacia Timbío, gran cantidad de personas se persignaron, echándole la bendición de la muerte185. 185 Obando dirá años más tarde que eso de la bendición fue inventado por Irisarri. Escribirá Manuel Cárdenas, su defensor intelectual: "un maldiciente pagado para maldecir, y pagado por otro maldiciente (T. C. Mosquera) tan desacreditado como él, convencido de que no podían alcanzar las maldiciones propias, recurrió al cuento de la bendición, para maldecirme con las bendiciones ajenas". (Véase Episodios de la vida del general José María Obando, obra ya citada, pág. 68).

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El 1º de junio al fin salió a la calle una nueva edición, buenísima, de Aurora. El estilo había mejorado. Su hermano El Demócrata estaba divino también, insuperable. Un debutante en las artes crematorias de Maquiavelo estampó: ...acabamos de saber con asombro por cartas que hemos recibido que el general Antonio José de Sucre ha salido de Bogotá ejecutando fielmente las órdenes de su amo. Antes de salir del Departamento de Cundinamarca empieza a manchar con ese humor pestífero, corrompido y ponzoñoso de la disolución... Va haciendo alarde de su profundo saber. Se lisonjea de observar una política doble y deslumbradora. Afirma que los liberales y el pueblo de Bogotá, es lo más risible, lo más ridículo que ha visto... Pero el valeroso general José María Obando, amigo y sostenedor firme del gobierno y de la libertad, ocurría igualmente al encuentro de aquel caudillo y en auxilio de los invencibles pastusos. Puede que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar.

Estas temibles amenazas iban acompañadas de otras acciones que se estaban cocinando en distintas casas de Bogotá. Grupos de jóvenes se preparaban a morir luchando contra la bota del “extranjero” venezolano. Repentinamente un trabucazo sacude a todo el país: el Batallón Callao, conformado por venezolanos, bajo el mando del coronel Florencio Jiménez se ha sublevado. El gobierno se tambalea, pero no cae. Está dando tumbos de ciego. Los “liberales” hacen cuanto pueden para que caiga de una vez. En una de esas jugadas que entre bastidores promovían seguidores de Santander, Urdaneta desenvaina la espada. El Batallón Boyacá entra en acción en defensa del equipo “liberal”. Como en el fútbol. Los muchachos toman posiciones para apostar por los colorados. Los “liberales” se encontraban además indignadísimos porque Joaquín Mosquera llamó Libertador a Simón Bolívar. Que esto demostraba un insulto a la opinión pública y un ultraje a los republicanos. Incluso algunos moderados exclamaban: “¡Maldición!, ¿qué necesidad había de alabar a Bolívar dirigiéndose a los pueblos por primera vez? ¿Para qué abrir este campo a censuras que no son merecidas?... No podemos tolerar los respetos a Bolívar ni las contemplaciones con los boliveros... déjeseles olvidados en el oprobio que los cubre... ¡No más contemplaciones con Bolívar!”. Las calles se han llenado de sanguinarias consignas. El Boyacá ha entrado luciendo cintas coloradas - me parece escuchar la voz tritonante de algún locutor deportivo de estos tiempos -: Conserva en lo más alto de sus victoriosos penachos el distintivo glorioso de los granadinos. ¡Atención! Por la plaza ya se acercan los “fans” con sus sombreros escarlatas, mostrando en los hombros o en los morros de las gorras el poderoso distintivo de la libertad. Por San Victorino nos informan que el Batallón El Callao, padre de los designios proditorios del Tirano, se ha encasquetado las he• 204 •

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diondas cintas verdes. No hay ninguna duda de que el partido “extranjero” aún abriga esperanzas de continuar con sus dominaciones y ultrajes. A los pocos días, Mosquera se vio conminado a satisfacer en todas sus peticiones a los del morrión colorado186. El día 2 de junio ha llegado Sucre a un lugar incómodo por lo escabroso del terreno; las bestias andan mañosas, los baquianos fastidiados de su trabajo, pues las mulas están “aventadas” por las alturas y son lentas y reacias al mando. Están ya en el Salto de Mayo, por donde estuvo Obando el 27 de mayo. Era punto forzoso donde debían pasar la noche: la casa de los Erazos. Ya tenemos informaciones de José Erazo, el propietario de la sombría posada: es de los del grupo guerrillero que ha participado en todas las revueltas desde los tiempos en que Calzada dominaba aquella región. ¡Cuántas veces este hombre había cogido por los montes, alzando su estandarte en defensa de Fernando VII! Pasaron a aquella vivienda, el señor García Tréllez, los dos asistentes del Mariscal, un criado de García y dos arrieros que conducían cuatro cargas de equipaje. Más que miserable, el lugar tenía tintes tenebrosos: un albergue hecho de paja por donde iban y venían animales domésticos; cualquier hombre que cruzaba aquella triste estancia se sabía cómo metido en una trampa; el humo acre de la cocina, que servía también de calentadero, inundaba los incómodos espacios. Erazo entraba y salía, fugaz, con su mirada de animal de presa, frío, oyendo a retazos cuanto se hablaba (en susurros); quería conocer los pormenores del itinerario del Gran Mariscal; sobre todo a qué hora tenían organizada la partida. ¡Cuántas veces debió cruzarse Sucre con aquella mirada huidiza y oscura! Algo brutal debió recorrer su espinazo. A decir de los que frecuentaban aquellos parajes, a tres leguas a la redonda no se encontraba otra posada. La casa de Erazo estaba situada en un 186 ¡Qué parecidos eran los "liberales" de Colombia - federalistas por demás - a los rebeldes argentinos de aquella época! ¡Qué idénticos, incluso hasta en la elocuencia de los colores y de los epítetos insultantes con que apostrofaban a sus enemigos! Los "liberales de la Nueva Granada imitando a los de España que se alzaron contra Fernando VII, llamaban "serviles" a los seguidores de los principios del Libertador. En Argentina a los que deseaban la unión del país, la consolidación de una verdadera república - como la que propugnaba Domingo Faustino Sarmiento - eran catalogados por los godos encapillados de "salvajes inmundos unitarios". Para que nada le faltara a estos federalistas argentinos, en las idénticas acciones que llevaban a cabo sus equivalentes en Colombia, usaban como distintivo la cinta colorada. Allá la impuso Facundo, otro bárbaro, pero que no mataba por la espalda ni se apegaba a naciones extranjeras para hacer imponer su diabólicos designios; tampoco utilizaba las bendiciones de los santos ni las reliquias religiosas que con tanto ardor habían inoculado los españoles en los ignorantes. En una y otra parte, eso sí, los hombres que se atreven a ser temibles y siniestros Obando, López, Carujo, Mariño, Arismendi, Apolinar Morillo, Sarria, Erazo, Noguera, Moreno - pero que padecen un temor espantoso ante la honradez, la lealtad y la unidad. Definitivamente nuestra América Latina está podrida hasta más allá de los huesos, y la conciencia humana envilecida y pisoteada por los poderes destinados a representarla. Dice Sarmiento en su Facundo: "El cinismo en los medios ha traído por todas partes el crimen en los fines, y vense tarturfos imberbes - idénticos a los disolutos "liberales" granadinos o venezolanos- haciendo muecas en la senda del fango a nombre de un fin honesto". ¡Qué retrato tan fiel de lo que entonces estaba pasando en Colombia! "Ojalá - sostenía Sarmiento- que América pudiera dar una buena escuela de políticos honrados, para lavar del baño de crímenes, inmundicia y sangre en que se ha revolcado por tantos años esta parte. Esa es la única revolución digna de emprender. ¿Llama revolución - se preguntaba- continuar siendo siempre la canalla que somos por todas partes hasta hoy? Hombres hay que creen que tienen coraje en ser inmorales, pillos y arteros en la América del Sur. ¡Sed virtuosos si os atrevéis!".

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barranco, cerca del puente del río Mayo. Por allí estaba obligado a pasar todo aquel que iba de Popayán a Pasto. Por su ubicación era una especie de peaje donde los pasajeros, para no ser asesinados pagaban su seguridad “con regalos ya espontáneos, ya solicitados”. Sucre por la larga carrera militar, acostumbrado como estaba a vivir en situaciones arriesgadas, tomó ciertas precauciones, no obstante que presentía el estar hundido en un pozo lleno de víboras. No era su costumbre, nunca, dar marcha atrás luego de haber tomado una determinación, pero era tal el aire de inseguridad, de velada turbidez que se respiraba en todas partes, que por primera vez, preso de una sofocante inseguridad ansiaba salir como fuera de aquel asfixiante lugar, aunque para hacerlo tuviera que regresar a Popayán y tomar el camino del puerto de Buenaventura. Esto significaba por lo menos un mes más de viaje. Otra solución pudo haber sido ordenar, bajo cualquier motivo (había muchos) la detención de Erazo. Pero era una salida peligrosa, pues no tenía soldados para acometerla; era prácticamente además imposible sin verse acosado de feroces bandidos. Tal como lo habían planeado minuciosamente sus enemigos se encontraban sin escapatoria, y sin regreso posible. Lo peor era el movimiento constante de ciertas sombras que iban y venían por los montes vecinos; grupos que se acercaban a la casa y de pronto se internaban por las oscuras montañas. Todo en medio de ruidos de bestias a galope; desbarajuste de animales y ladridos de perros. De momento, a los indefensos viajeros que acompañaban al Mariscal parecían no quedarles otras “esperanzas”, que someterse al golpe certero de la fiera en posición de mortal zarpazo. A medida que transcurre la tarde, van pasando por el infernal rancho seres con aspecto canallesco; una mujer llegó a caballo a horcajadas, con pistola y sable al cinto, guarnecidos en correajes de tigre. Era Timotea Carvajal, la amante o la esposa de Erazo. De modo brusco, abriendo la tranca del corral, descargó con violencia unos bultos que llevaba en la bestia y de una patada cerró la desvencijada puerta. Escupiendo por entre los dientes y sin saludar, pasó a una habitación contigua a la que ocupaban los arrieros de Sucre. Con mal talante la mujer echó un rápido vistazo al bagaje del Mariscal, tal vez buscando percatarse si llevaban armas, y mirando de reojo a los arrieros; buscaba calar hondo en la disposición de aquellos pobres diablos. Los minutos que pasó aquella mujer, extendiendo unas cobijas sucias y luego cortando con bruscos machetazos unas ramas, fueron de tensión, de penosa incomodidad para los acompañantes de Sucre. Erazo se le había presentado al Mariscal como teniente coronel y comandante de la milicia del sector donde vivía. Sucre habría querido preguntarle quién le había dado oficialmente aquel título y aquel cargo, pero cuanto movimiento hacía, cada gesto, cuanto hablaba procuraban otros hilos que le condicionaban sus pasos. A una pregunta de Sucre de cómo estaba el camino hasta La Venta, Erazo contestó entre dientes como tar• 206 •

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tamudeando y con respuestas rápidas y secas: “-¿El camino? Bien. Nada, nada. Igual que los otros.” Temiendo mostrar Erazo, con su excesiva cautela, alguna desconfianza, se excusó para buscar unos palos. Sucre profundizaba en los indicios de la celada. Poco a poco, con experta mirada percibía que aquella casa estaba rodeada de hombres armados hasta los dientes. Se daba cuenta de que ni siquiera podía hablar con su gente sin que esto no acrecentara el recelo de aquellas fieras. Pasó la noche escuchando ruidos extraños, pasos por el bosque, gritos lejanos, cruce de bestias por el puente; susurros, silbidos como si de lado y lado se estuvieran comunicando dos bandos, aprobándose y comprobándose unos planes muy bien estudiados. A la mañana siguiente, asombrándose de ver la luz del sol, ordenó Sucre continuar la marcha, lo antes posible. El día era nublado, y el rocío había humedecido el equipaje, de modo que hubo que sacudirlo y arreglarlo, y los Erazos pudieron comprobar que no llevaban armas. Apresuradamente hicieron café y sorbieron un trago de áspero aguardiente; salieron como a las 7. Cerca del puente estuvo todo el tiempo Erazo mirando los apresurados movimientos de la gente, lo que preocupó a Sucre. Estaba Erazo como un verdadero fantasma, sacando punta con su afilado puñal a un palo. La cabeza baja, escupiendo de vez en cuando. No se atrevió Sucre siquiera a despedirse de aquella fiera porque ahora consideraba, que cualquier pretexto para mostrarse amistoso era debilidad. Picó espuelas y remontó una pequeña cuesta por donde dejó para siempre la siniestra posada. Luego de una corta jornada, a eso de la diez, a poca distancia del boquerón de la selva y a un lado de la montaña de Berruecos, la comitiva llegó a la Venta, lugar que quedaba a unas tres leguas del Salto de Mayo. Apenas había dejado el lugar de los Erazos llegó a este punto, el veterano oficial venezolano Apolinar Morillo, con la bestia suelta, a pie y con el pantalón arremangado. Se había cambiado las botas por unas alpargatas. Le entregó a Erazo una orden del teniente coronel Mariano Álvarez, y le comunicó su objetivo: matar a Sucre. Le habló de la necesidad de que le consiguiese algunos soldados del batallón Vargas que él, Erazo, tenía a su cargo. Esto se hablaba en voz baja, fuera del rancho; de vez en cuando se acercaba la mujer de Erazo, Desideria; sentíase tan preocupada por lo que escuchó, que llamando aparte a su marido le advirtió, que guardara las pruebas de las órdenes que recibía, porque una vez consumado el acto, le serviría para una ayuda y un reconocimiento en metálico. De allí salieron Erazo y Apolinar Morillo para unos montes cercanos acompañados de los soldados que cometerían el asesinato: Juan Cusco, Andrés Rodríguez y Juan Gregorio Rodríguez. Entraron por unos caminos oscuros, esperando la noche. Muy temprano, al día siguiente, debían estar colocados en sus posiciones: dos de cada lado del camino, de modo que no “se ofendiesen recíprocamente, situando a los unos de suerte que los tiros se dirigiesen al pecho, y los otros al costado izquierdo... “. Un poco cercano al puente las Guacas se encon• 207 •

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traron Morillo y Sarria; iban a dar las últimas instrucciones a los asesinos. Erazo le contó a Sarria que él se metía en aquel complot únicamente porque lo ordenaba el general Obando y porque el propio Sarria participaba, que de otro modo no lo haría por nada del mundo. Andando todos a pie, menos Sarria, iban discurriendo sobre las indicaciones recibidas para dar mejor en el blanco. Sarria dijo que lo mejor era darle muerte aquella misma noche en su lecho. Siguieron un rato más en silencio; luego rectificó el tenebroso guerrillero: “- Mejor será matarlo a cara descubierta, ya que se trata de una orden superior”; se detuvieron a un lado de la Venta. Quien mostraba mayor interés para que Sucre fuese asesinado era la mujer de José Erazo; lo estimulaba con toda clase de explicaciones, insistiéndole en que la mejor manera de prosperar pues, era ganándose la buena voluntad de Obando, un general tan meritorio que de seguro no olvidaría un servicio tan grande, otorgándoles una buena gratificación. La mente de Sucre se encontraba saturada por la tensión padecida durante la noche; no podía dejar de recordar la sanguinaria mirada de los Erazos. En el camino había estado uniendo cabos dispersos de cuanto había visto en el Salto de Mayo. Miraba a los callados arrieros que iban apagados como si los llevaran al patíbulo. En la Venta se encuentra con Erazo. “¿Cómo? ¿Cómo pudo llegar antes que él sin que lo encontrara por el camino, que por estar rodeado de espesa selva era casi imposible salirle adelante?”. No recordaba por otra parte haber oído pasos de bestias o de hombres a pie. - Usted debe ser brujo - le dice -. Habiéndolo dejado en su casa, y sin verlo por el camino, aparece ahora delante de mí. El bicho no responde. Se da con el rebenque en la pierna y mira ladinamente a los lados. Pensó seguir la marcha el Mariscal, pero dada las extrañas circunstancias en que se le aparece aquel terrible bandido opta por pasar la noche allí. “¡Maldición! apenas llevo andando tres leguas, yo que voy desesperado a casa y tengo que detenerme un día más”. Les ordena a los arrieros que descarguen y busquen donde pasar la noche. El día es frío. Amenaza lluvia. El viento sacude sin cesar la pequeña verja por donde se entra a la posada. Habiéndose descargado los bultos disponen a preparar el almuerzo. Sucre entra a un cuarto donde cinco troncos viejos sirven de asiento. El denso humo ha oscurecido las paredes de barro; un fuerte olor a leña, a estiércol y desperdicio de gallinas inunda la húmeda sala. Allí se sienta y se sirve un trago. Otro fantasma aparece en escena, esta vez Juan Gregorio Sarria, comandante, también de la zona, refrendado por Obando. Forzado le fue a Sucre tener que dar la mano a aquel temible bandido; “-¡qué gran casualidad!”. Sarria tan ladino como Erazo fue muy parco en sus saludos. Ocupó uno de los troncos. Frente a frente estuvieron víctima y victimario, varios minutos sin decirse una palabra. Está claro que han ordenado matarlo como tantas veces había venido escuchándolo a lo largo del viaje. • 208 •

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De la mirada pétrea y ruda de aquella fiera podía figurarse cualquier cosa, incluso que de pronto lo desafiara a un combate a lanza o a machete, como le gustaba hacer con quienes odiaba. De momento aparece como un guardia que recibe órdenes de vigilar al preso; el preso es Sucre. Erazo y Sarria eran viejos compañeros de armas desde los tiempos del negro Caicedo, como ya hemos visto. Sarria había sido el azote de la comarca de Timbío, Paispamba, los caseríos inmediatos y de las haciendas de los alrededores de Popayán como realista y después sin principios de ningún tipo, durante las guerras civiles. Era atlético, de fuerzas hercúleas, color blanquecino (mestizo) - según nos lo describe Posada Gutiérrez -; talla más que mediana, anchas espaldas, pecho alto, lampiño, ojos pardos, mirada cautelosa. Su presencia no inspiraba el horror instantáneo que causaba la de Erazo pero tampoco inspiraba confianza. Dice Posada que “el corazón de Erazo se comparaba al de un tigre; el de Sarria al de un hombre pervertido, bien que yo no sé cuál de las dos cosa sea peor”. Agrega Posada, que estando en Popayán en 1832, con el mismo general Obando, Sarria se encontraba huyendo porque tres días antes había maltratado brutalmente a una mujer. Pese a la existencia en aquellas regiones de autoridades y tribunales superiores, Sarria y Erazo gozaban de completa impunidad para ejecutar sus abominables delitos; “el general Obando los cubría con su égida, y nadie se atrevía a arrostrar el peligro de incurrir en el enojo del poderoso magnate, procediendo contra unos hombres, por criminales que fueran, a quienes miraba y protegía aquel, como sus más decididos servidores. Con la llegada del general Obando pudo Sarria salir”. El recuerdo que en Popayán se tiene hoy de Sarria no es el de un perfecto monstruo. En visita que hice en 1986 a esta ciudad encontré a un joven que se enorgullecía de ser descendiente directo de Sarria. Le tienen por un santo. Era que Sarria agradecía los beneficios que recibía; en ocasiones parecía generoso y “sabía” perdonar. Aunque este perdón no fuera más que el detener su lanza contra algún indefenso parroquiano en el momento en que la Virgen del Carmen le hablara. Porque estaba en permanente comunicación con vírgenes y santos. No escondía su fama de criminal; robaba abiertamente y cuanto se cogía lo llamaba botín. Pero solía, digo, dar limosna y socorros a los pobres, y sostenía que a los ricos debía robarse para ayudar a los pobres, pues de otro modo estos tendrían que morir de hambre. Lástima que esta filosofía “humanitaria” no la aplicara con los ricos como Obando o López, a quienes más bien ayudó a engrosar sus capitales, mediante toda clase de tropelías. Entre las diferencias más palpables entre Sarria y Erazo está, que mientras éste último era cobarde, el primero era audaz y valiente187. 187 El autor de este trabajo, mientras hacía una visita al pueblo de Timbío, recibió una sorpresa: en el Concejo Municipal de esta ciudad, en el salón de sesiones, tres soberbios cuadros adornaban la sala, que a mi parecer resumen la híbrida y descompuesta historia de aquella región: en uno aparece Bolívar, en el otro el poeta Guillermo Valencia y como fulgurante estrella, superior a las anteriores, Juan Gregorio Sarria.

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Sostienen algunos que Sarria debió haber recibido educación religiosa y que probablemente fue de la clase de hombres que se hicieron crueles a causa del espectáculo brutal de la guerra. Solía llevar Sarria al cuello un medallón con la imagen de Nuestra Señora del Carmen, figura que muchas veces llegó a empapar con sangre humana mientras le rezaba. Sostiene Posada Gutiérrez que en un arrebato de celos cogió a un joven del que sospechaba galanteaba a su mujer y lo amarró de pies y manos en una cama; luego lo castró. Se le había seguido causa por este delito y llegó a confesar que su intención no había sido matarlo (tal vez creyó que su acción no era tan miserable); sencillamente que la Virgen le inspiró aquel acto, y hasta llegó a rogarle que le diera buena mano para que el paciente no se le muriera. Estas historias eran conocidas en todo el Cauca y Pasto, de modo que Sucre debió escuchar algunas de ellas. El aspecto de este hombre sanguinario y salvaje debía producir una honda desconfianza. “¿Qué hacía en la Venta?”. Tal vez volvía a lamentarse Sucre de no haber continuado el viaje, pero era evidente que merodeaban cerca grupos de personas cuyo único interés era el de vigilarlo. Lo más conveniente a los ojos de sus acompañantes era que cruzaran cuanto antes la parte más tenebrosa de Berruecos y llegar al pueblo inmediato. Sucre siempre previsivo en las guerras, debió calcular que lo más seguro sería pernoctar en la Venta y esperar el momento oportuno para partir. En todo caso, el golpe ya había sido acordado, pues la presencia de Sarria y la velocidad con que Erazo apareció en la Venta revelaban que el zarpazo se daría de un momento a otro. Seguramente había gente esperándole en el boquerón más sombrío del camino, y que al día siguiente debían cruzar. Sucre invitó a Sarria y a Erazo a tomar un poco de brandy; más tarde también los invitó a compartir su rancho, y que se quedasen allí en la Venta. Como buenos montañeros, no hicieron asco del brandy - eran empedernidos bebedores -, pero en cuanto a la comida ninguno de los dos quiso aceptarla. - Voy de pasada - dijo Sarria -. Llevo una comisión urgente. Erazo con su aspecto encogido, dijo que le esperaban en su casa. Los motivos expuestos por el uno y el otro para no quedarse en la Venta fueron realmente pueriles. Es posible que ya en los niveles de esta situación, Sucre, en su condición de alto personaje político y militar, hubiese pensado en buscar hombres, como lo había hecho tantas veces en circunstancias cuando tenía que enfrentar a un enemigo de la patria. Tenía harta destreza y capacidad para estas acciones, pero ahora lo incapacitaba la situación de que en este caso debía buscar esta ayuda para su defensa personal. Y está claro que su persona no podía en absoluto identificarse con la patria. Por lo demás, quién se atrevía por allí ir en contra Erazo o Sarria. No olvidemos que Sucre en el territorio de Pasto era generalmente señalado de malvado; el propio Obando quien hace esfuerzo inauditos por ser ecuánime en sus Memorias con la figura del Gran Mariscal, dijo: “Yo no sé cómo pudo caber en un hombre tan moral, humano e ilustrado como el general Sucre, la • 210 •

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medida altamente impolítica y sobremanera cruel de entregar la ciudad de Pasto a muchos días de saqueos”. Se refiere Obando a los tiempos en que fue aplastada la rebelión de Benito Boves. Pero este modo de pensar no era producto de un moderado e imparcial juicio sobre los sucesos de aquella época, llenos, en la región de Pasto, de una enfermiza pasión política. Obando participaba del sentimiento generalizado de que a Pasto se le había tratado con extremada severidad durante la guerra de Independencia, y que Sucre con todo lo humano que era había actuado con exagerada crueldad. Herido se sentía por esto, el Supremo del Cauca, y el colocarlo en sus Memorias (escritas exclusivamente para lavarse de las acusaciones en su contra por lo del Crimen de Berruecos), revela cuán hondo era el sentimiento de odio que todavía entonces conservaba contra el Mariscal. Pero el ambiente que se respiraba no sólo en aquel lugar sino en toda Colombia, era un ambiente de terror, de venganzas. La guerra de independencia había dejado una herida difícil de sanar, principalmente en la región de Pasto, donde todavía ondeaban, y habrían de ondear por mucho tiempo, los estandartes realistas de Cristo Rey y de don Fernando VII. La reacción contra los efectos de la Independencia era tremenda; directamente no habían podido vencer los realistas, pero ahora con la fulana ideología del “liberalismo” (encarnada en uno de los hombres que en la Nueva Granada habían hecho más por su tierra, Francisco de Paula Santander), se encontraba el pretexto perfecto para regresarse al pasado memorable sin pasar por el feo epíteto de ser llamados godos. Lo que arduamente buscaban los ricos como Arrubla y Montoya, Francisco Soto, Azuero, Fernando Florentino y los Uribe, los que habían sido purificados (sin necesidad) por el Pacificador Morillo como los doctores Vicente Azuero y don Félix Restrepo, José Hilario López y tantos otros “progresistas”: regresar a los privilegios que España reservaba para los colonizadores de horca y cuchillo, para disfrutarlo ahora haciéndose pasar por miembros del último grito del idealismo metafísico y teológico sustentando subrepticiamente por Santander. Todo en aras de la substantivación de lo colectivo en el marco del Derecho, que garantiza la felicidad y la libertad individual (únicamente la de ellos). Poco después de presentarse Sarria en la Venta, llegó a pernoctar un comerciante de nombre Jesús Patiño. Este hombre luego de acomodarse en uno de los cuartos, se acercó a Sucre. Estuvo todo el tiempo silencioso, sin intervenir para nada en la conversación que éste sostenía con los delincuentes. Luego que se hubieron ido Erazo y Sarria, en voz muy baja preguntó Patiño a Sucre, la hora en que habían llegado a la Venta, y dónde habían pasado la noche. Al responderle que en el Salto de Mayo, el señor Patiño se estremeció un poco, miró a los lados y acercándose al oído del Mariscal le dijo: - Has dormido entre asesinos. • 211 •

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La noche del día 3 fue peor. Al contrario de los movimientos escuchados la noche anterior, ahora un espeso silencio lo cubrió todo. Seguramente los asesinos estaban absolutamente convencidos de la imposibilidad de que su presa saliera con vida. Sucre ordenó cargar las pistolas y que estuvieran alertas ante cualquier movimiento extraño. Largo y penoso fue soportar la vigilia, sin poder hablar, sin poder moverse, casi sin poder pensar más que atentos a lo que sorpresivamente pudiera sobrevenirles. Fatigados, golpeados por la posición rígida que tuvieron que ocupar durante horas, en medio de un intenso frío, pusiéronse de pie, al salir el sol, y tomaron las precauciones para la partida. ¿Cuántas veces hemos vivido noches como esa última que pasó el Gran Mariscal? ¡Cuántas veces en estas circunstancias, al ver el sol, hemos exclamado como Santa Teresa de Jesús, “La vida: mala noche en una fea posada!” A lo mejor, tanto Sucre como sus acompañantes, al salir al patio y desperezarse, al oír el canto de los pájaros y recibir la fresca y dulce brisa de la montaña en su rostro, al escuchar el rumor lejano de tantas cosas vivientes, consideró que los temores de la noche pasada habían sido infundados, injustificados. Que la vida mientras se tiene, no hay que cuidarla en exceso, y que lo que ha de llegar, llegará aunque se procuren todos los medios para evitar lo que se teme. Ya los criminales, al amanecer del 4, estaban apostados en el tenebroso boquerón de la montaña. Sarria fue quien cargó los fusiles, y adentrándose en la maleza le dijo a Erazo que dispusiera de las posiciones, pues era quien mejor conocía el terreno. Se convino que una vez colocados los hombres y ejecutada la vil celada, se dispersaran Sarria, Erazo y Morillo, por distintos caminos. El reencuentro debía ser en la casa de Erazo. A eso de las 8 de la mañana, ya listos para la partida, el Mariscal Sucre y su pequeña comitiva iniciaron la marcha. Los arrieros de inmediato cogieron la delantera seguidos del asistente Francisco Colmenares, luego el señor García Trellez y su criado. De últimos iban el Mariscal y su asistente Lorenzo Caicedo. A poca distancia de la Venta avistaron el boquerón de Berruecos, lugar donde se habían cometido muchos crímenes; húmedo y oscuro. La densidad de los ecos que propiciaba aquella bóveda de gran espesor de bosque creaba raras sensaciones de voces y ruidos vagos. Ora eran lamentos, ora pasos apresurados de algún grupo que se iba desvaneciendo con el aleteo de aves sobre los árboles; el sonsonete de algo que se apisonaba, lamentos no humanos que morían lejano... Quien miraba hacia a los lados imaginaba encontrarse la fría y desolada figura de algún matón apuntándole, tal era la leyenda de monstruos y bandoleros, indios y curas sueltos que se ganaban la vida asaltando y matando viajeros por la zona. Pasar aquella maraña de bichos y selvas, era salvarse; se suspiraba siempre, dos o tres leguas más adelante, cuando se había superado este penoso tramo. Sintiéndose vigilados y persuadidos que lo mejor era no pensar, avanzaron media legua, penetrando hasta lo más espeso del camino, en un punto • 212 •

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llamado la Jacoba o del Cabuyal, sector muy resbaladizo, enmarañado de bejucos y gruesa maleza; las bestias aminoran el paso, de pronto, el eco de un trabucazo: Trueno intenso y seco, fuego, batir de alas en todas direcciones, una bola de humo en medio del verde intenso de las matas, y un grito cortante de: “¡Ay balazo!”. Se escuchan seguidos tres tiros más, casi todos certeros sobre la humanidad del Mariscal: traspasan cabeza, pecho y cuello. Los arrieros se devuelven. Procuran frenar las nerviosas bestias. El pisar alevoso de las fieras asesinas que se acercan o huyen; el trepidar entre las matas hace pensar que más bien huyen, pero los acompañantes del Mariscal sólo piensan en salir de aquel tenebroso boquerón; regresar a la Venta. El asistente de Sucre, el señor Caicedo, logra acercarse al general quien está medio hundido en el barro. La sangre confundida con el barro. Atormentados los acompañantes, conmovidos los semblantes, llevando como pueden a los también aterrados animales y esperando que de entre la maleza salgan más disparos, alzan las manos; imploran misericordia: “- ¡Vamos desarmados! ¡No disparen...! ¡No somos soldados...!”. Caicedo va repitiéndose a sí mismo, en voz baja: “- ¡Han Matado al Mariscal! Lo mataron”. Se oyen voces que por los ecos no se entienden, además nadie se atreve ahora a mirar hacia atrás. Hay un animal desbocado que les da alcance y sigue despavorido, es el mulo del Mariscal, herido también. Luego de un trecho, donde llega con mayor fuerza la claridad, Caicedo consigue ver a cuatro hombres agazapados con carabinas, uno de ellos con sable ceñido; ¿quién era éste? ¿Sarria? ¿Erazo? ¿Apolinar Morillo? El pavor vuelve a dominar a los viajeros y cuando huyen a todo dar escuchan voces que dicen: - ¡Caicedo! ¡Caicedo, no es contigo! A las diez de la mañana, estaban otra vez en la Venta los despavoridos viajeros, como si todavía la sombra de Sucre les acompañara; la de Sucre o la de los asesinos. Allí quedáronse largo rato, ensimismados en el horror de sus propias figuras, confundidos sin saber qué decidir. Como a las doce vino a reaccionar Caicedo quien pidió a sus amigos le acompañaran a buscar el cadáver. Nadie quiso... El cuerpo del prócer estaba tendido con un balazo en una de las tetillas, otro en el oído que le salió por la nariz y un tercero en la garganta. Morillo llegó a casa de Erazo a las diez de la mañana; al poco rato se le unieron los que habían disparado; hablaban de cosas que nada tenían que ver con el horrendo hecho cometido (habían cometido tantos en su vida, y por órdenes superiores que nada tenían que ver con ellos); ocuparon unas banquetas e indiferentemente, se dispusieron a arrancarse el barro seco de los pies mientras Desideria les preparaba café. Después se presentaron Sarria y Erazo reconfirmando la noticia, ante lo cual Morillo sacó cuarenta pesos que le había entregado el general Obando y los distribuyó entre los asesinos. Erazo se palpaba en el bolsillo el papel de Obando con la orden para matar a Sucre. Aquella nota era más importante que el dinero que • 213 •

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recibía. Acto seguido, Morillo pidió papel para enviar una nota urgente al general Obando en la que escribió: “La mula de su encargo ya está cogida”. De allí salió Morillo a verse en Popayán con el general José Hilario López, y a enterarle de la “buena nueva”. En cuanto todos aquellos asesinos dejaron la casa de Erazo, su mujer, Desideria, le pidió la nota de Obando para guardarla. Al día siguiente, el 5 de junio, Obando escribió al general Flores: “El general Sucre ha sido asesinado en la montaña de la Venta ayer 4, míreme U. como un hombre público, y míreme por todos aspectos, y no verá sino un hombre todo desgraciado”. El lugar escogido para ejecutar el crimen había sido muy bien estudiado: punto de difícil acceso hasta para los más baquianos, región de forajidos donde casi nadie se preocupaba por buscar delincuentes o por aplicar la ley. El cúmulo de contradictorias explicaciones que podían levantarse sobre aquel oscuro lugar y el modo como se daban por allí los hechos de sangre, constituían elementos claves para que se cometieran toda clase de desmanes impunemente. En volandas salió Juan Gregorio Sarria hacia Popayán, seguro de haber logrado un ejemplar servicio a la patria, perfecto, supremo e, inmaculado, como se decía entonces. Al saludarlo un conocido que fue el primero en encontrárselo frente a la calle El Cacho, y preguntarle: - ¿Qué novedad trae usted, Juan Gregorio? - Nada - contestó, sacudiendo el polvo y frotándose luego las manos. Como cosa de muy poca monta añadió: - Solamente que han matado a Sucre. Probablemente Sarria sentía que Sucre había pagado parte de sus crueldades contra los pastusos y esto, “moralmente”, le tranquilizaba. Lo extraño de todo esto, es que en la trama del crimen se encontraba el oficial venezolano Apolinar Morillo, hombre cuyo juego preferido, como sabemos (en los tiempos abominables de guerras en Pasto), era el de colocar en fila tres o cuatro pastusos y traspasarlos con su espada. De modo que resulta inexplicable para el humanismo de Obando y de Sarria, el que entre las explicaciones de por qué Sucre fue muerto en aquella región se dice que por venganza, por los excesos (“criminales”) cometidos contra los pastusos. Pero qué extraño que este criminal rencor no se conservase tampoco, por ejemplo, contra Flores (quien pocos días después se anexaría Pasto sin hacer un disparo). Claro, los historiadores como Martínez Delgado y Sergio Elías Ortiz argumentarán que los pastusos eran obedientes y siempre actuaban de buena fe, sobre todo cuando se lo ordenaba un acto criminal. Apolinar Morillo va a constituir una de las piezas fundamentales de la trama que se desarrollará en capítulos posteriores; él admitirá que fue uno de los hilos de la conspiración para acabar con Sucre. La terrible locuacidad y desparpajo como Sarria llevó la noticia, llama la atención; se comentó con desagrado su frialdad para referirse a un crimen espantoso. Como El Demócrata ya había anunciado que probablemente el general Obando haría con Sucre lo que no se había hecho con Bolívar, • 214 •

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y al comenzar a correr rumores de que era el jefe caucano el brazo ejecutor del Crimen de Berruecos, pronto se alzaron voces de protesta por cuanto estas acusaciones eran producto de mentes insensatas. El país ardía en pasiones irreconciliables; como aún se perfilaba incierto el destino de la patria, y quedaban jueces que podían pedir una severa investigación sobre este asesinato, los “liberales” del Sur, con tácticas dilatorias hicieron correr la especie de que un grupo de forajidos del Ecuador, caballerías realengas, habían sido los directores del atentado de Berruecos. Luego esta tesis acabaría por concluir que el “verdadero culpable” era Juan José Flores. Después del asesinato, Mariano Álvarez se acercó por la casa de Erazo, lo mandó a llamar y junto a un árbol de aguacate se pusieron a conversar. Erazo le contó que ya todo se había consumado. “- Guarde sigilo - le dijo Álvarez”, y se retiró. Quien resultó investigador y fiscal de este caso en la región de Popayán fue José Hilario López, no obstante que cuando se propagó la noticia en la ciudad, se molestó mucho. La sicología de los asesinos y tiranos se torna escabrosa cuando se trata de contener comentarios calumniosos y malsanos. Hablar de la simple muerte de Sucre como un asesinato político fue tildado por el grupo faccioso del Binomio Fatal como de ofensivo, servil y antipatriota. No podía aceptar José Hilario López que alguien llorara a aquel muerto, mucho menos que se le ocurriera a alguien publicar esquelas mortuorias (pues algunos llegaran a la bajeza de considerar la desaparición de Sucre como de “calamidad nacional”). Los señores José Rafael Mosquera y don Lino de Pombo publicaron una pequeña esquela que titularon: A los verdaderos Patriotas de Popayán. En ellas invitaban a los “ciudadanos honrados, a los que veneran la memoria de los grandes hombres, a los que respetan la moral pública, a los que conservan algún aprecio por esta sombra de patria... a vestir ocho días de luto riguroso por la muerte de tan ilustre personaje”. Concluía la invitación: “¡Hijos ilustrados y patriotas de Popayán!, uníos en esta tristísima ocasión para dar a conocer a la República, que sabéis tributar homenajes puros a la virtud y al mérito, y que miráis con horror el crimen”. Esta esquela fue difundida el día 11, el mismo día que estaba siendo interrogado por José Hilario López uno de los testigos del Crimen de Berruecos, el señor Jesús Patiño. El tono doloroso y de honda pena lo sintió López como una ofensa, porque aquellos dolientes, entre líneas estaban señalando con su perversa retórica que los “verdaderos culpables” de una muerte que no les pertenecía eran los “ínclitos liberales”. Entre líneas sugería la esquela: “Ciudadanos de Popayán, vosotros sabéis quienes son los asesinos; las circunstancias nos hacen impotentes, pues carecemos de medios para hacer valer la razón; no hemos actuado como se debía, y ahora el remordimiento nos destroza el corazón. No debimos dejar que Sucre se expusiera al vil golpe tantas veces anunciado. • 215 •

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Hoy también lloramos nuestra triste existencia con tal desamparo. Nada hicimos ante las insistentes alarmas que corrían a su paso...”. Mentada la soga en la casa del ahorcado, el aludido corrió a dar frente al enemigo. López deja su función de policía en los interrogatorios que se hacen a Patiño y escribe la siguiente esquela que hace difundir por la ciudad para que sea colocada al lado de la que difunden los “llorones de Sucre”:

Funebre Conmemoracion Los que suscriben tienen el honor de invitar al virtuoso pueblo de Popayán para que se vista un luto riguroso por ocho días en honra del ilustre general José María Córdova, que fue asesinado en el pueblo del Santuario, en la provincia de Antioquia el 17 de octubre de 1829. Este héroe de la libertad, este nuevo Leonidas, este Gran Capitán merece demasiado que las personas que saben apreciar el mérito del patriotismo, del honor y del valor, le tributen sus recuerdos con manifestaciones exteriores de un modo digno de republicanos sensibles a las desgracias de un conciudadano remarcable, gloria de su patria, y timbre de la Nueva Granada. Popayán, 11 de junio de 1830 - 20º. Firman:

Los patriotas verdaderos.

No conocemos de los merodeos de Obando en los días que van del 6 al 18 de junio. El día 19 lo sabemos en Pasto desde donde escribe una carta que encabeza con un Amado López y empieza: “Te mando de oficio las declaraciones en copia de las que se han practicado aquí sobre el paso de la partida de caballería; también una contestación original de Barrera, de las intenciones de Flores contra Sucre. Todo fortifica una masa formal de indicios que deben publicarse para la vindicación nuestra. De Quito también me escriben fallando contra Flores en ese asunto; todos publican lo mismo, y no hay quien lo dude, con que está todo probado...”. Añade además con su inconfundible estilo: “Si han andado con asesinatos, chupan conmigo, porque no capitulo con crímenes: veremos lo que sea...”. Más adelante: “... un tal Patiño es peor que nadie: ése escribe aquí diabluras, y es un predicador contra nosotros, y partidario del Sur: amuélalo del modo que puedas: es un pícaro”. El tal Patiño, como se sabe, era el comerciante que dijo a Sucre que había dormido, en el Salto de Mayo, con una guarida de asesinos. Era un pobre hombre sin ningún interés en la política y que se había visto envuelto en el lío de aquel asesinato por encontrarse, casualmente, en el lugar de los hechos. Como ya vimos, Patiño al llegar a Popayán fue interrogado por José Hilario López, quien estaba encargado de reunir las pruebas sobre el caso. Sin salir todavía de su asombro, ante la insistencia • 216 •

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de las feroces preguntas que le hacía López, el infeliz Patiño no hacía sino responder: “- No sé ni tengo indicio alguno”. Declaración que fue rendida el día 12 de junio. Entre lo más contundente y sustancioso de esa carta que Obando escribe a López el 19, va lo siguiente: Te recomiendo al pobre comandante Morillo (Apolinar); aconséjalo que no beba, que no se desacredite, y que cuente con nuestra protección. Este podrá sernos útil, y en este punto dirá todas las picardías de Flores: debes creerle cuanto diga. Él se fue un poco resentido porque no lo coloqué aquí, puedes disculparme con él, porque no tenía aquí cómo acomodarlo, a más de que poco lo quieren los pastusos: Te lo recomiendo mucho, mucho, y debes tratarlo bien como a un pobre oficial que ha servido mucho y mucho188.

¿Qué habría sucedido si al señor Patiño se le ocurre decir que por los hechos que rodearon a la muerte del Mariscal, Erazo y Sarria eran sospechosos; que en el meollo del asunto se encontraba la facción maldita del Salto de Mayo? Tal declaración habría sido “imprudente”; en acontecimientos posteriores José Hilario López (unido con Salvador Córdova, hermano del malogrado José María), en rebelión contra el gobierno de turno, le escribirá a Salvador, hablándole de unos enemigos que ha cogido presos: “¡mátalos, mátalos! Antes de que llegue el juez”189.

188 Una fotocopia de esta carta se encuentra en la página 135, Tomo I, del libro Asesinato de Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho del granadino Juan Bautista Pérez y Soto, obra ya mencionada. La carta es de puño y letra de Obando. 189 El Crimen De Berruecos. Asesinato de Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho, Tomo I, La Trama Infernal, Roma, Escuela Salesiana, Tomo II, 1924. Por su parte dice el escritor José Rafael Sañudo, terrible detractor del Libertador, refiriéndose al asesinato en la persona del general Sucre: "Fuertes pruebas hay de que Obando fue instigador del crimen. Y esas pruebas arman bien con el carácter sanguinario que tenía; pues no sólo traicionó a Agualongo y asesinó con traición a Benavides y compañeros sino que el 23 de abril de 1832, de Caloto, escribía al humanitario Salvador Córdova Fusile Usted, fusile Ud, fusile, fusile, fusile, antes que el gobierno ande con lástimas. Véase Estudios Sobre La Vida De Bolívar, Edt. Bedout, Vol. 186, Medellín, Colombia, 1980, pág. 476.

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Las telarañas del santuario Recordemos la bruja que aparece en Quevedo entre cuyas más valiosas posesiones que lega en testamento, figuran dos sogas de verdugo. Juan Eslava

Mientras tanto en Bogotá, el equipo del morrión colorado, temporalmente, se había impuesto a los del morrión verde. Se hallaban estas fervorosas barras en el punto más álgido de sus tensiones cuando una noticia acaparó la atención del momento: ¡Sucre ha sido asesinado! “¡No! Asesinado ¡no!”, respondieron enfáticos los fanáticos del bando de la división “Boyacá”, “sencillamente ha dejado de existir desde el momento mismo en que Longaniza abandonó el mando; lo cual es cosa bien distinta”. Por las circunstancias en que se habían cumplido los vaticinios de los “liberales”, algunos suspiraron: “Al fin se ha cumplido parte de las esperanzas del pueblo. Dios bendiga a López y a Obando, pues Obando era hombre de palabra y no de promesas, y cumplió el prodigio de hacer con Sucre lo que no se hizo con Bolívar”. Es de imaginarse el jolgorio, la iluminación patriótica interior que produjo en las cándidas almas del republicanismo triunfante el anuncio preclaro de aquel asesinato; basta con recoger el hecho, de que cuando la noticia llegó a Popayán, y López fue rodeado de eufóricos “constitucionalistas y verdaderos patriotas” el “ínclito regenerador de la Nueva Granada cinco veces consecutivas”, serena y pausadamente sostuvo en tan sublime instante: si el asesinato no se hubiera perpetrado en la provincia de Popayán yo lo habría festejado con un banquete. Los acontecimientos se desarrollaban vertiginosamente. Joaquín Mosquera fastidiado, había abandonado su cargo de Presidente para dedicarse a coleccionar objetos antiguos. Salió para EE.UU. y Francia donde podía encontrar sublimes rarezas; el general Rafael Urdaneta impulsado por las “terribles circunstancias” se echó encima el muerto de la redención nacional. Se iniciaba otro periodo de “regresión regenerativa pero ahora con retozos democráticos”, y don Rafael fue motejado por los “liberales” de Usurpador. En realidad Urdaneta había llegado por vía de la derrota fulminante propinada a los de morrión colorado, en el sitio de El Santuario. Urdaneta reunía meritorias condiciones para gobernar, ¡tenía carácter!; era uno de los Generales en Jefe con más larga trayectoria en la guerra de independencia por su lucha tenaz y constante contra los godos; quizás tan • 221 •

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fiel como Sucre al Libertador, y como el Gran Mariscal sobrellevaba la maldición, ante los ojos de los “liberales” ultraradicales, ¡de no ser granadino! El provincialismo impuesto por las tendencias paecistas y santanderistas lo había relajado todo; el localismo estaba tan arraigado en el corazón de los enfermos mentales del reformismo social, que hasta J. M. Restrepo catalogó a Urdaneta de faccioso, y en su historia no deja de atacarlo con terribles epítetos. Pero el gobierno de Urdaneta no fue represivo, no fusiló a nadie, ni frenéticamente sectario como sí lo serían los de corte “liberal”. Procuró Urdaneta calmar la efervescencia de los partidos y amalgamarlos, para establecer el orden y la disciplina. Pero este gobierno, como dijimos, no era granadino, su jefe era de los odiosos venezolanos y para completar “ilegal”. El ser ilegal jodía todo, aunque en aquel pandemónium la “legalidad” fuera la summa injuria, o la summa rareza que no se respetaba ni los santos evangelios ni a la madre que nos parió. “Si nos legalizan la lengua y la espada los jodemos a todos”, era la teoría del Binomio reconcomiado que bramaba insultos contra Urdaneta desde Popayán. Entre las primeras calamidades que confrontó este tembleco gobierno fue el de unos sutiles papeles que el jefe máximo encontró en su oficina. Estos papeles comprometían seriamente a Obando y López en lo relativo al Crimen de Berruecos.

Imploran que regrese... El 1º de julio se encontraba el Libertador en un modesto bohío de la costa, en Cartagena, al pie de un lugar llamado la Popa. Sitio fresco y tranquilo, situado fuera de los muros de plaza, y a unos 600 metros de altura. Desde allí, podía sopesarse “la extensión de los dolores futuros”. Rubén Darío, el más grande poeta de América le cantó, quizás, imaginándolo en aquella trágica situación: Hoy pasó un águila / sobre mi cabeza; / lleva en sus alas / la tormenta, / el rayo que deslumbra y aterra. / ¡Oh águila! / Dame la fortaleza / de sentirme en el / lodo humano / con alas y con fuerzas...

Son las nueve de la noche y en el bohío se oyen ruidos de carruajes que se acercan. Se abre la puerta. El Libertador como llevado por una fuerza sobrehumana, tenso, pregunta: - ¿Qué novedad traen? Eran el general Montilla y el señor Francisco de Martín. El primero responde: • 222 •

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- General, el Gran Mariscal de Ayacucho ha sido alevosamente asesinado en las montañas de Berruecos. Bolívar se da una palmada en la frente. Da unos pasos al azar. Se vuelve al centro de la sala; hace un gesto desesperado con las manos y dice en voz baja: “- Lo que faltaba, ¿qué les parece?”. Pide que lo dejen solo, sale afuera, y absorto se queda horas enteras expuesto al viento frío y húmedo. Tarde ya, comenzó a toser; contrajo la gripe que lo mataría. Esa noche escribió al general Flores que se cuidara, pues tal vez ahora intentarían contra él, y añadió: Esta noticia me ha causado tal sensación, que me ha turbado verdaderamente el espíritu, hasta el punto de juzgar que es imposible de vivir en un país donde se asesinan cruel y bárbaramente a los más ilustres generales y cuyo mérito ha producido la libertad de América. Observe usted que nuestros enemigos no se mueren sino por sus crímenes en el cadalso o de muerte natural y los fieles y los heroicos son sacrificados a la venganza de los enemigos. ¿Qué será de Usted? ¿Qué será de Montillla, y de Urdaneta mismo?

Para don Germán Arciniegas, que nunca ha escrito (ni escribirá ya) una línea que condene el horrible crimen de Berruecos, al parecer más triste es cuanto Urdaneta hizo contra el gobierno de Mosquera (pues le dedica varias páginas quejosas y amargas contra el Usurpador), que las consecuencias políticas y sociales que se derivaron del insólito asesinato en la persona de Sucre. Corría septiembre de 1830; una desesperada comisión partió de Bogotá con el propósito de detener al Libertador, quien iba decidido a irse de Colombia; pretendía esta comisión hacer que el viejo se volviera a encargar del mando supremo. Urdaneta no encontraba por dónde empezar, tal era el cúmulo de adversidades y peligros que confrontaba. Los papeles que encontró en su oficina eran los mismos que don Joaquín había tenido miedo de analizar. En uno de ellos estaban estampadas las firmas de Obando y López, encabezados por una petición para que se les abriera un juicio. Deseaban defenderse de las imputaciones que se les hacía. Para Urdaneta estaba claro, que entre las razones fundamentales que privaron en Mosquera para irse del gobierno estaba lo del juicio que pedían Obando y López para esclarecer lo de su situación legal. Aquellos papeles en sí eran una declaratoria de guerra civil. Así tuvo que entenderlo don Joaquín, pues no es difícil concluir esta suposición ya que el maldito pleito de la acusación contra Obando y López enervaba las pasiones en Pasto y ya habían puesto en pie de guerra a medio Sur. En virtud de estas acusaciones, Urdaneta exigió la presencia de estos dos señores en la capital y dar así inicio a un juicio. Esto implicaba que Obando debía dejar temporalmente el mando de su división al coronel Whitle, • 223 •

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y que por su parte López debía hacer lo mismo entregando el mando de la división que comandaba, al coronel Eusebio Borrero. El tomar esta determinación y dar comienzo a los procedimientos legales que requiriesen el grave caso, produjo un severo debilitamiento en el gobierno; el primero de ellos fue la entrevista que solicitó Posada Gutiérrez al Presidente. La situación era tan caótica que al gobierno no le convenía buscar un enemigo tan poderoso, precisamente por la región cercana al Perú, plagada de enemigos de Colombia. Hablaban Urdaneta y Posada bajo un cielo gris, flotando en el aire una luz moribunda, como si sólo ellos dos existieran rodeados por abismos infinitos. Dijo don Joaquín Posada Gutiérrez: - Las consecuencias de esa medida son muy peligrosas. Entienda mi general que estos dos hombres tienen en el país influjo suficiente y los medios como para eludir por la fuerza lo que contra ellos legalmente se sostiene. - Los generales Obando y López – le contesto de ipso facto Urdaneta -, o son culpables, o son inocentes, pero eso lo debe probar un tribunal. Es gravísimo establecer el precedente de que unos generales por el solo hecho de tener a su mando un ejército puedan hacer lo que les venga en gana. Ellos quieren que los sienten en el banquillo junto con media Colombia, quieren manchar con la sangre derramada en Berruecos a medio mundo y eso no lo podemos permitir. Posada guardó silencio. Se paseó nervioso de un lado a otro de la oficina y creyendo tener suficientes argumentos como para hacer variar de decisión a su jefe, añadió: - No se someterán, señor presidente. No se someterán. No lo harán sino en un juicio que dirijan sus copartidiarios. Ellos sólo pueden tener existencia política en un mundo de cómplices, y usted se acordará siempre de lo que le voy a decir: antes que sujetarse a jueces imparciales preferirán incendiar la República y morir con las armas en la mano. - Entonces - añadió el Presidente - ¿qué sentido tiene que usted y yo nos mantengamos en esta posición tan amarga, si es necesario transigir con soberanos delincuentes? ¿Acaso me he echado este muerto del gobierno para hacer lo que hizo Mosquera a quien el diablo se lo llevó, precisamente por débil? - Así es la política por la que tendrán forzosamente que transitar estos pueblos, general. Si son inocentes temerán que la justicia se tuerza, juzgados por hombres que se reputan como sus enemigos. Aunque así no lo sea, lo dirán, y sus copartidiarios los sostendrán. Este era el sentimiento generalizado y lo que más habría de pesar sobre el presidente de la Corte de Justicia, doctor Félix Restrepo a la hora de tomar una decisión. El pobre don Félix se encontraba además achacoso, averiado por los años, fastidiado por los desórdenes callejeros y la amenaza de una guerra interminable. La conversación con Urdaneta fue larga y contradictoria. Posada acabó por insistir que lo mejor era no hacerle juicio a nadie. Sostuvo lo siguiente: • 224 •

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- Se acusa también a Flores; por otro lado, el partido liberal ha tomado la cosa como suya, defendiendo a Obando y a López. En tal alternativa me parece mejor ver qué giros toman los nuevos acontecimientos. Este juicio, general, es tan difícil vuelto cuestión de partido, que no puede ser sentenciado sino por la opinión pública y por la posteridad. Para mí es indudable que Obando y López tan violentamente acusados no se someterán. No pudo evitar Urdaneta, dejar por sentado, desde su más alto puesto, que Obando y López eran los asesinos de Sucre, lo cual produjo la reacción obvia del grupo “liberal”. Los “liberales consideraron que el presidente estaba actuando de un modo totalmente parcializado contra dos elementos que representaban una posición básica dentro del movimiento llamado a encarnar los ideales de Santander. Absorto, al lado del coronel Posada Gutiérrez, Urdaneta se preguntó cómo habría actuado el Libertador frente a un caso como éste, y comprendió que Bolívar tenía una influencia enorme sobre sus tenientes, un nombre y una trayectoria que él no tenía. Entonces consideró que había suficientes oficiales probos en la Nueva Granada como para que ésta no fuese presa de la euforia bárbara de las turbas de partido; unos partidos que se estaban convirtiendo en protectores de bandidos y criminales. El mismo Urdaneta, había llegado al poder por la fuerza. Estaba allí porque era un militar de alto rango, y se había hecho temible en una lucha de casi veinte años. Su corazón no había conocido la paz jamás; un día de sosiego no conocía. El vértigo de las pasiones de partido lo había conducido donde estaba y muy probablemente iba a tener que salir de allí en medio de una horrible matanza. “Si Bolívar pudiera volver...”, era su obsesión. Ya Obando en el Sur proclamaba con insistencia que se le quería encochinar su limpia carrera política y militar. Decía con insistencia belicosa: “Yo no soy el hombre que esté disfrutando y apropiándome de los despojos ensangrentados del general asesinado; yo no he figurado ni he pretendido figurar en el Ecuador, en donde Flores es el primer hombre, ni estoy por pretender la viuda de Sucre, ni puedo pretenderla porque estoy casado, ni heredaré su inmensa fortuna”190. El tinglado que planearon Obando y Manuel Cárdenas se fundamentaría en la tesis de que Flores era el más interesado en salir de Sucre, pues éste estaba avecindado en Quito; pero resulta que en definitiva, así como Flores fue durante muchos años un dolor de cabeza para los “liberales” (estando establecido en Ecuador), mucho más peligroso resultaba un veterano y guerrero como Sucre para los intereses santanderistas. Además, téngase en cuenta que Sucre no era ecuatoriano, ni jefe del Ecuador, ni estaba designado en cargo político o militar alguno en esa región, de modo que encasquetarle a Flores la culpabilidad por el hecho de que iba a disputarle el mando, es algo muy discutible. 190 Apuntamientos para la historia, obra ya citada, pág. 289.

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No obstante entre los planes que Obando y López cocinaban ante una arremetida del gobierno de Urdaneta para hacerlos presos, estaba la de pasarse al Ecuador y ponerse bajo las órdenes de Flores (¡y lo harán!). Ya veremos cómo ambos detentaran grados militares con insignias ecuatorianas. Preocupa la mención que hace Obando sobre el uso inmoral de los despojos ensangrentados de Sucre, como lo atinente a la vida privada de la viuda a la que supone entregada a los galanteos de alguien que debe haber participado en el crimen, como también el hecho de considerar, en tan terribles circunstancias, el que la razón de este asesinato sea la de gozar de los bienes materiales dejados por el Mariscal. ¿Es que son estos motivos justificables para una acción tan vil? ¿Si hubiese Obando sido el hombre poderoso de Ecuador, y hubiera tenido interés de casarse con la esposa de Sucre, o de recibir su herencia, habría procedido de manera tan baja y miserable? ¿Qué mente puede plantearse, en unos escritos para la posteridad, repugnantes juicios y consideraciones para justificar el asesinato de un prócer tan extraordinario y virtuoso? En el Capítulo IX de sus Apuntamientos, sostiene que el complot para matar a Sucre, fue urdido bajo el consentimiento de Flores. Como ya se ha visto, hay, durante el mes de mayo, una permanente comunicación entre estos dos caudillos: A Obando se le informa que han llegado a Pasto, en comisión desde el Ecuador dos personajes, uno de nombre el Tuerto Guerrero y un individuo de apellido Torres. Llevan una carta para Flores. Obando sostendrá dos años más tarde, que este tuerto traía la partida de asesinos que mataría a Sucre. Es muy probable que en la partida se encontraran los “extranjeros” que Erazo y Sarria colocarían en el monte para accionar los certeros disparos. Dice Obando que él llegó a Pasto el día 29 de mayo. Y añade en sus Apuntamientos que el día 30, encontró a Apolinar Morillo quien había sido echado del Ecuador por Flores. Que el 1º de junio llegó a Pasto un tal capitán Zárraga con otra carta de Flores, encareciéndole le dejase Pasto libre para el paso de tropas, todo dizque para llevárselo a él amarrado para Quito. El día 5 de junio, a las siete de la mañana, dice haber recibido un papelito de Miguel Erazo, fechado en su casa de Olaya, donde se le participa que habían matado a Sucre. Anonadado, cree que se trata de otra abominable acción de Juan Andrés Noguera; y así se lo anuncia a Flores, despachándole una comisión, donde aprovecha y le envía también una carta particular. Lo insólito es que Flores no asiste a la cita convenida en Tulcán y afincado en Quito, durante todo este tiempo, decide posteriormente trasladarse a Guayaquil. Al conocer este inusitado desplazamiento de Juan José, Obando sufre un ataque de indignación. No hay duda de que lo hizo adrede Flores, para dejarle el muerto a él solo. Sus palabras parecieran echar espuma: “No puedo dar idea de lo que me irritó aquella felonía, no por lo que a mí me importara que el general Sucre viviese o dejase de vivir, sino porque comprendía demasiado bien la mano escondida e interesada que había cometido desde Quito aquella atrocidad y la malicia y la bellaquería • 226 •

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con que se había escogido para la ejecución del crimen el terreno que había servido de teatro a mis operaciones militares, con la dañada intención de hacer recaer sobre mí las primeras sospechas y apartarlas de su lejano y verdadero autor”191. Juan José le había echado una vaina muy grande. Hasta el mismo Flores (esto es muy curioso) me dice de Guayaquil, contestándome la carta en que le comuniqué la muerte del general Sucre: que por allá no había faltado quien me quisiese atribuir aquella muerte, pero que él me había defendido enérgicamente, y que esperaba que en retribución también le defendiese yo por mi lado, si hubiese quien quisiese hacerle a él autor de este delito192.

Flores y yo somos dos personas, a quienes, después de pocos momentos de meditación, estuvo ya prohibido dudar de quién había sido el asesino de Sucre, porque, por buena lógica, uno de los dos ha de haber sido: si fue él, lo debe saber por esta razón, y si fui yo, también lo debe saber, porque sabe que no fue él: y si, por hipótesis, él tenía conciencia de que yo había sido, ¿cómo trata de formar pactos de recíproca defensa con el asesino?193. Pero aunque le enfurecía que Flores sin ton ni son hubiera escogido como escenario del crimen, un lugar tan distanciado de sus propias operaciones, siendo que él había cumplido a cabalidad lo ya acordado, Obando, no concibiendo la magnitud del embrollo en el cual se ha metido, decide, de momento, echarse por completo el muerto sobre sus hombros. Asesinado Sucre, Obando bajó a Popayán para seguir los pasos de su formidable plan; lo tenía escrito en la sangre: hizo correr la voz que había llegado la hora de agregarse al Ecuador, pues era la manera de hacerse fuerte mientras buscaban el modo de eliminar a Urdaneta. La posición de Flores era francamente hostil a cualquiera que fuese sucesor de Bolívar. Obando decía que la táctica consistía en aprovecharse de Flores. Fue así, como le escribió a Juan José pidiéndole ayuda y soldados; le pidió “una turquesa para hacer balas y unos clarines del parque mismo que nos acababan de robar en Pasto. Todo me fue negado; yo disimulé, lo apunté en mi memorándum y no le pedí más”.194 ¿Podía pedirle a quien ya le hubiere traicionado tan descaradamente?

191 Ibíd., pág. 165. 192 Esto conforma un típico razonamiento de la clase de los "liberales" latinoamericanos. Por ejemplo, Santander desde Europa escribió a Páez - después que éste había eliminado al Libertador - donde le decía, que él lo estaba defendiendo muy bien en el Viejo Mundo de muchas calumnias; entre líneas le quería decir: "Haga usted lo mismo: Defiéndame, colega". 193 Apuntamientos para la historia, obra ya citada, pág. 171. 194 Ibíd., pág. 187.

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El Trinomio del Sur

Las épocas y los hombres de fe fueron siempre crueles con los adversarios, por considerar la discrepancia, crimen. Solamente es tolerante el escepticismo.

Lucas Ayarragaray El general Rafael Urdaneta no tenía la paciencia de don Joaquín Mosquera. Muchos esperaban que tuviera el coraje de salir de Bogotá y someter a los bandidos de Pasto en sus propias guaridas. Pero de la capital era difícil salir. Entonces comenzaba a maldecir su situación; golpeaba las puertas, blasfemaba y lanzaba cuantos improperios podía contra aquellos enemigos donde su brazo no llegaba. Escribió al coronel Murgueitio pidiéndole que liberara al Cauca de los monstruos Obando y López; el binomio que la oprimía y deshonraba. Murgueitio (“general teólogo”, según Obando) era poco lo que podía hacer contra unos señores que tenían un enorme ascendiente sobre la gente del lugar, ya fuera porque les temían o porque en verdad creyeran que eran los enviados del Señor para protegerles y darles prosperidad, paz. Obando, que no perdía tiempo, en circunstancias tan apremiantes, se movió: adoptó el sistema de formar juntas que deliberasen sobre la situación del país. En Buga, una de estas juntas decidió desconocer al gobierno de Urdaneta, y de ella José María emergió como Director de Guerra con Facultades Extraordinarias. José María estampó su firma, refrendando el compromiso que adquiría aquella junta. La misma asamblea nombró como segundo jefe militar a José Hilario López y sostuvo que los cargos de estos denodados patriotas debían ser activos hasta el destronamiento de Urdaneta. El general Posada, en los polvorientos caminos del sur, y a la cabeza de unas tropas azarosas y tristes, leyendo los informes que le llegaban de Buga, decía que se estaba erigiendo una dictadura contra otra, en medio del maldito juego de las palabras y que era necesario escoger entre una de las dos. A la larga él acabaría decidiéndose por la de Obando, pues éste era granadino. Es decir, estaba constituida una fuerza que enfrentaría al gobierno central forjada de los peores elementos proditorios e ilegales (los que se achacaban a Urdaneta). Ahora sí los “liberales” contaban con la concreta representación de las armas, y armas feroces, sin las cuales no se puede sustentar ningún sistema político en América Latina. Casi todos los eminentes granadinos comenzaron a vacilar; el asesinato de Sucre revelaba que las cosas iban en serio. Domingo Caicedo creía que podía sacar de entre el lodo de las infamias y los revolcones constitucionales el título de vicepresidente, el cual casi nadie sabía si en verdad podía detentarlo. • 228 •

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Comenzó a pensar que probablemente lo que se había hecho en Buga era más legal que lo ejecutado por Urdaneta en Bogotá, pues para enfrentar una dictadura justo era que se organizara otra y que fuese en el campo de batalla donde se decidiera la suerte de un legítimo y auténtico estado de derecho. - Ahora es cuando comienza la verdadera independencia - dijeron los Directores de la Guerra en Buga. Que Obando estaba en tratos con Flores, y según como soplaran los vientos buscaba acomodarse en aquel mundo erizado de peligros, lo confirma él mismo en sus Apuntamientos cuando dice: “Para hacer más seguro el adormecimiento de Flores, abrí comunicación con él como autoridad de quien ya dependía”. Aparentaba revelarle su situación de apremio y fue cuando le pidió una turquesa para hacer balas y clarines. Es decir, no era broma que reconocía la autoridad de Flores. Estos dos hombres tenían bajo la manga la jugada formidable (para en caso de que fallaran los planes que cada uno maduraba a espaldas del otro), hacer recaer sobre el más lerdo la culpabilidad del horrible crimen. Obando hacía ascos de los pruritos hipócritas de la gente y alzando la cresta decía a sus conmilitones que en aquella vaina todos estaban manchados de sangre, que a qué carajo venía tanta hidalguía si la hidalguía misma se asentaba sobre las masacres inferidas al contrario; que a qué carajo, tanto amor por la humanidad en nombre de la libertad, cuando por ella habían acabado con la honorable vida de su padre; que de Bolívar para bajo todos eran unos asesinos. - La santa puta hipocresía esta incrustada en todos los pensamientos, en todas las mentes y en todos los actos. La mentira, la cicuta y el puñal siempre han triunfado. Posada no se hallaba muy lejos del teatro de los acontecimientos de Buga; encontrábase en Neiva y muchos esperaban que de un momento a otro se abalanzara sobre los “forajidos del Cauca”; pero andaba caviloso, confuso, profundamente afectado desde que Bolívar tomó la determinación de irse del país. Ya López se había movido para envolverle y en el pueblo de Quilichao expidió una proclama, en la que amenazaba con “la guerra más cruel que jamás se haya visto o imaginado”. Obando se mostraba más cauto, y más bien aconsejó a su amigo que no se desmandara. A José María le habían llegado noticias equivocadas en el sentido de que el Libertador se había dirigido a Bogotá, pues el “viejo” era verdaderamente duro, y de su alma diabólica o sagrada según del lado que se le mirara, podía esperarse cualquier cosa. Entonces José María comenzó a actuar de una manera doble, de modo que si las circunstancias en las que iba embarcado le fallaban, él pudiera acogerse a alguna forma de perdón, pues siempre podían esperarse de Bolívar actos de extraordinaria generosidad. Esta perdonadera del Libertador era tal vez un mal de la vejez y del cansancio, los desengaños de la guerra y la política. El perdón que Bolívar le podía otorgar en los difíciles momentos de su vida, habíasele convertido en una de las más preciosas divisas de su causa. • 229 •

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Mientras ocurren todas estas convergentes amenazas contra el gobierno de Urdaneta, Flores se dispone a quemar también sus naves. No ve ninguna otra solución para salvar su pellejo sino declarar independiente al Ecuador, lo mismo que ha hecho Páez en su propio patio. Se autonombra Presidente. Como medida preventiva, Urdaneta para lograr la estabilidad de su gobierno y coger por el sur a los eternos sediciosos de Pasto y el Cauca, envió agentes al Ecuador para revolucionar aquel departamento y hacerlo seguir bajo sus órdenes. Flores, educado como Obando en las tretas dobles y sorpresivas, experto en providencias divinas y buen sabueso husmeador, pudo descubrir las redes que se le tendían. Estaba Flores entre los tentáculos de Urdaneta y el Binomio Obando-López con el que podía hacer tratos, aunque de él desconfiara mucho. A Obando siempre le había madrugado Flores. Cuando quisieron meterle tropas por Pasto, Flores se adelantó y declaró a este territorio parte del Ecuador “por deseo y consentimiento de sus propios pobladores”. Es muy probable el que esta decisión de Flores formara parte de los planes que él había acordado con López y Obando para salir de Urdaneta, pues bien difícil era para su gobierno mantener el control de una región que por mucho tiempo había estado bajo la égida de Obando. Es así como el Binomio del Cauca se transforma en Trinomio del Sur. Habiéndose declarado a Pasto territorio ecuatoriano, Obando astutamente se replegó hacia Popayán. El sur estaba incomunicado, y ahora era claro que Urdaneta no podía contar para nada con la ayuda de Flores. Bien sabía José María que con Urdaneta no podía llegar a ningún acuerdo. Urdaneta no era Bolívar a quien le podían sacar perdones tan fácilmente. La jugada impresionante que entonces hace Obando lo delata completamente: determina que la región de Popayán sea también parte integrante del territorio ecuatoriano. Declara: “el circuito de Popayán se agrega libre y espontáneamente al Estado del Ecuador, bajo su sistema constitucional y leyes que lo rigen, sometiéndose al Jefe de Estado... El circuito de Popayán reconoce con placer y acuerdo con el Estado del Ecuador, al Libertador Simón Bolívar como protector y padre de la patria, en los mismos términos que lo ha reconocido el estado de Ecuador”. El complot del Trinomio (Infranqueable) del Sur, pretendía fundar un cuarto estado- con el territorio de Pasto, el Cauca y Antioquia y la banda occidental del Magdalena -. Aquí es donde no puede ser más clara la participación de los tres en la eliminación de Sucre. Pero la categoría de los delitos cometidos era de tal magnitud y los poderes ostentados por Obando y López se ejercían en territorios y circunstancias tan disímiles a la vez que distantes de los representados por Flores, que las sospechas, la desconfianza y el recelo estaban a la orden del día; en este sentido más seguro se hallaba Flores y naturalmente éste no quería sacrificar su seguridad. Posada seguía vacilando en su puesto de Neiva. Cada vez más pesaban sobre él unas palabras que Domingo Caicedo le había dicho en la capital: • 230 •

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“- Usted y yo somos granadinos y no venezolanos”. Posada no dejaba de pensar en esta contundente expresión. Le parecía en verdad algo irrebatible. Oyendo decir que López se acercaba, era tal el desgano que sentía, que comenzó a buscar el modo de entenderse con aquel granadino; lo malo era que ahora se había hecho ecuatoriano. Pero Flores no estando seguro de su posición, envió un agente suyo, el comandante Manuel Guerrero, natural de Pasto, para que investigara cuidadosamente la verdadera conducta de Obando, pues se hacía proverbial la prodigiosa versatilidad de este caudillo. Interrogado luego por Flores, Guerrero nada en claro pudo obtener de las miras de Obando, pues le explicó que sus expresiones en todo sentido eran una verdadera miscelánea. Tan pronto hacía la apología del Libertador, como le prodigaba los títulos de tirano, de déspota y sanguinario; que lo mismo decía con referencia al general Flores. Había momentos, dice Guerrero, que presentaba a Flores como un verdadero amigo de quien había recibido grandes beneficios, y en fin como a un verdadero liberal, pero de pronto variaba de opinión y lo hacía aparecer como ambicioso, intrigante, y ciego agente del tirano Bolívar. - La revolución del Sur es de esperarse - le dijo Obando a Guerrero porque Bolívar ha dejado aquí en Popayán un doctorcito, pero no hay por qué temer; la acción de la Ladera me ha salvado para la historia. Se sabe muy bien cuánto tuve que hacer para salvarme de la cuchilla sangrienta de mis enemigos. Ahora está pasando lo mismo. Sepa usted - dijo dirigiéndose, como si ya supiera que iba enviado por el mandamás de Ecuador para vigilarle -: que Flores no ha respondido mis cartas, y esto muestra a las claras que está procediendo conmigo de mala fe. Yo en una ocasión le dije qué era lo que debía hacerse con Sucre, que había mil modos de impedir que llegara a su casa, y no me respondió. Más franco no podía ser, siempre dejando sobre mí la peor parte de los encargos. Entonces no es fácil saber a qué atenerse con una persona así. Algunos historiadores que han salido en defensa de Flores, han dicho que la alianza temporal que asumió con Obando y López en los días del gobierno de Urdaneta se debió a lo inseguro de su posición. Que fue una jugada política para salir del atolladero en que se encontraba; que la muerte de Sucre probablemente le beneficiaba sin que él jamás se propusiera ejecutar tan abominable maldición. Es necesario entender también que Flores no era un hombre de sólidos principios morales; era sencillamente un militar sagaz, que sabía sacar provecho para su particular partido de los errores y debilidades de los demás. Veamos más de cerca estos embrollos: Flores aceptó contento la segregación que hizo Obando de la región de Popayán, y a una protesta de Urdaneta replicó que su gobierno era legítimo. Era la segunda vez que Obando vendía sus propósitos revolucionarios a una nación extranjera. Es difícil que los panegiristas de Obando (como Luis y Sergio Martínez Delgado, y Horacio Rodríguez Plata), que siempre han sostenido que el asesinato de Sucre fue obra de Flores, puedan justificar el procedimiento • 231 •

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de José María, de anexar Popayán al Ecuador y ponerse bajo las órdenes del supuesto asesino del Mariscal. La desesperación estremecía a algunos fervorosos seguidores del Libertador. Angustiados porque Bolívar no se decidía a tomar el gobierno comenzaron a llamarlo cobarde. Claro, él no se inmutó por estos insultos productos de la torpeza. Más bien, una piadosa sonrisa, brotaba de sus labios. Serenamente decía: “Yo dejo a mis amigos el campo libre para que realcen su valor, su carácter y su talento. Con esto proporciono el único bien que ellos necesitan; y los alivios de la carga de amar y de servir a un ingrato... Yo entiendo esa frase que perdono, porque es el grito de la desesperación y de la torpeza”. Detrás de Bolívar, no obstante las furiosas críticas de algunos de sus amigos (que no se atrevían ellos mismos a exponer el pellejo, sino que querían que todo lo hiciera él, hombre moribundo, a las puertas del sepulcro), iban soldados y oficiales de toda la extensa Colombia procurando testimoniarle las expresiones más fervorosas de sus corazones. Uno de aquellos oficiales, surcada la cara por hondas cicatrices, se acercó al Libertador y le dijo: - Al fin y al cabo moriremos todos, ¿no le da esto algún consuelo? - Que va amigo. La muerte misma entre nosotros es inútil como consuelo alguno. La muerte de nuestros enemigos no trajo ningún bien, ni tampoco lo traerá, lamentablemente, la nuestra. Lamento haber peleado contra los españoles, porque este pleito ha revelado una categoría de monstruos que quizás habrían permanecido serenos si jamás hubiesen escuchado hablar de patria, de libertad o progreso. En Turbaco, el 2 de octubre, Bolívar, próximo a la muerte, veía con absoluta claridad la situación de Colombia. En el papel que ejecutaba Urdaneta lo veía desvariar como un novato soldado, entonces le aconsejó que asegurara fuertemente la posición en Neiva y Antioquia antes de que Obando y López la pudieran tomar. Que después de esta acción obraran inmediatamente sobre el Valle del Cauca. Urdaneta estaba petrificado por las dudas. No actuaba, no se movía de la capital; cuenta demasiado con lo que harán O’Leary, Montilla, Justo Briceño y Posada. A mediados de octubre el Libertador se detiene en Soledad; después siguió a Barranquilla, donde ve con nitidez asombrosa cuanto está devorando al gobierno de Urdaneta: la confusión, la ineficacia de sus golpes contra el enemigo que ciertamente le está acorralando. En efecto, Urdaneta aconseja a O’Leary que no se bata con Obando y López pues son muy poca cosa. Confiaba en las operaciones de Posada que ahora se había trasladado hasta La Plata. Por otro lado enfrenta disensiones internas con altos oficiales, por ejemplo, con el general Justo Briceño. Posada está cada vez más confundido y aburrido de lo que hace. A veces no quiere sino irse a casa. Claro, Urdaneta no sabe de las dudas que devoran a este general y más bien deposita en él una ilimitada confianza. • 232 •

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- No lo crea usted. Aquí los hombres están acostumbrados al sistema español, y no hay poder bastante fuerte para contrariar unos hábitos que están arraigados en el corazón... Todavía el 7 de diciembre, Urdaneta tenía esperanzas de que Bolívar se encargara del gobierno. Trastornado por las grandes adversidades le escribe: “Mucho siento que su salud haya sufrido; pero me alegro infinito al ver que, según Usted me dice, se va reponiendo... Venga a tomar las riendas del poder, cuando no por mucho tiempo, al menos por el preciso para medio componer esta república y salvar sus glorias y a su amigos”. Pero no era sólo Urdaneta, mucha gente contaba con que el Libertador podía producir un milagro y hacer regresar a Colombia a sus días felices: a los cortos días que siguieron al triunfo de Ayacucho. Seguía diciendo Urdaneta en una implorante carta donde es fácil imaginar los gemebundos suspiros que exhalaba al escribirla: “¿Qué dirá de Usted la posteridad si ahora nos abandona a los horrores de la guerra civil que sólo Usted puede conjurar? Usted está en el caso de asegurar y aumentar sus glorias salvando a Colombia de los males que ahora, más que nunca le amenazan: a Usted le es fácil hacerlo, si no, sus glorias adquiridas antes, quedarán sepultadas en las ruinas de la patria que Usted rehúsa salvar”. Aquella carta no llegaría a leerla Bolívar, aunque desde el altar profético de su lecho de moribundo lo vio con extraordinaria claridad: “Yo profetizo - había dicho- que el actual gobierno no alcanzará el día en que se elija el nuevo presidente, a menos que Usted (Urdaneta) desenvuelva su carácter y se defienda como un desesperado. Tenga usted entendido que se ha observado en la historia, que en todas las guerras civiles ha vencido siempre el más feroz o el más enérgico, según la acepción de la palabra”. En este sentido las fuerzas paramilitares de Obando y López le llevaba un gran terreno ganado a Urdaneta. Ya Bolívar en sus sueños proféticos, donde poco ya le importaba el destino de una tierra a la que no pudo organizar porque no era ya tarea para humanos, veía coronados y aclamados en la capital a Obando y López. Bolívar le decía a Urdaneta que no le quedaba otra salida sino dejar el país o deshacerse de sus enemigos, porque la vuelta de éstos iba a ser espantosa. Que el único modo de que Urdaneta se mantuviera en el poder era a costa de la sangre de sus enemigos, sin que este inmenso sacrificio fuera a contener las disensiones ni a traerle felicidad ni honor a nadie. Urdaneta no estaba en condiciones de escuchar consejos y seguía escribiendo con una paranoia enervante al Libertador: “No dejaré nunca de patentizar a U. la necesidad que tiene Colombia de verlo a su frente: siempre le instaré porque haga este nuevo sacrificio en bien de la patria y de la humanidad. Por Dios venga U. pronto, pues de lo contrario nos vamos a anegar en sangre, y U. será responsable porque estando en sus manos no lo impide...”. Se estremece, implora, aprieta el puño y lanza miradas de infinito dolor a la imagen poderosa del Libertador que como una sombra de muerte se encuentra todavía en su despacho: • 233 •

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- ¡No puedo creer que la respuesta del Libertador sea una negativa porque ya le he pintado de mil maneras nuestra situación y los males a los que estamos expuestos! Bolívar del otro lado de esta cortina de espesos y siniestros temores le repite: - Aplique grandes remedios a grandes males y si no, emigre. Ya no puede más lidiar con venezolanos y granadinos el Hombre de las Adversidades y deja este mundo el 17 de diciembre, a la una de la tarde. El rumor de las quejas frente al mar es muy tenue. A lo lejos, en medio del espantoso tiempo, se ven entre el polvo y el vaho del mar, jinetes que a toda prisa traen más documentos. Es un viernes como tantos otros, pero con sordos clamores en el ambiente. Al fin el sol rojo de la redención y ondean incesantes los pabellones líricos de la eterna libertad: yermos los campos, enloquecidas huestes, azotes humanos; los cuernos de la estupidez llamando al sarao... tribus, la cosecha de la rapiña, el terror, los zarzales del vicio y de la intolerancia; lo que corre por nuestras venas: Alcohol, cobardías y miserias... la estridencia de esas bocas enfermas de insolencia y vacuidad; asambleas plagadas de asaltantes, tribunales de degüellos, la gavilla de los lobos rabiosos, las asonadas, ogros con facultades omnímodas, el histrionismo cruel y servil, los bufones entretenidos en las esquinas con puñales desenfundados riendo a carcajadas; la sórdida vaciedad del alma, la plebeyez enfurecida, la vileza desbocada y la lúgubre vastedad del pillaje y del desorden... Mediante una colecta pública se compran ocho tablas para hacer el cajón. Es un cajón pequeño, cabe cómodamente los restos sublimes del hombre que llenó de gloria y admiración al Nuevo Mundo. Han salido a buscar una camisa (prestada), que nunca devolverá aquel cadáver. El pueblo vuelve a sus quehaceres de tristeza y servidumbre. Nadie sabe para qué hubo tanto guerrear; para qué se hicieron tantos alardes de independencia; qué será ahora del pedazo de tierra que ocupamos: ¿pertenece a Páez o a Obando? Lo importante es que ha dejado de existir la causa de todos los males: el Genio del Mal, Longaniza, la Torcida de la Discordia, el Opresor de Colombia, el Sátrapa Soberano, Vesubio Enfurecido, el de las malditas correrías; Tirano en Jefe, el hombre vil e hipócrita que por tanto tiempo estuvo traicionando a Colombia. Por fortuna, Obando el Bueno, el émulo o par de Viriato o de Agualongo, de fríos ojos y bigotes lacio y de gallardo porte anglosajón, siempre de vistoso paño militar; frente alta, tez blanca, de porte solemne, de sangre ilustre, en cuyo corazón vibran tantos nombres magníficos; la única espada liberal que de veras consiguió humillar al Coloso, sin pizca de mancha plebeya (como sí la tiene en grandes cantidades el general Flores) va a sacar a la patria del marasmo en que se encuentra. Para ello cuenta con la poderosa Perú y Ecuador, el más genuino de todos liberales de Hispanoamérica: Francisco de Paula Santander. Urdaneta continúa en sus ilusas imploraciones. El 21, a cuatro días de muerto la “Torcida de la Discordia”, envía otra desgarrada petición: - La indecisión de Vuesa Excelencia a aceptar el mando que le han conferido los pueblos de los Departamentos del centro de la República, complica más • 234 •

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los negocios cada día, y hace más difícil la posición del gobierno actual. El objeto del pronunciamiento de estos pueblos ha sido muy particularmente la integridad nacional y esta empresa sólo es dada a Vuestra Excelencia realizar. Confieso francamente que carezco de fuerzas para llevarla a cabo. Mencionaba entre otras cosas Urdaneta, la estrecha relación que mantenían Flores, Obando y López: Tenía yo la mayor confianza en que el general Flores, si no se declaraba en favor del cambiamiento de este gobierno por lo menos no le sería adverso, y veo con dolor que él con las palabras y con los hechos se manifiesta enemigo. Se nos insultó en los periódicos de Ecuador y del Azuay, y al mismo tiempo se protege a las agregaciones del Sur de Pasto, los Pastos, Iscuandé del Departamento del Cauca, sin contar en nada con este gobierno, y por lo mismo desconociéndolo... Ruego por tanto a V.E., por cuarta vez, para que acepte el gobierno y venga cuanto antes a hacerse cargo de él...

