LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A
EDUARDO CARRANZA
LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A
EDUARDO CARRANZA
Gloria Serpa Fl贸rez de Kolbe
LO
QUE SE DIJO Y NO SE DIJO
EN MI GRAN REPORTAJE A
EDUARDO CARRANZA
© Autora: Gloria Serpa Flórez de Kolbe ISBN: Fotografía para contracarátula: Nathalie Agostini de Francisco Bogotá, agosto de 2009. Correctora de pruebas: María Eugenia Rodríguez Lozano Impreso por Periódicas S.A.S. E-mail: periodicas@etb.net.co Tel.: 2684012
CONTENIDO
Prólogo
17
Capítulo I. EDUARDO CARRANZA, ¿EL POETA DEL AIRE?
23
1.
NIÑO DE CAMPO Y PUEBLO
25
2.
CARRANZA, MAESTRO
30
3.
SIMULADOR DEL OCIO
32
3.1 3.2 3.3
33 34 36
4.
Trabajos y posiciones Director de bibliotecas Las bibliotecas de Bogotá
LA RENOVACIÓN POÉTICA
37
4.1 4.2 4.3
39 40 41
Libros de unidad definida La bardolatría, 1941 Año afortunado, 1943
5.
ENIGMA SOCIOPOLÍTICO
45
6.
PERIPLO POR SURAMÉRICA
49
6.1
49 49 50 52 53
6.2 6.3 7.
El caudillo de una generación poética 6.1.1 A Eduardo Carranza 6.1.2 Carranza en Chile, 1946-1947 Su compadre Pablo Carranza en Buenos Aires, 1948
LOS HERMANOS ESPAÑOLES
55
7.1 7.2
58 58
Diplomático en España, 1951-1958 Poesía escrita o publicada en España
8
8.
9.
LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A EDUARDO CARRANZA
LA PALABRA POÉTICA
60
8.1 8.2 8.3 8.4 8.5
61 61 63 64 65
Soledad creativa Carranza, ¿un neorromántico? El poeta del paisaje colombiano “El eros carranciano” El canto del cisne
SU ÚLTIMA ETAPA
68
9.1 9.2
68 71
Recital del poeta Eduardo Carranza, Los pasos cantados Hasta la muerte… y más allá
10. HOMENAJES PÓSTUMOS 10.1 10.2 10.3 10.4 10.5
En este cementerio campesino Noemí Sanín, Ministra de Comunicaciones. Homenaje Al descubrir el busto del poeta Premio de literatura Eduardo Carranza El premio de literatura Eduardo Carranza, ¿premio de un año?
11. DESPEDIDA DE SUS INMENSOS AFECTOS Poesía de la amistad, y la voz del amor familiar 11.1 Jorge Rojas, 1991 11.2 María Mercedes Carranza, 1991
73 73 76 78 79 80
81 81 81
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
83
Capítulo II. CARRANZA EN PROSA
85
1.
87
PROSA HEROICA 1.1 1.2 1.3
La poesía del heroísmo y la esperanza Discurso de ingreso a la Academia Colombiana de la Lengua 89 El poeta canta a las ciudades hispánicas 98 Breve elogio del castellano imperial 103
CAPÍTULO I. EDUARDOCONTENIDO CARRANZA, ¿EL POETA DEL AIRE?
1.4 1.5 1.6 2.
108 110 113
PROSA LÍRICA
118
2.1 2.2 2.3 2.4
Mi madre y mi padre Mamá Lucía Abuelita Mercedes Rojas Elegía con los ojos llenos de lágrimas Palabras funerales a Jorge Gaitán Durán In Memoriam Pablo Neruda Los ojos de la música
119 119 121
TEMAS CULTURALES Y DE CRÍTICA LITERARIA
131
3.1 3.2
131
2.5 2.6 3.
Anhelo y profecía del mundo hispánico Introito de un discurso frente al imperio Mi Simón Bolívar, el patriotismo hispanoamericano
9
3.3 3.4 3.5 3.6 3.7 3.8 3.9 3.10 3.11 3.12 3.13 3.14 3.15 3.16 3.17 3.18
Valores y ausencias de la poesía colombiana actual Anhelo y proceso de un nuevo humanismo El estilo colombiano El Juan Lozano de 1900 El polemista Los últimos poetas colombianos El problema cultural de Colombia Escribir es llorar Signo y esquema de la poesía colombiana Valores y ausencias de la poesía colombiana actual La patria, señores… Sobre la dignidad de un grupo de escritores Carta pública a Jorge Zalamea Este sueño que se llama Colombia María o la eternidad del corazón Los influjos foráneos en la cultura colombiana Notas sobre la realidad cultural de Colombia Los grandes poetas españoles Obra y gracia de don Tomás Rueda Vargas Julio Flórez en la poesía colombiana Prólogo a Julio Flórez. Obra poética Posiciones y proposiciones Sobre un artículo de Hernando Téllez
121 125 129
131 136 139 144 146 147 153 155 157 158 161 166 167 168 174 178 204
10
4.
LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A EDUARDO CARRANZA
3.19 Ternura, nostalgia y ensueño. Voz plateada, intimista
206
3.20 Aurelio Arturo: Morada al sur
212
3.21 Dos prosas excluidas
213
ENTREVISTAS
216
4.1
Su sentimiento hispanista Entrevista por Gloria Serpa Flórez
4.2
En las bodas de plata de su primer libro Entrevista por Olga Rincón Orduz
4.3
224
Dos horas con Eduardo Carranza y su Hispanoamérica Entrevista por Alfonso Martínez Mena
4.6
220
La visita del viejo bardo Entrevista por Pedro Rodríguez
4.5
219
Sicoanálisis de Eduardo Carranza Entrevista por Julián Cortés Canavillas
4.4
216
229
Colombia ha perdido su posición hegemónica Relaciones diplomáticas con Chile Entrevista por Héctor Fuenzalida
5.
232
COMENTARIOS DEL MAESTRO CARRANZA
239
5.1
Antonio Llanos
239
5.2
Antonio Tovar
239
5.3
Dámaso Alonso
240
5.4
Gaspar Gómez de la Serna
242
5.5
Gerardo Diego
242
5.6
Guillermo Díaz-Plaja
243
5.7
Héctor Fuenzalida
243
5.8
Manuel Alcántara
243
5.9
Jaime Buitrago
244
5.10 Javier Arango Ferrer
244
5.11 Jorge García Nieto
244
5.12 Jorge Padilla
245
5.13 Leopoldo Panero
245
5.14 Pedro Laín Entralgo
247
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
249
CONTENIDO CONTENIDO
11
Capítulo III. LA CRÍTICA ANTE EDUARDO CARRANZA
251
1.
253
PRESENTACIONES RELEVANTES 1.1
1.2 1.3 1.4 1.5 1.6 1.7 1.8 1.9 1.10 1.11 1.12 1.13
2.
Saludo al académico Eduardo Carranza Eduardo Guzmán Esponda Academia Colombiana de la Lengua Jorge Rojas Prólogo para Seis elegías y un himno Jorge Gaitán Durán Prólogo para Diciembre azul Dámaso Alonso Prólogo a El olvidado y Alhambra Pedro Laín Entralgo Saludo español a Eduardo Carranza Jorge Gaitán Durán A manera de prólogo para Gran reportaje a Eduardo Carranza Joaquín Piñeros Corpas Prólogo para Los amigos del poeta Fabio Lozano Simonelli Prólogo a Los pasos cantados Fabio Lozano Simonelli Prólogo a Epístola mortal Gerardo Valencia Presentación a Gran reportaje a Eduardo Carranza Juan Gustavo Cobo Borda Prólogo a Eduardo Carranza 20 poemas Fernando Charry Lara Prólogo a Hablar soñando. Antología de Eduardo Carranza María Mercedes Carranza Prólogo para Carranza por Carranza
COMENTARIOS CRÍTICOS 2.1 2.2 2.3 2.4
Pablo Neruda Palabras de un poeta a otro poeta Leopoldo Panero El olvidado de Eduardo Carranza José García Nieto Sobre El olvidado Antonio Tovar Poesía y belleza
253 259 261 265 270 272 273 281 286 288 289 292 301 319
319 320 322 324
12
LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A EDUARDO CARRANZA
2.5
Guillermo Díaz-Plaja Sobre Los pasos cantados 2.6 Fernando Quiñones El olvidado. Glosa tardía para un libro de siempre 2.7 Gaspar Gómez de la Serna Eduardo Carranza o la exaltación de la poesía 2.8 Rafael Maya Perennidad de la poesía en Eduardo Carranza 2.9 Fernando Charry Lara La poesía enamorada de Eduardo Carranza 2.10 Danilo Cruz Arte poética de Eduardo Carranza 2.11 Benjamín Ardila Duarte El concepto de nacionalismo en la obra de Eduardo Carranza 3.
ARTÍCULOS IMPRESOS Jorge Padilla Canciones para iniciar una fiesta. Su primer libro 3.2 Juan Lozano y Lozano Los poetas de Piedra y Cielo 3.3 Daniel Arango Valencia y Carranza 3.4 Baldomero Sanín Cano Guillermo Valencia y el espíritu 3.5 José Mejía y Mejía Sobre la bardolatría 3.6 Antonio García De Valencia a Carranza 3.7 Antonio Llanos Homenaje a Eduardo Carranza 3.8 Eduardo Cote Lamus Carranza o el orgullo de la poesía 3.9 Cuatro artículos de Manuel Alcántara De 1967 a 1971 3.10 Mi encuentro con Carranza El tejido de Penélope
326 329 330 333 336 338 343 349
3.1
350 351 353 355 357 359 362 364 365 372
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
373
BIBLIOGRAFÍA EDUARDO CARRANZA
375
Epílogo
377
CAPÍTULO I. EDUARDO CARRANZA, ¿EL POETA DEL AIRE?
DEDICATORIA POR ESTOS TREINTA AÑOS DE PAZ Y FELICIDAD COMPLETA… ZUM WOHL!
13
Entrega del libro Gran reportaje a Eduardo Carranza. Instituto de Cultura Hispรกnica. Bogotรก, octubre de 1978. En la foto: El Presidente Belisario Betancur, el poeta piedracielista Gerardo Valencia, la autora Gloria Serpa de de Francisco y el maestro Eduardo Carranza. Fotรณgrafo para El Tiempo, Hernando Ruiz M.
PRÓLOGO
Eduardo Carranza sale de su casa, baja el escalón de la puerta principal y, mientras se cala la boina vasca, detiene su prisa para que la empleada de pies desnudos que viene tras él coloque sobre sus hombros una capa castellana de paño azul oscuro. Luego le recibe el bastón de empuñadura curva y, con gesto distraído, murmura un adiós mudo a la joven, que ya está cerrando la puerta. De repente ella con sigilo, abre de nuevo y pone en manos del poeta uno de los ramilletes de violetas que la vendedora de flores acaba de traer. Las otras flores se quedarán sobre la consola de la entrada hasta que haya tiempo para arreglarlas en los floreros de la casa del patrón solitario, teniendo en cuenta que los gladiolos van en el jarrón del espejo florentino, como de costumbre. Apoyado en su bastón, que le permite conservar bien el equilibrio, camina por la calle saludando transeúntes mientras toca apenas el borde de su boina. Es un ademán que quizá algún día aprendió cuando era soldadito en la escuela, o en sus épocas de espectador ante los estandartes de la falange que drapeaban sobre los caballos de la Guardia Mora de Francisco Franco a su paso por la Gran Vía de Madrid. Al fin, alcanza la esquina cargado de violetas y un portafolio bajo el brazo que reboza libros y papeles. La gente de la calle 74 de Bogotá lo ha seguido con la mirada hasta que llega a la Avenida Caracas. Todos saben de su fama como poeta que los diarios reconocen como “el máximo poeta de Colombia y uno de los más grandes de Hispanoamérica”. Carranza se sumerge en el tráfico de la vía arteria haciendo malabares entre buses amarillos y azules, y sigue andando en dirección oriente con
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LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A EDUARDO CARRANZA
la mirada alerta, aunque seguramente con su inspiración absorta en algún soneto inconcluso de su última cosecha. Al fin alcanza la meta: media cuadra antes de llegar a la carrera once, se detiene y mira hacia arriba para enfocar el reloj de la torre de la capilla de Cristo Rey que está repicando las nueve campanadas. Frente a sí se levanta una edificación estilo inglés, el Colegio de Colombia para las Artes, las Letras y las Ciencias de la Fundación Universidad de América. Atraviesa el antejardín y todavía tiene tiempo para admirar los frutos colorados del arrayán sabanero que comparten ramas con sus flores. Sin dejarlo llamar, un portero uniformado abre la puerta de hierro y cristales granizados, lo saluda y lo conduce a la oficina de la “doctora” que ya está esperando estilógrafo en mano, mientras prepara para el maestro su acostumbrado vaso de té inglés. Ante mi pluma se extendían como en abanico, los nombres de poetas y ensayistas que desfilaban diariamente por mi oficina. Uno de los fines de mi agenda era organizar sesiones poéticas en vivo de los escritores colombianos, para un público abierto. Así pasaron por el auditorio del Colegio de Colombia, escritores como León de Greiff, Aurelio Arturo, Carlos Martín, Dora Castellanos, Eduardo Carranza, José Umaña Bernal, Luis Vidales, Gregorio Espinosa, Néstor Madrid Malo, Eduardo Santa, Belisario Betancur, Fernando Charry Lara, Octavio Gamboa, Guillermo Payán Archer, y los poetas jóvenes Giovanni Quessep, Juan Gustavo Cobo Borda, Nicolás Suescún, Jaime García Maffla, Mario Rivero… Allí rendimos también, un homenaje póstumo a Pablo Neruda al día siguiente de su muerte, “Ésta es, Pablo, Colombia”, en el que participaron con sus palabras León de Greiff, Eduardo Carranza y Fabio Lozano Simonelli. Al terminar el ciclo en que los escritores enfrentaron a un público ávido de conocer en persona a sus ídolos literarios, la Junta Directiva de la Fundación Universidad de América y su Presidente Jaime Posada, ya habían escogido al poeta Eduardo Carranza como objeto para mi investigación, en vías de publicar un libro. En un rincón de mi oficina canta desaforado el canario Odiseo y las plumas de su flequillo se mecen al compás de su canción. En la otra esquina, los leños chisporrotean en la chimenea. El maestro saluda circunspecto y toma asiento apoyándose en su bastón, no sin antes haber colocado discretamente sobre el escritorio, su ramito de violetas. Gracias maestro, digo sin levantar los ojos.
CAPÍTULO I. EDUARDO CARRANZA, PRÓLOGO ¿EL POETA DEL AIRE?
19
Entonces, Carranza deja que fluyan sus recuerdos libremente entre sorbo y sorbo de té mientras yo tomaba apuntes durante las sesiones de la entrevista. De su portafolio salían papeles y libros y fotocopias. Textos de discursos, conferencias y fotografías se fueron apilando sobre la mesa auxiliar hasta formar una torre tambaleante. Habrá que buscar un lugar apropiado para guardar todo este material…, pensaba yo. Libros y libros, álbumes valiosos de viajes y homenajes escritos que algún lejano día fueron organizados por Mercedes, la hermana del poeta. Más libros, retratos a lápiz, material biográfico y bibliográfico, un tesoro que merecería reposar en la caja fuerte de un banco para luego convertirse en fuente de un libro… Los días volaban y el material que llevaba Carranza subía de nivel hasta desbordar las mesas auxiliares. Una mañana apareció precedido de una gran canasta que dejaba filtrar por entre el mimbre de colores un olor a las frutas que él mencionaba a menudo en sus poemas: nísperos y guanábanas, anones y zapotes, variedad increíble de frutos de nuestras tierras tropicales que se repartieron a manos llenas entre los colaboradores, secretarias y contadores, porteros y vigilantes, señoritas de los tintos y aseadoras, choferes y hasta el mismo canario Odiseo, que afinó su voz tras engullir rosadas guayabas maduras. La canasta se vació muy pronto y después de cumplir con su destino, sirvió para guardar en ella el material que el maestro llevaba a las entrevistas. Y fue así como se convirtió en la cuna de las fuentes literarias de mis dos libros sobre Eduardo Carranza. Después de las sesiones habladas, y de que el maestro fuera presentado como poeta a su público en uno de los recitales del Colegio de Colombia para las Artes, las Letras y las Ciencias, comenzó el tiempo de la composición. Cuando terminé de revisar el material bibliográfico y de hemeroteca, envié de vuelta la canasta al poeta con un listado de todo su contenido: libros, recortes de diarios, recuerdos y documentos originales que él me había proporcionado. Luego, casi dos años después, entregué al Colegio de Colombia mi trabajo consignado en dos tomos mecanografiados y empastados en cuero, que la Universidad de América envió al Instituto Caro y Cuervo de Bogotá para la edición del Gran reportaje a Eduardo Carranza en su serie “La Granada entreabierta” 21, libro publicado el 5 de septiembre de 1978 con todos los honores que merecía la Universidad de América y el poeta entrevistado, Eduardo Carranza.
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LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A EDUARDO CARRANZA
Esa obra desde hace mucho tiempo se mantiene agotada después de transcurridos más de treinta años, por lo cual decidí en 2006, comenzar a investigar de nuevo para elaborar una nueva edición corregida y enriquecida con nuevos elementos que me han conducido a diferir en muchos puntos, de la edición original. La mayoría de los textos que publiqué en mi primer libro antológico de crítica, fue tomada del material facilitado por el maestro Eduardo Carranza cuando el Colegio de Colombia para las Artes, las Letras y las Ciencias de la Universidad de América, eligió su figura poética como tema de mi investigación literaria. De ese material, mecanografiado y organizado por mí, conservé una segunda copia que he guardado dentro de mi archivo personal con anotaciones claras sobre lo que no fue publicado en mi libro, quizá por falta de espacio para la edición o quizá, en esos tiempos, por capricho o deseo expreso del poeta. Y basada en ese material no publicado, más mis investigaciones literarias posteriores, he compuesto mi segunda antología de la crítica, bajo el título específico de Lo que se dijo y no se dijo en mi Gran reportaje a Eduardo Carranza. Resumiendo, se podría decir que el libro que hoy presento es una recopilación de los textos de Eduardo Carranza y para Eduardo Carranza, investigada y digitada por mí durante largo tiempo que espero lleguen a su culminación en el primer centenario del maestro, este año dos mil trece. He dividido el nuevo libro en tres capítulos: Capítulo I. EDUARDO CARRANZA ¿EL POETA DEL AIRE? Recorrido biográfico del acontecer del poeta y del hombre, desde su nacimiento y sus raíces, mezcla de culturas diferentes, hasta el instante de su muerte, y más allá. Capítulo II. CARRANZA EN PROSA Reúne en sí sus principales escritos en prosa heroica y lírica, temas literarios, entrevistas y comentarios que el poeta confiaba a su interlocutor y muchas veces a mí misma como entrevistadora, así como numerosos reportajes que sostuvo con periodistas colombianos, españoles y latinoamericanos.
CAPÍTULO I. EDUARDO CARRANZA, PRÓLOGO ¿EL POETA DEL AIRE?
21
La motivación que me llevó a lograr esta investigación y compilación no fue precisamente querer reunir en un tomo todos los escritos en prosa de Eduardo Carranza, puesto que sus libros aún se encuentran en librerías, sino analizar y publicar los que fueron revisados, corregidos y aún más, alterados personalmente por él, con el derecho que le confiere el ser él mismo su autor. Mi objetivo primordial ha sido organizar su material escrito en prosa y entregarlo de una manera ordenada de edición en tres capítulos agrupados en diferentes categorías. Capítulo III. LA CRÍTICA ANTE CARRANZA Es un conjunto organizado de prólogos, comentarios y artículos impresos de estudios bibliográficos y críticos profesionales, que se han ocupado en la investigación de su obra literaria o su actividad política. Termino este prólogo con unas palabras de Fabio Lozano Simonelli: “Sigue el silencio. Y en el silencio flotan alegrías tomadas de la mano de la melancolía, recuerdos hechos olvido, lunes disfrazados de domingo, días que se volvieron sueños. Sigue -volvemos a Carranza- el ‘silencio amoroso que sólo puede llenarse con un nombre, cuando el silencio es sólo la distancia entre el no decir y el decir ese nombre’. Sigue el silencio. El poeta de la vida agitó el alma al situarla en el trance de esperar la muerte, pero la dejó más fuerte, tal vez más apta para la realización y la acción. Y puso a la mente en contacto con los enigmas persistentes del ser humano. Sigue el amor, ¿alegría?, ¿melancolía?, ¿recuerdo?, ¿olvido? Por lo pronto: razón de la vida, apoyada por la poesía. Sigue el silencio...”
Sigue el silencio… para que podamos escuchar lo que los críticos de su tiempo y los de todos los tiempos, escribieron y seguirán escribiendo sobre la obra literaria del poeta colombiano, Eduardo Carranza.
Gloria Serpa-Flórez de Kolbe Bogotá, 13 de febrero del 2013
Capítulo I EDUARDO CARRANZA, ¿EL POETA DEL AIRE?
Porque tú eres el poeta del aire y yo soy el poeta de la tierra… Pablo Neruda
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LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A EDUARDO CARRANZA
CAPÍTULO I. EDUARDO CARRANZA, ¿EL POETA DEL AIRE?
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1. NIÑO DE CAMPO Y PUEBLO Fui un niño de campo y de pueblo. Eduardo Carranza
Eduardo Carranza nació el 23 de julio de 1913 bajo el signo de Leo, a quien siempre el poeta atribuía su vigor y decisión arrojada: “El signo del León es fecundo e influyente. Y capaz de hacer que uno se la juegue, como yo me la he jugado, por muchas cosas que he amado con toda mi alma”. (1) La pareja de Mercedes y Januario Carranza vivía en la hacienda La Esperanza bajo jurisdicción de Apiay, en el departamento del Meta, en ese trópico ardiente de Colombia de donde doce años más tarde saldría Eduardo escoltado por su madre tras la muerte de su padre Januario, para llegar en estaciones ascendentes escalando la “cumbre fría del Ande”, a alcanzar el sueño dorado de todo colombiano: Bogotá, capital sombría, nebulosa y fría. Pero ese camino hacia la capital tomó muchos años en comenzar. Toda la niñez de Eduardo, quien al abrir sus ojos a la vida en los llanos orientales y tras beber los primeros sorbos de leche llanera de su madre, encontró la mirada soñadora de un padre que, en lugar de sostener en la mano un azadón y una pala para remover las sementeras y las eras, como los demás hombres de la hacienda, portaba siempre un libro mientras pasaba horas eternas en la hamaca leyendo o soñando. Januario formaba parte de un clan de hacendados de clima ardiente y, aunque su vocación eran las humanidades, se había visto forzado, por tradición familiar, a convertirse en finquero. Sus períodos de descanso transcurrían entre libros. Talvez esos genes particulares de su progenitor los recibió Eduardo Carranza como herencia del padre intelectual. Otra hacienda del abuelo Ángel María Carranza, llamada Apauta, se extendía entre Tocaima y Guataquí, puerto sobre el Gran Río de la Magdalena, arteria fluvial de Colombia, sitio histórico donde habían embarcado Jiménez de Quesada, Nicolás de Federmán y Sebastián de Belalcázar, conquistadores de la Nueva Granada, al regresar a España. Desde Apiay hasta “mi otra tierra caliente”, como decía el poeta, se habían trasladado papá y mamá Carranza con el tierno Eduardo de dos años, por un camino largo y serpenteante que subía y bajaba montañas y precipicios. A lomo de mula o de caballo, entre una canasta acolchonada,
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LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A EDUARDO CARRANZA
el niño se desplazó en su primer viaje bajo el sol inmisericorde de la zona tórrida ecuatorial. En Apauta se desarrollaron sus primeros recuerdos campesinos: el ordeño, el “olor a boñiga”, el patio inmenso, los caracolíes. Un paseo a pie por los potreros con su padre… y los abrojos, que se le clavaban en los pies a través de la alpargata. A los tres años comenzó su conocimiento del caballo: “Me montaban amarrado. Lucero, brioso, parecía de azogue”. En la mente del niño se mezclaron las vivencias de los paseos familiares, que irán a aparecer más tarde en sus poemas como páginas autobiográficas que nos narran su vida: en su poesía Regreso con islas y jazmín están registrados sus recuerdos de la región ardiente de Guataquí: un río, dos islas, una finca, un paseo en barca. Su padre que cantaba La paloma, La habanera, Mis flores negras, y el niño Eduardo, de tres años, que corría tras un pájaro de colores que se esfumaba en el bosque, “como la poesía, la ilusión, la vida que volaba delante de mí”: Un pájaro apenas visto -¿soñado?, si no recuerdo-
Tras una corta estadía del padre en la Clínica de Marly de la calle 50 de Bogotá, bajo cuidados del profesor Manrique, la figura paterna se extingue dejando una carga de magia y supersticiones que persiguen al niño: las pesadillas que se repiten en sus sueños, la angustia del abandono, el miedo a la parca que borra las huellas de los seres amados… Dos hermanitos compartieron la orfandad de Eduardo, Mercedes, un año menor, y Hernando, con dos años menos. El pequeño trío jugaba en los ambientes de clima ardiente donde transcurrió su infancia, a orillas del amarillo, espeso y lento río Magdalena. Su estilo de vida se va trasformando… Mercedes Fernández de Carranza, la madre de Eduardo Carranza, quedó viuda a los 29 años. El poeta me contaba cómo se habían conocido sus padres: “Mi tía casada con Cesáreo Pardo tenía una finca a orillas del Magdalena, Las Islas, y mi madre estaba allí veraneando con su familia, los Fernández. Era día de mercado en Guataquí y, aunque los Carranza acostumbraban a hacer sus compras en el pueblo, mi padre se encontraba descansando y leyendo en una hamaca del hotel. Cuando ella apareció, él se incorporó y, en caballeroso ademán, le ofreció el puesto”.
CAPÍTULO I. EDUARDO CARRANZA, ¿EL POETA DEL AIRE?
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Y concluye que en ese mismo instante nació su poesía, su nacionalismo, sus amigos, sus ríos, los viajes, el delirio de su juventud, su amor, todo estaba ya en esa mirada que se cruzaron por primera vez Januario Carranza y Mercedes Fernández. Cuando Mercedes escucha los pasos de la muerte de Januario, entrega al niño Eduardo, de cuatro años y medio, a manos de la abuela materna para que lo acoja en su hogar en Cáqueza, donde residirá hasta los doce años. Cáqueza y Chipaque, las de nombres indígenas, son dos aldeas coloniales de los caminos reales que parten del llano y suben la cordillera oriental andina para alcanzar la capital: retorcidos caminos de herradura hoy convertidos en autopistas modernas. Chipaque, con su clima menos tórrido y más benévolo, había brindado refugio a Januario durante el último período de su enfermedad. Todavía los signos de los libros eran indescifrables para el pequeño analfabeta pero ya estaba comenzando a interactuar su sensibilidad extrema con la naturaleza circundante cuando, asomado al balcón de su abuela en Cáqueza, divisaba en el cielo personajes de cuentos que talvez algún día había conocido de labios de su padre: castillos europeos, palacios árabes mezclados con leyendas religiosas, la estampa volandera de la huída a Egipto que una voz antigua y amada le narraba… Allá en ese rincón, la silla pequeña en donde un niño pensativo buscaba en las nubes a la Bella Durmiente y a la Sirenita del Mar con sus cabellos verdes… Era en el pueblo... El balcón se abría sobre el jardín… y la tierna voz antigua seguía soñando los versos… Las nubes desde el balcón. Y en las nubes los Reyes Magos, los cuentos y las quimeras. En Cáqueza encontró Eduardo un elemento nuevo, la música, que se empezó a fundir con su alma. Los domingos se llenaba el salón de visitas, y el piano se abría para recibir de las manos de la tía Julia, valses, estudios, preludios de Chopin, y una canción que él recordaría siempre: La plegaria de una Virgen. Los recuerdos que guardaba Eduardo de su padre Januario eran brumosos, lejanos y escasos. Los recuerdos de Apauta, hermosos y tiernos, tanto como pueden ser los primeros de un niño poeta que oscila en esa época entre los dos y los cinco años. En las tardes serenas, alcanza Eduardo a recordar que el tren de Girardot silbaba a lo lejos… Soledad y melancolía acompañaban al poeta en sus juegos. Una sensibilidad extrema sacudía su infancia. Recordaba claramente que en
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LO QUE SE DIJO Y NO SE DIJO EN MI GRAN REPORTAJE A EDUARDO CARRANZA
sus noches de terror lo asaltaba una pesadilla recurrente: la estrella de fuego sobre el cielo, la estrella inalcanzable. “Esa estrella era mi madre”. La mano materna acariciaba la frente del niño y le aseguraba que permanecería siempre a su lado. Pero el pequeño Eduardo no podía vencer la ansiedad que lo separaba de la estrella lejana. Y la pesadilla se volvía insoportable, inundaba su cuarto, separaba las paredes y el techo, lo sumía en la más profunda soledad y sentimiento de desamparo. La misma pesadilla lo atormentó en sus sueños hasta en su madurez. Veo a mi padre, alma de sonrisa seria, ojos oscuros, bigote y cabello tirando a lo rojizo. Veo a mi padre, ensoñador, en una hamaca de tierra caliente fascinado con su Renan, su Barrés, su Nietzsche, su D’Annunzio, su Verlaine, su Rubén Darío. Lo veo siguiendo por el aire el vuelo de los versos y las palabras de amor que enviaba a su Mercedes Fernández, su adorada Maruja, la bella señorita morena de Villavicencio que veraneaba en la hacienda Las Islas junto al río Magdalena, cerca del pueblo de Guataquí en donde había el árbol de níspero y el árbol plateado de las ciruelas rojas y el árbol del pan y el árbol de las naranjas doradas y el relámpago verde de los loros (…). Mi padre esfumándose, ya casi celeste y transparente, en mi memoria de cuatro años. Sus cartas de amor a mi madre están entre las más hermosas que yo haya leído.
Eduardo perdió al padre siendo muy niño, a los cinco años lo vio desaparecer del escenario familiar. Poco antes de su muerte, Januario Carranza había escrito a su pequeño hijo una carta testamentaria, de la cual trascribo este fragmento: Lo primero que te pido es un profundo respeto y amor sin límites por tu buena madre, adoración y toda la ternura de que tu corazón sea capaz. Algún día comprenderás estas palabras. Hijo adorado: sé bueno, recto, sincero, bondadoso. Trabaja con tesón sin desmayar jamás en tus empresas. Cultiva la voluntad que es una potencia del alma mediante la cual puede el hombre escalar las más altas cimas del poder y la grandeza humanas. Por mi parte te digo que no deseo para ti grandezas sino felicidad. Quiera el cielo darte este don. Januario Carranza Clínica de Marly, Bogotá, 1918
Amor sin límites para Mercedes, la madre que hoy reposa en el cementerio campesino de Sopó a donde la visitaba Eduardo con frecuencia para dejar un ramo de claveles sobre su tumba. Y que, desde la muerte de Eduardo, permanece a su lado “hasta la resurrección de la carne”…
CAPÍTULO I. EDUARDO CARRANZA, ¿EL POETA DEL AIRE?
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El poeta fue sepultado en el mismo cementerio de Sopó según su inapelable deseo. La madre aparece y seguirá apareciendo en la poesía de Eduardo Carranza desde sus comienzos hasta el final. Es la misma muchacha de falda floreada que bailará el Galerón en sus últimos libros, es la misma muchacha que suelta sus cabellos y cruza a nado el río. Tras la desaparición del padre, la niñez de Eduardo trascurrió rodeada de mujeres. La figura paterna desaparece y la materna se multiplica, las dos abuelas, tías y primas se disputan el amor del pequeño. Y muy pronto, llegarán a su vida las colegialas en tropel. En Chipaque, aldea perdida entre los pliegues de la cordillera oriental de Colombia, asiste Eduardo Carranza por primera vez a la escuela. Allí transcurre la segunda etapa de la niñez del poeta. Había llegado con sus padres y sus dos hermanos y, para ser alejados del drama de la agonía y la muerte del padre, los dos mayores fueron matriculados como internos en el colegio de las Hermanas de la Caridad de la Presentación. Eduardo, de seis años, era el único hombrecito entre todas las mujeres de la primaria. Y recuerda sonriente que el juego que más le gustaba en los recreos era que cada colegiala lo “peloteara” lanzándolo a los brazos de la siguiente. Januario Carranza había escogido como última estación en la tierra, más allá del páramo de Cruz Verde, una hacienda cercana de Chipaque, pueblo sentado en un valle entre montañas: Allí murió y allí reposa mi padre. (2)
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2. CARRANZA, MAESTRO La vida de Eduardo Carranza, como la de cualquier artista, no puede ser interpretada sino a la luz de sus valores culturales, de sus convicciones ideológicas y de su historia personal. Jerónimo Carranza
Año 1925. Vestida de riguroso luto, con la cabellera negra partida al centro y recogida sobre la nuca en un apretado moño, Mercedes de Carranza, acompañada de Eduardo, golpea a la puerta de la Escuela Normal Central de Institutores de Bogotá en busca de un futuro académico para su hijo mayor. El muchacho de doce años era un joven de altura considerable, complexión morena, cabellos y ojos negros, que venía ataviado con camisa blanca de cuello blando y pantalones cortos a la rodilla. Medias de lana tejidas abrigaban sus pies calzados con unas inmensas botas de cuero guarnecidas con broches de metal que entrelazaban cordones recios de cuero. Mercedes había logrado conseguir una beca para pagar el internado a los Hermanos Cristianos. Eduardo presentó buenos exámenes de admisión y fue recibido como estudiante de magisterio sin haber cumplido el término reglamentario de los quince años, tras habilitar su edad para lo cual recurrió a la mentirilla de que su fe de bautismo se había quemado en el incendio de los archivos eclesiásticos de San Martín. (2) En la escuela normal aprobó dobles estudios de bachillerato y magisterio: Entramos cincuenta y tres alumnos al primer curso y terminamos sólo siete. Mi dilema era llegar a la meta final o encerrarme en el Llano como vaquero en alguna de las haciendas de mis parientes ricos. Me jugaba mi vida y mi destino.
Cinco años más tarde, el maestro diplomado estaba transformado: ahora era un caballero citadino de terno oscuro con chaqueta de pañuelo al pecho, chaleco abotonado y pantalones largos de paño. Su camisa ostentaba un incómodo cuello almidonado con corbata de seda y en su semblante, algo infantil, se adivinaba esa seriedad de mirada clavada en la lejanía que no lo abandonaría jamás. Su mente, antes poblada de personajes de fantasía, se había enfrentado a las enseñanzas clásicas, ciencias exactas y ecuaciones algebraicas, que pronto cederían el puesto
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a la literatura y a la historia, para alimentar en el futuro a su musa de la poesía. El famoso Hermano Justo Ramón, autor de conocidas obras de historia de Colombia, lo acogió como su alumno y, según nos cuentan las memorias de María Mercedes Carranza “se convierte en su guía de lectura y le abre las puertas a los concursos literarios escolares. 1929 es época de intensas lecturas en la biblioteca de la Escuela, compuesta por clásicos castellanos, Verne, Salgari. Lee íntegra la Historia de los Vascos en el siglo VIII. Con permiso especial se le permite leer las Sonatas de Valle-Inclán. Obtiene con otros diez alumnos el título de Maestro de escuela elemental”. (3) Mi primer empleo fue en Ubaté: fui nombrado vicerrector de un colegio nacional, el Instituto Bolívar. Tenía dieciocho años. Y escribía, escribía, escribía, versos y versos y versos. Mi primer éxito como orador ocurrió el 4 de julio de 1930 cuando se conmemoraba el primer centenario de la muerte del Mariscal Sucre. Asistía toda la sociedad ubatense y además, los dos colegios de niñas… Instintivamente comprendí que no podía quedarme en Ubaté atado de pronto a la trenza de una Teresa cualquiera y resolví romper con esa quimera y esa delicia adormecedora. Me sentí impulsado por otras alas de ilusión poética y política. Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez deliraban en mis sienes y había descubierto el pensamiento del Bolívar autoritario, el Bolívar de la Constitución Bolivariana. Allí estaban ya latentes dos dimensiones esenciales de mi vida: el ensueño poético y las esperanzas nacionales. Otro azar afortunado me llevó a trabajar en 1933 al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en la sección de bachillerato que entonces tenía su asiento en la Quinta Mutis, edificación campestre situada lejísimos del Bogotá del treinta, en la calle 63 con la carrera 24. En ese año de 1933 escribí mis primeros versos confesables en público, entre ellos “La niña de los jardines”, mi primer soneto editado, que formaría parte de mi libro Canciones para iniciar una fiesta en 1936.
Ése fue el comienzo de una larga carrera de maestro que finalizó en la Universidad de los Andes con la cátedra de Humanidades y de Historia de la Literatura Española, y cursos en el Seminario Andrés Bello del Instituto Caro y Cuervo de Bogotá.
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3. SIMULADOR DEL OCIO Yo soy un simulador del ocio. Eduardo Carranza
“No siempre las musas alimentan a sus elegidos”, dijo Alberto Montezuma al comentar sobre los quehaceres materiales a que tuvo que dedicarse Julio Flórez en sus últimos años. Pero a Eduardo Carranza sí lo alimentaron siempre las musas. Él, “un simulador del ocio” como se llamaba a sí mismo, fue un trabajador, un obrero del arte que escribió para poder comer y poder vivir en permanente actividad intelectual concibiendo poesías, sublimando ideas, transportando sentimientos; laborando incesantemente para publicar sus obras en libros o revistas culturales o suplementos literarios de los diarios importantes en Colombia, España u otros países de habla hispana; dictando conferencias, seminarios o cursos de literatura en universidades o institutos de cultura, ofreciendo recitales, conferencias o lecturas de poesía. El poeta nos cuenta: En Ubaté ocurrió la prehistoria de mi poesía, el enamoramiento a los 18 años. Ensayé toda clase de formas métricas, los tercetos encadenados para emular al Dante y a Petrarca, la estrofa de Ercilla y de Camoens, elaboré una poesía que constituyó la verdadera ascesis, la preparación para mi obra poética posterior. Supe del ejercicio retórico previo a mi entrada en el reino de la poesía…
Ya en 1933 deja Ubaté para ir a enseñar en la Universidad Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y en la capital sus horizontes poéticos se amplían. Persigue las huellas de Rubén Darío y de Juan Ramón Jiménez y comienza a impregnarse de la poesía francesa del novecientos: Valéry, Paul Claudel, Paul Fort; la generación española del 27: García Lorca, Gerardo Diego, Rafael Alberti, de los que nunca logró desprenderse, según reconocía él mismo; y de los hispanoamericanos César Vallejo y Pablo Neruda, con lo cual se revela todo un universo poético que, según él: (…) sepulta mi poesía de Ubaté que tuve el tino de no haber publicado nunca, con lo cual me evité el hacer el aprendizaje en público, lo que siempre he predicado.
Desde ese entonces, comienza para el joven poeta una carrera ascendente, conducida por su inteligencia y una clara visión de su circuns-
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tancia. Frecuenta los núcleos intelectuales como el Café Victoria de Bogotá, donde se reúnen los intelectuales y se agitan la realidad política del momento y los movimientos literarios. En esa época nace el movimiento político Acción Nacionalista Popular, que mantendría su auge desde 1933 hasta 1939, del cual Eduardo Carranza fue su inspirador y su fundador. Sus primeros años de encuentro con la realidad capitalina estuvieron revestidos de una dureza extenuante… Dejemos que sea uno de sus colegas contemporáneos, Hernando Téllez, crítico literario y periodista, quien nos cuente algunos recuerdos poco gratos: Ni la política, como ejercicio activo o profesional, ni la cátedra misma a la cual ha consagrado tantos desvelos, ni mucho menos los negocios, en los cuales parecería una cigarra en medio de los leones y de los tigres, ni desde luego, una gran carrera burocrática interesan auténticamente a ese poeta. Si en Colombia se pudiera vivir de la poesía, Carranza estaría, probablemente, rico. Como así no ocurre, sigue siendo pobre, defendiéndose económicamente para defender, al mismo tiempo, la posibilidad de seguir siendo un poeta. (4)
Pero con el correr de los años y el bienestar que le otorgara su bien esforzada vida de “simulador del ocio”, el maestro alcanza una vida tranquila, casa propia y un destino fijo conseguido con su pluma tras una carrera ascendente de éxitos poéticos y dedicación personal a sus deberes. Carranza trabajó profusamente su literatura en prosa. Se sabe que leía y releía en su “pieza de los libros” frente a una mesa de vidrio entre tomos antiguos, empolvados y en desorden, todos ellos valorizados con dedicatorias de sus amigos y mezclados con cintas descoloridas y una mariposa azul que le hablaba de Neruda; y además, le gustaba sentarse sobre el murito de piedra del antejardín de su casa en la calle 73 para meditar mientras recibía el sol sabanero. Tomaba notas y apuntes, hasta conformar en su interioridad el material que más tarde pasaría al papel. 3.1 Trabajos y posiciones En su labor literaria, el maestro fue director de la revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, la Revista de las Indias, el suplemento literario de El Tiempo, que él mismo inició, y la revista de la Universidad de los Andes… En su poesía, hay quienes encuentran un color azul de fondo talvez similar al de la poesía de Rubén Darío.
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Existen similitudes entre la vida y la circunstancia del poeta nicaragüense y el poeta colombiano además de que el padre de Darío muere, como el padre de Carranza, durante el primer lustro de su vida; su paso triunfal por España a la cual ambos literalmente toman por asalto, su visita fecunda a Buenos Aires, su estadía de tres años en Chile. Para Darío, Verlaine fue su padre y maestro mágico. Para Carranza, Darío no sólo fue su padre celestial sino también su maestro mágico. Darío y Carranza son dos poetas atormentados por pesadillas, por las atracciones del alcohol, “la inclinación alcohólica había hecho presa en Darío desde los días de Chile”... (5), y también, por la soledad en su vejez. El poeta Carranza laboró hasta el final de sus días y concluyó sus publicaciones diez años antes de morir, con su Epístola mortal y otras soledades. 3.2 Director de bibliotecas Dice el maestro Carranza al historiador Alberto Dangond: Ha habido a lo largo de mis años una misteriosa vinculación con libros y bibliotecas. Pasé la vida trabajando entre libros, y leyendo, leyendo, leyendo. Leyendo de todo, desde los poemas de Homero hasta las novelas de Simenón con sedienta e insaciable curiosidad. He sido un lector desordenado. A veces tengo al alcance de mi mano tres o cuatro libros diversos, novela, ensayo, poesía, historia. En la Escuela Normal fui bibliotecario de una breve pero excelente biblioteca de carácter general humanístico. Allí leí, entre otras cosas, los 70 volúmenes de la amazónica Historia Universal de César Cantú. Y dotado de una memoria prodigiosa, casi, casi sabía todo lo narrado allí. Que se me perdone, pero no es pedantería. Mi tesis para optar el título de maestro de Escuela Superior se llamó Las bibliotecas escolares. En algún insondable archivo estará. Recuerdo que terminaba con una especie de proyecto de ley sobre el asunto, que hice llegar al Congreso Nacional de entonces. Proyecto que tendría ahora vigencia cabal pues en el orden bibliotecario estamos, como en tantas otras cosas, peor que hace medio siglo. Luego, en la plenitud de mis años, me fue dado tocar el más alto anhelo de mi vida: fui director de la Biblioteca Nacional. (6)
En una página que podría ser llamada El escritor furtivo -tal su semejanza a un grabado del maestro holandés Holbein-, refiere también el académico Dangond, que él y sus condiscípulos estudiantes de leyes, melómanos y buscadores de silencio, acostumbraban a asistir a la sala de música de la Biblioteca Nacional, y allí llegaba, con relativa frecuencia, el director de la biblioteca, don Eduardo Carranza, “en busca de una
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pequeña tregua que duraría lo que dura el espacio de tiempo de una sonata de Beethoven”: (…) paso a paso, con los pies contundentes y despaciosos, el ademán severo, la mirada directa, los brazos fuertes pero acompasados y toda la actitud respetuosa (…). El caballero tomaba asiento, parsimoniosamente. Correspondía con una venia al saludo de quienes le conocían. Escuchaba. Sacaba un lápiz y escribía lentamente, apoyando la hoja de papel sobre el lomo de un libro inmenso pero desconocido. Hacía una pausa. Levantaba los ojos al aire, donde se arremolinaban las invisibles notas sonoras. Meditaba. Hacía brillar la mirada, supuestamente conmovido por la belleza de la melodía. Volvía a escribir. Cuando lo que escuchábamos no era una sonata sino el concierto Emperador, la quinta sinfonía, la Pastoral o la novena, el escritor furtivo dibujaba sus palabras incógnitas con rapidez más profunda o más frenéticamente, quizás enardecido por las maravillas musicales. Yo lo observaba a hurtadillas. Al terminar la tarea se incorporaba con agilidad sorprendente. Reiteraba la venia. Volvía sobre sus pasos y salía, yo no sé si dejándonos a todos un poquito desconcertados, o curiosos. La escena se repetía una y otra vez, de tarde en tarde, hasta la hora del crepúsculo y, por supuesto, de la melancolía. (6)
En 1948 obtuvo ese cargo que desempeñó hasta 1950. Alto cargo y alto honor del que sus amigos se quejaban por su exiguo sueldo mensual: (…) $570, de los cuales debe apartar $200 para pagar el arriendo de una casa donde habita con su esposa de poética estampa, Rosita Coronado, y sus tres hijos, dos varones y una mujer, Ramiro de 4 años, María Mercedes de 3 años y Juan de 2 años. Los planes de Carranza presentados al ministro de Educación Fabio Lozano y Lozano, consistían en actualizar y enriquecer los fondos bibliográficos de esa Biblioteca Nacional que contaba con un volumen total de 300.000 libros y manuscritos; tecnificar los servicios de catalogación y clasificación; crear un departamento de relaciones culturales; publicar, periódicamente, un boletín bibliográfico; organizar un departamento de adquisiciones y canjes; reglamentar la salida del país de libros raros; crear “el mito cívico del libro” por medio de una vasta campaña cultural; auxiliar el fomento de bibliotecas municipales, escolares y obreras; hacer una filmoteca y una biblioteca destinada “a la conservación de voces de personas representativas, en cualquier aspecto, de la cultura colombiana”; crear salas para libros extranjeros, así, por ejemplo: Sala Francia, Sala Inglaterra, Sala Italia pues no existía sino la Sala España (…). Estos planes resultaron irrealizables para el gobierno del país (…). Mientras ejerce el cargo de director de la Biblioteca Nacional, el poeta continúa con el ejercicio de la cátedra como profesor de historia literaria del castellano y literatura española en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en Bogotá. Además sigue escribiendo notas de crítica literaria, en El Tiempo. (4)
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3.3 Las bibliotecas de Bogotá En 1958 regresa el poeta de su gestión diplomática en España después de haberse desempeñado como consejero cultural en la Embajada de Colombia, durante siete años. En 1963 es nombrado director de las Bibliotecas del Distrito Especial de Bogotá, cargo que ejercerá muy dignamente hasta su muerte. El señor director de las Bibliotecas Distritales, Eduardo Carranza, se desplaza por todo Bogotá, de Usme a Facatativá, de Usaquén a Engativá. Y, como carece de automóvil privado o de carro oficial para su uso personal, es un alegre pasajero del enorme bibliobús, la biblioteca ambulante con sus entrañas llenas de libros y de sabiduría que el Distrito Especial ofrece a los distintos barrios de la ciudad, las fábricas y las escuelas que no pueden permitirse el lujo de contar con bibliotecas propias. Carranza continuó siempre con su sitio de “viajero entre los libros”, no solamente en sus trayectos de desplazamiento, sino cuando trabajaba al final de su vida en su oficina municipal, un inmenso salón frío, sobrio, sin ventanas, que él mismo había bautizado como su “tumba faraónica”. Desde ése, su último trabajo que el gobierno le confió y que desempeñó durante más de veinte años, el maestro Carranza despachó sus asuntos públicos y particulares, sacó en limpio sus poemas y dirigió los destinos de las bibliotecas populares. Y así realizó su sueño de juventud, aquel que lo impulsó a elaborar su tesis de grado sobre tan importante capítulo en la educación pública: Las bibliotecas escolares.
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4. LA RENOVACIÓN POÉTICA No es menester formular querella a capilla alguna de Hispanoamérica en los cuarenta años anteriores para concluir con un máximo de aproximación al acierto, que “Piedra y Cielo” significa el más descollante movimiento de renovación poética acaecida en el universo hispanoamericano en este trayecto. Belisario Betancur
El país colombiano está saliendo del período austero en que estuvo sumido durante guerras y penurias en el cambio de siglo y los años siguientes. Llegan los años treinta con la candidatura de Olaya Herrera y su presidencia liberal, y se escuchan nuevas voces, cambios definitivos en las estructuras político-sociales. Colombia se despierta, los partidos políticos se vigorizan, sus hombres se renuevan… y el espíritu poético también cambia de tono. Un grupo de poetas jóvenes colombianos redescubre a España, donde Juan Ramón Jiménez les está enviando señales literarias para seguir sus pasos de renovación poética. JRJ puede ser considerado heredero de la tradición de Baudelaire, abuelo del modernismo, escuela literaria que contagió a los poetas colombianos entre 1890 y 1930 y los condujo a divorciarse irremediablemente del romanticismo que, para el gusto de la época, ya era considerado caduco y lastimero. Poetas como Julio Flórez habían sido reemplazados por la juventud pujante de Eduardo Castillo y la escuela colombiana de Los Nuevos. Habían surgido voces simbolistas y parnasianas afrancesadas con Guillermo Valencia a la cabeza, su retorno al clasicismo o retroceso artístico con el exotismo oriental y árabe y geishas y kioscos de malaquita y desiertos con columnas de mármol para que Palemón el Estilita habitara sus alturas, y una invasión de cortes europeas con castillos y princesas de ojos azules que, según decían las malas lenguas, motivaron a comentar a los españoles que, a nuestros poetas, “las plumas del indio les asomaban por debajo del sombrero”. El fenómeno de Darío había sido similar al de la conquista de América pero en reversa: el indio subyugado llega a España con su libro Azul bajo el brazo, y conquista con sus cantos a toda una generación que se convertiría en modernista. Quieras o no, Rubén pone a cantar en coro a los poetas peninsulares al son que él toca con su lira. Y a pesar de que las plumas asomaban por debajo de su sombrero, Darío toma por asalto la poesía española y la obliga a abrirse hacia otros horizontes, desde los cuales JRJ será el maestro, en este caso, de un puñado de jóvenes
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colombianos que escuchan el tono expandido por Juan Ramón desde su específico poema Piedra y cielo. Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, Darío Samper, Jorge Rojas, Carlos Martín, Gerardo Valencia, bajo el nombre genérico de los piedracielistas, se divorcian de las tendencias, para ellos caducas, de Los Nuevos: Barba Jacob, Maya y el inmortal Guillermo Valencia. Entonces, lanza llanera en ristre, salta al ruedo Eduardo Carranza con su primer tomo de poesía. Los críticos se halan de los pelos y la tradición se rasga sus vestiduras talares. Esto es un desacato, una falta de respeto… Como el diletante crítico literario Jorge Padilla lo había vaticinado en 1936 sobre Canciones para iniciar una fiesta, este poeta de veintiséis años llegó a convertirse en el abanderado de un movimiento literario que dio para rato en Colombia y suficientes dolores de cabeza a nuestras tradiciones literarias. En 1934 había subido al poder Alfonso López Pumarejo, un presidente liberal que modernizaría el estado colombiano y que respaldó decididamente a Eduardo Carranza al nombrarlo tutor intelectual de su hijo, Fernando López Michelsen. ¿Qué había pasado con la poesía? ¿Cuál fue la revolución que causaron nuestros poetas piedracielistas? ¿Cuáles las causas del impacto que produjeron, y los cambios que ese puñado de jóvenes había introducido en la lírica colombiana? Hernando Téllez define en 1948 las bases de la tendencia poética de los Cuadernillos de Piedra y Cielo: Esa serie, editada bajo la dirección y con el dinero de Rojas, trataba de presentar los valores colombianos más recientes, a la sazón, en la poesía. Pero, en rigor, los poetas que allí aparecieron, no estaban ligados por un común denominador estético. No se parecían entre sí, desde el punto de vista de lo que la gente llama ahora, con cierta mala intención crítica, el piedracielismo. Se entrelazaban, se identificaban por otros aspectos, como, por ejemplo, el de la común admiración y la común influencia que los unía en torno de la poesía de Juan Ramón Jiménez, de Antonio Machado, de García Lorca y, en términos más generales, de los poetas españoles de la generación de 1929. Pero eran y siguen siendo disímiles. El público, sin embargo, con su fácil y cómoda tendencia a la generalización, los cobijó, ya para siempre, con el término piedracielistas, incluyendo en el balance muchas nociones contradictorias y excluyentes entre sí. El nuevo signo verbal y escrito -piedracielismohizo fácil carrera. Y sirve ahora para bajos y altos menesteres de la inteligencia. Es una lástima. Pero es también inevitable. (4)
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Y, para escuchar una voz contemporánea, las palabras del pensador Danilo Cruz Vélez, citadas por Juan Gustavo Cobo Borda en su Historia portátil de la poesía colombiana (1880-1995): Sin embargo, cuarenta años más tarde, estas palabras de Danilo Cruz Vélez hacen justicia al aporte inicial de Carranza. “El primer libro de Carranza -dice- significó una ruptura con una tradición de extemporaneidad y una incorporación de la poesía colombiana a la modernidad”. ¿La razón? En Canciones para iniciar una fiesta “el poema se desliga de lo dado, y no tiene que buscar su verificación en las cosas -en los objetos exteriores, en los sentimientos, en el mundo cultural- sino en sí mismo”. Autonomía de la poesía para cantar lo que su propio lenguaje le dicta y así poder recobrar de nuevo el mundo. Tal la contribución de Carranza y su grupo. Un aporte, como todos los de este período 1930-1946, marcado por las fecundas contradicciones de una época de cambio. Pero, como diría Borges, ¿no son acaso todas las épocas, épocas de cambio? Así, por lo menos, y en este caso concreto, lo atestigua esta literatura, debatiéndose, de continuo, entre un pasado que la constriñe y un futuro que no logra visualizar, del todo, en sus retrocesos y rupturas. En su sensibilidad renovadora y en sus avances, a veces no del todo perceptibles. (7)
4.1 Libros de unidad definida A Carranza se le podrían aplicar las palabras de Emir Rodríguez Monegal a propósito de los ciclos poéticos de Neruda, porque ambos conciben su obra de una manera unitaria: “Siempre sus libros tendrán una unidad interior que no depende para nada de la lucidez con que han sido ordenados a posteriori, sino de haber sido creados dentro de un ciclo completo (vital, poético) y de obedecer a un estado afectivo profundo. De ahí la unidad indiscutida de los mejores”. (8) Carranza, como Neruda, es también un poeta cíclico que genera su creación en unidades extensas, en libros. Una unidad de sentimiento a la par de unidad temporal y autobiográfica conforman las obras poéticas que Carranza va produciendo, ya adaptadas para convertirse en libros. Canciones para iniciar una fiesta, es un libro de tono amoroso en el que impera la figura de Alicia Angulo, su prima-novia Alicia, la recordada siempre y la siempre llorada, que morirá en 1964. Poemas que recuerdan su niñez: Regreso con islas y jazmín; poemas que recuerdan su adolescencia, besos… pañuelos: Rauda, al volante. Muchachas de colegio con mariposas o lazos prendidos en su pelo: Muchacha, y el eterno viaje del poeta a tierra caliente donde espera el aroma omnipresente de los jazmineros.
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Y al final, su confesión de culpabilidad cristiana en medio de la noche cósmica, en su Soneto a Cristo. En 1939 publica Seis elegías y un himno, como cuarta de las Entregas “Piedra y Cielo” bajo el mecenazgo de Jorge Rojas, quien lo presenta. Está dedicado a su amigo Silvio Villegas y decorado con dibujos y viñetas de Carlos Schloss Pombo. El tono elegíaco de algunos poemas contrasta con su lúdico y simpático Domingo y la Elegía a Maruja Simmonds, sobre el cielo de Popayán. En 1941, publica Ellas, los días y las nubes, libro de poemas y prosas editado en Bogotá e ilustrado con doce linóleos de Sergio Trujillo Magnenat, que lleva como dedicatoria: A María Teresa Holguín, a Pepita Mallarino: en sus manos encomiendo mi espíritu.
Se inicia con el famoso “Soneto a Teresa”, y continúa con doce prosas poéticas alusivas a cada mes del año. 4.2 La bardolatría, 1941 Éste es un año candente en la vida de Eduardo Carranza, quien se empieza a perfilar como un joven osado que se atreve a criticar al poeta Guillermo Valencia, figura máxima de la poesía colombiana, dando lugar a una polémica pública que se ha conocido con el nombre de La bardolatría, sobre la cual se pronunciaron importantes escritores de la época: Sanín Cano, Juan Lozano y Lozano, José Mejía y Mejía, Daniel Arango y Joaquín Piñeros Corpas quien, a pesar de su gran amistad con Carranza, lanza un veredicto condenatorio: Con gran honradez, pero inoportunamente, Carranza arremetió contra la obra de Valencia. Anotaba que era extraño que Guillermo Valencia, como representante de una poesía minoritaria, ocupara en forma excluyente el corazón y la mente del pueblo, lo cual explicaba por el fenómeno de la bardolatría. Que Valencia tenía defectos temperamentales, como la falta de sentimiento y que su poesía, puro formalismo artístico, hacía pensar en ser un producto de taller y no un efluvio del alma. En pocas palabras, Carranza subestimó la lírica de la inteligencia y la poesía parnasiana. Y este ataque del joven poeta llanero a la figura consagrada del poeta caucano, pesará inevitablemente en el proceso histórico del movimiento piedracielista. (2)
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En 1982 María Mercedes Carranza analiza las ideas de su padre a propósito de la bardolatría: Fue Eduardo Carranza quien puso el dedo en la llaga en 1941, cuando escribió un artículo titulado Un caso de bardolatría en discusión con Baldomero Sanín Cano sobre la poesía de Guillermo Valencia. Carranza denuncia en este artículo la existencia de un taller de técnica poética instalado por Valencia en Colombia a lo largo de cuarenta años. Ese taller se empeña en el ejercicio de la retórica, en la destreza técnica, fría, y mecánica. (3)
De 1942 a 1945 transcurren los años en que compone la poesía posteriormente publicada en su libro Canto en voz alta, la cual contiene sus mejores piezas de poesía épica en las que imperan los héroes de Colombia y España compartiendo honores con las niñas de caliente nácar: Lía, Clara de Luna y Soledad de Sol, Beatriz, Luz, María, Lucía, Berta, Ángela, Cecilia, Carmen, Inés, Margarita, Elvira, Lina y Yolanda Arroyo. En el poema Dios en las alturas, el poeta se dirige a su tierra como a una señorita vestida de cocuyos. Este romance heroico en endecasílabos contiene un hermoso paralelo tierra-amada. El tema telúrico que invade al poeta se desborda en imágenes inigualables. Carranza llega a alturas increíbles en belleza y delicadeza, historia en verso: Y entre los árboles se asoman los indios curiosos, con sus flechas y diademas, igual que en los grabados de ese tiempo. (…) Cruza un venado por el linde de la montaña, silbo de oro. Ríe y sueña la verde estrofa del viento entre los arrayanes. El Capitán queda un momento lejano, absorto con los ojos fijos ahora en el futuro.
4.3 Año afortunado, 1943 En el año de 1943 el maestro Carranza recibe un inmenso honor profesional: su elección como miembro de la Academia Colombiana de la Lengua. El 6 de agosto de 1958 tomará posesión como miembro de número de la misma corporación, con el discurso La poesía del heroísmo y la esperanza.
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El 14 de abril de 1943 había contraído matrimonio en la ciudad de Armenia, Colombia, con Rosita Coronado, la mujer de sus sueños. Seguramente este cambio de estado civil otorga al poeta perspectivas totalmente desconocidas en su vida de soltero, escritor bohemio, viajero empedernido por Colombia y poeta suspirado y venerado por las fervorosas lectoras de su poesía. Eduardo ha cumplido ya treinta años, y Rosita, como se puede observar en las fotografías, tiene todavía el aspecto de una delicada adolescente que conservará durante largos años. Su silueta esbelta, su sonrisa franca y su hermoso cabello negro que cae a lado y lado de sus pómulos, o sobre los hombros y la espalda, la han convertido en la encarnación de la musa del poeta: una colegiala, una niña dulce dispuesta a brindarle la tranquilidad de un hogar seguro y feliz. El ademán de Rosita Coronado en las fotos del matrimonio, nos recuerda a la princesa de Gales, femenina y delicada, que siempre se mantuvo en la distancia, sostenida por su discreción y su silencio y que se impuso en la historia del poeta llanero como una vencedora: la madre de sus tres hijos: Ramiro, María Mercedes y Juan. Se observa también, en las fotos del matrimonio, a Mercedes Fernández de Carranza, “alma de roble y de violeta”, quien ahora es una mujer inmensa y fuerte, decidida y vigorosa, de piel oscura y rasgos recios similares a los del poeta. Mujer colocada sobre la realidad, que entrega su hijo a Rosita, en el día de la boda. Ese mismo año, Carranza y Neruda se encuentran por primera vez durante la visita del poeta chileno a Bogotá, e inician una sincera amistad que prevalece más allá de la muerte. El cambio anunciado con su matrimonio, se produce no solamente en la vida privada sino también en la poesía de Eduardo Carranza, quien publica su primer libro compuesto como padre amoroso y tierno, Éste era un rey, exquisito tomo de canciones de cuna y poesías infantiles como “Cancioncilla”, “La casa del lucero”, “Don Paramplín”, “Compañera del aire” y verdaderos cuentos infantiles en versos de infinita ternura, a la manera de esta “Canción de cuna” dedicada a María Clara Ospina Hernández: Tu madre en la fuente tu padre en la guerra. Duérmete mi niña que azulas la tierra. Tu madre en la fuente recoge la estrella.
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Tu padre en la guerra lleva la bandera. A tu madre, en sueños. alcanza la estrella. A tu padre, en sueños, sostén la bandera. Azul de azul de Mi niña azul de
la fuente, la guerra. dormida, la tierra.
Años después, Hernando Téllez delinea un perfil de Carranza, su poesía y sus personajes irreales, la figura física del poeta y sus comentarios polémicos sobre Valencia: Voces de Primavera. La poesía de Carranza está invadida por el mito o la realidad, como se quiera, de la muchacha adolescente. Es una poesía primaveral, matinal, donde vuelan los olanes, los encajes, las cintas y las colegialas que ya empiezan a ser casi mujeres. Su mundo poético está lleno de auténticas voces de primavera, que hablan, sin un solo acento de mortal angustia, del amor, de los juegos, de las nubes viajeras, de los lentos crepúsculos, de los primeros besos, de la dulzura del vivir. Además, se percibe en su poesía, un penetrante olor a jazmines colombianos, a frutas tropicales, a femenina piel tostada por calientes soles. El paisaje, la perspectiva, la línea del horizonte físico de los versos de Carranza, son radicalmente nacionales. Muy de tarde en tarde aparece una alusión libresca, culterana, a los sitios poéticos acotados por la línea clásica. Desde luego, el poeta está muy orgulloso de esa colombianidad de su poesía. Y acaso, esa noción lírica nacionalista y una disposición romántica de su espíritu, lo llevó, con una injusticia crítica, digna apenas de un adolescente, a promover un escandaloso enjuiciamiento de la poesía de Guillermo Valencia, con el especioso argumento de que esa poesía no lo era auténticamente, a causa de su perfección formal y de una supuesta frigidez del sentimiento ocasionada, según el mismo Carranza, en el exceso de cultura que respiran las creaciones de Valencia. Ahora Carranza está de regreso de esa tesis excesiva y acepta, con entera lealtad intelectual, que la poesía no tiene compartimientos especiales y que es posible su aparición en todas partes, a condición claro está, de que sea suscitada por un verdadero artista. Los primeros versos de Carranza aparecieron en 1933, en el suplemento de El Tiempo. Y los lectores del suplemento del gran diario capitalino al leer los versos de Carranza quedaron tan consternados como seducidos, con esa delgada, aérea, transparente y, al mismo tiempo, problemática poesía. Las palabras en que se presenta son elementales y puras y la emoción que traduce, también. Pero hay algo en la arquitectura, en la elaboración de la metáfora, que parece inacostumbrado, fuera de orden. Además, el sistema lógico, tradicional, de las asociaciones, parece roto. Muchos se indignaron con la novedad. Pero hubo otros que se
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entusiasmaron. Todos, sin embargo, reconocían el talento, la vivaz, la nerviosa, la ágil inteligencia del nuevo poeta. Además, el poeta era y es beligerante. En las esquinas de las calles, en los cafés, en los restaurantes, en los salones, en los colegios, Carranza discutía y discute, o mejor dicho, defiende a brazo partido, su poesía. Y, en pro de sus versos, surgió entonces un equipo juvenil de las zonas universitarias y otro equipo más restringido, pero más importante, de escritores, periodistas, intelectuales, mayores que Carranza, a quienes interesó, de verdad, la estrella lírica que empezaba a ascender. Así, a codazos, impertinentemente, fue abriéndose paso Carranza a través de los entusiasmos y de las antipatías, de las tremendas negaciones y de los tremendos entusiasmos, hasta conseguir estabilizar su prestigio y su nombre. (…) En rigor, del grupo piedracielista, el más y mejor piedracielista de todos es Carranza, si como tal debe entenderse una poesía que busca sus raíces en la renovación neoclásica y, al mismo tiempo, neorromántica, pues de los dos temperamentos y de las dos posiciones hay en la poesía de Juan Ramón Jiménez, ídolo supremo y guía lírico de la poesía de Carranza. Poesía que trata de conciliar la simplicidad de las palabras con una hábil, casi estratégica dificultad de la metáfora y que es transparente por el sentimiento y exquisitamente artificial en la forma. (…) A los treinta y cinco años de edad, Carranza parece más joven de lo que es. Tan sólo se le ha despoblado un poco discretamente la cabeza. Tiene facciones irregulares y toscas; la piel conserva un apagado tinte como de viajero de climas tórridos; los ojos, oscuros, le brillan de sagacidad; tiene buena estatura (1,78 m) y unas manos largas, descuidadas y gesticulantes; anda, por todas partes, sin sombrero, con la cabeza echada hacia atrás. Y el aire desprevenido y alegre de un estudiante. (4)
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5. ENIGMA SOCIOPOLÍTICO -Si tuvieras que defender a un personaje famoso en el Juicio Universal, ¿a quién elegirías? -A Benito Mussolini. -¿Qué figura histórica es tu predilecta? -Simón Bolívar, mi padre, mi amigo, mi maestro, mi capitán. Entrevista por Julián Cortés Canavillas a Eduardo Carranza
Después de transcurrir tantos años de historia colombiana, es raro ahora no encontrar evidencia pública ni rastro de controversia hacia el nacionalismo de Carranza, su beligerancia en política y hacia esa, digamos, altanería que distinguió al poeta en algunas de sus actuaciones públicas y aun en los círculos privados. Se ha silenciado la crítica adversa, que no fue escasa en su tiempo, y en la opinión pública solamente permanece la admiración que despierta el nombre de Carranza como poeta de Colombia. ¿Por qué? Quizá encontremos una respuesta en esta opinión de Maruja Vieira: “En mi concepto, el aspecto político de Carranza no influyó para nada en su obra. Nada, ni sus camisas negras falangistas, ni sus aventuras con el Mariscal Alzate, que en este momento no te podría decir a dónde llevaban, pero que en realidad, a mi manera de ver, no iban a ninguna parte…” (9) Otra cosa fue la que se suscitó con el cambio de gustos literarios: la gloria de Carranza talvez afrontó una crisis de valores durante los veinte años del grupo de Mito, en los años que precedieron a los acontecimientos de Woodstock y París en 1969. Había estallado la reacción juvenil en contra de los poetas establecidos de uno y de otro partido político, en un período que coincidió con el paso y la transformación de la poesía desde Carranza, con sus jardines y sus rosas, hasta la aparición de la yerba y la flor para mascar de los nadaístas en Colombia. Un país donde “todo estaba bien” menos el corazón de Eduardo Carranza. Quizá, hilando muy fino, el poeta presintió desde esas épocas un descenso de su gloria, o al menos, comprendió que el cambio de los gustos podría estar afectando la recepción al estilo de su poesía, hasta esa hora tan triunfante. La literatura tiene como base el ritmo del proceso histórico. De una epidemia endémica de poesía difícil de entender, como fue el piedracielismo y más tarde el nadaísmo, brotaron escritores contemporáneos como Giovanni Quessep, Piedad Bonnet y otros que rebosan las antologías colombianas.
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Fabio Lozano Simonelli, en el prólogo a Los pasos cantados, vislumbró facetas del poeta desconocidas para sus lectores de poesía: Carranza es amigo decidido y confeso de la dictadura como sistema de gobierno, contra la beatería democrática, pero no -¿cómo podría serlo un poeta?- de la tiranía y menos de la crueldad. Sostiene que de su jefe único y único jefe el Libertador Simón Bolívar, proviene la enseñanza de que Colombia necesita una mano guiadora paternal y fuerte que imponga la disciplina social, y que el amor a la patria, como todo amor de verdad, es exigente. Propugna, con Unamuno, un patriotismo crítico, y ama a la patria, a la manera de José Antonio, porque mucho de lo que en ella ocurre no le gusta. Tengo el honor -agrega- de no pertenecer a ninguno de los partidos tradicionales colombianos y de no haber manchado jamás mi vida con un acto democrático. Habla jocundamente sobre el auge del nacional-carrancismo y proclama que “soy un motín unipersonal”. Esta apretada síntesis del ideario político de Carranza no tiene por fin glosarlo, sino referirme a la única dictadura que ha ejercido con mano guiadora pero sin necesidad de fuerza, con mano suave sobre súbditos dóciles: las palabras, a las que ha hecho expresar, exactamente, lo que ha querido, lo que brota de su condición entera de hombre, con la ventaja de que los demás lo han comprendido. Cuando se alegó contra el movimiento poético insurgente de Piedra y Cielo que en ocasiones derivaba hacia el crucigrama, el cargo dejó indemne a Carranza: cristalina, diáfana, son calificaciones automáticas para su poesía, que les ha enseñado a muchos cómo las palabras son susceptibles de un uso distinto y mejor que el que les conocían, les despejó imprevistos horizontes y les incitó a recorrerlos. Hasta las ha inventado: Islaflordorada, Alicia Altanube, alazul, aurialado, noviem-diciembre, y con paternal dictadura les ha impuesto insospechados oficios: Mi tú, mi sed, mi víspera, mi te-amo, mi por-siempre-jamás, redactado con tinta de amor y no-me-olvides. (10)
Y María Mercedes Carranza, en la prosa analítica del prólogo de su libro ya citado, enlaza la poesía de su padre con sus tendencias políticas: Porque el cambio no se produce únicamente en el ámbito poético. En realidad el cambio está en el aire. Los años en que comienza a escribir Carranza coinciden con el acceso al poder del partido liberal, luego de cuarenta y cinco años de hegemonía conservadora. Y más concretamente coinciden con los cambios profundos introducidos en el país por la primera administración de López Pumarejo. Se produce en esos momentos un vigoroso movimiento de ideas que luchan contra el feudalismo económico; comienza el desarrollo industrial del país, se consolidan las clases medias y el sector proletario. La reforma constitucional del 36 da el derecho a huelga y decreta libertad de cultos. En ese mismo año se somete a la consideración del Congreso un proyecto de ley agraria que volvía al principio de posesión basado en la explotación de la tierra. La burguesía industrial acaudillada por López Pumarejo se hace al poder con lo que varían sustancialmente las relaciones obrero-patrón.
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Se eleva la capacidad de compra de los campesinos y obreros ampliando la inversión y elevando los salarios e introduciendo préstamos sociales. Se crea en 1936 la CTC a la que se afilian todos los sindicatos del país. En resumen, durante esa década de los años 30, el país sale del patriarcalismo y se sientan las bases de la Colombia contemporánea. Existía entonces en el país un clima de dinamismo y de renovación. El nacionalismo progresista que inspiró la obra política de López Pumarejo influyó sin duda en Carranza y de ahí, para no ir más lejos, su constante evocación del paisaje y de los elementos de la realidad física del país a que se aludía líneas atrás. Pero ese espíritu nacionalista no le llega al poeta “piedracielista” exclusivamente por la vía ya anotada y aquí es conveniente revisar las ideas políticas de Carranza, pues en ellas están las raíces de varias de sus actitudes poéticas y de varios temas recurrentes a lo largo de su obra. Coincide la etapa adolescente de Carranza con el surgimiento del fascismo en Europa y con el enfrentamiento del falangismo y el comunismo en España. Su formación, adelantada en las escuelas de los Hermanos Cristianos es eminentemente religiosa y conservadora, esto último en un sentido más amplio que el del partido político colombiano que lleva ese nombre. Las lecturas políticas de aquellos años, que influyen decisivamente en sus ideas, son las de la derecha española: José Antonio Primo de Rivera, Ernesto Giménez Caballero, Ramiro de Maeztu. La Constitución Boliviana lo marca también en sus posiciones ideológicas. De ella tomará su tendencia al autoritarismo como sistema de gobierno y el sentido nacionalista de dimensión hispanoamericana de Bolívar. España, no sólo por la atracción de las figuras literarias de las cuales ya se ha hablado, ejerce en las ideas políticas de Carranza un influjo decisivo. Considera que el indigenismo social o estético es una utopía y su utilización, un acto de demagogia. Para adquirir una conciencia cultural propia, los colombianos deben apoyarse en la identidad de lo criollo y en los valores hispánicos, ya que por lo “hispánico -ha afirmado- ingresamos a la cultura y por ello nos insertamos en lo universal”. Esta proximidad espiritual con España lo lleva a interesarse por el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera y a vivir muy de cerca el enfrentamiento de la guerra civil. De la Falange española le interesan el espíritu nacionalista y el carácter unitario del Estado, el no-partido o el anti-partido, la identificación de política con cultura y con moral y de poder político con belleza, la crítica al liberalismo individualista y decimonónico. Pero sobre todo le atraen el sabor de utopía en los planteamientos de Primo de Rivera, su arrogancia juvenil y la exaltación de los valores juveniles: el amor, el honor y el deber, la palabra poética que hay en su oratoria política y en especial tal vez aquella frase pronunciada en el famoso discurso en el teatro de la Comedia de Madrid en 1933: “A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas y ¡ay del que no sepa levantar frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!”. La rebelión poética contra la lógica adelantada con el lenguaje por Carranza encuentra en el terreno político un sustento en el irracionalismo filosófico que caracteriza al fascismo. Y su reacción contra la técnica retórica que lo llevó a plantear que la poesía debía servir ante todo para animar las grandes causas o declarar grandes pasiones encuentra
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también su sustento en el terreno político en el idealismo exaltado que el fascismo opuso al materialismo marxista. En síntesis: nacionalismo, exaltación de la juventud y de los valores juveniles, irracionalismo o idealismo son algunas de las características de la poesía de Carranza muy vinculados a sus convicciones políticas. Convicciones y características a las cuales será fiel a lo largo de toda su vida y toda su obra. Pero lo anterior no quiere decir que esta última no evolucione con el paso de los años. Y esa evolución, por estar tan relacionada con su poesía con el plano de lo sensorial y de lo emotivo, se produce de acuerdo con su propia evolución vital. (3)
¿Coinciden estas reflexiones de María Mercedes Carranza con el sentimiento político de su padre? Solamente contamos con el testimonio de las propias palabras del poeta, cuando contesta a la pregunta del periodista español Alfonso Martínez Mena: -¿Es usted hombre político? -Plural ha sido la terrestre historia de mi vocación. Mi ocupación ha sido enseñar. Luego fui diplomático, incidentalmente, aunque mi diplomacia fue la del corazón, de la amistad y la poesía. Pero contesto su pregunta con un rotundo sí. Soy político hasta la médula. El primer artículo que se escribió en América en exaltación de José Antonio lo hice yo. En el 38 fui incitador de Acción Nacionalista Popular. En el 44, de la Alianza Nacional Revolucionaria, siempre con un sentido hispanoamericanista y bolivariano. Ahora me ocupo además, de mi hispanidad, mi familia, y mi hogar. (13)
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6. PERIPLO POR SURAMÉRICA Porque tú eres la frente poética de Colombia, de esa Colombia dividida en mil frentes, de esa patria sonora, poblada por los cantos secretos de la enramada virginal y por el alto y desinteresado himno de la poesía colombiana. En tu patria se acumuló en el subsuelo la misteriosa pasta de la esmeralda, y en el aire se construyó como una columna de cristal la poesía. Pablo Neruda
6.1 El caudillo de una generación poética Y le digo al poeta: -Yo pienso maestro que usted se siente el caudillo de un grupo importante de escritores. ¿Qué me puede decir al respecto? -No solamente me siento el caudillo sino que lo fui, lo soy y lo digo orgullosamente. Porque el impulso germinal y primaveral de aquellos años, si que también renovador, en orden a la poesía y a la política, fue suscitado por mis palabras y mis actos. Me refiero, obviamente, a la renovación poética de Piedra y Cielo y a la ilusionada inquietud política de raíz bolivariana que entonces se calificó, un poco apresuradamente, de fascismo y falangismo. En los dos frentes, el literario y el político, fui el denodado combatiente de primera línea, el juvenil hondero entusiasta sin miedo y sin tacha. (1)
En un recorte de periódico que conservaba Carranza, de la época de su viaje a Chile, se encuentran consignadas las despedidas de siete jóvenes, importantes hombres de letras que se unieron para rendirle homenaje al poeta, maestro y amigo: Jorge Rojas, J. A. O. L., Fernando Charry Lara, Aurelio Arturo, Andrés Holguín, Carlos Martín y Jaime Posada, de quien hoy publico, en el siguiente numeral, sus palabras siempre actuales y presentes: 6.1.1 A Eduardo Carranza De Eduardo Carranza se ha dicho que maneja una yerta poesía intelectual. Piedra y Cielo. Los materiales encuentran la más cruda clasificación geológica o están sometidos a las indecisiones del barómetro. Sobre tales premisas, severos sensores de las categorías estéticas levantaron su diatriba iconoclasta. La polémica se desvió con vivaz tesón alcanzando, aun en nuestros días, reflejos que tienden a reverdecerla. Los ánimos adversos alegan razones y añaden conceptos, como si los íntimos reclamos de la sensibilidad pudieran quedar sometidos al régimen de la crítica alocada o contradictoria. Sobre estos debates, el país acaba por adquirir la impresión de que todo ello no
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pasa de ser algo diferente a periódicos ejercicios gimnásticos de los hombres de la inteligencia. Lo cierto es que, salvadas las diferencias de opiniones, Eduardo Carranza no constituye un ejemplo aislado en su manera de trabajar los temas del espíritu. Su estampa insurgente de joven cantor, se perfila en Colombia paralelamente con el pronunciamiento de otros discutidos equipos poéticos en el resto de América. Llega a nuestra república literaria acompañado de otras voces de timbre audaz y alma rebelde. Cada una de ellas trae una noción renovadora, fresca, de lo que es la práctica de las virtudes intelectuales. Más que un ciudadano orfebre de los vocablos, Carranza es un surrealista de la lírica. Usa el símbolo con la destreza de los escogidos o el carisma providencial, sin quedarse estático en la contemplación de las formas. El contraste constituye para él un precioso vehículo de puras imágenes, delicados conceptos y sutiles manifestaciones. Para llegar hasta la poesía de Eduardo Carranza es necesario hacer una desprevenida antesala a la cual podríamos arribar de la mano de Tagore, el bíblico viejo de las barbas pluviales: “El alma del poeta danza y delira sobre las olas de la vida, entre el clamor de vientos y mareas. Y cuando el sol esconde su frente y el cielo entristecido cae sobre el mar como los párpados sobre los ojos fatigados, el poeta, dejando su pluma y con la cabeza en la mano deja huir su pensamiento hacia el abismo del silencio, hacia la niebla del eterno secreto”. El piedracielismo no rebasó las lindes de una solidaridad editorial. En su entraña nebulosa se agitaban díscolos acentos contradictorios. Sin embargo su presencia, a la manera de los catalizadores, mantuvo cierta línea de común distinción entre los vinculados al movimiento. Pero, como exacto y fiel trasunto de lo que son las directrices de la nueva temática. Eduardo Carranza puede enorgullecerse de exhibir los más variados matices de una gama que va de La niña de los jardines hasta los motivos elegíacos que vigilan la memoria de Maruja Simmonds. Algún consagrado varón continental decía que el lirismo había salvado a Colombia de la crueldad. De ser esto así, la suave entonación melódica de Eduardo Carranza, el enhiesto arquero de la metáfora debe haber comenzado a pulir el alma de las últimas generaciones con el amor por los valores eternos. (12)
6.1.2 Carranza en Chile, 1946-1947 En sus evocaciones sobre el maestro Carranza en Chile, dice Héctor Fuenzalida: Recuerdo la llegada de Carranza a Santiago en 1946. Carranza joven, delgado, nervioso, bajó del avión en forma espectacular, portando una enorme cesta de mimbre, en la cual creímos ver, al principio, un mensaje frutal del trópico, pero luego constatamos que dentro de ella se agitaba la forma tierna de una “guagua”. Y ese bebé era María Mercedes, su hija, ahora una chica de frescos diecisiete años. Sumaban entonces sus
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días seis escasos meses. Una muchacha con no más años que los de la hija, ahora, bajó después sonriente del avión. Era bellísima, espigada, luciendo un largo cabello negro y unos ojos de fuego: Rosita Coronado. Carranza de treinta y tres años, fue recibido en Santiago apoteósicamente. A los pocos días comenzó a llenar las columnas de los diarios y se le ofreció un banquete en un gran restaurante de Santiago. Se decoró el lugar con figuras de papel recortado y letras que componían frases de bienvenida y de admiración por el joven poeta neogranadino. Fue memorable aquella velada. Neruda ofició el ofertorio en un bellísimo discurso. El colombiano, templado en las lides de la oratoria y de la poesía, replicó sin temor, brillantemente, con desenvoltura, con ademanes rotundos que decoraban una voz sonora, enfática, vertiendo frases pensadas, sentidas, de ritmo lento, seguro, bogotano. A poco, su casa comenzó a ser un centro de reunión inevitable. Al poeta le gusta recordar esos tiempos de ensayo diplomático como brillante agregado cultural de una embajada que todos queríamos y frecuentábamos, y yo me transformé en huésped cotidiano, con mi apetito que ponía en aprietos a Rosita Coronado y a la dulce Helena, la doméstica, aterrada siempre por mis frecuentes visitas. Lo grave es que, además, confluían a esa casa de la plaza de Pedro de Valdivia, vates voraces y sedientos poniendo en peligro de zozobra el presupuesto de Carranza y su alacena. Todos colombianizábamos con un furioso misticismo etílico. Carranza, siempre iluminado, copa en mano, medía con sus trancos el recibo, lanzando apotegmas y los cuartetos y tercetos de ese bellísimo soneto que gira en todas partes, en América, en España, en labios de poetas y profanos, como un himno nacional de su melancolía, portaestandarte de su desfile lírico en los recitales: Teresa en cuya frente el cielo empieza… Este llanero de Apiay, tan auténtico, se aclimatizó en Chile, aunque enfermo de un agudo cáncer de nostalgias granadinas. Con él aprendimos a apreciar la magia de ese arte declamatorio en el cual él es un maestro, supimos que aquello de decir poesía, tan desprestigiado en Chile por el sinnúmero de declamadoras que exhalaba nuestro viejo Conservatorio Nacional de Música y Declamación, era la única forma para el poeta de producir el contacto electrónico de los textos dentro del corazón. Aquello era respetable. Carranza nos parecía un niño en su conducta civil. Jamás supo nada de su ordenación cotidiana. A duras penas le arrastraban a sus obligaciones diplomáticas y nos asombraba su rostro serio y ausente en las ceremonias protocolares en las que a veces se veía envuelto, sofocado como bajo una red de gladiador. Su cara se tiznaba de impaciencia y las fotos nos devolvían su rostro cruzado del puntillado del clisé en los periódicos, al pie de una estatua, junto a una corona o bajo la solemne estampa de un benemérito, ajeno a todo. En Chile nació su tercer hijo, Juan, y un sin fin de poemas. La poesía estaba en él latente, sin perder ni la galanura ni la gracia de su sello personal, atrevida en sí, buscando su respiro original para extender su abanico de inesperados colores. Amigo de Neruda, de su avasallante magia, se libró de la contaminación ineludible por sólo la fuerza de su inspiración, tan diferente y nos inundó de la divina gracia de su
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piedracielismo. El uso de ciertos adjetivos como ese “especialmente”, vocablo burócrata tan extraño a la poesía que deviene en gracioso ritornello de uno de sus poemas autobiográficos más admirados, que pareciera, de pronto, de estirpe nerudiana, suena, en el canto, como sílaba de evidente cosecha autónoma, inevitable engarce de bellos hemistiquios. Carranza volvió de pronto a su Bogotá cordial. De lejos seguimos entonces el rumor de sus triunfos y noticias. (13)
6.2 Su compadre Pablo Neruda y Carranza estuvieron siempre conscientes de sus similitudes y disonancias, que vino a reforzar Neruda en su discurso de homenaje a Eduardo Carranza cuando él mismo le pidió, en 1946, que no olvidara al hombre colombiano en su pensamiento, su atención y su poesía: (…) Así también, hoy que vienes a vivir y a cantar entre nosotros te quiero pedir, en nombre de nuestra poesía, desde los piececitos descalzos de Gabriela y los poemas en que por la boca de Víctor Domingo Silva hablaron hace ya tiempo los dolores de un pueblo lleno de sufrimientos, hoy te pido que no te niegues al destino que habrá de conquistarte, y que vayas separando algo de tu bien henchido tesoro para tu pueblo, que es también el nuestro. Marineros de las balsas de tus grandes ríos, pescadores negros de tu litoral, mineros de la sal y de las esmeraldas, campesinos cafeteros de casa pobre, todos ellos tienen derecho a tu pensamiento, a tu atención y a tu poesía, y qué gran regalo nos harás a los chilenos, si tu vida en nuestra tierra austral, tan hermosa y tan dolorosa como toda la América nuestra, llega a empaparse de los oscuros dolores de los pueblos que amamos y por cuya liberación batallará mañana tu valiosa, fértil y resplandeciente poesía. Basta de estas palabras, aunque ellas te lleven tanto cariño nuestro. Hoy es día de fiesta, en tu corazón y en esta sala. Hoy ha nacido en una calle de Santiago, entre cuatro paredes chilenas un hijo tuyo. A tu mujer, la dulce Rosita Coronado le darás cuenta de nuestra ternura. Y para ti esta fiesta con flores de papel picado, cortadas por nosotros mismos, con guitarras y vino de otoño, con los nombres de algunos de los que en tu tierra veneramos, y con un fuego de amistad entre tu patria y la nuestra que tú has venido a encender, y que debe levantarse alto, entre la piedra y el cielo, para no apagarse nunca más. (14)
A propósito de estas palabras de Neruda, dice en 1972 en Madrid el humanista español Antonio Tovar, director del Instituto de Cultura Hispánica: ¿Cómo iba a escuchar nuestro amigo la llamada que le hacía en Santiago hace un cuarto de siglo Pablo Neruda, queriéndole ganar para que separara algo de tu bien henchido tesoro para tu pueblo, que es
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también el nuestro, recordándole que nuestra tierra austral es tan hermosa y tan dolorosa como toda la América nuestra? Famoso es con razón aquel poema escrito hace quizá veinte años con una sola mano, porque el poeta, lejos de su patria, pasa la mano por un mapa, a grande escala, del valle de Ubaté. Lo que el poeta tocó con sus dedos la lisa mies, la orquídea de repente, bajo mi mano se desliza un río lo ha glosado admirablemente Dámaso Alonso en su prólogo al libro en que apareció el poema, pero lo que no tocó (los guerrilleros, los implacables economistas del Peace Corpus o de la Entwicklungshilfe, los comunistas y demás apóstoles del tercer mundo, lo que queda del indio que reza a Jesucristo y es estudiado por antropólogos norteamericanos) es todo lo que no cabe en el optimismo de algún momento rubeniano. Por eso seguramente los versos de Eduardo Carranza se cortan, son unidades interrumpidas por una pausa fuerte al final, son afirmaciones cerradas, sin intentar continuarse con el encabalgamiento. Es una poesía de instantes, de belleza, de deslumbramientos, de recuerdos. Compuesta abriendo los ojos para no mirar más allá de lo visible y palpable en un momento de éxtasis. Por la poesía, por esa poesía voluntariosa, el cielo azul que todos vemos es cielo y es azul. Que no nos venga el desencantado poeta del siglo de oro a negarnos el que sea verdad tanta belleza. Lo que es al menos un instante, en este latido cuando el poeta mira al calendario o al reloj y fecha su poema: hoy 3 de mayo, o 20 de julio, o las 10 de la mañana. (15)
6.3 Carranza en Buenos Aires, 1948 Joaquín Piñeros Corpas, embajador de Colombia, hombre de letras colombiano y gran amigo del maestro, nos pone al tanto de su visita a la Argentina: El poeta Eduardo Carranza, en calidad de director de la Biblioteca Nacional de Colombia visitó a Buenos Aires en el mes de junio de 1948, para aceptar la invitación que le había formulado la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, entonces regida por Hugo Wast. La presencia de Carranza fue sobremanera afortunada en aquel crítico momento de la vida cultural argentina, porque tuvo un efecto catalizador entre los diferentes grupos que la política había dividido de manera tajante y al parecer irreconciliable. Tanto en la embajada como en mi residencia particular, en donde intelectuales peronistas y antiperonistas con frecuencia tenían la oportunidad de encontrarse con la garantía de no tener que aludir siquiera a sus graves diferencias políticas, Carranza pudo conversar con adalides literarios, artistas, periodistas y promotores de cultura, actuando como pionero de una generación lírica del norte de Suramérica y como el viajero anheloso de conocer la realidad de las letras argentinas, cuya expresión llegaba al exterior un poco nublada por los distorsionantes efectos de la lucha política. Por esta razón también Carranza fue invitado de honor de las organizaciones peronistas y de los más recalcitrantes círculos de oposición, sin que ello condujera a
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conflicto o compromiso que lo colocara en alguna forma como interviniendo en asuntos internos de la Argentina. Unos y otros querían oír al joven exponente de la poesía colombiana, al nuevo representante de los movimientos líricos que habían encumbrado los nombres de Rafael Pombo, José Asunción Silva y Guillermo Valencia, el primero de los cuales fue llamado “El más grande romántico de América”, por el crítico argentino don Calixto Oyuela. Carranza cumplió su cometido con gallardía. El éxito de su poesía fue impresionante. Los que en Bogotá consideraban por aquellos días que los piedracielistas se habían inspirado en las más recientes promociones poéticas de la Argentina, se hubieran quedado admirados con las declaraciones de Francisco Luis Bernárdez según las cuales la obra de Carranza y de sus compañeros de movimiento sonaban naturalmente a español nuevo y a eterna lírica castellana, pero con características propias e inconfundibles, tanto en lo esencial como en lo formal. El insigne maestro Enrique Larreta, se dolía de haber perdido un verso de un soneto de Carranza cuando este bajó el tono de la voz, y lo hizo repetir con vivo aplauso. Ignacio B. Anzoátegui, el inexorable comentarista de literatura hispanoamericana que acaba de escandalizar con su libro Vidas de muertos, manifestó que el colombiano le había sorprendido no sólo por la novísima obra que estaba divulgando en Buenos Aires sino por la increíble y persistente incomunicación entre el norte y el sur del Nuevo Mundo, lo cual había retardado diez años el conocimiento del piedracielismo bogotano en las regiones de El Plata. Conceptos semejantes se escucharon de labios de los vates argentinos Ricardo E. Molinari y Conrado Nalé Rexlo; de la chilena Marta Brunet, el peruano Xavier Abril, que por entonces vivían en Buenos Aires; siendo la más destacada y significativa, la opinión de Rafael Alberti, que frecuentaba fraternalmente la casa de los Piñeros, y para quien la visita de Carranza fue un hondo motivo de satisfacción literaria y personal. Mucho, en verdad, fue lo que dialogaron los autores de Marinero en tierra y Canciones para iniciar una fiesta. Pero como si la fortuna fuera poca, por las mismas fechas llegó Juan Ramón Jiménez a Buenos Aires. Juan Ramón que fue objeto de especiales atenciones por parte de la embajada de Colombia, dijo que inolvidable sería para él aquel gran día en que conoció el espléndido libro manuscrito e ilustrado por Elvira Martínez de Nieto con los textos de Platero y yo, trabajo de benedictinos y suma de primores propios de una delicada e inspirada miniaturista, y que abrazó a su desde siempre amigo Eduardo Carranza de quien tenía noticia no sólo por sus versos, sino por haberse constituido en un consciente mantenedor de las ilusiones líricas en los corazones de las nuevas generaciones colombianas. También tuvo Eduardo Carranza la ocasión de entrevistarse con el presidente de la república general Juan Domingo Perón, quien lo escuchó con especial deferencia, en relación con la situación de los escritores y artistas de toda América especialmente en la Argentina. Nos cuentan que en esta reunión, que tuvo una duración inusitada, predominó la franqueza. (2)
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7. LOS HERMANOS ESPAÑOLES Por venir a España haría cualquier cosa… Eduardo Carranza
En España se llegó a creer que Eduardo Carranza era un poeta español. Interesante tema que seguramente ha movido a fabricar diversas conjeturas en la mente de algunos lectores de la poesía carranciana. Los poemas iniciales de Carranza se podrían ubicar en cualquier jardín europeo (rosas, fuentes artificiales, señoritas suspirantes que no daban muestras de ser las damas ardientes latinoamericanas de piel oscura y cabello negro que soñaban fantasías, porque nada tenían que ver con las leyendas nacionales colombianas). Su poesía bien hubiera podido sugerir un escenario europeo, si exceptuamos las pocas veces que compuso versos de acento y temas folclóricos, sinónimos para él de los ambientes llaneros en que transcurrió su niñez. Pero, con el correr del tiempo y los viajes del poeta, los habitantes de su concepción poética van cambiando el color, la textura de su piel, el ambiente externo y la temperatura climática hasta que Carranza termina por situarse en la realidad geográfica y social de su patria. Se podrían citar claros ejemplos en el análisis de la poesía compuesta durante sus desplazamientos geográficos y sus “exilios”, como el que vivió y disfrutó en la república de España durante los siete años de su servicio diplomático. ¿Por qué Carranza es considerado en España, por algunos, como un poeta español? Él siempre estaba situado en primera fila entre los poetas hispanos, tanto en reuniones públicas como privadas; en la presentación de sus libros publicados en España su nombre figuraba a menudo en los medios y su figura bien conocida aparecía en eventos culturales donde frecuentemente se destacaba como conferencista, profesor, poeta o representante diplomático. Sus discursos eran alabados, sus poemas, citados y recitados y, para sus amigos españoles, el colombiano siempre fue “uno de los nuestros”. Los amigos ibéricos amaban y respetaban al maestro Carranza, así como el maestro Carranza veneró y acató siempre a los hombres importantes de las letras peninsulares: Respeto y reconocimiento “para la figura cimera de la inteligencia española de don Pedro Laín Entralgo” de quien obtuvo siempre apoyo y colaboración, como se puede observar en su correspondencia, en la que
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comentan sobre diferentes tópicos como sus encuentros en Bogotá; sus mutuas solicitudes: Laín le pide a Carranza enviarle sus libros para colocarlos en la Sala Colombia de Pueblos Hispánicos de Madrid y, a su vez, Laín ofrece enviarle también sus propios libros para la Biblioteca Nacional de Colombia; Laín ofrece a Carranza darle apoyo para su futura publicación de una antología de poesía en el Instituto de Cultura Hispánica; Laín le anuncia por carta la llegada a Bogotá de Luis Rosales y Leopoldo Panero, sus grandes amigos. Sobre el mismo tema, me decía el poeta Carranza: Cuando llegué a España, 1951, ascendía al poder cultural una nueva oleada de contemporáneos: Joaquín Ruiz Jiménez, ministro de Educación; Antonio Tovar, rector de Salamanca; Torcuato Fernández Miranda, director de universidades; Sintes Obrador, director de Archivos y Bibliotecas; Sánchez Bella, director de Cultura Hispánica y Pedro Laín, rector magnífico de Madrid. (1)
Luego, “de la mente siempre joven de Eduardo Carranza”, según Laín Entralgo, siguen fluyendo los recuerdos de grandes hombres de letras y sus amigos españoles: Antonio Tovar, rector magnífico de Salamanca, a quien tuve la suerte de encontrarle y contraer su entrañable amistad, es una de las personas más nobles, sabias y puras con que haya tropezado en mi vida; el sobrecogedor poeta Leopoldo Panero, mi más grande amigo en España; Luis Rosales, mi amigo-hermano; Dionisio Ridruejo, soldado, poeta y político; José María Souvirón, Carlos de Lara, el pintor genial que ilustró mi libro El olvidado y tuvo muerte juvenil a los treinta y dos años. Y mi llegada al círculo de los grandes de España, a quienes conocí en 1951. Yo entré allí del brazo de Antonio Tovar y de Leopoldo Panero. Me recibieron como par entre pares. Y llegué a ser uno de los capitanes del grupo. Que eso era exactamente: un grupo. Nos reuníamos en un restaurante-taberna llamado: El Cuatro, casi semanalmente a conversar, comer y beber vino de Valdepeñas. Ahora entiendo que el grupo tuvo entonces en Madrid una significación orgullosa y un poco insolente. Nos reuníamos otras veces en mi casa.
Antonio Tovar, dos años menor que Carranza, fue descrito así por Carranza: Pertenece a la Real Academia Española y es un completo humanista, uno de los más grandes helenistas y filólogos de Europa. Se le deben las más cuidadosas ediciones de los clásicos griegos y latinos, con textos
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bilingües, notas y estudios. Historiador, lingüista, crítico literario, ensayista. Lo conocí en 1948 mientras era profesor de la universidad de Buenos Aires. En la Argentina había estudiado por largo tiempo las lenguas guaraníes. Durante cinco años, 1951 a 1956, Antonio Tovar fue rector de la Universidad de Salamanca. Enfrentado, junto con Dionisio Ridruejo y Pedro Laín, al régimen político que contribuyeron a fundar, Tovar vive ahora fuera de España largas temporadas como catedrático en Illinois, EE. UU., y en Tubinga, Alemania. Y ejerce también la crítica literaria en la Gaceta Ilustrada. Era además, un pianista de extremada delicadeza y sensibilidad. Nunca podré olvidar su magistral Beethoven oído en su casa de Salamanca en la alta noche de Castilla. (2)
La amistad de Tovar dejó una de las mayores huellas fraternales en tarjetas, cartas, comentarios sobre Canciones para iniciar una fiesta y el prólogo para Azul de ti en 1952, a más de su importante estudio literario sobre Los pasos cantados, en Madrid, 1973. Por las cartas del maestro español a Eduardo Carranza del Catálogo de la sección “Cartas de amigos” de su archivo personal, compiladas en 2006 por el investigador histórico Jerónimo Carranza, nieto del poeta, (15) entendemos que los dos grandes hombres no solamente fueron amigos sino confidentes. En ellas se presiente el desengaño de Tovar por la política española, política que él y sus amigos intelectuales habían llevado al poder; el desbordamiento en España del Opus Dei y el temor de que este movimiento pudiera llegar a apoderarse de la Universidad; la ventaja que había tomado el diario ABC, y sus reflexiones personales sobre el tedio con que acogía las presentaciones académicas. Propone al poeta colombiano temas de trabajos en conjunto, intercambio de sus libros… Y, como buen amigo, entrega cumplidamente a la Biblioteca de la Universidad de Illinois, los libros autografiados que Carranza le había enviado. Demuestra su amor a Colombia, a donde había viajado en varias oportunidades; su especial visita a Bogotá en compañía de Leopoldo Panero y Luis Rosales y la importante reunión de Academias de la Lengua en Cartagena. Una gran dimensión humana denota su correspondencia: de clara nostalgia cuando hojea el Diccionario del Instituto Caro y Cuervo. Palabras de franco desaliento durante su vida en Alemania, alejado de su familia durante sus años en la universidad alemana como profesor en Tubingia donde estaba estudiando en esa época el segundo hijo del poeta, Ramiro Carranza. Y comentarios sobre la matanza que ensombreció las olimpiadas de Múnich.
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Cuando llega el momento de su jubilación en Alemania, con honores y condecorado con el premio Goethe, le comenta el asedio de los medios y confía al poeta sus temores, sus sueños, e inclusive sus planes para la vida futura de regresar a Madrid y reunirse con su esposa y con sus hijos. Una correspondencia tan nutrida como la de Antonio Tovar a Carranza no puede ser nunca unilateral. Desgraciadamente todavía no ha sido posible obtener copias de las cartas enviadas por el poeta al pensador español. Este gran amigo y confidente, curiosamente muere también, como Eduardo Carranza, en 1985. 7.1 Diplomático en España, 1951-1958 Durante estos siete años de su permanencia en Madrid, como consejero cultural de la Embajada de Colombia en España, Carranza participa en congresos en Madrid, Segovia y Santiago de Compostela; ofrece lecturas de su poesía en Huelva, Murcia, Oviedo y en la Universidad de Salamanca; dicta conferencias en Madrid, Barcelona, Tenerife, Alcalá de Henares, Valladolid, Toledo y Burgos, y recibe la Medalla de Honor de Cultura Hispánica, la Gran Cruz de Isabel la Católica y la condecoración Alfonso el Sabio, que le concede el gobierno español. Pero de todos los honores de esta época, lo que marcó el culmen en su carrera profesional y vital, según sus propias palabras, fue la lectura de su poesía realizada en el Patio de los Leones de la Alhambra y que él recordaba siempre con orgullo: Una cosa de esas increíbles que me trae mi lucero azul es haber leído mi poesía en el Patio de los Leones de la Alhambra granadina (¡hay fotos!, decía entusiasmado). Se incorporó mi actuación a los actos del II Festival de Música de Granada hoy prestigioso en todo Europa. En los días anteriores habían actuado en el Patio de los Arrayanes, el que tiene un estanque, Nicanor Zabaleta con su arpa y Andrés Segovia con su guitarra. El sueño de Granada y las fuentes de Granada, y los jardines enardecidos de Granada los tengo evocados en mi poema Alhambra. (1)
7.2 Poesía escrita o publicada en España En 1952 la Acción Cultural Iberoamericana edita en Salamanca su libro Azul de ti -Sonetos sentimentales-.
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En 1953 Ediciones Cultura Hispánica publica la segunda edición del libro de Eduardo Carranza, Canciones para iniciar una fiesta. En 1957 escribe y publica en España El olvidado y Alhambra, prologado por Dámaso Alonso con su estudio monumental: “Lo sensorial, lo temporal y lo permanente en la poesía de Eduardo Carranza”; este libro inaugura su segunda época poética, en la cual los críticos comienzan a encontrar un sabor de pesimismo que desemboca perfectamente definido en la amargura que destilará su siguiente libro de poemas. En 1967 la Editora Nacional de España publica algunos textos de prosa heroica de Carranza, en La poesía del heroísmo y la esperanza. En 1973 se publica en Madrid la primera edición de Los pasos cantados (El corazón escrito), en Ediciones Cultura Hispánica, debida al empeño del humanista español Antonio Tovar, director del Instituto Español de Cultura en ese tiempo. En 1973 también publica en Bogotá con el Colegio Máximo de las Academias de Colombia, Los días que ahora son sueños, dedicado a su amiga catalana, Jacqueline Foret. El poeta dice en su epígrafe: “Este es un libro -o si se quiere, un poema- reiterativo, como son reiterativos los cuentos y las canciones de la niñez, los sueños y los recuerdos de la infancia y los latidos de nuestro corazón”. Y en 1978 el Centro Iberoamericano de Cooperación publica en Madrid Hablar soñando, en el que se incluyen: Hablar soñando y otras alucinaciones, El insomne, Epístola mortal y otras soledades. N. de la A.: Los pasos cantados, también es una edición colombiana del Instituto Colombiano de Cultura, 1975, que incluye además Ellas, los días y las nubes, Hablar soñando y otras alucinaciones, El insomne y Epístola mortal y otras soledades. Los pasos cantados ha obtenido excelentes ediciones y su nombre sigue actual: la nieta del poeta Eduardo Carranza, Melibea, publicó con el grupo Editorial Norma; Bogotá, 2007, una antología bajo el título fresco e ingenioso de Los pasos contados.
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8. LA PALABRA POÉTICA Quizá mi gran tema, mi tema casi obsesionante ha sido el de la amorosa melancolía, el de la nostalgia, con el cual el poeta toca la esencial raíz del lenguaje como constancia de la memoria, como testimonio del yo, frente a la fugacidad de nuestras vidas y de las cosas que las rodean. Recordar significa volver a pasar las cosas por el corazón. La palabra poética hecha añoranza elegíaca quiere detener lo que una vez formó parte de nuestro corazón, lo que ha sido en nosotros experiencia única, intransferible, irrepetible. En esta forma la palabra poética se enfrenta con el tiempo y con la muerte. Es, a la vez, hija y vengadora del tiempo. Eduardo Carranza
En el invierno prematuro de los sesenta años a donde lo habían conducido su estilo de vida y su gusto por el vino, se abrió para Eduardo Carranza una breve pausa final, una brecha que dejaría pasar ese chorro de luz que hoy sigue iluminando a sus lectores, jóvenes o viejos, ese período lo he querido nominar como su tercera época poética -1973 a 1975-, siguiendo la definición cronológica de Joaquín Piñeros Corpas: primera época de 1935 a 1955, y segunda época hasta 1973. Y después de ese brote de energía creadora en la que recogió la cosecha de sus dos últimos libros, Hablar soñando y otras alucinaciones y Epístola mortal y otras soledades, el poeta Carranza quiebra su lira y se cubre la cabeza de cenizas en el penúltimo de sus poemas: Hablando solo. Para un escritor como Eduardo Carranza, su palabra poética no es uno de los elementos más valiosos, sino el más valioso de su vida, la llave milagrosa por donde se le escapa el alma. Por su intermedio el poeta vuelca el sentimiento y éste, que parecía estar viviendo en su etapa final, era un sentimiento de integración personal: el fenómeno de la unión del hombre con su intelecto, con la utopía de su propia emotividad. La fusión del yo romántico con el tú íntimo, en la que logra experimentar la liberación de su propia soledad. Podríamos añadir que Carranza se convierte en el ejemplo viviente de la concepción de Carpentier sobre el amor romántico, que no ama a una persona sino a un ideal, a un deseo personificado, y a una proyección de su propio ser. La poesía amorosa de Carranza fue en gran parte concebida bajo la mirada velada por las largas pestañas y las ojeras lánguidas de la catalana Jacqueline Foret, cuya fotografía se reflejaba en la luna del viejo armario del poeta.
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8.1 Soledad creativa Dichoso el que del mundo se resguarda sin odio. Goethe
Otro rayo talvez lo habría iluminado al final: el conocimiento metafísico de la verdad humana, el abandono existencial. María Mercedes lo define así: Ya no existen ni la mujer, ni la naturaleza, sólo él, sus muertos y sus recuerdos. Éstos le sirven para plantearse el desengaño esencial frente a la destrucción inevitable del tiempo y de la muerte. (3)
Para Carranza la vida cotidiana es tan ajena a la realidad como también lo es su obra poética. Y su vida cotidiana muchas veces debió haber sido un sueño de terror, de pesadilla, de la angustia y abandono a que lo condujeron diversas circunstancias que talvez ni siquiera él mismo conocía. No sabemos si el poeta buscó la soledad para resguardarse a sí mismo de las inclemencias del mundo, ni si la soledad quedaba anulada dentro de los horizontes cálidos de la amistad. Como un solitario, logró conservar intacto su espíritu para donarlo a sus lectores y a los pocos privilegiados que permanecieron a su lado, como su fiel amigo de siempre, Ernesto Martínez Capella, a quien dedica su poema El poeta pregunta por su vida. En su sexto decenio, unas veces se creía solo y abandonado. Otras, rezumaba optimismo, se sentía requerido, acompañado por sus amigos y admiradores que anhelaban conocerlo y compartir el hálito de espiritualidad que se desprendía de su presencia. Pero en el fondo de su intimidad, siempre estaba latente el abismo solitario del artista. Aquel, en el cual su única compañera leal había sido Poesía. 8.2 Carranza, ¿un neorromántico? El poeta insolente, el piedracielista que en su juventud despreciara a tantos románticos colombianos acatados como poetas mayores a principios del siglo XX, llegó a ser, según su propia definición en 1969, un poeta neorromántico. Un poeta de inspiración, ese concepto tan vago y difícil de definir, que ha dado lugar a controversias académicas. El espíritu dionisíaco y báquico de Carranza se pronuncia empujado por la inspiración, que cuando
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brota, llega con la fuerza abrumadora de las cascadas de tierra caliente, según sus propias palabras. A pesar de catalogarse como platónico, Carranza se mueve a través del instinto sensible, como todo gran romántico. En su obra pues, no existe para nada un equilibrio clásico emocional al estilo de Valencia. En ésta, su tercera época, la inspiración hace estallar su corazón, expresión, que aunque parece un lugar común, no es exagerada. El poeta se desangra, muere un poco, enferma en el sentido literal de la palabra: Soy incurablemente sentimental, sensible, sensitivo. Cuando compongo poesía entro en un estado de enajenamiento, un estado febril.