Pero el muerto ya no habla, ya no escribe, no piensa, no responde a los clamores de un mundo. Muchos siguen creyendo que aquel cadáver todavía puede salir de su tumba y componer a Colombia. Lo llaman de Bogotá para que se ponga al frente de 25 mil hombres, lo insultan en Europa, lo vituperan en el Sur, lo escarnecen en Maracaibo, lo maldicen o lo aclaman y estando ya enterrado a tres metros bajo tierra no se entera. “Un trueno sordo - dice Posada Gutiérrez -, semejante al que en el Chimborazo anuncia un inmediato terremoto, corrió de un extremo a otro de la república: ¡Murió el Libertador en Santa Marta! y todos quedamos aterrados. La confirmación oficial de la infausta noticia nos anonadó”. Dice Posada que resonaron también en sus oídos las palabras del general Caicedo: “Amigo, la causa de Colombia está perdida y recuerde que somos granadinos”. Lo que más le impresionaba a Posada era que Bolívar muriera exactamente el mismo día (del año 19) cuando se sancionó la ley fundamental que proclamaba la República de Colombia. López y Obando marchaban confiados, a la cabeza de mil hombres sobre el valle del Cauca. El general Murgueza, bajo las órdenes de Murgueitio salió a hacerles frente. Obando, cuidando sus posiciones había dejado una fuerte partida en Patía, para asegurarse las espaldas en caso de una retirada. Ya entonces en El Tambo, Timbío, Popayán y pueblos circunvecinos la consigna generalizada era: “¡Muerte al gobierno usurpador y tiránico de Urdaneta!”. Las fuerzas de Murgueitio eran apoyadas por el pueblo de Cali, pero en esencia, como siempre ocurre en estas circunstancias, los pueblos pueden hacer muy poco si no hay un carácter recio y decidido que los guíe. Por otro lado, como hemos dicho, las indicaciones militares que Bolívar había dado a Urdaneta no se cumplieron, de modo que la expedición de Posada • 235 •

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estaba destinada al fracaso, y éste no hizo otra cosa que dar tiempo a que Obando y López se hicieran fuertes, inexpugnables. Bolívar había indicado que para entrar al Cauca debía hacerse por el Quindío, que si se iba por La Plata (como lo había decidido Posada) estarían las operaciones arruinadas. Obando y López hicieron un amago de ataque al pobre Posada, lo desconcertaron, y de inmediato cogieron hacia las posiciones de Murgueitio. De antemano Obando había conseguido infiltrar importantes batallones del ejército del gobierno, como el Cazador de Bogotá, por ejemplo. El 10 de febrero atacó ferozmente a Murgueitio en la hacienda de Papayal. El comandante del batallón Cazador, Vicente Bustamante, se emboscó y no teniendo suficientes tropas fue destrozado. Bustamante cumplió perfectamente su función de traidor, estaba en combinación con López y Obando. Dice el historiador José Manuel Restrepo que Bustamante vio sin rubor como sacrificaban a sus compañeros de armas que luchaban fieramente a las órdenes del capitán Reyes. Allí las fuerzas de Obando dejaron unos setenta hombres muertos y se apoderaron de cuanto llevaba aquel destacamento. Como solía hacer Obando en estos casos, de inmediato expidió en el propio campo de batalla un honrosísimo certificado donde testimoniaba el valor y la gallardía de Bustamante. Era similar a los ya expedidos, en circunstancias parecidas, a favor de Erazo, del “negro” Juan Noguera, Sarria o Apolinar Morillo. No obstante Bustamante jamás pudo deshacerse del fantasma del crimen que había cometido, en 1840 tratará de lavar un poco esta mancha uniéndose al gobierno de turno y enarbolando banderas en contra de otra revolución propagada por Obando. Este triunfo en Papayal dejó expedito el camino para que López entrara sin oposición alguna a Cali. Cuéntase que el pueblo cedió con repugnancia ante la presencia del Binomio. De inmediato Obando procedió a la consabida “limpieza” de los cuerpos militares. Ordenó el fusilamiento de los capitanes Quintero y Reyes y a poco de tomar esta determinación, golpéandose las manos como quien se quita polvo, dijo: - Es para que el pueblo escarmiente y coja algo de miedo. Mucho se dijo entonces que el ajusticiamiento de Quintero tenía una razón muy clara, pues éste había dado una declaración en el sumario del “fastidioso Crimen de Berruecos”. Más tarde Obando hubo de confesar que pensó quitarles la vida a los oficiales que habían sido hechos prisioneros en Papayal y que habían participado en la batalla del Santuario, lugar donde había expirado el gobierno de Joaquín Mosquera. Pero no lo hizo sino que se conformó con hacer jugosas confiscaciones; hizo vender y gastar nos dice Restrepo - un cargamento de mercancía del comerciante Lloreda; “éstas se disiparon fácilmente y costaron después una suma considerable a la Nueva Granada”195. 195 Apuntamientos para la historia.

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Camino de la capital, envalentonando con este triunfo y viendo que indirectamente Posada le daba campo franco a sus procederes, Obando mandó una intimación al coronel Castelli, estacionado en Antioquia. Este es uno de los momentos estelares en la carrera militar y “política” de José María. Cuando se ve llamado asesino, cuatrero y asaltante de caminos por quienes le hacen oposición, se yergue a alturas que sólo Bolívar había alcanzado en la Nueva Granada. Su divisa, la de los “liberales” con Santander a la cabeza, la patenta con gestos de fanatismo mahometano. Se cree un profeta. Ya ha previsto que nadie podrá contenerle. Su sonrisa es plena; su alma, la siente colmada mucho más de lo que aspiraba. ¿Qué podía imaginar él, siendo un muchacho atribulado y loco en Popayán, admirando las insignias realistas de su padre, que podía llegar más lejos que don Sebastián de la Calzada, que el obispo don Jiménez de Enciso, que La Mar, hombres cuyas luces le quitaron tantas veces el sueño? Ahora su figura despedía tonalidades insospechadas: era él, el sostén mismo “del mayor representante de los ideales republicanos de la Nueva Granada”: Francisco de Paula Santander. En esa tensión que le quema las sienes piensa que cualquiera sea el título que se le endilgue ya nada lo podrá borrar de sus ínclitas proezas militares, superiores a las más gloriosas llevadas a cabo durante la guerra de Independencia... “¿Qué me importan los clamores de los bolivios? Hoy sólo deseo reír en medio del más grande desprecio que siento por mis enemigos; a todo los desafié y a todos los vencí y los venceré siempre”. Su fabuloso plan, el que lleva escrito en la sangre desde su nacimiento ha funcionado perfectamente, y allí, en Antioquia recibe una carta de felicitación de su amigo Juan José Flores, quien todavía no le había enviado la turquesa. Era una carta donde reclamaba “con el mayor ahínco mi amistad con las protestas de sinceridad y cordialidad que tanto prodiga la perfidia”196. A medida que avanza esta mole va devorando las endebles fortalezas que aún defienden a Urdaneta. En Iscuandé capitula el coronel Francisco García. En realidad, este coronel perdió la razón al ver que Colombia se desintegraba de modo irremediable y al reconocer que Bolívar no podría resucitar y que Obando acabaría por ser el mandamás de Nueva Granada; ante este absurdo y esta realidad, acabó por darse un pistoletazo el 24 de marzo; lo que más le desquició a García, fue que la gente que hacía poco había estado sirviendo a su mando, salía ahora a dar vivas al poderoso caucano. Posada seguía seducido y obnubilado por las palabras de Caicedo: “La causa de Colombia está perdida y recuerde, amigo, nosotros somos granadinos”. Restrepo añade que además de la fuerza de estas palabras, pesaba la derrota inferida a Murgueza en Cali, y que entonces sin haber disparado un tiro, Posada emprendió retirada de La Plata a la ciudad de Neiva. Profundamente confundido envió una comisión a López proponiéndole un armisticio. 196 Apuntamientos para la historia, pág. 195.

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“Después de todo - iba justificando sus pasos - López es granadino...”. Transmitió esta vaga opinión al palacio de Bogotá, la cual fue improbada con mil maldiciones por Urdaneta: ¡A dónde se ha llegado, carajo...! Pero los ánimos eran confusos, pues mientras Posada no dejaba de pensar que era granadino, Francisco Soto presidente vitalicio de todos los Congresos y convenciones de Colombia, padre putativo del partido “liberal” y secretario ad aeternam de Santander, sostenía que Colombia todavía era una sola, “pues Venezuela y Ecuador no habían pedido oficialmente la separación”. Viendo Urdaneta defecciones en casi todas sus tropas; la derrota de Murgueza, las constantes intimidaciones de Obando y López y la ambigua posición de Posada, decide desenvainar él mismo su espada. Recuerda la frase del Libertador: “A grandes males, grandes remedios”. Apenas comenzaba a dar órdenes, cae en vacilaciones o divagaciones sobre lo legítimo de su poder. Entra en dudas, en las sospechas irreverentes de sus más íntimos camaradas: la depresión lo paraliza: “la rebelión de Obando es ilegal y no puede perseguir para Colombia ningún bien que no sea el provecho miserable de un partido. ¿Pero qué hago aquí, cómo me sostengo? Estoy en el vórtice de un espantoso lío”. Y viendo su situación con franqueza, comprendió que era un tirano, pero un tirano que iría a inmolarse por una banda de cabrones que no querían sino ser neutros ciudadanos; a enfrentar a delincuentes con caretas de “liberales”; un tirano que va cortar por lo sano las malditas revueltas de dos bellacos inmundos; un tirano que no dará paz a su espada, que no tendrá piedad con los indiferentes y cobardes. Se ve a sí mismo como en su momento se vieron ante la imbecilidad del mundo un Lope de Aguirre o un Macbeth: sin miedo y sin esperanza, la sangre palpitante en las sienes; llenos de fuego los ojos, la turbulencia de una fe y de una locura que le hacen que pueden llegar al confín de los abismos humanos. Pudo haber vivido en esta alucinación terrible, preso del deseo de llevar a cabo su lucha solitaria y total contra el Binomio o Trinomio, si no es que la pesada carga de la realidad, las voces incesantes del Libertador en las cartas aún abiertas sobre su mesa, como ácido sulfúrico sobre su cerebro, lo sacan de cuajo del limbo en el cual se encuentra. Ve poca solidaridad en su gobierno. No hay un Bolívar, no hay un Sucre. Lo importante para los granadinos es el pedazo de tierra donde han nacido; él es venezolano, y el único modo de sustentarse en el cargo es ejerciendo una represión terrible. Para completar los granadinos están por aceptar que los “ecuatorianos” de López y Obando los saquen del marasmo en que se encuentran. El argumento de que su gobierno carece de legitimidad, y la difundida idea de que es un usurpador, lo desconcierta, lo debilita ante los pueblos. Poco a poco va perdiendo la fuerza que en un principio el general Montilla le daba en las regiones del Magdalena; los departamentos de Antioquia y Cundinamarca están agitados y reacios a servirle. • 238 •

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Pero aun así no estaba seguro de entregar el mando mansamente: De los arranques de su primera convulsión moral, vacilaba ahora en despojarse de todo asco y lanzarse a represalias, aniquilar a los bochincheros. Dispuso allanamientos de casas y redujo a prisión a una docena de revoltosos. Estas medidas fueron altamente contraproducentes porque hicieron pensar aún más que la “salvación” estaba en las huestes de Obando, pues éste pedía a gritos el regreso de Santander. Y pedir el regreso del Hombre de las Leyes no era cualquier cosa. La sola palabra “Santander”, helaba los rostros del tambaleante gabinete de Urdaneta. Nadie quería manchar su vida, su carrera, haciendo oposición a uno de los hombres más “puros” del mundo. Entró de nuevo Urdaneta en escabrosas y violentas contradicciones.

La angustia de los olvidos El 27 de marzo, Posada Gutiérrez le da el golpe de gracia al gobierno central. La repugnancia de Posada por entrar en un conflicto que envolviera a las provincias de Neiva y Mariquita y que pudieran extenderse al Cauca y Pasto le llevan a redactar un oficio que somete a consideración de su Estado Mayor; en este documento sostiene que el ilustre caudillo del ejército, el hombre grande, que con sólo su presencia encadenaba las furias, y aterraba al monstruo de la anarquía, ha cesado de existir. Y lanza esa expresión que todavía hiela los corazones: “Ya no tenemos estrella que nos guíe, todo es oscuridad, todo tinieblas para nosotros”. Acto seguido se resuelve en junta de oficiales que las facultades del general Urdaneta han caducado. Por lo tanto determinan reconocer a los magistrados constitucionales nombrados por el Congreso de 1830. Dispone también que al general Urdaneta debe respetársele como a un buen ciudadano de Colombia, y como un general en jefe de los ejércitos de la República. Esta abrupta decisión reabría otro embrollo: Joaquín Mosquera estaba en los Estados Unidos, por lo cual el máximo cargo debía recaer en el vicepresidente Domingo Caicedo, hombre en extremo contemporizador con los feroces santanderistas. La defección de Posada se conoció en Bogotá en los momentos en que Urdaneta se aprestaba para quemar sus pocos escrúpulos civilistas, cansado como estaba de tanto cabrón y cobarde. Pero la entrega al enemigo de uno de sus bastiones más fuertes lo abatió profundamente. Pasó varias horas en medio de un total ensimismamiento. Se veía a sí mismo luchando sin término; en una correría tormentosa hacia el Sur, luego al Norte, al Este,... Un infierno de luchas inacabables. Enfermo de sus propias visiones, agobiado por un aburrimiento atroz, pidió un mapa. Entregado a ver una y mil veces los trazos hechos, borrados y rehechos sobre aquel curtido “cuero” como el de Venezuela, que cuando lo pisaba • 239 •

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por un lado se alzaba por otro, recibió la fatal noticia de que Posada había proclamado la causa “liberal” en Neiva y que había enviado postas a López para que se firmara un acuerdo de paz. Se proponía además unir los dos ejércitos en uno solo bajo las órdenes de López. A mediados de abril se encontraron en Purificación, Posada y Caicedo. El vicepresidente ratificó que ya Urdaneta no era necesario tal como lo sostenía el oficio expedido el 27 de marzo. Que era de utilidad indispensable encontrar el modo de reformar el gobierno y que tal cosa sólo podía hacerse a través de una Convención. “Recuerde, amigo - le dijo Caicedo -, Obando y López son granadinos”. Es en Purificación donde se emite el documento en el cual se declara a Caicedo en ejercicio del Poder Ejecutivo en ausencia del Presidente de la República. Se le está encontrando alguna forma legal al desconcierto generalizado que existe en Nueva Granada. Lástima que no se encontrara en aquellos momentos Santander, quien en estas cosas de legitimidades y arreglos constitucionales era experto. Lo malo es la situación del general Urdaneta cuya vida está pendiendo del humor de López y Obando, los cuales se disponen marchar hasta la capital. Caicedo era un pobre seudo-Vice que había sido “aprehendido” en el pueblo del Chaparral por la gente de López y llevado a la presencia de éste para decirle cómo tenía que gobernar. El frente obandista se encontraba, pese al terror, en precarias condiciones en el Cauca. Se presentaban deserciones en las tropas, cosa que se pagaba bien cara, pues en este sentido Obando no se andaba por las ramas. En Cali el rechazo a formar parte de una expedición contra los viejos amigos del Libertador era inmenso, y en este lugar unos 500 hombres traídos de Popayán, estimulados por este sentimiento, se alzaron. Se negaron rotundamente a marchar a la altiplanicie bogotana, de modo que López, tan activo en estos menesteres como Obando, procedió a distribuir buenas gratificaciones en dinero y prometió a los soldados ascensos y beneficios en metálico una vez conseguida la estabilidad del país. Esto se desarrollaba cuando López recibió informes de Posada en el sentido de que correría a unírsele a ellos, mediante una declaración por la causa de la libertad y la unidad de las fuerzas granadinas. Observe el lector, cómo unos hombres que estaban en las últimas, supieron sacar el máximo partido de las circunstancias que rodeaban a sus adversarios y llegaron a hacerse imprescindibles para el logro de la tan mentada unidad y salvación de lo neogranadino. Si a ver vamos, lo que comprendía entonces lo que controlaba Urdaneta tenía mucho más recursos para sostener una guerra, muchos más soldados, que los que había en el sur al mando de López, Obando y Flores y también los que había en el norte con Páez a la cabeza. Si con coraje y carácter Caicedo o Posada (como lo hizo en su caso el presidente norteamericano Lincoln), defiende la unión de Colombia, hoy tendríamos intacta la patria que concibió el Libertador. • 240 •

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Pero nos han faltado siempre hombres de carácter decididos a imponerse por encima de cualquier grupo y de cualquier interés bastardo y personalista. Los hombres de carácter los ha habido en el campo de la corrupción administrativa, de la delincuencia militarista, del escarnio y la prevaricación y son los que nos han gobernado. Luego del asesinato de Sucre vinieron a descubrirse muchas cosas, entre las más significativas, que López era candoroso e ingenuo y que Obando era impresionantemente hermoso, de frente alta, tez blanca y magnífico porte, la de perfecto mariscal anglosajón. Todavía sus luces producen encandilamientos en los historiadores, por ejemplo en Horacio Rodríguez Plata y en Luis Martínez Delgado. Este último declara que José María “heredó sangre ilustre, circunstancia que tuvo importancia en el curso de su vida, y en cambio Flores tiene muchas sombras y por sus venas corren las miasmas plebeyas”197. Era indudable que la exigua formación de los protagonistas de las rebeliones en el Cauca y Pasto y el estado de postración moral existente, hicieron creer a muchos que el asesinato en la persona de Sucre estaba dando “prestigio político” a quienes lo concibieron y lo ejecutaron. Y al parecer no se equivocaron, como veremos más tarde, pues casi nadie quiso acordarse de la obra de Sucre, por lo menos mientras Santander y Obando vivieron. Muertas las primeras figuras de la república, Bolívar y Sucre, y desterrados generales eminentes como Urdaneta, Pedro Briceño Méndez, Mariano Montilla, O’Leary, Perú de Lacroix, Justo Briceño, el ansiado trono quedó a entera disposición de los ínclitos exterminadores del Gran Mariscal. El 5 de abril partió López a complacer los ruegos que le hacía Posada. Al llegar a Neiva, temeroso todavía por lo frágil de su situación, opta por lo que cree es una ingeniosa jugada: sostiene que es un oficial del ejército ecuatoriano prestado a la causa granadina. Al parecer, tanto Obando como López 197 Pero no es para tanto; no nos alarmemos. El temible asturiano José Tomás Boves también tuvo (entre ellos a Arturo Uslar Pietri), letrados que lo defendieran, uno de ellos Domingo Díaz redactor de la Gaceta de Caracas. Este Domingo Díaz no era tan zonzo como Martínez Delgado para defender a su ídolo; no, tenía talento. Dice Juan Vicente González, en su Biografía de José Felix Ribas, de don Domingo: "En el escritor, vulgar de alborotadas maneras, los contemporáneos adivinaron al loco, loco singular, que había de dar en el tema de la tiranía y de la sangre. Un espíritu absurdo acompaña siempre a un mal corazón". ¿Quién puede creer que esa eminencia que llaman Uslar Pietri, por el hecho de que lo invitaran a decir unas palabras en el Centro Asturiano de Caracas, le diera por hacer alabanzas desproporcionadas a José Tomás Boves? Digo como J. V. González, que un espíritu serio y ordenado difícilmente puede tolerar la perversión del talento. Cualquier escrito que es una calumnia atroz, un repugnante libelo lleno de injurias o una burla canallesca, es una monstruosidad, un crimen. A José María Obando también le dio por escribir e hizo, como hemos venido siguiendo, unos Apuntamientos, cargados de improperios, de resentimiento, de mofa e insultos, que evidentemente no fueron estructurados por su persona; él, a lo máximo cuanto hizo fue referir los hechos a uno de sus amanuenses liberales entre los que figura el doctor Manuel Cárdenas. Hasta los mismos obandistas han tratado de justificar esta obra cargada de dicterios feroces contra distinguidos granadinos y hasta han pretendido decir que su desesperada pluma sólo revela la ansiedad por probar su inocencia del crimen que se le imputaba; que se defendía como podía en medio de la escasez moral e intelectual que poseía y con los pocos recursos históricos que tenía a su alcance. Pero esto es más bien un contrasentido, pues careciendo de la formación intelectual necesaria, no debió entonces ofender a tanta gente inocente ni enredarse en contradicciones que lo hicieron enlodar más todavía de lo que estaba; pero aún más llama la atención no sólo que se le hiciera caso, sino que se le nombrara ministro de Guerra en 1830, presidente encargado en 1832 y presidente de la República en 1850.

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sentían un gozo inefable uniéndose a operaciones apoyadas por extranjeros, y sentían un humorístico espanto al saberse extraños en su propia casa. López no se considera todavía granadino como piensan Caicedo y Posada, por ello en la proclama que lanza en Neiva dice: ¡Qué gloria para mi verme invocado por los neivanos protector de las libertades públicas! Mi gobierno - el de Ecuador -, os lo juro, no es indiferente a la situación de los granadinos. Gozando el Ecuador de una paz octaviana y abundando en recursos de todo género, él los prodiga gustosos en obsequios a sus hermanos. Mi deber es, por tanto, restablecer las autoridades legítimas, ayudaros a sacudir el yugo, y enseguida restituirme al punto en donde he partido, con la gloria de haber contribuido a conquistar nuestra existencia política sobre tales bases...

Es interesante observar, por el estilo de estas proclamas (las cuales se dieron mucho poco después de muerto el Libertador), cómo un grupo numeroso de militares y políticos había quedado fuertemente afectado por la descomunal obra de Bolívar. Muchos querían jugar, como hemos dicho, a “salvadores” de patrias extrañas, imitando inconscientemente la actitud del Libertador cuando corrió a independizar el Perú; y pensar que cuando Bolívar se lanzó en tan espantosa lucha, Obando y López no lo secundaron ni vieron con buenos ojos sus “malditas correrías”. Uno de los calificativos más usados por Obando para insultar a Flores era llamarlo “Bolívar en compendio”. Estos caudillos querían imitar a Bolívar sin capacidad ni honestidad alguna, además que las circunstancias eran otras. Obando por ejemplo deliraba porque se le ofreciera la dictadura para poder tener la dicha (la virtud inmarcesible, la ilimitada magnanimidad, por su carácter netamente republicano y constitucionalista) de rechazarla. Y en efecto, cuando en 1832 se le ofrezca, esta será su frase lapidaria: “- Preservadme de la maldición popular y dejadme hacer el oficio que he empezado desde 1828, el de un general siempre ciudadano”. El Binomio del Cauca mostraba voluptuosos arrebatos escribiendo proclamas libertadoras, oyéndose llamar ínclito, romano, el que restauraría un auténtico Foro en Bogotá. Después de aquella augusta proclama, con paso excelso y comedido, López avanzó para encontrarse con Caicedo y Posada. Hay estridencias de cornetas desafinadas, tambores, golpes de recios pasos, ruidos de espuelas y de espadas desenvainadas; saludos solemnes a banderas desconocidas: un drama con fondo de opereta italiana y cadencias de candombe o sainete cubano. Era el 15 de abril por la noche. Una noche con el cielo despejado, el mismo que fue testigo del encuentro en Cali de Obando con el Libertador. Un tropel de caballos entró por la calle principal al tiempo que se lanzaban vivas al general López. Conocido como era en el lugar, López usó muy bien el ascendiente que había cultivado durante tantos años, ya como gobernador, ya como jefe militar de la región. Haciéndose acompañar por • 242 •

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sus edecanes, preguntó por el coronel Posada. Al verlo lo abrazó y le dirigió palabras amistosas, siempre aderezadas de elocuentes frases donde resaltaban los nombres de Pelópidas, Epaminondas, Alejandro, Augusto y César. Ninguno de los dos sentía plena confianza en el otro. Mientras se dicen palabras bellas, cada uno va armando su propio almácigo de ditirambos para llegar a algún arreglo definitivo. Por su parte Posada teme que López se exceda en sus peticiones, y López cree que por no tener mucha legalidad su posición, careciendo de un ejército tan numeroso y bien organizado como el de Posada, éste acabe por someterlo a su arbitrio, pero como sabe que don Joaquín está determinado a salir de esta embarazosa posición, José Hilario no se anda por las ramas: - Usted debe entender que yo vengo a ayudar a la Nueva Granada como un general ecuatoriano auxiliar. Posada abre mucho los ojos; llega a creer que se trata de una broma, pero no se atreve a sonreír, aunque tiene ante sí la figura fría e inmóvil, de momia, de López. Se hace un largo y denso silencio, pues es un fastidio que López no sea granadino pues por ser granadino él había buscado un acuerdo... Estando en este difícil silencio aparece Caicedo, lo cual permite a Posada hacer uso de una expresión adecuada al momento: - Su Excelencia. – dice, dirigiéndose a López -, aquí está el vicepresidente de la República, encargado del Poder Ejecutivo. López se hizo el sorprendido; ejecuta algunas exageradas reverencias, típicamente godas, y repite alzando la vos y dirigiéndose de lleno al señor Caicedo: - A sus órdenes. Os participo a Vuesa Excelencia, los saludos de mi gobierno, y quiero expresarle nuestra total disposición a ayudar a Usted a libertar la Nueva Granada como general ecuatoriano auxiliar. La sorpresa de Caicedo lo deja un instante sin habla, porque no sabe si él también debe comportarse como oficial ecuatoriano, haitiano o etíope. Mira a Posada, y piensa en lo que cualquiera podía suponerse en aquellas circunstancias: en que la patria está en peligro y este par de paramilitares se están arriesgando por ella; que los asesinos de Sucre no podrán jamás encontrarse porque está escrito que la política es el arte supremo de la ilusión y del engaño. Que él es un don nadie, que no nació para mártir ni héroe, y que maldito el país que necesita de “salvadores”. Que si queda algo por averiguar es la manera de salir cuanto antes de este infierno que se llama vida. Que probablemente mañana será él mismo quien tenga que matar a los hombres justos y sabios para hacer labor de patria. Que sigan los lutos y las perversidades sediciosas y vandálicas si este es el único recurso que queda para alcanzar la paz y la unión de todos los granadinos. Tal vez sólo Freud pudiera dar una explicación a esta clase de preguntas. Resalta también ese localismo enfermizo y miserable contra el cual Bolívar y Sucre lucharon toda su vida. Parece una estupidez que siendo hasta hace poco el Ecuador una simple sección de Colombia, se presentara López tan ufano por parecer un “extraño”. • 243 •

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La incomodidad se hizo insoportable, pues Posada y Caicedo al parecer se habían equivocado de plano: López no era granadino; era sencillamente un embajador de una nación extranjera. No sabemos por qué ni Caicedo ni Posada le pidieron entonces los credenciales que lo acreditaban como agente plenipotenciario del general Juan José Flores. Posada se retira a un cuarto vecino, tal vez a meditar de qué modo proceder con un agente de esta clase y deja deliberando a los dos altos generales. Transcurren varios minutos, cuando de pronto ve Posada que Caicedo le reclama con urgencia. - ¿De qué se trata ahora? - Ahora - dice Caicedo - quiere López que lo presentemos oficialmente ante los jefes y oficiales de la división, ante el alcalde y el cabildo, como un general extranjero. ¿Qué opina usted? - Es demasiado - contestó Posada. No obstante hubo que satisfacer los exigentes formalismos de López: se organizó una banda que pedía a gritos que el General “Auxiliar del Ecuador” se hiciera “colombiano”. Esa banda coreó vivas a Caicedo, vivas al benemérito José Hilario López. Habiendo descubierto López que en realidad era granadino, elemento básico con el que contaban tanto Caicedo como Posada para armar la excusa y evitar un enfrentamiento con los caucanos, el vicepresidente, el 17 de abril, determinó nombrar al paramilitar de López jefe de las tropas de las provincias unidas. Ese mismo día, conmovido Caicedo por el descubrimiento de que López realmente era granadino, y que Obando también lo era, optó por nombrar a éste último nada menos que Ministro de Guerra. Muy bien conocía Caicedo, las intrincadas redes que culminaron con el asesinato de Sucre. Él recibía constantemente informaciones sobre las actividades de los círculos terroristas que procuraban la exterminación de Sucre y Bolívar y cuyo centro principal estaba en Bogotá. En 1842, cuando se apagaba una larga guerra civil, producto de la impunidad del Crimen de Berruecos, y estando a punto de ser fusilado Apolinar Morillo, Caicedo escribió un documento revelador de la responsabilidad de Obando en este asesinato. El remordimiento le llevará a proferir lamentos por el destino de Apolinar Morillo quien no había hecho sino cumplir órdenes superiores: Observemos que Morillo no ha sido el principal autor de este delito, y que él lo ha cometido sirviendo de instrumento y en virtud de las órdenes de un Jefe Militar. Obando y Sarria viven, se han sustraído a la venganza de las leyes, y no sé si la estricta justicia demande hacerla recaer sobre un militar que ha servido de simple instrumento, y que según aparece en la causa, recibió órdenes de José María Obando, a quien por las leyes militares estaba sometido, y de quien pudiera temer mucho desobedeciéndolas, tanto más cuanto que para este hecho, según Morillo, invocó Obando la salud de la patria198. 198 Memorias histórico-políticas del general Joaquín Posada Gutiérrez, pág. 217.

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A los defensores de Obando les ha dado por decir que estas declaraciones de Caicedo habían sido hechas para perjudicar a Obando, pero por lo que nos dice la historia, la actitud de Caicedo con Obando (como con López), en los días críticos del parto de la Nueva Granada como república en estado de emergencia, es de suma imparcialidad; una imparcialidad que pudiera ser tildada más bien de débil, de condescendiente con el propio crimen. Porque Caicedo hizo cuanto estuvo a su alcance para evitar una confrontación entre “hermanos” por lo que se ganó tanto de Vicente Azuero como de Francisco Soto el mote de “El Imbécil” (buen título para un libro sobre nuestra historia). En la capital, para el 7 de abril, ya corrían bolas de que Urdaneta iba a dimitir, y que en tal sentido había enviado, ¡insólito!, comisiones para dirimir divergencias ante López y Obando. En estas comisiones se proponían formulismos para una entrega pacífica del gobierno. El 16 ya no eran rumores lo de la dimisión sino certezas expresadas en un decreto donde decía Urdaneta que saldría de Bogotá para facilitar las transacciones con los jefes insurgentes del Cauca, ahora refrendados como defensores de la república tanto por Posada como por el vicepresidente de la república. Sin embargo, Urdaneta temiendo un desenlace peligroso puso en alerta la división Callao que contaba con mil hombres. La capital estaba emponzoñada del odio de los “liberales” que imploraban que una nueva gesta fuese refrendada con sangre. La sangre era uno de esos elementos virtuosos (viscosos) con los que se podía demostrar al mundo los ardientes deseos y los ingentes sacrificios que se ponían en juego para ejecutar los designios supremos de la libertad. Con el propósito de llevar a cabo lo dispuesto por Urdaneta y realizar con pulso muy fino la transición, se realizó una reunión en Apulo, a la cual asistieron el ministro Castillo y Rada, García del Río, Domingo Caicedo, el coronel Florencio Jiménez, Pedro Mosquera, José Hilario López y el coronel Joaquín Posada Gutiérrez. Uno de los últimos en presentarse a la reunión fue Urdaneta. Hubo una embarazosa situación, difícil de disimular. Lo primero que hizo Urdaneta fue abrazar al señor vicepresidente Caicedo a quien ahora estaba obligado obedecer. Probablemente Urdaneta no hizo ningún otro acto de protocolo con López ni los demás presentes, que no fuera el de un saludo distante y seco. Urdaneta tenía, es necesario decirlo, un gran afecto por don Joaquín Posada Gutiérrez, a quien consideraba culto y hombre de honor, y quizás, debido a su influencia, aceptó aquella reunión que lo eximía de tener que matar a unos cuantos hijos de puta. En aquel momento era impolítico mencionar a Sucre, aunque su muerte estaba en la mente de todos. De modo que lo que se perseguía era dejarle el camino franco al eximio desterrado que deliraba por volver a la majestuosa Silla. Eso era lo primordial. Florencio Jiménez y Urdaneta comprendían que ser venezolanos los inhabilitaba para ocupar altos cargos en la Nueva Granada, de modo que cuanto propusieran estaba exclusivamente dirigido a • 245 •

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encontrar una fórmula que les permitiera salir sanos de aquel nido de víboras. La única manera, de momento, para lograrlo era mostrándose fuertes. La conversación en un principio versó sobre lo malo que estaban los caminos, del tiempo caluroso, de lo dulce y de la apacible brisa que besa las riberas del río Apulo; de los bellos caseríos de aquella zona agrícola fértil, puerta al sur de las provincias de la Nueva Granada; un sur que entonces bailaba en un “tusero”, pues a aquellas alturas aún no se sabía si Pasto y Popayán pertenecían al Ecuador. Luego de largas deliberaciones, este grupo emitió un convenio que se conoce como Convenio de Apulo, en el que se comprometían Caicedo y Urdaneta a hacer uso de sus influencias para pacificar el país y reintegrarlo a la antigua obediencia de un solo gobierno (para dar paso a la organización de una Convención que definiera sus ulteriores relaciones con las otras secciones de la república). Era necesario hacer resaltar entre las resoluciones acordadas, un “perpetuo olvido de todo lo pasado”. Esto acabaría por ser consignado en el artículo 2º. La palabra olvido ha sido muy adorada por los negociantes de nuestros partidos: olvido a las deudas morales y materiales; olvido a las afrentas, olvido a las injusticias, olvido a los crímenes inferidos a la patria. Olvido, Divino Olvido. Olvido. El artículo 3º, aseguraba las propiedades, las garantías individuales, los grados y ascensos militares que tanto por una como por otra parte hubiesen sido concedidos. Lo cual no era sino puro formalismo mientras se buscaban otros medios para salir de los venezolanos. Las tropas veteranas tanto a las órdenes de Urdaneta como de Caicedo, se mantendrían bajo sus mandos naturales, hasta que el gobierno determinara una reorganización, y lo que demandaran las necesidades de Estado. Concluía aquel convenio sosteniendo que sobre la naturaleza de sus futuras relaciones con las otras secciones de Colombia, quedaba abolida hasta entonces la odiosa distinción de granadinos y venezolanos; distinción que había sido causa de infinitos disgustos, y que no debía existir en los hijos de Colombia”. Todo ello pese a que por ser granadinos, y únicamente por esto, Caicedo, Posada, López y Obando habían logrado aquella milagrosa “salvación de la república”. Por supuesto que en esta reunión no se planteó en absoluto lo del Crimen de Berruecos. Comprendida esta realidad hubo “sincera reconciliación entre las facciones enfrentadas”. Incluso, algunos sostienen que la caballerosidad de López y Urdaneta estuvo a la altura de las temibles circunstancias; nadie podía creer que pocos meses antes se hubiesen tratado mediante insultos y terribles epítetos. Urdaneta estaba decidido a no granjearse más enemigos; veía el modo triste como estaba concluyendo lo que fuera una gloriosa carrera militar y política; inevitablemente se veía forzado a regresar a Venezuela, donde gobernaba un hombre tan liberal como Santander. Antes de despedirse de aquella memorable reunión, sacó Urdaneta de la montura de su caballo un par de magníficas pistolas, regalo que recibió • 246 •

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del duque de Montebello y se las obsequió a López. Estas pistolas, ironía del destino, habían sido enviadas al Libertador, quien ya no necesitaba de armas ni de ninguna armadura terrestre. López agradecido acompañó a caballo a Urdaneta más de media legua. Cuenta Posada que después de esta reconciliación, López por halagar a los “liberales” le prodigó a Urdaneta el “inmerecido epíteto de Usurpador”. Habría que escribir una historia revisada de Colombia, proeza terriblemente complicada. Posada en algunas partes de sus Memorias dice que López era inflamable y crédulo y que se había dejado influenciar demasiado por los frenéticos liberales. López no tenía por qué dejarse llevar por ellos pues lo conocemos en ese bando desde los tiempos de la Convención de Ocaña; por ello se alzó contra Bolívar el año 28; por ello vendió sus servicios al ejército peruano que comandaba Lamar y por ello insultó a Sucre en Neiva e hizo una invitación, muerto, para lucir luto por Córdova (“quien murió en defensa de la Constitución de Cúcuta”). Es difícil imaginar candor alguno en un hombre que arrasaba haciendas de Popayán para nivelar a los más ricos con su propia riqueza. ¿Qué candor podía haber en quien aseguró que habría celebrado la muerte de Sucre si ésta no hubiera ocurrido en la provincia de Popayán? Los vaivenes de don Joaquín Posada Gutiérrez en política fueron formidables: durante el alzamiento de Bustamante salió a celebrarlo con Santander y luego se arrepintió profundamente de ello; en 1830 se negó a apoyar la reelección del Libertador lo cual lo llevó a conflictivos arrebatos, admitiendo indirectamente que fue un error por la debilidad enorme en que se colocó el gobierno por los llamados “liberales”. Posada creía demasiado en la Constitución, idolatraba a Bolívar y a Colombia y despreciaba a los facciosos aunque no estaba seguro de quiénes eran éstos. A la muerte de Sucre tembló ante la proliferación de actas tumultuarias que pedían el regreso del Libertador. Alucinado por el carácter de Urdaneta empuña las armas con el propósito definido de defender la Unión. Pero de pronto Caicedo le dice la fatídica frase que lo aturde para siempre: “Amigo, no olvide que somos granadinos”, esta fue la causa del ensimismamiento mortal que con el tiempo le llevó a admitir que López era “candoroso e ingenuo”. El Convenio de Apulo fue visto por muchos venezolanos como una traición. El general Justo Briceño quien había sido derrotado en algunas escaramuzas tratando de sostener el nombre de Bolívar, quería un enfrentamiento con los “liberales”. Quiso convencer al coronel Florencio Jiménez para realizar un ataque unido contra las fuerzas del general Juan Nepomuceno Moreno. El 2 de mayo entró Caicedo a la capital con los secretos de la pacificación en sus manos. Tomó las riendas del poder y juró cumplir el Convenio de Apulo, sólo que no contaba con que el Ministro de Guerra tenía en sus manos todas las decisiones del ejecutivo. ¡No en vano se había matado a Sucre! • 247 •

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Otra vez se invitaba a formar gobierno a los purificados por el Pacificador Morillo: Vicente Azuero y Félix Restrepo, se dan los últimos retoques a la Convención que debe reunirse el 15 de noviembre. Trabaja eficazmente Caicedo en procura de que los dos partidos hegemónicos no se vayan a las manos. El único modo de hacerlo es satisfaciendo al más agresivo: al grupo “liberal”. Estas concesiones acabaron por hacer nugatorios un número importante de artículos aprobados en Apulo. El día 13 de mayo se dio un paso importante en Bogotá, en la cohesión de un sector de las tropas granadinas, ecuatorianas y venezolanas. Cerca de cuatro mil hombres cubrían el trayecto desde la calle de San Victorino hasta el puente Aranda. El 15, luego de algunos altercados que pudieron tener funestas consecuencias para las negociaciones y luego de tediosas conversaciones con Florencio Jiménez, estas tropas alineadas entre San Victorino y el puente Aranda fueron unidas con las que durante meses estuvieron enarbolando el pabellón verde. Es difícil redactar los episodios de estos días, así como inconcebible imaginar las fuerzas agresivas que tuvieron que ser contenidas y moderadas para que no estallara una guerra civil. Honor en este sentido debe hacerse al coronel Jiménez, quien soportó crueles insultos. Nadie esperaba que Jiménez pudiese tolerar con serenidad los improperios desmedidos que le lanzaba la facción del general Moreno, comandante de las tropas de Casanare. Qué impresionante debió ser aquella reunificación con las últimas fuerzas que habían echado a los españoles de América. Triste el espectáculo de ver a los soldados separados de sus mandos naturales bajo los cuales habían libertado a la América del Sur. Había humillación en algunos rostros, congojas indecibles en otros; remordimientos y frustraciones. Unos no sabían si después de tantas disensiones había de veras una patria, ideales por los cuales luchar. Palpábanse sus cicatrices al tiempo que se oían llamar delincuentes y serviles por quienes nunca habían empuñado un fusil, y se veían obligados a bajar sus manos hasta las lanzas. ¡Cuánto opresivo dolor contenido en aquellos pechos! Lo habían abandonado todo para cruzar los Andes y dar libertad a otras tierras; habían ido tan lejos que se habían olvidado de sus lares; estaban desencajados para siempre del mundo en que habían sido concebidos. Y ahora sin un Bolívar que les sostuviera, que les oyera, o que les llevara otra vez en alguna odisea de libertad, al mundo que habían sacado del oprobio colonial y que gemía bajo la sombra de los tiranos. ¡Maldición! era la palabra que todos mascullaban. Hubo un instante de rabia colectiva en que se rompieron y pisotearon espadas y charreteras, fusiles y lanzas. Y obedecieron desarmados los venezolanos. Es que parecían seres a quienes se les hubiese extraído toda razón de ser y existir. Nadie, ni nada los había hecho sentir unos derrotados, pero ahora,... deseaban morir. Tantos oficiales en medio del llanto, las lágrimas y las voces maltratadas, con un horrible escándalo interior, en un silencio tenso en medio del bullir de un rencor atroz; finalmente se oyó el lamento del corneta que pedía romper filas... • 248 •

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Entre los espectadores de aquel penoso ritual estaba don Vicente Azuero, quien lanzó un victorioso suspiro: - Al fin han caído nuestros verdaderos tiranos y hemos vuelto a ser libres. Florentino González que lo estaba observando, remató: - Cuando se ha logrado la libertad, don Vicente, los libertadores son un estorbo; por eso sobraban Sucre, Urdaneta y Bolívar. Describiendo aquellos momentos, Azuero sostenía que el entusiasmo de los pueblos era más general y más extraordinario que el año 19. Que si no hubiera sido por la imbecilidad de Caicedo en su decidido empeño por amparar y recompensar a los enemigos de la patria, mucho más notables y valiosos habrían sido los frutos de aquella transformación199. Aquel cuadro de desesperación muy bien podría ser pintado por las palabras de Tomás Edward Lawrence cuando los ingleses estafaron al pueblo árabe: “Cuando triunfamos y el nuevo mundo amanecía vinieron los viejos, nos arrebataron nuestra victoria y la fabricaron de acuerdo con el viejo mundo que ellos conocían. La juventud pudo ganar, pero no había aprendido a conservar, y era conmovedoramente débil frente a la vejez. Nosotros balbuceábamos que habíamos peleado por un nuevo cielo y una nueva tierra, pero ellos nos dieron las gracias e hicieron su paz”. Así fue también en Colombia. En nombre de la colonia de la cual les costaba desprenderse, Obando y López, Azuero, Félix Restrepo, Francisco Soto y el resto de la camada de liberales que representaban esa vejez; pero en este caso ni siquiera dieron las gracias a los soldados que les habían dado un pedazo de tierra para que administraran más libremente los negocios que siempre habían querido detentar. Esta gente había hecho muy poco o nada por la Independencia e inconscientemente con sus acciones estaban pagando un tributo de agradecimiento a la puta Madre Patria, de la cual nunca habían querido desprenderse. Vicente Azuero consideraba las hordas al servicio de Obando y López más dignas que los hombres que nos habían dado libertad. José María Obando por su parte expresará el hondo sentimiento de orgullo que le dominaba por haber logrado la disolución de los cuerpos militares, que otrora defendieran la soberanía de la república (que tantos laureles dieran en Boyacá, Carabobo, Bomboná, Pichincha, Junín, Ayacucho,... Tarqui) y fueran el terror de las huestes españolas y que tanto pavor causara a la Santa Alianza. Escribió a quien durante un tiempo fue uno de sus más enconados enemigos, a su pariente Tomás Cipriano Mosquera, que entonces se hallaba en Estado Unidos: Se ha votado del país granadino - agrega -, esa plaga que asolaba nuestra querida patria. Los hijos espurios de Venezuela que juraron hacernos su propiedad, todos, todos han salido: los pérfidos granadinos que cooperaban a su reinado han sido anulados: la patria es libre y segura. Por un decreto de 199 Correspondencia dirigida al general Santander, Roberto Cortázar, Carta de Vicente Azuero a Francisco de Paula Santander, de 14 de junio de 1831.

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la Convención se borraron de la lista militar todos los jenerales(sic), jefes y oficiales que derribaron al gobierno en el año de 830, inclusos hasta los que obtuvieron destinos, y en este hachazo vinieron a tierra desde el viejo Pey hasta el último subteniente y el Ejército está perfectamente reformado. Bien sensible ha sido para mí ver arrancar algunos bigotes que en otro tiempo fueron el orgullo del Ejército, pero amigo mío, sin esos golpes decisibos(sic) dejaríamos a la N. G. al corriente de revoluciones sosteniendo la patria las víboras que le han devorado200.

Ya a principios de Junio, López no se muestra tan candoroso como al principio. Dispuso arbitrariamente la disolución del batallón Callao en presencia del pueblo. La ejecutó ante el vicepresidente, distribuyendo sus clases y sus soldados en otros cuerpos. José Manuel Restrepo aplaudió esta medida porque las disueltas divisiones habían atentado contra el gobierno legítimo de Mosquera. Es cuando Posada vuelve a sus altibajos sicológicos y se pregunta: “¿Qué facultad tenía el general López para una demasía semejante? Ninguna. La disolución de un cuerpo antiguo del ejército, que llevaba un nombre que conquistó en el Perú, por sus proezas en el sitio del Callao, verificada a la presencia del jefe de gobierno, único que podía decretarla en otra forma, fue un abuso de autoridad, fue un insulto a ese mismo magistrado, que sintió la ofensa y la devoró en silencio, porque las circunstancias le obligaban a ello. La remisión de la bandera del pabellón a Popayán - horrenda cursilería de López - fue una tristísima parodia del envío que hizo el Gran Mariscal de Ayacucho al museo de Bogotá de la bandera de Pizarro”. Otra vez López mostrando su incontenible odio contra Sucre. José Manuel Restrepo tuvo el valor de aplaudir esta bufonada de López, escribiendo: “López envió la bandera de este batallón al concejo municipal de Popayán para que se conservara en su sala, como un recuerdo honroso de lo que habían trabajado los hijos de aquella ciudad por restablecer el imperio de la Constitución y de las leyes. El mismo López era quien más se había distinguido en tan laudable como patriótica empresa”. El López que llamó miserables a las tropas que habían triunfado en Ayacucho. Muy ufano, López estampa en sus Memorias: La bandera fue remitida al Concejo Municipal de Popayán para que se conservase en su sala como perpetuo recuerdo de que al patriotismo y denuedo de los hijos de ese país se debía... el restablecimiento de la libertad... Este día, es sin duda alguna, uno de los más faustos de mi vida, y espero que la posteridad lo recordará con beneplácito201.

200 Citado en la obra de Abelardo Forero Benavides: Las cartas infidentes, 1830, Instituto Colombiano de Cultura, 1979, Historia Viva, Bogotá, pág. 158. 201 (202) J.H. López, Memorias, págs. 329 y 330.

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Por el estilo de lo que escribió López en sus Memorias y por lo que dice Restrepo, se ve que éste presentó los hechos en su historia tal cual los sugirió López. José Manuel Restrepo elaboró gran parte de su historia recogiendo las reseñas que le daban los protagonistas más importantes de aquellos tiempos; es así como Santander salió muy bien salvado en ellas, pues el famoso Vice era experto con la pluma y mucho más en eso de retocar a su favor los testimonios que se iban desarrollando. Los recovecos y arreglos legales donde sabía él presentarse como un Catón, aunque sus procedimientos pecaran de aberrantes y macabros. Para que nada faltase o sobrase, y cuadrara con aquel mundo de simiescos procederes, don Vicente Azuero propone con fervorosos discursos que se le otorgue la dictadura a José María Obando. Nadie como Azuero adversó tanto a Bolívar; nadie le criticó con odio su proceder “liberticida” y el “cruelísimo uso de las facultades extraordinarias” (aunque ninguno como Azuero le llegó a adular tan baja y miserablemente); habiendo sido Azuero expulsado de Colombia por su necia participación en el atentado del 25 de septiembre, luego de protestas quejosas e imploraciones de todo tipo para que el Libertador le perdonara, le dio por escribir un proyecto de monarquía, que envió a Bolívar, para que éste se coronara emperador. El hombre que soñaba con el regreso al régimen colonial y que había atacado duramente la constitución de 1830, sosteniendo que era ilegítima por ser producto de un congreso donde gobernaba un usurpador (pues Sucre era un don nadie, igual que el resto de los que ocupaban curules en aquella singular asamblea). A este hombre, digo, le dio por pedir una dictadura a la cabeza del Supremo caucano. Es muy probable que esta petición le hubiese sido sugerida por el mismo Obando a través de sus agentes en Bogotá, pues quería darse el lujo de rechazarla. Quería dar pruebas de un ferventísimo desinterés republicano. Lástima, que no llegaran a darse de un modo tan crudo las circunstancias que deseaba para dar pruebas fehacientes del inmenso deseo, del grandiosísimo desinterés que albergaba su desbocada alma republicana. Lástima. Los liberales sufrían otra vez nuevas convulsiones. Corrían rumores de que iban a detener a Urdaneta (quien aún no había salido de la Nueva Granada) y se le iba asesinar como merecía. Con gran ardor la gente pedía fusilamientos en la plaza, pues se había habituado a estas escenas, sobre todo por la forma como se aderezaba estos abominables entretenimientos: música y bailes, reparto de chicha y de sabrosos bocadillos. La costumbre. Muchos echaban de menos a Santander que sí sabía darle un tono majestuosamente legal a estas cosas. - ¡Hasta cuándo bolivianos en las calles! - gritaban los liberales a Domingo Caicedo. - Que se le den veinticuatro horas para que se vayan o de otro modo quedarán expuestos a la vindicta pública. Los gritos y deseos de venganza presagiaban grandes crímenes, pues si habían conseguido asesinar a Sucre no teniendo el poder en sus manos, • 251 •

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¿cómo sería ahora cuando los máximos representantes de estos señores dominaban en los cuarteles? Fue el 25 de mayo, por la tarde, cuando José María Obando hizo su entrada en la capital. Gran expectativa había sobre este hecho, algunos con la esperanza de que diera con su presencia el más vigoroso respaldo al gobierno, otros para que lo derrocara. Otra vez Posada sufre una de sus típicas transformaciones ante estos profetas: Muchos fuimos a encontrarle - dice - a gran distancia. A mí me sucedió con Obando lo que al Libertador: me impresionó favorablemente a primera vista, y he conservado siempre esa impresión; después que se declaró gratuitamente mi enemigo, decía que hacía esfuerzos por aborrecerme, y que no podía conseguirlo”. Posada lo conoció bastante bien, pues hasta vivió dos meses en su casa de Popayán. Dice que era hombre de pasiones políticas violentas, de ambición de fama y de posición; astuto, cauteloso, fecundo en ardides; cruel en la guerra y profesaba el principio de que para dominar a los hombres es preciso tener el valor de matarlos y en política es permitido todo lo que conduzca a obtener el resultado que se desea. Las noticias que desde hacía mucho tiempo corrían en la capital sobre Obando ayudaron para que un gran concurso de personas fuera a recibirlo. Aquella primera entrada a la capital le rebeló a Obando que podía, haciendo poco esfuerzo, convertirse en el jefe indiscutible del estado granadino. A donde quiera que iba la gente se le acercaba para saludarlo y apreciar el porte de su imponente figura; Vicente Azuero en su presencia sintió una emoción mucho más intensa que cuando vio entrar al general Pablo Morillo, y decía frecuentemente a sus más íntimos conmilitones: “Este es el hombre de quien tenemos más esperanza de que haga bien las cosas”. En una de estas reuniones Obando se refirió a las carnicerías que despedazaron el gobierno de Mosquera, las ominosas actas de Bogotá, las burlas de Bolívar y de Urdaneta... Nada en absoluto dijo sobre el Crimen de Berruecos, de la anexión por parte de Flores de Pasto, y de la declaración suya de que Popayán pasaba a ser parte del territorio ecuatoriano. Es impresionante cómo estos generales que fundaban la república de la Nueva Granada sobre modernos principios autonómicos, tenían unos y otros un extraordinario parecido; Juan Nepomuceno Moreno, el bastión de grupo liberal en los llanos propuso que se anexara el Casanare a Venezuela, mientras los otros dos, sin que existieran teléfonos ni telégrafos habían hecho exactamente lo mismo con cada territorio bajo sus mandos, declarándolos parte de lo que ya entonces se decía era otra nación: Ecuador. En los convites y saraos, a las interminables invitaciones de todo tipo donde era llevado Obando y su par López, las exclamaciones eran las mismas: “progreso”, “unión”, “fin de las odiosas disensiones” y “la imperiosa necesidad de exterminar las facciones bolivianas con medidas implacables”. • 252 •

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Lo que con tanto ahínco había pedido Bolívar era cierto; hacía falta leyes severas que acabaran de una vez la peste tiránica de los enemigos del estado y de la Constitución, y era evidente ahora que el foco infeccioso de esta peste estaba en los venezolanos, por demás “extranjeros”. Los “liberales” aconsejaban a Obando que continuara la honrosa campaña de moderación y firmeza iniciada por López. - Proclámese Libertador y ejerza de una vez las funciones de gobierno. - Eso nunca - contestaba Obando -; eso corresponde a la Convención. No vayamos a cometer las torpezas de Bolívar ni de Urdaneta. - ¡Nosotros estamos por usted para la presidencia! - le exigía el coro de la iracunda juventud del San Bartolomé. - En absoluto. Yo creo que candidato para gobernarnos tenemos: Santander está llamado a ejercer ese cargo porque fue él quien expuso peligrosamente su vida, el que inició esta lucha cuyos beneficios hoy el pueblo está disfrutando. Además yo necesito purificar mi pasado, y por lo tanto no me es decoroso tomar ninguna posición que el gobierno me ofrezca. En realidad Obando vino a ejercer oficialmente las funciones de su ministerio el 2 de junio cuando la Corte Marcial dictaminó que sobre él no pesaba ningún cargo. Si López y Obando habían sido los libertadores de la Nueva Granada, los restauradores de la Constitución, de la paz y de la libertad, los líderes y los jefes militares más importantes del partido de Santander, ¿qué tribunal podía tener la suficiente autonomía para investigarlos? ¿Quién sería capaz de sostener siquiera la menor sospecha contra un hombre, que cuando Caicedo no lo complacía en sus peticiones, sufría fiebres y convulsiones?: Tuve noticia de que habiendo ido éste (Vicente Piñeres) donde el señor Caicedo a quejarse de una medida tan cruel (la de una imposición de expulsión del país contra un pobre hombre), Caicedo le había contestado que no era orden suya, que ésas eran cosas del general Obando que tenía oprimido al gobierno... Así que supe esta miserable debilidad renuncié el ministerio y me retiré del despacho a sufrir una fiebre que me sobrevino202.

Obando había llegado a Bogotá el 25 de mayo de 1831 y como se dijo el 2 de junio aceptó el Ministerio de Guerra, sin suficiente tiempo para instalar un tribunal, para realizar la más mínima investigación, pues para tal proceso había que trasladarse a Pasto y Popayán para tomar declaración a los testigos, hacer los careos, estudiar los testimonios, cotejar las citas evacuadas, analizar cartas y oficios. En aquellos tiempos un proceso de esta naturaleza, trabajando con ahínco y seriedad podría tardarse más de un año. De allí, que al no tomarse interés en ir al fondo de la materia, los magistrados optaran por lo más fácil: catalogar el Crimen de Berruecos de “simple delito político”. 202 Apuntamientos, pág. 210, 211.

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A Urdaneta le encasquetaron el título de Usurpador; pero los paramilitares Obando y López que estaban fuertemente señalados de haber sido los ejecutores intelectuales del Crimen de Berruecos, que habían asaltado haciendas, destruido la universidad de Popayán, tomado el oro del Estado y se habían vendido al invasor peruano para deprimir y destrozar a su propia patria y que últimamente siguiendo esta política también anexaron Popayán al Ecuador; a estos señores, decimos, la historia no sólo les reservó los mayores honores políticos como “salvadores”, “restauradores de las libertades”, sino que la patria misma no podía existir sin ellos. Eran los que habían encontrado la fórmula para vivir como criminales y morir como santos próceres. Fueron los hombres que se habían elevado tan alto en consideraciones, que “depuraron” el ejército que nos independizó de España; despidieron de él a un general como Pey; dispusieron de todos los altos cargos como les vino en gana: sacaron de Hacienda a Mendoza, a Estanislao Vergara de Relaciones Interiores, a José María Castillo de Exteriores. De modo pues, que era un escarnio, un escándalo hablar de purificación de su pasado. La palabra purificación se había heredado de la colonia y tenía todavía bastante peso en la memoria retrovisora de los reformistas. “Depurados” por don Pablo Morillo habían sido casi todos los funcionarios que tenían algún cargo de importancia en Bogotá. Si Caicedo lo había elevado al cargo de ministro de Guerra era porque se le consideraba de antemano un hombre sin tacha, ¿a qué venir ahora a complicar las cosas? Sin duda a José María le gustaba vivir siempre en “la pureza del caos público”. Ya la Corte Marcial presidida en aquellos días por don Félix Restrepo declaró, por los documentos que había en su despacho (y recibidos del gobierno de Urdaneta), de que no existían ni siquiera ligeros indicios de que Obando o López hubiesen, directa o indirectamente, participado en el horrendo crimen. Cumplidos los trámites para entregar el gobierno, Urdaneta dispuso de inmediato viajar a su país. Sentíase fastidiado de lo que debía hacer para no dar la impresión de ser otro “cobarde” incapaz de arrasar los campos, incendiar pueblos y universidades, y matar, matar, matar antes de que llegue el juez... Salió de Bogotá la noche del 28 de mayo. Muchos querían distinguirse, como se sabe, llevando a cabo otra acción justiciera como la que se había hecho, por ejemplo, contra Sucre... Sería interesante saber si Obando y Urdaneta llegaron alguna vez a verse; es muy probable que no, pues Obando, en uno de sus arranques violentos, pidió que se detuviera al Usurpador, pero le fue advertido que todavía no tenía en sus manos el terrible ministerio con el cual podía llevar a cabo acciones depuradoras. Entusiasmado por el atrevimiento de Obando, López olvidándose de las expresiones de fraternidad, pidió también que se le detuviera. Posada dice con su candoroso patriotismo: “Todos los amigos del general López vimos con profundo disgusto que hubiera tomado parte en aquella persecución contra un hombre a quien ofreció ante Dios y el mundo olvido de lo pasado; cuya mano había estrechado en señal de reconciliación”. • 254 •

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Ese 4 de junio de 1831 se hizo evidente, que en la Nueva Granada matar a los hombres más ilustres reportaba enormes beneficios; ése día nadie estuvo interesado en recordar que se cumplía un año de haber sido asesinado Sucre. Nadie quiso hacer algún gesto de solidaridad por los inmensos servicios que este patriota había prestado a la libertad de América del Sur. ¿Cómo sería el estado de terror que se vivía en la capital entonces, que nadie, absolutamente nadie hizo un sólo gesto de agradecimiento por el insigne y más grande capitán, después de Bolívar? Que no se celebrara el día de don Simón, ni ningunos de los triunfos obtenidos por el Libertador se explica, pues según los liberales éste se había convertido en tirano y déspota, pero ¿por qué este desprecio tan inexplicable hacia Sucre por luchadores que se consideraban sus deudos políticos y morales? Lo otro más patriótico de ese 4 de junio de 1831, fue la disposición oficial (exigida por los paramilitares López, J. M. Obando, Moreno y Antonio Obando al vicepresidente Caicedo) de no emplear en el gobierno a quienes hubiesen prestado algún servicio a Bolívar o a Urdaneta. ¿Por qué entonces no se excluyó a Francisco Soto, a Azuero, a los Arrubla y Montoya, y hasta el mismo Santander? Cuando José María hizo público su apoyo a esta proposición, algunos infelices, temblando, corrieron a presentar su renuncia a Caicedo. Estaba sobreentendido que Caicedo debía preparar la suya, para dar paso al mismo Supremo. Dice José Manuel Restrepo, el que hacía poco había justificado las acciones contra el batallón Callao: “El público sensato, participando de la misma indignación, creyó irrogado al gobierno un insulto muy grave, queriendo arrancarle por fuerza, providencias violentas, que repugnaban a la conciencia del vicepresidente y a la política conciliatoria de los partidos... Una facción vengativa, concitada por los hermanos Azuero, por los jefes de la división de Casanare y por otros exaltados, no quería que sus enemigos políticos disfrutaran de las garantías constitucionales. Así, hombres que se habían llamado entusiastas de la libertad, y que decían haber sufrido por ella, eran entonces acérrimos defensores de las Facultades Extraordinarias, de los destierros y de las privaciones de empleos civiles, militares y eclesiásticos, sin forma ni procedimiento de juicio. “Los ciudadanos amantes del orden deploraron que el general López hubiera armado tal pedimento, desviándose del juicio y moderación que antes había manifestado”. Pero Caicedo estaba asustado y accedió ante la exigencia de los radicales: en el término de tres días deberían salir del país quienes se hubieran visto obligados a pedir pasaportes. Decía aquel terrible documento el cual Caicedo estuvo obligado a refrendar, que quien no cumpliera tal disposición en los términos expresados sería perseguido y juzgado como conspirador y perturbador de la tranquilidad pública por sus hechos anteriores. En las difíciles circunstancias en que se vivía, era como dictar ley de fuga para estos desgraciados. “Los infelices tuvieron que irse como pudieron, varios de ellos a pie, con sus maletas al hombro pidiendo limosna”. • 255 •

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José María Obando inspiraba la pluma decretatoria de Caicedo; el vicepresidente firmó, obligado por la presencia del hombre de los mostachos lacios, un documento donde se ordenaba la restitución plena de los derechos y honores “a todos los ciudadanos que han sido condenados a presidios, a la confinación en alguna isla o provincia, o expulsados de la República o en castigo de sus opiniones o de sus esfuerzos por la libertad”. Claro, se llamaban entonces esfuerzos por la libertad las acciones emprendidas el 25 de septiembre de 1828. Para que se vea cómo la eliminación de Bolívar y el asesinato de Sucre representaban “bienes tangibles” en la liberación recientemente lograda, los hombres que detentaban cargos tan importantes (y que en un acto de desesperación Caicedo había colocado allí) como el ministerio de Guerra y la comandancia del ejército, seguidos de gran acompañamiento, salieron a celebrar aquel día de otros cuchillos largos: el 25 de septiembre. Obando y López presidieron una serie de festejos, funciones de teatros, organizados en la pequeña población de Zipaquirá. José Manuel Restrepo afligido por estos actos tan innobles dijo: “no se dejó pasar sin fuertes censuras el que un gobierno como el de Caicedo llamara oficialmente esfuerzos en favor de la libertad, acciones tan inmorales como reprobadas por la civilización”. Tanto José M. Restrepo como Posada se quejaban, indignados, de que Caicedo hiciera concesiones tan absurdas; pero en verdad el vicepresidente no gobernaba. El 2 de julio, Obando, otra vez, fuertemente apoyado por su secretario Vicente Azuero, exigió al Poder Ejecutivo que se declarase nulo el Convenio de Apulo. Es decir, que se dejara puerta franca a la barbarie, se glorificara el puñal de los Brutos y la cicuta de los jacobinos ignorantes; que la intolerancia señoreara sobre los enfebrecidos cerebros de unos cuantos criminales; que se declarara de una vez hostilidad y persecución desmedida contra los que eran catalogados enemigos de Santander; que se diera licencia absoluta a unos y que se borrara del ejército a jefes y oficiales, cuyos ascensos habían sido asegurados por el Convenio de Apulo. Era tal la efervescencia revolucionaria, que ese mismo día Francisco Soto envió una carta a Santander donde le hablaba de cosas como estas: “¡Al fin somos libres!, ¡Caicedo sigue imbécil. “¡Obando ha estado divino!” A Soto le daba escalofríos escribir completo el nombre de Bolívar y entonces para referirse a él, sólo estampaba una B. Aseguraba el secretario perpetuo de Santander que podía tenerse absoluta confianza, pues Obando aseguraba con manos recias el ministerio de Guerra y Marina. Las disposiciones de Obando comenzaron a cumplirse y estalló la cacería. Don José María en pleno Consejo de Estado amenazó a los ministros (no había por qué amenazarlos, pues todos estaban de acuerdo con él), que en el ramo del gobierno él era el ministro y que opinaba que el Convenio de Apulo era nulo. Caicedo callaba avergonzado como un escolar que ha sido reprendido. Las consecuencias de esta decisión comenzaron a dar sus frutos: el primero en caer fue el coronel Carlos Castelli para quien se pidió inme• 256 •

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diatamente la pena de muerte. El general Antonio Obando, lo mandó a poner en capilla. Corrían verdaderos vientos de locura: José María, veíase apoyado por las columnas más poderosas de la nación. No era como antes cuando le aterraba la duda y procuraba entender los signos de su tiempo y de su sangre; cuando desesperado, aullando su desolación, sintiéndose sin la protección del Libertador, ahogado en el más hondo desconsuelo, el alma devorada y el infierno en su cerebro, rogando al Cielo entendimiento y cordura; devorándose en ese suicidarse en los demás... Le parecía como nunca que tenía perfectamente enfocado el punto preciso de su alma, el destino tantas veces soñado. La imagen de su destino era la sombra que encajaba perfectamente en los fundamentos del nuevo orden granadino y el cual se debía a él. Castelli había sido gran amigo del Libertador, razón más que suficiente para que se considerara un “excelente delincuente”, hediondo a patíbulo; pero además, y ésta había sido la razón principal para que se le detuviera, había publicado un artículo en un periódico donde acusaba a López y Obando de ser los asesinos de Sucre. Es decir, se quería hacer con Castelli lo que se había hecho en Cali con Quintero. Por fortuna, Posada tomó como suyo el caso de Castelli e hizo una defensa tan apasionada que pudo salvarlo del patíbulo. Y para que se sopese una vez más las mentiras que forjaron en sus memorias tanto Obando como López, colocamos estas líneas del primero: “...yo mismo di todos los pasos para promover la conmutación de la pena... y es muy glorioso decir hoy que él fue absuelto por mis ruegos...203”, como diciendo porque entonces los únicos que podían conmutarle la pena eran Obando y yo. Castelli había sido hecho prisionero en la región de Antioquia donde fungía como jefe fundamental del partido “liberal”, Salvador Córdova, hermano del malogrado José María. Salvador era un pobre joven, turbulento como su hermano pero sin el valor ni la astucia de aquel. Más o menos de la estirpe de los Páez, Obando o López que se achicaban frente a los fuertes y se hacían terribles y sanguinarios con los enemigos que estaban a merced de sus espadas. Obando iba camino de Bogotá cuando supo de la detención de Castelli: conociendo a Salvador como la palma de su mano, le pidió lo fusilara; más tarde le escribirá: “Yo habría hecho lo mismo (fusilarlos) con todos los que hice prisioneros en Palmira; pero la prisión de Ud. fueron mis grillos y mi freno; sin embargo, a todos los tengo aquí, y los llevo a fusilar en la marcha para Bogotá”204. El escritor granadino Rafael Sañudo, furibundo enemigo de las ideas del Libertador, se espanta de la capacidad sanguinaria y cruel de José María; sin embargo elogia la conducta de López, quien como sabemos le pedía al mismo Salvador: “No hagas prisioneros: mátalos, mátalos en el campo sin consideración a nadie, antes que intervenga el juez”. 203 Ibíd., pág. 214. 204 El crimen de Berruecos. Asesinato de Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho, Tomo I, La Trama Infernal, Roma, Escuela Salesiana, Tomo II, 1924, pág. 54.

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Los que se atrevían a pensar sobre estas macabras decisiones sostenían que en un gobierno mejor establecido Obando hubiera sido removido de inmediato, “pero Caicedo no podía hacerlo, pues Obando por su influjo sobre los “liberales”, por su actividad en el despacho, por el vigor de su carácter, por sus claros aunque incultos talentos, daba fuerza a la administración y garantías de orden, especialmente en el ejército” (Restrepo). Mientras las medidas se iban cumpliendo con rigor, ya para el 20 de julio se tenían bastante adelantados los resultados de las elecciones para la nueva Convención. Por supuesto que casi todos los diputados elegidos eran “liberales”. Esto al tiempo que la máquina de las proscripciones, de las venganzas y de los abusos contra el partido boliviano en desgracia trituraba a toda velocidad. El terror del gobierno se combinaba con fiestas patrióticas, durante las cuales se tomaba aguardiente hasta la locura; y aparecían puñales y garrotes y se destrozaban ventanas de los tranquilos parroquianos; estas turbas enfebrecidas celebraban las felicitaciones que desde el Ecuador enviaba Juan José Flores a un eminente jefe ecuatoriano “que se hallaba desempeñando tan bien el alto puesto de ministro de guerra de una nación extraña: Véngase, corra, vuele... vuelva a su patria - clamaban aquellas misivas las cuales se leían en plazas y saraos -: venga, se le ansía, se le espera”205. Las calles se hacían intransitables por el bullir de las bandas, que con música y cohetes, al son de vivas a la nueva república, mostraban una apasionada agresividad (porque el símbolo de la libertad, no sabían por qué, se les asemejaba a un puñal empapado en sangre). Ser pacífico era anticuado. La mayoría de estos feroces individuos eran soldados llegados de los más recónditos lugares y que no tenían destino alguno. Y aquellas jornadas, las “bacanales civilistas del terror”, adelantadas o prolongadas y a destiempo, en pleno 25 de septiembre. En verdad, apenas se había logrado la Independencia, la patria se llenaba de efemérides. Se estaba descubriendo que éramos más valientes para celebrar carnavales que para matarnos en los montes o darnos de trompadas en los motines, mítines o templetes estatutarios. Los tiempos estaban cambiando y el alcohol lo mataba todo. Por esta vía tal vez asimilamos más las virtudes de la civilización que a través de los mil catálogos y códigos que llevaba Santander en su cabeza. Obando se regocijaba de lo lindo como actor y espectador de estas francachelas. A López lo desquiciaban las efemérides, sobre todo cuando había toros coleados. Si por él fuera, hubiera organizado un almanaque con 365 días de celebraciones patrias, celebrando en casos especiales hasta tres y cuatro fiestas nacionales por hora para incluir las jornadas civilistas de Francia, Estados Unidos, Alemania e Inglaterra. Para esta época Obando había borrando de las listas militares a 17 generales, 49 coroneles, 52 tenientes coroneles, 158 sargentos mayores,... 205 Apuntamientos, pág. 216.

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Pese a lo estricto de sus medidas purificadoras, principalmente con los militares venezolanos, perdonó al teniente coronel Apolinar Morillo. No sólo se salvó de ser expulsado sino que pidió para él la gratificación de un cargo de confianza nombrándolo Jefe del Escuadrón Sagrado. Este escuadrón revela cuán pronto se estaba retrogradando hacia los tiempos de la colonia y hacia los símbolos fanáticos que enarbolaran con tanta ira los incontenibles pastusos. Entre los “extranjeros” borrados se cuentan el general Luis Perú de Lacroix y O’Leary, ambos casados con colombianas. A finales de octubre, pudo reunirse finalmente la Convención para la cual fue elegido presidente el doctor José Ignacio Márquez y vicepresidente Francisco Soto. En medio de aquellos ajetreos y compromisos, Obando sacando tiempo de donde no lo tenía, escribió una carta a Santander donde le aseguraba que ya el Vesubio se ha apagado para siempre, y añadía: “no me cansaré de escribir a usted llamándole amigablemente y hoy le va una orden oficial. ¿Qué hace usted allá, mi general? Véngase por Dios, que usted falta para todo. Yo no lo llamo para que reciba perfume de ingratos, sino para que ayude a arreglarlo todo. Cuente con los deseos de todos, todos, todos, buenos y malos. Hoy es el día de acreditar a ese mundo viejo que Bolívar, lejos de ser el hombre necesario, es el único elemento de sangre. Hoy es el día de la redención de la patria y hoy es el día de Usted, no se canse de caminar día y noche, usted es el hombre más querido para mí”206. El Hombre de las Leyes se conmueve; como tiene en muy alto su sentido de la confesión amistosa escribe a sus amigos “cuiden a Obando, es una Alhaja de valor inapreciable para todos”. El 20 de octubre la Convención rehabilitó en sus grados y honores a Santander, al general Padilla y los demás mártires que habían sido inmolados en las luchas contra el Tirano. Soto y Azuero concordaban en sus correspondencias a Santander en que ciertamente Obando era el hombre del momento, y que sin él no había base para hacer posible la realidad política de la república granadina. Francisco Soto, padre ideológico y alter ego de Santander y quien era (está dicho y redicho) siempre escogido para representar la presidencia vitalicia de cuantas Convenciones se montasen; cuando a él le encasquetaban lo de vitalicio, en absoluto le veía algo malo, (¡cómo les gustaba un cargo público a estos liberales!); pues, acabó por ser presidente de la Convención el año de 1832, el 21 de marzo. Fue Soto quien emitió el famoso decreto donde de modo oficial se cerraba toda clase de acusación contra cualquier individuo, por lo del Crimen de Berruecos. Decía uno de los artículos de aquella pulcra y ejemplarizante decisión207:

206 Roberto Cortázar, Correspondencia dirigida al general Santander. 207 Citado en el libro Examen crítico de Tomás Cipriano de Mosquera, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, Bogotá, Imprenta Nacional, 1954, pág. 200.

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LA CONVENCION DEL ESTADO DE LA NUEVA GRANADA Deseando señalar la época de la terminación de sus funciones por un rasgo de generosidad y de beneficencia, proporcionando a aquellos granadinos que se extraviaron en las funestas disensiones civiles que afligieron el país, un medio honroso de que se reconcilien con su patria, y de que con su futura conducta acrediten ser buenos ciudadanos. DECRETA: Art. 1ro. Luego que el poder ejecutivo contemple que no hay peligro fundado de que se trastorne el orden público podrá expedir salvos conductos para que los granadinos de nacimiento confinados de un lugar a otro vuelvan a sus dominios, para que los granadinos de nacimiento que han sido desterrados fuera del territorio de Estado puedan volver a él, bien sea a sus domicilios, o bien a otro punto a juicio del poder ejecutivo. Art. 2do. Ningún granadino podrá ser reconvenido en lo sucesivo ante ninguna autoridad ni tribunal en razón de su conducta política anterior al restablecimiento del gobierno legítimo en mayo de 1831, sobre el cual se establece un Absoluto Olvido Legal... Dado en Bogotá, a 18 de marzo de 1832.- 22 de la independencia. El presidente de la Convención, Francisco Soto.El secretario, Florentino González.

Ya para el 21 de noviembre, se hizo insoportable para Caicedo seguir en su cargo dijo tajantemente: “Yo renuncio”, y no hubo necesidad de aceptársele la renuncia, pues sobreentendido estaba la completa nulidad de sus actos; lo que se hacía insoportable era su presencia, por su “imbecilidad”, “debilidad” y “cobardía”. El 22 se realizaron las elecciones para llenar esta vacante y los votos se dividieron entre José María Obando y José Ignacio Márquez. La competencia fue reñida y después de diecisiete votaciones seguidas, resultó vencedor Obando. Al conocer el triunfo, Obando en su estilo de truque y retruque, se niega a aceptar el cargo. Se hace rogar; luego acepta por los ruegos que le hace un grupo de eminentes ciudadanos: “- Haga ese sacrificio por la patria, general” - le dicen. Venciendo la repugnancia que le inspira tan exigente cargo, terminó cediendo sólo para dar equilibrio y coherencia • 260 •

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moral a las instituciones. En esos días escribió Obando a Tomás Cipriano Mosquera: “Por renuncia del Sr. Caicedo estoy encargado del ejecutivo, mientras nombran los magistrados constitucionales, ¿qué te parece? Por mi parte te aseguro que estoy en un patíbulo, y bien patíbulo”208. Cómo imaginamos la amplia extensión de su sonrisa... Hubo cierto desencanto entre los silenciosos patriotas que como J. M. Restrepo carecían de batallones para sostener una opinión en el curso de los fluctuantes acontecimientos: ¿para eso se luchó tanto, para que otro militar fuese el dueño del Poder Ejecutivo? se preguntaron hasta la saciedad los mismos “liberales”. Restrepo recuerda que todavía Obando no se había justificado en lo referente al asesinato de Sucre y por lo tanto era degradante para los granadinos verlo como vicepresidente de la república. Pacificada la nación, Obando en la Vicepresidencia, los pensamientos todos se dirigieron hacia el eminente expatriado Francisco de Paula Santander. Las imploraciones de Obando para que esta eminencia regresara de una vez se hacían cada vez más intensas; le pide que cuando emprenda viaje que por favor lo haga por Venezuela, donde hay hombres que ayudaron a consolidar las gestas granadinas. Le dice: “Páez es todo un hombre; tiene una grande alma, es el hombre fuerte de la libertad... Puede que yo tenga incluso el gusto de conocer a esos señores venezolanos nuestros amigos idénticos”. Se despepita Obando en confesiones convulsas. Le escribe a Santander en un lenguaje estrafalario cosas como estas: ...la reputación que tengo la debo a mi razón siempre regida por mi cabeza, y no la vendo por nada del mundo... ... mi patriotismo acrisolado no se vende por una migaja... ... muchos no ceden humildemente a las bravatas... ... me quieren poner un cabestro en el pescuezo... ... Pero mejor se lo vomitaré personalmente cuando lo vea... ...Ya no chillo, no digo nada porque la cosa contra los bolivios está buenísima; cuando los haga polvo, es ése día de emborracharme y pegarme una buena cacharrera que dure nueve días... ... Y en fin, ya no veo fatigas de antiguas sanguijuelas para volverse a pegar de las ancas de estas provincias... ... Acá se le pegarán las ladillas y niguas plebeyas... y dígame, ¿qué tengo que hacer para trabajar hasta con la pepita del alma?...209

Probablemente estas frases hacían desternillar de risa a Santander. De modo pues que no sorprende a nadie el que el Hombre de las Leyes jamás haya expresado el menor dolor o expresión de perturbación ante la muerte de Sucre, como tampoco la expresó jamás Páez, su idéntico. 208 Citado en la obra de Abelardo Forero Benavides: Las Cartas infidentes, 1830, pág. 159. 209 Roberto Cortázar, Correspondencia dirigida al general Santander.

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Santander carecía por completo de los llamados escrúpulos de sensiblería moral, como mentaban algunos cachacos, “faltos de cargos de conciencia”. Así debían tener los nervios quienes gobernaran al lado de individuos terribles y sanguinarios como Obando y López. Impresionaba hondamente al Hombre de las Leyes la situación económica de los Estados Unidos. Allí se encontraba, luego de un largo periplo por Europa. Admitía que este era un pueblo rudo, sin maneras y grosero, pero la gente tenía qué comer; se veía alegre, interesado en el trabajo, llenando cada cual sus deberes para consigo mismo, para con el Estado y con el Creador de una manera sencilla, laboriosa y natural. Era cierto que en ningún pueblo de Ohio o Kentucky llegó a ver óperas como en Italia, ni saraos tan magníficos como en Francia, ni carruajes lujosos; pero en cambio contempló escuelas, alegría por doquier, sociedades de beneficencia, caminos de hierro, canales y leyes impasibles. Todo esto lo iba sopesando Santander porque quería encontrar el camino más corto para hacer de su país un paraíso materialista, práctico y sensual. El 10 de noviembre de 1831 está llegando Santander a Nueva York. El 17 asiste a un baile en casa del célebre Juan Bautista Say, amigo de Hamilton. El 9 de diciembre por la mañana visita un High School donde se empapa del sistema lancasteriano, y por la tarde de ese mismo día asiste a una inmensa fábrica de gas que lo deja anonadado. La última semana de diciembre la pasa triste y avergonzado: El progreso de EE UU lo avergüenza porque Colombia, por culpa del hombre de las malditas correrías, vivía imbuido en un filantropismo aberrante: Eso de querer darle la libertad a los esclavos, eso de buscar un humanismo delirante cuando no había todavía progreso ni industria... Un país como EE.UU. es fuerte y organizado porque le da prioridad al trabajo y a la función de los bancos: hacen falta hombres preparados para el comercio; el comercio es la razón de la civilización moderna. Pero gracias a Dios que el vil canalla de las desastrosas correrías ha muerto y vamos a demostrarle al mundo que nosotros sabemos gobernarnos... Enero se le fue íntegro en asistir a saraos. Febrero fue lo mismo (o algo peor): agasajos a granel; brindis por la patria redimida y restaurada; discursos, honores... El 29 de febrero de 1832 fue sancionada la Constitución de la Nueva Granada y fue motivo para hablar de otra patria, que ya no tendría nada que ver con Bolívar. Algunos sostienen hoy, con gran orgullo, que Bolívar libertó seis repúblicas. No fue su intención sino libertar una sola que debió llamarse Colombia y que llegara desde Venezuela hasta la Argentina. Lástima que se desintegrara en tantos pedazos gobernados casi siempre por pendejos. El primer presidente de la Nueva Granada se llamó José María Obando quien muy ufano debía confesar años después: ‘Fui dueño absoluto del país por cuatro días”. ¿Por cuatro días solamente? Creíase de nuevo poseído de un ardor heroico quizás equiparable al que sintió cuando todavía siendo realista, Bolívar le dio el abrazo en Cali. Poderoso y justo, firme y • 262 •

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sereno, que se arrepentía de no haber hecho fusilar a unos cuantos, sobre todo al general Pedro Murgueitio quien lo había llamado “el monstruo del Cauca”. No podía perdonarle a su amigo del alma, a Salvador Córdova, ¡qué dolor!, el que no hubiera matado a Murgueitio. Ya tenía en sus manos toda la información que había pedido a Popayán y a Cali sobre quién era el director de las afrentas que sobre él se lanzaban cuando estaba en camino de restituir el orden constitucional. Desde un principio barruntó que el director de estas infamias era Murgueitio y cuando se lo comunicó a Salvador Córdova, diciéndole que era necesario fusilarlo, este camarada le falló. Con su puño y letra, al lado de los papeles que mostraban a Murgueitio como el artífice de las calumnias que contra él se lanzaban, escribió a Salvador: “Ese anónimo es del bribón de Murgueitio, a quien siento no haber fusilado; tú tienes la culpa”210. Estos eran los pensamientos de un vicepresidente de la república a quien se idolatraba por haber restituido un verdadero estado de derecho. Luego de la ceremonia de refrendación de la Carta Magna se procedió a la elección de los altos mandatarios de la nueva nación. Otra vez José María entraba entre los postulados. Uno de los más ardientes defensores de su candidatura para la vicepresidencia (pues había un acuerdo tácito de la gran mayoría de que la presidencia debía centrarse en la figura de Santander) era Antonio Arrubla. Lo que entusiasmaba profundamente a Arrubla, quien desde que Obando había llegado a la capital no salía del deslumbramiento que le causaba su persona, era ese “fondo de malicia y sagacidad por lo cual no es fácil de engañar”. El 9 de marzo, en el primer escrutinio, quedó electo Presidente de la República el general Santander; lo conseguía por 49 votos, frente a 6 que obtuvo Joaquín Mosquera su más cercano contendor. Después de quince escrutinios, quedó electo para la vicepresidencia José Ignacio Márquez, con 42 votos frente a 20 a favor del supremo del Cauca. Santander, aunque amaba la heroicidad de Obando, su valor y sus talentos políticos, no podía compartir con él un gobierno. No era todavía conveniente, Soto y Azuero llegaron con el supremo del Cauca a un acuerdo. Después de Santander, seguiría Azuero y más tarde sería su turno. Había suficientes prohombres para estabilizar a la Nueva Granada por lo menos durante los veinte años venideros. Don José María Obando, como sabemos, tenía grandes deseos de escribir. En su estancia en Bogotá tomó lecciones de gramática y redacción bajo la dirección de Francisco Soto, Florentino González y Vicente Azuero y algunos jovenzuelos liberales, diestros y feroces en eso de hacer sacar sangre a sus escritos. Tenía la obsesión Obando de reescribir la historia de su país y pasó largas horas conversando al respecto con Soto, el hombre más eminente del partido liberal. 210 Carta del 7 de diciembre de 1831; se encuentra en Archivos y otros documentos del coronel Salvador Córdova, G. Camargo P., Biblioteca de Historia Nacional, Volumen XC, Bogotá, 1955, pág. 345.

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- Escribir es cosa muy seria, general - le dijo Soto, aunque aclarándole:- usted podría llevar un diario; un diario resulta de gran ayuda, principalmente cuando hay tanto bicho rabioso y gente malsana escribiendo y estudiando historia (lo decía por Restrepo). Recuerde que la política es veleidosa; le aconsejo “recoja su memoria” en pequeñas notas, pues algún día tendrá que rebatir muchas infamias. Una de aquellas notas que se llevó de Bogotá, recogidas en medio de las ardientes e inacabables discusiones que reventaban en cada esquina, era: “Desengáñese amigo, desde Rómulo hasta nuestros días, todos los gobiernos se han consolidado por el puñal y la cicuta”. Le pareció digna de haberla dicho su amigo Juan José Flores, y efectivamente en el diario que comenzaba a llevar la estampó como expresada por este general. Grandes eran los cambios sufrido por Obando en la capital, principalmente en lo referente a la indumentaria. Allí pudo desprenderse de los viejos trajes y enriqueció sus conocimientos sobre uniformes militares. Desde entonces comenzó a usar esclavina de paño azul con bordados y alamares de oro, corbatín de cuero inglés, botas muy altas y espolines, calzón gris y sombrero de copa. Al lado de esta vestimenta sabía poner dignidad a su porte: una sonrisa irónica indefinida y un cierto tinte de marcial preocupación. Porque entonces se tomaban clases de urbanidad para estas poses medio melancólicas. En Bogotá, Obando supo endulzar bastante sus cerreros modales; aprendió a caminar con rectitud y altivez; su conversación se hizo un tanto llana y agradable; aprendió a escuchar las críticas de sus amigos, y a responder éstas de modo pausado, sosegado. “- Lo importante de una discusión es la síntesis”, le aconsejaba Soto: “- No desprecie la síntesis, general, y mucho cuidado con la precisión y la meticulosidad con los conceptos.” Largas y encendidas eran las charlas en aquellos días sobre el asunto del uniforme militar. En ellas intervenían con sutiles observaciones Soto y Azuero: - Es horroroso - sostenía José María - el reglamento del uniforme militar. Yo quitaría la vuelta colorada a la tropa, y daría a la infantería vuelta y cuello azul claro; a la caballería, verde, y a la artillería solamente le dejaría el colorado. Para mí que el Estado Mayor se viste peor que los arrieros de Pasto. Hay un no sé qué en el buen vestir, que suma resabios en la formal disciplina militar. No hablemos de la disciplina civil, en donde hay casos como el de nuestro sabio Soto. Hubo risas y luego encomios a la personalidad socrática de don Francisco. Bien sabido era que Soto un hombre muy instruido, de oratoria fácil y coherente, vestía muy mal; lo agudo, chispeante y cáustico de sus comentarios suplía las apariencias de un físico encogido, envueltos en trapos viejos y remendados; lo apocado y descuidado en el vestir no le veía por el lado filosófico sino por lo tacaño. Santander decía de él: “nadie se figura, que debajo de su vestido tan descuidado y su fisonomía tan humilde, haya tanta lógica, tanto juicio, tanta claridad y tanto saber”. De haberse dedicado a las letras, Soto nos habría dado de aquella época una obra de • 264 •

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ingenio a lo Petronio; o de haberse comprometido más seriamente con su función de historiador, habría sido un Tácito. Pero carecía de disciplina y paciencia para el trabajo de investigación. La política y la ambición le habían desordenado su talento. Su fuerte era el partidismo, los cenáculos, la conspiración, la estructuración de libelos y panfletos; era una especie de Marat, pero sin el carácter ni la audacia de aquél. Carecía a diferencia de Santander, de vergüenza histórica. Azuero por su parte decía: - No cuadra un uniforme militar caucásico en un hombre negro y demasiado ampuloso, por ejemplo. Los negros “demeritan” las cintas rojas y azules. Es inadecuado a la vista el conjunto de una charretera en un mulato, por lo cual deberían ser ascendidos sólo hasta sargento primero. Si usted, general, hubiera conocido la vestimenta escandalosa de Leonardo Infante, sus joyas refulgentes en manos, brazos y pechos. - Pues imagínese - intervino Soto- nuestro cuerpo diplomático, representado por el negro Domingo López de Matute. No sé de dónde Bolívar sacó a este africano. En todo caso, ese indiaje picado de viruela, de ojos pequeños y saltones, elevados a generales no habrían sido sino la gracia de la bestialidad uniformada. Con estos especímenes, pensaba Bolívar hacer una monarquía. Recuerdo que el Tirano los invitaba a su mesa dizque para rebajarles la maleza de sus diabluras. ¡Cuánto nos perjudicó ese hombre...! ¿Qué le parece a usted general, la vestimenta de nuestro comandante Amaya?, soberbio sombrero blanco y redondo. Qué aberración. Obando contestaba, a barriga suelta: - Feísimo, desairado. Aunque bien patriota Amaya debería ser juzgado por feo y ridículo. Mi opinión es que debemos ponernos buen mozos porque algo se gana, y perdone Soto mis indirectas.

Inspiración de Andrew Jackson

Presidente de EEUU, General Andrew Jackson

El 12 de marzo Santander se dirige a Filadelfia, “el viaje todo, cuesta 6 pesos por persona - anota en su diario -, fuera de almuerzo y estadía”. En Filadelfia se asombra ante el imponente Banco de los Estados Unidos, edificio de mármol, cuya fachada le parece imitación al Partenón de Atenas; observa con atención que el Banco de Gerard es de orden compuesto, que la nueva Casa de la Moneda también es de mármol, pero de orden jónico. • 265 •

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Quiso ver cómo se las acuñaba monedas. Él tenía una impresionante colección de thalers, florines, bons grotschers, marcos de courant, pesos, chelineskreuzers, federicos, escudos, silbergroschers, ducados, francos, reales, napoleones... Lástima que aquel día en la Casa de la Moneda no estuvieran funcionando las máquinas para la fundición. Observó en un registro que allí, hacía poco se amonedaron 2.306 millones de pesos, un tercio en oro y los demás en plata. Decidió recorrer las calles de Filadelfia y luego de caminar unas tres horas, llegó a la conclusión de que esta ciudad contaba con 12 bancos. Suspiraba, bajaba la mirada; se le nublaban los ojos... Se dirigió a una biblioteca donde se entretuvo revisando un grueso volumen de sus Memorias presentadas al Congreso de Colombia en 1823 por los Secretarios de Estado. “No pude menos que enternecerme de ver este monumento del tiempo de mi administración en los días gloriosos de Colombia”. El 26 de marzo, Santander llegó a Washington: “El viaje de Nueva York a Filadelfia cuesta 6 pesos. De aquí a Baltimore 4 y a Washington 3, que hacen todo 13 pesos fuera de subsistencia”. El 27, fue presentado a Daniel Webster, extraordinario pensador cuyas palabras sobre la unión americana serán eternamente uno de los mayores poemas de la humanidad. Estas palabras debieron herir en lo más hondo a Santander, porque parecieran inspiradas en este grande hombre. Dijo Webster: Cuando mis ojos contemplen por última vez el sol en el cielo, que no lo vea yo brillar sobre los fragmentos rotos y destrozados de una Unión antaño gloriosa; sobre Estados separados, discordantes, beligerantes; sobre una tierra desgarrada por las disputas civiles o, quizás anegada de sangre fraterna. Que su débil y persistente mirada contemple, en cambio, la magnifica enseñanza de la república, hoy conocida y honrada en toda la tierra, aún plenamente desplegada, sus armas y trofeos brillando con su lustre original, sin ninguna franja borrada o manchada, sin una sola estrella oscurecida, llevando como lema, no una miserable pregunta como ¿de qué vale todo esto? ni esas palabras engañosas y absurdas: la libertad primero y la Unión después, sino, y en todas partes, estampadas en vivos caracteres, resplandecientes en todos sus amplios pliegues, al ondear sobre el mar y sobre la tierra, y a todos los vientos bajo la totalidad de los cielos, la expresión de este otro pensamiento, caro a todo verdadero corazón americano: ¡libertad y unión, ahora y siempre, unidas e inseparables!

Webster presentó al Hombre de las Leyes a Henry Clay, al vicepresidente Calhoun y a otros eminentes políticos. Se habló de los sucesos de Colombia. Al preguntar Clay, la causa principal de los desastres actuales de su tierra, Santander respondió: “La suma ignorancia del pueblo y la desmedida • 266 •

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ambición del jefe que ha dirigido la guerra de la independencia”, respuesta que a todos los presentes, según Santander, pareció exacta. El día 29 de marzo fue cuando al fin Santander pudo conocer al presidente Andrew Jackson, al norteamericano que más admiraba. El rudo hombre de Tennessee, violento, conocido como el Viejo Nogal (para indicar que era fuerte y rugoso como este árbol), había mostrado una conducta “política” que desde 1818 atraía la atención Santander. En todo le parecía ver al mismísimo mandamás del Cauca. Hasta entonces el Hombre de las Leyes no había tenido el placer de conocer personalmente a Obando. Un lector cuidadoso podrá darse cuenta de que Santander admiraba en el fondo a don Pablo Morillo, por su implacable campaña “pacificadora”. Aplaudió el fusilamiento de Piar, y en una oportunidad sostuvo que muchos republicanos estaban pidiendo a gritos un paredón. Ahora ciertos granadinos pretenden pintarlo como un ser angelical, hasta el extremo de decir que no llegó a participar en la Campaña Admirable del año 13, por su aversión a la Guerra a Muerte; ¡él, quien precisamente usó este Decreto para justificar la matanza de Barreiro y sus 38 oficiales! El Viejo de Nogal era, para Santander, lo que necesitaba Colombia. Por ello, mirando sus ojos, no podía sino pensar en José María Obando. “- Cinco, diez años con Obando en el poder, pacificamos para siempre al país. Una mano muy dura limpiando el ejército y con una política de puerta franca al progreso, internando la civilización en la selva, en las tierras de Pasto. Para esta obra se requiere un carácter sin contemplaciones, una fuerza sin el escrúpulo ni la cortapisa moral de la religión; el sentido maravilloso y admirable del trabajo, la sublime aplicación del utilitarismo a la realidad social, el materialismo, ¡hay que ser prácticos, reales, con los pies sobre la tierra!”. Otro detalle que llamó su atención era que Jackson pertenecía también a una logia masónica. Los hombres para Jackson eran meros muñecos o pequeñas máquinas que había que colocarlos donde pudieran producir según sus signos y condiciones, y le dijo a Santander: - Un hombre que no produce algo positivo es una lacra, un estorbo. Lo peor para la sociedad lo constituyen esos políticos que viven como los asaltantes de camino. Si no se pone mano dura con esta gente, no habrá progreso para su pueblo. Yo he tenido que matar, hacerme respetar con las armas, no con las palabras. Las leyes no sirven para gobernar, distinguido amigo. Desde los tiempos de 1818, dejé de lado las leyes; pero si usted no cuenta con hombres incondicionales no podrá llegar muy lejos; hombres que lo entiendan, lo respeten y que a la vez sean muy preparados; que sepan el sentido sutil y profundo de sus actos, aunque a los ojos de los Catones puedan resultar exabruptos; cuando mandé al otro mundo a dos súbditos británicos: Alexander Arbuhnot y Robert C. Ambruster, no hubo una sola queja. Contaba con hombres decididos, severos y con un gran sentido de lo que debía hacerse en el presente. Nosotros no vivimos pensando en el futuro. He tenido que ahorcar y fusilar, distinguido amigo, porque hay • 267 •

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un mundo por nacer, y este mundo cuesta mucha sangre, mucho dolor y sacrificios. Un mundo no se hace con cálculos solamente, se hace con la presencia, con la decisión a tiempo y con una capacidad para arrostrar los riesgos más inusitados. Por eso usted me ve aquí. Por eso he ido a donde no existía la presencia del hombre, y donde no podía acatarse ley de ninguna especie para decir: Yo soy la ley, la ley es lo que pienso en este momento, y los ciudadanos están obligados a obedecerme. No ando en plan de pedirle permiso a nadie para cumplir con mis deberes. Aquí está todo por hacerse... Santander, que le puso tantas trabas al Libertador para que incursionara en el territorio brasileño, para que pudiera ayudar en la organización política de Chile y Argentina, y que solapadamente y con tantos aviesos intereses minó de trabazones legales el camino hacia el Perú, ahora se quedaba de una pieza, admirado de la sencillez, del don de serenidad y de callada voluntad de este temible expansionista. ¿Cuántos recuerdos del pasado le traían la figura de este hombre quien fue el recuerdo más preciado mientras yacía aherrojado en el Castillo de Boca Chica, en Cartagena? Párrafos de su memorable misiva cruzaron por su mente: Un hijo del hemisferio colombiano agobiado de padecimientos tiene el honor de dirigir su voz al ilustre americano, cuyas eminentes virtudes, y señalados servicios a su país han elevado a la primera magistratura. Mi ardiente amor a la libertad americana, mi fiel adhesión a las leyes fundamentales de mi patria, mi leal sumisión a los deberes que ella me impuso al encargarme de la Vicepresidencia del Estado, me han acarreado persecuciones, las penas, y la dura prisión que sufro en estas fortalezas...211

Andrew Jackson era conocido también por sus intensos odios los cuales no olvidaba y le atormentaban. No perdonaba a quien de algún modo le hubiere perjudicado, ofendido. Era vengativo, y Santander consideraba que pese a lo repulsivo que resultaba para la sociedad esta clase de hombres, eran los únicos que en circunstancias difíciles podían sacar de las desgracias a una nación. Jackson le hizo otras atenciones al exvicepresidente de Colombia. Notó Santander que las maneras del Presidente eran francas y sin etiqueta como probablemente eran las maneras de Obando. Colombia, después de todo, pensaba, era una nación artificial nacida del capricho de un hombre extraordinariamente ambicioso. Era una tierra sin formación social ni histórica que se hizo Nación por las circunstancias traumáticas de una guerra atroz; por esta vía logró una independencia vaga y sin sustento civilista alguno; por lo que ahora, todo ese pasado está bajo una revisión, donde el que se llamaba Libertador no aparece a la luz del ideario reformista 211 Horacio Rodríguez Plata, Santander en el exilio; Editorial Kelly, Bogotá, 1976, Biblioteca de Historia Nacional, Vol. CXXXV., pág. 184.

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moderno sino como un ser despótico de corazón; y quien tuvo la fuerza suficiente para despejar este velo de falsedad ha sido José María Obando. ¡Qué idénticos, Jackson y José María! A medida que Santander conversaba con el Viejo Nogal, iba cayendo en la cuenta de otras coincidencias con Obando: ambos tenían confianza en el hombre común y abrigaban enormes sospechas hacía los personajes cultos. Tanto el Jackson gringo, como el de su tierra, estaban propiciando la figuración de políticos de orígenes humildes, sin educación ni refinamiento alguno. Obando podía ufanarse de haber elevado a la condición de individuos claves en las cuestiones nacionales, por ejemplo, a individuos de la calidad humana de José Gregorio Sarria, José Erazo, Juan Andrés Noguera... El martes 3 de abril, Santander volvió a visitarlo y ese día observó que el presidente era muy parco en el beber y en el comer; que su plato preferido era arroz con leche y azúcar, en lo cual con pequeñas diferencias también se parecía a Obando, pues éste comía mucho plátano maduro con leche. Se enteraba Santander, cosa que le satisfacía y le aplacaba sus remordimientos, que Jackson era un hombre bastante sectario; no quería en el gobierno a nadie que hubiere servido a su predecesor. Quería única y exclusivamente hombres de su entera confianza. Observaba cómo Jackson había recompensado a la gente de su bando, imponiendo la famosa regla de que los despojos debían pertenecer al vencedor, ¡qué idéntico a Obando! No salía de su asombro. El modo de considerar los cargos públicos como un botín, no como una responsabilidad, fue el sistema de los despojos que Jackson impuso, con moderación (es necesario reconocerlo) en los EE.UU. Este sistema asoló, medio siglo después, la política norteamericana, degradando la calidad de los detentadores de cargos y la eficiencia de la labor del gobierno. Santander, sólo pensaba en la filosofía de Bentham, como buena receta para seguir en los procedimientos administrativos de una nación, y en este sentido Jackson le parecía sencillamente admirable. No dejó de tomar en cuenta también, de su comunicación con el presidente Jackson, que éste favorecía ardientemente la política esclavista en su país porque él mismo era un próspero propietario de centenares de almas. Conoció Santander generalidades de la situación financiera de EE.UU., que en la administración de Jackson- sostenía la oposición - a excepción de su ministro de Estado Martín Van Buren, el resto era una manada de funcionarios mediocres, lo que le permitía al presidente y a su gabinete (de gente tosca y sin educación) ejercer un total dominio del gobierno. Lo que sí no dejó de percibir el famoso desterrado eran las diferencias tajantes de Obando con Jackson en lo atinente a la unidad del amplio territorio, independizado de los colonizadores de Europa. Andrew era inflexible y decidido partidario de que la unión de su país se mantuviera a toda costa; por otro lado era claro que Jackson era un hombre que carecía de pruritos de nobleza o de alcurnia y José María se encandilaba por estas cosas. Obser• 269 •

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vaba Santander que a pesar de sus referencias sobre el carácter ambicioso y déspota del Libertador, en aquel grupo de meritorios estadounidenses que rodeaban a Jackson, seguía existiendo un profundo respeto por el héroe recién desaparecido. Sobre todo no acaban de salir de la impresión poderosa que les causaba una figura que había podido, en circunstancias horribles, independizar un territorio tan extenso y lograr durante un tiempo, aunque corto, una cohesión de intereses muy bien definidos políticamente. Los norteamericanos admiran y respetan a los hombres de carácter y de fuertes determinaciones; aunque los informes de los agentes secretos presentaban a Bolívar como peligroso mientras vivió, jamás se dejó de considerar la posibilidad de una alianza formidable con él. Sería interesante saber qué papel jugó Santander, a favor de la política norteamericana, desde los días (1826) cuando reconoció que él no iba a ser en Colombia, el sucesor del Libertador. Estando en Washington fue cuando supo que había sido electo Presidente de la Nueva Granada; de modo que ahora, tal como lo había determinado desde el mismo día en que salió desterrado, optó por exigir satisfacciones en lo relativo a su honra ultrajada, como condición necesaria y suficiente para poder regresar a su patria. Del presidente Jackson había aprendido que era imperioso declarar una guerra sin cuartel al lujo como veneno que arruina al Estado y envilece al pueblo. Esto lo iba a hacer, aunque él mismo dispusiera, poco después, que el cónsul granadino en Nueva York, el señor Domingo Acosta, fuera quien le comprara en EE.UU. todo el mobiliario de su nueva casa. En esto él no cometía ningún pecado contra sus principios pues es necesario entender que el lujo de que debe dispone un primer mandatario es parte implícita de la dignidad y del honor que exige tan elevado cargo. El 16 de julio “al pisar otra vez las playas de nuestra querida patria, mi primer deber es adorar la mano suprema que ha protegido mis días (¿Obando?) y sostenido vuestros patrióticos esfuerzos en el restablecimiento del reino de las leyes... No vuelvo a vengar mis agravios personales, ni a indagar quiénes han sido mis perseguidores”212. Se encuentra en Santa Marta, allí donde ha muerto su brutal carcelero. No se le ocurre a Santander acercarse al lugar donde reposan los restos del hombre excelso que durante tanto tiempo lo protegió; a quien él impulsó a que violara leyes sólo para mantenerle en la vicepresidencia de la república; el que abusó de las Facultades Extraordinarias para cambiar fechas y satisfacerle en los desmedidos pedidos que hacía sobre todo en cuanto a los haberes militares para sí. Profundo odio debió inspirarle el recuerdo de tan necio y maldito personaje. Ese mismo día 17, Santander lanza como César en Gránico, su más atrevida y escandalosa sentencia: “¡Quién, cuándo y en dónde me la pagan!”. 212 Horacio Rodríguez Plata, Santander en el exilio; Editorial Kelly, Bogotá, 1976, Biblioteca de Historia Nacional, Vol. CXXXV., pág. 793.

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Era difícil entender lo que decía, pues todo el mundo esperaba de él una declaración relativa al proyecto inmenso de restauración que traía para la patria. En las manos llevaba un manojo de papeles que había retocado en la ciudad de Borden Town y que los pobres alguaciles y jefes civiles de Santa Marta, no sabían de qué se trataba. El Hombre de las Leyes alzaba los brazos y exclamaba: “¡¿Quién, cuándo y en dónde me la pagan?!”. Un escribiente enviado por Obando, se acercó y con voz pausada le dijo: - Usía honorable, general de la orden de los Libertadores, Señor Exvicepresidente de la República de Colombia, presidente de la Nueva Granada, etc., etc., distinguido ciudadano, el más notable entre los representantes de nuestro pueblo... recibid la más calurosa bienvenida de los hijos de este pueblo tan humillado... Santander fatigado de tanta parsimonia, aclaró de una vez que lo que deseaba saber era si existía una satisfacción relativa a lo que le adeudaban. Que si en tal sentido había sido enviada una comisión, pues le urgía saber cuál era la real deuda del Estado con él. “Yo tengo derecho de reclamar una declaratoria explícita en el particular, aun cuando fuera dueño de una inmensa fortuna; pero es mucho más fuerte este derecho después de todos los perjuicios que he sufrido desde 1828, arbitraria privación de los sueldos que la ley y mis servicios me habían dado, costos en mi expatriación y regreso al país, saqueo e injuria de mis bienes raíces y todos los males de la persecución”. - Deseo por tanto - continuó - “una contestación clara en el particular distinguiendo el sueldo adeudado como vicepresidente de la república de Colombia en ejercicio del poder ejecutivo y fuera de él, el sueldo de general de división en servicio activo, después que fui destituido de la vicepresidencia, hasta la famosa sentencia de 7 de noviembre, y el sueldo que actualmente disfruto”213. Este era el hombre que no quería gravar el Estado con gastos excesivos, lujos y derroche que estuvieran corrompiendo las costumbres... y estaba reclamando para sí cuatro o cinco sueldos extraordinarios. Este ejemplo debió ser pernicioso para las futuras administraciones, y en parte, el origen del grito estridente, preámbulo a las eternas huelgas tropicales, universitarias y sindicales. Habiendo sido satisfecho en sus requerimientos, el Hombre de las Leyes continuó su marcha a la capital. Iba meditabundo y con aspecto fatigado. El país había retrogradado a las cavernas infernales de la Edad Media. Con tanto atraso, con tanta ignorancia y salvajismo, ni con diez mil Andrew 213 Horacio Rodríguez Plata, Santander en el exilio; Editorial Kelly, Bogotá, 1976, Biblioteca de Historia Nacional, Vol. CXXXV., pág. 797.

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Jackson se podría salir a flote. ¡Qué distancia, que infinita desproporción moral con la Europa, con los Estados Unidos! Su compañero de viaje, el príncipe Pedro Bonaparte, acrecentaba su vergüenza. Aquellos seres indefinidos, aquellos hombres apagados, aquellas mujeres raquíticas con sus hijos colgados como miserables racimos, inspiraban repulsión y pena. Su caballo ricamente enjaezado frente a aquellos indios macilentos y dormidos, provocaban en sus nervios una intriga y una violencia incontenibles. Pasó tres días en Hato Grande, observando cuánto había desmejorado esta próspera hacienda. Luego de largas reuniones con Arrubla, evaluando gastos y deudas, el 4 de octubre de 1832 partió en medio de cohetes y aplausos de los parroquianos. En un lugar llamado Torca lo recibieron el Vicepresidente José Ignacio Márquez, los secretarios Alejandro Vélez, Francisco Soto y José Hilario López; López ejercía la Secretaría de Guerra y Marina en sustitución de Obando. Por la tarde un gran tumulto salió al encuentro del eximio desterrado. Volvían a la ciudad caras conocidas, entre ellas doña Nicolasa Ibáñez que había estado confinada en Guaduas. Temporalmente, el Presidente se alojó en casa de su hermana Josefa, “en su abundante equipaje, de hombre culto y que había sabido aprovechar las excelencias artísticas y espirituales del viejo mundo, venían cuadros de notables pintores, recuerdos de grandes hombres, libros diversos, obsequios a sus familiares y amigos y un lujoso billar, juego al que era muy aficionado, enriquecido con preciosas incrustaciones de concha de nácar y preciosa talla”214. Estaba sostenido este soberbio mueble en seis patas de bronce fundido dorado al fuego con relieve de ángeles, cabeza de una reina (la puta María de Médicis) y muchos faunos. También desembaló, don Francisco de Paula, un impresionante uniforme que se hizo confeccionar en París; estaba compuesto de casaca azul y roja con alamares bordados en hilo de oro. Los botones dorados llevaban grabada la leyenda República de la Nueva Granada. Esto quiere decir, que la separación de la Nueva Granada de la moribunda Colombia había sido decidida por Santander desde mediados de 1831. El pantalón del conjunto era rojo y tahalí de trencilla bordadas, ambas piezas con hilos de oro. El mandato que Santander había recibido de la Constituyente era provisional hasta tanto se verificaran las elecciones populares. De modo que al llegar a Bogotá se juramentó para este cargo que debía ejercer hasta el 31 de marzo de 1832; quien resultara electo entonces debería comenzar su mandato a partir del 1º de abril. José María Obando, para la fecha de la llegada del Hombre de las Leyes se encontraba otra vez, en negociaciones directas con el gobierno de Juan José Flores. Veamos las cartas que se intercambian: 214 Gaceta de la Nueva Granada. Octubre 7 de 1832. Este billar se encuentra en el Museo Nacional en Bogotá. (Nota tomada del libro de don Horacio Rodríguez Plata, ya citado).

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Pasto, Noviembre 7 de 1832. Muy querido Flores: Celebro mucho que le haya sido tan grata mi carta del 22 del próximo pasado, como me lo dice en la del 31. Esta me llena de iguales satisfacciones, y cumpliré gustoso sus expresiones y de mi señora Merceditas para Dolores: ella tendrá un gozo propio de su inocente alma. Muy acertadas y saludables son las reformas que está haciendo la Legislatura, y el tiempo acreditará el bien que reportará al Ecuador del cambio administrativo que va a recibir. No tenga Ud. cuidado alguno de experimentar trastornos... Por una coincidencia feliz, como tantas que están lloviendo para establecer la paz pública, ha previsto el Gobierno el nombramiento de una Comisión para terminar esta cuestión. Esto ha sucedido luego que se recibió la noticia de mi entrada a Pasto. Es tanto más satisfactorio, cuanto que los Comisionados están en el Cauca: es el uno el señor Lino de Pombo, y creo que el otro será el general Obando, que tiene el gozo de suscribirse su eterno amigo... Ya escribí a Ud. sobre el acontecimiento de Villamarín, ¡qué no hay en todas partes Flores y Obando para consolar a la humanidad!; pero algún azar había de asaltarnos en el júbilo que hoy gozamos. También fue preciso batir a ese malvado Oses, que Ud. mandó al Cauca, y corrió alguna sangre... (la derramada por Apolinar Morillo en los patíbulos que levantó en Cali, para fusilar a los prisioneros que hizo al batir a Oses, el tentador de Morillo). Lamento este suceso, como Ud. lamenta el de Buenaventura... Cada día querría escribirle, porque me parece estar con Ud. el 11 de Octubre. Le acompaño la Alocución del presidente reimpresa en Popayán: contiene muy consoladoras ideas. Concluyo que mi amistad no tiene límites para con Ud., y que lo quiero más que a un hermano. Ocúpeme como amigo de todo corazón. José María Obando.215

Leyendo esta misiva nos preguntamos: ¿Por qué Obando fue un ídolo tan sublime para don Germán Arciniegas? Don Germán ha dicho en algunos artículos que a él le habría gustado ser un liberal a la antigua, como José María Obando. ¿Serán que la mentira, el engaño persistente, la burla y el descaro tienen algunas virtudes, que desconocemos? Dice Obando: “en mis Apuntamientos a la página 29 anoté una mínima parte de los incendios, crueldades y frías matanzas que ejecutó Flores en los dos años largos que duró su gobernación en Pasto desde 1823; yo publiqué esto en 1842, y nadie ha visto lo que él haya contestado para vindicarse y desmentirme, 215 Citada en Las cartas infidentes, 1830, Abelardo Forero Benavides, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1979, págs. 164, 165.

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con todos los medios que tiene a su disposición para documentarse...” Y lo llama hombre de sanguinarias atrocidades, mequetrefe presuntuoso, insecto, “mosco tenaz que, aprovechándose del desprecio con que le miramos, nos hiere con sus picadas ponzoñosas e importunas, nos irrita alguna vez y nos arranca un reniego...”216 No crean ustedes, señores lectores, que Flores no se quedó mudo ante declaraciones tan dulces y afirmativas, de amor filial. Ya el 18 de octubre de 1832, el Mosco Tenaz, lanza estas picadas en retribución a lo que Obando le ha escrito: Ibarra,... Mi querido José María Hoy he llegado a esta ciudad, donde pienso permanecer los días que sean necesarios para situar los Cuerpos y disponer la reorganización de que hablamos. Tengo la satisfacción de participarte que el Congreso, ya votó el tratado de amnistía, y procedió luego a nombrar los Comisionados que deben formar el Tratado de paz... Me felicito contigo por el término de la guerra, por la paz que hemos establecido, y más que todo por nuestra perfecta reconciliación. Te acompaño apertorias dos cartas, para que las dirijas, después de leerlas y cerrarlas. Junto con la del General López de ir la levita que existe en poder de Manuco Larrea y Valdivieso. Escríbeme todo lo que ocurra, y todo lo que se te ofrezca, seguro de que puedes contar conmigo en todo tiempo. Entre ocho días, a más tardar, te remitiré la espada que ya he pedido a Quito. Saluda muy afectuosamente a los Señores Lindo y Posada, y de ti me repito tu antiguo y verdadero amigo de todo corazón Flores.217

De esto se deduce, sin duda alguna, que el asesinato de Sucre fue algo fraguado por Obando, López y Flores. No hay tampoco ninguna duda de que Juan José Flores entregó importantísima información sobre este asesinato a Irisarri, y que engañó a este escritor con los cuentos que le echó. Irisarri pecó de inocente ante este monstruo, creyendo que lo hacía con honestidad, cuando en realidad Flores, por todos los medios, procuraba desentenderse del horrible secreto, compromiso que durante un largo tiempo había mantenido con el Supremo.

216 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 154. 217 Citada en Las cartas infidentes, 1830, Abelardo Forero Benavides, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1979, pág. 165.

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La respuesta que el 22 de octubre envía el Jackson Granadino a su íntimo Juan José revela cuán honda era la amistad y los poderosos intereses que los unían: Mi bien querido Flores: Esta tarde he recibido la suya del 18, desde Ibarra, justamente cuando iba a escribirle a Ud. incluyéndole las adjuntas, para que se sirva remitirlas a esos amigos. Las de Armero me las recomiendan de Cali, y creo serán asuntos de comercio Cada instante me deleito en el día 11, de Túquerres, y no puedo explicar mi gozo. ¡Qué día tan grande! ¿No siente Ud. un placer puro, una satisfacción nunca conocida, una frescura noble que vivifica? Pues esa misma circula por mis venas, y salto de contento viendo apagado por nuestras propias manos el abrazador fuego de la discordia. Le acompaño la carta que he recibido de mi Dolores, para que se llene de gusto al leer sus inocentes deseos: ella tiene mil defectos de forma, pero lea en ella el corazón escrito; lo borroneado son (sic) cosas familiares y de encargos pueriles, no es por falta de confianza que la mando así, sino porque ella va a saber que Ud. la ha leído, y las mujeres tienen el capricho en simplezas; quiero evitarme una reprensión. Vuélvamela, después de haberla enseñado a Pilares, y dado los abrazos que me encarga para la Benigna y mi señora Merceditas. También le dirijo la carta del General López, para que Ud. conozca el espíritu de filosofía de que están apoderados aun los más fogosos. Vuélvamela también. Hace Ud. muy bien de reformar las tropas: toda experiencia se lo dice, y yo se lo ruego... Luego que vea a Manuco, que está en su hacienda, recibiré la levita para mandarla a López: apreciará mucho su expresiva carta... Recibiré la espada con el entusiasmo de amigo y como la prenda de la paz pública y nuestra eterna reconciliación. Escríbame siempre, y disponga de su verdadero amigo. José María Obando.218

El Mosco Tenaz es hombre de palabra y a la impresionante sala del Supremo donde relumbran sus más preciados trofeos: cabezas de venados, tigres y monos, se agregará esta oliba (sic) de acero. Más tarde al lado de esta oliva de acero se colocará la espada que Santander le legará en su testamento. Veamos lo que le dice Flores, en una misiva enviada desde Ibarra, y que tiene fecha 25 de octubre de 1832:

218 Ibíd., págs. 166, 167.

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Señor General José María Obando. Comandante en Jefe del Ejército Granadino. Mi querido General y amigo: Mi Edecán el Comandante Urbina, presentará a U. la espada que ofrecí, nó para que la cambie por la suya, sino para que la cuelgue en su casa de campo hasta el día que con ella sea necesario cumplir su patriótico brindis de 11 de Octubre. Esta espada no tiene otro mérito que el de haber sostenido la Constitución de Ecuador, después de haber servido diez y ocho años en los campos de guerra por la libertad. Acéptela usted en testimonio de nuestra reconciliación y de la amistad que le profesa su antiguo compañero que lo ama de corazón. Juan José Flores.219

La espada no tarda en llegar y he aquí el inefable gozo que provoca: Pasto, 30 de octubre de 1832 Mi respetado General y querido amigo: El Comandante Urbina de U. me ha presentado la espada que U. me ofreció remitir el día de la paz; así es que yo la llamo “la oliba (sic) de acero”. Ningún destino más elocuente le puede dar después del 11 de Octubre, que colgarla en mi casa de campo; porque, este asilo del descanso, es la honra de un General republicano después de la guerra. Sin cambiarla, la colgaré junto con la mía, para contemplar en este símbolo del recíproco deber cumplido, y adorar en este alta de concordia. El mérito con que ella sale de sus manos, es el único que forma la verdadera gloria de un General Filósofo: pasado a las mías, sostendrá con igual dignidad la Constitución de la Nueva Granada. Y, repitiendo el brindis que U. recuerda, la llevaremos juntos a donde el orden (sic) legal lo exija y nuestros gobiernos lo manden; mas, U. la volverá a empuñar y yo la obedeceré, cuando la independencia é integridad de Colombia peligre alguna ves (sic); porque diez y ocho años de destreza pesan mucho sobre once, no más, que data la antigüedad de la mía en solicitud de la libertad. Yo aprecio esta prenda más querida entre los soldados, como el testimonio de nuestra reconciliación, y como la prueba de nuestra amistad, que le profesa - su antiguo compañero - que lo ama de corazón. José María Obando.220

Todavía el 27 de noviembre escribe a su íntimo Juan José: “Ud. no tiene que encarecerme su atención y servicios en cuanto me ocupe, por pertenecer a su familia y por esa antigua amistad formada en la juventud. Hemos sido tunantes viejos y basta”221. 219 Ibíd., pág. 168. 220 Ibíd., pág. 166. 221 Juan Bautista Pérez y Soto, El crimen de Berruecos; tomo III, pág. 555.

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La paz octaviana del Crimen de Berruecos Durante el mandato de Santander uno de los problemas más críticos que enfrentó su gobierno fueron las relaciones con Ecuador; Obando hacía lo imposible por hacer ver a Santander que era inevitable una guerra. Pero Santander era enemigo de las guerras; a él le encantaba que la guerra la hicieran los demás, sobre todo cuando las responsabilidades de algún fracaso no le salpicasen a él. La experiencia de Bolívar lo había dejado exhausto, aun y cuando la patria en trances terribles fue del Libertador, de resto la patria era del Congreso y del Vice. Juan José Flores creyendo que Obando y López seguían de su lado, tuvo el atrevimiento no sólo de cogerse Pasto, prolongar sus garras (por la generosidad de Obando) hasta la mismísima Popayán, sino que también se apoderó del puerto de Buenaventura. Este embrollo articulado por Flores y Obando, tenía fines misteriosos, que no han sido del todo aclarados. Para eso se había trasladado Joaquín Posada Gutiérrez hasta Pasto, como ministro plenipotenciario. El 8 de diciembre de 1832 se firmó con Flores un tratado. Arreglada estas extrañas negociaciones, de inmediato Obando se trasladó a la capital; el 6 de abril de 1833 se encontró con Santander, lo cual quiere decir que no estuvo para recibirlo como tampoco para cumplimentarlo durante los grandiosos actos, tanto de su juramentación como los de la toma de posesión. El Hombre de las Leyes al verlo, tuvo largo rato sonreído, luego lo abrazó; retirándose un poco y para que todos lo oyeran (allí estaban Rufino Cuervo, el Comandante Márquez y Joaquín Acosta) y registraran sus palabras en los documentos y archivos para la posteridad; dijo sonoramente: El esfuerzo que usted ha hecho, borrando de las listas militares a tantos traidores que traficaban con las libertades públicas a cambio de ascensos, resolviéndose a cargar con el peso de tantos enconos por dejar bien cumplido el decreto de la Convención, es más heroico para mí que todos los hechos de armas; usted, general, nuestro Jackson, ha dado estabilidad a las instituciones liberales.222

El Hombre de las Leyes sería presidente hasta 1837, tiempo más que suficiente para hacer de su patria el altar de la libertad y del progreso que tanto había prometido en sus años de exilio. El Jackson Granadino se encontraba entonces profundamente deprimido, pues, el 3 de abril había fallecido Dolores, su mujer, como resultado de 222 Apuntamientos, pág. 249.

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un parto prematuro. Como se recordará, se había casado con doña Dolores Espinosa, en 1824. Tal desgracia lo había sumido en un completo anonadamiento, entregado únicamente a recoger los despojos de su amor, para vivir una vida de remate. Así transcurrió dos semanas, corriendo venados con sus perros pintados para matar el mal rato. Eran Santander y Obando, sin duda alguna, los políticos más importantes de la Nueva Granada. El arquetipo de la fuerza militar frente al arquetipo de la legalidad engañosa. Santander iba a quedar profundamente prendado de Obando. Este Hombre de Hierro sí no le iría a fallar como el Libertador. Él necesitaba para gobernar de una mano dura en el ejército, de alguien feroz y terrible a quien le pudieran temer los diablos encapillados que había dejado ocultos Bolívar. Después de este encuentro, como el mismo Obando lo admite, “ese día de gala de un hombre de mis ideas”, no le queda más nada que hacer en la capital. Comenzó a echar de menos a su familia. Ya había paz y libertad bajo el reinado de las leyes dirigidas por el hombre más sabio que tenía la república. Quiso, en una de esas depresiones características en su persona, hasta pedir la separación de su servicio en el ejército. Le hacía falta también el calor del hogar. Aparece para esta época, 12 de septiembre de 1833, una certificación del Jackson Granadino donde jura bajo palabra de honor que desde fines de 1822 conoce al Sr. Teniente Coronel Apolinar Morillo sirviendo en el ejército libertador en clase capitán; …que fue uno de los oficiales que en las campañas del Sur, principalmente en las de Pasto, gozaba de reputación de valor y conocimientos militares; que en las cuestiones políticas siempre ha pertenecido a la causa de la libertad, por cuyas opiniones fue despedido a principios de 1830 del Ecuador, por no convenir con los principios de despotismo y arbitrariedad;... que fue uno de los oficiales veteranos que ayudaron a organizar las fuerzas que luego triunfaron en Palmira, sirviendo con actividad, con honradez y con empeño, cuantos destinos se le confiaron...223

Pero luego, cuando Morillo sea declarado uno de los principales culpables en el asesinato de Sucre, Obando escribirá que es cierto; que él pudo darse cuenta de que cuando este venezolano llegó expulsado de Ecuador, en Pasto, jugó en apuestas mucho dinero, lo que quería decir que ya traía las órdenes expresas de Flores para matar a Sucre. Y añade en sus Apuntamientos: “Carga a cuestas la mala fama que dan estos hechos notorios y los estupros, violencias y otros torpes delitos cometidos entonces, registrados 223 Citado en El proceso contra los asesinos del Gran Mariscal de Ayacucho, Ángel Grisanti, Ediciones Garrido, Caracas, 1955, pág. 18.

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en los cantones de Pasto y Túquerres, y cuya memoria será igual a la duración de aquellos pueblos...”224 Una de las cosas ya mencionadas que los admiradores de Obando sostienen para hacer ver que no podía ser un asesino, era la irreprochable conducta que siempre mantuvo en su hogar. En su casa - dicen - era un santo, sin un vicio, sin un sólo defecto, ni el más mínimo reproche; cuantos le conocieron y trataron así lo afirman y el consenso es unánime para decir que ese luchador infatigable, rudo para las bregas, fuerte en la fatiga, inexorable en el deber, terrible en la guerra y osado ante los embates de la fortuna, era entre los suyos el más perfecto y cariñoso de los hombres, el padre más afectuoso y el abuelo tierno y cautivador225.

Hace A. J. Lemos Guzmán una larga relación para pretender convencernos de que Obando no podía ser por lo tanto un vulgar asesino, un salteador de caminos, pues se pregunta: “¿Acaso se ha dado y visto el caso curioso de que un salteador de caminos y perdonavidas sea en la familia un dechado perfecto, y no presentar en la vida privada el menor reproche?226”. Claro que sí, pues una cosa nada tiene que ver con la otra. Pues es evidente que Obando fue gran amigo de monstruosos criminales como Juan Andrés Noguera, Juan Gregorio Sarria, Apolinar Morillo y José Erazo y otros abominables asaltantes de la zona de Pasto, hervidero de ladrones y perdonavidas. Y estos bandoleros eran también de conducta irreprochable en el ámbito del tabernáculo familiar: cuidaban con celoso amor a sus mujeres y a sus dulces críos; eran cariñosos y extraordinariamente devotos de la Virgen de los Dolores, la misma que adoraba Obando. A ellos los elevó Obando (por sus sanguinarias habilidades) a cargos eminentes dentro del ejército, y fueron sus más fieles sirvientes. Más bien la conducta de Obando responde perfectamente a cierta categoría de delincuente. Dice Colin Wilson, uno de los escritores que más ha investigado la conducta de los criminales, que ciertos hombres obsesionados por el dominio político como Hitler, Stalin, Francisco Franco, Anastasio Somoza, Rafael Leonidas Trujillo - rara vez se interesaron por el sexo o brillaron en otros campos de la actividad dominante. Para todos estos individuos sus hogares eran sagrados y mantenían en ellos una conducta intachable. En cambio Gandhi ha sido fuertemente reprochado por muchos moralistas porque no se ocupó de la educación de sus hijos; es decir no fue un buen padre, como tampoco lo fueron Einstein, León Tolstoi, Charles Chaplin, Jack London, no obstante que fueron en sus acciones revolucionarios y humanistas en sus respectivos campos. Añadamos el caso de algunos seres terriblemente fríos y monstruosos en la actividad política como Robespie224 Tomo II, págs. 157, 158. 225 A.J. Lemos Guzmán Obando, de cruz verde a cruz verde; obra ya citada, pág. 234. 226 Ibíd., pág. 235.

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rre, Gaspar Rodríguez de Francia y García Moreno que se conducían en sus vidas privadas como unos ascetas. Particularmente, tuve oportunidad de asistir a una fiesta (una Primera Comunión) en casa de un funcionario de la Policía de Caracas; hombre cruel, violento que llevaba en su haber varios muertos; una noche salió a matar al primero que encontrara en su camino, pues a su carro (recién pintado) lo habían rayado con un metal. Y en efecto al primer desgraciado que encontró le metió dos tiros. Sin embargo, este policía en su casa era una dama en sus modales, hasta parecer afeminado, y no permitía que se dijera la más leve grosería ni palabras altisonantes de doble sentido. Hombre más amoroso con sus hijos, fiel esposo, cristiano, responsable con su hogar como Obando pudo haberlo sido con el suyo, no he conocido; en cuanto dejaba el hogar se transformaba: era feroz y salvaje con sus subalternos, y no se diga de sus enemigos; para muchos de éstos fue un verdadero criminal. El libro de Lemos Guzmán, en este sentido, está lleno de espantosas mentiras, como por ejemplo, al pretender dar prendas a su ídolo, dice que entre las grandes amistades de Obando contaban la del obispo Jiménez de Enciso, el arzobispo Mosquera y los hermanos Joaquín y Manuel María y el propio Tomás Cipriano227. Es necesario acudir a las fuentes para ver cuán falsas son estas aseveraciones.

Las mujeres y la política El ídolo de Obando, Santander, no tuvo tiempo de ser buen padre, porque su fuerte era la hipocresía y el disimulo, y además era extraordinariamente tacaño: el elemento más negativo para una relación armoniosa con una mujer. La mujer (sana) tolera todo en un hombre, menos la avaricia y la tacañería. Y llegó a cultivar tanto Santander la impostura, que en el atardecer de su vida comprendió que su verdadera hembra y su único amor consistían en adorarse a sí mismo, lo cual no podía mantenerse en pie, sin vivir en una eterna diatriba política con el que le encontrará el más minúsculo lunar a su obra: El 227 Ibíd., pág. 235.

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espejo supremo de esta adoración lo halló en el pertinaz elogio a la Constitución. En ella se miraba todos los días, y le preguntaba: “¿Quién es el hombre que ha hecho más por la patria, más por el progreso, el humanismo, la cultura, la libertad, la ciencia y el equilibrio social en la América Hispana?”. Pero era un hombre taciturno, con una nube de eterna languidez en los ojos. Casi no sonreía y su tema en todas partes era: “- Esos bolivianos, esos malditos hijos de Bolívar que nos dejaron al país en las últimas...” No obstante proclamaba, que haría cuanto estuviera a su alcance para acabar con los rencores y consolidar para siempre la institución republicana. Prometía no perseguir a los bolivianos “pero- recalcaba con virulencia - no les daré empleo”. Que su principal objetivo era respetar los derechos comunes e individuales y dar seguridad al espíritu de empresa; hacer sentir al pueblo los beneficios de un gobierno firme y progresista. Aunque el país no estaba contento, en un principio, el gobierno hizo verdaderos esfuerzos para buscar fórmulas que estabilizaran la nación; lástima que los discursos del Presidente producían preocupaciones, enervaban las pasiones y colocaban a la nación en un limbo insoluble de contrariedades, temblores en el Congreso, en escuelas y en la universidad. Era la manía irreverente e incendiaria del verbo. Otros políticos, también de valía, consideraban que era muy poco lo que se hacía para mejorar la situación del pueblo. Los productos básicos se encarecían escandalosamente, y caían en la cuenta de que Santander sólo había mejorado la calidad de sus frases ditirámbicas pero que el pueblo cada día aumentaba el rosario de sus penas. Que a medida que el Presidente elogiaba sus programas de gobierno, aumentaba el precio de la carne; se encarecían los huevos, los productos lácteos; en general los artículos de primera necesidad. Otras veces las apologías a su persona llevaban implícitos traumas institucionales graves, porque jamás decía algo a favor de sí que no implicara un severo reprocho a algún enemigo. En el Sur, el modo de Obando entender la política no le iba a ser muy llevadera su filosofía. Extrañamente, el Jackson Granadino decía tener serios desacuerdo con Flores. En ocasiones, redactaba oficios en donde declaraba no estar contento con la actitud conciliatoria hacia el mandamás del Ecuador, pues el conocimiento que Obando poseía de la solapada y veleidosa conducta de Flores era tan profundo que siempre estaba temiendo que su carnal del sur le fuese a sorprender con una gran vaina. Esta gran vaina podía ser una paradita que dejara sin piso orgánico funcional a todo el sur. El mismo Santander no entendía las cartas que en este sentido le enviaba Obando, porque todo se movía en la tierra movediza del secreto; trataba de hablarle en clave. El presidente se encontraba confundido, porque al asumir el gobierno había quedado totalmente persuadido de la gran amistad que existía entre López, Obando y Flores. ¿Y no le habían dicho López y Obando en medio de grandes chanzas que se habían hecho pasar por generales ecuatorianos, y que por este truco, Posada, Urdaneta y Caicedo habían caído como imbéciles? • 281 •

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Lo que molestaba a Santander era recibir unas misivas absurdas donde Obando le decía que el no escucharle sus quejas, iba a conducir indefectiblemente a una terrible conflagración entre dos naciones, que quizás acabaría por envolver a Venezuela y Perú. Por su lado, López no dejaba de visitar al Hombre de las Leyes pero con preocupaciones presidencialistas; lo mismo hacía don Vicente Azuero. El mentidero electoral estaba torciendo los sentimientos amistosos de elevados miembros del partido liberal; afortunada o desafortunadamente, Francisco Soto tenía demasiados problemas en su hogar con un hijo enfermo que le impedían competir por este cargo aunque lo merecía mucho más que Azuero y López. Lo grave era que el doctor José Ignacio Márquez, político sagaz y sereno, orador formidable y hombre muy culto, de una memoria prodigiosa, poco a poco había ido convirtiéndose en el centro de atracción de un grupo numeroso de liberales (que ya no comulgaban ciegamente con las ideas del Hombre de las Leyes). La división del partido liberal era ya un hecho y la causa de esta escisión, como suele ocurrir, se debía a una mujer: Santander encontró en casa a doña Nicolasa Ibáñez (su antigua amante y a la que no había podido olvidar luego de una larga separación), al lado de Márquez. Esto molestó sobre manera al Hombre de las Leyes que furioso alzó en vilo a Márquez y quiso lanzarlo por la ventana de un segundo piso. Doña Nicolasa también estaba herida desde hacía mucho tiempo por la conducta de don Francisco. Desde que éste llegó de su largo exilio pudo darse cuenta de que procuraba distanciarse de ella. Había comprendido que Santander, llevado por el qué dirán, preocupado por su destino, el disimulo y los posibles cuentos de la posteridad, estaba decidido a ser otro: a ser un hombre más formal. El cambio de Santander también lo había distanciado de los fanáticos anticatólicos, de los benthamistas y dislocados ultrosos. Quería ordenar un poco su conciencia, quería clarificar para la historia su conducta frente a Bolívar, y quería casarse para que no le faltara nada al héroe inmarcesible que había siempre imaginado de sí. Esto último lo había aprendido de la conducta de los políticos norteamericanos para quienes la opinión pública es esencial. Y buscó para su matrimonio, entre todas las mujeres de la sociedad bogotana, la que fuera más parecida a una beata, a una monja. Nicolasa se sintió vejada, traicionada, pues ella había quedado encargada de gran parte de sus negocios durante su destierro y le había servido con fervorosa preocupación. ¡Cuánto no había hecho para salvarlo del patíbulo en 1828!; de procurarle consuelo en la adversidad; cuando ella, viuda, podía casarse, cuando él, ejerciendo el cargo de Presidente podía allanar todos los inconvenientes del pasado, se presentaba evasivo e indiferente hacia ella; hacia el amor profundo que con tanta devoción le entregara. Aquello destrozó el corazón de doña Nicolasa y del viejo amor que una vez sintiera brotó una fría y seca desolación. • 282 •

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Pero se veía que aquella pose frente a doña Nicolasa fue artificial. Don Francisco la seguía amando, la seguía recordando, pero... ella debía entender que su relación había sido una locura del pasado, un error, algo ilícito, y él,... él era el Hombre de las Leyes, debía mantener ante el mundo una conducta irreprochable. El extremo de este “civismo” llegará al colmo cuando en su testamento se niegue a legitimar a un hijo, suyo “por subsiguiente matrimonio, porque cuando yo conocí a su madre, ella ya había sido conocida por otros”228. Por ello doña Nicolasa no le podía perdonar que viniera ahora y tuviera el valor de criticar a sus amigos y con carácter severo increparle por su conducta. Santander se sintió también desolado; abrumado por una intensa ansiedad. Tampoco el amor le servía de nada. Se sacudió el saco de levita, quedóse largo rato con la mirada fija en los ojos que fueran su más dulce delirio. Estremecido de odio sostuvo su mirada sobre la estropeada humanidad del doctor Márquez, y finalmente salió dando un portazo. “Desde entonces se cavó un abismo entre los dos altos personajes, que mucho incidió en la historia de Colombia”229, y se dividió el santanderismo en exaltados que eran los partidarios de Obando, Azuero y López y el grupo que acabaría respaldando a Márquez. De modo pues, que se confirma una vez más, que las mujeres nacieron para dividir a los machos, y para hacer la verdadera historia de los pueblos. Fue así, pues, como libre de esta relación y siguiendo las normas de un extremo respeto por las buenas costumbres ciudadanas, Santander acabó por fijarse en una dama de “familia honradísima, que tiene modales y sabe manejar una casa. Yo ya no estoy para buscar bellezas”230. Esta distinguida joven se llamaba Sixta Tulia Pontón Piedrahita Vargas y Mariaca.

Nada más liberal que un puritano Las ambiciones de muchos a la Presidencia de la República era el problema central de mayores dimensiones que afrontaba Santander. Lo que más le preocupaba era la continuidad de su obra, y porque sabía que el calor de las pasiones en su tierra iba a destapar situaciones peligrosas, comenzó a minar la posición del hombre que atentaba contra sus designios. En los corrillos de los liberales exaltados comenzó a motejarse a Márquez de extremadamente envidioso, débil y llorón. Santander exclamaba que ni poniendo los periodos presidenciales de un año se podía satisfacer a tantos que ansiaban ser postulados. Su inclinación por la candidatura de Obando se radicalizó en la misma medida en que rechazaba las pretensiones de Azuero. 228 Archivo Nacional de Colombia. Protocolo de 1838. Notaría Primera, Tomo Nº 291, folios 192 n. a 213 v. 229 Horacio Rodríguez Plata, Santander en el exilio; Editorial Kelly, Bogotá, 1976, Biblioteca de Historia Nacional, Vol. CXXXV., pág. 307. 230 Carta citada en la obra de don Leonardo Molina Lemus y Luis Eduardo Pacheco, La familia de Santander, Bogotá, Banco Popular, 1987, Biblioteca-80, pág. 110.

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Y por otro lado, ya no eran para reírse, las discrepancias entre Flores y Obando, pues temía que por estos motivos realmente estallara una guerra. El Jackson Granadino estaba fuertemente persuadido de que esa guerra era inevitable. ¿”A quién se le teme? - preguntaba prepotente José María y continuaba:- Yo le he dicho que si hay sangre no habrá desgracias de trascendencia”. Obando no podía ser más explícito. En varias ocasiones, por este motivo, había tenido “ciertos calores groseros” con enviados del señor Santander, que intentaban convencerlo de la necesidad de una política más prudente frente al gobierno de Flores. La obsesión de José María era que al enemigo había siempre que batirlo en regla, rápidamente y con energía. Aseguraba Obando ver en la “noche las traiciones y el silencio que conspira”. “Escuchen bien, gritaba a los “liberales”, ni florivios ni bolivios vencerán mi vigilia”. Pero la Nueva Granada había cambiado, como dijimos. A diferencia de otros tiempos, aparecían jóvenes con preocupaciones frívolas que nada tenían que ver con las vicisitudes que se vivía con la política de partidos. En caballos ricamente enjaezados, finamente trajeados, paseábanse, con gran alborozo, por las calles de Bogotá. Santander se asomaba a la ventana y aquellas diversiones de algún modo le indicaban que había cierta prosperidad. La equitación era uno de los deportes más distinguidos y más caros, de la época; no sólo por la indumentaria que exigía, sino por los aperos que adornaban a la bestia: gualdrapas con chapas doradas, frenillos de plata, trencillas de oro, cinchas tejidas por artistas socorreños; espuelas y estribos de plata. En la Alameda, se reunían los domingos, una multitud para ver pasar a los jóvenes más ricos de la ciudad. Hijos de los Uribes, de los Restrepos, Caicedos, Herranes, Santamarías,... Francisco Soto quien también se asomaba a la ventana para apreciar estas exhibiciones juveniles consideraba que antes, la república se desplazaba sobre las ancas de estropeados y raquíticos jumentos y que ahora, con Santander como jefe máximo, se cabalgaba en briosos puras sangres. Aunque era una frivolidad que resultaba cara, y cuyo único beneficio consistía en recrear la vista. La paz de entonces, “semioctaviana” según Santander, le permitía al jefe máximo disfrutar cortas vacaciones en su hacienda Hato Grande. Allí, con sus amigos, compartían carne gorda de novilla, tomaba leche de burra y podía leer y contestar, en plena tranquilidad, gran cantidad de correspondencia; Obando como que ya no tenía problemas con Flores, pues le escribía: “Señor presidente, vergüenza me da estar percibiendo sueldo sin trabajar; pero en fin, ¿no le parece que debo aprovechar la paz de que se goza, en beneficio de mis propiedades y de mi familia? Me conviene trabajar para mis hijos...”.231 Así estaba la Nueva Granada; un ambiente para el solaz pleno de los sentimientos; un parque de solariegos caserones con mujeres solícitas, cam231 Roberto Cortázar, Correspondencia dirigida al general Santander.

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pesinos hacendosos, artesanos trabajadores, todo el mundo apegado a las sanas y dulces costumbres cristianas. Sonríen con soltura las solteronas a la gracia de cualquier piropo; hay quienes lo echan en francés y ante el posible doble sentido que imaginan de ciertas frases, las cortejadas hacen requiebros, entornan los ojos; son estallidos de ternura y picardía a la vez. Los hombres afrancesados, de levita y de entornados bigotes ocupan las esquinas y los lugares estratégicos en plazas e iglesias para galantear a los más preciosos ramilletes de la sociedad. Las fondas y posadas están llenas. Los mozalbetes caminan erguidos y en posición rígida y preguntan en los comercios por el precio de los objetos importados, por los bizcochos y las golosinas que se exhiben en descomunales frascos traídos de Inglaterra. Carretas cargadas de bananos y de piña congestionan las vías. Sol, mucho sol en las mañanas de marzo. Caminos tortuosos hacia los confines de la ciudad, y lejos... mucho más lejos, a quince millas una casita desolada, algún rancho pajizo con animales pastando en el frente, y abundantes dehesas a los lados... Más acá una placa que pisan las bestias cuando van hacia la capital y en la que todavía puede leerse:”¡Viva Bolívar, Boyacá, Carabobo...!” Los que no pueden darse el lujo de practicar el deporte ecuestre por falta de dinero, se entretiene jugando a los retruécanos, un juego que estaba de moda: ¿Cuál es la cara más presumida?”, y contesta alguien: caravana. ¿Y el sol más barato?, responden: soldado. ¿Y el agua que menos vale?: aguacero. ¿Y el palo más húmedo?: El palomar. ¿Y el pan más barato?: El pantalón. ¿Y el General más santo?: ¡Santander! Qué tiempos. En aquellas simplezas se iba la vida, aunque la gente se preocupaba de manera obsesiva por el qué dirán. Había en las iglesias decálogos sobre la Viudez, Decálogo del Perdón, Decálogo de la Piedad, Decálogo del Dolor, Decálogo del Arrepentimiento... El de la viudez, tal vez dirigido con indirectas a doña Nicolasa, y que parecían sugeridos por el corazón herido de don Francisco de Paula, enumeraba los deberes que debían guardarse de modo estricto: 1) Vivir pura como las vírgenes. 2) Vigilante como las casadas. 3) Dar a unas y a otras, ejemplos de virtud. 4) Ser amiga del retiro. 5) Enemiga de las diversiones mundanas. 6) Cuidadosa de un buen nombre. 7) Amante de las mortificaciones... La moda que llegaba de Francia causaba sensación: en los hombres el estilo era el talle hasta los calcañales, el sombrero sin ala; el cuello de la camisa denso y parado; el sobretodo echado “a la costal”, y en cuanto a la barba, rasurada en arco, y el aspecto debía ser pensativo, audaz y a la reconquista. En las mujeres no había un estilo definido porque el vestido al talle disputaba terreno al ancho y largo. La manga corta tenía sus enemigas, aunque • 285 •

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era la más preferida; el peinado que causaba furor era el llamado “anarquía”. Unas papelinas que se colocaban a la altura de los senos provocaban en algunos curas espanto, que fue denunciado en homilías y demás platicas cristianas. El semblante más codiciado de las hembras era el llamado “agridulce”, que se aparentaba con hablar pensativo y respiración anhelante. Ya no se perdía tiempo en las Logias francmasónicas; muchos de sus antiguos miembros que habían acompañado a Santander en los tiempos terribles del año 1828, habían pedido la absolución ante la iglesia católica bajo ex causa periculi mortis o intra confesionem; casi todos arrepentidos aceptaban las censuras y los castigos y penas eclesiásticas que se imponían para alcanzar la regeneración y así poder asistir a los oficios de la santa iglesia católica. Pero las preocupaciones sobre la sucesión no dejaban un momento libre al señor Presidente. Sabía éste, que sin carácter un gobierno retrogradaría hacia el caos. Esto lo había aprendido del Libertador. Estaba convencido de que a un letrado como Márquez le podía pasar lo que a don Joaquín Mosquera: lo arrollarían las facciones. Así pues, según los patrones liberales no le quedaba sino dar apoyo al general Obando quien prácticamente lo había hecho todo el año 1831. Lo importante era que a Obando se le tenía miedo y eso era básico en países que habían quedado profundamente afectados por las guerras civiles. Regir según las leyes le parecía una quimera cuando en nuestros países los enemigos tenían poderes formidables para hacer prosperar la mentira, la calumnia y el rencor. “Primero Obando - era su posición -, después le seguirá Azuero, más tarde López; Soto no, porque no me parece aparente su carácter para presidente”. El pueblo no contaba para nada en estos pareceres. Así ha sido siempre en la historia de América Latina. Algún tonto se preguntaría en la plaza de Bogotá, de Tunja o de Neiva: ¿Por qué no puedo ser yo el próximo presidente? Soy honrado, soy trabajador, honesto y serio. Me he preocupado por el progreso laborando duro, de sol a sol; jamás he robado un céntimo a nadie y a cada cual le doy lo que merece; no sabré de rentas, pero en mi casa no hay deudas; no sabré de relaciones exteriores, pero me llevo bien con todo mundo; no sabré de diplomacia, pero jamás me he caído a trompadas con nadie... No me impongo a lo demás, porque me lo dicte el capricho; sostengo lo justo. Mi preocupación es por lo nuestro y por hacer valer la honradez, sí señor... La campaña iba a ser difícil en la capital donde aún los liberales creían que los llamados “bolivios” tenían mucho poder. Imaginamos aquellos días a Santander cargado de remordimientos; ensimismado en sus “pecados”; silencioso y confuso, hundido en densos y brumosos pensamientos. Domina sobre todo en su memoria el recuerdo de Bolívar, el “viejo ingenuo”. El mundo se le ha vuelto un vil teatro apolillado por el tiempo. Todo le hace estornudar; apolillados los ídolos de su juventud, un mar de indiferencia y muerte lo rodea; ausencias infinitas; lo arroba un gran desgano de ser, • 286 •

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aunque un viento extraño le exija que continúe luchando. Vive suspenso como en un sueño: la pesadez de un rumor malo. Está podrido por la bilis; son sus años. Su respiración cansada, el sopor de un mundo macilento o moribundo. ¡Quién lo iba a imaginar! hasta algunos de sus más íntimos camaradas como Arrubla, Joaquín Acosta o Márquez, le detestan. No obstante, no faltaba quien venga a contarle que florecían las rentas, que había crédito para pagar a los empleados y un interés generalizado por satisfacer la enorme deuda que pesaba sobre el país. Hubo un cierto viento de ilustración y hasta sastres y zapateros tuvieron la dicha de viajar a Europa. La mayoría de los artesanos comenzaban a usar casaca y botas y se interesaban por la política; las mujeres de la alta sociedad recibían figurines extranjeros donde se ilustraba con bellos dibujos la moda de París. Los que escribían y consideraban que algo tenían que decir, pegaban carteles en las esquinas más concurridas haciendo del conocimiento público sus opiniones. Estos carteles eran vigilados por los partidarios de Santander, que en estas cosas de escritos para el público eran muy susceptibles. Pero esta paz (que no había sido exclusiva del llamado grupo de los “cachacos”, sino del natural empeño del pueblo en vivir en armonía) fue corta. En el fondo había un gran rechazo a las medidas económicas y sociales del gobierno, pero había miedo a protestar. Mucha gente no olvidaba los padecimientos del año 30 y 31; las purgas del gobierno, los destierros y los vejámenes. Poco a poco fueron apareciendo males físicos, como sofocos bajos y calenturas turbias, culebrillas y ansiedades tiernas; las ilusiones de los que adulaban a Santander se caían a pedazos: el problema, por ejemplo, de la agricultura, las trabas al comercio que tenía muchas restricciones; las deplorables vías de comunicación (peores que como las habían dejado los españoles); la educación estaba en el aire y en una palabra era mentira cuanto se decía sobre el crédito público, pues ni siquiera existía. Los libelos comenzaron a rodar: “¿Qué es lo que pretende la oposición? - gritaban los santanderistas -: ¿satisfacer miserables pasionsillas, vengar insultos y resentimientos? ¿Hacer triunfar orgullos particulares, ofendidos por la incapacidad de sus talentos? ¿qué hundamos a la administración en caos ilícitos, mediante la difamación y el insulto? Acaso no saben que en Europa la oposición se hace a la política o a la tendencia de los gabinetes, no como entre nosotros que se dirige a los empleos y a los que los obtienen”. Pero la base de la patria granadina había quedado conmovida por el último encontronazo electoral, donde fatalmente el doctor Márquez venció en temible lid al portentoso del Cauca. Santander sintióse muy preocupado y comenzó a dudar de todo el mundo. Los años y los sufrimientos lo habían hecho en extremo desconfiado. Márquez no era, como se dice vulgarmente, fruta que coma mono. Hombre culto, de clara inteligencia, hombre de carácter también y de muy serios estudios (siendo considerado el mejor jurisperito de la nación), salió • 287 •

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a hacerle frente a las amenazas y reventó los lazos que se le estaban tendiendo para lisiarlo políticamente. Ya sabía que el lazo se lo iban a tender desde el tranquero de la “tracalería” constitucionalista o jurisprudente, como habían hecho con Bolívar; pero él no era el Libertador, a quien le repugnaban los bufetes. Si esa era la tendencia, “se los iba a echar en regla”, habría dicho. Se dispuso a ver con suma paciencia de dónde iba a saltar la liebre. Sabía Márquez que entre los que urdían su desgracia estaba el dúo ocasional de José María Obando y don Vicente Azuero. En agosto de 1833, Obando le escribió a Santander: “Este señor Márquez, se mete a desfacer agravios, a trastornar el mecanismo militar y a introducir militares perversos, reinscribió malvados que no se han lavado la sangre del Santuario, prestó su oído débil a jefes turbadores y comenzó a atestar los cuerpos de lo corrompido que se le había quitado”232. En noviembre del mismo año, le hace esta confesión: “Cuando me quejo confidencialmente con amigos como López es por no podrirme... Usted me oirá cuando nos veamos...” Claro, no podía contarle por carta lo que pensaba de Márquez quien según él estaba destrozando la obra que con esfuerzo infinito había hecho para “regenerar el ejército”. Había una gran preocupación porque personas como el general José Sardá pudieran ser empleados nuevamente en el ejército, siendo que, este “español”, era considerado fervoroso seguidor de las ideas de Bolívar, “aunque tratara de disimularlo”.