La melancolía, tan recurrente en la obra carranciana anterior y que se ha llegado a identificar con Carranza-melancolía, había quedado desterrada en el primer libro de la tercera época, Hablar soñando y otras alucinaciones para transformarse en una emoción erótica desbordada. En su último libro, Epístola mortal y otras soledades, retoma la melancolía con sus significados de ausencia, soledad, desamparo y nostalgia. El poeta romántico transmite a través de su obra una experimentación afectiva, que se puede alinear dentro de cualquiera de las categorías de su vida emocional subjetiva: tristeza, esperanza; miedo, alegría. Porque sus funciones emocionales corresponden a la expresión de hechos derivados de su vida síquica, tanto intelectual como afectiva. La sinrazón del romántico aparece en la obra de Carranza. La emoción lucha y vence a la razón, a pesar de que se exprese siempre sobre bases de lenguaje racional y se mueva dentro de una melodía ideal a más de una gran armonía verbal. Su emoción se convierte en un motor propulsor de energía. Pero esta emoción no nos llega de un modo directo, sino por medio de representaciones que según su matiz logran crear el grado vital de sentimiento que el poeta desea. Carranza anula la complicación y la traduce en imágenes apenas sugeridas, que exigen del lector un esfuerzo para descifrarlas. En este arte o artificio Carranza es maestro. Según Mallarmé, la poesía pinta no la cosa, sino el efecto que ésta produce. Con el romanticismo, libertad en el arte, el interés del objeto se desplaza al sujeto y así comienza a escucharse la emoción poética, la voz del sentimiento. La poesía romántica se convierte en la impresión que el poema logra transmitir. (16)
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Si se ha rotulado a Carranza dentro de la escuela romántica, es debido a su lirismo, a su personalización subjetiva, a su imaginación y al peso que la naturaleza ejerce sobre el dominio de la forma. Carranza no trata de liberarse del lenguaje racional, ni recurre tampoco a las “corrientes de conciencia” ni al “creacionismo” vanguardista, ni mucho menos utiliza formas sintácticas irregulares, ni trabaja con gramática ni léxico rebuscados. Carranza es un neorromántico de cantar llano y transparente. 8.3 El poeta del paisaje colombiano Se ha dicho que Antonio Machado es el poeta del paisaje castellano. ¿Hasta qué punto podríamos apoyar a Dámaso Alonso en su afirmación de que Eduardo Carranza es el poeta del paisaje colombiano? Carranza es un producto humano típicamente tropical. Por eso el trópico invade y anega a su poesía. Sus páginas se han reconocido siempre por su luminosidad, no sólo de la luz solar sino por el brillo natural que destellan las cosas por sí mismas. Sus ambientes son de campo abierto, sin claro-oscuro, ni bodegones, ni atmósferas entre paredes, a excepción de las paredes de su hogar solitario. En sus poemas tropicales: Madrigal con un río, Tierra-mujer, Galope súbito, Galerón y Madrigal de tierra caliente, el tema se encuentra literalmente saturado de toda la pujanza vital de los ambientes tropicales que contienen las selvas colombianas y los llanos orientales. En ellos prima el elemento natural hasta el punto de que lo ultraterrestre se convierte en terrenal. Pero esta naturaleza no es el elemento idílico de Isaacs, por ejemplo, de la paz horaciana, sino que se deriva de aquella del trópico, bochornosa y enervante, donde Carranza desarrolló sus primeros años de vida. Sus poemas tórridos contienen toda la carga de emoción salvaje que les transmite el poeta a través de los elementos naturales de fauna y flora colombiana, que como hombre ha recibido en la simbiosis con su paisaje autóctono. Es el resumen del sentimiento telúrico de Eduardo Carranza, hombre llanero, poeta romántico americanista de su tierra colombiana, virgilianista de un propósito excitante, desenfrenado y fecundo. Dice el poeta:
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En mi poesía hay un aroma, una respiración del paisaje, de la tierra tropical, una secreta circulación sanguínea. No solamente es la acumulación de elementos decorativos como pescados, árboles, pájaros y flores, es mi sangre la que corre por mis poemas. (1)
Todos sus paisajes encierran una línea temática similar sobre el amor cantado en tonalidades exuberantes de sabor folclórico. En la poesía de su tercera época el elemento europeizado español se encuentra totalmente desterrado. Carranza se había logrado colocar sólidamente dentro de los límites naturales de su realidad geográfica autóctona. No podemos predecir el rumbo que esta tendencia hubiera tomado si el poeta hubiera vuelto a escribir tras los viajes a España de sus últimos años de vida: 1981, 1982 y 1983. 8.4 “El eros carranciano” El crítico español Gaspar Gómez de la Serna escribió en 1973 un luminoso ensayo en donde glosa, especialmente, el aspecto erótico (el eros carranciano) de mi poesía. Allí deslinda y sitúa a la mujer en mi mundo poético y en otros mundos. Eduardo Carranza
María Mercedes Carranza, ilustrando sus aseveraciones con abundantes razones, califica a la poesía de Hablar soñando y otras alucinaciones, como altamente erótica: Éste es también un libro de amor y aunque la relación mujernaturaleza subsiste, no se empeña como antes en descripciones. La adolescente es ya una mujer madura: aparece como tema el amor físico y abundan las alusiones de carácter erótico. El amor no es ahora la admiración deslumbrada por la mujer, éste le sirve para expresar sus preocupaciones sobre el paso del tiempo y sobre la muerte. (...) Si, como se anotó a propósito de El olvidado y Alhambra, comienza a aparecer el yo en los poemas, en este libro se adueña por completo de la escena. Y es un yo enamorado e incluso ilusionado. (...) La idea amorosa que predomina en este libro parece ser la de que se vivió la vida únicamente para llegar a ese instante de amor, que todo conducía a ese amor presentido e inevitable. (3)
Sobre el mismo tema, había dicho Eduardo Guzmán Esponda en su discurso de recepción a Carranza en la Academia Colombiana de la Lengua, en 1958: Ante todo, Carranza, como se lo han dicho en crítica formal, es un poeta de amor por las buenas, según la expresión de Dámaso Alonso,
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en el conceptuoso y penetrante preámbulo al volumen aparecido bajo el nombre de El olvidado y Alhambra. Y a pesar de ser eso, poeta de amor, a las veces tremante de sensualidad y de intensidad, nunca desaparecen los matices de amor-ternura, yo creo el más difícil de transcribir, el más noble de alcanzar. (17)
El español Gaspar Gómez de la Serna afirma en 1973: Se trata de un erotismo enriquecido por la levadura del espíritu, en el que la sensualidad se cubre de sentido, se matiza y se glorifica, justificando y exaltando la condición humana -no pura biología- de la que procede.
Y el propio poeta, corrobora la base de todas estas opiniones en sus declaraciones al periodista español Julián Cortés Canavillas: Pienso que, como a tantos les sucede, en mí hay varios Eduardos, a veces integrados melodiosamente, y a veces guerreros y polémicos, dentro de mi corazón. El Eduardo que más me gusta es el que he visto reflejado tiernamente en algunas ocasiones en los ojos del amor y de la amistad. -¿Cuál es para ti el colmo de la felicidad? -Conseguir por algunos instantes la comunicación absoluta con otro ser humano, es decir, lograr en un plano terrenal lo que alcanzaron los místicos en el éxtasis. (18)
8.5 El canto del cisne En su libro Epístola mortal y otras soledades, Carranza logra superar la relación yo-tú en que se ha movido anteriormente, y casi con exclusividad durante las pasadas etapas de su vida poética. Después de haber llegado al fondo de su propia naturaleza en Hablar soñando y otras alucinaciones encuentra, tal vez con un sentimiento de sobresalto, que lo ultraterreno ya llega cantando con notas plañideras, tan diferentes a las anteriores saturadas de ensueño poético: Tenía en mí fijos los ojos con un silencio parecido a la muerte como imagino que la muerte ha de callar.
Solamente es en sus sesenta años cuando el poeta alcanza momentos de extremo patetismo, cobra conciencia y se enfrenta con la pérdida de su identidad poética para encontrar un concepto nuevo de integración
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con la realidad dolorosa de la muerte. Ahora, desde el abismo profundo de los cóndores, vislumbra el horizonte de su soledad, una soledad de donde se encuentra excluido el elemento religioso y que se orienta hacia el sentimiento de la amistad. Carranza dedica su poema Epístola mortal a uno de sus grandes amigos, Leopoldo Panero, a quien confía sus sentimientos sombríos y sus pensamientos tenebrosos. Su soledad se neutraliza ante la protección amistosa. Ahora es una elegía integral, una reflexión profunda sobre su propio final. Es la toma de conciencia ante el recuerdo presentido de la muerte, el grito angustiado de quien la siente acercarse “galopando sobre su caballo muerto”. Sin embargo, a pesar de esos rasgos de enfrentamiento directo con el final, no se muestra conforme con su sombra. Dominado, como siempre por su espíritu joven, sigue incesante tratando de labrar en la roca de la vida un escape a su pujante interioridad. Por eso nuestro poeta no se puede incluir nunca dentro del grupo de los cantores solitarios, que van apesadumbrados en procesión de penitentes por las calles de la literatura en pos de Jorge Manrique. Carranza no acepta la muerte y repudia tácitamente la soledad y el sufrimiento. En la Epístola mortal, su poema máximo, su despedida al mundo, su elegía de soledad total, los acentos del maestro no destilan sentimientos de angustia. Pero tampoco exhalan la serenidad de Horacio ni la tranquilidad de Fray Luis, ni aun los resonantes ecos repetitivos de Herrera o de Boscán. Él alcanza su serenidad cuando logra anular sus inquietudes. El poeta, al comprobar que todo ha muerto a su alrededor, pierde los motivos de avidez humana y logra una aceptación ante lo inevitable de la muerte. Así, quedan desterrados de su poesía todos los sentimientos de emoción terrena. Queda el arte puro despojado de la falsedad que engendra la fantasía de los poetas. Pero parece que Carranza se sorprende ante el encuentro con la madurez al llegar a la cima, y reconoce que todos los que lo acompañaron, han quedado atrás. El recuerdo de lo cotidiano ha perdido significado, las cosas ya están desvalorizadas, envejecidas, desprovistas de contenido histórico, como páginas de revista pasada de moda. Todo se mueve dentro de un panorama de ruinas, escombros, derrumbes, naufragios, cenizas que lo hacen repetir entre campanadas de duelo:
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Todos estamos muertos, muertos, muertos: (…) Nadie nos llora, nadie nos recuerda.
Es el instante de su vida de poeta y de hombre en el que se siente ya recorriendo el camino del regreso. Bajando la montaña al son de su réquiem de amargura. Regresando de enterrar a su tú poético acompañante, consolante, vivificador. El canto del cisne había comenzado a clavar sus lancetazos mortales. El maestro sintió que había alcanzado ya el umbral del reino de los muertos cuando se produjo su último milagro, este poema que lo colocaría en el pináculo de su gloria para la eternidad.
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9. SU ÚLTIMA ETAPA Una inmensa alegría y satisfacción personal significó para el poeta Carranza la publicación de mi libro Gran reportaje a Eduardo Carranza, presentado en octubre de 1978 ante un nutrido grupo de amigos y admiradores convocado por Eduardo Mendoza Varela en el Instituto de Cultura Hispánica de Bogotá. El maestro se mostraba radiante aunque, como siempre, poseído de esa seriedad circunspecta que lo caracterizaba en sus apariciones en público. Y recibió con agradecimiento las palabras de presentación de su gran amigo el poeta piedracielista Gerardo Valencia. Con emoción visible, Carranza tomó de mis manos el libro, y con orgullo lo mostró a su público. Acto seguido declamó algunas poesías de su obra y procedió a tomar asiento de nuevo en la mesa del escenario donde nos encontrábamos el doctor Belisario Betancur, el poeta piedracielista Gerardo Valencia, el director del Instituto Caro y Cuervo don Rafael Torres Quintero, el presidente de la Fundación Universidad de América don Jaime Posada y el director del Instituto de Cultura Hispánica de Bogotá, don Eduardo Mendoza Varela; y yo. La ceremonia de presentación del Gran reportaje a Eduardo Carranza, en 1978, fue la última ocasión en que departí con el maestro. En 1981, viajé a Alemania donde permanecí por espacio de casi veinte años. La vida de Carranza continuó transcurriendo tal como había sido siempre; sus amigos y su familia lo rodeaban con cariño y el país le ofrendaba sus mejores laureles: en 1977, la Orden Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro; en 1981, nombramiento del gobierno español como miembro del consejo superior del Instituto de Cooperación Iberoamericana y del consejo asesor para la celebración del V Centenario del descubrimiento de América. En 1982 clausuró el VI Congreso Mundial de Poesía en Madrid y ofreció en el Ateneo de la misma ciudad, una lectura de su último libro publicado en España, Hablar soñando, ante la Asociación de Escritores y Artistas Españoles. 9.1 Recital del poeta Eduardo Carranza, Los pasos cantados El momento más alto, solemne y hermoso de mi vida. Eduardo Carranza
Belisario Betancur, presidente de la República, invitó al poeta Eduardo Carranza, a leer su obra en un acto privado en el palacio presidencial. Belisario
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Betancur fue un personaje vital en la vida e historia del maestro Carranza, no sólo como su gran amigo, compañero de letras, mecenas y protector, sino porque su figura de hermano estuvo siempre amparando su destino y brindándole seguridad y confianza en todo momento. Este recital marcó la plenitud del reconocimiento a la persona de Eduardo Carranza y su obra poética. El país, el pueblo de Colombia y la cultura colombiana, representados en la voz y la figura de su presidente, le ofrecieron una cordial bienvenida. Saludo de Belisario Betancur Queridos amigos, maestro Eduardo Carranza: La presencia de Eduardo Carranza honra esta Casa de Nariño como honra también a ésa más vasta mansión que él ha amado y cantado, a la que llamamos Colombia. Por adormecedora, por falazmente misericordiosa que a veces aparezca, debemos negarnos a la consolación de la estolidez, y el que se haya repetido en tantos otros países, no nos absuelve de esa infracción, consistente en habernos avergonzado de la palabra patria y del concepto de patria. Habernos sentido públicamente incómodos ante los colores de una bandera, sordos y sórdidos ante la música de un himno o los nombres y pronombres de gentes que formaron, y humanamente en ocasiones, malformaron lo que es hoy nuestro país. Cuando se daba por sentado, con candidez o conformismo, que aquellas eran niñerías o resacas de impostura o de la mala fe, Eduardo nos hablaba de Colombia con vehemencia, con entereza, con toda la tremenda energía florecida de su corazón y de su inteligencia. Una palabra tricolor llenó de luna su garganta, de delirio su corazón. Y la palabra tricolor, tres veces repetida, ha permeado siempre gota a gota el tuétano de su existencia y ha dado los tonos más solemnes y más tiernos a esa canción maravillosamente dilatada que es la poesía de Eduardo Carranza. Cómo referirme a otra característica que filia su obra, fundamental a mi entender, como es la generosidad. No quiero hacer remembranzas ni mucho menos añoranzas ahora impertinentes de mi propia vida, pero sospecho que a semejanza de lo que a mí me ha sucedido, son dos o tres las generaciones de colombianos que, como en obedecimiento a un imperativo, a un llamado procedente de la esencia de la textura poética, han compartido los versos o los poemas de Eduardo, en las instancias más fervorosas o más dolorosas o más amorosas de nuestras amistades o de nuestro afectos. Los poetas, o al menos los grandes, penetran estentóreamente o con callados pies en nuestra intimidad pero no todos tienen la virtud de invitarnos a compartirlos, a trasmitir con urgencia la efusión que su lectura nos produjo, a no quedarnos con su embrujo o con su cadencia; y es que la generosidad del hombre y de la obra a todos nos hace generosos, nos dota de una magnificencia, de una munificencia que anula transitoria pero esplendorosamente nuestros duros egoísmos,
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nuestras pequeñas codicias, nuestras silenciosas o turbulentas jactancias. Eduardo Carranza se ha entregado con esplendidez y sin restricciones en su poesía y esa misma poesía invita a dar, a repartir una fricción que nos colma y nos rebosa. Los hombres todos, creemos haber disfrutado de esos años para ser joven, para haberlo sido cuando Dios lo quiso, según la palabra de don Antonio Machado. Tal vez sea una ilusión, piadosa es cierto, y desde luego necesaria, pues la juventud no es sólo una circunstancia cronológica sino un don por una parte, y por la otra, un empeño del alma, un temple esforzado y valeroso cuyo ejercicio se asemeja al sentido romano de la palabra virtud. También en esto es la vida y la poesía de Eduardo Carranza, una pedagogía de inapreciables lecciones, hay un recinto que Keats ha llamado desoladamente “la ropavejería del alma”, un lugar también legítimamente poético pero al que Eduardo no ha querido acceder y sobre cuyas miserias y horrores ha guardado un silencio pudoroso y estoico. La melancolía de algunos de sus poemas últimos, es la melancolía del adolescente y hay un ingrediente de heroísmo en esa alquitarada e inteligente preservación de lo que para el común de los hombres es por definición, fugaz. Hace unos días, requerido por mí para una instancia que declinó con su reiterada paráfrasis “Todo nos llega tarde, hasta la vida…”, le pregunté ensoñadoramente cómo resonarían en esta casa de Nariño sus poemas. Ahora vamos a saberlo. Queridos amigos: nada me complace tanto como estropear su verso inolvidable y decir jubilosamente “¡Tanta belleza es verdad!”, al cambiar el fue por el es, como tendremos ahora el privilegio de verificarlo, al escuchar al poeta Eduardo Carranza. Muchas gracias.
Respuesta de Eduardo Carranza Señor presidente, qué digo, querido príncipe. Déjame nombrarte una vez más esta tarde, con la hermosa palabra casi romana: príncipe natural, príncipe nacional. En primer lugar gracias, con todo el corazón agolpado en la voz. Soy absolutamente consciente de que vivo ahora el momento más alto solemne y hermoso de mi vida, en este sitio sagrado, en donde se te ha fiado en lo más alto de la patria, la custodia de la bandera. No sé si lo haya merecido, si merezca tanto honor y tanta dignidad como cae hoy sobre mi corazón encanecido, sobre mi vida tiempo abajo, pero todavía con una rosa de fuego entre los dedos. Si lo haya merecido por haber alzado en medio del camino de la muerte, la bandera de la vida, de la esperanza, del amor, de la ilusión juvenil. Por haber soñado los más altos sueños nacionales, sueños que hoy veo encarnados en ti, mis sueños juveniles, mis sueños nacionales, los sueños de quien sólo quiso ser un soldado de Bolívar y como alguna vez lo dije ante ti, un lejano alumno de Platón en esta época de la náusea, un caballero, un escudero del caballero Garcilaso en esta época sin caballería, de quien quiso ser algo así como don Quijote, algo como un motín unipersonal hacia la ilusión, hacia el amor, hacia la esperanza, hacia la justicia. Y es que donde no hay rapsodas, centinelas de la luz como tú y como yo,
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que esperan el amanecer y lo esperan cantando, no hay política, ni polis, y donde no hay canciones de recuerdo y esperanza ni de vaticinio y profecía, tampoco hay política ni hay polis, ni hay finalmente, patria. Gracias querido príncipe porque a los pueblos, ya lo oímos alguna vez en palabras de un joven héroe español, a los pueblos no los han movido nunca sino los poetas. Gracias por haber fundado esta nueva esperanza nacional, por ser el capitán y fundador de la nueva esperanza nacional. Y lo dice quien nunca supo separar en su bandera el rojo del azul porque la bandera, mi bandera, circuló siempre por mi sangre, por mis sueños y por mi esperanza, como un beso por la sangre íntegra, como un beso por la sangre de un enamorado. Gracias. (19)
9.2 Hasta la muerte… y más allá En su viaje a España de 1983, Carranza dictó en Bilbao una conferencia sobre Simón Bolívar por invitación del presidente del país vasco y asistió en Oviedo a la entrega del premio Príncipe de Asturias a Belisario Betancur. De nuevo en Colombia, recibió un homenaje de su tierra natal, Villavicencio, y fue condecorado con la medalla El Centauro de Oro. Viajó a Caracas invitado por el Gobierno venezolano y dictó conferencias en el Ateneo de Caracas y en la Casa Bello. Desde 1981 hasta vísperas de su muerte, el poeta había realizado varios viajes para llevar su poesía y su presencia representativa de la cultura literaria colombiana a España, Marruecos, Venezuela y, en misión diplomática a Chile y Argentina en calidad de embajador volante del Gobierno colombiano, a partir de 1984. Como embajador itinerante del Gobierno del presidente Belisario Betancur, el maestro Eduardo Carranza había llegado a Europa en misión cultural para clausurar el VII Congreso Mundial de Poetas celebrado en Marraquech. Al finalizar esta reunión, que contó con la asistencia de Jorge Luis Borges y Sédar Senghor, Carranza viajó a pasar el fin de semana en Segovia, su ciudad amada y de obligada visita cuando se encontraba en España. Y allí, precisamente, sufrió un derrame cerebral con pérdida de riego sanguíneo en determinadas zonas del cerebro, y fue hospitalizado en una clínica de Segovia. El poeta recriminó, con humor, a su ciudad preferida “¿Cómo me ha podido suceder esto precisamente en mi Segovia?”. Más tarde fue trasladado a Madrid para ser atendido por un equipo de neurocirujanos en el centro hospitalario Puerta de hierro donde se reunió con su hija, María Mercedes Carranza, quien había llegado a acompañarlo procedente de París. La agencia de noticias EFE, de quien Carranza fue
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su corresponsal cultural en España, dijo que aunque el poeta manifiesta su deseo de “ver gente amiga”, los médicos le han prohibido las visitas. Si la evolución de la enfermedad continúa un curso normal, Carranza podría ser trasladado a Colombia dentro de unos días (El País, Madrid, octubre 18 de1988). Eduardo Carranza alcanzó a regresar a Colombia, cumpliendo su deseo de por vida: morir en el suelo de su patria. El deseo se concede, y el maestro muere en Bogotá rodeado de sus hijos y de sus buenos amigos. El país se conmociona ante el deceso del poeta colombiano, reconocido como uno de los mayores valores literarios de habla hispana. Cuando se precipitaba el final, en enero 21 de 1985, siendo yo cónsul de Colombia en Múnich, recibí la noticia fatal de parte del señor presidente Belisario Betancur, quien me envió esta nota al Consulado como posdata de una comunicación en el año nuevo del 85: “P. D. Publicaron en El Espectador apartes de las bellas páginas sobre nuestro agonizante amigo el Maestro Carranza”. El poeta Eduardo Carranza muere el 13 de febrero de 1985. Eduardo Carranza fue sepultado en el pequeño cementerio de la villa de Sopó al lado de Mercedes, su madre. Y los ángeles de la capilla de la aldea colonial, tan celebrados por el poeta, cobijan con sus alas este epitafio que él compuso en su poema autobiográfico para que fuera grabado en su tumba: Éste fue llama. Fue la boca juvenil de la primavera. Cuando muera ponedle en tierra. Con su tierra vestidle el sueño. Y solamente ese letrero: “Aquí espera Eduardo Carranza”. (22 a.)
Posteriormente, María Mercedes y Juan Carranza, ordenaron grabar el epitafio actual que dice así: Cuando muera ponedle en tierra con su tierra vestidle el sueño ponedlo bajo su bandera donde el gallo poned la cruz y solamente este letrero aquí espera Eduardo Carranza (22 b.)
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10. HOMENAJES PÓSTUMOS Tras llegar la muerte, todos los medios de comunicación se movilizaron para ofrecer homenajes al poeta Eduardo Carranza, cuya cobertura no seré yo quien logre registrar en estas páginas, dado que me hallaba ausente del país, ejerciendo mis deberes a la patria como comenté anteriormente. Pero tomé parte en el duelo nacional durante los años que permanecí en Europa, y me dediqué a difundir la obra de Eduardo Carranza a través de charlas, mesas redondas, seminarios de literatura y dictando tres conferencias como homenaje: dos en Múnich (Instituto Cervantes y Biblioteca Distrital del Gasteig) y otra en Madrid, el 16 de mayo de 1985, por atención del Instituto de Cooperación Iberoamericana, donde fui presentada por el novelista colombiano Álvaro Salom Becerra. Allí tuve ocasión de compartir sensibles reminiscencias con los poetas españoles y amigos de Carranza: Luis Rosales y Ramón Serrano Suñer, presentes en el público. Y he seguido investigando en su obra a partir del año 2006, hasta lograr componer y editar este segundo libro sobre Eduardo Carranza, que presentaré a Colombia, como homenaje, en el primer centenario de su nacimiento, año 2013. Aparte de las honras fúnebres que suscitó su desaparición, de las publicaciones de los medios y de los diversos actos que se desarrollaron en su honor, registro aquí algunas de las palabras y sentimientos de duelo que se escucharon en dos de los sitios de la sabana de Bogotá que recibieron del poeta el mayor caudal de sus emociones: el cementerio de Sopó, pequeña población rural en la que vivía su hermano Hernando Carranza. Allí descansaba en paz la madre del poeta y allí mismo quiso Eduardo que la tierra lo recibiera. Posteriormente, María Mercedes fue enterrada al lado de su padre. Y, el segundo lugar fue la Hacienda Yerbabuena, sede del Instituto Caro y Cuervo, en el primer aniversario de su muerte, para descubrir el busto del poeta donado por la familia Carranza. Cabe mencionar también aquí, el premio de literatura que se creó a nombre de Eduardo Carranza. 10.1 En este cementerio campesino La familia de Eduardo Carranza y los íntimos amigos del gran poeta han manifestado, por el ilustre conducto de Belisario Betancur, su deseo de que este modesto y viejo amigo del maestro renueve su afecto hacia él, en este cementerio campesino, en este apacible ambiente aldeano,
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a donde en tropel emocionado y lloroso, confundidos con los grandes de Colombia, concurrimos hace un año a confiar a la tierra amada sus despojos mortales. No estarán mis palabras sometidas a rigores académicos ni adornadas con esplendores literarios. Seré fiel a mi único título: el que me dan diez lustros de amistad cálida, sin ocasos ni eclipses. Protegido por ella conocí la bondad de su corazón, estreché diariamente su mano honrada y varonil, y capté las vibraciones de su espíritu iluminado siempre por ritmos y canciones. En los albores de 1934 se reunía en Bogotá la Convención de Juventudes de Derecha. Concurrían las más brillantes figuras de la nueva generación nacionalista. Estábamos situados en cruda oposición al régimen dominante y nuestra pobreza económica contrastaba con la alegría de nuestra vitalidad desbordante. Mientras nuestros coetáneos liberales, convocados por la genial intuición de López Pumarejo, aparecían orondos en automóviles oficiales, nosotros pisábamos el polvo callejero, llevando en alto la cruz latina y la efigie del Libertador. Actuábamos bajo el comando erudito y malgeniado de Gilberto Alzate y la rectoría literaria de Eduardo Carranza. Borrero Cuadros, desaparecido prematuramente, nos decía: “No podemos descansar mientras la patria se nos escapa de las manos como un papel en ventolera”. Cuando la adversidad política se acentuaba, Carranza y Carlos Ariel Gutiérrez atenuaban el sufrimiento con geniales descubrimientos literarios. Eran los días de Canciones para iniciar una fiesta y delirábamos: Alzas al sol los brazos -surtidores de gozocomo al fin de una danza, y un azul alborozo de ángeles te rodea y esbeltas melodías. Sabes el alfabeto rosado de las rosas, tu corazón columpia todas las mariposas y cantan como pájaros en tu hombro los días. El piedracielismo había nacido y ponía estrellas luminosas en nuestra existencia. Publicaba Jorge Rojas su exaltación de la doncella dormida y Gerardo Valencia, Corazón. Luego derramaba Carranza los tesoros encerrados en el Soneto insistente, el Soneto a Teresa y el Soneto con una salvedad. Éramos cristianos y éramos bolivarianos. Nuestros programas nacían, como ya dije, al amparo de la cruz latina y la efigie del Libertador, que para Carranza era su “jefe único y único jefe”. Todo el movimiento estaba impregnado del genio literario del poeta exultante. Las más graves deliberaciones políticas terminaban convertidas en recital poético. Cuando la inevitable hora del balance llegaba, nuestros adversarios se llevaban las curules y nosotros nos quedábamos con los sonetos. Vivíamos en pleno trance poético. Inclusive yo mismo, que nunca escribí versos, por lo cual Jorge Rojas y Carranza me llamaban “poeta manco y mudo”. Encarrilado el movimiento, por fuerza, en las vías políticas, Carranza siguió ligado a nosotros con su amistad y su lírica, pero marginado de la actividad sectaria. La patria, desde luego, ejercía sobre él un dominio tiránico. En la mayoría de sus poemas hay eco de ese amor. Recordemos, como
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ejemplo, su hermosa Lección de geografía, que bien podría ser nuestro himno nacional poético. El tiempo pasaba y Carranza, arrullado por el amor y por la gloria literaria, comenzó a sentir la fuga de la juventud. Entonces el poeta se despide de las muchachas: Adorables de fruta y terciopelo donde la tierra empieza a ser de cielo donde el cielo es aroma todavía. Dejad que al irme de la primavera vuelva a miraros por la vez postrera y os dé esta rosa de melancolía. La poesía de Carranza -y de los grandes del piedracielismo, como Jorge Rojas- tiene un fondo de subconsciente que le da especial resonancia anímica. Podría casi decirse que el piedracielismo es el sicoanálisis del romanticismo. Carranza hizo de su vida una epopeya del amor y de la poesía. La ternura fue una característica no solo de su conducta humana sino un elemento primario en su obra poética. A orillas de este amor cruzaba un río; sobre este amor una palmera era: agua del tiempo y cielo de poesía. Y el río se llevó todo lo mío: la mano y el verano y mi palmera de poesía. Oh, qué melancolía. Amó mucho. Amó a Rosita y a sus hijos. Gozó profundamente con los éxitos literarios de María Mercedes, cuya revelación poética lo llenaba de orgullo. Sus recomendaciones para Ramiro y Juan eran una cartilla de lealtad a Colombia. La fama de Carranza llegó a todos los sitios en que se habla español. En Chile, Neruda, en célebre oración, lo proclamó la Frente Poética de Colombia. España, la gran España, lo adoptó con admiración y amor y lo situó en destacadísimo sitio del mundo literario hispánico. Al lado de la actividad poética, Carranza era gran escritor en prosa y pensador siempre atento a los males de la Patria. Cuando veía la Nación comprometida por la política, intervenía convocando a los intelectuales para tornar en su defensa. En sus últimos años Eduardo vivía lleno de premoniciones y dialogábamos frecuentemente sobre la vejez. Yo le decía, con diagnóstico pesimista, que la vejez es una enfermedad progresiva, irreversible y fatal. Cuando los achaques arreciaban buscaba él en el campo un consuelo. Amó al llano y le cantó hermosamente, estremecido por el temor de no poder volver: Cuando ya el negro potro, tembloroso, no me espere en la puerta de mi casa donde mi arpa y mi lanza estén colgadas y en la alta noche azul cante mi estrella de capitán:
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Quiero que bailes, bailes sobre el polvo que ha de contar mi historia enardecida, entre la luz y el viento que me oyeron, sobre la tierra que nos vio, que bailes, piernas desnudas, pelo delirante, un galerón. A pesar de su increíble resistencia orgánica, las enfermedades iban minando aquel organismo excepcional, y la fisiología se iba rindiendo inexorablemente a la adversidad patológica. Diez años antes de su muerte, me dedicó el hermoso poema El poeta pregunta por su vida influido por Quevedo. Melancólicamente dice: Temo, Eduardo, que te irás sin saber a qué viniste. Y ya se te nota el nimbo del viajero. Y ya en la puerta del polvo estás. Luego la famosa Epístola mortal, que es casi un poema épico de la muerte, donde el poeta tiene la visión apocalíptica y el desfile de toda la humanidad que nos rodea. Desfile lúgubre y de intenso dramatismo. En los últimos años el poeta Carranza llevaba una vida de gran austeridad, llena de privaciones, pero ya su organismo marchaba inexorablemente hacia el cataclismo histopatológico. Sin embargo me decía: “Mientras ame tengo esperanza”. El amor era la principal dimensión de su vida y la principal terapéutica del cuerpo y del espíritu. Por eso siempre que íbamos a una fiesta, el poeta llevaba una rosa roja en la mano, y un verso tierno en el corazón. Rosita, María Mercedes, Ramiro, Juan, Melibea, amigas y amigos: Hemos venido a este campo, con olor de Patria -donde bajo el arrullo de los gorriones yace, como decía Fray Luis, a “la sombra tendido, de yedra y lauro eterno coronado”-, a conmemorar el primer aniversario de su viaje hacia la Patria Definitiva. Pero mientras exista el “viento de la Patria en la bandera”, mientras “el río del amor nunca acabe de pasar”, mientras “al oriente esté el llano inmenso y el solemne río” y mientras un coro de jilgueros cante en el corral de Apauta, el Poeta no morirá. Por eso esta reunión es en el fondo un acto alegre: celebramos su primer año de ingreso a la Vida de la Gloria. (22)
10.2 Noemí Sanín, Ministra de Comunicaciones. Homenaje Noemí Sanín Posada, ministra de Comunicaciones de la República de Colombia, dice en el homenaje póstumo ofrecido al poeta Eduardo Carranza por el Instituto Caro y Cuervo en su sede de la hacienda Yerbabuena:
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Con este pequeño retrato del poeta Eduardo Carranza, contenido en un sello postal, quiere el Gobierno de Colombia que llegue a todos los hogares y a todos los lugares de trabajo donde se recibe una carta, como augurio de que en ella vayan buenas noticias y de que sea un acto de amor digno de la vida y de la obra poética de ese gran colombiano. Si alguien amó a Colombia hondamente, ese fue Carranza. Gran poeta, tenía una capacidad amatoria inmensamente mayor que la de la generalidad de sus conciudadanos. Y todo ese torrente de comprensión inteligente y de sensibilidad estética admirable lo volcó sobre los hombres heroicos y las mujeres hermosas, al menos vistas así por sus generosos ojos, sobre los ríos y los valles cálidos por ellos estampados, sobre su potro llanero y sobre los árboles y las flores amadas que antes de él casi no habían tenido matrícula en la literatura de la patria. Cuántos maravillosos talentos colombianos vagaban desterrados en el oriente y en la Hélade, en los desiertos africanos o en las mitologías romanas antes de que llegara a nosotros este robusto cantor de nosotros mismos, el primer grande aeda nacido en los Llanos del Oriente, invasor de las ciudades andinas para colmarlas de genuina armonía inédita, innovadora y desconcertante. En “los que están pero quizás no están” Carlos Martín, llamado El Viejo, sobreviviente con Jorge Rojas y Gerardo Valencia de ese grupo histórico que transformó la literatura colombiana, Piedra y Cielo, canta así la memoria fresca aún de Eduardo Carranza: Sin sombrero, ni amigo, ni guitarra, Eduardo vino de los Llanos, solo, con el alba, la frente levantada, con un libro de versos bajo el brazo y las alforjas llenas de árboles frutales, de mariposas, trenzas, caballos al galope, un tigre, un lirio, el piano de la abuela y algunos viejos ejemplares de La Moda Ilustrada. Como no se trata ahora de un análisis crítico sobre los valores de la poesía carranciana, que ya ha habido y habrá quienes lo han hecho y harán muy cabal, no resisto la pequeña tentación vanidosa de descender a la anécdota mostrando uno de los varios telegramas dirigidos por Eduardo al Ministerio de Comunicaciones, en su simple calidad de ciudadano que hace uso del derecho de petición, pero no ciertamente como un ciudadano cualquiera sino en todo como un poeta altísimo, y no como quien reclama en cualquier forma, sino como quien puede y sabe hacerlo con la gracia que no a todos es dada. Dice así el telegrama fechado en el municipio de La Unión, Cundinamarca: “Mi suspirada Nohemí bella entre todas las muchachas estoy en Telecom de esta aldea encantadora Punto Me parece que la Emisora de Fómeque llamada Ondas del Muscua se burla de tu Ministerio y de mi Poesía pues desde mayo enviamos con tu padre un memorial que sigue en trámite Punto La Emisora sigue infiltrada en los teléfonos de la región
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y las comunicaciones son bailables e inaudibles Punto Los vecinos desesperados e impotentes elevamos de nuevo ante ti nuestras protestas y nuestros corazones Punto Te dedico el sol de esta mañana y prendo en tus cabellos otro jazmín suspirante”. Eduardo Carranza En aquel balcón de Cáqueza, en el Llano de El Venado, en el pájaro turpial, en la vaca de nombre Flordehada y el caballo Lucero que llevaba al viento y a la guerra, y la prima Morena que después fue Altanube, “soñando sola bajo las palmeras...” y en “la hamaca que el sueño navegaba” seguirá el recuerdo del poeta. Eduardo estuvo en España y soñó con España, sirviéndole siempre a Colombia, en Chile y cantó a toda nuestra América sin desprender los pies de Colombia, se sentó en la Alhambra, pontificó desde este palacio de alfeñique, se dijo por quien sabe que era arábiga su poesía, pero nosotros sentimos y afirmamos que en Chile o en toda América, en toda España o en la Alhambra, Eduardo Carranza fue siempre Colombia, y a todo el pueblo amado y cantado por él queremos llevar su efigie optimista y promisoria hecha por Dios para todos nosotros con sólo el limo de Colombia y la luz de nuestras propias estrellas incontables. (23)
10.3 Al descubrir el busto del poeta Las palabras cada día nos resultan más imperfectas y nos comunican menos, mas la palabra del poeta, la palabra del poema, se recrea y se reinventa, crea e inventa el mundo y se hace tiempo. Es a través de esta mágica función como la lengua poética nos torna, torna al lector, en protagonista del poema. Entonces la muerte, el amor, la patria, la amistad, la soledad, el sueño, la nostalgia, la melancolía, en fin, el preguntarse por el sentido de la existencia toda dejan de ser meros tópicos literarios para trocarse en auténticas páginas ilustradas de nuestra propia geografía personal. Cuando el poema trasciende lo meramente anecdótico, lo puramente formal y hechizo, supera la retórica vacua, la “idolatría de las apariencias”, para enriquecer el río de la historia, para ser historia enriquecida. Es así la obra de Eduardo Carranza, señalado capitán de la generación lírica más importante de las letras colombianas. La obra de Carranza, nutrida de tiempo y sensorialidad, es una manera de testimonio de un auténtico hombre de su siglo; el testimonio del ser que con mente limpia bucea en la realidad, en su realidad, en la realidad de su mundo en busca de la síntesis salvadora. El concepto de lo hispánico universal, la concepción de la patria -entendida no sólo como el ente geográfico sino como el acervo cultural todo-, el encuentro con la biografía regional y hasta el afán terruñero son otros tantos testimonios de esa búsqueda inclemente. En este dilatado destierro humano, su voz y su obra nos ayudan en la incesante lucha por la vida y contribuyen a explicar esta enigmática serie de insignificantes signos que no podemos comprender.
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Sabía bien el poeta que el hombre nada se lleva, que parte como vino, con las manos vacías, pero se niega a aceptar el que a lo largo del trayecto no podamos en manera alguna construir la paz y la palabra. No quiere tolerar el que de una herencia dispersa no podamos realizar un cabal inventario del mundo. Por todo ello, y por tanto, por tanto más, hoy estamos reunidos sus amigos bajo su sombra fecunda, para decirnos sus recuerdos, para recibirlo en esta su tierra de Yerbabuena a la que quiso tanto y por la que tanto hizo. Aquí, en esta nostálgica hacienda legendaria, se gestaron no pocos de sus versos y de sus crónicas literarias y de sus comentarios críticos. Dios sabe en cuántas ocasiones, colmada ya la alta noche sabanera, su persona y sus palabras fraternales nos hicieron compañía y nos dieron consejo para el viaje cotidiano. Nos hemos congregado tus amigos, maestro Eduardo, para decirte a plena voz, en esta “Tarde de Yerbabuena”, que tu amistad y tu poesía nos acompañan, nos fortalecen y nos honran, que seguimos escuchando tus noticias de las nubes, de los árboles, de los ríos y de las muchachas de la patria. Que tus afanes y tus sueños, figurados de nostalgia y de melancolía, son también los nuestros. Querido maestro: estamos convencidos de que en este tu Instituto de siempre, volverás a soñarte y a desandar el pasado y a recobrarlo “beso a beso”, “sombra a sombra”, “sueño a sueño”. Aquí tus amigos de entonces y de ahora (Félix, José Manuel, Rafael, Fernando, Francisco, Ramón, Luis, Ricardo, Carlos, Ignacio y tantos otros) te estamos saludando, recostados sobre el tiempo, y te decimos como ayer: ¡Bienvenido a Yerbabuena! Al descubrir este busto del poeta, quiero, pues, dejar testimonio de afecto al amigo y al maestro, y de agradecimiento, en nombre del Instituto Caro y Cuervo, a su distinguida y querida familia, por la espléndida donación que premia y enriquece la historia y el patrimonio de la institución. (24)
10.4 Premio de literatura Eduardo Carranza El País, diario de Madrid, España, nos trajo la noticia el martes 18 de octubre de 1988: Belisario Betancur, ex presidente de Colombia, presentó ayer en Madrid el Premio de Literatura Eduardo Carranza, dotado con 100.000 dólares (unos 12,5 millones de pesetas), el segundo mejor remunerado de las letras hispanas. La Fundación Eduardo Carranza, en colaboración con la Fundación Santillana y un grupo de entidades colombianas, convoca el premio. Un jurado internacional formado por los escritores Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Arturo Uslar Pietri y Augusto Roa Bastos, concederá el galardón. Está pendiente la confirmación de Torrente Ballester como miembro del jurado. El Premio Eduardo Carranza, que tendrá carácter bianual, se fallará por primera vez el 13 de diciembre de 1990. Belisario Betancur, ex presidente de Colombia, y Jesús de Polanco, presidente de la Fundación Santillana, hicieron ayer la presentación del galardón en la sede de esta última entidad, a la que asistieron numerosas personalidades, entre
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las que se encontraba Rosita Coronado, viuda de Carranza. El presidente de la Fundación Santillana afirmó en la presentación que “el premio es una de las iniciativas más importantes al servicio de la promoción de la literatura hispana”. Por su parte, Betancur tras hacer una semblanza del poeta que da nombre al premio al que calificó como una de las “figuras más significativas e influyentes” de la poesía americana del siglo XX, destacó la importancia de “la lengua española, instrumento que nos confirma en la certeza de que el océano nos ha unido desde 1492”. La Fundación Eduardo Carranza, constituida en memoria del poeta colombiano del mismo nombre, pretende promocionar la literatura de todos los países de habla hispana y mantener viva la memoria del escritor. Las obras galardonadas con el Premio Carranza serán publicadas simultáneamente en Colombia, Argentina, México y España. (…) La Fundación Carranza está dirigida por Juan Carranza, hijo del escritor, y su consejo directivo está formado por María Mercedes Carranza -también hija del poeta-, Luis Enrique Nieto, Alfonso Palacios Rudas, Fabio Puyo y Belisario Betancur. La Fundación Santillana colabora, junto con varias entidades colombianas, en la creación del premio. Juan Carranza destacó ayer la oportunidad que el premio habrá de mejorar la imagen colombiana en el exterior, promocionar las letras hispanas y mantener viva la memoria de su padre. La primera edición del galardón estará dedicada a la novela, pero se pretende que en cada edición varíe el género literario: poesía, relato, teatro y ensayo serán objeto de convocatorias posteriores. El poeta colombiano Eduardo Carranza falleció en Bogotá en 1985 a la edad de 72 años. Residió en España entre 1951 y 1958, donde se relacionó estrechamente con los círculos intelectuales. Su primer libro, Canciones para iniciar una fiesta, fue publicado en Madrid en 1936, y considerado como punto de partida de la poesía contemporánea en Colombia. (25)
10.5 El premio de literatura Eduardo Carranza, ¿premio de un año? En la única ocasión que se otorgó este premio, en 1991, la periodista colombiana Pilar Lozano cubrió la noticia desde Cartagena de Indias, y escribió una nota que se publicó en el diario español El País, de la cual extracto el siguiente párrafo: “Me gusta creer que me habéis premiado por considerar que mi lucha es la vuestra. La vuestra es la mía; podéis estar seguros”. Esto dijo, en forma emocionada, José Antonio Gabriel y Galán, el escritor español que ayer recibió el premio de literatura Eduardo Carranza. Se cumplió así un sueño del director de la revista El Urogayo: recibir un premio internacional, un premio literario con trasfondo político, un premio, como afirma él mismo, “no ligado a editoriales y, por tanto, a posibles manipulaciones”. (26)
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11. DESPEDIDA DE SUS INMENSOS AFECTOS Poesía de la amistad, y la voz del amor familiar 11.1 Jorge Rojas, 1991 La tredécima del aniversario ¡Eduardo, amigo, compañero, hermano, se te caló el trascurso entre los huesos y hasta la entraña de la tierra el canto! Las estrelladas noches las recuerdo cuando juntos los hombros o las alas se nos caía el alma entre los versos. Una gota de sangre que pasara por las venas, llevaba hasta la frente en sílabas de amor cada palabra. ¿Me llamas a encontrarnos como siempre en un triunfo en la voz, en una espina o en los collados de la poesía? No sé, ya voy ¡Espérame en la muerte! (27)
11.2 María Mercedes Carranza, 1991 Ante la tumba de mi padre Ante tu tumba miro cómo la tierra se menea: son tus huesos que suspiran y cantan lo mismo que cuando estaban sobre ella. Ante tu tumba medito sobre esa vida que ahí acabó: qué bien bebida, qué bien amada. Ante tu tumba oigo la voz que fue tuya: estoy solo, triste, cansado, pensativo y viejo. Y es verdad. Ante tu tumba veo la cara que ya no es y que aún veo. Ante tu tumba hay ríos, versos, muchachas, cruzan la música y el vino. Ante tu carne destruida todo brilla. (28)
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18. Cortés Canavillas, Julián. Entrevista a Eduardo Carranza. ABC Madrid, 1963. 19. Carranza, Eduardo. Recital de poesía. Palacio presidencial Casa de Nariño. Bogotá, 21 de diciembre de 1982. (Audiocasete SONOLUX. Banco de la República). 20. Cortés Canavillas, Julián. Entrevista a Eduardo Carranza. Diario ABC, Madrid, 1963. Cit. Capítulo II de esta misma obra. 21. Juan Carranza. Nota a Gloria Serpa Flórez sobre origen del epitafio actual en la tumba de Eduardo Carranza. Septiembre 2012. 22. Martínez Capella, Ernesto. En este cementerio campesino. Homenaje a Eduardo Carranza. Thesaurus. Tomo XLI. Núms. 1, 2 y 3. Bogotá, 1986. 23. Sanín, Noemí. Ministra de Comunicaciones. Homenaje en Hacienda Yerbabuena. Thesaurus. Tomo XLI, Bogotá, 1986. 24. Chávez, Ignacio. Director del Instituto Caro y Cuervo. Al descubrir este busto del poeta. Hacienda Yerbabuena. Bogotá, 1986. 25. Premio de literatura Eduardo Carranza. El País. Madrid, octubre 1988. 26. Lozano, Pilar. I Premio de Literatura Eduardo Carranza. Cartagena de Indias. El País. Madrid, enero 1991. 27. Rojas, Jorge. En El libro de las tredécimas. Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1991. 28. Carranza, María Mercedes. En Ante la tumba de mi padre. Lecturas Dominicales El Tiempo. Bogotá, 1991.
N. de E. C. Nota de Eduardo Carranza N. de A. Nota de la autora (s. d.) Sin fecha ni edición
CAPÍTULO II. CARRANZA EN PROSA
Capítulo II CARRANZA EN PROSA
Pues no olvidemos que en Carranza no todo ha sido verso. Es preciso recordar, al menos como último apunte de este ligero esbozo, sus bellas páginas de prosa. Una prosa retenida, sofrenada, azorinesca en ocasiones, que sabe aprisionar con una palabra el color de las cosas, la intimidad de los pensamientos. Eduardo Guzmán Esponda
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1. PROSA HEROICA Fabio Lozano Simonelli, en su excelente prólogo a la edición colombiana de Los pasos cantados de Eduardo Carranza, dice que “la obra de Carranza es poesía y el resto escrito, lo que se puede denominar prosa, es poesía” (1), pero este concepto, a mi modo de ver, solamente podría ser válido en lo que se puede denominar la prosa lírica de Eduardo Carranza que, al igual que su poesía, lleva impreso el sello de su sentimiento poético especialmente en los temas de familia, niñez o duelo. El primer ejemplo de la obra carranciana que presento, es su discurso La poesía del heroísmo y la esperanza, que se podría considerar uno de los documentos más relevantes de su prosa heroica contenido en el libro del mismo nombre. En cambio, según Lozano Simonelli, los otros tres tomos: Los grandes poetas españoles, Los amigos del poeta y Los días que ahora son sueños -Poesía en prosa-, creo que sería válido catalogarlos dentro de su prosa lírica, a pesar de su contenido crítico literario. Su prosa heroica, en general, destaca a Carranza bajo una nueva dimensión a la luz de su patético patriotismo, su moderado amor por Colombia -“moderado” si lo comparamos con sus protestas de amor hacia España-, y sus esfuerzos para extender sobre su país una imagen transparente en el futuro de la historia. Para Eduardo Carranza la entidad patria se encarna en la dimensión total y completa de Hispanoamérica. Su pensamiento político bolivariano quedó consignado en multitud de sus escritos (discursos, comentarios, reportajes o artículos en periódicos y revistas) en los que explica y defiende su tesis de unidad americana como base para una realidad política y económica que nos permita sobreaguar a través de la historia. Él dice que para lograr una verdadera unidad tenemos que apoyarnos firmemente sobre nuestra raíz hispánica a la vez que en nuestra tradición indígena. Ha sido bastante sorpresivo encontrar, tras este examen a que he sometido de nuevo a los escritos del Carranza, que ésta que titulo prosa heroica, si bien se refiere a los hechos históricos de los héroes, no menciona para nada a los personajes de la historia colombiana ni hispanoamericana; solamente a los españoles. Se podría decir que su prosa es realmente una prosa heroica hispanista que canta las hazañas de los conquistadores españoles y no de los héroes americanos, a excepción de Simón Bolívar, talvez su único héroe nacional.
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No se podría catalogar de colonialista a Eduardo Carranza, y aún menos, de haber exhibido una “visión de conquistado”. Estoy segura de que él no sostuvo nunca una óptica distorsionada de la realidad histórica sobre la conquista de América. Más bien, por razones personales que no vislumbramos, el poeta colombiano, como diplomático y como hombre cívico, mantuvo siempre un especial cuidado en no denigrar del conquistador sino en resaltar sus virtudes. No creo que fuera inventada ni forzada su admiración por la gesta del conquistador, aunque haya pasado por alto la crueldad del español y los engaños a la inexperiencia del indio conquistado. Y su actitud respecto al sexo débil -en este caso el sexo fuerte: las indias aborígenes- que según leemos entre las líneas de Carranza, no fueron nunca objeto de abusos por parte del español, sino de beneplácito. El conquistador siempre resultó absuelto ante su pluma hispanizante. No quisiera generalizar, pero creo que su actitud como narrador de la gesta de la conquista, deja un sabor de descontento en el lector americano, a diferencia de su admiración por el espectador español por quien parece tomar partido a su favor, sin contemplación a los sentimientos del pueblo subyugado. Ningún Lautaro de Alonso de Ercilla, solamente elegías tirtéicas que ensalzan al conquistador. Una óptica totalmente contraria a la visión de la conquista de su amigo chileno Pablo Neruda en su Tercera residencia. Sin embargo, a lo largo de toda su obra, el maestro Eduardo Carranza da motivos más que suficientes para ser considerado siempre, y ahora, a la luz de la historia, como un convencido hombre colombiano, latinoamericano, que frecuentemente está pronunciando en sus escritos honrosas proclamaciones de nacionalismo americano. Cito sus palabras: “Para nosotros la patria es Hispanoamérica”. “Nuestra clara y recta manera de ser españoles es, siendo colombianos, o nicaragüenses, o chilenos, bien hincados en nuestro limo ancestral, surtiéndonos de nuestras raíces de piedra y alma en España; raíces de indio y de viento y de río en América. Somos, pues, y esto les presta drama y dignidad universal a nuestras vidas, a un tiempo americanos, orgullosamente, y orgullosamente hispanofiliales”. “Somos criollos colombianos, hispanoamericanos y, más anchamente, hispánicos”. “¿Cómo puedo narrar, si hay cosas que no pueden contener las palabras, la emoción que sentía cuando el aire de España se mezcló por vez primera en mi pecho con el aire de Colombia?” “España es castillo y catedral del mundo. Piedra roquera donde tiembla la cuna de la sangre... Piedra solar pura entre las regiones del
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mundo, azul y victoriosa. Algunos testimonios de este amor, de ese vehemente, desenfrenado amor sólo parecido al que he profesado a mi patria de ojos negros”. “Mi corazón va y viene sobre el mar, con alterno latido, de ‘la gran piedra lírica’ de El Escorial, a la gran piedra heroica de Cartagena de Indias, condecorada de batallas y canciones. Allá toco mis raíces de piedra y alma. Aquí toco mi orgullosa raíz americana de indio y río”. “Nuestra cultura habrá de construirse con una superación del pasado hispánico e indígena, y con una cautelosa incorporación de lo foráneo. Pero sobre todas las cosas, con una valerosa e intransigente afirmación y selección de lo propio, de lo criollo, de lo nacional, de lo colombiano”.
1.1 La poesía del heroísmo y la esperanza Discurso de ingreso a la Academia Colombiana de la Lengua La patria fundada Hace cuatrocientos treinta y dos años un capitán granadino, que llevaba la Alhambra en el corazón y que se había abierto paso por el aire de los Andes con la punta de su espada y la punta de su alma, subió sobre su corcel y, ante el friso inmóvil de sus palúdicos guerreros, recorrió a galope el campo estrellado de flores como una égloga de Garcilaso. Luego, alzando la espada, tomó posesión del Nuevo Reino de Granada en nombre del César Carlos V y fundó sobre el aire virginal y tembloroso del primer día, fundó sobre el cimiento de su heroísmo y su esperanza, esta ciudad de Santa Fe de Bogotá. El capitán era Gonzalo Jiménez de Quesada, contemporáneo de Garcilaso; como él, poeta, galán y navegante, y, como él, caballero del emperador. Y, sobre él, fundador de un reino, varón esencial de una patria. Qué acto tan profundo y creador y misterioso se cumplió en aquel instante, cuyo latido estelar resuena todavía, cada segundo, en el corazón de Colombia. Pues de la barba oscura de Quesada descienden en serena corriente, o en destellante transcurso o en furioso caudal o en patético discurrir, los ríos y los años de nuestra patria. La escena es digna de un romance fronterizo, digna de un tapiz heroico, como aquellos que en los muros del Alcázar de Sevilla perpetúan las batallas del emperador en Túnez. Y hacia él se vuelve hoy nuestro corazón, buscando sus orígenes, queriendo tocar raíces de piedra castellana y de río americano. Qué buen caballero era también este don Gonzalo Jiménez de Quesada, ahora inmóvil bajo la tierra y, bajo ella, sigiloso, poderoso y determinante como la sangre bajo la piel del hombre. El héroe fundador y tutelar, detrás del aire, en su guerrera eternidad guíe con su pulso cristiano, unitivo y generoso a esta patria turbada y dividida. Un sueño hermoso, un terrible sueño … Ahora el capitán y sus soldados han caído de rodillas. En lo alto de los Andes han sembrado ya una espada. Han sembrado instituciones civiles de Roma y de Castilla y hermosas varoniles palabras de la lengua imperial que hablamos.
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El vasto silencio andino ha caído de rodillas también. El padre Las Casas pronuncia las palabras que unen el cielo con la tierra. “Dios te salve, María”, murmura el capitán. Piafa un caballo entre el vaho de la mañana. Entre los árboles, igual que en las viejas litografías, los indios se asoman, curiosos. El agua huye cantando Ave María. La curva de los cerros, apenas violeta, apenas víspera de azul, se afina en el aire de nácar. Cruza un venado por el linde de la montaña. Suena, entre los árboles, la verde estrofa del viento. El capitán se ha quedado lejano y absorto. “Sus grandes ojos de mirar inquieto, ahora fijar parece en el vacío”. Quesada está viendo crecer su ciudad en torres y palacios. En miradores de galanía abiertos al aire andino. Y conventos en cuyos muros se deshoja la rosa latina de las declinaciones. Quesada mira, en lo lejano, henchirse y poblarse la patria neogranadina. Mira los viejos pueblos de piedra y de romance y las blancas ciudades del porvenir. Mira su pueblo patético y sosegado, paciente y turbulento: pescadores del Caribe, mineros de Antioquia, jinetes de los llanos a la sombra de su palmera, caucheros y marineros, bogas del Magdalena, pastores del valle, de la sabana y del Arauca, colombianos y colombianas con su alegría y con su drama. Mira galopar, lejana, la bandera de la libertad ante el caballo del Libertador, la ráfaga del pan, la sangre, el cielo. Mira las gentes venideras de la ciudad que vendrá: oidores y frailes y soldados y menestrales y artesanos y estudiantes y togados. Las sombras azuladas de los poetas, la lanceada sombra de los héroes, la dorada estela fragante de las damas. Nariño sueña y padece. Caro y Pombo y Silva tocan el amor y la muerte y el misterio y la música con su mano de hombres. Cuervo levanta hacia la inmortalidad su epopeya de la palabra. El capitán Quesada nos está mirando a todos, por hijos suyos, por neogranadinos, por colombianos. La pequeña tropa dice: amén. Cruza una nube por el cielo novísimo de Santa Fe. El capitán Quesada pasa la mano por su frente como quien quiere borrar un sueño, un sueño hermoso, un terrible sueño. En ese instante quedaba fundada nuestra patria… El estilo colombiano En este instante se definió por los siglos cuanto somos, en un sentido esencial y existencial. Colombia sería cristiana, jurídica, humanista y poética como Quesada. El deber de cada generación que adviene a la historia nacional consiste, ante todo, en ser fiel a la esencia de la patria. Fidelidad que consiste en impulsar el pasado y el presente hacia nuevas formas del futuro, dentro del estilo nacional. Jiménez de Quesada, fundador de nuestra nacionalidad, y Simón Bolívar, libertador de la patria, nos dan la clave inicial del estilo colombiano. El estilo cultural de Colombia es humanista como Quesada. El estilo político de Colombia debe ser bolivariano: del Bolívar, digámoslo sin miedo, del Bolívar de la madurez, el Bolívar de la Constitución Boliviana. En el orden religioso y moral, Colombia ha sido, es y seguirá siendo católica como Bolívar y
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Quesada. Y en la raíz de nuestro ser, como subsuelo de nuestra historia, nuestra cultura y nuestro estilo colectivo de vida, como veta esencial y cimiento espiritual inconmovible, como inspiración y fuego central de la patria, lo hispánico. España Madre. Que para crearnos sobre el nebuloso caos anterior hubo de desangrarse sin medida. Una rosa sobre una espada Decimos España Madre y una ráfaga de sagrado orgullo, de patética música secular, canta a la altura de nuestros oídos. (¿Habéis caído en que jamás se dijo Madre Francia o Inglaterra Madre?) España fundadora es, pues, nuestra Roma. Por acá suele llamarse con aire ponderativo “obra de españoles” lo que por allá se llama “obra de romanos”. Pero es preciso no olvidar que también en América radica la vocación universal de España y que la vocación española, que entiende la historia en un sentido misional y misionero, es americana antes que europea o africana. Esto lo vio más claramente que nadie, y antes que nadie, la siempre lúcida reina Isabel la Católica, madre de América. Por las venas de España nos vienen el Eros helénico y la Caritas cristiana, el Logos griego y la norma, la voluntad romana. Por España nos insertamos en lo universal, en la cultura a la cual pertenecemos filialmente, que es la cultura occidental y cristiana. La cultura que reconoce su centro en la sagrada y libre persona del hombre, del hombre hispánico de carne y hueso, dotado de un alma inmortal, capaz de salvarse, y responsable ante Dios. Cultura que para nosotros es católica, grecolatina, hispánica y americana. Honor, dignidad, hidalguía, libertad, respeto por el hombre, son nuestra herencia española, y el humanismo español, que no es otra cosa que histórica aspiración a la unidad: el impulso genial de Isabel la Católica completa la unidad espiritual del mundo. Un marino español, Elcano, completa la unidad geográfica de la tierra. (Una sola eran todas las tierras, como una sola eran todas las almas de los hombres). Un teólogo español, Laínez, define la unidad metafísica del mundo. Otro fraile español, en Salamanca, entre sus doradas piedras caídas de la luna, bajo la mirada de Dios y del César, proclama la unidad de la raza humana, el parejo destino trascendente de todos los hombres y la dignidad del hombre americano. Y no olvidemos que otro español de ánimo errante, quimérico y heterodoxo, descubrió la circulación de la sangre. Sobre esta básica tensión hacia la unidad se funda el humanismo español, del cual somos nosotros, hispanoamericanos, criaturas y herederos. España nos transmite el sentido humano, humanístico a la española, de la vida, de la historia, de las relaciones entre los hombres. Todos los hombres, sea cual fuere su circunstancia accidental y su transitoria posición en la vida terrena, son inicialmente iguales ante Dios, porque son ante Él igualmente responsables y porque todos pueden salvarse. Por este lema trascendente, todos los hombres pueden y deben salvarse, España se desangró durante tres siglos. Todos los hombres integran una comunidad superior a lo cotidiano y perecedero. Mientras España tuvo aliento y brazos, luchó por mantener la unidad metafísica del mundo. Hizo de tal hazaña la razón de su existencia nacional y su misión en la historia. Por ella se desangró y perdió su imperio.
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La grandeza de España radica en haber configurado un mundo histórico y social, dotándolo de su savia espiritualista y caballeresca, en haber elevado a lo más alto el valor del hombre en los Quijotes y Amadises de América. Fe en el hombre. Confianza en el hombre. Esperanza en el hombre. Dignidad del hombre. Libertad profunda del hombre. Esto somos. Ésta es la tradición colombiana. Y esto lo que debemos prolongar y defender. Esto que nos trajeron las naves cuyas velas inflaba el inmenso viento de España y de Cristo. El viento del espíritu. Y en ellas, también, sobre el heroísmo, la lengua, como una rosa sobre una espada. Pero la tradición, ya se dijo certera y bellamente, no puede limitarse a un ánimo de copiar lo que hicieron los grandes que nos antecedieron, sino en el ánimo de adivinar lo que harían ellos en nuestra circunstancia. El área del alma Es bueno y justo y saludable esclarecer y afirmar orgullosamente nuestros orígenes en estos solemnes días memoriosos. No hay patria sin historia, que es la conciencia del propio ser. No hay nacionalidad sin una idea siquiera aproximada de su vocación y destino. Una nación sólo obra válidamente cuando obra en el sentido que le determina su propia índole, su mismidad, su autenticidad, prescriptas en su historia, prefiguradas en sus héroes. Para hacer, hay que ser. El problema de lo que haremos está condicionado al problema de lo que somos, a nuestros orígenes. No basta levantar estatuas a nuestros héroes conquistadores y libertadores, si les negamos o regateamos nuestra inteligencia y nuestro corazón. Si no ponemos a los pies de la estatua y al pie de las tumbas nacionales nuestra voluntad de continuar su espíritu y de encarnar sus sueños. Queda, pues, en claro que pertenecemos a una vasta confederación de almas llamada Mundo Hispánico y que ello nos determina históricamente, en nuestra vida colectiva, y nos configura o debe configurarnos espiritual y terrenalmente en nuestros actos como nación. En el drama de imperios que vivimos patéticamente asaltados y aterrados por dos materialismos en pugna, nuestra misión consiste, creemos algunos, en defender el puesto del hombre y del espíritu en la lucha total por el poder total. Y para ello, ante todo, tomar conciencia de que somos una comunidad de pueblos con unidad de destino en lo universal. ¡Hispanoamérica y España, el honor! Como España fue Imperio y no emporio, caducado el poderío político, evaporada la pujanza de signo material, España se salva en Hispanoamérica, proyección de su sangre y de su alma, se salva en su designio espiritual, se salva en una misión superior de tipo ideal, la misión de restaurar el alma, de restaurar la unidad metafísica del mundo, de recordar al hombre la comunión de los santos y su participación en la eternidad. Misión que debe asumir nuestra América integral y conjuntamente con España. Somos, pues, el área del alma. Todo esto, así enunciado, parece una quimera. Pero las patrias están amasadas también con las quimeras de los poetas. Y lo nuestro, lo
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de los poetas, es abrir una brecha en el imposible. “Me gusta, cuando voy a caballo cantar canciones de Ariosto”, confesó don Quijote. Lo nuestro es querer derrumbar con la voz el muro que oculta el porvenir. “Tanto habían cantado los clarines, que un día entre los días, la Jericó escéptica se desplomó ella sola. No hizo falta el empuje definitivo porque hondos y profundos, los redoblantes habían socavado los cimientos. Siempre ha sido así y siempre será así. Siempre los muros cívicos han caído a golpe de canciones, al son de las trompetas”. Y donde no hay rapsodas, centinelas de la luz, que esperen al amanecer y lo esperen cantando, donde no hay canciones de vaticinio y profecía, no hay política, ni polis, ni patriotismo, ni patria. ¿Verdad, Eugenio Montes? Juventud, divino tesoro. Es nuestra el alba de oro. Sólo la música y la primavera son irrefutables. ¿Quién me ayuda a traer la primavera? El Mundo Hispánico empieza a proyectarse, a concretarse, en hechos de cultura, política y economía. En las realidades del mundo contemporáneo. Es decir, que empieza a ser verdad, una verdad del alma y de la tierra, que vive, anda y ama. “También entre los pucheros anda el Señor”, dijo en su entrañable y popular castellano la andariega y tan amada santa de Ávila. Es decir, somos una sagrada y misteriosa integración de cuerpo y alma. Y no son posibles las cosas del espíritu sin un sustento material, en donde pueda el espíritu apoyar su paso transparente. Así, a la integración de alma, lengua, sangre y fe, debe corresponder una integración e intercomunicación de técnicas y economías. Y al intercambio de amores y de ideas, un intercambio de mercaderías. Nuestro más urgente quehacer es, entonces, la unidad en todos los órdenes. La unidad constituye para nosotros, pueblos hispanoamericanos que miran a los dos grandes océanos del mundo, cuestión de vida o muerte, tarea inaplazable sobre la cual no podemos errar si queremos, una vez más, participar en la historia universal. La unidad -esto es preciso repetirlo angustiosamente- es la suma y decisiva condición de nuestra permanencia en la historia con signo diferencial. En la dispersión seremos (ya lo estamos siendo desde hace más de un siglo), por una fatal e ineludible ley histórica, sojuzgados, absorbidos y colonizados. Y literalmente borrados del mapa en un sentido físico y moral. Es ésta, y no otra, la misión dramática de nuestra generación, entendiendo por tal a la comunidad de todos los hispanoamericanos nacidos después de 1900. Es ésta la circunstancia esencial, es éste nuestro destino insoslayable, nuestro deber en la historia que vivimos y sufrimos, y en la que es nuestro destino participar. Conquistadores y libertadores cumplieron su destino, el suyo, el de su tiempo, trágica y bellamente. Ponemos hoy ante la juventud, alto y destellante, el hermoso y arriesgado destino de ser la generación unificadora, reunificadora que complete, en orden al Mundo Hispánico la misión inconclusa de la generación libertadora. Avancemos hacia la aurora de esa solemne estación humana que ya sentimos en las entrañas del porvenir, tácita, futura, subyacente como la próxima primavera. “¿Y quién –pregunto tiernamente con Stefan George-, quién me quiere ayudar a traer la primavera?”
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El fin de un mundo Nos ha tocado -le ha tocado a mi generación, que es una generación de náufragos- vivir en un mundo caído, en donde el hombre perdió la conciencia de los valores eternos y de su origen divino, en un torvo mundo en donde han fracasado los ideales renacentistas, la cultura caballeresca y las utopías decimonónicas. Tres siglos de escepticismo y desorden, de vaguedades humanitaristas y de ilusiones cientifistas nos han conducido al límite vertiginoso en que vivimos: a la torrentera del materialismo histórico, al pantano existencialista. Nos ha tocado vivir en el confín de un mundo, en el sangriento atardecer de una edad histórica, en el crepúsculo del renacimiento, en vísperas de un nuevo milenio y con el aterrador presentimiento de una catástrofe cósmica. Digamos, sencillamente, que no nos gusta el mundo en que vivimos, que no nos gusta la vida que vivimos, cuando casi todo está deshecho y envilecido. “Hay que volver a encontrar nuestras raíces y descubrir una manera de ser hombres que nos devuelva la vigencia del espíritu de comunidad, una razón vital que dé sentido a nuestros actos y una nueva manera de vivir nuestra fe que dé sentido a nuestra vida. Es decir, tenemos que llegar a ser hombres, a ser escritores, a ser católicos de manera más perfectiva, esforzada y total” (Cito a Luis Rosales). No nos gusta la vida que vivimos, repito -odio, injusticia, mentira, crueldad, falsificación de la libertad-. Nuestra obligación es hacer que la suya les guste más a nuestros hijos. Sin miedo y sin tacha. La poesía que promete “Cuenta Plutarco que los egipcios descubrieron este mito sublime. Un dios semejante a Mercurio -que es la razón- le arranca los nervios al viento para hacer las cuerdas de la lira. Cuando suena la música, la multitud se mueve, se emociona y echa a andar tras el lírico divino. Y luego acampa y funda la ciudad. Es decir, la polis; es decir, el estado. Así se edifican las patrias y así, cuando están derruidas, se reedifican para que vuelvan a ser, de campo, de soledad, mustio collado, itálicas famosas, flores de civilización y compañía”. Yo voy entrando, entré ya, en eso que Platón llamó, no sin nostalgia, la segunda navegación. Y me pregunto si el poeta puede ser neutral en la batalla de nuestro tiempo. Nuestros prójimos, nuestros próximos, quieren justicia y fe, también paz y esperanza, y amor y libertad. Y pienso que en un tiempo de crisis, en una época de tan graves decisiones para nuestra patria colombiana y nuestra gran patria hispánica, cuando peligran todos los valores que han sido el fundamento de nuestra vida personal y colectiva, pienso, el latido político en su sentido más alto y hondo, no puede estar ausente de nuestra palabra poética. Ya he dicho que toda gran política en la Historia Universal fue siempre una política poética. El hombre como hombre esencial se debe a su tiempo y a su patria, y la única forma de pertenecer a la historia es pertenecer a su patria y a su tiempo. Y, desde luego, esto cuenta para el hombre poeta porque se es poeta desde el hombre que se es.
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Y pienso, con un joven héroe español, que es necesario oponer a la poesía que destruye, la poesía que promete. La poesía es la esperanza. Poesía con cuatro pares de alas llenas de ojos que miran al misterio como los ángeles románicos con el sol de la historia grande en la cara. Heidegger escribió una página luminosa sobre el valor premonitorio y fundacional de la palabra poética. Yo quiero repetir, aquí y ahora, que todo cuanto luego fue grande y glorioso -héroes y patrias, imperios y ciudades, navegaciones y batallas- estuvo antes en los sueños y en el corazón de los poetas. Apresuró la sangre y subió a melodía, a música andariega, en los labios de vate famoso o anónimo cantor. Todo fue antes en la palabra poética, que tuvo siempre un valor creador fundacional y que siempre convivió hermosa y heroicamente con la historia. Siempre, junto al estribo del César, fue un juglar. Siguiendo al Cid, tras el paso heroico de su caballo por encinares de Castilla, por pinares de Cuenca, por olivares andaluces, hasta desembocar con su río de lanzas en el mar azul de Valencia, va el anónimo juglar de Medinaceli con su epopeya sobre el corazón. Ante el emperador, cuando atraviesa su imperio sobre “el negro potro del desierto moro” en que lo pintara el Tiziano, vuela como un gerifalte el soneto inmortal de Hernando de Acuña. Y le sigue su corte renacentista de galanes heroicos: Cetina, cantor de los ojos claros, Garcilaso, cantor de las doradas ninfas del Tajo, Acuña, cantor del César rayo de la guerra y Diego Hurtado de Mendoza, cantor a lo guerrero del amoroso insomnio que a un tiempo crean el imperio y la lengua poética en que todavía hablamos con Dios, con el mundo y el trasmundo y con nosotros mismos los hispánicos de aquende y allende los mares. Colón cruza el océano, poeta de sí mismo, oyendo cantar señores del mar. En Lepanto, sobre la proa de una galera, mientras don Juan de Austria alcanzaba la sangrienta luna, Miguel de Cervantes se desangra de su brazo izquierdo para mayor gloria de la mano diestra. Y Hernán Cortés, y Quesada y Ercilla, con una mano mueven la espada y con la otra sueñan y narran su hazaña desmesurada. Y Bolívar, cruzando pampas devoradoras, trepando riscos y cortando ríos con su pecho, fundando patrias y vaticinando, es a un tiempo Odiseo, Aquiles y Homero de su epopeya. Todo fue antes en la palabra poética: también las tierras soñadas que luego se convirtieron en nuevas Indias, en temblorosas Américas. Recordemos el romance medieval de la Infantina de Castilla que fue a coger la flor del agua. Y también el porvenir palpita ya en nuestras palabras. Poesía de vida y esperanza Nosotros, poetas de América -la que tiene forma de corazón, forma triangular de arpa con ríos y vientos como cuerdas-, vamos a mover ese formidable corazón, a pulsar esa arpa multicorde. Pero cantando, no la canción del odio, el pesimismo, el derrotismo, la muerte, el nihilismo, el agonismo, no la canción de los sentimientos negativos, sino la balada de la ilusión y la alegría, de la vida y la esperanza, como quiso e hizo Rubén Darío cuando nos señaló el camino hace sesenta años.
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En el orden de la lírica se ha llegado a un extremo refinamiento verbal en la poesía de todo el mundo que habla español. Por esto y porque se trabaja con el delicadísimo instrumento expresivo, heredado del modernismo y de la generación española y americana de 1925, se ha caído, también, en una especie de reiteración de tópicos, en una suerte de pálido cansancio y amaneramiento. Se está corriendo el riesgo, nuevamente, de la torre de marfil o de la espiral torre de cristal en donde sólo crecen anémicas flores sin sangre en las venas. Y la torre de marfil es inmoral. Sobre el sentido profundo de la creación poética, en cierta manera sigo pensando lo mismo que hace veinte años, es decir, que la palabra poética debe ser, en principio, raíz, sustancia y testimonio de la memoria, frente a la fluencia de todas las cosas. “Diálogo del hombre con el tiempo”, la palabra poética quiere inmortalizar la experiencia que en un instante, o en un tiempo dado, anterior, presente o venidero, ha formado parte de nuestro corazón. Pero creo ahora que es preciso ampliar el ámbito de lo poético y salir del lirismo intimista, en un intento de expresar el hombre total, entero y unido: fundada no solamente sobre el cimiento de los sentidos, sino sobre la integridad viviente del hombre: naturaleza, historia y libertad, la sangre y los sueños, el pan y el infinito. Poesía puesta en todo el hombre. Más aún, expresar la ilusión y las esperanzas colectivas de un pueblo y de una estirpe. Es preciso saltar por la ventana del cenáculo, y de una retórica cansada, para buscar de nuevo el contacto con la tierra, con el hombre, con la historia. Abandonar la pretensión de poesía pura, en el sentido de los años treinta, y cantar rapsódicamente al aire libre, bajo las estrellas. Yo he aspirado siempre a una poesía de la ilusión y la esperanza que nos ayude a vivir. Más aún: la poesía que aunando la épica y la lírica, exprese lo americano –hombre, paisaje, pasado, porvenir- y anuncie, en nuevos himnos la unidad de destino en lo espiritual de los pueblos hispánicos que se asoman a los dos grandes océanos del mundo. Alumno de Platón, escudero de Garcilaso, soldado de Bolívar Señores académicos: me parece que en esta tarde el color de la hora, el aire bordado por la música y humedecido por las miradas de los rostros más queridos –mi madre, mi esposa, mis hijos, mis hermanos–, las viejas amistades, las súbitas amistades nuevas, las añoranzas y los presentimientos, constituyen una tan perfecta melodía, una tan dichosa confluencia de circunstancias, como si esta tarde, esta prima noche, me estuviera buscando desde el fondo del tiempo y todo para ella viniera preparándose, en una como secular, callada y misteriosa gestación. Bien valía la pena mirar las nubes y escribir en la arena y edificar en el viento vagos castillos de palabras, y haber cantado las muchachas y su boca rosal, y la patria, sus héroes y sus ríos para sentarse un día entre vosotros. Sólo puedo ofreceros el orgullo de no haber pertenecido a ninguna república de envidias y de haber soñado los más altos sueños nacionales. El orgullo de no haber escrito oscuros cantos ni invitaciones al odio, ni odas al arrabal de la persona humana. El orgullo de haber alzado contra el imposible, en medio del camino de la muerte, la bandera de la vida, el amor, la esperanza y la ilusión juvenil.
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Talvez al cubrirme esta noche de un honor inmarchitable, habéis querido honrar en mí a uno que quiso ser un lejano alumno de Platón en esta época de la náusea, a un escudero del caballero Garcilaso en esta época sin caballería, a uno que sólo ha querido ser un soldado de Bolívar, su padre, su amigo, su maestro, su capitán, su jefe único y su único jefe. Y en la mano una estrofa de amor Conocéis la leyenda: “Navegaban hacia una isla, recién descubierta, varios hombres remando. La tierra habría de ser para quien primero pusiera la mano en ella. El más ambicioso, el más desprendido, cortándose la diestra, la arrojó a la orilla por la borda. Y si perdió la mano, ganó para sus descendientes tierra y nobleza”. Vaya esta mano ideal a tocar la tierra nueva de la poesía del porvenir. Y en ella una estrofa de amor: Hemos amado a nuestra patria tanto como lengua mortal decir no pudo. Y podemos mirar serenamente y de frente los ojos de Colombia llenos de aviones, ríos y batallas, de campanarios, sueños y canciones, de siglos, de doncellas, de navíos, y a menudo también llenos de lágrimas. La patria es nuestra hija cada día y distraídamente acariciamos su cabello y dejamos por sus sienes una rosa y besamos su mirada. Nuestra patria descalza con los pies hundidos en los ríos amazónicos. La patria es un deseo de llorar y a veces un deseo de cantar. (2)
N. de A.: En 1942, a los 30 años de edad, el maestro Eduardo Carranza fue elegido académico de la lengua, siendo en su momento el más joven de nuestros inmortales desde Miguel Antonio Caro y su nombre fue propuesto por dos grandes admiradores del humanismo y la poesía: el doctor Eduardo Santos y el padre Félix Restrepo. La Academia Colombiana corresponde a la Real Academia de la Lengua Española en donde siempre se reservó el sitio que el honorable académico Eduardo Carranza ocupaba cuando visitaba a Madrid. En agosto de 1958 tomó posesión de su sillón de académico numerario de la lengua con su prosa anteriormente citada, La poesía del heroísmo y la esperanza y fue recibido por el honorable académico don Eduardo Guzmán Esponda, con su profundo estudio crítico que figura en el Capítulo III de esta misma obra.
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1.2 El poeta canta a las ciudades hispánicas Aquellos portentosos españoles A los cincuenta años de haber puesto planta por vez primera en tierra americana, los españoles habían recorrido todo el continente, desde las llanuras del Mississippi hasta la Tierra del Fuego. Habían escalado las cimas insignes de los Andes bajo el vuelo carnicero de los cóndores. Habían descendido a los hondos valles enervantes y mirado el tigre a los ojos. Anduvieron en marchas titánicas por las lunares praderas del Canadá, por las llanuras del Orinoco, donde el viento fatiga; por las crueles montañas Rocosas, por los áridos desiertos de la costa Pacífica y por la pampa argentina, tan ancha como la esperanza. Las duras islas del Pacífico austral que asalta el océano magallánico como un líquido terremoto; el mundo alucinante de la selva amazónica, los inmensos ríos desbocados, los archipiélagos sedientos del Pacífico tropical; las montañas planetarias de los Estados Unidos, vieron pasar a aquellos portentosos españoles con los ojos puestos en el imposible; los vieron pasar en sus armaduras, como en un friso homérico avanzando implacables a través del día y de la noche, entre las flechas envenenadas y la alimañas malignas, acechados por el indio y la fiera, por la fiebre y el tremedal, en una especie de delirio lúcido, desasistidos de todo posible apoyo, solos con su heroísmo. Los españoles realizaron entonces marchas increíbles que hoy, en la era atómica, no ha sido posible repetir. Y andaban no solamente tras el Dorado, o en busca de la fuente de la eterna juventud o el reino de las amazonas, o el valle de las palmeras de oro, o el país de las esmeraldas. Consciente o inconscientemente, como que eran hombres de su tiempo, españoles de su tiempo, empapados de cristianismo, de humanismo renaciente, a la española, les impulsaba un ensueño religioso, un ímpetu unitario al servicio de una comunidad universal de almas. Iban los españoles por el valle y el risco, por ignotos mares y tierras ignoradas, bajo las nuevas estrellas de Cortés y de Pizarro, de Quesada y Valdivia, sembrando cruces cristianas, raíces griegas, latinas instituciones civiles de Roma y de Castilla y palabras, hermosas y varoniles palabras, de la lengua imperial que hablamos. El solemne abuelo Todavía se oyen en la noche tropical, loca de relámpagos, los pasos del solemne abuelo que venía de una torre de Castilla, de un callado pueblo de Extremadura, de lo remoto andaluz o galaico. Avanza silencioso entre un aire temible, con pájaros felices y grandes flores de mirada mortal. Avanza entre los árboles con tantos años como hojas, entre la luz que ondula manchada de flores como un tigre. Mira de frente, a los ojos deslumbrantes del peligro, a los ojos de la boa, de lo desconocido, de la fiebre y del océano. Tiene la barba llena de hormigas blancas y sobre sus hombros han caído las hojas de cámbulo, con su rojo tan bello como la sangre en las bocas juveniles.
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Nuestras fronteras Y a lo largo de los mismos primeros cincuenta años surgen en pasmosa floración en todos los puntos de la rosa de la aventura, las ciudades que va sembrando el abuelo español en el páramo tiritante, en el llano azul de ríos, junto al mar. Desde un Madrid en Terranova o un Almadén cerca del Pacífico del norte, desde Jaén en la avanzada de la América ecuatorial que mira hacia el oriente, hasta un San Salvador en la proa brasileña que avanza hacia el Atlántico. Desde una Alameda, no lejos del círculo polar ártico, hasta un San Sebastián en la Tierra del Fuego, ya en la “Antártica famosa”. Ciudades que en un principio son lejanas aldeas perdidas en la vastedad, en la magnitud de América, pero que pronto ven levantarse al fresco cielo del Nuevo Mundo torres de catedral y de castillo y ven abrirse, al aire virginal, ojivas de universidad y de convento, ventanas de lonjas y cabildos, palpitantes campanarios y miradores de galanía. Ciudades bien nombradas: a veces en la melodiosa, frutal y morena lengua nativa: Popayán y Copacabana, Tegucigalpa y Guayaquil, Maracaibo y Anolaima y Quezaltenango. A veces con aquellos nombres españoles que al pronunciarlos nos ennoblecen la voz: Málaga y Valladolid, Ávila y Burgos, Salamanca y Ocaña. En realidad, las bautizan con el nombre de su nostalgia y al sembrar la ciudad siembran su corazón. Así nace el mundo hispanoamericano: enlace de vocablos, alianza de sangre, comunión de almas, de tierras y de mares. Así, y en esta fabulosa hazaña fundacional, América se hace española, América se hace castellana y andaluza y extremeña y leonesa y aragonesa. Pero también España se hace americana, España se hace colombiana y chilena y ecuatoriana y mexicana y norteamericana. Y por todo esto podemos decir que América empieza en los Pirineos y España termina en la Tierra del Fuego. Las ciudades navegantes Y luego esta maravilla jamás vista de las ciudades que cruzan el océano. Un Santiago, como inmenso navío de piedra románica, echa de pronto a navegar por trigales y olivares, encinares y mares, hasta anclar junto a la estelar cordillera, el apóstol en la proa, mirando absorto la Cruz del Sur sobre los Andes australes. Y una Pamplona, la “Esparta de Cristo”, que silenciosamente se desliza desde su heroica montaña, desde la orilla de su río de Patinir, para posarse, como una paloma también de piedra, en el regazo de la montaña colombiana. O es una Granada que abre sus jardines como alas para volar tras el corcel de Hernando de Soto hasta el norte de los Estados Unidos. O una Barcelona que se traslada hasta el terrible corazón de la selva amazónica. O una Córdoba que amanece de repente en una sierra bañada por el cielo argentino. O un Toboso, ¡oh Dulcinea, oh querido y buen Alonso Quijano!, cerca de Nueva York. O un Villavicencio en medio de la llanura donde el día se alza con cresta de gallo y la luz se pone en pie y canta.
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Son las ciudades navegantes. Las ciudades peregrinas que ahora vuelven a la antigua casa de la joven y hermosa madre milenaria, a esta casa de piedra pura, en donde el aire es el honor. Una realidad sobrenacional Este diálogo entre las gentes del Pirineo y los Andes, del mar de Homero y del mar de Rubén Darío, del luminoso Atlántico platónico y el colérico de Vasco Núñez de Balboa; este diálogo, aquí, bajo la cúpula de la hispanidad, en el corazón de la primavera española, bajo la palpitante luz de Castilla, entre gentes que hablan la misma lengua imperial, que comulgan en la misma fe y se siente partícipes de idéntico destino, irrevocablemente ligadas en pasado, presente y futuro, tiene tal magnitud histórica, realiza tantos sueños, tiene tanta nobleza y emoción, que dan ganas de llorar. Porque aquí tocamos con la mano, en la persona de sus príncipes o principales, un hecho insoslayable, y es éste: existe más allá de nuestras amadas, intangibles y soberanas realidades nacionales, una realidad sobrenacional, una comunidad ideal, una potencia moral, aquella por la cual lucharon Isabel la Católica y Simón Bolívar, aquella que vaticinó Rubén Darío, aquella que soñó nuestra generación en sus horas más puras y patéticas, aquella que queremos llamar nacionalismo hispánico planetario con misión universal o imperio espiritual hispanoamericano, repitiendo sin miedo la hermosa y arrogante palabra imperio. De nuevo nuestra campana suena por el cielo y existe de nuevo, aquí lo estamos respirando, un patriotismo hispanoamericano. Que nuestra generación asuma el grave destino de encarnar en hechos políticos, en realidades del mundo actual, lo que hasta ahora tenía la forma de un sueño, un sueño de poetas y visionarios. Que nuestra generación asuma, enfrentándose, si es preciso, al imposible, como los conquistadores y los libertadores se enfrentaron al imposible de su tiempo, la magna tarea de restaurar la unidad del mundo hispánico y hacer de Hispanoamérica la nueva patria y de la juventud y el equilibrio, la estrella de la fe y la libertad, el último refugio del humanismo y la caballería. Hispanoamérica (España y América) debe elevarse otra vez a instrumento de historia universal, encontrando la alianza de la libertad y la justicia, del pan y del infinito, del alma y su contorno, de la sagrada persona del hombre y el estado, instrumento de Dios, de la nación y del pueblo. Que una ráfaga mágica ponga en marcha las almas y los hechos como en una resurrección, en ello nos asistan nuestros héroes, conquistadores y libertadores, detrás del aire, en su guerrera eternidad. Es preciso avanzar hacia la unidad verdadera, que es para nuestros pueblos el único camino posible. Estamos frente a un dilema implacable: o unidos o sojuzgados. Y si no avanzamos en la vía de la unidad, en esta última ocasión que se nos brinda, habremos fracasado como generación, y de ello hemos de rendir cuenta a Dios y a nuestras patrias. Las hijas tuyas, España, amada España Esta asamblea de ciudades constituye ante todo un acto de fe, de esperanza y de amor en cuanto vengo diciendo. Aquí toda la vastedad del mundo que reza a Jesucristo en español.
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Aquí la señorial Lima infanzona, con su aire gentil, a cuyos pies la ola se deshace como una rosa que cantara. Aquí Valparaíso, como una isla de amor rodeada del mar, el cielo y los jardines. Aquí Cartagena de Indias, la que fuera gran piedra heroica del imperio español, frente al azul homérico de su mar, que ilustran navíos, batallas y delfines. Aquí Tegucigalpa, tan bella como su nombre, entre los pinos. Aquí San José de Costa Rica, con una orquídea entre los dedos. Aquí la clara y fértil Montevideo, con la luna de América en la sien. Aquí Caracas, morena y bien amada de Bolívar. Aquí la Paz, tan alta como sus hazañas. Aquí la mágica ciudad de México, hacia cuyo aire verde-azul ascendiera Hernán Cortés llevando el alma sobre el hombro como un águila. Aquí San Salvador, como un ramo de flores en la arena. Y Quito, igual a una celeste casa, con su buen corazón de trigo, parecida también a aquellas santas medievales que tienen en el hombro una catedral y una ermita en la mano y su cabeza hundida en las estrellas ecuatoriales. Aquí Managua, que fluye como un verso feliz, con una rosa en el pelo. Aquí la rumorosa Medellín de Colombia, que trabaja cantando como los molinos. Aquí Río de Janeiro, de ojos negros, en la puerta del porvenir. Y Panamá, con el ruiseñor marino frente al oído. Y la Habana en su isla bienaventurada, parecida en su forma a la huella del pie divino sobre el agua. La Habana de donde salen los barcos cargados de poesía. La Habana hacia donde vuela una paloma y en cuya ventana sonríe una muchacha. Aquí Sao Paulo, de pecho varonil y grandes alas. Y Guatemala, bajo el relámpago de los quetzales. Aquí Santo Domingo, en la Hispaniola, donde aquel almirante poeta de ojos claros y de alma silenciosa, creyó encontrar el paraíso terrenal. Aquí Cali, bajo las palmeras y atravesada por un río de corrientes aguas, puras, cristalinas, como la égloga primera de Garcilaso; Cali, de aire nupcial; Cali, amorosa bajo la luna romántica de María. Aquí San Juan de Puerto Rico, en su isla florecida por gentes de nuestra paz y mecida como una lánguida hamaca por la música borincana. Aquí Asunción del Paraguay, Asunción la florestal, la espartana, en su guerrera lejanía. Aquí inmensa Buenos Aires, honor de nuestra raza, bajo su bandera parecida al cielo cruzado por nubes deslumbrantes cual río donde el barco va dejando una estela. Aquí Guayaquil, bajo las alas de la mariposa azul que sueña sobre el pecho de su río. Aquí Santa Marta, la más antigua ciudad de tierra firme, frente a su bahía divina, que parece un auditorio de sirenas; Santa Marta, que guarda, como un cofre de piedra y de ternura, el último latido del corazón de Bolívar. Aquí la melodiosa Ibagué, cantada por la serenata nocturna de su río y sus estrellas. Aquí Pasto, tiernamente, bajo las doradas nubes del sur. Aquí la callada, la heroica, la nostálgica ciudad de Popayán, en donde está enterrado don Quijote de la Mancha.
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Aquí Manizales, alta de amores y de ojivas. Aquí Santa Fe de Bogotá, en la cima de la primavera perpetua fundada sobre un grito de asombro de los conquistadores, Santa Fe de Bogotá, donde está enterrada la espada de don Gonzalo Jiménez de Quesada, guerrero, poeta, navegante y caballero del emperador y gentil justador granadino. Aquí mi bella y amada ciudad de Villavicencio, en la orilla del llano sin fin, a la que a veces siento desde lejos el deseo de besarle los ojos; Villavicencio, en cuya puerta, piafando, me espera un potro. Aquí ciudades y pueblos y villas hijas tuyas España, España, amada España. Hemos venido cruzando el mar por amores, como el conde niño de misterioso romance; hemos venido en amoroso y rumoroso tropel a traerte ramos de amor, ramos de esperanza, ramos de gratitud, ramos y ramos de furiosa y radiante luz americana. Venimos de nuevo a tus rodillas milenarias, España, a evocar, en torno al hogar siempre encendido, antiguas cosas de la infancia, a contarnos los afanes de ahora y a soñar juntos, mientras nos pasas la mano por los cabellos, amada madre, los sueños del porvenir. Hemos venido a conversar con tus hijos, con nuestros hermanos, a la sombra del árbol que con su copa toca las estrellas de Cervantes; con el alcalde de Salamanca, por ejemplo, que es como decir el alcalde de la dorada sapiencia; con el alcalde de Oviedo, que es como decir alcalde del heroísmo; con el alcalde de Sevilla, que es como decir alcalde de la poesía; con el alcalde del Toboso, que es el alcalde del amor y la ilusión; con el alcalde de Madrid, es decir, el alcalde de la gracia y la alegría. En todos hemos hallado una abierta mano fraterna, una mano como un corazón con cinco dedos. Palabra de honor Quiero terminar diciendo en presencia de España y en nombre de Hispanoamérica las palabras que siguen: Un joven héroe dijo que ser español es la cosa más seria que se puede ser en el mundo. Pues bien; vosotros los peninsulares sois españoles por una hermosa e insoslayable fatalidad. Nosotros, los de allende el mar -pastores del altiplano boliviano, pescadores de las lánguidas Antillas, mineros de Chile, jinetes del Orinoco, labradores de las tierras altas, bogas del Magdalena, gentes del mar y de las ciudades, de las fábricas y de las aulas, gentes de sangre mezclada y tumultuosa- sobre nuestra condición de criollos, de insobornables americanos, participamos también, hermosa y venturosamente, del honor y la dignidad de ser españoles. Somos españoles porque nos da la real gana de serlo; porque queremos serlo; somos españoles por elección, por una libre decisión de nuestra voluntad. Pero sabed, y quede solemnemente dicho ante ilustre audiencia, en tan alta y memorable ocasión, en la puerta de una gran esperanza, que somos partícipes del gran sueño hispánico unitario, que a él hemos fiado nuestro destino y que nada ni nadie podrá separarnos de España. Palabra de honor. (2)
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N. de A.: Este discurso fue dirigido por el maestro Carranza durante la Clausura del Primer Congreso Iberoamericano de Municipios en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, el 18 de junio de 1955, ante el cuerpo diplomático iberoamericano acreditado en España, miembros de las delegaciones iberoamericanas y alcaldes españoles. El general Francisco Franco presidía la clausura. El poeta Eduardo Carranza, encargado de la misión diplomática de Colombia, que ocupaba la tribuna en representación de los municipios de Hispanoamérica, pronunció esta oración que ha sido comentada y analizada por el alcance histórico-político que expresaron sus palabras, “entreguistas”, para algunos. Sin embargo, éste fue siempre recordado por Carranza como su mayor éxito como orador. El poeta eliminó con su puño y letra el subtítulo original: España termina en la Tierra del Fuego. América empieza en los Pirineos con que figura en el tomo que conservo como su obsequio (2) y escribió: Nuestras fronteras. Parece que este “hallazgo literario” de decir que España terminaba en la Tierra del Fuego, le había costado suficientes sinsabores. Uno de los críticos más acérrimos al “españolismo” de Carranza y a su “entrega” irrestricta al generalísimo Franco fue, sin lugar a dudas, nuestro dilecto amigo el filósofo y escritor Rafael Gutiérrez Girardot, de quien recibí en Múnich una llamada telefónica desde Berlín en 1981, para comentarme su descontento con la actitud adulatoria de Carranza en esta ocasión hacia el general Franco, quien “lo aplaudió hasta rabiar” en la ceremonia de clausura del mencionado congreso. Nuestro filósofo acababa de leer en mi Gran reportaje a Eduardo Carranza el júbilo de Franco al escuchar estas palabras del poeta colombiano. 1.3 Breve elogio del castellano imperial “En la ciudad de Bogotá, capital de la República de Colombia, a 6 de agosto de 1871, a las once de la mañana, se reunieron los señores don Miguel Antonio Caro, don José Manuel Marroquín y don José María Vergara, miembros correspondientes de la Academia Española, en la casa de habitación del último, el cual expuso que los había convocado con el objeto de deliberar sobre el acuerdo de la Academia Española, expedido en Madrid el 24 de noviembre de 1870 y relativo a la creación de academias españolas correspondientes de la Española misma”. En una vieja casona española llena de silencio, de aquel maravilloso silencio de antaño, semejante al que halló don Quijote en la casa de
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don Diego de Miranda, el caballero del Verde Gabán, se han reunido los tres caballeros santafereños. Allí la cabeza poderosa de Caro, capaz de pensar en América. Allí la fina y bondadosa estampa de Vergara. Allí el cenceño hidalgo de Yerbabuena. Les reúne la fe en la lengua española, la esperanza en la lengua española, el amor a la lengua española. Hay en la casa un jardincillo en donde arden los geranios con su rojo tan bello como la sangre en las bocas juveniles. En su jaula calla el turpial. En la tinaja, rezumante, tiemblan el cielo y la frescura. La mano nerviosa de Marroquín escribe: “Después de haberse leído el documento citado, y habiendo parecido a todos la idea de la Academia benéfica para las letras y adecuada para avigorar los vínculos de fraternidad que deben ligar a pueblos de un mismo origen, religión, lengua y costumbres, la aceptaron unánimemente”. Fuera, por la calle de piedra, cruza entre campanilleos un coche ladrado por algún lebrelillo. Se oye el chorro eterno del agua en la alberca de piedra gris, verdeante. Cruzan la paloma y la golondrina sobre el amplio huerto de frutas y hierbas bondadosas y se posan un instante sobre el tejado con verdín, contra el azul en calma. El escribano deja correr la pluma en rasgos amplios y seguros: “Nombróse Director de la Junta al señor don José María Vergara y Vergara, y secretario al señor don José Manuel Marroquín. Se discutió sobre el número de miembros que deberá tener la Academia Colombiana, y después de considerarlo maduramente, se aprobó el número de doce, propuesto por el señor Caro, como conmemorativo de las doce casas que los conquistadores, reunidos en la llanura de Bogotá el 6 de agosto de 1538, levantaron como núcleo de la futura ciudad”. En el antiguo silencio apenumbrado, entre el noble brillo de los espejos y los muebles de caoba, se oyen, apenas, el rasgueo de la pluma, el mínimo rumor de la carcoma, el latido de un dorado y floreado reloj de bronce y porcelana. Del final de la calle viene el eco de un piano. La mano de una lánguida y pensativa señorita balancea una sonata de Chopin, que esparce un como polvillo de oro y de nostalgia. El Señor Vergara firma “con la mano invadida de corazón”. De su noble y puro e hidalgo corazón hispánico, donde naciera la Academia, dos años atrás durante una estancia en Madrid. Ha llegado al final de un sueño. Ahora tiene los grandes ojos oscuros puestos en el futuro. Y tiene la barba en la mano como el soñador de Azorín... Y todo está nimbado por el aire ensoñador de El Mosaico. Es un día seis de agosto, como hoy. Está fundada la Academia Colombiana, la más antigua entre todas las hispanoamericanas. Tañe pausada una campana. Reina el azul de otro tiempo. Vuela sobre la vieja ciudad monástica el viento de las cometas. Sobre los tejados destella el sol de la Nueva Granada. Hace de esto ochenta y nueve años.
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Era un día como el de hoy, un día de nuestro morado, lluvioso y patético siglo diez y nueve. A la Academia se le fiaba como un honor y como un deber la custodia de la lengua. Y como en su pórtico ideal campean estas palabras: “Nada, en nuestro sentir, simboliza tan cumplidamente la patria como la lengua”, era y valía tanto como fiarle, en lo más alto de la patria, la custodia de la bandera. *** En esta casa de la hermana mayor nos hemos encontrado “unos cuantos hombres parecidos sustancialmente en el honrado servicio de esta lengua que nos une, afirma e incita”. Nos preside, idealmente, la joven y hermosa madre milenaria: España, España, nuestra amada España. Nos hemos encontrado para conversar en la lengua que nos es común, y, venturosamente, esa lengua es el castellano imperial “capaz de haber envuelto en la noble red de sus palabras toda la cósmica redondez de nuestro planeta”. “Nuestra lengua castellana -dijo Pedro Laín-, recia y una en su esqueleto léxico y sintáctico, vigorosa o delicada en la musculatura de su frase, una lengua común y varia y con una riqueza de color, sabor, olor y tacto como jamás otra lengua tuvo sobre la faz de la tierra: el color del marfil y del bronce, el sabor de la sal y del café, el olor del mirto y de la canela, la aspereza del roble y la suavidad del ceibo, todo ello tiene la piel de nuestro idioma según el lugar del planeta donde se le hable o escriba”. Nos hemos reunido para vigilar el latido de su cotidiano ensanchamiento, de su rica y sanguínea vitalidad, de su verde y juvenil pujanza. Pues que no hablamos una lengua conclusa, no es el español un idioma embalsamado y que haya cristalizado en su forma definitiva. Si así fuera, estaría en vísperas de su fina inmovilidad, de su muerte. Es un organismo vivo, y como tal, susceptible de ganar y de perder. El español no es una lengua perfecta, como no hay árbol perfecto sino en los esquemas de los científicos, donde los árboles no dan sombra, ni se alzan en alas y trinos hacia el cielo. Nada de lo que vive está acabado. Nuestra lengua no está muerta ni es perfecta, pero posee esa belleza diaria, manantial y ondulante, que es la perfección de lo que vive. *** “Una lengua es ante todo un hábito de la entera existencia del hombre, una sutil impronta que nutre y configura la mente y la vida de quien como suya la habla”. La palabra con su carga de vida secular es, pues, portadora del tono existencial, del estilo, de la sangre, los amores, los sueños, el espíritu, la ilusión y la esperanza de una estirpe. Por eso estamos aquí, bajo un rocío de siglos, bajo el árbol insigne que toca con su copa las estrellas de Cervantes, en diálogo tan emocionante que dan ganas de llorar, gentes del Pirineo y de los Andes, del mar de Homero y de Raimundo Lulio y del mar de Rubén Darío, del luminoso Atlántico platónico y del colérico océano de Vasco Núñez de Balboa, abierto al misterio del porvenir.
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Estamos montando guardia por la independencia e integridad y unidad del español para que no se cumpla el ansioso temor de Rubén Darío: “¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?”. ¡No! Ya lo sabemos con esa más honda sabiduría del corazón. Seguiremos rezando en español a Jesucristo. Hablando a Dios en español de nuestras tierras, nuestros hombres y nuestros mares. Tenemos el honor de hablar una lengua que, lo dijo el César Carlos V, ha sido hecha para hablar con Dios. Y recordemos que en español, en ceceante y tembloroso español, se escribió la fe de bautismo de América una mañana de oro de 1492. El día en que nuestra historia empezó a ser el sueño de España en los ojos de América. El congreso a que hemos asistido, convivio serio y sonriente, tierno y varonil, con su hidalgo, fraterno e ilusionado ambiente, nos prueba que andamos en el buen camino de la unidad, la comprensión y la integración, y que será posible evitar, en el orden de la lengua, los extravíos que en el orden del imperio político no supieron evitarse en 1808, cuando los españoles americanos sólo pedían por la voz de Camilo Torres en su noble y sereno Memorial, “conseguir dentro de la unidad -son sus palabras- los mismos derechos de representación y poder de los españoles peninsulares”. A los hispánicos nos conocerán por la lengua antes que por cualquiera otra esencialidad o circunstancia. El pálido marinero filipino, el tostado llanero del Orinoco, el rubio trajinante de Buenos Aires, el bronceado pescador antillano, el andino pastor de llamas, el minero de Asturias, ojiazul; el rojizo segador de Castilla, el moreno jinete de Andalucía, el hombre del café en Colombia y el de las palmeras en Cuba y el del olivar en Extremadura y el de la vid en Chile y el del telar en Cataluña y el minero de Bolivia y el alfarero de Valencia, hablando se reconocerán próximos, hermanos, partícipes de una ideal comunidad, que nosotros los que, por la gracia de Dios, ponemos nombres a las cosas, queremos llamar, lo repito, nacionalismo hispánico planetario o confederación de almas hispanoamericanas, bajo la gran cúpula radiante de la hispanidad. La lengua es, entonces, lo unitivo para nosotros. Y la lengua es, entonces, también una política. Y defenderla es afirmar y defender la nacionalidad hispanoamericana. Somos el área del alma. Porque la lengua es también la patria del alma. Y si la lengua es la patria del alma, nuestra patria se llama, también, Miguel de Cervantes. Y la asamblea aquí reunida pudiera llamarse, sin mayor esfuerzo de traslación poética, Asamblea de las Naciones Unidas del Alma. Repitamos, porque llega muy bien la inmarchitable estrofa de don Miguel de Unamuno: La sangre de mi espíritu es mi lengua y mi patria es allí donde resuene soberano su verbo. Nuestra manera de ser hombres, nuestra alma, la contamos, la confirmamos y la cantamos en español. Pero nuestra manera de ser hispánicos -¿verdad, Pablo Antonio Cuadra?-, porque España se hizo americana, es decir colombiana, o
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nicaragüense, o chilena, por ejemplo, nuestra clara y recta manera de ser españoles es, siendo colombianos, o nicaragüenses, o chilenos, bien hincados en nuestro limo ancestral, surtiéndonos de nuestras raíces de piedra y alma en España; raíces de indio y de viento y de río en América. Somos, pues, y esto les presta drama y dignidad universal a nuestras vidas, a un tiempo americanos, orgullosamente, y orgullosamente hispanofiliales. Celebremos (finalmente, en esta conferencia cumbre del espíritu) la gloria de la lengua española, en cuyo imperio no se pone el sol. La que se habla por igual, y es emocionante decirlo, porque Roma conoció tanta grandeza, junto a la pared azul del Pirineo y bajo la estelar cordillera de los Andes. A orillas del Duero del Cid y a orillas del Amazonas de Bolívar. En la normativa llanura de Castilla por donde el Cid cabalgó y en los inmensos llanos del Orinoco que atravesó Bolívar seguido por la ráfaga de sus jinetes llaneros. La lengua en que se dicen las palabras más hermosas y hondas, y altas, y gallardas, y tiernas del mundo. Palabras éticas y bellas. Figuras del cielo moral y del firmamento estético. Palabras duras y palabras jugosas. Como la palabra honor, con esa su noble resonancia, que es como el aire del alma bien puesta. Como la palabra Castilla, que se ve de lejos como una hoguera por la noche. Como la palabra mar, tan bella como el mar. Y la palabra amanecer, en cuyo extremo canta un gallo. Y la palabra luz, que fluye entre palmeras como un río del Paraíso Tropical. Y la palabra María, azul como las venas de la música. Y la palabra muchacha, con los ojos fijos en el ensueño. Y la palabra gracia, como un álamo. Y la inmensa palabra América, azul de ríos. Y la palabra libertad, que toca el cielo como la cabeza del jinete llanero. Y la palabra melancolía, plateada de otoño y primavera. Y la palabra Colombia, que abre sus alas de alma y de jazmín. Y la palabra Chile, en cuyo corazón palpita la estrella solitaria. Y la palabra hidalguía, hecha de fuerza y de ternura y que se inclina ligeramente como el caballero que recibe las llaves en el cuadro de Las lanzas. Y la palabra gravedad, que toma noblemente del brazo a la palabra ternura. Y la palabra primavera, como una lámpara de flores. Y la palabra juventud, que es, dicen, de color púrpura. Y la estrellada palabra esperanza. Y la palabra amigo, de donde nace el trigo. Y la palabra amor, por donde sale la luna. Y la palabra España, que convoca la luz como una espada. Y la palabra azul. Señores académicos: en la puerta de Siena, la bella ciudad gótica de Toscana, Siena, la bien amada y la bien cantada -recuerda
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Eugenio Montes-, en la puerta por donde se entra, viniendo de Florencia, sonríe esta inscripción: “Su más bello corazón, Siena te ofrece”. Al deciros adiós esta tarde, en nombre de la Academia Colombiana, escribo en el muro de la amistad y de la poesía, sencillamente, tiernamente, ilusionadamente, este letrero: Colombia os ofrece su más bello corazón. (2)
1.4 Anhelo y profecía del mundo hispánico América La flor del agua Me gusta siempre pensar que en el romancero español, soñado, vivido y escrito por ese gran poeta que es el pueblo, estaba ya contado el descubrimiento de América y que allí se narra, casi, la navegación de las carabelas. Me gusta pensar que allá por el último tercio del siglo xv, en Salamanca, por ejemplo, y en lo alto de una torre, la torre del Clavero, por ejemplo, una doncella de ojos claros, que era princesa de Castilla, oyó cantar entre el río y las estrellas, algún romance como aquel que empieza: Conde niño por amores, es niño y pasó la mar... O aquel otro de la infantina que anduvo sobre las olas para cortar la flor del agua: Mañanita de San Juan anda el agua de alborada. Estaba Nuestra Señora en silla de oro sentada, bendiciendo el pan y el vino, bendiciendo el pan y el agua, cuanto en el mundo se halla. Dichoso varón o hembra que coja la flor del agua... O aquel otro, tan misterioso, del conde Arnaldos, que ve llegar una galera -velas de seda, jarcias de plata torcida- tripulada por el órfico marinero que solamente canta su canción que detiene las olas, suspende el vuelo de los pájaros y hace subir los peces a la superficie del mar; que sólo canta su canción a quien mágicamente va con él. Y me gusta pensar que la princesa de ojos claros, oyendo este romance, sintió en sus entrañas la alegría y el estremecimiento de América, y entendió la canción del marinero y se fue con él hacia una tierra lejana, cálida y fragante, bajo el vuelo de las palmeras y los pájaros de colores. América. Porque hace cinco siglos vio también la doncella Isabel, sobre el cielo del amanecer, una nube con los bordes traspasados de sol, que tenía la forma arrebolada y voladora de una carabela, la Santa María.
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La Bella Durmiente del Mar América existía calladamente como un extendido y adormecido cuerpo de doncella tras el ala de la distancia y de la fábula. Esperaba con labios de enamorada. Con sonrisa de espuma. Con su tórrida piel de arena silenciosa. Con su voz de sirena india dulcemente ronca. América, azul de ríos. América apoyaba sus pies sobre la Tierra del Fuego y un quieto relámpago congelado coronaba su frente septentrional. En torno a su delgada cintura el verano deliraba, bebiendo un vino de palmeras, y danzaban las olas y los vientos oceánicos. Por la pampa huían los corceles del viento. Ardían en la selva las maderas fragantes y brillaban los ojos del tigre entre las flores peligrosas. Se oía la patética respiración del abismo. Se abrían inmensas flores casi femeninas. Crecían los árboles de súbito. Perfumaba la piña y parpadeaban los cocuyos. Sobre los páramos tocaba la niebla su flauta desleída. Por los hondos valles en donde el alba desemboca “como una roja turba de leones”, circulaba la fiebre como una florida sangre terrible. Cruzaban ráfagas de fruta y bandadas de flechas. Por los inmensos ríos desbocados bajaban la tarde y las piraguas. La india melodiosa coronaba sus cabellos con una rama furiosamente verde. Una rama de esperanza brillaba sobre la morena sien de América. En la madrugada de un día como éste, hoy hace cuatrocientos ochenta años, el grito de un español dividió la Historia en dos y despertó a la Bella Durmiente del Mar. En la proa de la Santa María vigilaba el almirante de frente silenciosa, en cuya mano pálida y errante florecía la rosa de los vientos. El puro viento de Castilla inflaba las velas. El dorado viento andaluz. El húmedo viento galaico. El viento músico del Levante. El seco viento de Extremadura. El aguileño viento del Pirineo. El inmenso viento de España y de Cristo. El viento del espíritu. Y fue América. Nuestra Hispanoamérica, que tiene forma triangular, de arpa y corazón. Forma cordial de caracol, en donde puede escucharse, como un mar, el porvenir. Fue América pedestal de una y total humanidad. Asiento de la raza universal creada por España, sembrada por España en su darse y desangrarse sin medida y sin término. Dándose a lo divino, que, según palabras de santo, consiste en dar lo que se tiene y más de lo que se tiene. Y fue un nuevo destino, todavía inconcluso, planeando sobre el mundo. Todo por el amor de España fundadora. Hispanoamérica Yo no creo en esa gaseosa entidad étnica y cultural que llaman latinidad. Mi patria, nuestras patrias, no pertenecen, no pertenecieron nunca a esa vaga y equívoca galaxia. Tal concepto -por lo demás indefinido e indefinible- y el vocablo que intenta expresarlo, Latino-América, son de moderna invención. Y se encaminan, olvidando que la historia es irreversible, a disminuir y diluir la hazaña creadora, fundacional y misional, de España en América. A España corresponden el honor y el orgullo de haber creado un nuevo mundo histórico y social. No somos nosotros un espacio espiritual en disponibilidad. Somos criollos colombianos, hispanoamericanos y, más anchamente, hispánicos. España Madre.