El dulce legado de las matanzas Animaban a los soldados de la Cruz, hasta un punto tal que las batallas comenzaban invocando el nombre de Dios y terminaban con plegarias y oraciones. Ch. J. Hefele

El general José Sardá, era un español de Navarra que había servido en las fuerzas de Napoleón en Italia. Cuando José Bonaparte fue proclamado rey de España, Sardá regresó a su país para enfrentar a los franceses. Estuvo preso en Francia, participó más tarde en la campaña napoleónica en Rusia, y caído en desgracia el famoso corso, se refugió en Inglaterra. Aburrido de una vida sin destino decidió venir al Nuevo Mundo; se unió a una expedición, junto con otros españoles para luchar por la independencia de México. Esta última decisión la considera la historiadora granadina Pilar Moreno de Ángel una felonía. Dice que “Sardá traicionó así su patria, 232 Roberto Cortázar, Correspondencia dirigida al general Santander.

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tal como lo haría años más tarde con el régimen constitucional que gobernaba la Nueva Granada”233. De modo pues, que luchar contra la tiranía española, por ser él español, era traición a la patria. Qué modo de entender la historia, cuando más bien deberíamos estar altamente agradecidos de los servicios prestados a nuestra causa por el general Sardá. Si Sardá era traidor, ¿por qué entonces Santander permitió que fuera un militar activo de alto rango en las luchas por la Independencia donde por otro lado este general jamás dio la menor prueba de mala fe, de ineptitud, de querer perjudicar nuestra causa? La verdad era que el país había quedado golpeado por haberse suprimido desde 1831 el escalafón militar a oficiales de alto rango. Como Márquez, o por su conducto, reincorporaron a ciertos oficiales que fueron “borrados” por Obando, Sardá quien trabajaba en una ferretería de la capital, decidió elevar un memorial al gobierno donde presentaba su derecho a disfrutar de los beneficios que como ciudadano y miembro del antiguo ejército libertador merecía. Esta solicitud que llegó a manos del presidente y del secretario de Guerra, el general Antonio Obando, fue negada con el argumento de que no se conocía si Sardá hubiere cooperado de modo notorio y eficaz en favor del restablecimiento del legítimo gobierno. Es posible que Sardá, como buen español, ante esta contundente respuesta lanzara algunas imprecaciones, maldiciendo el día en que había venido a perder su tiempo en Colombia. De inmediato (al igual que el caso del viejo Malpica asesinado en 1819), sus hirientes quejas fueron llevadas al bufete del Hombre de las Leyes. 233 Santander, Pilar Moreno de Ángel; Edit. Planeta, Tercera Edición, 1990, pág. 585.

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A Santander le encantaba escuchar los chismes que se hacían sobre su gobierno; desde 1819 constituía su mejor pasatiempo. En ocasiones, la necesidad de tener que rebatir en regla a sus críticos, le llevaba a visitar iglesias, se metía en las reuniones de plazas y mercados, y le gustaba rebatir, sosteniendo el bastón de su alto mando, las críticas que se le hicieren al poder ejecutivo. A veces hasta disfrazado se paseaba por el pueblo para escuchar directamente cuanto sobre él se decía. No creemos como se ha difundido tan grotescamente, que Sardá hubiere intentado derrocar al gobierno de Santander, porque esto entonces requería de grandes fuerzas militares; una inmensa opinión pública a su favor y un apoyo decidido entre los hombres más preparados de la nación; nada de esto, evidentemente, poseía el pobre Sardá, quien era apenas un dependiente de la Ferretería Pacho, en la capital. Eso sí, el gobierno tenía unas ansias casi irrefrenables de probar las telúricas fuerzas de la sedición que a pesar de estar muerto el Viejo Chocho seguían vivas y coleando; ver hasta dónde era cierta la estabilidad del nuevo régimen; si era cierto que en los cuarteles se respetaba la Constitución, si de veras no quedaban “bolivios” enquistados en las estructuras fundamentales del poder. Había que estremecer al Estado todo para conocer las bases sobre las cuales se apoyaba. Era necesario hacer una especie de experimento como el que se había puesto en práctica en 1825 contra Páez. Es bien sabido que a Santander le encantaban estos ensayos “perturbadores” para sacar de sus guaridas a las alimañas proclives a la facción, a los que andaban con caretas diciendo que eran “liberales” o que habían contribuido “eficaz y notoriamente a la restitución del gobierno legítimo” y era falso. El pobre Sardá iba a ser el conejillo de Indias de este otro formidable experimento. La gente no olvidaba los fusilamientos ordenados expresamente por el Hombre de las Leyes, donde él luego aparecía haciendo caracolear su fino caballo alrededor de los cuerpos aún convulsos de los acribillados por la espalda, y que en medio de música, cohetes, repiques de campanas terminar el crimen con reparto de bocadillos y fiesta en el mismo palacio de gobierno. Por otro lado, el hecho de que el gobierno estuviere sostenido por los más temibles personajes del ejército nacional como lo eran López, Obando y tipos como Apolinar Morillo, revelaba que cualquier desliz sería severo y sangrientamente reprimido. Además el Presidente estaba a la caza de la menor perturbación para hacerle sentir a los “revoltosos” su voluntad inflexiblemente constitucionalista y republicana. Pero a pesar de este sólido espíritu civilista, se hicieron detenciones a la loca y se buscaban conjurados hasta en la sopa. No se tenían claras las redes de la formidable conspiración (en la cual Santander era el único que estaba seguro de no pertenecer a ella) y hasta Lorenzo María Lleras y el filántropo Florentino González, se hicieron eco de las bolas, exclamando: Ya está visto: no haya compasión con nuestros enemigos: es necesario que mueran ellos o que muramos nosotros... No haya consideración por nadie; • 290 •

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no se piense en el luto con que se cubrirán algunas familias... Tampoco se haga caso de las preocupaciones de algunos fanáticos imbéciles...

El día 28 de julio, con aire canallesco, partió de Bogotá el capitán Calle Suárez para dar ejemplo de cómo se castigaba a un faccioso. Es detenido Mariano París, y de inmediato se hacen los preparativos para trasladarlo a la capital; lo llevan rodeado de guardias y pasan por la venta La Fiscala, cuando al avistarlo, don Mariano pica espuelas y se da a la fuga. De aquí en adelante las distintas versiones tratan de justificar cómo se captura a un muerto. Un tal cabo Tomás Muñoz consigue darle un tiro por la espalda; luego el sargento Eusebio Velásquez lo remata con un perdigón. Cuando se acercan al cuerpo y lo notan todavía convulso el capitán Calle, para que “no penara”, lo remató de un tiro por la cabeza. El infeliz fue echado sobre una bestia y como “res muerta” y ensangrentada, lo presentaron por algunas céntricas calles de Bogotá. Avanzaba aquel cadáver por entre las calles concurridas, y lo pasaron también por la propia casa de la familia París. Era hasta el momento el trofeo más contundente de la lucha que estaba dando el gobierno contra el atraso, la violación de los derechos humanos y la entronización de esas injusticias, del calibre de las que padeció su mayor representante cuando estuvo aherrojado en las fortalezas de Bocachica. Santander que había vuelto de su destierro conmovido por lo implacable que eran los gobiernos civilizados ante estos execrables procedimientos, nada hizo contra la acción de Calle Suárez y su gente. Nunca pudo probarse que ciertamente don Mariano París estuviera envuelto en la llamada conspiración de Sardá234. El diplomático francés A. L. Moyne, quien residió once años en Bogotá (de 1828 a 1839), relata este episodio de la muerte de París, en los siguientes términos: No tardó en saberse que la gente de la escolta (que dirigía el capitán José Manuel Calle) fue la que con ánimo avieso le había alentado en su tentativa de fuga y que después de haberse caído del caballo al recibir la primera descarga, no tenía más que dos balazos que sólo le causaron heridas. El gobierno no pudiendo negar este hecho, que al principio trató de ocultar, lo explicó diciendo que cuando el oficial que mandaba la escolta, al acercarse al prisionero y ver que se debatía con las ansias de la muerte, en medio de espantosos sufrimientos, creyó que por humanidad debía hacerle rematar de tres tiros más; pero según la versión que más crédito mereció a la gente fue el propio oficial, el capitán Calle, quien descerrajó un trabucazo en la cabeza.235. 234 Hubo incluso la suposición de que aprovechándose la gran confusión reinante en el país, don Mariano París fuese víctima de una venganza. Al menos así se desprende de una carta de su hermano, el general Joaquín París, en la que le dice a Santander que creerá siempre que el asesinato de Mariano haya sido "decretado por algún Magistrado de segundo orden, desde que se supo permanecía tranquilo, y se mandó un oficial escogido que se prestó a hacer un servicio semejante; y si no fuera así, mi General, ¿no era responsable de su proceder? ¿No era responsable de la vida de un preso que halló desarmado y pudo conducir con toda seguridad? En fin, si este hombre hubiera procedido por su propio antojo, no puedo persuadirme que quedara sin castigo bajo un régimen legal". Véase Archivo Santander, Tomo XX, págs. 165, 166. 235 Augusto Le Moyne, Viaje y estancia por la América del Sur; Biblioteca Popular Cultura Colombiana, Bogotá, 1945.

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Entretanto, José Hilario López volvía a poner en práctica sus elevadas dotes de justiciero. El 30 de julio escribió al gobernador Rufino Cuervo: “Procure usted que en el término de la ley se fusile a todos los que deben sufrir la pena que ella impone, y que se haga el aniversario de los treinta y nueve - la gente de Barreiro que se fusiló el año 19 - con otros tantos que he remitido. Es preciso cerrar los ojos a toda consideración, si queremos quietud en lo sucesivo”236. José María Obando, al igual que su idéntico y amado amigo López, saltando como caucho, escribe al general Santander: ¡Que maten a los españoles! Si estuviéramos en paz con ellos nos compadeceríamos, pero en guerra que se maten... ¡Que se vayan a su tierra! Supongo que hoy estarán allá en víspera de fusilar los Sardás, y que si no es así, entremos nosotros a capilla. Bien lo mereceríamos. Mi general, por Dios, tengo hoy más miedo que el año desolado de 1828 y 1830. Temo y temeré hasta no ver escrita en la Gaceta la ejecución de esa ralea afortunada...237.

Durante el gobierno de Santander se impusieron las más severas leyes contra los conspiradores. Decía el artículo 26 de estas leyes, establecidas el 3 de junio de 1833: “A los que por medio de tumultos o facciones tomen las armas para destruir las autoridades constituidas o cambiar las formas de gobierno; a los que tengan comunicación con el enemigo, tumulto o facción; a los que aconsejen, auxilien o fomenten la rebelión, traición o conspiración, serán condenados al último suplicio”. El tribunal de la causa dictó sentencia el 12 de octubre pidiendo la pena capital para diez, entre ellos: Sardá, Ignacio Acero, Juan Arjona e Ignacio Maya. Recomendaba clemencia para treinta y seis de los “conspiradores”. Santander en un acto humanitario conmutó la pena sólo a veinticinco de los presos, enviándolos a distintas cárceles del país. Pensaba el presidente que matar únicamente a nueve era un número muy pequeño para que se escarmentara. Con sus Facultades “hubiera mitigado el rigor de las leyes y sólo hubieran sido ejecutados nueve”, ya que Sardá se había fugado. El propio Santander escogió a dedo de la lista los que debían ser pasados por las armas. Este procedimiento fue improbado generalmente; y en efecto es muy delicado para un mandatario desatender en semejante caso las recomendaciones de un tribunal... y ponerse a entresacar a cuáles mata y a cuáles conmuta la pena; operación odiosa en la que puede entrar la animadversión personal238.

¡Pero era el Hombre de las Leyes! 236 Ángel y Rufino José Cuervo, Vida de Rufino José Cuervo y noticias de su época; Edt. Clásicos Colombianos, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, Tomo II, 1954, pág. 1023. 237 Roberto Cortázar, Correspondencia dirigida al general Santander. 238 Memorias Histórico-políticas del general Joaquín Posada Gutiérrez.

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El 16 de octubre de 1833 a las siete de la mañana se tocaron solemnes llamados a las tropas y varios batallones de artillería, de milicias y de los escuadrones de húsares pasaron a formación. Dos horas después, la muchedumbre rodeaba la plaza de la catedral preparándose para oír los rítmicos compases del sangriento carnaval. Florentino González era del mismo equipo falso, necio y amargo de lo mejorcito intelectualmente que dio el movimiento liberal de aquella época; el mismo, que ante el brutal y repugnante asesinato de don Mariano París, con hosco rencor y petulante amaneramiento sostuvo que el gobierno no había incurrido en ninguna culpa en lo relativo a la muerte del desgraciado, con la misma acidez de siempre, con el mismo vocabulario sordo y amargo exclamó: “No haya consideración con nadie; no se piense en el luto con que se cubrirán algunas familias...”239. José Hilario López presidía el patibulario cortejo. Iba con reluciente uniforme, con las doradas y refulgentes prendas de sus más elevados títulos. En el amplio atrio de la catedral, la gente se apiñaba ávida de sensaciones fuertes. Una abigarrada multitud de toda clase de políticos de partidos: los marginales de los barrios de mala muerte y que veían en las acciones de los bandos políticos una especie de competencia deportiva violenta y cruel; sacerdotes imbuidos en los secretos de la masonería; intelectuales de la escuela del malogrado poeta Luis Vargas Tejada, el que escribió en francés (si no lo hubiera hecho en este idioma, habría perdido poder y prestancia sus terribles versos): Plus grande et plus illustre le jour de la vengeance. Los pitos y redobles de tambor, mezclados a una morbosa impiedad confundidos con apagados sollozos y murmullos de oraciones... Las voces huecas y estridentes de los oficiales en ritos de marchas, vueltas, golpes de botas y tintineo de espuelas. Autómatas. Lleno el aire de un falso silencio de solemnidad. López, espectral, con el rostro congelado, era la figura del momento. Encarnaba la eterna restauración de la libertad. La “libertad” había que ganársela cada mañana. Cada hora, cada instante era necesario hacerle sentir al pueblo las luchas y sacrificios que exigían el Templo del Dios Moral y Social, ¡pero con sangre! El trueno victorioso de los grandes capitanes, la lucha eterna contra la monotonía cotidiana; parto creador de la muerte, del odio y de la venganza. Viendo al soberbio Santerre Granadino, hierático, perfecto inquisidor que en aquella plaza alfombrada de flores, muchos “liberales” imaginaban frente al pelotón de fusilamiento a los usurpadores de Urdaneta, Bolívar y Sucre. Lástima que la historia no pudiera reconstruirse. Las órdenes terribles de la ceremonia habían sido retrasadas adrede. El sopor lento de las comisiones en funciones protocolares comenzaba a aburrir a los espectadores. Las muecas de los sentenciados no eran 239 Memorias, Florentino González, Edit. Bedout, Vol. 91, Medellín, 1971, págs. 69-71.

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suficiente para dar brillo a la ocasión. Ojalá pudieran ser arrastrados por los caballos, despedazados sus cuerpos y asadas sus vísceras, y luego devoradas por el público... - Cristo de los mártires, acompáñalos... - Ampáralos Dios Todopoderoso... Pasos marciales, grupos que aplauden; un grito de dolor; las figuras de vistosos colores que cruzan la plaza y el humo denso de la descarga que tarda en disiparse. El preámbulo a la matanza. Un silbato irrumpe como una llaga en el cielo. El señor Presidente se ha asomado a la ventana desde uno de los gabinetes de la antigua casa de los virreyes, colocada (estratégicamente) para ver con claridad los fusilamientos. Acababa de desayunar Santander: des biscottes, du pain, du beurre, de la confiture... Maldita sea: la venganza es un plato que se come frío. Se da lectura a la lista de los condenados; a cada nombre siguen repiques de campanas, un “apiádate de su alma, Señor” y el rugir de un desentonado clarín del primer escuadrón de húsares. A las 10:00, la sólida descarga brama oponiéndose a la tromba de voces y lamentos histéricos de los familiares de las víctimas; gritos al Salvador, y un alboroto de vivas o mueras, mezclados con aplausos (la dulce desintegración de la masa en el polvero de las añagazas liberales y republicanas). El general López hizo desfilar las tropas por frente a los cadáveres, aún palpitantes, los que fueron enseguida retirados por la hermandad del Monte Piedad y por los parientes, yendo a la cabeza de la lúgubre procesión el Cristo de los Mártires, que a tantos mártires ha acompañado... Despejada la plaza, el general Santander se retiró al palacio, por el mismo camino que trajo, es decir, por frente a los banquillos, deteniéndose algunos minutos a examinarlos, y le acompañaban los ayudantes generales del Estado Mayor general, llamados por el secretario de Guerra. Por consiguiente todo esto lo vi yo, que era uno de ellos, y lo vieron miles de hombres, de los que muchos viven aún, y fue por varios días objeto de conversaciones, de críticas amargas, de defensas acaloradas, en fin, de cuestiones odiosas, por consiguiente las pasiones políticas se iban exaltando para estallar más tarde…Ni Bolívar dictador, ni Urdaneta comandante general, ni Córdoba secretario de guerra, fueron a ver fusilados a los conspiradores del 25 de septiembre...240.

Y muchos se preguntan: ¿Cómo fue posible que ningún hombre importante de la Nueva Granada, de la categoría de Posada Gutiérrez, de José Manuel Restrepo o Eusebio Borrero, alzara su voz para enfrentar aquel extraordinario terror, aquellas aberrantes e indignas prácticas? Había, pese a cuanto hizo el Presidente para castigar a estos “conspiradores”, un sentimiento de honda frustración. Sardá se había burlado de las 240 Memorias histórico-políticas del general Joaquín Posada Gutiérrez, pág. 455.

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medidas para aprehenderle. Sobrevivió casi un año de persecuciones, requisas (de detenciones a sospechosos), sin resultados “positivos”. El gobierno ordenaba imprimir avisos donde se ofrecían premios de mil pesos fuertes a quienes lo denunciasen, dos mil pesos al que lo aprehendiese y lo entregara a la justicia, prometiendo guardar en reserva el nombre de quien lo hiciere; no hubo cosa que no imaginara el gobierno para estimular a todo el mundo para buscarle, para aprehenderle como si se tratase de un monstruo. Se enviaron a Tunja y a Antioquia pelotones de soldados, armados hasta los dientes, especialmente entrenados para esta clase de búsquedas, desposeídos de todo escrúpulo y ciegamente fieles a Santander. José María Obando seguía desde su refugio en el Sur, paso a paso cuanto sucedía en la capital. Le habría gustado aconsejar personalmente al Presidente, y de no haber sido porque Santander tenía un asesor de la categoría de López se hubiera trasladado a Bogotá. Lo que no le gustaba a Obando era la situación del gobierno infiltrado con elementos bolivarianos. José María le decía: “Tengo el mismo miedo que el general Páez”. Sobre la sublevación, le decía que durmiera tranquilo y que él y López, “hoy de aquí a cien años seremos el mismo Obando y López del 28, el 30 y el 31. Recuerde que soy un buen muchacho. ¿Dónde encontrará usted otro general de mejor genio? ¡Qué lástima que se muera! ¿No es verdad?”241. Santander leyendo estas misivas sentía una gran debilidad por la especie humana. No obstante, la agonía del gobierno se fue haciendo cada vez más insoportable. Santander pese a la fervorosa solidaridad de hombres terribles como Obando y López, no vivía en paz consigo mismo; comenzó a erogar fuertes sumas de dinero para protegerse. Hombres sombríos, unos veinte, bajo cuyas ruanas llevaban un trabuco, lo acompañaban a todas partes. En octubre fue asesinado Sardá, y el mismo día por la tarde salió Santander satisfecho a pasear en coche; lo hizo con el capitán José Manuel Calle, el hombre que luego de haber sido herido París le descerrajó un trabucazo en la cabeza. Aquello llamó la atención, pues al parecer Santander sentíase tranquilo y seguro al lado de monstruos como éste; se le notó sereno y parecía estar celebrando un triunfo, pues raramente se le veía pasear en coche. El 1° de noviembre de 1834, Pedro Ortiz, el asesino de Sardá, fue ascendido a Alférez primero. Los hechos de la conspiración de Sardá ponen de manifiesto la descomposición moral del gobierno. No era en el fondo tanto el estado de la oposición, como el grado de peligroso sectarismo, de miedos infundados, de supersticiones políticas, de excesiva susceptibilidad que como un cáncer consumía al grupo que entonces detentaba el poder. Como se pudo ver, Sardá en un arrebato de indignación, ofendido en su honor, vejado por el ingrato gobierno que mientras admitía en el ejército a quienes jamás hicieron poco o nada por la patria, a él se le excluía y se le negaba con el mayor desprecio, optó por revelarse solo contra el Estado. 241 Roberto Cortázar, Correspondencia dirigida al general Santander.

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No tenía siquiera una banda de cuatro soldados para hacer alguna resistencia, y cuanto movió su posición fue consecuencia exclusiva de la absurda y sangrienta actividad del propio gobierno. Tal estado era producto del terror que se respiraba. Lo que más dolía al Hombre de las Leyes era la forma en que los países civilizados verían su administración, pues él había prometido demostrar que podrían gobernarse sin Bolívar, y que el Libertador no solamente era innecesario en la Nueva Granada sino que constituía un obstáculo para la paz. Coinciden los historiadores que han estudiado este mandato de Santander, en que su gobierno fue absolutista; un régimen fuertemente hegemónico, sin nadie de peso en la oposición. Jaime Duarte French dice que cuando el gobierno no tuvo contra quien luchar, empeñó la batalla contra sí mismo, en forma increíblemente ciega, y sólo porque Santander creía todavía poder imponer su voluntad a un país que ya oteaba entusiasmado otros horizontes242. Concluido el drama de las borrascas conspiradoras, Santander dirigió, un poco más calmado su mirada al Sur. En 1835 Obando arreció con obsesiva desesperación sus ataques contra Ecuador. Estaba otra vez de mal humor. Los doctores de Bogotá despertaban de un largo bostezo. Para la elección de Vicepresidente habían sido propuestos dos abogados: Azuero y José Ignacio Márquez. Contra la opinión del señor presidente había resultado triunfante Márquez lo que revelaba, no sólo que Santander estaba en una peligrosa decadencia, sino que un polvorín de inmensas pestes estaba por desatarse. Es decir, que la Nueva Granada estaba por sufrir una segunda pudrición social en menos de cinco años. Entonces con necesidad de recuperar su imagen que comenzaba a ser otra vez destrozada por los abogados, Obando urgió a su querido Presidente, que para ajustar las vencidas tuercas del Estado era necesario inventar otra guerra. Creemos haber dicho que el general Juan José Flores, a principios de 1830 había pedido a la Nueva Granada, en declaración oficial, una investigación sobre el Crimen de Berruecos. A consecuencia de este penoso asunto y las tormentas civiles que entonces ocurrieron, el batallón granadino Vargas se pasó entero al Ecuador, no sólo se pasó sino que hizo declaraciones contra Obando, en el sentido de que éste era el único culpable de asesinar a Sucre. Todo esto no obstante que el Supremo había hecho declaraciones en el sentido de que el Batallón Vargas era “un modelo de virtud y disciplina”243. Como se sabe, ni los tribunales ni el poder ejecutivo procedieron a la averiguación de los hechos ocurridos en Berruecos en 1830, como estaban obligados por las leyes, y se contentaron con declarar que los papeles que reposaban en la Secretaría de Guerra no suministraban la evidencia de cargo alguno contra los supuestos culpables. 242 Jaime Duarte French, Florentino González, razón y sinrazón de una lucha política; Banco de la República, Departamento de Talleres Gráficos, Bogotá, 1971, pág. 193. 243 Gaceta de Colombia, Nº 471.

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Obando sentíase hondamente ofendido por la conducta del general Juan José Flores quien, extrañamente ahora, no daba descanso a su pluma ni a su lengua para culparlo de tan feo crimen. Era que padecía constantemente la resaca de una fastidiosa neutralidad. Por ello no dejaba de pensar en una guerra. Francisco Soto y el presidente Santander procuraban por todos los medios posibles de detener las bravatas de Obando. El 27 de agosto de 1834, Santander le rogaba moderación: Usted - le decía a Obando- me dice que Flores amenazará a la Nueva Granada, que nos perdemos y que todo se evitaría dando el paso que usted me indica como eficaz para asegurar la suerte del Ecuador, y yo le responderé que nos perdemos con honor, primero que violar las reglas de la justicia, las del honor y las de la moral pública. Sería inmoral la comisión destinada a prestar secretamente auxilio a la revolución, y los gobiernos no deben dar pasos de inmoralidad ninguna; y en cuanto a mí le aseguro a usted que estoy resuelto a dejarme crucificar antes que manchar mi honor, deshonrar al gobierno y hacer caer sobre mi patria una mancha eterna 244.

Obando no ve en las expresiones de su jefe sino divagaciones moralistas. El Supremo del Cauca le replica el 1º de octubre: “...Flores ha sido, es y será un pérfido indigno de consideraciones: su alma es devorada por el convencimiento de no poder humillar a los granadinos, y le he jurado para siempre opresión y guerra; temible me es verlo fuera de combate”245. El 3 de febrero de 1835, refuerza aún más sus arrebatos: No se alucine usted, mi general, el país no se defiende con anomalías ni con ilusiones. Me he cansado hablando a usted particularmente, de oficio y de mil modos. Estoy de regreso para Pasto a consecuencia del triunfo de Flores sobre los liberales del Ecuador. Nada digo de lo que puede suceder a la Nueva Granada después de estos acontecimientos, porque desde el año pasado molesté lo bastante al gobierno sobre recursos de guerra, etc., etc. Por el adjunto estado verá usted si estará defendida la Nueva Granada por la parte del sur y si hay fondos prevenidos para sostener la milicia que dicen está organizada... Yo cumplo con la nación ofreciéndole el sacrificio de mi vida y reputación que voy a perder sin haber pensado jamás que el gobierno descuidará esta brecha de la República... Mañana sigo a Pasto; Dios entretenga a Flores allá en su carnicería, mientras viene por acá. A mí me sobra resolución y patriotismo, como que he regresado del camino y voy al matadero; he perdido enteramente el gusto de escribir... ¿No fuera muy hermoso fusilar a Flores en Pasto? Espero suceda así y Dios le dé ánimo para venir sobre Pasto; le doy mi palabra que le pondré puente de plata en Gálata y lo dejaré alojar en los escombros 244 Santander, cartas y mensajes, Bogotá, Librería Voluntad, 1953, 10 v. 245 Roberto Cortázar, Correspondencia dirigida al general Santander.

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de la ciudad... Estoy muy caliente, y he escrito muy largo aún cuando me perjudica. ¡Qué ocurrencia la de los podridos ecuatorianos, agregarse a la Nueva Granada! ¡Dios nos quite semejante cáustico de la nuca246.

Dice Irisarri en su libro que duro es, e inconcebible, que dos naciones inocentes estuvieran condenadas a padecer males sin cuento por la culpa de un solo hombre, o por la de unos pocos delincuentes. José María no obstante, tenía grandes ilusiones de llegar a ser otra vez el mandamás de la Nueva Granada, y pasando Buesaco escribió a Tomás Cipriano Mosquera una carta llena de serenidad y confianza en sí mismo; le cuenta: “monto a caballo, camino a pie, sudo y vuelvo a tragar como un galgo. Los venados los mató aquí en las labranzas de los indios, y estoy a mis anchas...”247 El año de 1836 recrudeció la campaña electoral para la Presidencia de la República. Para los que dudan todavía de que el partido liberal de aquella época fuese una banda de mafiosos como hoy los carteles de la droga o los paramilitares (formado por los más turbios y perversos elementos morales), agregaremos otros sustanciosos documentos. La facción del sur sometida a Obando y López introdujo las acciones capitales sin las cuales no se podía sustentar gobierno alguno en la Nueva Granada: Un feroz caudillismo. Recordemos con cuánto ardor acusó Santander a Bolívar de ser un funesto personaje para Colombia, cargado de una vesánica ambición de poder; Santander gobernó mucho más tiempo a Colombia que Bolívar, pues éste vivía dedicado al asunto de la guerra. El sectarismo del Hombre de las Leyes, su manía por no soltar un sólo minuto las riendas del Ejecutivo lo mantenían enfermo y amargado. Viendo que constitucionalmente no podría ser reelecto, optó por procurar la perpetuación en la jefatura del gobierno a sus más íntimos camaradas, principalmente la de aquéllos que habían quemado las naves de toda regeneración moral y que habían participado en el horrendo asesinato en la persona de Sucre. En ellos podía confiar ciegamente. En 1836 escribía a don Vicente Azuero, de acuerdo con este proyecto: “Mi plan (y sea reservado) ha sido el siguiente: Obando presidente para 1837 por una imperiosa necesidad. El doctor Soto vicepresidente después de Márquez para templar a Obando y partir la magistratura con un civil y un militar. Usted presidente después de Obando. El general López vicepresidente después de Soto...”248. La verdad era que Santander no quería ni soportaba la figura de Márquez en ningún cargo desde el día en que casi lo lanza de un segundo piso por cortejarle a doña Nicolasa Ibáñez. Este recuerdo le laceraba el alma, y fue entonces por lo que hizo tajante su apoyo a la candidatura de Obando. Estaba profundamente persuadido de que el Jackson Granadino era el hombre necesario, pues sabía enseñar, difundir y sostener las ideas que él 246 Correspondencia Dirigida Al General Santander, Roberto Cortázar. 247 Horacio Rodríguez Plata, José María Obando Íntimo; pág. 37. 248 Santander, cartas y mensajes, Bogotá, Librería Voluntad, 1953, 10 v.

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siempre había soñado, con la garantía absoluta de que nunca variaría su conducta. Para ello recrudeció su deplorable manía de escribir artículos feroces, con seudónimos, contra quienes no estaban de acuerdo con Obando. Estas preocupaciones pasionales se llevaban a efecto en el momento en que Santander se desposaba con la jovencita doña Sixta Pontón Piedrahita. Luego de una luna de miel muy corta, el Presidente se concentró en el asunto de la candidatura. Recién salido del tálamo, los ojos ojerosos, un poco más gordo y sereno, pidió informe sobre los acontecimientos electorales y se encontró con que los enemigos tenían tantos candidatos que era muy fácil derrotarlos. No obstante, lanzó un largo suspiro, para luego decir: “Dios nos saque feliz de este enredo”. No hubiera sido conveniente que Santander mostrara abiertamente sus simpatías por Obando, aunque éste procedimiento fuese casi natural en los Estados Unidos. Recuérdese que el Libertador mantuvo la posición más distante frente a la elección de los diputados a la Gran Convención, y aunque pudo haber conseguido inclinar la balanza a su favor, por el prodigio de su fuerza y de su voluntad, no hizo el menor esfuerzo en conseguirlo. Escribió Santander a don Rufino Cuervo que había opinado a favor de Obando …porque mi conciencia de patriota me lo aconsejó, y la opinión de hombres muy respetables que reforzaron la mía. No opiné por Márquez porque es Vicepresidente; no debía tampoco unirme al bolivianismo y al fanatismo que tienen mucha parte en su elección; tampoco por Azuero, porque sus teorías podrían llevarnos a galope al abismo. Que el Congreso haga lo que le parezca, obedeceré al que nombre, lo sostendré contra toda resolución y le ayudaré, si lo necesita. Si la administración subsiguiente quisiere servir de instrumento de mis enemigos para perseguirme, habrá adelantado mucho su ruina y descrédito. Tengo el orgullo de estar creyendo que valgo algo en la Nueva Granada. Bolívar me lo hizo creer desde que me despreció y persiguió injustamente249. Y en efecto, entre las artimañas que buscaba Santander para descalificar la candidatura de Márquez estaba un artificio de última hora que movió ágilmente entre sus amigos: Márquez no puede optar a la presidencia, pues cometería un acto abiertamente anticonstitucional, “ya que en estos momentos es Vicepresidente de la república y yo no veo el modo legal de dejar vacante tal cargo... “Porque sin entrar a examinar sus cualidades lo veía desempeñando la vicepresidencia para la cual fue nombrado por cuatro años, y la Constitución Granadina, en mi concepto, repugna y ofrece graves inconvenientes para que recayese en él la presidencia250. 249 Santander, cartas y mensajes, Bogotá, Librería Voluntad, 1953, 10 v. 250 “…el ciudadano que suscribe e informa a la Nueva Granada los motivos que ha tenido para opinar en favor de la elección del general José María Obando para Presidente futuro.”, Francisco de Paula Santander. Imprenta Nicomedes Lora, Bogotá, 1836.

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Estando Obando en Popayán, sumamente preocupado por la popularidad que adquiría la candidatura de Márquez, en una calle tuvo una acalorada discusión con Rafael Mosquera. José María sostenía la anticonstitucionalidad de la postulación de Márquez y, lo cual, según él, “cuantos votos obtenga serían nulos”. No tenía fin el asunto y Obando tratando de imponer su desesperada tesis le dijo: - Si gana su Márquez tendremos un gobierno de hecho. A lo que don Rafael Mosquera le contestó “sin pudor”: - Todos los gobiernos son de hecho. Esta afirmación produjo una horrible crisis emocional en Obando, y corrió a anotarla en sus Apuntamientos. Haciéndose evidente que el partido santanderista tenía muy pocas posibilidades de ganar las elecciones, se hizo el intento de templar las cuerdas institucionales de la república con el “experimento” de la conspiración de Sardá. En el invento de una nueva rebelión contra el gobierno se idearon los fulgurantes fantasmas del fenecido bolivarianismo; se quiso presentar una situación explosiva de modo que se despertara el viejo patriotismo del año 31, esta vez fortalecido con la presencia de Santander en el Ejecutivo para luego lanzar una candidatura de la entera confianza del gobierno. Pero ya la gente no creía en absoluto en el “liberalismo granadino”. Además, lo peor era que no había a quien echarle la culpa de la rebelión que se quería inventar. La farsa era tan evidente que el gobierno tuvo que esconder sus marionetas. En tal estado de depresión, Azuero se distanció un poco de los torpes pasos de su jefe y oponiéndose a sus decisiones lanzó su propia candidatura. No sólo eso sino que la ambición le llevó a justificar la posición de los grupos que apoyaban a Márquez en el sentido de que Obando no debía optar a la presidencia, pues su pasado “estaba manchado” por el Crimen de Berruecos. Esto fue el colmo de la ingratitud. Cuando Santander lo supo, echó mano de su pluma y escribió: Bogotá, 13 de junio de 1833. Señor Doctor Vicente Azuero: Habiendo estado a visitar a mi ahijada, me manifestó francamente, como debe ser, que usted estaba sentido conmigo por no sé qué chismes relativos a que yo excluía a usted de la candidatura de presidente por sus opiniones religiosas. Siento que usted no me hubiese hablado de ello: usted me conoce, que soy franco, consecuente, y que no huyo el cuerpo a ningún comprometimiento. Se creía, y se decía que yo opinaba por el doctor Soto, porque guardaba silencio en orden a candidatura. Hablé con personas de confianza para mí, y entre ellas, sobre la materia, y cuando todas convinieron en Obando, yo declaré entonces mi opinión de acuerdo. Yo no he tenido un capricho en decidirme por Obando a pesar de sus defectos; no he hecho más que unirme a patriotas responsables. A usted mismo le dije que sentía no • 300 •

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estar por usted, porque tenía la desgracia que encontráramos una fuerte oposición en el clero, y en la gente piadosa por causa del concepto en que lo tenía usted, como a mí, y a Soto... ni en papeles he denigrado de usted, ni he tratado de convencer a nadie para que desista de votar por usted... Mi opinión es que la firmeza de carácter, la energía legal, y un concepto general de tener estas cualidades es lo que se requiere para el año de 1837, si no queremos vernos en nuevas revueltas. A este bien positivo y a él debemos sacrificar toda otra consideración; por eso estoy: 1º por Obando; 2º por usted; 3º por Soto, y ojalá que ésta fuera la terna para que el congreso hiciese lo que juzgase mejor. Si Obando no hubiera sido nombrado vicepresidente encargado del poder ejecutivo por los eminentes patriotas de la convención granadina, quizá no estaría hoy por él; pero ya Obando ha gobernado por más de 6 meses, no obstante que había servido con los españoles, que había muerto Sucre, y que tenga los defectos que se le imputan. Eso lo debió haber visto la convención de 1831 y la Nueva Granada en 1834 cuando le dio votos para la vicepresidencia junto con usted y con Márquez. Es preciso no ser inconsecuentes... F. P. Santander.

Uno de los más fieles servidores de Santander era Florentino González, quien hizo cuanto pudo para darle vigor al gobierno y sostener la tesis de que Obando era el hombre necesario de 1837. Ya hemos visto que Florentino era personaje amargo, feroz e intransigente; sostenía que hacía falta para Presidente alguien que tuviera una posición militar y con cualidades ganadas en la guerra. A Obando se

le iba a respetar, sofocaría cualquier tentativa que diera por trastornar el orden público. Recalcaba que había que recordar su gran fuerza desde su vicepresidencia en 1831, cuando salvó a la Nueva Granada de sus opresores y puso al país en estado de recibir la Constitución de 1832. • 301 •

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Toda la filosofía de Santander (y de cuantos a su lado defendían la candidatura de Obando) reduce sus argumentos en que era necesario y útil un gobierno “fuerte”, “vigilante”, “firme” y “enérgico”. Nada le preocupaba al señor Presidente sino que se le temiera al Ejecutivo, que este Ejecutivo estuviera armado hasta los dientes y en manos de sus íntimos amigos. Cualquiera que someramente sugiriera no estar de acuerdo con él, le ofendía, le hería, lo vilipendiaba. Llama la atención que aquel hombre que con tanta esperanza había sido recibido por los electores en 1832, que había viajado empapándose de las cuestiones morales, económicas y políticas de los pueblos más civilizados (con el deseo ardiente de aplicar estos conocimientos), no pensara en otra cosa que en exacerbar las pasiones y el disentimiento. Trataba de hacer ver que cualquier queja contra su gobierno y su persona eran unas tramas conspiradoras, espíritu de facción, trastorno sedicioso, actos liberticidas contra el orden Constitucional. Los mismos artificios y sofismas que usó para hacer perder al Libertador. Ni por asomo plantea este eminente ideólogo algo que tenga que ver con la hacienda pública, con el eterno problema de las vías de comunicación, con el mejoramiento del comercio y de la agricultura; con el progreso de esa industria que tanta emoción le produjera en Estados Unidos; Jaime Duarte French sostiene que Santander al enumerar las virtudes del candidato ideal, da la impresión de tener en su mente a un capataz de cuadrilla y no a un jefe de Estado. En su defensa oficiosa para sostener a Obando, dice Duarte French, no quedó en el aire sino la imagen de un déspota en ciernes, a quien era necesario cerrar el cambio al poder con un acto de soberanía popular, a fin de que “con su carácter enérgico y vigoroso” no diera al traste con las libertades políticas que aún subsistían251. Durante este trance se verá a las claras que el llamado Hombre de las Leyes, en verdad, en absoluto le interesaba el estado de derecho. Sostiene ahora que las revolucines no son producto de los errores de los gobiernos, sino de la ignorancia de los pueblos. Está más que nunca persuadido de que “los principios por sí solos no hacen la felicidad de las naciones”252. De tal manera que Santander en aquellos días de 1836 no pudo disfrutar de una luna de miel serena, apacible. Las relaciones amorosas con su esposa, no le trajeron paz; su preocupación de entonces estaba concentrada en el asunto relativo al sucesor. La obsesión por el Jackson Granadino le llevó a confesar: He escrito sin mi nombre antes de las elecciones primarias tres o cuatro artículos para la imprenta recomendando sus cualidades - las de Obando defendiéndole de falsas imputaciones y presentando delante del pueblo 251 Jaime Duarte French, Florentino González, razón y sinrazón de una lucha política; pág., 198. 252 Una frase copiada de las que Bolívar le enviaba en 1826.

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las necesidades de la Nueva Granada, a fin de que nunca pudiera alegarse que se había ignorado. Nada diré que no sea un hecho positivo, si alguna persona tuviere prueba en contrario, la conjuro a que la presente, no con vaguedades por medio del anónimo, que ya se sabe que es arma favorita de los calumniadores, sino bajo su firma y por la imprenta...253.

Y se desgarraba en profundas quejumbres: “¡Yo tengo - decía - en favor de Obando hechos positivos en circunstancias difíciles y peligrosas obrando como jefe!”. Cuando le preguntaban cuáles eran esos hechos, vacilaba un poco, pero con gran determinación exclamaba: - En las angustiadas épocas en que los enemigos de la república combatieron para destruir el poder legal, su conducta fue uniforme en defensa de las instituciones desde 1822 cuando se incorporó al ejército Libertador. Aquí nadie puede negar de su carácter indomable. No olviden la enorme confianza que mereció de la patriótica convención granadina. ¿A quién se le han visto más positivos compromisos con el sistema legal? Que yo sepa, por más patriotas que se digan los que quieren competir con Obando, yo no he visto a nadie aquí que se hubiese opuesto con más vigor, con mayor energía y firmeza a las usurpaciones y que haya ayudado más fielmente, más denodadamente, más fieramente, si se quiere, al restablecimiento del gobierno constitucional. A finales de 1836 Obando, que estaba viudo, entusiasmado por el matrimonio de Santander, también decidió enmaridarse para renovarse como su jefe: Iba entonces a renovar las tres C, Casa, Coño y Caballo: Se casó con una distinguida dama de Ríonegro (Antioquia) doña Timotea Carvajal Marulanda, de sólo treinta y un años. Santander y su esposa solicitaron en presencia de un numeroso público que Obando y doña Timotea les permitieran ser los padrinos de su primer hijo. En diciembre salieron los recién casados a residenciarse en Popayán. Iban a dedicarse a las labores del campo en las haciendas Las Piedras y las Yeguas. A Obando las esposas le salían muy buenas: no eran hembras que se sobrecogieran de horror ante las guerras y las sediciones, ni les importaba que el marido anduviera en un permanente salto de matas, y que llegara, con la ropa sudada y hedionda a pólvora, de tanto lidiar con bandoleros. Mucho menos se angustiaban por alarmas o amenazas; porque cuando doña Timotea se amarró a José María, las vulgaridades y los pleitos por el asunto de la sucesión se encontraban en su punto más álgido. Idiotizados estaban los diputados por estas bullas y pendencias cuando el 1º de marzo de 1837 se reunió en Bogotá el quinto Congreso Constituyente de la Nueva Granada. Después de varias deliberaciones, los candidatos para la presidencia quedaron reducidos a José Ignacio Márquez, Vicente Azuero y 253 Citado por Jaime Duarte French, Florentino González, razón y sinrazón de una lucha política; págs. 198, 199.

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José María Obando. El que Azuero aceptara la postulación fue un golpe demoledor contra la dignidad del Hombre de las Leyes. No había sido, como se ve, Azuero, consecuente con el denodado luchador y sostenedor de las causas republicanas, el único guerrero que había humillado a Bolívar. En la primera vuelta se obtuvieron los siguientes resultados: Márquez: 58 votos. Azuero: 21 votos. Obando: 17 votos.

Lo que quiere decir que ni sumando los de Azuero y Obando hubieran podido vencer a Márquez. En vista de esta situación, para la segunda ronda, Santander propuso que se votara por Azuero, lo cual recrudeció la derrota del santanderismo. Santander dijo entonces que era una verdadera afrenta para su nombre y para su obra el que Márquez fuera Presidente de la República. Pidió cordura y les hizo ver que aún quedaban procedimientos legales con los cuales se podía invalidar el triunfo de Márquez. Que se buscaran esas formas en los códigos y en una firme y clara lucha ideológica, aunque estas formas, por las necesidades imperiosas de la república condujeran a un estado de conmoción general que requirieran de la fuerza. Los “liberales auténticos” andaban con humor de perro, con la cara congelada.

Vidas Antiparalelas Obando es el asesino más simpático que he conocido. Jean Baptiste Boussingault

Vencido en las elecciones, Santander iba a desarrollar frente a Márquez la misma actitud sediciosa que había asumido cuando dejó de ejercer la Vicepresidencia de Colombia en el 28. En este período se van a extremar sus agudezas políticas. Las razones de las que echó mano para sostener la candidatura de Obando eran inconcebibles si tomamos en cuenta que su fortuna política estaba sustentada en el concepto de que él era un gran demócrata, el mejor conocedor de los principios constitucionales de su país. Sostuvo, que si Obando no era elegido, su vida peligraba. Extraña preocupación cuando se sostenía con insistencia que la nación granadina estaba en calma y él era el padre fundador de un equilibrado sistema judicial. • 304 •

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Viendo que este argumento era pobre en sí mismo, pues se le echaba en cara que su candidato haría del país un campamento militar, Santander tomó al toro por los cachos y dijo de una sola vez que su compadre era el único hombre fuerte que tenía la Nueva Granada y el capaz de enfrentar a los facciosos, a los criminales políticos, y la única garantía de cuatro años más de tranquilidad. Que Márquez, por ser un civil, estaba imposibilitado para sostener el orden, la paz pública, la seguridad. Márquez en su presidencia va a recibir las cornadas más duras de su vida pública. Se le llamará desde entonces “hijo de Bolívar”, “ingrato”, y cuantos títulos sean capaces de parir la envidia y el odio de los partidos. El hecho de que emplee en su administración a Estanislao Vergara, a Eusebio M. Canabal y a Diego Fernández, es síntoma inequívoco de que Márquez significa el resurgir de las malévolas fórmulas del “Tirano en Jefe”, las cuales se creían extinguidas con el triunfo presidencial y la llegada a la patria del señor “San Salvador”, “San Justo”,... San Guinario. Escribe Santander a Herrán, el 10 de marzo: ... Jueces de la Suprema Corte, Canabal y Vergara. Dios nos saque felizmente de este segundo período y ya tendremos patria.254. Y el mismo día a Troncoso: ¡Qué mayoría de Congreso! Los vejámenes y ultrajes se multiplican por la imprenta. Parece que ha vuelto a aparecer aquella fatal época de la dictadura de 1828 255.

Corren rumores de todo tipo; el gran descontento que existe en el Sur por la elección “ilegal” del señor Márquez es la excusa formidable para iniciar otra lucha restauradora de la libertad. Esta campaña se realiza en sintonía con los proyectos que hacen difundir los “liberales auténticos”, quienes proponen que Márquez renuncie a su presidencia y quede únicamente ejerciendo el cargo de vicepresidente (cargo que venía ejerciendo desde hacía algún tiempo). Creían o aparentaban creer, que este era un acto de consumada prudencia que allanaría todas las dificultades 256. Márquez, por supuesto, no era el hombre que los “liberales auténticos” imaginaban, y rechazó con firmeza estas amenazas, coacciones o chantajes. Respondía que su deber era gobernar, tal cual lo ordenaba la Constitución. No tarda en llegar el esperado oficio dirigido por el nuevo presidente al Congreso que engendra la crisis. Se utilizó aquello que Márquez dijo, lo de aceptar la presidencia, “dimitiendo por lo mismo a la vicepresidencia de la República.” “- Esto es evidentemente de corte anticonstitucional”, protestaron al unísono los santanderistas. Pero esta vez el Congreso no se dejó amedrentar como sucedió en la elección de 1831, y después de una calurosa discusión, Márquez fue confirmado en su presidencia. 254 Santander, cartas y mensajes, Bogotá, Librería Voluntad, 1953. 255 Ibíd. 256 José Manuel Restrepo.

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Vencidos en esta contienda no le quedaba a los “liberales auténticos” sino la carta de la rebelión, con Obando como director absoluto de algún incendio en Pasto. Esta carta bajo la manga, lo sabía todo el mundo era el arma más poderosa que tenía el partido “liberal”. La fuerza bruta ha sido siempre el motor para solucionar las ardientes pasiones políticas. En aquellos días Santander escribe al general Herrán: No faltan aquí chispas desagradables por el descontento con que algunos han visto la elección del señor Márquez, y por causa de alegada inconstitucionalidad. Estas chispas crecen en proporción, que algunos imprudentes partidarios del nuevo presidente escriben insultos y amenazas contra los que hemos contradicho su elección; pero todos los que valemos algo en el país estamos empeñados vigorosamente en sostener el orden público y mantener la autoridad del gobierno, entre otras muchas razones porque no es preferible a una oscura inconstitucionalidad, una violenta y declarada infracción de la constitución, que es el caso de cualquier trastorno.257.

Leyendo estas líneas, es fácil deducir cómo a Santander le era imposible admitir el mando de alguien que fuera contrario a sus ideas y pareceres. El mundo de las leyes no es perfecto en sí mismo, como no lo es siquiera el de las matemáticas. Entonces ante cualquier minucia, en medio de tan compleja estructura de artículos, disposiciones transitorias, reglamentos y decretos, siempre es posible encontrar un “pelón” sobre el cual sostener el artificio de alguna “ilegalidad”. Esta ha sido la jurisprudencia diabólica que nos mantiene en un limbo de contradicciones y de maldades públicas horribles. ¿En qué se diferencian estos argumentos a los que desde Ocaña enviaba Santander a quienes todavía creían en el Libertador258. Estas interpretaciones sobre la legalidad del mando de Márquez tenían por fuerza que levantar roncha en la sociedad. De modo que en las esquinas no se discutía otra cosa que la inconstitucionalidad del mando del Presidente de la República. El día que Santander se despidió de su cargo ante el Congreso de la República pronunció un discurso de corte claramente faccioso, pues dijo: Yo no he favorecido la presidencia de Márquez, entre otras razones porque no veo en la Constitución sino tres casos exclusivos de vacar la vicepresidencia, a saber: por muerte, destitución o renuncia del vicepresidente, y para mí jamás un hecho puede ser modo de aclarar, interpretar o adicionar la ley de las leyes, la Constitución. El Congreso de 1837 ha establecido un hecho al que me someto 259.

257 Santander, cartas y mensajes, Bogotá, Librería Voluntad, 1953. (Resalto las líneas que muestran el estilo inalterable del Hombre de las Leyes) 258 Véase aquella famosa carta que envía el Hombre de las Leyes, desde Ocaña, en 1828, a Francisco de Paula Vélez. 259 Santander, cartas y mensajes, Bogotá, Librería Voluntad, 1953.

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Cuando muchos esperaban del Presidente saliente, al fin, una actitud de serena prudencia ante el mal siempre latente de las rebeliones, le encontramos nuevamente, esgrimiendo los mismos sofismas constitucionales que acabaron por desintegrar a la Gran Colombia. Pero no valen los primeros ataques del grupo “liberal” para debilitar a Márquez; por el contrario, de modo sorprendente, el gobierno adopta una firmeza que aterra a la oposición. Se llevan a cabo las elecciones para senadores y representantes. Los esfuerzos hechos por Santander para obtener una curul como senador por Bogotá, son inútiles. Otra prueba de que sus embestidas contra la supuesta ilegalidad de Márquez, no son tomadas en cuenta. No obstante consigue ser elegido diputado por la provincia de Pamplona. En octubre de 1837 Santander hace público un folleto que lleva por título: Apuntamientos para la historia de Colombia y de la Nueva Granada. Márquez sale bien mal parado en este documento, el cual provoca otras amargas polémicas. El 15 de diciembre Santander escribe a Troncoso: Le remito un ejemplar de mis Apuntamientos, y otro a Baena. La edición se ha agotado... Aquí han venido a buscarlo y comprarlo porque tengo entendido que no ha desagradado.260. Refiriéndose a la polémica desatada por sus Apuntamientos y los terribles ataques que lanzan sus partidarios, Santander escribe a un amigo: Aquí tenemos, con la señora Bandera, el poder ejecutivo a raya... En la Bandera damos descargas cerradas al enemigo...261. Pero ocurre otra cruel derrota: Santander fracasa en su intento de hacerse con la Presidencia de la Cámara de Diputados. El 6 de marzo de 1839 fue definitivamente confirmado el triunfo de Domingo Caicedo como Vicepresidente de la república, frente al candidato de la oposición, don Vicente Azuero. Este triunfo exacerba los ánimos de la oposición y se produce una espantosa expansión de libelos y panfletos que enferman y desquician a los estudiantes de San Bartolomé. Además de la Bandera, arden: El Diablo Cojuelo y La Calavera, La Banderilla, Los Cubiletes, El Cernícalo, El Tábano, El Duende, Papirote, El Oleaje Nacional, La Píldora... La situación en el Sur es delicada. Algunos aseguran que Obando vive completamente pacífico en su hacienda de Patía, pero don Manuel José Castrillón piensa lo contrario; lo vio pasar por Popayán receloso y preocupado, llevando en los ojos los nubarrones de la derrota. Estaba en Popayán como tigre herido, dispuesto a lanzarse a la lucha. Sólo esperaba que los clamores de la capital encontraran un motivo suficientemente fuerte para encender la mecha.

260 Santander, cartas y mensajes, Bogotá, Librería Voluntad, 1953. A mí me da la impresión de que en nuestra historia venezolana el político más parecido a Santander es el doctor Rafael Caldera. 261 Santander, cartas y mensajes, Bogotá, Librería Voluntad, 1953.

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Dice don José Manuel Restrepo: Desde este tiempo se comenzó a temer que el partido liberal, viendo que no podía triunfar en el campo de la legalidad, recurriría a las vías de hecho para obtener la supremacía. Todo el mundo amante del orden extrañaba con razón, que Santander apoyara con su influjo... una oposición tan decidida; a sus continuos embates era harto difícil que pudiera resistir el gobierno de su patria constitucionalmente débil y que necesitaba por tanto el apoyo de los ciudadanos distinguidos.262

Y en efecto, Santander procura conmover a los hombres importantes de la república en la dirección de sus sentimientos. El 27 de agosto de 1838 escribe al general Herrán: Muy mal veo ir andando las cosas; las elecciones han dejado profundas animosidades... El señor Márquez se equivoca mucho si cree que todo está compuesto con una mayoría en las cámaras y esta equivocación nace de su falta de mundo y de estar pensando que una torpe obstinación sea prudente firmeza. Usted sabe que Carlos II y su sucesor tuvieron mayoría en el parlamento inglés, y que al fin perdieron la corona. Carlos X tuvo una gran mayoría por bastante tiempo en la cámara de Francia, y también perdió la corona.263

Cuando las proposiciones de Santander obtenían mayoría, ya fuera en el Congreso de la República de Colombia o en la Convención de Ocaña, entonces la mayoría sí era cosa sagrada; cuando esa mayoría le era desafecta, era una mayoría proclive al descalabro y que colocaba al país al borde del abismo, de las guerras, de las desconfianzas, de las incertidumbres sociales y de las grandes conmociones públicas. Es insólito, cómo desde entonces, ya estos políticos vivían de las maromas comparativas del Estado nuestro con Europa o los Estados Unidos. Esa manía de comparar nuestras malas acciones con las buenas o regulares de otros países completamente distintos al nuestro, es lo que ha traído esa avalancha de calamidades morales que actualmente padecemos. En julio de 1838, otro hecho vino a perturbar aún más la salud del general Santander: Tomás Cipriano de Mosquera entraba en la Secretaria de Guerra en sustitución del general José Hilario López. Pronto comenzaron a moverse las mismas endiabladas redes del año 30. En el Cauca la situación era de una calma compleja. Se escuchaba en aquella región que: “Al fin los liberales han afianzado la libertad, la seguridad personal y de los bienes públicos” y Obando replicaba: “- Ya ni me acuerdo de las armas ni de mis méritos militares...”; en medio de estas escenas bucólicas entre 262 Historia de la Nueva Granada, Editorial Cromos, 1952, 2v. 263 Santander, cartas y mensajes.

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gallinas, montes, perros y vacas, recibió el Supremo importantes noticias; estaba Obando con Sarria y algunos “liberales auténticos” de la región de Antioquia y Cartagena, cuando al abrir aquellos sobres quedóse mudo y tieso. Dejó a sus amigos y comenzó a ir de un lado a otro de largo corral de su hacienda Las Piedras. Cuando creyó tener en calma sus pensamientos, expresó: - La cosa está tomando un giro peligroso. Estamos muy mal servidos por un Ejecutivo que nombra en la Secretaria de Guerra a Tomás Cipriano. A ustedes le consta cuántos esfuerzos hice por adecentar el ejército. No obstante, las navidades del año de 1838 Obando las pasó feliz; comiendo mucha carne de res y de venado; recibiendo obsequios de las regiones vecinas; contemplando el progreso de sus hatos que se engrosaban con animales y bestias finas; campos con hermosos sembradíos, fecundas y extensas praderas por donde iban y venían recuas cargadas de café, arroz, caña, pan de huevo, patacones tostados.

Otro santo criminal en Pasto: El padre Villota El Congreso de Cúcuta, el 6 de agosto de 1821, había decidido la supresión de los “Conventos menores”, que eran aquellos que consistían de un número inferior a ocho religiosos de misa. Las rentas que quedaran de la eliminación de estos conventos se utilizarían para la educación pública. Pero el lío eterno de nuestras conmociones públicas, el enredo nunca resuelto de mil leyes diferentes que no acaban por aprobarse y el desbarajuste de un Congreso que no trabaja con disciplina, orden y seriedad, condujeron a que todavía para finales de la década de los treinta se hallara esta supresión a la espera de una revisión. Esta ley fue sometida a consideración bajo el fuerte influjo anticlerical del señor Santander, quien entonces hasta masón era. Eran los tiempos de ardientes reformas positivas y cuanto oliera a cura le repugnaba. Resulta que ahora, habían de ser los “liberales auténticos” quienes por meros motivos perturbadores querían hacer de esta reforma un polvorín para desquiciar al gobierno. De lo cual, por una ley del 5 de junio de 1838 fueron finalmente suprimidos los conventos de la Merced, San Francisco, San Agustín y Santo Domingo de Pasto. • 309 •

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Al fin había sido encontrada la excusa para producir un movimiento realmente sólido y mortal contra el régimen. Santander fue el primero en hacer una observación que daría los elementos necesarios para iniciar el descalabro; sostuvo con equilibrada serenidad, lo siguiente: Me parece, que dada la índole fundamentalmente religiosa de los pastusos la supresión de tales conventos va a provocar un levantamiento en la región.264. No sabríamos decir hoy, si fue la ejecución de esta ley del 5 de julio o la declaración de Santander lo que inspiraron el feroz levantamiento de los frailes en Pasto. Sobre todo el frenesí sangriento del padre Francisco Villota, Prepósito de la Congregación de San Felipe de Neri. Este fervoroso puritano era un hombre culto, vestía un tosco sayal, calzaba abarcas y cruzaba su cabeza con una rara especie de cepillo. Vivió muchos años como ermitaño y con un traje tan viejo que se le caía a pedazos. Este padre y sus fanáticos seguidores ya estaban en la cuenta de que en la capital y en muchos otros lugares de la Nueva Granada, la oposición a la supresión de los conventos menores contaba con el apoyo de un poderoso partido político. El padre Villota se sintió fuerte y comenzó a gritar en los mercados y plazas diciendo que la ley del 5 de julio era una puñalada al corazón de los santos principios de Cristo. Pronto corrió un viento de regresión a los convulsos días de la Independencia, cuando Pasto era “el cuartel inexpugnable de la virtud y el misticismo guerrero de los más puros cristianos”. El valor místico de este loco tonsurado hizo sublevar la sangre de los pastusos. Durante las fiestas religiosas del patrono de Pasto, su verbo alcanzó una luminosidad borrascosa. Desde el púlpito de la catedral apostrofó a la maldición Ejecutiva que dictaba leyes tan opuestas a la palabra de Dios. Colérico, desgarrada su voz, rojo de ira su semblante, pidió oponerse mediante las armas contra esta “herejía”. Y como por arte de magia comienzan a llegar fusiles, lanzas, pólvora, cañones y obuses. Aparecen grupos de hombres a caballo y como en una historia fantástica que rememora a las hordas de los cruzados que van por los caminos, alegres, a sacrificarse por el Santo Sepulcro, el padre Villota amarrándose la sotana por la cintura monta a un potro y hace la señal de haber comenzado la lucha. Cinco mil hombres le siguen por las calles; de los gritos se pasan a los lloros; de los llantos a la risa; se aplaude, se dan vivas y mueras según sean los vientos de la demencia generalizada. Se habla de Rey y de Cristo, de ultrajes y glorias divinas. El grueso de esta barahúnda de fanáticos lo forma indios feroces, temibles. De inmediato, estas tropas desordenadas salen al campo y enfrentan al Comandante Militar de Pasto, don Manuel Mutis; el fervor religioso guiado por un espíritu diabólico trueca el desorden en triunfo. Los mismos jefes de la sublevación hubieron de contener a la terrible indiada que quería descuartizar, en el propio campo de batalla, a los vencidos. Envalentonados ansiaban medirse con fuerzas superiores a la de Mutis. Ondeando sus banderas, sus cruces y estampas de la Virgen comienzan a 264 Santander, cartas y mensajes.

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aterrar los lugares vecinos, pero ahora dirigidos por el coronel Mariano Antonio Álvarez y guerrilleros sanguinarios como el negro Noguera y los hermanos España y Fidel Torres. Durante tres días sitiaron el lugar donde se encontraba el gobernador Antonio José Chávez y setenta soldados que componían el batallón Nº 7, al término de los cuales hubo que firmar un documento asaz ofensivo y criminal contra el gobierno. Luego fueron intentando levantar regiones circunvecinas a favor de la revuelta y se invitaba a temibles guerreros de la zona a unirse bajo el señuelo de enriquecerse de las depredaciones que se ocasionaran al enemigo. Resucitaba en las voces de los pueblos, que salían a saludar a estas huestes, el nombre de Fernando VII, el germen bestial que anidaba en el vientre de todas las pastusas desde tiempos inmemoriales. Otra vez el rito del hierro y del fuego como vía para alcanzar el cielo. Y como en un gran incendio se oía el crujir de mil voces rezando. El presidente Márquez no se atemoriza ante tan bárbaras idolatrías y presiones. Se reúne con los generales Tomás Cipriano de Mosquera y Pedro Alcántara Herrán con los que dispone no transigir un ápice de terreno con asesinos o curas sueltos; un fuerte contingente bajo el mando del general Herrán debe contener a los bandidos guarnecidos tras las infernales cornisas de Pasto. Iba el general Herrán a enfrentar la república teocrática y bestial sustentada por los santos de Villota y Antonio Mariano Álvarez. Como el presidente no estaba dispuesto a aprobar las insolentes amenazas de los alzados reunió su alto mando militar y dispuso medidas severas que fueran capaces no sólo de someter a Pasto al imperio de la ley, sino la de acabar de una vez por todas con esa maldita manía de justificar actos revolucionarios con pretextos religiosos (que a “más de su criminalidad, son un manantial inagotable de males para los pueblos”). Este acto dejó anonadado a Santander y su grupo, que nunca llegaron a pensar que Márquez podía tener el suficiente coraje para enfrentarlos, pues era ya declarado el entusiasmo que los “liberales auténticos” mostraban por los rebeldes de Pasto. Más ofensivo resultó para Obando el que Márquez no lo reconociera como el salvador natural frente a las maléficas fuerzas del manicomio de Pasto. Los santanderistas de la capital como quien manipula el alza y baja de un importante artículo de consumo, decían: “Esto sólo lo arregla el general Obando”. Era definitivo que el Supremo estaba contra la eliminación de los conventos menores y meditaba sobre los escabrosos movimientos militares ordenados por Márquez. Nada de extraño había en los rumores que se corrían de que Obando era la cabeza de la sublevación, pues don Mariano Álvarez era de su entorno más íntimo y había estado en todas las rebeliones que encabezara Obando desde el año 28.265 265 Vale la pena referir en este punto, el cazurrismo político de ciertos intelectuales granadinos, como Salvador Camacho Roldán que refiriéndose a las eternas sublevaciones en Pasto (y hablando de la ocurrida en 1851 contra el gobierno de José Hilario López) sostenía que desde la guerra de independencia ha predominado en aquella región la idea conservadora (Memorias, Salvador Camacho Roldán, Bedout, Colombia, Vol. 74, pág. 210).

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En medio de las fermentaciones de estas críticas y de otros espasmos revolucionarios, culmina el año de 1838. El año 39 lo inicia Santander sosteniendo que la opinión pública gana terreno a favor de la causa liberal progresista y que Márquez empalaga a la gente con sus panegíricos.266 En recetas que se reparten por las provincias se dan instrucciones de “cómo se despachurra a un gobierno”. No llevan una dirección determinada las turbas redentoras que recitan cada mañana estos formularios, pero van cargadas de un odio suficiente como para hacer estremecer las bases del gobierno y levantar el espíritu guerrero de numerosos grupos de ociosos, que en un golpe de suerte buscan un mundo mejor. Como bandadas de buitres alzando vuelo, curas de todos los contornos del infierno de Pasto sacuden sus sotanas, poniéndose a las órdenes de un cristo que habla de la salvación por la vía de las armas. Lo más grave, y que preocupaba sumamente a Márquez era el uso “político” que se hacía de estas perturbaciones. Pronto las chispas llegaron a Bogotá, de aquí pasaron a Vélez, Tunja, Casanare, Socorro y Pamplona, y el endeble edificio institucional crujía por todas partes. Si no se contenía con firmeza el embrollo de Pasto, la nación se vería sometida a un voraz incendio. El general Obando siguiendo indicaciones que le daban enjundiosos ideólogos de Popayán, decidió trasladarse a Bogotá. Tal vez aspiraba a que se le entregara la dirección militar para contener a los victoriosos fanáticos, y recoger laureles extraños como los recibidos durante el enfrentamiento con Juan José Flores y como los de las gestas gloriosas contra el Usurpador Urdaneta. La táctica era, como dijimos, clara, pues los “liberales auténticos” apoyaban, bajo cuerda, que se le diera al Supremo el mando militar del Sur. Pero no faltó quien corriera a dar informaciones de que Obando había estado en comunicación con los facciosos. La confusión era horrible. El propio Obando aclaró que se iría a la capital porque no faltaría quien lo quisiera comprometer, injustamente, con los que procuraban el derrocamiento del régimen de Márquez. Estando Obando a punto de partir, llega Herrán. Obando y Herrán sostuvieron una entrevista en Popayán. Algunos emisarios de los alzados hicieron observar a estos generales que el modo más expedito para restablecer la paz era conceder cuanto los alzados exigían. Impresionado quedó Obando cuando oyó decir al general Herrán que se desengañaran si creían que él iba con tales fines a Pasto, y que su deber era someter esta región al gobierno constitucionalmente establecido. No ocultó su disgusto Obando ante Herrán y le dijo que no podía comprender por qué el gobierno no lo había tomado en cuenta para pacificar a Pasto; que bastaría su presencia para someter a Villota y su gente; que él lo hubiera hecho sin alarmas, sin tropas, con una mínima porción de recursos. Fue entonces cuando declaró: No ha debido ponerse en ejecución la ley que 266 Santander, cartas y mensajes.

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suprimía los conventos267; que seguramente no habría capitulación, de lo cual hacía responsable al gobierno por todos los males que esto traería. Lo más grave era que los principales cabecillas y promotores de los tumultos eran sus agentes, los tenientes más allegados a su persona y que habían participado a su lado en muchas luchas y alzamientos. Concluido su diálogo con Herrán, salió hacia la capital. Va por el camino informándose de la consistencia constitucional del gobierno de Márquez; le va tomando la presión legal en cada pueblo, en cada caserío. Lo acompañaba entre otros el capitán Francisco Diago, íntimo conmilitón desde los tiempos en que el Jackson Granadino fungía como oficial ecuatoriano268. Cuando a Obando le preguntan a qué va a Bogotá, a unos dice que a atender la educación de sus hijos, a otros: “cerca del gobierno, para que no se diga que soy insurgente”, o sencillamente para ilustrarse un poco con lo más evolucionado de la inteligencia granadina. En realidad, él aclarará una docena de años después que: …aproximábanse las elecciones de 1840, cuando resolví marchar de Popayán para Bogotá a desmentir con mi presencia en la capital, la especie propagada allá por Mosquera, de que yo me hallaba entonces capitaneando en Pasto la revolución. Salí en julio, un mes antes del degüello de los trescientos bárbaros que el civilizado Herrán daba cuenta de haber matado en Buesaco, después de rendidos, para ir dando alguna celebridad a su candidatura.269

La táctica de los “liberales auténticos” había variado mucho en la capital; el asunto que tenía de cabeza al gobierno, era el calor de libelos como los del virulento Florentino González quien a través de la Bandera Nacional desafiaba del modo más vulgar al presidente: “ El señor Márquez sabrá tender lazos en estrados para coger majaderos; los de la oposición saben algo más que S.E. en esto de tender lazos, y en otras cosas.”270. Y la nueva consigna que habían comenzado a hacer correr por los pueblos era que había que luchar por el establecimiento de un gobierno federal. 267 Carlos Cuervo Márquez. 268 Cuando Obando se encuentre padeciendo los duros avatares de su exilio en el Perú, en 1848, Diago dirá en una carta al general Joaquín María Barriga: "Intencionalmente me he venido al potrero que lleva el nombre donde fecho esta carta, porque es día de Reyes, y aunque Santos, los republicanos debemos pasarlo en los campos; y yo que naturalmente debo recordar la parodia que hacen en Popayán, con más razón. "Con este motivo he recordado a nuestro desgraciado amigo Obando, que se divertía la víspera con los negritos”. ¡Qué recuerdos! "El, sufriendo el ostracismo; Usted en el gobierno, y yo, gozando en el campo de esa sabrosa libertad y dicha que los hombres no sabemos apreciar. Esta consideración me ha hecho dirigirme a Ud., para desahogar mi corazón, y con los ojos húmedos, ver esta Patria, volverlos al Cielo, y pedirle al ser Supremo, paz y unión para mis compatriotas... "Pienso más, que declarado (Obando) comprendido en el indulto - era presidente entonces Tomás Cipriano Mosquera -, aunque no se expresara, quedará comprendido el asesinato. No hay jueces que puedan juzgarlo. Ese crimen fue político, y es muy probable que venga a ser en la historia lo que el del Duque D'Enghein..." (La Trama Infernal, Juan Bautista Pérez y Soto). 269 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 199. 270 Jaime Duarte French, Florentino González, razón y sinrazón de una lucha política; Banco de la República, Departamento de Talleres Gráficos, Bogotá, 1971, pág. 232.

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Santander hablaba de ¡Santa Rebelión! Y Florentino sostenía que las revoluciones debían llevarse a cabo porque la tozudez de los gobiernos quería que los hombres vegetaran en medio de una estúpida abyección. Por el camino Obando seguía tomándole el pulso a la sublevación; recibía información de cuanto ocurría en Bogotá y calculaba las áreas inmensas del territorio que acabarían siendo abrasadas por las llamas de Pasto. Al lento paso de las bestias Diago y Obando pudieron conversar sobre las difíciles circunstancias que los habían arrastrado a la política. ¡Qué ironía!, la religión católica que debería obligar a los hombres a ser pacíficos, en estas tierras provocaba guerras espantosas: Desde que los españoles nos enseñaron a trasmitirla mediante el sojuzgamiento, cada vez que en aquellos tiempos se nombraba a Cristo en medio de la ardentía de las pasiones, se percibía un olor a pólvora, a sangre humana; había quedado, desde la colonia, una rara manera de asociar a la religión con la putrefacción de los cadáveres y la violencia. Obando no perdía la esperanza de que llegara la verdadera paz, la deseaba para retirarse a sus haciendas; entonces únicamente mataría animales de cuatro patas. De momento comprendía que hacer la guerra era un oficio como cualquier otro, que si uno no está siempre alerta y en condiciones de “montarse sobre los demás”, nos cuelgan; el día que permita que le midan el pescuezo, hasta ese día... Que la ley sagrada de la naturaleza en la Nueva Granada era dar hombres para que se aniquilaran unos con otros. Que no era entonces él quien mataba, sino Dios que los había traído al mundo y que cada cual venía con su fecha de morimiento. No dejaba de decir, que el primer día en que llegara a encargarse de la Presidencia de la República (porque de eso estaba seguro de acuerdo con el contrato refrendado el 4 de junio de 1830, con los “liberales”), lo primero que haría sería colocar una imagen de Nuestra Señora de la Paz, con una enorme oliva en las manos. Y en medio del barullo de otras ideas que le inquietaban, quería sostener una larga conferencia con monseñor Cayetano Conde Baluffi, Internuncio delegado Apostólico. Este hombre le producía una enorme impresión y su opinión sobre sus actuaciones las consideraba capitales para su ulterior proceder. Llegó a Bogotá el 28 de agosto de 1839. Cansado, maltrecho del largo viaje y estropeado por la peligrosidad de las noticias sobre Pasto. La gravedad de los acontecimientos era mucho peor de lo que había imaginado. Pidió una reunión urgente con sus más cercanos amigos que fue dirigida por el jefe del estado mayor de los cachacos, el iracundo Florentino González. El punto a tratar era claro: “- ¿Nos unimos o no a la causa de los enfurecidos adoradores de Fernando VII?”. Como mercaderes que evalúan una costosa mercancía consideraron los beneficios y pérdidas que reportaba tal acción. De momento, consideró Soto que lo mejor sería tratar el asunto con el general Santander, quien se encontraba muy indispuesto, vejado, ofendido por las desconsideraciones del gobierno. • 314 •

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El 1º de septiembre, cuando entraba el general Herrán a la ciudad de Pasto, los alzados estaban dispuestos a arrancarle por la fuerza un indulto, mantener la actividad de los conventos y solicitar la remoción inmediata del gobernador Chávez. Veamos cómo nos describe la situación don Antonio J. Lemos Guzmán: Se vino, pues, al encuentro, y ocurrió en Buesaco, ocupados los gobiernistas al retiro de Álvarez; la oposición estratégica del general Herrán no podía ser más peligrosa y precaria, y bastaba una ojeada sobre el terreno en que estaba, prácticamente cercado por las guerrillas, todas en pie ante la oportunidad del merodeo y las perspectivas de una contienda, que se convertía en caldo de cultivo, para que pulularan al lado de los convencidos los asesinos, y junto a los fanáticos los forajidos. Otra vez Dios y el Rey son los gritos de la lucha, y allí están Juan Andrés Noguera, Estanislao y Antonio España, al mando de sus huestes indomeñables, casi invencibles, fantasmas de la selva, que asoman y desaparecen como almas en pena. El cerco se estrecha y se cierra por El Tablón, Chapacamba, Ortega, La Erre y Berruecos. Es un revivir de otros tiempos amargos y lúgubres; los lobos salen de sus madrigueras, y las camadas arrojan animales de lucha que van al combate, aguzados los dientes y muy afilada la zarpa; el santo y seña son conocidos, y se oye bronco, como trueno, de oquedal en oquedal por la hondonada de los ríos, y se multiplica y repercute en eco sonoro desde el Mayo, pasando por el Juanambú, hasta Cumbal, atravesando el Guáitara. Los frailes sancionados amarran sus sotanas a la cintura, y pie al suelo se ponen al frente de las hirsutas huestes, repartiendo bendiciones y levantando Cristos, y apenas sí hay un centenar escaso de fusiles y escopetas, que las demás armas son macanas, garrotes, cuchillos, cuando no piedras lanzadas o rodadas en los boquerones de los ríos, o al pasar por los desfiladeros sombríos y tupidos de maleza. El general Herrán queda atenaceado entre Pasto y Berruecos, cogido por Álvarez y Noguera; para colmo de colmos el torpe gobernador Chávez libra combate y es vencido en Cumbal, echándole al otro lado de la frontera. Entre el 30 y el 31 de agosto, completamente aislados los del gobierno, vienen a salir de la zozobra y del silencio que les envolvía por un ataque que se les hizo sobre sus propios terrenos; eran los guerrilleros, que en tropel, y como en un sistema chino, atacaban, en una algazara de gritos, pífanos y tamboras, conducidos por Álvarez en descontrol alcohólico, y por los frailes que ofrecían a diestra y siniestra la vida eterna a cambio de la temporal; eran seiscientos veteranos contra una montonera de unos mil y pico, enloquecidos fanáticos, pobres indígenas, que luchaban por un Dios y por unos ministros, siendo fáciles víctimas de las descargas cerradas de un cuerpo de línea, bien armado, mejor atrincherado y con posiciones firmes, que destrozó a los infelices y torpes luchadores, que aún creían en • 315 •

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la caída vertiginosa de murallas al estruendo de trompetas, como en otra Jericó. El comandante Álvarez es atrapado, y la dispersión es completa, bajo una fusilería de venganza y de exterminios inmisericordes; confusa y contradictoria la relación de los historiadores, pero allí cayeron muchos, unos en la lucha, y otros en la rendición, tristes gentes ígnaras, llevadas por ideas sin convicción, como al oído, de esos que parecen unos principios que no saben cuáles son... A principios de septiembre volvió a entrar Herrán a Pasto, ciudad otra vez desierta y entristecida; proseguía el rosario de dolores, y nuevas espinas se hincaban en las carnes dilaceradas de un pueblo profundamente rebelde, que va a regustar por cerca de tres años más el sabor amargo de los sufrimientos y de la vindicta; la indiada huye, y el hombre del pueblo se recoge impotente sin defensa, y sobre la quietud y la desolación, viene, ahora sí, un inútil indulto.271

En la capital, la prensa liberal seguía lanzando terribles ataques al gobierno. Como nota interesante de la estancia de Obando en Bogotá transcribimos un documento esclarecedor del modo como fueron estructurados los Apuntamientos para la Historia. El 4 de septiembre el Jackson Granadino escribe una rara misiva a su esposa donde confiesa: Mi venida ha producido una revolución moral: las increpaciones contra la administración son estupendas. El haber despreciado mis servicios en la novedad de Pasto que yo juzgara como seguros para restablecer el orden, y haber adoptado en cambio la sangre y sacrificios de los pueblos, es un cargo tremendo que hace cada hombre de todos los partidos272.

Dice el historiador Jaime Duarte French que Obando sufría la ilusión de creer que todos los ciudadanos ponían los ojos en él como el único capaz de refrenar por las buenas a los pastusos; gracias a su inmenso prestigio. Y añade: Si tres o cuatro amigos se lo dijeron, no cabe la menor duda de que él lo creyó, pero no ya como verdad para dos o tres, sino para el pueblo entero. En esta carta se pone de manifiesto el inflamado sentimiento de su amor propio. Todo lo hace girar en torno de su persona.273 Pero lo más significativo de cuanto Obando cuenta a su esposa es lo relativo a la entrevista que ha tenido con monseñor Cayetano Conde Baluffi: Ayer tuve el gusto de recibir del Internuncio una larga visita, muy conversada y muy lisonjera. Me dijo que tenía mucho gusto conocer uno de los hombres más respetables de la Nueva Granada, recomendado por luces, talentos, valor y patriotismo, y sobre todo por un buen corazón. Sábete que aunque no me gustan estas lisonjas las aprecié mucho porque 271 A.J. Lemos Guzmán, Obando, de cruz verde a cruz verde; obra ya citada, págs. 263, 264. 272 Citada por Jaime Duarte French en su libro Florentino González, razón y sin razón de una lucha política, pág. 253. 273 Florentino González, razón y sin razón de una lucha política, pág. 253.

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vienen de un hombre que nada tiene que esperar de un pobre pipiolo como yo. Con la debida moderación me dijo: “ No señor, yo conocía a usted con aquellos caracteres desde antes de venir a esta república: mi papel público y aún privado me ha dado ocasión de oír a los hombres de todos los partidos y afecciones, y el que no hace sus elogios, no tiene sus virtudes”. Esto fue delante de hombres que acaso no les gustaría que lo oyeran. Me recomendó muy especialmente que lo pusiese a tu disposición y respetos, que sabía eras una buena señora y que quería yo mucho. Este último concepto fue el que más me agradó. De resto es muy amable, expansivo, llano, gracioso: estamos en gracia para obtener licencia de oratorio, indulgencia, porque estoy muy, muy, muy contento.274

Lo insólito es el oficio que don Cayetano escribe a pocos días de haberse visto con Obando, y que reza: Nunciatura Apostólica de la Nueva Granada, Archivo Vaticano. Secretaria del Estado. Rúbrica 279. Objeto. El General López, Encargado de Negocios de la Nueva Granada ante la Santa Sede, acusado reo de horrible asesinato. En 1830, el Gran Mariscal de Sucre, el más famoso personaje después de Bolívar, de regreso a Quito en compañía de dos ayudantes, fue traidoramente asesinado junto con ellos, en las cercanías de Berruecos. Las cosas arregláronse entonces de manera que se fingió ignorar los autores de este asesinato, poniéndose políticamente el velo del olvido sobre tan horrible delito. Ahora va a descubrirse (ignoro los motivos secretos del actual descubrimiento) que no sólo fueron muertas las tres personas indicadas, sino también envenenados los tres soldados que ejecutaron el asesinato a fin de ocultar perpetuamente a los mandantes. Y ahora se descubre que uno de los autores de tamaño cúmulo de delitos es el general José María Obando. Lo cual asoma del proceso que se está instruyendo en Pasto. Cómplices ciertos de aquel delito son varios coroneles; y cómplices dudosos, el vicepresidente de la república, general Domingo Caicedo, y el general José Hilario López, actual encargado de negocios ante la Santa Sede, y varios otros personajes de primera categoría en esta República. He dicho que el general López está entre los cómplices dudosos porque el gobierno procura, por todos los medios, enredar el proceso, para que no aparezca en el antedicho crimen este general. El Presidente de la República mismo ha dicho esa verdad que la voz pública condena también al general López; pero que sabe que no consta del proceso. Hablé privadamente de este asunto con el presidente en persona, porque estoy cierto de que Vuesa Eminencia Reverendísima se vería harto ofendida por tener junto a sí a un asesino.

274 Carta citada por Jaime Duarte French en su libro Florentino González, razón y sin razón de una lucha política, pág. 254.

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Aquí nada importa, excelentísimo señor; antes bien, sujetos hay manchados con tales culpas, que dirigen gloriosamente los negocios en esta y en otras repúblicas americanas. Este presidente mismo doctor José Ignacio Márquez, que al principio de mi venida a América dije no ser reo de delitos sangrientos aseguran que está ocultamente manchado, como los otros; además es cierto, que él con sus manos robó las joyas preciosas, de que la piedad de los fieles había adornado a la milagrosa imagen de Nuestra Señora de Monguí. El mencionado general Obando, después de cometer el asesinato del Mariscal Sucre, fue ministro de guerra y marina, y subió a la vicepresidencia de la república, encargado del poder ejecutivo en 1832. He aquí por qué la constitución que actualmente rige en este Estado, fue en la mayor parte obra suya, y publicada y sancionada con su nombre, como se ve en todas las ediciones de la misma. Conozca por estos datos, y por los muchos que en otras ocasiones tuve el honor de describir a V.E.R. quiénes son estos altos magistrados, para los cuales la culpa es virtud; la mentira verdad; la irreligión es el objeto de sus creencias; hombres para los que el si y el no, el decir y el contradecir son la misma cosa, y que todo lo arreglan, no según la justicia, sino según lo que exigen las circunstancias del momento. Me inclino a besar a V.E.R., la sagrada Púrpura, y lleno del más humilde respeto me suscribo de V. E. R., humildísimo, obligadísimo servidor, Cayetano, Obispo de Bagnorea, Internuncio Delegado Apostólico. Bogotá, 27 de diciembre de 1839.275

Tráfago de dudas y pecados Obando (José María) es muy salvaje y demasiado bueno. Santander

Rumores de suma gravedad conmovían a la capital: se decía que había sido detenido o muerto el coronel Mariano Álvarez, lo cual significaba un duro revés para el partido “liberal”. También se comentaba insistentemente el haber comenzado un juicio contra el padre Villota; en realidad Villota aterrado y confuso, había huido a Ecuador276. Que el demonio Noguera al conocer estas desgracias se había 275 Carta citada por Jaime Duarte French en su libro Florentino González, razón y sin razón de una lucha política, pág. 254, 255. 276 "El padre Villota después de estar en el Ecuador, regresó a su tierra, y allí entregó su espíritu al Creador en el año de 1864. A su muerte el pueblo invadió el convento, y todos querían fragmentos de su cuerpo o de su vestido como reliquias, hasta el punto de haber desaparecido parte de una de sus orejas, siendo necesario que la autoridad custodiara sus despojos para impedir que fuera despedazado; por ocho días fue llorado y velado, y al fin se le dio la debida sepultura eclesiástica, después de solemnes y concurridas exequias en el Templo Catedral". (A. J. Lemos Guzmán, Obando de cruz verde a cruz verde, pág. 258).

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recogido en sus guaridas de Berruecos; que los hermanos España volvían a los caminos donde asaltaban y asesinaban sin contención ninguna. Sin embargo, que las guerrillas, dispersas por todas aquellas erizadas montañas seguían acosando sin descanso al general Herrán. El negro Noguera era el asesino más cruel entre aquellos monstruos; este negro parecía no haber conocido la esclavitud (o la conocía muy bien) y tenía su estancia en las montañas de la Erre - cerca de Berruecos - colocada entre los ríos Mayo y Juanambú. Como recordará el lector, los lazos de Obando con Noguera tienen otros antecedentes en las relaciones que sostuvieron durante la infausta rebelión contra Bolívar el año de 1828, cuando le escribía a José Erazo: “Procure usted verse con Noguera, que también nos auxilie con las armas que tenga...” En dos platos, ante el cúmulo de contrariedades que el partido “liberal” afrontaba, el general Obando planteó a sus conmilitones que querían cogerlo con la trampa de la revuelta del Sur y que había llegado el momento de responder con las mismas armas. Estas determinaciones dieron una fuerza inusitada al aletargado grupo de Santander en Bogotá. Se encontraba tan disminuido, apocado y vacilante con los males que padecía su líder, que apenas si intervenían en las sesiones del Congreso. Ya no tenían aquella virulencia terrorista y acogotante de antaño con la cual habían echado por tierra a las más feroces huestes del continente y habían eliminado a los hombres más eminentes de la independencia. Pero Obando les dio esperanzas. Se organizaron partidas de caza por los alrededores de la capital, que dirigió él mismo. Otros días los dedicaban a visitar mercados, saludar y conversar con la gente común en la calle; dirigir cortos discursos a los lechuguinos de San Bartolomé y pavonear los trajes militares con los que se entraría triunfante a una Bogotá liberada, radiante bajo el mando de las irreverentes huestes del conceptualismo popular. El 19 de noviembre Obando y Tomás Cipriano Mosquera escenificaron un duelo en Bogotá; eran tantas las deudas personales, insultos, afrentas infligidos uno al otro, que no había manera de lavarlos sino a tiros. Aunque parezca extraño, lo que más le dolía a Obando fueron aquellos chismes que fabricara Mosquera para hacerlo quedar mal ante el Libertador y que todavía hacían estragos en su personalidad. A las seis y media de la tarde, cerca del cementerio, cargaron sus pistolas de un sólo tiro. La pistola de Tomás Cipriano funcionó mal y Obando decidió disparar al aire. Entonces, se abrazaron, se dieron explicaciones sobre los malsanos comentarios que corrían sobre sus antepasados y fueron a darse unos lamparazos a casa de Joaquín Acosta (quien había servido como padrino de Mosquera). En casa de don Joaquín Acosta fue donde tuvieron serias noticias de lo que estaba haciendo el negro Noguera. José Erazo por su parte, en este año de 1839, se mostraba tranquilo y era hasta considerado “amigo” del gobierno. Pero viendo que Herrán y su ejército se adentraban hasta lo más • 319 •

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profundo de aquel tumor secular optó por tomar las armas. Cuando estaba en una de las cuevas donde se escondía fue cercado y luego sometido, como si fuese uno de los cabecillas de la “rebelión cívica” de Villota. Entonces se vino a descubrir que sí estaba en conexión con los sediciosos y amarrado se le llevó a una cárcel. La orden de detención la llevaba el coronel Gregorio Forero. Cuando lo sacaban por aquellos desfiladeros su mujer Desideria Meléndez, guerrillera también, iba quejándose de que ellos no tenían ninguna relación con la revuelta. Por órdenes superiores fueron trasladados a Pasto. Pasaban por el tenebroso sitio de Berruecos cuando Erazo y su mujer se mostraron nerviosos. De pronto, como espantados, piden hablar con el coronel Forero; se aparta la escolta y ante el asombro y confusión del grupo que les acompaña, dice doña Desideria que su esposo no fue el asesino del general Sucre. Se miran unos a otros; hay un silencio total. El coronel Forero le pide que aclare lo dicho; doña Desideria añade que su esposo conserva las órdenes que le había enviado el coronel Apolinar Morillo para organizar aquel terrible atentado. Insistía en que todo provenía de órdenes expresas emanadas del general Obando, del comandante Mariano Álvarez y Apolinar Morillo. El coronel Forero contestó: - Que me ahorquen si entiendo de lo que dicen estos bellacos. Llévenlos a la cárcel que ya mañana será otro día, y tendrán oportunidad de decir lo que quieran ante un juez. Entrando a Pasto, doña Desideria siguió con su letanía de que ellos nada tenían ver con “ese crimen”. Se puede notar la actitud práctica de esta mujer, y el modo directo como trata de defender a su marido en lo que considera un asunto urdido por “mandatos superiores”. Ya entre rejas los delirios de la mujer se exacerban y ruega a su marido que diga la verdad, porque de otro modo sobre ellos, los más tontos, recaerá toda la culpa. “- Te lo dije...” Estos comentarios eran escuchados con frecuencia por el comandante Manuel Mutis quien estaba encargado de vigilarlos. Un día, José Erazo decidió contarlo todo; llamó al comandante Mutis y le dijo: “- Yo sé quiénes mataron a Sucre: El coronel venezolano Apolinar Morillo, quien mandó la partida; yo sólo recibí una orden, que no recuerdo muy bien si fue del general José María Obando o del teniente coronel Antonio Mariano Álvarez. Yo tengo esa orden en mi casa del Salto”. Tomando en consideración esta confesión, no nos queda sino referirnos a las siguientes palabras de José Manuel Restrepo cuando sostuvo: En países como el nuestro donde las revoluciones son periódicas, los delitos políticos quedan por lo general impunes porque ninguno quiere ser juez, temiendo una venganza del partido caído en este año, que al siguiente puede ocupar de nuevo el poder. Sólo puede adoptarse medidas de alta policía u ocurrir a los indultos o amnistías277. 277 Historia de la Nueva Granada, Editorial Cromos, 1952, 2v.

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Por su lado dice Irisarri: No era posible que se descubriera cosa alguna, estando el secreto de aquel infame crimen depositado en los pechos de los confidentes del hombre poderoso que había ordenado la ejecución del asesinato, y siendo los cómplices suyos los únicos que podían dar luces y prestar auxilios para hacer aquel descubrimiento278.

La manía confesional de los Erazo llega a oídos del gobernador Chávez, quien el 4 de noviembre, decide instruirles un proceso. Fue entonces cuando entre otras cosas, José Erazo añade: - El coronel venezolano Morillo, me llevó una carta del general Obando y otra de Álvarez en la que me decían que oyera a Morillo y que dirigiera el golpe. Pero yo no obedecí las órdenes de Morillo. El venezolano se puso de acuerdo con tres soldados licenciados, dos peruanos, Andrés Rodríguez, Juan Cusco y otro de la hacienda de Alpujarra, Juan Gregorio Rodríguez279. Todos están muertos; que en paz descansen... Después que mataron al general Sucre, vinieron a la Venta, Álvarez y Fidel Torres y cada uno recibió diez pesos y encargaron que guardáramos muy bien el secreto... Mi amigo Sarria no tuvo nada que ver en el negocio; él llegó el día anterior al asesinato a la Venta y Morillo quiso comprometernos, pero habiendo aceptado al principio, después nos arrepentimos como a la diez de la noche y regresamos al salto de Mayo... En mi casa del Salto de Mayo yo tengo bien dispuestos y conservados todos esos documentos... en mi archivo secreto... Encontramos que este hombre utilizaba palabras impropias para su condición de salvaje, pero no era raro, pues en nuestros pueblos los ignorantes que debutan en sociedad por vía del demonismo partidista pronto aprenden, sin saber por qué, palabras que parecen “luminosas”; así encontramos que el señor Erazo tenía su archivo secreto desde que Obando le nombrara Comandante de la Línea de Mayo. Quién sabe si el ser depositario de estos papeles, hacía sentir a los Erazo poseedores de un tesoro fabuloso. Por eso lo guardaron. Y por eso, también lo llegaron a develar en su mejor momento. Terminada la narración el gobernador ordenó se hiciera una inspección en la fulana cueva y en los archivos de Erazo y en tal sentido salió una comisión al mando del capitán Apolinar Torres. El “archivo” se hallaba en una elevada roca, cercano a la vieja casa del Salto de Mayo. Se abrieron cuidadosamente aquellos viejos papeles conservados desde hacía nueve años; entre ellos se encontraba el que luego habría de usar Obando para estruc278 Antonio Irisarri, Historia crítica del asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho; Cuba, Casa de Las Américas, 1964. 279 Andrés Rodríguez murió envenenado en el camino de Taminango, después de salir de la casa de Juan Erazo, pariente de José Erazo. Asegura la gente de las poblaciones vecinas donde se cometió el asesinato, que los culpables eran José Erazo y Sarria; que el veneno que mató a Andrés Rodríguez le fue dado en un plátano y en un calabazo de agua, rancho que le fue servido en una posada del camino... Envenenados también murieron Juan Gregorio Rodríguez y Juan Cusco.

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turar el cuento que hemos denominado La increíble historia del indio Juan de Dios Nacíbar. Decía este papel de puño y letra de Obando: Buesaco Mayo 28 - Mi estimado Erazo: El dador de ésta le advertirá de un negocio importante que es preciso que lo haga con él. Él le dirá a la voz todo, y manos a la obra. Oiga todo lo que le diga y Ud. dirija el golpe. Suyo José María Obando.

El lector recordará que Obando dijo que esta esquelita la había enviado el año 26, con el tal Nacíbar, de modo que, según él, tenía trece y no nueve años. Después, revolviendo otros papeles se encontró la nota enviada por Álvarez: Pasto Mayo 31 de 1839 - Querido Erazo: el comandante Morillo que es el que conduce ésta, me hará U. el favor de atenderlo y servirlo en cuanto pueda, pues es amigo mío. Vea U. en lo que le puede servir su amigo. Antonio Mariano Álvarez.

Y otra más: Querido Erazo: Ud. precisamente y con la última reserva, que nadie lo llegue a saber, se impone de lo que el portador de esta le diga, y me hace el favor de proporcionarle lo que le pida; quede en la confianza que U. me sirve en esta ocasión - Suyo. Álvarez. Saludos a toda la familia.

Como Obando no puso fecha en la esquela enviada desde Buesaco, ni tampoco nombró en la misma a Morillo como lo hizo Álvarez, se basó en estos detalles, para decir luego que dicha nota había sido escrita el año de 1826. Sin embargo, Obando sostendrá en sus memorias que él no recordaba a cuántos Erazos les había escrito esquelitas como aquellas, porque ese era uno de los procedimientos más usados para atrapar forajidos en Pasto. No deja de ser verdaderamente insólito, que no sabiendo cuántas notas como aquellas había enviado a Erazos, sin embargo muestra una memoria prodigiosa para enhebrar con detalles nítidos, con circunstancias y personajes oscuros, insignificantes, la larga historia del indio Nacíbar, del que nadie nunca supo si realmente existió. Se leyeron otros papeles viejos, medio rotos por los dobleces. Acto seguido se dispuso llevar a Pasto a Apolinar Morillo quien residía en Cali. Como se recordará este señor se había salvado del borrón que Obando había impuesto a los militares “extranjeros” el año de 1832. Morillo había peleado con valentía desde 1810 bajo las órdenes de importantes generales como Francisco de Miranda, Bolívar, Nariño, Rivas, Soublette y Urdaneta. Muy venezolano en el mal sentido: follón, fanfarrón, “vivo”, bebedor y jugador, ocioso, las viejas seis degeneradas plagas del desastre nacional. • 322 •

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Bien sabida era la estrecha relación que mantenían Obando y José Hilario López con Apolinar, y como estos dos generales eran abstemios y Morillo gran bebedor, no tenían muchos motivos para una relación más productiva; además Morillo carecía de alcurnia, de linaje, de “presencia de casta” y no tenía interés por la política de partido o de cualquier otro tipo. Era sencillamente un beodo sensual, macabro y grosero. En Pasto y sometido a Juicio, Morillo declaró que ciertamente él había participado en el crimen de Berruecos y que Obando, en presencia de Álvarez, le dijo: - La patria se halla en el mayor peligro de ser sucumbida por los tiranos, y el único medio de salvarla es quitar del medio al general Sucre, quien viene de Bogotá a levantar el Ecuador, para apoyar el proyecto de coronarse Libertador; y es preciso que marche hoy mismo Usted con una comisión a lo de José Erazo en el Salto de Mayo. Le dio un papel para Erazo del que recordaba: el conductor dirá a U. a la voz, el objeto de su comisión, U. dirigirá el golpe y manos a la obra; no teniendo presente si esta última expresión estuvo al final del papel. - Yo entonces, obediente a mi jefe - dijo Apolinar Morillo al Juez - acepté la comisión y recibí cuarenta pesos de manos de Álvarez para premiar a mis acompañantes. Inmediatamente me puse en camino del Salto de Mayo a tratar a Erazo. Cuando leemos esta confesión de Morillo, no podemos menos que recordar a León Tolstoi cuando describía aquellos soldados indiferentes, de semblantes ordinarios, bonachones, sin ideas, preparando sus armas para matar. Tal vez Morillo escuchaba plácidamente el mandato de su jefe como algo extraordinariamente natural; le parecía que cuanto escuchaba estaba dentro de lo que ordena la cartilla de un buen oficial; se frotó las manos, o se chupó los dientes mientras escuchaba los pormenores de los movimientos que debía seguir, al tiempo que calculaba con cálida lucidez el largo trecho que debía recorrer para coronar su hazaña. De momento, el gozo de sentir en su bolsillo cuarenta pesos lo llenaba todo. Morillo estaba demasiado acostumbrado a ver correr sangre para detenerse a meditar sobre aquel crimen; él mismo, había ejercitado la espada del verdugo traspasando pastusos apersogados como hallacas; haciéndoles padecer los mayores suplicios. Para él matar a un semejante era menos que retorcerle el pescuezo a un pollo. En Buesaco, Morillo ensilló su caballo y marchó con la esquela espantosa que desquiciaría a la Nueva Granada (para siempre). Aquellas órdenes se daban y recibían en medio de chanzas, risas y abrazos; hasta sin pizca de odio ni sentimiento de hostilidad alguno. Era sencillamente una orden de un distinguido militar que había salvado a la patria tres o cuatro veces... y manos a la obra.280. 280 Todos estos documentos se encuentran en los distintos libros publicados sobre el Crimen de Berruecos.

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Las coincidencias perfectas que se iban armando a medida que aparecían otras pruebas, daban una claridad total de los hilos del macabro complot. Sobre la relación certera que hace Morillo recordando palmo a palmo cada detalle de la emboscada para matar a Sucre, van surgiendo los elementos sutiles y los nexos profundos que lo ligan a Obando y a Álvarez. Y todo aparece ante él con una sorprendente nitidez. Es un hecho sicológico comprobado, que cuando se es atacado por un criminal, tanto en el victimario como en la víctima se produce una fijación obsesiva de los hechos281. Pese al cúmulo de datos que se reunieron alrededor del Crimen de Berruecos, pasó, como suele suceder en estas situaciones, el hecho contrario: el de hacerse ver que tales argumentos eran forjados con el fin malsano y cruel de perjudicar la imagen política del inculpado, en este caso, José María Obando. En el proceso que volvía a levantarse, Obando tomaba al toro por los cuernos; era el hombre de carácter capaz de imponerse sobre sus contrarios por la fuerza reiterativa y pertinaz de su mando. Su frenesí de inocencia, su obcecado poder para la diatriba que le hacían vomitar toneladas de cuartillas sobre el tema; su incansable naturaleza para sostener que se le calumniaba, que todo era producto de la envidia, y sintiéndose apoyado por un partido que era hábil y contundente en esta clase de tácticas y merodeos legalistas, dio la apariencia en parte, de que ciertamente este asesinato era una vulgar patraña para perderle. No es sencillo internarse en las complejidades de un individuo que desde 1822 ha sostenido una lucha denodada contra el destino para... ser “algo”282. Apolinar Morillo explicó en detalle su crimen, con cierto nerviosismo pero también con algún goce desconocido, porque el peso de este secreto era muy grande. Al fin pudo respirar con libertad. Sintióse perdido y demostró en su confesión una abominable satisfacción. Después de todo era cristiano. Relató que el 3 de junio, junto con Sarria, Erazo y otros soldados se preparó para entrar en las montañas de Berruecos. El baquiano era Erazo. Escogieron un punto donde sería imposible seguirles ni verles a quienes pasaran por el único camino que había y por donde aparecerían de un momento a otro Sucre y su comitiva. Erazo había conseguido los fusiles para la operación. Erazo escogió las posiciones donde debían apostarse los dos, Rodríguez y Cusco, para apuntar sin fallar el tiro. Verificada la colocación, Morillo, Sarria y Erazo se retiraron dispersos al Salto de Mayo. A la mañana del día siguiente se enteraron de que el plan se había ejecutado como estaba previsto. ¡Cuarenta pesos costó matar a Sucre! Uno de ellos es el de Irisarri, ya mencionado en este trabajo. 281 La impresión de aquella esquelita había quedado intacta en la mente de Morillo. 282 Tal vez nunca se llegue a comprender del todo la aureola llena de audacia y de irreverente irrespeto que despertó la temeridad de Obando, al enfrentarse en 1828 contra el gobierno de Bolívar; su demencial arrebato luego contra Sucre, del cual no pudo vanagloriarse en público, pero que iba implícito en sus goces de campeón "liberal" que había contribuido a formar la República de la Nueva Granada.

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Si se comparan las declaraciones de Morillo con las de Erazo, por ejemplo, hay contradicciones en ciertos detalles, pero tal cosa es natural, pues eran tipos sin educación alguna, sin moral, asesinos a sueldo. Pero utilizar esto para pretender descalificar sus declaraciones y hacer valer la “inocencia” de Obando, es estúpido. En estas aisladas contradicciones, los panegiristas de Obando dicen que Morillo, Erazo y Sarria firmaron declaraciones forjadas.

El Indulto de Los Árboles

Pronto llegaron a la capital noticias donde se dice haber descubierto a los verdaderos asesinos de Sucre, y que se tenía un importante documento que comprometía al Jackson Granadino. Sacudida Bogotá con esta bomba y sacudido el Estado por las conmociones en otras provincias, Obando tomó la determinación de trasladarse de inmediato a Popayán; ya no le interesaba para nada el proyecto inicial de establecerse en la capital para orientar la educación de sus hijos. Era evidente el conflicto o la guerra casi declarada entre los “liberales auténticos” y el gobierno. En Tocoima, el Jackson Granadino tiene una larga entrevista con Santander y “todo el mundo amante del orden deseaba diera éste buenos consejos a Obando sobre su conducta futura; jamás se supo que lo hubiera hecho.”283. Con el alma ardida, Obando, La Espada “liberal” refirió al Hombre de las Leyes el infierno que se avecinaba sobre la patria por querer resucitar un crimen político que había sido relegado al olvido por las leyes. Para finales de 1839 y principios de 1840 se habían librado en Pasto más de veinte combates. Las guerrillas iban de la Laguna a La Venta, de La Venta a Meneses, de aquí a El Tablón, luego a El Cabuyal y como fantasmas regados todos por los ejidos de Pasto, van causando estragos, “atacando de modo frontal o resbalándose como una cascada por las faldas del Galeras; no vencen, pero tampoco pierden terreno; matan una docena de soldados y van recogiendo armas; se llevan las reses y las cosechas, y así ponen en jaque al enemigo, o lo relajan moralmente con la trágica incertidumbre”.284. Eran días también en los que el partido “liberal” se ocupaba afanosamente por encontrar un candidato para las próximas elecciones. Santander no podía serlo por su enfermedad y Obando estaba bloqueado por lo de la eterna y maldita acusación... Tales incomodidades se las comunicó al general Santander en Tocaima, además de decirle que estando en trance tan crítico el Sur, era conveniente mantener el incendio e ir él mismo a incentivarlo. Florentino González sostiene que Obando propuso este plan a Santander. “El general Obando lleva tal resolución, según se lo habrá 283 José Manuel Restrepo. 284 A.J. Lemos Guzmán, Obando, de cruz verde a cruz verde, obra ya citada, págs. 266.

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indicado al pasar. También le habrá dicho cómo aquí le aconsejamos que tomase el partido de marcharse inmediatamente a Pasto”.285. Cuando a Obando se le mencionó lo de la esquelita que se había hallado, donde él aparecía dándole órdenes a Erazo para que matara a Sucre, se enredó en contradicciones. Lo negará, otras veces dirá que él había enviado muchos papeles parecidos a muchos Erazos y a Tomás Cipriano de Mosquera le contó que ese papelito lo había enviado el año de 1829, no sabía por qué motivo. Después cuando lo examine con suma atención, dirá que estaba bien imitada la firma; “- Es posible que sea mía”- sostendrá cuando el juez se la lleve, observándola con mucha duda: “Aunque la O con que concluye Obando tiene un rabo hacia la derecha, con el cual suelo tapar la O, y en esta firma se encuentra tapada la O; mi firma, en atención al semicírculo que da vuelta a la escritura toca siempre con la primera raya que atraviesa, y ésta se halla separada...”286. Dirá que él mandó una nota, no se acuerda con quién a fin de que se le diese algunos golpes a Noguera. “No recuerdo con qué personas los mandé”. ¿Pero, por qué carajo amilanarse, achicarse ante una facción de genízaros, de intrigantes que querían ponerle el cabestro de la injuria y de la mentira en el pescuezo? ¿Por qué?287. Obando dejó Bogotá el 28 de noviembre de 1839, y para enfrentar el cúmulo de acusaciones que con pertinaz insistencia recaían sobre su persona, pensó nombrar como defensor a don Joaquín Mosquera. Tal vez entonces Obando se planteara que no era él quien había matado a Sucre, sino todo lo contrario. El Gran Mariscal era su sepulturero y su maldición. La violenta salida de Obando - iba escotero - fue para el gobierno de Márquez el anuncio de tenebrosas conmociones. Estaba claro, que en medio de los inmensos desordenes que estremecían al país, la prolongación de la guerra en Pasto arruinaría en poco tiempo al Tesoro Público; paralizaría las empresas, acabaría dándole el golpe de muerte a la Nueva Granada. Es posible que Obando fuera otra vez al Sur a buscar apoyo del general Juan José Flores para sostener la causa liberal, igual como lo hizo en 1831. Entonces corrieron vientos de locura por la mente de Márquez; este hombre pudo haber sido más fuerte, más decidido, de más carácter para afrontar la peste de las disensiones, pero estaba malogrado por su pasado; era tan culpable de los males que se padecían como lo eran Santander, Florentino González, Azuero o Francisco Soto. Grandes fueron sus esfuerzos porque no se hiciera recaer la culpabilidad del crimen de Berruecos en su embajador ante el Vaticano: el general José Hilario López; ahora estaba hasta decidido a ceder una parte del territorio granadino al Ecuador con tal 285 Florentino González, Razón y sin razón de una lucha política, pág. 264. 286 Ángel Grisanti, El proceso contra los asesinos del Gran Mariscal de Ayacucho, pág. 138. 287 No sé por qué estos sentimientos de Obando me recuerdan el caso de un general venezolano, de apellido Narváez Churión, que en 1986 fue acusado de corrupto. Huyó en medio del escándalo que lo comprometía como culpable también del asesinato en la persona de Luis Ibarra Riverol, abogado que lo había acusado de ladrón ante los tribunales. Desde un lugar de los EE.UU. - país a donde vuelan casi todos los corruptos de Venezuela - declaró a un periodista: " - Yo no me rindo".

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de que este gobierno se pusiera de su parte en la guerra que se desarrollaba en el Sur, y así Flores, le ayudase en la posible lucha que por allá desataría el Jackson Granadino. Apenas Obando dejó la capital, se vieron reverberar los campos con una inminente guerra civil, “tan apasionada en su origen como criminal en sus medios e impolítica y antipatriótica en sus fines, y puso al colmo nuestra penuria. Referir los robos y depredaciones a que ella dio lugar, la parálisis del comercio y el atraso de la agricultura, la ruina de la fortuna pública y de las fortunas individuales, las grandes erogaciones hechas para restablecer el orden y la paz, el desorden en la cuenta y razón, en una palabra la dislocación completa que sufrió el cuerpo social...288”. Cuando Obando llegó a Popayán encontró el proceso en su contra bastante adelantado; Morillo y Erazo lo habían dicho todo. Sus fétidas conciencias habían hecho estallar la poca serenidad del Supremo; el llamado “cúmulo de evidencias” parecía irrefutable. Entonces optó por entregarse a la justicia, mientras aclaraba sus planes aunque comprendía que nada bueno obtendría su patria con este comportamiento en una tierra de genízaros. El 17 de diciembre de 1839 cuando se cumplían nueve años de la muerte del Libertador, Obando fue trasladado a Pasto, por el oficial José Joaquín Lemus, en calidad de detenido. Deliberadamente Obando, que no era lo suficientemente estúpido como para declararse el jefe criminal de aquel complot, dejó muchas vaguedades en aquel papelito. No nombraba ni a Sarria ni a Morillo y claro, todas las órdenes para ejecutar aquel asesinato tan espantoso tenían que darse de viva voz. Cuando la comitiva que trasladaba a Obando llegó a la parroquia de Mercaderes, éste se quejó de que su vida peligraba, pues los caminos estaban obstruidos. Él exigía que se allanaran todas las dificultades y pudiera gozar de las garantías que las leyes conceden a los ciudadanos de una república libremente constituida. Pedía unas garantías y una protección que él como Comandante del Ejército del Cauca no proporcionó al Gran Mariscal de Ayacucho cuando en 1830 se dirigía a Pasto. Decidió entonces, el 28 de diciembre, enviar una representación al gobierno diciendo que por tales motivos de inseguridad, se veía compelido a regresarse, y se situó a tres leguas de Popayán, en su hacienda Las Piedras; decía en esta representación: si yo marchase... espondría (sic) de todos modos mi existencia, que a todo trance debo conservar, no sólo por mi propia reputación, sino por el honor de la República289. Las pobres autoridades judiciales de aquella región se sintieron impotentes y asustadas ante Obando, quien con el mayor desenfado y la mayor tranquilidad se movía y hacía cuanto le venía en gana290. 288 Ángel y Rufino José, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, Clásicos Colombianos, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1954, tomo II, pág. 1465. 289 El proceso contra los asesinos del Gran Mariscal de Ayacucho, pág. 74. 290 Tengo a mi lado un recorte de prensa del 7 de enero de 1988. En ella se reseña que un juez puso en libertad, al poderoso jefe de la coca, Jorge Luis Ochoa Vásquez. Vale la pena ver cómo a ciento cincuenta años de la rebelión de Obando, Colombia, en asunto de justicia ha evolucionado tan poco. Al igual que Obando en 1840,

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Esta actuación desenvuelta del detenido indignó al gobierno de Márquez. Como se sabe, aquellos grupos en armas que tenían tomados los caminos estaban comandados por Noguera y los hermanos España. Eran unos seiscientos bandidos y tenían fuertes conexiones con los asaltantes de las haciendas que merodeaban por los lados de Popayán. No faltaban emisarios nocturnos que llegaran a Las Piedras, ofreciendo al Supremo toda clase de recursos para que se alzara y tomara la jefatura de las huestes de Noguera y los España. Correos iban y venían con una regularidad alarmante. Sarria, el teniente más querido de Obando, se vio en las afueras de Popayán llevando en sus manos costrosas, el grueso “rosario de sus penas”. Pues antes de que se lo fueran almorzar, él se los desayunaba: Un tal Juan Caicedo le mostró un documento donde se le instaba a presentarse ante la autoridad militar de Popayán, y él con la rapidez de un tigre, el 21 de enero de 1840, se alza en Timbío, y proclama la causa de la religión ante un grupo de ochenta bandoleros. Y Obando, el 24 de enero, oyendo el llamado de la selva también se rebela. Va y se une a Sarria y se hace jefe de los alzados. El asunto es que si lograba triunfar, sobrarían sofistas y filósofos como Francisco Soto, Azuero o Florentino González, que justificarían su acción. Así pues, que nada de escrúpulos. Declarar olvidado otro crimen, como por ejemplo matar de una buena vez a la Nueva Granada, era muy poca cosa para convenciones y congresos que frecuentemente se estructuraban. La actividad de Obando es intensa. En pocos días ha engrosado sus filas con los forajidos de Piagua, el Tambo y el Zarzal. Mucha gente colecticia, de la región de Timbío que hasta hace poco era pacífica, también pasó a engrosar sus huestes. Al conocerse este desastre en Popayán, comenzaron los preparativos para enfrentar a Obando y para defender la misma Constitución que éste había refrendado con su lanza el año de 1832. Pues para responder a los cargos que se le hacían, con esa misma lanza, Obando había salido al campo de batalla. No importaba a los “liberales auténticos” que Obando para salvar su pellejo incendiara la República. Cuando las llamas alcancen proporciones que nadie pueda controlar y se realice una batalla en la cercanía de Cali, donde sale triunfante el Supremo, sus seguidores compararán esta gesta con la batalla de Junín. Nunca la salvación de un pellejo había engendrado tanta demencia “revolucionaria”. Obando desde entonces no dejó de proferir, junto al coro liberal, que Márquez, Herrán, Tomas C. Mosquera, Domingo Caicedo, etc., estaban siendo arrastrados por la pasión política y que ésta era toda la razón de la culpabilidad del crimen que se le enrostraba. Que ellos cumplían órdenes de Flores quien quería hacerlo perder. Ochoa conminó a la justicia a hacer lo que él quería. El juez que recibió la indagatoria a Ochoa lo hizo en una vivienda de propiedad del narcotraficante y el diario El Espectador de Bogotá dice alarmado: "Es aberrante el sometimiento del juez a los designios de sus acusados". Es muy probable que el autor de esta crítica haya sido asesinado por sicarios.

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No es difícil imaginar a Domingo Caicedo, temblando en Bogotá, ante la necesidad del gobierno de hacer cumplir la ley en el caso de Obando. Meterse con el Supremo era peor que provocar las huestes de Calzada o Pablo Morillo. El 27 de enero el Jackson Granadino intentó entrar en Popayán, pero fue vigorosamente rechazado; decidió entonces vivaquear en La Ladera, en las afueras de la ciudad. Allí, buscando la suerte del año 28 concentró sus operaciones, saliendo de vez en cuando para hostilizar a los contrarios, y enviaba notas a los oficiales fieles al gobierno procurando que desertaran y se unieran a su causa. Fue en una de esas salidas cuando se apoderó del correo que llegaba de la capital, cortó acueductos y recogió mucho ganado de las haciendas vecinas para alimentar a sus tropas. El 4 de febrero, bastante satisfecho de la gente que lo apoyaba, se acercó a Timbío, saqueando y tomando cuanto requería para la guerra. Sin embargo, su causa no muestra el brío de otros tiempos. Los refuerzos esperados de zonas como el Valle del Cauca y de Patía, por ejemplo, son bastante escasos. De lo cual, viéndose poco reforzado en sus propósitos por los habitantes de la ciudad de Popayán, decidió lisonjear a los esclavos de las haciendas, ofreciéndoles la libertad y los bienes de sus propios amos. Arrastró consigo también al indiaje realengo, que como ganado orejano andaba por aquellos lugares. El general Herrán seguía de cerca las actividades de Obando. Como el país estaba verdaderamente destrozado, más le valía a Herrán buscar una reconciliación que continuar en un enfrentamiento sin fin, como los que solían ocurrir en las regiones de Pasto. Después de ser atacado por Obando en Las Cuevitas, Herrán se dirigió a La Horqueta. Allí supo que algunos oficiales y soldados de su batallón habían desertado pasándose al enemigo; haciendo ver que no estaba dispuesto a transigir con los alzados, envió al mismo tiempo mensajes a Obando invitándolo a la reflexión, diciéndole que le daría un trato digno y razonable para evitar más muertes y desgracias. Estas proposiciones de Herrán no dejaron de ser vistas por algunos de sus colaboradores como inmorales. Cuando se hicieron reuniones para considerarlas fueron rechazadas unánimemente. Esto retrasó algún tiempo los planes de Herrán cuyo propósito para someter al Supremo era aplicar la llamada “estrategia indirecta”. Entonces, las negociaciones entre ambos continuaron en secreto. Fue cuando José María cayó en terribles depresiones; como en trance de epilepsia no hacía sino repetir que estaba maldito, enfermo de tantas contrariedades, deseando salir de otro infierno mental que lo tenía hechizado. Como solía escribir en estos estados depresivos, redactó a Herrán las siguientes líneas: “Los pueblos se han conmovido porque se procedía contra mí sin que se guardaran las justas garantías legales, y cuando estas llegaron a mi conocimiento ya no tenía remedio. Tuve que lanzarme a la revolución para darle una buena dirección y así evitar • 329 •

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mayores males. Pero habiendo cesado las desconfianzas por medio de las conferencias con Ud. pongo a su disposición las armas y la fuerza de los ciudadanos”. Herrán aceptó finalmente una reconciliación. Cualquier concesión que le repugnara la había hecho en aras de la paz, de que no siguiera corriendo más sangre inocente y que las propiedades no estuviesen a merced de las atroces destrucciones. Este convenio se conoce en la historia granadina como El indulto de Los Árboles. Ya Obando era ducho en eso de conseguir indultos para sus tropelías. Pero este indulto iba a trastocar muchas cosas, pues Obando no dejaba de aparecer como un hombre perdonado por el gobierno de Márquez, lo cual en absoluto era del agrado de los “liberales auténticos”. Entonces dijo que calmaría con su influjo a los bandoleros alzados contra el gobierno, entre ellos a Noguera y a los hermanos España. Mientras esto ocurría en el Sur, en el Norte, la guerra contra Márquez tomaba bríos inesperados. Se conmocionaron las provincias de Vélez y Chiquinquirá, y en estas regiones se soltaron a los presos para que fueran a engrosar las filas de los revoltosos. Hasta importantes funcionarios y militares obraban contra el gobierno y la confusión llegó a ser tal, que algunos colaboradores de Márquez le llegaron a pedir que dimitiera. La oposición, con Azuero a la cabeza, exigía al gobierno que se declarara derrotado; que diera por terminadas las operaciones en el Sur y que se limpiara a Obando de toda sospecha. El Supremo calculando otros frentes que pudieran dar empuje a una rebelión más vigorosa, buscaba afanosamente un acuerdo con el general Flores, y se escuchó frecuentemente en Quito que Obando era la vanguardia del ejército ecuatoriano en el mismísimo territorio granadino. Flores, sagaz y doble, intentaba otra vez jugar la oscura carta del pasado. Sabía que si Obando triunfaba, entonces podría pactar con él, pero para no perder la influencia sobre Márquez, en caso de que algún descalabro ocurriera a su antiguo conmilitón, trató de ganar terreno y mantuvo secretas relaciones con Herrán; le interesaba que en la delimitación de fronteras Ecuador recibiera una buena tajada. Don Rufino Cuervo, quien fue representante de Márquez ante el gobierno de Flores para el estudio de estas delimitaciones, lanzaba gemebundos suspiros y parecía caer en la cuenta de que los gobiernos absolutos reportaban más bienes morales que aquellos colmados del fragilísimo poder de las Constituciones republicanas y liberales. Así era. Aquellos desgraciados pueblos que nada sabían de sus principios, como Pasto y Túquerres se agregaron al Ecuador mediante pronunciamientos y decretos estúpidos. Decía don Rufino desesperado: Yo había prestado mi débil apoyo a la administración del 4 de marzo, porque creía entonces sostener con lealtad y sin bajeza estos débiles gobiernos de América contra un espíritu democrático malentendido y peor aplicado, contra las pretensiones exageradas de los militares orgullosos, y • 330 •

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en fin, contra la ignorancia, la haraganería y los hábitos viciosos de las masas, que son de ordinario juguete de los facciosos y de los intrigantes.291.

En medio de este especioso caos, cuando los “liberales auténticos” de Bogotá eran partidarios declarados de los facciosos Noguera y España, los cuales creían comandados por Obando, don José Manuel Restrepo sostiene, que los santanderistas no sólo eran conspiradores declarados sino que aspiraban a los más elevados títulos en las carreras del crimen, la traición y el pillaje. Hubo incluso opositores al régimen que amparados en el ascendiente que tenían sobre ciertos criados de los Secretarios de Hacienda y Guerra, intentaron instruirlos en el asesinato para que cometieran toda clase de tropelías en estas dependencias. Armaron celadas en las calles contra el presidente de la república y pese a la ardentía que ponían en sus maldades no llegaron a conseguir sus más preciados propósitos. Es interesante observar que las discusiones que despertó en el Congreso este estado de insólita inestabilidad, confirman el carácter atrabiliario de los “liberales auténticos”, que a grito tendido pedían un indulto para Noguera y compañía. El presidente Márquez acorralado como estaba, había concedido amnistía para un grupo de revoltosos en Vélez y en otros lugares del Norte de la república. En febrero la situación se hizo insoportable. En Vélez los “liberales auténticos” luchaban abiertamente, a favor o en contra, de la Constitución; Santander que era un hombre al que le “sobraba mundo”, asumía la posición del silencio frente al erizado horizonte de las bayonetas. Como sentíase muy mal, y no percibía posibilidades de recuperación, muchos esperaban que este estado le llevara a procurar un llamado al entendimiento nacional, a la unidad, a la paz, pues su voz era garantía para contener las furiosas arremetidas y peticiones de sus partidarios. Pero nada. “Un silencio sepulcral había en sus labios”; fue inflexible en mantener una actitud de severa oposición al régimen de Márquez. El 11 de marzo, el Supremo fue remitido a Pasto para seguirle la causa; entonces como si estuviese así acordado, Noguera hostigó con más bríos a las fuerzas que cumplían las funciones de vigilar al detenido. Se acercó de modo belicoso a las afueras de la ciudad. Obando con esquelitas se comunicaba con él al tiempo que imponía condiciones a los jueces de la causa; pidió que se le juzgara de acuerdo con las leyes militares del año 30, época en que los militares disfrutaban del fuero de guerra en todos los delitos. Esta petición le fue concedida. En abril, don José María escribe a su mujer que “Mascachochas”292 (a quien supone en Popayán) va dañando lo que Herrán trata de componer. 291 Ángel y Rufino José, vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, Clásicos Colombianos, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1954, tomo II, pág. 1107. 292 Tomás Cipriano de Mosquera, Memorias sobre la vida del Libertado Simón Bolívar; Nueva York, Impreta de S.W. Benedict. 1953.

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Le grita en sus misivas: “-¡A mí se me asesina impunemente!” Le suplica que le avise cómo va su parto y que no olvide a su fiel constante chino: “Ya han visto frustradas las calumnias con que me creían perdido. Dios defiende la inocencia, y a mí no me abandona: por el contrario mientras más se arman contra mí, más manifiesta es su protección... He batido perentoriamente todos los cargos, y esta será la última derrota que doy a mis enemigos capitaneados por el imbécil de Márquez... Búrlate de todo...” Lo insólito es que Obando le escribe a Domingo Ciprián Cuenca, el 27 de abril de 1840, una carta en la que le dice: “Están evacuando mis citas, pues no me contento con probar que yo no he sido autor de tal crimen, sino que no lo he podido ser... La moderación irá acompañada de fiereza republicana...”293. Venirle a decir esto precisamente al que escribió en 1830: “Puede que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar”. En el Socorro el gobierno de Márquez había recibido un duro golpe: las fuerzas militares del gobierno fueron arrolladas y se temió una insurgencia generalizada que llegaría a la capital. Como en los tiempos de la Independencia corrieron los pocos jefes militares a guarecerse bajo las andas de los santos, para que detrás de ellos marchara el devoto pueblo. Veamos lo que a este respecto dice el hombre a quien le importaba un pito tomar como estandarte de sus luchas los pendones de Fernando VII, y los paganos trofeos (ídolos viudos del pueblo de Pasto): El arzobispo Mosquera, hermano del famoso asesino, viendo entonces perdida la causa de su casa, recurrió a una medida que prueba a un tiempo su talento y su impiedad. Sacó en andas la imagen de Jesús, en procesión; llamó herejes a los vencedores que se esperaban, y enemigos de Dios a los que no los resistían, empleando la máxima de que “el que no es conmigo, está contra mí”; autorizó al clero para derramar la sangre de los herejes; hizo tomar a cada uno de los sacerdotes un fusil, y formó un cuerpo a cuya cabeza estaba la imagen de Dios mismo; salió él en persona a predicar al populacho por las calles, presentándole los infiernos abiertos a sus pies por su indiferencia cuando peligraba la causa divina, y porque permitía que el santo sacerdocio tuviese que empuñar las armas para sostener el orden, la religión, la causa del cielo; y de este modo tan extraordinario como impío, puso en manos voluntarias ese día el crecido número de fusiles existente, reclutó un ejército formidable, y con él fue rechazada la pequeña fuerza socorreña que imprudentemente se había adelantado, con pérdida de los unos y de los otros. Dio en tierra con el crédito de su piedad, pero salvó en un día la causa de su familia; probó que para él la religión santa de Jesús no es más que uno de tantos instrumentos de que el hombre puede servirse hábilmente para vengarse de sus enemigos, pero dejó asegurado el reinado sangriento de su familia; descubrió que era fariseo, pero logró la impunidad de los suyos; reveló que era incrédulo, pero mostró que tenía 293 José María Íntimo, pág. 83.

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genio y talentos para engañar la piedad sencilla; perdió la reputación de verdadero creyente, pero ganó la satisfacción de sus pasiones; perdió el derecho de predicar la verdad divina, pero venció.294.

Así fue siempre el modo de hacer política en la Nueva Granada: los métodos reprochables por inmorales que un bando utilizaba, si el otro echaba mano de ellos, se pegaban el grito en el cielo. Cuando el presidente Márquez intentó aplicar en su administración algunos procedimientos que pudieran tildarse de sectarios (muchos más suaves que los que Santander ejecutó mientras gobernaba), se despertó tal ira y violencia en el bando “auténticamente liberal” que acabó por desembocar en una virulenta y aberrante guerra civil. La última carcajada antes del total descalabro es cuando el Supremo se entera de que Eusebio Borrero ha sido postulado candidato a la Presidencia de la República. Exclama: “- ¡Hasta dónde hemos llegado!”. Se da una palmada en la pierna, pide un escribiente y dicta unas líneas para su amado Santander (que nunca las leerá): “- Dígame cuál es el candidato de su preferencia para yo trabajar hasta con la pepita del alma”.

Resurrección en Berruecos Abandonadlo a la maldición que lo persigue o arrojadlo a la corriente del Guáitara. Proclama de Bolívar refiriéndose a Obando, 26/1/1829

Los principales protagonistas en el asesinato de Sucre, todavía vivían tranquilamente en el año de 1839; algunos en Neiva, otros en Popayán, Pasto y Bogotá. Tanto procurar echar por tierra varias arrobas de papeles que inculpaban a Obando y a López, tantas leyes especiales y decretos de olvidos emitidos para ocultar tan feo crimen, que casi nadie se molestaba ya, siquiera en pensar que algún día pudieran encontrarse los indicios definitivos para comprobar la total participación de los que habían sido señalados como culpables. Pero había ramificaciones especiosas en muchos ángulos del escabroso plan ejecutado aquel 4 de junio de 1830. Juan Gregorio Sarria, Antonio Mariano Álvarez, José Erazo, Apolinar Morillo, personajes muy estrechamente ligados a las miras de Obando y López en las cercanías del derrocamiento de los “usurpadores” Bolívar y Urdaneta, prestaban importantes servicios a la República; eran considerados hombres respetables y estaban sanamente integrados a la sociedad. 294 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 249.

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El gobierno de Márquez (un civil), que milagrosamente se mantenía en el poder, sufría la prueba de un levantamiento general de los liberales a lo largo y ancho de todo el país. El resto de los países libertados por Bolívar sufrían las mismas pestes morales: En Venezuela se esperaba el rugido de trompeta de algún demonio antipaecista para aupar a la muerte; Ecuador seguía bajo la bota de Flores; el Perú dominada por el tirano Gamarra, y Bolivia idiotizada por los errores de Santa Cruz. Bolívar entonces sentíase más muerto que nunca. El sentido de conveniencia de algunos granadinos los impulsaba a desconocer totalmente la obra del Libertador. La cadena de denuestos ha continuado hasta el presente, pasando por Ricardo Palma y llegando hasta don Germán Arciniegas quien sostuvo que Bolívar era sólo un mito de papel. Como es bien sabido, en Pasto se prendió la mecha subversiva que amenazó con echar por tierra el gobierno de José Ignacio Márquez. Pero entonces, haciendo honor a la verdad, la reputación de Santander estaba muy baja y sin esperanza de salir bien parado de sus descalabros. La revolución que se levantó en Pasto por motivos nada claros, pues estos incendios estallaban de pronto como los volcanes, rápidamente fue usufructuada para favorecer la causa liberal, que entonces estaba muy estropeada. El máximo representante de esta causa, Santander, encontrábase horriblemente solo; casi todos sus antiguos partidarios que tanto esperaron de él y que fervorosamente le recibieron cuando regresó del exilio, desilusionados por su conducta le habían retirado toda clase de apoyo. Cuando concluyó su periodo presidencial, en el Congreso apenas una exigua minoría, en lugar de la imponente y aplastante que tuvo al principio, lo secundaba en sus decisiones295. Los santanderistas jugaron una posición voluble y confusa, que a las claras contribuía al incendio del país. Al mismo tiempo que ardían las pasiones más absurdas, producto de la estridente escuela que estaban instaurando los “perros rabiosos” del liberalismo sensual, unos cólicos que padecía Santander se le convertían en brasas delirantes. Los periodicuchos que se producían entonces, ya fueran “liberales auténticos” como “ministeriales o “serviles” parecían despedir parte de esa bilis negra y amarga que devoraba al eminente cucuteño y que como lava enervante corría por calles y plazas. Descubría el Hombre de las Leyes, que su popularidad se encontraba en el subsuelo. Su palabra no era escuchada con el respeto debido; sus artículos y los arreglos históricos que en Europa y en Estados Unidos había escrito procurando desconceptuar a quienes lo catalogaban de inepto y cobarde, de vengativo y cruel, de ladrón e hipócrita, de poco habían servido. Descubría muy tarde que don Jeremías Bentham no le había dado la sabiduría necesaria para utilizar a todo el mundo en su favor. Que era hábil y astuto pero no lo suficiente como para alucinar por siempre a la opinión pública. Fatalmente, su brazo no podía llegar a todas partes. No tenía 295 Augusto Le Moyne, Ibíd., pág. 293.

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amigos. Había terminado casándose con una mujer seca y sobria sólo para guardar las apariencias. Las apariencias que fueron su fuerte. El Testamento era lo último a lo que podía acudir para hablar al porvenir, lo cual quiso también llenar de apariencias. ¡Qué ingratitud más espesa por todas partes! ¡Sólo Dios podía salvarlo!; ese Dios al que él en su loca y descarriada juventud tantas veces negó y apostrofó con terribles acciones. Sólo el arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera, armado de la Virgen de los Dolores y la Virgen de Chiquinquirá, la que había cargado en los años primeros de la revolución, podía sacarlo del inmenso laberinto espantoso que lo devoraba. Doña Pilar Moreno de Ángel anota: “Las relaciones entre los progresistas liberales encabezados por Santander y los ministeriales que apoyaban el gobierno eran marcadamente conflictivas”. Ministeriales significaba en el lenguaje santanderista, el grupo de muertos de hambre que querían cogerse para sí los cargos del gobierno. Santander pedía para los alzados en Pasto (encabezados por Noguera), amnistía total; olvido. La misma clase de Olvido Legal que el Congreso de 1832 dictó para con los asesinos de Berruecos296. Y todo el mundo recordará, todo el mundo menos doña Pilar, que el 2 de marzo de 1832, cuando el Congreso de la Nueva Granada se reunió para considerar un decreto de amnistía, en un estado de hondo dolor, para con los comprometidos en la famosa “conspiración” del general Sardá, Santander se opuso por todos los medios de que disponía. Preguntaba el diputado Manuel María Mallarino: “¿cuál será el resultado de esta conducta falta de tono que a cada paso que se conspire, el Ejecutivo mandará un indulto, y tendremos que convenir en que entonces más peligros y riesgos correrá el ladrón que se robe un pollo que el jefe de una conjuración?”. Y agrega: Habiendo sido indultados los insurrectos de Pasto y Vélez, no queda ya sino Noguera solo, a quien no se le haya impartido esta gracia dada por nuestra desventura tan pródigamente. ¿Y la República le irá a conceder a Noguera, al defensor jurado de Fernando VII, que ignora lo que es Congreso, y no sabe ni quiere más que defender a Fernando? ¿Le irá a ofrecer la Nación, degradándose con tal paso, a un hombre que está cubierto de crímenes, que asalta en los caminos, y que roba y asesina? Si sobre este hombre solo va a recaer el indulto, tampoco será medio de terminar la guerra, pues él, 296 Pero la gratitud que Santander y su partido sentían por Obando no tenía límites. Y volverían tiempos mejores. Cuando el Hombre de las Leyes ya esté descansando en el Campo Santo, cuando el fuego de la espantosa guerra civil que condujo al ostracismo del Jackson Granadino esté apagado y cuando éste vuelva colmado de laureles (como suele ocurrir con casi todos los eminentes perseguidos por más criminales que hayan sido los delitos cometidos contra la patria), en su tierra se organizará, por el partido liberal, un acto grandioso para hacerle entrega de la espada de Boyacá. Será el año de 1849 y los santanderistas estarán de nuevo en el poder. Será siempre un misterio, el que el Hombre de las Leyes, cuando más estaba llamado (como en su momento el Libertador) a pedir unión y calma a los partidos, con su atroz silencio y su decidido apoyo no sólo a Obando sino también a los revoltosos de Pasto con Noguera a la cabeza, actuó como Luis XV: "después de mí el diluvio".

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no lo aceptará. Balas o distancia es el remedio para tal hombre, y sólo la distancia o las balas el recurso que con él queda; debiéndose únicamente de procurar destruirlo. Por este motivo y creyendo que el indulto es nugatorio... Estuve en contra del que se concedía a las facciones de 1833, que fueron justísimamente fusilados.

La historia de nuestros países parece un vulgar juego de lotería. Claro, con algunas reglas difíciles de discernir. A falta de nobleza queda el verbo enredador que pretende dar algún matiz de valentía y no sé qué de sublimidad a las locuras más espantosas. Santander pese a sus males seguía erguido como el mago máximo de su tierra. Se hundía la república en el horror de una guerra atroz y sus labios permanecían inmutables. Su figura se me ocurre en este punto de nuestro trabajo, como la de cierto cura chileno, considerado un santo en su aldea; cansado este sacerdote de ser adorado, decidió violar una niña; pues bien, su abominable delito contribuyó todavía más a delinear su impoluta santidad y cuanto contra él se dijo por su violación fue considerado, por la mayoría, como calumnia y apostasía. “Defectos hay - dice Rufino José Cuervo - que se disimulan bien con un cargo... - y refiriéndose a Santander -: la dureza y el entremetimiento aparecen como energía y celo”297. No se puede considerar a don Rufino enemigo de Santander, quien estampó lo siguiente: “acabando Santander de salir de su presidencia y sin tener cargo alguno público, asistía diariamente al local del Congreso para conferenciar con los diputados amigos y sugerirles proyectos y medios de entorpecer y hostilizar al gobierno, y no se retiraba hasta haber estimulado con su presencia las discusiones”. El Hombre de las Leyes salía de aquellas ardientes sesiones, donde se discutía este alzamiento, profundamente fatigado y desconsolado. Pese a cuanto había hecho por su patria, casi nadie le creía, casi nadie le escuchaba. Bien estaba que esta actitud de mortal odio se hubiere desatado contra Bolívar; contra el insigne caraqueño estaba justificada y lo merecía por haber herido de muerte a la Constitución en 1827 y por haber pretendido desconocer, en sus últimos años, los principios liberales por los que tanto se había luchado; pero que ahora a él, el Organizador de la Victoria, el Invicto Defensor de las Leyes, el más respetado y conocido por los eminentes legisladores de Estados Unidos y Francia; ¿a qué se debía tanto desdén, tanto desconocimiento, ofensas, ingratitudes y, sobre todo, tanta criminal indiferencia? ¡Ah! ¡malditos pueblos envidiosos! La envidia lo corroe todo entre nosotros. La envidia que parece tan vital como la sangre en estos simios hegemónicos... En cuanto salía del Congreso, como podía, casi siempre ayudado por algunos correligionarios, a paso lento, se dirigía a su casa donde la paz de su mujer hacendosa, le daba el calor vital para aceptar y comprender al 297 Ibíd., pág. 1954.

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mundo. Entonces, su estado de salud, le impedía como en otros tiempos, escribir feroces respuestas contra sus enemigos. Ese no era el estilo para sus años; estaba viejo, más que viejo enfermo, deteriorado o apolillado en lo más sensible de su alma. Miraba a su alrededor como queriendo reconstruir los pedazos de su existencia equivocada. Quedábase con la boca abierta, los ojos fijos, y así, un desordenado y corto sueño lo dominaba. Despertábase aterido por la necesidad de comprender su pasado, y solicitaba algún calmante; otra vez sereno pedía a su secretario (siempre tenía algún secretario en estas horas de la tarde), que le pasara los últimos retoques hechos a su Testamento. ¡Dios mío!, si pudiera rehacer mis Memorias, reescribir la historia de esta absurda vida... Un fastidio momentáneo le hacía ver de repente que su propio Testamento, el último panfleto de su vida; no clarificaría nada. Los testamentos no los leen sino los herederos que esperan algo... aunque es la patria quien heredará mis testimonios, mis largas jornadas en beneficio del pensamiento americano, de la fundación de este país... con respiración jadeante, atenazado su cuerpo de insoportables dolores, dictaba: Declaro solemnemente que ni he tenido ni tengo actualmente compañía o sociedad de ninguna especie con las personas que han obtenido privilegios exclusivos en Colombia y Nueva Granada, ni he sido miembro, ni socio, de ninguna clase de asociaciones de minas, colonización o cosa semejante, ni he tenido sociedad mercantil, ni he negociado con vales de la deuda interior y exterior de Colombia, pues me he limitado a vivir de mis sueldos y a mejorar mis propiedades con las economías que de ellos hiciera, manejándome en todo lo demás y en las materias expresadas con la dignidad propia de mis empleos y con el honor correspondiente a mis principios y la reputación que he procurado adquirir. Mis enemigos me han ultrajado en este particular, por ultrajar en mi persona la hermosa causa que constantemente he defendido contra la ambición y la aristocracia. Yo los perdono sinceramente.

Dormía muy mal; se levantaba, ajada la cara y sin apetito; con ayuda de dos amigos caminaba como podía hasta el lugar donde funcionaba la cámara. A veces alguna voz impertinente susurraba, que Noguera era otro Jackson Granadino en una vuelta de tuerca más en el rumbo azaroso y penoso de aquella democracia. Pero eran gajes del oficio, escuchar sandeces y vulgaridades en contra suya. Ocupaba su curul con gran esfuerzo; paseaba su mirada triste y aporreada por los diferentes miembros que a veces ni se le acercaban para saludarlo. Suspiraba, mandaba a pedir un bebedizo de pronto alivio, sin panela, que sorbía lentamente mientras hacía esfuerzos indecibles por contener imágenes de pena y contrariedad. Escuchaba los candentes discursos que como espinas infernales se clavaban en su hígado, y le revolvían el estómago provocándole ansias y mareos. Tosía, se excusaba para retirarse un momento, pálido como un moribundo, rechazando las • 337 •

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sugerencias de sus amigos que le pedían guardara cama por unos días. Luego de expulsar cuanto podía, deambulaba por las habitaciones como un fantasma, recorriendo con su mente el vórtice de su existencia pasada, desintegrada en mil pedazos: “El Hombre de la Dificultades, el de las malditas correrías, el Usurpador Urdaneta, Montilla, mi antiguo amigo; Sucre, el bobo; el maricón de Sucre; Páez, que buen canalla; Obando, Cuenca, Castillo el hijo de p... de Córdova, el botarate sin instrucción que era fiel al despótico gobierno. López, petulante y atrevido: un verdadero delirio... Caicedo, maldito imbécil...; Nicolasa, la mucama de los “liberales”; Los Mosqueras,... Sardá, Rangel, Infante, Bujanda, Barreiro, Perucho, Manuela, Anzoátegui, Madrid, Márquez, Uribe el loco; el loco Uribe...”. Volvía pesadamente a su asiento. Pedía la palabra, al escuchar que se le vituperaba: ¡Ay!, que estremecimiento en la sangre, qué temblor en los nervios; se sofocaba. La debilidad era tremenda, a veces lo mareaban los pensamientos, y a través de la franja amarilla de la bilis que velaba su mirada, repasaba el artículo décimo de su testamento, que desde hacía algunos días trataba de armar: ...declaro también del modo más solemne que en el ejercicio de la Suprema Magistratura no ha estado en mis principios perseguir a nadie. Si he hecho ejecutar la pena de muerte en algunos conspiradores, ha sido porque lo creí un deber indispensable en bien de la estabilidad del país, víctima por largo tiempo de conspiraciones criminales cuya impunidad había desterrado la confianza pública y minado la estabilidad del Gobierno constitucional; me queda el consuelo de que los reos ejecutados fueron juzgados y sentenciados por Tribunales ordinarios, con todas las fórmulas protectoras del acusado y por leyes preexistentes al delito, expedidas por la autoridad legítimamente legislativa...

La algarabía de los atroces insultos que iban de una a otra bancada, el ruido de las lenguas desatadas mezcladas a la música de la pólvora, de los cañones. El presidente de la Cámara que exige silencio; unos bostezan, otros peen, otros conversan a través de las ventanas que dan a la calle. El ruido simiesco de algunos petimetres con aires de procónsules llenando los estrados para el público. Esperan que el temible Hombre de las Leyes tome la palabra. Aquellas estridencias le tenían harto. Él, lo que necesitaba era alguien que supiera defenderlo. Observaba que sus enemigos estaban adquiriendo una capacidad de ataque insospechado. Iba a tener él que tomar el pesado encargo de defenderse, porque ninguno de los que se decían “liberales’ sabía hacerlo. La Nueva Granada se derrumbaba...

No pensaba aburrirles el Hombre de las Leyes y expresó de manera pausada su posición, de este modo:

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Yo soy de la oposición; pero no faccioso como se ha dicho por los que me han querido denigrar. Yo he hecho una oposición siempre racional y de conformidad con los principios republicanos; y sin embargo la calumnia de mis enemigos dispuesta a tiznarme (aunque en vano porque mis hechos les contestan) se ha adelantado a suponerme instigador de disturbios. ¡No señor! Jamás he sido traidor a los principios que abracé desde que emprendí mi carrera pública: el Libertador Bolívar, sin embargo del grande aprecio de que él hice y de los vínculos de amistad que nos unieron, jamás pudo obtener que yo faltase a mis promesas. De aquí nacieron mis persecuciones ¿y qué recompensas no habría yo tenido a su lado? Y si la amistad de aquel hombre, por quien tenía yo veneración, no me arrastró ¿puede suponerse que hombre alguno me desvíe del camino del honor y del deber? ¡Imputación vulgar; injuria gratuita, despreciable! El indulto que deseo para estos descarriados granadinos sólo me lo dicta la conveniencia pública. ¡Desengáñese la Nueva Granada! Mientras Santander exista jamás será traidor, porque identificado con los intereses nacionales, porque cabiéndole una parte en la creación de los derechos de que hoy goza el pueblo, está pronto a defenderlos, y porque juzga que para conservarlos hoy se necesita amnistía, ¡olvido eterno!

Quedó profundamente debilitado. Se sostuvo como pudo y miró alrededor; percibía el espeso silencio de los que pensaban responderle, y revolvían sus papeles tomando nota; se echó en su haciendo, cerrando un poco los ojos. Siguieron otros en la palabra, por ejemplo Florentino González, de la bancada santanderista. Los liberales persistían en que se indultara al grupo de facinerosos, al monstruo Noguera. El “liberal auténtico” Florentino González con lógica benthamista sostenía que el caso de Noguera era distinto a los del complot del año de 1833, puesto que la facción de Noguera era numerosa, y sus comprometidos no estaban presos, por lo cual no podía ser fusilado como sí ocurrió con los comprometidos en el golpe que preparó Sardá y su pandilla, “éstos están con las armas en la mano; son en número de mil; entre ellos hay muchos inocentes”. Santander quiso aplaudir a González, y sonrió con algo parecido a una mueca. Entonces cambió de posición y miró hacia donde se hallaba el viejo Azuero quien redactaba una fulminante filípica, pero Santander estaba asqueado de la retórica de don Vicente. Era otro maldito cascarrabias que creía que las verdades entraban con gritos y espasmos. Estaba fastidiado de este incómodo compañero cuyos consejos le habían traído más amarguras que satisfacciones. Pensó que no soportaría su voz estridente y desafiante, el borbotear de su verbo tritonante porque ahora envejecido, descubiertos sus vicios y ambiciones ni siquiera le hacían caso. Con aire de dignidad se pasó el pañuelo por la frente y lo retuvo largo rato sobre los párpados. Entonces los diputados se preocupaban sobremanera por la lógica. A ellos no les importaba resolver los problemas sino el asunto conceptual del • 339 •

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lenguaje. Era el vicio de las ideas que míster Bentham y compañía habían difundido por Europa. Si las ideas eran fascinantes, bellas y bien conformadas, podían tener, en sí mismas, la capacidad de hacer prodigios. Todo era asunto de una bella frase, de una preciosa e ingeniosa composición satírica. El raciocinio feroz, la sutileza aguda y punzante, la formulación de las proposiciones y las premisas, la armazón del protocolo solipsístico, la metodología sintáctica y teorética de los significados cognoscitivos era cuanto procuraban realzar cada uno de los “liberales auténticos” participantes en aquel ruedo. El diputado Lino de Pombo tomó la palabra; los dardos de don Lino eran certeros y apabullantes; aseguró que la revoluciones en su país iban a hacerse frecuentes e inextinguibles; que se iban a considerar como medios para satisfacer las ambiciones lucrativas de quienes vivían apostando al caos nacional. Esta clase de actividades de los congresistas, sugería Pombo, sostendría a los elementos propiciadores de la anarquía nacional con el fin de sacar provecho personal de las perturbaciones. Pues un país alimentado constantemente de escándalos y amenazas sediciosas no puede ocuparse de hacer justicia; prospera en él la impunidad, la estafa permanente de sus recursos, el desdoro público, el relajo administrativo y cuanto propende a dar fuerza a los negocios ilegales. Pero si además, cada vez que un grupo de delincuentes quiera rebelarse contra la república por cualquier capricho, siempre encontrará una buena representación de diputados que le defienda, no un espíritu de rotundo rechazo a esas miserables prácticas (del más despreciable terrorismo); si con este espíritu de debilidad inmensa se discute con el único ánimo de refrendar indultos y declarar amnistías para forajidos, grandes son las probabilidades de que la nación viva en perpetua agitación política y que los hombres honrados tengan que emigrar... Si los rebeldes por esta vía triunfaban, otros más feroces, buscarían la oportunidad de satisfacer sus deseos, que no eran sino los de apoderarse del mando, del tesoro público o ejecutar ruines venganzas; todos a la espera de un indulto generoso, que ponga en resguardo cuanto ha logrado de sus tropelías, de la rapiña de sus actos. Hombres habrá, también que, en concepto de Pombo, sin razón política alguna, se lancen en una revolución sólo por ganar un nombre (cosa que también acabó por prosperar en nuestro medio) que su mérito no les diera, sabiendo que hay una mayoría en el Congreso que abogue por ellos. Santander se emocionó mucho al escuchar estas palabras, pero don Lino fue más terrible todavía: No es más que una apariencia, una invención con que se pretende lisonjear y favorecer las ideas de partido, así como se inventaron las palabras de progreso, federación, emancipación religiosa, y otras de esta calaña, con la mira única de dar colorido lisonjero a ciertas ideas o pretensiones y ganar prosélitos. • 340 •

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El corazón del Organizador de la Victoria, el maestro y padre de los “liberales auténticos” sintióse abrumado, atenazado por la ingratitud; como una ráfaga, ardientes impresiones pasaron por su mente; los desvelos siendo vicepresidente de la República; no podía imaginar cómo un hombre como él, Libertador de la Nueva Granada, el que humilló al Tirano Bolívar y por cuyo enorme influjo se hicieron realidad las utópicas manías de míster Bentham, las bases de la sólida democracia granadina; ¿cómo podía ultrajársele tan despiadadamente, sin que la propia nación retrogradara a los días infernales de Morillo? Tal cosa no podía ser sino efecto del mal ejemplo dejado por Bolívar, y él pagaba los platos rotos, siendo señalado como el jefe y protector de una tenebrosa conspiración, de una rebelión que se empeñaba en derrocar al gobierno. Pero la Nueva Granada estaba inclinada al desastre por los malos ejemplos dejados por el Dictador. Con hondo desprecio cerró sus párpados; llevóse su mano a la cara, y dirigió su mirada hacia una tenue luz que llegaba de la calle. Como Pombo no podía aceptar que se pidiera con tanta insistencia un indulto, una amnistía para un bellaco como el negro Juan Andrés Noguera, se preguntó: ¿Quién es Noguera, cuál es su causa, cuáles son sus principios para que pueda merecer el que la legislatura lo contemple y se ocupe de impartirle un acto solemne de su clemencia? ... Si pues el indulto ha de ser sólo para Noguera, debo declarar, que con mi voto no se le indultará, porque ese cabecilla no sólo es reo del crimen, y de los asesinatos y robos cometidos en el último año, sino más de cien muertes ejecutadas a sangre fría antes de esta rebelión, de infinidad de robos, y de toda clase de maldades, pues está habituado al crimen como yo lo estoy a ser hombre de bien, y ni con indultos, ni de otro modo se logrará que deje de ser un facineroso insigne. No señor, las opiniones o los hechos de Andrés Noguera no representan nada en política: representarán solamente cierto número de garrotes, lanzas y fusiles, así como un tigre sólo representa su fuerza y su ferocidad, y sólo como a tigre puede tratarse a Noguera, que vive como tal separado de la sociedad y alimentándose de sangre... Del seno de la llamada oposición han salido todos los caudillos, todos los promovedores activos de las rebeliones que deploramos. Hay que reconocer además, Señor Presidente, que ese partido que solicita amnistía en su favor no está dispuesto a concederla jamás al partido contrario: ese partido nunca nos perdonará, nunca perdonará a la nación, que se le haya arrebatado el poder de las manos, nunca transigirán con nosotros, el día en que triunfen, nos ahorcan; y aunque yo estoy y siempre he estado por medidas de paz y de humanidad, no estoy porque se les aliente con la idea de la impunidad absoluta. Ese partido se ha creído de mucho tiempo atrás el poseedor exclusivo del saber, del patriotismo, de las virtudes, de los precedentes, y nos ha considerado a nosotros, a los • 341 •

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que sostenemos el gobierno, como el receptáculo y la piscina de todo lo malo, como bolivianos, como retrógrados, serviles, venales, malvados en fin: así por lo menos han estado pregonándolo, y lo pregonan los que en ese partido llevan la pluma y aun la voz;... Es verdad, que no fui de los que comieron carne sin sal en Casanare en 1819, pero la comí muy salada de burro, en el punto avanzado de la Popa en Cartagena en 1815. Es verdad que no me encerraron en los castillos de Bocachica en 1828; pero estuve encerrado en 1816 en el de San Jerónimo de Portobelo y en el de San Felipe de Cartagena. Repito que nos ahorcan el día en que logren triunfar,...Nótese, por las representaciones mismas que ayer se han leído aquí, la arrogancia y el deseo de venganza que manifiestan: solicitan para ellos perdón y olvido, y acusaciones, castigo ejemplar para el presidente de la república, para los miembros y los amigos de la administración: si así se expresan al reclamar indulgencia, ¿cómo obrarán de haberla obtenido?

¿Hizo bien la Providencia, salvando del patíbulo a Santander en 1828? Si Lino de Pombo, que trató bastante a Santander y a sus íntimos liberales, clamaba, suplicaba porque se fuera firme con estos señores porque de otro modo ellos, los aliados de gobierno de Márquez serían degollados; si con tanta furia exigía esta reacción contra la rebelión de Pasto, entonces, ¿dónde queda esa categoría de hombre amante del orden constitucional y republicano que sostienen algunos haber sido Santander? El Hombre de las Leyes exhalaba gemebundos suspiros. Observó que tomaba la palabra el distinguido granadino Joaquín Acosta, hombre de una gran probidad y cultura, compañero de viaje en Europa, consuelo de su alma abatida durante su terrible destierro; Joaquín Acosta dirigió su mirada hacia Santander y en un lacónico discurso298 sostuvo que se oponía decididamente a la absolución de los que habían cometido delito de rebelión. Santander lo miraba con su cara congestionada, de muchacho compungido y castigado, como si estuviera en el limbo; sopesaba cada frase rebatiéndola interiormente con una furia y una desazón que parecía arrancarle el poco aliento que le quedaba. Su más grande dolor era la lucha interior: un deseo de rectificar y una necesidad de seguir siendo el mismo, pues su carga estaba hecha con la fuerza de la sobrevivencia. Don Joaquín dijo serenamente que le parecía del todo improcedente que después de haberse debatido por tanto tiempo la aprobación de un Código para castigar delitos como los que se estaban produciendo en Pasto se pretendiera invocar al indulto. “Además...”, la voz serena de don Joaquín pareció aterrorizar los nervios esmorecidos del Hombre de las Leyes; sostuvo Acosta que durante el gobierno del general Santander, cuando éste era el jefe del ejecutivo, no había ni siquiera la posibilidad de perdonar, otorgando indulto, a quienes conspiran y que por lo tanto, esa solución jurídica carecía ahora de validez. 298 Lástima que ahora fuera "miembro prominente", según doña Pilar Moreno de Ángel, de la fracción ministerial.