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Yo amo -y es bueno repetirlo ahora y siempre- a “esa nación de teólogos armados”. A ese pueblo que “ha querido demasiado”. España. Mi corazón va y viene sobre el mar, con alterno latido, de “la gran piedra lírica” de El Escorial, a la gran piedra heroica de Cartagena de Indias, condecorada de batallas y canciones. Allá toco mis raíces de piedra y alma. Aquí toco mi orgullosa raíz americana de indio y río. España. España, castillo y catedral del mundo. Plaza de toros del mundo. Voz cantante. Campana mayor. Amo a mi joven madre milenaria. España. España “pura entre las regiones del mundo, azul y victoriosa”. Anhelo y profecía Estamos viviendo plenamente en la era de los Estados mundiales. Los eslavos han construido el suyo, y el suyo han construido los anglosajones. Otros pueblos -amarillos del Lejano Oriente, árabes y africanos de color dotados también de vitalidad y destino- pugnan hacia la meta de su reintegración en federaciones de índole diversa, siempre acordada a su genio profundo. Constituidos nosotros en un radiante haz de patrias hispanoamericanas, tendremos de nuevo vigencia y presencia en el mundo. Un águila vuela sobre México. Sobre el hombro de Chile se posa la radiante paloma; qué digo, la estrella solitaria. Y sobre nuestra patria vuelan el cóndor insigne y la mariposa azul de Colombia. Y del Río Grande a la Tierra del Fuego se oye el preludio de los nuevos himnos que ha de cantar en voz alta el vasto coro de nuestros pueblos. Somos la Atlántida, que ha salido a flote. Limitamos con Asia, Europa y África. La médula histórica y cultural de nuestro ser se llama España. Su savia telúrica, poética y juvenil se llama América. Su misteriosa raíz, mágica y mítica, se llama la Atlántida. Soñemos, es preciso repetirlo una y otra vez, con el Estado mundial hispánico de tipo espiritual y económico que tiene el extremo de una de sus alas en el Pirineo, el extremo de la otra de sus alas en las islas Filipinas. Su corazón, sumergido, late en la Atlántida. Sus alas inmensas son dos océanos. La edad de Oro está en el porvenir. Su nombre es Hispanoamérica. Y su apellido es la Esperanza. (2)
1.5 Introito de un discurso frente al imperio ... Existe más allá de nuestras amadas, intangibles y soberanas realidades, una realidad sobrenacional, una comunidad ideal, una potencia moral: aquella por la cual lucharon Isabel la Católica y Simón Bolívar, aquella que vaticinó Rubén Darío, aquella que soñó nuestra generación en sus horas más puras y patéticas, aquellas que queremos llamar nacionalismo hispánico planetario con misión universal: Hispanoamérica del dolor y la esperanza. Bolívar dijo: Para nosotros la patria es América. Pero con el paso del tiempo la carga conceptual y emocional de las palabras puede modificarse lenta y, a menudo, como en este caso, peligrosamente. América significa hoy otra cosa. Nosotros sabemos lo que quiso hacer y decir Simón Bolívar. Y como la tradición no consiste, cuando es dinámica y creadora, en la terca permanencia al
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pie de cuanto hicieron o dejaron los abuelos sino en adivinar lo que ellos hubieran hecho o dicho con nuestra peculiar e intransferible circunstancia histórica, preferimos hacer y decir: para nosotros la patria es Hispanoamérica... La unidad constituye para nosotros, pueblos hispanoamericanos que miran a los grandes océanos del mundo, cuestión de vida o muerte, tarea inaplazable sobre la cual no podemos errar si queremos, una vez más, participar en la historia universal. La unidad -esto es preciso repetirlo angustiosamente- es la suma y decisiva condición de nuestra permanencia en la historia con signo diferencial. Es ésta, y no otra, inicialmente, la misión dramática de nuestra generación, entendiendo por tal la comunidad de todos los hispanoamericanos nacidos después de 1900. Esta circunstancia esencial, este nuestro destino insoslayable, nuestro deber en la historia que vivimos y sufrimos, y en la que es nuestro destino participar. Conquistadores y libertadores cumplieron su destino, el suyo, el de su tiempo, trágica y bellamente: el hermoso y arriesgado destino de ser la generación libertadora. Es el nuestro, ser la generación reunificadora. Avancemos hacia el destino alegre y seriamente, apoyados en el pasado necesario, andando con los ojos abiertos sobre el presente y con una mano en el alado corcel del futuro. Avancemos hacia la aurora de esa solemne estación humana que ya sentimos en las entrañas del porvenir, tácita, futura, subyacente, como la próxima primavera. Que nuestra generación asuma, enfrentándose, si es preciso, al imposible -como los conquistadores y libertadores se enfrentaron al imposible de su tiempo-, la magna tarea de restaurar la unidad del mundo hispanoamericano y de hacer de Hispanoamérica la nueva patria de la juventud y el equilibrio, la estrella de la fe y la libertad, el último refugio del humanismo y la caballería. En el drama de imperios que vivimos, patéticamente asaltados y aterrados por dos materialismos en pugna, nuestra misión consiste, creemos algunos, en defender el puesto del hombre y del espíritu en la lucha total por el poder total. Y para ello ante todo, formar conciencia de que somos una unidad de pueblos, una vasta confederación de tierras y de almas con unidad de destino en lo universal. Para enfrentarse a este inmenso designio Hispanoamérica debe elevarse a instrumento de historia universal, encontrando la alianza de la libertad y la justicia, del pan y del infinito, del alma y su contorno, de la sagrada persona del hombre, y el estado, instrumento de Dios, de la nación y del pueblo. Que una ráfaga mágica ponga en marcha las almas y los hechos como en una resurrección y en ello nos asistan nuestros héroes, detrás del aire, en su paraíso a la sombra de las espadas. (...) Pero aquí se levanta la sombra gigantesca del enemigo. Ahora sabemos dónde está el enemigo. Hasta hace veinte años era casi posible dudar y esperar honradamente. Hoy cualquiera duda se parece a una traición. Toda política enfrentada al porvenir, en cualquiera de nuestras patrias, que ignore cuál es el enemigo, por interés, ingenuidad o cobardía es una política suicida o mercenaria. No hemos escogido el enemigo. Nos lo asignó la historia es decir una fatalidad geográfica, espacial y temporal. Es el enemigo que entrevió el Libertador volando en su
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caballo blanco, sobre los años ochocientos, por los espacios abiertos del porvenir del vaticinio. Dentro de las fronteras nacionales de Hispanoamérica el enemigo tiene su cómplice más eficaz en la abyecta sumisión, en el obsecuente servilismo de lengua como alfombra, en la adulona aquiescencia y el señoritismo extranjerizante de algunos grupos de la casta dirigente, que ha vendido su alma al diablo, es decir a las cosas visibles, a lo contable, rentable y tabulable. Y que sólo ve por un ojo y ese ojo lo tiene en el estómago. Esa casta que con su aterradora irresponsabilidad, su codicia aterradora, su feroz egoísmo, su frivolidad, su hipocresía, su carnicera y succionante voracidad... está rompiendo los vínculos de la solidaridad social, está erosionando la moral colectiva, está minando los fundamentos de nuestra vida personal y nacional, está arruinando el espíritu de comunidad y empujando este buen pueblo a la desesperación. El enemigo es el Imperio Mundial y se llama los Estados Unidos de Norteamérica. Nosotros no hemos sido los agresores. El enemigo nos ha declarado la guerra: una guerra de exterminio: como que su designio expreso y manifiesto es, paladina y cínicamente, el de esterilizar a nuestra estirpe con la limitación y control de la natalidad. Entre paréntesis: tal política no tiene nada de original: en la antigua Grecia se esterilizaba a los siervos, los esclavos y los ilotas; porque resultaba muy caro criar un niño y más barato, más cómodo, financiable y comercial comprar un esclavo hecho y derecho. Este lenguaje monstruoso ha sido usado en casi literal coincidencia y en ocasión reciente por la más alta jerarquía norteamericana. El enemigo, pues, está aquí plantado como una montaña amenazante que nos cierra, ceñudo el horizonte de la historia. El enemigo ha dicho que le basta tocar un timbre o levantar un teléfono para desatar el instantáneo rayo mortal contra todo alzamiento justiciero, cualquier conato desesperado de resistencia a sus designios implacables. El enemigo avanza metódicamente en su taimado propósito de arrancar desde sus raíces en su doble tradición genial indígena e hispánica, estas naciones. Decid no al señoritismo extranjerizante tantas veces reo de traición a la patria. El enemigo está, literalmente, desmantelando nuestros pueblos en un sentido físico, moral y cultura. Está desangrando las venas de oro, de platino, de óleo, de jazmín que cruzan el cuerpo de mi patria. Está descuajando los viejos altares de nuestras aldeas en donde por centenares de años oraron los rústicos abuelos y se lleva hasta los ángeles que durante cuatro siglos estuvieron, volando y quietos como la luz, en los muros de nuestras iglesias y conventos. Se lleva las palmeras y las frutas, la orquídea y el tigre, el silbo de oro del venado, el morrocoy azul, y los pescados y por eso pronto no quedará de Colombia más paisaje que el que hay en las pinturas. Y en las aves y mariposas de nuestras selvas y llanuras se están llevando las alas y los trinos de Colombia. Y con foráneos hábitos grotescos intenta y logra desplazar los nobles usos de la antigua patria hidalga, cristiana y popular. Y pretende invadir y colonizar con descompuestas voces bárbaras la lengua que es la patria del alma. (Y aquí la ansiosa pregunta de Rubén Darío:
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¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? No, un cortante y rotundo ¡No! Seguiremos hablando en español con Dios, con nuestras tierras, nuestros mares y nuestras almas). Y el enemigo ha desencadenado, finalmente, la guerra subversiva del dinero, que ha denunciado con quemante palabra un valeroso grupo de obispos católicos en el reciente sínodo romano. Es una guerra subversiva, dicen, que realiza el dinero desde hace tiempo, taimadamente, a través del mundo, matando pueblos famélicos y aterrorizados. Se trata de la planificada y tecnificada explotación del hombre por el hombre. Pero no todo está perdido: estamos todavía, viviendo de milagro. Pero nosotros creemos en el milagro. No todo está perdido. De pronto un relámpago heroico atraviesa esta oscuridad al mediodía. Este relámpago se llama por ejemplo, Ernesto Che Guevara, caído por nosotros en la manigua boliviana y que por todos nosotros se desangra para siempre en su guerrera eternidad. No es necesario ser comunista para sentir esta noche a nuestro lado al patético fantasma de ese obstinado luchador por la libertad e independencia de Hispanoamérica. El fantasma de quien ya pertenece no a la historia que se cuenta sino a la que se canta. Porque nos ha traído un hálito enardecido de la gesta emancipadora y ha sabido elevar, una vez más, el valor del hombre a su más sublime tensión. El fantasma que surgirá rondando el sueño de los oprimidos en la ciudad despiadada, en la llanura y en el risco donde se escucha la entrecortada respiración del abismo, junto a los ríos que cruzan la selva hermosa y miserable, orillas del mar que baña de furia y de cristal a Hispanoamérica. El fantasma que en adelante habitará los pechos hasta ahora desiertos de la ilusión y la esperanza... (3)
1.6 Mi Simón Bolívar, el patriotismo hispanoamericano Simón Bolívar en Madrid ¡Simón Bolívar en la Plaza Mayor de la hispanidad! Bolívar, príncipe de la libertad, príncipe del ronco mar Caribe, y del Llano tan ancho como un siglo y de la selva delirante, y del nocturno abismo y del risco vertiginoso donde se escucha la entrecortada respiración del abismo. Padre nuestro que estás en la tierra y en el aire y en tu paraíso a la sombra de las espadas: sobre tu frente, desplegada y llameante, el ala roja de la guerra. El sol no se ponía en tus sueños, por eso soñaste en libertar a España. Eras el mapa de América. Jinete en tu caballo blanco, llevabas la libertad en la cabeza de la silla. Ninguna lanza pudo atravesar tu pecho: tenías por coraza la libertad. Eras la respuesta que a España daba la historia. Sin miedo mirabas al miedo de frente. Y mirabas de frente los ojos alucinantes del porvenir. En una de tus manos estaba el Oriente, en la otra el Occidente. Diste tu rostro a nuestra historia. Desde tus ojos nos mira todo el pasado. Por tus ojos nos asomamos a las estrellas enigmáticas del futuro. Desde tus palabras nos miran pasado, presente y porvenir. Llevabas en las entrañas nuestro destino. Tu lucha por la libertad y la unidad eran ya la unidad y la libertad. El porvenir de Hispanoamérica ascendía en tu espíritu como
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una lenta Atlántida que volviera a la luz desde las profundidades oceánicas. Llevabas un relámpago en la diestra y el alma sobre el hombro como un águila. El héroe solar Un veinticuatro de julio, el de 1783, bajo el signo del León y en el instante solar más alto del año, abrió sus ojos a la furiosa luz enervante de Caracas Simón José Antonio de la Santísima Trinidad de Bolívar y Palacios. Creo que aquel día debió levantarse sobre el mar, luminoso y varonil, como el brazo que sostiene una espada. Creo que aquella mañana debió pasar un estremecimiento por el cuerpo de Hispanoamérica, desde su frente atlántica hasta sus pies en puntillas sobre la Tierra del Fuego. Y algo debió temblar al otro lado del mar. La noble casona en donde nació el héroe estaba profundamente hincada en la tierra americana. Y nimbada por el lánguido clima de Caracas. Y ostentaba en su pecho de piedra escudo de española hidalguía: el del primer Simón Bolívar, que en 1559 abandonó sus tierras vascas de Puebla de Bolívar, buscando en la América recién emergida a la luz de España y de Cristo, la libertad allá disminuida por la abolición de los altivos fueros regionales. La estirpe de Bolívar hundía secularmente sus raíces en el señorío de Vizcaya. A través de toda su obra -iba a decir poética- se escucha el orgulloso latido de su sangre española, tantas veces expreso. Los antepasados se agolpaban en su voz y amaban y luchaban en su corazón. Porque el lejano río de los abuelos y el raudal de los descendientes son nuestro cuerpo invisible. El hálito ancestral sopla sobre sus palabras y sus actos. En la carta de Jamaica evoca, enternecido, los vínculos que nos unieran con España: “Un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia, una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestro padres; en fin todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España”. La guerra fratricida Se acepta generalmente que nuestras guerras independentistas y libertarias fueron guerras civiles entre españoles de España y españoles de América. Bolívar no se alzó contra España: se alzó contra un gobierno despótico e inepto, contra una dinastía decrépita y entreguista frente al César Corso. Don Francisco de Goya la vio con ojos implacables y con sarcástica paleta, para siempre vengadora. La historia del imperio español -cénit y hundimiento- puede inscribirse entre dos retratos memorables: el de César Carlos V, en lo más alto de su gloria, en el punto en que le pintó el Tiziano, en negro potro del desierto moro, al día siguiente de la victoria de Mühlberg; y el de la Reina María Luisa de Parma sobre una cortesana hacanea, cuando el imperio empezaba a tocar un fondo vergonzoso de corrupción y desintegración. Bolívar mismo estaba imbuido en la idea del enfrentamiento bélico de carácter fratricida cuando escribe: “Seguramente la unión (de españoles peninsulares y americanos, se entiende), es la que nos falta para completar la obra de nuestra generación. Sin embargo nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común,
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más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos, aunque más vehementes e ilustrados”. La gloria de Bolívar fue quijotesca y española, dirá otro vasco universal, nadie menos que don Miguel de Unamuno. Y agregaba estas palabras lapidarias: “Sin Simón Bolívar, la humanidad sería incompleta”. Libertad y unidad Dos propósitos obsesivos mueven su pluma, espolean su voluntad formidable y presentan alas al huracán de su gigante pecho enamorado: libertad, y unidad. A lo largo de la hazaña la palabra libertad, libertad, libertad, le llena de clarines la garganta y de delirio el corazón. Derrotado y enfermo, tiritando de fiebre, rodeado de dos inmensas soledades, el Llano y el cielo del Llano, que ruge como un tigre, reta al destino quijotescamente cuando exclama: “Respondo de la libertad de América”. Y la unidad. A los argentinos les decía: “Una sola debe ser la patria de todos los americanos... Cuando el triunfo de las armas de Venezuela complete la obra de su independencia, nosotros nos apresuraremos, con el más vivo interés, a entablar el pacto americano, que formando de todas nuestras repúblicas un cuerpo político, presente la América al mundo con un aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo de las naciones antiguas”. Pero hay algo más que trasciende la sola aspiración unitaria de los pueblos de América: su ensueño hispánico unitario. “Las gentes superficiales -ha escrito lúcidamente Arturo Uslar Pietri- lo que menos miran en Bolívar es lo poderosa y consciente que en él era la tradición. Lo fundamental no era lo de separatista ni lo de revolucionario, según el modelo de la filosofía del siglo XVIII. Más que lo que había aprendido en los libros nuevos, podía en él la intuición de la realidad tradicional. La patria nunca fue encierro ni provincia. Nuestra patria es la América, dijo una vez. Pero era en realidad la América española, una América homogénea y unitaria, y en el fondo, de su más remota ambición lo que estaba era volverse sobre España, una vez libertada América, para libertarla o para reconquistar el sepulcro de Don Quijote, como hubiera entendido Unamuno; pero en todo caso para rehacer la unidad hispánica. A la manera del Cid que se iba de Castilla para hacerla, y sobre todo, a la manera de Trajano”. (...) Bolívar y Trajano Desde hace años me desvela un tema plutarquiano: el paralelo fascinador entre Bolívar y Trajano. Un español de Caracas españolizada, un romano de la Bética, de Triana, Trajana, de Itálica famosa, romanizada, dos generales de provincia, son los príncipes naturales frente a los decrépitos dinastas. Bolívar anhelaba para América no una foránea democracia de tipo anglosajón, sino un principado a la manera romana. O un imperio al modo español. En el siglo primero fulgen y se apagan en Roma dos dinastías: la raza semidivina de los Julios-Claudios que se hunden en la locura de Calígula y en el charco de sangre de Nerón, el esteticista, gran tañedor
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de la lira, y la familia patricia de los Flavios que naufraga en la vesania final de Domiciano. Insurge entonces la frente luminosa de Trajano –pío, felice, triunfador Trajano- fundador del primer imperio Español. Y trae a Roma el siglo más alto de su gloria. El Trajano del año 98 es el Bolívar de 1820, cuya frente se alza como el sol. Es el más digno. La muerte prematura de Bolívar, las intrigas de los abogados y las tortuosas conjuras de los generales segundones desembocan en el caos, previsto por Bolívar, y configuran nuestra primera gran frustración histórica. Trajano adopta a Adriano, el mejor. Bolívar adopta a Sucre, el más digno. Es Roma en América, pasando por España. Y Grecia pasando por Roma. ¡Qué antiguos somos entonces! Dechados platónicos y números pitagóricos circulan por nuestra sangre mezclada y turbulenta: leche de la loba capitolina, savia de las encinas homéricas, miel de las diosas de Jonia; belleza griega, virilidad romana y pasión española, nos seducen desde su histórica lejanía. En el fondo de los milenios oímos todavía el canto puro de las columnas de mármol frente a la insigne superficie de éter azul y mar dormido. Y el poder y la gloria petrificados en el Foro de Trajano. Y en El Escorial. Andamos sin saberlo en busca de la divina proporción todopoderosa de que hablara un poeta griego de nombre Platón, el que redujo a cosmos el caos. Y a veces nos llega el rumor de las abejas del Lacio: mediodía mediterráneo en el que el poeta Virgilio creía escuchar la respiración del éter. Invocación al Padre Soldado de Bolívar Y diga ahora, por mi voz, la entera Hispanoamérica: Vuelve, oh Padre nuestro, con tu espada de pureza: vuelve a caballo y que los pulsos de América palpiten de nuevo, general Bolívar, al compás formidable de tu corcel trotando victorioso; vuelve sublime y colérico, arbitrario, romántico, amoroso, impulsivo, elocuente, embriagado, melancólico, fino y bronco, humano y semidivino; vuelve jinete de la América, con tu sonrisa y tus espuelas; ponte otra vez en pie y llena el horizonte; ven a pelear las buenas batallas por la libertad; álzate y que tu cabeza toque las estrellas para que de nuevo aprendamos a mirar las estrellas. Sálvanos de la melancolía y el pesimismo, sálvanos de toda mezquindad y vanidad; ven enlazado en vuelo llameante con la gloria y envuélvenos en tu ráfaga, arrástranos en las alas de tu tempestad; de nuevo insomnes y a caballo. General Bolívar, porque ésta es la víspera de las nuevas batallas. ¡Todos queremos ser tus abanderados! ¡Todos queremos ser tus ordenanzas! Que sobre el doméstico alboroto, se alce hasta el cielo tu clarín y vibre en llamas tu sable, dividiendo a lo lejos el firmamento en dos. Desde el otro lado de la muerte, por encima del tiempo y de la noche, a través de la lluvia y de los días, te oímos decir como dijiste a tus llaneros después de las Queseras del Medio: “Lo que habéis hecho es el anuncio de lo que podéis hacer”. Al pie de tu recuerdo, en este inmenso día solemne, bajo el lucero azul de España juramos ante ti que nos oyes luchar sin miedo y sin tacha, sin tregua y sin fatiga por lo que soñaste, por la patria justa, poderosa, libre e intangible que latía en tu formidable corazón. (3)
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N. de E. C.: Con un sobrio acto académico en el Salón de Embajadores del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, culminaron las Solemnidades Bolivarianas con las que España celebró la colocación de la estatua ecuestre del Libertador en su capital en 1971. Pronuncié esta oración de estilo para exaltar al héroe y su hazaña.
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2. PROSA LÍRICA Algunos de los textos que he escogido para conformar este segundo capítulo, no han sido publicados anteriormente, y han permanecido guardados durante treinta y un años en los álbumes de la versión inicial mecanografiada para Gran reportaje a Eduardo Carranza Tomos I y II (4), a que hago alusión en el prólogo a la presente obra que es mi segundo libro sobre Eduardo Carranza. Carranza introduce, dentro de sus prosas, textos suyos sustancialmente idénticos de un ensayo o discurso a otro, de la misma manera que El Greco se copiaba a sí mismo, hasta el punto de que se pueden encontrar diferentes versiones de autoplagio en varios cuadros suyos como El expolio de Cristo, por ejemplo. “A Carranza se le ha criticado por su capacidad de autoplagio en el léxico, pero es precisamente en los temas recurrentes donde se da identidad en su estilo. Por eso transitan constantemente en sus poesías palabras como azul, palmera, negro potro, bandera. Lo mismo podría decirse sobre sus juegos lingüísticos, donde ya no es una palabra, sino toda una expresión la que reaparece como identificadora del estilo”. (5)
Esto dice Luis Carlos Molina Acevedo, magister en lingüística, y de esta manera, se confirma también el comentario del poeta Jorge Gaitán Durán, quien escribió a propósito del estilo literario de Eduardo Carranza: “Paradójicamente, la mayoría de los ataques que se le han hecho al poeta se basan en la discusión -casi nunca impulsada por la buena fe crítica- sobre la originalidad de ciertos elementos de su poesía. Con intención no muy transparente se ha tratado de aprovechar aquella zona de influencias o reminiscencias que lógicamente existen en toda obra juvenil, sin advertir o advirtiéndolo, que aquella gracia primigenia, en ocasiones un tanto nebulosa y mágica de Carranza, se ha ido transformando en un estilo personalísimo”. (4)
En la revisión de la prosa de Carranza, me he encontrado con varios ejemplos de lo arriba tratado. Los casos de similitudes entre un texto y otro del mismo poeta, muy seguramente ameritarían otro estudio específico.
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2.1 Mi madre y mi padre En el principio, al empezar este mágico laberinto, ese como misterioso salón que es la primera infancia, prologándose hacia lo misterioso, están detrás de la imagen juvenil de mis padres, mis dos abuelos. Veo a mi madre vestida de blanco con la negra, larga, opulenta cabellera suelta por la espalda, como acabando de salir del baño. Cantando vagamente las primeras canciones que se filtran por la rendija de mi infancia. Vagamente diciendo versos de Rafael Núñez, de Julio Flórez, que tanto le gustaban: a mi madre tierna y firme, alma de roble y de violeta. Chispeante de gracia y de inteligencia, adorada por primos y sobrinos. Capitana de la fiesta juvenil entre guitarras y galope de caballos y canciones desbocadas el día de San Juan, regresando de la fiesta campestre, orillas del río. Mi madre, que a principios del siglo iba a los bailes en Villavicencio con una mariposa azul en el hombro y cocuyos en el pelo. La luna de 1900 brillaba sobre las canciones, los versos, las mariposas azules y los cocuyos de mi madre. Veo a mi padre, “alma de sonrisa seria”, ojos oscuros, bigote y cabello tirando a lo rojizo. Veo a mi padre, ensoñador, en una hamaca de tierra caliente fascinado con su Renan, su Barrés, su Nieztsche, su D’Annunzio, su Verlaine, su Rubén Darío. Lo veo siguiendo por el aire el vuelo de los versos y las palabras de amor que enviaba a su Mercedes Fernández, su adorada Maruja, la bella señorita morena de Villavicencio que veraneaba en la hacienda Las Islas junto al río Magdalena, cerca del pueblo de Guataquí en donde había el árbol de níspero y el árbol plateado de las ciruelas rojas y el árbol del pan y el árbol de las naranjas doradas y el relámpago verde de los loros. Mi padre esfumándose, ya casi celeste y transparente, en mi memoria de cuatro años. Sus cartas de amor a mi madre están entre las más hermosas que yo haya leído. (4)
2.2 Mamá Lucía Lucía Barragán de Carranza, mi abuela paterna, era hija de Juancho Barragán, guerrillero tolimense de llameante y legendaria memoria. Hubo dos Juanchos a caballo y machete al cinto: Juancho Lozano y Juancho Barragán. Uno de aquellos neogranadinos del amor y de la guerra que amaron y cantaron y murieron bajo el árbol morado de nuestro patético siglo XIX. Veo a mi mamá Lucía en la madrugada de Apauta, cuando el canto de mirlas y turpiales convocaba la luz sobre la copa del caracolí y la llama azul del gualanday, la veo en el declive empedrado de la casa, convocando con una especie de gorjeo, sus centenar de gallinas, pollas y gallos de rojo canto matinal para arrojar a su avidez, la ración de maíz mañanero. En el bosque vecino iniciaba su toc-toc el pájaro carpintero. Allí también, el alboroto de los piscos, el pavo real azul y nácar como algunas tardes de mi infancia que cruzaba solemne como una procesión por entre el gallinero democrático. Al final del inmenso patio de Apauta había un árbol con un panal, corría más allá una quebrada
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de aguas límpidas en donde volaban pececillos de colores que eran los príncipes encantados de los cuentos que ya entonces me contaba mi padre. Había, también, cerca de la casa un bosque de caracolíes a cuya sombra comían y sesteaban los peones de la hacienda y el corral con su olor materno que todavía, a veces, me llega en el entresueño. A las cinco de la mañana cuando tenía tres o cuatro años, con mi ruana blanca, listada de azul y mi totuma, iba a beber la postrera de una vaca, la Flor de Haba, blanca y negra. Pues fui un gran bebedor de leche: cuatro o cinco vasos entre dos luces. A eso y a la panela, y a las frutas tropicales y al maíz en forma de arepa o de sopas diversas y a la carne de res o de cacería, (venado, cafuche, tortuga, borugo…) y al viento y al sol, debo mi buena salud. Veo a mi abuela Lucía trasegando con su corte de fámulas morenas entre las ollas de barro humeantes con los manjares de la tierra: el dorado sancocho de gallina, el blanco mute, la bienoliente chanfaina… Y la veo en las grandes solemnidades -la Nochebuena, el San Juan, su cumpleaños el 13 de diciembre- rigiendo con insigne sabiduría el cocimiento de la lechona y el amasijo de panes y bizcochuelos fabulosos y de celestes colaciones. Veo a mi mamá Lucía con sus anteojos de oro en cuyos cristales resplandecía el sol de mi niñez, que ya no veré jamás, inclinada sobre su bordado, a la tarde, mientras a lo lejos se encadenaba soñoliento, el canto de los gallos. La veo contando aquel sueño visionario: cuando una mañana vio descabalgar a mi padre quien en el mismo momento se moría en un pueblo lejano… iba a despedirse de su madre y de la vieja, de la blanca, de la querida casa de Apauta. Era mi abuela Lucía una mujer alegre e ingenua, siempre dispuesta al asombro, y sus hijos –mis tíos Ángel, Alejandro y Adán- le gastaban las bromas más inverosímiles. Que se acercaba, incendiando haciendas, una partida de bandoleros, que su bella sobrina predilecta, la de los húmedos ojos almendrados y la trenza a la espalda, había huido en la grupa del potro nocturno de don Juan... ella crédula, se asustaba o se dolía con este dejo lánguido y cantarino que tiene el habla de las gentes ribereñas del Magdalena, por el lado de Tocaima y Ambalema: ¡No diga, mijo! En algunas poesías en prosa de mi libro Los días que ahora son sueños, tengo evocadas cosas mágicas de Apauta, la grande hacienda que fundara mi abuelo Ángel María Carranza, ingenioso y poderoso varón, sembrador de haciendas y de hijos y primo del romancesco bandido Carranza, el de la lanza, el más ilustre de mis antepasados, quien fundara por los años del gran general Mosquera y en aquella región que declina hacia los llanos, la Primera República Nacional-Carrancista. Mató, para cumplir un juramento y una venganza, a ochenta y tres personas por su mano. Habían violado y saqueado su casa. Habían azotado a sus familiares. Los buscó y encontró uno a uno. Su hazaña y sus ingeniosas astucias guerrilleras, su simpatía, su condición enamorada, su singulares justicias, su inverosímil heroísmo, andan en romances. Para reducirlo, el aguileño dictador hubo de enviar un grande ejército. Murió fusilado bajo un árbol en la plaza de Manta, creo que por 1865. Me lo narraba don Tomás Rueda Vargas, un domingo de diciembre por la mañana (1941) paseando por el jardín del memorable y para siempre encantador Hotel de la Esperanza. Yo veraneaba
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cerca, en Las Monjas del presidente López Pumarejo y los suyos. Algún día he de ponerlo por escrito. (4)
2.3 Abuelita Mercedes Rojas Si en mi vida hay tres personas importantes, una de ellas es el ser extraordinario y amado: Mercedes Rojas de Fernández, mi abuela materna. Me gusta citar con frecuencia aquel verso memorable de una poeta francesa: “Decid, ¿quién se ha curado de su infancia jamás?” Mi abuela Mercedes, Abuelita le decíamos tiernamente sus nietos Carranza, surge en la casa de Cáqueza tantas veces evocada en mi poesía, verso y prosa. Esta casa con flores y sus pájaros y sus fantasmas azulados y su piano y su turpial y su balcón hacia los cerros lejanos, el cielo azul y las nubes doradas, es la Casa Capital de mi infancia, vale decir, de mi vida. Cuando esta casa se hundió, hace pocos años, fue como si se derrumbara la pared maestra de mi corazón. Emanaba de mi abuela Mercedes un encanto incoercible hecho de gracia serena, de silencio habitado por las palabra justas, de dignidad sin presunción, de inteligencia sin alardes, de gentil y sobria cortesía. Mientras vivió centraba en su sencillez y su elegancia, toda la caudalosa tribu de los Fernández del llano, porque ella venía de Villavicencio. Allí casó muy joven con mi abuelo Manuel Fernández Gámez, hijo del fundador y primer corregidor (1842) de la blanca ciudad llanera que hoy abre sus alas radiantes hacia el porvenir. Hace un siglo, Villavicencio era una remota aldea perdida bajo el cielo, acechada por los ojos deslumbrantes del peligro, del tigre, la fiebre, del ofidio, de la tempestad... En el año de 1917, el año de los temblores, llegué con mi abuela y mi tía Julia a esta memorable casa de Cáqueza. Mi padre se extinguía dulce y misteriosamente en una casa de campo del vecino pueblo de Chipaque. Esos primeros años decisivos de mi vida entre los 5 y los 12, están determinados por el alma suave y poderosa de mi abuela Mercedes. Entre cincuenta y tantos nietos yo era el más próximo, el favorito, pero nunca hubo en su mimo nada parecido al mimo dulzón. Cuando las campanas de la iglesia de Cáqueza -grave campana mayor, juvenil campana soprano, colegiales campanas cristalinas- daban el toque del alba, ya estábamos en pie mi abuela y yo. Tomábamos el desayuno en el corredor mientras la mañana colgaba su gajo de luz en el balcón. Todavía me llega el olor del chocolate y se deslíe sobre mi lengua el sabor de las sopas de pan con que tiernamente me obsequiaba. Luego era el cambiarle el agua a los pájaros y el ponerles la comida. Pues aquella era la casa de los pájaros; mirlas, arrendajos, turpiales dorados, cardenales de púrpura, azulejos y otros de plumaje y nombres exóticos que le traían del llano los hijos y los nietos. Y después, el jardín, el jardín, el jardín, que ella acariciaba cada día con su alma, con su mirada y su sonrisa. El regar con el agua de la quebrada que lamía, cantando, el extremo de nuestro jardín, podar y enderezar las plantas: buganvillas y bellísimas, granados en el cielo azul, corazón herido, jazmín estrellado, jazmín del Cabo y azahar y rosas y dalias y clemátides
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y claveles y pensamientos y violetas, pues en el lento clima templado de Cáqueza convivían árboles frutales y flores de todos los climas y por el jardín erraban, a más de los ángeles y las hadas, pájaros como la sildana de orgulloso plumaje, el guacamayo con su diadema inverosímil y el zancudo alcaraván que cortaba con la punzada aguda de su grito el tibio silencio de la siesta. Lo que pude tener de reciedumbre moral, de voluntad de poder, de querer ser, de límpido carácter y de esa decisión que mira la vida de frente a los ojos, lo debo en gran medida a mi abuela Mercedes Rojas de Fernández. En un poema El niño que yo fui, evoco su nombre, su casa y esos años mágicos. Abuelita: mi pasado ancestral, el gran misterio sagrado de la sangre. Lo pasado ya sin remedio. Algunas tardes vuelve ese niño que fui a buscar el regazo de la abuela… ¡Ay de mí, ay de mí! El tiempo, el tiempo ha pasado mis años a cuchillo. Tengo ganas de llorar. (4)
2.4 Elegía con los ojos llenos de lágrimas Palabras funerales a Jorge Gaitán Durán Querido Jorge: Hace días no conversamos: desde aquella noche radiante de tu fiesta. Ahora cállate tú. Después, nos contarás de París. Al despertar esta mañana dije de súbito con todo el corazón agolpado en la voz: hoy llega Jorge, vamos a esperarlo. Y aquí estamos los de siempre, tus amigos. Faltan algunos que no han podido venir por el mar, por las montañas… por la muerte. Jorge: yo sé que tú nos ves detrás del aire, nos ves vacilando entre lo invisible donde moras y lo visible que pueden tocar nuestras manos. Nosotros te vemos también yendo, viniendo; hojeas un libro, te apartas el pelo de la frente, entras en el café, pasas a la librería, allí te esperan Hernando, Manolo, Gonzalo, Eduardo, Ferenc, Fernando, Iván, Pedro, Antonio… tal vez Santiago, Álvaro, quizá llegue Cote. Ahora entran Ramiro y sus amigos. Jorge, ¡si todavía eres posible en nuestro sueño! Te vemos nosotros también, Jorge, en un país del cielo, o si quieres del sueño o de la muerte, errando entre la primavera feroz; te oímos canturrear en un Madrid estival, bajo la luz parpadeante de Castilla, entre el parpadeo de los álamos; oímos tus pasos que van hacia el amor. Te vemos en Cúcuta, por ejemplo, donde el cielo anda por las calles como un hombre. Te oímos en Pamplona silbando bajo los árboles entre cuyas copas corre un cielo líquido y azul. Te oímos callar en el teléfono. Jorge: aquí está, a duras penas de pie, mi corazón hablándote; en pie nuestra soledad y nuestra tristeza; mi corazón todavía tambaleante por el golpe de hacha que te ha derribado, que ha cortado tu savia y nos ha herido; todavía sentimos el hacha y el golpe. Hemos estado esta semana sin fin andando como sonámbulos, por un mundo borroso, empañado, humedecido, medio deshecho.
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Resulta, Jorge, que eras como un brazo nuestro o una mano nuestra y ahora nos sangra el muñón del alma. Tú estás más allá, realizado, definitivo, último. Tu nombre ha sido pronunciado por quien al pronunciarlo nos hace ser definitivamente: por Dios, nuestro supremo afirmador. Tú estás del otro lado y ya sabes. Y nos mirarás con una inmensa compasión, con entero reconocimiento, con una especie de ternura entre seria y sonreída… A nosotros, todavía huéspedes del tiempo, viajeros anhelantes, todavía inconclusos, vacilantes proyectos de ese hombre final, que sólo nace con la muerte; a nosotros que estamos solos para siempre, que estamos desnudos detrás del corazón, de la memoria, del viento, de la luz, de las palabras. Jorge: cómo no supimos entenderlo, si estaba escrito, con tinta invisible, allí paladinamente, en negro sobre blanco, estaba escrito: estabas herido mortalmente de vida. Tú, cuya vida era una embriaguez de aventura, de amor y de poesía. Desde tu poesía como el monje que asistió a su funeral, te habías visto morir e incluso, sobrecogedoramente, hablabas desde allá, recordando tu muerte. “Has muerto, he muerto; y estoy aquí como las cosas, ciego, en el resplandor de un mundo cierto. El regreso para morir, es grande”. Lo dijo con su aventura el rey de Ítaca. “Mas amo al sol de mi patria, el venado rojo que corre por los cerros, y las nobles voces de la tarde que fueron mi familia. Mejor morir sin que nadie lamente glorias matinales, lejos del verano querido donde conocí dioses. Todo para que mi imagen pasada, sea la última fábula de la casa”. Pero ahora vuelves a tu tierra que te espera con su olor a madre. Allí ha de cantar la fresca hierba como abeja de polvo por tus párpados. Nos dijiste también: “Vas a morir, me dicen. Tu enfermedad es incurable, sólo puede salvarte el milagro que niegas”. No te salvó el milagro, Jorge, pero tú creías en el milagro. Ayer estuve en misa. Pensé en ti. Esta pena nos ahogaría casi del todo, si no nos asistiera la esperanza del cristiano. Ayer dijimos una vez más: creo en la resurrección de la carne. Es sobrecogedor y casi nunca nos detenemos a pensarlo. Creo en la inmortalidad. Creo que allí estaremos con todas las cosas que amó nuestro corazón. Con nuestros amigos, con nuestros libros, con la copa de vino: con todo estaremos allí. Creo en la resurrección de la carne, con nuestra identidad personal. Tú, Jorge Gaitán, y todos nosotros los que te hemos querido, un día nos encontraremos de nuevo. Ahí están los labios que tocaban el frutero del día y las manos que pusieron un halcón en el cielo, y los ojos que levantaban una hoguera en el cerro. (...) Nos dejas en herencia tu hazaña, tu anhelo y tu esperanza; y tu obra como el resto de un naufragio. Tu poesía con la cual luchabas y sigues luchando contra la muerte y contra el tiempo. Por ella, de verdad, no pudo vencerte la muerte. Cuántas veces hablamos del tema tiempo y poesía. La palabra, hija del tiempo, decíamos, nace contra él para remediar su mortal acción. Sólo con el lirismo podemos luchar contra la muerte. Porque no somos sino tiempo y cuanto más lírica una poesía, es decir, cuanto más temporal y personal es, más poderosamente nos aludirá a todos y más victoriosa
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resulta sobre el tiempo. También eres tú un poeta para el cual existen las cosas, existían para tu derramada sed. Pero el mundo te atravesaba el pecho como un río palpitante y deslumbrante y luego salía convertido en tu poesía, en el chorro cálido, bullente, irrestañable de tu poesía, que arrastra lo mismo el son de tus venas que el pulso de un cuerpo amado, que el latido del cielo nocturno, o la tierra enardecida por el verano. El racimo que has exprimido, la rosa enajenada que aspiraste, la fruta que mordías, el sorbo de piel morena, el sorbo de vino, hacia los cuales se estiró tu alma y cuerpo serenamente, dulcemente, ferozmente, como sucede con las personas hondas y poderosas nacida para crear un mundo. Has sido un hombre, has vivido y has muerto, has sabido del honor, de la miseria, el riesgo, la dignidad, la aventura, el trabajo, el ensueño, la gloria, el orgullo y el desprecio de ser hombre. “Tu intimidad de sangre como un toro, tu desvelada esencia misteriosa como un dios, tu abundancia de rocío, la ebriedad de tu copa”… Y tu voz, tu voz, tu voz de entraña, de tenebrosa claridad, la voz que te subía desde el hondón caliente, manantial de tu ser, desde la primavera, desde el verano que latía en tus huesos. Tú, condenado, mientras vivías, a corazón perpetuo, a cerebro perpetuo, a sentidos perpetuos, ahora estás ascendido a alma perpetua, a luz perpetua. Ahora encarnas en nuestras lágrimas, en nuestro dolor; participas para siempre jamás de nuestro ayer, nuestro ahora, nuestro mañana; eres en adelante, en cierto modo, nuestro hijo; y para siempre serás también el que corría sin mirar hacia dónde, como un inmenso aroma desbocado, como un raudal de sed, como una quemante estación desembridada, lúcida y ebria. Para siempre serás el joven coronado por el ramo furiosamente verde de la alegría y la melancolía; el victorioso joven fulminando por el rayo, un 22 de junio, en el solsticio, en lo más alto de verano. No habrá para ti otoño nostálgico, ni invierno de corazón encanecido y fulgen en torno las palabras que no dijiste, como un aire constelado de ángeles. ¡Ah! Cuántas cosas más podría decirte. Mi corazón fluye sin lógica como un chorro de sangre. Pero me parece también que estoy hablando para olvidar mi congoja como el niño que, solo en la oscuridad, se pone a cantar en voz baja, temblorosamente para entretener su miedo. Pero a pesar de todo lo dicho y de todo lo por decir, Jorge, querido Jorge, Jorge de la amistad, Jorge del trigo, Jorge del sueño y de la piedra, Jorge del alma: nada, nada podrá consolarnos. Tú cállate, Jorge querido: después nos lo contarás todo. (3) Eduardo Carranza
N. de E. C.: El 22 de junio de 1962, Jorge Gaitán Durán, que regresaba de París, moría, fulminado, en una de las Antillas francesas. Después de diez días de angustiosa espera, llegaron los restos mortales al aeropuerto de El Dorado. Por comisión de los amigos del gran poeta desaparecido, dije allí estas entrecortadas palabras funerales que fueron grabadas por la radiodifusora HJCK El mundo en Bogotá, para su colección literaria. (6)
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2.5 In Memoriam Pablo Neruda Hablo de Pablo Neruda, esta tarde lloviznada de tristeza, con todo el corazón agolpado en la voz. Debo decir, ante todo, que me gusta toda la poesía de Pablo Neruda, que amo toda la poesía de Pablo Neruda, todos sus reinos poblados de prodigio como un cegador relámpago continuo. Amo toda la imperial vastedad de su palabra poética. Amo la poesía comprometida con su corazón, amo ese poderoso vendaval erótico que la atraviesa, silbando entre los versos, gimiendo, cantando con alaridos y relámpagos, de un extremo a otro. Y la poesía enumeradora, convocadora del mundo todo de sus Odas elementales: el aire, la alcachofa, los pájaros, la flor azul, el fuego, el invierno, la noche, el otoño, la poesía, el caldillo de congrio, la tierra, el verano, el aceite, las estrellas, el hígado, la papa, el color verde, la luna, el limón, la magnolia... y el vino. Y la poesía del viajero delirante y meditabundo de Las uvas y el viento. Amo también su poesía política, su poesía comprometida con el pueblo, su roja palabra vengadora, justiciera y libertaria que galopa y galopa en su caballo de púrpura como una bandera desbocada. El fugitivo canta en Valparaíso amada y sojuzgada. Amo a los cinco o diez poetas portentosos que se integraban en la persona y la voz de Pablo Neruda para construir esa gigantesca obra catedralicia: su cimiento de música, los mares nuestros, los dos grandes océanos del mundo, sus muros estelares, nuestras montañas insignes, su techumbre, el firmamento americano condecorado con la Cruz del Sur. Esta obra que ya constituye un rasgo tan esencial y determinante en el rostro espiritual de América, en la cara solemne de su alma y de su poesía, como pueden serlo en su rostro geográfico la cordillera de los Andes, el río de las Amazonas, los llanos del Orinoco o la pampa argentina. Ahora voy a recordar con la memoria como una piedra atada al corazón: Esto empezó en un hermoso y callado pueblo llamado Ubaté. En torno, el breve valle tibio, cereal, jugoso y fragante. Hablo del año 33, por diciembre. Mi amorosa nostalgia iba a sentarse en el viejo banco bajo una acacia. El chorro de la pila humedecía el entresueño de la siesta. Se alzaba, lejano y somnoliento, el canto de un gallo. (Yo era entonces un jovencísimo profesor de lengua española en el Instituto Bolívar). Brillaba en lo alto, posada sobre la colina, la blanca ermita de santa Bárbara. Cantaba el arcángel de la herrería. En torno la plaza con el silencio asomado a los nobles balcones virreinales. (Todo ello, banco, acacia, fuente, balcones, ha desaparecido, borrado por el viento y por el tiempo y por la bárbara mano civilizadora). Yo venía del reino mágico y doliente de Rubén Darío. De la ternura y la melancolía andaluzas de Juan Ramón Jiménez. De la arrobada y transparente región de Eduardo Castillo. Alguien, me parece que Carlos Ariel Gutiérrez, me había obsequiado un libro de Pablo Neruda: la primera edición de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Mi corazón asombrado erraba por esas palabras delirantes de amor, de tristeza, de sensualidad.
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Todavía fulgen en mi memoria versos aprendidos sin intención ninguna de memorizar. Las ventanas entornaban sus párpados. Venía una ráfaga de eucalipto y de jazmín estrellado. La sombra de las hojas pasaba por los versos que yo iba leyendo como suele el silencio pasar entre la música. ... Allí en ese pueblo, en esa plaza, en aquel mediodía desvanecido, en ese banco, ocurrió mi primer encuentro con Pablo Neruda, el ser humano más vasto que yo he conocido. Estamos ahora en el año 1936 (¿te acuerdas, Gerardo Valencia?); un día de noviembre habíamos adquirido los dos volúmenes de Residencia en la tierra, fresca todavía la tinta de imprenta, en la bella y memorable edición príncipe de Cruz y Raya. A la noche, toda la noche junto al canto del vino, anduvimos de sorpresa en sorpresa por esa selva fosforescente de misterios y adivinaciones. Penetrados por esa voz única, horadante hacia lo más hondo de la tierra y el hombre (yo voy cantando como una espada entre indefensos) y así, absortos e indefensos íbamos nosotros por el milagro a plena luz, a plena oscuridad, arrastrados por este mundo y el otro, como en la sobrecogedora premonición de la resurrección de la carne en el Homenaje al conde de Villamediana. Y aquel otro, Juntos nosotros, entre cuyas palabras avanzan un hombre y una mujer, cosidos por el más tierno relámpago. Ahora me asomo a la orilla de estos poemas y veo en su misteriosa hondura verdeazul tu rostro querido, serio y sonriente, ya para siempre silencioso. Y desde este lado, te escucho, como la más penetrante melodía, anteviendo la muerte, tu muerte, con esa tu voz apenumbrada y lejana. ¡Cuántas veces dije este poema, y otras y otras en tu casa de los Guindos, en mi casa de Pedro de Valdivia junto al gran vino de Chile y los queridos poetas fraternos: Ángel Cruchaga, Juvencio Valle, Nicanor Parra, Rubén Azócar, Tomás Lago, Volodia Teilteilboim... Y nuestras amigas de oro: Rosita Coronado, Delia del Carril, Malucha Solari, Inés Figueroa...! Y en tu casa del mar en Isla Negra. Tu casa con estructura de vino y poesía, como un hermoso navío encallado en la rojiza arena que asalta el océano magallánico con sus olas como las catedrales de súbito desmoronadas, como un derrumbamiento de turquesas, “Terremoto de sal y de leones, como uñas de zafiro”, entre los negros peñascales y bajo el vuelo blanco y ululante de los alcatraces. ¡Aquella semana delirante con Rafael Alberti, los tres y nadie más, bebiendo, cantando, viviendo, recordando y vaticinando! Isla Negra en donde querías descansar. Una tarde entre aquellas tardes, me regalaste la fogosa, la inmensa y delicada copa de la amistad, hecha de vidrio popular, pintado de rosas rojas, de verdes hojas y rojos copihuelos populares, la copa de los siglos del corazón, colmada de ardiente oscuro vino poderoso y estrellado, sangre de la tierra chilena, que era preciso beber entre los dos al seco, es decir, de modo casi fulminante, para sellar el sagrado pacto del alma. Rito que tú y yo -capitanes anacreónticos del vino, corifeos del vino-, cumplimos hasta las heces, mientras por las calles, los campos, el mar y las montañas andaba la adolescente primavera encendida como
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una lámpara de flores. Y escrito sobre el vino desnudo, este repentino casi-soneto Sangre de toro. En este punto cenital de su poesía conocí personalmente a Pablo Neruda en días más jóvenes y hermosos: en octubre de 1943, hace ahora exactamente, 30 años. Era, también, el cenit de la segunda guerra mundial. La mitad de la tierra estaba bañada en sangre. Ardían al rojo blanco el drama de imperios y los ideologismos políticos. Salimos a esperarlos en el aeropuerto de Techo, a él y a Delia, entrañablemente llamada La Hormiguita, una tarde límpida y soleada, escritores de varias generaciones y de diversas políticas. Fuimos luego a la casa de Juan Guzmán Cruchaga, poeta finísimo e incomparable amigo, entonces cónsul de Chile. En el salón, Jorge Zalamea, León de Greiff, José Umaña Bernal, Jorge Rojas, Carlos Martín, Gerardo Valencia, Darío Samper, Víctor Mallarino, Jorge Guerrero, Fernando Charry Lara, Pedro Gómez Valderrama, Eduardo Mendoza Varela, Jaime Posada... ¡El entusiasmo brillaba en las copas, en las miradas, en las palabras, en los versos que allí se decían! Estaba entre nosotros el inmenso poeta, el grande hermano, ¡el nuevo Padre y Maestro Mágico! De pronto, la conversación tomó un pugnaz sesgo político. Yo me retiré con Víctor Mallarino, creo, a una sala vecina en donde había un pequeño bar rústico construido con lucientes guaduas que luego fue de Julio Barrenechea y finalmente estuvo en mi casa de Santa María de los Ángeles. Allí, acodados bebíamos un whisky. Súbitamente sentí, a mi espalda, una poderosa presencia. Sentí dos grandes manos apoyadas sobre mis hombros. Y oí aquella voz milenaria, un poco salmodiante, venida de la tenebrosa entraña de la música, aquella voz que sabía ser tierna y colérica y que no se parecía a ninguna otra voz. Oí que la voz me decía: “Tú eres Eduardo Carranza. Conozco tu actitud política, tú conoces la mía. Desde este instante hacemos el solemne propósito de que la política nunca nos separe”. (Esto se cumplió para siempre: nuestra amistad se elevó estelarmente sobre una radical discrepancia política. Nos unía en lo más profundo, la cuádruple fraternidad de la poesía, del vino, del patriotismo hispanoamericano y el amor visceral a España, base roquera donde está temblando aún la cuna de la sangre, piedra solar, pura entre las regiones del mundo, azul y victoriosa). Luego añadió: “Por lo demás no habrá lugar a ninguna divergencia ni a pleito alguno de riberanía”, y estas palabras maravillosas que desde entonces llevo como el más victorioso laurel sobre mi alma: “Porque tú eres el poeta del aire y yo soy el poeta de la tierra”. (Eres Pablo el más grande poeta terrestre de todos los tiempos y con tu voz ensanchaste la tierra y la poesía). Tú lo dijiste. Yo soy un millonario en recuerdos de Pablo Neruda. El 6 de enero de 1946 llegué a Santiago de Chile con mi mujer y mis dos hijos: Ramiro el mayor, de dos años. Y María Mercedes, de pocos meses en una cesta de mimbre que Pablo pensó iba llena de frutas tropicales. Ardía el verano cegador del Sur como una brasa sideral. Al pie de la escalerilla del avión, los brazos de Pablo Neruda y su cálido, fraterno pecho gigante. De allí a su casa con el grupo que antes mencioné. La conversación entrecortada y jadeante, transida de amor y de recuerdos. Luego Pablo, tantas veces en mi casa junto a la chimenea y
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el gran vino de Chile, como una casi cotidiana montaña de amistad y de cariño. Y yo en su casa por donde pasaban rumorosamente tantas personas memorables: Miguel Ángel Asturias, León Felipe, el gran pintor Guayasamín, Nicolás Guillén, Claudio Arrau, el Conde Sforza, la princesa Starhemberg y otros y otros, algunos ya borrados por las lágrimas. Y Chopin en el piano de La Hormiga. Y Pablo escribiendo su poesía en cualquier trozo de papel... apoyado sobre la chimenea y entre el hervor de las conversaciones. Era la época estelar de Alturas de Machu Pichu, del aire al aire como una red vacía... Yo vi nacer allí aquella desencadenada, relampagueante letanía alzada verso a verso, subiendo prodigiosamente, hasta hombrearse con esa cima de la tierra y del misterio. *** El 1.º de junio de 1946 nació mi hijo Juan entre cuatro paredes chilenas. Aquella noche los poetas y escritores de Chile de todas las generaciones y tendencias me brindaban, previa una emocionante convocatoria, el más hermoso homenaje que en mi vida se me haya tributado. Me lo ofreció Neruda con el discurso constelado de amor a Colombia y a su poesía, de límpido amor varonil a mi persona y a los míos. Pablo y La Hormiga fueron los padrinos de Juan, a quien bautizamos en la iglesia de la plaza Pedro de Valdivia, el suceso fue celebrado con raudales de vino y canciones chilenas en una larga fiesta en la casa de Neruda en los Guindos. La comida a que antes aludí se me ofreció en el tradicional restaurante La Bahía, ahora también desaparecido. ¡Oh qué melancolía! En las paredes brillaban los nombres y los versos de los grandes poetas colombianos. Caro, Silva, Valencia, Barba Jacob, Maya, Castillo, Luis Carlos López, De Greiff... y rosas y guitarras y racimos de vid que los amigos en largas veladas habían recortado en papeles de colores para decorar los muros esa noche. Una orquestina bohemia tocaba la Cueca larga y el vals Sobre las olas, que tanto conmovía a Pablo, y aquellas Mis flores negras de Julio Flórez que, lejos de la patria, nos hace literalmente polvo. Y las canciones y las coplas alusivas y cuatro damas en traje de gala, como en una corte de amor, sentadas a mi lado. Llevo aquí las palabras de Pablo que llevaré escritas en mi corazón hasta el final y más allá. Pablo: aquí está, a duras penas, mi corazón todavía tambaleante por el golpe de hacha que te derribó para que permanezca por los siglos de los siglos el árbol solemne de tu canto que toca con su capa tempestuosa las estrellas de Manrique, de Garcilaso, de Quevedo y Rubén Darío. (…) Has sido un poeta y nos dejas como herencia tu descomunal hazaña, tu anhelo y tu esperanza. Tu poesía, como todos los tesoros naufragados del mundo que hubieran salido a flote en tus playas de Isla Negra y Valparaíso. Tu poesía con la cual luchabas por tu amor y por tu pueblo, con la cual sigues luchando por todos los amores y todos los pueblos del mundo, luchando contra la muerte y contra el tiempo.
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Ahora es un vendaval, un tumulto de recuerdos el que corre por mi memoria, por mi sangre y me nubla los ojos. Mi corazón fluye sin lógica como un chorro de sangre. Corto en mi poesía una temblorosa rosa bogotana, cubierta con el rocío de nuestra ternura, para ponerla sobre tu nombre, Pablo, inmarchitable Pablo, inmenso Pablo, Pablo de la amistad, Pablo del trigo, Pablo del sueño y de la piedra, de la ternura y de la tempestad, Pablo del alma, mi compadre querido, compañero de viaje, amigo mío. (7)
2.6 Los ojos de la música A Rosita de Villavicencio
Desde cuando era niño la música me miraba con sus abiertos ojos puros. Recuerdo la emoción asfixiante que me producía la serenata cuando bañada en ilusión, en luna, en azahar, irrumpía junto a las casas de Apauta, de Apiay, de Cáqueza… Recuerdo una noche en Las Islas -una hacienda de mis familiares Pardo Fernández-, orillas del río Magdalena. De repente entró por mi sueño la serenata: tiple, bandola, guitarra, flauta y lánguidas canciones calentanas. Por una de esas extrañas alianzas de la realidad y el sueño, en ese linde misterioso y lunar del entresueño tuve, entredormido, la ilusión de que pasaba, río abajo, un navío tripulado de ángeles músicos. Pero mi primer encuentro con la música ocurrió junto a un piano Pleyel en la casa de mi abuela en Cáqueza. (Este piano Pleyel que vive ahora en la que fuera casa de mi madre, es idéntico al piano que hay en la Cartuja de Valldemosa, en Mallorca, y en el cual el pálido Federico Chopin, entre dos golpes de tos, improvisaba nocturnos y baladas para los ojos oscuros de Jorge Sand que le sorbían la vida. El piano de las Fernández, como se le llamaba legendariamente en Villavicencio, vino hace más de un siglo subiendo por el Orinoco y el Meta hasta Banderas, ahora Puerto López. El piano asistió a los románticos bailes esfumados del novecientos, a los que iba mi madre con una mariposa azul sobre el hombro y el pelo parpadeante de cocuyos. Y al sanguinario y caballeresco rafagueo de nuestras guerras civiles. En ese piano, hace un siglo, mi tía Pilar Fernández de Convers soñaba preludios, estudios, barcarolas, valses, improntus, nocturnos de Federico Chopin mientras el tigre rugía en la plaza de Villavicencio. (Algún día he de narrar cantando en heroico romance, la impar hazaña de este piano). En algún poema mío -El niño que yo fui-, evoco, en las tardes de domingo de Cáqueza, a mi tía Julia Fernández soñando también a nuestro Chopin. En el piano Pleyel a punto de romper a llorar. “Y el pájaro entrevisto, entresoñado, cada instante al alcance de la mano para perderse luego en el jardín… / y las doradas señoritas lánguidas/ que el domingo llegaban de visita / entre sonrisas, encajes y suspiros / y una que otra mirada al niño absorto, / y la hamaca que el sueño navegaba… Suspiraba Chopin. Todo se desmaterializaba. El aire se enternecía con un aroma de llanto, de luna, de mujer… Cantaba, en voz baja, Chopin. Y por la calle empinada corría un raudal purísimo de amor y de melancolía. Deliraba el jardín, ardían los granados. Y erraban nubes dementes por la frente lejana de la tarde. Me poseía un tan inenarrable
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e insoportable dolor de hermosura que me iba a mi pieza y metiendo la cabeza debajo de la almohada me ponía a llorar. Afuera caía la tarde, de las campanas, subía hacia el balcón el aroma del jazmín estrellado y cantaba el turpial. Adolescente, soñaba ser director de orquesta. Ahora pienso que en esta vocación se unen el anhelo de la música y el anhelo del poder. Es, nada menos, que gobernar la música. (Después, los conciertos por años y por años en la espiritual y noble compañía de Fernando López y Jaime Duarte y Carlos Dupuy. Y a mi lado en la silla libre de la izquierda, la Convidada de la Música, escuchando con sus invisibles ojos oscuros). Hasta ayer, hasta este instante, mi relación con la música ha sido la de dos enamorados. Mi corazón entristecido o nostálgico se sienta al lado de la música y toma su celeste mano de amiga, de novia, de amante. Y en estas horas de soledad, solo la música me acompaña y me tiende sus femeninos brazos desnudos. Es el último vaso de vino para el condenado a muerte. (8)
N. de A.: Ésta, de septiembre 17 de 1983, es una de las últimas columnas literarias que publicó el poeta en el periódico El Tiempo, de Bogotá, el cual siempre mantuvo abiertas las puertas, y el corazón, para su inmejorable amigo y colaborador, el maestro Carranza.
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3. TEMAS CULTURALES Y DE CRÍTICA LITERARIA Tendremos obligatoriamente que extendernos sobre el tema de la prosa que estamos analizando porque Eduardo Carranza, en parangón con su labor poética y cultural, fue un crítico literario. Las obras se iban incubando en su mente acunadas por su sentimiento o por su entendimiento, y de repente nacían: “Como un borbotón… como es parido un niño”, según su típica expresión. Fluían natural, pero no espontáneamente porque habían sido trabajadas, no siempre con el rigor literario que requiere la labor de un académico de su talla, aunque totalmente desprovistas de esa “peligrosa facilidad” con que el poeta Julio Flórez compuso esa parte de su poesía que sus críticos no han sabido perdonar. Cierto es que no todos sus trabajos están concebidos con la corrección estructural que requeriría un maestro inflexible, salpicados de notas de pie de página y de citas entre comillas: algunas veces Carranza citaba entre comillas, pero no se tomaba la molestia de anotar de quién había tomado el concepto. Y siempre preparaba a conciencia sus clases para los alumnos que, con el correr del tiempo, se han sentido orgullosos de haber sido sus discípulos, desde los bancos del Instituto Bolívar en Ubaté, hasta en los salones de la Universidad de los Andes. El maestro Carranza estudiaba. Nos sorprende la idea de que un poeta se pueda enfrascar en la profundidad de un tema, o que un soñador llegue a tomar notas, escribir apuntes, leer y releer para formar en su interioridad un material concreto que puede después plasmar sobre el papel. Así quedaba conformado el esquema para dictar una clase, o la monografía solicitada desde España, los capítulos de un libro de literatura, la página de crítica literaria para un suplemento dominical, o simplemente un artículo periodístico para su columna en el diario. Tal vez no se encuentre paralelo con ese fenómeno de actor y comentador en el arte poético, sino en los españoles Pedro Salinas, poeta y crítico, y sus compañeros poetas doblados de profesores, críticos y glosadores, como Rafael Maya, Dámaso Alonso, Gerardo Diego y Jorge Guillén. Carranza, escudado tras sus lecturas, su extraordinaria inteligencia, su capacidad de asimilación, su excelente memoria y su sentido analítico, logró ocupar un sitio como escritor en prosa y una alta posición como crítico literario, a más de su trono indiscutible de poeta lírico.
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3.1 Valores y ausencias de la poesía colombiana actual Yo he aspirado siempre a una poesía de la ilusión y la esperanza, que nos ayude a vivir. Una poesía que aunando lo épico y lo lírico exprese lo americano –hombre, paisaje, pasado, porvenir– y anuncie, en nuevos himnos, la unidad de destino de lo espiritual de los pueblos hispánicos que asoman a los dos grandes océanos del mundo. Rubén Darío nos señaló el camino hace medio siglo. Hagamos, una vez más frente a la poesía que destruye, la poesía que promete... ¿Que si la poesía de nuestro tiempo se ha olvidado del hombre? Se oye con frecuencia por ahí eso de que la poesía, particularmente la poesía que hacen los otros, se ha olvidado de lo humano. ¡Ilusión de eternidad! ¡Vanidad de vanidades! Para algunos ahora, solamente ahora, el poeta se ha topado con la muerte, con la sed de justicia, con el dolor, la guerra, el trabajo, la fatiga y la melancolía de los hombres. Y ahora, solamente ahora, se ha mezclado con la turba de las furias y las penas. Y ha cantado el dolorido sentir de sus próximos o sus prójimos. ¿Pero es que hubo alguna vez poesía verdadera que hubiera hecho cosas distintas? ¿Qué gran poeta ha dejado de comprender la vida, el amor, el dolor, la fatiga, el esfuerzo, los otros hombres o -con otras palabras- de revelar lo humano como tal? No vale la pena ahondar en la cuestión. Para terminar, hago mía esta afirmación lapidaria: Para decir bien de un modo de poesía no es necesario decir mal de otro. (3)
3.2 Anhelo y proceso de un nuevo humanismo El estilo colombiano Integramos los colombianos, muertos y vivos, jóvenes y viejos, mujeres y niños, un gran todo solidario, un cuerpo misterioso que es la patria. Porque una patria -nuestra patria- no es tan sólo una expresión racial o económica, una fatalidad geográfica limitada por mares y ríos y mojones, no es solamente siquiera la patética melodía barresiana de las cunas y de las tumbas. Las tumbas normativas en la tierra maternal, las cunas mecidas por un viento que viene de las tumbas. Es algo más que historia y pasado, es también el idioma, y más aún la religión ancestral; esto es la confluencia de valores ideales que se apoyan en el pasado y se prolongan hacia el porvenir. Una temblorosa comunidad de sueños y de recuerdos, de sufrimientos, esperanzas y amores colectivos, un espíritu y un destino. Unidad profunda de pasado, presente y futuro, fundamental unidad de lo que fue, lo que es y lo que será. Quedamos, pues, en que finalmente y en tres palabras, la patria, la nación, la nacionalidad colombiana en este caso, es un estilo de vida colectiva. Estilo que se concreta en instituciones patrias, que se proyecta en formas peculiares de vida, se encarna en valores esenciales, se organiza calladamente en historia, se resuelve y fija en cultura y se estiliza en temblorosas hermosuras de la palabra, la melodía y el color. Y se erige en altares que perpetúan la fe de los mayores y afirman la esperanza consoladora del más allá del cristianismo.
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Cabe preguntarse cuáles serían en Colombia ese estilo secular, ese genio profundo, esa lineal manera de existir, esa perenne vocación, pues el patriótico deber de cada generación que adviene a la historia nacional consiste, ante todo, en ser fiel a la esencia de la patria. Fidelidad que a su vez consiste en impulsar el pasado hacia las nuevas formas del futuro dentro del estilo nacional. Quiero decir rápidamente que dos varones tutelares, el fundador de la patria Simón Bolívar, y el fundador de la ciudad capital y descubridor del país Gonzalo Jiménez de Quesada nos dan la clave inicial del estilo colombiano. El estilo cultural de Colombia es humanista como Quesada. El estilo político de Colombia debe ser bolivariano. En el orden religioso Colombia ha sido, es y seguirá siendo católica como Bolívar y Quesada. Esto somos en un sentido esencial y existencial y es esto lo que debemos prolongar y defender. Consecuencialmente las notas y características del pueblo colombiano en el vasto conjunto de las naciones americanas han sido éstas: sentido cristiano de la vida, profundo arraigo en la tradición hispánica, culto por la lengua castellana y dirección humanística de la cultura; histórica aspiración hacia la convivencia y unidad nacional, adhesión hacia las formas jurídicas y a las soluciones civiles, amor a la poesía y a las disciplinas clásicas, lealtad superior a la inteligencia, perpetuo anhelo de conciliar la libertad con la justicia y el orden; idealismo, espiritualismo, respeto por la tradición grecolatina, amor por la cultura esencial que reconoce su centro en la sagrada y libre persona del hombre: del hombre hispánico de carne y hueso dotado de un alma inmortal responsable ante Dios. Cultura que para nosotros es católica, latina y americana. Las antedichas constantes históricas han venido a constituir para los colombianos la razón fundamental de nuestra organización nacional y de la patria, orgullo más aún que cualquiera otra circunstancia de prestigio geográfico, económico o político. Deliberadamente dije, hace un momento, que estos fueron los caracteres de nuestra nacionalidad. Porque en esta reunión nos hemos de preguntar con ánimo sereno y varonil, inclinados sobre la dramática realidad que nos circunda y quizás con los ojos llenos de lágrimas, si ésta es aún la tierra humanística de Quesada, la patria coronada de orgullo de Simón Bolívar y si todavía podemos aspirar al honor de llamarnos una nación cristiana. El primer fenómeno, la primera operación asuntiva de la religión cristiana: asumir al griego y al latino, asumir el luminoso mundo mediterráneo; y así, las temblorosas palabras de Platón sobre el alma y el amor se transfiguran en la palabra cristiana de Agustín de Hipona, y así la Metafísica y la Política de Aristóteles se transfiguran en la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino. Por este cauce, por las venas antiguas de Roma, a través de las venas maternales de España, nos ha llegado todo el caudal del pensamiento grecolatino, raíz y semilla de lo que hoy llamamos Occidente. Pero asumido, integrado e incorporado en forma trascendente por el cristianismo. Y por ello, por Grecia, por Roma, por el cristianismo y por España, dechados platónicos y números pitagóricos circulan por nuestra sangre, leche de la loba capitolina, savia de las encinas homéricas, miel de las diosas de Jonia; belleza griega y civilidad romana nos seducen desde su histórica lejanía; en el fondo de los milenios oímos todavía el canto puro de las columnas de mármol frente a la insigne superficie de éter azul y mar dormido.
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Andamos sin saberlo en busca de la divina proporción todopoderosa de que hablara un poeta griego de nombre Platón, el que redujo a cosmos el caos, y a veces nos llega el rumor de las abejas latinas, mediodía mediterráneo, en que Virgilio creía escuchar la respiración del éter. Pero esta ráfaga dorada de visiones no puede hacernos olvidar que nosotros somos criaturas y herederos del cristianismo y del humanismo español. El renacimiento itálico y neopagano al pasar por España se hace cristiano. Adquiere la dimensión de lo divino y en su costado se abre la herida siempre doliente del infinito. Celeste nostalgia de fray Luis en su huerto horaciano, secreta escala de san Juan de la Cruz, piedra cristiano-romana de El Escorial, pintura nebulosa y llameante del Greco, musa funeral de Quevedo, médula popular de Lope, redonda música de Góngora el de Córdoba romana, melancolía de Cervantes; cristiano todo, mediterráneo y español. El renacimiento, el humanismo itálico asimilado y expresado luego a la castellana, se funda en España sobre la unidad teológica definida por Laínez a la que corresponde la unidad geográfica realizada por Elcano, y en cierto modo por Balboa, pues desde la cima de una montaña colombiana ojos cristianos y occidentales vieron por vez primera la patética vastedad del océano Pacífico. Esa es nuestra herencia. El humanismo renacentista que hacía del hombre la medida del hombre, del mundo y de las cosas, lleva implícitos, por ello precisamente, los gérmenes de su descomposición. De allí se pasó al libre examen y de éste al racionalismo que niega toda realidad sobrenatural. El sitio de Dios en la vida humana se fue reduciendo al avance de estas filosofías, se fue estrechando el ámbito de lo sobrenatural. Se resquebrajó la unidad moral de la cultura cristiana, el alma europea se dividió y subdividió y el ensueño unitario, universo, de Occidente, entró en liquidación. En este límite vertiginoso fue fácil despeñarse en las vaguedades humanitarias, en las ilusiones científicas, en la torrentera del materialismo histórico, en el pantano existencialista. Y llegamos a la historia que estamos sufriendo y en la que es nuestro destino participar. Nos ha tocado, pues, vivir en el confín de un mundo, en el sangriento atardecer de una edad histórica, en el crepúsculo del renacimiento, en vísperas de un nuevo milenario y con el presentimiento de una catástrofe cósmica. Tal vez estemos en la puerta de una nueva edad oscura, de una noche oscura sin alma. O tal vez en la radiante puerta de otra ascensión del cristianismo. Digámoslo con valor. El cristianismo debía y debe cumplir la tarea de asumir el mundo moderno en su filosofía, en su portentoso avance científico, en su técnica maravillosa, y, principal y particularmente, en su sed de justicia y de libertad. El cristianismo debe asumir, sin miedo, el mundo adverso de Marx, el mundo adverso de Voltaire, por ejemplo. Ésta fue siempre la tarea histórica del cristianismo. Cito de nuevo a Javier Zubiri: “La metafísica griega, el derecho romano y la religión de Israel son los tres productos más gigantescos del espíritu humano. El haberlos absorbido en una unidad radical y trascendente constituye una de las manifestaciones históricas más espléndidas de las posibilidades internas del cristianismo. Sólo la ciencia moderna puede equipararse en grandeza a aquellos tres legados”. Esta reunión ocurre en un lugar concreto llamado Colombia del mundo hispánico, en un tiempo concreto: el patético promediar de
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este medio siglo. El cristiano ha de contar con esta realidad espacial y temporal. Nos preside en nuestra Roma Madre la santidad del papa Juan XXIII. Y nos preside también, ¡ilusión, angustia y esperanza!, nuestra Colombia amada. Es significativo y es simbólico que esta reunión ocurra en la generosa tierra de Antioquia, Esparta de Cristo. Antioquia que apoya sus pies en el pasado pero tiene una mano en el alado corcel del futuro. Antioquia popular y aristocrática, hidalga y campesina. Antioquia del habla medular con sus viejos pueblos de piedra y de romance y sus blancas ciudades del porvenir. Antioquia que trabaja cantando como los molinos y en cuyo regazo anidan la paloma del sueño y el metal del esfuerzo. Trono del viento, pura entre las regiones del mundo, con sus hidalgos verticales y sus doncellas de ojos negros. Antioquia del amor y de la paz. Llena de alegría, de luz y de riqueza, como el verso de don Antonio Machado: cruzada por venas de oro, de platino y de jazmín, cantada por los ríos... Antioquia la rosa sobre la espada y la miel, terrón del paraíso, tierra de María Santísima. Yo siento que un aire de grave preocupación nacional se respira en esta reunión de intelectuales, casi todos escritores católicos que escriben. Este último es mi caso personal. Sea esta la ocasión de hacer un riguroso examen de conciencia: nosotros somos los dueños de las palabras, de este poco aire conmovido y peligroso que llamamos la palabra; los ángeles y los demonios de las palabras. Poniendo la mano sobre el corazón tantas veces dividido, partido, como dice la canción, aceptamos que también somos culpables en alguna parte por el silencio o la palabra, por acción o por omisión del drama que llena de lágrimas los ojos de Colombia. ¿Cuál ha de ser nuestro más urgente e inmediato quehacer? Palabras más lúcidas y orientadores que la mía, lo dirán en el curso de esta reunión. Quiero yo solamente invitar a los poetas en esta solemne y altísima ocasión, a erigir frente a la poesía que destruye, la poesía que promete; a volver por el fuero de los sentimientos positivos frente a los sentimientos negativos; invitar a los poetas a escribir frente a la poesía del vacío y de la muerte, frente a la turbia poesía que nos circunda, la poesía de la esperanza, de la ilusión, de la fe, del honor, de la verdad. A reclamar el derecho a expresarse poéticamente de los sentimientos creadores y positivos. Finalmente, señores: séanos también permitido soñar esta tarde en una vasta confederación de almas hispanoamericanas, de todas las almas universas de buena voluntad, que asuma la gran misión española de restaurar la unidad metafísica del mundo, de recordar al hombre la comunión de los santos, y su participación en la eternidad, y de realizar el reino de Dios en la tierra. En un viejo mundo roído por el materialismo y arrastrado por un drama de imperios, en un mundo caído en donde el hombre perdió la conciencia de los valores eternos y de su origen divino, en un torvo mundo en donde han fracasado los ideales renacientes, la cultura caballeresca y las utopías decimonónicas, esta América nuestra, la que aún reza a Jesucristo y aún habla en español, debe ser la juventud, el equilibrio, la estrella de la fe y la libertad, el último refugio cristiano del humanismo y la caballería. Nuestra América cristiana debe elevarse a instrumento de historia universal; debe asumir su órbita natural de Mundo Nuevo en el tembloroso sentido creador
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y virginal que Bolívar le daba a esta expresión, encontrando la alianza de la libertad y de la justicia, del pan y del infinito, del alma y su contorno, de la sagrada persona del hombre y el estado instrumento de Dios, de la nación y del pueblo. Que Dios bendiga nuestras deliberaciones. (3)
N. de A.: Este discurso inauguró los trabajos del primer congreso del pensamiento católico. Aquí Eduardo Carranza declara su fe de cristiano católico: “Yo no soy un escritor católico; soy un católico que escribe”. Y él mismo me dice que debería tener el título de Anhelo y proceso de un nuevo humanismo, con que aquí lo presento. Juan Gustavo Cobo Borda comenta algunas de las consecuencias inusitadas del congreso inaugurado por Eduardo Carranza: “Un detonante manifiesto, seguido de un pestilente saboteo en contra de un congreso de ‘escribanos católicos’ (en Gloria Serpa, Gran reportaje a Eduardo Carranza) tal el apelativo, del congreso inaugurado con toda la pompa hispanizante que distinguía a Eduardo Carranza, motivó que Gonzalo Arango fuese detenido y encarcelado en el tercer patio, el más peligroso, de la cárcel de La Ladera, en Medellín. Un acto sacrílego, más tarde, en la basílica de esta misma ciudad, al clausurarse la Gran Misión Católica que por aquellos años había recorrido el país -comulgaron y guardaron las hostias en un libro-, suscitó el furor de los fieles, quienes estuvieron a punto de lincharlos. Estos dos actos consolidaron su fama a nivel nacional y dieron pie a una serie de giras por todo el país: Manizales, Pereira, Cali (1960), Bogotá (1961). En Cali, donde pidieron la sustitución del busto de Jorge Isaacs por el de Brigitte Bardot, se unieron al grupo antioqueño los caleños J. Mario y Elmo Valencia, y así la nómina del nadaísmo agrupó en un primer momento a Gonzalo Arango, los poetas Jaime Jaramillo Escobar (alias X-504), Eduardo Escobar, Alberto Escobar, Darío Lemos, al novelista Humberto Navarro, a los cuentistas Amílcar Osorio (alias Amílcar U.) y Jaime Espinel, al futuro cineasta Diego León Giraldo y los hermanos Jorge Orlando y Moisés Melo. Posteriormente otros escritores se aglutinarían alrededor de él: en 1963 13 poetas nadaístas, antología del grupo, acogía a todos los poetas y cuentistas mencionados, y a Mario Rivero. Tres años después, al aparecer De la nada al nadaísmo, una suerte de fichero del grupo, la nómina anterior se ampliaba con los nombres de Fanny Buitrago, Elkin Restrepo, David Bonells y Armando Romero”. (9)
3.3 El Juan Lozano de 1900 Toda belleza nueva empieza, en general, por escandalizar. Goya y Manet, cuya influencia es indudable e indeleble en toda la pintura
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moderna, hicieron clamar de indignación a los críticos oficiales de su época y orondos académicos apergaminados eruditos cubrieron entonces su venerable frente con ceniza de espanto y menosprecio. Un idéntico escándalo de corral produjeron entre censores y profesores Monet, Cezanne, Coubert, Montiell, Van Gogh, Carpeaux, Rodin, Renoir, Wagner, Bizet, Debussy... La lista sería interminable porque incluye, casi sin excepción, todos los nombres ligados a una obra original y perdurable en el arte de la pasada centuria. Ahora ocurre algo semejante con Picasso, con Diego Rivera, con Clemente Orozco... León Daudet, recuerda como Albert Wolf, crítico de renombre, afirmaba que Manet y Renoir conducían a Francia a los abismos; el lector enterado se hará cargo de lo caudalosamente inepta que hoy resulta semejante apreciación. Y es que en todas las épocas existieron, esas gentes que miden el arte, la poesía y la moral por centímetros, esas gentes que, enfundadas en el impermeable de su mal gusto, me parecen los sacristanes del arte; viven subiéndose a los altares, manoseando las imágenes y apagando las luces, pero nunca ven a Dios ni sus milagros a plena luz. La historia literaria está edificada toda sobre un idéntico episodio: la negación, el destierro, la abominación de lo nuevo en nombre de lo establecido. Es ésta una actitud tan cerril y obtusa como la de negar lo anterior en nombre del extremismo revolucionario. En los dos casos se olvida que la poesía es de siempre, de siempre, es el hombre mismo, su inefable esencia, su asombro ante el mundo que lo circunda de mudas preguntas, su dolor y su gozo, su dulzura y amargura. Mas, por otra parte, el verdadero artista debe tender no precisamente “a actualizar lo histórico, sino a hacer lo histórico actual”. Quienes en nombre de la tradición exigen la momificación del arte, su estancamiento en fórmulas consabidas, las gentes mohosas que se indignan sistemáticamente frente a lo nuevo y sorpresivo olvidan que la tradición no consiste en la estática permanencia sobre los ideales de los abuelos, implica una noción dinámica y vital; la incorporación de los reflejos modernos, de lo vivo transeúnte, al cauce permanente de las experiencias seculares. Ya en otra ocasión anotaba que esto no podrán comprenderlo quienes confunden el hecho de ser clásico con ese modesto trabajo de tozuda repostería literaria que es el realizar, más o menos con fortuna pastiches seudoclásicos. Tomás Vargas Osorio, nuestro inteligente compañero en la nómina de Piedra y Cielo ha escrito con su habitual agudeza en unas finas glosas sobre la naturaleza y dirección de la poesía más reciente al comentar el hecho neoclásico actual y la circunstancia de que no hay poeta nuevo que no posea un profundo conocimiento de los clásicos de su lengua. Para el crítico doctrinario y doctrinero, dice Tomás, esto no estará claro. Se pondrá a cotejar imágenes, a contar sílabas, a analizar la anatomía gramatical de los versos y concluirá: ¡Absurdo! Pero es porque ocurre que el crítico doctrinario, que solo comprende del clasicismo su esquema legal, no puede advertir la verificación de ciertas leyes de afinidad en el tiempo y en el espacio, que no son visibles porque en realidad no se manifiestan por medio de forma alguna determinada. Un valle es semejante a otro valle aun cuando ambos estén situados en distintas latitudes geográficas; pero se parecen como un ojo a otro porque en su composición intervinieron las mismas leyes geofísicas.
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El clasicismo es, para el crítico promedial, una jurisprudencia literaria y estética, un conjunto de cánones estrictos, pero no repara en el subsuelo vivo en que permanece este estrato codificado e inerte y del cual se desprenden hilos, venas, fluencias espirituales a establecer vinculación con lo nuevo y con lo actual. Lo eterno no es una calidad fija, sino un perpetuo movimiento o intercambio. La eternidad es una circulación del espíritu a través de todos los hemisferios del tiempo, es una calidad transferible. De ella proviene aquel concepto popularísimo de que la historia se repita; pero no es que se repita propiamente, sino que la historia posee la virtud de actualizar antiguas experiencias: lo mismo la historia social y política que la historia literaria. El situarse en la trinchera de la preceptiva literaria para combatir un intento revolucionario cualquiera en literatura, implica en el crítico una alarmante miopía, una mentalidad pasadista, un criterio estratificado. Nadie ignora que la preceptiva es ciencia a posteriori cuya misión se limita a operar sobre la belleza anteriormente creada, a juzgar, analizar y clasificar fenómenos ya históricos, experiencias que el tiempo convirtió en sujeto de estudio e investigación. Nada tan puerilmente pedante, tan ingloriosamente antipático como la pretensión de fijar a la literatura cánones inflexibles, exactos límites, fieros cercos ceñudos. Todas las preceptivas son más o menos inocuas, todas falibles y perecederas, todas impotables en mayor o menor grado. La de Boileau. Las de Luzán, Malherbe, Le Bossu y Hermosilla. La de Flaubert inclusive. Sólo que los críticos improvisadores y atrabiliarios o los políticos en trance de escribir comentarios de tipo crítico, olvidan para su daño consideración tan elemental. El tiempo suele vengarse cruelmente de ciertos juicios emitidos por ignorancia o ligereza o por esa global antipatía que inspira determinada tendencia al señor que no entiende atrincherado casi siempre en el pétreo fortín de la retórica. Los juicios de Doumic y Brunetière sobre Las flores del mal y su genial autor se tienen en estos días como hilarante ejemplo de ceguedad apasionada o inepcia estimativa. El tiempo suele colocar en implacable picota de escarnio a los críticos apresurados o fósiles, a los políticos llegados con falsos pasaportes al milagroso púlpito de la belleza. “Aplicar las reglas de la preceptiva a don Luis de Góngora, a Baltasar Gracián, aun a Cervantes -como lo demostró don Juan Montalvo- es absurdo. Ellos las rompieron y las volvieron a hacer. No fueron escritores correctos, sino grandes creadores de la belleza... El espíritu crea constantemente sus formas, abre nuevos caminos y se complace en romper las reglas del tránsito que lo atan, encasillan y molestan”. Cuidado, pues, señores preceptistas al juzgar a Claudel, Rilke, Valéry, Juan Ramón Jiménez, Lorca. Y al opinar sobre las últimas tendencias que significan, a su pesar, algo muy trascendental; no olviden que la revolución modernista de 1900 implicó una total revisión de las preceptivas del siglo XIX. No se crea que el Juan Lozano sea producto exclusivo de 1940. No se vaya a pensar que su curioso y venerable criterio ante los hechos literarios es privativo de nuestro tiempo ilustrado por la rauda viñeta de los aviones y la dulce y tierna y frutal estampa de las doncellas aerodinámicas y las muchachas electroquímicas. No estemos demasiado orgullosos de nuestra contemporaneidad y convivencia con este mosqueteril san Jorge de las ideas sanas, con este ardiente y sonriente
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combatiente contra las nieblas de la absurda poesía, contra el dragón piedracielista. Hoy quiero presentar al Juan Lozano modelo 1900. Quiero recordar un pintoresco episodio de las letras nacionales acaecido al iniciarse este siglo y que guarda un curioso paralelismo, una sorprendente semejanza con lo que ahora ocurre en torno a la poesía joven de Colombia. Sobre el suceso a que me refiero han caído cuarenta años y podemos ver claro. Dominamos libremente el horizonte. Para el contemporáneo resulta notablemente difícil orientarse al enjuiciar los hechos ambientes. Su atmósfera se halla siempre oscurecida por odios y ditirambos, por sectarismos y pasioncillas. De aquí que los juicios fríos y definitivos se produzcan siempre en horizonte a una prudente altura y lejanía de toda circunstancia que incendiara el aire de la polémica, diatriba y contradicción. El Juan Lozano de 1900 -en lo que mira al aspecto literario que nos ocupa- se llamaba Luis María Mora. Fue el señor Mora un prosista de acento personalísimo, nutrido de esencias clásicas; su estilo posee innegables virtudes melódicas y está recorrido por un suave lirismo de tono menor, por una antigua ternura hogareña y santafereña. Letrado muy notable, don Luis María Mora legó a nuestra literatura esbeltas páginas evocadoras sobre una época de la vida bogotana que a veces asoma también en las nostálgicas reminiscencias de los mayores. En la crítica, en la polémica, en el panfleto, se distinguió por insignes condiciones de injusticia, acerbía, amargura y crueldad. Su idioma adquiría entonces una pérfida andadura gatuna, un ácido e incisivo vocabulario, una biliosa entonación. Por su ausencia de perspicacia y su saña pueril, merecen una inmarcesible celebridad las opiniones del señor Mora sobre la poesía de Valencia y la dirección lírica de los modernistas. Ellas le sugirieron los más mordaces, irritados y despectivos conceptos. Al señor Mora hicieron coro numerosos letrados amigos suyos y los ingenios de entonces, se ocuparon en confeccionar con los más ramplones recursos de la comicidad y la fácil bufonada escrita, numerosas parodias ingeniosas de la poesía valenciana. Es prudente recordar, pues hoy todo el mundo lo ignora, que don Luis María y los suyos eran también poetas (para designar eso de algún modo), que sus versos gozaron de un permanente plebiscito de admiración y adhesión; que su numen embrujaba el corazón y apretaba la garganta de todas las señoras y del noventa y nueve por ciento de la opinión sana de su época. Es bueno apuntar también que los versos de Mora y Cía., se hallan justamente olvidados para gloria de las letras colombianas, y, en cambio, muchos del señor Valencia tienen un altísimo sitio, para siempre, en la lírica española. (3)
3.4 El polemista La bardolatría (adoración a los bardos o poetas líricos o heroicos de cualquier época o país) tema más de folletón periodístico que de literatura, tomó tintes de polémica y de escándalo literario y tuvo dos móviles que lo dispararon: la publicación por parte de Carranza de Una hora del
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maestro Guillermo Valencia (10) y su artículo Un caso de bardolatría (11) con el cual Carranza contesta a don Baldomero Sanín Cano. Se estaba tocando a los intocables. Por primera vez en la historia literaria del país se atacaba a lo que llamaba Carranza el más agudo mal colombiano: la bardolatría. Según propias palabras del mismo Carranza, la polémica sobre la bardolatría no la suscitó Una hora del maestro Guillermo Valencia (Recuerdo presentido), sino su página sobre el poeta Eduardo Castillo aparecida a mediados de 1941 en el suplemento dominical del periódico El Tiempo. Este novedoso tema, para la época, en que Carranza atacaba a los poetas minoritarios, fue tratado de una manera bastante inoportuna, según opinión del hombre de letras, Joaquín Piñeros Corpas. Resumo el primer escrito, Una hora del maestro Guillermo Valencia (Recuerdo presentido). En el más hermoso sitio de la campiña payanesa se alza la mansión señorial de Valencia. (...) Viene la tarde de Popayán como un ensueño violeta. Las colinas se dibujan puras y eternas en el sereno azul. Se escucha el vuelo de las almas. Entonces el poeta paseaba entre la fuerza de los robles y la ternura de las azaleas musitando: Hay un instante del crepúsculo en que las cosas brillan más, (…) En este prestigioso escenario, conocí a Guillermo Valencia en diciembre de mil novecientos treinta y cinco. El maestro me favoreció desde entonces con una especial y generosa amistad, que años después languideció a causa de algunos incidentes polémicos. ¡Días dorados! Yo había publicado mis primeros versos entre el fervor de algunos amigos y la furia o la risa de otras personas. Era el impetuoso amanecer de la primera juventud. Era el éxtasis de la inicial efusión literaria. Visité a Valencia, previa una encantadora invitación escrita, en compañía de Jaime Paredes, Alejandro Valencia y Elías Salazar García. Nos acompañaba -jinetes los cinco, de Popayán a Belalcázarsu hijo Guillermo León. Teníamos veinte años. Acaudillábamos un jugoso movimiento juvenil de tipo nacionalista y bolivariano, y escribíamos el semanario Derechas, de tan romántica memoria. Descabalgamos. Valencia nos recibió en el primer descanso de la amplísima escalera. Me tendió sus bellas manos y recuerdo, exactamente, sus primeras palabras; “Amigo, me dijo, nuestras amadas musas siguen fulgurando. He leído algunas cosas suyas”, añadió gentilmente, y nos ofreció la casa con su elegante ademán hospitalario de castellano viejo. Fuimos a la biblioteca llena de sombras insignes y de prestigiosos recuerdos.
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En una copa de oporto cantaba el ruiseñor del vino. Se habló de toros, de literatura, de política. Valencia, lo sabe todo el mundo, era dueño de la más seductora conversación: voluble, vivaz, radiante, hecha de mágicos recursos, de fulgurantes réplicas, de síntesis felices, de encanto anecdótico, de intenciones cáusticas. Poseía, además, el don de la caricatura verbal y era un insuperable acuñador de frases metálicas, de sutiles definiciones, de retratos ingeniosos, de paradojas y de las más expresivas y plásticas comparaciones. Entre la majestad de sus palabras brillaban vetas de ironía, de llaneza, de fantasía. De pronto exclamó -entre amable, olímpico y burlón- volviéndose a mí: “Parece que entre los más jóvenes se hacen muy serios reparos a mi estética”. (Algo había escrito yo sobre el riesgo y ventura de la retórica parnasiana). Se dice, maestro, le contesté, con juvenil audacia, que hay en su poesía un exceso de elementos culturales, de cautela y de contención que la tornan fría e impávida. “Amigo, me dijo levantándose rápido y leonado: en las más altas cumbres hace frío”. Yo pensé en el encanto de las tierras templadas, en el dichoso país del verano, pero nada acerté a contestar. Me sentía semejante al galán baudeleriano de La giganta, como pobre aldehuela al pie de la montaña. (Y supe, de repente, que esta tarde era un recuerdo presentido. Y que algún día sería un sueño). Luego salimos al campo. Y ¡cabalgamos, orillas del Cauca! Caía la indecible tarde de Popayán. “Yo tenía veinte años y un lucero en la mano”. La vida como una doble alondra transparente cantaba a la altura de nuestros oídos. La juventud, como una savia azul me maduraba el corazón. Galopamos, ¡orillas del Cauca! ¡Praderas de Jenagra y Jenagralta! ¡Cielo atardecido de Popayán! Palpitaba ya el primer lucero entre “torbellinos de nácar”. Y nos llegaba el pulso de la tierra en el tranco ligero del caballo.
Transcribo también los párrafos pertinentes de Un caso de bardolatría, con el cual Carranza contesta a don Baldomero Sanín Cano. El maestro Sanín Cano ha combatido algunas obvias y desprevenidas afirmaciones mías en torno a la obra poética de Guillermo Valencia. El ilustre orientador y exegeta del novecientos ha dejado caer toda la pesadumbre de su autoridad sobre este aprendiz de crítico y glosador de la literatura. Ante todo quiero apuntar que yo pertenezco a la minoría, a la absoluta minoría de quienes creen que es conveniente llevar al aire libre de la discusión periodística ciertos problemas estéticos, de quienes no desean afiliarse a esa penumbrosa escuela de crítica que se practica valerosa y demoledoramente en el rincón del café con un tono y de una manera estrictamente confidenciales. Algunos letrados anteriores a mi generación han renunciado siempre con admirable prudencia y arrojada cautela al deber de expresarse públicamente sobre obras y
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autores. Señores escritores: no más el comentario de soslayo, erizado de elusiones mentales, tan semejante a cierto género de maledicencia no muy digno de hombres. Que sobre la crítica nacional sople un viento solar de sinceridad y veracidad, un saludable viento varonil que despeje tanta sospechosa niebla, tanta equívoca bruma suspicaz. A decir cada uno su verdad aunque esa verdad se pague con un poco de la propia sangre. No vayáis a sonreír, señores escritores, si os recuerdo que Marinetti ofrecía su sangre por la redención de la poesía. Al referirnos a la poesía de Valencia, lo hacemos con el hondo respeto que nos merece su personalidad. Siempre vimos en él a uno de los más admirables ejemplares de hombre que haya producido la humanidad colombiana. Sólo que su obra literaria es ya un hecho clásico y como tal pertenece al pasado histórico: un pasado que, cada día más lejano, se pierde tras esa línea divisoria que constituye en la cultura el año de 1914. De entonces para acá han ocurrido algunos hechos del orden de la sensibilidad que fatalmente tienen su reflejo en las letras. Han advenido nuevas maneras literarias, se ha producido una revolución fundamental en el subsuelo de la creación poética y nuevas estrellas han ascendido al cielo de los cantos. Esto no lo ignora don Baldomero Sanín Cano, profesional de las últimas noticias, adelantado por lo recién amanecido, vigía de novedades, meritorio atalaya al acecho de todo cuanto tiene el confuso nombre de las constelaciones recién descubiertas. Como hecho histórico que es, la poesía de Guillermo Valencia constituye un sujeto de investigación, una materia de examen. A lo largo de cuarenta años ha caído sobre ella un diluvio de alabanzas; existe ya para estimarla una sospechosa literatura de clisé: “El príncipe de la poesía castellana, el mayor poeta del idioma, el más grande entre los que hoy cantan en América, el artífice supremo y genial del verso... etc., etc.”. Procuraremos deslizarnos cautamente entre esta imponente selva de lugares comunes. Pero hemos de anotar que el establecer un cerco de reservas en torno a la obra valenciana no es empresa carente de peligros: pues parece que en el país no hay sitio para el admirador razonable de Valencia. Se trata de un caso de bardolatría semejante al que anotaba Bernard Shaw en relación a los contemporáneos de Shakespeare. (A propósito Sanín Cano se olvidó de incluir a Shakespeare entre los pares de Valencia al lado de Lucrecio, Dante y Goethe). Se ha repetido hasta la saciedad que Valencia es un gran poeta. Aún dura sobre su nombre la gloria que tan temprano cayó sobre él, como la mañana sobre el canto de un pájaro. Pero el gran poeta suele constituir un insólito suceso, una extraordinaria especie de hombre: el que refleja poderosamente su tiempo, el que asume todo el dolor o toda la alegría, toda la esperanza o la desesperación, el goce y la pena, la dicha y la tristeza de una generación, el corazón desnudo, el barco ebrio, el alma a la deriva hacia lo desconocido o hacia el infinito. El gran poeta, lo ha escrito nuestro gran Barba Jacob, ha de haber sido hechizado, “ya el hechizamiento sea divino, como en san Juan de la Cruz, ya sea la tristeza de amor incurable como Bécquer, ya sea luciferino y sonámbulo como en mí, ya sea ondulante y llameante como en Rubén o en don Ramón. Hay que estar hechizado”. El gran poeta se constituye en buzo de la persona humana en su más vertiginosa profundidad, en
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descubridor de las misteriosas correspondencias de los seres y las cosas, en puro labio encendido de la angustia universal. En la palabra del gran poeta hay algo que no puede faltar y es la hondura de la emoción; anhelante hondura hacia arriba, hacia el cielo, como en san Juan de la Cruz, hondura desesperada hacia abajo, hacia el infierno como en Baudelaire. Toda gran poesía ha de tener, fatalmente, una tercera dimensión de profundidad y una cuarta dimensión de misterio. Nunca pudimos entender ese estilo de poesía que algunos, ya muy pocos, preconizan y practican: poesía de nítidos contornos, de líneas secas, de gran aparato verbal, poesía sin perspectiva, sin horizonte, sin bruma, sin misterio, como la de la antología de Goethe envejecido y la de los parnasianos franceses y americanos. Al gran poeta no se le exige que sea humanista, un filósofo o una cabeza enciclopédica. Se le exige solamente eso: que sea un gran poeta con todas sus tremendas implicaciones. Para mí -¡blasfemo de mí!- Valencia es apenas un buen poeta. Un buen poeta al uso del Parnaso. Le faltan a su obra trascendencia vital, palpitación sanguínea, pulsos humanos. Está lastrada su poesía de elocuencia ideológico-verbal. Es un impasible arquitecto de la materia idiomática cantando a espaldas de su tiempo y de su pueblo. Es un retórico, genial si se quiere, al servicio de un poeta menor. El instrumento que maneja es seguro, fuerte y fino. No se sirve de él para animar las grandes causas o declarar grandes pasiones, sino para exponer grandes temas. Para relatarnos sus excavaciones en el pasado, para recrear antiguas escenas deslumbradoras. Para resucitar una Grecia bastante convencional a base de cielo azul, gentiles cigarras, clásicos laureles y columnas truncas. O una Roma bastante escolar a base de circo y estatuas, crueldad y laureles y relamida mitología. Y mármol, mucho mármol de diversas canteras. Todo eso estaría mejor si antes no hubieran escrito Leconte de Lisle y Heredia. Quizá menos agudo que el de otros más afortunados, mi espíritu nunca pudo percibir la hondura de los conflictos ideológicos, de las oposiciones religiosas que plantea y resuelve. En todo caso he creído siempre que el destino de la poesía es muy otro al de probar algo, por ortodoxo que sea el propósito, y por elocuente que sea el idioma de los centauros. Los versos de Valencia se deslizan como majestuosa andadura, en terso y brillante discurrir; cabrillean de calculadas metáforas, se encrespan de rizos y volutas idiomáticos. Son los versos de un retórico triunfante, de un frígido, culterano y habilidoso artista, de un concienzudo cincelador: producto de una asombrosa destreza técnica, de una poderosa inteligencia dominadora de arduidades verbales. Pero permanecen exteriores a nuestra alma, ajenos a nuestro corazón. Y es que apenas rozan las zonas de lo entrañablemente humano. Y solamente lo humano es universal. Su poesía es victoria de jinete sobre la técnica, triunfo de la inteligencia. Pero la técnica inteligente, así se dé en sumo grado, no es toda la poesía si no opera sobre la tórrida y nebulosa sustancia de los sueños y los amores. Y si la poesía no me sirve para apresurarme la sangre, para abrirme de repente ventanas sobre lo misterioso, para ayudarme a descubrir el mundo, para acompañar a este desolado corazón en la soledad y en el amor, en la fiesta y en el desamor, ¿para qué me sirve la poesía? Si la poesía no me es voz
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trémula y delgada compañera de la ausencia, si no me expresa la indecible noche, si no pasa sobre mi alma como un aroma delirante, como un oscuro viento cargado de semillas, si no me embriaga y enajena las sienes y el corazón, ¿para qué me sirve la poesía? En la obra poética de Valencia hay mucho de literario y no se olvide que la literatura es el ángel caído de la poesía. En los últimos años se acentúa mucho la sinonimia entre las palabras poesía y misterio. El logicismo, el racionalismo poético, van siendo ya teorías de museo. En el lirismo lo esencial no es lo que se dice sino lo que no se dice, la dorada niebla de sugestión que esfuma los contornos del poema; lo que va entre líneas, lo que hay más allá de las palabras y su sentido estricto. Los parnasianos quisieron desterrar de la poesía el elemento mágico, la contribución dionisíaca, la fuerza elemental y delirante, el sueño, la inspiración. E imponerle la impávida tiranía de un cauce lógico. De aquí que ordinariamente no hallemos en su verso esa honda y pura música del alma, que no es la externa sonoridad a base de consonantes y de ondulaciones eufónicas. Que no se apoya en elementos verbales, que no gallardea ni tintinea. Música “más sutil, que no suena, pero que está entre los versos, entre las palabras, que es como el aire que circula en medio de toda forma concreta o como el fluido imponderable en que todo está inmerso y lo penetra todo”. La música que nace del puro estado lírico, audible al poeta que pone desveladamente el oído sobre su corazón, al poeta lírico. Inaudible para el poeta plástico, para el intelectual que tiene la cabeza a mil metros sobre el nivel del corazón. De aquí que éste sea precisado a echar mano de los recursos literarios, de la musicalidad a base de juegos de agua y ritmo, de juegos de consonancia y asonancia. Quienes han desterrado de la poesía lo dionisiaco, la adivinación, la música, la magia, escribirán fatalmente una poesía más técnica que mágica, más inteligente que inspirada: elaboración literaria, alquimia verbal, literatura, maestría retórica, habilidad técnica. En este sentido he dicho que Valencia instaló en Colombia un taller de belleza, una ortopedia de palabras. El artículo del maestro Sanín Cano plantea otros problemas como el de la forma y espíritu, el de espíritu y alma, sobre los cuales hemos de escribir en otra próxima ocasión. (3)
N. de A.: En el Capítulo III, numerales 3.3. a 3.6 se pueden consultar cuatro artículos con otras opiniones sobre este mismo tema. 3.5 Los últimos poetas colombianos Difícilmente se concibe hoy la existencia del poeta silvestre y barométrico, del fragoroso y borrascoso juglar, estentóreo vate cuya incontinencia kilometral suele resolverse en catarata ecuménica de clamores y hervores seudosublimes. Al poeta se le exige ahora, a más del fuego central de la inspiración, a más del “temperamento”, ciertas condiciones de finura, de tino, de tacto idiomático, de reflexiva mesura de
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cultura y depuración. El poeta no debe convertirse en transcriptor apresurado de todas las insinuaciones de su numen. La inteligencia tiene la misión de encauzar, vigilar y purificar el ímpetu inicial de la sensibilidad, el latido de la holgazana inspiración, embridándola con su templado señorío. Así, el azogado y llameante Pegaso no se permite en nuestros días esos vuelos soberbios y espectaculares que detenían la respiración de la gente: un nuevo jinete cauteloso y meditabundo lo conduce por las praderas del idioma, por los aéreos laberintos del sueño. Estas sumarias reflexiones habrá de compartirlas el lector de esta página, signo de lo antedicho. El grupo de poetas que hoy se asoma sobre el país se caracteriza precisamente por su seriedad mental, por su estudioso rigor, por su dignidad literaria. Ellos saben que el poeta no puede abandonarse sobre el caliente lomo de la inspiración sin que la poesía corra los más catastróficos riesgos. Su lenguaje aletea reiteradamente en torno a la expresión exacta, al cabal hallazgo lírico; aspira, pertinazmente, a cristalizarse en casi imposibles atmósferas; se refiere, más que al oído, a los ojos, directamente al espíritu. Esta admirable característica condiciona la andadura poética de acentos tan disímiles como los que presentamos hoy a la admiración o a la controversia. Creemos que la poesía colombiana tiene asegurada su continuidad intensa y decorosa línea con los poetas que ahora le amanecen y empiezan a cantar en esta altura dramática de 1941. Fernando Charry Lara mira el mundo con distraída seriedad de viajero un poco desencantado de antemano: su voz se opaca, mansa y nostálgica, llovida de ternura y de cernida claridad reflexiva. Daniel Arango posee una pericia expresiva, una intuición de lo inefable, una seguridad técnica, una tersura nacarada, un don de la gracia y el matiz, que quizá le conceden la primicia inicial sobre sus compañeros. La poesía de Andrés Holguín a veces se apenumbra de nostalgia, a veces se encrespa de brillantez; una doncella pasea por el campo de sus versos: humo dorado de su cabello, fresca es y aromada como la mejilla de la mañana: aérea criatura que sólo por cierta inexplicable suspensión de las leyes físicas toca el suelo con sus pies. Jaime Ibáñez escucha el latido secreto del mundo, oye ascender su fervorosa sabia en los árboles y en las muchachas. Ovidio Rincón canta con desolada voz que cercan el deseo y sus cenizas: su vela que infla un oscuro viento, se inclina hacia la muerte. La rosa transparente y palpitante de un beso se evapora sobre los sonetos de Óscar Echeverry Mejía. Posee Nieto Borda una esbelta sirena sobre el pecho de la piscina. Saúl Aguirre ingresa, ciego, a lo misterioso y la honda nerudiana le inunda la garganta. Y sobre los poemas de Eduardo Mendoza Varela vuelan los aviones o saltan, calzadas de cabrilleantes imágenes, unas muchachas aerodinámicas. Júbilo de voces nuevas. ¡La mañana en la frente y en el corazón! El verano les golpea las sienes con sus alillas azules. Y como un dorado trigal crece hasta el cielo la luz ¡todos hemos encontrado en una medianoche de arrobamiento la huella de la doncella poesía, el zapato de la Cenicienta y en él, ese maravilloso y tiránico destino de seguirla y perseguirla para siempre! Si algún reparo debemos hacer a este brillante grupo de poetas, es la excesiva docilidad con que se entrega al influjo de quienes les antecedieron inmediatamente. Ellos han sido norma y pauta desde su sensibilidad, bordón de su oído. Todos están más o menos impregnados de
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piedracielismo: de su manera, de su mundo vocabular y su arsenal de imágenes. Antonio Llanos, Aurelio Arturo, Camacho Ramírez, Jorge Rojas, tienen en esta página anchas zonas de influencia. Esperamos que los Postúltimos rompan con Piedra y Cielo, quemen sus palabras y sus imágenes y embarcados en su alma se lancen a descubrir el mundo. (4)
N. de E. C.: Esta página tiene, en la historia de mi vida, la importancia de que aquí se asoma por vez primera, a la luz, una nueva generación de poetas. Que finalmente, quedará integrada con Piedra y Cielo. ¡Cuántos naufragios! 3.6 El problema cultural de Colombia Escribir es llorar Resulta que en Colombia los escritores, y, en general, las fuentes de cultura, en parte por nuestro ausentismo, pero especialmente por la indiferencia lindante con el desdén, del estado, vivimos marginados, desamparados a la intemperie, en las afueras de la vida nacional. Nuestra palabra no cuenta en absoluto para ninguna decisión de máxima o mínima importancia. El desiderátum de la vida colombiana lo tienen totalmente en sus manos y los Príncipes de la Iglesia, los Grandes Grupos de la Banca, la Industria y el Comercio, los petulantes Marqueses de la técnica engreída, los Barones y una minoría de obreros sindicalizados y los grandes Jerarcas Militares. ¿Los intelectuales? ¡Nada! En la Colombia de hoy como en la España de Larra, escribir es llorar. Y un escritor, si quiere ser fiel a su vocación y a su alma debe convertirse en una acémila de la cátedra y no sobra decir, una vez más casi airadamente, que la mendacidad y la desjerarquización de los valores y calidades -en todos los órdenes de la vida nacional incluso desde luego, el orden cultural en lugar primerísimo- es uno de los peores y más peligrosos aspectos de nuestra vida colectiva. Y, esto para salir al paso de pragmatistas, economistas, tecnólogos y maldicientes: Somos una gente seria y laboriosa. No nada errátil ni arbolaria. Trabajamos puntual y rigurosamente como el más puntual y riguroso de los miembros de nuestra comunidad nacional incluidos los técnicos, los financistas y los funcionarios de las grandes empresas industriales. Y trabajamos en algo absolutamente necesario como ambiente de la vida colectiva: nuestras palabras cubiertas de mágico y dorado polvo sideral, de cotidiano polvo terrenal. No somos unos soñadores inanes. Nada menos parecido, lo repito, a un poeta que una nube. No andamos tras de quiméricos privilegios ni singulares fueros ni trato preferencial, ni cláusula de la profesión más favorecida. Pero tenemos, eso sí, el orgullo de nuestro oficio, como el obrero metalúrgico del suyo, y exigimos que, al igual de los demás, en un sistema en donde se supone no hay, que no puede haber parias, se nos permita vivir honrosa y dignamente. Si la democracia significa igualdad de trato para todos los estamentos sociales, sólo pedimos el honor,
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el respeto y el estímulo que el estado debe dispensar a todas las vidas que, integradas, constituyen una comunidad histórica. Sólo pedimos al estado, a la sociedad, crear las favorables condiciones para la vida y la creación espiritual en todos sus órdenes. (4)
3.7 Signo y esquema de la poesía colombiana Jiménez de Quesada, varón determinante Se podría pensar que hay en el origen de cada una de nuestras patrias americanas un varón esencial, una heroica individualidad que ya de antemano la preformaba, le fijaba su rumbo histórico y le definía su estructura espiritual. Y se podría decir que ese mismo glorioso antepasado sigue presidiendo, de una manera providencial, el sentido de cada nación americana. Son nuestros grandes muertos, poderosos e invisibles bajo la tierra como la sangre bajo la piel del hombre. Ya en las cabeceras de nuestra historia encontramos la personalidad determinante de don Gonzalo Jiménez de Quesada, español de Andalucía por su origen y americano por sus obras y sus amores. Deslumbradora y apasionante imagen la de este capitán letrado, contemporáneo de Garcilaso, como él soldado del emperador y, como él, andariego, galán y navegante. Desde el día en que pone su planta en tierra granadina define para siempre el genio nacional con su triple vocación jurídica, poética y humanística. Quesada, fundador del Nuevo Reino de Granada, es un cabal hombre de su tiempo, un varón renacentista docto en las armas y en las letras, atento al ensueño y a la caballería, espléndidamente dotado así para las duras cosas de la tierra como para las aladas faenas del cielo. En suma, un humanista. Toda su alma está impregnada de las esencias grecolatinas respirables en su tiempo. Al definirle con romana sobriedad José Manuel Rivas, historiador del humanismo colombiano, nos da la estampa ideal del humanista del renacimiento: “Quesada, cuya figura se encuentra indefectiblemente en los orígenes de la historia cultural de la nación, lo mismo que en la política cultivó el derecho, la historiografía, la métrica, la crítica, la oratoria sagrada y fue esencialmente un humanista. Este aspecto no estudiado de su personalidad es el más prominente y comprende a todos los demás. Ninguno otro, por separado es capaz de definir su fisonomía intelectual. Quesada no fue un historiador, ni un poeta, ni un autor religioso, precisamente porque pasó por todas esas modalidades sin circunscribirse a ninguna en particular. Fue humanista porque supo combinar tal universalidad de conocimientos con ciertas cualidades humanas, fundadas éstas y aquellas en una sólida y bien asimilada formación Latino-Clásica”. El latín virreinal Es de asombrarse leyendo las crónicas de la conquista de aquellos portentosos españoles que, atravesando la selva y los ríos desbocados con la aventura al cuello, disputaban, cada quien en su bando acerca de las excelencias de la retórica tradicional de Castilla o de la nueva música deleitosa en que cantaban Garcilaso y su coro de poetas italianizantes.
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Iban los españoles -su lecho las duras peñas o los altos árbolescantándole romances de guerra y de amor al estupor estrellado de la noche americana, enterneciendo el aire con endechas y, a veces, el ramo de la fiebre en los ojos, contando historias de caballería y mitología para entretener el pavor de la selva delirante. También en la obra amazónica de Juan de Castellanos, son visibles los rastros de la latinidad y el renacimiento. Llena de destellos de romanidad y de clásicas alusiones, está la fluvial prosa medida del rudo cantor de los conquistadores, antes soldado aventurero, luego fraile letrado en su alta y solitaria Tunja de piedra y lluvia. Bien pronto las heroicas aldeas perdidas bajo el cielo, que iban naciendo de la semilla de hierro de las espadas españolas, van adquiriendo noble y pétrea fisonomía de villas indoespañolas, se tornan amables y doctas flores de civilización y compañía. Surgen por doquiera escuelas y conventos. Vuelan ángeles teólogos por la penumbra colonial. Y se deshoja en los murados claustros, la rosa latina de las declinaciones. Un largo rumor de latines atraviesa la vida colonial. El latín, en la era hispánica o colonial o virreinal sigue siendo, como en el medioévico ensueño universalista, lengua total de la cultura. Lengua de la religión, de las letras humanas y divinas, de la ciencia y de la poesía, de la jurisprudencia y del entendimiento entre las gentes. Lentamente y a pulso de historiadores y eruditos van saliendo a flote obras y nombres de diversa calidad que revelan el tejido latino de nuestra cultura colonial. Y ha quedado firmemente establecido que toda la literatura de los primeros siglos colombianos se alza sobre una ancha base de cultura humanística y que existe una veta de latinidad y una copia de escritores latinos de diversos temas e índole que aguardan aún al investigador, al erudito, al crítico, al historiador y al editor. La primogenitura poética Colombia ostenta como una impar dignidad, una a manera de primogenitura en el orden de la lengua, del humanismo y de la poesía. Nobleza obliga. Y dignidad obliga. Y en respuesta a tanto honor y a tanta dignidad, cabe recordar con humildad, con orgullo, que son proverbiales el aticismo y la galanía de los hablantes colombianos. Nuestro castellano de los valles andinos, tan deliciosamente arcaico, tan semejante en su color y en su fresca lozanía a la pura lengua de Castilla la vieja y que conserva, milagrosamente cálido y vivo, el idioma medular de los conquistadores, la fértil lengua de los cronistas de Indias, el sabroso y donoso decir de los grandes hablistas del siglo de oro; y el variopinto español de nuestras ciudades del mar y la llanura, tan solar y moreno, tan garbosamente hispanoamericano. Cabe recordar, una vez más, que la amorosa propensión por la belleza escrita y el culto por el idioma constituyeron en la fisonomía espiritual de Colombia rasgos tan determinantes y exclusivos como puede serlo en su rostro geográfico la cordillera de los Andes y el salto de Tequendama. Cabe recordar que a Cartagena de Indias -Ávila de mar, pecho de piedra capitana y sola- quiso venir un heroico desempleado de nombre Miguel de Cervantes, que a la misma Cartagena llegaron los primeros cien ejemplares del Quijote que desembarcaron en América. (...)
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Esquema de la poesía colombiana Voy a dibujar, una veloz reseña de la poesía colombiana. En la era virreinal o hispánica vale citar estos nombres: Juan de Castellanos, español de Andalucía por su cuna, americano por sus errancias y sus obras; primero, soldado de la conquista; luego, fraile, párroco de la ciudad de Tunja. Se le ha llamado el Homero Rústico de la patria colombiana. Escribió una monumental crónica versificada, Elegías de varones ilustres, que consta de ciento cincuenta mil endecasílabos. Su obra, más que un valor poético estricto, tiene un valor histórico como fuente de copiosas noticias sobre los hombres y los hechos de la conquista y sobre las tribus indígenas, sus costumbres y peculiaridades. Castellanos nació en 1552 y murió en 1606. En el siglo XVII florece en Santa Fe el doctor Hernando Domínguez Camargo, discípulo de Góngora y el más afortunado de los seguidores del culteranismo en América. Domínguez Camargo lleva los recursos técnicos de la poesía gongorista a su más agudo extremo de sutileza y perfección. Escribió algunos preciosos romancillos. Pero su estética cuaja particularmente en su largo poema en honor de san Ignacio de Loyola. Murió Domínguez Camargo en 1656. La madre Francisca Josefa del Castillo, generalmente mencionada en la historia literaria como la madre Castillo, nació en Tunja en 1671 y murió en 1734. Fue religiosa de Santa Clara. Las obras suyas en prosa, Mi vida y afectos espirituales continúan dignamente en tierras colombianas la gran tradición de la mística española. Escribió también la madre Castillo algunos romancillos religiosos de inefable pureza. También en el siglo XVII escribe excelentes sonetos de carácter moral y religioso don Francisco Álvarez de Velasco, discípulo de Quevedo y magnífico versificador conceptista. Don Francisco Antonio Vélez Ladrón de Guevara vive en el siglo XVIII, y su musa fértil, fluida y sencilla, narra episodios de la mansa vida colonial o se entretiene en rimas de índole festiva o galante. Parece que la tremenda tensión de índole guerrera y heroica que impuso a la generación libertadora el quehacer de la fundación de la nacionalidad no le dio mucho vagar para lo creación literaria o poética. El grande escritor de estos días es el mismo Libertador, Simón Bolívar. Su prosa epistolar, política u oratoria, densa de ideas y de profecías, ágil y vivaz, cargada de intenciones polémicas, tiene también destellos de poesía y felices momentos que pertenecen a la épica de mejor alcurnia. Entre los poetas, sus contemporáneos, merecen una mención don José María Salazar, don José Fernández Madrid y don Luis Vargas Tejada; en ellos alborea en algún momento el romanticismo, pero, por lo general están aún dentro de la estética neoclásica. En la obra de José Eusebio Caro se expresa, en toda su hermosa plenitud, el primer romanticismo colombiano. Nace Caro en 1817 y muere en 1853. Su breve existencia se vio llena de contradicciones. Padeció destierros políticos y campañas militares. Su vida patética y su muerte juvenil lo emparentan con los mayores románticos de su tiempo. Cabe anotar la riqueza métrica de su versificación, la contención clásica de su poesía y sus anticipaciones a Bécquer y al modernismo. Contemporáneo y compañero de Caro fue el payanés Julio Arboleda, nacido también en 1817 y muerto trágicamente en 1862, a más de algunas poesías
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líricas, de algunos escritos memorables, que revelan su refinada cultura de corte inglés y de algunos espléndidos discursos políticos, escribió el inconcluso Gonzalo de Oyón, poema que se considera como el más afortunado intento épico de la literatura americana. Don José Joaquín Ortiz nació en 1814 y murió en 1892. Es un poeta civil y religioso de poderosa entonación. La Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia de don Gregorio Gutiérrez González, es una singular égloga americana, en donde alternan rasgos humorísticos, destellos de gracia costumbrista y fragmentos descriptivos llenos de plástico vigor. Don Rafael Núñez, reformador y escritor político, escribió también poesía de carácter sentimental y filosófico. Su musa es desencantada y pesimista. A don Jorge Isaac, autor de la inmarchitable novela colombiana María, debemos algunos poemas de punzante melancolía. Dios, alma, terruño nativo, infancia, héroes, mujer, música, ensueño, seda amorosa se integran en la palabra unitiva y derramada del bogotano Rafael Pombo (1833–1912) en quien alcanza su claro y alto cenit el romanticismo colombiano. Don Diego Fallón de origen inglés, pero de muy criolla expresión, escribe una celebrada Oda a la luna. Don Miguel Antonio Caro alterna con sus trabajos de filólogo, crítico, gramático y traductor de los latinos, la escritura de algunos poemas entre los que sobresale su Oda a la estatua del Libertador. A fines del siglo conviven en Bogotá las más diversas tendencias literarias. Don José María Rivas Groot canta a las constelaciones en un anhelante poema que recuerda las grandes odas románticas. Julio Flórez, de musa fértil y crepuscular, preside la Gruta Simbólica, tertulia de los últimos románticos. Candelario Obeso, poeta de color, estiliza temas y ritmos populares, don Antonio Gómez Restrepo escribe graves sonetos de contextura clásica. A la musa campestre y sensitiva de don José Joaquín Casas, se deben sonetos y poemas de índole cordial y descriptiva impregnados de emoción nacional y de cristiano estoicismo. Ismael Enrique Arciniegas periodista y crítico, es también un romántico de fino tono menor. José Asunción Silva, autor de un nocturno justamente famoso, marca el instante de transición entre el romanticismo y las nuevas formas estéticas del 900. Exquisito, ultrasensible de alma refinada y torturada, Silva estiliza la mejor herencia romántica y la enlaza con el naciente simbolismo. Tierna y heridora evocación de la infancia, misteriosa intuición del trasmundo y ansiedad temporal son notas esenciales en El libro de versos. Don Guillermo Valencia nació en Popayán en 1863 y murió en la misma ciudad en 1944. Ejerció durante su larga vida una especie de rectoría espiritual en Colombia. Poeta, orador, académico, poderoso escritor en prosa, tribuno parlamentario y multitudinario; poseyó Guillermo Valencia una pasmosa variedad de actitudes y conocimientos. Valencia supo asimilar las mejores esencias del romanticismo, del simbolismo y del parnaso francés, y las devolvió en bella sustancia de poesía personal. Su formación humanística le dictó los dones clásicos de mesura y equilibrio, y su galicismo mental enriquece sus poemas de finura y sutileza. El refinamiento, la trascendencia ideológica, el culto de la forma, el virtuosismo, son caracteres que deben recordarse al hablar de su obra. Con don Guillermo Valencia, la poesía colombiana entra de lleno en el modernismo. Luis Carlos López, nacido y muerto en Cartagena (1881-1950) se aparta de los ideales estéticos
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del modernismo, y sus versos, erizados de malicia rural y de agridulce humor, significan, ante todo, una irónica reacción contra el romanticismo decadente y los excesos de algunos modernistas. A la generación de Valencia pertenecen: Cornelio Hispano, de inspiración helénica; Max Grillo sensible y erudito, y Ricardo Nieto que ha cantado a la tierra paradisial del Valle del Cauca. Se ha llamado en Colombia Generación del Centenario a la que aparece en torno del año 1910, fecha centenaria de la Independencia Nacional. Los poetas de esta generación escriben bajo el imperio de los ideales estéticos de 1900. Su formación y su cultura tienen un carácter arielista y cosmopolita de acento galicado. Porfirio Barba Jacob, es el poeta de la pasión. Sus versos están transidos de angustia, de soledad, del aliento telúrico de América y de la pávida y universal verdad del corazón humano. Salobres y ventiladas estampas de mar y marineros constituyen el tema casi único de Gregorio Castañeda Aragón. Carlos Villafañe evoca amores juveniles en el aire apasionado de su región caucana. En Eduardo Castillo, poeta de la ternura, hay una esfumante nostalgia y una música neopetrarquista. Su encantadora melodía “sentimental, sensible, sensitiva” sigue viviendo en el corazón de los colombianos. José Eustasio Rivera reduce a plásticos sonetos de arquitectura parnasiana la exuberante belleza del paisaje tropical. Aurelio Martínez Mutis da una nota ética y un conmovido acento amoroso. Otros poetas del centenario: Mario Carvajal, de sosegado idioma y honda inspiración cristiana; Gilberto Garrido, de personalísimo acento, cantor de soledades y elegías; Miguel Rasch Isla, espléndido sonetista; Leopoldo de la Rosa, poeta marino y nocturno; Ángel María Céspedes y Manuel Antonio Carvajal, de musa gentil y nostálgica. Con el nombre de Generación de los Nuevos se conoce en Colombia a la que adviene en torno al año de 1925, y que, si bien influida por las estéticas revolucionarias, conserva para las letras colombianas su tradicional perfil humanístico. Música, humor y hondo patriotismo se mezclan en la poesía de León de Greiff. Rafael Maya es un clásico nuevo que, en su libro Coros del mediodía, marca un punto de equilibrio, entre tradición y renovación. Germán Pardo García trae una nota religiosa y dinámica e incorpora últimamente en su obra ansiedades del hombre de la era atómica. Jorge Zalamea, en la lengua solemne de El sueño de las escalinatas, refleja horas dramáticas de la inquietud contemporánea. José Umaña Bernal, a más de sonetos y décimas de impecable dicción, escribe un memorable Nocturno del Libertador. Juan Lozano y Lozano incorpora a la antología nacional su indeleble soneto a la catedral de Colonia. Rafael Vásquez escribe sonetos lujosamente ornados de retórica D’Anunciana. Alberto Ángel Montoya se acongoja por la radical soledad del hombre. Alfonso Borda Fergusson nos deja un puñado de sonetos inmarchitables por su gracia cordial y su galán artificio. Víctor Amaya González prolonga en algunas de sus doloridas canciones el tono de su maestro Barba Jacob. Y un brumoso encanto tienen las evocaciones del buen tiempo pasado escritas por Octavio Amórtegui. En todos brillan los últimos resplandores del modernismo. Con acento diverso Donaldo Bossa Herazo, en lengua de machadiana sencillez, dibuja remembranzas españolas y doradas visiones de su natal Cartagena de Indias. Luis Vidales trae el estremecimiento revolucionario de los
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años 20 en su libro juvenil Suenan timbres; y en su obra de madurez se une a la luz del ingenio un contenido patetismo. La generación de 1940 se congrega en torno al lema juanromaniano Piedra y Cielo, que es además su razón editorial. En su poesía se cruzan signos clásicos y románticos y son muy visibles el regreso a los influjos hispánicos y la indagación en el hombre colombiano, su circunstancia y su contorno. Penas de amor, criaturas del mundo visible e invisible y el hondo latido de la patria soñada como vivencia de la obra, como recuerdo y esperanza, ha cantado Jorge Rojas en retórica diamantina. También en idioma de clásica andadura Antonio Llanos escribe esbeltas canciones infantiles, patéticas elegías de ausencia y entrañables sonetos vueltos a lo divino. Darío Samper estiliza garbosamente morenos ritmos populares. En su melodía apenumbrada trae Aurelio Arturo el húmedo paisaje del sur y la mágica añoranza de los sueños juveniles. En su crespo y barroco brillo la poesía de Carlos Martín reitera su apasionado ritornello. Con un acento meditabundo y lloviznado de nostalgia Gerardo Valencia narra irrepetibles experiencias del corazón. El morado presentimiento de la muerte y el sabor de su tierra natal, Santander, se respira en los versos de Tomás Vargas Osorio (1910-1941). Arturo Camacho Ramírez expresa, en poderoso idioma, el drama de los sentidos. Otros poetas de vario signo crean su obra en el mismo ámbito temporal y estético de Piedra y Cielo. Emoción del litoral Caribe y sensual cadencia mulata en Jorge Artel. Rotundos poemas de metafísica y razón en Rafael Ortiz González. Palabra de intención social, solidaria con el humilde y el doliente, en Carlos Castro Saavedra. Nostalgia y sed de Dios de Rafael Lema Echeverry. Sonetos traducidos de amorosa melancolía en Jorge Montoya Toro. Grave preocupación mortal temporal en Andrés Holguín. Garbo solar y marinero y “dolorido sentir” amoroso en Helcías Martán Góngora. Nítida palabra nimbada de gracia, de ensueño y feminidad en Neira del Mar. Esfumante palabra apasionada, cálida y solitaria melodía nocturna, noble y altiva tristeza en Fernando Charry Lara. Elegía suspirante en Octavio Gamboa. Sosegada canción meditabunda en Héctor Fabio Varela. Inmersión onírica con sorprendentes hallazgos en Héctor Rojas Herazo. Desnudo lirismo de El transeúnte en Rogelio Echavarría. Alianza feliz de tradición y renovación en Eduardo Mendoza Varela. Sensibilidad y primor verbal en Óscar Echeverry Mejía. Lúcida indagación hacia lo misterioso y abisal y lo cotidiano en Álvaro Mutis. Hondo vivir bellamente contado en Fernando Arbeláez. Y dolorimiento de los pasos perdidos en Guillermo Payán Archer. Hacia 1950 se percibe un nouveau frisson en la poesía colombiana. Hay un relevo en los influjos foráneos y una lenta pero sensible modificación en el subsuelo de la creación poética. La poesía toma una conciencia más aguda de la problemática histórica. (…) Sobre la palabra poética gravita la angustia existencial que no es simplemente una moda literaria como no lo fue por los años, también críticos en que vive y escribe Quevedo en el crepúsculo barroco del renacimiento y del imperio español. La expresión se tornó a veces entrecortada y jadeante. A menudo el lenguaje -de tono coloquial, confidencial, reiterativo, casi salmodiante- anda sobre el filo de la navaja del prosaísmo. No obstante el verso conserva, por lo general la clásica estructura, salvo el uso del verso libre de origen simbolista ya empleado por tres
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generaciones anteriores. Dos poetas -unidos por la amistad fraterna, con el común origen terruño y por el sino de una temprana muerte trágica- encarnan y tipifican esta nueva sensibilidad. En la obra de Jorge Gaitán Durán arden “como un fuego de dos llamas” la muerte y la voluptuosidad; un hondo y cálido sabor de vida vivida y ferozmente amada se percibe en su obra resuelta a menudo en sonetos de muy personal entonación. El juvenil optimismo que guía la mano de Eduardo Cote Lamus cuando escribe Salvación del recuerdo se nubla de trascendentes intuiciones en Los sueños y se transfigura en estremecedora meditación sobre la muerte y el transcurso en Estoraques. La densa y turbadora palabra de Gaitán y de Cote, resplandece con un fulgor sombrío el último gran instante de la poesía colombiana. (4)
3.8 Valores y ausencias de la poesía colombiana actual Creo que en Colombia no interesa hoy ninguna poesía: ni la actual, ni la de mi generación, ni la modernista, ni la romántica, ni la barroca, ni la renacentista, ni la medieval, ni la arábiga, ni la griega... algo más: este desvío -que pone en peligro toda la tradición humana, vale decir la tradición literaria entera- se extiende a toda forma de vida poética y hacia todo lo escrito con intención de belleza y es un fenómeno universal. ¿Por qué? Voy a dejar aquí una respuesta tentativa: hemos entrado plenamente a una edad mecánica, tecnológica y económica, en suma: menos humana y poética. Y aquí este nuevo planteamiento histórico se cumple, naturalmente, con el peculiar extremismo colombiano. Digamos de una vez que, para que esa vida intelectual sea respetable, es necesario que sea respetada. Respetada por el Estado y estimulada por la clase dirigente. El Estado colombiano, se supone, debe encarnar la tradición nacional, en este caso la tradición cultural, y proyectarla hacia el porvenir. Aquí asistimos a un caso de fragrante dimisión y ausentismo del Estado en lo que atañe al antedicho deber. (...) Los escritores y en general, las gentes de cultura, en parte por nuestro ausentismo pero particularmente por la dimisión del Estado vivimos, a la intemperie, desamparados, en las afueras de la vida nacional. En la Colombia de hoy, como en la España de Larra, escribir es llorar. Un escritor, si quiere ser fiel a su alma y a su vocación, debe convertirse en una acémila de la cátedra o el periodismo. Aquí a un escritor no se le exige que escriba una buena novela, o un hermoso poema, o un estudio paciente, o un ensayo lúcido. Aquí se nos pide que tomemos partido, que seamos partidarios, que nos partidicemos para contribuir con nuestra pequeña cuota de odio al desangre secular de la patria. De otro lado, disfrutamos de una especie de clase dirigente, aterradoramente irresponsable, que ha vendido su alma al diablo, es decir a lo inmediato, a las cosas visibles. (…) Colombia necesita una cura de verdades. Y necesita un proyecto amable ilusionado y justiciero de vida colectiva que nos haga vivible a todos, incluso a los campesinos y a los poetas, esta patria. Otrosí: creo, y ya lo dije en otra ocasión, que la mendacidad y la desjerarquización de los valores y
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calidades -en todos los órdenes de la vida nacional, incluso, desde luego, el orden cultural- es uno de los peores aspectos de nuestra vida colectiva. Para no mencionar el ocaso melancólico de la vida nacional. Para la generalidad de nuestros príncipes o principales, la poesía es una ineconómica actividad contemplativa. (...) Recuerdo ahora un emocionante poema de Leopoldo Panero, Al que no sirve para nada: Porque Miguel, es torpe, porque Miguel no sirve para nada. Porque no sirve para nada, como el arrebol soñoliento de la tarde y los pájaros. Porque no sirve para nada, como el olor de las encinas. Porque no sirve para nada, como Miguel en el umbral de las puertas. Porque es torpe y tartamudo como un niño que es niño; porque besa lo absorto en lo inmediato y se fatiga cuando corre sin fe. (…) Para muchos, para casi todos, este Miguel -qué digo-, la poesía no sirve para nada. Este Miguel que no sirve para nada es Miguel de Cervantes, que, en una u otra medida, a todos nos asume y sufre y se desangra por todos los que movemos una pluma para escribir en español. Pero Miguel no sirve para nada... En fin: debo declarar que tengo fe y esperanza en los más jóvenes. Ellos entienden, y sobre todo, saben con la más profunda sabiduría de los corazones juveniles, que la poesía también es acción latente y concentrada. Acción suprema, que a veces se detiene, como un fluido en la punta de las palabras, de los dedos. Y a veces se dispara -ebria y lúcida- en heroísmo. Ellos saben que estamos en la puerta de una nueva edad oscura, tal vez de una noche oscura sin alma. El tiempo sufre en nuestros corazones. A este sufrir que es a la vez un esperar llamaron plegaria los místicos. Y el rezo se expresó siempre con cantos, nunca con leyes administrativas, ni con reglamentos, ni con vagas planeaciones económicas, ni con expedientes. Con himnos y con anhelos se pidió siempre a lo alto la salvación del pueblo. *** -¿Política y poesía? Vamos por partes: la poesía lírica puede, pero no tiene por qué aludir obligatoria y necesariamente la problemática histórica: la presenta en cuanto presenta la ruda experiencia del hombre que es hombre en este mundo, en este país, en este siglo. Es decir, pertenece a la tierra, a su patria, a su tiempo, y está dotado de un alma inmortal, portadora de valores eternos. Más explícitamente: la poesía expresa, cuando es auténtica, la verdad interior de cada hombre (...). Solamente la poesía que es testimonio de una persona en una circunstancia intransferible, nos alude a
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todos. Alude a lo genéricamente humano. Pertenecer a su tiempo y a su pueblo es la única manera de pertenecer a la historia. Como consecuencia de lo anterior, podría decirse que toda poesía alta y verdadera es, aunque no se lo proponga, en alguna medida, poesía social, como que una situación social dada, penetra inevitablemente en la creación poética como penetra la realidad en los sueños. A la poesía social deliberada suele llevársela el viento y el tiempo. Basta para comprobarlo revisar la historia literaria en los últimos cincuenta años, y averiguar qué destino tuvieron los versos políticos del siglo XIX. Por otra parte esos versos no llegan a su destinatario natural que es el pueblo. No sobra recordar que Clara Zetkin nos cuenta que Lenin, profundamente conmovido por Puschkin, se reía de los versos de Mayakowski. Sobre el sentido de la creación poética, en cierta manera sigo pensando lo mismo que hace veinte años, es decir: que la palabra poética debe ser, en principio, raíz, sustancia y testimonio de la memoria, frente a la fluencia de todas las cosas. Diálogo del hombre con el tiempo, la palabra poética quiere inmortalizar la experiencia que en un instante, o en un tiempo dado, anterior, presente o venidero, ha formado parte de nuestro corazón. Pero creo ahora que es preciso ampliar el ámbito de lo poético y salir del lirismo intimista, en un intento de expresar el hombre total, entero y unido: fundado no solamente sobre el cimiento de los sentidos sino sobre la integridad viviente del hombre; naturaleza y sobrenaturaleza, historia y libertad, la sangre y los sueños, el pan y el infinito… Poesía puesta en todo el hombre… (3)
3.9 La patria, señores… El diario La República de Bogotá, el día 21 de octubre de 1963 dice: “... Todo esto se hace, (el comercio con San Andrés islas) en forma infantil, para darle vida, porque no la tiene propia y se nos antoja que nunca la tendrá, a un pedazo de territorio nacional que por accidente resultó ser colombiano y que no han reclamado, ni los países que se hallan más próximos ni los EE.UU., porque su posesión resulta demasiado onerosa. Solamente los colombianos podemos darnos ese lujo. Ahí habitan unos 8.000 isleños nativos que se dicen o decimos nosotros que son colombianos, es decir, su número equivalente al medio por mil del total de la población nacional. En favor de estos seudocompatriotas, no sólo estamos invirtiendo, directa o indirectamente, ingentes sumas de dinero, sino perjudicando y lesionando, en materia grave e impunemente, como ya se dijo, la moralidad y la ética ciudadanas del país”. Estas monstruosas palabras aparecen en el diario La República del 21 de noviembre sobre la firma de algunos importantes caballeros que se dicen inspirados por el más puro patriotismo. ¿Qué idea tienen estos
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señores de la patria? ¿Qué significa para ellos este patético legado de tierra y alma, de pan y de infinito, de recuerdos y esperanzas, de lengua y fe, de dolores y canciones, de islas y de mares, de selvas y llanuras, de ríos y montañas, que recibimos de quienes nos antecedieron y que debemos conservar y ennoblecer y entregar íntegro física y moralmente, a nuestros hijos so pena de ser juzgados y condenados por traición o dimisión histórica? Para mí -para ningún colombiano con ideas, con ideales y decenciano hay, no puede haber colombianos de primera clase y colombianos de tercera. Ni seudocolombianos. Para mí los seudocolombianos son los malos colombianos que con su aterradora irresponsabilidad y su codicia aterradora están haciendo tambalear nuestra morada vital, están erosionando la moral colectiva, están rompiendo los vínculos de la solidaridad social, están minando y agrietando las antiguas certezas nacionales y los fundamentos de nuestra vida personal y colectiva. Colombia, señores, es una misteriosa integración de pasado, presente y futuro. Una temblorosa comunidad de lealtades y fidelidades que se prolonga más allá del tiempo. Una herencia de hechos históricos, a menudo venturosos, desdichados más a menudo, de espíritu, de belleza escrita, de orgullo radiante, de pobreza hidalga, de anhelos de justicia casi siempre frustrados por algunos que suelen inspirarse en el más puro patriotismo. En este amado terrón del mundo que se llama Colombia empapado por la sangre y los sueños de los padres y los abuelos, cada milímetro es sagrado e irrenunciable. No hay un solo milímetro que sea colombiano por accidente. Para mí es tan colombiano un lote en el Chicó de Bogotá o en el barrio El Pesebre de Cali, como el río que avanza abriendo las selvas y los días y las noches amazónicas, o la ola que canta en la más remota escollera de San Andrés o el aroma de las lejanas intendencias o la última isla flotante del Caquetá o el viento solitario del Orinoco. Todo esto es mi patria, nuestra patria. Y circula íntegra por mis venas. Mi compatriota es el nocturno pescador de Providencia y el poderoso financiero de cualquier lugar y el labriego andino y el minero del Chocó y el estudiante de Popayán y el moreno desempleado de Chambacú y el indio del Guainía y el artesano de Pasto y el obrero de Barrancabermeja y el jinete llanero a la sombra de su palmera. Con todos ellos siento esa como espiritual y orgullosa consanguinidad que llamamos la patria. El paso transparente de mi patria puede apoyarse igualmente en los balances de los comerciantes y en las quimeras de los poetas y en los trabajos de los isleños ultramarinos. No conozco las islas que son para mí, todavía un lánguido sueño dorado y azul, de coral y de cristal. Y no soy quién para estimar la medida en que los viajeros colombianos a esas islas colombianas puedan perturbar la euforia decembrina del dignísimo gremio de comerciantes y similares. Pero creo que no hay un solo patriota colombiano que pueda leer sin cólera, dolor, rubor, y vergüenza, las vergonzantes y entreguistas palabras antinacionales que encabezan este comentario. (13)
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3.10 Sobre la dignidad de un grupo de escritores Carta pública a Jorge Zalamea Querido Jorge: Como sabes soy asiduo lector de la Nueva Prensa. En la edición correspondiente al día 4 de noviembre veo que el regreso de León de Greiff te ha dado pie para cubrir de injurias y cercar de venenosas sospechas a cuatro o cinco generaciones de escritores colombianos. Como se trata de materia grave pues allí hablas de villanería, delación, codicia, envidia, espionaje, cobardía... y como allí has escrito con todas sus letras la palabra piedracielismo me siento en el deber de informarte sobre la conducta y actividad de mis compañeros de generación poética. La cuestión se facilita pues se trata de una nómina muy nítida y no de un grupo de contornos difusos como los otros que mencionas: Jorge Rojas: se dedica a trabajos agrícolas en una región paramera próxima a Bogotá, construyó una carretera por sus propios medios y ha fundado el pueblo de San Martín de Porres. Carlos Martín: por real cédula del gobierno de Holanda rige la cátedra de Hispanoamérica en la Universidad de Utrecht. Gerardo Valencia: también durante varios años fue catedrático de la Universidad de Utrecht. Abogado. Presta actualmente sus servicios en la Compañía Colombiana de Seguros. Antonio Llanos: está práctica y dolorosamente inmovilizado en el Hospital de San Juan de Dios de Cali. Escribe sobre temas religiosos en el diario Occidente. Ha sido un periodista pobre desde su juventud. Aurelio Arturo: magistrado integérrimo, quedó fuera de su carrera hace algún tiempo. Ejercía su último cargo en el Tribunal Superior de Bogotá. Arturo Camacho Ramírez: es, simplemente un trabajador intelectual por todos respetado. Tomás Vargas Osorio: de memoria diamantina, indeleble y emocionante murió en 1941. Darío Samper: por razones de todos conocidas está fuera de la política y de toda posición de influjo en la vida nacional. Eduardo Carranza: trabaja en su cátedra de profesor, escritor y conferenciante. Como tal profesor enseña literatura española y humanidades en la Universidad de los Andes. Como escritor ha colaborado ora en el ABC de Madrid, ora en El Tiempo de Bogotá, ora en La Nueva Prensa de esta misma ciudad. Como conferenciante ha tenido el honor de coincidir contigo varias veces en las mismas cátedras y ambientes. Es generalmente conocida en Colombia la casi solitaria posición nacionalista que asumió desde que tenía 20 años y a la cual parece que están llegando como vehementes neófitos algunos valiosísimos escritores colombianos. No creo que a ninguna de las personas antes mencionadas se les pueda enrostrar ningún acto innoble, ni villano, ni indigno. Ni veo la necesidad de lesionar en su honor a un grupo de escritores para exaltar moralmente a esa gran figura de hombre y de poeta que es León de Greiff.
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Ahora: si yo estuviera equivocado me parece también de elemental justicia que se puntualicen y concreten los cargos contra una generación de hombres independientes, hidalgos y patriotas que han buscado siempre la verdad, que han querido vivir por ella y para ella y expresar en su palabra poética los recuerdos, los sueños, y las esperanzas de la nación colombiana. Y ahondar en las raíces del genio nacional. Y asumir y continuar todo lo limpio, generoso y unitivo de nuestra historia. (…) Se trata, pues, de un grupo de gentes de cultura que sirven a la comunidad trabajando honesta, modesta y duramente lejos de todo mecenazgo oficial y de toda prebenda, gaje o granjería. Estas personas no aceptan el rápido y torvo juicio final a que se las quiere someter y merecen y exigen respeto para su patrimonio moral. Me parece justo y necesario que estas líneas se publiquen en La Nueva Prensa. Cordialmente, Eduardo Carranza (14)
N. de E. C.: Con ocasión de un escrito de Jorge Zalamea, salí en defensa del grupo de poetas que acaudilló a Piedra y Cielo en la década del 30, con esta carta. 3.11 Este sueño que se llama Colombia Las ideas, cuando se repiten con amor, son como los besos: iguales siempre pero siempre diferentes cuando se dan a la mujer que se ama. Eduardo Carranza
... Detrás del aire sueñan nuestros muertos; nosotros con los ojos bien abiertos soñamos este instante que vivimos. Sueñan los antiguos, los viejos abuelos desconocidos e invisibles bajo la tierra, bajo el aire, pero determinantes y poderosos como la sangre bajo la piel del hombre. Sueñan, transparentes, nuestros amigos desaparecidos, nuestros compañeros de viaje. A todos ellos, los más lejanos y los más próximos, si puede hablarse de lejanía o proximidad en esa vida sin tiempo que es la muerte, debemos un legado: esta patria que construyeron con su sangre y con sus sueños, con sus amores y sus sueños, con sus amores y trabajo; un legado de pan y de infinito, una herencia de hechos históricos a menudo venturosos, desdichados más a menudo. De espíritu, de belleza escrita, de recuerdos y esperanzas, de anhelos de justicia casi siempre frustrados: pero sobre todo, nos han legado un sueño: ese sueño se llama Colombia. Una Colombia serena y radiante, justa, pacífica y alegre, vivible y convivible para todos; ese sueño que aún está como flotante en el aire, como implorando realidad, como queriendo ser encarnado en un proyecto, mejor aún, en un modo amable, ilusionado y justiciero de vida colectiva. Una Colombia en la cual las grandes palabras que deben ser raíz y
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médula y decoro de una patria: como honor, deber, lealtad, justicia, servicio, poesía, familia y libertad, se pongan en pie como una resurrección y dotadas de un contenido vital y dinámico, nutridas del pasado necesario, animadas por un latido de ilusión y de esperanza, impulsadas por las grandes alas de una ráfaga mágica de ilusión, de esperanza y de anhelo nacional, echen a andar hacia el futuro hacia la historia venidera. Alguna vez escribí este verso: el tiempo viene del futuro; pues bien: la historia también es futuro porque, si bien se adentra en nuestros orígenes, está hecha de posibilidades, ensueños y esperanzas y, esto lo saben muy bien la poesía y el pensamiento contemporáneos, un vínculo secreto y misterioso une pasado, presente y futuro en la vida de los hombres y de las patrias. Mi generación ha soñado ese sueño. -¡Soñemos, alma, soñemos!fue lema inscrito por años en nuestro corazón. Ahora tenemos, el insoslayable e irrenunciable deber de despertar y realizar el sueño. De contribuir a la nítida formación y al alumbramiento de esa empresa colectiva que dé sentido y misión a nuestras vidas. La vida es una misión, una faena solitaria. Solamente le da sentido el dedicarla a algo, con entrega cotidiana y sin elusiones. Quien no dedica su vida a algo, quien no la vierte sobre los demás, no tiene vida propia. Renuncia a ser hombre. Un corazón solitario, no es un corazón, dijo don Antonio Machado. Nuestra vida pertenece a ese algo: patria, amor, ensueño religioso... Cuando digo mi amor, mi patria, dice, más o menos, Kierkegaard en alguna parte, quiero decir la patria a que pertenezco, el amor al que pertenezco. (Quiere decirse: mi amor, mi patria, no me pertenecen. Yo soy una criatura. Les pertenezco. Por ello la patria es, ante todo, un deber. Un misterioso y temporal deber de cada día). Pero todo amor verdadero es exigente. Te quiero porque me gustas. Porque te quiero mejor. Te quiero también en tus defectos, con un amor compadecido, compasivo, literalmente, capaz de padecer contigo. Yo siento de manera punzante el patriotismo crítico. Algo parecido al “me duele España” de Unamuno. Al amamos a España, porque no nos gusta. Ello frente al patriotismo optimista y sensual -también generoso y emocionante porque brota del limpio hontanarde quienes ven a su patria como un vergel delicioso, acabado y perfecto. Sólo que el patriotismo crítico, pugnaz y exigente, es a la larga urgente y creador y el otro suele actuar, en el mejor de los casos, como un estupefaciente. Yo soy una persona de creencias y realidades. Nada menos parecido, lo repito, a una nube que un poeta. He aspirado siempre -¡suma aspiración del hombre como cristiano, patriota y escritor!- a que las verdades, mis verdades se transfiguren en creencias, en convicciones, es decir en algo -ya no simplemente opiniones o ideas- en algo tras de lo cual se pone, arriesga y juega el ser entero, cuerpo y alma. (Es necesario empezar a distinguir entre opiniones, ideas y convicciones o creencias). Las creencias emanan de lo que somos radical y patéticamente y, en particular, de lo que queremos ser, de nuestro proyecto vital, en el sentido de Ortega. Hay una verdad objetiva que se apoya en la experiencia, en la certeza, en la razón. Y hay una verdad vital que se apoya en la veracidad, en la fe, en el ensueño, en la ilusión y en la esperanza. La verdad vital tiene carácter de ejemplo,
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-ha escrito lúcidamente Luis Rosales-, y sólo se acredita realizándola. No se propone a la razón sino a la voluntad. (Yo agregaría que también al corazón, a nuestro ser). Por la verdad vital puede el hombre morir; nadie se dejará matar, en cambio, por demostrar que dos y dos son cuatro. La verdad -decía don Miguel de Unamuno- es lo que nos hace vivir y no lo que nos hace pensar. Dejémoslo en este punto pues es un tema para largo. Las creencias, mis creencias, que vengo diciendo y seguiré diciendo, Dios mediante, en la cátedra, en incidentales discursos o en la divagante conversación, han ido fluyendo día a día, entre desvelo y desvelo como brota la sangre de una herida. Porque son sangre de una herida. Y esa herida se llama Colombia. Se llama también Hispanoamérica. Lo antes dicho me autoriza para repetir que ningún colombiano con ideas, ideales y creencias puede conformarse con una situación dada: la de nuestra Colombia de hoy. Para repetir, que urge una regeneración de la patria y que si no la realizamos seremos históricamente enjuiciados por ausentismo o dimisión. Y que no hay regeneración patria posible sin una lúcida, honesta y valerosa vanguardia intelectual. Sin una honda y auténtica vida espiritual que consiste, ante todo, en buscar la verdad, en vivir en ella y para ella; en luchar por ella y proyectarla sobre nuestros prójimos o próximos. La torre de marfil es inmoral. No es, tampoco, aconsejable a los egregios, porque éstos no lo son sino con otros o para otros. Los príncipes o principales o egregios de una nación se dividieron siempre entre los que pueden y los que tienen. Sólo que, generalmente, los que pueden no quieren y los que quieren no pueden. Sentimos que nuestra morada vital se tambalea. Sentimos agrietarse el suelo histórico bajo nuestros pies. Asistimos al desmoronamiento de la libertad -la honda y auténtica libertad- y a la ruptura del espíritu de comunidad erosionada por el espíritu de clase, de casta y de partido. Pues bien: nuestro quehacer inmediato, nuestra más urgente tarea como escritores y patriotas consiste en intuir y sacar a flote, desde el hondón de la conciencia nacional, -separando cuanto en ella hay de diverso y contradictorio-, una melodía colombiana auténtica, unitaria, profunda y viviente. Y asumir y continuar valerosamente todo lo limpio, generoso y unitivo de nuestra historia, venga del lado de donde viniere. De mí sé decir que sueño y anhelo, que siempre soñé y anhelé una patria íntegra, que nos tienda a todos sus radiantes brazos, que nos mire a todos de frente con sus dos abiertos ojos puros y eternos. Ojos de madre o de enamorada. De mí sé decir que nunca logré separar en esa ráfaga tricolor de aire sagrado, en esa ráfaga de pan, la sangre y el sueño, nunca logré separar el rojo del azul. La bandera, íntegra, circuló siempre por mi alma, mi sueño y mi esperanza, como un beso por la sangre de un enamorado. Desde lo alto de un caballo dijo: ¡La patria es inmortal! Y una palabra tricolor: Colombia, Colombia, Colombia, llenó de luna su garganta, de lirio su corazón. (15)
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3.12 María o la eternidad del corazón Estamos reunidos aquí para uno de los actos más tiernos, más conmovedores y profundos a que pueda sernos dado asistir en nuestros días mortales: para rendir homenaje a un poeta y a una poesía: en un acto en honor y desagravio a Jorge Isaacs, un poeta romántico. Así como suena: un poeta romántico porque Isaac perteneció a su tiempo, que es la única manera de pertenecer a la historia. No fue, como han querido algunos por pedantería, algunos otros por insidia, y otros a fuerza de no leerlo, no fue un académico regresista ni un narrador dulzón, para idílicas adolescentes. Fue un escritor clásico, es decir creador, es decir renovador, es decir libre, poderoso, sanguíneo. Todavía nos llegan, su calor vital, el hálito de su profundidad guerrera y creadora, su simpatía y su modo entero vivo y viviente de ser hombre. Yo lo veo atravesando, nuestro morado, patético y enardecido siglo XIX con su amorosa epopeya sobre el corazón. Le veo cortando ríos con su pecho, trepando riscos y galopando llanuras, puesto el oído sobre el corazón de esta patria porque, ante todo, en su vasta obra de escritor, como en su hazaña de hombre, late un amor desesperado y esperanzado por este amado y soñado y sagrado terrón del mundo que es Colombia, humedecido por la sangre y los sueños de los que nos antecedieron. Y estamos aquí también para renovar nuestra declaración de amor a María, azul como las venas de la música. A María de pie bajo las enredaderas; a María con su jazmín de lágrimas; a María que es una hebra azul de la bandera colombiana. Que es una golondrina azul posada para siempre sobre el hombro en nuestra patria. A María poesía. A María melancolía. Y abramos aquí un paréntesis: (no faltará el señor que pregunte: ¿y la poesía para qué?) pues infortunadamente para la generalidad de nuestros príncipes o principales la poesía es una ineconómica actividad contemplativa. Se ha olvidado que para el hombre lo más importante puede ser algo que no es de este mundo. ¿No es angustioso pensar que si diéramos por completo clausurado el ciclo humano que se abrió con el humanismo, la contemplación y la poesía, el hombre puede volver al hormiguero? De todos modos este mundo traidor en que vivimos se va pareciendo –desde el comunismo de tipo eslavo, hasta el comunitarismo capitalista de estilo anglosajón-, se va pareciendo a los antiquísimos imperios prehistóricos (asirios, etruscos, incas, aztecas), con su cultura de rebaño y su perfecta organización de hormiguero arcaico. (...) Lo que no advierte ese señor es que él, justamente él, vive como vive porque hay, porque ha habido poetas. Nombremos simplemente al poeta Cristóbal Colón, al poeta Gonzalo Jiménez de Quesada, a ese gran poeta que es el pueblo y a otro gran poeta llamado Simón Bolívar. Una vida social civilizada, o si se quiere, una comunidad histórica, necesita, parigual, los alimentos terrestres, y los otros, vale decir nuestras palabras cubiertas de cotidiano polvo terrenal o de mágico, dorado polvo sideral. Es también justo y bueno y saludable, recordar de vez en cuando la absoluta necesidad de la poesía como atmósfera de la vida humana.
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Más allá de los poemas y los versos. Si la poesía como valor ambiente de la vida cotidiana desapareciera, los mismos que se preguntan para qué sirve la poesía, esos mismos se sentirían de súbito como inválidos, como si les faltara el sueño, el corazón o el despertar. La poesía también es acción, acción latente y concentrada que a veces se detiene en la punta de las palabras, de los dedos, y a veces se dispara, ebria y lúcida en heroísmo. La verdadera historia de un hombre, es la de los momentos poéticos que ha vivido; y la historia grande de un pueblo es la de sus más altos momentos de tensión poética y heroica. Vale recordar aquí, también, que un joven héroe español llamado José Antonio Primo de Rivera, dijo alguna vez estas palabras inmarchitables: “A los pueblos no los han movido nunca sino los poetas y a la poesía que destruye, hay que oponer la poesía que promete”. “La poesía es el héroe de la filosofía” escribió Novalis a comienzos del filosófico siglo XIX. Es posible que sea también el héroe de la economía en este patético mediar del económico siglo XX. Y no es ocioso aquí advertir a los escritores colombianos de todas las edades y pelambres que no podrán continuar, después de este acto de perenne presencia que han hecho Efraín y María por estos días, con sus mentecatas mesas redondas discutiendo si María tiene o no validez universal. Ya está bien de bizantinas disertaciones y de polémicas pedantescas, sobre la jerarquía y la calidad del libro insigne. María es una obra clásica por humana. Porque ella encarna en su palabra poética una zona luminosa de todos los corazones. La del puro amor idealizante y el ensueño amoroso, la del dolorimiento por lo que se fue, la de la lucha dramática del corazón contra el tiempo y contra lo imposible. Como el Quijote que es una obra clásica porque encarna la derramada generosidad sin límites, el anhelo de la honra, la sed de justicia, el afán de una fama culta y honesta y el ansia de inmortalidad. En María el protagonista es el corazón. Las ideas evolucionan, se transforman, mueren. Lo único que permanece es la eternidad del corazón. Por eso ahí está María y de allí nadie la mueve. Como una palmera blanca, como una columna de lágrimas, azuleando el aire de Colombia igual que un ramo de nomeolvides, atravesando por un siglo, como un río azul la poesía colombiana. Vamos a ver si sus detractores son capaces de escribir una novela que dure siquiera diez años. A María no la van a borrar, y de ello estamos absolutamente seguros, ni con un motín de obscenidades ni con melenudas asonadas. Y a los otros, a los que sabemos, quiero decirles de frente lo que sigue: allá ustedes con su basurero, y déjennos en nombre de la libertad que tanto alegan, escoger a nosotros nuestros temas y nuestros paraísos. En primer lugar, el de María, allá ustedes hundiéndose lentamente en el tremedal de los instintos. Déjennos a nosotros sumergirnos en las aguas puras del corazón. Allá ustedes sumergidos hasta el cuello o, más arriba, en el pantano existencialista, déjennos a nosotros los espacios abiertos de la esperanza, la alegría y la melancolía. Es cuestión de gustos. Quiero proclamar esta noche el derecho de los sentimientos positivos. La ilusión, la fe, la esperanza, el amor idealizante y el honor a la palabra poética. Y quiero también decir aquí y ahora, que en mi sentir, existe una conjura contra la tradición nacional, contra el estilo profundo de la vida
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colombiana, contra la veta genial de esta nación. Unos la sirven a conciencia, otros por beatería, esnobismo y vanidad, otros como idiotas útiles. Se trata, al parecer, de borrar todo rasgo de lo nativo, toda huella del estilo popular y nacional en las tareas artísticas y en el quehacer literario para reemplazarlos por manierismos importados y por aventureras fórmulas extrajerizantes. Se trata nada menos que de borrar el pasado colombiano. El pasado es para una nación lo que la memoria para el hombre. Una nación sin pasado es como un hombre sin memoria: pierde automáticamente su coherencia personal, su personal identidad. Su conciencia. Pero el pasado y la memoria no son algo mecánico e inmóvil sino que viven y se transforman de continuo. Porque “ni la memoria es un periódico atrasado”, ni la tradición un archivo inerte y polvoriento. Los dos, son fuerzas dinámicas y creadoras, porque lo que somos y lo que seremos están motivados en su raíz por lo que fuimos. No hay patria sin historia, que es la conciencia del propio ser. No hay nacionalidad sin una idea siquiera aproximada de su vocación y destino. Y una nación sólo obra válidamente cuando obra en el sentido que le determinan su propia índole, su tradición, su autenticidad prescritas en su historia, prefiguradas en sus héroes. Para hacer, hay que ser. El problema de lo que haremos está condicionado al problema de lo que hicimos. No basta levantar estatuas a nuestros héroes, escritores, conquistadores y libertadores, si les negamos o regateamos nuestra inteligencia y nuestro corazón. Si no ponemos a los pies de la estatua o junto a las tumbas nacionales nuestra voluntad de continuar su espíritu y encarnar sus sueños. Por ello resulta antinacional y descastada la actitud de quienes niegan la validez de Jorge Isaacs y de María. En Italia sería inverosímil que se pusiera en duda, siquiera, la alcurnia de Los novios de Manzoni. O, en Francia, la Atala de Chateaubrian. O en Inglaterra La dama del lago de Walter Scott. O en España Don Juan Tenorio de Zorrilla. O, el Werther de Goethe en Alemania. Estas son obras incorporadas al ser nacional de estos países, a su gloria, a su orgullo y a su honor, máximos libros clásicos, textos en las aulas y normas inevitables, y puntos de referencia en lo que alude a la palabra escrita con intensión de belleza. Por eso es bueno repetir que Isaacs es un héroe de la inteligencia colombiana y María, una vena azul de la patria. Lo antes dicho me lleva a decir otra vez que ningún colombiano con ideas, ideales y creencias puede conformarse con una situación dada: la situación espiritual de nuestra Colombia de hoy. Para repetir, que urge una regeneración de la patria, y que si no la realizamos seremos históricamente enjuiciados por ausentismo o dimisión. Y que no hay regeneración patria posible sin una lúcida, honesta y valerosa vanguardia intelectual. Sin una honda y auténtica vida espiritual que consiste, ante todo, en buscar la verdad, en vivir en ella y proyectarla sobre nuestros prójimos o próximos. Pues bien: nosotros escritores, artistas, maestros, letrados, gentes de cultura en general, solo pedimos al Estado, a la comunidad, crear las favorables condiciones necesarias para la vida espiritual en todos sus órdenes. Bienvenidas la técnica y la economía. Pero cuidado con la técnica sin alma. Y con la economía que pueda amenazar el legado histórico que debemos defender y conservar y pasar a los que
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vendrán, si queremos permanecer en la historia con signo diferencial y no ser literalmente borrados del mapa en un sentido físico y moral. La patria, decía Nietzsche, no es la tierra de los padres, sino la tierra de los hijos. Los escritores reclamamos la suprema dignidad humana que es la de servir. Vivimos en una patria que en otro tiempo se llamó ateniense, y lo era en realidad, por su radiante jerarquía espiritual en el área del español. Colombia es, el primer productor de café suave en el mundo; emocionante realidad que nos ha traído alegrías, y sinsabores como los ojos negros de la vieja canción. Bajo el cielo de Colombia se derrumba el Tequendama. Venas de oro, de platino y de jazmín cruzan el cuerpo de mi patria, pero Colombia no es tan sólo la patria del platino y el café; la Colombia histórica, la más entrañable auténtica y medular Colombia, la patria espiritual en donde Caro, Isaacs, Pombo, Silva, Valencia y Barba Jacob cantaron. La patria en donde Mutis, Cuervo y Miguel Antonio Caro levantaron monumentos imperecederos de sabiduría. La patria dotada de esa cuarta dimensión incorruptible que son los trabajos a menudo secretos, callados y pasajeramente desdeñados de escritores, científicos, artistas y poetas. Debo decir, aquí y ahora, que la herencia cultural -más anchamente, legado espiritual de los padres y los abuelos- está en peligro. Por la irrupción de los colectivismos sin alma, por el desmoronamiento de la tradición y emoción nacionales y el desplome de la vida espiritual, de la moral colectiva, y de las antiguas virtudes y certezas que fueran razón y sustento de esta patria. (...) Y porque los valores han sido sustituidos por los precios. Está en peligro, lo repito angustiosamente, el legado de lo que podemos llamar los bienes raíces del alma. La dimisión espiritual significaría para Colombia la dimisión histórica. No podemos, ni queremos, ni debemos resignarnos a ella melancólica y cobardemente. Por ventura está situado en lo más alto de nuestra patria, como que se le ha confiado la custodia de la bandera, un varón de letras que participa de todas estas patéticas preocupaciones y que es también un íntimo de la poesía como lo demuestra su presencia esta noche entre nosotros, que nos cubre de honor a todos cuantos movemos en Colombia una pluma para escribir en castellano imperial. Ahora permítanme ustedes una personal y nostálgica referencia: hace 30 años se conmemoraba aquí el centenario del nacimiento de Isaacs. Al frente de estas solemnidades estaba el poeta Antonio Llanos, ahora dolorosamente inmovilizado, y a quien la gallarda y generosa ciudad de Cali vio muchas veces capitaneando sus afanes culturales. En este mismo escenario se oyó en una noche de abril de 1937 la palabra de Guillermo Valencia que, a veces se parecía al agudo grito del águila, y otras veces tenía la gravedad de una campana mayor, se oyó también aquí esa noche la docta, magistral y nobilísima palabra de Rafael Maya. Y yo puse un soneto mío como una rosa más en las trenzas de María. En los versos que ahora voy a leer he evocado aquellos días más jóvenes y hermosos: … Mientras sueño estos versos, paseo, miro por la ventana del hotel. Absorto, el pensamiento sigue una canción
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antigua. Y va juntando los ayeres como espigas después de que han segado. ¡Ah! La vida fulgía como un ebrio racimo y era un sábado perpetuo. Este río cruzaba nuestro sueño y el amor este río humedecía. A la piel de mi alma siento aún adherida la atmósfera de entonces, hecha de alma y de aroma de jazmín en donde palpitaban las luciérnagas. El día como un rojo gavilán volaba entre palmeras y cruzaba una venada blanca con su cinta azul. La juventud con una brasa o un lucero en la mano atravesaba entre doncellas como una floresta o una isla de árboles frutales. ¡Lo que una vez ha sido será siempre! Somos memoria solamente, tiempo con pisadas de música, de lluvia. A veces en las playas del insomnio vuelvo a encontrar los ángeles de entonces, las voces por el tiempo sepultadas, los besos por el tiempo apenumbrados los pasos que llevaban al amor cubiertos de silencio y de nostalgia. Y oigo latir el corazón del tiempo y el rumor submarino del pasado. Oigo los sueños que suspiran y oigo la luna andando entre palmeras, sola… … Ahora nuestra vida es una carta que podemos leer con los ojos cerrados… Debo finalmente dar las gracias por la ocasión que se me ha brindado esta noche. (...) Talvez, al cubrirme esta noche de un honor inmarchitable, habéis querido honrar en mí a uno que sólo ha querido ser un lejano alumno de Platón en esta época de la náusea, a un escudero del caballero Garcilaso en esta época sin caballería, a uno que sólo ha querido ser un soldado de Bolívar, su padre, su amigo, su maestro, su capitán, su jefe único. A uno que nunca supo distinguir el rojo del azul en su bandera. (Como que la bandera circuló siempre, íntegra, por mi alma como un beso por la sangre de un enamorado) y, a uno para quien Cali sigue siendo la capital de su corazón. Amigos míos del Valle del Cauca: os doy las gracias de nuevo y para ello escojo a dos personas: a una dama de sol y ensueño llamada Marta Hoyos de Borrero. Y un hidalgo vertical llamado Alfonso Bonilla Aragón. Amigos míos: gentes del mar y las ciudades, de las minas y de las aulas, del moreno cacao y de la dorada caña de azúcar, os saludo con el corazón puesto en Jorge Isaacs y en su María. Y os deseo que el sol de Dios os llene, como en el verso de don Antonio Machado, de alegría, de paz y de riqueza. (16)
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3.13 Los influjos foráneos en la cultura colombiana Este problema de los sucesivos influjos foráneos (vale decir de las grandes potencias culturales) en Hispanoamérica, debe tratarse -en lo que a su proceso histórico se refiere- con mucha cautela, pues varían para cada uno la época, el centro de radiación solar y el grado de intensidad, en todos nuestros países. En lo que a Colombia se refiere, el proceso en líneas muy esquemáticas -casi escolares- sería éste: Los varones determinantes de mediados de nuestro siglo XIX en el orden de la inteligencia y de la política -el primer Caro, Pombo, Arboleda, Núñez... - actúan y crean bajo influjos ingleses, en un sentido general, estético y político. (No olvidemos la enternecedora veta terruñera de los costumbristas influidos por la música que salía del corazón de la Nueva Granada y por los nobles usos de la patria vieja, casera y popular). La generación de los humanistas, que cubre la gloria con sus hechos heroicos en el orden de la inteligencia el último tercio de nuestro siglo XIX, se orientó en un sentido más esencial y universal buscando para Colombia una definición cultural de sentido cristiano y grecolatino y estuvo generalmente exenta de inmediatos influjos europeos. El influjo francés sobre las letras americanas y colombianas alcanza su máxima intensidad, su momento estelar, precisamente en los años triunfales del modernismo: entre 1900 y 1930. El espíritu galicado late entonces en la forma y en la esencia de todas las obras capitales del modernismo en Colombia y en América: prosa de Rodó, crónicas de Carrillo y García Calderón, versos de Darío, Nervo, Lugones y Valencia... En realidad el aroma de la rosa de Francia turbó durante muchos años el espíritu de los mejores colombianos. Algo de amante con labios húmedos de vino, de poesía y de amor tuvo siempre Francia para los varones del ingenuo y austero solar colombiano. Y largamente los encantó con su voz de sirena, con sus embriagadores filtros demoliberales y con sus adorables estéticas. De 1930 a esta parte entra en ocaso esa preponderancia del espíritu francés sobre los ingenios americanos. Prosistas, dramaturgos y poetas volvieron sus ojos hacia otros meridianos: España clásica y moderna, lírica y teatro de lengua alemana, novela rusa y ensayo germánico, relato, drama y cine de Norteamérica y Europa, poesía inglesa... No es el instante de entrar a puntualizar la acción delicuescente de algunos de estos elementos sobre el alma hispanoamericana. En Colombia podemos enumerar tres generaciones galicadas: la de 1895, la del Centenario y la de Los Nuevos, Valencia, Castillo y León de Greiff, que serían en su orden sus tres letrados típicos, constatan la antedicha afirmación. Mi generación vuelve sus ojos a España -a la grande España del rotundo 1600 y a la España contradictoria de 1900- y procura al mismo tiempo ahondar en la veta de lo genuinamente americano, colombiano, poniendo el oído sobre su secreto espacial y temporal. Asumiendo la gestión vatídica de expresar con anhelante palabra poética al hombre concreto de Colombia -cuerpo y alma, sangre y sueño,
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recuerdos y esperanzas- enraizado en su tiempo histórico y acompañado de su prodigioso contorno terrenal. No se trata ahora sencillamente, de pensar en un cambio de vasallaje: ello no haría sino afirmar en los otros la general idea de que somos y seremos siempre un espacio espiritual, económico y político en disponibilidad. A mi parecer debemos afirmarnos en lo criollo y en su veta esencial que es lo hispánico, ya que por lo hispánico ingresamos a la cultura y por ello nos insertamos en lo universal. El indigenismo social o estético es, entre nosotros, una aérea utopía o un tópico demagógico. El piso firme para edificar lo nuestro es el pasado español. La generación libertadora lo vio y lo expresó de una manera genial: los libertadores tenían el alma libre y virginal de América. Nunca pensaron en ser espacio cultural ni político de nadie. Si América nace para la geografía con Cristóbal Colón, nace con Bolívar para la historia y para la cultura. Nace de su formidable corazón, armada y resplandeciente como Minerva de la mente de Júpiter. El héroe de visión aguileña intuyó y definió con estremecedora lucidez la originalidad, el genio profundo de estas naciones nuevas, de sangre mezclada y turbulenta. Por eso las ideas y los vaticinios del Libertador parecen llamarnos desde el fondo del siglo XIX como un patético clamoreo de campanas hundidas en el mar. Esperan la presencia de una heroica generación americana que los eleve a la luz vigente, a cenit de cultura, a vértice de historia. Claro está que vivimos todavía un tiempo de indefinición, de adolescencia cultural, de inmadurez histórica. Somos todavía verdes ansias, destellos de intuición. Somos tierra porosa y permeable. Nuestra cultura habrá de construirse con una superación del pasado hispánico e indígena, y con una cautelosa incorporación de lo foráneo. Pero sobre todas las cosas, con una valerosa e intransigente afirmación y selección de lo propio, de lo criollo, de lo nacional, de lo colombiano. Y si esto no ocurre ahora, ya, (estoy golpeando angustiosamente en las puertas de la conciencia nacional) seremos -bajo la creciente e implacable presión del Imperio- seremos, estamos siendo, literalmente borrados del mapa en un sentido físico, moral y espiritual. ¡Pónganme un poco de atención, señores, antes de que la noche nos envuelva! A los más jóvenes fío -lleno de fe y esperanza- ese hermoso y arriesgado destino: ¡el de ganar otra vez una patria brillante, independiente, pura, justa y fuerte, coronada de honor y de orgullo! La que soñaron los libertadores, que todavía se desangran por ella en su guerrera eternidad. (17)
3.14 Notas sobre la realidad cultural de Colombia Un reciente decreto del Gobierno nacional ha creado el Instituto Colombiano de Cultura, cuyo designio concreto y explícito es el fomento de las artes y las letras, el cultivo del folclore nacional, el estímulo de bibliotecas, museos y centros culturales y la divulgación de la cultura nacional. Ya era hora. Pues se supone que el Estado colombiano debe encarnar la tradición nacional, en este caso la tradición cultural, y proyectarla hacia el porvenir. La tarea consiste, pues, en la transmisión de
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un legado prestigioso y en dotar a la sociedad de los instrumentos necesarios para su continuidad creadora y su enriquecimiento. Digamos, una vez más, que aquí hemos asistido inertes e impotentes, a un caso flagrante de dimisión y ausentismo del Estado en lo que atañe al antedicho deber. No ha existido en Colombia durante mucho tiempo -aparte de algunas esporádicas acciones atribuibles siempre al entusiasmo de unos cuantos idealistas-, no ha existido una política cultural orgánica, coherente y dotada de continuidad: ni en el orden interno, ni cara al exterior. En este último sentido nos sigue ocurriendo aquello, entre cómico y doloroso, es decir, humorístico, de que somos famosos pero nadie lo sabe. Los escritores, los intelectuales, la gente de cultura en general, -y perdónese la pedantesca nominación, pues no hay otra a la manohemos recibido con desenfrenada simpatía el proyecto que comento. Ojalá no se quede como tantos otros en el limbo de las buenas intenciones. (…) Parece que ha llegado el momento en que empiezan a cumplirse estos anhelos. El Instituto Colombiano de Cultura ha de tener dos caras: una hacia la inmensa mayoría (cultura popular), y otra hacia la inmensa minoría (creación e investigación popular). Pero si no se erradican del naciente organismo el burocratismo, el favoritismo y otras conocidas taras, y si no recibe una poderosa irrigación dineraria se convertirá en otra fundación bizantina: palabras y palabras: y en otra frustración. (18)
3.15 Los grandes poetas españoles Los siguientes cinco comentarios críticos sobre poetas españoles conforman una selección compuesta por Eduardo Carranza que fue publicada en 1944 en la colección Antologías de Sábado. (19) Incluyo en esta versión abreviada las correcciones manuscritas del poeta sobre la edición impresa. Don Antonio Machado Veinticinco años han caído ya, ¡lluvia tenaz del tiempo!, sobre la tumba de don Antonio Machado. Y el roce de los días nos ofrece cada vez más alta y depurada su admirable humanidad, más esencial y perdurable su poesía. En una escueta, castellanísima nota situada frente a sus poesías en la edición de 1917, nos habla el poeta de sí mismo. Duraderas líneas que trazan la valerosa fisonomía de su alma. “Nací en Sevilla, en la noche de julio de 1875, en el célebre palacio de Las Dueñas, sitio en la calle del mismo nombre. Mis recuerdos de la ciudad natal son todos infantiles, porque a los ocho años pasé a Madrid, donde mis padres se trasladaron y me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza. A sus maestros guardo vivo afecto y profunda gratitud. Mi adolescencia y mi juventud son madrileñas. He viajado algo por Francia y por España.
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En 1907 obtuve cátedra de lengua francesa, que profesé durante cinco años en Soria. Allí me casé, allí murió mi esposa, cuyo recuerdo me acompaña siempre. Me trasladé a Baeza, donde hoy resido. Mis aficiones son pasear y leer”. Sobre toda la poesía de Antonio Machado flota, como perpetuo aroma, el recuerdo infantil de un ancho patio de jazmines, anhelante balbuceo de surtidor, tibia pereza con fina sombra de hojas. La contemplación morosa y amorosa de Castilla deja también en su alma y en su obra una insistente huella. Lo imaginamos, profesor en Soria, en una ventana frente a la meseta de Castilla, enjuta y yerma. Don Antonio Machado lee y medita. Traza el Duero su curva de ballesta. A lo lejos colinas plateadas y “álamos del amor”. Nadie ha cantado como él la hermosa, fría, ascética, casi militar, de los campos castellanos, con su cielo acerado, sus caminos blancos, sus viejas ciudades hundidas en la historia. Poesía de un andaluz depurado por Castilla, la de Antonio Machado se nutre de diáfanas esencias populares. Pero allí la visión del paisaje se eleva a honda meditación lírica y entrañable ternura humana. Y, reiterando, obsesivo, el tema del tiempo. Tejida está de tiempo su poesía. Las humildes cosas circundantes, el ácido dolor de cada día, el pequeño gozo repentino, la huida de la sangre hacia la muerte, el sueño de los atardeceres siempre iguales y siempre diferentes, son también pretextos de su poesía. Y el paisaje español, y las ciudades de España y los viejos ideales españoles; porque a Antonio Machado, como al gran viejo Unamuno, también le dolía España. Mientras su hermano Manuel daba el acento gentil y nacarado, hondo a su manera, este poeta silencioso y meditativo entregaba a lo eterno de la poesía, de nuestra lengua, la voz de pulso recóndito, la estremecida meditación por donde cruzan ráfagas de más allá, ecos de sueño y de trasmundo. Una conmovida reflexión melodiosa y temporal llena de intenciones espirituales, podríamos llamar a su obra poética. Sin ser intelectualista, pues él mismo nos dijo que la inteligencia nunca ha cantado, pues no es esa su misión. Maestro en la vida y en el sueño, maestro en las acciones y en la poesía, maestro sublime en la muerte, ahora Antonio Machado “definitivamente duerme un sueño tranquilo y verdadero”. Federico García Lorca Andalucía ostenta –entre todas las regiones españolas- la más intensa tradición poética de la península. Andaluces fueron: el culto y habilidoso Juan de Mena en “el pórtico del Renacimiento”. Fernando de Herrera y su platónico arrobamiento. Don Luis de Góngora en la torre cordobesa de sus Soledades, Gustavo Adolfo Bécquer y su amorosa arpa de llanto. Salvador Rueda y su guitarra de flores, Francisco Villaespesa con la Alhambra sobre el corazón, Manuel Machado con su ruiseñor arábigo en la diestra, el gran don Antonio Machado, “misterioso y silencioso”, Juan Ramón Jiménez y su angélico mundo sobrerreal, José Moreno Villa con la copla a flor de inteligencia, Federico García Lorca con la magia y el sol y la sal bajo la lengua, Rafael Alberti con su
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corte de sirenas y sirenillas arábigo-andaluzas, la musa esbelta y finísima de Manuel Altolaguirre, la cálida, gris y fina musa de Luis Cernuda. En Andalucía, recuerda Federico de Onís, han florecido y decaído cinco o seis culturas (la ibérica, la fenicia, la romana, la visigótica, la arábiga y la castellana), dejando cada una su perfume esencial y de allí la gran riqueza básica-humana, espiritual, artística del hombre andaluz. Anota además el insigne antologista que tradicionalmente existieron dos tendencias bien definidas del espíritu medioeval: lo malo andaluz (elocuente, verboso, pintoresco, colorinesco) y lo bueno andaluz (depurado, elegante, esencial, eterno). Esa constante de lo bueno andaluz, tiene su flor última en la poesía de Lorca, que es sortilegio y color, popularismo y arte, tradición y renovación, sabia elaboración de los elementos populares levantados de esta manera al más puro plano estético. La ascendencia poética de Lorca es bien clara: el romancero español, Santillana, Gil Vicente, Lope de Vega, Juan Ramón Jiménez, todo sutilmente asimilado y resuelto en inconfundible acento personalísimo. “Su poesía es a la vez voz refinada de orfebre y desgarrado cante jondo”. El granadino Federico García Lorca, hispano-árabe, gitano-andaluz, cruza por la historia de la poesía con un gallardo ademán de gracia, de alegría y de melancolía. Su vida -coronada por un halo de patética hermosura- fue toda una genial embriaguez poética. “Su presencia, dice Neruda, en dichosa expresión, era mágica y morena y traía la felicidad”. En el momento de su trágica muerte, estaba considerado como uno de los grandes poetas jóvenes de Europa. En su obra primigenia, a las canciones -infantilismo, tono menor, baladas, gitanismo refinado, agilidad, elegancia y alhambrismo, musicalidad exquisita- se une un esfumado influjo de Juan Ramón y un sabio aprovechamiento de lo folklórico. Crea luego el mundo trágico y dinámico con aroma de misterio e insistente luna moruna del Romancero gitano en donde el gitano queda para siempre elevado a criatura de arte y tipo poético. Y por último llega a esa cima de trágica hermosura desesperada de fatal y límpida belleza antigua que son su teatro, sus perfectas odas y el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. García Lorca es la última genial expresión de la poesía española que quiere siempre conciliar lo popular y lo culto, lo espontáneo y lo refinado, lo temporal y lo eterno, lo divino y lo humano, el cielo y la tierra. Y en torno a su poesía alegre trágica, sutil, bronca, esfumada, plástica, de sangre, de sueños de tierra, de nubes, aletea e insiste la gracia andaluza, el aroma de la gracia, la gracia como un ángel en torno de una rosa. Francisco Villaespesa Todas las revoluciones literarias, cuando han rendido su capacidad de belleza nueva, acaban por cristalizar en una retórica; es decir, en un conocido arsenal de metáforas y temas, en un mundo, ya sin secretos, de palabras, de cansados ademanes líricos, de obvios recursos estróficos. Entonces algunos poetas de aptitudes menores o de perezoso numen, trabajan sobre la materia poética de la decadencia
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transformándola en pálidas flores de gracia crepuscular, en última y descaecida expresión. Pero ya la auténtica revolución ha perdido su vigor inicial, su fuerza suscitadora, su virtud contagiosa y su frescura virginal. Tal aconteció con el italianismo, que bien pronto (hacia 1550), se tornaba en un suspiroso amaneramiento neoplatónico; con el gongorismo que luego de llevar a plenitud las posibilidades poéticas de la lengua de Castilla, decayó en un pretencioso afán de sutileza conceptista y deliberada oscuridad; con el romanticismo que después de insistir débilmente en una intensa tradición espiritual de la raza española, se resolvía hacia 1850 en una lamentable y lacrimosa retórica. El modernismo alcanza su más alta y gloriosa tensión entre 1890 y 1915. Para decaer en seguida, fatalmente, en retórica preciosa y exotista. Poeta típico de este fenómeno de cansada y débil asimilación de lo externo de una tendencia, es Francisco Villaespesa, quien recogió -a trechos con admirable maestría- los postreros reflejos del fastuoso crepúsculo modernista. Villaespesa nació en Almería, el año de 1877. A los veinte años formaba en el tropel vocinglero y juvenil de los “rubendarianos” portadores entonces del nuevo mensaje. Por aquellos años -1898, 1900, 1906- publicaba con éxito notable sus libros iniciales: Flores de almendro, La copa del rey de Thule, Las canciones del camino. Toda su obra constituye una sucesión, a veces deslumbradora, a veces verdaderamente insignificante de ecos, influencias y reiteraciones. Pasan por ella todas las sombras; el último romanticismo de Nájera; la gracia confidencial y nostálgica de Silva, “el alba de oro” de Darío, el esplendor meridional de Rueda, el intimismo simbolista del primer Juan Ramón Jiménez, la morbideza d’annunziana, el vago orientalismo de Eugenio de Castro, el acento sonámbulo de Herrera Reissig, la rotunda elocuencia de Chocano... Villaespesa fue un ingenio andaluz profuso, difuso, desigual, dotado de torrencial fantasía e inagotable facundia. Tuvo, dice uno de sus críticos, tres enemigos acérrimos: “el tópico modernista, el ripio de la premura y el énfasis convencional. Fue en todo momento el ‘bardo’ desidioso y prolífico de la circunstancia modernista y se gastó enteramente en su lujo teatral y clamoroso de versificador aclamado”. Así, la obra de Villaespesa perdió en contención y perpetua calidad lo que ganó en extensión, abundancia y gloria episódica. Lo mejor de la poesía de Villaespesa está, sin duda, en los asuntos moriscos, cuya tradición llevaba en la sangre, en los cuales supo remozar e investir de nuevo brillo el mundo zorrillesco; allí alcanza extraordinaria distinción verbal, esbeltez de imágenes y elegancia alhambresca. Y en el tono menor de sus canciones “ingenuas”, logra también admirables aciertos de cristalina fluidez, de contenida ternura y fina gracia evocadora. En tierra lejana tengo yo una hermana. Siempre en primavera me espera tras de su ventana…
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Juan Ramón Jiménez Juan Ramón Jiménez, “el andaluz universal”, nació en Moguer el año de 1881. Por el mar de Juan Ramón -recuerda Onís- “mar de la aurora, mar de plata”, “dulce entre los pinos”, salieron un día las carabelas del descubrimiento. Juan Ramón Jiménez ha inmortalizado el negro terciopelo silencioso, el plácido y tierno paisaje mogareño, -mar azul, cielo azul, verdes campos sonreídos de luz- en su Platero y yo. Cuando Juan Ramón Jiménez llega a Madrid, hacia mil novecientos, se iniciaba la triunfal ascensión del modernismo. Apartándose de la fastuosa moda rubendariana escribe sus primeros libros -Rimas de sombra, Almas de violeta, Jardines lejanos, La soledad sonora…- en sencillos octosílabos tradicionales. Se caracterizan sus poemas primigenios por su gracia nostálgica, por su sentimiento simbolista del paisaje, por su esfumada musicalidad, por su aire de ingenua sonata primitiva. Transcurso de fuente, piano lejano, húmedas violetas, amorosa melancolía juvenil, traían esos versos destinados a crear una nueva sensibilidad en la poesía castellana. Luego en las Baladas de primavera, que marcan una nueva etapa de su evolución, hallamos un lirismo fresco y lozano, rico en matices campestres, en alegre panteísmo, en pánica exaltación de los ritmos aldeanos, en estilización de los viejos sones infantiles y populares. El poeta ha entrado en jubilosa fusión con la naturaleza y se embriaga con su aroma elemental. La mañana de la cruz, por ejemplo, es un himno puro y jocundo de la pasión juvenil entre el sol y el azul, el romero y las Rosas del amor. Laberinto, Melancolía, los Sonetos espirituales señalan en Juan Ramón Jiménez una época de plenitud y de fervorosa creación. El alma del poeta erraba hasta entonces, dulcemente, arrobada y ausente, por vagos jardines crepusculares, entre blancas sombras y melodías indecisas. Pero ahora -lo anota Federico de Onís- rompe ese platónico y melancólico arrobamiento y el mundo, el demonio y la carne invaden su corazón y su poesía que se torna más amplia, más rica, sanguínea y expresiva. Finalmente, la manera que se inicia en Piedra y cielo (1919), constituye la culminación de la lírica juanramoniana. El poeta busca la pura, desnuda y esencial expresión lírica, exenta de anécdota y, casi, de retóricos asideros y galanuras exteriores. Los poemas se levantan a una inaudita depuración y queriendo apenas aletear en torno a las esencias del mundo y el corazón. Síntesis, esencialidad, eternidad, son los puntos de mira. Juan Ramón Jiménez es -se ha repetido muchas veces- el maestro de la nueva sensibilidad en la poesía castellana. Porta a nuestra literatura un ambicioso sentido del lirismo puro, desconocido hasta su advenimiento. La generación española del año veinte -Lorca, Guillén, Salinas, Alberti- lo reconoció como su guía. Su influjo ha sido avasallador en España y América. Juan Ramón Jiménez es, para nuestro gusto, el más grande poeta vivo de la lengua española. Y uno de los líricos mayores -Garcilaso, Fray Luis, San Juan de la Cruz, Góngora, Bécquer, Darío, Antonio Machado, Porfirio Barba Jacob, García Lorca- de todos los tiempos castellanos.
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Don Manuel Machado Se ha observado con justeza que la poesía castellana entra al modernismo con Rubén Darío y sale de él con Juan Ramón Jiménez quien, aprovechando los avances técnicos y verbales de 1900, deriva hacia un lirismo más puro, sencillo y auténtico. Cabe anotar también que la poesía de tipo modernista alcanza en América su pleno desarrollo con Valencia, Lugones, Chocano, Amado Nervo, Herrera Reissig y los inmediatos post-modernistas como González Martínez, Porfirio Barba-Jacob, Eduardo Castillo, Eguren. En España el modernismo se resuelve bien pronto en una tendencia castellanista con Unamuno y Antonio Machado, toma un selecto giro andalucista con Manuel Machado y se sobrevive en los libros exotistas y decadentes de Villaespesa y Emilio Carrere. Manuel Machado nació en Sevilla el 29 de agosto de 1874. Su infancia y su juventud son andaluzas y la tierra maestra de Bécquer y el “divino” Herrera circula por toda su obra, estilizada, hecha esencia universal. Siguió sus estudios en la Institución Libre de Enseñanza bajo la rectoría de don Francisco Giner de los Ríos, mentor del 98. Hizo algunos viajes juveniles por Francia y allí recibió una perdurable impregnación simbolista. Por eso ha podido decirse que en su poesía se alían sutiles perfumes parisienses y cálidos aromas sevillanos. Ha publicado estos libros de poesía: Alma, 1900. Caprichos, 1905. Alma, Museo y los Cantares, 1907. El mal poema, 1909. Apolo, 1911. Cante hondo, 1912. Canciones y dedicatorias, 1915. Sevilla y otros poemas, 1917. Ars Moriendi, 1921. Phoenix, 1936. Perteneció a la Academia Española y fue director de la Biblioteca Nacional de Madrid. En oposición a la actitud meditativa y hondamente lírica de su hermano Antonio, el grave y solemne cantor de Castilla, se ha querido siempre definir a Manuel Machado como un poeta apenas exterior, fino, pulido y brillantemente superficial. Hay, sin embargo, otra suerte de profundidad en la “mortal sonrisa”, en la soterrada emoción, en la cansada elegancia, en el amable desencanto, en la abulia y escepticismo de este sevillano que escucha un son de guitarra mientras aspira la rosa de Francia. Manuel Machado lleva a suma perfección algunos aspectos poéticos del modernismo y del 98. En Castilla recrea un dramático asunto del viejo cantar cideano. En Adelfos expresa una típica actitud noventayochista de pereza y desencanto, orlada de cierto fatalismo arábigoandaluz: Mi voluntad se ha muerto una noche de luna en que era muy hermoso no pensar ni querer… mi ideal es tenderme sin ilusión ninguna... de cuando en cuando un beso y un nombre de mujer. En su ideal retrato de Felipe IV llega a un prodigioso extremo de elegancia, matiz y depuración. En Cantares se percibe una honda y desesperada música meridional. La hija del ventero es una fina glosa cervantina. Oliveretto de Fermo, una fuerte y preciosa estampa llena de aire renacentista. Y en el hermosísimo epitafio a Alejandro Sawa hallamos el último eco de la lira de Manrique.
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3.16 Obra y gracia de don Tomás Rueda Vargas El último neogranadino A Alfonso López Michelsen Se han cumplido 32 años de la muerte de don Tomás Rueda Vargas. En un claro día de julio se nos fue el inolvidable maestro. La sabana era un idilio verde con sol. La dulce curva de los cerros, apenas violeta, apenas víspera de azul, se afinaba entre la neblina de nácar. Se tiene la sensación de que don Tomás bajó ese día, como tantos otros, la breve escalinata de piedra de su casa, la de su blanca villa de Santa Ana. Le esperaba una lustrosa yegua canela. La luz exaltaba los cristales de la galería, las tejas rosadas con verdín, las tapias encaladas. Don Tomás subió a la yegua y se asentó en la silla con su vieja pericia de jinete sabanero. Lo miró todo con una larga mirada y siguió el camino ilustrado por la sombra temblorosa de las hojas. Se oía, por el aire, el líquido rumor de los eucaliptos, el río aéreo del viento. Jugaban los niños entre sus risas, sus sueños y sus ángeles. A lo lejos cruzaba un tren por los sauces evaporados. Un muchacho se iba, silbando, hacia la escuela y una ráfaga venía de yerbabuena y de poleo, una húmeda fragancia de pinos y eucaliptos, un olor matinal a recentales, a sol, a rocío, a poesía. Tal vez un pajarillo cantaba por el aire. En el prado vecino las palomas tejían una blanca guirnalda. Quedó atrás el pueblecito sentado en el verde regazo de la mañana y el jinete se esfumó en la dorada lejanía. Por la tarde don Tomás descabalgó, ya “todo alma”. Pensando en sus cosas, absorto en sus evocaciones, entró por la puerta del ocaso, de par en par abierta. Hizo beber a su yegua en el río eterno y la amarró a un árbol del paraíso. Don Tomás fue la cosa mejor que se puede ser en el mundo: un campesino doblado de poeta. Pero él supo elevar el oficio del campo a una noble calidad humana, a una fina condición estética. El campo y él se entendían con la mirada, con el silencio, con la sonrisa, como dos enamorados. Como todo el que ama de veras, don Tomás sentía una especie de bondadoso desdén por los advenedizos del campo, por los nuevos campesinos flamantes; pero “felizmente, decía, la tierra es muy celosa y sólo se entrega a quienes la aman de veras. ¡Y qué bien conoce ella sus enamorados! Sólo quienes hemos vivido en su callada intimidad, sabemos qué tan leal es para los suyos, qué tan indiferente, tan irónica también, para los otros”. Ese diario contacto con la naturaleza le hizo noble, puro, bondadoso; le dotó de un generoso idealismo comunicativo; le infundió una grave y austera pasión nacional. “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”, hubiera podido decir don Tomás como Antonio Machado; sólo que don Tomás no lo hubiera dicho; tal vez ni lo hubiera pensado. Porque, me parece que se es bueno sin saberlo. Don Tomás Rueda era profundamente colombiano. Tal vez a nadie he sentido yo tan compatriota mío como a él. Y esto debieron experimentarlo muchas personas. Y es que don Tomás ha sido tal vez, la más pura y noble figura en que se haya estilizado el barro colombiano. Don Tomás era un neogranadino; en él latía, íntegro, incontaminado, el espíritu de los abuelos cuya mirada perdida en lo romántico, en lo desesperado, en lo imposible, se desvanece en las mudas oleografías amarillas, en los antiguos retratos descaecidos. Don Tomás era de aquel
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linaje de hombres: de los que modelaron a balazos el perfil de la República; de los que escribieron El Mosaico y suspiraban en la penumbra azul de la María; de los que amaron y cantaron bajo el árbol patético de la guerra civil; de los que contaban con labios trémulos la gesta de los libertadores; de los que decían “volverán las oscuras golondrinas”, con la voz levemente empañada; de los que escribían Patria y Bandera y Amor y Ensueño y Heroísmo con mayúscula; de los que en la madrugada prendían la fogata revolucionaria y por la noche encendían la tierna enredadera de la serenata, de los que crearon la nacionalidad y se sentían un pedazo de sus entrañas... Por eso don Tomás hablaba con una entrañable ternura, con un minucioso amor, de todas las cosas de Colombia: “cuando fui por vez primera a Boyacá, dice por ejemplo, me sentí más que en mi casa, me sentí en mí mismo. Manzana de Duitama, mulita de loza de Ráquira, naranja de Guateque, chirimoya en Guayatá; jinete en Sogamoso, canónigo en Tunja. Hubiera querido rezar en todas sus iglesias, vivir y trabajar en todas sus haciendas, y reposar en todos sus cementerios, confundido con los rústicos patriarcas de la aldea”. Y así hablaba de la sabana de Bogotá, del río Grande de la Magdalena, de Teresa Villa, del heroísmo de los llaneros de Páez, de Bolívar, con el simple orgullo con que un griego del siglo IV hablaría de su mar insigne, del sinfónico archipiélago, de Anadyomena poderosa, de la hazaña de las Termópilas o del divino Aquiles. Los dones capitales de su estilo radicaban en la sobriedad y elegancia de su alma. Bajo la prosa, tan desnuda de metafóricos artificios, late un corazón de poeta, corre una finura bondadosa. Su estilo, se humedece, a veces, de un tenue lirismo, como la fuente de piedra, con el hilo de agua nostálgica. Fluía su prosa sin esfuerzo, rica de sugestión, de tradición, de sensibilidad, de inteligencia, de renovación. Y una ola ancha y serena de fervor nativo inunda todos sus libros. También él hubiera podido decir: “es el estilo natural como el pan que nunca enfada”. Y “escribo como mi madre hablaba”. La sabana de Bogotá, fue la musa esencial de don Tomás Rueda. Las páginas en que recogió la imagen de este maravilloso altiplano andino están entre las mejores que se hayan escrito en Colombia para glosar el paisaje. Pero este verde y húmedo contorno tan impregnado ya de historia y de cultura, era para don Tomás algo más que impávida naturaleza: era rumoroso escenario de la vida colombiana, tierra transida de espíritu, de sentido y de destino, breve resumen, hermosa concreción física de la nación colombiana. Don Tomás supo mirar la sabana de Bogotá con ojos de poeta y transcribirla con emoción de poeta en su inimitable estilo exento de vanidades literarias, hecho de discreta gracia, de manso aroma cordial, de profunda veracidad humana. Los callados pueblos con su torre blanca y su pila que humedece las horas tibias de la siesta, los delgados caminos donde cruza un jinete solitario embozado en su ruana, las vetustas cercas de piedra enternecidas con alguna florecilla azul, las viejas casonas de las haciendas llenas de antiguos secretos, de penumbras y de quimeras, los fragantes pinares, los trigales de oro y viento, las avenidas de eucaliptos en cuya cima repite el viento su verde estrofa, los hombres y los días de esta pequeña región privilegiada, quedaron para siempre en su prosa, estilizados
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y embellecidos. Conocía minuciosamente todos los recodos sabaneros con su pequeña historia y con su diverso encanto. Podría decirse que el escondido soplo de la tierra natal, su callada evaporación, su secreta poesía, su humedad de savia y de lágrimas pasaba al través del corazón de don Tomás para luego concretarse en palabras, en temblorosa belleza escrita. Leer estas páginas de don Tomás Rueda Vargas sobre la sabana de Bogotá equivale a pasear por nuestros campos en uno de aquellos incomparables días luminosos en que perfuman el poleo y la yerbabuena mientras vuelan las golondrinas y un tren cruza en la lejanía. Y la emoción nacional, el arrogante sentido de la patria, presta a toda su obra una como insomne iluminación interior. Es que su corazón latía por la belleza, por el infinito y sobre todas las cosas por este sagrado terrón del mundo empapado en la sangre y los sueños de los antepasados que se llama Colombia. (…) Carta sobre un patriota A Ramiro Carranza en Alemania Tú, hijo mío, no conociste a don Tomás Rueda Vargas. No fue tu maestro, como lo fuera de tres o cuatro afortunadas generaciones de jóvenes colombianos. Si le hubieras conocido, no habrías podido olvidarle, porque personas como él, jamás se borran de la memoria. Recordarías la lección cotidiana de sus acciones que eran la emanación de un alma pura y armoniosa; recordarías el encanto persuasivo de sus palabras que constituían siempre una como urgente y amable invitación hacia una vida más ardua y noble; hacia un aire superior de idealismo, desinterés, religiosidad, honestidad y amor a la patria. Y no podrías olvidar ese halo de señorío, de discreto valor que parecía envolver siempre su persona. (…) En estos días he releído algunos escritos suyos. Y, lo mismo que cuando hace años tenía el honor y la fortuna de conversar con él, me he sentido otra vez levantado a mis más puras estrellas. Pero su obra literaria es para mí menos importante que el ejemplo de su vida, que la huella de su enseñanza. Su palabra mansa y generosa sigue sonando más allá de la muerte. “Es evidente que de un tiempo a hoy, decía el inolvidable maestro, la colectividad humana que acampa en nuestro territorio ha sido acometida por el desaliento, se ha hecho pusilánime, ha perdido la fe en sí misma, y, más que acometidos de miedo, sus hombres sufren de algo infinitamente más grave y alarmante; la falta de valor”; e insistía luego, con angustia, sobre la decadencia de valor en las últimas generaciones colombianas. Pero es preciso entenderse sobre el sentido esencial de las palabras; valor no es fanfarronería, ni matonismo, ni machismo; es una calidad más profunda del espíritu, es la rara capacidad de poner de acuerdo los pensamientos con las palabras y las palabras con los actos. El valor verdadero como toda auténtica virtud, es simplemente: callado, discreto; quien lo lleva debe casi ignorarlo. Desconfía de quienes andan exhibiendo una virtud -la pobreza, por ejemplo-, de quienes hacen de ella algo así como feria y profesión. Valeroso es aquel que tiene
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el ánimo igual en el éxito que en el desastre; aquel que ni se envanece con la lisonja, ni se desmoraliza con el vituperio. Valeroso quien es capaz de arriesgarlo todo, sin cálculo ni premeditación al servicio de una idea o de un ideal aunque se trate de una causa perdida. Valeroso quien sabe mirar su destino a los ojos y afrontarlo serenamente. Quien renuncia y escoge la incomodidad y la intemperie por su fe, por su patria, por sus amigos. Quien posee la fortaleza de ánimo necesaria para quedarse solo. Quien ni se rinde ante el brillo del poder, ni se engalla ante los humildes. Quien defiende su personalidad aún en los defectos. Quien es capaz de quijotismo o sea, de afrontar con ánimo grande el fracaso (y vivir es fracasar) por algo más ancho, generoso y luminoso -fe, ilusión, amor, bondad, corazón, libertad, ensueño, esperanza, poesía- que nuestra pequeña vida personal; o de arriesgarse por querer tocar con su mano el imposible. Quien en la hora de las grandes decisiones se pone al lado de las estrellas, aunque las estrellas no den riqueza, ni comodidad, ni poderío, ni esplendor, ni empleos públicos. Quien no vende su alma al diablo, es decir a las cosas visibles. Quien no cambia lo suyo, su verdad, su voluntad, su espíritu, por un plato de lentejas, aunque sean lentejas de oro. Quien sabe, con ánimo sereno, callar y obedecer cuando así lo exige la ley suprema de la patria. Este es un hombre. Y hombres así, hijo mío, necesita Colombia en esta dramática encrucijada de su historia. Me parece que desde su más allá bienaventurado, don Tomás me lleva la mano para escribirte estas palabras. Que él hubiera dicho más sencilla y bellamente. Hace 32 años, vino la muerte a buscarle a la su casa de Santa Ana, y le dijo, lo mismo que al Maestre don Rodrigo Manrique: “Buen caballero, dejad el mundo engañoso y su halago”. Y don Tomás siguió la blanca sombra de su muerte, con la misma sencillez con que hizo en esta vida todas sus cosas. Y con el mismo valor. Y con la misma discreción. Y nos dejó una flor: su simpatía. Y nos dejó otra flor: su patriotismo. Y nos dejó otra flor inmarchitable: el recuerdo de su amistad, de su gracia y su ingenio, de su enseñanza, de su palabra siempre elevadora y ennoblecedora. Envío a Francisco Rueda Caro Yo sé que don Tomás nos oye, al otro lado del aire, en su región de eternos eucaliptos y rosas inmortales, en donde ahora tú le acompañas. Allí le veo, paseando distraído bajo otras nubes más bellas, entre los vagos sauces celestiales, bajo el canto del ruiseñor que suspende los sentidos. Porque yo sé también que con el alma de tu padre -lo mismo que en la fábula divina de Platero- ha subido a los cielos el paisaje de la sabana. Pues los dos -el paisaje y el alma- estaban melodiosamente confundidos. Y nadie sabía decir, si la sabana era una encantada prolongación de su prosa, o si ésta era una sutil emanación del paisaje. Allá le veo, pues, en su Santa Ana del paraíso, que tendrá también un aire más puro en donde se encienden los geranios. Va y viene don Tomás, con su “sonrisa seria”, por los amplios corredores sin otro brillo
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que el de la absoluta limpieza. Suben hacia él la melancolía y el aroma del jardín crepuscular. Un fino viento de albahaca, de yerbabuena, de alma, quiere llevarse las trenzas de la nieta, las páginas del libro abierto sobre la mesa... Se pierden, a lo lejos, esos caminitos de la sabana que antes de esconderse para siempre, como que nos vuelven a mirar, una última vez, lo mismo que las novias de otros tiempos. Por el azul discurren unas nubes blancas, redondas, eternas, como por una página del maestro Azorín. Sobre la yerba suave, silenciosa, el agua balbucea su canto entre sueños. Una biblioteca, un amplio sillón, una galería de cristales en donde tiembla el último sol. Más allá el campo, como soñado a la tarde, por un poeta, por don Tomás. Ondula, blanco, un rebaño, como una nube por la tierra. Don Tomás hojea un libro, se sienta y habla. Habla de antiguas cosas, finamente, melodiosamente. Sus palabras como que entreabren al aroma del tiempo pasado, de los días idos, perdidos, evaporados, del tiempo mejor. En lo remoto pasa un tren. Se ven una larga tapia encalada, un portalón, un pinar umbroso en donde habitan las hadas. Y unas laderas verdes. Más lejos un pueblo blanco con su torre blanca en cuyo pecho palpitan las campanas y vive una aldehuela de palomas. En el horizonte azul, ya violeta, resbala el lucero de la tarde como una lágrima que no acaba de caer. Don Tomás cuenta cosas de la tierra, en su Santa Ana del cielo. El misterio y el pasado andan por los rincones. Tañe una campana y juegan los niños bajo las palomas. Un viento de rosas doradas cruza por el fondo del cielo. Los árboles se esfuman y se oye el paso de las almas. Querido Francisco: esta tarde el aire tiene un sabor salado. Algo se ha roto y es inmensamente triste. Y nos parece que la vida es más dura y menos pura, más terrestre y menos digna de ser vivida. (10)
3.17 Julio Flórez en la poesía colombiana Prólogo a Julio Flórez. Obra poética La vena azul de la poesía Don Marcelino Menéndez y Pelayo ha historiado con suma lucidez y predilección de su alma, expresa muchas veces, tres siglos de poesía colombiana. Un hecho fundacional de nuestra patria queda señalado en las palabras que abren este trabajo suyo: “La cultura literaria en Santa Fe, destinada a ser con el tiempo la Atenas de la América del Sur, es tan antigua como la conquista misma. El más antiguo de sus escritores es precisamente su fundador, el dulce y humano cuanto rumboso y bizarro abogado cordobés, conquistador y adelantado del que llamó Nuevo Reino de Granada”. (...) Recuerda también Menéndez y Pelayo, conmovido, el episodio narrado por Juan de Castellanos de aquellos españoles, compañeros de Quesada en su increíble marcha, que perdidos entre los Andes, asediados por el hambre y la flecha envenenada, por la verde soledad, por lo desconocido y la nostalgia (...). Y así hasta llegar a lo alto de la primavera, a la tierra buena y jugosa, dorada por el maíz y ceñida por el agua como una red de fresca melodía, al que llamaron Valle de los Alcázares, en donde el quijotismo de Quesada o Quijada o Quijote y los suyos les
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hizo ver castillos en las casas principales fabricadas con limpias cañas espejeantes. En las puertas la brisa hacía sonar musicalmente campanillas de oro: ¡del oro ruiseñor de la Conquista! Habitaban allí los muiscas, pueblo no nada guerrero sino melancólico, agrario y orfebre, el alma secularmente suavizada por una poética mitología y una religión que presiden deidades femeninas: la luna y el agua. Allí nace -aguileños españoles, indias amorosas- la Nueva Granada, Colombia. Y desde el primer instante el humanismo y la poesía se incorporan, ya se ve, a la corriente sanguínea de su ser histórico. (…) Se alzan al cielo las iglesias de la fe. Se enfrentan al mar las torres de la guerra. Se abren al aire lejano los suspirantes miradores de la fantasía. Y junto al docto latín del convento y la universidad crece el castellano de la fe, la guerra y el ensueño. Viene luego la era colonial o hispánica, callada, constructiva y organizadora: más asombrosa, si se quiere, que la conquista y su épico arrebato. Entonces, los cronistas de jugosa lengua, los discretos poetas, las controversias conventuales y las leyendas de miedo y de amor. Hasta que llegan dos sucesos heroicos de la inteligencia colombiana: La Expedición Botánica de Mutis y de Caldas, que es la empresa científica más ancha y ambiciosa realizada hasta ahora por gentes de nuestra raza y que equivale, en su estilo y en su designio de ordenar y nominar las bestias y las plantas del Nuevo Mundo, a cualquiera gesta de los conquistadores. Y el otro, la generación de los humanistas, la raza de los Caros y los Cuervos, que habría de cubrir de honor cincuenta años de la cultura americana. Ya se ha venido entendiendo que es el nuestro un país de complexión humanística, que tiene nuestra patria un estilo, una figura clásica. Y que un aire de romanidad le dora la cabeza. Y, al lado de la veta marmórea del humanismo, la vena espumosa azul y vehemente de la poesía. Romanticismo colombiano Hacia 1830 el romanticismo enardecía a todas las juventudes europeas, deliraba en las sienes de las mujeres y como un viento cargado de gérmenes, abría de par en par las puertas del olvidado mundo del corazón. Con él volvían a la tierra la nostalgia y el ensueño, la pasión por la soledad, el hambre del infinito, el desatado amor, la ternura suspirante, la avidez, el frenesí, la improvisación y la desesperación. Un afán de aventura espoleaba los espíritus. Los hombres se abrazan, otra vez, al árbol patético del imposible. De las estrellas llueve nuevamente la melancolía. Regresaban al mundo la fantasía y el dolorido sentir. Fue el romanticismo un alzamiento general de todas las fuerzas del sentimiento y de la imaginación de los creadores de belleza escrita contra el absurdo, rígido y helado del arte seudoclásico y razonador, sin sangre en las venas. A las luces de la Ilustración, opone el sentido del misterio; a la verdad de hecho, comprobada por la ciencia, una verdad originaria y distinta, acogida por todo el universo como una realidad superior; a la divinidad impersonal, que ha ordenado el mundo, según riguroso “espíritu de geometría”, la divinidad cristiana, toda palpitante de afectos; a la tentativa de colocar la vida en una esfera de completa conciencia, donde todo acto esté definido en
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sus relaciones con cuanto le circunda, el esfuerzo de liberar lo concreto del cerco lógico que la aprisiona, para sentirlo mágicamente vinculado a los valores eternos; al predominio de la actividad racional, el de la intuición contemplativa. Hay, desde luego, en esta rebelión, una serie de contradicciones internas, de tendencias diversas e incluso, opuestas que no es del caso puntualizar aquí (Chateaubriand frente a Lord Byron, Hugo frente a Keats, Walter Scott frente a Musset, Novalis frente a Vigny, etc.). De todos modos la palabra romanticismo se identifica con las palabras Corazón y Juventud. El Corazón alzaba su roja bandera (la Juventud es, también, dicen, de color púrpura) frente a la gélida, polvorienta y desmoronada fortaleza de la Razón dieciochesca. Para sumergirse totalmente en su Yo elevado a la máxima tensión, el romántico renuncia al equilibrio, a la serenidad, a la medida. Y pone sus ojos en la invención deslumbrante, en lo desmesurado, lo extraordinario y maravilloso. “Ah, frappe-toi le coeur, c’est lá qu’est le génie”, exclamará Musset. En el lívido crepúsculo del seudoclasicismo, se alza el romanticismo como una antorcha sombría. “El romanticismo, ha escrito José María Valverde, ante todo, fue un ‘giro copernicano’ de subjetivación, suprimiendo la antiquísima idea de que el arte literario debía realizar modelos formales previos… El romanticismo vuelve de revés la posición del escritor. Ya no hay firmamento de estrellas fijas; lo que importa es lo que de hecho vive, tal como vive. El nuevo criterio de verdad y belleza residen en el manadero del corazón. La culminante desaparición de la idea del cauce preexistente para todo obra crea un problema de excesiva libertad: el escritor querría evitar toda forma, como límite y mengua, pero puesto que tiene que valerse de alguna estructura, espacio –aunque sólo sea por el hecho de que emplea el lenguaje humano- usa al principio los fragmentos, rotos y entremezclados, de las formas que derribó el día antes... El romanticismo había empezado con el sentimentalismo que complaciéndose en el chorro cordial de la interioridad emotiva, borraba los perfiles externos de la obra literaria y del mundo en cuanto hecho independiente y anterior al hombre: luego se profundizó en busca de lo peculiar del alma, la raíz de su libertad, y por ahí fue a parar al “borroso laberinto de espejos” -como dirá luego Antonio Machado- del Yo individual, que se desdobla y evade cuando se intenta captarle en su pura autenticidad. Ante ese abismo inefable, la literatura bifurca su camino para contornearlo: el escritor vuelve la vista hacia el hombre en cuanto pieza del fluir social, o bien precisamente hacia sí mismo en cuanto artista, no ya en cuanto hombre. Esos dos sentidos -para entenderlos mejor, el de la literatura de “ambiente” y el de L’art pour l’art- penetran por nuestro siglo hasta hoy. Pero hay dos notas comunes en toda la vastedad de la actitud romántica (el romanticismo es antes que la creación literaria, una actitud humana, un talante) en primer lugar la pasión por lo lejano en un sentido temporal y espacial (...). En segundo lugar hay también la sensación de destierro en el sentido más literal y etimológico de la palabra. Arnold Hauser en su obra Historia social de la literatura y el arte, describe así, de manera magistral, este fenómeno: “Cuantas veces los románticos describen la naturaleza de su sentido del arte y del
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mundo, se desliza en sus frases la palabra nostalgia o la idea de la carencia de patria”. (…) Nostalgia y dolor por lo lejano son los sentimientos por los que los románticos son desgarrados en todas direcciones. Echan de menos la cercanía y sufren por su aislamiento de los hombres; pero al mismo tiempo los evitan y buscan con diligencia la lejanía y lo desconocido. Sufren por su extrañamiento del mundo pero aceptan y quieren este extrañamiento. Así define Novalis la poesía romántica como “el arte de mostrarse ajeno de manera atractiva, el arte de alejar un objeto y, sin embargo, hacerlo conocido y atractivo”, y afirma que todo se vuelve romántico y poético “si se pone en la lejanía”, que todo puede ser romantizado si se “da a lo ordinario un aspecto misterioso, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, y a lo finito una significación infinita”. El romanticismo salta el Pirineo y cruza el mar hacia la América recién liberada. La nueva sensibilidad, el nuevo sentir, llegan al que parece que es su natural asiento: un Nuevo Mundo, con paisaje desmesurado, libre, paradisial, adánico: romántico; con un tipo de hombre mezclado y turbulento en quien predomina la fantasía y el instinto: romántico; una geografía virginal y sobrecogedora por su extrañeza y poderío: romántica; una historia recién creada con la epopeya de las guerras libertadoras: romántica. Si, en lo que alude al hombre, el romanticismo quiere poner el corazón al desnudo y expresar la intimidad en función del yo, protagonista esencial del drama planteado entre el poeta y el mundo, en lo que alude a las colectividades y naciones, el romanticismo quiere revelar su secreto temporal y espacial: el pasado en la historia y la leyenda, el porvenir en palabras oraculares, el paisaje bañado en nuestra alma, prolongación de nuestro ser, coro y partícipe del drama. La palabra poética -ha escrito bellamente Luis Rosales- es la palabra nacional del hombre; la palabra poética es la palabra terrenal del hombre: crece desde la tierra y, por lo tanto, su altura se mide siempre desde el suelo en que nace. No puede trasplantarse sin que queden al aire sus raíces. Lo anterior, que tiene validez para el romanticismo y más aún, para toda poesía, se cumple rigurosamente en los grandes románticos colombianos que asumen la gestión vatídica de expresar una plenitud de belleza, al hombre concreto -cuerpo y alma- de Colombia, situado en su tiempo y acompañado por su contorno terrenal. Se cumple en la palabra tierna y meditabunda de Caro, en la húmeda, agreste y sensible palabra de Gutiérrez González, en la palabra religiosa y patriótica de Ortiz, en la palabra épica de Arboleda, en la palabra esfumante y nocturna de José Asunción Silva, en la palabra ensoñadora y punzada por la melancolía de Jorge Isaacs, en la palabra apasionada y terruñera de Rafael Pombo, en la palabra anhelante de Rivas Groot, en la palabra colombiana, derramada, mortal y pesimista de Julio Flórez. El fin del siglo: la década dorada En la última década del siglo diecinueve vive la literatura colombiana sus años más altos, fecundos y creadores. Es realmente una década dorada. Coinciden y conviven entonces varias generaciones y personalidades diversas, cada quien en su quehacer peculiar y siguiendo la más
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disímiles vetas de la inquietud estética. Allí, todavía el corazón quimérico y la tempestuosa cabeza de Núñez, capaz de pensar en América. Allí la ascética riente de Cuervo -el más grande legislador de la lengua imperial después de Nebrija- pulida por la sapiencia, alzando su portentoso monumento de ciencia lingüística. Allí Suárez con su cabeza devastada por las vigilias, las meditaciones y las cóleras repitiendo con su prosa dorada y transparente el milagro de los siglos magistrales. Allí la figura titánica de don Miguel Antonio Caro en quien tiene su áureo conocimiento todo el secular esfuerzo de nuestra nacionalidad hacia las disciplinas clásicas: todos los anteriores gérmenes y latencias, todo un secreto esfuerzo colectivo, toda una profunda vocación nacional, han concurrido para producir a este leonino y genial varón plantado como un peñasco en medio de la historia nacional y en quien tiene su cima de diamante el humanismo colombiano. Allí la crítica sosegada, lúcida y erudita de Gómez Restrepo. Don Rafael Pombo arrastra su apasionado atardecer entre los azulados fantasmas del corazón. El cenceño hidalgo de Yerbabuena moja su pluma en los jugos del terruño sabanero para escribir El moro. Diego Uribe pulsa su cuerda de llanto junto al recuerdo de Margarita. Rivas Groot capitanea el grupo de La Lira Nueva y su turbado corazón late por el infinito constelado de lágrimas y enigmas. Don José Caicedo y Rojas pasea el garbo de su prosa, de su capa y de su ingenio. A la sombra de los cámbulos del Tolima Grande, Jorge Isaacs lleva en la diestra, que antes moviera una espada, la flor azul de María. Chisporrotea el ingenio de los versificadores festivos: el Marroquín de La perrilla, Soto Borda, Jorge Pombo, Rivas Frade… Los maestros del costumbrismo -entre ellos algunos supérstites de El Mosaico- ahondan en esa entrañable veta nacional y nos dejan en su palabra mansa y evocadora el rostro de los días antiguos, el aroma de los usos y las fiestas de antaño, de la vieja patria casera y popular, hidalga y campesina, el rostro de los abuelos con su patético contorno de guerras y de romances, los ojos ensoñadores de las abuelas, rodeadas de flores y silencio... Por entonces, también, Candelario Obeso iniciaba (no olvidemos las canciones de boga de lsaacs en María) la poesía después llamada “negra” o “mulata” que ha tenido en toda la América del Caribe tan larga y prestigiosa descendencia. Y, solitario el señor Casas “el rústico cantor de los labriegos”, de la provincia diáfana y agreste de la patria resumida en el valle nativo, en la blanca aldea, en la tibieza del hogar, encarnaba en su palabra el escondido soplo de la tierra natal, su humedad de savia y su nimbo de leyendas familiares. De otro lado, junto al noble y sereno magisterio de Sanín Cano, un grupo juvenil anhelante de una nueva belleza abría su alma al celeste infierno de Baudelaire, a la voz de Verlaine entrecortada de sollozos y violines, a la vaguedad del liedmaetterliniano, a la morbideza sentimental de Samain, al reino fatal de D’Annunzio, al mundo alucinante de la novela psicológica, al lujo parnasiano y a la bruma simbolista, a la estética heroica de Mallarmé, a la vaporosa ilusión de los prerrafaelistas y bebía la orgullosa filosofía del Yo en Nietzsche y en Barrés: Silva, Valencia, Hinestrosa Daza… llamados los decadentes y considerados como absolutamente crípticos y herméticos traían un nouveau frisson a la literatura colombiana: lo que luego se nominaría el modernismo. Y no deja de ser casi
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asombroso que por aquella década se tradujeran en la remota Santa Fe, poetas que como Stephan George, Hugo Von Hofmansthal y Peter Altenberg fueron divulgados en Europa treinta años después. Relampaguea la prosa polémica de Antonio José Restrepo y el Indio Uribe. En un idioma sobrio y elegantísimo escriben un denso periodismo ideológico Carlos Calderón, José María Samper y Carlos Martínez Silva. Fluye la prosa medular y varonil de Carlos Arturo Torres, henchida de admoniciones y premoniciones. Y vive todavía su nevada ancianidad, bajo el vuelo de la bandera colombiana, don José Joaquín Ortiz a quien de niño Bolívar acarició sobre sus rodillas. Y la Gruta Simbólica. Todo esto ocurría ¡lejos del mar! bajo las últimas campanadas del siglo diecinueve en una pequeña y casi inaccesible ciudad andina que en ese tiempo se llamó ateniense y que, en el ámbito hispánico, lo era en realidad, por su radiante jerarquía cultural. En la callada, lloviznada y monástica Santa Fe de Bogotá. La Gruta Simbólica Dos tertulias literarias en Colombia han sido particularmente famosas: una El Mosaico, pasado el medio siglo “que se instalaba cualquier día de la semana, en la casa de uno de los socios” (era en la adormecida Santa Fe de 1860, reinaba el azul de otro tiempo, el azul de la Nueva Granada), y “allí se charlaba, se improvisaba versos, se planeaban artículos de costumbres y se tomaba el refresco en compañía de las señoras” (todavía nos llega el relente de las capitosas mistelas, el aroma del espumoso chocolate especiado e irisado, el perfume nostálgico de violetas que emanaba entre baladas de Chopin, de las lánguidas señoritas de otro tiempo). A los escritores costumbristas y románticos que así se reunían debemos los cuatro volúmenes de su revista llamada, también, El Mosaico, de tan entrañable memoria y los dos grandes volúmenes de Cuadros de costumbres en donde nos legaron -¡y cuánta gratitud les debemos por ello!- la imagen de la patria vieja con su olor, su color y su sabor, amorosa y minuciosamente narrados. Otra fue la Gruta Simbólica también de errátil asiento: ya en la noble casa del mecenas Rafael Espinosa Guzmán, ora en sitios tabernarios, ora junto a un piano en la Gran Vía, o en los castizos ambientes -extramuros de la pequeña ciudad- a donde iba, entre rasgueos de tiple, bandola y guitarra, en busca de los manjares criollos, y de dorados o diamantinos licores, la bohemia santafereña de mil novecientos. La Gruta Simbólica convocó a lo largo de un quinquenio -sobre poco más o menos- a unos setenta ingenios de la más heterogénea condición: hidalgos tocados por el ramo poético, versificadores jocundos o melancólicos, ingenios satíricos y festivos, poetas sentimentales y lunáticos, seres nocturnos y funambulescos... Nos han dejado una estela encantadora de epigramas, equívocos, coplas salaces, donaires picarescos, retruécanos y caricaturas verbales en verso y galanías: todo ello nominado genéricamente chispazos. Y otra estela húmeda y enlunada de versos de muy diversa calidad al modo romántico en su crepúsculo enervante, febril, lloroso y necrofílico.