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La estocada fue fulminante. Santander bajó la mirada; un abismo interior le llenó de sombras. Su amigo, su gran amigo de tantos años tampoco creía en su palabra; ¿qué quedaba de aquel hermoso partido que lo recibió como a un Paine, como a un Benjamín Franklin?, ¿qué era de todo aquello?... Uno se pregunta, a tantos años de aquel drama: ¿qué había pasado para que Santander adquiriera una posición tan poco respetable, que se le atacara estando tan mal físicamente, con inclemencia, sin consideración alguna para los preeminentes cargos que había detentado? ¿Cómo era que había caído tan bajo, tan aborrecido por sus más queridos camaradas como Arrubla, por ejemplo? Es cierto que Bolívar fue prácticamente echado de Bogotá, que era un “déspota”, un “tirano” que había maltratado a todo el mundo; el eximio desterrado, el insigne Hombre de las Leyes que había ganado pulcramente las elecciones para la presidencia y ocupaba una curul en el Congreso y era el fundador nato del republicanismo granadino, y quien además había tenido la grandiosa ocasión de demostrar que los colombianos sí sabían gobernarse sin Bolívar; ¿qué le estaba pasando para que distinguidos personajes de la categoría de Joaquín Acosta lo arrinconaran y lo torturaran con inculpaciones tan horribles de sedicioso, hipócrita y cuyos efectos morales lo estaban situando al borde de la muerte? Claro, aquella gente no actuaba, como pretendía sostener doña Pilar Moreno de Ángel por efecto del fanatismo de partido, porque era su propia gente, los granadinos, liberales de uña y carne, quienes le lanzaban duras acusaciones. Al compañero que se acercó para tomarlo del brazo y llevarlo a casa le lanzó una sonrisa helada. Se volvió sin decir una palabra a Acosta, y como pudo se abrió paso a través de las hileras de sillas, recordando a cada instante, si de veras con la muerte terminarían sus temores y pesares. Por la calle deteníase a descansar, pesada la cabeza, seguido de tres o cuatro fervorosos amigos. Nadie decía una palabra, aunque todos parecían pensar en lo mismo. Lo que estaba molestando sobremanera a Santander era ese cúmulo de papeles que estaban inundando su casa; papeles que le llevaba todo el mundo, diarios, libros, recortes, documentos, libelos. Eso le producía asco. Sin embargo, no podía prescindir de ellos. En cuanto entró a casa pidió que lo dejaran solo. Por la tardecita, entregado al rumor de una fuente cercana, al canto de algunos pájaros que buscaban sus nidos, dedicóse, con gran molestia a enumerar algunos de sus bienes. Pronto oscureció y un intenso aburrimiento le hizo abandonar el escritorio. Caminó fatigado hasta la cama y pidió a su mujer le llevara el Crucifijo. Un pálpito de luces en su mente le hablaba del fin... mezcla de ansias y mareos; sopor de vómito recrudecido por los recuerdos que le llegaban de cada una de las figuras de sus antiguos y brillantes colegas: un mar de encontrados sentimientos, porque sin fuerza no es posible cambiar. ¿Cómo había llegado a tan lamentable estado sin haber podido ser lo que siempre había querido ser? Sin fuerza no es posible cambio alguno... • 343 •

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Al día siguiente retocó varios artículos de su testamento; en uno de ellos anotó: Hay otras deudas en mi favor que no quiero que se cobren, pero que las consigno aquí para probar que he estado pronto a servir a los amigos con mi dinero y que no he tenido la avaricia que mis enemigos me han supuesto. Pertenecen a esta deuda dos mil pesos que le presté en doblones en 1827 al desgraciado General José Padilla... Quinientos doce pesos que igualmente le presté al General José María Córdova.

Como padeciera de horribles dolores dejó de revisar el testamento. Suspendida la tarea volvió a su cuarto, el único lugar que le traía algún consuelo. Pidió el relicario de la Virgen de las Mercedes y dijo, como acostumbraba en estos trances: “¡Fiel compañera en mis peregrinaciones y trabajos, no me abandones en el mayor de todos ellos!”. Dormía a ratos y preguntaba entre sobresaltos qué día era, qué hora era. Volvía al mismo letargo, la boca abierta, respiración molestosa y entrecortada. Un insoportable amargor le sobrevenía con frecuencia a la boca, dolor en los riñones, dolor estomacal, dolor en el pecho; estaba hecho un desastre. En medio de la queja dejaba escapar de vez en cuando frases como: “Madre mía”. “Hijos”; “queridos hijos”; “hermanita Josefita”. Miraba hacia los anaqueles donde estaban los libros con los que había decidido quedarse después de una selección muy detenida. Había varios en inglés que contenían discursos de eminentes congresistas norteamericanos, los que más estudiaba. Consultó largo rato en ciertas referencias sobre la vida de Andrew Jackson; recordar a Andrew era ver reflejada su defensa en el poder de Obando; luego, dejando vagar la mente cerró los ojos. La sesión del día sábado 28 de marzo fue más borrascosa todavía. El coronel Eusebio Borrero, Secretario de Interior, pidió la palabra. Al ver a don Eusebio, Santander jamás imaginó lo que le echaría en cara, pues en ocasiones la política tropical tenía la virtud de tomar giros repentinos con ataques desmedidos hacia los hombres más respetables. Santander esperaba que Borrero recapacitara un poco sobre las grandes calumnias inferidas a su persona en su última intervención. Además, debía tener alguna consideración por su estado de salud. No obstante, nada bueno podía esperar de un hombre que al saludarlo había sido extremadamente frío y seco. Entonces tuvo que sacar fuerzas indecibles para mantener su dignidad, respirar profundo y pedir a Dios que le diera la serenidad suficiente para tolerar la andanada de improperios que podrían lanzarle. Eusebio Borrero tomó la palabra. Su voz retumbó estridente por todo el ámbito de la cámara. No había duda que preparaba infernales embestidas contra el Hombre de las Leyes. Dijo: Bajo la administración del doctor Márquez ha habido revoluciones en Vélez, en Timbío y en Pasto, y descontentos en todas las provincias; luego la administración del señor Márquez es responsable de estas revoluciones • 344 •

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y de este descontento. ¡Qué lógica! Apliquémosla a otros hechos. Bajo la administración del general Santander en tiempo de Colombia se sublevó Pasto en diciembre de 1822, y en junio de 1823, y hubo conspiraciones en Tunja y aquí en 1833, y descontentos en todas las provincias; luego la administración del general Santander es responsable de aquellas revoluciones y de aquel descontento. Este es, señor presidente, el abismo adonde conducen los falsos raciocinios, y lo son siempre todos los que forman el espíritu de partido. Yo no encuentro diferencia alguna entre las perturbaciones de 1833, y las de 1840; oficiales, jefe y generales estuvieron entre los primeros; oficiales, jefes y generales han estado entre los segundos; por manera que el general Obando es el Sardá de la administración del señor Márquez; así como Sardá es el Obando de la administración del general Santander. Sin embargo han debido ser fusilados los primeros; salvados y aun aplaudidos los segundos. Por más que me empeño en hallar la rectitud y consecuencia de esta idea, yo no puedo menos que traducirla de este modo. Los perturbadores de 1833 han debido sufrir la pena de muerte porque conspiraron contra la administración del general Santander que era útil y querida de los que opinaron así; los facciosos de 1840 deben ser salvados y aprobados porque han conspirado contra la administración del señor Márquez que es inútil y aborrecida de los que opinan de esta manera. Se dirá, las revoluciones de 1840 han progresado más que las de 1833; verdad es; y la razón es bien obvia; porque aquellas fueron reprimidas con la severidad de la ley y éstas alentadas con indultos. Así que la amnistía que se discute es para mí una sanción de las revoluciones presentes, y un semillero de las futuras, y no quiera Dios que esta sea la intención de los que la sostienen.

Gestas envenenadas Cuando uno sueña el pensamiento toma formas dramáticas. Jorge Luis Borges

Malamente le asentaron a Santander aquellas palabras que muy pronto iban a tornarse más terribles todavía. La sangre envenenada de su cuerpo, los escalofríos producidos por el esfuerzo, el pesado fardo de su memoria de la que oía gritar: Sin fuerzas es imposible rehacer la vida... Un recrudecimiento de la sensibilidad le hundió en el sopor de una pesadilla... Hubo un momento en que le pareció tan inútil responder, siendo que la vida le era tan escasa, siendo que de nada le valía defenderse de seres rabiosamente virulentos... que una sonrisa fugaz de sus labios caídos fue cuanto pudo ofrecer a sus amigos que se le acercaron para expresarle la vergüenza que sentían... Buscaba una salida, apoyado en el brazo de la silla y sujetado el otro brazo en su amigo Florentino González, cuando • 345 •

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escuchó el vozarrón de Borrero que le decía (porque a él iba dirigida aquella descarga): “Se ha aducido el principio de Constant de que los muertos sí hablan; y yo pregunto: ¿Han hablado los 17 que ensangrentaron otros tantos patíbulos en 1833? ¿O el principio es de 1840, y falso entonces cuando estaba más cerca de su origen?”. Salió Santander de aquel laberinto de insultos más descalabrado que en el día anterior. Alzando levemente la mano, sugirió que se apartaran, como queriendo escapar de sí mismo; el aire le faltaba. Recordó a Bolívar, no supo por qué, y su mente hurgó en aquellas intenciones proditorias del antiguo jefe, en 1830, detenido algunos días en Cartagena. Nunca acabó por irse del país, porque la ambición de mando lo había desnaturalizado. Era su táctica, la misma que había puesto en práctica durante las deliberaciones de la Convención en Ocaña. Ahora estos ingenuos o “cobardes”, ignorantes o “serviles”, acabarían por adorar a aquel verdugo y tirano. Acabarían por revivirlo, no obstante que había asesinado a Padilla y a Córdova, que había perturbado para siempre a la Nueva Granada, y que con su ejemplo dio fuerza a los elementos más negativos, a los anticonstitucionalistas, a los perturbadores del orden y de las leyes. Cuando llegó a la puerta, de un murmullo de voces mezcladas con risas escuchó que mencionaban a Florentino, Lleras y Murillo Toro, de los pocos amigos que aún lo defendían. Al primero lo ridiculizaban con el apodo de don Florito, al segundo como Saladas Letrillas y al otro de Opusculero.

Los fantasmas de Barreiro en la sala

El fin de semana lo pasó Santander revisando su testamento, en medio de un hipo persistente. En su cama, acostado, pedía a su secretario le leyera cada uno de los artículos ya retocados. Mientras escuchaba iba sobando un Crucifijo y unas imágenes de Nuestra Señora de los Dolores y de las Mercedes. - Sí, hijo, añade que el señor Gregorio Díaz, sub-arrendatario de la estancia de La Laguna, cerca del puente de Bosa, me debe doscientos cincuenta pesos del rédito o arrendamiento cumplido en octubre del año pasado. Como es regular que lo pague antes de mi

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muerte y que pague también el año que está corriendo, él presentará en todo caso el recibo correspondiente299. Era bien inconveniente el morir cuando alguien nos debe dinero, no porque se sea tacaño, sino por la ruptura del compromiso moral y social en el concepto liberal de la palabra, que se debe crear entre el deudor y el enjambre ciudadano; pues, el dinero prodiga el orden y nos enseña a tejer la urdimbre social de los pueblos, sin la cual ningún sistema político puede funcionar. En tal sentido revisó una lista de deudores que tuvieron la ingratitud de morirse sin pagarle, como el caso de don Antonio Caro el esposo de su amante, Nicolasa; don Antonio le adeudaba cerca de ocho mil pesos procedente de siete mil pesos … que le presté en dinero para pagar sus deudas en esta Tesorería de Bogotá, y el resto por un libramiento girado por el General Rafael Urdaneta en mi favor, en mil ochocientos veintiocho. Los documentos estaban en poder de la señora viuda Nicolasa Ibáñez. Mando que no se cobre esta cantidad, pues debo especiales favores a esta señora durante mis persecuciones en el año de mil ochocientos veintiocho. Lo declaro solamente para que se vea que no he sido avaro... ... para que se reconozca que no he sido indiferente a las necesidades públicas y privadas, y que he ayudado a socorrerlas con la mejor voluntad. Esta publicación ruborizará a aquellos de mis enemigos que han tenido la audacia de negarme la cualidad de beneficio... Al General José María Obando se le presentará, para recuerdo de mi sincera amistad, un sable vaina, de metal amarillo montado en piedras, que me fue regalado por el General Devereux... Al General José Hilario López, como igual recuerdo, una caja de polvos que tiene en mosaico un perro, símbolo de la fidelidad.

El día lunes, 30 de marzo continuó el penoso debate sobre el asunto del indulto que en opinión de Santander y sus amigos debía ya cerrarse. Llegó el Hombre de las Leyes en el último estado físico y moral: la mirada caída, fatigosa la respiración, el paso lento, la tez amarillenta, brillante, con una especie de sudor enfermizo; grandes ojeras, tembloroso el cuerpo al caminar, manchas violáceas en el cuello. Cuando Borrero hizo nuevamente uso de la palabra, creyó perder el equilibrio; se frotó los párpados y por un largo rato estúvose preguntando por qué se sometía a una prueba tan sin sentido. Si su aspecto no producía en aquellos hombres, sus enemigos, la menor piedad, tampoco iban a influir para nada sus palabras. Deseó ardientemente encontrarse en su cuarto, con las imágenes consoladoras de Cristo, de la Virgen de las Mercedes. Por un instante, también, consideró cómo le quedaba poco tiempo para hacer un último esfuerzo por sí mis299 Testamento de Santander. Bien sabido es que Santander entregó cerrado este testamento el 19 de enero de 1838.

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mo, pues estaba su vida íntimamente unida a la creación y a la existencia misma de la Nueva Granada. Pero Borrero arremetió sin compasión alguna, en aquella sesión: Yo no tuve la perfidia de mandar asesinos a la casa de estos desgraciados - los que se alzaron con Sardá y Sardá mismo - para que los matasen fingiéndose de su partido, como se hizo aquí en 1834; yo no di orden al comandante de una escolta que llevaba preso a un individuo para que suponiendo que quería escaparse, lo asesinasen por la espalda, como sucedió aquí con el señor Mariano París.

El 31 de marzo Santander, vestido con levitón de paño color tabaco, abotonado hasta el cuello, se presentó en la cámara. Venía mentalmente preparado para responder a Borrero, y hacer su despedida. Saludó gentilmente a todo el mundo, pese a la enorme fatiga que lo dominaba. Comenzó su defensa “en la bella prosa sonora, que siempre usaba en sus discursos. En tono sereno y firme”, se refirió en forma de metáfora muy sutil a los empellones vulgares de don Eusebio y refirió una serie de hechos relacionados contra los indultados de Vélez, el honor y la reputación del gobierno y los disidentes del Timbío. Y en cuanto a Pasto - dijo-: estando todavía los facciosos con las armas en la mano sería una injusticia irritante y escandalosa excluirlos de un indulto que debe tener el carácter de general. Enhorabuena que Noguera sea un hombre torpe, de la ínfima clase del pueblo, que no sepa leer ni escribir, que sea un bandolero, etc. Pizarro tampoco sabía leer y escribir y conquistó el Perú. Y cómo es que después de la batalla de Buesaco y de la humana y generosa conducta del general Herrán, y de que se había anunciado en los periódicos del gobierno haber quedado completamente pacificada la provincia de Pasto, ¿cómo es, pregunto, que se aparece Noguera con 400 ó 600 hombres, que sufre treinta o cuarenta derrotas, que crece y se multiplica su gente, y que obliga a nuestro jefe de operaciones a pedir con instancia nuevos refuerzos de tropa y elementos de guerra? Esto no puede explicarse y en vano se decretan aquí sentencias de muerte contra los caudillos de la facción de Pasto, si no pueden vencer las grandes dificultades que se encuentran para prenderlos... De ninguna manera simpatizo con las revoluciones y yo sé que no es con leyes que se destierran las preocupaciones ni que se engendran buenas ideas en el pueblo...

¿Era este el mismo Hombre que desde Nueva York, el 15 de noviembre de 1831, escribía a Azuero?300: “una excelente ley para conspiradores es necesaria. No olviden ustedes que el ejército y el pueblo están relajados y que es menester templar los resortes y hacer que las leyes vuelvan a tomar fuerza y vigor”. 300 Citado en Santander en el exilio, pág. 702.

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Pero en el siguiente párrafo, es donde el general Santander se crece como un demonio de la réplica: ¿No ocupó el señor Borrero un asiento en la cámara de representantes en las sesiones de 1834 y 1835? ¿No era entonces, en que los sucesos estaban recientes, la ocasión más favorable para haber levantado su voz en cumplimiento de un deber sagrado y promovido una acusación legal? Y posteriormente en 1837 ¿no ocupó una silla en el Senado, y no le provoqué yo por escrito a que denunciase cualquier crimen en que pudiera haber yo incurrido en la administración durante el primer período constitucional? El silencio entonces no ha sido para mí una garantía.

Las palabras de Borrero y Lino de Pombo habían confirmado que durante el período presidencial de Francisco de Paula no se vivió en libertad sino bajo el terror. Verdad es que si Santander no hubiese tenido culpa alguna en el asesinato de don Mariano París, él que tanto se preciaba de subrayar que la ley era inexorable, ¿por qué no hizo absolutamente nada para castigar a los culpables de este aparatoso crimen? La última exposición de Santander fue larga y serena: la serenidad que procura la comprensión, del que se siente cansado de la diatriba. Sostuvo que nadie había mandado a dar muerte a Sardá donde se le encontrase, “lo que se ha mandado es aprehenderlo a todo trance, no como a un reo condenado judicialmente a muerte que con su fuga la había eludido, y que dirigía una segunda conspiración... La muerte ejecutada en el reo fue efecto de imperiosas circunstancias que no pudieron evitarse, porque no había otro medio de satisfacer la vindicta pública”. Para el bandolero Juan Andrés Noguera (que venía asesinando pacíficos ciudadanos desde 1825, o quizás antes), no debía discutirse la imperiosa necesidad de satisfacer la vindicta pública, sino concederle un indulto. A las tercas huestes de Pasto le concedieron indultos (para que se reintegraran a la vida pacifica), los señores Bolívar, Sucre, Flores, José María Obando, Salom, Córdova, sin que ello morigerara en absoluto la capacidad belicosa y criminal de los alzados. Terminado el discurso del día 31 de marzo, había sido tal el esfuerzo, que hubo de ser llevado hasta su casa en silla de manos. No pudo nunca más volver al Congreso. Dice doña Pilar Moreno de Ángel que el Hombre de las Leyes “durante sus últimos días mantuvo su grandeza y soportó estoicamente sus grandes padecimientos”. El doctor José Félix Merizalde, su médico de cabecera, recogió algunos detalles de este inmenso sufrimiento301: 301 Últimas palabras del general Santander durante su agonía de veinticuatro horas, Bogotá, El día (276); 18 de mayo de 1845.

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A las doce del día - dice-, los síntomas precursores de la muerte se aumentaron en número e intensidad y me fue preciso anunciarle que se aproximaba al término fatal. Entonces, elevando los ojos al cielo y dirigiéndose después al Crucifijo y a las imágenes de Nuestra Señora de los Dolores y de las Mercedes, que estaban al frente de su cama, exclamó: Ay Señor, qué tiempo he perdido; ¡misericordia!, ¡misericordia! Cerró los ojos y permaneció algún tiempo en un profundo letargo del cual salió levantando las manos al cielo y diciendo: ¡No me abandones! ¡No me precipites! Esto lo repitió tres veces. Al ponerle el doctor Policarpo Jiménez el rosario, con un Lignum Crucis que estaba colocado en la cabecera, le dirigió la vista y con cara risueña, le dijo: ¡Yo sé para qué es esto!” Le sobrevino una cruel fatiga; pidió la imagen de Los Dolores, la abrazó diciendo: ¡Protégeme, consuélame, no me abandones, ten misericordia de mí!

Aun así, llegaban a su casa, de todas partes, cartas y notas pidiéndole no se dejara vencer por las intrigas de sus enemigos; que tuviera voluntad y fuerzas para vencer la ponzoña de los últimos agentes de Bolívar. Con ellos, retazos de los clamores de Obando que palpitaban en la calle. Por su parte Obando le enviaba esta nota: “Se asegura que Márquez ha desaprobado la conducta notable y patriótica de Herrán observada conmigo, y que Forero trae la desaprobación de todo. Si así fuere, cuente usted con un trastorno, que no resiste ni don Márquez...302” Se oscurecían sus ojos y tenía que mandar a leer los papeles que le llegaban del sur donde se concentraban todas sus preocupaciones. La Nueva Granada era un infierno. Sus correligionarios liberales eran todos unos tozudos; la envidia y el egoísmo habían quebrantado para siempre sus proyectos: el Crimen de Berruecos, así lo había acordado la Convención del año 32, era un delito político olvidado por las leyes; ahora lo habían sacado a flote, no tanto sus enemigos, como los propios “liberales inconsecuentes” y verdaderos locos. Escuchaba otra carta de su amadísimo compadre: “Sigue la paz y muy bien. Lea la carta de Noguera y le dará pena ver un pobre hombre obligado a pelear contra los que destruyen: así son las cosas de esta tierra”303. En efecto, era una carta de Noguera a Obando, interesante por el lenguaje, la confianza y el extraordinario respeto, que le muestra. Le dice entre otras cosas: “Mi distinguido y querido señor... Amado señor... en el momento que esté toda mi gente replegada le daré una parte... Remito a vuesa señoría una bola de tabaco, aunque le sirva para sus asistentes y dispense lo que da monte. Religión”. En otro manojito de cartas estaba una del guerrillero Estanislao España para Obando, en la que decía: “... Bajo este pie sírvase vuestra señoría 302 José María Íntimo, pág. 69. 303 Ibíd.

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decirme lo que quiera que se haga que tendremos placer en obedecerle, y manifestarle nuestra inmensa gratitud...” El 6 de mayo de 1840 a las 6:32 de la tarde dejó de existir Francisco de Paula Santander. Para que en todo lo esencial fuese diferente del general Bolívar (quien murió con una camisa prestada, que nunca devolvió) cuya urna, hecha de una recolecta pública, suficiente para comprar diez tablas, tachuelas y cabuyas, fue una urna muy rústica, un cajón que por los bordes mostraba las abolladuras de unas tablas torcidas, sin pintar y sin cepillar; la de Santander, en cambio, para guardar las formas debidas de su insigne pasado, fue un elegante féretro de caoba y embutidos de cobre, sin ángulos salientes en los costados, el cual reposaba un cuerpo “sobre una capa española, vestido de uniforme de general de división, que consistía en casaca bordada en el cuello, en la pechera y bocamangas, con fondo de paño grana, faja de mallas y espada ceñida, calzón blanco, botas altas, los brazos cruzados sobre el pecho, guantes blancos y, a los pies, el sombrero elástico con el bonete orlado y la beca roja del Colegio de San Bartolomé, de donde fue estudiante; el rostro acicalado de color blanco que le hacía resaltar el bigote negro”304. Pronto corrió por el mundo la noticia de aquel suceso. La Nueva Granada había perdido uno de sus luchadores más insignes. La vieja patria de Bolívar se encontraba profundamente dividida, y como los libertadores habían constituido un estorbo para el desarrollo de la paz social, casi nadie se acordaba de quienes nos habían dado libertad y honra. No conocemos declaraciones de pésame por parte de Venezuela y Ecuador, o del Perú quien mostró gran interés por la obra política del señor Santander, sobre todo desde 1828. Lo que prueba que nadie es imprescindible en esta tierra. Los “liberales inconsecuentes” lo celebraron en silencio. Y más lejos y de otros lugares tenemos al menos esta prueba, que nada de condolencia tiene:

Caracas, Domingo, 14 de junio de 1840

... Ayer recibí noticias de la muerte de Santander que ocurrió el 6 de mayo... En ninguna época más aciaga para su reputación, pues ya se había rasgado el velo tras el cual se ocultaba el falso profeta, ya sus hechos habían desmentido sus profesiones liberales, ya el HOMBRE DE LAS LEYES se había declarado corifeo de las facciones, ya lo habían sorprendido infraganti, Catilina en el Senado con todo su descaro, pero sin valor para ser Catilina en el campo. Si se hubiera cumplido en él, la sentencia que le condenó a un cadalso por su complicidad en la conspiración de septiembre, muchos habrían mirado su delito como un crimen generoso... pero ahora que le han visto conspirando contra el gobierno de su país, conmoviendo las provincias para arrancar de manos de la justicia a un infame asesino Obando - que se prestara el mundo liberal a sus anteriores protestas... 304 De José María Cordovez Moure, citado por doña Pilar, pág. 749.

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... Desde su lecho, moribundo, hizo Santander su último esfuerzo para engañar a la posteridad pero al encarecer a sus compatriotas le creyesen inocente de los crímenes que se le imputaban, el dedo de aquel que sobre el Sinaí entre truenos y relámpagos dijo al hombre “no levantarás falso testimonios” selló para siempre los fementidos labios, y la mentira incompleta se perdió en el silencio eterno. D. F. O’Leary.

ARTE - PINTURA Autor: García Hevia, Luis Titulo: Muerte del General Santander Fecha: 1.10.1841 Técnica: Pintura (Óleo/Tela) No. Registro: 553 del Museo Nacional de Colombia

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¡Llegó Cucaracha! En medio de todo este embrollo legislativo, cuando Santander padecía los dardos terribles de sus antiguos seguidores, a principios de marzo, Erazo y Morillo continuaban aportando otros datos sobre su participación en el Crimen de Berruecos. El primero con hechos confusos y vagos, el otro con pormenores que lo comprometían de manera irrefutable. Obando en Pasto, ante los jueces, negaba que hubiera dado órdenes de clase alguna a Morillo, como tampoco que hubiera tenido conversaciones con aquel oficial venezolano en su casa de Pasto, como éste aseguraba. En medio de este clima de tremendas contrariedades, Obando increpó a Morillo, con quien las autoridades lo careaban, diciéndole: - ¡Usted Morillo es un vil, es un asesino, y yo no sé quién es más asesino, si el que ha llevado la orden a un facineroso para asesinar a un hombre, o el que con autoridad expidió dicha orden, tanto por escrito como verbalmente! Con grande indignación, con una rabia rayana en la demencia, los seguidores de Obando sentían los lamentos o dolores que aún provocaba en la Nueva Granada la pérdida de Sucre. Con infinita violencia respondían ante estos gemidos y exclamaban: “El asesino confeso de ese Sucre tan llorado por la política perseguidora, el derramador de esa sangre que tantas lágrimas y tiernos suspiros cuesta todavía a los sensibles Márquez, Herrán y Mosquera”305. Antonio Mariano Álvarez, también detenido y sometido a fuertes interrogatorios, negó participación alguna en el complot. Decía lo mismo que Obando, que aquel proceso era un trama para perderlo ante la opinión pública. Por su parte Sarria hacía lo mismo: negó de modo rotundo haber tenido tratos con Erazo o Morillo. Dirá Obando dos años más tarde: Sarria, el temible y valiente Sarria, criatura mía, era uno de los mayores estorbos que los bolivios del gabinete encontraban en sus meditados cálculos sobre mi persecución desde que sólo la tenían en proyecto. Él había cometido hacía algunos años una feroz venganza con un hombre que le había ofendido algo más que si le hubiera sacado el corazón; pero la ley hablaba contra esta venganza, y andaba prófugo por Chiribio, no 305 Esto fue escrito por Manuel Cárdenas, secretario político de Obando y a quien supongo como el verdadero autor de los Apuntamientos y todos los documentos que el Supremo sostiene haber escrito desde 1840; este Cárdenas, acompañó a Obando en su espantosa huida al Perú. El lector podrá comparar la extraordinaria similitud entre sus escritos y lo que se dice ser de Obando.

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muy lejos de Popayán, en donde su valor personal y la magnitud de la ofensa recibida, le servían de custodia. Bajo la administración boliviana, dos años antes de iniciar mi proceso, revivieron su causa, ya olvidada, para destruir este formidable estorbo, pero había fugado entonces y entró a serles mucho más temible; recurrieron a indultarle, como un medio de atraerle hacia ellos y enajenarme este sustentáculo, sin embargo de lo cual continuó viviendo en el retiro de su hacienda. Apenas se inició mi causa, fue un sobrino de Mosquera a tomarle declaración en su hacienda, juez de 1a instancia de Popayán, y para inducirle a deponer contra mí, le dijo que él no debía tener cuidado, porque nada resultaba contra él, que ya estaba probado que yo era el autor del delito, y que él no tenía más que declarar en conformidad, quedándose en su casa” Cuando yo pasaba de Popayán para Pasto en enero de 1840 a someterme al juicio, fue él quien levantó aquellos pueblos para arrancarme de las manos de mis verdugos. Vencimos; el hipócrita Herrán me hizo mil protestas de darme todas las necesarias garantías en mi juzgamiento; me engañó...306

Es necesario decir que la voz y la presencia de Obando causaba una impresión aterradora en los jueces y en cuantos oficiales y soldados le vigilaban. Sostiene el historiador José Manuel Restrepo, que a pesar de las dificultades de aquel juicio (ya que el único que parecía estar verdaderamente comprometido era Morillo), la culpabilidad de Obando mostraba tantos rasgos de ser verosímil, que no hubiera sido absuelto en un jurado. Que las cartas enviadas por él, antes y después del asesinato de Sucre, la confesión de Morillo de que había recibido la nefasta orden suya estando en la dirección de la Comandancia General del Cauca; sus conexiones con Sarria, Mariano Álvarez y Erazo, éstos y muchos otros argumentos eran contundentes. Que aunque los jueces no pudieran condenarlo por el exiguo y dificultoso procedimiento de las leyes de entonces, Obando iba a quedar condenado por la opinión pública y el juicio de la historia. En realidad, la culpabilidad no recaía sólo sobre Obando, sino sobre todo un partido. Obando apenas si fue el brazo ejecutor de la mente monstruosa de una organización cuyas bases morales estaban fundadas sobre el terrorismo, la amenaza, la calumnia y una violencia desmesurada. Fue por ello por lo que al estallar de nuevo la acusación contra él, el partido “liberal auténtico” se vio en la obligación moral de incendiar la república para defenderlo. Nada tan funesto en el modo de hacer “política” en Latinoamérica que esa fidelidad cómplice, alcahueta y brutal. Y esta fue la causa, como ya se ha visto, de la guerra civil que estalló a finales de 1839 y que se prolongó por más de un año: Todo porque un partido quería ejercer la defensa del hombre condenado por un crimen que había sido relegado al “olvido” por las “leyes constitucionales”. 306 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 117.

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Obando enfurecido golpeaba escritorios, lanzaba miradas feroces que hacían temblar no sólo a los jueces sino a los señalados como comprometidos con él en tan escabroso delito: En definitiva - protestaba amenazante -: yo el año 28, si fuera asesino, hubiera matado al Libertador, pues lo tuve a él y a seis miembros de su familia en medio de más de cuatro mil hombres que yo comandaba. ¡Yo fui quien hizo que el proscrito general Santander volviera a su patria!; ¡yo hice que lo rehabilitaran a él y a la patria!; ¿de qué manera puedo hacerles entender que yo siempre he profesado principios eminentemente republicanos, que nunca he pensado, ni adoptado estos medios siniestros y depravados...?307

Como Obando había comprometido en sus declaraciones a Joaquín Mosquera y a Domingo Caicedo, cuando se iba a solicitar evacuar las citas para estos personajes, dijo: “-No son necesarias porque no contribuyen a mi defensa”308. El 2 de mayo escribió a Santander otra carta y le decía: “La causa lleva pasos de plomo... Ya se ve, cómo no esperan ya poderme achicar. Por tres declaraciones contestes he probado el soborno que intentaron Mutis y otros con el pobre Álvarez para que declarara contra mí y sería puesto inmediatamente en libertad. ¡Cuánto no habrán ofrecido al vil y miserable Erazo, y al infame Morillo!... Aquí no podrá formarse el Consejo de Guerra: tendrá que ser todo en Bogotá”309. Es decir: “- Donde ustedes, my fellows, se encuentran”. Debe tenerse en cuenta que Mariano Álvarez no podía por ningún motivo ser excarcelado por cuanto estaba hundido hasta los calcañales en la revuelta del cura Villota; de modo que ese cariño desmedido de Obando por Mariano Álvarez (en realidad el Supremo llorará toda la vida la pérdida de este íntimo camarada), revela una complicidad muy grave. La noticia en Pasto sobre la muerte de Santander fue la orden para iniciar una guerra total; como Obando nunca había estado preso y se le temía, controlaba desde su “celda” los hilos de una vasta conspiración. Allí se urdían toda clase de conexiones con los rebeldes bajo el mando de Noguera. Más bien, presos y atemorizados debieron sentirse los que trataban de ejercer la legalidad frente a él. Obando al conocer la muerte de su maestro exclamó: “Han asesinado al ilustre Santander con el tormento de la persecución, sólo porque era un candidato; igual quieren hacer conmigo, pero no... La revolución estallará sin embarazo”. El general T. C. Mosquera, estaba en Popayán (Mascachochas me tiene el alma “ardida”), y había viajado al Ecuador, en misión ante el general 307 Véase El proceso contra los asesinos del Gran Mariscal de Ayacucho, pág. 140. 308 Ibíd., pág. 173. 309 Roberto Cortázar, Correspondencia dirigida al general Francisco de Paula Santander.

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Flores quien no confiaba en la forma demasiado blanda y condescendiente con que se estaba tratando al Supremo. Aquel juicio, a sus ojos, no era sino una broma, un juego. Cuando el Jackson Granadino supo que Mosquera cogía para Ibarra grito: “¡Llegó Cucaracha!”; y sin más preámbulos comenzó a planear su fuga. Entonces Cucaracha (T. C. Mosquera había dejado de ser Mascachochas) envió un mensaje al general Herrán para que estuviera alerta y colocara a los presos por el crimen de Berruecos en una verdadera prisión. Obando cuenta que le extrañó mucho que Cucaracha no le visitara en su prisión cuando llegó a Pasto, pues ellos se habían reconciliado con fuerte abrazo después del duelo a tiros en Bogotá. Por su lado, Juan José Flores seguía con su doble cara: se había quejado ante Herrán por la insólita lenidad con que el gobierno atendía a un reo como Obando; que extrañaba la impunidad descarada con que se comunicaba con sus conmilitones; redactando papeles públicos, con tanto valimiento y poder, que los que iban al sur de Pasto llevaban pasaportes o recomendaciones firmadas de su propio puño, y además Sarria salía frecuentemente de su casa en comisiones ante Noguera. Herrán se negó a estas súplicas de Flores porque sostenía que ellas darían razones para que Obando paralizara el juicio. En mayo Obando tuvo razones para sentirse feliz: su mujer había tenido un niño. Entonces entró en enternecidas quejas y le rogaba a su mujer que se cuidara. Enviaba fervorosos saludos a hijos, amigos y criados, “y tú negra clueca recibe el alma de tu chino”. El 4 de junio (día maldito) volvía a enviar expresiones dulces y amorosas a su casa: “Y tú negra mía dámele unos mordiscos a los más chiquitos y recibe el alma toda de tu chino”. El 28 de junio estaban considerando el traslado a Bogotá y con la esperanza de que llegará a la capital con el pescuezo sano. “Aquí no se quiere y no se me puede juzgar, a mí me importa poco que sea donde Pilatos, porque hasta este será justo a mi inocencia. En todas partes soy el general Obando. Espero todavía el resultado de mi excarcelación”310. Los “liberales auténticos” de Bogotá vivían diciendo que Obando no podía ser juzgado por sus enemigos. Que lo mejor sería traer abogados y jueces de Francia o de Inglaterra para asegurar un juicio imparcial. El tinglado del proceso se cumplía sin las menores medidas de seguridad; por ejemplo, Sarria vivía en su propia casa, dizque bajo palabra de honor. Flores tenía razón: a Obando se le llegó a quitar la guardia que lo vigilaba. Visitaba amigos, iba a los cuarteles, recibía mensajes de Noguera y disponía lo que los abogados y jueces debían preguntarle. El 5 de julio se cansó de aquella “comedia” y le dijo a Sarria y a Mariano Álvarez que ya estaba bueno de “perder el tiempo”; desnudó su espada y gritó: “- ¡Salgamos de esta pandilla de asesinos y ladrones que han hecho aborrecibles los nombres santos de orden, leyes y constitución; arranque310 José María íntimo, pág. 112.

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mos al enemigo las armas con las que restituiremos una vez más la Carta Fundamental...!”. Lo extraño fue que tomó aquella medida cuando el proceso estaba en su fase final; se habían hecho las ratificaciones y careos, y sólo faltaba la defensa de los acusados para dictar sentencia. Por su parte, los “liberales auténticos” de la capital sostenían que era justo que si el gobierno quería fusilar a Obando, éste se empeñara en no dejarse fusilar, aunque se pusiera en riesgo a la república, se consumieran sus riquezas, se derramara sangre, se incendiaran pueblos... Cuenta Obando en sus Apuntamientos: El 4 de julio de 1840, Herrán y Mosquera dieron en el ejido de Pasto, una comida báquica a la división, por supuesto costeada con los fondos públicos... Tuve denuncios de que en la borrachera había estallado en protestas de asesinarme un tal Manuel Córdova, servidor de Mosquera y jefe de algunos pastusos comprados a plata y que había tomado los fusiles para ejecutarme... Me puse en guardia con mis compañeros: mandé poner las puertas abiertas e iluminar la entrada. Ciertamente como a las siete de la noche pasaron los asesinos por la calle, sin atrever a entrar a mi casa... El 5 a las 8 de la mañana se presentó un respetable ministerial (que por serlo no desconocía lo injusto de mis sufrimientos...) y me dijo: “En este momento acabo de saber de un modo cierto que hoy van a poner a usted preso en el cuartel de Mutis, para asesinar a usted privadamente: mi conciencia y mi amistad que le profeso me atraen a evitar a usted un desastre; no vacile un instante.

Obando creía convencer con sus explicaciones, porque añade: Las circunstancias de la persona - que era ministerial- me obligaron a darle entero crédito pero por ser ministerial le respondí muy desatendido: - “Los que con una calumnia han pretendido asesinar mi reputación, menos impavidez necesitan para quitarme la vida; ellos no han podido lo primero; pueden, sí, ejecutar lo segundo. Antes de responder a la acusación habría temido morir: hoy no; allí queda en el proceso sellada mi vindicación y con ella la ignominia, el oprobio y la vergüenza de este gobierno de sangre.

Después de otras argumentaciones lanzadas al oído de la posteridad, remata: Al dominio discrecional de las bayonetas debía buscarse también bayonetas para combatirlos, y resolví mi evasión; sin darme por entendido con nadie tomé medidas y mandé avisar mi resolución al coronel Sarria que estaba en su casa de alojamiento311. 311 Citado en el libro Hacia Berruecos, de Luis Martínez Delgado, págs. 261, 262 y 263.

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Lo que se vio fue que Obando, sin llegar a donde decía ir, corrió a ponerse a la cabeza del movimiento revolucionario que acababa de estallar en Timbío; lo que se vio fue que reducido por el conciliador Herrán a que, dispuestas las armas, se acogiesen todos los suyos a una amnistía, y se sujetase él mismo, mirando por su propia reputación el juicio iniciado, convino en todo, y estando preso en Pasto en una casa particular y tratado con las más exquisitas consideraciones, se fugó con otros acusados el 5 de julio y se unió a Noguera, guerrillero sanguinario y feroz que, transcurrido apenas un mes del indulto de Buesaco, sorprendió y pasó a cuchillo un destacamento del gobierno, proclamando la agregación de Pasto a Ecuador, de donde para el efecto recibía toda clase de auxilios 312.

También contará más tarde que tuvo que desnudar su espada contra aquella pandilla de asesinos y ladrones, que para hacer aborrecibles los nombres santos de orden, leyes y constitución, se llamaban sus defensores, y para no quedarse sin hacer este ultraje más a estos objetos sagrados. “Mis soldados estaban en la masa del pueblo que poco ha yo mismo había desarmado; armas y pertrechos estaban en manos de los enemigos, y de ellas debíamos arrancarlas para vencerlos con ellas mismas. Así reté a Herrán el 6 de julio, por medio de una carta, desde mi campo de Chaguarbamba”. Y Obando, para no perder su manía de pedir ayuda a otros países cuando se encontraba en apuros, volvió a solicitar recursos a la “poderosa Perú” (que estaba en manos del invasor Gamarra). El lector debe comparar el lenguaje que utiliza Obando en esta misiva para explicar las razones de su fuga, con el estilo que suelen usar los doctores “liberales auténticos” en sus proclamas y encontrará argumentos suficientes para concluir que nunca escribió sus famosos Apuntamientos, ni ninguno de ese cúmulo de documentos y mensajes con los cuales pretendió quitarse de encima la mancha de Berruecos. Escribe el Supremo a Gamarra: El mundo solamente tiene conocimiento de las producciones del poder, sin haber probabilidad (sic) hasta ahora de publicar cuanto pertenece al partido político que yo represento. No es el caso de hacer ahora nuestra defensa (sic), sino de llamar la atención de U. que por fortuna por los dogmas de América (sic) ha hecho triunfar en aquella rejion (sic) los principios de la libertad. Con tal dulce y fiel confianza me dirijo a U. movido por las simpatías y por un jenio (sic) liberal pertenece á todos los pueblos que jimen (sic) en la esclavitud y despotismo. U. pertenece hoy (sic) a los Granadinos y Ecuatorianos... Yo no habría sentido jamás ese golpe (la derrota de la Laguna) lidiando solo con las fuerzas de Marques (sic); pero auxiliadas por el alevoso (sic) tirano del ecuador (sic) me atacaron 2.000 hombres... Ahora voi (sic) a lo principal. U. conoce sobradamente que la dislocación 312 Ángel y Rufino José, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época; Clásicos Colombianos, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1954, tomo II, pág. 1099.

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de nuestras Repúblicas es frecuente, y que debemos buscar el origen de estos cambios repetidos y tiene el remedio que debemos aplicar. Si yo no me equiboco estos cambios nacen presisamente (sic) de las resistencias que hacen todavia (sic) las pretenciones (sic) de una aristocracia ridícula pero astuta y corruptora contra la democracia. Bolibar (sic), San Martin (sic), y otros han caido (sic) a su tiempo; el último precipitado es Santa Cruz; pero todos han dejado prosélitos (sic) y adoradores de su papel que buscan la ocasión de pasar á buscar fortuna... Nosotros verificamos reacciones, pero la falta de convinación (sic) y de intelijencia resiproca (sic), hace que estas reacciones sean aisladas y que cuando en una parte triunfen los principios, en otra sucumben. Si concentráramos (sic) nuestra acción los Gobiernos liberales se fijarían para siempre y no correrían (sic) los riesgos que hasta aquí. Todas las americas (sic) componen una sola y todos debemos mirarnos y darnos la mano contra los déspotas (sic) que se levantan.313

La derrota de La Chanca Es importante decir que en Vélez la revolución se encendía y apagaba de acuerdo con las noticias “buenas” o “malas” que los “liberales auténticos” de esa región recibían del Cauca; Sogamoso se había entusiasmado con el bochinche, lo mismo que Tunja, el Socorro, Santa Marta, Cartagena, Mompós, Medellín, Casanare y Panamá. Esta revolución formidable tenía el germen de su propia ruina, pues eran tantos los supremos y los aspirantes a los gobiernos seccionales, que ni hubo unidad en los movimientos militares ni más móvil común entre los caudillos que la ambición personal.314 Apenas empezó su guerra, Obando dio a Sarria sonoros y deslumbrantes cargos militares. Con ellos lo envió hacia Popayán y la Horqueta. El 16 de julio publica Obando una proclama donde dice ser injustamente perseguido por el gobierno. El hombre acusado por todo el mundo - dice Irisarri -, que aparecía ya en la historia como el autor del asesinato cometido en la persona del general Sucre: el hombre que llegó a ser general de la República sin haber empleado su espada sino en favor de la causa de los españoles, o en las guerras intestinas que él mismo promovió en provecho suyo, dejó repentinamente el papel del reo que desea vindicarse, y se puso al frente de unos fanáticos que se levantaron contra el poder legislativo, a pretexto de que este poder, que es el de la nación entera, no debía reformar los abusos de que estaban plagados los conventillos de Pasto. El mismo hombre inconsecuente, que 313 A. J. Irisarri, Historia crítica del asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho; Casa de las Américas, Cuba, pág. 420. 314 Ángel y Rufino José, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época; Clásicos Colombianos, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1954, tomo II, pág. 1114.

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se había manifestado sumiso a la autoridad del poder ejecutivo de aquella época, como emanado aquel poder del principio más legal, y cuando iba ya a expirar el periodo en que el nombrado para presidir a la república debía dejar el mando, reúnese a los que quisieron inoportunamente decir de nulidad de la elección de aquel magistrado, y revistiéndose de toda autoridad que sólo en un sultán podría verse sin escándalo por los hombres de principio, obra como un señor absoluto en todos los pueblos que pisa, dispone de las vidas y de las haciendas de sus conciudadanos, huella todas las leyes civiles, políticas y morales, y comete cuanto crimen es capaz de cometer el más descarado de los bandidos. Él lleva desolación y espanto por donde no encuentra resistencia, acaudillando indios semisalvajes, esclavos, facinerosos y criminales que saca de las cárceles y a quienes permite cometer toda especie de atentados: se asocia a los hombres más temibles por su inmoralidad, como Sarria, Erazo y otros semejantes: saquea las haciendas de los particulares: estanca el abasto de la carne en todas las poblaciones que ocupa con sus hordas desordenadas; surte aquellos estancos con los ganados de las haciendas que saquea, y forma su erario del producto de esta contribución de nueva especie; asesina sin misericordia a los que se le oponen, ya se le rindan, ya los tome en su fuga: convierte el edificio de una universidad de Popayán en cuartel de su bárbara soldadesca para que ella destruya la biblioteca pública, los instrumentos de física y cuanto podían ver a las manos aquellos monstruos de rapacidad: se roba, en fin, la imprenta para convertir a los tipos destinados a la difusión de las luces, en balas que no dieran muerte a los que siguiesen sus tenebrosas banderas.315

El 9 de julio cuando el presidente Márquez conoció la huida de Obando dijo a sus amigos que ese no era un mal para la República sino para el mismo Jackson quien agregaba a su larga lista de delitos, un nuevo crimen. Lo que más le dolía era que sus partidarios presentaran la rebelión como una proeza de su héroe, “y parece que les interesa tanto más cuanto se hace más delincuente”316. Obando pasó inmediatamente a capitanear la facción de Noguera. Entre sus principales planes estaba el invadir el Ecuador y reclamar con sangre la gran inconsecuencia que Flores había mostrado con su persona. Pero al paso le sale Mosquera quien cansado de vivir asegura que va a fusilar sin contemplaciones a cuantos rebeldes coja presos, pues de otro modo no podrá hacer milagros. “Bastante he vivido, ya venga lo que viniese”. El negro Noguera veía mejorar su posición. Algunas veces se unía a los batallones de Ecuador que reclamaban para sí el cantón de Túquerres, y cuando la situación le era adversa, esperaba órdenes de los guerrilleros de Pasto para contribuir a la desolación y a los pillajes más extremos. Como Obando no confiaba en Noguera le mandó a arcabucear (este era el “pobre 315 Irisarri, Antonio J., Historia crítica de asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho; Cuba, Casa de Las Américas, 1964. 316 José María Íntimo, pág. 135.

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hombre” que en carta a Santander le decía lo malo que los gobiernistas lo estaban tratando). Fue acribillado junto con dos de sus primos. El 22 de septiembre se cumplió esta orden, que extrañamente acababa con unos de los hombres por los cuales los “liberales auténticos” habían hecho los esfuerzos más inauditos para concederle un Olvido Legal. En la defensa de Noguera, Santander perdió el resto de vitalidad que le quedaba, por él fue severamente juzgado por la historia; por él Borrero, Pombo y Acosta se vieron obligados a mostrar todo un dossier de arbitrariedades llevadas a cabo por el Hombre de las Leyes, y de pronto, llega el Supremo y en menos de lo que espabila un loro loco, va y lo mata; lo mata, por cruel, por inmoral, por asesino, por traidor. Ese era el hombre que todo un partido defendió maníacamente, y en cuya defensa utilizó los argumentos más sutiles y absurdos, y fue en definitiva parte del polvorín que arrasó a la Nueva Granada. Pero qué importan las palabras. Ya más nadie se acordaría de Noguera. El negro Noguera había sido una simple excusa en el lío inmenso de la política granadina. Que se le comparara con Pizarro, que se pidiera para él un indulto porque comandaba miles de delincuentes, y que por él hirviera el Congreso durante semanas, y que se hubieran recogido centenares de páginas sobre su vida y sus triunfos, ya nada de eso importa. Nunca más nadie recordó a Noguera en las filas del partido “liberal auténtico”. El 25 el Jackson Granadino lanza a los pastusos una proclama en la que dice: “¡PASTUSOS! Ha llegado el día de la noble venganza: vuestros heroicos esfuerzos han salvado ya en otro tiempo la libertad de los granadinos y la integridad de la república... Dios protege vuestra causa... ¡COMPAÑEROS! ... guerra habéis jurado a los tiranos e impíos: yo os acompaño a un pronunciamiento tan santo...317”. Pero el 29 de septiembre una de las mejores tropas de Obando, la que comandaba el coronel Mariano Álvarez sufre severo revés en Huilquipamba. Caen prisioneros 60 facciosos entre ellos el propio Álvarez. Cierto apologista de Obando lo pinta en el peor momento de esta batalla, envolviendo un cigarrillo. “Tanta así era su impavidez”318. Dale con el recurso literario del cigarrillo para presentar la indiferencia de aquellos héroes ante la muerte. Entonces se creyó que el propio Obando había caído en manos del gobierno, pero nada: para mantenerse firme, de determinaciones prontas y acertadas. Ocurrió según fuentes fidedignas que Obando recibió un balazo en el pecho pero que se estrelló contra el crucifijo que llevaba. La reliquia después de examinada, tenía desprendidas las manos de la cruz abrazando el plomo319. Amainaron temporalmente los brotes subversivos en Casanare y Pamplona; en esta última ciudad, la familia de Francisco Soto capitaneaba la revolución. En el Socorro, Tunja y Vélez, los sediciosos habían proclamado 317 Ibíd., pág. 158. 318 José María Baraya, Biografías militares o historia militar del país en medio siglo; Bogotá, Imprenta de Gaitán, 1874. 319 José María Íntimo, pág. 180. Esta historia o leyenda se repetirá de modo idéntico en 1861, cuando maten a Obando.

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dictador a Obando. Había momentos en que se creía, tanto en uno como en otro bando, que ya no había gobierno en Bogotá. Quien vino a darle un respiro a Márquez fue la intensa actividad que desplegó en la capital el coronel Juan José Neira, tal vez el último granadino de la clase de los héroes independentistas. En Antioquia el jefe de la sublevación era el coronel Salvador Córdova. Así como Santander, para descrédito de su gloria, no murió en el momento oportuno, a Obando le sucedió lo mismo: no terminaron sus días durante la rebelión de 1840, cuando su muerte habría dejado de él una imagen no tan desquiciada y torpe, como habría de darla en el momento de su máximo ascenso al poder. Días de luto oscurecían al país. Desesperación, congoja y lágrimas eran el pan de cada día, en medio del temor de que bandidos disfrazados de políticos entraran en casas y comercios y cometieran horribles saqueos. La capital era amenazada por los Farfán, los Azueros, los Carmonas y Córdovas. Después de la derrota que Neira infiriera a los “liberales auténticos” comandados por Manuel González, hubo cierta esperanza de que Márquez sobreviviera al desastre; parecían éstos, los días cuando Bolívar entró a Cartagena el año 12, o cuando entró en Santa Fe, el 19. La resistencia dio a entender a la oposición que Márquez aún gobernaba. Más tarde, con la muerte de Juan José Neira, el refuerzo militar más importante del gobierno se encontrará en las fuerzas que comanda T. C. Mosquera y Herrán. Los historiadores apologistas de Obando, sostienen que éste no salvó entonces su pellejo, por los estúpidos errores de Manuel González quien, como debía, no pasó a cuchillo a media población bogotana. El 9 de enero de 1841 Obando y sus huestes estaban agazapados en las cercanías de Timbío. Ese mismo día, un destacamento a las órdenes de Pedro Antonio López, que luchaba al lado de las fuerzas constitucionales decidió buscar al Supremo, en su propia guarida. Informado Obando de este movimiento, despliega una intensa actividad, y de modo mañoso envía a uno de los suyos para que se finja gobiernero. Habiendo ganado confianza en el bando contrario este agente de los facciosos muéstrase generoso y distribuye aguardiente en una de esas efemérides que nunca faltan. Estando la gente de Antonio López embrutecidas por el alcohol, aparecen repentinamente las hordas del Supremo. El destrozo fue completo. Murieron en la matanza López y un hijo suyo, y todos los pertrechos pasaron a manos de los facciosos. De aquí el Jackson Granadino emprende una actividad devastadora por lugares aledaños. Luego de un mes de incansables correrías marchó sobre Popayán el 20 de febrero. A cuantos adversarios cogía en sus marchas, los fusilaba. Llevaba el mismo ardor del año 32, cuando aconsejaba a Salvador Córdova: “Fusile, fusile, fusile, antes que el gobierno ande con lástimas”. Cumplida la misión de aterrorizar a Popayán, se interna por Patía para recoger ganado. Roba otras haciendas, recoge indios que le sirvan ya sea • 362 •

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como animales de carga, ya como soldados. Hace sublevar a los esclavos de las haciendas de Quilcasé y del Cañón de Caloto; entra de nuevo en relaciones con los restos dispersos de las pandillas de Noguera y los Españas. Esta banda de feroces elementos se sitúa en lo alto del Cauca. Desde allí amenaza a un fuerte destacamento del gobierno, al mando del general Eusebio Borrero. Controlando las fuerzas de Obando los caminos a Popayán, Borrero comprende que no tiene escapatoria. Para poder moverse con mayor agilidad, dispone pasar por las armas a un grupo de prisioneros que lleva, entre ellos a Mariano Álvarez. Obando (entiéndase, su facto factótum don Manuel Cárdenas), cada vez que recuerde la muerte de Mariano Álvarez gritará: “¡Murió, gran Dios, el virtuoso Álvarez, y sus asesinos viven; murió, Dios justo, y tu rayo aún no caído!320”. De nada le vale a Borrero fumigar su cuartel, creyendo que con ello lo limpiaba de enemigos atroces. Un tal Manuel Palacios jefe de su comando de operaciones en la guardia nacional de Palmira, intercambiaba constantemente esquelitas con Obando. En esta técnica de provocar defecciones mediante notas y billetes, sabemos que el Jackson Granadino era insuperable. Estando Borrero estacionado en la hacienda de García, Obando va y le ataca. Se sucede una de las peores carnicerías jamás vista en la historia de la Nueva Granada. Mil hombres llevados del mayor odio (porque veían en Borrero al sujeto que “asesinó” a Santander), dirigidos arteramente por Sarria, desencadenan una matanza casi total. Allí cae Apolinar Torres, el oficial que fue en comisión a buscar las cartas en el archivo secreto de Erazo. Cientos de soldados fueron pasados por las armas; no se hizo prisioneros y no se perdonó niños ni mujeres. Unos que intentaron huir como el capitán Guillermo Gaitán, los tenientes Caijao, Rojas y Centeno, los alfereces Nieto e Iguarán, Sarria dio la orden de que fueran alanceados por el negro Indabur. Entre los detenidos fue encontrado el doctor Ramón Rebolledo, insigne personaje payanés, llamado el Doctor Maravilla por su extraordinaria inteligencia. Reconociendo Sarria en él al responsable que dio la orden de captura en contra de su hijo Vicente, expedida por un Tribunal de Popayán, pide que lo alanceen en el patio de la hacienda de García. Varios enfermos, que se habían salvado de los degüellos de estos bandidos fueron repasados con la cuchilla en los hospitales de Pasto. Al menos pudieron recibir la extremaunción expedida por una bandada de curas sueltos que acompañaban a Sarria. Los rostros parecían sonreír en el campo de batalla, disfrutando del cielo, con la mirada fija en la bóveda infinita, el único consuelo y gracia para el cual se nace en la Nueva Granada: la Muerte atroz. Los facciosos cargaron con cuanto dejó el aterrorizado ejército que comandaba Borrero. Este general pudo escapar milagrosamente con 400 hombres y se situó en el cantón de Caloto. Luego de la acción de García, Obando dejó a Sarria “jefeando” como un Atilas, pero ahora con el deslumbrante grado de General (sin que lo re320 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 311.

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frendara Congreso alguno, como él muy constitucionalmente, muy altivo y digno, en el caso de su ascenso lo exigió a Bolívar, el año 26). ¡Qué vida la de aquellos tiempos! Uno se imagina a los pobres ciudadanos, que por poseer un poco de educación se encuentran en la necesidad de ejercer un cargo público, y que por las vicisitudes de la política nacional, de pronto se veían inermes, acosados por un monstruo como Sarria. Honestos padres de familia siendo degollados por estos tigres; otros cogiendo el monte, cruzando ríos caudalosos, abandonando hijos, mujeres y propiedades, sólo para no verse asesinados en su propia casa, y frente a sus seres queridos. “El guerrillero victorioso - dice Restrepo -, se apoderó enseguida de Cali y del resto del Valle del Cauca, cuyos habitantes sufrieron duras exacciones y prolongadas requisiciones para mantener sus tropas. Sin embargo decía Obando, lo mismo que los demás Supremos: que iban a restablecer la libertad”321. El 16 de marzo de 1841, Obando escribió a Salvador Córdova: “Te juro que la Nueva Granada será libre”. Le informaba también que el pobre Borrero ha caído preso, y que ya había ocupado la ciudad de Cali. Entre otras cosas, le pedía urgentemente un envío de mil o dos mil fusiles y le aconsejaba que por ningún motivo fuera a concertar un avenimiento con la “facción capitaneada por Márquez”. Añadía: “Nosotros le otorgaremos la vida por generosidad, mas no por obligación de un tratado, cualquiera que sea...”. Concluía esta carta con un “desespero por darte un abrazo y morir de gusto en tus brazos, y entretanto recibe el corazón de tu eterno compañero y amigo”. Sufría Obando por ver de una vez a sus enemigos rendidos y tener la “fortuna inmensa” de poder otorgarles el perdón. Sólo por eso quería vencer: para perdonar, para que se viera el prodigioso sentimiento de piedad que siempre embargaba a su corazón. Pero él no quería perdonar pendejos, sólo a los poderosos. En sus memorias consideraba que había perdonado a Bolívar y a Urdaneta, Castelli y a Posada Gutiérrez; sentía ahora la urgencia de perdonar a don Pedro Alcántara Herrán, a T. C. Mosquera, a Borrero y a Márquez. Está atormentado José María porque sabe muy poco de su familia; él, tan buen padre, pendiente hasta de los criados y de los perros de caza; el 30 de marzo envía una angustiada misiva a su mujer donde le dice que quisiera volar para darle mil besos y morder a sus hijos y comerse a su hija Soledad. El 31, viendo a sus soldados salar carne, cerca de Buga, vuelve a tomar la pluma y le dice que después de ciertas operaciones se larga sólo para verla y reventarla de mil abrazos. Volaba esta misiva cuando las huestes de Sarria marchaban hacia Popayán. Esta ciudad el 24 de mayo cedió sin resistencia alguna ante el temible lancero. La defensa que “intentó organizar Castrillón fue infructuosa; Sarria atacó por dos flancos, por el Callejón y La Ladera”. 321 Historia de la Nueva Granada, obra citada.

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Los rebeldes eran ya dueños de Pasto, Popayán, Quilichao, Buenaventura y parte de Buga hasta Cartago. La estrategia era convertir la salvación del pellejo del Supremo en una guerra santa. Había que tomar Guanacas y la Plata; avanzar hacia Neiva y abrir camino sobre la capital donde estaba la llave de los archivos para destrozar las evidencias acusatorias “falsas”, “calumniosas” y “cobardes”; hacerlo otra vez como en 1831. “¿Hasta cuándo evidencias, Dios mío?” Escribía Obando sobre la captura de Borrero322: Cayó, pues, en mi poder, el hombre que con su aliento exicial hizo morir al gran Santander; el primero que en la tribuna se había atrevido a tomar mi nombre para llenarlo de improperios a cambio de la candidatura; el que había permitido y festinado los brutales excesos del soldado y levantado patíbulos en Timbío y Popayán, bañándolos con la sangre de sus heroicos hijos; el que pocos días antes acababa de asesinar en la plaza de Palmira al mártir de la calumnia, el comandante Álvarez y los subalternos Pérez, Erazo y Rivera. Fundados temores tuvo su familia de que yo fusilara a este mal hombre, y por ello su respetable hermano José Antonio me dirigió una carta en lenguaje de dignidad e ilustración, y cuyos sentimientos habrían bastado para apagar mi venganza si mi espíritu fuera capaz de abrigar tan innoble pasión, y si otras lágrimas que me hacía respetar la naturaleza no hubieran puesto entre Borrero y yo una impenetrable línea de sanidad pública.

El propio Supremo llevaba un diario sobre los desmanes que iban causando: “dispuse de una parte de la imprenta de Popayán para hacer balas. Saqué ganados para la subsistencia de las tropas, y bestias para montarlas323”. En la guerra el Supremo desarrollaba una fuerza de aniquilación espantosa; arrasaba haciendas, imponía préstamos, realizaba embargos y expropiaciones. Pese al terror la gente tuvo que reaccionar; muchos ganaderos y hacendados huyeron, escondieron sus patacones antes que darlos a unos hombres tan implacables y sangrientos. Para entonces Pasto pasaba a ser, condicionalmente, parte del territorio ecuatoriano, de mutuo acuerdo con el gobierno de Márquez, procurando levantar un frente universal contra las pretensiones de Obando en caso de que éste triunfase; pero en realidad, Flores seguía con pose de Tartufo: enviaba agentes ante el Jackson Granadino, haciéndole ofertas sobre una posible repartición del territorio en caso de que éste llegara a triunfar. Para ello había enviado a Popayán su comisionado el coronel José María Villasmil. Es por ello por lo que don Rufino Cuervo, ministro plenipotenciario de la Nueva Granada, en Quito, escribe el 30 de julio de 1841: 322 A.J. Lemos Guzmán, Obando, de cruz verde a cruz verde; obra ya citada, págs. 316 y 317. 323 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 253.

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El acuerdo del gobierno ecuatoriano para transigir de cualquier modo la cuestión de Pasto y poner término a la guerra en que se ha empeñado, ¿se entiende hasta el punto de entrar en arreglos con el jefe disidente José María Obando, aún sobre límites de la Nueva Granada y Ecuador, como lo ha expresado sin rebozo un miembro del Consejo y otras personas de importancia?324

A veces estos acuerdos se hacían en medio de los rezos de las famosas procesiones en los días santos; mientras más guerras más esplendorosas eran las celebraciones que se ofrendaban al Señor. El aspecto de la ciudad es deslumbrador mientras la recorre la procesión, la cual sale del templo respectivo a las siete de la noche; los habitantes concurren a la fiesta cada uno con un cirio encendido, se colocan en hileras, las mujeres a la derecha y los hombres a la izquierda, todos en actitud de piadoso recogimiento; y como el pueblo es aseado en extremo y usa vestidos de diversos colores, la procesión, vista de lejos semeja una guirnalda ambulante, brillantemente iluminada por los millares de luces que pululan bajo un cielo tachonado de estrellas, al mismo tiempo que se aspira el delicioso y embriagador ambiente de los jazmines de Malabar y del Cabo y los azahares sin número que se producen en la patria de Pubenza, cuyas campiñas no tienen rival325.

En estas procesiones se sacaba a la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, sobre andas de plata, carey y concha nácar, y conducida por dieciséis robustos penitentes vestidos de negro, con los pies descalzos, una soga envuelta en la cintura y la cara cubierta con capucha; pero para tener ese honor debe pertenecer el carguero a la respectiva cofradía. De esta formaba parte Sarria (lo mismo que su grande amigo el General Obando) de tiempos atrás, y no había tradición de que hubiera faltado ni una sola vez a dar cumplimiento al voto ofrecido. En el año de 1841 parecía imposible que el hermano Sarria viniese a ocupar el puesto que le correspondía al frente de las andas... Ni era presumible que viniese, en atención a que en condición de rebelde, estaba fuera de la ley, y por añadidura el gobernador de Popayán tenía ofrecido dos mil pesos al que entregara vivo o muerto al terrible guerrillero. Ya estaba lista para salir la procesión, cuando entró en la iglesia un penitente de mediana estatura y de aspecto fornido, con la horquilla en una mano; se acercó al paso de Nuestra Señora y rezó algo de rodillas. Al levantarse se dirigió al frente de las andas, y con voz de autoridad que no admitía réplica dijo estas breves palabras al penitente que hacía cabeza: Este es mi puesto; y al mismo momento que golpeó en las andas para indicar que 324 Citado en José María Íntimo, pág. 225. 325 Cordovez Moure, citado por Arcesio Aragón en su libro Fastos Payaneses (ya mencionado), pág. 245.

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había llegado el momento de salir, apartó al que iba a cargar y ocupó el lugar de éste. Y como el sustituto protestara, Sarria se descubrió a medias, para hacerse conocer, dejando fulminado de terror al intruso, que tomó las de Villadiego326.

A un lado de Sarria estaba un lugar solitario con las iniciales J. M. O., grabadas por las mismas manos del Jackson. Todo esto sucedía en el Sur al tiempo que un golpe terrible recibía Obando: terminaba el periodo presidencial de Márquez y comenzaba el de Herrán; es decir perdía la oportunidad de poder perdonar a otro usurpador, a un Presidente “miserable”, “proditorio” y “cobarde”. “Se ignoraba aún cuál sería el éxito final de la contienda, pues aún tronaba una recia tempestad desde Popayán a Pamplona, la que arrastraba también en su turbión a las cuatro provincias de las costas del Atlántico, y las de Panamá y Veraguas”327. Pero un cambio inesperado iba a darse: Mosquera que no olvidaba la afrenta de La Ladera, desplegaba una actividad tan formidable como la del mismo Obando. En abril derrota al faccioso Carmona, limpiando los valles de Cúcuta, al tiempo que coordina un plan de integración militar para todas las provincias del Atlántico. El Jackson Granadino, situado ya con su estado mayor en Popayán, cree tener a su merced el territorio con el cual un día soñó fundar el Cuarto Estado. Ya no pensaba en ningún acto de reconciliación con el gobierno y sostenía que habría de derribar con sus propias manos el trono de arbitrariedad, martirio y muerte que se había entronizado en su patria. Este tono de triunfador imbatible va a cambiar de pronto. El coronel Joaquín Posada Gutiérrez obtiene un importante triunfo sobre uno de los tenientes de Obando: el coronel Pedro Antonio Sánchez328. Esta derrota pone en tal aprieto al Supremo que escribe a Salvador Córdova: “Sánchez ha sufrido una derrota completa; vente Salvador; abandonemos todo...; vuela con cuanto tengas porque se nos vienen encima; aún tenemos con qué hacer un esfuerzo y librar nuestra suerte en una batalla general”. Mezcla de zorro y tigre, cauteloso y fiero anda por los contornos de Popayán y en un descuido de un batallón de los constitucionalistas se adueña de un buen lote de armas. Entonces a su paso va dejando casas desoladas, puentes destrozados, caseríos en llamas, familias famélicas que huyen de sus propiedades. Este cuadro junto al que provoca la viruela, es realmente goyesco. ¡Cuántos más carajos tendré que matar para que me entiendan! 326 Ibíd. 327 Vea Historia de la revolución… de José Manuel Restrepo. 328 Qué extrañas coincidencias con los acontecimientos del año 30: Posada Gutiérrez en persecución de Obando, y Domingo Caicedo otra vez vicepresidente de la República; por su lado Flores esperaba solicitudes de Obando para embarcarse en el terremoto social de la Nueva Granada. Sólo faltaba López, el candoroso López, en aquella bacanal de balas y vandalismos, y hubiéramos podido tener otra gesta restauradora del orden constitucional.

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En mayo fue nombrado T. C. Mosquera General en Jefe del Ejército del Sur y de inmediato, dejó sus operaciones militares en la costa Atlántica y desplazóse a Pasto. Da órdenes para que Manuel Ibáñez tome Cali, Posada Gutiérrez se acerque a Inza y José María Barriga unifique las tropas de la zona del Quindío. El Supremo, muy cauteloso vigilaba los pasos de Posada Gutiérrez, quien había sido detenido, por orden oficial, en La Plata. Entonces procuró minar la posición de Posada Gutiérrez con el mismo sistema con que había desmoralizado al general Borrero. Enviaba esquelitas al tiempo que acosaba con sus fuerzas permanentemente; lisonjeaba a los oficiales haciéndolos partícipes de sus rapiñas, y de modo indirecto aplicaba el método del terror, pues pretendía hacer ver que sus montoneras eran implacables bajo la dirección del temible Sarria. Cucaracha se dirige ahora a Cartago con un ánimo y una determinación que provoca pánico en las fuerzas que comanda Salvador Córdova, segundo Supremo de la rebelión del Sur. Los rumores generalizados que ejecutan estos bandidos llevan la explícita orden de que acobarden a los pueblos; son hordas desaforadas que intentan inculcar en la masa una lección satánica para que jamás vuelvan a dar la espalda a los dioses disolutos y malvados de Pasto. La ley era la exacción y los ultrajes más violentos y bajos: se hacían registros diarios a las residencias, se desfloraba a doncellas y violaba a mujeres casadas; esto llegaba a oído de los batallones que iban a enfrentar al Supremo, produciéndose en la soldadesca un doble sentimiento de rabia y horror; “al llegar la noche las desgraciadas señoras de Popayán, si tener libertad para quitarse sus vestidos, temiendo un asalto en sus moradas, dormían reunidas en la sala, escondidas en cuevas o en los más extraños lugares de la casa.329” El saqueo a las provincias circunvecinas era incesante; fueron tomados, por ejemplo, de las provincias de Buenaventura y el Cauca todo el dinero de las tesorerías municipales. El robo de ganado llegó a tal extremo, que se acabó con esta raza en la región. ¡Cuántos sufrimientos, cuántos sacrificios, cuántas infelices víctimas de la desolación, del crimen, de las depredaciones más bajas, de todas las formas posibles y en todas partes, trajo la muerte de un hombre noble como el general Sucre! El Supremo, al tiempo que administraba estos despachos de desolación, también se encargaba de la justicia, principalmente en lo referente al caso de Berruecos. Depuso al juez de Hacienda y nombró en ese cargo a uno de sus íntimos, el doctor Medina. Como Apolinar Morillo había caído en su poder (durante el asalto hecho a Cali, donde destrozó a Borrero), decidió iniciar un nuevo proceso sobre el caso, que hizo refrendar, juramentar y confesar ante un juez. Fue un documento terrible del que Obando no qui329 Referido por Tomás Cipriano Mosquera.

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so dilucidar en sus Apuntamientos. Lo firmaba Morillo donde confesaba que el gobierno lo había forzado a declarar contra Obando. Que en aquella época del año de 1830, él estaba obligado a obedecer, pues no había una ley preexistente que se opusiese a la ordenanza en los casos de obedecer. Que lo hicieron declarar maliciosamente con el único motivo de hundir a Obando, y que por la violencia tuvo que decir lo que dijo; que era falso que hubiere recibido del Supremo orden alguna para asesinar a Sucre. Aquel amasijo con hartas contradicciones, de unas tres páginas, es la fuente más usada por los defensores de Obando para sustentar la tesis de que fue Flores el verdadero asesino de Sucre. Pero los planes de Obando se estremecen, cuando sabe que Cucaracha viene cosechando una cadena de furiosos triunfos desde el Atlántico, y se encuentra ahora en Neiva. Obando comienza a sufrir raras indeterminaciones. Y decide, acosado por malos presagios descender a Cali, que se encuentra tomada por el gobierno. En pocos meses Cucaracha ha demostrado ser un gran general. Desde Huilquipamba hasta Cúcuta recorre un trecho formidable liquidando a todos sus enemigos. En Cartago cae bajo sus fuerzas el rebelde Salvador Córdova; entra el 7 de julio a Cartago, y a tres horas de haber llegado ordenó el fusilamiento de Córdova, decisión que se cumple el día siguiente a las siete de la mañana. Seguramente Cucaracha conocía las ordenes de Obando a su íntimo donde le pedía: “fusile, fusile, fusile, antes de que el gobierno ande con lástimas”, y decidió aplicarle un poco de su propia medicina. Las hordas de Obando, fatigadas por haber colmado sus caprichos, en grupo de unos mil ochocientos se concentraron en las ricas llanuras de Jamundí, a sólo unas cuatro leguas de Cali. Había dicho Obando en tono jactancioso a Sarria, que pronto iba a estar comiendo bizcocho fresco en Cali. El pecho hechizado de los centenares de soldados que comanda Sarria va adornado con rosarios de la virgen de los Dolores. No hay duda de que se sienten a sus anchas, prepotente y victorioso a pocos metros de la devastación total. En día 11, el ejército constitucional al mando del coronel Joaquín María Barriga, se enfrenta, sin mediar muchos planes ni estrategias: están a las puertas de la “derrota de La Chanca”. Saben los del gobierno, que con la indiada y los negros de Sarria no hay plan que valga. Los estrechan en un callejón que conduce a una profunda ciénaga. Los 1.800 hombres de Obando, Sarria y Pedro J. Sánchez se dejan enchiquerar. Nada pudo hacer la caballería de Obando. A punta de lanza se les echan encima. Y apenas se inicia la matanza, se percibe algo muy extraño: no responden los emblemas embrujados de Sarria ni las mañas diabólicas del Supremo. La infantería de Barriga avanzó en firme con sus bayonetas; hora y media de un fuego muy intenso dispersó por completo a Obando, a quien en medio de la refriega no le quedó sino decir: “He aquí la derrota de un triunfo demasiado buscado”. E inmediatamente ordena a Sarria que orga• 369 •

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nice la retirada. Iba el fornido guerrillero montado en un corcel castaño oscuro, su preferido para empujar la lanza. Queda rezagado, armado de un buen trabuco, repleto de balas. Estaba en apuros Sarria, siendo picada su retaguardia por un oficial de Barriga, el joven José Manuel Penagos. Sarria para espantarlo no hacía sino alzar su trabuco en ademán de dispararlo. Pero su amenaza se retrasa siendo cada vez más cercado por los enemigos, hasta que toman bríos los Barriga y Penagos, acercándose al monstruo tiran sus lanzas, una de ellas atraviesa a Sarria por el vacío izquierdo del vientre. “Al sentirse herido Sarria detuvo el caballo y disparó hacia atrás el trabuco, por encima del hombro, con lo cual desbarató la cara al valiente Penagos. Enseguida se sacó la lanza recorriendo la herida con el asta y el regatón como si fuera una aguja de arria; pasó el río Cauca, a nado sobre el caballo, se hizo poner una faja en la herida, y ocho días después estaba en Pasto”330. Sarria, boqueando con su tronera, desciende de la bestia; palpa el hueco que le ha dejado el hierro al tiempo que da aliento a sus compañeros. “Se tapona la brecha” y tiene aún tiempo y vida para poder escapar a Pasto. Trescientos facinerosos entre muertos y heridos han quedado en el campo de batalla, y se cogieron más de setecientos prisioneros. Allí es puesto en libertad el general Borrero. Obando va desesperado hasta Popayán; de allí con pocas pertenencias, y unos cuantos soldados, “acosado por todas partes en un bosque, agazapado entre los matorrales de una laguna y huyendo por las breñas en cuatro pies”331, sujetado únicamente a una imagen de la Virgen Santísima y a un relicario que llevaba empuñado en la mano. De vez en cuando se palpaba un pequeño crucifijo de plata que llevaba siempre al cuello, y “al cual atribuía un poder milagroso, reputándole como un talismán”. Los indios del lugar lo ocultan en una cueva que es tapada con hojas de plátano. Coge hacia Pasto. Todavía tiene una esperanza cuando le llegan noticias de que la sublevación contra el gobierno se reproduce como la sarna. Sabe por intermedio de mensajeros, que Flores le ofrece protección. Obando no se confía, pues su vida es muy preciosa y buscada por el gobierno, y un vencido no es recurso valedero para una fiera como Flores. De modo que entre Mosquera (que avanza con tres mil hombres y varios laureles cosechados en triunfos recientes) y el mandamás del Ecuador, Obando se encuentra en un perfecto atolladero.

330 Cordovez Moure, citado por Arcesio Aragón en su libro Fastos Payaneses, pág. 246. 331 Citado en José María Íntimo de Horacio Rodríguez Plata, Tomo I, Editorial Sucre, Bogotá, 1958, pág. 27.