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Pero cedemos aquí la palabra a Luis María Mora: el originalísimo y popular Moratín, el mordaz polemista de urticante prosa, el empecinado academicista, el poeta helenizante, nutrido de raíces griegas y latinas, el testigo insuperable de su grupo, el airoso narrador de la hazaña: “El círculo o tertulia literaria en que se manifestó al principio de este siglo el furor de la juventud por el arte y la poesía fue la Gruta Simbólica, a la cual se dio este nombre por estar en ese tiempo muy en boga la escuela llamada Simbolista, sobre la cual había ardorosas disputas... Lo que determinó el nacimiento de la Gruta Simbólica fue la guerra. Nació debido a un caso fortuito y nació no de una manera prematura sino en el momento preciso, entre un siglo moribundo y otro que nacía, como Jano, con una cara mirando al pasado y con la otra escrutando el porvenir... … Una noche, cuya fecha nadie podría recordar con precisión andábamos sin salvoconducto unos cuantos amigos que veníamos de una exquisita cuchipanda, a las cuales eran muy aficionados los literatos de entonces, con pocas excepciones. Era arte muy divertido, peligroso y nuevo ese de sacarle el cuerpo a las patrullas de soldados que rondaban las calles -en persecución de sediciosos y espías-, y hartos quites habíamos hecho aquella noche, cuando de súbito caímos en poder de una ronda. Componían el grupo Carlos Tamayo, Julio Flórez, Julio de Francisco, Ignacio Posse Amaya, Miguel A. Peñarredonda, Rudesindo Gómez y el humilde autor de esta croniquilla, a los pies de vuestras mercedes. No podíamos andar de noche por desafectos al gobierno, y no nos quedaba más remedio que pasarla en un cuartel, cuando menos. De pronto Carlos Tamayo les dijo a los de la ronda: ‘Señores, tenemos un enfermo grave; vamos en busca de un médico; acompáñenos hasta la casa a llamarlo. Aquí no más es’. El oficial consintió en ello. Golpeamos a la ventana de la casa de Rafael Espinosa Guzmán, y apenas asomó éste, Tamayo le dijo: ‘Doctor, ábranos que tenemos un enfermo grave como usted lo ve (y señaló con disimulo a los soldados). Es preciso que vaya a la casa’. ‘Lo haré en seguida (contestó con gravedad el doctor); pero sigan entre tanto’. Así lo hicimos y nos quedamos hasta las del alba. Estaban de visita allí aquella noche don Luis Galán y don Pedro Ignacio Escobar. Había necesidad de emplear lo mejor que se pudiese las horas que quedaban hasta el amanecer, y preparamos una alegre tenida. A favor del delicioso vino con que nos regaló el amable dueño de la casa, recitamos versos, improvisamos un satírico sainete político, cantamos y reímos y olvidamos nuestra pasada cuita con la ronda. Resolvió entonces Reg que hiciéramos nuevas y frecuentes reuniones en su casa, y así, ni una coma más ni una menos, fue como quedó desde esa noche fundada la Gruta Simbólica”. El pontífice pálido y nostálgico En la Gruta Simbólica Flórez fue, unas veces, el capitán de la báquica alegría, el dueño y señor de la palabra aguda y chispeante donde brillaba el vino; otras, el taciturno cantor de soledades, ausencias y desengaños; otras, el vate enardecido de anhelos libertarios, el de la roja palabra oracular, sedienta de justicia; otras, pontífice pálido y nostálgico, presidía ritos sombríos y llenos de lágrimas. Así, en las
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legendarias visitas nocturnas al cementerio que tantas consejas suscitaron en la medrosa ciudad que apenas salía de la asustadiza penumbra virreinal. Moratín nos ha narrado en las líneas que en seguida se transcriben aquellas peregrinaciones al recinto de la Muerte, que tantos disgustos le acarrearon, y que no pasaban de ser una morbosa, ingenua y funeral extravagancia: “Un grupo de soñadores, músicos y poetas, al frente del cual iba él, se dirigía al camposanto a eso de la medianoche, en las más espléndidas ascensiones de la luna. El grupo salvaba la verja, tomaba el vial del Torreón de Padilla y penetraba en los osarios. Una melancólica música de instrumentos de cuerda sonaba en la cripta. Algunas aves sacudían las alas en los cipreses; cruzaban de lejos las luciérnagas de los fuegos fatuos y la luna iluminaba los mármoles de las tumbas. ¡Eran confidencias con los sepulcros! ¡Eran singulares serenatas a los muertos! Algunos inclinaban la frente contra los troncos de los árboles, y meditaban. Algunas veces Julio Flórez recitaba sus versos a Silva. Luego el grupo tornaba a la ciudad antes que los sorprendiese la claridad del día, y así terminaban las extravagantes visitas a tantos seres idos, ya libres de las cadenas de la carne”. Genio y figura Nos dicen que tenía unos bellos ojos oscuros que parecían mirar, absortos, por encima del horizonte hacia un más allá de la tarde, del tiempo, de la noche. Nos dicen que cuando cantaba o recitaba su larga mano de sensitivo parecía ir dibujando por el aire un nimbo ensoñador a las palabras que decía con cadenciosa y ondulante voz. Y el cabello negro. (“Muy negras son tus canas, ¡oh trágico sombrío!” cantó Guillermo Valencia). Erguidos los mostachos, endrinos también. “Siempre de negro hasta los pies vestido”. Entre varias imágenes suyas, escritas por “la mano invadida de corazón” de sus amigos y discípulos, escojo por natural, sencilla y conmovida la que en seguida se leerá. La tomo de un libro delicioso, La Gruta Simbólica, de José Vicente Ortega Ricaurte. Tiene la calidad y el encanto de un dibujo de la época: “Julio Flórez sobresalía en la Gruta por sus versos llenos de inspiración y por su triste y melancólica vida que parecía marchita en plena juventud. Nació en los floridos valles de Chiquinquirá. Su ilustración era poca y encarnaba el reverso de la medalla de un literato o de un pensador. Era -como dice Moratín- un sensitivo, y su alma, como una flauta divina, sonaba al más leve rumor de la brisa”. Crióse oyendo hablar de Bécquer y de Víctor Hugo, los dos poetas que en Colombia llenaron el último tercio del siglo pasado. Reverenciaba al autor de Las orientales y creía que a la música de sus versos obedecía toda la naturaleza, como las serpientes a los cantos de Orfeo. A los 16 años de edad compuso una oda a Víctor Hugo, poesía que fue recitada por su autor en el Teatro Colón, doce años después. Las últimas estrofas fueron recibidas injustamente con silbido provenientes del “Gallinero”. Al otro día de este desagradable y torpe incidente, le preguntó alguien: ¿Quiénes te silbaron anoche, Julio? Y Alfonso Caro, que estaba a su lado, respondió por el poeta sin vacilar: “¡Los miserables!”.
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El poeta amaba a Bogotá, y ella labró su popularidad con predilección y amor de artista. Las muchachas le señalaban con el dedo, porque él era el más fino intérprete de sus amores, y los mozos a su paso preguntaban: “¿Es este el poeta que embriaga nuestra juventud con sus dulces melodías?”. Las gentes del pueblo lo saludaban como si fuera un hermano en el dolor, y las mujeres alegres sonreían con ternura a la vista de aquel pálido bohemio que cantaba en versos melancólicos el vino y las orgías. Era Julio Flórez de cuerpo delgado y de regular y bien proporcionada estatura. “Tenía -según la descripción que de él hace Luis María Morala frente ancha y espaciosa, recta la nariz, sedeños los cabellos de ébano, la boca sensual y unos ojos ‘que soñaban despiertos’, grandes y adormidos como interrogando extrañas lejanías. Su color era moreno como el de los más bellos moros, y cualquier antiguo árabe español, en peregrinación a la Meca, le hubiera creído descendiente del gran califa de Córdoba. Y si algún devoto del profeta lo hubiera oído cantando con dulce y sonora voz y punteando con primor la guitarra o el tiple, de seguro hubiera creído que se trataba de algún muslime enamorado de alguna recatada y desdeñosa cristiana”. Usó siempre sombrero flojo y se abrigó siempre con largo y negro gabán, que lo caracterizaba y distinguía; y como su andar era lento, pero sin ninguna afectación, todo ello le daba un sello inconfundible a su personalidad. “Para comprender qué cosa es un poeta popular habría necesidad de volver a la época ya lejana de Julio Flórez. El poeta había llegado a lo más hondo del corazón de las multitudes, y las multitudes habían penetrado bien adentro en el alma del poeta. De otra manera no se habría realizado el milagro sin igual de que todo un continente cantara sus canciones y lo saludara como el más exacto y puro representante de sus más íntimos sentimientos. Julio Flórez fue un romántico en el más fiel sentido de esta palabra, pero no fue el último, sino que románticos fueron más o menos todos los otros poetas colombianos de aquella época, con muy pocas excepciones”. Injustamente perseguido por el gobierno del general Reyes, emprendió gloriosa carrera de triunfos a través de las repúblicas de Hispanoamérica. No fue un diplomático con grandes emolumentos el que fue a visitar las capitales extranjeras; no fue un embajador ignorante y lleno de intrigas el que fue a deleitarse con la intelectualidad de innúmeros países; fue un cantor privilegiado que había salido de las mismas entrañas de la juventud. Su lira llevaba todos nuestros acentos y nuestros gritos, todos nuestros amores y nuestros presentimientos. Las multitudes se pusieron en pie para oír al ruiseñor de la patria, y hechizados a la música sin igual de sus canciones, sembraron de mirtos y laureles las sendas del poeta. En Méjico recibió grandes homenajes de Porfirio Díaz, el ilustrado tirano; en España fue aplaudido por los más nombrados críticos y en París fue rodeado por el cariño de millares de americanos. Volvió a Colombia. Y entonces vino una nueva era para el poeta: sus versos se vendían como el pan y las monedas entraban a sus arcas. Fijó su residencia en el pueblo pintoresco de Usiacurí, departamento del Atlántico,
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en una amplia casa pajiza de campo, asentada en una roca y rodeada de primorosos jardines. Allí, escopeta al hombro, recorría los campos del contorno y buscaba todas las delicias del hogar. Dentro de aquel paisaje de sabor tropical lo sorprendió la muerte, rodeado de su mujer y de sus hijos, y allí duerme su último sueño. Así lo veo andando por el filo del novecientos, con la mirada llena de cipreses. En el costado, desnuda, la herida de la poesía. La herida siempre doliente del infinito. Y perseguido por una mariposa negra. Por una mariposa azul. Flórez, en el corazón de su pueblo Otros poetas hay en Colombia dotados de más alada gracia, de más lúcida y rigorosa mente, como José Eusebio Caro; otros de más henchida y poderosa vena como Rafael Pombo; otros de más garbosa y terruñera palabra como Gutiérrez González; otros de más grave y meditabunda entonación como Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro; otros de más misteriosa, pura y esfumante melodía como José Asunción Silva; otros dueños de infalible tino, cultura de estilo renaciente y deslumbrante dominio sobre el logos poético como Guillermo Valencia; otros más originales y renovadores como Luis Carlos López; otros de más ansioso, pávido y desolado linaje como Barba Jacob y su fulgor sombrío; otros más medularmente hincados en nuestro ser nacional como José Joaquín Casas; otros más tiernos, encantadores y refinados como Eduardo Castillo; pero jamás ninguno arraigó de manera tan honda y entrañable en el corazón de su pueblo como Julio Flórez. Quizá porque en su patria y su tiempo con un contorno terrenal y temporal, fue fiel a su tiempo y a su patria cantando lo que todos soñaban. Porque su palabra poética fértil, sollozante, crepuscular, enamorada y desesperada, acompañó, como ninguna otra, los sueños y las vigilias de todos los colombianos que eran jóvenes en mil novecientos. Todavía se filtra su romanza por las rendijas de nuestra infancia. Todavía, en la borrosa penumbra de los años suena y sueña su serenata suspirante bañada en luna y en llanto. Todavía anda, transparente, veredas y campos de Colombia, calles nocturnas de blanco pueblo lejano, los días de fiesta, de amor o de melancolía, en labios de moza y de galán: ha logrado la que era para don Manuel Machado, gloria suma de un poeta y sus versos: que el pueblo los cante como suyos. Porque entonces se han integrado al común, a lo que es de todos, al cuerpo y alma totales de la patria, a su emoción tradicional, como invisible sangre generosa. Guardadas todas las proporciones y distancias del caso, la gloria de Flórez en la modesta Santa Fe de mil novecientos es comparable a la de Lope de Vega en la altiva capital del Imperio Español en mil seiscientos. Eduardo Castillo, situado ya en otra generación y en otra estética escribió, glosando el fenómeno sobre el que vengo discurriendo, la bella y expresiva página abandonada, “muy Castillo”, que quiero rescatar aquí: “Julio Flórez fue, en lo que atañe a la notoriedad, un verdadero privilegiado. Hace cinco lustros, su nombre tenía la resonancia de una fanfarria triunfal. Y todos éramos vasallos de su principado lírico. Ni Pombo -el más excelso de nuestros poetas y quizás también el más excelso de la América hispana- conoció, en grado mayor que él, los halagos de la popularidad. La copa de ajenjo que tendía su mano nos
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embriagaba capitosamente. Y sus melodiosos alaridos conmovían nuestras más íntimas fibras cordiales. Barrès ha llamado a Musset un energúmeno encantador. Y de esa manera se podría llamar a Flórez. Los mínimos sinsabores de la vida cotidiana tomaban en sus cantos proporciones de tragedia. La mirada de una mujer le hacía pensar en el suicidio. Y aquello era delicioso. Para que nada faltase a su popularidad, durante la pasada guerra civil un ministro de mano algo pesada le hizo el servicio de enviarlo por ocho días a la cárcel. Y esto le proporcionó una dichosa oportunidad para darse aires huguescos y escribir los sonetos Al chacal de mi patria, que podrían llamarse sus Petits Chatiments. Nada, pues, faltaba a su fama de cantor cívico e intérprete armonioso de todo un pueblo. Los odios y los amores de la muchedumbre vibraban en sus rimas. Y como lo anhelaba Carducci para sus versos, los suyos surgían plenos de saetas y de flores. Por eso Flórez no conquistó la admiración de los que sólo aman, en la poesía, la exterioridad bella y suntuosa, los oros y esmaltes de la forma parnasiana. Pero conquistó, en cambio, algo que vale acaso más: la adhesión férvida de las almas que sienten. Y esa adhesión es, para el poeta que quiso poner en sus versos las vibraciones afectivas del gran corazón popular, el más preciado galardón. Además, la forma en arte es algo que suele estar sujeto a la mudable tiranía de la moda. Poemas hay que ayer nos seducían por la sonoridad de las rimas o por la brillantez de las imágenes, y que hoy, el leerlos, nos dejan indiferentes. El hechizo que hallábamos en ellos disipóse como el perfume cuando se deja destapada la redoma. Pero el calor de humanidad y el estremecimiento emotivo que el cantor verdaderamente inspirado pone en sus estrofas, es algo que no pasa. Por eso el divino y humano citareda de Las noches nos lo dijo en un verso que será eternamente verdadero: Etre admiré n’est rien, l’affaire Est d’etre aimé”. Gotas de ajenjo Publicado hacia 1908 (la edición príncipe carece de fecha orientadora), su título viene claramente de las Gotas amargas de Silva, bajando desde la escueta ironía, la desdeñosa elegancia, la sobria amargura y el impecable rigor de José Asunción, a una atmósfera lírica de desgarrada bohemia finisecular, de énfasis seudosublime, de vatídica elocuencia y macabra necrofilia. Pero este libro a pesar de abundar en obvia sensiblería, en retórica al uso del bajo romanticismo, a pesar de los baches y caídas, ocupa un sitio central en la copiosa obra de Flórez y tiene, a trechos, recodos de la más honda y auténtica poesía. Pero, en particular, se identifica, por su idioma y sus temas, con la más popular y tradicional imagen del poeta. Señalemos, pues, en unas raudas notas, sus esenciales características. Lo tenebroso y lo mortal El poeta denuncia el tema de su libro en estas estrofas inaugurales; no pueden ser más definidoras y expresivas:
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Hay una gruta, misteriosa y negra, donde resbala bajo mustias frondas, un raudal silencioso que ni alegra ni fecunda: ¡qué amargas son sus ondas! Con qué impudor bajo esa gruta helada mil flores abren su aterido broche… ¡nunca al beso de luz de la alborada! ¡siempre al ósculo negro de la noche! Esa gruta es mi alma; y esa fuente muda y letal, mi corrosivo llanto; y esas flores, los versos que en mi mente brotan al choque de fatal quebranto. Cierto es que hay ámbar y color y almíbar en muchas de esas flores… mas te advierto, ¡que éstas esconden repugnante acíbar, olor de cirio, y palidez de muerto! El poeta indaga en lo más tenebroso de su alma. En ello coincide, instintivamente, con la introspección freudiana, con los hechos básicos del psicoanálisis que nacía por esos años: desciende hasta sus más turbias aguas interiores y navega por ellas alucinadamente. “El romántico se arroja de cabeza en el autodesdoblamiento como se arroja en todo lo oscuro y ambiguo, en el caos y en el éxtasis, en lo demoníaco y en lo dionisíaco y busca en ello, simplemente, un refugio contra la realidad, que es incapaz de dominar por medios racionales. En la fuga de esta realidad encuentra lo inconsciente, el seguro contra la razón, la fuente de sus sueños ilusos y de las soluciones irracionales para sus problemas”. Y como su problema personal es el problema capital del mundo le subleva y angustia la universal indiferencia. … Después, madre y hermana, todas juntas, alrededor de un féretro lloraban. En la calle reían… Y a lo lejos doblaban por un muerto las campanas. Y más adelante: Y el cadáver se fue… con las abiertas pupilas asombradas… lo seguía un callado cortejo de hojas muertas. Todo desemboca en la muerte y en su más obvio símbolo hamletiano; su desencantado pesimismo se expresará entonces en estrofas como ésta que tiene algún dejo calderoniano: Oh calavera sombría: cuántos misterios ocultas... y a mi razón cómo insultas con tu mueca amarga y fría...
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Y surge, a cada paso, con su lenguaje peculiar, la antigua admonición de Ausonio (Collige virgo rosae) tan frecuente y bellamente reiterada por los poetas del Renacimiento (Garcilaso, Ronsard, Góngora...) que podría resumirse en estas tres palabras: vivir es deshojarse, ergo, coge temprano, niña, la rosa encarnada: Niña: ese pelo se cae y esas pupilas se enturbian y esos labios palidecen y esas mejillas se arrugan… En algún trabajo mío he seguido la vena salobre del tema mortal en nuestra lengua española -lengua del tiempo y de la muerte- desde el jocundo Arcipreste y romancero adelante pasando por el querulante caballero Jorge Manrique, el atristado Garcilaso y el anhelante fray Luis, hasta llegar a esa vertiginosa altura sombría de Quevedo y, siguiendo, el garboso Lope y el solemne Calderón hasta Bécquer taciturno y el hondísimo Antonio Machado y nuestro Silva nocturno y misterioso hasta la poesía que vivimos (...), tan romántica por sus cuatro costados. Si para Descartes el hombre es “une chose qui pense”, para el hombre hispánico es además y sobre todo “une chose qui nait et meurt”. “Más que su término, la muerte es un momento esencial y constante de la existencia humana”, ha escrito Pedro Laín glosando a Montaigne cuando medita: “La mort c’est une partie de notre estre, non moins essentielle que le vibre”. Julio Flórez en su manera menor y popular, a menudo pintorescamente macabra, se sitúa en esta sombría línea de la tradición hispánica. Así cuando exclama con un dejo de punzante y empavorecida tristeza cipresal que hace pensar en la pintura de Valdés Leal: Bajo los altos cipreses, el sepulturero, un día, cantaba de esta manera con honda melancolía: entierro un grano de trigo y el grano produce granos; entierro un hombre… y el hombre sólo produce gusanos. En otras ocasiones la meditación es de sabor manriqueño, en fluyentes octasílabos: La vida es un mar sombrío; la humanidad, sin embargo, río es que allí va a luchar; yo soy agua de ese río: menos dulce y más amarga mientras más entro en el mar. Y la muerte, otra vez, como la gran igualitaria, como la terrible segadora democrática de la pavorosa Danza medieval:
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… que a Papas y Emperadores y prelados así los trata la muerte como a los pobres pastores de ganados... Flórez gemirá con morada insistencia su personal Eclesiastés finisecular a ras de poesía y con el típico idioma de un romanticismo desangelado y pantanoso: No os enorgullezcáis, niñas hermosas porque líneas tenéis esculturales: vuestras carnes se pudren y en las fosas todos los esqueletos son iguales. Y de súbito se levanta la sobrecogedora pregunta que retumba sin sosiego de siglo en siglo vuelta hacia los mudos cielos hostiles con sus remotas galaxias de sal y de silencio: Cuando el último soplo de la vida universal se extingue, y en el cielo pare la noche de la muerte el vuelo la gran noche, la noche sin medida: ¿... qué será de este espíritu sombrío de esta alma en que el dolor hizo su agosto? Sería obra de no acabar la simple enumeración de los puntos en que Flórez toca -a menudo con macabro regusto- los tópicos de muerte, tumba, camposanto, suicidio... que viene a constituir el sombrío leitmotiv de su palabra juvenil, en curioso contraste con la escritura poética de la madurez. Gigantismo y delicadeza Hay en el romanticismo dos vertientes expresivas: estentórea la una, en Yo mayor, solemne y sensorial; tenue y apenas musitada, la otra, en Mi menor, sensible, intimista. La primera podría tener su tempestuoso origen en la montaña donde el Víctor Hugo menos estimable, el que vociferaba en su Sinaí marino de Guernessey entre truenos y relámpagos verbales y cuyo influjo, a menudo de segunda y tercera mano, fue avasallador en Hispanoamérica. La otra tiene su puro hontanar en las Rimas de Bécquer que invaden y fecundan, también, con su tierno poderío, toda la poesía en el área del español en el último tercio del siglo diecinueve. Julio Flórez bebe, alternamente, en una y otra vertiente. Tal vez con mayor frecuencia en la primera. Lo mismo que Vargas Vila, su contemporáneo, en su tonante prosa. Un ejemplo: Yo soy como esas olas gigantescas que, sobre el lomo enorme del monstruo azul, se agitan y retuercen, y van rodando sin saber a dónde.
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Yo soy como esas negras tempestades que obscurecen el orbe, y como inmensas furias desgreñadas lloran mientras los ámbitos recorren. Yo soy como esos rudos huracanes que, en las obscuras noches, lanzan hondos quejidos lastimeros en las arcadas de los anchos bosques. Entre decenas, escojo otro ejemplo del que fuera antaño archifamoso poema, el Idilio eterno, donde Julio Flórez hace cantar “mar y cielo en el mismo violonchelo”: Ruge el mar, y se encrespa, y se agiganta; la luna, ave de luz, prepara el vuelo... … entonce el mar de un polo al otro polo, al encrespar sus olas plañideras, inmenso, triste desvalido y solo, cubre con sus sollozos las riberas... … Y sueña que se besa con la luna en el tálamo negro de la noche. Y finalmente, un pujante soneto en rotundos alejandrinos por donde cruza con vuelo llameante el arcángel alzado contra Dios, y símbolo de toda rebeldía, tan grato a los románticos revueltos contra el cielo: Del infernal abismo, con estruendoso vuelo rasgando la tiniebla surgió Satán: ¡quería ver otra vez la comba donde se espacia el día, ver otra vez su patria, ver otra vez el cielo! Miró durante un siglo. Cuando colmó su anhelo y recordó el proscrito que allá no volvería, con honda pesadumbre, la formidable y fría cabeza hundió en el polvo del calcinado suelo. Después… lanzó un sollozo que pareció un rugido, y luenga, azul y amarga, pugnó una gota en vano por no salir del ojo del gran querubín caído: Crujieron valle y cumbre y otero y bosque y llano, porque la gota aquella, buscando inmenso nido, formó, al rodar, ¡la mole del pérfido océano! Pero al lado de estas fábricas tempestuosas se abre de pronto el madrigal de ojos azules o tiembla de amoroso rocío la idílica violeta. Las palabras se adelgazan hasta volverse transparentes de ternura y ensueño:
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Una cuna rosada que la luna tras de un cristal con níveo rayo armiña, y en el mullido fondo de la cuna, un ángel, una niña… Las palabras, en puntillas de música, rondan en torno a la celeste novia: Blanco velo que al mármol importuna flota sobre la frente inmaculada y tersa de la virgen desposada, como un vago crepúsculo de luna… Y el sorprendido, el puro hallazgo poético, la palabra inclinada sobre “el umbral de un sueño”: Oigo el silencio. En las tinieblas flota el fuego fatuo. El aura, entumecida, el ala inquieta… está como dormida… Y vuela temblando sobre su palabra la sombra azulada de Bécquer, influencia común en casi todos los poetas de La lira nueva: Silva, Arciniegas, González Camargo… Aquí, por ejemplo, el tópico becqueriano melodiosamente resuelto: Huyeron las golondrinas de tus alegres balcones; ya en la selva no hay canciones… ¡Ay…, que con las golondrinas, huyeron mis ilusiones! En estas y otras palabras delicadísimas, está para mi gusto, el mejor Julio Flórez. Superado, claro está, por el de los grandes sonetos inmarchitables y algunos poemas de la serena madurez desencantada. Lo macabro. Lo grotesco. Lo tabernario En un lúcido ensayo sobre la poesía de don Manuel Machado ha escrito Dámaso Alonso: “Mientras la poesía no pudo elegir sus asuntos más que en ambientes de belleza, no podían pertenecer a lo poético más que conceptos y voces como rosa, lirio, cisne, perla, etc. Pero del romanticismo hacia nosotros se ha ampliado grandemente el número de vetas de la realidad que puede ser tema de transustanciación poética. Toda la realidad es capaz de verterse en poesía. La poesía no tiene como fin la belleza, aunque muchas veces la busque y la asedie, sino la emoción. Temas poéticos pueden ser lo feo, lo chato o lo vulgar. No hay un léxico especial poético: todas las voces pueden ser poéticas o no serlo, según se manejen y con qué oportunidad. … Pero vivimos todavía, en cierto modo, en un clima poético que aún rige nuestra educación renacentista. Hay mucha vacilación y mucha oscuridad respecto a los fines de la poesía. Aún nos negamos a abrir unos ojos virginales, desnudos sobre la inmensa naturaleza y el horrendo hueco de nuestro mundo interior”.
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Esta tendencia a ensanchar el mundo poético hacia otras zonas del hombre y de la naturaleza se acentúa en Baudelaire (La giganta, La carroña) y en Verlaine (el mundo lívido del absintio, el París arrabalero y canaille). Dentro de la estética heredada del renacimiento y el neoclasicismo había seres, cosas y palabras que eran oficialmente bellos y poéticos, y otros, apoéticos o francamente antipoéticos. Pero de un siglo a esta parte han hecho irrupción en el repertorio de los temas poéticos, lo feo, lo grotesco, lo picaresco, lo arrabalero y tabernario. (No olvidemos el genial antecedente de Quevedo y, en cierta medida, del Arcipreste de Hita, cimas del poderoso contorsionado realismo español). En suma: todo lo humano puede trasmutarse en poesía. Viejo cantar hispánico, siglos atrás enunciado en latín por un poeta español de Calatayud, llamado Marco Valerio Marcial. Es la tensión con que el poeta la vive, lo que eleva la vivencia personal a la zona de lo que llamamos poesía. Y en la obra de Julio Flórez aflora por primera vez -en lo que alude a la poesía colombiana- esta otra posibilidad, empobrecida en su caso, claro está, por las limitaciones -en ese terreno concretamente- de su particular retórica y poética. Así, la mortecina estampa nocturna: Cuando a la medianoche me despierta el medroso aullido de mi perro que, acaso mal dormido en el umbral obscuro de mi puerta, de los trasnochadores el ruido oye en la calle lóbrega y desierta… Y lo morboso. En su fuga de la realidad, el romántico se hunde en una especie de caos irracional y busca, a menudo con la complicidad de drogas y alcoholes, planos sonambúlicos, fluctuantes entre el relajado ensueño y el éxtasis equívoco: “El falso azul nocturno de inquerida bohemia”, de que hablara Rubén Darío. Sólo que esa bohemia inquerida por el gran Rubén, era querida y requerida por algunos tertulios de la Gruta Simbólica. De allí se iba natural y fácilmente al culto a la búsqueda y a la exaltación de lo grotesco, lo macabro, lo fantasmal, lo medroso y horrible, lo diabólico, perverso y patológico. No otra cosa son poemas como el que sigue, escogido entre muchos similares: De noche cuando voy al camposanto, pongo el oído en las obscuras grietas que abre el tiempo en el duro calicanto de las tumbas, y en tanto que agudas cual saetas, los búhos me prodigan indiscretas miradas llenas de profundo espanto, oigo vagos rüidos allá en el fondo de las negras cajas, donde duermen los muertos ateridos, envueltos en sus fúnebres mortajas. Y entonces, confundido, en busca de mi madre corro al punto,
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y después de contarle lo que he oído, ansioso le pregunto: ¿No crees que ese ruido de las tumbas indica que entran allí las auras y retozan? Y mi madre al instante me replica No es eso…¡son los muertos que sollozan! Y el desgano, la polvorienta melancolía, el mohoso tedio de algunos ambientes agrios y sórdidos de la bohemia finisecular y los tristes alcoholes: En el sucio rincón de una taberna fría y desmantelada, semejante a una lóbrega caverna… O lo ya francamente aplebeyado y tabernario, ayuno de calidad literaria y que sólo tiene un interés documental y social, de época: Siempre se emborrachaba y se dormía en los más degradantes bodegones... Hay, evidentemente -y podríamos traer muchos textos al canto- un vaho enfermizo en el romanticismo tardío de Colombia: ello saca valederas -y aquí las transcribo porque vienen a punto- estas afirmaciones: “Si se califica al romanticismo de ‘poesía de hospital’, como hizo Goethe, se comete ciertamente una gran injusticia, pero una injusticia muy expresiva aunque no se piense precisamente en Novalis y en sus aforismos de que la vida es una enfermedad de la mente y que son las enfermedades lo que distingue a los hombres de los animales y de las plantas. También la enfermedad naturalmente, no es otra cosa que una fuga del dominio racional de los problemas de la vida, y el estar enfermo sólo un pretexto para sustraerse a los deberes de la vida diaria. Si se afirma que los románticos estaban ‘enfermos’, no se dice mucho; sin embargo, la declaración de que la filosofía de la enfermedad representaba un elemento esencial de su concepción del mundo, declara algo más. La enfermedad suponía para ellos la negación de lo ordinario, lo normal y lo razonable, y contenía el dualismo de vida y muerte, naturaleza y no-naturaleza, continuación y disolución, que dominaba toda su imagen del mundo. Ella significaba la depreciación de todo lo unívoco y permanente, y correspondía a la repulsión romántica a toda limitación y a toda forma firme y definitiva”. Prosaísmo sentimental Hay que abonar a Julio Flórez el haber intentado la poesía de lo diario, lo gris y descaecido, lo insignificante y familiar a principios del siglo, en pleno auge del preciosismo, exotismo y aristocratismo rubendarista. Y el prosaísmo sentimental. En ello coincide, por momentos con Casas y Luis C. López que, orillas del deslumbrante río modernista, hablaron con palabras cotidianas de la vida cotidiana. Los dos últimos pagaron su enfrentamiento a la rumbosa moda triunfante con la subestimación casi
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general de parte de sus contemporáneos y con esa especie de purgatorio del olvido en que se les mantuvo por varias décadas. Ahora se les hace justicia y empieza a brillar para ellos la luz perpetua. Flórez tenía ya orgullosa conciencia de su gloria póstuma escrita en el fiel corazón de su pueblo. Sabía que tocaba con su palabra poética al hombre eterno y elemental, en este caso al colombianito de siempre, para siempre acompañado por sus canciones: Ya la posteridad, grave y serena al separar el oro de la escena, dirá cuando termine la faena quién mereció el olvido y quién la gloria. Pero volviendo al prosaísmo sentimental he aquí un ejemplo muy original e insólito, si lo situamos en su tiempo de elocuente y efervescente romanticismo final y de nacarado, esmaltado y azul parnasianismo: Si otro fue el hombre que sorbió en el vaso de tu boca purpúrea el primer beso… no puede estar tu corazón ileso, ni ilesa puede estar… tu piel de raso. En la vida decide el primer paso, y a decirte verdad yo te confieso, ¡que es por eso no más…, no más por eso, que, ¡aunque mucho te adoro, no me caso! No me caso contigo… por exceso de pulcritud… o por temor acaso… porque… porque… ¡el asunto es muy espeso! Y además, porque un beso es siempre un caso muy grave… una razón de mucho peso que hace pensar en… ¡en cualquier fracaso! Cruzan también, aquí, las sombras de Campoamor y de Bartrina a quien se ha llamado con feliz expresión “un Campoamorcito”. Del tiempo y de la muerte Algo se muere en mí todos los días; la hora que se aleja, me arrebata del tiempo en la insonora catarata, salud, amor, ensueños y alegrías. Al evocar las ilusiones mías, pienso: ¡Yo, no soy yo! ¿Por qué, insensata, la misma vida con su soplo mata mi antiguo ser, tras lentas agonías?
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¡Soy un extraño ante mis propios ojos, un nuevo soñador, un peregrino que ayer pisaba flores y hoy… abrojos! ¡Y en todo instante, es tal mi desconcierto, que ante mi muerte próxima, imagino que muchas veces en la vida… he muerto! Y aquí topamos, por fin, con este breve y asombroso acierto: el soneto inmarchitable e inextinguible, cuyos heridores endecasílabos -”algo se muere en mí todos los días…”, “que muchas veces en la vida… he muerto”-, quedan, saeta quieta y temblando, hincada tenazmente en la memoria, como aquellos otros también inextinguibles, de Quevedo: “Soy un Fue, un Será y un Es cansado presentes sucesiones de difunto”. El soneto, “Breve e amplissimo carme” que dijo Carducci, ejerció siempre una especie de imperiosa fascinación sobre casi todos los poetas de las lenguas románicas: galán artificio, difícil trabajo; vaso puro y geométrico tentó y sedujo para siempre. En nuestra lengua contrasta su redonda música, su forma cerrada, absoluta y casi intemporal, con el romance medioévico y salmódico, abierto, fluyente: la forma ríocamino. El soneto, ya se ha observado, tiene configuración escultural: es una grácil estatua “en que los dos cuartetos formasen la figura y los dos tercetos el pedestal con la inscripción lapidaria”. Vale reiterar aquí que en ninguna otra literatura se ha conservado el soneto con tal vigencia, virtualidad y apertura hacia el porvenir, alternando con estructuras antiguas o primitivas (romances, alejandrinos, versos de pie quebrado) y con expresiones revolucionarias y novísimas. Valgan los luminosos ejemplos contemporáneos de Federico García Lorca y Gerardo Diego que ora nos dan el sereno y acabado soneto casi perfecto, ora el turbulento poema onírico y surrealista. Ha sido Colombia -quizá por su dorada y amorosa propensión al clásico equilibrio- patria de excelentes sonetistas. Ostentamos aquí una ininterrumpida y prestigiosa tradición desde los días virreinales hasta los años que vivimos. Por momentos, ha pasado por la poesía colombiana el meridiano del soneto en lengua española. (Sonetos de Pombo, graves, anhelantes, profundos. Sonetos de Caro, solemnes, marmóreos, henchidos de soñadora meditación. Deslumbrantes sonetos de Valencia, “de ancha cabeza y resonante cola”. Sonetos de Luis Carlos López erizados de humor y de malicia, rezumantes de ternura en lo más hondo. Sonetos arrobados y transparentes de Eduardo Castillo. Sonetos de Rivera, palpitantes frisos de la naturaleza tropical. Gentiles sonetos de Miguel Rash Isla y Ángel María Céspedes. Sonetos del señor Casas investidos de mágico realismo...). Resulta por lo menos desconcertante el hecho de que un poeta profuso, desigual, a menudo desbordado y salido de madre como Flórez, logre sus creaciones líricas más hondas, duraderas y genuinas en el estricto cauce del soneto. Como Lope de Vega y Juan Ramón Jiménez. José María Valverde comenta agudamente que el soneto sirve sobre todo a aquellos poetas cuya vena natural es más opuesta a su vigorosa cerrazón formal: su implacable artificio de metro y
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rimas contrarresta, con severa eficacia la efusiva propensión a lo delicuescente e inacabado y entra a gobernar los fuegos y los torrentes del vatídico entusiasmo. La evidencia es, desde luego, que Flórez obtiene su máxima calidad lírica y sus más memorables aciertos en el soneto. En el siglo pasado se escribieron en nuestra lengua muchos versos llamados entonces filosóficos. No eran otra cosa que vacuas especulaciones rimadas, hinchado filosofismo, aire vano de tópicos que el aire se llevó. Media página de Nietzsche, de Bergson o de Heidegger vale, cuenta y deja más que leguas y leguas de tales versos. (Recordemos al peor Campoamor y al casi siempre peor -si vale- Núñez de Arce). Pero algunos sonetos de Julio Flórez, Algo se muere en mí, Todo nos llega tarde…, tienen la suprema eficacia de la poesía que se funde con el tono de nuestra voz, que milagrosamente nos acompaña como nuestras propias palabras, nuestro sueño y nuestra vigilia. No se trata aquí de abstractas y discursivas reflexiones sobre la temporalidad, de nuestras vidas. Son ideas que viven y andan, tan entrañable y misteriosamente fundidas con la lengua poética como el alma y la sangre en el hombre. Es el pensamiento encarnado en la palabra poética. Y el poeta, tantas veces difuso, logra una extraña condensación conceptual. Las ideas están transidas, penetradas, circuladas -si puede decirse- por la emoción lírica, como por una savia pensativa. Ahora un paréntesis para encerrar la intuición que en seguida se expresa: (Y es que me parece ver que en el soneto Resurrecciones Flórez reitera y resume en fluida y mágica lengua y, guiado con seguridad por el relámpago casi genial del instinto antes que por la mano de la cultura, reitera digo el viejo tema de Heráclito el Oscuro, sus ideas sobre muerte, transcurso, vida, tiempo. Helos aquí, siguiendo, en algún paso, a uno de sus glosadores: para él -¡y todavía tienen validez sus sobrecogedoras cogitaciones!- nada hay estático en el universo: ni siquiera el alma y la mente. Nada es: todo está siendo, todo deviene. Ninguna condición o calidad persiste incambiada, ni siquiera por un fugaz instante. Todo deja de ser lo que era y deviene lo que será. De hecho, el presente no existe. “Pantá rei, ouden manei”, “todo fluye, nada permanece”. Y el archifamoso: “No nos bañamos dos veces en el mismo río, pues son otras las aguas”. “Nosotros somos y no somos”. En cada momento está muriendo una parte de nosotros mientras el conjunto vive). La muerte es tanto un comienzo como un acabar, y el nacimiento tanto un acabar como un comienzo. Y en cada segundo muere uno de nosotros. (Es decir uno de los muchos que hay en nosotros, en tanto que la vida vive. Así yo mismo no soy en este momento el que era hace un momento). No creo que sea lo que antecede una pedante especulación. La concordancia es, asombrosamente, casi lineal. Este soneto, de todos modos, asegura a Julio Flórez un sitio en la más rigurosa y exigente antología universal hispánica. Y, aunque no haya cuajado en el lenguaje broncíneo, apretado y sombrío del señor de la Torre de Juan Abad, puede hombrearse perfectamente con los grandes sonetos mortales y temporales de don Francisco de Quevedo, sobrecogedor poeta del tiempo y de la muerte.
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El desengaño ¡Todo nos llega tarde... hasta la muerte! Una vez más golpea en la puerta del corazón la palabra desengañada, de linaje arábigo-andaluz: dicen que Mutamid, el rey poeta de Sevilla, despojado de su reino dorado por los jardines, el vino, la poesía y la voluptuosidad, lejos del cielo a cuya sombra sueñan los días y los cuerpos sueñan lánguidamente y encadenado en el destierro a la sombra amenazante de las montañas africanas, gemía y suspiraba: Todo me ha fallado, hasta la muerte. La de nuestro Julio Flórez es la misma melodía desencantada, la eterna estrofa con agua diferente. Nunca se satisface ni se alcanza la dulce posesión de una esperanza… El romántico -y “¿quién que es no es romántico?” -anda tras el espejeo de esa esperanza, cuyo símbolo es la “flor azul”, ese huidizo, ese inhallable talismán, nube dorada en lontananza, clave de la felicidad, único sí posible y verdadero para la viajera ansiedad, testimonio siempre lejano de una realidad supraceleste. “Nadie ha visto la ‘flor azul’, nadie sabe cómo huele ni dónde puede estar, pero el romántico hace de su vida una peregrinación sin rumbo en busca de ella”. Y al oído del corazón, desde la penumbra de mil novecientos, desde la puerta entreabierta deI nuevo siglo, el tembloroso verso insiste con los ojos llenos de lágrimas, insiste con su enlutada melodía: ¡Todo nos llega tarde… hasta la muerte! Oro y ébano.- Poesía en Usiacurí Clausurados los años de la turbulenta mocedad, de la bohemia alucinante, las arrogancias libertarias (que dejan en su obra unos cuantos testimonios de intención político-social, interesantes apenas como encrespadas arengas), y las errancias ultramarinas, Julio Flórez se refugia con su madurez desencantada y el corazón encanecido en un pueblo “calentano” de la costa de aquel mar que había cantado con énfasis victorhuguesco: Aquí estás a mis plantas tembloroso, tendida al ronco viento la melena blanca y azul; tu aliento de coloso alza hasta mí la movediza arena… Como Don Quijote vuelve a la aldea, mas no para morirse de melancolía sino para envejecer tranquilo entre muros de hogareña ternura y seguir escribiendo, como siempre, con la punta del corazón. Y a conversar con su alma. Por el frescor de la madrugada, erraría una ráfaga de jazmín y limón, mientras la luz enardecida desemboca en el valle
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“como una roja turba de leones”. Llegaría hasta las hamacas del corredor el cloqueo de las gallinas y el fecundo vaho -leche espumosa y boñiga- del corral. Un balanceo lento y monótono de siesta tropical tendrían las horas, como en los poemas rurales de Luis Carlos López. El poeta lo mira todo con resignación estoica, como quien está a punto de desprenderse de este mundo: He quemado las naves de mi gloria. Hoy en un monte milenario vivo el de esta vida transitoria a todo halago mundanal esquivo. Y llegaba la obvia reminiscencia del tierno y colérico agustino en su huerto de La Flecha, orillas del Tormes: He entrado como el monje en “la escondida senda” a vivir las horas placenteras de aquella dulce y sosegada vida… Y próxima y lejana, la voz del mar, eterno confidente de las soledades, silencios y desengaños (“El mar, el mar y no pensar en nada…”). Porque abajo está el mar con su llanura verde o azul, rojiza o cenicienta. El mar… mi único hermano en amargura… Y la renovada amistad con los seres naturales, con las bestezuelas y los árboles, con todas las elementales criaturas del aire y de la tierra: ha renunciado a la falacia de la ilusión ciudadana: Ni falso amigo ni mujer liviana cerca de mí; la azul enredadera y el roble lleno de vejez lozana son y serán mi amigo y compañera… Y de pronto la suspirante nostalgia de algo que formó parte del corazón y se ha perdido y ahora vuelve en la tenue pisada evocadora de una canción nocturna: Cuando bajo las sombras del vacío, en la noche, a lo lejos oigo un canto algún canto de amor -a veces míode esos que há tiempos escribí con llanto… Y a veces, de nuevo el matiz delicadísimo, refinado, cuando las palabras parecen, diluidas, convertirse en aire donde asoman unos ojos, una frente, unas manos, desde la eternidad: Manos claras, serenas, azuladas apenas por la red de las venas que parecían, al tocar las cosas,
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por encima, azucenas y por debajo rosas… Y el lento, resignado atardecer que lo va borrando todo y que sólo pide paz y olvido mientras avanza contra la luz occidua el pecho de la sombra: Dejadme, pues, en paz; nada he pedido, mas hoy que vivo retirado aquí, mezo la cuna de mi niña y pido olvido, solo olvido, olvido irrevocable para mí. Otra veta originalísima: la mansa ternura familiar, el arrullo hogareño -donde aroman pan fresco, agua pura y lecho blando- tan raro en la poesía de lengua española: para encontrarle antecedentes válidos, que superen el prosaísmo casero, habría que remontarse a nuestro José Eusebio Caro (un poco lastrado en el tema por conceptuosas divagaciones), al mejor Campoamor y, más lejos, al renaciente poeta de Cataluña, Juan Boscán Almogaver. Vale transcribir íntegro, para no quebrar su delicada arquitectura, este soneto sencillo, fluyente, transparente como agua de manantial que baja de la montaña andina, humedeciendo el silencio y el pie dorado del verano: En medio de los árboles mi casa bajo el denso ramaje florecido, aparece a los ojos del que pasa como un fragante y delicioso nido. Y hay razón: el amigo o el curioso que a visitarme van de cuando en cuando, hallan en mi mansión mimo y reposo, fresco pan, agua pura y lecho blando. Cinco avecillas, plena la garganta do las más inefables melodías, allí retozan bajo el ala santa. Mientras para acrecer sus alegrías el padre -un viejo ruiseñor- les canta una canción de amor todos los días. En contraste, Mis flores negras, los versos más populares que en Colombia han sido y que, oídos lejos de la patria (Chile, otoño, melancolía, por ejemplo), vueltos canción en una punzante melodía “nos hacen literalmente polvo”. Oye: bajo las ruinas de mis pasiones, en el fondo de esta alma que ya no alegras, entre polvo de sueños y de ilusiones brotan entumecidas mis flores negras.
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En el año de 1941 los hijos de Julio Flórez que con ejemplar, respetuosa y amorosa piedad filial custodian la memoria de su padre, editaron el libro Oro y ébano, integrado casi todo por versos inéditos hasta entonces y escritos la mayor parte en el retiro final de Usiacurí. Rafael Maya escribió en aquella ocasión un prólogo magistral al cual pertenecen las agudas observaciones que en seguida se leerán: “El presente volumen... es la mejor colección de versos del poeta colombiano, o aquella que ofrece menos saltos y caídas en su inspiración. Aquí el tono es uniforme y sostenido dentro de aquellas condiciones fundamentales del arte de Flórez, que provenían de su especial genialidad, de la escuela literaria en que hubo de formarse, y de la época, elemento este último que es necesario tener muy en cuenta al estudiar al autor. Por lo menos, no hay en esta colección lírica ni canciones fútiles, ni estrofas de ocasión, ni mucho menos las consabidas improvisaciones que tanto perjudicaron al buen nombre literario de Flórez. Aquí todo es serio, y si no se puede decir que todo sea excelente, al menos hay que convenir en que las composiciones del presente volumen tienen un carácter de decoro poético que satisface y puede colocar el nombre de Flórez en el sitio que le corresponde como gran lírico, y no sencillamente como trovador popular”. Hay una circunstancia personal que explica este nuevo tono. Flórez, en la época en que escribió estas composiciones, vivía tranquilamente en Usiacurí, pueblo pintoresco y amable de la costa atlántica, y había formado un hogar respetable y era poseedor de una decorosa fortuna pecuniaria. La bohemia bogotana había arruinado su salud y él recurrió a ese geográfico retiro en busca de aguas medicinales y de tranquilidad espiritual. Obtuvo ambas cosas, con buen resultado para su organismo y para su alma. En Usiacurí comenzó una nueva vida y al par que la salud física, sintió renacer las fuerzas creadoras de su espíritu. Los amigos de la Gruta Simbólica quedaban bien lejos, sumergidos cada vez más en su bohemia barata y en su equívoca profesión de lunáticos. Él había vuelto los ojos a la naturaleza, refugio de los pecadores; consuelo de los afligidos, salud de los enfermos, como que en ella hay también algo de ésa maternal providencia cantada en las Letanías y la buena tierra premió el retorno del hombre arrepentido, dándole casa, mujer, hijos y ganados. Otra cosa le otorgó, más preciosa quizás que las comodidades personales y fue el privilegio de la meditación. Flórez había sido un poeta poco introspectivo no obstante sus aparentes alardes de reflexión interior que formaban parte de la retórica romántica. Nunca, en realidad de verdad, había estado frente a sí mismo, si no era para decirnos su eterno monólogo sobre el amor desesperado. En medio de los campos se verifica para el poeta aquella aparición a que tenemos que asistir alguna vez en la vida: la aparición de nuestra propia alma. Julio Flórez, colombiano Apoyado en mis lejanas lecturas de Julio Flórez pensaba al iniciar el presente trabajo que éste, el más romántico entre los románticos, libérrimo y torrencial, no coincidía con mi antiguo esquema de la poesía
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colombiana, como sujeta siempre a norma y número dorado. (Tal lo expreso en la glosa inicial). Ahora, luego de haberlo leído y meditado en lento sosiego, pienso que Flórez continúa, dentro de su personal estilo y a pesar de todas sus fallas y caídas, esa tradición nacional. Quizás, en la historia de nuestra lírica, él sea el poeta más poderosa y caudalosamente dotado de dones iniciales. Pero sus logros están disminuidos por la ausencia de cautelas mentales, de ese tino, esa medida y ese tacto originados por la cultura, el trabajo reflexivo y la vigilia meditabunda. Sólo que sus aciertos innumerables, aquí apenas se enunciaron algunos, bastan para situarle en la más exigente galería de clásicos colombianos. Es el poeta típico de su grupo generacional. Su pesimismo, casi nihilismo, universal -el de la época juvenil, luego superado en la poesía de su madurez tan bellamente serena- refleja la sociedad colombiana de su tiempo: frustrada, traicionada, ensangrentada, astillada y empobrecida, por una asoladora guerra civil y por la herida de Panamá. De todos modos allí está su poesía y de allí nadie la mueve, porque la asiste la eternidad del corazón, que fuera el primero entre sus clásicos y el manadero esencial de su obra y porque su palabra poética alude a lo genéricamente humano y fluye, como los días, muchas veces acompañadora y confidencial hacia nuestra soledad de hombres. Desde hace medio siglo, muchas aguas poéticas han pasado bajo los puentes, muchos principados líricos se han desmoronado, pero la obra de Flórez permanece inconmovible. Le vemos en su lejanía con su hermosa palidez antigua, abrazado al femenino brazo único de su guitarra. Y con el doloroso ademán de su estilo “como una mano apretada sobre la herida”. Su poesía es también, una vena azul de la patria. Nos emociona para siempre el hombre, el poeta que soñó para su tumba este epitafio: Julio Flórez, colombiano. (20)
N. de A.: Publico el prólogo a Julio Flórez. Obra Poética de la Biblioteca Luis Ángel Arango, a pesar de que su extensión rebasa el promedio de las prosas críticas de este libro. En su excelencia, este ensayo nos remite desde los orígenes del romanticismo y su traspaso de Europa a Hispanoamérica, hasta la problemática literaria y sociopolítica de los poetas de la Gruta Simbólica en el caso excepcional del poeta Flórez. Ese prólogo no solamente marcó la “conversión” de Carranza a una nueva óptica de acercamiento y respeto al poeta boyacense, sino que llegó a colocarse dentro de la categoría de los estudios magistrales con que cuenta la literatura colombiana sobre Julio Flórez y su poesía, al lado del famoso prólogo del maestro Rafael Maya para Gotas amargas. La monografía crítica del poeta Carranza sobre el poeta Flórez, fue compuesta exhaustivamente en la hacienda Yerbabuena, sede del Instituto Caro y Cuervo en las afueras de Bogotá, en un apartamento
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-o apartamiento, como el poeta lo llamaba- situado frente al pinar tapizado de espinas rojas que ahora se conoce como El pinar de Eduardo, según contaba el poeta. 3.18 Posiciones y proposiciones Sobre un artículo de Hernando Téllez Parece increíble que en esta ciudad -que en otro tiempo se llamó ateniense y lo era en realidad por su radiante jerarquía cultural en el ámbito hispánico- sea preciso traer como extravagante originalidad esa noticia: la inteligencia, es decir, la vida intelectual y cuanto de ella emana, constituye también como la riqueza, la milicia, las destrezas técnicas, la ejemplaridad religiosa, una forma de distinción humana y por ende fue siempre una forma de excelencia social. Extravagante he dicho, y no son vanas las etimologías: extra vagare, extra, fuera de, y vagans-antis, errante: el que anda fuera de la cuestión: en ese caso la cuestión es el dinero, como en la vieja canción que podría convertirse en himno nacional para una zona de la humanidad colombiana que tiene ya sus teóricos desembozados. Lo anterior, a propósito de un artículo contradictorio y malicioso, apareció en El Tiempo la semana anterior, donde don Hernando Téllez se ocupa del tema, la situación del escritor en Colombia, propuesto por unas cuantas personas por las siempre abiertas y generosas columnas de Lecturas Dominicales. En primer lugar don Hernando Téllez tuerce el literal planteamiento de la cuestión hecha por quien esto escribe. La cuestión o cuestiones -vigencia de la poesía, sitio de la vida intelectual en la sociedad colombiana, política cultural de nuestra patria- se situaba en una zona muy amplia de humanidad; la que, pedantescamente, si se quiere, solemos designar con la expresión gentes de cultura. Don Hernando las circunscribe a los artistas y luego las centra exclusiva e intrépidamente en los poetas, objetivo capital de su desdeñosa lucubración. Y a la vuelta de vaguedades, contradicciones y sarcasmos contra los parias, qué digo, contra los poetas, finaliza con una alusión personal que recogeré en su momento. (…) Don Hernando Téllez exige como columna maestra de su razonamiento la sentencia que sigue: “... la democracia es, por definición, la negativa pactada y consentida a cualquier tratamiento discriminadamente más favorable para cualquiera de las especies sociales en que aparece parcelada la nación”. Y más adelante nos advierte de nuevo que “la igualdad de tratamiento para todos los grupos humanos es condición del sistema democrático”. Venimos entendiendo que en política, en cualquiera política democrática, se comete fraude cuando se favorece a un determinado estamento, fuerza, interés o profesión desafiando el tratamiento igualitario que impone el sistema y alterando el interés general. Sin embargo a don Hernando no le trepida el pulso para escribir unas líneas más abajo algo que atenta contra nuestra comunal conciencia de colombianos y que es literalmente lo siguiente: “Frente al estado el artista es un paria. Su producción no es una especie tabulable”.
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Don Hernando ha entrado en flagrante contradicción consigo mismo y con el sistema. La democracia no es eso. La democracia no acepta tratamiento discriminatorio, ni a favor ni en contra de ningún estamento social. Las gentes de cultura pedimos a la democracia el tratamiento respetuoso que, en opinión de don Hernando, solamente les han impartido en los tiempos que vivimos los dictadores tropicales. Al parecer don Hernando Téllez incorpora a la galería de esos dictadores tropicales al general de Gaulle, presidente de Francia, y al presidente Kennedy, quienes recientemente, en forma pública y solemne, han honrado la tradición y el anhelo cultural de sus pueblos en las personas de sus más grandes escritores vivos. Don Hernando tiene una visión trasnochada, finisecular y pintoresca de las gentes de cultura o artistas o poetas como él quiere llamarnos genéricamente. Nos quiere presentar como una casta o bandería, menos aún, como una turba que anda por las calles de Dios o del diablo, lívida de ira y hambrienta de privilegios. No, don Hernando. (…) Cuando se nos ha encomendado alguna misión cultural -que no burocrática, contable y tabulable- más allá de las fronteras, hemos ganado en ella fama pulcra y honesta y, para nuestra patria, honores absolutamente extraordinarios como lo saben allende el mar millares de personas y como consta en decenas de testimonios, los más insignes, vehementes y emocionantes. (…) Estas son, claro está, las convicciones de un poeta que a lo largo de toda su vida y donde quiera que la suerte le colocó bajo cualquier constelación política, tuvo siempre la cómica pretensión de hacer patria, para usar la endomingada, popular y veintejuliera expresión que, por lo visto, hace desternillar de risa al ideólogo europeizante. En fin, dictar una, dos o cuatro clases de nivel universitario en el día, es actividad tan respetable, trabajo tan trabajoso y tarea tan útil a la sociedad como elaborar las actas de la junta directiva de un consorcio, o como hacer unos zapatos o conducir un camión. Tomar cotidianamente el pulso sensible y anhelante de un grupo de personas asociadas con intención de ascenso intelectual y moral, preocuparse por el porvenir de la inteligencia patria y por el destino de una joven generación, compartiendo su anhelo y su esperanza, parecen oficios tan puros y nobles como el de compartir las cogitaciones de una sociedad anónima, vigilar la marcha de un motor o conseguir con el corazón en suspenso las fluctuaciones de la Bolsa. Todo lo antedicho parece inobjetable, así se subestime agudamente, en particular por quienes no han tenido el riesgo y la aventura de vivir su ambiente, los trabajos no considerados como contables y tabulables. Pues bien: a trabajos igualmente trabajosos y henchidos de pareja eficacia social, igualdad de tratamiento y parejo respeto por parte del estado y de la clase dirigente. Nada más y nada menos. A quienes estamos en la brecha del trabajo intelectual, viviéndolo sin miedo y sin tacha, quienes sabemos de su vigilia y su incomodidad y su modestia contable y tabulable y, también, de su ilusión y su alegría -no tabulables- no nos sorprende el cipayismo cultural de quienes escogen el seguro y obsecuente servicio a esa clase dirigente aterradoramente irresponsable. En fin: allá cada quien con su alma y Dios con todos. Ancha es Castilla y ancha es la condición humana. (21)
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N. de E. C.: Yo era, en ese entonces, profesor de literatura española (tiempo completo) en la facultad de filosofía y letras de la Universidad de los Andes. Hernando Téllez, era secretario general del Consorcio de Cervecerías Bavaria. Como podrás leer, Gloria, ¡no hay flecha perdida! 3.19 Ternura, nostalgia y ensueño. Voz plateada, intimista Estimado maestro Eduardo Carranza, quizá nunca le agradecí suficientemente sus hermosas palabras sobre mi primer libro Fábulas del príncipe, valorizando mis sencillas letras. Este prólogo, escrito por usted en 1975, es el mejor galardón que he recibido sobre mis labores literarias. Hoy, al incluirlo en mi segundo libro en su honor, no puedo cerrar esta edición sin dejar esta constancia. Gloria Serpa Flórez
Prólogo a Fábulas del príncipe. Ese maravilloso laúd de silencio que solamente los príncipes saben tañer, de Gloria Serpa Flórez La puerta del laúd … Había poesía comprimida en mi alma, había agua a presión en el río subterráneo Si la palabra poética es un silencio que se vuelve tiempo, amor, ternura, muerte, recuerdo, esperanza, nostalgia, vivencia instantánea del presente, anhelo religioso, cosas rodeadas de misterio; si la palabra poética es una como melodiosa transfiguración de lo vivido y lo soñado, si toca la esencial raíz del lenguaje como testimonio del Yo frente a la fugacidad de nuestras vidas y la fluyente realidad que las rodea; si la palabra poética, hecha añoranza elegíaca, quiere detener, inmortalizar, fijar lo que una vez, en un tiempo dado, anterior, presente o futuro, formó parte de nuestro corazón y se ha perdido o esfumado para siempre; si la palabra poética se enfrenta al tiempo y a la muerte: aquí está, una vez más, la poesía, como en sus días más límpidos, mirándonos con su eterna gracia de ojos ilusionados y vagamente doloridos. (Hablo de un breve libro. Ese maravilloso laúd de silencio que solamente los príncipes saben tañer. Y ese título nostálgico y esfumante nos trae una bella y evocadora reminiscencia del mágico mundo ensoñador que viniendo con una alba de oro de un oriente perla, lila y enardecido, trajo a los hombres de Occidente desde las profundidades hindúes, pérsicas, arábigas, la palabra refinada y recreadora del doctor Mardrus en sus relatos de las Mil y una noche). Ya dijo y bien dicho Jorge Simmel que la mujer vale por lo que es y el hombre por lo que hace, Gloria Serpa vale, en un hermoso dúo unipersonal, por lo que es y por lo que hace. Y su secreto, subterráneo río Guadiana de lirismo ha salido bellamente a la luz.
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Desembarco en la ínsula Cuando mires hacia abajo y veas el rostro amado que te observa anhelante y sereno, rodeado de cabellos ya ordenados después del viaje de relámpagos; cuando mire yo hacia abajo y te encuentre tendido en un campo de mimosas con la misma expresión que veré, la última cuando mires hacia arriba antes de cerrar los párpados; entonces me iré a nuestro jardín y buscaré una flor entre las hojas del naranjo y pondré un azahar entre tus manos o tus alas y me acercaré a tu oído y te diré muy quedo para no despertarte: Hasta mañanita, hijito amado. En esta música apenumbrada, en esta claridad de media voz se oye el paso de un ángel por el aire misterioso. Son unas cuantas palabras sencillas, cotidianas, como dichas en voz baja con una luz misteriosa que las alumbra por dentro. Como a veces el sol, ya tramontado, en las altura andinas, pone una dorada claridad casi mágica, irreal casi -la que llamamos el sol de los venados- sobre las montañas lejanas en la última tarde de una ciudad lejana: la ciudad llamada Poesía. Playa de aquella isla bordeada de arena azul y de palmeras y azahar: la Ínsula de la Fantasía donde todo es posible y verdadero, y prodigioso, única residencia soñada y real, casa única robinsoniana del niño y el poeta, con lecho de aire y trinos y hojas, habitada por la ternura, las manos en las manos y los ojos en los ojos. Solamente en la Isla sabemos quienes somos. Y sólo el que puede decir: Yo sé quién soy, es héroe y es poeta libre y de verdad. El país de la ternura o la religión del eterno niño … un pájaro de agua y de cristal que al tratar de tomar entre mis manos se derritió esquivo y dejó todo el cuenco de mi alma empapado y ahogado entre un charco de lágrimas… He señalado la palabra y la esencial vivencia de ternura, como médula profunda de este libro. Pero vamos a entendernos, así sea en visión estelar sobre la noción de ternura. La ternura, creo, es la sublimación del amor, de la amistad. La ternura es la forma primigenia de encontrar confirmadas nuestra existencia, nuestra individualidad en otra persona que en cierto modo nos protege, nos compadece y padece y vive con nosotros, y por y para
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nosotros, hombres camino de la muerte, en un mundo perecedero. El tierno contacto con el otro nos librera, así sea de modo pasajero, de la existencial angustia del “estar-solo-en-este-mundo”. La ternura viene a nuestro encuentro bajo el inicial alero materno. Rompe y supera nuestra soledad, nuestra invalidez y desprotección y es la divina respuesta a nuestro radical desamparo. “¿Quién es? -Yo. -¿Y quién es yo? -Tú”. Jamás leí definición más hermosa de la ternura que este diálogo entre dos niños separados por una puerta secreta. Somos el niño que fuimos. Seguimos para siempre asomados al horizonte de la infancia. En el centro de nuestras vidas persiste nuestra infancia como una dorada lontananza, como una subyacente vena azul, como núcleo inmortal de esa otra vida que llamamos infancia durante la cual en cierto modo estamos ignorados, olvidados, escondidos, de la muerte. Raíz de la ternura es, la infancia. Y la ternura es, pues, a su turno, raíz de la bondad y la generosidad. Hilo cosido de alma con alma, de vino con vino, ola que continúa otra ola. La ternura tiene como puro hontanar y origen celeste, a la madre. Por eso usó siempre, como forma inconsciente de comunicación el aniñamiento en el empleo frecuente de palabras diminutivas: así sea de madre a niño, o de amado a amada, o de amada a amado. Por eso su idioma tuvo como constante u obsesivo ritornelo una tierna melancolía cantarina de palabras y fue siempre tono mágico de balada, de leyenda perdida en los orígenes de la sangre, de cuento escuchado con los ojos entredormidos, entrecerrados, entresoñando de la niñez. (Así en el libro que comento la expresión de indecible adelgazamiento: “Hasta mañanita, hijito amado” y otras y otras. Y la frecuente alusión a criaturas que fueron siempre signo o encarnación de la ternura. Así el niño cotidiano leyendo su mundo mágico, los juegos de agua y canciones de aves. La encantadora enumeración de los regalos perdidos, las fábulas del príncipe, la voz del niño que no ha nacido, el abismo oceánico y firmamental en donde vuelan las hadas, el arrullo para el canario y el ruiseñor, la alfombra en que se echa a volar el príncipe, con los ojos fijos en el ensueño, el distraído sueño bajo la ducha haciendo poesía y el anhelo enternecedor de la grabadora impermeable para registrar los sueños bajo el velo del rocío matinal. Y quiere siempre sacar a flote la dulce ánima perdida, el tesoro sumergido. No sobra agregar aquí que en toda persona afligida de amor o soledad ocurre un proceso muy conocido por los sicoanalistas: el retorno a esa capa profunda y misteriosa de la niñez. El entristecido, el abandonado, el desamparado, el olvidado fue siempre como un niño. Y como tal sediento de ternura que a menudo cuando no encuentra el afecto que anhela vorazmente, se resuelve en agresividad. En este libro, en el lenguaje balbuciente de los poemas con niños, a mi juicio los más interesantes, con su traslúcido encanto, la poeta intenta rescatar casi angustiosamente el rostro de su madre rodeado de flores, de silencio, de nocturnos de Chopin y también de poesía. Y aquí cabe recordar unas palabras de Bachofen citadas por el insigne Juan Rof, a quien sigo en algunos pasos de este trabajo, cuando formula el cimiento de la cultura matriarcal: “desde el principio está dada, inalterable, sólo la mujer; el hombre está haciéndose y siempre en constante
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decadencia. La imagen, la imago maternal está en el origen de todo, incluso la virilidad, y es el poder, el don fecundante y germinal desde el principio”. Vengan también las palabras milenarias de Lao-tse: “El espíritu de la profundidad es inmortal, es lo maternal suprasensible, la raíz del cielo y de la tierra. Eternamente siéntase la mujer en el telar, nunca fatigada de tejer”. Y las de Paracelso: “En cuanto a las causas la mujer es igual al mundo: una madre”. Mujer igual madre, igual mundo, igual vida y ternura. Reino originario del verde creador (la naturaleza, la tierra esencialmente) y el azul soñador y tierno. El paraíso. Esta identificación de la mujer con lo divino, con el principio creador (la madre primigenia), está expresa, en los pitagóricos, en los gnósticos y muy bellamente en la mitología de nuestros chibchas, con sus deidades femeninas, la luna y el agua. Donde nos topamos con el tú de brazos abiertos Ahora otra notación que no puedo omitir cuando hablo de la ternura como atmósfera respirable en los poemas de Gloria Serpa. Y en sus Cuentos de lluvia. Es el reciente, sobrecogedor descubrimiento que para el mundo planetario de los sueños y del alma han realizado la filosofía, la sicología y la poesía: el descubrimiento del prójimo, del próximo, del otro como realidad inexorable consustancial al Yo; sin la otridad (palabra acuñada por Pedro Laín), sin el Tú necesario, grande hallazgo de nuestro tiempo, nuestras pobres vidas aisladas y solitarias desembocarían en el tedio, en la náusea, en la desesperación. Un angustioso absurdo de los pies a la cabeza. “El hombre se va dando cuenta de manera paulatina, que no puede desarrollar su vida con plenitud, desde su comienzo hasta su final, si no es en vinculación amorosa con los demás hombres”. Frente al imperio del Ego, a la individualización cenital del 900, cifrada en esta sentencia de Jung “el hombre sigue durante toda su vida un proceso de individualización, al final del cual se encuentra consigo mismo, alcanza una perfección plena y total, llega a ser por sí solo una personalidad armónica”, nuestro siglo se opone al tú solidario y acompañador. Esta cuestión cardinal de nuestro tiempo ha sido ya hondamente analizada por Ortega, Zubiri, Pedro Laín y Rof con la lucidez que es de imaginar. (Me parece que Laín recogió en un libro reciente sus disertaciones en torno al problema del Yo y del Tú que dictara durante mi estancia, hace ya quince años, en Madrid). Y en cuanto alude a la poesía: ésta sólo puede entenderla como la fatal necesidad de verternos en lenguaje temporal y confidencial, como se vierten los días hacia la intimidad del otro: del tú, de los demás. “Para que sintiéndome Tú y sintiendo Tú mi mundo -ese mundo que se me transfigura unas veces en las entrañas humanas como Cristo en el Tabor y otras me sangra, sufre y crucifica- estemos tú y yo seguros de que es verdad, de que somos verdad. Y aprendamos a vivir”. Solamente el poema, que es la confesión de un hombre, nos inunda y nos abrasa y nos obliga a salir a nuestro propio encuentro. Y es capaz de salir con tiernos brazos extendidos al encuentro de los otros. Quien tenga vocación para la amistad, para el amor o para la simple comunicación compadeciente hacia sus semejantes, sabe cómo la intimidad ajena se conquista a costa de la propia intimidad. Y ésta es, quizás la raíz última de la ternura.
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La flor azul de la nostalgia Nostalgia. Hay unas palabras famosas: “Lo más oscuro y, por tanto, lo más profundo de la naturaleza humana es la nostalgia”. En un trabajo mío sobre un gran poeta colombiano, que llevaba la misma sangre bellamente patética que canta y suspira en las venas de Gloria Serpa, decía que hay dos notas comunes en toda la vastedad de la actitud romántica. (“¿Y quién que es, no es romántico?” decía nuestro padre y maestro mágico Rubén Darío). Ellas serían: en primer lugar la pasión por lo lejano en un sentido temporal y espacial (…). En segundo lugar, la sensación del destierro, en el sentido más literal y etimológico de la palabra. (…) Nostalgia y dolor por lo lejano y lo perdido en la vida, o en el sueño, en el recuerdo o la esperanza, son actitudes atribuibles ya no solamente a los románticos y los poetas sino a toda el área de la genética condición humana. Pero son los poetas, y muy a menudo también los músicos, quienes supieron expresarla siempre de modo más punzante y valedero. Esta sensación de que el anhelo humano es por esencia algo que nunca será logrado y satisfecho subyace en la palabra poética de Gloria Serpa y le confiere un encanto vagamente lejano y melancólico. Ello también quizá tenga relación con la nostalgia, la saudade y la ternura por el mundo infantil. Tres o cuatro notaciones: la orla, el rumor, la guirnalda… Enseguida: tres o cuatro notaciones que emanan de mi insobornable estética, si puede decirse, cuando opino sobre asuntos literarios. Primero: si yo fuera quien para aconsejar a nadie y la poeta a quien vengo aludiendo fuera persona para atender consejos, yo me hubiera inclinado a la poda de una cuarta parte de los textos que conforman su libro y a la supresión de algunos fragmentos que apenas llegan al linde de un prosaísmo desangelado. Porque Gloria Serpa es una poeta irregular y desigual. Segundo: Gloria escribe poemas elaborados con material, al parecer biográfico y escribe con una gran libertad formal: pero no es la libertad depurada y enteramente libre de quien antes se sometiera a la exigente y dura disciplina de estrofa, ritmo y rima: soneto, lira, tercetos encadenados, décimas, romance… Ella sabe muy bien que las lenguas romances, y en este caso concreto la lengua española, tienen también sus normas peculiares de carácter estrófico y rítmico, que es preciso haber dominado y superado para irrumpir felizmente en el aire libre del verso libre. Pero hay en su lírica redacción una como música instintiva y sigilosa que circula entre las palabras como la luz entre las formas concretas. Es el suyo una especie de muy personal y entrecortado canto llano. Tercero: pero no se vaya a creer ¡jamás, por Dios! que yo identifico verso con poesía. He dicho y escrito muchas veces que la poesía está más allá del verso y de las palabras. (En el silencio, incluso, está a menudo la más hermosa poesía). Porque ella es atmósfera indispensable de la vida humana, cuando se llama amor, ilusión, honra, esperanza… Algunas veces, milagrosamente, la poesía habita en el verso.
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Otras, muchísimas, no. La poesía anida, y con mucha frecuencia, en la suelta y fluyente prosa. Valga el ejemplo de Azorín. Yo mismo he publicado, y que se perdone la personal alusión, un libro de poesía en prosa: Los días que ahora son sueños. Saliendo, finalmente a lo claro y a lo limpio sigo pensando que, puesta de un lado toda pretensión doctrinera, es la tensión particular con que el poeta la vive lo que eleva la vivencia personal a la zona de lo que llamamos poesía. Y algo de tono, de grado, de matiz en la expresión, algo indefinible como una secreta circulación que subyace misteriosamente en la palabra poética. Y ello está viviente y otra vez, respirable a trechos: en lo que nos dice, aquí en lo que no nos dice, en lo que casi nos dice, en lo que quiere decirnos Gloria Serpa. Cuarto: su libro es un libro de estilo confesional y hay que señalar aquí, exaltándolo, el rumor, la guirnalda, la orla mansa y entrañable de los afectos familiares. La tibia atmósfera hogareña, la nostalgia del tiempo pasado que “a nuestro parecer” (según la salvedad manriqueña) fue mejor, la visión de suspirados cielos lejanos y la solidaridad con los tristes, los desvalidos y dolientes. Anécdota trascendida, la poesía se convierte en una especie de ensueño impersonal. Quinto: a veces sabe Gloria Serpa insinuarnos las más recónditas lejanías del corazón. Los sitios más secretos de su alma. Con un idioma que tiene el ademán de un ángel, de un arcángel de la guarda. Y una especie de panteísmo a veces amable, otras casi patético, como en el bellísimo poema llamado Monserrat y la niña. A todas estas calidades reunidas, como se unen las flores de un ramo o guirnalda: ternura, nostalgia, amoroso panteísmo, queremos llamar ensueño en el sentido machadiano de la palabra. Final con la “Bella dama morena” y un ramo de violetas He aquí que una bella dama morena transcribe su alma en palabras sencillas “cuyo secreto era de ella”. La dama morena de los sonetos shakespereanos. Y he aquí que la Bella dama morena se asoma a veces a su honda guitarra y pone el oído sobre el corazón misterioso de su guitarra y nos trae del país de su guitarra, baladas y canciones hasta donde bajan las estrellas. Y he aquí que su voz es como una alma visible o una sonrisa que cantara, musitando no se sabe qué secretos de este mundo y el otro. Y cuando los oímos decir o cantar hay algo parecido al silencio después de la música: a ese como trémolo de piano soñado, suspirado, que seguimos oyendo con el pensamiento, con el corazón, en un más allá de la música. Y he aquí que en su palabra y en su canción está la poesía y no sabemos en qué consiste. Esta difusa musicalidad me recuerda las canciones que escuchamos soñando y que parecen llegarnos por los intersticios del sueño, qué digo: un ramo transparente de violetas. (22)
N. de A: Es de notar la similitud de palabras del párrafo inicial de este prólogo publicado en 1976, con las que Eduardo Carranza prologa el libro Huellas en el viento, de Teresa Sanders, publicado en 1978. (23)
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3.20 Aurelio Arturo: Morada al sur Una palabra canta en mi corazón, susurrante hoja verde sin fin cayendo. En la noche balsámica, cuando la sombra es el crecer desmesurado de los árboles, me besa un largo sueño de viajes prodigiosos y hay en mi corazón una gran luz de sol y maravilla. En medio de una noche con rumor de floresta como el ruido levísimo del caer de una estrella, yo desperté en un sueño de espigas de oro trémulo junto del cuerpo núbil de una mujer morena y dulce, como a la orilla de un valle dormido. Aquí está la poesía de Aurelio Arturo, trémula de hojas con viento, de nubes doradas que huyen ante el silbo azul del cielo, de aguas que van a dar al mar abriendo las tardes de su tierra boscosa, violenta y melodiosa. No encontramos aquí la elegancia diamantina de Jorge Rojas, ni el ronco drama de los sentidos que canta en los versos de Camacho Ramírez, ni el patético lamento de Antonio Llanos vuelto hacia Dios y hacia las oscuras potencias del destino, ni la suspirante nostalgia de Gerardo Valencia, ni el garbo solar de Darío Samper, ni la crespa brillantez de Carlos Martín. Aurelio canta como Aurelio, bella y mágicamente. Voz plateada, intimista, turbadora, voz con niebla dorada como el amanecer en sus hondos valles cálidos que un río enternece. Lirismo puro en el sentido mejor de la expresión. Esta poesía es, como todo gran lirismo, raíz y testimonio de la memoria. Nos parece, como ligeramente empañada por vaho de los sueños y de la sangre. La intimidad, lo repito, y la emoción del paisaje, pero de un paisaje que parece circular como una sangre secreta por las palabras, son sus dos temas capitales. Aunque en principio se diría que hay algo de impensado en su melodía estamos seguros de que allí hay también, a más del soterrado y estremecido arranque poético, la obra de una inteligencia lúcida y vigilante. En este lirismo, arraigado en su tierra y en su tiempo, no se notan ni el oficio ni el artificio. Cruzan, a veces, esfumadas criaturas femeninas, cálidas, morenas, misteriosas... Desde el lecho por la mañana soñando despierto, a través de las horas del día, oro o niebla, errante por la ciudad o ante la mesa de trabajo, ¿a dónde mis pensamientos en reverente curva? Oyéndote desde lejos aun de extremo a extremo, oyéndote como una lluvia invisible, un rocío. Viéndote con tus últimas palabras, alta, siempre al fondo de mis actos, de mis signos cordiales, de mis gestos, mis silencio, mis palabras y pausas. El tema de la añoranza amorosa apenas musitada, el asirse de las palabras para salvar el recuerdo y volver a pasar por el corazón esa experiencia única e irrepetible que una vez formó parte de nuestra vida,
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es, quizá, la médula esencial del libro de Aurelio. De allí la reiterada evocación de la infancia, de ese niño que fuimos, lleno de dones misteriosos cuando Dios quería: Un largo, un oscuro salón, tal vez la infancia. Leíamos los tres y escuchábamos el rumor de la vida, en la noche tibia, destrenzada, en la noche con brisas del bosque. Y el grande, oscuro piano, llenaba de ángeles de música toda la vieja casa. Aquí está la poesía de Aurelio Arturo: orilla tibia y húmeda de valle del sur, orilla de río del sur hasta donde llega la selva con su aliento de música, con su verde sombra y con su soledad, Aquí está la poesía y no sabemos en qué consiste. “No la toques ya más que así es la rosa”. Aspiramos su aliento, que es como la más pura respiración del mundo, bebemos su mirada, tomamos entre las nuestras sus transparentes manos puras y erramos de su mano por el reino en que ella reina. Pero no sabemos en qué consiste. Esta difusa musicalidad me recuerda las canciones que escuchamos soñando y que parecen llegarnos por los intersticios del sueño. Aquí está, en Morada al sur, la poesía de Aurelio, grande y poderoso poeta. (24)
3.21 Dos prosas excluidas La primera postguerra La generación española de 1925 deja -ya puede establecerse hoy con histórica nitidez- siete poetas esenciales: Pedro Salinas, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Gerardo Diego y Luis Cernuda. Árbol de ancha y bella copa, el de la poesía española, con ellos se viste de un verdear dorado, de un renovado resplandor juvenil. Digamos algunas generalidades que nos permiten situar histórica y estéticamente a la gran generación española de 1925 que se ha llamado también generación de la Revista de Occidente, de la Dictadura y Nietos del 98, aunque ninguna de estas nominaciones haya sido plenamente aceptada. Ante todo, señalar su ímpetu renovador, su riqueza, su amplitud, su vitalidad y su generosa convivencia con las dos generaciones inmediatamente anteriores: la casticista y dramática generación del 98 y la brillante y europeizante generación novecentista. De tan venturoso acuerdo surgirá el período más dichoso, alto y creador que la historia de la poesía de nuestra lengua haya conocido desde el rotundo mil seiscientos. Con su autoridad y su prosa magistrales, Dámaso Alonso ha subrayado lo que vengo diciendo: “Hay que ir al Siglo de Oro, y pasar por alto allí mucha rutina, mucho culto a la forma externa: sí, hay que ir al Siglo de Oro, y precisamente allá por los años 1650 y tantos, cuando Fray Luis y San Juan de la Cruz viven aún y Góngora y Lope de Vega son jóvenes; sí, hay que ir a esos años del Siglo de Oro, para encontrar algo semejante a la confluencia de generaciones poéticas en la que hemos vivido. (…) hemos tenido la fortuna de vivir en un periodo áureo de la literatura de España”.
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Surge la vida poética en los años ilusionados de primera postguerra. Gonzalo Torrente en su espléndido Panorama de la literatura española contemporánea, nos ha enumerado los rasgos de ese período: “La vida continental cobró un ímpetu realmente prodigioso en los primeros años que siguieron a la paz de Versalles. Literariamente son los años de las literaturas de vanguardia. Por todas partes cunde el deseo de renovación, de creación, paralelamente el propósito de establecer la vida sobre bases más auténticas y razonables que en años anteriores. La cosecha de teorías, credos, doctrinas es realmente espléndida, y aun los antiguos sistemas se renuevan adaptándose a la nueva tónica vital. La existencia europea cobra un signo de juventud. El hombre se encara con la máquina y la acepta como instrumento positivo. Lo deportivo se convierte en categoría moral y en norma de conducta. La experiencia comunista rusa populariza, de una parte, la poesía y la música eslavas, de otra, lleva a la consideración del socialismo como elemento con el que hay que contar. Se mezclan doctrinas exacerbadamente individualistas con otras de matriz colectivista. En el arte comienzan a buscarse fórmulas antiburguesas, con la pretensión de que las esencias de la cultura penetren las capas más bajas y populares de la sociedad, y al mismo tiempo, tiende a la experiencia: se ensaya todo, sin que la extravagancia o el absurdo detengan al experimentador. Un nuevo arte, de extraordinaria popularidad y sugestivos medios de expresión -el cine- se convierte en diversión universal; y en los laboratorios cinematográficos se aplican las doctrinas estéticas en boga. Por todas partes se busca un nuevo modo de vivir, y por ende, un nuevo modo de escribir”. Crisis universal y desintegración del modernismo En lo que al acontecer literario se refiere, asistimos en la década (1920-1930) a la desintegración del modernismo. Se buscan entonces formas y fórmulas de relevo. Es el momento de los ismos (cubismo, ultraísmo, creacionismo), de la “prisa trágica de los ‘ismos’ sucediéndose rápidos como reyes godos”. Brilla en el caudal fugaz de los “ismos” una grande y juvenil ambición poética y es indudable su acción fertilizante y suscitadora sobre la poesía posterior. “Hacia la mitad de la década la poesía española cobra voz propia y robusta entidad. La poesía lírica es el producto más delicado y perdurable de la generación”. Hacia 1930 ocurre una crisis universal. Han fracasado las ilusiones políticas, estéticas y sociales de 1920. Y adviene una nueva época de anhelo y ansiedad. La generación de 1925 abandona su primitiva tendencia a la pureza poética, la asepsia sentimental: ahora busca y realiza, con poderosa originalidad, una poesía fundada en el anhelo de expresar el hombre total, entero y unido: una poesía fundada no solamente sobre la lucubración cerebral o sobre el enardecido cimiento de los sentidos sino sobre la integridad viviente del hombre: naturaleza y sobrenaturaleza, historia y libertad, la sangre y los sueños, el pan y el infinito. (...) Otro carácter importante de la generación: su signo universitario, su equilibrada actitud entre tradición y renovación y la sensibilidad, el rigor, la hondura y la finura con que ha revalorado a los grandes poetas
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del siglo de oro, renacentistas y barrocos. Y la nueva luz renovadora que ha proyectado sobre los clásicos primitivos. Y la búsqueda y el logro de una nueva alianza entre lo popular y lo culto. Cabe señalar también sus reiterados aciertos en el ensayismo literario y la ausencia de grandes narradores. Revistas generacionales: la hondamente renovadora Revista de Occidente, de Ortega; la generosa, polémica y brillante Gaceta Literaria, de Giménez Caballero; y Cruz y Raya de Bergamín, ya política, con “un sentido católico de orientación mariteniana”. Horadante hacia las raíces del hombre de nuestro tiempo y anhelante hacia la altura, la palabra poética de esta generación de 1925, toca, como una insigne llamarada, las estrellas de Garcilaso y de Cervantes.
N. de A.: Los dos textos anteriores fueron excluidos por el maestro Carranza, por causas que desconozco, del material que proyectábamos publicar en el Gran Reportaje a Eduardo Carranza. Durante la investigación para este nuevo libro, los recuperé del material guardado en la versión inicial mecanografiada de mi archivo. (4)
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4. ENTREVISTAS Estas entrevistas son interesantes por lo ágiles, lo vivas y lo espontáneo de sus respuestas. Todas ellas tienen una base de diálogo, y he considerado lícito colocarlas dentro de los textos en prosa del maestro Carranza. 4.1 Su sentimiento hispanista Entrevista por Gloria Serpa Flórez Gloria Serpa -Poeta, se ha hablado de su hispanidad. ¿Nos podría contar sobre su primer contacto con España? Eduardo Carranza -El planeta España ha sido como la luna de mi vida: en mi infancia, en mi adolescencia, en mi juventud, en mi madurez y en estos años en que voy tiempo abajo con el corazón encanecido y todavía una rosa de fuego en la mano. Me veo niño, en el balcón de la casa de Cáqueza mirando, absorto, un libro de románticas estampas españolas: la ensoñadora Alhambra granadina. El Alcázar mudéjar de Sevilla con sus jardines delirantes; las anhelantes catedrales de Burgos, de León, de Compostela... creo que el texto era un cuento de Washington Irving. Es una evidencia para quien haya leído mi obra juvenil todas las suscitaciones españolas medievales, renacentistas, contemporáneas, respirables en ella. Yo amo, he amado siempre a esa nación de teólogos armados. A ese pueblo que he querido demasiado. España es castillo y catedral del mundo. Piedra roquera donde tiembla la cuna de la sangre... Piedra solar pura entre las regiones del mundo, azul y victoriosa. Algunos testimonios de este amor, de ese vehemente, desenfrenado amor sólo parecido al que he profesado a mi patria de ojos negros, están consignados en mi libro La poesía del heroísmo y la esperanza. La mayor parte de esos textos fueron escritos en España. -¿Y su llegada a España? -Mi viaje se produjo de súbito. Era yo director de la Biblioteca Nacional de Colombia en Bogotá y un día de marzo de 1951 me llamaron para comunicarme escuetamente de parte oficial que había sido nombrado consejero cultural en nuestra embajada en Madrid. Aunque con ello se cumplía la mayor ilusión de mi vida vacilé para aceptar, pues adelantaba en la Biblioteca una tarea ilusionadora en la cual ponía el ser entero como acostumbro hacerlo cuando vivo viviendo algo llámese patria, amor, amistad, poesía... José Manuel Rivas, nuestro grande humanista contemporáneo, influyó en mi decisión. Era presidente de la República Laureano Gómez. Recuerdo mi primer vuelo sobre la mar océana. Lisboa, rosada y azul. El palacio árabe de Cintra. El Tajo sobre el cual tiembla todavía el recuerdo de las naves blancas de Magallanes y de Camoens zarpando hacia lo imposible. La estatua del cantor de Os Lusiadas con su
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epopeya sobre el corazón... Entramos a España viajando en un tren de medianoche por Talavera de la Reina. ¿Cómo puedo narrar, si hay cosas que no pueden contener las palabras, la emoción que sentía cuando el aire de España se mezcló por vez primera en mi pecho con el aire de Colombia? Sentí que una savia azul me maduraba el corazón. Me sentí como otras dos ocasiones de mi vida en la puerta de un gran misterio. -¿Sus recuerdos esenciales? -La primavera de Castilla. Con el campo dorado de trigo e incendiado de amapolas. El gran vino de España cantando en las copas de la amistad. El buen corazón de trigo y de roble de mis amigos españoles. Las Canarias como una víspera del trópico, un trópico que ha pasado por Platón. El verano solar de las islas Baleares cantado por Rubén Darío. Y Pamplona, Esparta de Cristo. Y mi Salamanca con sus piedras caídas de la luna. El Museo del Prado a cuya entrada me espera siempre la sonrisa seria y nostálgica de Isabel de Portugal (pintada por el Tiziano), que es allí la señora de la casa como lo es en el Louvre Eleonora de Francia pintada por Leonardo y en los Uffizzi, Simonetta Vespucci pintada por Botticelli y en la Villa Borghese Paulinita Bonaparte desnuda en mármol por Canova. Y el Museo Romántico de Barcelona en los jardines de Montjuich y la bahía divina de Port-Lligat pintada por Salvador Dalí. Allí veraneamos tres años consecutivos y en esa playa vi bailar la sardana, aquella danza solar, circular, milenaria, la más pura entre todas las danzas pues los danzantes apenas se tocan las puntas de los dedos al compás de la música punzante casi desgarradora como quejumbre de amor que viniera del fondo del tiempo. -¿Y de convivencia humana? -Los congresos de poesía de Segovia, 1952, Salamanca, 1953, y Santiago de Compostela, 1954. Allí nos reuníamos poetas de Europa como Giuseppe Ungaretti; de España Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Dionisio Ruidrejo, José Hierro… y algunos hispanoamericanos entre ellos recuerdo conmovido a Eduardo Cote Lamus. Sin envanecerme demasiado evoco estas reuniones memorables. Allí nos comunicamos por vez primera y para siempre poetas de lengua francesa, italiana, inglesa, catalana y castellana convocados por Leopoldo Panero, -el tantas veces sobrecogedor poeta, uno de mis más frecuentes y entrañables amigos españoles-, y quien habla estos recuerdos. Nosotros capitaneamos aquella empresa. -¿Qué actuaciones suyas en España recuerda especialmente? -Recorrí a España de extremo a extremo. Si trazamos dos líneas ideales desde Menorca a Compostela y de las Canarias a Navarra. Llevé mi palabra colombiana e hispánica a todas las universidades españolas (en España hay solamente ocho o nueve; Madrid, Salamanca, Oviedo, Compostela, Valencia, Murcia, Canarias, Barcelona, Sevilla). Y se me invitó a hablar en las más solemnes ocasiones. Así quiero señalar el II Congreso de Academias de la Lengua Española, cuyo acto central fue el
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homenaje a don Marcelino Menéndez y Pelayo con ocasión del centenario de su nacimiento. En esa ocasión habló don Gregorio Marañón en nombre de la academia española y don Eduardo Carranza en nombre de las academias hispanoamericanas. Y luego en la clausura del I Congreso de Municipalidades Hispánicas ante cien alcaldes entre los que estaba Gregorio Obregón como alcalde de Bogotá. Allí leí un texto titulado El poeta canta a las ciudades hispánicas. Recuerdo con particular emoción, porque estas son las cosas que nos confirman en la vida y la poesía, mis lecturas de poesía en el mágico Alcázar de Segovia; en la cátedra de fray Luis de León en Salamanca y en el huerto de La Flecha, orillas del Tormes, donde soñaba y escribía el tierno y colérico agustino. En el Huerto de la Piña, finca de Juan Ramón Jiménez, cerca de Moguer, su blanco pueblo. Allí, bajo la sombra del árbol donde está enterrado Platero, leí mi poesía en otro viaje de poetas. Y en Toledo, la inverosímil ciudad del Greco y del César Carlos V, junto a la casa de Garcilaso. Y en una fantasmal plazoleta, en honor de Bécquer, también leí poesía en compañía de Marañón, quien escribió, y me ufano al recordarlo, que yo era “uno de los más grandes oradores de nuestra lengua”. Un recuerdo impar de Toledo: es arriba en el Cigarral, la finca de don Gregorio, antiguo convento con huerto y con jardín. Me veo allí en un atardecer de verano mirando la ciudad con sus cúpulas y torres, alcázar y catedral destellantes bajo el último sol y oigo al dueño de casa explicándonos esta visión que tan minuciosamente amaba y conocía. Veo abajo el Tajo, hosco, raudo, y turbulento en torno a Toledo y más abajo esfumándose manso y narrativo entre álamos; ya el Tajo de la Égloga I de Garcilaso: Corrientes aguas puras, cristalinas árboles que os estáis mirando en ellas. Me veo en aquella tarde que ya era otro recuerdo presentido, en la compañía de nadie menos que don José Ortega y Gasset, don Ramón Pérez de Ayala y don Gregorio Marañón (los tres, entre ellos muy amigos, que trajeron la República a España).
N. de A.: Para lograr comprender algunos temas recurrentes de la personalidad del poeta, como su afición por España, decidí enviarle preguntas sobre algunos temas, que el poeta me contestó, en manuscrito, como aparece en la entrevista anterior.
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4.2 En las bodas de plata de su primer libro Entrevista por Olga Rincón Orduz A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas. José Antonio Primo de Rivera
“Aunque de esto hace ya veinticinco años, no olvido la generosidad con que fue recibido mi primer libro”, así se expresó Eduardo Carranza, dando iniciación a una entrevista llena de ambiente y cordialidad que se desarrolló en la pequeña biblioteca casera del ilustre poeta colombiano. Recuerdo las excelentes opiniones que Canciones para iniciar una fiesta, así se llamó ese libro de ventidós poemas, hizo decir a quienes lo leyeron. El maestro Guillermo Valencia en Popayán, Rafael Maya y Jorge Padilla en Bogotá, Silvio Villegas en Manizales, Antonio Llanos en Cali. Olga Rincón -¿Cómo es el libro? Eduardo Carranza -Tiene un prólogo de Gerardo Valencia y, como si fuera poco, un comentario musical pianístico de Antonio María Valencia. -¿Qué importancia le ve usted, además de haber sido el primero? -Significó una ruptura, no total puesto que no hay rupturas totales, con la poesía modernista anterior, de índole generalmente afrancesada; un regreso a lo hispánico clásico y moderno, y un reingreso a una vena terruñera de poesía interrumpida a fines del siglo XIX. Se dijo entonces que esa poesía era indescifrable y caótica y que constituía una especie de desafío a las normas clásicas. Se trataba de todo lo contrario: de un regreso a la tradición nacional, al orden clásico, llevando, obviamente, los aportes de una nueva sensibilidad poética. Ese breve libro se convirtió en una especie de campo de batalla entre la nueva poesía colombiana y otras formas anteriores. Lo que entonces parecía difícil y oscuro es hoy absolutamente transparente. Lo rodeó entonces, y ahora es emocionante recordarlo, el fervor de la gente joven. Y en muchas ciudades y pueblos del país había muchachos y muchachas secretos que sabían esos versos de memoria... -¿A qué atribuye esa permanente vitalidad en su poesía, de la que habla Dámaso Alonso cuando dice: “Si no fuera Eduardo Carranza tan Eduardo Carranza, tan único y tan de hoy...” -A que toca una cuerda siempre viva y trémula en la sola verdad de siempre que es el corazón. El amor como alegre vivencia inmediata o como vivencia nostálgica cuando se resuelve en recuerdos o melancolía. “Cantamos lo que perdemos”, escribió don Antonio Machado. ¡Gran cantar! Quiero decirle que significativamente titulé Alegría-melancolía, así en una sola palabra, una breve colección de poemas editada en España. Allí van, como en toda mi poesía, sonriendo y sonllorando los fantasmas azulados del corazón. Consciente o inconscientemente, quien escribió esos versos creía en la validez poética de los sentimientos positivos y en los derechos de la fe y el amor a la palabra poética.
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-¿Qué aportación cree haber dado a la poesía colombiana? -El mito del amor juvenil dicho naturalmente, encarnado, no en la dama lánguida a la manera del romanticismo ni en la constelada femme fatale del modernismo, sino en la palpitante muchacha cuya sonrisa va explicando el alma enmarcada en un paisaje cordial y mental que es el paisaje colombiano, cuyo aroma puede percibirse distintamente en toda mi poesía. Mi generación poética pone el oído sobre el corazón del paisaje americano, y quiere expresar al hombre americano apoyándose en la tierra ancestral, en los sueños y en la sangre de nuestra gente. Es, generalmente, una poesía exenta de exotismo y de temas de cultura. (...) (25)
4.3 Sicoanálisis de Eduardo Carranza Entrevista por Julián Cortés Canavillas Nombre y apellido: Eduardo Carranza. Lugar de nacimiento: en Apiay, una hacienda en los inmensos llanos de la Orinoquía de la que participa Colombia en una grande extensión. Fecha: el 23 de julio de 1913. Así que el insigne poeta colombiano acaba de cumplir cincuenta años. Fama: la de ser el máximo poeta de Colombia y uno de los más grandes en la actualidad de Hispanoamérica. Dámaso Alonso, prologando el libro de Carranza El olvidado y Alhambra, hizo esta solemne afirmación: “La poesía vibró una vez más en la historia del mundo con la voz de Eduardo Carranza. La obra poética de esta figura de las letras cervantinas se condensa en libros como Seis elegías y un himno, Ellas, los días y las nubes, Diciembre azul, Azul de ti, La encina y el mar, y Canciones para iniciar una fiesta. Elegante, parsimonioso y tratando de psicoanalizarme a mí, con preguntas que intercala entre sus respuestas, Eduardo Carranza hacía casi música contestando. Julián Cortés -¿Te gusta el mes en que naciste? Eduardo Carranza -Desde luego mucho, porque el signo del León es fecundo e influyente. Y capaz de hacer que uno se juegue, como yo me he jugado, por muchas cosas que he amado con toda mi alma. -¿Cuál es el primer recuerdo de tu vida? -Un recuerdo, sí, paradisíaco cuando sólo tenía tres años. Fue un paseo en canoa por el río Magdalena hacia una pequeña isla cargada de árboles frutales. Al son de los instrumentos típicamente colombianos -tiple, bandola y guitarra- desembarcamos, y entonces vi un pájaro de diversos colores que me produjo una impresión fortísima. Desde entonces ese pájaro vuela tantas veces por mis sueños convertido en una imagen lírica de mi infancia y de mi poesía. Un símbolo eterno del paraíso perdido de mi niñez. -¿Te gusta tu nombre? -Sí me gusta, y creo que les ha gustado a quienes debiera gustarles. Y sus cuatro últimas letras, ardo, podrían entrar en el lema de mi vida.
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-Ha influido en tu vocación poética tu tierra natal? -¡Ya lo creo! El paisaje llanero, los grandes ríos, la cordillera estelar de los Andes, han sido para mí una savia azul que ha madurado mi corazón y mi poesía. Lo telúrico me llega hasta la punta de los dedos cuando escribo. Toda la poesía debe estar arraigada en un tiempo y en un espacio dados. -¿Qué piensas de ti mismo, Eduardo? -Pienso que, como a tantos les sucede, en mí hay varios Eduardos, a veces integrados melodiosamente, y a veces guerreros y polémicos, dentro de mi corazón. El Eduardo que más me gusta es el que he visto reflejado tiernamente en algunas ocasiones en los ojos del amor y de la amistad. -¿Cuál es para ti el colmo de la felicidad? -Conseguir por algunos instantes la comunicación absoluta con otro ser humano, es decir, lograr en un plano terrenal lo que alcanzaron los místicos en el éxtasis. -¿Y el colmo de la infelicidad? -Ser infiel a la vocación. -¿Qué crees que hace ridículo a un hombre ante los ojos de una mujer? -Cualquier omisión o palabra que a ella misma la ponga en ridículo. -Si se incendiase tu biblioteca, ¿qué libro tratarías instintivamente de salvar? -El Quijote, porque es un libro camino, un libro río, un libro abierto, un libro que se crea todos los días. Y, en definitiva, porque es el único libro poético inagotable que ha escrito mano del hombre. -¿Qué idea crees refleja mejor nuestra época? -Si podemos afirmar que la poesía refleja inexorablemente el tiempo en que se escribe, hoy está transida de la ansiedad y de la angustia de nuestra época. Y tal vez como en ninguna otra. (…) -¿Cuál es el tópico que más te fastidia? -El de la señorita que dice: “¡Ah!, ¿usted es un colombiano? En Colombia todos son poetas, ¿verdad? ¿Por qué no me improvisa unos versos?”. -Para ti, ¿en qué consiste el éxito de un hombre? -El éxito auténtico de un hombre consiste en vivir su vida, poniendo de acuerdo los pensamientos con las palabras y las palabras con los actos, cueste lo que cueste, incluso el propio éxito. -¿Y el éxito de una mujer? -En conseguir poner de acuerdo su corazón y su cabeza, cosa que suelen lograr pocas veces.
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-¿Si te dijera que sólo te quedaba una hora de vida en qué la emplearías? -Caso de recibir en España tal comunicación, me sentaría a esperar en la terraza segoviana de Joaquín Pérez Villanueva mirando caer la tarde, frente a la línea ascética de Castilla que señala el camino que serpea y débilmente blanquea. Todo junto a un ser querido y ante un vaso de vino rojo. Y si fuera en Colombia esperaría en un balcón de mi infancia que yo me sé, asomado sobre un jardín y un río y en contemplación de lejanos cerros... -¿Qué epitafio redactarías para tu futura tumba? -Pondría el final de mi poema autobiográfico, que dice: Éste fue llama. Fue la boca juvenil de la primavera. Cuando muera ponedle en tierra. Con su tierra vestidle el sueño. Y solamente ese letrero: “Aquí espera Eduardo Carranza”. -¿Cuál es para ti el colmo de la imbecilidad humana? -Esta pregunta, Julián, te la contestaría con nombres propios, pero no me parece ni prudente ni discreto. -¿Qué te espanta más en la vida? -De súbito, el misterio aterrador que hay detrás de cada cosa. -¿Y qué fenómeno de la naturaleza te causa más impresión? -Las tempestades secas. Recuerdo una, en un remoto camino de los Andes, una tremenda noche sobre un caballo espantado. Un relámpago continuo hubiera hecho posible la lectura. -Si tuvieras que defender a un personaje famoso en el Juicio Universal, a ¿quién elegirías? -A Benito Mussolini. -¿Qué figura histórica es tu predilecta? -Simón Bolívar, mi padre, mi amigo, mi maestro, mi capitán. -¿Cuál es el pecado que te merece mayor indulgencia? -El orgullo. -¿Qué flor es tu favorita? -La de Lilolá la flor misteriosa que se busca y nunca se encuentra. Algo así como el Santo Grial de la botánica. -¿Y qué piedra preciosa? -La luna. -¿Qué animal prefieres? -El caballo, para mí un hombre sólo es completo a caballo, con zamarros de cuero de tigre o de león y con un puñal al cinto, como quería mi maestro Rubén Darío.
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-¿De las bellas artes, cuál es tu predilecta? -La música. -¿Y qué músico? -Un poeta griego llamado Beethoven. -¿A quién de tus contemporáneos elevarías a una estatua? -Al Papa Juan XXIII. -¿Si pudieras transformarte en objeto de arte, qué te gustaría ser? -Un retrato mío pintado por Durero. -¿Qué deporte prefieres? -El de dirigir mi orquesta invisible cuando estoy oyendo música. -¿Cuál es tu mayor curiosidad en estos momentos? -El drama fascinante de Hispanoamérica. Lo vivo hasta la médula de los huesos, porque estamos sobre el filo de una navaja. -¿Qué te hubiera gustado ser de no ser poeta? -Director de orquesta. -¿Qué ciudad del mundo te impresiona más? -Roma. Fuera de Roma todo es provincia. -¿Eres supersticioso, Eduardo? -Creo en la quiromancia. Y tengo dos o tres supersticiones. -¿Cuál es tu color favorito? -A mi poesía le gustó siempre el azul de otros tiempos. -¿Qué sientes cuando vienes a España? -Siento que toco mis raíces de piedra y alma, como en Colombia toco mis raíces de indio y de río americano. Mi corazón late pendularmente entre la gran piedra lírica de El Escorial y la gran piedra heroica de Cartagena de Indias. -¿Con qué frase poética definirías a España? -Te diría: “España es un gran poeta. España es un gran pintor. España es un héroe. España es castillo, catedral y plaza de toros del mundo. Amo hasta las lágrimas a mi joven y hermosa madre milenaria”. -¿Qué distingue, para ti, a los españoles del resto de europeos? -Que vosotros podéis decir: Madre España, mientras no se puede decir: Madre Francia, ni Madre Inglaterra y ni siquiera Madre Italia. España ha creado un mundo original llamado Hispanoamérica. Y además, durante cuatro siglos ha sido la frontera polémica del mundo, es decir, el país más vivo y más viviente del mundo. -¿Cuáles son los poetas que más te conmueven? -Hoy me conmueven los poetas temporales, Quevedo, Manrique, Antonio Machado, Azorín, Leopoldo Panero... Y siempre Rubén Darío.
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-Y, por fin, Eduardo ¿cuál es tu hobby? -Escribir cartas mentales cuando me despierto a las tres de la mañana. Cartas que naturalmente, nunca pasan al papel. Altas y profundas son la mayoría de las respuestas de la gran figura que es Eduardo Carranza. Quiero decir que no hay una sola que no tenga importancia y todas conjuntamente representan una maravillosa lección de humanidad y de humanismo. Una lección lírica y filosófica que casi puede declamarse. (26)
4.4 La visita del viejo bardo Entrevista por Pedro Rodríguez Sentencias de Eduardo Carranza: “Hispanoamérica tiene una palabra que decir, pero no podrá decirla si no estamos unidos”. “Nosotros no somos esa confusa galaxia en la que con el nombre de Latinoamérica se nos quiere sumergir”. “Ésta, la española de ahora, es la forma hispánica del poder”. “Después de intercambiar sueños y amores, tenemos ahora que intercambiar mercaderías y técnicos”. “Los enemigos de Hispanoamérica están infiltrados en la burguesía de las castas dirigentes”. “En Hispanoamérica se ha perdido independencia, se está perdiendo desde la independencia”. “El papel de mecenas deben asimilarlo la burguesía y la gran industria”. Pedro Rodríguez -Loado sea Dios, querido señor Carranza... ¿Así que no es usted una leyenda? Yo llevaba una semana en llamarle todas las mañanas al hotel: “Don Eduardo, ¿cómo está usted?” Y usted, ya lo sabe, me respondía: “Mal, don Pedro; mal, con la gripa”. ¿La gripa, le entendí yo, señor Carranza? No; no puede ser. De usted dicen que es la más fina, la más fiel, la más dulce laringe del castellano. Dolía, señor Carranza, oír esa voz ronca, como de viejo bardo herido, yo me preguntaba cómo la gripa osaba atacar a una leyenda, a la más recia y vieja voz de América. Ya sé, ya. Ya me lo ha dicho: “Tengo cincuenta y cuatro años y el mundo no es más viejo que yo...”. “Loado sea Dios, querido señor Carranza, que me deja pillarle, casi al pie del avión del adiós, con su lustroso bastón, y su radiosa piel criolla, y las manos volanderas, como palomas; y esa increíble e indomable voz... ¿Usted fuma, señor Carranza?”... Eduardo Carranza -No; hago otras muchas cosas, pero no fumo... Efectivamente, don Pedro partir es morir un poco. Yo diría lo que siento con el verso del poeta: “Me voy como quien se desangra”. Han sido noventa días en España memorables e inmarchitables. No es una experiencia nueva: yo me fui de España hace cuatrocientos cincuenta años en un soldado de la Conquista. Me fui en uno de los ciento sesenta y ocho soldados que partieron de las playas de Santa Marta, en el Caribe ardiente, e iniciaron una de aquellas marchas titánicas e increíbles que sólo los españoles pudieron terminar. Aquellos soldados llegaron a pie a
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lo alto de los Andes y brincaron por la loca geografía al mando del capitán Jiménez de Quesada, granadino, que como llevaba la Alhambra en su corazón fundó el reino de la Nueva Granada de Santa Fe de Bogotá... Esa marcha, don Pedro, apenumbrada, como otras en la historia, detrás de las hazañas notorias de los Ponce o los Cabezas de Vaca, no les va a la zaga... Esas marchas desconocidas de los españoles no han podido ser repetidas jamás por gentes de otras razas, a pesar de ir metidos en aquellas armaduras, que no eran, precisamente, trajes de Galerías Preciados y sin siquiera una aspirina en el morral... Todo eso, don Pedro, me conmueve hasta las lágrimas y me ajusta las raíces de Hispanoamérica. He dicho Hispanoamérica. Nada de Latinoamérica, esa palabra de origen conocido, inexplicable, inexplicada e indefinida, que sólo tiende a confundir. Nosotros no somos esa confusa galaxia en que se nos quiere sumergir. Nosotros somos criollos hispanoamericanos. Hispánicos... -Hagamos recuento, señor Carranza, hagamos recuento de las alegrías de estos noventa días... -Yo diría que ha sido una continua alegría, como un ramo que se deshace o una ola que rompe en la playa poco a poco... Yo, don Pedro, estoy taquicárdico. Es una taquicardia que he padecido toda mi vida y que se llama mi oficio de ser hispánico. Yo, criollo colombiano, he hecho de mi oficio de luchar por la unidad del mundo hispánico una cuestión de vida o muerte... No podemos, ¡ojo con esto!, equivocarnos si queremos pertenecer, seguir perteneciendo, a la historia con un signo diferencial. La tarea es ir a ese anhelo unitario. Nosotros tenemos una palabra que decir en el mundo, pero no la podremos decir si no estamos unidos en muestra misión: la defensa del hombre y su libertad... En el drama de imperios que vivimos, aterrados por el presentimiento de una catástrofe cósmica, en el atardecer sangriento de una edad histórica, Hispanoamérica tiene que decir su palabra: la defensa del hombre y su libertad frente a dos materialismos enfrentados... -¿No ha tenido decepciones, señor Carranza, en estos noventa días? -Tristezas, más bien. Las del vacío de algunos amigos, la ausencia de Azorín querido, la ausencia del Panero entrañable, la ausencia de Carlos de Lara, de Manolo Sánchez Camargo... Lo demás ha sido un asombro permanente de una España en ascenso. No ha sido sino reafirmar mi fe en un hecho político que amo desde hace treinta años... Yo, don Pedro, escribí el primer artículo sobre José Antonio publicado en Hispanoamérica. Yo tenía entonces veinte años y un lucero en la mano y leí el discurso de La Comedia y me conmovió hasta la médula porque con un grupo de cuatro o cinco muchachos, colombianos como yo, intentábamos allí algo semejante, tras las huellas del Bolívar autoritario: el que sabe que aquellos pueblos son menores de edad, el que sabe que allí no caben parlamentos ni democracias, el que sabe que necesitan un tutor que les guíe por la senda histórica... Bien. Le decía que yo leí el discurso de José Antonio, que me llegó publicado en una revista que se llamaba Acción Española y que hacían los monárquicos. Le habían titulado: “Una bandera que se alza”. Me removió hasta las raíces. Yo era un muchacho que sabía bien de salir de madrugada a
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vender mis ilusiones e ideas en una heroica gaceta político-poética y de dormir sobre los desechos de papel de imprenta... Yo, entonces, escribí un artículo que comenzaba así: “Al otro lado del mar, José Antonio Primo de Rivera levanta el brazo como quien señala a una estrella...”. -Volvamos a los noventa días: ¿no hubo nada que no esperara ver? -La verdad es que no esperaba ver tanto bienestar. España es ya un país armónico, muy realizado, en camino de la integración de clases. Para un hispanoamericano que sabe bien de las gentes descalzas, andrajosas, de los miles de niños mendigando por las calles, de tanto colombianito perdido bajo el cielo y desasistido de la mano de los hombres, sorprende esta democracia española del traje... Esta igualdad con los zapatos... ¿Usted se fija...? Aquí no ve uno gente descalza. Por lo menos yo no la he visto. Quizá la tengan en inmensos campos de concentración, como dicen los enemigos del régimen... Yo, lo confieso a voces, soy adicto a este régimen. Recuerdo aquella tarde de 1945, cuando estalló la paz, cuando la gente creyó que llegaba a las puertas del paraíso, sin saber si era el del comunismo ruso o el del comunitarismo americano... Aquella tarde, mi ciudad, mi Bogotá, se volcó... Salieron los comunistas a la calle cantando su Internacional y yo salí del bracete de cuatro o cinco amigos entonando el Cara al sol y la Giovinezza, y éramos, don Pedro, como un chiquillo rompeolas... -Se me ocurre pensar, señor Carranza, si esta actitud suya no le ha dado más de un disgusto... -Yo sé, yo estoy convencido, que el hecho político español es ejemplar para Hispanoamérica, y lo peleo allí y aquí... Ésta, la española de ahora, es la forma hispánica del poder. Si esto se pudiera llevar allí, mi tierra sería mucho más justa, y libre. Pero no todo está perdido. De pronto un relámpago heroico ataviesa esa oscuridad al mediodía. Se llama, por ejemplo, Ernesto Che Guevara. No es necesario ser comunista para sentir esta noche a nuestro lado el patético fantasma de ese obstinado luchador por la libertad y la independencia de Hispanoamérica. El fantasma que ya pertenece no a la historia que se cuenta, sino que se canta. -Perdón, don Eduardo, perdón... Algunos estómagos delicados van a decirle que Guevara era comunista... -Que lo digan. Hace veinticinco años hubieran dicho que era fascista. Esos riesgos hay que correrlos. Usted sabe que a nuestros pueblos se les suele hacer un lavado de cerebro cada quince años. En el último lavado, los buenos eran los comunistas y los malos los fascistas... Ahora ya no sé... -Regresemos, señor Carranza. Regresemos a los noventa días: ¿no ha encontrado quizá aquí menos poetas que tecnócratas? -Lo mío es encontrar poetas… Pero también tengo amigos tecnócratas... Aunque no deseo que conviertan a mi país en dieciocho millones de economistas jóvenes o a España en treinta millones... Cuidado, cuidado con la técnica, sin alma y la ciencia sin conciencia... Podemos caer del materialismo histórico en el materialismo histérico.
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-¿Qué es lo mejor que ha hecho, humanamente, en su vida? -Tal vez, y sin tal vez, tener tres hijos como tres flores o tres espadas. -¿Usted todavía cree que a los pueblos los mueven los poetas? -Lo creo con José Antonio, lo creo desde José Antonio. Antes. Toda gran política fue siempre poética, desde César, Bolívar, Bonaparte, Carlos V o Lenin, si no se asusta nadie. ¿Quién iba detrás del emperador, sino Garcilaso cantando las doradas ninfas del Tajo? ¿Quién iba detrás del Mío Cid, sino aquel juglar anónimo que llevaba la epopeya sobre su corazón? -¿Aún hay en Hispanoamérica el concepto bohemio de los poetas? -No. El poeta es ya un ser integrado, cada vez más, en la sociedad. Aunque queden algunos de la morfina y las melenas... -¿Pero se acabaron los poetas que iban por el monte? -Eso sí... -¿Y los mecenas se acabaron también? -Desgraciadamente es una clase social que tiende a desaparecer. Su papel debieran asumirlo la gran burguesía y la gran industria, pero por su codicia y ceguedad no lo hacen. -Poeta Carranza: ¿usted cree en la inspiración, como una paloma que...? -Creo en la inspiración y en el oficio. En el oficio inspirado. En el primer verso que nos da Dios, de Valéry, y en la larga paciencia de Baudelaire... -Poeta Carranza: ¿Los de allá tienen que venir aquí en cura de nostalgias. ¿Usted acompañaría a Zamacois...? -Bueno... Se va estableciendo una divergencia de matices entre la poesía española peninsular y la poesía española que se escribe en Hispanoamérica. Aquí hay tres mil años de cultura y eso la toca más de inteligencia. Allí se está más cerca de las cosas, a lo telúrico, al delirio de la naturaleza no dominada. Neruda y Vallejo sobre Alberti y Aleixandre podían ser los términos de la comparación. -Perdón: ¿usted acompañaría a Zamacois? -Por venir a España haría cualquier cosa... -¿Va detrás del Nobel, Carranza? ¿O el Nobel detrás de Carranza...? -No creo una cosa ni la otra... Pero sí me parece que hay una especie de beatería mundial en torno al Premio Nobel. A mí me gustaría ganarme un premio que se llamara Miguel de Cervantes o Simón Bolívar o Rubén Darío. -¿Cuántos Nobel en potencia hay ahora mismo en Hispanoamérica? -En España hay uno: Menéndez Pidal, antes que todos. Tendremos que esperar a que cumpla ciento cincuenta años para que le den otras cincuenta oportunidades... En Hispanoamérica hay otro: Neruda.
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-La juventud ésta, ¿conoce a Carranza? -Yo he intentado dar a la juventud la ilusión, la esperanza, el amor, lo positivo. Yo creo que mi poesía le sigue interesando, y creo que mi palabra, le interesa hasta a mis hijos, que suelen ser los grandes disidentes... -Don Eduardo, ¿no hay que abrir un nuevo concepto de “hispanidad”...? ¿No se han manejado demasiados tópicos en torno a ella...? -Estamos en eso... La hispanidad fue un tópico y luego un sueño de veinte visionarios. Ahora tienen que encarnar en hechos políticos y económicos. Es ya un ser viviente. Después de intercambiar mercaderías y técnicas. También por los pucheros de Hispanoamérica anda el Señor... -¿Quiénes son los que se han salido...? -Yo creo que nadie. Castro está ahí. Los enemigos de la hispanidad están infiltrados en la burguesía de las castas dirigentes, por otra parte de origen hispánico, que han querido vender su alma al diablo. -Castro... ¿Ha perdido Cuba la poesía? -Conozco poco la situación actual. Pero yo creo que una revolución como la de Castro no se puede hacer sin poesía. Ninguna revolución se ha hecho sin canciones. Parte de la Revolución francesa era la Marsellesa y parte de la española fue el Cara al sol, el himno más hermoso de amor y guerra que yo conozco. -¿Méjico es el lazo roto, Carranza? -Casos como el de Méjico los hay en otras partes. No es sino el caso de la tozudez celtibérica, que no quiere dar su brazo a torcer, pero el amor a España es en el fondo tan filial como el de otros países. -¿El futuro de Hispanoamérica, aún puede estar en los “bogotazos”? -Andando sobre el filo de la navaja hay dos opciones: o la revolución justiciera o desplazarnos del lado del caos. Estamos más preparados para el caos que para la revolución. Aunque pueda surgir el puño del sargento providencial como medida transitoria. -¿Con qué armas lucha ahora Estados Unidos en Hispanoamérica? -Con la economía, la cultura y la lingüística. Con el control de nuestra economía y todas las actividades nacionales. -¿No pudo haber sido Kennedy una joven solución para Hispanoamérica? -Kennedy era un presidente muy simpático, pero, en definitiva, era un príncipe del Imperio. Allí hay todavía muchas viudas de Kennedy... -¿Qué países son ahora, Carranza, el cerebro, el corazón y el músculo de Hispanoamérica? -Es difícil. No hay ningún país líder. Bolívar decía que Venezuela era el cuartel, Nueva Granada la universidad y Quito el convento... Hoy no hay unas diferenciaciones tan tajantes.
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-Y al fin, ¿qué se ha perdido en Hispanoamérica, Carranza? -Se ha perdido la independencia. Se viene perdiendo desde la independencia... tal vez se esté perdiendo el élan poético. Tal vez se esté perdiendo la autenticidad nacional hispánica allí y los usos nobles de la patria vieja... Me voy, con un pie en el estribo, a taponar todo eso, con las ansias de la vida, otra vez a mi lucha de ser hispánico… (27)
4.5 Dos horas con Eduardo Carranza y su Hispanoamérica Entrevista por Alfonso Martínez Mena Eduardo Carranza poeta, emblemático, profesor... es hombre suficientemente conocido y admirado para que le hagamos alguna clase de panegíricos. La prensa española ha dado noticias de actos, conferencias, coloquios, etc. en los que continuamente participa durante estos días que gozamos de su presencia en España, en esta España que es como cosa suya de veras, su propia patria al igual que la Colombia que lo vio nacer. Ha venido a visitarnos, invitado por el Instituto de Cultura Hispánica, y el Departamento de Relaciones Culturales del Ministerio de Asuntos Exteriores, para participar en la clausura de los actos recientemente celebrados en honor de Rubén Darío. Trae la representación de Bogotá en donde es bibliotecario y profesor de la universidad colombiana. Todo esto por una parte, por otra “la necesidad que siento de venir a España de vez en cuando” -confiesa-, y habla al hacerlo de las maravillas de Salamanca, de Toledo, de Sevilla... se confiesa enamorado de España hasta la médula. “También necesito renovar el diálogo y la polémica con mis muy buenos amigos de acá”. Voy a encontrarme con Eduardo Carranza en su hotel madrileño. Carranza se siente como en casa. Eso lo sé. Pero yo no había tenido oportunidad de acercarme a su enorme personalidad humana, y a su inagotable vena de sabiduría, anécdotas y cordialidad. Confieso, ahora, que ya he hablado con él dos cortas horas, que he recordado en el transcurso del diálogo (más que diálogo, monólogo, monólogo suyo, porque escucharlo es hermosa e instructiva experiencia que he querido aprovechar al máximo), me he acordado, digo, de Einstein, y de su teoría de la relatividad, esas dos horas con Eduardo Carranza me han parecido breves minutos. Pero había que preguntarle cosas, por imperativo de la misión que me llevó hasta él: Alfonso Martínez -¿Qué significado tiene para usted la palabra hispanidad? Entonces él me recuerda un poema suyo en el que canta cómo, desde Cartagena de Indias hasta El Escorial va su corazón en alterno latido. Eduardo Carranza -Lo de “Latinoamérica”, es palabra gaseosa, indefinida e indefinible. Es una equívoca galaxia a la que desde luego no pertenecemos, la palabra clave es “hispanidad”. Somos criollos, hispanoamericanos e hispanos. Lo de Latinoamérica está inventado para desmerecer la gran hazaña de la España eterna.
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-Luego habla de la importancia de las palabras, de su significado… -Hay que defender nuestras palabras. La frontera de la comunidad es la lengua, más todavía que la raza u otro cualquier vínculo. A los hispanoamericanos nos conocen por nuestra lengua. Ni siquiera Roma conoció tanta grandeza. Lo importante es que todos somos el mismo. Todos estamos unidos espiritualmente por el indestructible lazo idiomático. El peruano, el hombre del café, el hombre del azúcar y el extremeño español están unidos en el habla: son un solo hombre. Habla Carranza de cómo la frontera del patriotismo hispanoamericano es la lengua, y que la defensa de esa lengua es la política que hay que cultivar por encima de todo porque “es el vínculo que une a los hombres desde el Pirineo a los Andes, y desde éstos a Filipinas”. -¿Es usted hombre político? -Plural ha sido la terrestre historia de mi vocación. Mi ocupación ha sido enseñar. Luego fui diplomático, incidentalmente, aunque mi diplomacia fue la del corazón, de la amistad y la poesía. Pero contesto su pregunta con un rotundo sí. Soy político hasta la médula. El primer artículo que se escribió en América en exaltación de José Antonio lo hice yo. En el 38 fui incitador de “Acción Nacionalista Popular”. En el 44, de la “Alianza Nacional Revolucionaria”, siempre con un sentido hispanoamericanista y bolivariano. Ahora me ocupo además, de mi hispanidad, mi familia, y mi hogar... No se puede olvidar al enemigo común. Nosotros no elegimos al enemigo, sino que lo impuso la geografía. El enemigo nos ha declarado una guerra de exterminio, quiere esterilizarnos como se hacía con los ilotas griegos. Es una atroz guerra sorda, la guerra del dinero, la guerra del hombre por el hambre. Estamos viviendo de milagro, pero afortunadamente creemos en un milagro. -¿Qué actitud adoptan los pueblos hispanoamericanos ante la pujanza de los Estados Unidos? -Desgraciadamente la mayoría de los que detentan el poder son pro norteamericanos, pero la única actitud que puede adoptar el pueblo es la de quien se da cuenta que está abocado a sucumbir. Se puede conseguir con la violencia lo que no se consigue con la paciencia. -¿Cuál es el mayor reproche que se puede hacer a España? -A España, como buen hijo, la veo con ojos críticos. Partiendo de un amor desenfrenado profeso el patriotismo crítico. La presencia de España en nuestros países es hoy más necesaria que nunca, porque la defensa de las raíces hispanoamericanas es decisiva para la permanencia en la historia con signo diferencial. -Dice Carranza que la “presencia de España debía ser más intensa y operante”. Reprocha que talvez mire demasiado hacia Europa. -De todas formas, hace veinte años el patriotismo hispanoamericano era un sueño de visionarios. Hoy es más que un sueño, una realidad política y económica. Es necesaria la integración de técnica y economía para que el espíritu apoye en ella sus plantas. La única solución es la
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unidad de los pueblos hispánicos. Debemos ser un sólo cuerpo, porque América empieza en los Pirineos, y España termina en la Tierra del Fuego. -Pasamos después a hablar del idioma, de las variantes americanas, Carranza opina que efectivamente en Colombia es donde mejor español se habla de toda Suramérica. “Colombia es como la primogénita de la poesía, el humanismo y el culto por la lengua... la Academia Colombiana que es la primera fundada allende el océano… En los Andes se conserva milagrosamente la jugosidad del castellano antiguo...”. ¿Cree usted que la Academia Española de la Lengua presta suficiente atención a la evolución del castellano en América? -En los últimos quince años se han producido una serie de lazos de unión. Se realizan congresos de academias. Primero en México, luego en Madrid, Bogotá, etc., se vigila y encauza el movimiento y pujanza del castellano, idioma tremendamente vivo, que evoluciona continuamente. -¿Cómo se realiza la incorporación de vocablos americanos? -Las academias proponen palabras a la española, ésta las estudia. Aquí, en Hispanoamérica, hay un curioso ensanchamiento del idioma. -Como no puedo olvidar al Eduardo Carranza, poeta, le pregunto: ¿Qué inspira su poesía? -A los veinte años mi poesía era alegre, ilusionada, radiante, muchachas y nubes. Luego irrumpe en ella el mundo, el demonio y la carne. Ahora se caracteriza por la punzada del pie. Antes admiraba a Garcilaso, Góngora y Bécquer; ahora a Manrique, Quevedo, Antonio Machado, Panero... y siempre a Rubén Darío. Me inspira el amor a mi tierra, la de allá y la de aquí. -¿Cuál es el estado actual de la cultura suramericana? -Se nota un gran auge de la narrativa y puede que un declinar de la poesía. -Le hablo del elemento telúrico en la literatura suramericana. -Es clara su influencia. Lo telúrico, la naturaleza, está sin dominar por el hombre, todo es planetario. En cambio el paisaje es lo planetario lleno de cultura e historia. En Hispanoamérica el paisaje devora al hombre. -Llegamos al terreno de la familia, de su estructura, de su organización y desenvolvimiento. ¿Las relaciones y vínculos familiares de los hogares suramericanos son al estilo de los de España? -Se conserva en buena parte la tradición. Pero los padres nos estamos convirtiendo en hijos de nuestros hijos. Hay una beatería mundial por la juventud. Nunca se ha estimado tanto. Esto hace que se pierda bastante la autoridad paterna. No obstante, se conserva el esquema tradicional de la familia. Es curioso que las mujeres vayan a la vanguardia de esa rebeldía. La vieja sociedad es más conservada por los hijos varones que por las mujeres.
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-¿Cuáles son los problemas más graves con que se tropieza hispanoamérica para conseguir su desarrollo? -Muchos. Pero sobre todo el de los países pobres sojuzgados por los Estados Unidos. El verdadero mal está en el subdesarrollo de la clase dirigente. (...) Su frivolidad no le deja ni oír, ni ver. Lo cierto es que estamos en vísperas de una gran insurrección de masas; ese gran proletariado que vive en condiciones infrahumanas. Inevitablemente la conversación ha llegado al Che Guevara quien “se ha convertido en un ser mítico”. Estamos de acuerdo. “Ahora sí que no lo podrán matar los capitalistas norteamericanos”. -¿Creé usted que Suramérica es el continente del futuro? -Es la esperanza... esa esperanza radica en sus hombres: el tipo del gran mestizo universal con vena española, influencia indígena y gotas de México. -¿Existe discriminación racial en Hispanoamérica? -Nunca la hubo. Eso se debe a España que consideró iguales a los hombres desde el primer momento, y a la cama caliente de los españoles. -¿El conocimiento de las cosas de España interesa en Sudamérica? -Existe un gran interés por la madre patria. Ese interés lo provoca el amor y la memoria de la sangre. Puede decirse que es permanente el interés porque la presencia de España está allí. España hizo a América. Somos los mismos por virtud de la historia y del idioma. España es otro pueblo más de Hispanoamérica. Allí se acepta y admira a los conquistadores y en España a los libertadores. (28)
4.6 Colombia ha perdido su posición hegemónica Relaciones diplomáticas con Chile Entrevista por Héctor Fuenzalida Eduardo Carranza, que es uno de los hombres más sagaces con que cuenta la actual generación, una de las mayores malicias indígenas, para usar un giro del nuevo gay-trinar, siempre tiene algo novedoso que decir sobre temas que parecen ya agotados. Cuando se cree que una obra, un hombre, un movimiento literario están exhaustivamente estudiados, Eduardo Carranza los mira desde su enriquecido punto personal y hace resaltar un detalle olvidado, una conexión desconocida. Además, Eduardo Carranza y, esto es lo importante, nunca ha tenido temor a exponer su pensamiento en un lenguaje directo y desnudo. Nada de vaguedades en la crítica. Muchas veces se levantaron olas de protesta por su manera de escribir, recordemos de paso, su famoso artículo sobre Guillermo Valencia que tantos fariseos y beatos de la cultura rechazaron y que, sin embargo, ha servido, a pesar de su brevedad, para replantear el caso Valencia ante la crítica colombiana. Si hay alguna virtud que los nuevos escritores pueden aprender de
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Eduardo Carranza, esa virtud es la de la honradez intelectual. Este reportaje, en el cual se va a leer lo que un colombiano honrado piensa sobre lo que deben ser las relaciones diplomáticas, ha sido escrito sobre la vivaz conversación del poeta, sobre la caudalosa manera que tiene de exponer en la plática amistosa sus penetrantes observaciones. Así, pues, participa de la honradez intelectual del actual director de la Biblioteca Nacional. Sin vallas de ninguna naturaleza, el poeta nos va a decir lo que piensa, lo que siente, lo que él cree sobre Chile, sobre Colombia, sobre las relaciones de los dos países. Chile y sus gentes Comenzamos nuestra conversación con Eduardo Carranza sobre sus impresiones generales sobre Chile. Sabido es que hay un contraste enorme entre nosotros y los chilenos. El tono de la vida es totalmente diferente. Asomada al mar, Chile ofrece una personalidad compacta y única, en tanto que la nación colombiana va desde las ardientes costas hasta las altiplanicies mediterráneas. Carranza, que es un hombre que hace brillar su inteligencia y su cultura especialmente en la conversación y en la controversia, nos dice: Tocando un extremo del mundo y con una capital que se llama Santiago del Nuevo Extremo, Chile es el país de los más dramáticos extremismos. Allí la política y las letras alcanzan su más vehemente temperatura. Parece que sobre Chile siguieran ejerciendo, desde el fondo del siglo XVI, una formidable presión don Pedro de Valdivia, el del quimérico corazón y el del sombrío y volcánico don Diego de Almagro. Porque el genio y la psicología nacionales de cada una de nuestras patrias parece haber sido inicialmente determinada en sus rasgos esenciales por un varón tutelar. Para nosotros ha sido Jiménez de Quesada, humanista en el sentido del Renacimiento, caballero del emperador como Garcilaso y como él, guerrero y poeta de versos latinos y castellanos. La base de nuestra cultura, la levadura de nuestra nacionalidad es el humanismo integral. A él le debemos nuestra civilización política, nuestra contextura espiritual y los mejores instantes de nuestra historia literaria. A él le debe Colombia su sentido del equilibrio y la mesura, su cabeza clásica, su curiosidad universal y esa especie infalible de tacto crítico de que disfruta el común de nuestras gentes. Aun desaparecidos los grandes humanistas y clausurada históricamente la época en que sus preocupaciones constituían algo vivo y actuante, su espíritu sigue influyendo, no por difusa, menos poderosamente. Sobre el inconsciente colectivo de nuestra patria, sobre sus designios políticos y culturales, sobre su destino y sus instituciones. Así que Colombia resulta ser en el sentido de la cultura y de los tópicos acumulados sobre la palabra tropical, el país menos tropical de nuestra América. Y en el mismo sentido podrá decirse casi sin riesgo de equivocación de Chile, país de encarnizados extremismos y de cálidas oposiciones y de contrastes románticos, que es una especie de trópico frío. Compárense la literatura chilena y la colombiana en los últimos treinta años. Allá creció furiosamente con tropical exhuberancia, la delirante vegetación de los ismos y de las formas caóticas. En Colombia, durante la primera posguerra se dieron solamente las tímidas audacias de Luis Vidales que todavía siguen crispando la epidermis
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académica del país estéril para los extremismos literarios. En la época del fogoso y desbocado romanticismo, José Eusebio Caro gobernaba su fuego con meditabundo pulso clásico. El simbolismo adquirió entre nosotros una nítida y misteriosa corporeidad con José Asunción Silva. El modernismo tuvo en Guillermo Valencia su más ceñida y arquitectónica expresión. Rafael Maya es el contemporáneo colombiano de Pablo Neruda. Y la poesía de mi generación -el piedracielismo- significa sencillamente la incorporación de lo revolucionario moderno, de lo universal transeúnte en causes diamantinos, de rigor colombiano, la organización de lo caótico y balbuciente bajo las inflexibles normas tradicionales. He tocado apenas este punto que podía ser materia de un libro y de un ensayo para señalar una inicial distinción entre espíritu chileno y enunciar también unas de las tantas equivocaciones que circulan libremente en relación con nuestra nacionalidad. Esa de considerarnos apenas como país tropical en el sentido de predilección por lo excesivo, de gusto por lo frondoso y desordenado de tendencia incontrolada hacia lo irracional, lo ígneo y lo romántico. El descubrimiento de lo colombiano Luego interrogamos al poeta Carranza sobre si es cierto que los políticos, los escritores, las grandes direcciones espirituales de Colombia, son familiares a los chilenos. Diariamente creemos que nuestros problemas tienen un ambiente americano y que nuestra vida es conocida a lo largo del Nuevo Mundo. Pero Carranza nos desengaña. Viene profundamente preocupado por la apacible y tranquila ignorancia de lo colombiano en el exterior. Pero oigámosle: Me siento en el deber de denunciar ante el país y especialmente ante sus conductores espirituales y políticos, ante quienes tienen la responsabilidad de su prestigio y su orientación, el dramático desconocimiento que se tiene de nuestro país en todos los aspectos, incluso el literario. Desconocimiento, no sospechado, por ese ingenuo narcisismo en que vivimos los colombianos, clausurados dentro de una especie de jardín secreto y ausente del mundo. Salvo tres o cuatro nombres -Silva, Isaacs, Vargas Vila sobre todo y alguno otro- lo demás, absolutamente todo lo demás, se desconoce por completo. Algunas gentes especialmente interesadas tienen noticia de Valencia y de Rivera, de Barba Jacob. Y solamente los eruditos están en el secreto de tantos otros nombres que merecen difusión y nombradía en todo el mundo hispánico. Se ignora la alcurnia de nuestros grandes poetas vivos, la importancia de nuestros novelistas, historiadores y ensayistas, la extraordinaria calidad de nuestros periódicos y revistas literarias, las admirables empresas de alta cultura y de cultura popular que desde hace años adelantan en el país, periodistas y políticos. En Colombia se hacen grandes cosas en el orden espiritual, pero con un criterio lugareño. Nada sale de nuestras fronteras, nada tiene resonancia continental. El país ha perdido su imperio espiritual, su capacidad de irradiación en el orden de la cultura, la posición hegemónica que en lo que alude al espíritu ostentó en la época de la generación libertadora, en los años del romanticismo y que tuvo su aéreo coronamiento en torno al 900 con los grandes humanistas, que por extraña coincidencia histórica,
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florecieron en los mismos días dorados del modernismo. Restaurar ese prestigio de la inteligencia colombiana sería una meta digna de la juventud. Parece que ya no seremos, -por las posibilidades del país y de la raza, por la índole y el genio de la nacionalidad- una potencia militar o política o económica. Pero sí podemos ser una potencia moral e intelectual. La estrella de la poesía y de la libertad en América. En América se sabe de nosotros lo que humanamente puede saberse, sin que hagamos ningún esfuerzo para reconquistar esa antigua posición hegemónica. Pero de todo ello la responsabilidad es totalmente nuestra. Hemos fiado nuestro destino a los imponderables, que según parece, actúan muy poco en el mundo dominado por la técnica y por la propaganda. Un buen lote de esas responsabilidades le cabe a nuestra cancillería que no tiene política cultural y esto es sumamente grave, porque se trata de una cuestión en la que está de por medio la estimación del país, su presencia, su prestigio, su valoración ante los ojos americanos. Se trata de algo esencial para la supervivencia de la patria, con su sentido histórico, profundo y peculiar. Otros países -sin hablar de los Estados Unidos, de Francia o Inglaterra- adelantan con tesón, con orgullo y con recursos abundantísimos, vastas campañas de difusión de su cultura. Argentina, el Perú, el Brasil, México y Venezuela, incluso el Uruguay, incluso el Ecuador, regalan bibliotecas, envían exposiciones de arte, orquestas sinfónicas, conjuntos de ballet, brillantes misiones de escritores, profesores, pintores, arquitectos, inundan universidades e institutos culturales con sus libros y revistas, envían la producción literaria a los críticos del continente, insisten, en diversas formas en la propaganda del carácter, la historia, la riqueza, las letras, el folklore, la fisonomía geográfica... Ponen extremo cuidado incluso en el envío de las misiones deportivas, pues saben que detrás de cada una de estas actividades están la patria y su prestigio. Ojalá la atención de los mejores espíritus colombianos se vuelvan hacia un problema de contornos tan angustiosos como el que vengo denunciando. Descuidar o aplazar su solución es una manera como cualquiera otra de atentar contra la nacionalidad, de disminuirla e irla relegando, poco a poco en la opinión media de las gentes americanas a un concepto que no fue el que soñaron para Colombia los libertadores en la época en que nuestra historia era la historia de América. Ingenuidad y superchería Resultan enternecedores, continúa en tono polémico Eduardo Carranza, el optimismo y ditirambo con que los diarios de Bogotá juzgan todas nuestras cosas, atribuyéndoles una resonancia continental de que carecen en absoluto. Los poetas que publican sus primeros versos, los cuentistas incipientes, los escritores sin libros resultan todos valores continentales, cuya fama vuela de boca en boca, como el humo del Pielroja. La patética realidad es muy otra. Porque al fin y al cabo nadie, fuera de Colombia -voces de una ciudad, de un pequeño grupo de amigos- les conoce. Eso, visto desde lejos es tartarinesco. En Colombia hay un ademán de curiosidad y generosidad hacia las ocurrencias de tipo literario y político en todos los países americanos. En Santiago de Chile, para ser muy concreto, no existe a ese respecto una adecuada correspondencia. Las amistades y los amores deben ser bilaterales.
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Los diarios santiaguinos publican en relación a nuestro país por lo general, brevísimas y muy esporádicas informaciones, prefiriendo aquellas de tipo pintoresco o sensacionalistas: que nació un pollo con dos cabezas o un pato con tres patas: o que unas vacas llaneras desbandadas siembran el pánico en las calles centrales de Bogotá. O episodios de la crónica roja o noticias alusivas a crímenes de carácter político. Estoy seguro de que la responsabilidad de esta anomalía que nos coloca permanentemente en tan desairada actitud no puede atribuirse a las agencias informativas. Colombia es un país de una vida cultural y política extraordinariamente rica para que se nos presente, reiteradamente, en esa forma caricaturesca. Existe el vago mito de Colombia país literario y poético y subsisten débiles ecos de nuestro prestigio decimonónico en ese sentido. Se tiene por allá un difuso respeto por la fisonomía de nuestra patria y por la solidez de sus instituciones democráticas. Colombia, es para la generalidad, un país vagamente democrático, vagamente poético y vagamente antillano. Pero es preciso que no siga prosperando el otro engaño. Es preciso que nuestros escritores no sigan creyéndose continentales y que hagan algo por serlo en realidad. Otro aspecto capital de la cuestión es que los libros colombianos son en el sur casi inhallables. En las librerías de Santiago no se encontrarán libros nuestros distintos de las ediciones argentinas y chilenas de María y La vorágine. Quienes poseen una obra de Tomás Carrasquilla y de Barba Jacob la celan y esconden como un tesoro. La embajada de Colombia en Santiago no recibe ni siquiera las publicaciones oficiales de la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. De suerte que un diplomático con ánimo de trabajar en la divulgación colombianista carece de los más elementales instrumentos para su misión de propaganda. El Instituto Pedagógico de Santiago me confirió el honor de invitarme a regir una cátedra de literatura colombiana. Todos los días se me acercaban escritores, profesores y estudiantes llenos de verdadera curiosidad por nuestras letras a solicitarme libros, folletos y revistas. Y me era literalmente imposible complacerlos pues las obras que yo había llevado me resultaban indispensables para mis clases y conferencias. En el instituto antes nombrado existe un profundo interés por nuestras letras, sostenido por los eminentes escritores Mariano Latorre y Ricardo Latcham, eruditos en literatura colombiana y muy entusiastas en todo lo nuestro. Con el esfuerzo de muchos años han reunido sendas bibliotecas colombianas particulares. Sobra decir que las autoridades culturales de Colombia nunca se preocuparon por enviarles un solo libro. Yo pienso concentrar mi esfuerzo capital en la dirección de la Biblioteca Nacional en la realización de una gran política de expansión cultural del país. Y espero en tal sentido lo mismo de la Cancillería, del Ministerio de Educación, de la Universidad Nacional y de los escritores colombianos. Antes de abandonar el tema que vengo enunciando, quiero relatar dos anécdotas que me causaron estupor del cual no me recupero todavía: La primera: el 20 de julio del año pasado no apareció en El Mercurio, de Santiago, ni un saludo para Colombia en su día nacional en la página editorial ni en ninguna otra parte de tan importante diario. Interrogado por alguien, el director quiso justificar su olvido expresando que le
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resultaba difícil recordar el medio centenar de fechas de los países afiliados a las Naciones Unidas. Sobra todo comentario. Y la segunda: el año pasado viajó por primera vez, después de mucho tiempo, una misión de estudiantes colombianos a Chile. De ella dieron cuenta los periódicos en la más escueta forma y el rector de la Universidad de Chile ignoró su presencia en Santiago hasta el extremo que el mensaje fraternal que le enviaba el rector de la Universidad de Colombia, hubo de serle remitido por correo urbano. Al exponer estos hechos -continúa Carranza- creo prestar un leal y eficaz servicio a la amistad de colombianos y chilenos. Existe allá una indudable inclinación sentimental hacia Colombia que desgraciadamente no aflora en los órganos de expresión escrita. La hospitalidad chilena Con su estilo desnudo y honrado Eduardo Carranza continúa hablándonos de Chile. Realmente la diplomacia americana, diplomacia de nuevo cuño, debe despojarse de toda suerte de hipocresías para poder colaborar en la hermandad de los pueblos americanos. Ahora Eduardo Carranza nos contesta una pregunta sobre sus impresiones personales y un tanto sentimentales sobre Chile: Nunca podré olvidar la hospitalidad de Chile, su fraterno corazón abierto de par en par. De todos los escritores, sin distinciones políticas o generacionales recibí la más emocionante señal de deferencia. A los pocos días circulaba entre ellos como entre mis viejos amigos colombianos. Me cubrieron de inmerecidos honores y de singulares distinciones. En contacto con Chile, con la bella vida chilena, con su pueblo, altivo y generoso sentí una vez más, hasta el límite, la emoción de ser americano y reafirmé mi fe, mi esperanza y mi amor por nuestra América. En mi corazón estará escrito para siempre el paisaje de Chile, paisaje de crespo mar, de pinos insignes, de álamos plateados, de cordillera de diamante. Tal vez en ningún otro sitio del mundo es tan bella y amable la superficie dorada de la vida. Tal vez en ninguna otra tierra se vive con tanta plenitud en el cultivo de las cosas que prestan encanto y delicia a nuestros días perecederos. Ahora siento tanta nostalgia de Chile, casi como la que sentía de mi patria en esa lejanía austral. Orgullo y optimismo Eduardo Carranza se ha emocionado visiblemente recordando los días espléndidos de Chile. El tono cálido que ha empleado para referirse al país lo denuncia. Pero en igual temperatura de emoción nos habla de su orgullo y de su optimismo de Colombia: ¡Qué grande y pura se ve la patria desde lejos! Reducida a su esencial fisonomía, a su diamantina estatura. He regresado lleno de orgullo y de optimismo a este maravilloso lote de tierra y de humanidad que nos ha dado la historia. Por la calidad moral y mental de sus conductores, por su civilización política, por el aire humanístico de su cultura, por su tensión idealista y su culto por la inteligencia, por el ritmo ascendente de su desarrollo, por su pujanza y su integración nacional, por la armoniosa distribución de su población y de su riqueza, por su afirmación americana, por su sentido literario y auténticamente democrático, por su permanencia en su tradición católica e hispánica,
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Colombia es el país magistral de América. Yo la veo, radiante, apoyada sobre el pasado heroico, volando hacia el porvenir con sus dos océanos como dos alas. Debo decir, finalmente, que el nombre y el prestigio de Colombia están ahora en Santiago de Chile en las mejores manos: en las gallardas y generosas manos del embajador Barrera Parra, quien adelanta una de las más brillantes gestiones diplomáticas de que haya memoria en la patria de O´Higgins y quien continúa la huella prestigiosa que allí dejaran Carlos Lozano y Roberto García Peña, Francisco José Chaux, Armando Solano y Agustín Nieto Caballero. (29)
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5. COMENTARIOS DEL MAESTRO CARRANZA Este capítulo contiene opiniones específicas de Carranza sobre diferentes asuntos, personajes y amigos que yo iba registrando verbalmente o por escrito, durante la composición del Gran Reportaje a Eduardo Carranza. (3) El valor intrínseco de estos comentarios cortos y directos, sobrepasa el sentimiento de reconocimiento, confianza, noble orgullo y ante todo amistad, una de las más leales cualidades humanas y morales del poeta Carranza. 5.1 Antonio Llanos Conocí a Antonio Llanos un día de julio de 1933 en el Café Victoria -asiento de tertulias literarias- situado en la carrera séptima de Bogotá, entre calles 12 y 13. Emanaba de su persona un resplandor de poesía, de entusiasmo, de ilusión. Se percibía el fuego central del gran poeta. Yo tenía 20 años; él, 28. Pero estaba ya en posesión de todos sus dones creadores. Nos ligó desde entonces una estrecha y honda amistad. Yo viajaba por esos años con frecuencia a Cali y Popayán, capitales -entonces- de mi corazón. Antonio me vinculó a todos los sucesos culturales de Cali (centenario de Isaacs, homenaje a Gilberto Garrido...) que él regía con cetro de insigne marfil.
5.2 Antonio Tovar Nació en Valladolid en 1911. Es un dechado de humanistas, pues en él una muchedumbre de saberes clásicos se asientan sobre su persona rica de sensibilidad, gracia, agudeza y dones de condición poética. Desde sus años juveniles es considerado como uno de los más grandes helenistas de Europa. Se le deben las más cuidadosas ediciones de los clásicos griegos y latinos, con textos bilingües, notas y estudios luminosos. Filólogo, historiador, lingüista, crítico literario, ensayista, asombra en Tovar la multitud de sus preocupaciones y la versatilidad de su talento. Mencionemos dos obras capitales Vida de Sócrates y Un libro sobre Platón, sin duda las dos más importantes que sobre problemas clásicos se han publicado en España desde hace muchos años. Sus inquietudes de lingüística le llevaron a la Argentina en donde estudió por largo tiempo las lenguas guaraníes. En 1948 y en Buenos Aires tuve la suerte de encontrarle y contraer la entrañable amistad de una de las personas más nobles, sabias y puras con que haya tropezado en mi vida. Durante cinco años (1951-1956) Antonio Tovar rigió la insigne
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Universidad de Salamanca, enfrentando, junto con Dionisio Ridruejo y Pedro Laín al régimen político que contribuyeron a fundar. Tovar vive fuera de España largas temporadas como catedrático en Illinois (E.E. U.U.) y Tubinga (Alemania). Ejerce también la crítica literaria en la Gaceta Ilustrada. Es además un pianista de extremada delicadeza y sensibilidad. Nunca podré olvidar su magistral Beethoven oído en su casa de Salamanca en la alta noche de Castilla. Pertenece a la Real Academia Española.
N. de A.: Las cartas que le escribió Antonio Tovar, así como las de innumerables amigos del poeta, se encuentran referidas en el Índice onomástico del Epistolario a Eduardo Carranza, 1938-1985 del historiador Jerónimo Carranza, nieto del maestro. Su lectura denota la valiosa amistad que los unió especialmente durante los últimos años de su vida. Por coincidencias del destino, ambos hombres de letras, académicos y humanistas, fallecieron en el mismo año, 1985. 5.3 Dámaso Alonso En Dámaso Alonso se alían extraordinariamente y felizmente, una vez más, y en fecundas nupcias, el humanismo y la poesía. Es un erudito insigne y un gran poeta al mismo tiempo. En él se reitera la venturosa alianza del docto y del lírico que tuvo antes un dorado ejemplo en fray Luis de León. Fino, sintético, prosista denso y emocionante, riguroso, Dámaso Alonso es un humanista en el sentido más auténtico y profundo. Y ha ejercido un vasto influjo magistral no solamente sobre su generación sino sobre el proceso evolutivo de la poesía castellana en los últimos cuarenta y cinco años: por su aguda intuición de los clásicos primitivos, su examen y divulgación de valores como Gil Vicente, su lúcida comprensión de la época dorada, sus originales planteamientos en torno a la lírica española, sus renovaciones en la interpretación de los clásicos, a quienes ha agregado frescor y vigor, mirándolos con los ojos de la sensibilidad moderna, su penetrante análisis de Bécquer y el romanticismo, sus poderosas indagaciones en el mundo sobrerreal de san Juan de la Cruz, sus ensayos sobre la poesía proclásica y el cancionero lírico popular, su revaluación de Góngora, sus valoraciones de clásicos modernos... Todo ello impregnado de gracia, recorrido de tensión intelectual; húmedo de lirismo. Porque en Dámaso Alonso la crítica y la erudición se alzan en alas de la poesía a una zona de radiante hermosura. Esto explica, cabalmente, el influjo poderoso de su obra crítica sobre la creación poética de los últimos años y la eficacia fertilizante y suscitadora de sus trabajos de historia literaria. Dámaso Alonso, madrileño, es radicalmente un universitario por formación, vocación y profesión. Ha regido cátedra en Berlín, Cambrige, Stanford University, Columbia University y Oxford. Es catedrático
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actualmente en la Universidad Central de Madrid y hace frecuentes viajes de conferencias por Europa y América. Conviven en Dámaso Alonso un impar humanista y un poeta estremecedor. Fácil de averiguar que entre uno y otro las relaciones no son de la mejor amistad. Por fortuna, el filólogo implacable no ha eliminado de su material poético los elementos biográficos, antes bien, ellos constituyen su parte mejor y más extensa. La convivencia entre el profesor y el poeta ha servido para que éste adquiera una sabiduría técnica excepcional, orientada parcialmente hacia las formas clásicas. Su libro de poesía Oscura noticia reúne veinte años de actividad poética. La densa sustancia amorosa está contenida en nítidos y lucientes versos de irreprochable andadura clásica, en soneto en particular. El verso es con frecuencia entrecortado y anhelante: ... Sólo sé que la tarde es ancha y bella, sólo sé que soy hombre y que te amo. Hijos de la ira constituye un momento histórico y un punto de referencia insoslayable en la historia de la lírica española en nuestro siglo. Es un libro existencialista y existencial avant la lettre. Aquí todos los cauces formales se rebasan, todas las convenciones, todas las conveniencias... Lo que caracteriza estos poemas, lo que les da singularidad es la radical expresión de los sentimientos más individuales, en total abandono de toda tradición sentimental, la absoluta entrega al Yo y a su biografía, al Yo enfrentado consigo mismo, con sus propias profundidades, en las que mete a veces la mano para sacarla con pavoroso botín de intimidad. Dámaso Alonso filólogo, historiador de la literatura, indagador en la estilística, gran poeta lírico y máxima autoridad en la crítica literaria en el área del español, aparece hoy, en la plenitud de sus dones de creador e investigador, como el “caudillo” de su generación. Es director de la Real Academia Española. En 1948 Dámaso Alonso visitó a Bogotá. Era yo director de la Biblioteca Nacional y como tal me correspondió presentarlo y presentar la lectura de su magistral ensayo estilístico sobre san Juan de la Cruz. Mis palabras fueron publicadas en su día en el suplemento literario de El Tiempo. Me une desde entonces con Dámaso Alonso una amistad que llena de honor mi vida y mi poesía. En el trato amistoso y cotidiano el sabio Dámaso Alonso es persona llana, ingeniosa y alegre. Le debo el honor memorable de su frecuente, noble, entrañable y exaltada compañía. Mi poesía le debe la más aguda y generosa valoración.
N. de E. C.: Dámaso me regaló su libro de poesía Hombre y Dios con la siguiente dedicatoria: “Fe de vida y amistad. Para E. C., con la simpatía incontrolada, la fraternal amistad y la profunda admiración de Dámaso”.
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5.4 Gaspar Gómez de la Serna Ensayista literario. Anda por los 55 años. Ha escrito algunos libros apasionantes de viajes por España: Las dos Castillas, Extremadura, Aragón... Es en la actualidad crítico literario del diario Arriba de Madrid. Con ocasión de mi libro antológico Los pasos cantados (1971) escribió un luminoso ensayo en donde glosa, especialmente, el aspecto erótico (el Eros carranciano) de mi poesía. Allí deslinda y sitúa a la mujer en mi mundo poético y en otros mundos. Gómez de la Serna escribe una prosa limpia y densa. Grávida de intenciones, iluminaciones y sugerencias. Participó también en el coloquio sobre este mismo libro en el Ateneo de Madrid.
5.5 Gerardo Diego Si Pedro Salinas es un castellano que mira hacia Andalucía, hacia el cálido y perfumado huerto del sur, Gerardo Diego es un santanderino, un cántabro que mira hacia la Castilla del sur, amarilla, sobria y normativa. Su biografía tiene, pues, al fondo, un verde rumor de olas cantábricas, una ocre línea castellana y un esfumado diseño de sierra pirenaica. En Gerardo Diego el tránsito del modernismo a las nuevas formas de la poesía y de la sensibilidad, el salto de la tónica rubendariana al campo virginal del nuevo lirismo, de los años veinte, se efectúa con un estilo ardientemente pugnaz y revolucionario. Hay en él una apasionante dualidad literaria, que vacila entre la clásica ordenación y la aventura de los extremismos revolucionarios. Y así, alterna la escritura de versos juguetones y cabrilleantes, deliberadamente elaborados según las previsiones creacionistas, con la elaboración de poemas ceñidos a la más estricta y rigurosa retórica tradicional. El cantor de El ciprés de Silos y de los ángeles compostelados es un ejemplo de fidelidad y felicidad poéticas. Así pues, usando los términos orteguianos de los años 20 hay en Gerardo Diego una doble vertiente poética, la humana y la deshumanizada. Gerardo Diego es la figura más importante del vanguardismo español. Con el chileno Vicente Huidobro y el, también español, Juan Larrea fue el inventor de un ismo pugnazmente revolucionario y alegre. A esa tónica pertenecen su libro juvenil Imagen y un libro de madurez, Biografía incompleta. A la poesía humana pertenecen, entre otros, dos libros hermosísimos: Alondra de la verdad y Ángeles de Compostela. Deben señalarse la sutilidad y el virtuosismo, el sentido músico (Gerardo es un excelente pianista) siempre presente en las dos maneras de su poesía. Gerardo Diego es un clásico, con todo lo que esto significa de exigencia, de disciplina, de objetividad y de pudor. Recordaré siempre al delgado, parpadeante, silencioso Gerardo en su casa de Madrid y en nuestra casa de la calle Velásquez 87. Decía yo que la figura de Gerardo pertenece al románico por ese algo de estático y entrecortado adelgazamiento y de misterioso anhelo que hay en su palabra y en su corporal apariencia.
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A su lado la bella y gentilísima Germaine. Le recuerdo ahora con ternura y nostalgia interpretando para mí en el piano, la enamorada, arrebatada y patética sonata Aurora de Beethoven.
5.6 Guillermo Díaz-Plaja Conocí a Guillermo Díaz-Plaja en el Primer Congreso de Poesía de 1952 en Segovia. Poeta lírico, había publicado: Primer cuaderno de sonetos (1941) e Intimidad (1946). Yo conocía muy bien -por haberlos manejado como catedrático- dos excelentes libros suyos: Rubén Darío y Poesía lírica española (1937), síntesis admirable del tema. Es notable y de provechosa lectura aunque, a mi juicio, equivocado en algunas divagaciones su Modernismo frente al noventa y ocho (1951). Cuando nos encontramos le pregunté dónde vivía. Me contestó: en mi pueblo. Su pueblo es Barcelona. Escritor prolífico, ha publicado medio centenar de libros -como crítico literario del gran periódico madrileño ABC-, comentó mi libro antológico Los pasos cantados en su sección Crítica y glosa. Su crítica es vigorosa y exigente y de muy claro ordenamiento -casi didáctica-. Hombre de exuberante simpatía.
5.7 Héctor Fuenzalida Cuando en Santiago de Chile era yo agregado cultural a nuestra embajada, Héctor Fuenzalida -el Gordo por antonomasia- lento, corpulento, finísimo, mirada tierna y maliciosa, palabra ondulante, matizada y grávida de saberes, Héctor Fuenzalida, digo, ocupaba el cargo de director de la Biblioteca de la Universidad de Chile. Allí recalé muchas veces, rodeado de libros y silencio. Héctor distribuía equitativamente su formidable apetito y su sed entre la casa de Pablo Neruda y la mía. Su compañía, su presencia convocadora, su conversación siempre sugestiva y en “tono menor”, tenía una eficacia sedante en ese mundo de personas volcánicas. Volví a encontrarme con Héctor Fuenzalida en la vibrante, rumorosa Caracas cuando allí viajé, invitado por el presidente Rómulo Betancourt (enero de 1963), con mi hija María Mercedes. Publicó entonces en El Nacional un delicioso y evocador artículo sobre nuestra estancia en Chile, mi casa de allá, los amigos...1.
5.8 Manuel Alcántara Este misterioso malagueño tiene ahora 46 años. Su poesía, -la poesía del desengaño anterior, del dar las cosas soñadas por vividas, y las vividas por soñadas- del no me importa ni el cielo ni el infierno, del escepticismo estoico de remoto origen grecolatino y de próximo origen árabe-andaluz, fue mi amigo desde hace veinte años inmemoriales.
1.
Ver el texto del artículo en el numeral 4.6 de este mismo capítulo.
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Lo conocí en el Café Varela sobreviviente de los rascacielos, con sus sillones de peluche rojo en donde se había sentado don Antonio Machado como cualquier parroquiano y en donde entonces centraba nuestro cariño, nuestra admiración Eduardo Alonso, un increíble poeta que se parecía a don Quijote, y que se moría de hambre con una dignidad sin comparación. Cuando yo llego a España, cada dos años me espera en la puerta el saludo fraterno, luminoso, empapado de vino y de azul de Manolo Alcántara. Hoy, el primer articulista de España. Un poeta impar; por su gracia, ensueño y por su desconcertante originalidad. Y un ser humano, poético, sin comparación.
5.9 Jaime Buitrago Escritor caldense de Calarcá, nació en 1910. Narrador, dejó tres novelas muy estimables por el dibujo de los caracteres, la vivacidad del contorno (clima, paisaje, ambiente...) y por el garbo de la estampa costumbrista. Son ellas: Pescadores del Magdalena, Hombres trasplantados y La tierra es del indio. Por los años de 1944 y 1945 colaboraba con artículos de índole literaria y relatos costumbristas en el Suplemento Literario de El Tiempo. En esa época escribió la Pequeña biografía que posteriormente quedó publicada en el Gran reportaje a Eduardo Carranza.
5.10 Javier Arango Ferrer En referencia a La literatura de Colombia de Arango Ferrer, donde el crítico colombiano habla sobre la escuela del piedracielismo, -Opinión sobre el piedracielismo-, Carranza me comenta que Arango Ferrer escribe en el mismo libro lo siguiente: “Hoy (1940) Colombia ostenta en los máximos representantes de tres generaciones colombianas -la de Guillermo Valencia, la de Rafael Maya y la de Eduardo Carranza- el más brillante equipo de la poesía americana”.
5.11 Jorge García Nieto “La guerra de 1939, escribe Gonzalo Torrente, no rompió la continuidad de la poesía: hay un hilo nada tenue que relaciona a los maestros anteriores con los poetas de la posguerra... Hay una maestría formal que se transmite”. Son los grandes nombres de Leopoldo Panero, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco y Miguel Hernández quienes siguen llevando la llama poética en los años dramáticos de la guerra. Hacia 1940 una escuela de poetas se agrupó entorno a la revista Garcilaso. Su designio es claramente neoclásico. La forma es tersa e impecable, logran una extrema perfección retórica. Y el artista predomina sobre el poeta, lo ahoga con frecuencia. José García Nieto, fundador de Garcilaso, capitanea esta
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escuela. Carlos Bousoño, José Hierro, Rafael Morales, Eugenio de Nora, José Luis Hidalgo y Luis López Anglada son los más prestigiosos nombres en ese momento. José García Nieto es la figura principalísima de los años que transcurren entre 1939 y 1945. Por entonces publica Víspera hacia ti, Tú y yo sobre la tierra, Toledo, Del campo a la soledad. “El verso de García Nieto, continúa Torrente Ballester, es regular y clásico, construido con preferencia en agrupaciones estróficas usuales (sonetos, décima, tercetos...) ordenadas a la belleza”. Se entiende a la belleza en un sentido renaciente. En esta dirección alcanza cimas y momentos memorables. Pero “no existen todavía la tragedia, el desgarramiento, el misterio y la sangre... Todos los indicios son de que García Nieto aspira -y consigueuna poesía bella”. Aquí la palabra bella tiene el sentido que le da Pedro Salinas cuando habla de los poetas bellos. En su obra más reciente, el libro Pequeño parque, la voz de García Nieto se puebla de hondas resonancias humanas y se nubla con la ansiedad del tiempo y de la muerte. García Nieto, asturiano nacido en 1914, se radicó muy pronto en Madrid. Aparte de su quehacer poético es crítico literario del gran diario madrileño ABC y ha dirigido, por años, dos importantes revistas: Mundo Hispánico y Poesía Hispánica. Es persona generosa, fina y cortés. He frecuentado su trato, siempre cordial y gentilísimo, durante mi larga residencia en España y en mis frecuentes regresos posteriores.
5.12 Jorge Padilla Monsieur Padilla como yo le digo afectuosamente era, sin ninguna duda, el más brillante de nuestra generación. Ingenioso, inteligentísimo, culto y soñador, reúne cualidades excepcionales. Su talento disperso se ha expresado en trabajos de tema laboral y en algunos ensayos literarios de excelsa calidad, como el que sirve de prólogo a la obra poética de Alberto Ángel Montoya. Padilla fue, entre mis contemporáneos, el primero que escribió con entusiasmo, con grande, generoso y juvenil entusiasmo sobre mi primer libro (Jorge Padilla. Sobre Canciones para iniciar una fiesta de Eduardo Carranza. El Espectador, Bogotá, diciembre 12 de 1936). Él sintió siempre un profundo orgullo por ésa, su lengua en que expresó su poesía, por medio de la cual se comunicaba con sus lectores. También Padilla escribía versos de gran calidad. Apareció, en el ámbito generoso de las Lecturas Dominicales de El Tiempo que dirigía Jaime Barrera Parra con un grupo, ola entusiasta, que formaban: Aurelio Arturo, Tomás Vargas Osorio, Arturo Camacho Ramírez, Darío Samper, Antonio García, Darío Achury, Juan Roca Lemus, Jorge Garzón, Rodríguez Páramo, Gerardo Valencia... Yo llegué poco después.
5.13 Leopoldo Panero Durante mi larga estancia en España –casi ocho años- y en mi primer regreso, 1961, Leopoldo Panero fue el más frecuente, hondo, suscitador y entrañable de mis amigos. Recuerdo ahora con todo el
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corazón agolpado en mi palabra su noble estampa leonesa -era de Astorga-, su sobriedad, su gravedad castellana, su ternura varonil, su ondulante y chispeante conversación, su soterrado humor y, sobre todo, su gran poesía. Leopoldo Panero es, sin duda, el más grande poeta español del último cuarto de siglo. La poesía de Leopoldo Panero narra sucesos del alma. En el modo fluyente, temporal y confidencial en que una conciencia, un alma, una sensación, una sensibilidad, se vierten como se vierten los días hacia la intimidad de los demás. Poesía de la vida cotidiana, transfigurada hasta convertirse en vivencia, en ensueño intemporal por el milagro de la palabra poética. Sería para escribir una larga memoria el narrar la historia de esta ejemplar amistad constelada de sucesos indelebles. Los dos organizamos tres congresos de poesía: el primero en la bella y amada ciudad de Segovia (1952), la del acueducto romano, la catedral gótica, las mágicas plazoletas evocadas por don Antonio Machado, las serpenteantes calles románicas y el más sabroso cordero lechal de Castilla. El segundo (1953) en la dorada Salamanca renaciente y plateresca, de fray Luis León y don Miguel de Unamuno. El tercero entre las milenarias piedras sagradas de Santiago de Compostela, la misteriosa ciudad del Apóstol, la Jerusalén de Occidente. A mí me correspondió el honor de presidir estos congresos en la insigne compañía de don Eugenio D´Ors, Giussepe Ungaretti, Carles Riba, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre y Gerardo Diego. En ellos se fundó una fraternidad que dura todavía entre poetas de las cuatro lenguas peninsulares: castellano, catalán, portugués, y gallego, y poetas hispanoamericanos. Allí estuvieron entre otros el glorioso autor de La gloria de don Ramiro, don Enrique Larreta, y otros entonces muy jóvenes entre quienes recuerdo a los colombianos Eduardo Cote Lamus y Eduardo Mendoza Varela, al dominicano Fernández Spencer, al nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, al chileno Miguel Arteche... Sesenta poetas de diversas generaciones, tendencias y nacionalidades nos reunimos por tres años consecutivos en las ciudades que antes nombré. Conocí a Leopoldo Panero en Bogotá. En julio de 1950 desembarcaron en el aeropuerto de Techo cuatro poetas españoles de la misma generación pero de voz distinta: Agustín Conde de Foxá, Luis Rosales, Leopoldo Panero y Antonio de Zubiaurre. Entre Leopoldo y mi persona se produjo inmediatamente una corriente de instantánea simpatía. Yo era entonces director de la Biblioteca Nacional y me correspondió, más por alegre y voluntario servicio que por oficial designación, acompañarlos, agasajarlos y organizar su travesía colombiana. Sus recitales en el recinto de la biblioteca tuvieron apoteósica resonancia. A varios lugares fueron de mi mano, Agustín de Foxá lo ha evocado en las jugosas crónicas que en su momento enviara al gran diario madrileño ABC. No puedo dejar de transcribir aquí el recuerdo de un viaje crepuscular y nocturno a Sopó, narrado por la pluma del garboso poeta-cronista: “Sopó es un pueblo indo-hispano, colmado de dulzura y de paz. Se alumbra con velas de llamas vacilantes. ¡Y cómo parpadean en la noche las ventanas con las alcobas iluminadas! ¡Qué enormes y fantasmales las sombras proyectadas, doblándose en los aleros de las casas!
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La iglesia parece de un pueblo de Castilla, con su Nazareno, vestido de oro y de morado, y su Dolorosa, enlutada de terciopelos negros con sus siete espadas de plata en el corazón. Y aquel enorme san Isidro, de pasta, con sus bueyes de madera. Por las paredes, suben, bajan, planean, acielizan (no aterrizan) unos bellísimos, blancos, transparentes ángeles. Mira -me dice Carranza- en medio de la sabana india, a estos querubines católicos, angelizando por los muros. Bajo las estrellas, hemos cenado en otra venta. Y Eduardo Carranza nos enseña a matar el sabor duro del aguardiente: echa sal sobre el puño cerrado, y la sorbe antes de tomar la copa. El dueño es un sabanero auténtico; con la mano resguarda la vacilante llama de una vela con su espina de esperma. Poemas y canciones colombianas, bambucos. Nos bebemos el puño cerrado, con su reborde de sal. El dueño canta y escucha, y nos cuenta una leyenda de la cual es protagonista el demonio, el que llama El Patas, sin duda aludiendo a sus pezuñas de cabra. -A ver, el Bambuco del amigo. Lo espero. ¿Quién no ha tenido en la vida algún pequeño Judas que antes fue su parásito? El amigo verdadero ha de ser como la sangre, que acude siempre a la herida aunque no lo llame nadie. Brindamos. -Eduardo, por tus ángeles de Sopó. -Por los de España. Son los mismos. Revolotean, como de flor en flor, de continente en continente. Carranza pregunta al dueño sabanero: -¿De qué país cree que son estos poetas? -Españoles. -¿En qué lo ha conocido? -En el dialecto. Después España y Leopoldo. Mi casa y su casa, y el poema que me dedicó: Canto a Eduardo Carranza con la mano derecha tendida... Después Leopoldo y la muerte. Nuestros dos corazones latirán más, ya muertos…
5.14 Pedro Laín Entralgo Es sin duda, hoy, la figura cimera de la inteligencia española. En su pluma magistral, de amplio ritmo clásico entrecortado de sugestiones contemporáneas, confluyen muy diversas avenidas: la pasión
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tradicional de Menéndez Pelayo, la poesía francesa, el pensamiento germánico, la nueva teología. Hay en el estilo y en la vida de Pedro Laín reciedumbre aragonesa y elegancia castellana. Gracia y gravedad, dolorosa conciencia de España en su pasado y porvenir, ciencia y sabiduría, nimbados de ensueño poético, confluyen en la obra del indudable heredero de Ortega y Marañón. Cuando llegué a España, 1951, ascendía al poder cultural una nueva oleada: mis contemporáneos: Joaquín Ruiz Jiménez, ministro de Educación, Antonio Tovar, rector de Salamanca, Torcuato Fernández Miranda, director de Universidades, Sintes Obrador, director de Archivos y Bibliotecas. Sánchez Bella, director de Cultura Hispánica... Y Pedro Laín, rector magnífico de Madrid. Yo entré allí del brazo de Antonio Tovar, conocido mío de Buenos Aires (1948) y Leopoldo Panero conocido mío de Bogotá (1950). Me recibieron como par entre pares. Y yo entré a ser uno de los capitanes del grupo. Que eso era exactamente: un grupo. Nos reuníamos en un restaurante-taberna llamado: El Cuatro, casi semanalmente a conversar, comer y beber vino de Valdepeñas. Ahora entiendo que el grupo tuvo entonces en Madrid una significación orgullosa y un poco insolente. Nos reuníamos otras veces en mi casa. Y éramos los esenciales: Pedro Laín, Dionisio Ridruejo, soldado, poeta y político; Antonio Tovar, el más insigne helenista de Europa, el sobrecogedor poeta Leopoldo Panero, mi más grande amigo en España, Luis Rosales, Pérez Villanueva, Carlos Lara el pintor genial que ilustró mi libro El olvidado y Alhambra, tuvo muerte juvenil a los 32 años y, luego, José María Souvirón y a veces Joaquín Romero Murub un sevillano inverosímil que tenía el mejor empleo del mundo, -era alcaide del Alcázar de Sevilla- y en las noches delirantes de la luna sevillana paseaba por los jardines del Alcázar y sobre sus tejados disfrazado de don Pedro el Cruel. Recuerdo que un 12 de octubre creo que en 1954 -era el cumpleaños de Dionisio- le dije: cumples años el mismo día que América. Me contestó: Y así nos va. En 1953 se publicó una antología de mi poesía con el título reiterado de Canciones para iniciar una fiesta. En esa ocasión se me hizo un gran homenaje. Esa noche hablaron Ruiz Jiménez, Dionisio, -grande oradory Leopoldo con su poema hermosísimo Ruiseñor señorío para Eduardo Carranza. Por esos días hice una lectura de mi poesía como huésped de honor de la Universidad Central de Madrid. Pedro Laín Entralgo me presentó con palabras que tiene en su poder Gloria Serpa.
N. de A.: Las palabras de presentación del rector de la Universidad Central de Madrid, don Pedro Laín Entralgo, como introducción a la lectura de poesía del poeta Carranza ante la Universidad Central, que yo tuve en mi poder, como bien dice el maestro, quedaron publicadas en Gran reportaje a Eduardo Carranza (3) y el documento original que las contenía fue devuelvo por mí, de la misma manera que lo hice con todo el material facilitado por el poeta, en el momento en que terminé la composición del libro.
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17. Carranza, Eduardo. Los influjos foráneos en la cultura colombiana. El Tiempo, Bogotá, 1969. 18. Carranza, Eduardo. Resumen de: Notas sobre la realidad cultural de Colombia. L. D. El Tiempo, Bogotá, 1969. 19. Carranza, Eduardo. Los grandes poetas españoles. Ed. Tierra Firme. Colección Antologías de Sábado. Bogotá, 1944 en volumen con modificaciones del autor. 20. Carranza, Eduardo. Prólogo a Julio Flórez. Obra poética. Biblioteca Luis Ángel Arango. Banco de la República. Ed. Minerva. Bogotá, 1970. 21. Carranza, Eduardo. Posiciones y proposiciones. El Tiempo. Bogotá, 1972. 22. Serpa de de Francisco, Gloria. Fábulas del príncipe.Editorial Carrera 7a. Bogotá, 1976. 23. Sanders, Teresa. Huellas en el viento. Ed. Paulinas. Bogotá, 1978. 24. Carranza, Eduardo. Visión estelar de la poesía colombiana. Biblioteca del Banco Popular. Volumen 126. Bogotá, 1986. 25. Rincón Orduz, Olga. Entrevista a Eduardo Carranza. En las bodas de plata de su primer libro. El Siglo. Bogotá, 1962. 26. Cortés Canavillas, Julián. Entrevista a Eduardo Carranza. Sicoanálisis de Eduardo Carranza. Diario A.B.C. Madrid, 1963. 27. Rodríguez, Pedro. Entrevista a Eduardo Carranza. La visita del viejo bardo. Arriba. Madrid, 1967. 28. Martínez Mena, Alfonso. Entrevista a Eduardo Carranza. Dos horas con Eduardo Carranza y su Hispanoamérica. Diario S. P. Madrid, 1968. 29. Fuenzalida, Héctor. Entrevista. Colombia ha perdido su posición hegemónica. Relaciones diplomáticas con Chile. El Nacional. Caracas, 1963.
N. de E. C. Nota de Eduardo Carranza N. de A. Nota de la autora (s. d.) Sin fecha ni edición
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Creo sinceramente que la presencia de don Eduardo Carranza en España puede calificarse de verdadero acontecimiento en las relaciones de España con América y especialmente con Colombia. Lo único de desear es que vuelva pronto; con cargo oficial o sin él, es lo mismo, porque su humanidad y su talento están por encima de todos los cargos. Lo más interesante de la labor de Carranza ha sido, y por eso ha sido tan profunda, la totalidad de su actividad; la oratoria, la poética, la puramente humana, la diplomática. Le considero como uno de los más grandes oradores de habla castellana y como uno de nuestros más grandes poetas contemporáneos. Gregorio Marañón
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1. PRESENTACIONES RELEVANTES He querido recoger en este apartado las páginas más representativas de los prólogos y presentaciones a la obra de Eduardo Carranza, a sabiendas de lo que llegaron a conmover el alma y el orgullo del maestro Carranza, haya sido por la excelencia de su contenido, la magnitud intelectual de su autor, la amistad que unió al poeta con el presentador de su obra o el momento o la ocasión en que ésta se llevó a cabo. 1.1 Saludo al académico Eduardo Carranza Eduardo Guzmán Esponda Academia Colombiana de la Lengua Mi deseo para esta recepción era presentar un discurso meditado y pulido, hasta donde mis luces me lo permitieran, como sería lo natural, dada la ocasión y la personalidad de un poeta de la categoría de Eduardo Carranza. A esto se agregaba el íntimo placer de hacerlo, dada nuestra constante y añosa amistad. Pero no he tenido tal privilegio, como se dice ahora, con expresión un poco relamida, plagiada del inglés. Yo diría mejor en sencillo castellano, que las circunstancias no me han concedido ese favor, y ello, debido a la plenitud del prestigio en que se halla nuestro amigo. Prestigio dentro y fuera del país, a que él ha tenido que atender personalmente, por lo cual entre recipiendario y recibidor se han creado ausencias de última hora, en que no hemos podido ponernos en contacto, ni cruzar ideas sobre un discurso de recepción, que para mí ha sido hasta ayer “el discurso desconocido”. Así explico este saludo superficial, entre improvisado y escrito. Una de las ausencias a que me refiero se ha debido al precipitado viaje de Carranza a España, con motivo del premio que le fue otorgado, en certamen abierto para poetas de todo el mundo hispano hablante, cuyo mejor premio, La Rosa Roja, vino a ser para nuestro compatriota en los juegos florales de la imperial Toledo. No bien repuesto de tan satisfactoria misión, se vio obligado a cumplir otra no menos grata, en la ciudad de Buga, con motivo de las fiestas de algodón. Porque Eduardo Carraza, cuya obra da la impresión a veces de hombre de gabinete, entretenido en perfilar un epíteto, en atrapar por el aire un símil y colorar esos endecasílabos tornasolados tan suyos, es al mismo tiempo el poeta trashumante a quien se ve, antorcha en mano, por las más apartadas y disímiles regiones. En sus cargos diplomáticos, ejercidos en Santiago de Chile y en Madrid, se ha convertido en oficina de propaganda de las letras colombianas, las ha hecho conocer, comprender y gustar, no solamente a través de su propia obra sino de conferencias de críticas y examen sobre diversos autores y temas. Entre otras cosas, ha hecho saber a mucha gente europea que aquí hablamos castellano y español. Gusto más del primer apelativo
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-castellano- tal como se dijo siempre, término lleno de calidad, de sabor, de abolengo. Y hago notar que hay en las Europas muchas gentes que se preguntan y nos preguntan por la lengua que aquí hablamos; y al informarles la verdad, abren los ojos desmesuradamente, pues esa verdad no la realizan, para usar este expresivo anglicismo, que me permito recomendar a la Academia para la inclusión en el libro mayor. Quiero decir que no la pueden imaginar como una realidad. No pueden comprender por allá la uniformidad de un habla, acostumbrados a los dialectos, totalmente diferentes, como es el caso de la Europa Central, que varían hasta de municipio a municipio. “Bien -responden-, el español será su lengua oficial; pero, ¿qué es lo que hablan comúnmente, en familia, en la calle?”. Así insisten, ajenos al fenómeno de la colonización idiomática en América, que produjo esta maravillosa túnica de castellano que va a lo largo del más largo de los continentes. Por eso aquellas conversaciones en que nos preguntan por el idioma usado entre nosotros, terminan en el socorrido “lo creo porque usted me lo dice”, con que uno insinúa que sigue sin creerlo. Carranza es incesante viajero llamado por villas y ciudades donde se le espera como a mensajero de intelectualidad y de arte. Y si en España saltaba de Granada a Salamanca y de Valencia a Barcelona, en nuestro país un día se le ve en San Bonifacio de Ibagué, otro en San José de Cúcuta, otro en Cartagena de Indias. Lejos estamos, pues, del letrado ajeno al hervir vividor del mundo real. Todo ello sin perjuicio de sus cátedras en Bogotá y su atención constante en la Universidad de los Andes. Sus cátedras de literatura castellana y colombiana, en que penetra con espíritu crítico, por todos los recodos de la erudición y de la historia. Cosa a la que aludo en este momento, precisamente para subrayar cómo en su poesía ha huido de lo culterano y de lo humanístico. En ello, si no me equivoco, ha estribado el principal aspecto característico de su obra. Pero hay que reconocer que para llegar a la limpidez que implica su manera poética, se necesita una base recóndita y callada de letras clásicas. Esos clásicos que hay que aprender, pero que cuando uno escribe hay que olvidar, dejándolos que trabajen ellos solos allá en lo subconsciente. Tal es el espíritu de Carranza y tal ha sido en general el espíritu de ese brillante grupo que tomó por empresa de su escudo el lema Piedra y Cielo, en que proclamaron su devoción por Juan Ramón Jiménez. Un núcleo de amigos vinculados por parecidas tendencias, y digo parecidas, porque individualmente se acusan diferencias o contrastes entre sus componentes, de los cuales citaré solamente a tres, en gracia de la brevedad de este recuerdo: Jorge Rojas, Carlos Martín, Gerardo Valencia. Carranza, para limitarme especialmente a él, quiso volver a lo que se llama popularmente estilo llano, sin perjuicio de algunos barroquismos mentales, dentro del cual asoman las tintas de su refinamiento intelectual. Algo diferente a la manera de los viejos costumbristas, porque su poesía es sencilla, pero dándole a esta palabra la mayor cantidad de contenido estético. Beauté pure et simple, dijo Renán en la Oración ante la Acrópolis de Atenas. Ante todo, ha querido ser Carranza un poeta de emoción sin palabrería, diferente de los poetas sentimentales, en que predominaba el
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verbalismo sobre la sinceridad. Casi diría un neorromántico si no lo degradara el concepto. Y un poeta de imaginación, que de continuo se refrena en aras de la elegancia y de la sobriedad. Y un pintor de la naturaleza, sin tener nada de parnasiano. Y en una época en que se ha puesto de moda el verso libre, sin métrica ni rima, ni cadencia, ni lo que se ha llamado el divino ritmo interior, y en que uno adivina que se trata de verso porque se escribe en renglones desiguales, Carranza y sus compañeros de grupo reafirman el concepto clásico de la forma, es decir, representan un regreso al orden, a la armonía, al equilibrio. Huyamos del versolibrismo, parece que han dicho, inventando una palabra pintoresca llena de intención. Otro de los lemas de este amigo ha sido la permanencia dentro de lo castizo. Tomemos esta voz tanto en sentido amplio como restringido. Lo castizo, es decir, lo contrapuesto a lo extranjerizante, en especial a los aromas franceses, a modo de reacción contra uno de los gustos más acendrados en generaciones inmediatamente anteriores. Aunque, es bueno recalcarlo, ¡cómo nos dieron ellas de cosas finas, amables, hondas, inolvidables, por allá en los tiempos de mis juventudes! Y lo mejor es que estos Carranzas de hoy son los primeros de gustar de los Castillos y de los Céspedes de antaño. Premeditadamente se han alejado de aquella manera, pero no han caído en el desdén ni querido romper el hilo íntimo que une las más diversas zonas de la poesía. Lo castizo, además como preferencia por el asunto o sujeto nacional. No diré folclórico, palabra ya deformada entre nosotros, así en su grafía como en su significado estricto. Pues ahora todo se vuelve folclórico, las comidas, la música, la embriaguez con licores oficiales tomados a grandes dosis, según el deseo de los departamentos y las alcaldías. Ya no hay lo nacional, ni lo popular, ni lo terrígeno, ni lo costumbrista, ni lo tradicional, ni lo autóctono, ni lo campestre, ni lo regional. Todo es folclórico, con una C que reemplaza a la K original, pues parece que una de nuestras misiones académicas sea la persecución encarnizada a ciertas letras cuya presencia antes de estropear enriquecería el idioma, hasta en sus efectos visuales para la fisonomía de ciertas voces. Esta poesía de Carranza puede decirse que constantemente está iluminada por el sentimiento de la tierra, cosa distinta del Sabor de la tierruca, bello título que dio un grande y pesado novelista español, don José María de Pereda, a una de sus obras. Esa emoción de la tierra, o mejor diría, del ambiente colombiano, la encontraréis a lo largo de los versos de Carranza. Asoma insistentemente, como un imprescindible leit-motiv, la mayor parte de las veces al desgaire, sin subrayarse, cuando más puede sorprender. No es sino abrir el libro fundamental suyo, Canciones para iniciar una fiesta, dedicado a Rosita Coronado, como es natural, pues, ¡cuánto de ella no hay en esas páginas aladas, profundamente emotivas! Diré que talvez por mi predilección a esa forma lírica, lo que gusto mejor de allí son los sonetos, y entre los sonetos habría un poco de vacilación en el escogimiento; es tan difícil señalar esas debilidades sin escrúpulos de conciencia. Alguna vez, para encuesta abierta por la Academia de la Lengua, hube de incluir entre mis diez preferidas composiciones poéticas nacionales el Soneto con una salvedad, en que hay endecasílabos
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que no se necesita destacar, para que dejen flotando arpadas vibraciones, y dentro de su levedad, un estremecimiento íntimo. Es cierto que esto podría decirse en general de la manera poética de Carranza. (…) Los enemigos de los sonetos con rima aguda tendrían con cosas como éstas, para sentirse confundidos, diré poniéndome en tono didáctico. Pero lo que quiero destacar es la pincelada patriótica cuando menos se supone. El viento de la patria en la bandera, elemento bélico, cosa tan épica y rotunda, que allí se ablanda para concordar con la delicadeza del conjunto. Todo por efecto mágico del ambiente que ha creado: aquí un simple soneto. Eso es ser poeta. Menos sobresale en Carranza lo descriptivo que lo emocional, inclusive cuando toca la épica. Su patriotismo tiene de entusiasmo y de ternura, pero más de ternura que de entusiasmo. Nada que denuncie esta observación mejor que alguno de esos títulos suyos, con cierto regusto de verso clásico: Se canta a los llanos de la patria en metáfora de muchacha. Lejos estamos de las viejas rimbombancias marciales. A la tierra nativa comienza diciéndole con un flirt: Ven, siéntate a mi lado, dulce tierra, señorita vestida de cocuyos... Ven, claro viento, pluma, garza mía, con tus trenzas de ríos a la espalda. Es oportuno señalar este aspecto de su obra en los momentos en que se celebra el siglo y medio del día de la patria. La poesía del heroísmo y de la esperanza, como quien dice, género diecinuevesco, que dio en Colombia trompas como la de don José Joaquín Ortiz, a quien precisamente por épico se ha negado el atributo de poeta, que lo merecía en toda su amplitud. A tal punto la afición a este género ha decaído entre nosotros, y en todas partes del mundo. La guerra del 14 alcanzó a suscitar raptos de gran estilo literario, con aquello de los cañones floridos; bien es cierto que fue la última guerra romántica de esta humanidad. La guerra del 39 no tuvo -porque no podía tener- quien cantara los bombardeos floridos. Carranza es uno de los hombres para volver por la épica esperanzadora, ya vestida a la moderna, propia para dominar el snobismo de hoy, ese alzarse de hombros ante todo lo que se considere sentimental o generoso. Yo me temo que en pocas partes la fiesta nacional haya pasado por épocas de tanta indiferencia como entre nosotros, habiéndose considerado ese descuido y negligencia como signo de refinamiento, harto más distinto del entusiasmo de los catorces de julio en que París vibra de alegría. A lo que se agrega, en lo tocante a Bogotá, que de acuerdo con la Constitución del 86, se atraviesa la reunión del Congreso, acto eminentemente político y a veces mediocremente burocrático, que altera lo que tan sólo debe ser un día evocativo y cordial. Fue así como tomó fuerza la conmemoración en tiempos de Murillo Toro y de Rojas Garrido, al último de los cuales hoy se recuerda más que por sus inflamados recursos parlamentarios, por un romance emocionado, dicho por vez primera en el extinto parque de los Mártires, 1872.
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Épica y lírica, yo no creo que haya forzosamente que separarlas, en la clasificación normaliana. Por el contrario, casi nunca en lo moderno se han contrapuesto. Nadie sería aventurado en trazar con precisión su línea de frontera. Y menos en los tiempos actuales. Nada más épico para mí que la oda al 5 de mayo de Manzoni -la más bella cosa que se haya hecho en el género- toda ella montada sobre una sensación personalísima del lírico milanés. Ante todo, Carranza, como se lo han dicho en crítica formal, es un poeta de amor. De amor en tono natural, sin escorzos psicológicos, ni vestiduras exóticas. El amor por las buenas, según la expresión de Dámaso Alonso, en el conceptuoso y penetrante preámbulo al volumen aparecido bajo el nombre de El olvidado y Alhambra. Y a pesar de ser eso, poeta de amor, a las veces tremante de sensualidad y de intensidad, nunca desaparecen los matices de amor-ternura, yo creo el más difícil de transcribir, el más noble de alcanzar. Por ello es la Alhambra de Granada el único edificio -llamémosla edificio irreverentemente- que se evoca en los poemas de nuestro amigo. Lo ligero, lo sutil, en trance de vuelo, como quien dice, su propia poesía. En su obra, antes que las Isoldas, asomarían las Lindarajas. Yo me imagino que muchas veces, durante su larga permanencia en España, Eduardo Carranza quiso hacer lo que un amigo diplomático norteamericano, porque los norteamericanos también tienen rasgos de ese estilo, Washington Irving, que se fue a habitar en el famoso palacio de los moros, donde escribió sus Cuentos de la Alhambra, y de donde costó Dios y ayuda sacarlo para que volviera a las pedestres tareas de su oficio de Madrid. Pero debo corregir el concepto anterior tocado de demasiada literatura. Por la obra de Carranza lo que asoma en punto de mujeres, son las de nuestro ámbito colombiano. Bien es verdad que todo ello dentro de la Alhambra de sus versos. Me he atrevido a citar el amor-ternura que en ellos palpita. Y nada para sustentar este concepto, como observar los elementos más espontáneos con que se tejen esas sutiles y acariciadoras páginas. Ante todo, el agua, que se presenta a menudo. No en vano el autor se abrió a la vida en la dilatada extensión de los Llanos Orientales; y por esa misma razón otro elemento que vibra tenazmente en la obra de Carranza es la luz. De agua y sol están punteados sus poemas, cuando no de nubes, que vienen a ser lo mismo. Tan sólo recordaré ahora aquel trémulo romance de El sol de los venados, en que alude a su primera visión de infancia, y en que se pone como antífona una cálida y silenciosa dedicatoria filial. Recuerdo el sol de los venados en un balcón crepuscular. Allí fui niño, ojos inmensos, rodeado de soledad... Para terminar dos páginas después, en rasgo de esa estremecida añoranza que todos hemos experimentado cuando nos apartamos del presente vetusto: ¡Ah! Tristemente os aseguro, tanta belleza fue verdad.
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Permitidme que entre estas muestras de acendrada poesía haga una observación tremendamente prosaica, pues no olvidemos que estamos en la Academia de la Lengua, y ello me da derecho a caer en los prosaísmos. Ese Sol de los venados, de nombre tan expresivo y tan nuestro, que al decir del poeta, trisca como dorado recental los cerros y colinas, pleno de cordialidades y de melancolías, no se encuentra en el diccionario. Ojalá, como recuerdo de la recepción de Eduardo Carranza, seáis lo bastante osados para hacerlo incluir en el libro padre de Madrid, o mejor, le regaléis esa joya del léxico colombiano a la Real Academia Española. Venía diciendo de los puntos de apoyo reiterados en la obra de Carranza, que son a manera de rúbrica, donde quiera que se pasen sus hojas. Carranza es por excelencia el poeta del aire, de la rosa, de la mujer. Tal vez trípode de su lírica. Cada uno de esos elementos sirve a veces de tema, otras veces de motivo fugaz, pero lo suficientemente intenso para marcar un poema largo o corto. Si se trata de una de sus canciones de cuna, en que se extrema la delicadeza de las miniaturas, le dice el poeta al niño que éste es del viento y de la tarde; y también del aire y de la tierra; y en otra se define el atardecer como compañero del aire. Si es en la introspección de sí mismo, el vate le dice a su propio corazón en atrevido lance de fantasía y de musicalidad: Eres de mis submares marinero, y en los mares del viento, caracol. Si es en una bella elegía, anuncia que la fina dama de Popayán, asomada en su propia alma, sonríe detrás del aire. El aire, el viento, la brisa, soplan por todas partes en las estrofas de nuestro amigo, tal como en el mundo físico. De ahí su levedad y su frescura. La rosa tiene tal vez más insistente presencia, tan confundida se halla para Carranza con la mujer. Y no sobra destacar que con su Soneto a la rosa, tiene derecho a entrar en las diversas antologías de esa flor, tan frecuentemente explotada por los poetas y por los pintores. Sólo que los pintores han sido menos afortunados que los poetas, en el tratamiento de la rosa, explosión botánica que, para el arte no tiene términos medios. En la pintura con mucha frecuencia. Si fuera a carmenar los textos de Carranza en que se vienen a la mente esos elementos de poesía, tendría que leer aquí casi toda su obra. Mas no deformemos el propósito de este simple saludo. (…) Al escribir este perfunctorio comentario, me ha parecido por momentos que estoy en uno de los diálogos que a veces el buen destino me ha proporcionado con Eduardo Carranza. Conversaciones sin orden, salpicadas de reminiscencias de nuestros poetas bienamados, para lo único que me ha sido fiel la memoria a lo largo de mi vida. Coincidimos generalmente en preferencias literarias. No así ciertamente en las preferencias políticas. Antonio Machado, ante todo; su hermano Manuel; los clásicos españoles; los líricos colombianos; de América, por delante, Rubén Darío. Cosa que a veces hubo de
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sorprenderme, tratándose de éste nuestro poeta y del gran vate versallesco. Es que Versalles, me ha explicado Carranza, no es sino una parte de Darío el grande, ante el cual tiene él siempre su lámpara encendida, así en las conversaciones familiares, como en las conferencias sobre el cantor del Momotombo. Algunas de gran interés le oí en nuestra querida Barcelona, hace pocos años. Pues no olvidemos que en Carranza no todo ha sido verso. Es preciso recordar, al menos como último apunte de este ligero esbozo, sus bellas páginas de prosa. Una prosa retenida, sofrenada, azorinesca en ocasiones, que sabe aprisionar con una palabra el color de las cosas, la intimidad de los pensamientos. Y hago esta anotación un poco a mi pesar, debido a un pequeño episodio, de los que pasan en la vida periodística. Se trataba hace ya bastantes años de una nota necrológica, con motivo de la muerte de Jorge Gómez Restrepo, hermano de nuestro inolvidable e ilustre don Antonio. Como amigo de toda la vida, con afecto heredado, me esmeré en ella cuanto pude, con la inteligencia y sobre todo con el corazón. Bien lo merecía Jorge, por su discreta y acendrada tarea literaria, sus ceñidas y afinadas traducciones del inglés, del italiano, del francés. Mi nota resultó sentida e insignificante. Eduardo Carranza tuvo que hacer otra, en su condición de colaborador de El Tiempo, por aquella época. Apenas si había conocido a Jorge. Nunca había estado en su casa, una casa que yo me sabía de memoria y que desaproveché lastimosamente en mi escrito. Vieja casa bogotana, patio claustrado, macetas de geranios por todas partes, surcos de alelíes, umbrátiles alcobas, olor de alhucema. Tan compenetrada de la personalidad de su dueño, solterón, santo laico, bueno como el pan. No sé todavía cómo Carranza intuyó, en apresuradas y altas horas de la noche, el personaje, la casa, el ambiente, toda la psicología del hombre y su alrededor. Hizo una pequeña obra maestra. Me dejó humillado. Es uno de esos incidentes imperceptibles a los ojos extraños, pero que no se perdonan en la vida. Y hoy, al darle el abrazo de bienvenida en nombre de la Academia Colombiana, sepa mi querido colega, que no he olvidado esa mala jugada que me hizo en el luminoso camino de nuestra amistad. (1)
1.2 Jorge Rojas Prólogo para Seis elegías y un himno Así como no podemos concebir el poeta condenado tan sólo a su efímera verdad anecdótica, sin nada que lo proyecte sobre su destino eterno y universal, tampoco podemos imaginarlo ajeno a una realidad vital, a una huella profunda de la sangre. Debajo de la modalidad de cada uno, conseguida por la superposición consciente y artificiosa de elementos externos, corre remansada la vida del hombre con su espeso sedimento de sueño, de oscuras tendencias, de deseos no satisfechos, de súbitas defensas, de experiencias celestes.
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Eduardo Carranza expresa un vago y trémulo amor dicho con las palabras más azules para no empañar el espejo donde en realidad, nos asomamos nosotros mismos. Hay un amor primario apenas, encauzándose hacia las criaturas menos diferenciadas, buscando en la forma dudosa de las adolescentes el perfume de las pomas aún no tocadas. Es en él y por él que la adolescente pasa tan confiada por nuestra nueva literatura. Antes otros la habían cantado. Eduardo Castillo ya nos había mostrado sus senos pequeñitos punzando los leves linos del poema, pero es sólo en Carranza donde toda mujer se hace adolescente y aniña cuanto la rodea. Todo en su mundo está atento a sus más dulces designios. Abiertas azaleas y verticales lirios, lentas mariposas y abejas de siesta, conjuntamente están acendrando la miel para la nubilidad inminente y cernida apenas sobre el vaho de los sueños. En este momento en que nuestros grandes poetas no tienen quizás un discípulo, Eduardo Carranza hace escuela enrumbando su fuerza amatoria y su diluida conciencia de hombre que sueña hacia el tipo de mujer que por estar más lejana de la muerte nos puede alejar de ella y por estar en formación nos copia como la quieta fuente sobre la cual siempre estaremos inclinados. Miedo a la muerte y narcisismo, dos sentimientos sobre los que se levanta la estructura afectiva del hombre conduce sin duda a la adolescente; y es alrededor de ella que una buena parte de la poesía moderna teje para rodearla de los más puros elementos, elementos que no le borren luz y le añadan transparencia como: aire, agua, brisa y cristal. Prescindiendo ahora de esa escondida y siempre hipotética determinante de nuestro canto, dejando a un lado los elementos inertes de las palabras, encontramos en su obra escapada toda materia juzgable, huidiza a la presente realidad del poema, ese algo que apenas llamamos poesía sin intentar definirla. Y es que así como a algunas mujeres sólo empezamos a amarlas cuando ya no nos pertenecen, en Eduardo Carranza es una vez hecho el silencio -el silencio del poema- cuando empieza a crecer, calladamente, sobre su tronchado tallo y dentro de nosotros mismos, por encima y más allá de su anchura de sonido y de su profundidad de intención, la pura arquitectura almada e imponderable de su verdad. Y la verdad de la poesía empieza donde acabaría la verdad de cualquiera cosa del mundo. Donde la palabra deja de sonar, donde el concepto deja de explicar, empieza el oído a oír, y la inteligencia a comprender. Su mágica presencia se esfuma entre las redes de los sentidos, se escabulle de entre los dedos de los gramáticos, rebosa los platillos donde el físico pudiera dosificarla, para invadir el alto espacio que le es propio e inatacable. Ahora Piedra y Cielo presenta unos últimos poemas de Eduardo Carranza. Quizás nos muestre en ellos un nuevo tono. Tal vez por primera vez aparezca en su poesía la imagen de la muerte; pero es una muerte suya, una muerte adolescente con una fragante guadaña de violetas, que no hiere. En todo caso los poemas de Eduardo Carranza, no podemos medirlos por la belleza de su imagen, ni por la dulzura de su acabada voz, sino por la presencia, casi recuerdo, de su azulada atmósfera. (2)
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1.3 Jorge Gaitán Durán Prólogo para Diciembre azul Diciembre azul, lo auténtico en la poesía Cuando la mano implacable del tiempo pasa por una lírica, el juicio de la posteridad -jamás equivocado- deja para la historia solamente lo esencial, lo eterno, lo inmutable; desechando el brillo vano, la fama deleznable de las modas y de los gustos, el azogue engañoso de las pasiones. Para nada sirve entonces esa pequeña gloria, casi siempre temprana, forjada por circunstancias extrañas, por sucesos exteriores a aquel acto supremo, único ligamento del hombre con lo infinito y lo trashumano, que es la creación artística. Existe un ojo de aguja, un dédalo de fuego, en el portal de lo fabuloso y de lo legendario, imposible de traspasar antes de escuchar el veredicto de los tiempos. Afuera quedan los simuladores, los torpes, los vanidosos, golpeando inútilmente por las caballerizas, formando una oscura fila hacia el olvido. Hay un proceso de purificación, de responsabilidades, en toda obra artística, que sólo se puede verificar lejos de las incidencias mundanas y bajo la vara rectora de la historia. Vemos en el transcurso de las épocas que ese proceso se realiza cuantitativamente dentro de los poetas o artistas que forman un movimiento, un grupo, o una escuela, reduciéndolos a dos o tres, eliminando a los más: y luego cualitativamente dentro de la misma obra de los elegidos, echando al pozo sin fondo todo lo accidental y lo superficial, hasta conservar exclusivamente lo que está libre de toda mancha, de toda impureza, de toda contaminación, y tiene la densidad exacta, la medida ineludible de lo inmortal. Sentado lo más general de lo esencial, hay que buscar entonces la razón profunda, la causa histórica de los elementos que posee una obra para resistir victoriosamente el sitio del tiempo, su acometida invisible que va destruyendo lentamente todo lo que sea inmune a su poder disgregador. Aun cuando parezca paradójico, esa calidad de permanecer, esa materia acerada, solamente la tiene el poeta que interpreta cabalmente los caracteres vitales, sociales, políticos humanos y académicos de su época y de su medio. El contenido y la forma deben ser idóneos, aptos para incorporar el sentido auténtico de una época a la estructura artística. Si el creador se aísla, le vuelve la espalda a lo más esencial de su tiempo, entonces sin un material verdadero y vital, la forma y el contenido serán anacrónicos, casi siempre exprimidos de las bibliotecas y de los museos, y quedarán dentro de las corrientes universales a lo más como una curiosidad, como un objeto de colección carente por completo de valor imperecedero. Lo clásico en el arte no lo constituyen de manera exclusiva las manifestaciones de ciertos períodos cumbre de la humanidad: el siglo de Pericles, el renacimiento italiano, el siglo de oro español, que han servido de modelo a infinidad de derivaciones, efímeras como todo lo subsidiario; sino viene a ser en cualquier época la obra que significa un alto equilibrio entre las características esenciales, entre los elementos muchas veces antagónicos de determinado tiempo y determinado medio. Así por ejemplo, Neruda es un clásico de nuestro siglo, aun
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cuando no ha realizado su lírica dentro de ninguna de las entelequias ideales y ficticias que la estética acomodaticia del individualismo ha venido señalándonos como clasicismo, porque ha captado prodigiosa y genialmente el espíritu de la época. Desde luego todo lo que supervive, todo lo que posee cualidades suficientes para la perennidad es lo clásico, mejor dicho el arquetipo artístico de las virtudes, de los defectos, de las múltiples condiciones de un ciclo histórico. Por esto el valor definitivo de los movimientos americanos poéticos de este siglo, reside en su calidad auténticamente clásica, en su interpretación universalista de América. Los movimientos trasplantados, exóticos, extranjeros, tienen un carácter subsidiario; y si pueden ofrecer en ciertos momentos brillantes reflejos y escapes de innegable hermosura, como entidades absolutas están siempre sometidos a su propia limitación derivativa. Aquí cabe hacer unas breves reflexiones sobre los diferentes papeles ejercidos por la lírica americana y la lírica española del siglo XX, olvidando desde luego sus mutuas influencias, su reciprocidad de enseñanzas, factores apenas lógicos. Se ha sobreestimado la lírica española y se ha subestimado la americana. Juan Ramón Jiménez y sus directos herederos: Guillén y Salinas, así como el trágico García Lorca o el fino y magistral Alberti, vienen a constituir -reconociéndoles obviamente su gigantesco temperamento poéticouna continuidad de los territorios del siglo de oro, y de Bécquer. En cambio los americanos dan la nota clásica, hallan el contenido auténtico del siglo, sin detenerse decisivamente en ningún antecedente, levantando al plano artístico los elementos esenciales de la época: el confusionismo, el caos, la contradicción y el antagonismo de las corrientes sociales y económicas, el acercamiento a lo telúrico y popular, la lucha entre la materia física y el sueño, la búsqueda de lo unitariopoético que es la conjunción de lo objetivo y de lo subjetivo, de lo intuicional y de lo intelectivo. Tal abarcadura le da a la lírica americana un derecho inalienable, una categoría universal. Se puede entonces preguntar, actuando dentro de las premisas generales, si el movimiento de Piedra y Cielo implica en sus manifestaciones líricas un sentido clásico-americanista, y está cabalmente ubicado dentro de su época y de su medio; o si solamente es un reflejo subsidiario de la buena poesía española de todos los tiempos. Las dos figuras más brillantes y celebradas de la novísima generación colombiana: Andrés Holguín y Daniel Arango, han sostenido la última tesis en numerosas ocasiones, y en general dicho criterio pesa en la conciencia de las minorías intelectuales del país. Sin embargo la realidad es muy distinta. Piedra y Cielo sí es un auténtico movimiento americano. Apartando una etapa inicial, innegable subsidiaria de lo español, en la obra ya madura adquiere hondamente todos los atributos esenciales del siglo y del medio social. Además incorpora todo lo típicamente nuestro a su vocabulario y a su temática. No es el caso enfocar a Jorge Rojas como el poeta de la Forma de su huida, sino hay necesidad de buscarlo en la Parábola del Nuevo Mundo, en el Cuerpo de la patria, en la Invasión de la noche. Similar es la situación de Eduardo Carranza, de Aurelio Arturo -el gran lírico de Morada al sur-, de Camacho Ramírez, y aun de los poetas menores del grupo.
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En la poesía de todos, primando en unos la forma matemática y en otros la traslación directa se encuentran confusionismo, caos, antagonismo; búsqueda de lo telúrico, de lo popular y de lo heroico; preocupación por lo unitario-poético. Es verdad, desde luego, que hasta hoy sólo tres o cuatro grupos se acercan al ideal clásico, es decir al equilibrio perfecto entre los diversos elementos que les depara a sus líricas la época; y que probablemente cuando se analice después de un apreciable lapso histórico al movimiento, el número de los elegidos se reducirá más aún. Pero estas deficiencias no dan ninguna razón valedera para afirmar que Piedra y Cielo es subsidiario de la lírica española. Como entidad independiente y absoluta, Piedra y Cielo es un movimiento americano, y como tal con tendencia -no importa si cumplida o no- hacia lo clásico y lo universal. La lírica de Eduardo Carranza se caracteriza por un deslumbrante don metafórico, de origen intuicional, a través del cual va cristalizando todas las cosas del mundo y del ser en una transparente sinfonía. Nadie como él ha poseído el secreto de las formas aéreas, traslúcidas, esencializadas, sin perder algo así como una fuerza profunda y poderosa, que brota de la tierra, del amor, de los héroes, del dolor, de la muerte, en fin de todos los grandes temas humanos. Carranza ha tenido el atributo de encontrar una fórmula quizás un poco mágica y misteriosa, para salvar de manera personalísima esa aparente contradicción entre sus formas dichosas, casi irreales, y la convulsión vital, el sentido de su época y de su medio. Con suma facilidad ejecuta, aprovechando las conquistas poéticas, un equilibrio entre la forma y el contenido, busca planteamientos especiales para su esencial lírica, pero en compensación interpreta a cabalidad su tiempo y su sentimiento. Ahí está su poema al llano, tan hondamente colmado de jugos telúricos, de drama humano, de fuerza vital, y realizado a la vez dentro de esplendentes metáforas, dentro de una depurada concepción del lenguaje. Desde José Eustacio Rivera es Eduardo Carranza quien nos da la más hermosa y pura visión de la gran llanura colombiana. Veamos el canto: Ven y que yo te toque y te descubra territorios secretos, dulces minas: ven a mis brazos de jinete joven que oye piafar los potros en su sangre; ven con la luz que unánime te aclama con el arroz nupcial, la palma súbita; con las mínimas lunas de naranjo con la piña de límpida saliva. Ven y con tus orquídeas y jaguares y tu claro de luna y tus suspiros ven con tus negros toros, con tu alma, cantando al son de tu melancolía.
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Indudablemente Carranza es el poeta menos confuso y caótico, el más claro y metódico dentro de Piedra y Cielo. Al considerar esto parece como si se alejara un tanto de ciertos elementos esenciales -no entramos a discutir si son defectos o cualidades- de la época, como si quedara un poco desubicado de lo que hemos llamado la poesía clásica de nuestro tiempo. Aun cuando no carece de esos determinantes, y olvidando las incidencias temperamentales, las imponderables diferenciaciones individuales; lo que sucede es que Carranza se adelanta, más que ningún otro dentro de su generación, con esa posibilidad de intuir lo venidero que sólo poseen los grandes poetas -al decir de Larrea-, en el proceso de síntesis, de rigor obstinado, de decantación, que sigue inevitablemente dentro del fuego de los contrarios históricos de las grandes épocas turbulentas. Por otra parte la lírica amorosa de Carranza no ha tenido la índole galante, versallesca y superficial, que algunos le han atribuido. Hay que considerar que el sentimiento amoroso en las épocas turbias, morbosas y trágicas adquiere dentro del drama humano una forma de contraste, una calidad de evasión en lo sublime y en lo inefable. El tránsito hacia lo religioso, lo místico y lo infinito, tiene su proyección singular en el amor. No otra cosa es esta dichosa melancolía del poeta cuando dice: Tu corazón se ha ido, ahora, con la fuente. El viento habrá borrado tus pasos en la arena, borrado habrá el olvido mi huella por tu frente, como borra el crepúsculo la luz con que te escribo. O este sentimiento delirante, doloroso, de deseo y de fiebre, ya más oscuro y hondo: Ténme siempre en los ojos, amor, tu venda pura, siempre sobre mi boca tu brasa lineal, ténme siempre en el tacto tus jardines secretos, en el oído siempre tu abeja delirante... … Vengo a que seas el terrible viento silbando entre mis venas y mis huesos, mi agua y sed únicas, mi solo espejo, última tierra en que cante y muera. La poesía no se podrá juzgar jamás literalmente, es necesario buscarle su significado histórico, su razón de ser, en el gran drama universal, de donde sale para radicarse en la conciencia del lírico, terminando su tránsito en la obra que será más alta y lograda cuanto más haya realizado lo unitario-poético, es decir la unión de lo objetivo y de lo subjetivo, y el equilibrio en el plano artístico de los materiales que la época brinda a la capacidad receptiva e intuitiva de un poeta. Nunca en la historia del arte lo subsidiario o lo anacrónico o lo derivativo han tenido calidad imperecedera. Eduardo Carranza es un auténtico poeta de su siglo y de su medio. Tal es su mayor virtud en esa suprema aventura del hombre que es la poesía. (3)
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1.4 Dámaso Alonso Prólogo a El olvidado y Alhambra Lo sensorial, lo temporal y lo permanente en la poesía de Eduardo Carranza Este breve libro de Eduardo Carranza no se parece a nada. Se parece a la poesía. La poesía vibró una vez más en la historia del mundo con la voz de Eduardo Carranza. Y Eduardo ya sólo se parece a Eduardo. Es un libro de pocas páginas: pero en él está un poeta definido, neto. Si no fuera Eduardo Carranza tan Eduardo Carranza, es decir, tan único y tan de hoy, yo diría que este libro, que termina precisamente con un bellísimo poema que se llama Alhambra, es un libro árabe. De lo árabe tiene por cualquier página la fina sensualidad tan penetrante; pero ya me sería difícil, dentro de la poesía árabe, definirlo más exactamente: porque tiene la pena de amor y el sollozo de las grandes casidas apasionadas, y también la minuciosa precisión, dibujable, de esos breves poemas de los árabes andaluces, con los que Emilio García Gómez nos ha familiarizado. La primera nota, pues, de este libro es la delicadeza, la extraña sensibilidad; y junto a ella, el melancólico apasionamiento. Delicadeza y apasionamiento: Suéñame, suéñame, entreabiertos labios. Boca dormida, que sonríes, suéñame. Sueño abajo, agua bella, miembros puros, bajo la luna, delgadina, suéñame. Despierta, suéñame como respiras, sin saberlo, olvidada, piel morena... Oh delgado jardín cuya cintura delgada yo he ceñido largamente; oh llama de ojos negros, amor mío; oh transcurso de agua entre los sueños. Ya es raro en poesía contemporánea un poeta que canta al amor. Y que no sea poeta de un amor de esos “ni chicha ni limoná”, sino que cante a una mujer por las buenas. Desde La voz a ti debida de Salinas, no recuerdo otro poema tan claramente y bellamente erótico hasta Eduardo Carranza. Hay obras muy bellas de poesía de amor entre Salinas y Eduardo Carranza: pero es casi siempre amor junto a algo, sobre un fondo: amor a la esposa, a la esposa en la familia, o en un paisaje determinado (se podría llamar amor “adjetivado”). No una masa de sensualidad, ternura y delicadeza “sustantivas”, existentes por sí y que en sí poseen la última razón, como nos ofrece la poesía de amor de Eduardo Carranza. Delicadeza… No sé si delicadeza expresa bien lo que quiero decir. Las palabras son notaciones muy imperfectas para el crítico. Y probablemente esa “delicadeza” me ha sido sugerida, de una parte por la
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tradición literaria, de otra porque el mismo poeta se recrea especialmente en la delgadez; nótese que “delgadina” le viene de la tradición literaria también, pero donde lo usa resulta muy tierno y expresivo: ... bajo la luna, delgadina, suéñame. ... Oh delgado jardín cuya cintura delgada yo he ceñido... Y en otra ocasión dice (con imaginería semítica): Tu cintura, delgada como la de las lámparas. Tu cintura, delgada como el humo saliendo de la botella... Poco a poco va viendo uno cómo las oscuras sensaciones se comprueban. Porque esto nos lleva otra vez a la poesía árabe. Léase de nuevo la imagen: “cintura, delgada como el humo saliendo de la botella”. La representación estilizada de la belleza femenina en poesía árabe es la imagen de la “rama flexible” (el talle y la cintura) “sobre la duna” o “sobre el montón de arena” (el vientre). De una manera semejante, pero completamente personal, Eduardo Carranza viene a sugerir algo muy parecido. Yo elegí la palabra “delicadeza” porque en la poesía de Eduardo Carranza hay ese anhelo de delicadeza, de delgadez, de ligereza, de esbeltez: ... Cuando lo aéreo, cuando lo ligero. Cuando el jazmín subió a sus miradores y el amor a sus torres espirales y el azahar. Anhelo de lo ingrávido, que al fin se perfecciona en música o aroma, como si música y aroma tomaran forma palpable: Cuando la música se hizo visible. Cuando fue el tiempo de ver el aroma. Pero no basta. Habría que expresar que con esa voz “delicadeza” aludo a multitud de nerviosos ademanes, de impredecibles escorzos. Quiero significar también que este apasionamiento de hombre, tan sensual, está lejos del grito, de lo desmesurado y brutal, que pueden ser también actitudes muy genuinas, de lo erótico: se trata de una sensualidad minuciosa, exquisita (pero sana: nada de “flores del mal”), colindante con las apariencias más inmateriales de lo sensual, el aroma y la música, todo sugerido por esa forma ya casi puramente espiritual de sensualidad, que es su recuerdo: la nostalgia. Las flores huelen a tu sueño: a beso perdido, amor, a beso entredormido. Nostalgia, melancolía: Te llamarás silencio en adelante.