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Entre el Purgatorio y el Perú La salida es llegar al Perú, donde cuenta con grandes servidores a su causa; ¿pero cómo llegar a este territorio sano y salvo? Va maldiciendo al gobierno, a Flores, a Barriga, Herrán, Borrero, Caicedo, Mosquera... despojándose de todo, y con el subi-baja perenne de sus depresiones. Jura que volverá con hombres aguerridos a destruir al canalla de Herrán y a instaurar el progreso de sus amigos “liberales”. Que América deberá unirse en una gran logia federal. La matanza que sigue a la derrota de la Chanca es horrible; todos los días, en muchos pueblos del sur se escucha la metralla de los fusilamientos. Se fusila en Popayán, en Antioquia, en Palmira. Grandes extensiones de los campos de Timbío habían sido taladas, y en los caminos se veían cientos de hombres fríamente asesinados; horcas y soldados que penden de los árboles como en los tiempos de la guerra emancipadora. Luego de esta total derrota de Obando, conocida en sus pormenores por Flores, su gobierno de un modo formal y decidido comienza a hacer negociaciones con la Nueva Granada. Hace una calurosa felicitación al ministro Cuervo, a quien no había tratado con la debida atención durante los sucesos terribles que siguieron a la Batalla de García, y así y todo Flores seguía en comunicación con el temible alzado; Cuervo lo supo y salió de Quito sumamente preocupado. ¿Por qué defendía Flores a Obando?; sencillamente porque era su más formidable recurso y para mantener aquella región en permanente convulsión y con ello debilitar a su vecino país y él hacerse más fuerte. Por la rebelión de Obando del año de 1830, gran parte del territorio del sur de la Nueva Granada se hizo ecuatoriana; por la rebelión del año de 1840, Ecuador había logrado anexarse Túquerres. Lo inconcebible es que Flores, todavía el 17 de agosto envía una comunicación a Cuervo (quien se encuentra e Túquerres), donde le dice que la única ayuda que su gobierno le va a prestar a Obando, es un permiso para que transite por el Ecuador y pueda embarcarse con destino al Perú. Tal vez José María estuvo considerando un tiempo esta proposición que le hacía su viejo conmilitón hasta que finalmente optó por rechazarla. No porque Flores fuera a traicionarlo, entregándolo al gobierno de la Nueva Granada, como por la enorme ingratitud política que seguía pendiente. “Ultimamente (Obando) ha solicitado permiso para que su familia se embarque en uno de los puertos del Ecuador. Confieso - dice - que he vacilado para acceder a esta gracia, no por mezquindad, ni menos por deseo de venganza, sino porque estoy convencido de que la intención es, hablando vulgarmente, hacernos cargar con el guagua, para después descargarnos golpes a mansalva. Al fin he permitido que pase la familia, porque los hombres generosos no podemos resistirnos a ciertos actos de nobleza y filantropía332”. Este libre tránsito sí les fue concedido también a varios jefes y oficiales de Obando. 332 Epistolario del doctor Rufino Cuervo, Tomo II, citado en José María Íntimo, pág. 236.

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El 5 de septiembre, el Jackson Granadino emprendió su fuga por el Amazonas, acompañado de Tomás España, Ignacio Carvajal y sus dos hijos, Fidel Torres, Francisco Javier Idrobo, sus dos esclavos, Cayetano y Esteban y otros diez más entre criados y soldados, y el más importante de todos, Manuel Cárdenas, quien, como hemos dicho, es uno de los verdaderos autores de los Apuntamientos. Salió Obando de Pasto hacia San Antonio de Iza. Lo vieron por Meneses, Sibundoy, Mocoa, la Torrente del Guinco. Se embarcó en el río Putumayo, lo bajó hasta su desembocadura en el Amazonas; subió luego hasta el Departamento de la Libertad en Perú. Fue una travesía atroz. Detenido en Trujillo, ya en territorio peruano, vuelve su mirada hacia atrás y se llena de una honda pena. No tiene idea de lo que busca, por lo que lucha; sólo entiende que huye, que siempre ha estado huyendo, incluso en medio de la mayor paz de sus placenteras haciendas. Cucaracha lo persigue con la misma saña con que Obando le siguió el año de 1828. Los planes de Obando, se especulaba, eran buscar recursos de los peruanos, quienes gemían bajo el déspota de Gamarra. Con las fuerzas de este peruano emprendería también una guerra contra el Ecuador y se dirigiría hacia Pasto donde contaba siempre con un fuerte apoyo de la población. Lástima. Ya Gamarra se encontraba en el purgatorio. Ausentado Obando de la Nueva Granada se organizó un poco el Estado granadino. Volvió la paz en las provincias de Pasto, Popayán y Buenaventura y comenzó la reconstrucción del país. Pero las heridas eran muy grandes para que pudieran sanar tan prontamente. La sociedad civil había quedado económica y moralmente exhausta. Se le había inoculado el desencanto más total hacia las instituciones republicanas. Cuando Obando llega el 1º de febrero de 1842 a Trujillo, Perú, escribe inmediatamente a su esposa Timotea y le cuenta que lo que recuerda de sus viejas andanzas, lo que ve, lo perdido, le produce una inmensa congoja. Le preocupa profundamente el embarazo de su mujer que está a punto de traer al mundo otro pelao; suspira: “estoy entregado a la Providencia”. Y como posdata: “No tengas cuidado por las intrigas y asechanzas de Flores; yo y él, somos bien conocidos en todo el mundo333”. Pero el 7 del mismo mes le dirá334: “Creo que habrás cumplido en no admitir nada de Flores. En esto me darás un grande gusto, y no sufrirá mi honor”. Sobre el nombre del niño que está por nacer, añade: “Hazle poner a la garrapata el nombre que quieras”. En la Nueva Granada, la resaca vengativa no se extinguió del todo en el grupo “liberal auténtico”. El Jackson Granadino guardó su espada y apenas establecido en Lima, se dedicó a escribir su defensa en artículos de prensa. El 14 de febrero escribía a su mujer que había resucitado con las cartas que ella le había enviado. Le dice que las mujeres sufren pero no tienen el riesgo 333 José María Íntimo, pág. 308. 334 Ibíd., pág. 308.

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de poseer un pescuezo como el suyo. Le ruega que tenga mucho cuidado de que su pequeño hijo, Gratiniano no se asome a algún bosel y vaya a caerse. Que el viaje en vapor de Ecuador a El Callao, en Perú, es de sólo seis días. Ese mismo día 14 envía tres cartas a su mujer; en la segunda le aclara: “Es un infame Flores cuando dice que yo le he faltado a la amistad. ¿Fui yo quien invadió el Ecuador? ¿O él fue quien invadió a la Nueva Granada? ¿Yo fui quien pasó el Carchi, o él fue quien violó la sagrada ley del universo?” Concluye esta segunda misiva diciendo que esta “loco, culeco” por verla y abrazarla, y como posdata: “No quiero escribir a Flores; no puedo hacerlo sin sangre. Pero puedes preguntarle: ¿Cuál de los dos pasó el Carchi?335”. El acoso contra el Supremo no tuvo descanso; Cucaracha, que había sido nombrado por Herrán, encargado de negocios en el Perú, reclamó la extradición de Obando, considerándolo reo prófugo. También el doctor Rufino Cuervo como encargado de negocios en Ecuador, reclamó al Perú, la inmediata extradición de Obando336. Este documento lleva fecha del 16 de abril de 1842 y dice: “Notorio es en toda América y en gran parte de Europa el asesinato perpetrado en la persona del ilustre Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre, en la montaña de Berruecos el 4 de junio de 1830, y notorias son también las circunstancias que impidieron más de nueve años el descubrimiento de los autores de tan atroz atentado. Sucesos inesperados presentaron a Obando como el instigador y corifeo de ellas. Los tribunales competentes emprendieron entonces el conocimiento de la causa, y Obando fue reducido a prisión junto con sus principales cómplices. Seguíasele el juicio por los trámites legales cuando el reo verificó su fuga, según parece del edicto público por el señor cónsul Triunfó en esa ciudad, y enarboló el estandarte de la rebelión en Pasto, amenazando igualmente la libertad pública y las libertades individuales...” Tiempo es ya señor, de que a los grandes facinerosos que ha brotado la revolución americana para contrastar el mérito de tantos héroes, les persiga en donde quiera la espada de la ley y la ignominia para el reposo de los pueblos337.

El presidente Herrán hizo cuanto pudo por meter al prófugo en una cárcel. En carta del 8 de junio de 1842, a don Rufino Cuervo, le insiste: Persigue a Obando por cuantos medios lícitos estén a tu alcance. Jamás debes considerarlo ni dar motivo para suponer que lo consideramos como un hombre que representa algún partido político en la Nueva Granada, donde ya no hay partidos. Sólo debes perseguirlo como a un jefe de 335 Ibíd., pág. 315. 336 Obando dirá después: "…este hombre a quien se le había convertido en sustancia el significado de su apellido;... este animal inmundo que como el ave de que ha tomado el nombre, no se alimenta sino de la más fácil pesca y de la carne muerta que ya no puede defenderse..." Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, Vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 241. 337 Citado en el libro Florentino González, de Jaime Duarte French, pág. 290.

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bandoleros, culpable de enormes delitos comunes y responsable de tanto como ha robado y hecho robar...338

Un pedido similar de extradición propuso ante el Perú la Corte Suprema Marcial del Poder Ejecutivo. Pese a que aquel partido “liberal” quedó en efecto casi extinguido, algunas débiles voces insistían en que el Supremo seguía siendo una “víctima inocente de su destino”. Perú negó su extradición, pero le impuso el extrañamiento de su territorio, y Obando tuvo que refugiarse en Chile. Hasta allá continuó la persecución de Mosquera. Entonces surgieron otros lamentos con algo más de fuerza donde se imploraba no más “odio político” contra un hombre que por sus desmanes estaba manchado para siempre. Siguió el ciclo demente de la sicología de nuestros pueblos. La huida de un delincuente de la categoría de Obando suele convertirse en un tremendo elemento propagandístico a favor del perseguido. Luego de la espectacular huida de Obando, el proceso contra los asesinos de Sucre continuó, no ya con las especiosas trabas que tenía. Por una interpretación tropical del sentido jurídico que suele dársele a la amnistía o al indulto, a Sarria no se le siguió juicio alguno en este caso. Indultado, fue a parar a Venezuela, sin despojársele sobre sí, los títulos de un jefe político y militar que dirigió una ardua oposición a los gobiernos de Márquez y de Herrán. José Erazo fue juzgado como traidor y espía; sentenciado a trabajos forzados en el presidio de Cartagena. Allí murió antes de concluirse la causa que junto con Apolinar Morillo debió seguírsele por el Crimen de Berruecos. El proceso había sido trasladado a Bogotá, y después de varios días de deliberación, examinando cargos y oyendo la defensa de los inculpados, resultó Apolinar Morillo convicto y confeso del crimen que se le imputaba. El Consejo de Guerra de oficiales generales, “administrando justicia a nombre de la República y por autoridad de la ley, ha condenado y condena al referido coronel Apolinar Morillo a la pena de ser pasado por las armas, de conformidad con lo dispuesto en el artículo... Teniendo en consideración que de los autos resulta que José María Obando es el autor principal del asesinato del expresado Gran Mariscal de Ayacucho...”. El 25 de octubre de 1842, el tribunal propuso al Poder Ejecutivo conmutar la pena de muerte de Morillo. Se exponían razones, como que José Erazo, por ejemplo, se sustrajo del juicio, “que Sarria había sido indultado no sólo del delito de rebelión sino también de los demás que aparece acusado, entre los que comprende el asesinato de Sucre por el que se le juzgaba”; que todos los cómplices habían muerto, y que al menos este señor había tenido, a diferencia de aquellos delincuentes, el gesto (durante la resistencia, contra las huestes de Obando)339, de prestar servicios a la República. Pero el gobierno respondió con razones contundentes; decía que el ejemplo de Sarria no debía alegarse y que Morillo no era menos culpable 338 Florentino González, de Jaime Duarte French, pág. 290. 339 Estando Morillo preso en el cuartel de Popayán, prestó servicios al gobierno como simple soldado. En una de las escaramuzas, que regularmente se presentaba contra las fuerzas de Obando, se dice que luchó con valor.

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porque aquel fuera indultado. En cuanto a los supuestos servicios prestados durante la guerra del Sur, expresaba: “¡Desgraciada la sociedad si estuviera al arbitrio de los criminales expiar sus faltas con la sola enmienda de la vida pasada, sin sufrir el castigo que las leyes divinas y humanas han impuesto para purgarlas!”. En esta polémica, resalta un juicio del entonces Vicepresidente de la República, general Domingo Caicedo, que enlazado con los hechos de los años de 1830 y 1831, pareciera producto de amargas debilidades y remordimientos. De modos diferentes se ha sostenido que el general Caicedo fue uno de los que estuvo enterado de la infernal trama que durante el año de 1830 se orquestó para asesinar a Sucre; que en esa conspiración él sabía que Obando actuaba como el director del grupo que asestaría el golpe. A pesar de que el general Urdaneta, recién encargado, había prometido no transigir con los ejecutores del Crimen de Berruecos, y de que la mayoría de los más eminentes hombres públicos de la República, como el señor Joaquín Mosquera, señalaban a Obando y a López como los evidentes verdugos del Mariscal; pese a todo esto, el general Caicedo, cometió la extraordinaria debilidad de transigir frente a la posición del Binomio del Cauca, y les concedió no sólo cuanto pedían en sus amenazas, sino que acabó por aceptar al Supremo como Ministro de Guerra en el gabinete que él llegó a presidir. Este cargo lo desempeñó Obando con poderes extraordinarios. El débil de Caicedo, lleno de remordimientos, digo, sugirió que debía conmutarse la pena de muerte por otra menos grave, en razón de que “Morillo no ha sido el principal autor de este delito, y que él lo ha cometido sirviendo de instrumento y en virtud de las órdenes de un jefe militar. Obando y Sarria viven, se han sustraído a la venganza de las leyes...” Luego la historia ha querido ser revisada de mil maneras diferentes. Es lógico que aparezcan deudos humillados que quisieran defender la causa de Obando. Muchos se apiadaron del maldito destino que sobrellevaba el Jackson Granadino, y se creyeron en la obligación de darle a esta maldición explicaciones mitológicas y hasta telúricas. Pero al tiempo que trataban de explicarla surgieron tesis estrafalarias en donde Obando era un ser casi santo; alguien incapaz de haber mentido, de haber calumniado a nadie, de haber mucho menos cometido el espantoso crimen por el cual padeció toda su vida. Entonces se dijo que Morillo había hecho la confesión de su crimen por un engaño del gobierno, el cual le prometió que si lo hacía saldría en libertad. Pero ni aún ante el patíbulo, donde se encontraban varias personas, Morillo cambió de parecer sobre Obando y sobre el hecho de que él era uno de los principales culpables. Los defensores de Obando leyeron letra a letra cada una de las frases de aquel documento tan crudo y llegaron también a la conclusión de que era demasiado refinado para haber sido elaborado por una mente cruel e ignorante como la de Morillo. Pero Morillo no era tan analfabeta como se le quería presentar340. 340 No olviden que sirvió a las órdenes de Miranda, Bolívar, Nariño, José Félix Rivas, Soublette y Urdaneta y siempre con el grado de oficial.

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Dicen los apologistas de Obando que con pocos conocimientos de sicología, “puede saberse que el condenado a muerte solamente tiene una voluntad y un pensamiento: ¡Vivir!”. Esto no siempre es cierto. Algunos prisioneros condenados a muerte llegan a un desprecio tal de la vida, que sienten gozos extraños ante la llegada de la sentencia capital. Incluso hay quienes han sentido verdadera decepción al saber que se les ha conmutado la pena. En los Estados Unidos son frecuentes estos casos de criminales. Gary Gilmore pidió que lo mataran, rechazando incluso la defensa. Para estos seres la muerte parece una especie de liberación. Morillo en una de sus últimas confesiones dijo que perdonaba a Obando, quien lo había perdido. Sus clamores antes de ser fusilado son aún un eco horrible que como las llamas embrujadas del Tirano Aguirre parpadean noche, con brillos siniestros en los anales de Colombia. El grito de Morillo antes de ser ejecutado, mostrando los dientes enfermos, los ojos desorbitados revelan la liberación de una infernal carga. Fuera de su país Obando dedicó casi todo su tiempo en contestar, como ya se dijo, mediante cartas, artículos y libros los cargos y acusaciones que se le hacían. Miles de cuartillas iban a la imprenta, escritas y retocadas por Manuel Cárdenas, y que eran a la vez despachadas para Ecuador, Colombia y Venezuela. En nuestra América, insistimos, cualquier delito que se le descubra a un importante hombre público, tiende a convertirse en un pleito de partidos; se habla entonces de calumnia, de reputación mancillada, de procurar “la pérdida de un hombre inocente y probo”. En El Comercio de Lima, para refutar la Historia crítica de Irisarri, Obando publicó cincuenta y seis artículos, hasta 1848. En Lima, en 1842, fue publicado Apuntamientos para la historia. Casi todos los argumentos de Obando están estructurados para demostrar que el verdadero asesino de Sucre fue el general venezolano Juan José Flores. En el proceso de recoger toda una impresionante cantidad de detalles sobre Flores (que sólo podía ser posible mediante una intimidad muy grande, o una complicidad extrema con él en numerosos delitos). Dice en su Defensa ante la historia crítica: “Publicados en Lima en 1842 mis Apuntamientos para la historia, rasgué con este escrito los velos que por tanto tiempo habían mantenido inexplicable el misterio de mi persecución por los que me acusaban del asesinato del General Sucre a los diez años de sucedido, y el enigma de su notoria alianza con Flores y aún con Apolinar; el primero designado por la más natural y justa crítica como responsable de aquel hecho atroz (que sólo a él podía interesar); y el segundo, el hombre reconocido como el principal instrumento para la ejecución del crimen, a lo menos, según las apariencias y el común consentimiento de las partes.”341. Eso de que sólo a Flores podía interesar el asesinato de Sucre, es una 341 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, Vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 13.

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frase fundamentada sobre la filosofía utilitarista de Jeremías Bentham. ¿Es posible, que a Obando, por algún motivo, le hubiera podido interesar la muerte de Sucre? ¿La cosa era que “interesara”, y en términos de esta bajeza reclamar inocencia? ¿Por qué plantear la monstruosidad de lo del interés? Sostiene Obando en este mismo estudio: El general Sucre había adornado su frente con copiosos laureles recogidos en la guerra de independencia, pero no contaba entre sus glorias la de haber desnudado su espada contra el Genio prestidigitador del nuevo mundo, para obligarlo a doblar la rodilla ante LA LEY. El coronel Obando lo había hecho: nadie, ni Dios mismo, podía ya quitarle la gloria de haber sido el primero y caso único entre los soldados de Colombia, que se atreviera a retar al gran coloso. El coronel Obando tenía, pues, una gloria exclusivamente suya, y muy grande para cometer la vileza de matar a un héroe que no había participado de ella; muy grande para asesinar por envidia de su gloria.342

Es decir, que para Obando haberse rebelado contra Bolívar era un acto superior a las glorias obtenidas por Sucre en Pichincha y Ayacucho. ¿Quién sino los “liberales”, fueron los que le metieron en la cabeza, que atacar al héroe más asombro de América del Sur, era una gloria que ni Dios podía quitarle? Bien conocido es por los estudiosos de la historia de Colombia, que Obando fue íntimo amigo de Flores desde 1823, no obstante sostiene (o sostiene quien le escribe sus ideas): Yo no sé cuál sería la primera crueldad de Flores, que estará escondida allá en la oscuridad de los primeros años de la guerra de Venezuela, fecundos en atrocidades celebradas como triunfos en uno y otro partido; pero lo que sí sé es que la primera no la cometió en Pasto, porque ya allí se mostró tan perito y amaestrado, durante su gobernación de 1823 al 25, como el hombre de más crédito en este abominable ejercicio; todavía recuerdo con asco y con horror la buena conciencia con que me invitó una vez a ir al patio de un cuartel, “a ver cómo era que se mataba con chopo” (es decir con un solo golpe de maza...) Estos espectáculos, fueron una diversión casi diaria del Gobernador, por muchos años, y yo me fui de Pasto, virgen, sin saber “cómo era que se mataba con chopo.343

En el tiempo que transcurre de 1823 a 1830, jamás se oirá un reclamo de Obando contra estas macabras prácticas. Peor aún, se leerán tiernas y dulces cartas que el uno enviará al otro, como ya han sido mostradas en capítulos anteriores. Pero en la secuela de insostenibles mentiras que contiene la Defensa de Obando, escrita en Lima, dice que ya él, el año de 1831, cuando:

342 Ibíd., págs. 21, 22. 343 Ibíd., pág., 24.

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…acabando yo de restablecer el gobierno que el año anterior habían derribado los bolivios..., hizo Flores publicar en Jamaica, de acuerdo con los bolivios emigrados en aquella isla, una carta que se suponía escrita por mí al Capitán General de la Habana D. Fulano Vives, en que yo le decía que si me había pasado del ejército real al insurgente, había sido para mejor servir a S. M., sometiéndole aquellos países rebeldes tan pronto como cayeran en mi poder; y que ya podía S. M. disponer de ellos a su talante porque ya los tenía en mis manos como General y como Ministro que era de la Guerra...344

Obando, para salvarse ante el cúmulo inmenso de documentos que lo comprometían feamente, apela al hecho de “cuántas falsificaciones de mi firma se habrán hecho... ¡cuántas de que yo no haya podido ni tener noticias!”. Hay algo en toda la defensa de Obando que lo desquicia, y es el hecho de que Flores se haya ido para Guayaquil, sin decirle una palabra de su viaje, cuando precisamente se estaba matando a Sucre. Este hecho lo recuerda con un dolor y un estremeciendo horrible, porque se siente engañado en lo más hondo. Flores, mucho más zorro que él, previendo las tremendas consecuencias que este asesinato podía acarrear, se alejó lo que más pudo del teatro de los acontecimientos. En este sentido señala Obando: Digno es de notar también que el 21 de abril (1830), como se ve en el extracto publicado por Flores, le propuse una entrevista en Tulcán; él me la acepta, y me habla de ella, y me la ratifica en tres diferentes cartas; y sin embargo se va para Guayaquil sin decirme una palabra de su viaje. Me la acepta en 5 de mayo; me la ratifica el 23 en la carta que sirvió de pretexto al viaje del Tuerto Guerrero a Pasto; me vuelve a hablar de ella el 28, señalándome ya la ciudad de Ibarra para la entrevista; y acabando de soltar la pluma para esta cita, se va para Guayaquil volando sin decirme que se va. Sabe que el general Sucre se acerca...345

¿Con cuántos inusitados detalles es posible explicar el odio que se siente por una persona cuando por largo tiempo se le ha estimado? En el pleito inmenso que desató la nueva revelación del Crimen de Berruecos, se cometió el error de hacer aparecer al general Flores como completamente inocente del mismo. Obando, por su lado encontraba en la tonelada de documentos que conocía y tenía a mano, cómo hacer ver que Flores no era ningún santo y estuvo fuertemente aliado a él en los pormenores monstruosos del asesinato. Es por ello por lo que un gemido profundo brota de su alma cuando se queja de la ceguera de cuantos lo atacan y dice: 344 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 27. 345 Ibíd., pág. 38.

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No los culpo de todo: es muy natural que ellos (los historiadores Baralt y Díaz) se inclinen a Flores y no a mí: tal vez son bolivianos, como lo es Flores; yo no lo soy: Flores es su paisano; yo no lo soy. Natural es que hayan deseado que la mancha caiga en un extranjero y no en un paisano suyo, y hasta el patriotismo, extraviado por el deseo y por el interés nacional, puede haber tenido en esto mucha parte: no hay en el mundo muchos Herranes y muchos Mosqueras, que a fuego y sangre se empeñen en apropiar a su patria una mancha que no le pertenece.346

El hecho de que fuerzas extrañas a la patria colombiana estaban participando en el horrendo crimen se deduce fehacientemente del hecho de que el asesinato de Sucre se conoció primero en el Perú que en Colombia. Del mismo modo como la rebelión de Obando del año 28 se había conocido en este país días antes que en la propia Colombia. Dice Obando en su Defensa: “El lector tiene que escoger entre Flores y yo para saber cuál de los dos pudo ser el autor de un rumor propagado en el Cuzco mucho antes de morir el General Sucre, y debe hacerlo poniendo todos los medios para no equivocarse, porque es seguro que el que infundió esta falsa noticia, es evidentemente el autor del asesinato.347” En los pormenores que maneja Obando, para demostrar que Flores fue el verdadero asesino, aparece el ya mencionado Tuerto Guerrero quien “llevó las órdenes y estructuró el plan para salir de Sucre”. Sostiene Obando que el servidor del mandamás ecuatoriano, Clemente Zárraga, oyó en Riobamba del propio Flores, que la muerte de Sucre era muy necesaria. Que una partida conducida por Guerrero había sido mandada por Flores para asesinar al Mariscal, con la promesa de un ascenso a Coronel del ejército. Es decir el mismo premio que Obando y López hicieron por su lado a Apolinar Morillo. Más tarde cuenta Obando que el Tuerto Guerrero fue el encargado de conducir a Pasto a los asesinos, de dejarlos allí y volverse a Quito antes de la ejecución. Salió de Quito para Pasto, según él (quien era Comandante de la región) el 23 de mayo. Insiste Obando en su Defensa en que él tendrá que oponer a la intriga la intriga; y que ante los sondeos de Flores, él concertaba otras estratagemas. Los dos estaban enredados en el secreto y la desconfianza por motivo de haber participado ambos en el mismo hecho. El “Carnicero extraño y por añadidura ridículo de Flores” le daba vueltas al oso de Cauca, así como el Supremo quería descubrir las intimidades oscuras contra quien se decía su amado y querido amigo. Como Morillo estaba entonces muerto, no podía ser un buen testigo para Obando en la defensa que estructuraba en Lima. Y sostuvo José María con ardiente frenesí que Morillo estuvo un tiempo (todo el mes de mayo de 1830) en Quito preparándose para el asesinato. 346 Episodios de la vida del general José María Obando, Biblioteca de Historia Nacional, Vol. CXXII, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 45. 347 Ibíd., pág. 55, 56.

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Después que Obando ha escrito doscientas páginas de su defensa, emite otro alarido: Y bien, señores; aquí hay un asesino y un hombre inocente. ¿Quién es el asesino, y quién es el inocente? Ya oigo que la ley, la crítica sana y desinteresada, y la voz de la razón responden: El asesino de Sucre es aquel cuyos amigos le iban asesinar desde 1828; el asesino es aquel que se preparaba a la defensa desde antes que pudiese acusársele; el asesino es aquel a quien únicamente interesaba la muerte de su rival; el asesino es aquel que ocultó con hipócritas sollozos la alegría que le causaba su muerte; el asesino es aquel que ha tratado de probar hechos falsos; el asesino es aquel... El inocente es aquel que se presentó por sí mismo a ser juzgado, a la primera noticia que tuvo de que se le acusaba; el inocente es aquel que, deponiendo sus triunfos, prorrogó jurisdicción hasta a sus mismos verdugos para que le oyesen y juzgasen; el inocente es aquel que por todas partes ha buscado jueces, no habiéndolos hallado en su patria; inocente es aquel contra quien sus perseguidores formaron alianza y causa común con el asesino confeso y con el asesino señalado por el dedo de todos; el inocente es aquel... el inocente es aquel hombre fuerte que ha mostrado a todos estos hechos, y este hombre es OBANDO.348

Para concluir su Defensa, escribe: Me he tomado este duro trabajo, superfluo en el concepto de muchos, porque debo dejarme ver, siempre pronto a imponer silencio a los que tienen que calumniarme para justificar sus atrocidades y porque quiero vivir después de muerto. “La posteridad sabrá distinguir entre los que han trabajado por patriotismo y de un alma elevada, de aquellos que en la revolución americana no vieron más fin que apropiarse la cosecha de lo que todos trabajaron”. He aquí las palabras embalsamadas con que un personaje americano en su correspondencia epistolar, me ha consolado y hecho envanecer de mi propio infortunio. ¡La posteridad! Sí yo quiero vivir en ella, y vivir en el corazón de los hombres de bien de las generaciones venideras: en el corazón de los amigos de la LIBERTAD. Lima noviembre 12 de 1847.349

348 Ibíd., págs.193, 194. 349 Ibíd., pág. 269.

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El destierro

Aquella canalla ha puesto mil medios de mortificarme, yo los compondré a su tiempo. J. M. Obando

En su huida, Obando traspasó las selvas del territorio del Caquetá, venciendo toda clase de infinitos peligros, frente a las tribus del Putumayo y del Marañón. Aquella marcha se inició el 5 de septiembre de 1841, saliendo de la ciudad de Pasto y acompañado de sus amigos Manuel Cárdenas, Ángel M. Céspedes, Ignacio Carvajal, Fidel Torres y José España, y de sus esclavos Cayetano y Esteban. Los indios de Putumayo lo socorrieron en cuanto pudieron, dándole alimentos, vestidos y posada. El 5 de noviembre de 1841, remontaron las terribles torrenteras del Amazonas, poco después de haber pasado por el pueblo de San Pablo. Fueron tres meses de un albur y de una agonía impresionante. El 22 de febrero de 1842, a las 6 p.m. fondeó en el puerto de El Callao el buque de vela inglés Vicar of Bray, donde iba el general. Iba pensando en Asesinatos Notables, como los del ilustre Piar... Padilla y trece más que fueron aniquilados por el gran Bolívar... El general Sucre había adornado su frente con copiosos laureles recogidos en la guerra de Independencia, pero no contaba entre sus glorias la de haber desnudado su espada contra El Genio Prestidigitador del Nuevo Mundo, para obligarlo a doblar la rodilla ante la LEY. El coronel Obando lo había hecho: nadie, ni Dios mismo, podía quitarle ya la gloria de haber sido el primero y acaso el único entre los soldados de Colombia, que se atreviera a retar al gran coloso. El coronel Obando tenía, pues, una gloria exclusivamente suya, y muy grande para cometer la vileza de matar a un héroe que no había participado de ella; muy grande para asesinarle por envidia de su gloria. Escriba esa vaina Cárdenas, que es muy bueno, es muy sólido y cierto350. El único consuelo en el mundo para Obando era su mujer Timotea; ella podía darle paz, seguridad, amor. Muchas horas las pasó viendo el mar en el puerto de El Callao, esperando el vapor en el cual ella debía llegar. Cuando veía a lo lejos un barco, tomaba un bote y se hacía a la mar para recibirlo; en aquellos momentos iba temblando, enfermo de ansiedad, y muchas veces padeció horrible decepción al comprobar que su amada no se encontraba entre los viajeros. Quedaba sin sangre en las venas y se echaba a llorar. 350 Episodios de la vida del general Obando, Editorial Kelly, Bogotá, 1973, pág. 22. Todavía hay quienes dudan que este tío estuviera loco; y para completar, monopolizará la furia partidista de su país llegando a ser uno de los presidentes más populares de Colombia.

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“Vente - le suplicaba - para olvidarme de leer y escribir”. Desde entonces se dice que Obando comenzó a envejecer, a perder pelo, y echar buche y barriga. En medio de este brutal desconcierto se preguntaba si en verdad era un criminal; si era un ladrón. Su fiel amigo Manuel Cárdenas le daba fuerza, explicándole: “- Usted hizo lo que hace todo general en una guerra: usted tenía que tomar de las haciendas caballos, ganado, esclavos; sacar recursos de donde los hubiera. Y tenía que acudir a los recursos políticos que en Occidente existen desde la implantación del Imperio Romano. Lo que se hizo con Sucre ya se había hecho contra Miranda, Piar, Servier, Padilla, los dos Córdovas, Rojas, Bermúdez, Carvajal, Castillo, Pérez, Sáenz, Heres...” Obando entonces replicaba: - Amigo, hágame el favor de escribir eso inmediatamente; estructure un buen artículo para El Comercio. Me hace falta, amigo; me hace mucha falta. Porque lo primero que hacía Obando cada mañana en Lima era trasladarse a las oficinas de El Comercio, entregar algo de su defensa, y pasar el día releyendo lo que había sido publicado sobre el tema el día anterior. Cuando Manuel Cárdenas le levantaba el ánimo, poníase entonces a considerar planes para una invasión, con ayuda peruana, al Ecuador. En tal sentido mantuvo estrecha comunicación con el coronel Juan Pereira, para dar un golpe fuerte, decidido, combinado y perfecto. Le decía: “Usted escogerá lo que mejor le convenga después de estar el país en manos liberales de ambas repúblicas”. Y añade proposiciones de este calibre: “si usted quiere residir en la Nueva Granada, usted será General de aquella república, y recibirá veinte mil pesos de remuneración...”351. Prometía ascensos y recompensas para los demás jefes que participaran en la acción. Fue por esto por lo que Herrán, indignado, le pidió a Cuervo que persiguiera al Jackson Granadino por cuantos medios lícitos tuvieran a su alcance. Que lo persiguiera como a un bandolero, culpable de enormes delitos comunes y responsable “de lo mucho que ha robado y ha permitido que se roben”. Entonces Herrán estaba haciendo gestiones para que Venezuela hiciese una excitación al gobierno del Perú para obtener la extradición. Obando recibió muchas atenciones, ayuda y protección en el Perú, porque todavía quedaban importantes funcionarios de la época en que Bolívar había destruido a La Mar en Tarqui; gente que había prestado una estrecha colaboración al alzamiento de Obando y López, entre ellos el famoso ministro de relaciones exteriores, doctor José Villa. El general Tomás Cipriano de Mosquera en su odio desmedido por capturar a Obando como fuese, se hizo nombrar Ministro en Lima. El Jackson Granadino, seguro de la protección que recibía, escribía a su mujer diciéndole: “Ríete de cuanto te digan de reclamos de Mosquera ni de nadie en este mundo, y más debes reírte del cuento del mando de divisiones, y de asechanzas para entregarme; esto tiene el mismo origen y el mismo objeto de la ridícula especie del convenio con Flores”. 351 José María Íntimo, pág. 343.

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Cuando Cucaracha llegó a Lima mostrando su nombramiento como Ministro plenipotenciario, acreditado al mismo tiempo ante los gobiernos del Perú y Chile, el canciller Benito Lasso, quien había sustituido a Villa, negó la extradición. No obstante el presidente Vidal decretó la expulsión de Obando del territorio peruano en el término perentorio de tres días, pero costeándole el pasaje al país que quisiera elegir. Obando escogió Chile. Cuando el Jackson Granadino llegó a Chile, le venía pisando los pasos Mosquera. Cucaracha se dirigió a la capital, y Obando sacándole el cuerpo fue a residenciarse en la población de Quillota. Doña Timotea quien había pasado un corto tiempo de paz, departiendo un dulce período de luna de miel con su marido en Lima, había quedádose en esta ciudad esperando poder trasladarse a Chile. Estaba doña Timotea profundamente humillada en Lima, escondida de la gente, cuando el dios de esta familia apareció: Manuel Cárdenas. Don Manuel le dijo en tono terminante: “- Usted si quiere parecer lo que es, esto es, la esposa del ilustre perseguido, no enseñe a nadie sus lágrimas, y preséntese como él, más altiva e impasible, mientras más desgraciada”352. Mosquera fue recibido por el presidente Manuel Bulnes, en audiencia pública, el 7 de diciembre de 1842. Pero su solicitud de extradición fue negada. Por esta época comenzaban a circular profusamente los Apuntamientos tanto en Chile, Perú, como en la Nueva Granada. En este último país se hicieron todas las gestiones posibles para impedir su distribución, que despertó por el proscrito, simpatía y veneración. Por su parte Mosquera aprovechó su estancia en Chile para editar una obra contra Obando, titulada: Examen Crítico Del Libelo Publicado En La Imprenta Comercio En Lima, Por El Reo Prófugo José María Obando, y salió impreso en abril de 1843, en Valparaíso353. A principios de 1844, defraudado al no poder conseguir la extradición del Supremo, salió Cucaracha hacia Lima. Allí quería responder, por la prensa, las inmensas “calumnias” que Manuel Cárdenas había publicado 352 Ibíd., pág. 359. 353 Es decepcionante e irremediable la manera como se ha tergiversado la historia de los pueblos latinoamericanos. Por ello nos cuesta tanto rectificar y conocer nuestras debilidades y penosos errores. Para dar gusto a los clamores de sus partidos han dicho estupideces que dan grima. La furibunda santanderista Pilar Moreno de Angel le ha tenido que salir al paso a ciertas afirmaciones de Horacio Rodríguez Plata en el sentido de que Santander llegó a conocer al poeta alemán Goethe. En su libro, Santander en el exilio, don Horacio dice que Santander llegó a tratar en sus andanzas por el viejo mundo al autor de Fausto. En las páginas 339, 574, 648, 657 del libro Santander en el exilio, se dice que Santander conoció y trató a Goethe. Increíble ligereza de un historiador que fue presidente de la Academia de la Historia Colombiana. También dice que Santander conoció al filósofo Schopenhauer, lo cual tampoco fue cierto. Doña Pilar, avergonzada de este imperdonable error, de su queridísimo amigo Horacio Rodríguez Plata, escribió en su libro Santander: "Santander conoció durante este período al Conde von Grote no Goethe como ha sido erróneamente anotado": Santander, Pilar Moreno de Ángel, Planeta, 1990, pág. 489. Pero barbaridades insólitas de este tipo no sólo aparecen en el libro Santander en el exilio, sino en el otro José María Íntimo. En éste, página 362, tiene Horacio Rodríguez Plata la increíble estupidez de decir que entre los que mostraron mucha amistad a Obando en su estancia en Chile estuvo el ilustre don Andrés Bello. ¿Por qué en su libro de 513 páginas, siendo que dice hay numerosas referencias en el Archivo de la señora Carvajal de Obando, sobre este hecho, no muestra un sólo documento que lo confirme? También mete en este asunto a Domingo Faustino Sarmiento.

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en su contra. Al mismo tiempo continuó haciendo gestiones para que el gobierno de Chile saliera de aquel “ reo prófugo”. Durante los meses que pasó solitario en Chile, Obando pensaba sobre todo en sus hijos, en su mujer. Paseaba por las tiendas y cuanto juguete veía para niños, le punzaba el alma. Su queridísimo Gratiniano lo volvía loco; y entonces regresaba a la soledad de su cuarto cargando con un pito, un tambor, un caballito, una pelota, un tentetieso. En marzo llegó su familia a Chile y se establecieron en una granja en Quillota. Allí doña Timotea fundó un pequeño colegio para niñas. Poco después se trasladarían al poblado de Coquimbo. Por la situación de inestabilidad política de nuestros países, Obando vivía en un permanente desasosiego. Un cambio repentino de gobierno podía llevarlo a la desgracia, aunque por esta misma inestabilidad le abrió las puertas de Lima en septiembre de 1844. Un “amigo” del Jackson Granadino, don Manuel Menéndez llegó a la presidencia. No olvidemos, que dada la activa participación de Obando (con elementos peruanos en sus revueltas del 28 y del año 40), había conquistado cierta popularidad en el medio político de esta nación. De modo que el perseguido regresa a Lima dejando a su familia en Chile. Va en busca de una mejor situación económica. Por los serios disgustos que Cucaracha le hiciera pasar en Lima, don Manuel Cárdenas sufrió, a principios de 1844, una severa torcedura de la cara. Tomás Cipriano tomó un vapor en El Callao, de regreso a su país, dejándole aquel mal tan serio al mejor amigo de su peor enemigo. Desde Lima vuelve Obando a sus amorosísimas cartas con su señora esposa. No deja de rogarle que esté pendiente de Gratiniano, que tenga sumo cuidado con alguna caída, que vigile sus carreras. Ya para entonces la familia contaba con un nuevo crío, Capitolino, quien nació en Quillota. El 23 de noviembre Obando parecía gritarle en sus cartas a Timotea: “Mucho cuidado con Gratiniano con ese maldito aljibe; hazlo tapar. Que no se asoleé (sic), no vaya a enfermarse...” Otra vez la soledad, sus dudas en aquella lucha por las ideas “liberales”, cuyo peso caía enteramente sobre sus hombros. Para completar la fatal noticia de la muerte de Vicente Azuero Plata, quien fuera su abogado en la capital. Y a su lado, enfermo y agobiado por el vivir en tierra extraña, su valiente amigo don Manuel Cárdenas, quien llevaba ya tres meses con la cara torcida. A veces vemos a Obando pasar el día haciendo recortes de figurines viejos o de periódicos para enviárselos a su mujer. Quien le mire a escondidas, le parecerá un niño grande, con el porte algo averiado aunque de movimientos rápidos; la cabeza poblada de cabellos blancos. Allí ensimismado, con su rosada tez, sus enhiestos mostachos, sus pequeños ojos de fiera acosada. Entre suspiro y suspiro, cansado de la metralla política que no cesaba en Nueva Granada, Ecuador, Chile o Perú, cogía la pluma para hablarle a su mujer; sobre todo para recordarle que ella era el ser sublime que le había enseñado a ser desconfiado de los hombres “y con razón... yo no delibero • 384 •

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nada sin tu voluntad... A Gratiniano les escribo también; y a Capitolino dámele unos mordiscos muy suavecitos... No quisiera levantar la cabeza de esta ocupación, pues me parece que estoy hablando contigo, y que oyes y me contestas”; y pensativo se decía: - En la política lo difícil no es triunfar sino tener las bolas para marcharse, para apartarse. Pasaba algunos días en estas penas para arder en calenturas de venganzas contra Flores y los asesinos de la Nueva Granada; pues corrían rumores y bolas de la pronta caída del temible Juan José. Pero de las decepciones horribles, caía en las fiebres tercianas que en él eran, cosa rara, emocionales. El círculo se cerraba en la tristeza, el dolor y una angustia que lo ponía a correr por la casa. Despertaba fatigado, inquiriendo en las oficinas de El Comercio si era cierto que a Flores lo habían herido por la espalda, en un movimiento sedicioso ocurrido a principios de junio de 1845. Y un día le muestran una proclama expedida en Guayaquil donde todos clamaban por El Supremo del Cauca para evitar tantos desastres sin fruto. Pero nada. Nada serio y determinante acaba por ejecutarse contra Flores. Vuelve a su soledad, a ver si ha llegado carta de Chile o de su país; quisiera saber si es verdad que le han embargado su hacienda Las Piedras. Y finalmente la confirmación del notición: ¡El partido liberal ha dado un golpe de gracia a Flores en la ciudad de Guayaquil, el 6 de marzo de 1845! Flores había tenido que huir de su país. “¡Las puertas de mi hogar, querida negra, están semiabiertas!” El gobierno provisionalmente constituido en Ecuador queda presidido por Vicente Ramón Roca, Joaquín Olmedo y Diego Novoa. El 7 de diciembre de 1845 es elegido Roca para la presidencia, un liberal de siete suelas, como el mismo Obando. Con estas noticias a cuesta, don José María volvió a Chile; visita a su familia, y hace los preparativos para un posible viaje a Ecuador. Con su manía de lanzar manifiestos cuando se le encendían las venas de glorias republicanas, redactó una docena de ellos en Coquimbo. La declaración del gobierno de Roca de que Obando puede establecerse en Ecuador si él así lo desea, provoca una enorme movilización en la Nueva Granada. Gobernaba entonces en la Nueva Granada, nada menos que Cucaracha. En octubre de 1845 está Obando de nuevo en Lima; cargado de papeles y de ideas revolucionarias. En el fondo no cree en nada. Ha dejado su familia en Chile, desistió de ir a establecerse en Ecuador pues el sentimiento que más le domina es el desprecio por los hombres, ese doblez irritante, esa neutralidad enfermiza y esa manera indiferente, hasta gozona, como sus conciudadanos granadinos se apañan con las cadenas que los oprimen. Pensaba mucho en una frase que había leído impresa en El Comercio, que de los dos tercios que componen el mundo, dos y medio son necios y el • 385 •

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resto pícaros, con poca excepción de hombres de bien. Era una frase de San Martín, a quien despreciaba por ser antirepublicano. Vivía en un permanente subi-baja sicológico. Atragantado por mil dudas y temores: ¿hasta cuándo este peregrinar?; ¿servirá todo esto de algo?; ¿no estaré haciendo el payaso?; ¿seré un delincuente común o un delincuente político?; ¿será cierto que los liberales han sido quienes me perdieron?... En medio de sus eternas meditaciones de todos los calibres y tipos, le llegó la noticia de que el gobierno peruano le había declarado una pensión de cien pesos mensuales. Esto le permitía comprar gallos, gallinas, puercos y pollos, los cuales de inmediato su mujer comenzó a negociar en Chile. Y entonces volvía a sus amorosas cartas para su mujer; para decirle que se fuera preparando para trasladarse a Lima; que se cuidara mucho antes de hacer el viaje; que se purgara suavemente y se bañara para estar sin bilis, fresca la sangre; que como estaba otra vez en estado tuviera cuidado con los mareos, no fuera a abortar. “Hazte fuerte como una amazona”, le ruega. Le advierte que la situación se presenta tan buena en su país que es muy probable que en pocos meses estén otra vez tomando leche con plátano payanés. Para febrero de 1846, Obando logra reunir a su familia en Lima. Arrendaron una granja donde inició una mini-multi-empresa, como se diría hoy en día: doña Timotea continuó con su trabajo de maestra; un hermano suyo, don Manuel Carvajal, excelente pintor, hacia retratos; el doctor Ignacio Carvajal, otro cuñado del proscrito general, ejercía la medicina; y Obando criaba gallos de pelea. Aquella gente funcionaba como una tribu: todo lo compartían, cumpliendo Obando con su cualidad de hombre de hogar, su destino familiar: buen esposo, supremo padre, espléndido yerno, extraordinario cuñado. La familia, razón íntima del poder, parte fundamental de la estructura ideológica del Estado. Lo malo era que el médico poco ganaba, pues entonces sólo se enfermaban los pobres, las citas se hacían por un trago de aguardiente o por un real; en cuanto al retratista la cosa era peor ya que en lugar de hacerse un cuadro la gente prefería verse en un espejo. Lo que más daba era el asunto de los gallos de pelea, donde Obando desplegaba todo un arte de paciencia y astucia muy antiguas, logrando trasmitirle al animal su fuego, el zarpazo fulminante de sus nervios, pues Obando le “curaba” el pico con manteca de tigre; le daba carne de cerdo, y le hacía tomar un poco de aguardiente mezclado con su propia sangre; entonces volvíanse aquellos bichos verdaderas cobras en los movimientos certeros de sus pescuezos. En la gallera ya se sabía que era Obando el que más peleaba. Era José María con la atención centrada en Juan José Flores, en Cuervo, en Herrán, en Cucaracha y en Caicedo, el que provocaba el espolazo o picotazo que sacaba de circulación a su “contendor”. Toda aquella larga ausencia fue haciendo de Obando en la Nueva Granada una imagen de sacrificado injustamente; un mártir víctima de la inquina, de la incomprensión, del maldito odio de los partidos. Su prestigio se agigantaba con el discurrir de los días, hasta que se hizo natural pensar • 386 •

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en él como el sanador intangible y prodigioso para cuantos males padecía su patria. Entonces comenzaron a hacerse colectas públicas para mantener a este desgraciado en su ostracismo y en las remesas periódicas de dinero que se le enviaba a Lima, iban también cargamentos de proclamas, artículos y cartas con olor a pólvora donde hacían de su figura más que un prócer, un santo. Obando ratificaba lo que había sostenido siempre, que él no le temía a la justicia sino a los esclavos: “Tengo en mis manos el rayo de muerte - le escribía al doctor Salvador Camacho - que confundirá a mis perseguidores, no por la prueba de una inocencia más pura que la de Sócrates, y semejante a la de Dios mismo, sino por la prueba de la iniquidad de esos bárbaros asesinos de mi patria y de mi reputación. Oígaseme un día, y ese día será el del oprobio y muerte de esa horda de pícaros que deshonran la dignidad de la Nueva Granada, y degradan la naturaleza humana...”354. Entonces ve que cuanto ha sufrido no es en vano. Hace un recorrido de todo lo que su amigo Manuel Cárdenas ha escrito para defenderle; de una vida llevada en medio del acoso más espectacular, de la desintegración de lo que más ha amado: su familia; el destrozo de su honor y de sus bienes; el engaño, la traición, el ultraje... Y entonces descubre que la posteridad lo reivindicará, pues sus instintos patriotas se han mantenido intactos pese a la guerra sufrida; que su alma se ha elevado por encima de los escollos particulares y colectivos; que nada malo hizo porque actuó por mandato de un momento histórico; que él apenas había sido el instrumento de las ejecutorias escritas en su destino. Que en el fondo él era el menos que había gozado de la cosecha que sembraron sus determinaciones. “La posteridad me salvará, porque a la larga aquí se fundará un país al que he gobernado en jornadas de inocultable republicanismo, al lado de Santander, los Azueros, Soto, Florentino González y toda una pléyade de imponentes genios. La posteridad no podrá condenarme, porque tendría que condenar toda la obra de la formación de nuestra república, de la cual he sido uno de sus principales protagonistas. “Yo viviré en la posteridad, viviré bien; viviré en el corazón de los hombres de bien de las generaciones venideras; en el corazón de los amigos de la Libertad”. J. M. O., Lima, 12 de noviembre de 1847 355. Este apoyo de distinguidos patriotas de su país le dio ánimo para enviar el 4 de marzo de 1848 una petición ante el Congreso de la República para que se le suspendiera la proscripción, y enfrentar los cargos que se le seguían. En ella Obando sostenía: “Yo he logrado, en medio del infortunio, obtener un triunfo espléndido sobre mis calumniadores, y la justicia imparcial e incorruptible de la opinión pública y de los hombres más notables por su virtud y su saber, me ha favorecido con su fallo...”356. La comisión del senado encargada de estudiar esta petición rindió un informe favorable al Jackson Granadino, con lo cual inmediatamente se 354 José María íntimo, pág. 442. 355 Episodios de la vida del general José María Obando, obra ya citada, pág. 269. 356 Ibíd., pág. 445.

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tramitó un auxilio pecuniario para que pudiera trasladarse a Bogotá; en los documentos oficiales se le dejó de motejar “reo prófugo”. Aunque el proyecto no se aceptó como había sido presentado originalmente, porque el presidente T. C. Mosquera (siempre Cucaracha) no lo hallaba a su medida, se le dio la vuelta, resultando, para guardar el honor de la República, una amplia amnistía que se extendía a cuantos estuviesen siendo encausados por delitos políticos cometidos a partir de 1839. La minoría “liberal auténtica” se opuso a esta clase de amnistía por considerarlo afrentoso para un hombre que había ostentado los más elevados cargos de la Nación y que venía a ser el heredero natural de los sentimientos republicanos del incomparable Santander. La Nación estaba cansada de esta diatriba; cansada y sin elementos jurídicos valederos para persistir en un acoso contra un hombre que era el canal de expresión de un partido fortalecido por la historia, por las ejecutorias del mando, por una larga tradición de guerras y pleitos insolubles; de modo que la presión condujo a modificaciones honorables del amplio indulto que cortaba de raíz el proceso que se le seguía. No obstante los remordimientos fueron intensos durante varios meses, pues se llegó a pensar que el indulto inhabilitaba a Obando para reivindicarse en un juicio. Volvieron a oírse protestas, pero la horrible fatiga de esta polémica fue censurada por los hombres más importantes de los bandos en conflicto. Unánimemente se acordó que se le dejara a la historia un veredicto sobre este caso. Este libro es parte de ese veredicto que no se acaba por dar. Obando tuvo conocimiento de este indulto el 10 de febrero de 1849 y tres días más tarde, salió en volandas para la Nueva Granada. Zarpó de El Callao rumbo al puerto de Buenaventura; él que había sublevado al sur para imponer a la justicia su propia ley, que arrasó a pueblos enteros con desaforados bandidos y puso en jaque a la república, que buscó la intervención de otras naciones en su ayuda; que se había refugiado en Lima como uno de los seres más execrables del país; que “fue reclamado como reo de un delito común para juzgarlo; y esta reclamación que lo presentaba como víctima de sus creencias políticas, le dio una gran importancia, y lo puso en aptitud de volver algún día a encabezar su partido. Sin esa persecución, el nombre de Obando no habría vuelto tal vez a verse escrito en las páginas enlutadas de nuestra historia.357”. Los políticos de partido en nuestra América Latina son invencibles, indestructibles, inextinguibles.

357 Venanzio Ortiz, Historia de la revolución del 17 de abril de 1854; Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1972, pág. 21.

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El regreso Fue una chispa eléctrica que excitó el patriotismo. Proclama de los “liberales auténticos

Llega Obando por el puerto de Buenaventura. Se detiene unos días en la bella Popayán; saluda a sus familiares y amigos, asiste a misa, revisa la situación de sus propiedades, y como le urge estar en Bogotá, parte de inmediato vía Neiva. Ya para entonces el general López tiene el Coroto del Estado en sus manos (después de Cucaracha, siguió en la presidencia el general José Hilario López, el más fiel de los amigos de Obando). De manera que José María como parte esencial del Binomio, comenzó a perfilarse como el sucesor natural de López. A donde el Jackson llega se le recibe espléndidamente: Se le rezaba, se le enviaban flores, dulces y versos con panegíricos en los se le llamaba “mártir”, “Sócrates”, “Macabeo”. Ya estaba metido en lo que podríamos denominar el vórtice del “éxito”. No importa lo que él hiciera, el pueblo le iba a “amar”; se debía a una causa. Los delitos que se le atribuían eran meros métodos desestabilizadores frente al inmenso respaldo popular que tenía. Si a eso vamos, Bolívar también era un asesino, pues no sólo mató a Piar, sino a varios cartujos en Guayana. Páez mató a Serviez... O’Leary a Córdova... Todos nuestros próceres estaban manchados por horribles asesinatos, y fue la necesidad histórica, no la maldad de los impulsos, lo que los llevó a devorarse unos con otros. Estas cosas se explicaban así de simple. Pero además de esto, la Fortuna y la Fama eran aliados inseparables de su Destino. Iban juntos, al lado de la Maldición que le acompañaba. Su Maldición era también su “Suerte”, o al revés. Mientras más se hundía en el pantano de sus desquiciadas acciones, mayor respaldo obtenía de su pueblo, y cuando su maldición alcanzaba el clímax, entonces le llegaba la Suerte o la Fama. Cali lo acogió calurosamente y con terrible locuacidad, el Supremo se acercaba a todo al mundo; abrazaba a los indios; cargaba a los niños, joropeaba a las mujeres, se chanceaba con los negros; nadie osó hablar de los centenares de muertos del año 40; de la carnicería en la Hacienda de García, de la penosa desaparición del oficial Apolinar Torres y de los que por orden de Sarria fueron alanceados por el negro Indabur. Nadie, entre el fragor de los bailes, el estallido de cohetes y el repique de campanas parecía recordar al doctor Ramón Rebolledo, vilmente asesinado por las huestes que comandaba Obando en Popayán. “- Pero así es la guerra. Así es la política, compadre. Obando es una leyenda viviente; es un milagro del Creador. Es un Sol, la representación de la voluntad indomable del ser caleño; la lucha más • 389 •

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denodada contra la degeneración”-. Los comentarios se mezclaban con el acre olor del aguardiente miserable. Desde entonces la política y el alcohol vienen a ser entre nosotros inseparables; se hacía lo imposible por sustituir la pólvora por el licor; hombres de levita, delegados especiales llegados de todos los rincones del país se abrazaban en la plaza celebrando con júbilo incontenible a Cara é Tigre; igual fue el recorrido hasta Bogotá, de donde se excedió el homenaje hasta convertirlo en una gesta victoriosa, la justa reivindicación de todo un partido humillado y vejado en la persona de su más grande y denodado capitán. Cuando se supo que había llegado a la parroquia de Fusagasugá, Bogotá comenzó a temblar de emoción; los muchachos como bandada de pájaros salieron al encuentro; se veían concurrir de los caminos y laderas, unos hasta Soacha y otros hasta Bosa. Los estudiantes, se cuenta, emprendieron media jornada para verle, llevando víveres para el almuerzo. No se hablaba de otra cosa quede de “El Regreso”. Era el resucitar del Supremo, y en los pueblos no se hablaba otra cosa que de “El Victorioso”. Curas, bandadas también de curas, con sus respectivos feligreses, con cantos, y haciendo mecer el incensario, se colocaban bajos los arcos por donde pasaría el injustamente desterrado. - Es el hombre más universal que ha tenido la Nueva Granada: ha sido ecuatoriano, ha sido peruano y chileno por dictado de su conciencia y de los pueblos que lo han acogido. En las horas de la tarde se le vio por Soacha, y rodeado de miles de personas, entre jinetes y multitudes de a pie. A las siete de la noche llegó al barrio de Santa Bárbara. El pánico y el asombro convertíanse en risa histérica; se aplaudía rabiosamente; la gente joven, ronca de gritar, había tomado los tejados y los pocos árboles por donde pasaría. Llegaba a la capital después de casi diez años de ausencia. Y como siempre... en carteles se leía: “invitamos a recibir al benemérito general José María Obando, campeón de la libertad”, “entre nosotros la Inocencia Perseguida”, y en otros: “El Tigre de Berruecos, sediento de sangre y exterminio, se acerca cauteloso”358. Se cuenta que aquel hombre de cincuenta y cinco años entró a Bogotá en una mula trotona, “cubierta la cabeza con un alón de paja, pobremente vestido con botas altas que denotaban luengos años de servicio, cara demacrada con mostachos canosos, erizados, y en toda su persona señales inequívocas de la fatiga producida por un largo viaje”359. Se organizó un extraordinario acto con asistencia de lo más granado de la juventud “liberal”, de los intelectuales de la capital. Una hermosa espada fue colocada en una sala, cuya mesa central estaba adornada con la antigua bandera de Colombia. Al fin se iba a llevar a cabo el cumplimiento de uno de los mayores deseos del Hombre de las Leyes. Era la espada de Boyacá. 358 A.J. Lemos Guzmán, Obando, de cruz verde a cruz verde; obra ya citada, pág. 379. 359 Ibíd., pág. 379.

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Lástima que ni Soto ni Azuero estuvieran vivos. La recepción que se le hizo fue, como se supone, pomposa y triunfal. En la suntuosa ceremonia se le entregó “un legado escandaloso de Santander, a quien fuera colaborador (en la guerra del Perú contra Colombia) de La Mar y de Gamarra, a quienes el héroe beneficiado del día, Obando, hubiera llamado por dos veces, con reincidencia, a invadir como conquistadores el suelo patrio... Obando vino a recibir a la faz de la Nación postrada, el obsequio harto significativo del creador de la nacionalidad granadina, fundador del republicanismo y liberalismo, y del civismo por excelencia, como el mayor honor que cabe entre militares. Obando recibió, para su uso, (ya experimentado) la espada de Santander, legada por testamento. ¿Y en qué momento de nuestra historia había ocurrido el legado tan intencionado? Cuando Obando estaba llamado a juicio como sindicado en el asesinato de Sucre... Por donde se miren y se examinen los móviles de Santander para hacer tan significativo legado a Obando, en hora álgida, lo que resulta es la inmolación del testador”. Si las leyes habían sido invocadas, por quienquiera, y a ellas les tocaba pronunciarse en el juicio criminal iniciado, que continuaba su curso en toda forma de derecho, no era tolerable que el Hombre de las Leyes ultrajara la majestad de la Ley, prejuzgando, anticipando a su antojo la sentencia, con desprecio de los AUTOS”.Falsísimo paso fue aquel con que se despidió de la vida el General Santander... Realizóse la entrega de la espada, en ceremonia solemne, bien preparada al efecto. Fue una coronación para Obando; de modo que bien puede asegurarse, que cuando desde ese brillante punto de partida, un sindicado todavía sub-judice, de regreso de la proscripción y del patíbulo, elevó su vuelo hacia la presidencia de la República, fue en alas de Santander360.

Se concentraban a su alrededor y se oían versos como: El año que viene si Dios nos da vida veremos a Obando sentado en la silla. Y volaban multitud de hojas impresas que hablaban del “Genio de la Libertad”, “Vida y Principio de la Patria”; “Valiente Republicano que sostuvo contra Bolívar la libertad...” “General Impertérrito”, “Inocente e Ilustre Víctima”, “Proscrito Esclarecido”, “Inocente Vindicado”; “en vuestra ausencia la patria estuvo de luto”; “el gran sacerdote que entona los him360 Juan Bautista Pérez y Soto, Berruecos asunto previo (Repercusión del inaudito crimen que clamará

eternamente la justicia de lo alto, Según Guillermo Valencia); Tipografía Cultura Venezolana, Caracas, 1921 págs. 38 y 39.

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nos...” “... republicano por excelencia, demócrata valiente, Sócrates Mártir, ciudadano inmaculado...” Y el mismo Obando proclamaba que su triunfo había sido espléndido y general; que los vencidos “chillaban como pericotes trincados de la cintura, pero que no tienen cómo moverse”. “- Cómo le parece nuestro hombre - platicaban los entendidos con los indiferentes -, un ser que por cuarta vez se entrega a sus adversarios para que se le juzgue; ¿cuándo en Roma, cuándo en Grecia, cuándo en la Francia moderna?”. En Colombia, cuando se le seguía juicio a algún político de partidos por el motivo que fuere, se decía que era el adversario quien lo juzgaba. Pero la manera de entender la justicia era muy caprichosa. Había que arreglar las cosas a lo macho. Mientras Obando estuvo en Bogotá, multitudes de curiosos le seguían por todas partes. Su popularidad, pues esto se llama popularidad, era inmensa. “- Es lógico - decía la mayoría - que a López le suceda Obando; así como resulta razonable que al triunfar López, el 7 de marzo, se le aclamara con el nombre de Obando”. El acoso por adorar al héroe de tantas luchas era incontrolable. Hubo un lugar donde se suspendió la procesión del Corpus, para ir a verlo. De las largas reuniones donde se le encontraba, se pasaba a abundantes comilonas, y de éstas a bailes que llegaban hasta la madrugada. Doña Timotea, evidentemente golpeada por la maldición que sobrellevaba su marido le escribió desde Lima, proponiéndole que se olvidara de la política e hiciera como su íntimo amigo Manuel Cárdenas, quien se había ido a buscar oro a California. Esta proposición hizo estremecer a Obando quien llegó a pensar si su mujer se estaría volviendo loca..., también. Pero Obando tenía necesidades de practicar algún cargo importante para mantenerse en forma cuando lo llamaran a ocupar el principal de todos, el de jefe de Estado. Previamente, hubo de expedirse, por ley del Congreso, su reinserción en el escalafón militar con el grado de General (del cual se le había privado por un decreto de Cucaracha). De Bogotá partió el 30 de mayo a encargarse de la gobernación de la provincia de Cartagena, un puestico que le consiguió López, muy bueno para reposar y atemperarse antes de venirse al matadero de Bogotá. Antes dejó una larga Apelación al pueblo granadino donde habló de la sangre ilustre del gran Mariscal de Ayacucho, de su honra atrozmente calumniada, de santuario de la justicia y de los despojos violentos. Un documento fatigoso con ansias de perdón y de perdonar. En verdad, lo que le hacía falta era su mujer y sus muchachos, sus perros, sus gallinas y gallos; sobre todo un gallo de siete colores y un loro de pico blanco. Pero la mala suerte no le abandonaba; ocurrieron grandes desgracias aquel año en Cartagena; una peste de cólera acabó con una tercera parte de la población. Se criticó fuertemente al mandatario regional por haberse ausentado durante esta desgracia, so pretexto de cumplir con asuntos administrativos en provincias vecinas. Era que a Obando le molestaba el mar; • 392 •

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la visión del mar le producía, no sabía por qué, remordimientos y penas; un rebullir incesante de recuerdos miserables, la sensación de una soledad agobiante. Quizás era el volverse a ver frente así en los días aciagos frente al mar de El Callao esperando a su mujer, y a su querido Gratiniano. En realidad sentíase enfermo, como si algo irremediable se hubiera destruido dentro de sí; algo irreparable. Y en verdad se creía muerto; que había muerto el 4 de junio de 1830 por culpa del sátrapa Juan José y que no había modo de resucitar; pero sería una horrible imprudencia contar esto que se siente; incluso una imprudencia pensarlo. Y asomábase de espaldas al mar, veía la profundidad de los bosques, se frotaba los párpados y pasábase las manos por la frente, por la cabeza y sabía que no estaba allí; reconocía que no era el mismo. Que algo definitivo y total se había consumado. Que seguía vagando como un maldito errante. No habría paz ni descanso para sus conflictos. Y por primera vez pensó en el suicidio y se horrorizó. Los curas para qué sirven; a quién sana espiritualmente de veras un cura. Habría pedido un cura para confesarse, pero ya no tenía la fe que nunca abandonó a su grandísimo jefe Santander. ¡Qué ambiente, qué pesada murria, qué fastidio! Lo peor es estar muerto y andar por el mundo, en pena. Lo peor es haberse muerto y seguir con los seres que lo ahorcaron, que lo persiguieron y maltrataron espiritualmente... Lo peor es la vida sin vida, la vida sin fe y sin verdadero amor. No tenía a nadie en el mundo; el mundo se había extinguido con la desaparición de aquellos genios que habían hecho grande a su patria: Azuero, Soto y Santander. ¿Qué quedaba de aquello?, sólo él como una momia, y de espaldas al mar recordó a su Popayán, preñada de buenos bosques para la caza, con montañas cercanas y las bellas cuestas por donde pasaban cada mañana arrieros o peones con cargas de caña o maíz; sabaneando el mejor ganado del mundo; el agradable clima de la región, la confianza con que podía ir de un lado a otro recibiendo la fidelidad de sus pobladores, sumisión, amor; esto le hacía añorar, con fuerza, su lar natal. Además Cartagena respiraba por todas partes la historia de Bolívar; sus gestas primeras estampadas en memoriosos y admirables hechos. Y él nunca había podido o querido comprender al Libertador. ¡La muerte, la muerte que vivía desde el 4 de junio!: - No podía matarme nadie porque estaba muerto. Esa ha sido mi más grande condena. Por eso quiero volverme a mi lar; quizás allá renazca. En cuanto pudo dejar aquel lugar, emprendió camino a la capital. Bogotá tampoco le gustaba mucho, pero allí se encontraba la Historia, como él decía. Había sido elegido representante a la Cámara de Diputados. El país bajo el gobierno de López se desorganizó terriblemente. Prosperó de modo alarmante la demagogia y una lucha feroz entre las distintas denominaciones políticas. Los pueblos se contaminaron con el desorden que diariamente provocaban las bandas que asesinaban, robaban, violaban y cometían toda clase de pillajes en nombre de la “libertad” y del “progreso”. La palabra “progreso” ha sido para nosotros una calamidad, tan devastadora como “federación”. • 393 •

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Se respiraba un ambiente de ignominia y de locura. Y el propio presidente parecía un monigote sin poder, sin carácter frente a estas desastrosas acciones. Algunos pensaron que la figura terrible de Obando aplacaría esta peligrosa inestabilidad social; de inseguridad, de fariseísmo, de desprecio por las leyes. Don José María Samper sostiene que en 1849, el espíritu de partido señoreaba como demonio sin control, y en ninguna parte se veía tolerancia para nada o espíritu de conciliación. La rabia, la exaltación desmedida, un odio frenético y criminal hacia cualquier cosa que representara oposición, llenaron al país de sangrientos enfrentamientos. Es que López había logrado la “gracia de la mayoría” por el brillo de los puñales y la criminal amenaza de alguno de estos bandos que tenía ahora a la república en permanente estado de agitación. Después de todo, pensaban los más atrevidos del pensamiento cívico militar de la Nueva Granada, que tanto valían los votos como los puñales en un país cuya libertad había surgido por vía de los atentados como los del 28 de septiembre y el 4 de junio. Nada es más típico de estos pueblos americanos que el apego por quienes les esclavizan, por ello se ven resurgir con tanto vigor esos “Salvadores” que han provocado tanta destrucción y muerte, y cuyas existencias han sido tan desastrosas para la patria. López obtuvo la presidencia el 7 de marzo de 1849, y los “liberales auténticos” proclamaron esta fecha como un nuevo 20 de julio. A veces estos recalcitrantes agitadores se espantaban de que revistas francesas reseñaran gestas extraordinarias de la humanidad y no se ocuparan de las suyas, las cuales suponían mil veces más gloriosas que las que se sucedían en Europa entonces. ¡Qué injusticia! López quiso convertirse en el mayor innovador de cuantos presidentes había tenido la Nueva Granada, y como hemos dicho, hizo de su país un verdadero pandemónium: siguiendo la moda del momento, declaró sólo de letra la libertad de los esclavos y proveyó el pago de indemnizaciones a sus dueños; afirmó que habría absoluta libertad de expresión del pensamiento por la prensa, sin ninguna limitación ni excepción, lo cual no pasó de ser otra mentira. Sobre el asunto de las comunidades religiosas, cumpliendo con sus principios de ateo, liberal y libre pensador, declaró que se reputaban como contrarias a la moral, y como tales, prohibidas todas las sociedades y comunidades religiosas que tengan por base de su instituto, el secreto de sus operaciones, la delación mutua y la obediencia pasiva. Por otro lado, deprimió la dignidad y el fuero eclesiástico ya que dio a los cabildos parroquiales las facultades de nombrar curas. Por supuesto, los hombres fervorosamente cristianos no podían quedarse de brazos cruzados. Proliferaron como nunca las organizaciones secretas, donde Cristo era el principal invitado. La reacción a estas sectas fue igualmente feroz. En casi todas las poblaciones, aparecieron las sociedades políticas compuestas de artesanos y gente del pueblo subvencionadas por el gobierno; las denominadas Sociedades Democráticas. Los miembros de estas sociedades llevaban “sombrero de paja y ruana • 394 •

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grande de bayeta roja forrada de azul, que llegaba hasta los pies”. La que se inauguró en Bogotá contó con la presencia del presidente de la república, de ministros y otros altos funcionarios públicos y se denominó La Escuela Republicana. Los católicos entonces conformaron la denominada Filotémica. Hasta las mujeres pasaron en aquella época a formar parte de alguna organización política. Había una denominada del Niño Dios presidida por la señora Gabriela Barriga de Villavicencio, viuda del general Barriga. El bandidaje y el fanatismo por cosas que nadie entendía volvióse una moda y se desató una época de asesinatos en masa, de aniquilación de familias enteras, de venganzas personales convertidas en banderas de partidos; vándalos y pandilleros hasta de trescientos individuos armados iban por ciudades y campos con látigos y garrotes azotando, quemando, saqueando cuanto encontraban a su paso. La edición de esta espantosa hecatombe volvería a realizarse a finales del siglo XIX y a principios del XX, con refinamientos en los métodos crueles para mutilar a los vencidos. Muchos políticos se reían de estas cosas y comentaban despreocupadamente que no era nada grave lo que sucedía, sino que el pueblo de vez en cuando gozaba y retozaba con los principios de la igualdad y el progreso. Para juzgar hoy de aquellos acontecimientos, sería preciso convivir con un esfuerzo de imaginación en aquellos días azarosos, en que bandas de forajidos, más temibles y salvajes que las mesnadas de Walestein y que las hordas de los rústicos alemanes del siglo XVI, ultrajaban los hogares y flagelaban aun a los ancianos y a las matronas más dignas de respeto: cruzada de brazos la autoridad y enmudecida la ley, tenían los pueblos que defenderse a su modo, invocando el Derecho Natural para oponer la fuerza a la violencia: Vim vi repellere licet.361

El regreso de Obando, por otra parte, había debilitado aún más al gobierno de López; se decía que López estaba usufructuando un cargo que de modo natural pertenecía al Jackson Granadino. Pues por el prestigio de hombre inmolado en las batallas de 1840, era la figura egregia, la más alta representación del partido liberal. Obando era el mártir, el hombre más temido por los enemigos de Santander, el solitario más sufrido de la causa, el dios que había puesto de rodillas al Vesubio de Bolívar, Urdaneta, Montilla, Justo Briceño, O’Leary... ¿Qué más? De modo que la presencia del Jackson devaluaba la figura del presidente y colocaba su posición ante las masas en un limbo legal peligroso. Los vivas lanzados a López, eran mensajes telepáticos y en clave dirigidos a Obando, haciéndole ver al Presidente que había llegado la hora de colocar en la Silla al más reputado jefe de la mayoría del partido, de quien López no era sino un pobre reflejo. Estos mensajes brotaban sobre todo de las clases más humildes en cuyas casas, Obando ocupaba lugar privilegiado en los altares. 361 Arcesio Aragón, Fastos payaneses, obra ya citada, pág. 251.

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Se decía que la Compañía de Jesús era el baluarte del grupo denominado Conservador, así como las denominadas Democráticas eran el soporte del sector Liberal. De este enfrentamiento entre bandas se desataron desórdenes, los peores de los cuales ocurrieron en el Cauca. Vapulación, destrozos de cercos de las heredades, frecuentes peleas a palos en calles y plazas; golpizas entre estos grupos y toda clase de atentados. Eran las barbaridades que formaban parte de la natural evolución de los pueblos y que el famoso político granadino, don Manuel Murillo denominó “retozos democráticos”. Durante el mandato de López se llevó a cabo la expulsión de los jesuitas del territorio granadino; entre los artífices de esta medida estuvo José María Obando, junto con Manuel Abello, Salvador Camacho Roldán, Manuel Murillo, Germán Piñeres, José María Mantilla, José María Samper, Juan Nepomuceno Azuero, Lorenzo María Lleras y Domingo C. Cuenca. El problema religioso se presentaba como elemento central en las controversias del momento y (como en 1830), volvieron a lucirse colores como preámbulo a una terrible confrontación civil. Los “liberales” agitaban, iracundos, el rojo y los otros el azul. Pronto de los colores se pasaron a agitar otros objetos como machetes, puñales y peinillas de brillantes y mortales filos. El país parecía que se acercaba a otro descalabro, porque Tomás Cipriano Mosquera y Herrán habían llegado de Panamá, agitando las masas de un modo incontrolable. Por donde pasaban se escuchaban vivas a Obando y “¡Abajo los asesinos de Salvador Córdova!” “¡Muera Cucaracha!” La expulsión de los jesuitas iba a levantar otra vez los incendios en el Sur. Julio Arboleda enarboló esta vez la bandera de la redención de Cristo. Los enredos y mezclas de un bando y otro, eran altamente ridículos, como suelen ser en nuestra América: “Fue esta la época del perrero, en la cual los retozos iban por igual entre rojos y azules, siendo de destacar que futuros conservadores, muy connotados, fueron famosos zurriagueros. Todo esto al tiempo que las grandes borrascas del sur revolvían los pleitos relativos a las delimitaciones fronterizas con el Ecuador, una tormenta empapada con el asunto del fanatismo religioso. Los hermanos Julio y Sergio Arboleda salieron a capitanear un nutrido grupo de sacerdotes que no esgrimían en el combate sus dagas y crucifijos desde los tiempos de Villota. Nos cuenta Lemos Guzmán, que ninguna conmoción podía suscitarse en Pasto sin que pronto tomaran las acciones un cariz religioso; todo por la autoridad eclesiástica que pesa sobre los labriegos; gente incomunicada del mundo, donde el sacerdote es la voz y la fuerza de cuanto se hace y se piensa. Estos mismos habitantes fueron realistas, y con el concepto de aferramiento terrígeno, sus soldados, magníficos por el valor, por los recursos, por la frugalidad y por el dominio, podemos decir topográfico del terreno; no hay risco, no hay valle, no hay hondonada que no conozcan, más que la palma de su mano, como sus guaicos y busacas.362”.