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Y el sitio que ocupabas en el aire se llamará melancolía. Muchas veces, en las palabras anteriores, he tenido que aludir a los sentidos: ya va pues, implícitamente dicho cómo los sentidos se sitúan en el centro de la poesía de Eduardo Carranza. Si hasta ahora he mencionado sólo el olfato y el oído, habría en seguida que decir que el tacto y la vista también están siempre tan activos en la poesía, sobre todo el último, que muchos de los poemas de Carranza son, se diría, dibujables, pintables. Hay a veces una nitidez de instantánea, como en esa ola que parece de un dibujante japonés, en dos versiones; una en que toda la atención se centra en el azul del cielo: Coronada de azul, como la ola y otra en que el verdadero objeto es la ola misma, erecta, en el instante de su máxima tensión: La ola de pie, que el cielo azul corona. Se diría que hay unas cuantas imágenes ópticas grabadas con especial fijeza en la retina del poeta: La luz, cuando camina entre palmeras O en otra forma: el cielo que se apoya en la palmera, el llano inmenso y el solemne río. Luz nítida con los perfiles exactos de las cosas y un paisaje de colores enterizos, lustrado por ella. Ah, es el trópico. El hijo del trópico, en Europa, recuerda entre el cambio estacional, el inmóvil verano único de la patria lejana, y nos da una condensada visión de ese paisaje: Por seguir tu bandera, primavera, crucé la mar y abandoné el estío con su traje de fruta, y su bandera de pájaros y azul en desvarío. Crucé la mar y abandoné lo mío: negro potro y hamaca volandera, el cielo que se apoya en la palmera el llano inmenso y el solemne río. He aquí que, junto a la “delgadez” que nos lleva a lo árabe, la “nitidez” de esta poesía nos evoca el paisaje tropical, la tierra nativa del poeta. Esta sensación de nitidez, de “dibujabilidad” creo que es característica de muchos poemas de Eduardo Carranza. Y es notable que aparte esos de evocación de la patria (como el soneto que fragmentariamente he citado), tal perlucidez de la imagen sea muy intensa en los poemas de ensueño, como en el titulado Es la lejanía, o en el que se llama De los sueños:
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(Canta una casa de madera azul en una playa blanca. Estás cantando y el mar oye tu boca distraída. Bailas en la pradera, pies dorados, hombros desnudos, bailas, amor mío.) Entre las dos orillas fluyes. Sola. Tus labios flotan sobre la corriente y el oro azul de una manzana aguda. Entre hondas y perfumes centellean la piel sola, profunda, los cabellos. Una barca desciende, paralela, llena de flores, rumbo a la mañana. El jardín te recuerda y continúa tu sueño y el secreto de tus venas. Las flores huelen a tu sueño: a beso perdido, amor, a beso entredormido. Pero los sentidos (como en la última estrofa citada) se asocian, entredormidos, para entrecruzarse. La sensibilidad del poeta es una red de finísimas sinestesias: se diría que el trasfondo del poema es una selva virgen en la que se entrecruzan, múltiplemente, vínculos sensoriales, a modo de bejucos y lianas. ¡En el fondo de nuestra vida hay una selva virgen, de sensaciones entrecruzadas! (Y henos aquí, al penetrar en la entraña del poema llevados otra vez a su imagen tropical). Si en general, en la poesía de Carranza, es la vista el sentido homogenónico (al que van como a anudarse o asociarse todos los demás) hay algún poema en el que la preminencia la tiene el tacto. Es ejemplo clarísimo el que se llama Poema de una sola mano (porque el poeta lejos de su patria, pasa la mano por un mapa, a grande escala, del valle de Ubaté). Pero se diría que a través –también- del tacto, tienen una comunicación todos los otros sentidos, o que en este caso el tacto condensa en sí todo lo sensorial (todos los recuerdos del Valle de Ubaté). Obsérvese que dice, literalmente, que con los dedos, (es decir, tocando) oye cantar un gallo (expresión neta y directamente sinestésica): Oigo cantar un gallo con los dedos y una paloma rozo, que, aleteante, despierta la campana y entre ángeles oye un niño la hora de la escuela. Aprovechemos este poema para observar tipos de voluntarias confusiones (que podemos también considerar como sinestesias). El poeta al tocar el mapa de Ubaté puede decir: Bajo mi mano se desliza un río y el tiempo, el tiempo, corre por mis dedos. Un cuerpo joven fluye bellamente... Fluyen o se deslizan lo cinético (un río), lo temporal (el tiempo), y en fin, un bello cuerpo (lo extenso). Río, tiempo, cuerpo joven, son
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conceptos que se han ido atrayendo o sugiriendo los unos a los otros por el vínculo común de la fluencia. El tiempo fluye, pasa, corre, también, entre el cabello de la amada, entre la sangre del poeta, entre los álamos, entre los sueños (Es el tiempo). Pasar, correr, verbos físicos, de movimiento físico de líquidos, que producen una primera confusión, un primer entrecruzamiento de sensaciones: Oigo pasar el tiempo entre tu pelo como seguimos con el pensamiento un día antiguo o una melodía. Especialmente por la primavera. El tiempo (no sensorial, una abstracción) pasa entre el pelo (fluye con las ondas del cabello), como seguimos con el pensamiento un día antiguo (recuerdo de una vivencia) o una melodía. Nostalgia de lo vivido, melodía recordada, pelo undoso, tiempo, todo fluye, todo es pensado, confundido, recordado, todo es melodía. Oigo pasar el tiempo entre los sueños especialmente cuando es el invierno y el piano, amor, oye caer la lluvia, caer la tarde, un pétalo, el olvido. El piano oye caer la tarde... El poeta es el que oye al piano sonar en la tarde, mientras cae la tarde... Pero el autor hace sujeto al piano y es ahora el piano el que oye caer la tarde y... todas las cosas que aquí caen son dispares: la lluvia, la tarde, un pétalo, el olvido. De ellas, la única que hace ruido, única que el piano podría oír es la lluvia. Todas caen lentamente, suavemente, como el caer de la tarde. Sólo se escucha la voz del piano y el caer de la lluvia. El tiempo, el tiempo, a través de las sensaciones, haciéndolas fluir, fluyendo con ellas. Constantemente la categoría de tiempo está presente en la representación del poeta: tiempo destructor unas veces, tiempo que disuelve hasta los sueños, tiempo gozoso otras, “tiempo que viene del futuro”, o simplemente tiempo: y en él la variabilidad y la permanencia. Hemos visto ya varios ejemplos y podría citar muchos más: apenas hay un poema de este libro en el que el concepto de “tiempo” no sea un concepto vivo y operante (y en muchos la misma voz “tiempo” aparece). Si consideramos que los sentidos humanos son una presencia permanente en este libro y que entrecruzados unos con otros en estas páginas pueden representarse por una unidad más alta, lo “sensorial”, tendríamos en esa fórmula una de las categorías del mundo poético de Carranza y la que antes da en los ojos del lector. Creo que la otra categoría fundamental de este poeta es la temporalidad. Lo sensorial implica, en sí, lo espacial y lo temporal (categorías primarias de nuestro vivir); porque el sentido es, fundamentalmente, la experiencia humana del tiempo y el espacio. Pero es que al lado de lo sensorial, independiente ya, como concepto abstracto, la idea del tiempo preside
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esta poesía. Las corrientes de este mundo poético son las del tiempo. Así en el sueño de la amada: Pasan los ríos hacia el otro instante abriendo el aire, humedeciendo el tiempo. Ojo, no confundir la sensorialidad de la poesía de Eduardo Carranza con la de cualquier poeta decorativo y exterior. Sería el más grosero de los errores. Eduardo Carranza es un poeta hondo y concentrado (su expresión, también, tiende a la brevedad, a comprimir, a ser posible, unidades de pensamiento poético en unidades de verso). Como en ese bellísimo “Tema de mujer y manzana”, en la poesía de El olvidado se junta la visión fresca, tan reciente que se diría de luz recién creada, con su permanencia: esa imagen fresquísima -vivida, es decir, contingentetiene un valor de eternidad: eterna mujer, eterna manzana, a través de los siglos hasta hoy, hasta el día último de la vida. La sensorialidad fluida por el tiempo en la poesía de Eduardo Carranza se eleva a eternidad. Siempre -eternamente- en poesía, y -en la vida- siempre, en el día primero, en el último, una mujer mordía una manzana. (4)
1.5 Pedro Laín Entralgo Saludo español a Eduardo Carranza Vamos a asistir, amigos, al más tierno, al más misterioso, y acaso al más conmovedor de todos los sucesos meramente humanos. A saber: al nacimiento de unas cuantas palabras poéticas. Pero el hecho de que estas palabras sean de Eduardo Carranza, del maestro Eduardo Carranza, como sus amigos le decimos, me obliga a comentarlas pensando que el primer problema, el más genérico problema que uno deba plantearse frente a ellas –antes, incluso, de su sonoro nacimiento- es, probablemente, el de la voz poética del continente americano. Del continente americano nos vienen fundamentalmente dos clases de palabras: unas disfrazadas; otras, adecuadamente vestidas. Porque la palabra pese a que muchas veces se la adjetive con el término desnuda, es siempre, por su misma esencia, vestimento. Pues bien, hay palabras disfrazadas; disfrazadas muchas veces, y esto es lo que ahora importa, de vejez. América nos envía de cuando en cuando la voz de ciertos hombres que, siendo histórica y constitutivamente jóvenes quieren simular senectud. Y de esto no quedan excluidos ni siquiera los más grandes poetas. El propio Rubén, que tantas voces de joven, de joven genial y prometedor, nos dejó en España o nos envió desde América, no fue ajeno a este reproche. También quiso fingir palabras de hombre cansado y viejo. Y si no, compárese lo que un joven genialmente joven, Rimbaud, decía frente a aquel mundo, con lo que de él decía otro, no menos genialmente joven, pero a veces disfrazado de viejo, nuestro enorme Rubén. Frente a esas palabras americanas disfrazadas de vejez, hay otras que nos vienen vestidas de su misma juventud, porque lo más en el
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vestimento de la palabra poética consiste en hacer, de su misma carne, su vestido. Así, por ejemplo, la de Vallejo; así a su modo, la de Neruda; así a su magistral y personal manera, la de Eduardo Carranza. La juventud se revela en la palabra poética, porque aquel que la profiere manifiesta a los otros hombres que está descubriendo –virginal, sorprendidamente- el secreto de la realidad. Cada cual lo descubrirá desde su situación, desde su persona, desde su nivel; y así, habrá modos oscuros y atormentados, y como emergentes desde un último fondo triste y vencido, de descubrir ese elemental secreto; por ejemplo, los de Neruda, Gabriela Mistral o Vallejo. Y habrá otros modos procedentes de una situación espiritual más clara, más abierta, más en contacto con las fuentes del que nació la palabra viva y actual de aquel continente: éste es el modo con que nos envía su palabra joven, vestida de juventud, nuestro Eduardo Carranza. Por eso Eduardo Carranza puede cumplir una segunda labor de magisterio en las letras españolas. Fue la primera la de aquel joven poeta llamado Rubén; y entre las varias que en esta segunda etapa nos vienen de América, ocupa lugar eminente la de este alegre renovador a quien vamos a oír. Sus temas son temas de juventud: la tierra y el agua, el amor, el espectáculo de la vida humana, las formas de convivencia, y todos son expresados según un modo joven de enfrentarse con la realidad. Pero Eduardo Carranza, joven con voz vestida de juventud, no puede negar que pertenece a una tradición. Decía antes que se puede ser joven a lo largo de la historia en muy distintos niveles; y así, por ejemplo, lo fue Garcilaso, y lo fueron más tarde los románticos. Uno y otros inventaron palabras y usaron modos de ser, que ellos estrenaban y definían, partiendo, empero, de niveles históricos distintos. Otras veces, la juventud expresa la pertenencia a estirpes históricas distintas. Pues bien: la voz de Carranza, voz de juventud y de maestría, no puede negar que pertenece a una estirpe y a un nivel, y lo manifiesta por la conciencia de su honda, personal, intransferible condición de individuo humano. Este hombre joven canta al mundo, canta a la vida humana, pero desde una lejanía rigurosa, metafísicamente personal; desde una distancia en cuya virtud el poeta no se identifica, no se confunde con la vida por él cantada. Otras voces de América mostrarán una juventud de especie panteísta; pero la de Eduardo Carranza, que canta una realidad nueva, un mundo nuevo y modo nuevo de ver ese mundo y esa realidad, en modo alguno es así. La vieja estirpe hispánica de Carranza, con su radical servidumbre al último fin del hombre, con esa conciencia de que el hombre mantiene su propia realidad personal, cualesquiera que sean las vicisitudes y las situaciones de su existencia, sin confundirse jamás con el mundo, opera en la sustancia misma del alma de nuestro poeta. Por eso su corazón joven, alegre cantor de canciones con las cuales se puede iniciar y continuar una fiesta, sabe melancólicamente retirarse -como el corazón de Garcilaso, como el de san Juan de la Cruz, como el de fray Luis de León, como el de los más grandes poetas de nuestra lengua-, a una hondura en que él, el hombre y poeta, está solo con la raíz de su propia persona. Y por eso puede decir después de versos en que canta la belleza de toda posible realidad en torno a sus ojos, que, salvo su corazón, todo está bien. Querido Eduardo Carranza: permíteme que en nombre de los lectores de la poesía española, de la gran poesía española, te agradezca
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este mensaje de juventud a la vez española y humana, este ejemplo de juventud que sabe no confundirse con el mundo a la vez que le expresa y le goza. Eduardo Carranza: tu voz de poesía que promete, voz de poesía esperanzada, será fecunda en esta tierra nuestra. Eduardo: en nombre de los lectores de poesía española y aun de todos los hombres españoles, lean o no poesía, gracias. (5)
1.6 Jorge Gaitán Durán A manera de prólogo para Gran reportaje a Eduardo Carranza Entre los poetas vivos de Colombia, es Eduardo Carranza uno de los pocos que posee estilo propio, manera poética inconfundible, ese “algo” o vida secreta que anima la totalidad de una obra, diferenciándola y colocándola sólidamente en un conjunto cultural. Si se imaginara la obra de Carranza, editada anónimamente, sin indicación de autor, creo que cualquier persona, sin necesidad de extensos conocimientos, podría decir: “Esta poesía es de Eduardo Carranza”. No en vano esta circunstancia es común a todo gran poeta: en la lírica colombiana actual, Carranza ocupa junto con el maestro León de Greiff, Germán Pardo García, Jorge Rojas y Aurelio Arturo el más eminente lugar. Paradójicamente la mayoría de los ataques que se le han hecho al poeta se basan en la discusión -casi nunca impulsada por la buena fe crítica- sobre la originalidad de ciertos elementos de su poesía. Con intención no muy transparente se ha tratado de aprovechar aquella zona de influencias o reminiscencias que lógicamente existen en toda obra juvenil, sin advertir o advirtiéndolo, que aquella gracia primigenia, en ocasiones un tanto nebulosa y mágica de Carranza, se ha ido transformando en un estilo personalísimo. Sentimentalismo fino y depurado a veces aéreo como en los incomparables sonetos de hace algunos años: Soneto insistente, Soneto con una salvedad, Soneto a la rosa, a veces profundo como en El olvidado; romanticismo muy de nuestro tiempo y contenido por la perfecta forma clásica; gracia siempre renovada que se cumple en hermosas metáforas y en hermosura temblorosa, tal la luz apenas insinuada; armónica unión invisible de la mejor tradición castellana con el imperativo llamamiento del dulce barro americano (el poeta nació en Apiay de los Llanos, virgen y majestuosa región de Colombia, el 23 de julio de 1913); honda humanidad; puro amor nimbado de adolescencia y melancolía; dorado clima y aroma de secretos jardines; medido color y dichoso ambiente: forman el mundo lírico de Eduardo Carranza, y la peculiar orquestación donde recoge la sensación creativa, aquella heridora vida de la intuición. La obra de Eduardo Carranza ha seguido un ascendente proceso de maduración y contención. A través de sus libros: Canciones para iniciar una fiesta, Seis elegías y un himno, Ellas, los días y las nubes, Diciembre azul, y de su poesía recientemente editada -que a mi gusto es mejor-: sus Sonetos sentimentales y El olvidado; se hallan, en medio de una fresca y radiante espontaneidad, un interior y severo trabajo poético, y una constante atención hacia el problema humano vigente, cualidades que lo sitúan en el más firme terreno de la poesía de nuestro tiempo. (1)
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1.7 Joaquín Piñeros Corpas Prólogo para Los amigos del poeta Poesía en verso, en prosa y en vida, de Eduardo Carranza Eduardo Carranza está especialmente vinculado a tres generaciones colombianas: la de sus compañeros de movimiento literario que capitaneó y del cual el eximio Jorge Rojas fue editor y también pendonero, generación ligeramente mayor a la de los jóvenes profesores que en el año 40 libramos la singular batalla de Piedra y Cielo, y no sólo en los periódicos, sino también en las aulas y en todos los ámbitos de la adolescencia; la de las muchachas que eran realmente tales hacia 1939 y que encontraron en la poesía de Carranza un ilusionado mensaje de humanidad, y la de los poetas postpiedracielistas que hallaron en su personalidad jerárquica y revolucionaria, refinada y silvestre, sombra de maestro y vaso de fresca amistad, por lo cual Jorge Gaitán Durán le dedicó estos significativos sentimientos: Este importante siglo nos ha visto con tu batalla tú, yo con la mía, pero en tu casa para mí seguía de par en par la puerta, el alma abierta, y el mantel oloroso a olivas de Levante. A lo largo de mi vida, como la de muchos millares de colombianos, la poesía de Carranza ha estado en sus orillas, en forma de margaritas y no-me-olvides, de pájaros que cantan en estrellas de castellano imperial; de nubes que vagan por el cielo en los sueños de los hijos, de palabras con aromas de romero español y piñuelas de trópico; de desinencias microlíricas con fuerza de potestad como mi “tú”, “mi-sed”, “mi víspera” y “mi-te-amo”, de peregrino alcance neocarrancista, y en todo tiempo y lugar, en forma de ritmo acorde con nuestro pulso y hasta con nuestro propio corazón. Al paso de los años, la poesía de Carranza mantiene el gusto de las cosas auténticas de la naturaleza o del alma, y por eso sus versos se nos vienen a la memoria como palomas que tornan a su palomar con cándida naturalidad, como gorriones que se nos posan en las ventanas de los oídos; como gotas de miel en los instantes de amargura y como palpitación de días o sucesos que sabemos irrevocablemente nuestros. Carranza y yo hemos sentido el país en su herida de la educación: herida trágica, herida en combate, herida casi estigmática, pues bien sabido es que quien elige vocación docente tiene tanto de apóstol como de mártir. Y herida con labio elocuente, por excelencia, porque, además de sufrir la verdad en carne viva, tiembla con la emoción del verbo. En el noble y satisfactorio cometido del magisterio, la poesía ha sido para los dos, en obvios campos distintos, aliciente seguro y eficaz ala de trabajo. Él ha escogido su propia lírica en la que el amor, la estirpe y la tierra conjugan sentimientos de tan sincera efusividad como acertada expresión; yo me he limitado a ser un estudioso de la poesía popular, o mejor, de ese excelso poeta que se llama el pueblo y que no obstante su anonimato, sus lugares comunes y sus reiterados errores
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de música y gramática, ha debido ser más tenido en cuenta por los poetas cultos de Colombia, sin excluir al egregio Carranza, especialmente en un país en donde los campesinos aún dicen y sienten las honduras y las claridades romancescas y épico-líricas españolas de la edad de oro. Es menester distinguir entre el Carranza poeta, que cristaliza la anécdota de su vida o la emoción que le causa otra alma, en poemas con estructura de cordillera y cuerpo de flor, o en composiciones breves; dignas de su “celeste abuelo” Gustavo Adolfo Bécquer, y el Carranza poeta de la vida, dadivoso, amigo, patriota doliente, que en Chile y no obstante su magro estipendio diplomático, montó una casa colombiana de la cultura en donde Huidobro y Neruda no se hacían presentes en retrato sino en persona, o en Madrid, en donde mantenía su morada prendida con las mejores luces de la amistad y del vino, en obsequio de los magnates del espíritu hispano, sin excluir continuos viajes a la provincia española para explicar al obrero, al aldeano o al alcalde de alpargatas, que había un país llamado Colombia; que esa Colombia era el más vivo y elocuente desagravio al más español de los italianos, Cristóbal Colón; que en esa tierra de Colón había hombres, ángeles y demonios que hablaban la lengua de Castilla; que en esas comarcas de habla castellana siempre había un pan de maíz para el pariente español que quisiera aventurarse por tan audaces lejanías, y otras cosas que completaba con versos de autores colombianos para explicar que allí también madrugaba vocinglera “la luz que pinta los jardines”, y era, además, una de las regiones del mundo en donde “el tiempo pasa tan dulcemente como fluye el agua”. Este poeta que en ocasiones se compromete al parecer intolerante, y en encendido tono en una suerte de controversia que pudiera denominarse pindárico-socrática, sostiene la vigencia de cierta polis que no se extinguió con la decrepitud de los siglos, como comúnmente se cree, sino que se hizo utopía, en verdad casi incógnita, pero a la que han logrado llegar algunos privilegiados de la categoría de Bolívar y Lincoln; este poeta que, sin amedrentarlo el riesgo de aparecer dominado por el egoísmo autobiográfico, se atreve a hablar clara y enfáticamente de sí mismo para en esa forma no hacer mudos sus grandes testimonios universales y no llevar a subterráneo olvido la historia que ha visto nacer y las grandes cosas que ha contemplado su corazón, edifica con la vehemencia en la expresión de lo que ama, venera o agradece. Así, categórico es en la constancia de una amistad de muchos siglos como la que lo liga a Alfredo Sánchez Bella; invariable en una admiración por lo que ha signado la historia sin equívocos, como la que profesa por el presidente Alfonso López; ejemplar en el afecto de buen compañero como el que siente por Víctor Emilio Jara; tenaz en el aferramiento campesino a su parcela entrañable como el que le suscita el Llano Oriental en donde encontró cuna con arrullo de gran río y escuela de ambiciosos horizontes, o el oriente de Cundinamarca, y muy especialmente el poblado de Sáname, en donde casi idealmente coloquian luceros y labriegos, y en la más práctica de las maneras se construye la iglesia y el teatro con tributos de huevos puestos en una canasta colgada a la vista del pueblo y del paisaje; y caudaloso en la antipatía, rayana, además, en lo guerrillero, por los imperios distintos del suyo y evidentemente no
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españoles; los que con torrentes de fuerza mayor hacen naufragar muchos de los anhelos nacionales de estos países: los de la violencia, tan varios y temibles, como el de la dictadura fonética sobre el alma tranquila de la aldea o como el de la emboscada muerte francotiradora, que en el descarnado brazo lleva la escarapela homicida. Y en general todo reino o república en que el poeta esté expuesto al hambre, al hastío o a los estragos del mal gobierno de la cultura. A la segunda clase de poeta pertenece el Carranza preceptor, que ciertos administradores universitarios llaman “conferenciante”, así como algunos comentaristas consideran crítico al Carranza catador de calidades. Este hombre de aula, realiza rápida y eficazmente el apotegma de Ortega y Gasset de “seducir para convencer”. El Garcilaso que él explica es un metafísico del corazón, no obstante los signos sentimentales del suspiro y la mano patética sobre el pecho, y el Juan Ramón Jiménez que comenta, supone una intuitiva manera de llegar a la ciencia estilística moderna por los caminos de la poesía compartida. En reciente ocasión, en la explicación del Quijote, Carranza y su auditorio de hombres de negocios, coincidieron en los ojos húmedos y el corazón forzado en la garganta, cuando Sancho comenzó a pedirle al agonizante caballero. “No se muera vuesamerced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin nadie que le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”. Aquella noche quedó comprobado, una vez más, que el Quijote es crucial esquema filosófico y obra maestra del humorismo, pero también libro de ternuras y lágrimas. De igual modo, en esta segunda clase de poeta debe ser incluido el Carranza humorista. La gracia, y su hijo menor el gracejo, en forma distinta pero igualmente admirable a la del diamantino ingenio de Jorge Rojas, fluye en su vida cotidiana. Una vez destituyó de su cargo de compañero de viaje de Chapinero a Bogotá a un flamante embajador, porque este se demoró diez minutos en recogerlo en su poderoso Cadillac; pero días después lo reintegró a sus funciones, en vista de que el sancionado alegó fuerza mayor en el retardo. Otra vez explicó, entre serio y sonreído, que su partido unipersonal, el nacionalcarrancista, estaba pronto a constituir una coalición mayoritaria a base del pueblo y él. En no remotos días de gestión administrativa en Cundinamarca, dirigió al gobernador el siguiente telegrama: “Por la prensa me entero que usted está coronando reinas. Si insiste en invadir mis predios, paso por la pena de anunciarle que comenzaré a nombrar alcaldes”. El gobernador tuvo lista esta respuesta, que no envió por ciertas razones muy explicables en su momento político. “Aun renunciando a cultivar las rosas de mi jardín, acepto su propuesta de nombrar alcaldes porque seguramente serán muchos sus aciertos. Siempre y cuando los directorios políticos no se rebelen contra la inaudita intromisión de la poesía en la política y por lo mismo sus alcaldes puedan quedar en pocos días devengando peniques de luna y con cesantía a cargo de la Caja de Previsión Social de Piedra y Cielo”. Es que en la poesía de Carranza se combinan armoniosamente el andante maestoso, de su Canto a Sucre, el andantino de su Azul de ti, y estos scherzos de vida rutinaria, juguetones y con duende.
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En muchos sitios del mundo, Carranza y yo nos hemos encontrado. En Buenos Aires, en triunfales días de su poesía, tuve el privilegio de presentarle a Enrique Larreta, a Juan Ramón Jiménez y a Rafael Alberti; en Madrid, Toledo y Sevilla, en la dulce compañía de su esposa Rosita, pasamos días inolvidables al pie de la Gira detrás del paso de la Virgen de Triana, aspirando los jazmineros del Barrio de la Cruz, frente a la lección de vida eterna de la iglesia de St. Tomé u oyendo en los subconscientes de la raza los acentos del cante jondo; en Antioquia de Colombia, en donde el titán tiene normal estatura de hombre y las ninfas aprendieron a tejer una rueca fluvial; en el Tolima, gustando canciones recién pescadas por Garzón y Collazos en el Magdalena, y en nuestra querida Universidad de los Andes que yo aún recuerdo bañada en delicada luz de pino y él escaló líricamente para izar en cumbre de orografía e inteligencia, palabra tricolor de su himno: Colombia. En todas partes se ha mostrado Carranza apasionado hispanoamericano, hondamente arraigado a su tierra y gravemente nostálgico de su firmamento nativo; repentista sin espectacularidad; ufano de su condición de poeta y con eficiente fervor bolivariano, como si tratara de restañar con golpes de fe los agravios de olvido que al héroe han causado políticos y educadores, y señalar con fogoso índice que el águila del Genio no fue aplastada por el derrumbamiento biológico de San Pedro Alejandrino, sino que logró escapar, invicta, hacia abrupto porvenir desde donde se domina cabalmente el destino de seis naciones. En el proceso evolutivo de la lírica carranciana se observan dos grandes períodos: el que hizo alba en 1935 con el libro Canciones para iniciar una fiesta y que se prolongó hasta un poco después del medio día de la existencia personal del poeta y el cual tuvo vigencia hacia 1955. El primero fue el período del florecimiento piedracielista, cuando la adolescencia del país despertó a una nueva vida de la sensibilidad poética. Con unos versos de discreto enigma neogongorino pero muy claro en la ternura humana y en la profundidad del amor. ¿Qué muchacho de 1935 a 1940 no tuvo la sensación de aquel famoso domingo soltero, que acababa de pintar un joven profesor de castellano de la Quinta de Mutis? Un domingo sin ti, de ti perdido es como un túnel de paredes grises donde voy alumbrado por tu nombre, es una noche clara sin saberlo o un lunes disfrazado de domingo; es como un día azul sin tu permiso. ¿Qué curso de literatura, por resistente que fuera su catedrático a las mudanzas del gusto, no reparó en el nuevo y sugestivo tipo de canto de dolor por el bien perdido que como la Elegía a Maruja Simmonds, surgió en el mismo camino de dignidad lírica recorrido por Pombo y Silva? En Popayán de piedra pensativa, en su clima de tibia melodía. Bajo una antigua niebla de leyendas y un trémulo glosario de campanas, era Maruja Simmonds dulce y firme, con su alma de roble y de violeta.
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Siguió la época de los grandes sonetos carrancianos. Algunos desintegrados por la memoria popular quedaron convertidos en felices apotegmas como en el caso de Salvo mi corazón, todo está bien. O en dísticos para saborear a modo de deliciosas estrellas frutales: Teresa en cuya frente el cielo empieza como el aroma en la sien de la flor. Y aunque Carranza produjo poemas extensos (varios de singular aliento heroico), el pueblo prefirió sonetos como el dedicado a la rosa y que “escribió a tenue pulso la mañana”. El Soneto insistente dedicado a su fraternal Álvaro Bonilla Aragón, pasmosamente vaticinó el arrasamiento que las aguas de un turbulento río hicieron de la parcela y de la casita que cerca de Quetame el poeta había adquirido con ansias dominadoras de un imponente paisaje de montaña: Y el río se llevó todo lo mío, la mano y el verano y mi palmera de poesía. Oh, qué melancolía. Ya encanecido, y todavía poeta favorito de la adolescencia patria, quizás la melancolía de ver danzar tantas nínfulas y ondinas al son de su flauta que comenzaba a decir cosas distintas a las de la primavera, determinó la modulación al segundo período. Ya esta modulación había sido anunciada por un peregrino soneto, escrito hacia 1944, titulado El poeta se despide de las muchachas, cuyo terceto final dice: Dejad que al irme de la primavera vuelva a miraros por la vez postrera y os dé esta rosa de melancolía. La modulación sobrevino en España hacia 1950, con poemas recogidos en el libro El olvidado y Alhambra. En cierto contraste con sus magistrales sonetos del período anterior, tan fisonómicamente parecidos a los ruiseñores y tan estructuralmente semejantes a las rosas, con sus poemas de encendido acento cósmico, patriótico u olímpico al estilo de Se canta a los llanos de la patria en metáfora de muchacha y del Himno para cantar en los Juegos Bolivarianos, y aún con madrigales de suave percusión trigal, fábulas de palabras animadas, canciones para niños recién nacidos y villancicos para ángeles en su primer vuelo, Carranza empieza a manifestar, por una parte su plena madurez lírica, y por otra, su fuerza renovadora en formas tan varias como desconcertantes. Comienza a pintar bodegones con luces de gran efecto, como aquel en que con el humo de la sopa familiar asciende el aroma de la nostalgia. Y más allá un huerto se presiente o tal vez el recuerdo de un jardín. En el espejo estás ya como ausente.
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Escribe poemas con reiteración de giro de carruselitos tristes. Te salían palabras como a un árbol hojas, hojillas súbitas, o flores repentinas o pájaros de pronto… O plasma imágenes de actitud y ambiente similares a las de tendencias pictóricas contemporáneas o de otras artes, “El humo de perfil… Dos ríos paralelos, mutua sed… La frente de donde ningún viento podría desprender las miradas de mis ojos”. Y si una muy extraña y cautivadora metáfora arquitectónica es la de “fue cuando el alma se apareció en columnas”, la acuarela en dos versos “canta una casa de madera azul en una playa blanca”, además de la “dibujabilidad” que le atribuye Dámaso Alonso, parece un apunte surrealista de Salvador Dalí. Además con peregrinas ocurrencias en lo que pudiera llamarse la lírica de las comunicaciones “vuela un avión sonámbulo muy alto” y “un tren que se hunde rumbo al no se sabe”. Curiosa y significativa es su tendencia de esta época de formar de una frase u oración, una palabra con cabal entidad poética y grandes posibilidades de intimidad, patetismo o intensa expresión amorosa, como en el caso de “mi-por- siempre-jamás” innumerable en la exégesis. Pero lo más singular es una hermosa e insólita figura que aparece con visos de insospechable sencillez, Una mujer mordía una manzana Figura que empero, no resulta tan insólita cuando se piensa en que, aun suponiendo el acto aperitivo y goloso protagonizado por una muchacha del campo o por una colegiala contemporánea, se trata de Eva, la del Paraíso o la que en alguna manera inauguró el contacto de mujer y naturaleza en los correspondidos apetitos de fruta y boca. Así como más adelante se alude a que del mismo modo interno y luminoso las mujeres maduran como las frutas. Bajo sus pies nacía el agua pura. Un sol, secreto sol, la maduraba con su fuego alumbrándola por dentro. Pero el verso inicial, con la repetición del artículo indeterminado y su figura simplísima, es el que determina la impresión dominante, Una mujer mordía una manzana. Tal vez porque es verso de Génesis. Este arpacelista de las mocedades enamoradas, este promotor de optimismos espirituales, no podía escapar a los términos de angustia, desolación, tensión y aun tribulación fantasmal en que se desenvuelve la vida contemporánea. Ello se advierte en esta segunda época de su producción literaria con segundos de desesperanza, con palabras salobres, con sed de aguas ardientes y con expresiones como éstas:
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La hoja del delirio por la frente, húmeda y sedienta la boca como un río en el desierto. Me estoy hundiendo en el olvido, en su arena devoradora. Tal vez me vean vivir en apariencia como la luz de las estrellas muertas. Mi corazón que ha sido y será tierra. Era mi alma asomada en el vacío. Pero es una angustia, una desolación, un golpe de tribulaciones fantasmales que no genera, ni remotamente, ateísmo por resentimiento, ni siquiera lejanía de la Providencia. El poeta pone sus desazones como un manojo de zarzas en el ara divina. Amor acaba de olvidarme. ¡Y Dios se apiade de mi alma! En el mejor ensayo crítico que se ha hecho de la obra de Eduardo Carranza y que se debe a la magistral facultad analítica de Dámaso Alonso, en el cual se observan aspectos de filosofía y estilística como el de que la categoría tiempo siempre está vigente en la presentación del poeta, se explica que este apasionamiento del hombre, tan sensual, está lejos del grito, de lo desmesurado y brutal, que pueden ser también actitudes muy genuinas de lo erótico. (…) Del mismo modo podría afirmarse que aun en los más nublados y salobres días de su vida el poeta no ha olvidado que Dios lo está mirando por las estrellas o atesora su gota de luz emisaria en lo abismal de una conciencia: Se respiraba, simplemente, a Dios. Sólo se oía el corazón del cielo. Como se notó oportunamente, más que cambio, lo anterior es modulación de tono que ha dado a Carranza la ocasión de demostrar la cabal humanidad de su poesía, y además posición de poeta no indiferente a las vicisitudes sicológicas y morales de su época. Pero a la postre en cualquiera de los momentos de su proceso literario, subsiste característico, inconfundible, noblemente exaltador de los sentidos ante las atracciones maestras que en la tierra y en la sangre constituyen las más hermosas expectativas del mundo, enriquecedor del idioma y de la heráldica del corazón, y por sobre todo, amante de una patria con historia, con entraña y con bandera: Toma hijo mío, esta bandera. Ponla sobre tu corazón como si fuera un rostro amado, como si fuera la canción nacional de la primavera o la palabra amor.
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Qué estimulante es la compañía de Eduardo Carranza y cuán sustantivamente se funda su amistad. Con ocasión de dedicarme pródigamente, no un poema, como ya lo había hecho, sino todo un libro, renuevo la emoción de sus cartas de Santiago y Madrid; de sus áureos libros con la luz aún fresca; de tarjetas postales o fotografías anecdóticas con paisajes de su alma. Vuelvo a sentir y a apreciar su generosa acogida a mis primeros escritos; su permanente colaboración en mi labor docente; su discreta congratulación en días de honroso ejercicio de poder; su robusta presencia en noches de luto o en mañanas con soledad, y sus dictámenes confortantes en los empeños de promoción de la cultura, tan expuestos a los sinsabores y a las decepciones. El día de mis bodas, el poeta publicó una hermosa semblanza de mi esposa, y de la cual siempre he recordado y aspirado estos versos como azahares de perpetuo aroma. La tierra para mirarte por la reja de sus lirios asoma sus ojos blancos y te habla con la delgada voz vegetal de la palma que teje y desteje el día. Nadie sabría decirte en dónde terminas tú para que empiece el paisaje y nadie fijar el límite de tu sonrisa y la luz. Quisieron además autor y editor que yo introdujera el libro con unas líneas significativas. No podía desestimar la ocasión de hablar sobre Carranza y su obra con el fundamento y el valor que da el ser testigo nombrado por la vida. Además es grato sobremanera complacer a un editor como Eduardo Nieto Calderón, fino consolidador de la noble consigna de que en Colombia el buen banquero debe estar doblado de Mecenas. Explico, entonces, que este libro se llama Los amigos del poeta, porque en él, Carranza habla de quienes han proyectado luz o nostalgia sobre un universo de letras o se encuentran emocionadamente vinculados a su gestión poética, profesoral o académicamente humana. Amigos de varias clases y naturalezas; maestros, discípulos, sombras, personas naturales y jurídicas, protagonistas de epopeyas, textos estelares, circunstancias y sitios. Amigos, en fin, vivos o muertos, corpóreos o incorpóreos, temporales o geográficos. Jóvenes amigos como Jorge Gaitán Durán, fulminado por al rayo de su propio destino; amigos mayores como don Tomás Rueda Vargas, que en su alma tenía desplegado el mapa antropogeográfico y poético de la sabana de Bogotá, pero no con rigor cartográfico sino con amables modalidades de historia patria y sentimientos de la naturaleza y de la estirpe; circunstancias amigas como la nerudiana, en la que no hay América sin hipérbole, la mistraliana en la que toda vocación está firmada con sangre y la verleniana en la que no hay piano sin claro de luna. Y sitios amigos como Salamanca, en donde el gozo de ser español se torna intelectual
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y desde donde se anhela irse “aguas arriba del tiempo” para ver tallar piedras a punta de cincel y a golpe de alejandrino, y para sorprender tal vez, al mismo fray Luis, y no en fecundas penumbras de aula o de cárcel, sino a la eterna sombra de su Oda a la vida descansada. Y obviamente, no podía faltar la estampa de don Miguel de Cervantes, el pícaro humanista que le cedió un brazo a la épica pero reservó para la novela el de la péndola, con el fin de relatar las andanzas de un compatriota que en defensa del afligido y en honor de su reino y de su dama, salió muy de mañana por la puerta de campo de su casa, armado a la arcaica, pero con la inmarchitable locura de gloria padecida por españoles de la alcurnia heroica de Rodrigo Díaz y Simón Bolívar, y también como ellos campante después de muerto, y rescatado triunfalmente de la melancolía, a pesar de que hoy Sancho lo siga con desgano y con el oído sólo atento a su radio de transistores, y la señora Dulcinea se haya marchado a la ciudad en busca de empleo en una fábrica. (6)
1.8 Fabio Lozano Simonelli Prólogo a Los pasos cantados Cuando se publicó, bajo el título Los pasos cantados, una porción medular de la obra de Eduardo Carranza, anterior a sus culminaciones recientes, se tuvo el cuidado de advertir que se trataba de poesía en verso. ¿Por qué? ¿Para qué? De cualquier modo, no porque la explicación hiciese falta como tal. Sobraba, pero en cambio hacía falta un alinderamiento con otras zonas de la obra y de la vida de Carranza. Todo en esa obra, es decir, también, el resto escrito en lo que se suele denominar prosa, es poesía. Carranza es un poeta de tiempo completo, “el más admirable caso -comenta Andrés Holguín- de una vida consagrada, por entero, a la poesía, con un fervor incomparable”. ¿Profesionalmente? Sí, pero también esta precisión resulta limitativa: Vitalmente, y perdónese la repetición. Cordialmente, recordando -con el propio Carranza- que cordial viene de corazón. Radicalmente, porque radical viene de raíz. “El poeta toca la raíz esencial del lenguaje...; hace pasar por el corazón el pasado, el presente y el futuro...; se enfrenta al tiempo y a la muerte...; une manos y decide destinos...”, como respondía Carranza, describiendo lo que alguna vez fue en él iluminación súbita y ahora es experiencia tenazmente trasegada, en un reportaje televisado en que demostró, ante muchedumbres presumiblemente poco adictas a la poesía, que ésta no ha muerto porque todavía humedece los ojos de los adolescentes, y porque más que versos es un modo de vivir y una ayuda imprescindible para lograrlo. La periodista -Margarita Vidal, que es inteligente- acertó al no formularle a Carranza una pregunta de aquellas como para reina de belleza, con que se acosa sin compasión a las notabilidades políticas o deportivas o literarias: ¿Cuándo se dio cuenta usted de que es poeta? ¡Inútil, tonta pregunta tratándose de Carranza! Carranza nació poeta, y basta haber pasado, sin pretensiones de experto, por su obra, para estar en la certeza de que antes de su primer poema registrado, La niña de los jardines, todo lo que escribió, desde los primeros toscos
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trazos en la escuela de la aldea, al igual que cuanto atravesó su mente de niño, tuvo que ser poesía. El azul, su azul poético inundante obsesivo, y las mariposas y los pájaros y las nubes y los ángeles y las muchachas, todo ello nació en Carranza al tiempo con su corazón. Desde el soneto atrás mencionado y del libro de que forma parte, Canciones para iniciar una fiesta, falta un extenso recorrido para llegar al Carranza total, pero ya se divisan sus claves: los temas, las alusiones, los vocablos predilectos, que continuarán desenvolviéndose, entrelazándose, fulgurando, estallando, replegándose, yendo y volviendo interminablemente hasta la Epístola mortal, y la posesión de una poesía singular y autónoma, vital y cordial y raizal (…). Poesía alta y delgada, quieta y veloz como la luz, poesía que corre tan sencilla y tan esencial como el agua delgada, poesía tan pura como la luz y el agua. Poesía que camina como un beso, poesía que se pasea, ondulante y airosa, por entre nosotros, como una mañana vestida de muchacha. Carranza ya dominaba los propósitos espirituales y los instrumentos verbales de su poesía, al iniciar su fiesta. Lejano alumno de Platón, como se llama a sí mismo, ya estaba fatalmente invadido por la divina locura inseparable del genio poético, según aquel maestro. Apartándose con altivez de más de una tradición literaria colombiana, y especialmente del intelectualismo, del academismo y del culteranismo, enmarca esa poesía en el paisaje que lo rodea; pero, por supuesto, tampoco se incorpora en el catálogo de nuestros poetas paisajistas. Rompe con las formas de expresión y de ideación, que estaban vigentes, y procede a poner en circulación su poesía fundiendo en ella, con una habilidad desconcertante, las palabras, las sensaciones físicas y lo más íntimo e inasible del sentimiento, hasta el punto en que los tres elementos integran una sola sustancia, pero no caótica ni confusa, como lo sería -y lo ha sido- en practicantes menos felices de tan temerario experimento. ¿La comparación de mi no menos temeraria -pero mucho menos feliz- incursión en los predios del análisis literario? ¡La tiene el lector entre sus manos! Bastaría con que desdeñe las páginas introductorias y pase directamente a entenderse con el autor y su obra. Pero si se detiene en ese inoficioso preámbulo, lo invito a verificar mi aserto: el hechizo de la palabra -destilante de yerbas silvestres, no elaborado en matraces ni procesado en filtros- identifica, página tras página, lo que perciben los sentidos externos con lo que quieren decir el corazón o la mente o la conciencia. Así, lo que se ve: el paisaje ancho y multicolor reunido en este volumen. Detengámonos en uno solo de sus ingredientes: el río. Carranza nos repite a menudo que su corazón y la poesía –o sea, lo mismo– están bañados por un río: un lento río transparente nos dividía el corazón; a orillas de este amor cruzaba un río; dame otra vez Dios mío, la tristeza y la ausencia y el río que la atraviesa: ... y el río se llevó todo lo mío; entre las dos orillas fluyes... Así lo que se palpa: cuando el poeta, lejos de la patria, pasa la mano por un mapa del Valle de Ubaté, toca, a más de la patria, hasta lo que no es sujeto del tacto, en la vida prosaica: Toco el aire dormido. Toco sueños... Toco mi corazón de veinte años. Toco el alma, la música y la mano. Música, mano y alma son lo mismo... Toco el olvido. Toco las estrellas... Así lo que se saborea (...): lleva la ciruela sonriente del beso...; va mordiendo a la tierra caliente en un níspero... Así lo que se huele: ... a cielo,
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a ella, a poesía... así lo que se oye: Allá por el sinfín cantaba un gallo. ¿Qué son todas esas sensaciones externas, cuando Carranza las coloca en su universo, sino amor, olvido, alegría, melancolía, ilusión, esperanza, nostalgia, desazón, otra vez amor? Y así como el poeta ha oído pasar el tiempo entre tu pelo, y así como ha tocado el canto de un gallo y así como le ha dolido en todo el cuerpo el corazón, y además ese corazón ha sido y será tierra, les asigna un asentamiento en el espacio físico a las categorías extrafísicas y transmuta en valores intangibles las cosas de esta tierra: hay una zona entre el recuerdo y el olvido y también entre los olivares y el olvido, y una ciudad alzada sobre el sueño y el olvido, y es el olvido como un perfume transparente y vago, y sobre mí pasa un río de olvido sin remedio... para sólo hablar del olvido. Carranza es amigo decidido y confeso de la dictadura como sistema de gobierno, contra la beatería democrática, pero no -¿cómo podría serlo un poeta?- de la tiranía y menos de la crueldad. Sostiene que de su jefe único y único jefe el Libertador Simón Bolívar, proviene la enseñanza de que Colombia necesita una mano guiadora paternal y fuerte que imponga la disciplina social, y que el amor a la patria, como todo amor de verdad, es exigente. Propugna, con Unamuno, un patriotismo crítico, y ama a la patria, a la manera de José Antonio, porque mucho de lo que en ella ocurre no le gusta. Tengo el honor –agrega– de no pertenecer a ninguno de los partidos tradicionales colombianos y de no haber manchado jamás mi vida con un acto democrático. Habla jocundamente sobre el auge del nacional-carrancismo y proclama que soy un motín unipersonal. Esta apretada síntesis del ideario político de Carranza no tiene por fin glosarlo, sino referirme a la única dictadura que ha ejercido con mano guiadora pero sin necesidad de fuerza, con mano suave sobre súbditos dóciles: las palabras, a las que ha hecho expresar, exactamente, lo que ha querido, lo que brota de su condición entera de hombre, con la ventaja de que los demás lo han comprendido. Cuando se alegó contra el movimiento poético insurgente de Piedra y Cielo que en ocasiones derivaba hacia el crucigrama, el cargo dejó indemne a Carranza: cristalina, diáfana, son calificaciones automáticas para su poesía, que les ha enseñado a muchos cómo las palabras son susceptibles de un uso distinto y mejor que el que les conocían, les despejó imprevistos horizontes y les incitó a recorrerlos. Hasta las ha inventado: Islaflor-dorada, Alicia Altanube, alazul, aurialado, noviemdiciembre, y con paternal dictadura les ha impuesto insospechados oficios: Mi tú, mi sed, mi víspera, mi te-amo, mi por-siempre-jamás, redactado con tinta de amor y no-me-olvides. Piedra y Cielo, como motín ya no unipersonal sino convertido en alianza guerrillera de personalidades y estilos con mucho de común y mucho de disímil, merece -y más, cuando se escribe sobre uno de los suyos- cálido homenaje por su faena renovadora de la literatura. Ya en Piedra y Cielo se ha decantado lo que hubo de artificial y deleznable de lo llamado a supervivir, que es lo más: las fantasías sutilísimas o escabrosas del ángel-demonio Arturo Camacho Ramírez; las rosas escritas en el aire, las doncellas dormidas, la lección del mundo, plenas de un ritmo tan noble como la fuerza interior que lo sustenta, de Jorge Rojas; el rutilante germinar de Tomás Vargas Osorio, trunco por la muerte;
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la remodelación del canto guerrillero por Darío Samper; la fina, metódica y discreta voz de Gerardo Valencia; y en las colindancias, el grande Aurelio Arturo, morador de un raro país que era un poema verde. Después han venido nuevos estremecimientos, modas, rebeliones, porque ellos emprendieron la marcha. En la época de Piedra y Cielo se hace más neta la delgadez, la delicadeza, la esbeltez, de la poesía de Carranza, publicada en los libros Seis elegías y un himno, Azul de ti, Ellas, los días y las nubes y Diciembre azul. Quien de todos modos habría sido poeta antológico con sus iniciales creaciones, conquista la fama, y más: la gloria. A tal época pertenece lo más popular, lo que ha llegado a ser sentido como vivencia personal por magnates y por desharrapados, lo aún más difundido y admirado, de su obra: Teresa, diciembre, salvo mi corazón, todo está bien, ¡en fin!... El poeta se despide de las muchachas, viaja a Chile, es amigo de Neruda, quien le había dicho en Colombia: tú eres poeta del aire, yo de la tierra, pero lejos está de someter su estilo a la influencia del coloso, mientras escruta en la intimidad a los cinco o seis poetas y a los tantos o más personajes diversos que en él ve coexistir. Neruda insiste en admirar a Carranza y en pregonar su admiración: “Tú eres la frente poética de Colombia, de esa Colombia dividida en mil frentes, de esa patria sonora, poblada por los cantos secretos de la enramada virginal y por el alto y desinteresado himno de la poesía colombiana...”. Continúa Carranza, ardoroso, jocundo, recio, cumpliendo su función de poeta de tiempo completo, al lado de otros poetas, de los volcanes y de mujeres de dulce cintura que envidia la luna menguante, como llamaría más tarde Neruda a las chilenas. Regresa a la patria más patriota, más Carranza. Y va a España, portador de los milagros del Nuevo Mundo. Sigue respirando poesía y comunicando poesía, rodeado alborozada y admirativamente por sus colegas, aplaudido y coreado por vastas audiencias, asediado por las muchachas a quienes ha llegado al eco de Teresa, en cuya frente el cielo empieza (...) Carranza encuentra a Castilla normativa: su aire, su gleba, su acento, sus pobladores, sus vestigios, lo impelen al rigor en el examen del idioma, lo excitan a penetrar, con creciente altivez, en sus fuentes. Madura allá la capacidad analítica del que naciera poeta... pero no se acartona, no se desvía del destino que quedó trazado desde cuando por primera vez escuchó el zumbido músico-filosófico de la abeja, ni siquiera se academiza. Se hace más erudito, pero la erudición no les resta frescura matinal a sus poemas, que hablan -frescos y maduros- en el libro El olvidado y Alhambra, de la distancia de Colombia y otras distancias -Estás dormida. Sola. Lejanísima (…). Otra vez el regreso. Y en Colombia también Carranza es silencio por varios años. Su poesía anterior desfila, requerida por las gentes, en pre-antologías: El corazón escrito y Los pasos cantados. De pronto: Tú vienes por la calle. Luego existo. La alusión cartesiana no es apenas un fuego de artificio, que sería legítimo. Puede tener tanto valor para el corazón como la tuvo para el cerebro la del escéptico cogitante que había desconfiado de la veracidad de todo, y se sabía engañado por los sentidos y por la razón, y sin
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embargo optó por reconocer en ésta la raíz de su yo y de su sistema. ¿Habrá alguna mayor evidencia de que la raíz está en el amor, que la descubierta por Carranza? Digo descubierta considerándolo tan descubridor como Descartes, cuyo principio fundamental habría podido ser expuesto por un niño o por un habitante de la selva. ¿Alguna certidumbre más perentoria de que el amor existe, adquirida cuando alguien -alguien- viene por la calle? Esa sensación ya gozada o sufrida por innumerables seres, sugerida o entredicha de mil modos por centenares de poetas, en Carranza es un punto de llegada y de partida. A su, para casi todos, sorpresivo libro Hablar soñando y otras alucinaciones, llegan, y de él salen, vías múltiples del amor y del lenguaje. Es y será ese libro estación deleitosa, de la cual se guardará para siempre cierto aroma, cierta nostalgia... ¡Oh, qué melancolía! Con Hablar soñando... Carranza adquiere la magna dimensión que esperábamos; la que debió esperar quien escuchó o leyó antes sus poemas y advirtió, si tenía corazón y si algo le debía espiritualmente a Garcilaso, que en Carranza florecía el duende poético en una proporción extraña, que los envidiosos tildaríamos de injusta. Por obra y gracia suyas, para muchas personas tienen un significado especial, distinto del de los diccionarios, palabras como Teresa, como diciembre, como azul, como bandera, como palmera, como primavera, como hamaca, como río; lugares como el Llano, Popayán y Santiago de Compostela; emociones como la de la patria y la del amor... o patriamor. Desde el corazón, la boca y la mano de Carranza la poesía emerge fácilmente, mansamente, y si acaso alguna vez tuvo que hacer esfuerzo para escribirla, nunca se le notó. Sus versos parecen nacer de la misma espontaneidad con que en ellos sopla el viento, galopa el potro, cruza el río, canta o sangra el corazón del poeta. Pero sin poner en tela de juicio ni la riqueza de su obra anterior, ni el no haber abusado de su facilidad, no haber consentido en claudicaciones de estilo, haber mantenido una estricta y constante disciplina en el culto al idioma y a sus capitanes y abanderados, aguardábamos de él una nota aún más alta, una obra definitiva, ya no escrita con una sola mano, a impulsos del corazón derrochador, sino con la vida entera y con su alma. Después pasó por duros y fecundos insomnios, de los que hay testimonio en la parte final del nuevo libro, titulada -precisamente- El insomne: A alguien oí subir por la escalera... Y después, soñando despierto, hablando sueños, alucinado, enajenado, delirando con los pies firmes en la tierra, pisando el mundo con el corazón delirante, poseído de una feliz angustia, nos hace entrega de la obra largamente deseada. Es el momento de formular un desafío a todos los que tengan cualquier interés en el amor o en el idioma castellano o en ambos. Carranza dice: Si escribo sed, te acercas a mis labios…, Si alguien quiere tocar la brasa pura del amor en los años venideros, que toque estas palabras..., Es la tierra reunida lo que beso cuando te beso: frutas fluviales y doradas ramas..., Si tocas las palabras anteriores, te quedará la mano ensangrentada... El desafío consiste en que respondan -sí o no- si es posible no sentir todo aquello, sed, fuego, tierra, frutas, ramas mecidas por el viento, sangre, al leer el libro en que Carranza llega a las alturas. Carranza, tras aquel vuelo, no retornó al silencio. Dio en revelarnos su Epístola mortal y otras soledades. (…)
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¿En conclusión? Carranza es el poeta de la vida, que es algo tan inexorable como la muerte, al decir de don Eugenio D´Ors. ¿Es apenas la vida un preparativo para la muerte? ¿Es, en cambio, la muerte no sólo el remate obligado de la vida sino su acto más importante y más sublime? Carranza no intenta despejar, definitiva y dogmáticamente, la incógnita. La suscita y la aviva, sí, en todas y cada una de sus estrofas. Y más allá del paisaje, de la magia verbal, de las sensaciones, nos pone en contacto con la pregunta a la cual se debe la filosofía. Todas las posibles respuestas conducen al amor: principio y fin de los seres, dicen los poetas, mientras los filósofos avanzan -¿se pierden?- en sus averiguaciones sobre la vida y la muerte. (…) Sigue el silencio. Y en el silencio flotan alegrías tomadas de la mano de la melancolía, recuerdos hechos olvido, lunes disfrazados de domingo, días que se volvieron sueños. Sigue -volvemos a Carranza- el “silencio amoroso que sólo puede llenarse con un nombre, cuando el silencio es sólo la distancia entre el no decir y el decir ese nombre”. Sigue el silencio. El poeta de la vida agitó el alma al situarla en el trance de esperar la muerte, pero la dejó más fuerte, tal vez más apta para la realización y la acción. Y puso a la mente en contacto con los enigmas persistentes del ser humano. Sigue el amor, ¿alegría?, ¿melancolía?, ¿recuerdo?, ¿olvido? Por lo pronto: razón de la vida, apoyada por la poesía. Sigue el silencio... (7)
1.9 Fabio Lozano Simonelli Prólogo a Epístola mortal Dijo de ti, maestro Eduardo Carranza, lo siguiente Leopoldo Panero: “Canto a Eduardo Carranza con la mano derecha tendida, con la fuerza que en la palabra existe para llamar al hombre por su música y fecha interiores, y darle lo que en nada consiste…” ¿Y qué digo yo, Eduardo? Diría yo que como la electricidad, como la luz, como la verdad, como la vida, la poesía es indefinible. Es “asombro”, según Andrés Holguín, en su espléndida antología, en que te reconoce el celeste sitio que mereces. Es indefinible, y nada haré por definirla yo que, como tu amigo Nicanor Parra, “creo que moriré de poesía”. Desde cuando tú estás hablando en poesía, el idioma es diferente, como pasó a serlo todo en algún lugar de Macondo a partir de la aparición del ahogado más hermoso del mundo. Y también lo es una parte de la vida. Tu poesía no es sólo tuya, sobre ella ha desfilado un largo y persistente tropel de gentes necesitadas de su soplo. Es dueña de su indefinible sustancia y -como sentencia Hernando Valencia Goelkel- “no se agota en su concreción, sino que tiene ramificaciones tentaculares, tiene una vida que, como tal, se va modificando…” Tú y tus compañeros de Piedra y Cielo descubrieron y labraron y enseñaron posibilidades de administración de la palabra, radical, desafiantemente distintas de las que se enseñaban antes en los textos de literatura: de la literatura venerable de nuestros antepasados, ante la cual tú, después de
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algunos ágiles ejercicios de mandoble, has sido generoso y respetuoso al referirte a los viejos troveros en tus esclarecedores trabajos críticos. Mas, pasados ellos y otros más recientes, tú hiciste el milagro. Todo lo renovaste. Las palabras desempeñan mejor su tarea desde cuando te obedecen. ¿Quién no dice Teresa, verbigracia, sin captar la dimensión de lo que añadiste a la lengua de don Juan de Mena y de sor Juana Inés de la Cruz? ¿ Quién podría ignorar, si ama al lenguaje, o lo practica, o lo respeta, que desde aquel momento iluminado en que una cintilla se convirtió en arroyuelo, todo es mejor en la literatura y en la realidad, y todo lo destinado a morir se levantó y cantó -en pie sobre sus sueñosy sigue viviendo? ¿Sigue…? De ello trata tu Epístola mortal, de ello hablaremos luego. Es la alegría lo que ha fluido antes en tu obra, compuesta de palabras que si son frutas se saborean, si son corazones laten y nos transmiten, sin intermediarios, el pasmo de “un día como para morir”… porque tras la alegría viene, también indefinible, caminando sin rubor o acechando sin piedad, la melancolía, y entonces es preciso pensar en el día de morir. Tú has hecho la más completa fusión entre la palabra, con su equívoca eficacia, y los paisajes y las sensaciones y los seres. No has enriquecido tan solo el lenguaje sino has regalado, a manos llenas, vida: ebrios, ansiosos, minuciosos de vida son tus poemas, asombrosos y punzantes en todos, en cada uno de los estadios del sentimiento. Pero, además, maestro, como la patria es una de las obsesiones que compartimos, yo me tomo la vocería de muchos para proclamarte sumo poeta de la patria colombiana. Nadie se ha interesado más asiduamente que tú en sus paisajes y en sus sones, en sus héroes y en sus gentes anónimas. Nadie la ha vinculado más que tú al amor. Tu poesía tiene colores, y es tu acuarela tricolor, no necesitas más colores que los primarios para cantar: “Colombia, Colombia, Colombia, llenó de luna mi garganta, de delirio mi corazón...”. Eduardo: ser colombiano es grave, ha sido bambuco y bala, es algo que proviene de cuando “nos dimos la mano en las cocinas ancestrales”, como te la diste con alguien que nos falta tanto como Jorge Gaitán Durán, Eduardo: la patria es tierra, es Piedra y Cielo, son muchachas que bailan y que gimen, y sus hijos, los tuyos y los míos, Eduardo: amémosla y hagamos cuanto se pueda y algo más de lo posible por ella, otra canción, otra pasión, otra novia que palpitan al contacto de tu mano enamorada. Es tan compacta tu adhesión simultánea a la palabra, los paisajes y las emociones, que tu canto para todo sirve menos para engañar. Nos identificamos lo mismo contigo cuando tú llamas a la muerte niebla o cuando llamas a la vida río, cuando llamas al amor amor. Nuestra amistad forjada en torno a esa palabra y las demás que riman, libremente con ella, en torno de una copa de vino sobre la cual revolotean los ángeles, y en diciembre y otros meses que -por azules- a veces se nos antoja que lo fueran, y también en diciembres que -por grises- se disfrazan de noviembre, y mirando al Llano, y oyendo el viento que mece los pinos, tocando una campana y asomándonos a un balcón, esa amistad, Eduardo, poblada de imágenes, de saudades, de ilusiones, tiene una culminación ahora, cuando quieres hablar de la muerte, y nos promulgas tu Epístola mortal. Comprendo, pues he seguido en detalle el proceso de tu rigor, tu persecución sin tregua de la madurez, que ahora surque tu poesía el
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relámpago de la muerte. Comprendo que te haya golpeado el espectáculo: “Adelante la muerte va a caballo, en un caballo muerto. La tierra es un redondo cementerio y es el cielo una losa funeral”. Comprendo que tu sensibilidad a flor de piel haya tenido que hacerles concesiones a la duda y al pesimismo, ante la siega inclemente de las existencias temporales de tantos amigos entrañables, de tantos valores humanos incomparables y hasta -¡Oh injusticia!- de tantas jóvenes de ternísima cintura. Te comprendo erigido en Rey de la Isla desierta, pensando en Segismundo, poniendo en tela de juicio el amor y la vida y la alegría, obnubilado por sueños ahora pesarosos, acres, sueños de muerte, de ceniza y silencio. Y no me sorprenden, aunque sí me admiran, los rasgos inconfundiblemente carrancianos con que se subrayan tales emociones sombrías: “En mí te he suicidado”, o “En mí te oyes andar hacia la muerte”. Comprendo todo aquello, Eduardo, y no me niego a dialogar contigo sobre la muerte, de la que también he recibido aletazos turbadores, pero no me resigno a que la poesía, y muy específicamente la tuya, deje de ser un componente de la vida. Por eso me detengo aquí para implorar que cuando la mía muerte llegue, me asistan unas palabras tuyas, rosas o jazmines estrellados del huerto sin fin -ien fin!- de tu poesía, luces de tu firmamento, para que acompañen desde siempre y hasta siempre a los seres a quienes entonces no habré acabado de amar. (8)
1.10 Gerardo Valencia Presentación a Gran reportaje a Eduardo Carranza Debo a la noble amistad de Gloria Serpa de de Francisco, el honor de presentar este magnífico libro que acaba de editar el Instituto Caro y Cuervo. En realidad, en nombre del instituto debería hablar quien lo dirige actualmente, y a quien se debe en gran parte la bella edición que hoy se entrega. Yo quiero interpretar la solicitud de Gloria Serpa de de Francisco más que todo, sobre la base de la amistad profunda que me ha unido a Eduardo Carranza desde los primeros años de nuestra iniciación poética, en los que compartimos el entusiasmo, la fe e inicialmente hasta el estilo, y que hemos seguido compartiendo a través de toda una vida. Este libro me ha llenado de nostalgia. Digo que me ha llenado de nostalgia porque en él he encontrado nuevamente esa esplendorosa juventud que nos vio a los dos, Eduardo llevando la antorcha luminosa de su rastro poético, y yo, la meditabunda admiración por su obra. Nunca he escrito nada sobre Eduardo Carranza: solamente el prólogo a su primer libro, que no fue exactamente un prólogo sino un poema hecho a sus poemas. He acompañado a Eduardo Carranza en todas esas épocas que fijaron su sentimiento y su sentir poético; todo aquello
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que rememora el libro de Gloria, en un estilo ágil, ameno y magníficamente impregnado también de poesía, tal como lo ha hecho su autora: la imagen de la madre; del hogar en el que yo estuve como en mi propio hogar por mucho tiempo; de su hermana Mercedes, que tocaba en el piano lo que Eduardo llamaba “la escalerilla de cristal”; del balcón que él me llevó a conocer, ese balcón en donde había turpiales y jazmines, en Cáqueza; de Sáname; del puente de Quetame, en donde un día -¿recuerdas, Eduardo?- nos encontramos con Alina, con esa “Alina sobre el mar” que tú admirabas, y cuando la conociste temblaste de emoción ante su hermosura. Tantos recuerdos que se juntan al leer este libro que Gloria ha escrito no solamente con su saber literario sino con todo su corazón; porque Gloria es a la vez una artista, compositora, poeta, que ha escrito letra y música de canciones que también interpreta bellamente. La artista, pues, se ha puesto frente a un artista para hacer, no propiamente un reportaje, sino un recuento, un itinerario de su triunfo, de sus éxitos, de su vida, de sus pasiones, de sus sentimientos. Es, pues, un bello libro el que ella nos entrega, y es un honor para el Instituto Caro y Cuervo, el haberlo editado. (9)
1.11 Juan Gustavo Cobo Borda Prólogo a Eduardo Carranza 20 poemas Si bien los primeros poemas de Aurelio Arturo, aparecidos en suplementos literarios de 1931 a 1934, constituyen el punto de ruptura en medio del largo dominio modernista, éste sólo falleció oficialmente en Colombia en 1936 con la aparición del libro inicial de Eduardo Carranza: Canciones para iniciar una fiesta. Y fue quizás la personalidad beligerante de Carranza, nacido en Apiay, en los Llanos Orientales de Colombia, en 1913, la encargada de dar carta de ciudadanía a una poesía esbelta y emotiva, llena de sugerencias musicales, y que tenía, como imágenes más propias, un cielo perpetuamente azul y un coro de doncellas inmateriales, o de “doradas señoritas lánguidas”, como las llamaría 40 años después. Esta poesía, que encontraba en Gustavo Adolfo Bécquer, “celeste abuelo mío”, su paradigma, respiraba un clima de juventud y lozanía, regido por una gracia ágil, entre nebulosa y mágica, a través de la cual asomaba un idealizado pero perceptible paisaje tropical; y una vibrante sonoridad, surcada de juegos de palabras. Transparente en el sentimiento, y artificial en la forma, había en ella, sin embargo, algo íntimo, en medio de su levedad. En contra de la altisonancia, predominante, Carranza opuso un adelgazamiento verbal y un acento más fino, hecho, casi siempre, de nostalgia. “Asomada en su alma, ella sonríe/ detrás del aire, pensativamente”. Simultáneamente Carranza, amparado en Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, iniciaba sus campañas líricas, y secundado por Bolívar, el Bolívar autoritario, el Bolívar de la Constitución boliviana, sus escaramuzas políticas. En 1935, por ejemplo, conocerá a Guillermo Valencia, quien había ejercido desde la aparición de Ritos (1889) una dictadura poética,
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dictadura que habría de prolongarse dos décadas más y a la cual no eran ajenos el hecho de haber sido dos veces candidato frustrado a la presidencia de la República y el vivir, arisco y señorial, en una ciudad, hecha a su medida, Popayán, de la cual llegó a ser cantor y símbolo. Carranza, de 22 años, quien acaudillaba un movimiento juvenil de tipo nacionalista, y redactaba un semanario llamado Derechas le reprochó a Valencia el exceso de cultura en su poesía; de cautela y contención, que la tornaba fría, y recibió la respuesta que su insolencia merecía: “Amigo, en las más altas cumbres hace frío”. Años más tarde, en 1941, volvía a la carga calificando a Valencia de “retórico genial al servicio de un poeta menor”, en un resonante artículo titulado Bardolatría en el cual esbozaba su poética: “En el lirismo lo esencial no es lo que se dice sino lo que no se dice, la dorada niebla de sugestión que esfuma los contornos del poema”. Se afiliaba así a una ilustre tradición colombiana que de José Asunción Silva a Eduardo Castillo y de éste a Aurelio Arturo ha preferido la insinuación al énfasis. Pero en ese entonces Carranza ya no era, como se autodefiniría, posteriormente, en un poema de 1974, “el secreto adolescente triste” sino “el joven victorioso en su relámpago”. Su relámpago fue Piedra y Cielo. Apropiándose del título de un libro de Juan Ramón Jiménez, y con el patrocinio de Jorge Rojas, mecenas del grupo, aparecieron entre 1939 y 1940 siete cuadernos que recogían producciones del propio Rojas, Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Eduardo Carranza, Tomás Vargas. Osorio, Gerardo Valencia y Darío Samper. Con los ojos fijos en la generación española del 27 -la celebérrima antología de Diego- esta poesía aérea, delicada y suspirante, adquirió, sin embargo, en el caso de Carranza, una entonación propia. Base de su fama fueron sus sonetos, recogidos en Azul de ti (1937-1944). (...) La poesía, ha dicho Carranza, es anécdota trascendida, y en ellos un neoromántico exaltaba, dentro de la tradición clásica, el mito del amor juvenil. La palabra “melancolía” define, muy bien, dicho periodo, en el cual mantiene la añoranza de un paraíso feliz, y perpetuamente perdido. Un paraíso de palmeras y vastos horizontes por el cual flotan, translúcidas, varias muchachas en flor. Su lenguaje diáfano y su buen gusto le impiden caer en el riesgo sentimental, como lo ha subrayado, justamente, Fernando Charry Lara. Sólo que esta poesía primaveral corría varios peligros. El mayor, como lo manifestó, en 1944, refiriéndose a la totalidad del piedracielismo Joaquín Piñeros Corpas era el ver cómo “la excesiva finura de las imágenes” comunicaba a esos textos “una fragilidad exasperante”. Lo que fue asombro, y metáforas sorpresivas se había trocado en fórmula. Carranza, erróneamente, y utilizando los mismos recursos de una poesía íntima, se dedicó, en voz alta, a cantarle a la patria. Fabricó, así, una poesía pública y enumerativa, conmemorando paisajes y gestas, sobre la cual ha caído, en forma justa, el peso del tiempo. Subsiste ella, en el trasfondo de su personalidad creativa, del mismo modo que subsisten, sinceras y defendidas con empeño, sus rotundas convicciones: autor del primer artículo que se escribió en Latinoamérica sobre José Antonio Primo de Rivera; defensor, en el Juicio Universal, de Benito Mussolini; cantor de Cara al sol, “el himno más hermoso de amor y muerte que yo conozco”, la vocación de Carranza es la poesía, y no el
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poder. Y si bien ella ha naufragado, en varias ocasiones, debido a su proximidad al mismo, ha sido ella, finalmente, quien lo ha salvado de sus aventuras políticas. Carranza era ya, mediada la década de los 40, un poeta célebre quien, en cierto modo, había desplazado a Valencia, arrebatándole su “cetro de insigne marfil”. Viajaría, entonces a Chile, como agregado cultural. Chile, donde su amigo Neruda lo reconocería como poeta del aire mientras se autocalificaba de poeta de la tierra, permaneciendo allí de 1946 a 1947, y más tarde, de 1951 a 1958, iría, como consejero cultural, a España. Una época radiante de su vida, en la cual Menéndez Pidal y Azorín, Aleixandre y Gerardo Diego, Dalí y Panero, lo exaltarían como un nuevo Darío; de vuelta a la Madre Patria. Pero el entusiasmo que despertaba en él una tierra tan próxima a su afecto, y de la cual su poesía se había nutrido en exceso, como no dejó de anotarlo el siempre riguroso Hernando Téllez, se manifestó, paradójicamente, en un libro desolado, libro que marca un viraje decisivo en su poesía: El olvidado y Alhambra, 1957. La idea del tiempo preside esta poesía: las palabras de Dámaso Alonso, en el prólogo, definen con certeza las características de dicho volumen. Al lado de la sensualidad, delicada y apasionada a la vez; en medio del carácter nítido, y casi dibujable de estos poemas poemas árabes, los llama Alonso- se impone la presencia obsesiva, y avasalladora, de lo que pasa y no vuelve. “Me estoy hundiendo en el olvido, /en su arena devoradora. Amor, acaba de olvidarme/ Y Dios se apiade de mi alma”. Unos renglones así comprueban la intensidad despojada que la poesía de Carranza había adquirido. Ya no era una poesía transparente y luminosa, aureolada de ensueños. Era una poesía elocuente en su tristeza. Era ya el tono que habría de permitirle escribir, a sus 60 años de edad, sus mejores poemas: los que se agrupan en sus dos últimos libros: Hablar soñando, de 1974, y Epístola mortal, de 1975. Poesía erótica, poesía exaltada, en ella un denso aroma carnal impregna sus palabras, grávidas de pasión. Sus dos temas centrales, la tierra y la mujer, se funden en un mismo abrazo desesperado: “declives azules confluyendo/ en un rosal vertiginoso/ con su rosa entreabierta o brasa húmeda”. Este lenguaje cálido y exultante, que abarca desde “la venada en brama” hasta “el arroz nupcial” estalla, y se afianza, en su avidez desesperada, en el mismo instante en que el tiempo le recuerda su “manera de ser mortal”; en el mismo momento que las cosas le revelan “el horror que tienen detrás”. Y es allí, en esa tensión enardecida y viril, donde la poesía de Carranza alcanza un deslumbramiento otoñal, lleno de agónica fuerza. Unas palabras de Álvaro Mutis expresan mejor este cambio: “El poeta que en sus primeros poemas cantara a las muchachas, el cielo azul de la patria y los amores y jardines de una juventud feliz, ha comenzado ahora un desgarrado peregrinaje por las más oscuras regiones del alma, por los más secretos momentos del dolor y la insaciable pasión que define y nombra el destino del hombre sobre la tierra”. El poeta que hizo de la poesía su bandera vuelve ahora a Ronsard, al Cantar de los Cantares, y reconoce su hermosa, digna, y felizmente aún no concluida derrota: “Llevo toda la luz a cuestas. No puedo más”. (10)
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1.12 Fernando Charry Lara Prólogo a Hablar soñando. Antología de Eduardo Carranza Diez años después de haber aparecido la generación de Los Nuevos, es decir hacia 1935, surgen en Colombia nuevos poetas que se reunirán en 1939 en unos cuadernos para los cuales se escogió el nombre de un libro de Juan Ramón Jiménez Piedra y cielo. (…) La primera entrega de Piedra y Cielo trajo La ciudad sumergida, poema del propio Rojas, en el que un espinoso crítico español, el también poeta Juan Larrea, residente entonces en México, halló “una poesía esbelta, elegante, de gran decoro poético y de encendido y límpido decir”. Vinieron luego las hojas de Carlos Martín (Territorio amoroso), Arturo Camacho Ramírez (Presagio del amor), Eduardo Carranza (Seis elegías y un himno), Tomás Vargas Osorio (Regreso de la muerte), Gerardo Valencia (El ángel desolado) y Darío Samper (Habitante de su imagen). El mismo autor de Rendición de espíritu que fue tan apasionado partidario de la obra de César Vallejo como contradictor de la de Pablo Neruda, comentó apenas los cuatro primeros de aquellos cuadernos. Por haber sido extraño al medio literario en que aparecían esos poetas, recojo acá sus opiniones. Advertía en los poemas de Carlos Martín “un hechizo juvenil, hondo y serio, que aunque no logra siempre expresarse, vive en él, seguro de encontrar su acento verdadero un día”; en los de Arturo Camacho Ramírez, la nota de “una juventud extremada, una pasión sin límites” que se prodigaba como “el mayor caudal poético colombiano”, y en los de Eduardo Carranza el gozo “en la imaginación y en la ternura” en versos de “purísima e indudable belleza”. El reparo único de Larrea era el de que, en todos ellos “el sentido crítico, esa helada fiebre del poeta, no alcanza aún su total madurez”. Ya debería pertenecer a la leyenda el artículo polémico que un escritor de Los Nuevos, Juan Lozano y Lozano, publicó al iniciarse el año de 1940 contra Piedra y Cielo. (…) La queja de Lozano se fundaba en que, a su entender, la claridad, la sencillez y la verosimilitud serían siempre, como en los modelos del pasado que más le atraían, el incuestionable mundo de la creación poética. Y él encontraba oscuro, confuso e imposible, cuanto manifestaban esos jóvenes. Los ataques de este autor, que en otros campos de la vida pública mostró lucidez y carácter singulares llegaron hasta advertir en aquella obra juvenil la amenaza contra una tradición histórica y literaria del país (…). Pocos años después vinieron a comprobar todos los que de una u otra manera habían compartido el juicio adverso de Lozano, la enorme exageración de éste, por decir lo menos. Además si los arquetipos colombianos abundaban en orden, mesura y reposo, tampoco sería para tomar como enteramente extraño a nuestra expresión el caso, por ejemplo, de un poeta colonial de tan complejo y admirable barroquismo como Hernando Domínguez Camargo. Sin embargo, el deseo de renovación poética impulsado por Piedra y Cielo y seguido con entusiasmo por la juventud, vino fácilmente a imponerse. Se aspiraba a que nuestra escritura se pusiese a tono con los poemas que nos llegaban del mundo hispánico. Con los primeros libros de Camacho Ramírez, Carranza y Rojas se inició tal renovación. Ésta se había retardado en la obra de
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Los Nuevos, tanto en el lenguaje como en los temas y en la actitud de sus poetas, ante la aventura estética que les fue contemporánea. En sus primeros años, en las aulas escolares, recibirían los poetas de Piedra y Cielo el casi ritual conocimiento de autores clásicos que no abandonaron después de su memoria ni de sus predilecciones. A través de los poemas de Gerardo Va!encia, de Jorge Rojas o de Eduardo Carranza se percibe el eco, no olvidado hasta nuestros días, de las voces de san Juan de la Cruz, Garcilaso y Góngora. La de Quevedo es una presencia constante en todos ellos. Y más cercana, la de Gustavo Adolfo Bécquer. Todavía más próxima la de Rubén Darío, cuyos libros, así como Ritos de Guillermo Valencia, eran de frecuente hallazgo en muchas casas colombianas hace cincuenta años. La lección de Darío que más debió intrigarlos es tanto la que viene del “gran poeta formal estético” como aquella en que ya se dio la aspiración simbolista: el predominio del matiz, la sugerencia, la ambigüedad. Ya iniciados, otras iban a ser, claro está, sus preferencias de poetas jóvenes. Puede señalarse entonces en Juan Ramón Jiménez la forzosa, la inmediata, la confesada influencia que debió iluminar a los poetas de Piedra y Cielo, al mismo tiempo que les trasmitía la personal concepción que de la poesía tuvo el maestro de Moguer, les llevó a explorar, a través de sus discípulos españoles e hispanoamericanos, otras tentativas. Jiménez, a quien en sus comienzos se había señalado como poeta puramente emocional, sucedió a Darío en la admiración de la juventud por su apego a la concentración y a la desnudez poética. En concordancia con la capacidad representativa y transmutadora de su lenguaje se patentizaba su extraordinario manejo formal. Fue precisamente él quien dijo aquello de que “sin dominio de la forma no hay poesía posible, nueva o vieja”. Erróneamente, como sabemos, se le ha calificado de poeta “puro” sin haber tenido nada que ver con las teorías del abate Bremont o con los intentos de Paul Valery. Refiriéndose a la influencia de Juan Ramón Jiménez en muchos poetas de habla española de los años veinte y treinta, o sea la que tuvo en Colombia sobre Piedra y Cielo, ha escrito el poeta mexicano Octavio Paz unas palabras que Cobo Borda recordó en su ensayo sobre La tradición de la pobreza (que, desafortunadamente, es en parte la nuestra): “a pesar de que hoy se deplora la influencia de Juan Ramón, pienso que fue benéfica: si no fue una pureza poética, como se creía en aquella época, sí fue una depuración retórica. La envarada y ataviada poesía hispánica se desnudó, se aligeró y se echó a andar”. En otro texto, el mismo Paz dijo, hablando de Jiménez: “Hay tres períodos en su obra: el primero es deleznable y lamentable, el segundo, muchísimo mejor, tiene una importancia histórica: influyó en casi toda la poesía española e hispanoamericana de esos años. Confieso que la poesía de esa etapa, con poquísimas excepciones, me aburre: no es concentrada sino alambicada. No es poesía pura sino poesía poética. El tercer Juan Ramón es el más joven, con una juventud casi sin edad. Aprovechó la lección de sus discípulos y continuadores –también la de sus negadores-, asimiló todo lo nuevo, y no obstante no se convirtió en el discípulo de sus discípulos”. Como gran obra de esa etapa –que ya no pesó sobre Piedra y Cielo, se señala a Espacio cuyo primer fragmento, en verso (después lo reduciría totalmente a prosa) publicó en 1943: “Pero toda mi vida he
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acariciado la idea de un poema seguido… sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz, la ilusión sucesiva, es decir, por los elementos intrínsecos, por su esencia”. Tuvo especialmente en España, pues, amplia secuela la poesía de Jiménez entre los jóvenes de 1920: Guillén, Salinas, Diego, García Lorca, Alberti, Alonso, Prados y otros, algo menores en edad, como Cernuda, Aleixandre y Altolaguirre, para mencionar sólo a los mejor conocidos de la llamada generación de 1927. Ya en Colombia, entre Los Nuevos, habían ganado eco los romances lorquianos y en otro grupo subsiguiente, el nativista de los Bachués (anterior a Piedra y Cielo), se intentó, apenas, que tomaran el aire nuestro aquellas imágenes de marcado andalucismo. Pero vino a adquirirse mejor conocimiento de la nueva poesía española, entre nosotros, como en el resto de Hispanoamérica, con la histórica antología de Gerardo Diego (1932 y1934) que se convirtió en lectura cotidiana de los poetas de Piedra y Cielo: los poemas, y las “poéticas” que los acompañan, de los allí incluidos. Desde las tesis de Antonio Machado (seis años mayor que Jiménez) sobre el signo temporal de la poesía hasta las definiciones “creacionistas” del propio Diego. Y, luego, los libros de esos poetas irían a pasar de mano en mano, con fervor hoy irreconocible, en todos aquellos años. La primordial atención era hacia los poetas del 27. ¿Era original la poética (en conjunto) de esa generación española, o ella “se había esbozado y posibilitado en Latinoamérica?” Esto último lo afirma Rafael Gutiérrez Girardot, al repudiar el españolismo de Piedra y Cielo y recordar las actualizaciones estróficas que llevó a cabo Darío así como la revaluación de Góngora, en 1910, por Alfonso Reyes. Poetas hispanoamericanos dejaron también, en Piedra y Cielo, influjo notorio. El primero (también con repercusión en España) había sido el de Vicente Huidobro en sus juegos verbales y en su acentuación del carácter ingenioso en el poema, aun cuando él hablase siempre a nombre de la imaginación. En medio de las refriegas del legislador poético en que sus admiradores quisieron convertir al gran poeta que fue, Huidobro llegó a creer en la sola omnipotencia de la fantasía. Por lo tanto, se negó a concebir al poema como expresión sentimental. Seguramente los poetas de Piedra y Cielo, convencidos como siempre han estado de que la emoción poética conlleva un cierto predominio del sentimiento, no compartieron tal postura: debían recelar de ella como de un abuso de la inteligencia. Y, cómo no, el ejemplo, el vasto ejemplo de Pablo Neruda. De preferencia, el que deriva de su previa poesía amorosa. No de la posterior visión del “deshielo del mundo hacia la muerte”, con sus consiguientes ensimismamientos, enumeraciones e incoherencias objetivas. En este aspecto solamente la obra de Arturo Camacho Ramírez mantiene conexión con las Residencias. Pero tampoco sus compañeros, más amigos de la “pureza” de Juan Ramón, dejaron de sentirse igualmente solicitados por aquella “poesía impura como un traje” que proclamaba Neruda. Compartían, en cierta medida su romanticismo exasperado. Y a veces su afirmación en lo terrestre y en lo cotidiano. ¿Y de César Vallejo? ¿Y de Jorge Luis Borges? Es indudable que la palabra de Vallejo, seca y punzante, no pudo entonces, como lo lograría más tarde, avivar el interés de quienes tomaban mejor el hechizo de
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la metáfora y del resplandor verbal. Y de Borges, aunque leído entonces en antologías, era mínimo su renombre de poeta (que vino ulterior y generalmente a reconocerse) si se le compara con el del original prosista en admirables ensayos y narraciones. Fueron así ajenos a la lección del peruano, empleo de formas antiliterarias, despojo de ornamentos retóricos, hermetismo, taciturnidad, aspereza y simultánea tensión del lenguaje. Y a la del argentino: invención, predominio mental, sabiduría, inquietud metafísica. Con los poetas de Piedra y Cielo se dio término en Colombia a una poesía de “ideas”, de manías eruditas y de peculiares remisiones al mundo grecolatino. Uno de ellos, Eduardo Carranza, ha creído que, de cualquier modo, “el destino de la poesía es muy otro al de probar algo”, aclarando que, “al gran poeta no se le exige que sea un humanista, un filósofo o una cabeza enciclopédica”. Porque jamás la razón podrá explicar la poesía. Quizá convenga volver a ponerlo de presente: tamaños vicios habían perseverado, salvo en impares excepciones, en lo que nuestro largo modernismo tuvo de poética afín a la decoración neoclásica y parnasiana. Pero Piedra y Cielo se propuso traer otros asuntos, otras inquietudes ajenas a la pesadez conceptual y, desde luego, otro lenguaje. Con ello aligeró la atmósfera de nuestra poesía. Fue un desahogo y hasta un relámpago de verdor. Un enriquecimiento de la sensibilidad. Dándole gracia y levedad, o de igual modo, ensombreciéndola, quiso hacer más intensa la palabra. En un momento de confusa retórica vanguardista y de una más pedestre poesía “social”, su evidente esteticismo no implica tampoco una desviación desafortunada. Podríamos llegar a objetar sus reiteraciones, sus excesivos halagos de ingenio, su casi exclusivo interés (en algunos) por la poesía de habla española. Pero no su amor al decoro y belleza de la expresión. Debemos entender que su tarea no fue decididamente revolucionaria sino de renovación, en parte, de viejas maneras del verso castellano, con la consiguiente actualización temática y formal. Y siguiendo el estímulo de poetas del mismo idioma, que en esa época mostraban su obra mejor. Contra la anarquía y el sin sentido que imperaban en otras partes, suscitó el interés por la novedad y, sin alardes, inspiró una disciplina. Unos años después, en medio de la dramática historia de violencia que se inició en el país en 1947, los poetas colombianos, liberados por Piedra y Cielo de anteriores sumisiones y mirando, luego, más allá de lo hispánico, pudieron dar el salto hacia la poesía contemporánea. “Mi generación poética –dijo en un reporte de hace veinte años Eduardo Carranza- pone el oído sobre el corazón del paisaje americano y quiere expresar al hombre americano apoyándose en la tierra ancestral, en los sueños y en la sangre de nuestra gente. Es, generalmente, una poesía exenta de exotismo y de temas de cultura”. Con estas palabras parecería que Carranza se anticipó a responder a quienes, sin advertir bien la luz de sus poemas, han hablado de que en ellos se refleja exclusivamente lo español, con menoscabo de sus inmediatas dependencias americanas. Pero es cierto que estas últimas están inseparablemente arraigadas a su visión poética. Y aun diría que, más que lo americano, es una atmósfera de vida, de naturaleza y de sentimiento característicamente colombianos, el rasgo que con frecuencia particulariza el semblante, unas veces de gozo y otras de melancolía,
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de sus poemas. Al destacar el orgullo que deja notar Carranza por la colombianidad de su poesía, señalaba en 1948 Hernando Téllez que es dable percibir en ella: “un penetrante olor a jazmines colombianos, a frutas tropicales, a femenina piel tostada por calientes soles”. Y añadía este ensayista: “El paisaje, la perspectiva, la línea del horizonte físico de los versos de Carranza, son radicalmente nacionales. Lo fueron también, señoras de su joven pensamiento, las adolescentes doradas que vagan en el aire matinal de Canciones para iniciar una fiesta (1936). La emoción del suelo propio invade con ardor terrenal estos poemas. Una brisa tibia detiene en ellos su vaho morosamente. No sólo porque el ambiente físico de una porción de América, de su tierra y de sus criaturas, esclarece la poesía de Carranza, sino por el aire espiritual e intelectual que la acompaña, también americano, debe señalarse como falsa la suposición que se ha hecho de que en Piedra y Cielo, representa él “el flanco hispanizante” en oposición al “americano y vanguardista” de otro u otros de los poetas del grupo. Es incuestionable que al ejemplo del segundo Juan Ramón Jiménez debe la obra de Carranza su inicial y determinante orientación. E incluso que su vocabulario se llenó, azules y nostálgicas, de voces juanramonianas. Pero también ella, desde esos comienzos, siguió las huellas de la poesía americana, en Huidobro, en Neruda, en la Mistral, sin olvidar incluso a Darío, de quien, a pesar de su distancia en el tiempo, se ha complacido especialmente en recordar ciertas singularidades del verso. Y en la poesía colombiana, de acuerdo con lo que él mismo ha confesado, pudo igualmente recoger herencias de José Eusebio Caro (1817-1853), de José Asunción Silva (1865-1896) y de Eduardo Castillo (1889-1938). Caro, en el puente de lo clásico de nuestro primer romanticismo, concretó la exaltación y penumbra de su manera inicial, antes de que la dañara el celo ideológico, en una presunta fusión de la poesía con la naturaleza y con su propia vida. Silva, quien supo de la lucha entre la realidad y el deseo, en los albores del modernismo hispanoamericano descubrió, junto con el mundo de las sensaciones, la magia de un nuevo lenguaje. Castillo, ya en nuestro siglo, prolonga las intuiciones simbolistas de Silva en un lirismo casi sonámbulo de sugestión entrañable. Recordemos también que los influjos españoles e hispanoamericanos fueron comunes a los poetas de Piedra y Cielo, sin que en éstos pueda señalarse distinción neta en las orientaciones de unos y de otros por razón de los mismos. Más razonable sería entonces establecer las similitudes existentes entre las obras poéticas de España y de nuestros países en ese momento. Como es sabido, las semejanzas poéticas, como las artísticas en general, se fijan menos por causas geográficas que de inmediatez histórica. Lorca, por ejemplo, fue estricto contemporáneo de Neruda. Ambos, a pesar de sus mundos tan diferentes, coinciden en más de un aspecto. Como los restantes poetas peninsulares e hispanoamericanos de esos años. Y aun se asemejan también, en similares circunstancias de tiempo, poetas de distintas lenguas. No es feliz, por lo tanto, la pretensión de señalar exclusivas preferencias por lo hispánico o por lo americano en las diversas inclinaciones de los poetas de Piedra y Cielo. Las influencias que los incitaron fueron en general las de su época, aunque no fueran todas las de esa época.
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En todos ellos, en mayor o menor grado, no se ocultaba, no podía ocultarse el interés por las vanguardias poéticas de la primera posguerra, se hubiesen éstas manifestado en uno u otro lado del mar. Pero ya en 1935 se notaba, al menos en la poesía de lengua española, la fatiga de las mismas, algunos recelaron entonces de la incoherencia que con ellas venía imperando. Comenzaba a no pensarse tanto en la necesidad, que se había impuesto, de decir cosas nunca dichas. Ni en la consecuente obligación de emplear lenguajes inéditos, jamás antes conocidos. Estas dos pretensiones no se habían traducido, las más de las veces, sino en maneras espectaculares. Y el espectáculo ya cansaba a muchos. Algunos jóvenes poetas aspiraban, con mejores argumentos, a aprovechar lo que de valedero hubiesen podido aportar los bulliciosos movimientos de años atrás. Se desconfiaba de que la misión principal de la poesía, como llegó a conjeturarse, fuese la de sorprender al lector. La exigencia de la sorpresa cedía ante la más legítima demanda de la emoción. El oficio del poeta dejaba de ser el de asombrar a sus semejantes. Comenzó a languidecer la anterior seducción por el desorden. El sin sentido por sí solo no seguía siendo prenda de validez poética. Se puso en duda la superstición del escándalo, que al cabo abdicaba de ser moda. No se trató, claro está, de regresar a una poesía de ideas sanas, o de ideas profundas como otros seguían buscándola, ni de volver a proclamar el mandato del sentido común del siglo XIX. Desde el modernismo los poetas habían aprendido, entre muchas cosas, que de todo intento de renovación poética pueden tomarse elementos positivos. Y que la escritura de la poesía ha sido siempre una continua revolución. En medio de la conmoción ya se habían imaginado que se trataba principalmente de asimilar las conquistas que hubiesen llegado a alcanzar los descubrimientos que, apasionadamente, algunos habían logrado en la oscuridad: la lección del simbolismo no podía ser olvidada. Como estímulo favorable a un nuevo orden, o más exactamente a un nuevo orden enriquecido con la pasada ola de alteraciones, no debe olvidarse que: en ese instante de la poesía en lengua española, junto al ánimo de invención de los poemas “creacionistas” y al hermetismo nerudiano de las Residencias, entre los varios otros que asumió la rebelión poética, se erguía una voluntad de perfección representada por ejemplo, en el Cántico de Jorge Guillén. A este propósito debe señalarse que en la poesía colombiana anterior a la de Eduardo Carranza y sus compañeros de Piedra y Cielo, las vanguardias poéticas europeas y americanas tampoco gozaron de la recuperación que en otras partes las acompañó. Quizá el más próximo a ellas fue León de Greiff, aunque se haya hablado de qué, conociéndolas o no su autor el primerizo Suenan timbres de Luis Vidales representó también, en 1926, nuestra vinculación a las tendencias innovadoras. Es evidente que en la vasta y notable obra de de Greiff en Colombia, se dieron mejor que en ninguna, los beneficios que tales corrientes fueron capaces de suscitar en un poeta en cuya voz se reconocían a sí mismos en su decidido tono original personal… subyacentes derivaciones del romanticismo y del simbolismo. Pero la poesía de de Greiff tan sin conexiones con otra así fuese contemporánea o del pasado y a pesar de su atracción por
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las referencias literarias, mantuvo tenazmente su aislamiento. Se la admiró, pero no tuvo continuadores. Más cerca de Rafael Maya, la otra destacada figura en la poesía de la generación de Los Nuevos, se manifestó Eduardo Carranza. Antes de los 30 años dio a conocer Maya un conjunto de poemas Coros del mediodía (1928), que anunciaba igualmente a otro renovador, aun cuando más retraído que de Greiff, de nuestro ambiente poético. Lo fue, pero hasta cierto punto. Sin duda, el casticismo de Maya le era de alguna manera cercano a Carranza. Sin embargo, el verso del maestro payanés debió mostrarle un semblante en ocasiones demasiado vuelto hacia el pasado. De todos modos merece señalarse la moderada simpatía de Carranza, desde sus primeras composiciones por la idiosincrasia vanguardista. Su amor al pasado le vedaba aproximarse a su delirio demoledor. También su fe en la poesía, en la creación de la poesía como designio artístico. Y debemos recordar que él mismo ha excluido en las siguientes colecciones de sus poemas, aquellos de las iniciales Canciones en los que pudiera repararse un eco ostensible de esos movimientos. La poesía de Eduardo Carranza parece, en efecto lo es, un tanto diferente a la que han escrito en esta misma época poetas de Hispanoamérica y de España. Basta para comprobarlo con dar una ojeada a sus libros. Cuando otros han atendido a las sugerencias del irracionalismo, de la poesía pura, del agonismo, del testimonio social, o de similares o diversas orientaciones, él prefirió en un primer momento cantar con ardor, en metáforas radiantes de luz y de tersura, la alegría ilusionada de su juventud, el amor a las muchachas, el deslumbramiento ante un erotismo delicadamente espiritualizado. En puntillas se asomaba, doliente, la sombra de la melancolía. Gozos y penas en sucesiones de imágenes. Sí, pero sin caer en la superstición de la imagen por sí misma. Imágenes que tocan zonas de la inteligencia pero que jamás se rechazan al sentimiento. Y al cabo de los años vino ganando su fervor una voz que, contemplando la obra del tiempo, nos sumerge en una grave hondura vital. Con vivaz aptitud estética ha aspirado Carranza a la concreción y con indiscutible talento verbal ha preferido la delgadez a la exuberancia, la sutileza a la rotundidad. (…) La gracia está en sus poemas bien acordada con el orden. No es por lo tanto extraño que, comparada la poesía de Carranza con aquellas en que abundan la profusión o el tumulto, se haya hablado, al par que de su emoción juvenil liberadora de viejos lastres, de su clasicismo. Clasicismo pleno de eficacia que nada tiene que ser con el hielo… ni con las academias. Clasicismo que nada tiene que ver, como fue de esperarse, con la imitación estéril de los clásicos españoles. Sino con una simetría gobernada por continuas ondas de sueño y segura de la riqueza de una zona interior inviolable. Apasionadamente ansioso de la vida pero cantándola, como Laín Entralgo situó el ademán de su verso “desde una lejanía’’. Es decir, desde su intimidad. De más está decir que en el movimiento de Piedra y Cielo ocupan preferentemente lugar la obra y la persona de Eduardo Carranza. Tanto que algunos, dentro y fuera de Colombia llegaron a confundir el término acuñado de “piedracielismo” con las particulares maneras de los poemas de Carranza, lo cual induce no sólo al error sino a la injusticia.
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Desde luego que los poetas de esa agrupación muestran entre sí, al lado de afinidades ineludibles por los comunes influjos, diferencias que se establecen fácilmente. El acento más personal que entre ellos se distingue es, sin duda, el de Carranza. Los poemas suyos, en su delicadeza, con su vivacidad, en su ternura (fatalmente debe recurrirse a éstos términos), tienen, aparte de singular belleza, rostro inconfundible, así como sobresale el rasgo beligerante de su personalidad, que le llevó a convertirse en cierta forma en el abanderado de las nuevas tendencias. Rafael Maya con ocasión de un homenaje en 1974, significativamente quiso reconocerlo. (…) Todo ello se resumiría en la afirmación, que no puede parecer excesiva, de que el verso de Carranza, como antes el de Silva, o de Castillo, o de Aurelio Arturo, quebró el tono solemne de gran parte de la poesía colombiana. Nacido el 23 de julio de 1913 en Apiay, en los llanos orientales de Colombia, vivió su niñez Eduardo Carranza en pequeñas poblaciones del centro del país. Guataquí, Tocaima, que le dejaron la huella de !as tierras cálidas, y Chipaque, en cambio, en las proximidades del páramo de Cruz Verde. El llano “puede ser el origen –dijo- del aire límpido y salobre que sopla en mi poesía, su confín esfumante y su azul”. Ese ambiente que rodeó sus primeros años es referencia constante en sus poemas: el trópico y en él las grandes aguas, las nubes infinitas, la luz, el viento, los días en medio de palmeras, la noche relumbrante de cocuyos. Adolescente, entró a cursar en Bogotá, junto con los estudios secundarios, la carrera de institutor. A los 18 años era ya vicerrector de un colegio oficial en Ubaté. Volvió a la capital en 1933, como profesor de literatura en la Quinta Mutis del Colegio del Rosario. Su mesa de trabajo de maestro joven se llenaba día tras día de libros poéticos. “Yo venía -ha recordado- del reino mágico y doliente de Rubén Darío. De la ternura y melancolía andaluzas de Juan Ramón Jiménez, de la arrobada y transparente región de Eduardo Castillo”. Empezaron las lecturas de los nuevos poetas españoles y de los americanos desde México hasta Chile y la Argentina. Dio a conocer en aquel momento sus poemas, los que ganaron, ayer, como ahora los recientes, no sólo la ración sino el afecto de los lectores. Desde entonces ha sido ejemplar su consagración a la vida de poeta. Ni el profesorado, ni la diplomacia (largos años en Chile y en España), ni otros cargos públicos le han desviado de su único destino: la poesía. En 1936 publica Eduardo Carranza, como antes se ha dicho, Canciones para iniciar una fiesta. Se considera a este libro como aquel que señaló la ruptura definitiva de la nueva poesía colombiana con los precedentes versos modernistas, no del todo extraños, aun, a una obra como la de León de Greiff, quien en los años veinte había aparecido en la aventura de la vanguardia. Calificadas entonces las Canciones por algunos como oscura y difícil extravagancia, su propio autor juzgó después a ese inicial conjunto de poemas como “un regreso a la tradición nacional, al orden clásico, llevando, obviamente, los aportes de una nueva sensibilidad poética”. Se ha puesto de presente que este casticismo de Carranza se ratifica en el repudio de lo extranjerizante, representado principalmente en la anterior poesía colombiana por su amor a los modelos franceses. Y rechaza también, a nombre de cierto
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pudor nacional, de lo simplemente novedoso o llamativo: “Colombia respondió una vez- es un país estéril para los extremismos literarios”. Se ha definido a sí mismo; “neorromántico, dentro de la tradición hispánica clásica”, (…). La onda romántica, que subterráneamente se había transformado en simbolismo, llega también hasta nuestros días convulsa, vuelta superrealismo, existencialismo, constancia del hombre concreto de “carne y hueso”. (…). Trayendo a cuento el parecer de otro joven poeta y crítico sobre la poesía de Carranza, García Maffla señala que en ella se sustituyó la previa influencia de Juan Ramón Jiménez por la de Antonio Machado. Esta última, sin embargo, “sólo en un segundo plano se refiere al terreno de la dicción”. Es más visible en su idea del tiempo, que el poeta de Soledades apreciaba como emoción dominante del poema. Carranza lo expresó así: “Porque no somos sino tiempo y cuanto más lírica una poesía, es decir, cuanto más temporal y personal es, más poderosamente nos aludirá a todos”. Este sentimiento de lo temporal se insinuó ya en la segunda colección de poemas suyos, en 1939, Seis elegías un himno. Y vino a afirmarse en El olvidado y Alhambra, de 1957 (…). Desde entonces viene a considerarse a la temporalidad como uno de los rasgos definidores de sus poemas. A la exultación juvenil vino a sucederla un gesto que más hondamente conmueve. De tristeza, de profundidad vital. De ahí que la nueva crítica colombiana estime como la mejor obra suya aquella que, con el transcurso de los años, ha venido a estar presidida por tal turbadora condición. No obstante que el signo lírico es determinante en toda su obra, y que ésta gira principalmente en torno al amor y a la mujer, Eduardo Carranza ha querido en ocasiones cantar también a la patria, a su naturaleza, a su historia, a sus gentes y a sus sueños. Ha querido, ilusionada, una poesía en la que se dé la convivencia de lo lírico y lo épico. Una poesía del heroísmo en renovados himnos. Escribió sobre ello Gerardo Diego: “Sentimiento de amor patrio, geográfico y paisajístico. Sentimiento de amor humano. Amor que en labios de Eduardo Carranza se resume en la palabra: ternura. Esto es lo que califica y levanta su poesía, esto es lo que la idea y la imana, esto es lo que resuelve en unidad y necesidad el capricho verbal, la opulencia delicada de los colores y logra su fusión en lenguaje directo estremecido e ingenuo”. Y acerca de este lenguaje dijo también Diego: “Sensualidad que comienza en la palabra misma. Eduardo Carranza siente profundamente la belleza de la palabra y su poesía se apoya, no donde la palabra se acaba, sino donde su carne deliciosamente transpira”. A pesar de la indiferencia y aun de la impugnación, Eduardo Carranza ha imaginado, asimismo, un común destino de los pueblos hispánicos: alguno puede pensar, no sin razón, que la historia niega sentido a esta actitud y la revela convencional o ilusoria. Lo que importa es que lo americano está tan dentro de su joven corazón como la pasión por el espíritu español. Con desinterés y la mejor fe ha puesto su pensamiento en estas cosas. Lo cual, en años pasados, no ha dejado de suscitarle tantas simpatías como distanciamientos. No nos interesa el fondo político que haya podido existir en su actitud, sino preferiríamos destacar la honestidad intelectual en que ella se sustenta. Ha anhelado también Carranza “salir del lirismo intimista, en un intento de expresar al hombre
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total”. Pero los poemas suyos que siguen despertándole nuevas admiraciones son, con todo, los que, Hablar soñando, nos llevan enardecidos al mundo de su intimidad. Al amor. A las cicatrices del tiempo. (11)
1.13 María Mercedes Carranza Prólogo para Carranza por Carranza Tal vez una de las características más notables de la poesía colombiana a lo largo de toda su historia sea su culto de la perfección en el uso del lenguaje, su conservadurismo, su desdén por el riesgo, por la aventura, por la experimentación, por la exploración de terrenos originales. Y esta característica se hace especialmente evidente en la poesía escrita a finales del siglo pasado hasta la década de los años treinta de este siglo, años en los que impera, con muy contadas excepciones la estética modernista. El modernismo se arraigó más de lo permitido en la poesía colombiana y pasó a convertirse en un modo de ser por excelencia. Y este fenómeno tiene que ver con el culto al preciosismo formal, con el esmerado trabajo de la forma y con el amor a los temas culturales que venía de la escuela humanística impulsada por Miguel Antonio Caro y posteriormente por Antonio Gómez Restrepo. El parnasianismo, especialmente, cayó como anillo al dedo para justificar el culto por la forma lingüística perfecta y no significó una ruptura con algunos de los temas más importantes de nuestros humanistas, tales como las culturas clásicas griega y romana y sus mitologías. Así, es fácil comprobar que el modernismo, como tono poético, como temple poético se prolonga en Colombia por varias décadas, cuando ya en el resto de Hispanoamérica era cosa del pasado. Con ello no se quiere decir que toda la poesía colombiana posterior a la vigencia del modernismo en el resto de Hispanoamérica puede inscribirse en esta escuela, así como su desaparición en el resto de Hispanoamérica no fue, ni mucho menos, tajante, pero de una u otra manera, hasta la aparición de Piedra y Cielo a mediados de la década de los años treinta, los poetas de nuestro país, salvo algunas excepciones, no se alejaron de su órbita. En consecuencia con lo anterior, no es aventurado afirmar que en Colombia hubo cuatro generaciones modernistas, mientras que en el resto de Hispanoamérica sólo hubo dos: la primera, con Silva, los mexicanos Díaz Mirón y Gutiérrez Nájera y los cubanos Julián del Casal y José Martí; la segunda que corresponde a la plenitud del movimiento, con Darío, Amado Nervo, los uruguayos Julio Herrera y Reissing y Ricardo Jaimes Freire y el peruano José Santos Chocano. En Colombia se produce, simultáneamente con el último, un grupo cuya tendencia modernista está fuera de toda sospecha y cuyos integrantes, como se sabe, son principalmente Guillermo Valencia, Cornelio Hispano, Carlos Arturo Torres, Víctor M. Londoño y Max Grillo. Los estudiosos de la literatura hispanoamericana que se han ocupado del modernismo más o menos coinciden en señalar que su vigencia como movimiento termina en el transcurrir de la primera década del siglo. Octavio Paz afirma que se extingue en los años de la Primera Guerra Mundial. José Olivo Jiménez se encarga de refutar a Ricardo
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Gullón y a Iván S. Schulman, quienes en sus análisis extienden la vigencia del modernismo hasta finales de la década del 20, presentando como pruebas contundentes los tres grandes libros que se escribieron durante esos diez años: Trilce, de Vallejo; Altazor, de Vicente Huidobro y la primera Residencia, de Pablo Neruda, obras que sin lugar a dudas responden ya a una sensibilidad distinta a la modernista. La fecha señalada por Jiménez es 1941. Eugenio Florit por su parte señala que el modernismo termina con la primera década del siglo, es decir hacia 1910, Aldo Pellegrini en su Antología de la poesía viva latinoamericana señala también el estallido de la Primera Guerra Mundial como el final del modernismo. Indudablemente, con posterioridad a todas estas fechas establecidas como límite por los críticos se continúan escribiendo poemas de corte modernista, pero ello no significa que la poesía hispanoamericana no hubiera ya sobrepasado la escuela modernista como tal y no estuviera encaminada hacia una nueva época. Esta nueva época se anuncia, como se sabe, en 1914 con el “creacionismo” y posteriormente con los otros “ismos” hispanoamericanos, los cuales dominaron el panorama literario hasta la década de los años treinta. Si se acepta la evaluación crítica hecha por los investigadores mencionados, las fechas de 1910-1915 marcan la agonía del modernismo como escuela dominante en la poesía en lengua española. ¿Qué ocurre en Colombia? Luego del grupo modernista comandado por Guillermo Valencia aparece la llamada generación de El Centenario cuya fecha oficial de irrupción es justamente 1910. Los poetas de este grupo son principalmente José Eustasio Rivera, Eduardo Castillo, Miguel Rash Isla, Ángel María Céspedes y Nicolás Bayona Posada; están también, aunque en diferente órbita, Porfirio Barba Jacob y Luis Carlos López. Por estos años tiene lugar en varios países hispanoamericanos el fenómeno que se conoce con el nombre de posmodernismo. El posmodernismo, como se sabe, reaccionó contra el exceso de conciencia artística del modernismo, contra lo que se había convertido ya en una retórica preciosista y hueca. Son poetas que conservan el lenguaje modernista pero que rehúyen al exotismo y los elementos ornamentales y cosmopolitas que lo caracterizaron: se acaban las culturas clásicas, se acaban los cisnes, para utilizar el tópico de marras. No rompen con el modernismo en el terreno formal y en este sentido lo siguen siendo, pero quieren atemperar los excesos a los que lo habían llevado los numerosos y pocos ingeniosos plagiadores de Rubén Darío. El propio Darío evoluciona de esta línea preciosista y decorativa de Prosas profanas, espléndida en sus versos pero nefasta en los de sus seguidores, a una expresión más grave y profunda en Cantos de vida y esperanza (1903), sentando con ese libro las bases del posmodernismo. Es ya clásico entre los estudiosos de la literatura hispanoamericana de la época el cuadro trazado por Federico de Onís sobre los diferentes caminos que siguió el posmodernismo en su reacción contra el modernismo. Es útil transcribirlo porque sirve muy bien para situar a los poetas colombianos de El Centenario: 1. Reacción hacia la sencillez lírica. 2. Reacción hacia la tradición clásica. 3. Reacción hacia el romanticismo. 4. Reacción hacia el prosaísmo sentimental. 5. Reacción hacia la ironía sentimental.
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Estos poetas, en su reacción contra el esteticismo y la “torre de marfil” se afirman en los sentimientos humanos; y en su reacción contra el exotismo y el cosmopolitismo se vuelven hacia la realidad americana: sus paisajes, sus pueblos y sus problemas. Pero ha de quedar claro que no existe una ruptura frente al modernismo sino un intento de salvarlo de sus excesos, pues los posmodernistas conservan inmodificable el lenguaje modernista. La generación de El Centenario es una típica generación posmodernista. Los sonetos de José Eustasio Rivera son de corte parnasiano y es parnasiana su excesiva preocupación por la forma; con un lenguaje inequívocamente modernista habla del paisaje llanero. Porque, como ya se dijo, estos poetas, como reacción a la tendencia extranjerizante de los modernistas, tienen un mayor sentido de lo nacional: la Epopeya del cóndor, de Aurelio Martínez Mutis, seguidor del estilo épico impuesto por Darío, es un buen ejemplo de ello. Pero no solo Rivera y Martínez Mutis son posmodernistas. Barba Jacob a su turno, es también un poeta posmodernista. Reacciona por la vía del romanticismo. Y aquí no debe olvidarse que el modernismo en sus comienzos tuvo una gran carga de romanticismo que posteriormente fue eliminada en parte por Rubén Darío y sus seguidores. Pero, por ejemplo, José Asunción Silva no constituye una reacción contra el romanticismo sino un puente entre esta escuela y las nuevas tendencias. Barba Jacob en su rebeldía, su voluntad de evadir la realidad, su subjetivismo, el exotismo de sus temas, su atracción por la muerte y además su escritura netamente modernista, continúa en la órbita de esta escuela. Otro ejemplo de la estética típicamente posmodernista es la poesía de Luis Carlos López. Según el esquema que se ha venido aplicando, López reacciona por la vía del prosaísmo sentimental, de la caricatura. Utiliza el lenguaje modernista para hablar de los pueblos de tierra caliente, de la provincia colombiana, siempre en forma crítica y sarcástica. Y sorprende por cierto, constatar que su más cercano y directo antecedente sea el José Asunción Silva de Gotas amargas: en este libro está ya la poesía de López con sus características más notables. En Hispanoamérica el posmodernismo constituye un episodio efímero. Oficialmente su aparición data de 1910, fecha de la publicación del famoso poema-manifiesto del mexicano Enrique González Martínez, pero enseguida esta poesía de ecos modernistas agoniza para lanzarse a la experimentación vanguardista, etapa, cuyos límites cronológicos van más o menos de 1916 a finales de los años veinte. Sin embargo, como se verá, el posmodernismo se prolonga en Colombia hasta la aparición del grupo de Piedra y Cielo, es decir hasta comienzos de la década de los años treinta. Hay quienes afirman que la vanguardia no dejó obras perdurables, a excepción de las obras cumbres escritas durante ese periodo por Huidobro, Neruda y Vallejo. Pero lo que no se puede desconocer es que significó una ruptura real y tajante con el modernismo y con todo lo que tuvo que ver con esa escuela. Con su iconoclasia, su irracionalismo y el uso de los mecanismos antiformales del verso, desintoxicó a la poesía hispanoamericana y le dio otros horizontes. Aparte de los escritores mencionados, la vanguardia fue un movimiento de poetas menores, pero el trabajo de esos poetas fue decisivo para la poesía contemporánea.