362 Ibíd., pág. 382.

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Luego de varias escaramuzas y algunas batallas en Cali, Túquerres, Caloto, La Sierra, Roldanillo, Popayán, López jugó a los indultos y amnistías. No obstante, grandes sectores de la población estaban pendientes para enrolarse en algún bando y participar de las tremendas carnicerías que llenaban con su característico dulzor, las calles donde se producían los combates. Al parecer, sólo el olor de las grandes quemas se sobreponía al nauseabundo dulzor del incienso de las carnes retorcidas: una realidad más convincente políticamente que los discursos, las proclamas y los himnos regeneradores. Era imprescindible el fuego, la lanza bien afilada, el odio dibujado en la cara de los criminales de partido para sentir y entender que se luchaba por la paz y por la patria. Aquellas hordas bellacamente trajeadas con el olor del delirio más bajo, con la pasión más siniestra se adentraban a los campos de batalla; gozaban de las orgías de las cuales les habían hablado sus abuelos, los sanguinarios encuentros bajo los cuales habían sido concebidos y educados; el trajín inacabable de la turbulenta y mágica existencia: cruel, corta, fatídica, bestial. Corrían banderas con diversos emblemas. Sonaban los estandartes del viejo federalismo que ahora volvían a elevar los antiguos amigos del régimen de Santander. Antioquia rebelde, pujaba por la causa federal. Medellín escuchaba también el llamado de la muerte y bajo los pendones violentos que agitaba el general Eusebio Borrero se unió a cualquier causa que se le dirigiera. Los emblemas de Dios, los objetos místicos desperdigados por los caminos iban señalando la magia dulce del vivir para matar. Llantos y gozos sangrientos oscureciendo brutalmente a la patria. Obando estaba en el Sur desplegando sus habilidades, entonces bastante apagadas, así y todo su figura de espanto hizo que las fuerzas de Julio Arboleda se replegaran al Ecuador. Se cuenta que entonces Obando iba poseído de una tenaz depresión, un cansancio espiritual tremendo. Parecía una momia erguida en su entera y total solemnidad. Quedábase horas en un extraño sopor, en un completo ensimismamiento; confuso, helado y mudo, vago en las ideas y en las palabras, paralizado largo tiempo ante cualquier pregunta. Hacía las cosas con lentitud; apenas sonreía, como imbuido en un embrollo interior. Muchos pensaban que estando destinado a dirigir la Nación, él mismo no tenía ningún destino. Como ausente, vagando como un pordiosero se dejaba guiar por lo que los demás ordenaran. Seguía muerto. Demasiado envejecido, pasábase las horas alisándose los largos mostachos; la mirada vacía, la mente vacía también. Sin embargo, como al final de un macabro largo carnaval, se apagaron un poco los grandes incendios de los múltiples retozos democráticos, ya fuera por cansancio, por desengaño o sencillamente por causas naturales, como el de las fiebres y pestes que de vez en cuando suelen pasar por los pueblos pero que se van y no se sabe por qué. La misma gente del gobierno se admiraba de haber aplastado de un modo total a sus enemigos. Había desaparecido por completo cualquier vestigio de oposición, lo cual signi• 397 •

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ficaba que vendría un largo período donde los liberales podrían realizar cuanto se había anhelado durante de tanto tiempo. Entonces se dio el fenómeno de extremar las libertades hasta el punto de considerar que el gobierno era innecesario. Cuando se presentó la cuestión de las candidaturas a la presidencia se encontró con que Obando no tenía contendor para este puesto. Obando volvió a Bogotá, y a mediados de 1852, se verificaron las elecciones para la presidencia. El Supremo arrasó supremamente. El Congreso que se instaló el 1º de marzo de 1853 y que dio a Obando el mayor respaldo jamás visto a presidente alguno de este país, prometía estar ajustado a las peticiones del nuevo jefe del Estado. Para la toma de posesión, el Jackson Granadino se presentó en la catedral con lo más sublime de su vestimenta; nos lo describe Lemos Guzmán, con casaca guerrera tejida en paño azul y alamares dorados, pantalón blanco, botas de campaña, espada y banda al cinto, sombrero de dos picos, empenachado. Pese a la languidez de su rostro, los pesados movimientos de su cuerpo, el envejecimiento que no era capaz de animar aquellos colores y charreteras, estrellas y medallas, el pueblo que se aglomeró para verlo tuvo lágrimas de alegría, y se escucharon atronadores aplausos y vivas. Estando el Jackson Granadino terriblemente pálido comenzaron a relucirse los grandes fajos de papeles que eran los discursos que exigía la ocasión. El de Obando fue redactado por uno de los amanuenses insignes del liberalismo triunfante. Dijo que protestaba cumplir las disposiciones vigentes, manteniendo la supremacía del poder civil e impidiendo que la Iglesia granadina quedara sujeta a los dictados más o menos caprichosos de la Curia Romana. Se ve que en esto había sido obligado, pues Obando era un ventrílocuo de lo que le dictaba el partido “liberal” que cosa rara en el fondo era ultracatólico. Como se consideraba sin verdadero talento para decir las cosas por sí mismo, tenía, para poder gobernar, que recibir órdenes de los que lo habían elevado a tan alta posición. La reacción del Vaticano no se hizo esperar y como solía ocurrir con estas ridículas protestas, los iracundos, acababan metiéndose el rabo entre las piernas. Pero la antigua manía de creer que en la modificación de la Constitución se encontraba el progreso y la salvación de la república, vino esto a complicar severamente la mente de los silvestres y cándidos directores de la política nacional. El señor Florentino González que tenía la cabeza llena de ideas de toda clase, que pensaba ora como un norteamericano, ora como un inglés o francés, desde hacía un tiempo venía sosteniendo que la desgracia de su país consistía en que por mucho tiempo se había limitado a imitar a Francia; de esa imitación había surgido él mismo cuando con la cabeza como una tea atentó contra el Libertador el 25 de septiembre de 1828, y cuando vivía promoviendo ideas jacobinas y alaridos tritonantes contra todos sus adversarios. Ahora sostenía González que la salvación se encontraba en imitar a los yanquis; que copiar a los yanquis los iba a sacar • 398 •

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del maldito atolladero del atraso; que era necesario fundar una república esencialmente federalista. Los que destrozaron al Libertador por poseer éste los defectos de un déspota, de un tirano, estaban poseídos de una catastrófica confusión, que volvería a conducir a la nación a guerras y miserias indescriptibles. Lo peor era que el descaro, el atrevimiento y la desfachatez de estos reformadores, la infinita terquedad y el imponente desprecio con que veían a sus enemigos, les daba una fuerza tan indomable que acabaron llevando el país a un inevitable despeñadero. Ya desde el gobierno de Márquez, el señor González venía proponiendo una reforma a la Carta Fundamental, precisamente aquella que ellos, los santanderistas fueron totalmente incapaces de realizar mientras gobernaron hasta 1837. A ellos siempre les gustaba que sus enemigos fueran quienes emprendieran los horribles cambios de sus alucinadas y tenebrosas mentes. Como Márquez no quiso caer en estas locuras, entonces optaron por recurrir a la guerra civil, como método positivo y necesario para llegar a la maldita y eterna “libertad”. No en vano, como dice el escritor Zamiatin, el crimen y la libertad van siempre juntos. Por la libertad se odió a Bolívar y por la libertad mataron a Sucre. En la búsqueda de una libertad sin asidero en ningún resquicio de la historia de América, se había convertido a la nación granadina en un monstruoso excremento de teorías, amenazas y muerte. Se mataban unos a otros durante cada período presidencial, para después implantar indultos, amnistías y olvidos legales y enfrascarse en el delirio reformista de las Cartas Magnas. Cuando se iniciaron las sesiones ordinarias del Congreso en 1851 comenzó a estudiarse el cúmulo de nuevas leyes que se añadirían al desordenado mamotreto de las que ya existían. El 26 de abril se presentó al senado el proyecto de reforma elaborado por José María Plata, Eugenio Castilla, Francisco Zaldúa, Carlos Martín y J. M. Rojas Garrido. Pero este enjambre de nuevos conceptos donde ciertos señores veían las fórmulas regeneradoras de la nueva república, tuvo algunos inconvenientes que impidieron su aprobación. En 1853, se creyó tener clara la estructura de lo que debía emprenderse para reformular la Constitución y se tenían ya listos dos proyectos entre los cuales estaba el de Florentino González; para la confederación colombiana formada de las provincias que actualmente componen la Nueva Granada. Al señor González no se le aceptó su proyecto, y cogió hacia a la prensa donde desahogó en una espantosa diarrea dialéctica cuanto tenía represada su alma atiborrada de “justicieros recuerdos”. Las sesiones del Congreso, no obstante, le dieron oportunidad para expresar sus incontenibles sentimientos republicanos. Llevó la batuta en el asunto mercantil donde era un experto y consiguió con su verbo que se aprobara la abolición de la prisión por deudas. Luego siguió el inacabable y voluptuoso tema de la religión y Estado, donde González acribilló a su contrario, el presbítero Manuel Antonio Bueno. Estas discusiones fueron extenuantes, plagadas de ingeniosidad relativista y carente de espiritualidad y amor. • 399 •

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Luego de otro catálogo de artículos que debían discutirse, se pasó a la proposición que contemplaba la elección directa y secreta de gobernadores. González sostuvo esta vez: Es nuestra intención establecer en la Nueva Granada una república democrática y representativa. Y para realizar esta intención discutimos un proyecto de constitución que organiza un gobierno basado en la soberanía del pueblo... En una gran parte de los últimos cuatro años, esos gobernadores nombrados libremente por el Ejecutivo sólo se han ocupado en fundar sociedades democráticas y en fomentar animosidades de partido. Porque desde que el Presidente y sus ministros cometieron la falta injustificable de ir a sentarse en los bancos de un club de partido, se declararon con este hecho en gobierno de partido. Desde entonces sus agentes se creyeron obligados a obrar de la misma manera, y se graduaba el mérito de un gobernante por el número de clubs que fundara...363

Sostuvo González, algo que debió haber visto en la época en que los incendiarios iracundos de su partido pusieron en jaque al Libertador: que en su país no había alternabilidad de gobiernos sino la proscripción alternativa de partidos. Recuérdese el frenético sectarismo que impuso Santander mientras gobernó la Nueva Granada. Y venía a entender don Florentino que por eso vivían revolcados en eternos escándalos y guerras. La posición de González comenzó a ser interpretada por los viciosos aduladores de Obando como producto de un vago procedimiento que pretendía desestabilizar al gobierno. Fue entonces cuando el Presidente por un deseo intenso de perdonar a quienes se opusieran a él o a sus ideas (las cuales en el fondo desconocía apropiadamente), comenzó a meditar un plan que pusiera en jaque a las instituciones, de modo que él pudiera salir como el adalid de una “salvación” regeneradora de cuantos males artificiales le afectaban. La situación podría crearse, provocando un golpe de estado que lo elevara a la condición de dictador, que él naturalmente rechazaría del modo más rotundo; tal conmoción daría pie para que las reformas que se pedían fuesen por largo tiempo paralizadas. El despelote de su mente era grande. Le daba un extraordinario escalofrío cuando escuchaba las palabras de González en el sentido de que él había logrado la presidencia por un nutrido grupo de cuervos que pensaban cobrarle el sacrificio hecho, por darle el voto. Estos traficantes del sufragio iban a asediar estrechamente al presidente para fomentar el chantaje indignante, el envilecimiento que entre nosotros producen la repartición y el ejercicio de los cargos públicos. En realidad, nadie era tan adicto al Supremo como el senador Florentino González, pero al Presidente no le daba la cabeza para comprender y saber actuar en medio de los formidables cambios que prometían ejecutarse. 363 Florentino González, Razón y sin razón de una lucha política, pág. 598.

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Finalmente vino a consagrarse el derecho que asiste a todo granadino a votar directamente, secretamente por el gobernador de su respectiva provincia. Además del impresionante caos en que el general López había dejado a la República, vino a encenderse los ánimos con esta elección directa de gobernadores y otras fórmulas no menos novedosas como lo eran la elección directa, popular y secreta de los tres miembros de la Corte de Justicia y del Procurador General de la Nación. Ahora venía el problema eterno que siempre ha constituido en estos países tan ignorantes e incultos de América, el discernimiento para escoger a sus representantes. En realidad, desde la independencia, las postulaciones para representar al pueblo las monopolizaron los más inmorales, los más infames, necios y ladrones; y ha sido tal esta tradición entre nosotros que el hombre de bien, el honesto y sabio se exime de participar de estos torneos electorales. Las elecciones, hasta hoy, han sido una especie de gran lotería, y por lo general se da el voto al que hace más propaganda, mueve más capital y que compra más conciencias. La gran masa inerte, idiota, vulgar y necia está sólo pendiente de venderse al mejor postor. De modo que las ardientes reformas que en este sentido proponía el señor González estaban viciadas de inmoralidad. Al general López, se le achaca el haber estimulado las acciones callejeras de las denominadas sociedades democráticas. Estas bandas armadas tenían en permanente peligro la estabilidad del país, y se pensó, como creemos haber dicho, que Obando con su carácter las lograría calmar. Todo el mundo se equivocó, pues el antiguo Supremo, parecía entonces un Infimo. Cuando asumió la presidencia, los desórdenes recrudecieron, la inseguridad personal rebasó todos los parámetros y el propio palacio vivía rodeado de zánganos que lanzaban vivas o mueras al gobierno. La novedad del momento estaba concentrada en el asunto de la reforma constitucional. Muchos se imaginaban que el gobierno les iba a encontrar una novia, una buena beca y otras lindezas de esas que se leen en los cuentos de hadas. El asunto se ponía candente porque al gobierno se le había disminuido el pie de fuerza sólo a 1.200 hombres. Y como es bien sabido, los países democráticos de América Latina no pueden gobernar, a excepción de Costa Rica, si no están armados con fuerza represivas hasta los dientes. ¿No eran libertades extremas las que querían el Jackson Granadino, hijo predilecto de Santander? Pues era hora de saborear esta criminal libertad, de practicarla, de degustarla hasta la locura. No importaba, como decía un eminente granadino, que hubiera diez gobiernos, diez legislaturas, diez sistemas de administración, y se carecía de paz social, de conciencia de patria, de responsabilidad ciudadana, reposo en los campos o talleres, amor por la patria. Realmente entre nosotros los latinoamericanos jamás se ha sabido qué coño es patria. Se había llegado al ideal que proclamaba ardorosamente desde hacía quince años el dinamitero don Florentino González. • 401 •

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La gente quería enrolarse en una buena guerra, sobre todo los jóvenes, cuyas memorias estaban plagadas de cuentos sangrientos, de partidos armados que descuartizaban niños y tomaban pólvora con ron. La gente preguntaba: “¿En qué partido se necesita un guardameta, un delantero o arquero como yo?” Los aventureros florecían como la mala hierba, y los gólgotas de la juventud liberal deliraban por empuñar un fusil e ir al campo a pasar una temporada en el frente para adquirir reputación de políticos respetables y valerosos. Ya en Francia había ocurrido la revolución de 1848, de lo cual era necesaria hacer en la Nueva Granada una copia insuperable. Algunos liberales que conocían a fondo la forma miserable de hacer política en la Nueva Granada, pensaban que no iban a ser tan pendejos como para llevar a la práctica lo que sus antagonistas nunca quisieron hacer cuando asumieron el gobierno. El general José María Mantilla exclamaba: “Dejemos que los conservadores sufran ahora que están caídos el código tiránico que impusieron a los vencidos, y se verá cómo nos suplican que lo deroguemos.364” El caos era incontrolable y aún los historiadores se devanan los sesos tratando de entender si las perturbaciones provocadas por los artesanos contra los cachacos eran por la defensa de los intereses de la población o si eran producto del plan golpista que se estaba cocinando en el palacio. El general Obando no sabía para qué una persona era presidente, y aún vacilaba en gobernar porque creía que cualquier movimiento que diera en una u otra dirección constituiría una fuente de males irreversibles en medio de la inviolabilidad que exigía el recinto de las normas extralegales. Escuchaba a todo el mundo, él en medio de su amplio sillón, de escudos refulgentes y cuadros memorables. Llegaba Florentino y le daba un discurso de dos horas; salía Florentino y entraba don Manuel Murillo quien le decía lo contrario; salía don Manuel y entraba el vicepresidente que le recomendaba mucha cordura y serenidad ante los consejos de los dos anteriores. Obando con mil pensamientos distantes de aquel cargo que lo ahogaba, de aquel enjambre de leyes tan abstractas para sus entendederas, se encontraba en un especioso limbo de contradicciones. A veces rumiaba un “ajá”, vago, lejano como un quejido interior. Se ponía de pie, pedía un té de manzanilla y poníase a mirar durante horas por la ventana de palacio. Ya corrían rumores de una peligrosa subversión protagonizada por los artesanos, quienes habían sido defraudados por el Congreso al no ver realizadas sus peticiones de que fueran restablecidos los derechos diferenciales; se armaban para protestar. Ya se hablaba en las propias Sociedades Democráticas, de pasar a cuchillo a los representantes del Congreso. El 19 de mayo estallaron sangrientos sucesos en la capital. Los más ambiciosos padecían horribles desvelos, viendo que pronto llegarían a coronar sus pro364 Ibíd., pág. 605.

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pósitos, todo con base al apoyo desmedido que le daba la mayoría por lo general, imbécil, criminal y torpe. La instrucción política en las escuelas itinerantes de los ultrareformistas había hecho de los artesanos, filósofos como los europeos. Ahora ya no querían llevar ruanas sino los trajes que mostraban los figurines llegados de Francia. La feroz idiotez cundía por todas partes y un grupo pequeño de terribles sanguinarios, que se habían dado a la tarea de construir una nueva sociedad, esperaban que se desatara la hecatombe para salir a recoger los bienes y provechos que dejaran las guerras. Los más violentos, que son por lo general los más imbéciles, combatían sin saber por qué lo hacían, y esto hacía poderosos los movimientos epilépticos levantados como banderas para salvar a la patria. Los antecedentes de los sangrientos sucesos del 19 de mayo fueron los siguientes: Varios jóvenes de los más preparados se pusieron de acuerdo con un grupo de artesanos para formar una sociedad de “Artesanos y labradores progresistas”. Más tarde se denominó Democrática. Era éste un grupo de los entrenados por el fanatismo anticatólico de los llamados “liberales”. Tenían traductores a tiempo completo que les hablaban de los movimientos desarrollistas “rojos” de Francia. Superaron como siempre solía ocurrir, a los “rojos” de Francia en sus desplantes suicidas y llevaron a la primera magistratura al general José Hilario López, su ídolo, y de aquí dieron el salto natural que coronó, como hemos dicho, a Obando. Pronto el grupo liberal comenzó a escindirse. Por un lado los que apoyaban a los doctores Manuel Murillo y Florentino González se agruparon en el sector de los Gólgota y el que sostenía los principios del señor José de Obaldía, vicepresidente de la República, se llamó Draconiano. Considerándose muy debilitado ante la fuerza agresiva de los gólgotas, el señor Obaldía propuso ante el Congreso su renuncia. Espasmódicos gritos llenaron las barras del ruedo legislativo pugnando por la salida de Obaldía, pero por pocos votos éste fue confirmado en su cargo. La guerra por la prensa era incontrolable, vulgar y propiciaba un terremoto social. Lo que traía de cabeza al gobierno era el asunto de la reducción del pie de fuerza sólo a 1.200 hombres. Los generales que vieron en esto una ofensa comenzaron a entenderse con los la Sociedad Democrática. Empezó entonces a difundirse que se estaba preparando un golpe mortal al Congreso como el hecho por Monagas en Caracas. Esta amenaza se repitió varias veces por los democráticos sin que el gobierno tomara providencia alguna para impedir su cumplimiento y, antes bien, el gobernador de Bogotá, su agente inmediato, dispuso que el mencionado día 19 se retirase el mercado de la plaza de la Constitución, con el objeto de que ella quedase libre para la ejecución del drama que, a nadie se ocultaba, se iba a representar. La multitud seducida con la idea de que iban a favorecerse sus intereses, respaldando una medida que hiciera imposible la importación de los • 403 •

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objetos con que los artesanos de Bogotá no podían competir, y no menos seducida con la esperanza de castigar a los que creían sus enemigos, ocupó desde muy temprano el local del Congreso, la extensa galería en que está la entrada a él, y parte de la plaza. A las diez de la mañana abrió la cámara su sesión... la discusión sobre la ley de aduanas... se empezaron a oír insultos y amenazas... mueras atronadores...365

Pronto los “democráticos” se vieron rodeados por sus oponentes que en gran número ocupaban el Congreso. Entonces se dieron cuenta de que no iba a ser fácil eliminar a los contrarios. Pronto algunos funcionarios se dirigieron al presidente del Congreso para que controlara el motín, pero éste contestó que él ya se lo había pedido a Obando y en lugar de prevenir lo que todos veían venir, ordenó despejar la plaza para que mejor se desarrollara el terrible escándalo. La discusión continuaba pese al grande embrollo, de pronto la multitud se arrojó hasta los primeros asientos y comenzaron algunos jóvenes a descolgarse de la galería superior, para combatir. Pero se contuvo a los perturbadores, y la proposición se votó. Poco después mataron a un “democrático”, y hubo varios ciudadanos heridos o contusos. “El presidente vivía a cien varas de distancia del lugar del conflicto, no se presentó sino al final de él, y mostró bien claramente sus simpatías por los artesanos que, desde aquel día, tuvieron más odio a los cachacos”366. No obstante, la nueva Constitución fue sancionada el 21 de mayo. Y volvíase a salvar la degenerada, traumática y compungida patria.367. Cualquier motivo era bueno para alterar el orden público, sobre todo si el propio gobierno lo estimulaba. Con motivo de unas corridas de toros, el 8 de junio, la capital vivió difíciles momentos. Estalló el conflicto, en la parroquia Las Nieves, cuando un grupo de “democráticos” daba vivas al general Obando y al general José María Melo. Los “retozos democráticos” alcanzaron niveles que hacían recordar a las guerras callejeras, a pedrada limpia, que protoganizaban bandadas de muchachos en las puertas de la Macarena y de Córdoba, en Sevilla. Aquellos gritos llegaban a la residencia de Obando, que algunos sostenían que fingía, desde algunas semanas, estar enfermo. El escándalo tomaba ribetes de convertirse en algo siniestro, pues se escuchaban golpes, tiros y gente corriendo despavorida por entre las estrechas calles. Una rociada de plomo contra los cachacos hizo que un grupo de soldados del regimiento de caballería con la consabida réplica de unos civiles armados provocara otro gran escándalo en el centro de la ciudad. Aquellas cosas fastidiaban a 365 Venanzio Ortiz, Historia de la revolución del 17 de abril de 1854; Biblioteca Banco Popular,

Bogotá, 1972, pág. 36. 366 Ibíd., pág. 38. 367 Luego de la rebelión militar del 4 de febrero (1992) en Venezuela, Hugo Chávez Frías, se entregó a una campaña por una Constituyente para sacar del horrible marasmo a su país. Esta vez puede darse el milagro de un verdadero cambio.

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un general como Obando, acostumbrado a lidiar con montoneras lanza en ristre, y en medio del vaho brutal de la pólvora y el espasmo de los moribundos con borbotones de sangre en la boca. Estaba claro que la barahúnda era para que se hiciera conocer suficientemente al general José María Melo. Esa noche fue salvajemente apaleado Florentino González, y hasta la madrugada no cesaron los vivas a los tocayo Obando y Melo. Durante el gobierno de López, Melo fue Comandante General del Departamento de Cundinamarca. Es muy probable que algún plan hubiese entre Obando y López para hacer de la figura de Melo algo estelar en los anales de la Nueva Granada. Seguían de modo inexplicable los aplausos que se prodigaban a Obando y a Melo. ¿Por qué a Melo?, se preguntaban. ¿Qué había hecho este general para que se le nombrara tan insistentemente? No quedaba duda alguna de que el Golpe de Estado se había cocinado fríamente con anuencia del primer mandatario. Uno de los fundadores del bando de los gólgotas, José María Samper, cuenta que su grupo miraba con desconfianza a Obando y a sus amigos, convencidos del propósito reaccionario que les animaba contra las nuevas instituciones. Aseguraba que no tardaría mucho tiempo sin que estallara una revolución para sostener las reformas hechas a la Carta Magna. Se hacía evidente la connivencia de intereses entre Obando y Melo para dar al traste con los pasos progresistas que se estaban produciendo. Las Sociedades Democráticas comenzaron a ser armadas y Obando, impulsado por los fanáticos del grupo “liberal”, expidió esquelitas para que se nombraran gobernadores que hubiesen sido hostiles a la reforma constitucional. El propio gobierno gestaba un vasto e inmoral plan desestabilizador: En Cali los “democráticos”, apoyados por el gobernador Avelino Escovar, en medio de la desesperación que lo colocó el haber perdido las lecciones, hizo tomar el edificio donde se encontraba el parque, y una poblada se apoderó de unos seiscientos fusiles y otros elementos de guerra. Obando no hizo nada para condenar esta increíble barbaridad. Sostenían los que habían tomado el parque que era sumamente peligroso que estas armas estuvieran en manos de los enemigos del gobierno supremo, y que además habían recibido órdenes del mismísimo Presidente para tomarlas. Situaciones de honda descomposición moral y política, promovidas por las hordas de los “liberales auténticos” o “adulterados” de Bogotá, sucedieron en Chocontá, Buenaventura, Zipaquirá, Sutatenza, Ciénaga de Santa Marta, Mompós, Neiva, Túquerres, Pasto, Medellín, Sabanilla, Sabanalarga, Tunja, etc. En la capital las zambras y algaradas se fueron extremando y ya la vida se hacía imposible. Los doctores Lorenzo María Lleras y Francisco Antonio Obregón, dieron nuevo aliento a la sociedad, ya con un plan más definitivo. Se hablaba con toda naturalidad en los círculos políticos, en plazas y mercados de que hacía falta una dictadura. Que se había gozado de dema• 405 •

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siada libertad y era necesario apretar un poco las riendas. Comenzaron a verse consignas como: “¡Viva El Dictador Obando!” La cosa era tan declarada que muchos la tomaron a broma, como delirios propios de un eterno renovarse en los mismos retozos republicanos. ¿Quién podía, por otro lado, imaginarse, que aquel que tanto había luchado para conseguir la primera magistratura bajo los auspicios sublimes del constitucionalismo, descendiera al infierno godo de un gobierno de facto? ¿Qué podría lograrse con una dictadura, que no fuera otro incendio de pasiones? ¿Cuál era por otro lado, el propósito que podía impulsarlo a una decisión tan terrible, cuando había sido elegido por una mayoría jamás vista en su país? Estos demoledores triunfos suelen resultar catastróficos para los pueblos latinoamericanos.

Los retozos del subsuelo Cuando uno está de malas, hasta los perros lo mean. J. M. Obando

En la madrugada del 1º de enero de 1854 era tal la magnitud de los rumores que corrían, junto con el viento helado y seco, que se creyó que el año empezaría con un gobierno nuevo. Fueron pasando las horas, en tensión, y se disiparon los ánimos con la consabida parada militar. Obando presentó un discurso moderado en el que dijo: “se inicia el año en que va a ejecutarse en toda su plenitud la Constitución política de 1853... Este código santo, del que me cumple ser el primer custodio, haga la dicha del pueblo granadino, cerrando la era de las revoluciones...” Cuando el Presidente terminó su discurso, los de la Democrática, con palillos en la boca, se sacudieron sus terrosas manos. Bostezaron y salieron para sus secretos cuarteles donde tenían grandes reservas de armas. El general Melo se siente tranquilo y ufano porque todo marchaba según lo previsto; se fue a dormir un poco. Las fiestas de fin año habían sido de las mejores en décadas, y le habría gustado verlas prolongadas por lo menos un mes más, y al final morirse para no ver más desastres. Melo presentía que antes de morirse le iban a tocar muchas melopeas sangrientas, como a cada granadino predestinado para servir a los gobiernos. Sus preocupaciones las fundaba en un hecho de sangre que en cualquier otra circunstancia para él habría pasado totalmente inadvertida, pero ahora mezclado al asunto de la política, donde lo habían metido sin él buscarlo, la situación se presentaba gravísima. Por algo relacionado con las malditas e irreverentes órdenes militares que le llevó a ensuciarse las manos (y la ropa), matando • 406 •

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con su propia espada al cabo Pedro Ramón Quirós. ¿Es que acaso él como militar, a tan corta edad y sin haber nunca hecho nada para merecerlo podía debutar en los carnavales regenerativos sin llegar a cometer un crimen? Lástima que Quirós sólo fuera un cabo, porque de haber sido un Mariscal... Ahora debía venir la segunda parte: Ser acusado por sus enemigos con maldad irreverente, con calumnias e improperios venenosos y criminales, para entonces él echar andar a la máquina libertadora de la revolución, aplastando gobiernos y fusilando canallas. El terreno ya había sido abonado, pues los nervios estaban alterados, y su debut, con aquel acto de sangre, tomaba giros peligrosos, viendo lo que le había ocurrido a Obando con lo del Crimen de Berruecos. Pero precisamente por este crimen, Obando era lo que era. Este hecho hizo regocijar mucho al grupo de los cachacos, que odiaban con retinto odio a Melo y suspiraban por verlo en prisión. Las Sociedades Democráticas que hervían en deseos de dar una vuelta de tuerca más a los orgiásticos delirios de la libertad, encontraron en este hecho una excusa para arremeter contra sus adversarios. El gobierno contestó a las excitaciones de los cachacos que creía altamente útil y conveniente a la República que Melo, en lugar de encontrarse en una cárcel, habitase en el cuartel del regimiento de caballería estacionado en Bogotá. Para Melo no obstante, conociendo los vaivenes sicológicos de su jefe, sentíase inseguro. Recorría ahora la ciudad llena de aprehensión, con un escuadrón cuyo mayor placer era lanzar bombas contra el cuartel y el palacio para luego decir que había un incontenible plan para subvertir el orden; que los cachacos y los gólgotas querían matarlo. Como el Congreso aprobó finalmente que el píe de fuerza sólo podía ser de 800 hombres, en tiempo de paz, Obando objetó esta ley. Lo peor se avecinaba... llegó una representación de Chocontá con una denuncia contra Melo por lo del asesinato de Quirós. Probablemente esta denuncia la hacía gente del mismo bando del Jackson Granadino. Obando entonces se resistió a considerar el retiro de Melo. Estuvo dándole largas al asunto hasta que el propio gabinete se lo exigió. El señor Obaldía fue el encargado de notificarlo al señor presidente. Los rumores alcanzaron tal dimensión que el senado, el 31 de marzo, excitó al gobierno a que tomara medidas para impedir el golpe que se tramaba. Que en tal sentido se le entregaran al gobernador de Bogotá mil fusiles útiles, para que atendiera cualquier posible calamidad. En estos ardores pasaba sutilmente el tiempo, cuando el 14 de abril se conmemoraba en una iglesia la muerte del Hombre de Dios... La imagen del Redentor era conducida con gran pompa en un magnífico sepulcro al templo de La Veracruz... “el pueblo marchaba en procesión solemnizando el recuerdo del misterio... Unos oficiales del regimiento de caballería habían trabado poco antes una riña a puñetazos con unos jóvenes gólgotas en la fonda de “La Rosa Blanca”, y saliendo de allí se dirigieron a su cuartel • 407 •

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que estaba en la plaza de San Francisco...368” Se esperaban entonces ardientes retoños o retozos cívicos, nadie sabía por qué. De pronto una onda se expandió con rapidez y se vieron piedras lanzadas contra la procesión. “A los gritos de ¡Viva el general Melo! ¡Viva el general Obando! ¡Mueran los gólgotas!, lanzaron sus tiros por encima de las imágenes sagradas369”. El alboroto se prolongó hasta la noche. El tumulto recorría las calles vitoreando a los tocayos Obando y Melo. Comenzaron los destrozos de vidrieras. Ya las bandas “democráticas” comenzaban a fastidiarse de tanto esperar. Las órdenes que recibían y que ellos cumplían con precisión no acababan por conducir a la prometida revolución. En este caos de piedras e insultos se tuvo aterrorizada a la ciudad hasta el domingo 16 cuando ya comenzaron a verse escuadrones “democráticos” marchando con todo descaro, armados hasta los dientes. Se veían otra vez relucir las siniestras cintas rojas. Entonces las pobres familias se encerraron en sus casas a la espera de golpe final. Algunos soldados que querían practicar con las lanzas las clavaron en una mujer, cuyos alaridos estremecieron la noche. Una agitación enorme, unida a un gran temor colectivo impulsó a los miembros del consejo de gobierno a dirigirse ante el Presidente, convencidos de que ya era insoportable el caos de las instituciones. Ya no se trataba de retozos ni de ingenuas verónicas en el ruedo del Congreso sino de huracanes y feroces tornados con bordes negros y rojos. Era como las seis de la mañana cuando un grupo de personas, entre ellas Francisco Antonio Obregón, Pedro Mártir Consuegra, Camilo Rodríguez, Miguel León y Lino García, se presentaron ante Obando para exigirle que asumiera la dictadura a nombre de Melo. El antiguo Supremo, se estremeció. Él no podía luchar metido en aquel “convento”. Había nacido para llevar una vida apacible en el campo, viviendo tranquilamente entre sus vacas, pollos, y perros de caza; en sus potreros, con su dulce mujer y sus hijos, comiendo plátano con leche. No entendía cómo había ocurrido todo aquello. ¿Para qué este enjambre de mariconerías políticas? Aquellos malditos salones, siempre medio oscuros, deprimentes. Alzó su triste mirada, de perro fatigado y viejo, y contestó que él no podía aceptar ninguna dictadura. Cuando apareció el señor vicepresidente pidiéndole que saliera a contener el curso de la horrible agitación, con la misma indiferencia, taciturno, con la infinita tristeza agobiante de sus ojos dijo: “Me parece tarde. ¿Usted no sabe hasta dónde llega la exaltación de los pronunciados?”. Obaldía estaba desconcertado. Obando siguió imperturbable como una momia. Para él la gente vivía alarmada por cosas de poca monta... - Autoríceme usted general - le rogó el vicepresidente -, para arengar las tropas en su nombre, y parto al instante. 368 Ut supra, pág. 73. 369 Ut supra, pág. 73.

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Con la misma pausada indiferencia el antiguo Supremo declaró: - El sacrificio de usted será inútil. De aquí se pasó a un Consejo pleno donde se decidió por unanimidad que el presidente saliera a arengar a los amotinados. Incorporóse de la silla presidencial, con la pesada y ausente mirada de las primeras horas de la mañana; salió de la sala del Consejo; se asomó un poco a la calle y como un animal cohibido y enfermo volvió para decir que la guardia había sido tomada y que le era imposible salir. Comenzó a delirar que él no se separaría del gabinete; unos y otros se miraban perplejos, sin saber qué hacer. Había llegado la hora de almorzar y como presos se sentaron a la mesa el presidente y los consejeros. - Y Cucaracha, ¿alguien sabe de Cucaracha? Cuando le contaron a Melo que Obando no había aceptado el ofrecimiento, descalabrando todo el plan que se había concertado, entendió que se hacía para que él entrara en escena como la figura superior del drama. Y así lo hizo. Se autonombró en ejercicio del poder supremo “y casi todos los criminales, los facinerosos más conocidos como tales, los hombres proscritos por la opinión pública, los jugadores abandonados de la suerte, la escoria, en fin, de la sociedad, se presentó a rodearlo y a deshonrar, adornándose con ellas, las insignias debidas al valor noble y a las virtudes cívicas370”. Obando había comido bien, como siempre, y se echó en el sofá a esperar el resultado de las gestiones que hacían unos emisarios salidos de la nada; como de la nada sale todo cuanto se produce entre los ardores de las conmociones nuestras. Aquel Sócrates que se había pasado la vida diciendo que él era el más denodado adversario de las dictaduras, permanecía hierático, congelado en una pose de momia inconmovible ante los desmanes de Melo y su banda de forajidos. ¿Qué fue del Obando del año 28 cuando arremetió contra el Tirano en Jefe? ¿Qué fue del Jackson que “humilló al Usurpador Urdaneta”? ¿Qué del Titán de mil batallas en defensa de la Constitución de su patria, que ahora nada hacía por contener a cuatro bandidos entronizados en el palacio donde él era el Presidente? Pronto el desastre fue peor, pues al Ínfimo (invertido su rango) le fue participado que para los amotinados él había perdido toda autoridad de mando, todo prestigio y valor. Obaldía pudo salir de aquella mentirosa prisión y corrió a la legación de Estados Unidos de América. Obando permaneció en su mutismo, en su terrible y mortal indiferencia ante cuanto le rodeaba y acontecía. Melo ya comenzaba a decretar empréstitos forzosos y repartía la plata como quien reparte agua de panela. 370 Ibíd., pág. 82.

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Comenzaba el maldito juego de las eternas restauraciones de la patria en peligro de muerte. El 2 de mayo, el general José Hilario López, Tres Veces Restaurador del Orden Constitucional (ahora coleccionaba Restauraciones, no a costa de los desafueros cometidos por los “serviles” sino de los preparados por los “auténticos”), hizo un pronunciamiento en La Plata, con seiscientos soldados. Nunca se había visto en ninguna parte de la Tierra una nación donde terribles asesinos para expiar sus culpas ante la justicia, provocaran horribles trastornos y así rehuir con escándalos y pillajes del castigo que merecían. Ya el 16 de mayo, a plena luz del día, empezaron a saquearse almacenes. El gozo era inefable entre los holgazanes y los ociosos que veían ya realizada la meta que buscaban los “democráticos”. Los ricos estaban siendo aniquilados. Los desalmados tenían los hilos del poder y la sociedad estaba “salvada”. Los eternos ideólogos del movimiento “liberal auténtico” cuando se les echaba en cara que habían maltratado a la patria por un acto de fuerza, contestaban del modo más tranquilo: - Convención con eso, amigo, y refrendaremos en un Congreso las glorias alcanzadas; igual que el año 32. Una Convención lo cura todo. Y ya se veían sombreros que llevaban el letrero: “Convención”. El país estaba en llamas, pues no había una Constitución a la cual obedecer; (¿alguno de veras tomaba en serio a esta pobre cartilla371? Popayán se había revelado con gritos sediciosos y bandos numerosos se aprestaban a morir “otra vez”. En Cali la Sociedad Democrática se pronunció a favor de la dictadura y sus miembros salieron a la calle, armados, acompañados de oficiales y se aprestaban a enfrentar a los autodenominados defensores de la Constitución. Qué vaina, que ahora vinieran a quitarle un título tantas veces esgrimidos por Obando... El Presidente seguía inactivo, nulo, mudo, seco y neutro, mientras las matanzas entre sus hermanos llenaban de sangre las ciudades y los campos. No obstante, lo estamos viendo, le había dado a López otra bella oportunidad para que mostrara sus sublimes cualidades regeneradoras. En una estrafalaria proclama, listo para la guerra el general López exclamó: ... La patria y el gobierno exigen todavía vuestros servicios, y yo espero tener la honra de comandaros en la próxima campaña que va a emprenderse sobre Bogotá, la cual producirá el restablecimiento del régimen constitucional y la caída de la dictadura. Cumplida esta misión gloriosa, regresaremos a nuestras casas llevando en la mano la rama de oliva símbolo de la paz; colgaremos nuestras armas y volveremos a sembrar y cultivar los frutos necesarios para nuestra subsistencia...

371 En estos países latinoamericanos no hay cosa que sea más burlada que las constituciones y las leyes; y claro, quienes más las violan son los presidentes, los ministros, los congresistas, los jueces y los partidos.

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Concluía: “¡Viva la Constitución! ¡Viva el gobierno legítimo! ¡Viva la libertad! ¡Vivan las columnas restauradoras de las leyes patrias! ¡Abajo la dictadura!” Otra columna regeneradora se asomaba por los lados de Barranquilla y era la del general Tomás Cipriano de Mosquera, “ex-Cucaracha”, quien manifestaba combatir por restablecer en el poder a Obando. Pero aquel Máximo de los Ínfimos – seguía descendiendo de grado -, había estado inmóvil en su palacio, siendo ahora trasladado (26 de agosto), en calidad de preso al cuartel de San Francisco. Corrió la sospecha de que él había sugerido este traslado, mientras otros aseguraban que se encontraba loco. En Bogotá, nadie dudaba que el Jackson Granadino dejase de estar comprometido con los golpistas y lo prueba el hecho de que cuando un fiel amigo de Obando salió a recoger firmas en una representación dirigida a él, suplicándole retomara el mando, sólo siete personas le apoyaron. El 14 de agosto Mosquera se encontraba entre Nare y Buenavista. Después Mosquera nombró a José Hilario López, General en Jefe del Ejército del Sur, que incluía las divisiones del Alto Magdalena. Entretanto en la capital, Melo continuaba su carrera de desafueros. En Facatativá había un preso que le interesaba sobremanera al nuevo mandamás, un tal Corena, ciudadano que había presentado pruebas contundentes en el caso del asesinato de Quirós. Lo tenía el dictador en celda especial, pero así y todo Corena logró fugarse la noche del 9 de septiembre. Cuando Melo supo de esta fuga entró en tal desesperación que comenzó a dar alaridos, a proferir amenazas y a romper cuantos objetos podían levantar sus manos. La búsqueda se hace extenuante y por ello algunos fanáticos cometen crímenes espantosos, como el de traspasar el cuerpo de una niña que dormía tranquilamente en una cama, porque un soldado cree que se trataba de Corena, oculto tras unas sábanas. Luego de otros destrozos líricos y sangrantes el Congreso pudo reunirse en la ciudad de Ibagué, el 22 de septiembre, nombrando para presidente del senado al señor Pedro Fernández Madrid, para la vicepresidencia a Urbano Padilla y Secretario a José María Coronado; la cámara de representantes estaba presidida por su vicepresidente Salvador Camacho Roldán. Para entonces, una comisión se encontraba estudiando las responsabilidades del Presidente en el golpe de Melo. Era probable que al ver Obando perdida la revolución se declarara en ejercicio del Poder Ejecutivo, además de impartir, como ya era un vicio en la Nueva Granada, toda clase de indultos y amnistías para los sediciosos. Al mismo tiempo se tomó en cuenta que como el Presidente contaba con muchos partidarios en el Sur, las medidas que se tomasen debían hacerse con la mayor prudencia. El 13 de octubre, la cámara de representantes resolvió acusar ante el senado al presidente Obando por el mal desempeño en el ejercicio de sus • 411 •

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funciones, denunciarlo como reo de los delitos de traición y rebelión y pedir que se le suspendiese de su empleo. El 27 de octubre, el senado declaró a Obando suspenso de su cargo de Presidente de la República y se le somete a juicio. Todas estas medidas se expedían al tiempo que la dictadura sufría serios reveses en la capital. El vulgar militarote de Melo, para complacer a sus secuaces, los animaba a seguir en el juego de la rebelión mediante el señuelo del despojo al enemigo tal cual lo había aprendido de su jefe (quien a la vez lo recogió de Santander, y éste de Andrew Jackson). Es la plata que inspira tanto a los bandidos. Comenzaron a llover documentos extraños: Una encíclica apócrifa de Pío IX lanzaba una excomunión contra la Constitución del 21 de mayo y contra sus defensores. Entre los que habían hecho una extraordinaria oposición a la dictadura de Melo se encontraba el poeta Julio Arboleda, quien era senador de la República y había denunciado con pasión los planes golpistas de Obando. Desatada la represión de Melo, Arboleda huyó al Sur y a la antigua Antioquia donde logró levantar un pequeño ejército. Entre sus mejores oficiales se encontraba el padre Antonio José de Sucre, sobrino del Gran Mariscal (y quien tenía un gran parecido con éste). Cuando Melo situó en Guaduas 300 hombres, Arboleda recibió órdenes del general Joaquín París, de que se acercara al enemigo. A finales de Julio, Arboleda entró en Guaduas conduciendo tres piquetes de la compañía 3a, 4a y 7a del batallón restaurador. Entre los seleccionados para esta acción estaba Antonio José de Sucre. Arboleda fue hábil y certero. “En este atrevido ataque se distinguieron de una manera honrosa los capitanes Antonio José de Sucre y Anselmo Vélez372”. Los melistas en esta acción perdieron cerca de cien hombres entre muertos, heridos y prisioneros. El capitán Sucre siguió recogiendo laureles. Se distinguió especialmente en el lugar de Bosa, cerca de la capital. Fue el 4 de diciembre de 1854, cuando el denominado ejército constitucional entró en Bogotá. Es imposible describir el frenético entusiasmo de la población de Bogotá al ver ya tan cerca a sus libertadores. Mientras los “democráticos”, subidos en la azotea de la casa consistorial, insultaban y vitoreaban a Melo, las señoras, que habían tomado mucho interés por la causa constitucional y que habían trabajado sin descanso por enviar al ejército hombres, armas, clarines y pertrechos, y los pocos ciudadanos que no habían podido salir a tomar parte en la lucha, corrían a abrazarlos y a llevarles lo que podían para que comieran y bebieran.373

En medio del desorden, Obando corre a esconderse en la legación pontificia, a cargo del internuncio Barillo. Todavía gallardo y valeroso, según 372 Ibíd., pág. 234. 373 Ibíd., pág. 417.

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sus apologistas (aunque sea difícil entender dónde se encontraba esta gallardía y dónde el valor), rodeado de curas que rezan incesantemente, en medio de gran cantidad de imágenes sagradas, espera que aparezca el gobernador Gutiérrez Lee para entregarse. Entre el bálsamo del incienso y de las oraciones por su alma compungida recibe una orden que le conmina para que se dirija al Colegio Militar. Esta vez va acompañado del embajador francés. Pronto los repiques de campanas anunciaron la caída de la dictadura: alegría, fiestas, cohetes, abrazos. Después de todo Obando le había dado otra oportunidad a la patria para que coronara sus ambiciones de libertad, fraternidad, unión, pan, trabajo, paz, justicia y progreso, junto al placer del brillo sublime en los ojos llorosos, en medio de cantos solemnes, y el incienso, suspiros de amor por los hijos llegados de los distintos frentes y también por los hijos enhorabuena perdidos en defensa de la Constitución. “Nuestra patria es estéril para las dictaduras, aunque, no sabemos por qué, horriblemente fértil para producir locos”. El capitán Antonio José de Sucre cuenta: “Desde el sangriento asalto de Guaduas hasta la reñida toma de Bogotá, mi atrevido jefe (Julio Arboleda) dispuso siempre de mi persona, como de manera apta y manejable para todo riesgo que afrontar y para todo sacrifico que ofrecer374”. Despojado de todo mando, Obando no fue a parar a una prisión. Ser traidor de la patria no implicaba un castigo tan severo. Cogió sus cosas guardadas en el palacio para regresar a su hacienda. Un mundo había acabado definitivamente para él. Cuanto había buscado en treinta años de infatigable lucha era una suerte de confusión espantosa. No tenía un destino; la política y la guerra (a menos que un desgraciado como él volviera a sumir al país en otro espantoso drama), parecían tan lejanas de su vida. Luchó por la patria, por las Constituciones de su nación; recorrió centenares de leguas en una odisea sin parangón en los anales de república alguna. Conquistó en buena lid la presidencia de la república, y cuando todo el mundo lo consideraba el hombre fuerte, el Jackson de la Nueva Granada, cayó desintegrado en mil pedazos. Santander, Márquez, Mosquera y López, hombres menos aguerridos que él (todos conmilitones de la misma causa liberal), pudieron gobernar el período correspondiente a cada uno, felices y en pleno; sólo él caía humillado por las fuerzas del destino. En junio de 1855 todavía se encontraba en Bogotá, detenido como un preso extraño en el Colegio de San Bartolomé. El 15 de agosto, encontrándose en un trance de gran abatimiento, silencioso, en letal indiferencia (hasta por sus preferidos manjares payaneses), se decide su traslado al hospital San Juan de Dios. Obando era un prisionero de lujo y deambulaba de una parte a otra, del palacio presidencial al cuartel San Francisco, residencia de Melo. El coronel Liborio Escallón, con intenciones de humillarlo, ordenó al capitán 374 Mariano Germán Romero, Las Diabluras del arcediano (Vida del padre Antonio José de Sucre); Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1985, pág. 36.

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Antonio José de Sucre, custodiarlo. Sucre sintióse vejado por esta orden y solicitó inmediatamente su baja. Por este motivo se retiró del ejército. Entonces, una bella cursilería comenzó a llenar el ámbito nacional: ya Obando había dejado de ser el Jackson Granadino y pasaba a encarnar la figura del Edipo constitucional o colombiano. Con este símbolo, juzgaban los jurisperitos, podría llegarse a la conclusión de que Obando no era culpable de nada de lo ocurrido durante su presidencia y se le incluyó en la lista de los trágicos greco-granadinos. El fiscal encargado del caso era don Salvador Camacho Roldán quien dijo ante el senado: Hay en la vida del general Obando un drama intrincado que confunde la imaginación y conmueve el espíritu. Hay en las variadas peripecias de su agitada carrera pública, ya acusado, ya vindicado; ya vencido, ya vencedor; ya desgraciado, ya enaltecido; ya en la cumbre del poder y la popularidad, ya en un abismo sin fondo cavado por su propio crimen, una fatalidad misteriosa que lo arrastra, como el Edipo de la fábula, del bien al mal y de la gloria del mando a la maldición de los parricidas.375

Luego de estas palabras no quedó ninguna duda de que Obando era el Edipo Granadino y por lo tanto debía ponérsele en libertad. La gente vivía asombrada, confundida con la presencia de aquel Edipo y sintió dolor y lástima. Es decir, había sido encontrada la expresión grandiosa que debía dar, desde el punto de vista de la superstición mítico-religiosa, con el cierre de otra maldición. Habiéndose decidido su situación, y estando en libertad, durante todo el año de 1856, Obando permanece en Bogotá dedicado a pequeños asuntos comerciales. Vende una casa que tiene en esta ciudad y hace planes estrafalarios de comprarse unas tierras en Rioseco o establecerse en Guaduas. Desdoblado, se contemplaba largo rato algo sorprendido, frente a las vidrieras. Algunos se burlaban de su persona al verlo pasar, inspirando a muchos una tremenda compasión. “- Ahí va Edipo - decían -, cosas del destino...”. Tenía ya sesenta años; había recibido demasiadas humillaciones. Se habían burlado de él en todas las formas posibles, como político, como guerrero, como pensador. Su vida era un vórtice lleno de penas. No tiene ánimo siquiera para llorar su desgracia. No sabe si es una maldición o el hado oferente de la perdición que sobrelleva irremediablemente sobre sí cada hombre. Deteníase a leer avisos sin ninguna importancia como quien busca en qué perder el tiempo. “Salía Obando de su juicio, con más humillación que penas; solía yo verle pasar con su levitón verde botella, abotonado con corbatín de cuero, que acrecentaba su talla marcial, y con las manos metidas en los bolsillos del levitón: nadie le hacía caso, y estaba tan decaído, que leyendo una vez, por matar el tiempo, un aviso en la esquina 375 Cordovez Moure, Reminiscencias de Santafé y Bogotá; 1er. Festival del Libro Colombiano, s.f., pág.119.

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de la primera calle Real, vino un perro e hizo sobre él lo que iba a hacer sobre la esquina. Obando lo siente, se mira la parte sucia y dice tranquilamente: Cuando uno está de malas, hasta lo perros lo mean376”. Se siente Obando profundamente jodido, y se entretiene yendo y viniendo por la calles de las Nieves, observando a los niños jugar al Coco, mirando alelado el ir y venir de recuas de mulas que se dirigen a los mercados; dejándose llevar de los bullicios, de las gentes que cerca del antiguo local de la Cámara de Representantes (donde con tanto ardor se discutió el alzamiento del Padre Villota y el suyo), se disputan un lugar para ver a un jaguar metido en una jaula. La afición de aquellos días era arrojarle a aquellas fieras, pollos, gatos y perros; aquel entretenimiento de ver despellejar animales, todavía vivos, iba con los tiempos. No faltó quien al reconocer a Obando entre la multitud dijera: “- Tuvimos en política una fiera como ésa; pero ya perdió las garras y los dientes...” Obando alzaba la mirada, lánguido, como si no fuera con él. El 1º de julio de 1857 sale para Popayán. Apenas llega a esta ciudad un hecho extraordinariamente curioso va a trastocar la base de todas sus viejas pendencias. De veras sigue pensando que ha muerto hace mucho tiempo, y se lo pregunta a su mujer tres y cuatro veces al día: -¿No será que uno se ha muerto y no lo sabe? ¿Estaremos en otro mundo negra, y no lo entendemos? ¿Será que la muerte es puro cuento y cuando nos morimos seguimos tan campante en esta marcha de barbaridades? ¿No tendrá fin este juego, querida? - Lo que tengo miedo es de la vida; vivir es pecar... Alguien que tenía poderes extraños fue llamado ante su presencia y este hechicero le recomendó que sólo reconciliándose con Tomás Cipriano de Mosquera, quien era el demonio de su maldición, podía resucitar de otra vida y así tener la suprema fortuna de morir - Usted morirá sólo cuando se reconcilie con su maldición. Casualmente era gobernador del Cauca el general Tomás Cipriano de Mosquera. Obando arqueó ferozmente las cejas, soltó algo como un gruñido y se retiró a una hamaca, donde pasó horas con la mirada fija en el techo. Sabía que en aquellos días Mosquera estaba en Bogotá. Fue cuando le dijo al brujo, quien permanecía inmutable en espera de una respuesta: - Si he de vivir así, muerto, mejor me dedico a mis perros de caza; a mi ganado, a mi familia; a sacar del campo lo necesario para la subsistencia. Quiero saber una cosa: ¿también estará muerta mi mujer, mis hijos y cuanto veo y toco? Pero en Popayán se mantenía entonces intacta la secta Democrática que tanto apoyo le diera en los momentos aciagos de su prisión en Bogotá. Van y vienen amigos con profundas declaraciones patrióticas, con un celo inmenso por los daños sufridos por la patria; el eterno amor a los laureles justicieros del pasado. “- Usted general se debe a su pueblo. Usted no se pertenece. Usted está ya enraizado con los símbolos mayores de la Fundación y es el único pa376 Ángel Cuervo, Como se evapora un ejército.

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trimonio viviente de las viejas luchas nacionales. Si usted está muerto mucho mejor; pa’lante con los faroles. ¿A qué temerle, entonces?” Él dejaba hablar a sus seguidores más de la cuenta, embelesado en los recuerdos del ayer cuando triunfante llenó de mil laureles los campos desde Pasto hasta Bogotá. -¿Y ustedes creen que la vida es como la muerte? ¿Qué vida y muerte son una misma cosa? Todo el mundo busca la felicidad, yo no sé lo que busco. Yo creo que no busco la felicidad. No entiendo en qué consiste la esperanza; ¿saben ustedes en qué consiste la esperanza? La gente no le entendía. - Acepte general ser elegido para la municipalidad de Popayán; presida general, con sus maravillosos dones una municipalidad tan desorientada y “servil”. Le ha llegado la hora de ser nuestro Washington. - Arreglen pues muchachos lo que ustedes crean conveniente para yo entonces meterle el pecho al toro público. Que me coja por dondequiera que yo no sigo en este campo. Ya no me debo a mí mismo. Nunca lo había entendido como ahora. Los que no nos debemos a nosotros mismos, no vivimos. Somos de los demás, del colectivo que manda. Decidan qué debo hacer. A principios de 1859, se ha recuperado un poco de sus tremendas depresiones. Pasea por el campo largas horas con una resistencia que desconcierta a los jóvenes. Un vigor extraño ha vuelto a sus venas. Siente Obando unas ganas inmensas de que lo vean otra vez los cachacos y los gólgotas en Bogotá y le reconozcan como todo un Macabeo. Entonces establece un estrecho contacto con las fuerzas del general Mosquera y se prepara para otra lucha sin cuartel de la cual desconoce sus propósitos. Para eso es la patria, para luchar constantemente por ella, hasta la resurrección eterna. Es necesario prepararse y comienza un plan exigente de diarios ejercicios. El 1º de abril de 1857 se había posesionado de la presidencia de la república el “conservador”, doctor Mariano Ospina Rodríguez. Muchos concuerdan que este político iniciaría otro período de hegemonía por parte del grupo “anti-liberal” que gobernó, después de la muerte de Santander, por cerca de doce años. Don Florentino González, que al igual que Vicente Azuero, vivían entretenidos en escribir Constituciones (como un niño que hace trazos sobre un papel), en 1858, presentó un nuevo proyecto de Carta Magna. La manía era las creaciones de los denominados Estados Soberanos. Panamá creó el suyo el 27 de febrero de 1855. Luego el de Antioquia el 11 de junio. El 15 de mayo de 1857 se fundó el Estado Federal de Santander; el 15 de junio los retozos federalistas y ardorosamente soberanos se expandieron por el Cauca, y después se crearon otros bellos delirios soberanos llamados: Cundinamarca, Bolívar, Magdalena, Boyacá. De modo que el presidente Ospina parecía otra Cucaracha. El único modo de poder gobernar en medio de esta inmensa fragilidad era que todos los presidentes de cada sección fueran adictos al señor Ospina, lo cual era imposible, por cuanto el placer de la soberanía radicaba casi exclu• 416 •

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sivamente en poder hacer cada cual lo que le diera su real gana. Florentino González seguía haciendo comparaciones con las instituciones gringas y repitiéndole a todo el mundo que era necesario lograr la confederación de los Estados hispanoamericanos, para lo cual era vital ir sacudiéndose la oligarquía militar que nos dominaba, a la vez que buscar en nuestros principios, amparo para las libertades y los derechos ciudadanos. Muy pocos estaban interesados en entender estas alucinantes ideas donde los granadinos esperaban la salvación con ayuda de los Estados de Nueva York, Pennsylvania y otros miembros de la consolidada Norteamérica. La manía era, vista la condición abyecta de nuestra sangre, buscar un Protectorado, alguna nación que se apiadara de nosotros. Bolívar, claro, había previsto con horror inusitado esta situación. Pensó con desgano en los ingleses, y ésta ha sido una de las razones para que don Germán Arciniegas escribiera un cúmulo de laboriosas pendejadas contra el Libertador. En realidad, como no se tenía serenidad ni paciencia para ordenar los pedazos dispersos y convulsos del Estado granadino, para evitar pensar en la horrible estructuración de un plan unificador y estabilizador de aquella sociedad, se deseaba, cosa absurda, una guerra. Así era, se estaba gestando otra gran guerra civil, gobierno contra oposición. Florentino previendo otro descalabro pedía casi insistentemente que no se vacilara más y que la Nueva Granada se incorporara a la gran república norteamericana. Hacerse yanqui se volvió una consigna paranoica para este liberal de siete suelas, como los liberales nicaragüenses que para la misma época pedían a gritos a un gringo que los esclavizara (al menos estos sí tuvieron la “suerte” de que les escuchara el botarate William Walker). González tuvo que abandonar el cargo de Procurador de la Nación en 1859, ronco, pues nadie tenía la suficiente sensatez para escucharle; se largó del país para que otros enterraran viva (por sexta o séptima vez) a su patria. Las inmensas nubes que sobre el medio político venían conformándose, que amenazaban con producir espantos de muerte y desolación, estallaron en 1860. La chispa se encendió otra vez en el Cauca; era presidente de estado en esta región, don Tomás Cipriano de Mosquera y fue él quien encabezaría la guerra contra el gobierno central. Andaba don Tomás, desde hacía algún tiempo, caviloso y preocupado, arreglando cuentas, haciendo reuniones en su casa, tomándole el pulso al gobierno nacional y estudiando la situación militar de los otros presidentes de Estado. Él necesitaba de un gran caudillo que pudiera cumplir satisfactoriamente sus órdenes. El panorama político del país había dado más de mil vueltas, recorriendo todos los grados de la esfera, de modo que casi podía decirse que las viejas pendencias con su enemigo Obando habían caducado. Y ése, en definitiva, era el militar que valía por toda una fortuna, por un ejército, por una nación armada hasta los dientes. Y sabía que Obando estaba mal de la cabeza. Vivía en una penuria moral terrible; desvariaba, se quedaba mudo en medio de las conversas, miraba interminablemente, desde el corral de su casa, • 417 •

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la vieja extensión de sus gallinas, puercos, gallos, patos y porfías, el único legado que dejaba a la patria. No obstante todos sus achaques, José María seguía siendo un gran general; Tomás Cipriano lo seguía de cerca, como siempre. Sus amigos lo tenían informado hasta de la sazón que le ponía a sus plátanos pintones. Y había escuchado de Obando que se estaba muriendo porque ya no había guerras que valieran la pena. La cosa era cómo acercársele, cómo invitarlo a conformar un gran frente revolucionario que reviviera las viejas pasiones. La política ya no era asunto de principios sino de capacidad para la brega en los campos de batalla, para pulsar a los hombres y lanzarlos al abismo de la guerra. Obando no creía en los plebeyos ni don Tomás en los aristócratas: lo que importaba era la pólvora, el azaroso mundo del fuego, de las correrías interminables; la desazón de la contienda; el acoso mortal, el zarpazo cruel y violento sobre unos pueblos acoquinados que requerían de otra suprema matazón para que fueran madurando. Apareció de pronto, como un ángel conciliador, quien habría de ser mediador en la memorable entrevista: el doctor Ramón Mercado. Y fue así como se arregló un encuentro entre los terribles Supremos, acordada para un día a las siete de la noche; Mosquera con algunos de sus fieles edecanes esperaba la llegada del Jackson Granadino. Iba de un lado al otro de la casa, llenando con ocupaciones tontas el trecho que quedaba entre el corral de los cochinos, pavos y gallos, al tranquero de las novillas más gordas. Esperaba impaciente a que apareciera, quien durante treinta años había sido su más tenaz y sangriento contendor, y que durante una década le estuvo llamando Cucaracha, quien sabe si hasta por cariño. Obando se hizo esperar. Sería el encuentro del siglo. De pronto al ruido de unos caballos y pasos en la acera, el propio Mosquera; electrizado de emoción pidió compostura a la gente que le rodeaba. Él mismo dijo: “- Allí está el General Obando”. Poco después, los pasos del Jackson resonaron sobre las losas de la galería, y casi inmediatamente se destacó su gallarda y marcial figura bajo el dintel de la puerta de su despacho. Ladraban sus perros lajas. Una larga y amplia capa de paño de San Fernando, de color encarnado muy oscuro, y pelerina cerrada al cuello, con broche de plata, cubría el cuerpo del caudillo. Un sombrero de fieltro carmelita de anchas alas y con borlas, como los de los cardenales, ceñía su hermosa cabeza. Llevaba en la mano un bastón de madera, tosco, con protuberancias extendidas a lo largo, que en el Cauca es conocido con el nombre de berraquillo nudoso. Al ver Obando a Mosquera, quien avanzó primero a saludarlo, no pudo contener un movimiento de repulsión y retroceso. Rompió el silencio Mosquera con este saludo: - ¿Cómo te va, José María? - ¿Cómo te va, Tomás? - contestó secamente Obando377”. 377 Memorias autobiográficas, histórico-políticas y de carácter social, de José María Quijano Wallis, citadas por Arcesio Aragón en

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Allí frente a Mosquera, el hombre que él había perseguido encarnizadamente por considerarlo culpable de asesinar a Sucre. Como pocos, T. C. Mosquera conocía los entretelones del juicio que se llevó a cabo contra Obando en el año de 1840; nadie como él le había perseguido con las armas, le había seguido hasta países remotos para procurar su extradición y llevarlo al patíbulo; él, quien escribió contra Obando con tanta fiereza y odio. Con razón se dice que los extremos se tocan, y con una fuerza y con qué pasión. Estaban allí para hacer lo que siempre les había entretenido: matar o hacerse matar. Ya no importaban las ideas; ya no importaban las ideologías que por tanto tiempo miles de granadinos habían sostenido en busca del progreso y de la paz. ¡Al carajo con los liberales auténticos o adulterados, con las sectas democráticas, con los gólgotas y toda esa caterva de ridículos incendiarios que lo que habían hecho era cagarse en la patria! No importaba sino la guerra. La guerra los había hecho feroces enemigos y por ella habían hecho tragar tierra a miles de honestos ciudadanos; había destruido centenares de familias laboriosas, docenas de eminentes doctores, abogados, jueces, estudiantes; era la misma guerra que ahora los unía. Mosquera cogió al toro por las bolas: - En política, general, no hay pasado; sólo cuenta el presente y el futuro. Olvide usted, general, las diferencias y las luchas que nos han separado. Volvamos a hacer lo que éramos antes, cuando ambos fuimos ayudantes de Campo del Libertador y recibimos de sus manos augustas, las charreteras de Generales. Fúndese en el fuego del amor a la patria lo que hoy aquí estamos forjando, para constituir nuestra independencia soberana. Volvamos a ser los dos caudillos hermanos, hijos de Popayán, a quienes la república ha agraciado con sus altos honores. Una parte de los conservadores y todo el partido liberal de la nación esperan de este ósculo de paz, que nosotros vayamos a dar la señal de mando para lanzarnos a una revolución y derrocar al presidente desleal que, contrariando la voluntad unánime del país, pretende falsear la Constitución federativa que juró defender. Si reconciliados y unidos comandamos las legiones valerosas que nos esperan, la victoria será el fruto de esta unión, y el restablecimiento de la república federal, ¡el premio de nuestros esfuerzos! En ese momento Obando, de pie, escuchaba conmovido la vehemente oración de quien fuera su más terrible enemigo. Pero como la cabeza le andaba mala y un rubor interno le hundiera en penosos murmullos, no pudo responder. Había como el ahogo de un gran llanto. Comprendiendo Mosquera la carga inmensa de destrozos morales que padecía se acercó y lo abrazó largamente. Lloraron por todo cuanto el destino les había deparado. Por el tiempo perdido. Lloraron por el tiempo irremediablemente perdido su libro Fastos payaneses, pág. 258.

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en contiendas sin sentido, y lloraron también por la guerra que ahora los unía; lloraban por necesidad de afecto. Obando sintió que de veras renacía. Recordó sus penas; recordó a Bolívar cuando durmió a su lado... El callado mutismo del Libertador cuando le preguntó, dónde podía esconder su gloria en medio de un mundo de traidores y valientes capitanes que despedazaban al país sólo para joderlo. “-¡Bolívar!, yo amaba profundamente al Libertador; voy a morirme de veras. Me iré ahora que la maldición ha dejado de pesar sobre mí, y nunca se sabrá cuánto amaba al Libertador. Me perdí, no por mi culpa...” Mosquera extrajo de su bolsillo un papel que extendió hasta el Jackson Granadino: - Toma este decreto por el cual te nombro Comandante de las milicias del Cauca, con facultades ilimitadas. Te entrego mi ejército, mi parque, mi dinero y mi autoridad; me entrego yo mismo. Si nos abrazamos y nos unimos, tumbaremos a Mariano Ospina y salvaremos la República. ¿Aceptas? Tembloroso aún de emoción, don José María se colocó sus lentes; leyó lentamente el decreto y con igual lentitud lo plegó; lo depositó en su bolsillo y hablando por primera vez frente a su antiquísimo contrincante, dijo simplemente: - Lo acepto. ¡Y me das otro abrazo! - reclamó Mosquera. Obando le tendió la mano que Mosquera estrechó con fervor. En mayo comenzó el desafío al presidente Ospina; se instituyó una liga separatista conformada por los gobernantes de los estados Bolívar y Santander, denominada “Pacto de Unión”. Se inició como una guerra de secesión. Afortunadamente la desintegración en cuatro o diez pedazos, no ocurrió porque don Tomás pudo encumbrarse muy por encima de los demás caudillos. Se encasquetó primero el título de Supremo Director de la Guerra y más tarde el de Presidente Provisorio de los Estados Unidos de Colombia, y no sólo se los encasquetó sino que supo mantenerlos. Iba a gobernar con el apoyo del partido Liberal, para continuar los delirios reformistas de López y Obando y continuar la vorágine de maldición y muertes en la que Colombia se venía desenvolviendo desde los tiempos de la Independencia: confiscó los bienes de la Iglesia, persiguió con saña al clero inspirándose en los métodos de la Revolución Francesa; impuso a los demás estados las servidumbres que él proclamó como injustas cuando enarboló los estandartes de su revolución. Cuando Mosquera limpiaba su trabucos y afilaba sus lanzas y marcaba en un mapa el número de divisiones que tendría, el general Pedro Murgueitio salió en defensa del gobierno nacional; quiso convencer por las buenas a los alzados de que se impidiera a Colombia otro baño de sangre. Era inconcebible que aquellos hombres que habían luchado en la guerra de independencia (Mosquera, Obando, Borrego, Murgueitio y tantos otros), no hubieran comprendido en lo más mínimo la obra del Libertador. Se • 420 •

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habían convertido en verdaderas hienas, en desaforados monstruos que no podían ver tranquila a su patria; porque declaraban una guerra. Creían que para llegar al progreso era necesario matar sin medida, sin control. De modo que nada podía hacer Murgueitio, para sujetar en el sur, la pobre barca del Estado. Nadie quería escuchar sino sus propias pasiones. Obando iba otra vez con sus montoneras en marcha hacia la capital. Cerca de Buga le salieron al paso los coroneles Pedro José Carrillo y Pedro Pablo Prías. Obando los destrozó completamente. Los aprestos para la guerra civil que había empezado en Popayán el 8 de mayo, con apenas sesenta fusiles de chispa, ya para el 25 de abril eran una realidad desoladora en las inmediaciones de Subachoque, en Cundinamarca, a 55 kilómetros de Bogotá. Se iba a realizar allí la denominada gran batalla del Campo de Amelia o Santa Bárbara. El gobierno inició el ataque con un ejército de 5.000 hombres; lo comandaba Joaquín París, veterano de las guerras emancipadoras. Mosquera resistía con 2.700 hombres; fue una larga lucha que comenzó a la siete de la mañana, y concluyó por la noche. Por poco muere atropellado por las lanzas el mismo general Mosquera, atascado su caballo en un tremedal. Mil muertos y unos mil heridos tendidos en un paño de sabana mostraban los resultados, todavía indecisos de la feroz contienda. Los estertores, las imploraciones divinas, el dulce o repugnante olor de la sangre quemada hicieron que los bandos acordaran un armisticio para enterrar muertos y asistir a los heridos. Fue también un armisticio para que cada bando procurara mejorar sus posiciones. Entonces Mosquera ordenó al general Obando se dirigiese al Cuartel General ubicado en Subachoque. Sobre un mapa sucio con manchas de barro y coágulos de sangre, ambos generales estudiaron el camino que debía tomar el Jackson Granadino a fin de evitar las partidas del gobierno. El veterano general, confiado en unos “amigos del gobierno” que lo acompañaban, tomó un camino “equivocado”. El día 29 llegó a un sitio denominado Tres Esquinas de Bermeo, y se detuvo en una venta que tenía un tal Vicente Salinas. Lo secundaban los coroneles Patrocinio Cuéllar y Francisco Troncoso, el capitán Daniel Aldana, don Juan de Dios Restrepo, don Ramón Carvajal, Aníbal Mosquera, hijo del general. Detrás venían restos de las ambulancias, 150 soldados del batallón noveno y 30 hombres al mando del coronel Cuéllar. Cuando continuaban la marcha, el coronel Cuéllar sugirió a Obando tomar el camino de El Rosal, lo cual le permitiría reunirse el mismo día con el general Mosquera. Hacer lo contrario era signo de temor, y el Jackson Granadino dijo: - Puesto que es por cuestión de miedo, vamos adelante -. Nunca había previsto la inutilidad de la esperanza, y que la felicidad consiste en aceptar las cosas tal cual se nos ofrecen; que la gloria es igual que la venganza: un plato • 421 •

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frío. He encontrado al fin el complemento de lo que me faltaba. Si aún creen que estoy muerto se van a llevar un chasco - , y con voz estridente ordenó al comandante Aldana que ya no siguiera por el camino de la Vega: - ¡Adelante comandante, no hay nada que temer! La gente del gobierno se había enterado de los pasos del famoso general, y fue dispuesta para hacerle frente una guerrilla de infantería con una de caballería. Calculan el punto por donde puede desatarse el fuego, y esperan el momento. Se da la orden y es tan efectiva la arremetida que no tarda en declararse derrota total en el bando de Obando. El Jackson Granadino comprende que es ahora cuando debe demostrar cómo encarar el miedo con su brutal crudeza. Intenta huir. Hace desensillar la mula, salta a un caballo bayo careto que cargaba su asistente, y procura salir del campo de batalla. Va a todo dar y al pasar por un pequeño puente cae el caballo en una zanja. De pronto un grandísimo estertor, una invocación horrible a la Virgen del Carmen, y como producto de alguna magia, se ve salir al caballo del atolladero pero sin su jinete; se escucha una algarabía, gente del gobierno que corre hacia el lugar y los soldados de Aldana que tratan de hacer frente al enemigo para sacar a su jefe. El coronel Cuéllar hace dos disparos para dispersar a los enemigos que se aglomeran en la zanja, pero él mismo recibe lanzazos y garrotazos. Igual suerte corre el coronel Troncoso queriendo organizar sus dispersadas fuerzas. El ordenanza de Obando que no dejaba de gritar implorando que no mataran a su jefe recibió una herida en la pierna derecha. Pero ya un soldado ha tirado certera su lanza en la zanja sin importarle los gritos del Supremo quien se declara vencido, y balbucea: “- Al fin he previsto la salida de este lío”. Completo desastre. Aldana y su gente han sido destrozados; por doquier se ven soldados a gatas entre los pajonales. La sombra del doctor Francisco Jiménez Samudio se proyecta sobre la zanja. Es el capellán de las fuerzas conservadoras. Se percibe un charco de sangre y un hombre que pide confesarse. Alza su cabeza canosa, mira sus azules ojos empañados por el dolor y las lágrimas, y pregunta: “¿Usted, Gran Mariscal de Ayacucho, qué carajo hace aquí? Visite a Flores; deme la absolución, que me muero”. Era casualmente el padre Antonio José de Sucre, sobrino del Gran Mariscal. La noticia corre como movimiento telúrico; en las fuerzas del gobierno que han participado en la acción causa pánico y alegría a un mismo tiempo. El cadáver del general ha sido sacado de la zanja, arrastrado por los pies y colocado a la vera del camino. “Estas escenas de muerte y desolación tuvieron por teatro uno de los sitios más lúgubres y desapacibles de esa comarca, a la pálida luz del sol de invierno. A la caída de la tarde recogieron el cadáver de Obando y al doctor Cuéllar moribundo, para conducirlos a Funza con el fin de dar decorosa sepultura al primero y proporcionar auxilios al segundo...378” 378 Horacio Rodríguez Plata, José María Íntimo; págs. 27, 28.

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Del acta de defunción se constata que el general Obando tenía cinco heridas de lanza, una de las cuales le interesó el pulmón y el hígado y una cortada con navaja que le desprendió la mitad del bigote. Sobre el cadáver destrozado se encontró el pequeño crucifijo que desde joven le acompañara y protegiera, pero “con los brazos desprendidos de la cruz y manteniendo entre las manos se le encontró una bala que, a no haber mediado milagro, hubiera atravesado el pecho de Obando379”. El doctor Cuéllar tenía ocho heridas de lanza y la cabeza deformada por los garrotazos. Poco después murió el coronel Pedro Gutiérrez quien recibió una terrible herida. Convalecía esperando noticias de los resultados de la escaramuza en Cruz Verde (con cuyas letras se puede escribir VERRUECOZ), cuando al oír las salvas de artillería y los gritos que anunciaban la muerte de Obando, sufrió una conmoción nerviosa que desembocó en tétano. Mosquera escuchó que un tal coronel Ambrosio Hernández se había jactado de haber sido el primero en herir a Obando. Entonces formó su ejército en el que había gran cantidad de negros caucanos que llamaban al Jackson Granadino Padre, y le hizo jurar que vengarían a aquel héroe, víctima de la sevicia de sus enemigos. Muchos meritorios historiadores y escritores granadinos lamentaron profundamente la muerte de Obando, diciendo que de haber vivido un tiempo más se habría ahorrado harta sangre derramada en los campos de batalla. Pero Obando había proclamado su muerte mucho antes de aquel suceso. Sus ojos bañados en lágrimas suspiraron por el descanso; había previsto que ya no seguiría en pie luchando por nada. Que nada en el mundo era tan importante como sus perros, gallos, loros y cochinos. Nunca en la vida debió haber tomado a pecho las figuraciones y las abstracciones de la política. Cuando lo levantaron, su cara risueña, los ojos cerrados, al fin había logrado la paz que desde la niñez ansiaba. Al fin era él mismo. Al fin conseguía realizarse en la nada. Sus brazos inermes, sus piernas flácidas, ausente del tráfago de los días, le ahorraban a los periódicos, a los partidos un motivo para la inacabable disputa por el poder. Entraba esta vez triunfante a la capital el Padre de los Supremos; la gente tenía que celebrar al son de los cantos victoriosos, claro. Viudas, huérfanos, tullidos, cojos y cojonudos, mancos, violadas y violados, descoyuntados, tuertos, toda una población de ingentes que había provocado el cataclismo de diez guerras restauradoras, izando banderas, gritando, aplaudiendo aunque fuera con sus muñones. El sindicato de los mendigos, de los miserables, de los leprosos, masones, podridos y locos que conforman el submundo de las actuales alcantarillas sociales. La filosofía eterna de la Esperanza. La gloria patibularia. El misterio de las efemérides. La mueca de los desastres. El Olvido sublime de las masacres. Los confines brutales de la carnicería: el pedestal de los ladrones, de la bellaca plebe, siempre noble, 379 Ut supra, pag. 28.

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siempre fiel y obediente cuando se trata de matar al prójimo. Las memorables hazañas de los valientes sin nombre. El sol rojo de la salvación sagrada. El sueño de las ideologías. El Utilitarismo grandioso de la estafa, de la usura y del crimen. La secreta castidad de los sediciosos. La nobleza del verdugo. La belleza horrenda de las estirpes godas de sangre azul o la peste grotesca de los centauros plebeyos, también bellos. Las cintas coloradas o negras. El himno expectante de las impolutas huestes. El odio siempre sangrante de la retórica, de la demagogia. La razón de las sinrazones. Los movimientos luminosos de los mesías, de los supremos y telúricos caudillos. Sin culpa, sin pecados, insensibles, sin vergüenza, sin remordimientos: virtuosos y criminales, ladrones y humanitarios. Lógicos y malditos. Perversos y cristianos. Repugnantes y luchadores insaciables. Putrefactos y llorones. La historia natural. La exaltación de lo tragicómico, el frenesí de la épica, cohetes, entusiasmo. Mientras más mueren, más grande es la patria. El Padre Supremo había colmado las aspiraciones de los años 28, del 30, 31, 32, 37, 40, 42, 45, 47, 50, 52, 55, 58 y 60. Un soldado medio ebrio, estudiante del San Bartolomé, decía: - Yo no pierdo la esperanza de volver a ser libre, compadre. ¡Viva la patria una e indivisible! Claro que habría Te Deum y se nombraría a una delegación que llevaría flores a los altares sagrados de la libertad. Los curas estaban prestos para cumplir con el deber santo de acatar al fuerte: esa era la única ley vigente y perdurable: palabra del Señor; no había tiempo para atender a los insepultos, ni para llorar lo irremediable. Lástima que se contaba con un Supremo menos. Estando Mosquera en el poder dispuso el siguiente decreto, el 9 de mayo de 1861: Art. 1º. Se concede amnistía a los individuos comprometidos en la revolución que ha hecho el gobierno general contra la soberanía de los Estados que constituían la Confederación granadina... Art. 4º. No quedan comprendidos en la amnistía los que, faltando a las leyes de la guerra, cometieron, el 29 de abril último, el delito de asesinato en la persona del ilustre general José María Obando... Y la gente buena y laboriosa, que había sido diez veces amnistiada, diez veces perdonada, diez veces “olvidada” por decretos oficiales, se retiró a sus hogares, esperando las discusiones sobre una nueva Constitución.

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Índice 7 9 13 15 20 22 24 25 29 31 37 39 45 57 67 74 81 86 91 96 99 108 115 124 131 142 147 155 165 180 189 195 221

Prólogo El Jackson granadino Affaire sobre el crimen de Berruecos Obando, el Jackson Granadino La mística del homicidio (Los orígenes de José María Obando) La desgracia de llamarse Pedro La tentación La geografía del devenir La ciudad de Pasto Los primeros años de José María El drama del origen de un monstruo En el vórtice de la primeras conmociones Ciertos antecedentes Los encendidos cirios del Capitán de los Ejércitos Tribunales de Sangre La sombra del Demonio en el Sur José Hilario López Pedro León Torres Juan José Flores Obando El Republicano El Demonio en Pasto Guerra civil de excomuniones José María Córdova El exquisito cadáver del enemigo Los disimulados chuzos de la dialéctica utilitarista La increíble historia del indio Juan de Dios Nacibar La epopeya facciosa del año 27 La Gran Convención de Ocaña La paradita del 28 Tomás Cipriano de Mosquera Quería vengarme de mí mismo Guerras en aras de la paz Último adiós Las telarañas del santuario • 429 •

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Imploran que regrese... El Trinomio del Sur La angustia de los olvidos Inspiración de Andrew Jackson La paz octaviana del Crimen de Berruecos Las mujeres y la política Nada más liberal que un puritano El dulce legado de las matanzas Vidas Antiparalelas Otro santo criminal en Pasto: El padre Villota Tráfago de dudas y pecados El Indulto de Los Árboles Resurrección en Berruecos Gestas envenenadas Los fantasmas de Barreiro en la sala ¡Llegó Cucaracha! La derrota de La Chanca Entre el Purgatorio y el Perú El destierro El regreso Los retozos del subsuelo Bibliografía

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Este libro se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos de la Imprenta de Mérida, C.A.

en septiembre de 2013 Teléf. 0274-4165625 / 2510321 Calle 20 entre Avenidas 6 y 7 imprentamerida@yahoo.es Mérida - Venezuela 500 Ejemplares Papel: Bond 16 & Portada: Glassé 250




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