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Su aporte más importante fue, y ello se verá más adelante en la poesía inicial de Eduardo Carranza y sus compañeros de grupo, la revolución de la imagen poética: irracional, desvinculada de las correspondencias que le habían asignado la lógica tradicional, múltiple, sugerente, audaz, insólita, lejos del gastado papel de reproducir realidades físicas o espirituales ya perfectamente codificadas. La época de la vanguardia hispanoamericana coincide en Colombia con el surgimiento a la vida pública del grupo de Los Nuevos. Es ya un tópico en los manuales y antologías nacionales asignar a este grupo un papel demoledor de la Colombia decimonónica. Si la vanguardia a nivel poético debe entenderse como deudora del modernismo porque fue este movimiento el que a fin de cuentas introdujo a la poesía hispanoamericana en la época contemporánea y con sus conquistas abrió las puertas a lo que vendría después, la evolución de la poesía en Colombia omite el episodio vanguardista, con lo cual el lastre del modernismo continúa vigente sin las innovaciones de la vanguardia, durante varios años más en nuestra poesía, como se comprobará enseguida. De la generación de Los Nuevos, a mi parecer, merecen destacarse tres poetas: León de Greiff, Rafael Maya y Luis Vidales; los dos primeros por la indudable calidad de sus obras y el último por la importancia histórica de la suya. Histórica porque su libro Suenan timbres, publicado en 1926, es el único testimonio de carácter vanguardista que se escribió en su momento en el país. Y realmente no pasa de ser un testimonio, ya que con dificultad se puede considerar como un aporte importante a las letras colombianas. El caso de de Greiff y de Maya es distinto porque uno y otro escribieron unas de las obras más interesantes de nuestra poesía. Siempre se ha dicho que de Greiff es un vanguardista, pero un análisis detenido de su poesía demostrará que nada tiene que ver con los “ismos” literarios de la primera posguerra. De Greiff es un poeta simbolista por excelencia, tanto que podría ser un poeta francés de comienzos de siglo; la estética verlainiana predomina en sus primeros poemas y es a través de Verlaine que se inicia el musicismo poético; curiosamente la primera época de la poesía de de Greiff está muy próxima a la poesía primera del español Manuel Machado, verlainiano con claro acento modernista. Más tarde, de Greiff, bajo el influjo de Mallarmé, se empeñará en establecer constantemente correspondencia entre la música y la poesía, lo que en ocasiones dará una resonancia wagneriana a sus versos. Esta tendencia musical se acentuará aún más a medida que se impregna del espíritu del movimiento “decadente” francés de afinidad con el simbolismo. De los decadentes asimila el espíritu pesimista, la renuncia a actuar, el desprecio de la realidad presente y pasada, los paraísos artificiales. Del “decadente” Jules Laforgue asimilará el gusto por el neologismo, la ironía, el cinismo, la burla de sí mismo, la afición a los ritmos populares, el cambio de tono de lo sublime a lo burlesco, el paso de la elegía a la sátira y viceversa, el escepticismo y la rebeldía anárquica hacia las formas sociales, políticas y artísticas oficializadas. Su interés por la Edad Media es también una característica simbolista, gracias a la cual entraron a la poesía toda clase de faunos, hadas y gnomos y se adoptaron como modelos las canciones populares de la
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vieja Francia y los mitos de los países nórdicos. Baudelaire es también importante en su poesía. De él tomará el gusto por las rimas entremezcladas, los ritornelos, el deseo de estar siempre ebrio de vino, la sensualidad, la tendencia a lo demoníaco, la perversidad, entre comillas, y la exaltación de la melancolía frente a la alegría. Con todos estos elementos logró de Greiff un tono muy personal y una poesía de calidad excepcional. Pero, siguiendo con nuestro tema, no es correcto calificarlo como un escritor vanguardista. Rafael Maya también es un poeta de influencia simbolista, pero de una tendencia diferente a la de de Greiff. Se encuentra Maya cercano a los últimos simbolistas, como Samaín y Moréas que se apartaron del irracionalismo de sus maestros para escribir una poesía límpida que linda casi con la expresión clásica. Rafael Gutiérrez Girardot hace una interesante interpretación de la actitud poética de Maya. Afirma que en él se da una crítica al tiempo presente y que “sus temas centrales son característicos de un pensamiento conservador (no es el sentido del partido colombiano) de género anglosajón, que surgió como reacción contra la industrialización y la democratización entre círculos cultos europeos...” y da varios ejemplos del enfrentamiento que hace Maya de los valores espirituales y morales del mundo señorial que imponía el mundo moderno en ese momento. Entre Los Nuevos y Piedra y Cielo se encuentran dos poetas que servirán de puente entre ambos grupos y en cuyas obras se hace ya evidente la voluntad de ruptura con el lastre retórico modernista. Son ellos Aurelio Arturo y Antonio Llanos. A pesar de que a estos se los ha considerado por lo general como miembros del movimiento Piedra y Cielo, por varios aspectos no resulta correcto hacerlo así. Una de las razones por las cuales un grupo literario se constituye en tal está precisamente en la voluntad de sus miembros de conformarlo. Ese propósito, al menos inicialmente, existió por parte de los escritores que se presentaron al país en 1936 bajo la común denominación de Piedra y Cielo. Arturo y Llanos permanecieron al margen de dicho grupo desde sus comienzos. En el caso de Aurelio Arturo, es evidente desde la publicación de sus primeros poemas, hacia 1931, la reacción contra la poesía seudomodernista aún imperante en la época. Pero, por otro lado, poco tiene que ver con lo que se entiende hoy por piedracielismo. Las características iniciales de ese grupo fueron, entre otras muchas, la hipersensibilidad, la emotividad y la insolencia contra las formas consagradas y canonizadas. Nada de eso se ve en la poesía de Aurelio Arturo. En ella no hay, como en los otros, una ruptura tajante, sino un tránsito. Sin excesos, se coloca de puente entre los piedracielistas y el grupo anterior y, como puente, tiene de ambos. Tiene, por ejemplo, la actitud serena, bucólica y mesurada de un Rafael Maya, pero a través de fuentes culturales distintas de origen anglosajón -Perse, Eliot, principalmente- y de otro manejo de los elementos del lenguaje poético. Tiene de común con Piedra y Cielo la aversión por la retórica brillante y por las alusiones culturales. Sus temas centrales son la infancia, la adolescencia y el amor. El paisaje está siempre presente, pero no geográficamente, sino como medio para proyectarse a sí mismo. Su lenguaje carece de artificios, es límpido y sutil y recuerda mucho al primer Cernuda, al Cernuda de Un río, un amor.
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Antonio Llanos es, indudablemente, un poeta menor, pero tiene el mérito para la historia literaria de representar un cambio de tono en nuestra poesía con una obra decorosa, dentro de la que hay que señalar de manera especial por su calidad el libro La voz entre lágrimas. De carácter místico y con una definitiva influencia del maestro en ese género, san Juan de la Cruz, la poesía de Llanos es más que otra cosa un síntoma claro de que la poesía colombiana comienza a cambiar en la década de los años treinta. Este rápido recorrido por la poesía colombiana de los primeros 30 años del siglo no ha tenido por objeto sino presentar un breve panorama de su situación en el momento en que comenzaron a publicar los poetas de Piedra y Cielo. Y como se desprende de todo lo anotado, no fue un accidente o una casualidad que la gran polémica piedracielista cuando apareció en el panorama cultural del país haya sido precisamente, contra Guillermo Valencia y que fuera una polémica encaminada a atacar la vigencia de la estética parnasiana en nuestra poesía, lo que viene a ser una prueba contundente de que los nuevos escritores advertían la necesidad de superar de una vez por todas los residuos del modernismo poético. Resulta interesante analizar los términos de esta polémica porque son reveladores de los vicios que los jóvenes de entonces veían en la poética nacional y de sus propuestas para lograr en ella un cambio renovador. Fue Eduardo Carranza quien puso el dedo en la llaga en 1941, cuando escribió un artículo titulado Un caso de bardolatría en discusión con Baldomero Sanín Cano sobre la poesía de Guillermo Valencia. Carranza denuncia en este artículo la existencia de un taller de técnica poética instalado por Valencia en Colombia a lo largo de cuarenta años. Ese taller se empeña en el ejercicio de la retórica, en la destreza técnica, fría, y mecánica. Le faltan a Valencia y a su escuela “trascendencia vital, palpitación sanguínea, pulso humano”. Se la acusa de utilizar una “elocuencia ideológicamente verbal”, más cercana a las disciplinas filosóficas y humanísticas, de plantear “grandes temas” y de resucitar ruinas arquitectónicas y episodios históricos en forma superficial y muy convencional, bajo “la impávida tiranía del cauce lógico”, cauce que fatalmente produce “una poesía de nítidos contornos, de líneas secas, de gran aparato verbal, poesía sin perspectiva, sin horizonte, sin bruma, sin misterio, como la de la antología de Goethe envejecido y la de los parnasianos franceses y americanos”. En síntesis, para Carranza, las líneas dominantes de la poesía colombiana por influencia de Valencia eran en esos momentos la inteligencia, la maestría retórica, la elaboración literaria, la alquimia verbal, el logicismo y la habilidad técnica. ¿Qué propone Carranza? Es interesante comentar las ideas que plantea éste sobre la poesía en dicha polémica, pues tales ideas son una buena síntesis de las características de su ejercicio poético. En primer lugar, piensa Carranza que el poeta debe ser como una especie de catalizador de su época, del hombre de su época, en todos los sentidos ligados al corazón humano. Porque a la inteligencia parnasiana opone los sentimientos del corazón, la “hondura de la emoción”, y a la frialdad verbal y la lógica opone “una tercera dimensión de profundidad y una cuarta dimensión de misterio”: pide abandonar los temas literarios para
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utilizar “la tórrida y nebulosa sustancia de los sueños y los amores”. Y llega al meollo del asunto al sentenciar que “el logicismo, el racionalismo poético, van siendo ya teoría de museo. (…) Los parnasianos quisieron desterrar de la poesía el elemento mágico, la contribución dionisíaca, la fuerza elemental y delirante, el sueño, la inspiración. E imponer la impávida tiranía de un cauce lógico”. Esto es muy importante por cuanto en esos momentos en el país no se había dado en la poesía la ruptura definitiva con la imagen sujeta a las leyes racionales de la lógica, aporte importante de la vanguardia en los países donde ésta se dio. Los valores irracionales y emotivos del lenguaje poético estaban en Colombia aún por descubrir. Al respecto muy sagazmente Rafael Maya anota en un ensayo sobre la poesía contemporánea colombiana, cómo imperaban en el país, gracias a Darío y a Valencia, un helenismo de pastiche al lado de un racionalismo crítico debido este último a las traducciones tan leídas entonces de las obras de Heredia y Barrés y anota, respecto al cambio registrado con Piedra y Cielo: “Sólo la última generación poética del país, agrupada bajo el título de Piedra y Cielo, parece haber roto definitivamente con el contagio grecolatino, para orientarse hacia formas musicales e intelectuales de expresión que se hallan más cerca de la estética de Mallarmé, con sus teorías de sugerencia, de la simple alusión y de la metáfora que apenas roza el mundo de lo real, para lograr una completa trasposición de los valores lógicos del sentimiento y de la idea”. Como se dijo atrás esta fue la gran conquista de la vanguardia, pero al no haberse dado este movimiento en Colombia, el cambio se produjo posteriormente, en la generación que, en el panorama latinoamericano, realiza la decantación de la vanguardia, movimiento que se conoce con el nombre de posvanguardia y que en el país equivale a Piedra y Cielo, el cual es un grupo típicamente posvanguardista. Como se sabe, las primeras manifestaciones posvanguardistas se dan hacia 1927 y su vigencia se prolonga hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. Se ha señalado que la importancia de la posvanguardia estuvo en aprovechar con sabiduría las conquistas de la vanguardia y entre las más importantes el uso de las asociaciones no sujetas a la lógica tradicional, sino con base en relaciones emotivas o sentimentales o a elementos de índole irracional. Sin embargo, tal característica, tan importante en la poesía contemporánea no llega a Piedra y Cielo, y a Carranza en concreto, por la vía exclusiva de la vanguardia latinoamericana. Otra particularidad de este grupo de escritores colombianos de la década de los años treinta es el cambio de universo cultural, cuyo desplazamiento pasa de Francia a España. Y esto es muy evidente en Carranza. El clima cultural de la llamada “generación de 1927”, sus tendencias, influencias e inquietudes interesan en sus rasgos más generales a este poeta, aunque su poética, en concreto, no puede identificarse con ninguna de los integrantes de ese grupo. Esta generación española comienza a publicar en los años 20 a 30 y, como se sabe, la integran un conjunto de poetas excepcionales: Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Luis Cernuda. Este último es además un crítico agudo, severo y muy lúcido y son numerosos los ensayos que escribió sobre
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los poetas de su propia generación. Señala Cernuda que una de las características más sobresalientes de ésta es su interés en el uso de la metáfora y de la imagen, entre otras cosas por influencia de Ramón Gómez de la Serna y sus greguerías. Es al comienzo una metáfora caprichosa, deslumbrante y efectista, aspecto éste que es necesario tener muy en cuenta al analizar la primera etapa de la poesía de Carranza. Los poetas del 27, además de la influencia creacionista y superrealista en el cultivo de la imagen y de la metáfora y del mencionado Ramón Gómez de la Serna, reciben otra influencia notable desde ese punto de vista. Se trata de la poesía de Luis de Góngora, cuyo tercer centenario de su muerte se celebró precisamente en 1927. Antes olvidado y aun menospreciado, con estos poetas Góngora se convierte en el centro de atención de la poesía en lengua española: su obra es “descubierta”, analizada, estudiada y llega a ejercer gran influencia. Anota muy agudamente Cernuda que en este interés de los poetas del 27 por la metáfora y la imagen, el influjo de Góngora es importante pues “el lector moderno, dice Cernuda, acostumbrado a las metáforas del creacionismo y del superrealismo, podría desdeñar la explicación lógica de esos versos magníficos para quedarse con su sentido literal libre de atadura realista, que es donde precisamente reside para nosotros su valor poético”. En ese momento en que los poetas buscan el alejamiento de la lógica, Góngora, leído con sentido moderno más que clásico, resulta un arsenal descomunal de hallazgos metafóricos aparentemente inasibles desde el punto de vista de la lógica tradicional. Pero el culto a Góngora no es un hecho aislado en la generación de 1927. Se registra también un regreso a la poesía tradicional española y con ello se reviven formas métricas abolidas por el modernismo. Este aspecto de la metáfora y de la imagen es de capital importancia en la obra primera de Eduardo Carranza. Basta releer Canciones para iniciar una fiesta (1936) para advertir su gusto por la metáfora caprichosa y relumbrante, su interés por la palabra efectista, su afán por las asociaciones ilógicas. El soneto titulado “Gualanday”, que pertenece a ese libro es un buen ejemplo de esa nueva forma poética que asombró al país en la década de los 30: Gualanday tiene el agua que sube la escalera de la palma y en ciega frescura musical -corazón de los cocos- palpita en la frontera de la nube y la estrella con pulso de cristal. Tiene el jugo redondo del sol que la primera fruta da en la bandeja blanca del naranjal y la caña de azúcar donde está prisionera la dulzura cual una doncella vegetal. Hay una niña, lleva la ciruela sonriente del beso y va mordiendo a la tierra caliente en un níspero. El aire, tibiamente, a rizar la verde brisa hebrada de guadual se detiene; y es una yegua joven la mañana que viene con las crines de sol al viento y al palmar.
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Existe una firme voluntad de crear un nuevo lenguaje, una nueva imaginería poética y tal vez por ello se exageran los recursos, pero, como se verá, su obra desde el punto de vista formal evolucionará poco a poco hacia un estilo más cercano al lenguaje hablado. Sin embargo, en esta primera etapa, que bien podría llegar hasta 1957 con la publicación de El olvidado y Alhambra, la metáfora exuberante, deslumbrante y efectista constituye el eje del trabajo poético de Eduardo Carranza. Y curiosamente, y a pesar de que en la famosa polémica sobre la poesía de Valencia reivindicaba, como se vio, el poder de lo mágico y en especial de los sueños, no hay en su poesía más aún en esta primera etapa, nada que tenga relación con lo onírico en el sentido y el uso que le dieron los surrealistas, en pleno auge por estos años y que de hecho influyó notablemente a algunos poetas españoles del 27 como Vicente Aleixandre y García Lorca. Los sueños en el primer Carranza son literalmente sueños o se le asigna a la palabra el significado de lo ilusorio. tan cerca estás de mí que no te veo, hecha de mis palabras y mi sueño. “Domingo”. La sombra de las muchachas
La cabeza hermosísima caía del lado de los sueños; “Soneto insistente”. Azul de ti
Los recursos metafóricos de Carranza en esta primera época de su poesía están casi sin excepción relacionados con la naturaleza, ya sea geográfica, animal, mineral o vegetal: Te veo entre gladiolos de agua, flotadora, niña de quieta luna con límites de aroma; con la flor de la espina, cristalina paloma, la onda anida en ti, y tu roce la dora. “Nadadora”. Sombra de las muchachas
Alicia, Alicia Altanube, fue dibujada con trinos sobre un silencio moreno por turpiales sin memoria. “Canción de Alicia entre sueño y nube”. Canciones para iniciar una fiesta
Teresa en cuya frente el cielo empieza, como el aroma en la sien de la flor. “Soneto a Teresa”. Azul de ti
Son los anteriores algunos pocos ejemplos tomados al azar, pues en realidad no hay verso de Carranza en esta primera época -que abarca Canciones para iniciar una fiesta (1936), Seis elegías y un himno (1939), Sombra de las muchachas (1941) y Azul de ti (1952)-, que no haga referencia metafórica a la naturaleza. Y si se leen detenidamente los versos antes transcritos se verá que no se trata de comparar a la mujer con la naturaleza, sino de una identificación total entre una y otra.
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De hecho, esto lo explica en un poema de la última parte de su obra, publicado en Hablar soñando y que se titula, precisamente, “Tierramujer”: Es la tierra reunida lo que beso cuando te beso: frutas fluviales y doradas ramas de tus cabellos, ríos secretos desencadenados donde beben el tigre y la venada, los mares que subiendo, con su espuma cantan las dos orillas de la cama y fosforecen, las venas de oro, de jazmín, de miel, de esmeralda solar y óleo secreto, la saliva del níspero y la piña cuando te beso. Es una poesía con muy pocos temas, éstos se reducen a la muchacha adolescente, el amor juvenil, a la ausencia amorosa, a la evocación de la infancia. Es una poesía eminentemente descriptiva, que se complace en describir la belleza femenina a través de la naturaleza o viceversa: se utiliza a la mujer para describir a la naturaleza. La adolescente de Carranza es muy suya, distinta a la mujer fatal del modernismo o a la lánguida y enfermiza de los simbolistas y de los románticos. Las muchachas carrancianas son alegres, vitales, radiantes de juventud, frutales y, en los momentos iniciales de su poesía, objeto del éxtasis y de la admiración jubilosa. Su naturaleza es muy colombiana -palmas, ríos, guayabas, cocuyos, potros, jazmines- llena de colores, brillante y alegre. Es el reino de lo sensorial y de lo emocional, expresado en un lenguaje eminentemente plástico. Y para ello acude a los símiles más inverosímiles, producto de una imaginación y de una sensibilidad desbordantes. Ninguna convención lógica o racional lo detiene para lograr matices, golpes de luz, movimientos, descripciones de sensaciones y sentimientos. Sus versos de esa primera época son como las pinceladas de un pintor impresionista: se advierte una gran exaltación sentimental frente a la naturaleza, mostrada a pleno sol, empapada de aromas y de luz, vibrante, fluida, libre de todo vínculo positivista, llena de color y, finalmente, transfigurada por la tensión lírica. Este impresionismo se extiende también a su afán de evocar la realidad a través de los sentidos, en vez de profundizarla o relacionarla con niveles de orden intelectual. Y aquí cabe señalar que en Carranza se da un cierto neorromanticismo, en el sentido como se puede aplicar hoy este término: la cercanía a ciertos tópicos que en líneas generales caracterizaron al romanticismo. Y por ello no resulta extraño que a través de su obra utilice varias veces versos de Bécquer como epígrafes y que incluso lo llame en un poema “celeste abuelo”. Su vivencia de la naturaleza, a través de la cual revela su visión del mundo, es un rasgo romántico. Otros rasgos serían los elementos mágicos, intuitivos y el dominio del sentimiento en su poesía, su reacción -explicada ya- contra el clasicismo literario,
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contra el racionalismo, así como su aspiración a “valores eternos”, tales como Dios, la patria, la tradición, ligados todos ellos a sus ideas políticas, de las cuales se habla más adelante. Posteriormente, a partir de El olvidado y Alhambra (1957), su poesía adquiere mayor riqueza temática, al tiempo que deja el gusto por la metáfora brillante; en ese momento también la naturaleza deja de ser referencia necesaria y se convierte en un recurso ocasional para proyectar su intimidad. Otra característica importante de esta primera parte de su poesía que marca también un punto de ruptura con la poesía colombiana anterior es la omisión total de temas culturales, literarios, históricos y bíblicos, lo cual introduce un aire de frescura dentro de nuestra poesía, luego de tantas décadas en que dichos temas fueron obligatorios por influencia de la literatura francesa de finales de siglo. Mucho se ha escrito sobre la influencia de otro poeta español de la generación del 98, Juan Ramón Jiménez, en la poesía de Carranza. Tal vez se deba ello al nombre que adoptó su generación Piedra y Cielo, tomado directamente del título de un libro del escritor andaluz. Pero una rápida comparación entre la obra de ambos no da pie para mantener en absoluto tal aseveración. En gracia de discusión, sin embargo, pudiera encontrarse entre ambos como común denominador precisamente el amor por la naturaleza. Pero la naturaleza de Jiménez, de paisajes virginales, vagos y transparentes, bastante simbolista, es bien distinta a la de Carranza, erotizada y tropical. También en gracia de discusión puede decirse que ambos poetas tienen una marcada inclinación por el valor elocuente de la palabra por su juego brillante, por su eficacia impresionista. Pero tales recursos son empleados con ópticas muy distintas y, por tanto, sus resultados no se asemejan en absoluto. La elocuencia y el brillo en la palabra de Carranza es de carácter pasional, no racional como sí lo era, por ejemplo, en Guillermo Valencia. Por ello no resulta contradictorio, a pesar de su preocupación formal por la imagen, hablar en el poeta piedracielista de la importancia de la inspiración. Carranza es un poeta de impulsos, no de un trabajo elaborado y paciente. Para utilizar una frase dicha por él, las palabras le “salen a borbotones del corazón”. Esta tal vez sea la razón de la desigualdad que muestra su obra, en la cual pasa fácilmente de los grandes aciertos a momentos de calidad inferior. Carranza, y esto no admite duda, toma de la estética juanramoniana aquel aforismo: “arte bello, belleza bella, contra arte feo, belleza fea”; lo toma y lo hace suyo. Porque la belleza bella es el tema de casi toda la obra de Carranza. Y con la belleza, la expresión de los sentimientos positivos, tales como el amor, la esperanza, la amistad, el honor, la lealtad, el amor a la patria. Él mismo ha expresado todo esto con las siguientes palabras: “Quiero yo solamente invitar a los poetas a erigir frente ‘a la poesía que destruye, la poesía que promete’; a volver por el fuero de los sentimientos positivos frente a los sentimientos negativos; invitar a los poetas a escribir frente a la poesía del vacío y de la muerte, frente a la turbia poesía que nos circunda, la poesía de la esperanza, de la ilusión, de la fe, del honor, de la verdad. A reclamar el derecho a expresarse poéticamente de los sentimientos creadores y positivos”.
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Lejos está, muy lejos, de los temas obsesivos de la última parte de su obra: el paso del tiempo y la muerte. En Canciones para iniciar una fiesta (1936), Seis elegías y un himno (1939), Sombra de las muchachas (1941) y Azul de ti (1952), la poesía de Carranza es una afirmación positiva y jubilosa de la vida y de la existencia, ningún sentimiento turbio, negativo o pesimista empaña su visión del mundo. Esto, aparte de la obvia particularidad de su temperamento personal, tiene varias explicaciones, relacionadas con las circunstancias históricas del momento en que comienza a escribir y también con sus inclinaciones políticas. Porque el cambio no se produce únicamente en el ámbito poético. En realidad el cambio está en el aire. Los años en que comienza a escribir Carranza coinciden con el acceso al poder del partido liberal, luego de cuarenta y cinco años de hegemonía conservadora. Y más concretamente coinciden con los cambios profundos introducidos en el país por la primera administración de López Pumarejo. Se produce en esos momentos un vigoroso movimiento de ideas que luchan contra el feudalismo económico; comienza el desarrollo industrial del país, se consolidan las clases medias y el sector proletario. La reforma constitucional del 36 da el derecho a huelga y decreta libertad de cultos. En ese mismo año se somete a la consideración del Congreso un proyecto de ley agraria que volvía al principio de posesión basado en la explotación de la tierra. La burguesía industrial acaudillada por López Pumarejo se hace al poder con lo que varían sustancialmente las relaciones obreropatrón. Se eleva la capacidad de compra de los campesinos y obreros ampliando la inversión y elevando los salarios e introduciendo préstamos sociales. Se crea en 1936 la CTC a la que se afilian todos los sindicatos del país. En resumen, durante esa década de los años treinta, el país sale del patriarcalismo y se sientan las bases de la Colombia contemporánea. Existía entonces en el país un clima de dinamismo y de renovación. El nacionalismo progresista que inspiró la obra política de López Pumarejo influyó sin duda en Carranza y de ahí, para no ir más lejos, su constante evocación del paisaje y de los elementos de la realidad física del país a que se aludía líneas atrás. Pero ese espíritu nacionalista no le llega al poeta piedracielista exclusivamente por la vía ya anotada y aquí es conveniente aludir a las ideas políticas de Carranza, pues en ellas están las raíces de varias de sus actitudes poéticas y también de varios temas recurrentes a lo largo de su obra. Coincide la etapa adolescente de Carranza con el surgimiento del fascismo en Europa y con el enfrentamiento del falangismo y el comunismo en España. Su formación, adelantada en las escuelas de los Hermanos Cristianos es eminentemente religiosa y conservadora, esto último en un sentido más amplio que el del partido político colombiano que lleva ese nombre. Sus lecturas políticas de aquellos años que influyen decisivamente en sus ideas son las de la derecha española: José Antonio Primo de Rivera, Ernesto Giménez Caballero, Ramiro de Maeztu. La Constitución Boliviana lo marca también en sus posiciones ideológicas. De ella tomará su tendencia al autoritarismo como sistema de gobierno y el sentido nacionalista de dimensión hispanoamericana de Bolívar.
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España, no sólo por la atracción de las figuras literarias de las cuales ya se ha hablado, ejerce en las ideas políticas de Carranza un influjo decisivo. Considera que el indigenismo social o estético es una utopía y su utilización un acto de demagogia y que para adquirir una conciencia cultural propia los colombianos deben apoyarse en la identidad de lo criollo y en los valores hispánicos, ya que por lo “hispánico -ha afirmado- ingresamos a la cultura y por ello nos insertamos en lo universal”. Esta proximidad espiritual con España lo lleva a interesarse por el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera y a vivir muy de cerca el enfrentamiento de la guerra civil. De la Falange española le interesan el espíritu nacionalista y el carácter unitario del Estado, el no-partido o el anti-partido, la identificación de política con cultura y con moral y de poder político con belleza, la crítica al liberalismo individualista y decimonónico. Pero sobre todo le atraen el sabor de utopía en los planteamientos de Primo de Rivera, su arrogancia juvenil y la exaltación de los valores juveniles: el amor, el honor y el deber, la palabra poética que hay en su oratoria política y en especial tal vez aquella frase pronunciada en el famoso discurso en el teatro de la Comedia de Madrid en 1933: “A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas y ¡ay del que no sepa levantar frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!”. La rebelión poética contra la lógica adelantada con el lenguaje por Carranza encuentra en el terreno político un sustento en el irracionalismo filosófico que caracteriza al fascismo. Y su reacción contra la técnica retórica que lo llevó a plantear que la poesía debía servir ante todo para animar las grandes causas o declarar grandes pasiones encuentra también su sustento en el terreno político en el idealismo exaltado que el fascismo opuso al materialismo marxista. En síntesis: nacionalismo, exaltación de la juventud y de los valores juveniles, irracionalismo o idealismo son algunas de las características de la poesía de Carranza muy vinculados a sus convicciones políticas. Convicciones y características a las cuales será fiel a lo largo de toda su vida y toda su obra. Pero lo anterior no quiere decir que esta última no evolucione con el paso de los años. Y esa evolución, por estar tan relacionada con su poesía con el plano de lo sensorial y de lo emotivo, se produce de acuerdo con su propia evolución vital. El olvidado y Alhambra (1957) es, a mi parecer, un libro fundamental en la obra de Carranza, el cual determina el momento que comienza su obra de madurez. Sin romper con sus recursos anteriores, los utiliza en forma más decantada, ahondando así en las conquistas formales de su primera poesía. La imagen y la metáfora ya no constituyen la preocupación esencial de su trabajo lírico. Se advierte en este ahora un minucioso esfuerzo que busca la eficacia, la precisión; la plasticidad persiste, pero la efusión desaparece, lo sensorial continúa siendo, como lo indicó Dámaso Alonso, una categoría esencial en la poesía de Carranza, pero ahora se ha afinado, está lejos de la exuberancia inicial, de la hipersensibilidad de sus primeros libros. De la descripción gozosa de la muchacha adolescente, a la cual contemplaba casi en éxtasis y que le servía de pretexto para recrear a la naturaleza a través de las más insólitas imágenes, pasa en este libro Carranza a la mujer como objeto de sensualidad; aquí ya no la describe, sino que se sirve de ella para
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expresar algunas preocupaciones nuevas que ingresan a su poesía: el paso del tiempo, la fugacidad de las cosas que lo rodean, la nostalgia amorosa y él mismo. Porque con anterioridad, el propio poeta estaba ausente en su poesía; había allí amores, nostalgias, paisaje, adolescentes, pero siempre un tú. Ahora el yo aparece en escena y poco a poco se irá apoderando de ella hasta dominarla completamente en sus últimos libros: Ahora tengo sed y mi amante es el agua. Vengo de lo lejano, de unos ojos oscuros. Ahora soy del hondo reino de los dormidos; allí me reconozco, me encuentro con mi alma. “El olvidado”
El cambio de tono es evidente, así como también la exploración de otros temas y, repito, la aparición del yo. Porque el poeta ya no es un espectador de la belleza que le ofrece el mundo, ni tampoco su oficio es ya describir esa belleza que lo deslumbraba. Comienza un lento desplazamiento de la contemplación del mundo físico que lo rodea hacia su mundo interior y los conflictos que le suscitan el fin de la juventud y el comienzo de la madurez. El pesimismo esencial de sus últimos libros y su angustia por el carácter temporal de la vida se prefiguran en El olvidado, tienen en esta obra su comienzo. Pero por ahora aparece solamente la conciencia del paso del tiempo: Sé que el tiempo viene a mi encuentro... Oigo pasar el tiempo entre los sueños… y el tiempo, el tiempo corre entre mis dedos. En este sentido el paso del tiempo no expresa aún, como sí más tarde, un sentimiento de angustia, no es el tiempo destructor; por el contrario existe aquí un gozo casi sensual en percibir el roce del tiempo en seres y lugares amados: Oigo pasar el tiempo entre tu pelo y ya no sé si aquello fue siquiera, como los sueños. A veces también el sueño es un escape, una fuga de la realidad hacia el paraíso perdido de su juventud: Toco el aire dormido. Toco sueños. Las muchachas dormidas. El silencio. Toco mi corazón de veinte años bajo un tibio rumor de hojas dormidas. Toco la luna de la adolescencia. Es el comienzo de la soledad, de ese sentimiento de desdicha tan presente en su obra posterior. Y también figura por primera vez aun el tema de la muerte, pero entrevista aún como una vivencia futura.
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Después de El olvidado, Carranza se desvía de la línea lírica alcanzada en este libro y comienza un periodo de tanteo, de búsqueda hacia nuevas formas. Escribe Los pasos cantados publicado solo hasta 1970. Este libro recoge su producción de 1955 a 1968. Durante este periodo traba amistad en España con los poetas de la generación de la guerra civil o generación de 1935, entre ellos Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Dionisio Ridruejo y Leopoldo Panero. Este último ejerce una marcada influencia en la poesía de Carranza de Los pasos cantados, influencia que será efímera. Los pasos cantados, contiene numerosos poemas a amigos: “Cantata en honor de Antonio Llanos”; “Palabras a Roberto nuestro amigo”, “Soneto Mallarino”, “Canción para iniciar el libro de Darío Samper”, “Escrito en el vino”, “Requiem con una rosa”. En ellos trata de darle otro giro a las formas poéticas de su primera poesía, pero en realidad repite antiguos hallazgos, escritos en un lenguaje más próximo al habla coloquial. Las epístolas a los amigos le sirven para exponer sus ideales políticos de comunidad hispanoamericana, para expresar su gozosa experiencia de la amistad. Luego del paréntesis de Los pasos cantados, Carranza regresa al tono lírico y a los temas iniciados en El olvidado y Alhambra. Publica en 1974 Hablar soñando y El insomne, volumen que reúne 27 poemas, escritos según su propia indicación en el paso de un año. Éste es también un libro de amor y aunque la relación mujer-naturaleza subsiste, no se empeña como antes en descripciones. La adolescente es ya una mujer madura: aparece como tema el amor físico y abundan las alusiones de carácter erótico: La magnolia secreta -paraíso del tacto, medida de la mano- con su peso de música y amor desfallecido en silencio, ¡oh jardines! “Romanza con unas magnolias”
El amor no es ahora la admiración deslumbrada por la mujer, éste le sirve para expresar sus preocupaciones sobre el paso del tiempo y sobre la muerte: Se enamoró mi muerte de tu muerte cuando ciegos bajábamos por la torrentera de la sangre y el alma, desterrados del tiempo; “Habitantes del milagro”
Si, como se anotó a propósito de El olvidado y Alhambra, comienza a aparecer el yo en los poemas, en este libro se adueña por completo de la escena. Y es un yo enamorado e incluso ilusionado: “A nuestro parecer”, digo, a mi parecer, ningún tiempo pasado fue mejor. “El corazón - Guadiana”
La idea amorosa que predomina en este libro parece ser la de que se vivió la vida únicamente para llegar a ese instante de amor, que todo conducía a ese amor presentido e inevitable:
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Me hago el dormido a veces esperando despertar a ese niño del retrato que duerme por los siglos de los siglos -en el fondo del tiempo y de mi viday que ya te miraba. “El niño del retrato”
El niño, el joven, el de sienes grises iban, iban, dormidos, desvelados, hacia una tarde entre las tardes, iban con la sangre sorbida hacia ese sitio. Lo supe de repente y lo digo aquí bajo mi palabra de amor. “Azul y repentina”
Otra idea en la que insiste Carranza en este conjunto de poemas es en el poder físico de la palabra. Más allá de dar un simple testimonio de carácter verbal, la palabra es vida o al menos en ella está la vida con todas sus atribuciones: Si tocas las palabras anteriores te quedará la mano ensangrentada. “El desdichado”
Si alguien quiere tocar la brasa pura del amor en los años venideros que toque estas palabras donde brilla nuestro quemante beso para siempre. “Madrigal con un río, una rosa, una hamaca...”
Esta identificación de vida y poesía es también un rasgo de origen romántico y en Carranza lo será a lo largo de toda su obra, así sólo lo diga expresamente en la última parte de su trabajo poético. Escribe el poeta piedracielista en este libro algunos de sus mejores poemas de amor, como por ejemplo “Galope súbito”, mezcla de delirio y pesadilla exaltada, de visión apocalíptica, o “El galerón”, en el que sus grandes temas, la mujer y la naturaleza, adquieren una dimensión diferente al enfrentarlos ya con el tema de la muerte: Quiero que bailes, bailes sobre el polvo que ha de contar mi historia enardecida, entre la luz y el viento que me oyeron, sobre la tierra que nos vio, que bailes piernas desnudas, pelo delirante, un galerón. “El galerón”
En Hablar soñando aparece tanto el poema largo escrito en un lenguaje que ha evolucionado hacia el habla un tanto coloquial, como el poema breve epigramático, en recreaciones de poemas medievales que se conocen con el nombre de “canciones de doncella” y en las que el poeta, como recurso formal, habla con su madre para confiarle sus penas de amor.
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En seguida, es decir en 1975, publica Carranza su último libro hasta el momento: Epístola mortal y otras soledades. Aquí profundiza temas que con anterioridad había tocado en forma tangencial. No es un libro de amor sino, como el título lo indica, un libro sobre la muerte, la fugacidad de la vida y la soledad. El desengaño y una gran melancolía -ahora sí de verdad- salen de su voz: Rompo esta pluma. Cierro mi ventana y expulso los fantasmas de mi casa. Quiero apagar la voz que te ha cantado, tronchar el silbo blanco de la alondra y pasar los recuerdos a cuchillo. “Hablar solo”
En esta última parte de su obra, él mismo lo ha dicho profusamente, están muy presentes los que llama sus “poetas temporales”: Rubén Darío, Quevedo y Antonio Machado. Pero tal vez más que ninguno Jorge Manrique. El tono general de este libro es manriqueño, es decir elegíaco, obsesionado por la futilidad de la vida frente a la muerte. El poema que da nombre al libro, Epístola mortal es por su tema y por su intención una versión siglo XX de las famosas coplas de Manrique. Carranza se desprende ya de sus excesivas preocupaciones de índole formal y entabla literalmente un diálogo consigo mismo: Eduardo, Eduardo: ¿qué haces mirando correr el río, dando palabras al viento? Y, ¿qué has hecho de tu vida mirando pasar las nubes azules que creíste estaban fuera y eran en tu corazón? “El poeta pregunta por su vida”
Ya no existen ni la mujer, ni la naturaleza, sólo él, sus muertos y sus recuerdos. Estos le sirven para plantearse el desengaño esencial frente a la destrucción inevitable del tiempo y de su muerte. Si antes podía decir, en Los pasos cantados: El tiempo nada puede. Todas éstas son cosas inmortales. “Interior”
ahora debe reconocer que: ... todos estamos muertos, muertos, muertos: los de Ayer, los de Hoy, los de Mañana... sembrados ya de trigo o de palmeras, de rosales o simplemente yerba: nadie nos llora, nadie nos recuerda. “Epístola mortal”
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Se despide, ahora sí de verdad, de las muchachas, de sus ilusiones políticas y de sus sueños, incluso de él mismo. La muerte para Carranza, en esta última parte de su obra, es la pérdida de identidad; se dice finalmente adiós a él mismo. Es interesante señalar cómo la poesía de Carranza sigue muy fielmente un ciclo vital, el suyo, y refleja en su forma y en sus temas sus experiencias e ideas y evoluciona de acuerdo con su propia evolución. Su poesía de juventud muestra el corazón de un adolescente e igual será luego cuando llegue a la madurez y por último a la vejez. Es una vida entera, con todas sus pasiones, ilusiones, desengaños y equivocaciones la que está escrita en sus versos. Carranza se ha jugado entero en su oficio de escribir y nada ha omitido, ni aun ese trágico desengaño final, para entregar, como él mismo lo ha dicho, su corazón escrito. (12)
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2. COMENTARIOS CRÍTICOS No tendría sentido detenernos en la cuestión de dicha excelencia de la poesía de Carranza. La mayoría de sus lectores la reconocen. Y, sobre todo, cuando se trata de una obra poética, los juicios de valor son estériles. Pues no esclarecen la obra en nada; y, además, no pueden ser demostrados plenamente. Por ello, preferimos examinar la singularidad del puesto que Carranza ocupa en la poesía nacional. Este tema tiene la ventaja de que puede ser tratado partiendo del suelo firme de unos datos históricos verificables y del testimonio del poeta mismo. Por otra parte, el asunto es muy importante. En poesía, al revés de lo que ocurre en filosofía y en las ciencias, la singularidad es una cuestión de vida o muerte. El poeta tiene que aportar a la poesía algo nuevo –nuevos contenidos, nuevos modos de decir o nuevas maneras de ver- so pena de convertirse en un simple epígono de algún innovador. Danilo Cruz
2.1 Pablo Neruda Palabras de un poeta a otro poeta Querido Eduardo, poeta de Colombia: Cuando por muchos años y por muchas regiones mi pensamiento se detenía en Colombia, se me aparecía tu vasta tierra verde y forestal, el río Cauca hinchado por las lágrimas de María y planeando sobre todas las tierras y los ríos, como pañuelos de terciopelo celestial, las extraordinarias mariposas amazónicas, las mariposas de Muzo. Siempre vi tu país a través de una luz azul de mariposas, bajo este enjambre de alas ultravioleta, y vi también los caseríos desdoblados de este tembloroso vaivén de alas, y luego vi la historia de Colombia seguida por un cometa de mariposas azules: sus grandes capitanes, Santander, Bolívar con una mariposa luminosa posada en cada hombro, como la más deslumbrante charretera y a tus poetas, infortunados como José Asunción o como Porfirio o soberbios como Valencia, perseguidos hasta el fin de su vida por una mariposa, que olvidaban de pronto en el sombrero o en un soneto, mariposa que voló cuando Silva consumó su romántico suicidio, para posarse más tarde tal vez sobre tus sienes, Eduardo Carranza. Porque tú eres la frente poética de Colombia, de esa Colombia dividida en mil frentes, de esa patria sonora, poblada por los cantos secretos de la enramada virginal y por el alto y desinteresado himno de la poesía colombiana. En tu patria se acumuló en el subsuelo la misteriosa pasta de la esmeralda, y en el aire se construyó como una columna de cristal la poesía. Déjame recordar hoy a esta fraternidad de poetas que allí pude amar y conocer. Te gustará, colombiano loco, que estén tus amigos en esta fiesta. Mirad aquí entre nosotros a este extravagante caballero escandinavo que entra por esa puerta: es León de Greiff, alta voz coral americana. Mirad más allá a ese gran gastador de café, de vida y de biblioteca: es Arturo Camacho Ramírez dionisíaco y revolucionario; aquí a Carlos Martín, que recién ha pescado tres versos aún empapados de floraciones extrañas en el recodo caimánico de su río natal; aquí viene Ciro Mendía, recién llega de Medellín, con su lira silvestre bajo el brazo, y su noble porte de fogonero marino; y por fin aquí tienes a tu gran hermano, a Jorge Rojas, de gran cuerpo y de gran corazón, recién
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salido de su poesía escarchada, de su epopéyica misión submarina en que sus victorias fueron condecoradas por la sal más difícil. Pero tú das aquí y esta noche el rostro de todos estos queridos ausentes. En tu poesía se cristalizan, cuajándose en mil rosetas, las líneas geométricas de vuestra tradición poética; y junto a su vigor un sentimiento, un aire emocionante que toca todas las hojas del monte Parnaso americano, aire de vida y de melancolía, aire de despedida y de llegada, sabor de dulce amor y de racimo. Hoy llegas a nuestro huracanado territorio, al vendaval oceánico de nuestra poesía, de una poesía sin más norma que la de sus vitales exploraciones, de una poesía que cubre desde Gabriela Mistral y Ángel Cruchaga hasta los últimos jóvenes, todas las arenas y los bosques y los abismos y los senderos, como una clámide agitada por la furia del viento marino. Con este abrazo irregular y con esta fiesta alegre te recibimos entre lo más nuestro, y lo hacemos en la conciencia de que eres un trabajador honrado del laboratorio americano, y que tu copa cristalina nos pertenece porque en ella pusiste un espejo vivo de transparencia y sueño. Cuando llegué a tu Colombia natal me recibieron tus hermanos y compañeros, y recuerdo que en aquel coro de tan poderosa fraternidad, uno de los más jóvenes y de los más valiosos me reprochó en lenguaje de sin igual dignidad esta última etapa de mi vida y de mi poesía, consagrada férreamente al futuro del hombre y a las luchas del pueblo. No contesté apenas, sino siendo yo mismo delante de vosotros, para que vierais lo natural que en mí eran por igual mi vocación poética y mi conducta política. No contesté porque estoy contestando siempre con mi canto y con mi acción muchas preguntas que se me hacen y me hago. Pero tal vez las contestaría todas diciendo que al luchar tan encarnizadamente estamos defendiendo, entre otras cosas puras, la poesía pura: es decir, la libertad futura del poeta para que en un mundo feliz, esto es un mundo sin harapos y sin hambre, puedan surgir sus cantos más secretos y más hondos. Así pues a mi paso por Colombia, no me negué a las emanaciones de vuestra concepción estética, sino que hice mías también vuestras investigaciones, vuestro problema y vuestros mitos. Entré en vuestras bellas salas rectangulares, y cuando, por sus ventanas entraba el ancho crepúsculo de Colombia, me sentí rico con vuestra pedrería, luminoso con vuestra luz diamantina. (…) (13)
2.2 Leopoldo Panero El olvidado de Eduardo Carranza La poesía de Eduardo Carranza parece como escrita de viva voz. Quiero decir que su palabra conserva el frescor, la naturalidad, la virtud inmediata y comunicativa del lenguaje hablado, del lenguaje anterior al verso, y que su voz al transmutarse artísticamente, al convertirse en criatura de arte, no se desnaturaliza en absoluto. Lo que en ella prevalece es la medida humana, el acento del hombre:
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No puedo decirte ni con el silencio ni con las palabras ni aun con la música más desesperada. *** Tal vez con palabras nocturnas, y si las palabras miraran. En esta rima Carranza declara toda su poesía y nos la comunica por vía intuitiva y directa, que es la propia del lírico: y si las palabras miraran. Cuanto más hondamente personal es una poesía más impalpable es su secreto y más inimitable su palabra. Lo que se imita (lo que se puede imitar) de un poeta es su lenguaje expresivo, su apariencia formal, su técnica. Pero nunca su voz. Y la de Eduardo Carranza es una de las más puras, de las más verdaderas y desnudas de toda la poesía hispánica de hoy. En sus momentos esenciales (y en este tipo de poesía, tan levemente sostenida por la materia verbal, casi todos lo son) a quien Carranza recuerda es a Bécquer: otro poeta inimitable y solitario. La influencia de Bécquer es más anímica que artística: es influencia de pura sensibilidad, de actitud ante la poesía, de latente lírico, de ejemplo. En América fue importantísima. Tuvo allí muchos seguidores, pero también algunos precursores como ha demostrado el uruguayo José Pedro Díaz: lo que a su vez demuestra la afinidad de temple y la coincidencia de sensibilidad entre el mundo poético americano y el gran romántico español. Viene, pues, esta influencia a Carranza dentro de sí mismo, y más como espiritual parecido que como rastro estético. Al fin y al cabo la gran poesía colombiana de José Eusebio Caro o de José Asunción Silva (y de modo eminente esta última) se encuentra en caso parejo. (…) Como en el famoso verso de Garcilaso (mi vida no sé en qué se ha sostenido) tampoco sabemos en qué consiste el de Carranza, en qué se sostiene: se traduce en presencia de algo, en rumor de agua, en melancolía, en brisa, en sueño, en íntima tristeza, en hondura vital. Pero desde su levedad, desde su última y desamparada delicadeza, tiene más fuerza y más diamantina dureza que muchos otros de gesto rudo o de ademán insólito, tan frecuentes hoy. Y quedará más que ellos porque quedará irrepetiblemente, como aquel soneto de Gerardo de Nerval, El desdichado, de que tanto gustaba Unamuno, o como el acento manriqueño, o como el estilo de Azorín (que tampoco sabemos bien en qué consiste). Las características geográficas no sirven en poesía, aunque los propios americanos sean muy dados a ellas. El verso de Carranza parece sencillísimo de imitar y es a la postre todo lo contrario de lo que parece: un verso único, un canto humano inimitable y dolorosamente temporal. (14)
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2.3 José García Nieto Sobre El olvidado No; una golondrina no hace verano, como un poema no hace a un poeta. Puede darnos un barrunto, un atisbo, una sorpresa, que todo eso, pero no eso sólo, es la poesía. Importa, más que una pieza aislada, un acento distribuido, extendido sobre una obra -sea ésta breve o extensa- invadiendo aquello que nos exhiben las palabras en su fisonomía, cambiante y engañosa tantas veces; esencia de un secreto que, cuando no se evidencia o se desentraña, nos confunde con su pálpito desde lo oscuro. Eduardo Carranza es un poeta de acento, una voz a la que no vale buscarle los tres pies de la diana aislable, que no nos suspende en el equilibrio inestable de la casualidad. Él es él. Y podría decir: Yo soy quien soy. Lo demás quedará en la zona de las categorías y de las preceptivas, de los escalafones y de las entendederas provisionales o pseudodidácticas para quien no quiere darse de verdad y de cara con las cosas; empresa de tan difícil e infrecuente arrojo. Cuando leemos -en este caso, también, cuando oímos- una poesía de tan viva identificación genética, nos damos cuenta de que, por gratuita -quiero decir, llena de gracia- que la palabra poética aparezca, nos llega de una comunión y de una ganancia perfectamente identificables. Ganancia de la muerte, decía Quevedo. A esto se puede llegar de improviso a Dios sabe por qué enrarecidos caminos. Que haya sido camino real el de Eduardo Carranza, espléndida consecuencia de su desnudo y enamorado discurrir entre el mundo, no quiere decir que no sea uno de los más claros ganadores de su palabra que hayamos conocido. Si hay poesía que posee un último fuego oculto, y en su dificultad por romper la corteza separadora, hace que muchos se queden para siempre fuera de la temperatura propuesta o presentida, hay otro tipo de poesía, ni mejor ni peor, en principio, sino otra, que nos quema o nos ilumina desde su raíz hasta su fruto... Se dice de cierta clase de fumadores que parece que sacan los cigarrillos encendidos del bolsillo. Eduardo Carranza es muy cierto que saca su poesía encendida de no se sabe qué bolsillo interior, que a él no le importa volcar para que se vea bien que no hay engaño, que no hay doble fondo, que no hay trampa ni cartón. Nos decía Juan Luis Panero el otro día, con una muy fina percepción, que Eduardo Carranza era uno de esos pocos poetas -también contadísimos lectores- que siempre nos sorprenden con los mismos poemas, y siempre los oímos como con novedad y encantamiento. Y es que quien da primero da dos veces, y da ciento y la madre. El dechadoEduardo Carranza, el tono-Eduardo Carranza, el acento-Eduardo Carranza, es como la magia de Guillén, o la tormenta de Vallejo, o la piel-máscara-víscera de Goya, o la niebla de Bécquer, o el crepúsculo ahogándose de Chopin; quiero decir -y perdonadme el pueril borbotón de lo enumerativo- que es una manera peculiar e intransferible de poner los dedos en la materia, sea ésta sonido, color o palabra. Allí queda la huella inconfundible, y en ella podemos leer, aprender como los ciegos, tocando, con qué certeza, el relieve creador. Y es que no oímos
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este o aquel poema de Eduardo Carranza, oímos al todo Eduardo Carranza respirando en el mundo, que decía Sorayán; estamos en Eduardo Carranza desde el primer verso, y luego nos preguntamos, con Juan Ramón Jiménez, vía Dámaso Alonso, ¿cómo era Dios mío, cómo era...? Sabemos todos -¡cómo no!- que él es un poeta sustancialmente americano. Él lo confiesa, y gusta de ello. Con todo lo que la poesía de las otras orillas, para bien en los buenos, y para menos bien en los regulares, pueda tener de abierta y sensual, de carnal -que es denominación de Eduardo-, de fragante y de sabrosa, de madura en ternuras, de torrencial en el verbo-objeto y en el objeto verbalizado, de amorosa hasta el arrebato, qué sé yo si hasta la concupiscencia; de recreada en su fibra animal; de frondosa en su frenesí. De todo esto puede participar el verso de nuestro poeta, pero precisamente sobre todo esto logra su más increíble independencia y su más sólida sabiduría de entregado. Pero tiene además Eduardo Carranza esa virtud de estar, de pronto, sin puntillosas demarcaciones, en esa línea viva y vivificadora de toda la gran poesía en español. Y si es cierto que la poesía de hoy, al menos lo que entendemos por poesía contemporánea, está más que nunca en trance de revisión, pidamos -como diría Ortega- que esa revisión sea de mayor cuantía. Nos estamos limitando -por cierto provincianismo que está entrando en el aire de nuestra poesía, entendiéndose bien que nada tienen que ver las marcas territoriales con las tendencias empequeñecedoras- nos estamos apretando, digo, en maestrazgos estrechos, en caminillos de exclusivismos enrarecidos y hasta suicidas, y rechazamos, por otra parte, todo aquello que no nos va como anillo al dedo, a un dedo que se hace cada día más índice, caminero y suficiente para andar por casa. Olvidamos que son precisamente los poetas que podríamos llamar del tiempo los que están por encima de todos los tiempos. Y Eduardo Carranza, que defiende sobre el tiempo esa verdad de la poesía, quizás no se da cuenta del todo hasta qué punto él mismo va dejando atrás calendarios, estaciones y capillas. Conozco a pocos hombres que vivan tan comprometidos con lo que tiene la palabra de raigón sensible e imperecedero; pocos poetas tan desposados con ella en lo que la palabra tiene de sujeto activo y amante. Eduardo Carranza, cuando toca las palabras, las posee. Y qué hermoso es que lo que digo resulte como un tópico o una vulgaridad. Pero fijémonos bien; afirmémonos en él en esta evidencia. Hay como un latigazo en su voz, y hasta en su ademán de peculiarísimo lector, que parece que quiere fijar, y someter, y domesticar cada vocablo. Pavese hablaba de la jungla del idioma que viene a hacerse habitable en las manos del poeta... Eduardo Carranza embrida amorosamente esa salvaje revelación y... ya puede pasar la palabra siguiente. Por otra parte su intrepidez americana (hablaba yo un día con Leopoldo Panero de ese desenfado que tienen los poetas de allá para entrar en el idioma común; son como los hermanos pequeños que descubren la habitación cerrada de la abuela, a la que nosotros, los mayores, no nos habíamos atrevido a llegar, y abren de pronto cajones y gavetas, desempolvando joyas de palabras y expresiones que esperaban la mano joven que supiera arrancarlas, sacarlas de su olvido)... quiero decir que ese desenfado, ese irreprochable atrevimiento, tiene en nuestro poeta una raíz de amor sabio e intemporal que sobrecoge.
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Ama Eduardo Carranza cuanto dice; se ama a sí mismo, y nos ama en cuanto pronuncia. Se completa el trueno misterioso de su sentir -¡oh, qué melancolía!- con el relámpago de la palabra que se nota venida, bienvenida desde una honda lejanía vulnerada. Su luz es nuestra y no lo es, al mismo tiempo. Y el poeta lo sabe, y sabe también, pese a todas las claridades, que nos alucina desde lejos. Para Jean Cocteau la poesía era una religión sin esperanza; para Eduardo Carranza se diría que es una fe en la que no importa ni la esperanza. (15)
2.4 Antonio Tovar Poesía y belleza Aquí está en este volumen [Eduardo Carranza, Los pasos cantados (El corazón escrito). -Poesía en verso- (1935-1968). Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1973)] el mensaje de un poeta vuelto hacia el momento, con sus sentidos abiertos a las solicitaciones de todo. Eduardo Carranza ha atravesado el mundo en una época como la nuestra con esta dedicación, este -digámoslo- olvido de todo lo que no es delicada nostalgia, perfecto goce de sonidos y perfumes, secretos femeninos y músicas guardadas en el disco de un viejo piano. Al amor le ha pedido: Dame siempre la luna, la manzana, el recodo, y a la sombra del árbol dame el corcel de miel para el viaje relámpago, la rosa venenosa y el declive de fruta fluyendo entre luciérnagas. Así ha pasado su vida, deteniéndose cada instante. El poeta, entre piedra y cielo, como en el título del libro de JRJ que sirvió de mote y divisa a una generación, ha hecho su carrera sobre la piedra colombiana cubierta por la fértil sabana de Bogotá, o sobre la tierra de los llanos orientales, con esos ríos caudalosos que él ha cantado, y que ve en figura de muchacha (luego bailo contigo este joropo) y también sobre la piedra andina de las laderas de Chile o la tierra profunda de los Llanos del Plata, o los berruecos de Ávila y de Ledesma. Las piedras y el suelo han cambiado en los escenarios de su vida, pero no ese cielo invariable de belleza, del que siempre desciende la primavera y el estío, y el regalo del sol o de la noche propicia. De ese mismo cielo ha bajado para él irresistible la poesía, pues como le ha escrito Carranza a su amigo poeta: Antonio, nuestro oficio es ir poniendo las palabras, una tras otra... Trabajo que de pronto, tú lo sabes, vuela de nuestras manos convertido en radiante paloma o gerifalte. O como le dijo a otro, tempranamente muerto:
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Eduardo: nos pasamos nuestra vida escribiendo, soñando y escribiendo cartas a lo invisible. Somos tiempo. Así de fácil le ha resultado a este poeta su obra: Flores palabras y palabras hojas, que han nacido y crecido lentamente de la raíz más pura de esta vida. Como lo explica a otro de sus amigos colombianos. Eduardo Carranza escuchó el mensaje de Juan Ramón Jiménez en momento de plenitud. Belleza se llamaba otro de los libros de aquella época en que la estrella del poeta moguereño rutilaba incomparable en el cielo de nuestro idioma. Pero ya entonces la poesía juanramoniana llevaba en sí la tendencia que se iría haciendo nihilista a veces hacia la desnudez y el despojo. Carranza, como muchos de sus entonces jóvenes amigos inmersos en la tradición poética americana, tenía además otro maestro. A él ha seguido fiel Eduardo Carranza. Los inolvidables eneasílabos de Rubén Darío resuenan en el libro de Eduardo años después: Y en la tierra tiembla una hoja, una hoja, mi corazón... Como Rubén, está enamorado de su América, de su Colombia, especialmente. Léase la Oda secular a Cartagena de Indias y se verá transfigurada aquella fortaleza de torres y de amores, como la ve Eduardo, de cuya mano la visité yo. La encuentra: azul, Numancia, Ávila del mar, e idealiza la dura realidad de aquel puerto, y aquellas defensas, y aquellos negros que en su día debieron defender las almenas y fronteras de San Felipe y demás castillos. Como Rubén, canta Eduardo a las naciones que eran trozos de la antigua América española, Patrias en haz que une la mano celeste del Libertador, y que no siempre se reúnen con el optimismo de hace años para celebrar los Juegos Bolivarianos. Y de Rubén tiene la magia del verso. La repetición y la simetría son, como en la música, uno de sus procedimientos favoritos. Un poema se constituye (Arieta se titula, significativamente) con cuatro estrofas que comienzan igual: De todo aquello me quedó...
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Otra arieta juega con la palabra arpa, y especialmente país del arpa aparece en los versos impares, mientras que amor remata la mayoría de los pies quebrados pares. En la Oda al Tolima Grande nueve versos terminan con tu casa declinando con todas las preposiciones y sin ellas. Esta sensualidad de los sonidos lleva a Eduardo Carranza a volver en los tercetos de un soneto a la rima usada en los cuartetos, como si no quisiera dejar la melodía descubierta con primavera, bandera, etc., para terminar con quimera y otra vez bandera. A veces, como en la música puede aparecer un acorde inesperado o una síncopa que rompe el ritmo, un romancillo ingenuo con su rima asonante en -e-a puede terminar con el verso último fuera de tono, en -a-e. El sensual Eduardo Carranza redescubre el sáfico. Claro que el linotipista de ahora no se ha dado cuenta y compone la cuarta línea comenzándola como las otras. En un soneto donde se idealiza un pueblo del trópico, hay una niña. Lleva la ciruela sonriente del beso... (16)
2.5 Guillermo Díaz-Plaja Sobre Los pasos cantados Poesía manantial La presencia conjunta de una obra poética, rica de siete lustros de manantial incesante, permite, junto al goce de la visión panorámica, la valoración parcial de cada etapa del itinerario lírico. De manera que surge una lógica generativa por la que las distintas actitudes adquieren, explicándolas las unas a las otras, su más pleno significado. Siete lustros, en efecto, acreditan en letra de imprenta el caminar poético de Eduardo Carranza, lírico de Colombia y España. Dualismo que apenas habría de clarificar, puesto que está patente en la propia biografía del poeta. Lo que esta circunstancia vital se traduce en poesía se subrayará más adelante. Poesía humana Desde un observatorio meramente estético; treinta y cinco años son obviamente el tránsito desde una poesía que intenta la pureza a una lírica de la razón vital. Perteneció el Carranza de los inicios, al grupo de poetas colombianos que se abanderó con el título juanramoniano de Piedra y cielo. Corresponde este título al libro publicado en 1919 por el poeta de Moguer, que se sitúa en lo que yo he llamado la coordenada Emily Dickinson, que subsigue a las de Rubén, Bécquer, Francis James y Valéry, antes del reencuentro de su yo absoluto y total. Quisiera decir con esto que el piedracielismo colombiano se apoyaba en una manera ya próxima a la pureza esencial que deja atrás los últimos flecos de la musicalidad modernista. ¿Hasta qué punto es ésta la actitud de Eduardo Carranza de las Canciones para iniciar una fiesta que recoge su obra de 1935 a 1936? Juan Ramón sí está en estas páginas; pero el de la etapa antepenúltima, el de Laberinto (1911), por ejemplo. Como lo
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muestra esa dulce lenta andadura de los alejandrinos musicales de algunos de sus poemas: Tras la noche, con miedo párvulo de soñar, por fin, es la mañana azul de absoluciones... o bien: La ventanilla -lámina de aire itineranteencuentra el paraíso perdido de tu espejo o todavía: Una amarga neblina te destiñe el paisaje Cierto que la adjetivación del poema ostenta ya la garra del lírico colombiano; y no sólo en miedo párvulo, sino también (sin salirse de sus estrofas) en brisa niña o los brazos jóvenes. Corresponde también a la época juanramoniana que indica la suavidad melancólica y sentimental que, a partir de 1919, tomará en el poeta de Moguer una geometría más limpia y algebraica. Esta melancolía, a través de Juan Ramón, viene de Bécquer, claramente elegido como patrón poético en una de sus Seis elegías (1939-1949): te miro renacer en cada enredadera hecha de verde anhelo y desolada espera y, en cada campanilla, morirte de azul frío; música que se aleja, sin perderse, te siento vagar, ave de luna, acróstico del viento, Gustavo Adolfo Bécquer, celeste abuelo mío… Pero pronto la sangre cantadora del poeta no concuerda con el lento y suave diapasón melancólico. En Sombra de las muchachas (1941), en Azul de ti (1944), Eduardo Carranza nos entrega un mazo de flores rojas; de poemas de amor. Amor plural, caudaloso, cálido, vehemente. Neorromántico. Islote de mi sangre, corazón batido de sus olas: primavera en ti alza del sueño la palmera que da su puro dátil de canción. Océano absoluto, débil son entre el abismo azul, cima ligera donde clava la muerte su bandera, nubecilla sin uso de razón... El despliegue amoroso -entre erotismo y sentimiento- se adorna de una fusilería admirable de hallazgos líricos. Las metáforas, con su encantado juego de espejos, como los que decoran su Ciudad lejana:
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La abraza, brazo líquido su río del más lánguido azul humedecido, registrador de sus celestes huellas. Al día, se pone en pie sobre el rocío. De noche la verás, cielo caído espejo siendo, fiel, de sus estrellas. El poeta extiende su mirada voraz, dionisíaca, sobre el mundo con un ansia de posesión sobre sus criaturas, sobre sus armoniosas perfecciones. Con un anhelo de goce sobre las cosas. Sin que falte, al final, el ritornelo melancólico: Bien que sea entre sueños el infante, bien sea enero azul y que yo cante. Bien la rosa en su claro palafrén. Bien está que se viva y que se muera. El sol, la luna, la creación entera; salvo mi corazón, todo está bien. Poesía civil Pero conviene dejar brecha para la otra vertiente de la lírica de Eduardo Carranza. La que define su sentido de geografía. ¿Y no es, también, una poesía amorosa? ¿No ha sido él, capaz de cantar A los Llanos de la patria en metáfora de muchacha? El sentimiento y el goce de la posesión se extiende a los horizontes familiares de la sabana colombiana, integrados, por supuesto, a la raíz española. Así, en Canto en voz alta, cuyo título implica ya una determinada actitud retórica, acompañada de ademán solemne. Emerge, así, un poeta civil que, cantando la maravilla floral del paisaje colombiano -Oda secular a Cartagena de Indias- se adentra en las raíces históricas en las que El capitán siembra una espada. Este capitán, como es obvio, es Gonzalo Jiménez de Quesada, el fundador de Santa Fe de Bogotá. Centelleaba la grupa del caballo. Esto fue el seis de agosto del año mil quinientos treinta y ocho del Señor Jesucristo. (Hay que tener en cuenta que Quesada significa lo mismo que Quijote) A partir de 1943, la poesía de Eduardo Carranza continúa proliferando en títulos diversos: Éste era un rey, Los días que ahora son sueños, El olvidado, Los pasos cantados permiten al poeta llegar a una especie de revisión alejandrina o epilogal de todas sus actitudes. Y, como todo alejandrinismo, trae consigo una presión barroquizante. Modo Carranza es un poeta extrovertido y suntuoso, cuyo corazón gravita golosamente sobre el mundo. Canta y cuenta; exalta y ríe. Ya hemos
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dicho que es un dionisíaco, con su melancolía soterrada. Es tremendamente fiel: a sus modelos, como a sus creencias. Está presente en todos y cada uno de sus versos. Como él dice: Aquí quedó mi corazón escrito. Pon tu mano ¡la mía! -sobre el papel y escucharás latido por latido tu corazón de aquellos días también. (17)
2.6 Fernando Quiñones El olvidado. Glosa tardía para un libro de siempre Sería vano, y no vamos a hacerlo, quitar o poner algo a lo que Dámaso Alonso dice en el prólogo, extenso y concienzudo -hay pocos que lo sean-, de este Olvidado, de Eduardo Carranza, cuya siempre joven poesía sólo en los poemas posteriores a los contenidos en su último libro -el que comentamos- parece haber oscurecido un poco la alegría de su natural condición. Y hemos hablado de alegría, pero ¿qué arte auténtico no es inevitablemente melancólico? La poesía de Eduardo Carranza lo fue siempre y quien no haya advertido la melancolía, tan grande y compensada, de los cuartetos de Mozart, de las acuarelas de Raoul Dufy, de las canciones de Rafael Alberti, no ha podido entenderlos bien a ellos. La poesía de Eduardo Carranza es alegre y es melancólica, y lo es porque prolonga una luz de adolescencia. Y es, a su manera, poesía árabe. Ya lo dice Dámaso Alonso en el prólogo; uno no lo escribió nunca, pero sí que lo pensó y que lo dijo, hace ya tiempo, y una tal coincidencia en el diagnóstico del quehacer poético de Eduardo Carranza tiene, por fuerza, que satisfacerme. Las determinantes de esa curiosa arabidad están para Dámaso en la sensualidad de esta poesía, en su minuciosidad dibujable, en su brillantez; el prologuista tiene razón. Yo percibo también esa arabidad por vía de su elegancia formal, de su carácter exultante, solar, y de su desmedida capacidad cantora, parigualmente valoradora, en un momento dado, de un vaso de vino y de un río del trópico. Detrás de un quiebro, de un ropaje y de unos elementos semejantes, sólo podemos pensar en la mano de Ben Zaydún de Córdoba o en la de Eduardo Carranza. (…) Conviene siempre preguntarse qué es lo que define a una poesía como grande -en el caso de la música esto queda muy claro-, o, dicho de otro modo por qué la poesía de un gran poeta llega a ser grande, qué confluye a ella para que lo sea. La respuesta, seguramente improbable, queda, desde luego, por encima de la simple iluminación crítica. Si la clave es su fidelidad variada, pero inmutable -a un mundo poético inmerso en lo más recio de la vida (por ejemplo, la mujer, las declinaciones de la naturaleza, la fuerza y la maravilla del vivir)-, si esto es así, entonces Eduardo Carranza es uno de los grandes poetas contemporáneos con que América cuenta. La verdad es que llevamos leída mucha crítica sobre su poesía y que nada nos ha acercado más a sus virtudes, a sus singulares características, como la directa y desembarazada lectura de ella misma, lectura iniciada en África, con el Canto en voz alta, un año ya muy llovido, muy lejano. La poesía de Eduardo
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Carranza, dentro de unos ámbitos siempre limitados -que es decir también, fieles e inequívocos- tuvo siempre igual encendida pasión, idéntico encarnizamiento en su entusiasmo hacia la vida elemental, desarrollado con tanta agudeza, finura y arrastre de sentimientos como en el Poema con una sola mano (…). La poesía de Eduardo Carranza es inequívocamente americana, tocada de ese arañazo de la tierra, más caótico que cósmico, de ese fulgor biológico natural, aquello que ya prorrumpía entre los más cultos y gentiles cisnes de Rubén Darío, y que tan a la mano está luego en los significativos poetas de Hispanoamérica: en Pablo Neruda, en César Vallejo, en Gabriela Mistral, en Manuel de Cabral. Pero esta fuerza quemadora, desnuda, biológica, específicamente americana y tan presente en la poesía de Eduardo Carranza, no es más que uno de sus interesantes elementos constitutivos: el principal acaso, pero de ningún modo el único. Por ejemplo, se halla felizmente barajada con él, conviviendo con él, de un modo pleno y difícil, una expresión muy refinada y clásica. Alhambra, el poema final, cuya importancia para el poeta parece ser grande, ya que el libro ostenta el doble título de El olvidado y Alhambra; es una pieza igualmente inserta en el decir y el sentir acostumbrados de Eduardo Carranza, armoniosa e intensa; con todo, no nos alcanzan los motivos para el que fue elegido para contitular tan concretamente el volumen. De éste hay que hablar por separado. Está hecho en Málaga, por Bernabé Fernández-Canivell. Esto quiere decir que se cuenta, automáticamente, entre los más bellos libros de poesía que se están editando en Europa. La tradición, la calidad, la gracia, el papel con que Bernabé Fernández-Canivell -al margen de sus empeños con la revista Caracola- está publicando poesía en Málaga, es algo que acaso tarde en ser apreciado en todo su justo valor. Abren el libro, con el estudio de Dámaso Alonso, tres poemas dedicados a Eduardo Carranza por Leopoldo Panero, José María Souvirón e Ildefonso Manuel Gil. Se añaden a la edición, dispersos entre el hermoso texto de la misma, muy finos dibujos de Carlos Pascual de Lara. (18)
N. de E. C.: Los entrañados y entrañables Leopoldo Panero, el gran poeta, tantas veces sobrecogedor, y Carlos de Lara, el prodigioso dibujante, viven y sueñan ya en la más pura región de nuestros muertos. 2.7 Gaspar Gómez de la Serna Eduardo Carranza o la exaltación de la poesía Versos de 1935 a 1968 -más, pues, de treinta años- ha juntado Eduardo Carranza en este libro antológico, que lleva como título el del más reciente y último de los suyos: Los pasos cantados. Título autobiográfico, muy expresivo y comprensivo también de toda la obra del poeta que, efectivamente, no es, sino, la ya dilatada canción vital que van suscitando sus pasos por el mundo.
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Del año 1935 fue también aquel libro -Canción- de Juan Ramón Jiménez que por entonces -sucesor de Rubén Darío- pastoreaba la poesía de lengua española en ambos mundos; y de Juan Ramón Jiménez reencontramos ahora, en este otro gran poeta de Colombia y España, ecos lejanos, palabras y colores que crecieron en la floresta sentimental del superlírico de Moguer: malva y azul; nostalgia; gracia; luz-dorada; jardín y luna; lirio y jazmín; silencio sentimental; amor y melancolía. Más todo eso recrecido y vigorizado por el fervor amazónico que hay en la naturaleza del poeta hispanoamericano; todo como enfebrecido por la gran noche azul de Suramérica. Pero, más que esas palabras, ha sido fiel Eduardo Carranza a aquella consigna de amor y poesía cada día, que fue también lema de Canción. Fiel por encima de los años y la historia y las vueltas del mundo y las modas, contramodas, rupturas y reencuentros que la poesía ha sufrido, gozado y padecido en todo ese tiempo. No ha caído Eduardo Carranza en ninguna trampa, más o menos pura o más o menos social, disociadora de poesía y amor, sino que ha permanecido siempre consecuente con su vocación, con su oficio, sin dejar que nada ajeno a él le distrajera de esa guarda celosa y amorosa de la poesía, que sentía crecer entre su propia vida con excluyente predominio. (…) Y Eduardo Carranza vive la poesía en el amor de las palabras. En realidad todo su grande y generoso ser humano vive de eso: de ir hallando sin precipitación y sin descanso según la fórmula goethiana que tanto gustaba repetir a Juan Ramón, unas palabras perdurables y hermosas que puedan prenderse cada una de ellas como una flor en la solapa de un corazón cualquiera en cualquier tiempo. Para él ser poeta consiste precisamente en ese casi divino y absorbente ejercicio de pulsar el resorte, privativo del hombre, capaz de encender en un momento la luz que le ilumine por dentro como un final de eternidad, como un ser diferente y superior a todo lo creado. Esa que alumbra con sentido, es decir, con valor significante, una parcela cualquiera de su vivir: lo mismo un íntimo rincón sentimental que las rigurosas coordenadas del pensamiento o la nebulosa del ensueño; la que hace manar entre un caudal de palabras el fuego del deseo o el frescor de la esperanza, y esas cosas que ninguna ciencia ni técnica pueden concitar: la alegría o la amistad; el recuerdo, la melancolía o el olvido y, sobre todo, el amor. Para Eduardo Carranza la poesía es un don de Dios; una capacidad de transfigurar las cosas que componen el mundo según su vocación de belleza y convertirlas, precisamente, en esa shakesperiana estrofa De los sueños que envuelve salvacionalmente la pura biología del hombre, prestándole una trascendente dimensión o pretensión de eternidad. Por eso tienen sus versos esa profunda autenticidad vital, de materia radicalmente ligada a su existencia, sin la cual -sin cantarla- no podría realmente dar un solo paso: También a esto llamamos poesía o ensueño o esperanza y nos ayuda a vivir, a morir y francamente yo no sé qué sería de mí, de ti, de nosotros, de ustedes, señoritas,
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sin su mano celeste en nuestra mano, digo, la mano de la poesía. Cuánto la hemos amado, escrito está. El simple cultivo de la palabra poética; es decir, el hallazgo, ponderación y manejo del lenguaje, de su expresividad, su sonoridad, su regusto semántico y su vibración intelectual constituyen en Eduardo Carranza la primera instancia en el ejercicio cotidiano de su exaltación ascensional de la poesía. La segunda, reside en la conexión de ese sublimado material poético con su propia sensorialidad vital; (…) en esa sensorialidad del poeta, se produce la arrolladora invasión de la naturaleza, con fuerza pareja a la del sentimiento amoroso. Y no es sólo que, de pronto, como dice Neruda, se le posen en la frente a Eduardo Carranza, que es la frente poética de Colombia, las maravillosas mariposas amazónicas, sino que, más bien, es toda la Amazonia que rebosa su poesía, inundándola de temperatura, de luz, de colores esparcidos por su vegetación exuberante. Su poesía se abre a los vastos espacios colombianos, donde galopan los caballos llaneros hasta perderse en la polvareda del ensueño, hacia el confín de la lejanía, la nostalgia o la soledad: Flotó su mano y yo me fui a caballo. Aún me dura la melancolía. El espacio y el tiempo conjuntados. Porque también el tiempo tiene en la poesía de Eduardo Carranza un valor sensible; de algo que no sólo fluye y pasa, sino que está ahí, siendo como el agua en las fuentes de la Alhambra, materia del presente, que de algún modo se retiene en sí misma y tiembla de inminencia y de existencia antes de pasar y perderse en el espacio. Así, Carranza se asoma a los recuerdos para recuperar el tiempo no perdido y echa el pasado en lazo de la nostalgia para traérselo junto a sí y hacerlo vividero actual. Hay como una anticipación de inmortalidad en ese gesto poético con que Carranza remansa el regusto de la vida, poniendo su mano en la corriente del tiempo fugitivo y reteniéndolo allí, en ese instante en que hondamente se vive, o ama, o sueña: Nosotros, con los ojos bien abiertos soñamos este instante y este vino... No; no deja pasar impunemente Eduardo Carranza el río del tiempo con manriqueña resignación, sino que lo fija en el instante para hacerlo presente, lo mismo en las apasionadas casidas del vino y el amor, que en el manso fluir de la costumbre: A través de los ángeles domésticos del humo de la sopa. Lo retiene en el amor a Colombia, que es su patria, y en la mujer y en la alegría que es su patria, y en la amistad que es también su patria: El tiempo nada puede. Todas éstas son cosas inmortales.
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También lo es, por supuesto, y más que otra cosa alguna, el amor. Es así Eduardo Carranza un grande poeta erótico; pero resulta que su erotismo tiene poco que ver con lo que ahora se vende como tal en la sociedad de consumo; sino que es también un modo de exaltación de la poesía: una absoluta novedad, si se prefiere, un feliz reencuentro o rescate del vuelo creacional de la poesía amorosa, que en cierto modo está en la misma línea -con no poca anticipación, dicho sea de pasodel rescate de la imaginación creadora llevado a cabo en la novela contemporánea por los grandes escritores hispanoamericanos. Porque ocurre que hoy Eduardo Carranza es el primero que se ha vuelto a dirigir a la mujer, a las juanramonianas muchachas en flor o, como él gusta escribir con dulce arcaísmo hispanoamericano, a las señoritas, no para mirarlas como sexo a secas, lívido, material de desalienación, química reacción o precipitado medular sin tabú que valga, sino para decirles exactamente como lo haría su celeste abuelo Gustavo Adolfo Bécquer: Poesía eres tú. Se trata pues, de un erotismo enriquecido por la levadura del espíritu, en el que la sensualidad se cubre de sentido, se matiza y se glorifica, justificando y exaltando la condición humana -no pura biología- de la que procede. Eduardo Carranza viene a devolver a la mujer y a las cosas del amor -tan erotike, que decían los griegos- el vuelo de la imaginación y el pulso del sentimiento, únicos resortes capaces de levantarlas por igual del frío aburrimiento del laboratorio que del tedio siniestro del prostíbulo. Y es hermoso encontrarnos con eso. Hermoso que en medio de la poesía que explora la angustia existencial, que orada el subconsciente o se sume, atormentada en freudianas simas anteriores al sueño, cuando no se hace fiero testimonio político o banderín de enganche, encontrarse de pronto con un poeta como éste, que canta sencillamente, humanamente, al amor, a la vida, a la amistad, al vino, a las muchachas. Con un poeta que alza la melancolía del recuerdo como un brindis al tiempo y que mira al mundo con amor a través de la transparencia agridulce del corazón. No podremos pagar a Eduardo Carranza su amor a las palabras ni su rescate de la poesía; el aire limpio, fresco, alegre y melancólico a la vez, liberadamente humano, que nos ha traído desde su patria colombiana a ésta su patria de amistad, a la que de nuevo al partir ha dejado rejuvenecida y nostálgica. (…) (19)
2.8 Rafael Maya Perennidad de la poesía en Eduardo Carranza Querido Eduardo: Nada tan justo como este homenaje que te hace la ciudad de Calarcá, al colocar sobre tu pecho la Medalla Jorge Zalamea, que fue creada por esta ciudad para galardonar méritos intelectuales. Y nada tan placentero como saber que el autor de esa loable iniciativa ha sido Humberto Jaramillo Ángel, que sobresale, no solamente como escritor muy distinguido, sino como hombre de entusiasmo y de fe, en quien estos
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proyectos despiertan enorme fervor, y que sabe llevarlos a efecto con puntualidad y elegancia. Gracias, a Jaramillo Ángel y a los notables ciudadanos que lo acompañan, por haber escogido esta biblioteca, como centro del homenaje, pues ello ha facilitado la reunión de muchos literatos, que no habrían podido concurrir a Calarcá y gracias, por último, al doctor Duarte French, muy ilustre historiador, que ha facilitado este salón, consagrado desde hace muchos años a las lides de la inteligencia, con la generosidad que lo caracteriza. ¿Qué se te premia hoy mi querido Eduardo Carranza? La respuesta es obvia. Se te premia una labor intelectual sostenida, desde hace varios lustros, con dignidad, alteza y constancia. Esa labor, para orgullo mío, comenzó en la Crónica Literaria, suplemento que yo dirigía, en mejores tiempos, y donde hallaron acogida amplia y sin restricciones los miembros de la generación llamada piedracielista. Allí se publicaron los versos de casi todos ellos, y allí tuvo tu nombre un sitio preeminente, pues ya desde entonces aparecías como un poeta dotado de excepcionales cualidades de inspiración. Tu voz, desde las iniciales motivaciones, era inconfundible. Había en ella un acento tan propio, tan personal, que bien podría decirse que la poesía tomaba la forma de tu espíritu, así como la naturaleza se realiza en la rosa, sin modelos preconcebidos, y nada más que siguiendo las fuerzas creadoras de la tierra. Esa condición de tu poesía se ha mantenido, a todo lo largo de tu producción sin que una nota falsa haya roto la línea melódica de tu canto. Después abandonaste el país, y en tierras extranjeras, pero hermanas, hallaste cariñosa acogida y tus versos fueron no sólo gustados con interior delectación sino juzgados por la crítica como expresión de un auténtico poeta. Literatos de renombre continental los elogiaron con entusiasmo muy sincero, y tú colocaste el nombre de Colombia como una bandera a la que habías agregado unos cuantos colores más, y una paloma con un clavel en el pico, a cambio del viejo cóndor andino, ya fatigado de la epopeya. Pero fue en España donde tu planta de peregrino de la lira logró edificar casa propia, sin que perdiese nunca su ambiente tropical y sin que en los umbrales y en el marco de las ventanas se dejase de admirar, a manera de decoración, una rama de tu palmera llanera. España, por la voz de sus poetas y de sus críticos, te proclamó entonces y te ha seguido proclamando, como a uno de los más puros y entrañables poetas colombianos. Tus versos son populares en esa tierra de fecundidad inagotable, que prepara renacimientos espirituales, como la tierra prepara cosechas, y donde el coro de las liras siempre ha servido de fondo a las gentes nacionales. La España eterna, cruzada de paralelas universales que van de Séneca a Unamuno, resurge en muchos de tus poemas en los cuales percibimos el rumor de Garcilaso, surtidor sembrado de iris mágicos, o la nostalgia de Juan Ramón, o la gracia de Alberti, o el cálido tono popular de García Lorca. Porque tú procedes de esos poetas y tienes, como ellos, un dejo nostálgico, que es como el cansancio de la grandeza pasada, unido a la angustia del presente inestable. Ninguno de los grandes elegíacos españoles, ni siquiera el que escribió el Canto a la ruinas de Itálica, ha expresado más hondamente la nostalgia del ser humano como Antonio Machado o como Azorín, que
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lo hicieron sin lamentaciones ni gritos, y más bien a la manera estoica, es decir, con serena desesperación. Algo de eso hay en tus poemas, si no por las mismas causas históricas, como es natural, sí por disposición innata de tu espíritu. Tienes tú, como todos los poetas algo de desterrado. El aroma del paraíso perdido sigue al cantor, que tiene que vivir muchas veces a la sombra de las espadas. Tu poesía, en los años de tu iniciación lírica, constituyó en Colombia, si no una revolución, sí una innovación. Hasta ese momento, los forjadores de versos, aun los más audaces, no habían renunciado del todo a los métodos tradicionales y sus poemas estaban cargados de elementos conceptuales, de lastre histórico o de tensión emotiva de extracción romántica. Tus poemas, Eduardo, llegaron ligeros de indumentaria, ágiles y desprevenidos como doncellas que salen al prado en una noche de verano, sin más abrigo que sus propias cabelleras, y tan cargados de sugestiones que leerlos era como entregarse a una de esas divagaciones en que se disuelve la conciencia, y no queda del ser más que una noción musical. Flauta escuchada a medianoche, o campana que nos despierta en la niebla del amanecer. Pero no era una poesía abstracta o simplemente simbólica. Estaba llena de criaturas vivas, de esas muchachas a quienes diste nombre de hadas, Alta Flor, Nube Celeste y que llenaron gran parte de tu poesía. Muchas de ellas vivirán eternamente en tus versos. ¿Quién olvidará, en Colombia, a Teresa? Fueron, primitivamente, flores de la mañana y tu voz hubo de cambiarlas en mujeres, sin que abandonasen por completo su origen vegetal, porque seguían viviendo por el aroma. Pero hay otro aspecto de tu inspiración, que vivifica muchos de tus poemas y los vincula profundamente a la vida colombiana o a nuestra historia. Tú sientes intensamente el amor de la patria, y la amas como poeta, que es una de las maneras más desgarradas de amar. No es amor didáctico, o de profesor de historia, sino pasión de hombre colombiano que siente en carne viva los dolores de la patria, así como sus trances de gloria y de ventura. Tu amor está hecho de orgullo ibérico y de nostalgia americana. En tus poemas se respira la selva, y se advierte un hálito de esos Llanos de donde procedes, con sus potros y sus palmeras y su horizonte lumínico, que ciñe a la tierra colombiana con diadema de fuego. También has celebrado a los humildes y fragantes pueblos de las veredas, y a las ciudades ilustres como mi cara Popayán de piedra pensativa, donde viviste días inolvidables, identificándote, no con lo heroico de ese pueblo, sino con las sabrosas intimidades de la vida provinciana, con los claveles de las ventanas, con los patios donde embriaga el olor de la yerbabuena, las campanas que dilatan sus ondas más allá de las colinas, y las muchachas, siempre las muchachas que tenían algo de pastoras agrestes y de cortesanas de Versalles. Con qué frescura reviven tus poemas la provincia colombiana y cómo rivalizas con Azorín, uno de tus maestros, agregando lo que éste nunca tuvo, porque no podía tenerlo, vale decir, una emoción de horizontes, en que podríamos fijar la esencia de lo americano. Somos gentes de horizontes. Nuestro porvenir hecho de idealismos irrevocables y de irrevocables realidades, parece que va a realizarse allá donde la tierra se junta con el cielo. Voy a terminar afirmando mi creencia en la perennidad de la poesía colombiana, con todas sus formas y variaciones, con todos sus matices
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y diferencias, cosas accidentales que no modifican la unidad de la naturaleza. No olvidemos, que ya en los días del descubrimiento, don Gonzalo hizo versos, y que vino luego un poema monumental en que se cantaban los orígenes de esa epopeya y la vida y hazañas de los nuevos Cides que dominaban esta tierra. Desde entonces la lira ha sido compañera de las espadas, de las togas, de las mitras, y de los bastones de mando. Nuestra vida republicana ha tenido acentos y consonancias como las estrofas. Socialmente hemos pasado del idilio a la elegía, del epigrama al poema heroico, de la décima festiva a la octava trágica. Nuestra historia ha tenido los mismos acuerdos y contrastes de un tratado de preceptiva Este paralelo, no tan imaginario y caprichoso como pudiera pensarse, entre vida y literatura, nos otorga cierta primicia sobre otros pueblos que han vivido en prosa. Tú, Eduardo Carranza, eres un punto muy significativo en esa serie de analogías, y por eso estamos festejándote. Que vengan aquí, para hacernos compañía, las criaturas de tu imaginación, las palmeras llaneras, las sombras ilustres de la Iberia inmortal, las mujeres de nombres inefables, las flores silvestres de los vallados, la augusta silueta de Bolívar, la recia estampa de los jinetes del Llano, y sobre todo las nubes que tú has cantado tantas veces, y que son altas como la gloria, mudables como el amor, engañosas como la vida, pero siempre bellas porque navegan en ese azul pacífico, que es el mismo azul de tus poemas, Eduardo. (20)
2.9 Fernando Charry Lara La poesía enamorada de Eduardo Carranza Mi primer encuentro con Eduardo Carranza debe haber ocurrido hace años, pero de él mantengo imagen tan fresca que me parece cosa de ayer: la tarde y la esquina bogotana donde un joven poeta, a quien ya rodeaba una vasta admiración fervorosa, conversaba, alto, alegre, vertiginoso, adorador de todas las cristalinas presencias de este mundo, detenido por un adolescente casi silencioso que después no dejaría de sentir para siempre el calor de su amistad y la fascinación de su verso. Evoco ese primer diálogo de dos borrosas siluetas en aquella esquina, sin que acierte a decir si son los mismos los que luego se han encontrado, como ahora, muchas veces. Quisiera que de algún modo pudiéramos ser los mismos. Hemos vivido tantas fugitivas vidas, hemos sido tantos seres que en sucesivos instantes aman, sufren, se apasionan, son indiferentes y sueñan encarcelados dentro de un solo cuerpo. Si permanece vivo este recuerdo y si acertara a fijarlo con palabras es para afirmar la perseverancia, a través o a pesar del tiempo, de mi afecto por Eduardo Carranza y la seguridad con que en mí se ha mantenido la devoción por las sorprendentes virtudes de su poesía. (...) Son Eduardo Carranza y Aurelio Arturo, a pesar de ser tan diferentes entre sí, los dos poetas en los que hoy se reconoce que mejor representan a Colombia, por los años del treinta; la adivinación de nuevas y deslumbrantes corrientes de la poesía contemporánea. Quienes han venido después de ellos de alguna manera, aun a veces sin saberlo, son herederos de la música de sus versos. La poesía colombiana comenzó a
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perder desde entonces, en sus mejores momentos, una cierta pesadez oratoria a la que tanto contribuyeron los ejemplos neoclásicos, románticos y parnasianos. El habla poética, como con la nostalgia con que se pretendiera una tradición, comenzó a hacerse -tal lo fue en las grandes intuiciones de un José Asunción Silva- más inmediata, eficaz, luminosa. Era el camino que aproximaba, en ambición de más amplio alcance, a cualquier posible mudanza de nuestra poesía. La obra de Eduardo Carranza es también creadora de un mundo poético propio. Lo pueblan lunares doncellas a cuyas mínimas cinturas aún se aproximan las furias de la estación violenta. Después, en alguna hora estival, sus bocas irán a ser de beso y sus brazos de abrazo. Pero prefirió dibujarlas casi siempre en un entresueño de distancia y de melancolía: la pasión por lo femenino a la que interpone una ausencia insondable. Sin que tampoco pueda desconocerse que tan puro erotismo no se rinda a la fatalidad física. Hechizado por la vida, por la mujer, por el suelo en que ha nacido, su poesía ha sido a lo largo de los días fiel a su total enamoramiento. Carranza volvió a idealizar un tipo esencialmente espiritual con que a veces se presenta la belleza femenil: más de un muchacho de varias generaciones aprendió a amar, abandonado entre las cuatro paredes de un cuarto, leyendo sus poemas. Poeta que canta desde el corazón en desvelo, su poesía será siempre la de un hombre enamorado. Pero lo que en otros implica el riesgo sentimental, en él se salva y perdurará por el gobierno del buen gusto, la gracia verbal y la lucidez. Ello constituye acaso la más apreciable singularidad de esta poesía. En unas páginas que preceden a El olvidado y Alhambra (1957), Dámaso Alonso señaló lo sensorial, lo temporal y lo permanente en los poemas de Carranza. Se trata, según Alonso, de un libro árabe (…). Indica también Alonso cómo los sentidos dominan la poesía de Carranza. No sólo el olfato y el oído, sino el tacto y la vista. Por eso los poemas van desenvolviéndose en imágenes transparentes cuyo límpido chorro no cesa de erguirse. Vemos esos poemas, anhelantes y melodiosos, vemos y palpamos las cosas que por ellos fluyen. Seres, objetos y naturaleza fulgen en el aire. La luz de su poesía es la misma luz de nuestros paisajes. Y el paso del tiempo, más sensible sin duda en estos años últimos de su trabajo poético, y una obsesión que ahonda en ardor la palabra. Quiero señalar la originalidad como atributo esencial de la obra de Carranza. Ella surgió en un momento en que el ejemplo de importantes voces de la poesía española e hispanoamericana era seguido por la mayor parte de los poetas jóvenes de estas naciones, desde México hasta Argentina. Se escuchaba en ellos el eco de influencias comunes. Abundó la pirueta verbal cuyo linaje podía rastrearse fácilmente, frívola, en los ismos de la primera postguerra más al alcance de la mano. Era general el desorden y la simpleza a que conducían el fárrago y la improvisación en una vasta producción anónima. De tantos nombres como se oyeron entonces, apenas se recuerdan ahora unos pocos. Sobreviven hoy, de aquella ola tumultuosa de los años del veinte y treinta, escasas figuras solitarias que desde los primeros renglones llamaron la atención por su acento personal. Entre ellas, la de Eduardo Carranza. Diafanidad, esencialidad y fulgor parecen hermosamente acordados en su palabra. Críticos extranjeros han pensado que esta poesía prolonga una tradición colombiana de amor por los valores nacionales e
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hispánicos y la definen en una aspiración hacia cierto tipo de clasicismo, que nada debe al rigor académico, escrita, como está, con pasión, sino que tendería, tal como él mismo lo ha expresado, a un “equilibrio entre lo vital y lo formal, la perfecta correspondencia entre el impulso creador y la expresión artística: lo sentimental ciñéndose exactamente al modelado de lo intelectual”. Hay quienes en nuestra época, herederos de la lección de T. S. Elliot, se sienten atraídos por una poesía en la que la confidencia humana de su autor se esfuerza en desaparecer. Los poemas de Carranza se sitúan en el extremo opuesto de esa esperanza. En ellos la persona del poeta, sus sensaciones y sus sentimientos, sus experiencias, su deseo, su vida toda, aparece simultáneamente junto a las exigencias del arte que hace posible su representación. Desde hace unos años ese mundo de la poesía de Carranza a que antes he hecho referencia, de hechizo juvenil aunque desde un comienzo traspasado por melancólicas nieblas, viene expresando febrilmente, con voz que a ratos es sollozo, los desgarradores pesares del hombre ante la ineludible fuerza del tiempo y sus destrucciones. Los días de la infancia se reiteran, soleados y rumorosos, en su recuerdo. Se presenta más evidente que nunca la convicción en la miseria y fugacidad de la existencia: No tenemos sino esta única vida hermosa y triste. El terror de la muerte asoma súbito, llanamente o en alusiones: El tiempo vino a recordarme mi manera de ser mortal. El último libro de Carranza, Hablar soñando y otras alucinaciones, incluye algunos de los más altos fragmentos de su poesía. Lo de veras significativo en ellos es la expresión de un lamento viril largamente contenido. Que se exterioriza, en lenguaje próximo al hablado, sin que la palabra se empobrezca: por el contrario, gana ella en vivacidad. A la gracia antigua de su verso se suma hoy la hondura en los temas de la ausencia, la pérdida, la desolación. Un poema como El insomne vendrá a acudir siempre a la memoria. Como otros tantos de una obra poética conmovida y destellante. (21)
2.10 Danilo Cruz Arte poética de Eduardo Carranza Desde los años treinta hasta 1985, año de su muerte, Eduardo Carranza estuvo siempre presente en el espacio ideal que nuestra poesía contemporánea ha logrado conquistar en la literatura nacional. En ese lapso de tiempo, él fue entre nosotros una encarnación de la vida poética. En una de esas tipologías al uso, en las cuales se extreman, con propósitos clasificadores, los caracteres esenciales de las formas de vida más significativas, Carranza sería en nuestros días el corazón colombiano que más se ha acercado al tipo ideal del poeta.
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En una época adversa a la vida poética, cuando el poeta había perdido el poder social de que gozó hasta comienzos de nuestro siglo, y cuando, paradójicamente, los poetas mismos comenzaban a predicar y a practicar una especie de antipoesía, Eduardo Carranza ejerció resueltamente la profesión de poeta. Sin desfallecimientos, sin defecciones, sin desvíos ni falsificaciones, se dejó llevar incondicionalmente por esa fuerza misteriosa, irresistible en los mejores, que se llama la vocación. Ningún otro interés pudo ahogar la voz que lo llamaba al oficio de poeta y a la existencia poética. Para él, el existir no consistía en hundirse en la gris rutina de la vida cotidiana, disfrute del confort o del deleite; ni en el afán en torno a una seguridad económica que nunca llega, porque engañosamente nunca se la considera suficiente; tampoco consistía en la lucha por el saber científico o filosófico, ni en los desvelos por la salvación del alma, ni en la contienda por el poder crematístico o político. En el fondo, el único interés que lo movía era la poesía. El único oficio que ejercía con agrado era el de convertir todo lo que tocaba -sus amores, sus amistades, sus dolores y alegrías, sus ideales políticos y sus sueños- en un mundo de formas poéticas. Este era el mundo en que existía genuinamente. El mundo no era para él ni voluntad ni representación, sino un tejido de hermosas palabras. Pero el hecho de haber sido durante algún tiempo un representante par excellenz de la forma de vida poética, no basta para asegurarle una perduración en nuestra literatura. En la historia literaria lo que, en último término, importa no es la biografía de sus protagonistas, por muy interesante que haya sido. Ésta termina con la muerte, para ser cuando más relegada a la esfera de la anécdota y la leyenda. Lo único que verdaderamente cuenta es la obra. Y la que dejó Eduardo Carranza es de tan excelente calidad y ocupa un lugar tan singular en la poesía colombiana, que puede esperar tranquila la acción del tiempo que corroe inexorablemente toda obra de los mortales que haya sido mal hecha o hecha de un falso material. No tendría sentido detenernos en la cuestión de dicha excelencia de la poesía de Carranza. La mayoría de sus lectores la reconocen. Y, sobre todo, cuando se trata de una obra poética, los juicios de valor son estériles. Pues no esclarecen la obra en nada; y, además, no pueden ser demostrados plenamente. Por ello, preferimos examinar la singularidad del puesto que Carranza ocupa en la poesía nacional. Este tema tiene la ventaja de que puede ser tratado partiendo del suelo firme de unos datos históricos verificables y del testimonio del poeta mismo. Por otra parte, el asunto es muy importante. En poesía, al revés de lo que ocurre en filosofía y en las ciencias, la singularidad es una cuestión de vida o muerte. El poeta tiene que aportar a la poesía algo nuevo -nuevos contenidos, nuevos modos de decir o nuevas maneras de verso pena de convertirse en un simple epígono de algún innovador. Para ver lo nuevo que aportó Carranza a la poesía colombiana, es necesario, en primer lugar, tener en cuenta el carácter anómalo de ésta en el primer cuarto de nuestro siglo. Pues, a pesar de que a partir de 1900, con el movimiento poético español representado sucesivamente por Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Rafael Alberti y Vicente Aleixandre, y, a largo de los años veinte, con los poetas hispanoamericanos Vicente
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Huidobro, Pablo Neruda, César Vallejo y Jorge Luis Borges, se venía produciendo una revolución profunda en el lenguaje poético hispano, nuestros poetas no se dieron por entendidos. Varios de ellos hicieron una obra relevante y duradera, pero extemporánea, un reparo que no se les podría hacer a nuestros grandes poetas del siglo XIX -a José Eusebio Caro o a Gregorio Gutiérrez González, a José Asunción Silva a Guillermo Valencia, los cuales cantaron en la lengua poética de su tiempo. El primer libro de Carranza, Canciones para iniciar una fiesta (1936), el libro de un joven poeta de veintitrés años, llevó a cabo una ruptura clara, decidida y programática con esa tradición de extemporaneidad de nuestros maestros de principios del siglo. Por ello, su autor se convirtió en la cabeza de los jóvenes poetas que venían trabajando en la preparación del terreno para dar el salto definitivo de nuestra poesía hacia lo nuevo, salto que quedó protocolizado, por decirlo así, con la publicación de su libro. En esta ruptura se produjo un cambio en la relación del lenguaje poético con la realidad. En nuestra poesía inmediatamente anterior, influida por el romanticismo, el realismo y el modernismo, el lenguaje tenía una función reflejante de lo real, esto es, de la naturaleza o de la cultura, de la vida subjetiva o de la vida social. Según se acentuara uno de estos aspectos de la realidad, la relación se modificaba. Unas veces el lenguaje era descriptivo, otras sentimental o cogitativo. Y las más de las veces la expresión de contenidos culturales. En los poemas reunidos en su libro, Carranza hacía ver -muy ostensiblemente-, que el lenguaje poético podía moverse en un horizonte diferente; que su función no era solamente la de describir lo dado por medio de los sentidos, ni la de expresar y comunicar banales o sublimes sentimientos, ni la de dar a conocer pensamientos agudos o lugares comunes sobre el mundo y la vida, ni mucho menos la de fabricar productos literarios hermosos por su perfección armónica, su brillantez melódica, sus asociaciones cromático-musicales y sus ingredientes históricos, musicales o mitológicos. En lugar de su función reflejante y cuasi pasiva, el lenguaje adquiere en la poesía de Carranza una función predominantemente activa. Se convierte en un ataque a la realidad objetiva y subjetiva, para destruirla, pero con el fin de reconstruirla en su propio dominio, en la dimensión de las palabras. Y la fantasía del poeta deja de ser una fantasía reproductiva, para convertirse en una fantasía predominantemente productiva. En suma, el lenguaje del poeta se hace productor de realidades, pero de realidades poéticas. Esto aparece ya con gran claridad en la primera estrofa soneto “La niña de los jardines”: ¿En qué jardín del aire o terraza del viento, entre la luz redonda del cielo suspendida, creció tu voz de lirio moreno y la subida agua surtió que te hace de nube el pensamiento? He aquí un ejemplo de un mundo al revés y de un lenguaje que no copia las cosas sino que se crea sus propios objetos. El poeta habla de un jardín en el aire y de una terraza en el viento, de una luz redonda
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suspendida del cielo, de un lirio moreno y de una voz hecha del mismo material de éste, y de un pensamiento hecho de nubes. Ninguna de estas cosas existen en la realidad, ni entre ellas existen las relaciones y alusiones que hacen posible el lenguaje metafórico. Todas ellas surgen de una fantasía productiva y de un lenguaje autónomo frente a lo real, y existen sólo en el lenguaje. Pero si bien se mira, estos objetos poéticos producidos autárquicamente por el lenguaje están referidos a la realidad, a la realidad que es “la niña de los jardines”, la cual aparece trasfigurada a la luz de las palabras poéticas. Teniendo en cuenta la autosuficiencia, autonomía y libertad del lenguaje poético frente a todo lo que lo trasciende, no es fácil explicar dicha referencia a lo trascendente. Posiblemente lo que ocurre aquí es que, al desplazar las cosas tal como se ofrecen en la experiencia usual, lo que el poeta hace es eliminar en ellas el aspecto sin relieve, gris e indiferenciado que tienen casi siempre en nuestra vida cotidiana para convertirlas en palabras, en elementos de un lenguaje poético, el cual como todo lenguaje está referido a la realidad. En suma, a la par que destruye la apariencia indiferenciada que tienen las cosas en nuestra vida cotidiana, el poeta se refiere a ellas sacando a la luz sus propiedades ocultas en la cotidianidad. Si esto es así, se puede decir que el poema destruye la realidad abriéndose al mismo tiempo un camino que permita descubrirla en su ser propio. El poema es, pues, destructor y descubridor. Y la poesía es el arte de sacar algo a la luz a través de lo prosaico. Un sentido que tiene la palabra griega póiesis, de la cual se deriva nuestra palabra poesía. No sabemos si Carranza tuvo conciencia de que semejante idea de la poesía era la que nutría su actividad poética. Pero, de todos modos, su quehacer poético estuvo siempre gobernado por una noción preconceptual de esa idea, noción que en el artista llega a veces a ser más certera y segura que el concepto mismo. Además, existen muchos versos dispersos en su obra que la insinúan. No es necesario citarlos, porque hay un poema suyo que contiene una declaración explícita al respecto, válida para toda su poesía, a juzgar por el título. El poema se titula Arte poética. Allí leemos: Todas las olas, digo, todos los hombres cantan en mi lengua. Todos los ríos, todas las ciudades, los pueblos, las palmeras, las campanas, los años, las muchachas, las guitarras, las frutas y los besos y los pájaros, los recuerdos, los mares de esta Patria, reunidos se pronuncian y se sueñan alucinadamente en la palabra que me dieron ahora, antes, después, y existen, fulgen, porque yo los nombro. Adviértase que todo lo que se enumera aquí pertenece a la realidad frontera al poeta. Carranza, en efecto, permanece durante casi toda su
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vida vuelto hacía lo que trasciende su subjetividad. Lo que entonces hace “fulgir” en el verso, dándole presencia en el resplandor de la palabra, son los otros -la amada, los hijos, los padres, los amigos y las amigas- y la belleza y las maravillas del mundo, olvidándose de sí mismo “muerto de amor”, para usar una de sus expresiones favoritas. Su actitud es, pues, la extraversión, y su temple de ánimo el amor y el entusiasmo. Pero la enumeración que aparece en Arte poética es parcial. Allí faltan los temas que irrumpieron en la poesía de Carranza al final de su vida, cambiándolo todo: su concepción del mundo y de la vida, su temple de ánimo y su lenguaje poético. Semejantes cambios se producen cuando, en el crepúsculo de su vida, el poeta se vuelve sobre sí mismo, no para expresar sus emociones y sus sentimientos, sino acosado por el misterio de su propio ser. En esta vuelta hacia su intimidad tropieza con el tiempo. No con el tiempo físico, sino con el tiempo del hombre. El tiempo físico es el de las cosas, que es un tiempo universal en que todas ellas están inmersas, y un tiempo infinito, por cuanto nunca se acaba aunque se acaben las cosas. En cambio el tiempo del ser humano es individual, es el tiempo mío, el que me ha sido dado para que yo lo gaste en la realización de mi existencia, y es así mismo un tiempo finito, porque se me acaba con mi muerte. El misterio de su propio ser, el misterio de la existencia humana y el misterio de la muerte, son los nuevos temas en la última etapa creativa de Carranza. Todo esto se produjo de repente y al mismo tiempo que el bello mundo en que había vivido el poeta y que él había cantado en sus bellos versos se rompe como un frágil cristal. Él nos lo cuenta en la Kasida de la oscura región: De repente se oyó un cristal que se quebraba no sé dónde y anocheció en mi corazón y como un vino derramado el tiempo vino a recordarme mi manera de ser mortal... Y todas las cosas me revelaron el horror que tienen detrás... El poeta ve en su nuevo horizonte algo totalmente diferente de lo que veía antes: su ser en el tiempo, su ser mortal por estar hecho de tiempo y, a través del tiempo y de la muerte, un nuevo ser de las cosas, que antes formaban un cosmos lleno de sentido y de hermosura, y que ahora aparecen flotando en la nada. Instalado en este nuevo horizonte, el temple de ánimo del poeta es el horror y el desengaño. El horror por la nada que encuentra en el fondo de las cosas, y el desengaño de haber amado y cantado largamente sólo sus bellas apariencias. En semejante temple de ánimo, la función del lenguaje poético se modifica. Lo que ahora debe “fulgir” en el ámbito de luz que crea el poema, no es la hermosura del mundo, sino el fluir de todo -la vida del
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poeta y de su bello universo- en el río del tiempo, que va a dar a la mar, que es el morir, como lo dejó dicho en claras y sencillas palabras don Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre, poema con el cual se inició hace más de cinco siglos la poesía temporalista de nuestra lengua. (22)
2.11 Benjamín Ardila Duarte El concepto de nacionalismo en la obra de Eduardo Carranza Si se define el nacionalismo como la afirmación fervorosa de los valores de la tierra natalicia, apenas nos hemos aproximado al tema. El amor a lo propio –cultura, grupo humano, arte popular, literatura costumbrista– es parte de la enigmática palabra. En la creación de los Estados Nacionales de Europa –España, Francia, Italia, Alemania, la madre Rusia– los intelectuales señalaron el valor de lo propio como ingrediente místico para consolidar el patrio suelo con una autoridad soberana. Era un nacionalismo idóneo en el proceso formativo de esos reinos que después fueron Estados expansivos, dominantes, avasalladores y fuertes. Más tarde, entre 1770 y 1830, viene la independencia de los Estados Unidos y la descomposición de los imperios de España y Portugal. ¿Qué ocurrió entonces? Que el nacionalismo de los poderosos para cohesionarse hacia adentro prendió en las comunidades oprimidas para separarse del tronco europeo que esclavizaba a las sociedades débiles. George Washington, Bolívar, San Martín, Hidalgo y Tiradentes, fueron los intérpretes del nacionalismo que –desde Alaska hasta la Patagonia– convirtió en estados independientes a las colonias tributarias de la Europa mercantilista que nos impuso autoridades, saqueo colonial y valores durante largos siglos. El nacionalismo europeo integró a las provincias para generar poderosos estados y el nuestro, el americano, alimentó el deseo de libertad frente a metrópolis que implantaron aquí autoridades, cultura, religión y economías amarradas al respectivo imperio. Con el nacionalismo latinoamericano nos defendimos, nos organizamos y triunfamos. La anterior distinción es necesaria para ponerle adjetivos a la palabra nacionalismo antes de entrar a la Colombia del siglo XX, en la cual emergió, vivió y actuó Eduardo Carranza, con la estrella en la frente y la mirada al horizonte, cantando en nombre de la patria idolatrada en su poesía y en los ensayos literarios sobre los conciudadanos ilustres. Veamos, ahora, si tiene incidencia favorable a la República moderna, el nacionalismo retórico –en la mejor acepción del término– que es el substratum de la obra de Carranza. Respondemos: sí la tiene, porque nadie defiende lo que no conoce, lo que no valora, lo que no aprecia. Y los poetas, que tienen un sentido hondo de patria cuando ella es oprimida, saqueada o ultrajada, aportan a las naciones dependientes una conciencia de su identidad que es el prerrequisito para la defensa de la riqueza amenazada. En 1957 Alfonso López Michelsen planteó la ausencia de nacionalismo en las clases rectoras de Colombia como causa y raíz de nuestro
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atraso económico en los siguientes términos: “Con respecto a las proyecciones de nuestro problema económico y social, pensaba hace tres años y sigo pensándolo ahora, el gran problema de Colombia es el divorcio entre las llamadas clases dirigentes y el pueblo propiamente dicho, entendiendo por tal lo que suele llamarse en el argot político contemporáneo el hombre común. ¿Hasta qué punto el hombre común colombiano está siendo interpretado por las clases altas de Colombia que, para poder llamarse dirigentes, deben ejercer una función rectora de vehículos de expresión? La respuesta a este interrogante me parece encontrarla en un fenómeno que de tiempo atrás, me viene intrigando porque pienso que, si no es exclusivamente nuestro, lo debe ser por lo menos de ciertos países en donde la nacionalidad se encuentra todavía en estado de formación. Consiste este fenómeno en que, al tiempo que en otras latitudes existe la continuidad de lo nacional entre las distintas capas sociales, que hace que a medida que el individuo asciende en la escala social y económica tipifique más a cabalidad las características nacionales, entre nosotros esta continuidad se rompe porque el ascenso señala un premeditado proceso de descolombianización. De esta manera, para señalar algunos ejemplos, si se piensa en un inglés, con los atributos que suelen reconocérsele a su raza, como son la caballerosidad y hombría de bien, que acaban por constituir el gentleman, para hacer uso de una expresión que ha pasado al lenguaje corriente, inmediatamente se encuentra el observador con que los más acabados gentlemen del reino son el rey, sus pares, sus hombres de estado, sus pensadores y escritores, que mantienen la tradición británica de lo que debe ser el hombre. Si se piensa en Alemania, acaba por hacerse una constatación idéntica: la capacidad de organizar, el espíritu de disciplina, la abnegación para trabajar en equipo, que son propios del alemán, se ponen de manifiesto a la perfección en el junker prusiano que resume todos los atributos de la nacionalidad. Otro tanto puede decirse del español, porque el espíritu de religiosidad, el desprendimiento de los bienes materiales, el arrojo personal de aquel pueblo los compendia el individuo estimado por su origen y sus merecimientos, hasta el extremo de que hidalgo viene a ser sinónimo a la vez de bien nacido y de español cabal. En Colombia, en cambio, sucede exactamente lo contrario: el ciudadano que de un origen humilde alcanza la preeminencia social lo hace al precio de alejarse de la cultura y del medio autóctono, para adoptar cierto cosmopolitismo postizo que tiene por resultado desvincularlo espiritual y materialmente de su propio suelo. Lo colombiano, salvo en algunas regiones del país, como Antioquia, nunca aflora a la superficie afirmativamente. Es algo que está relegado a las clases más bajas de la sociedad, con un carácter sordo, recóndito que, por lo popular, tiene vergüenza de mostrarse. Desde el idioma castellano hasta los juegos y bebidas populares, todo tiende a borrarse, a suprimirse, para poder merecer la admisión en el círculo de los dirigentes nacionales. Esta actitud mental, que aun exteriormente es palpable en la apariencia del individuo, apareja graves consecuencias cuando se eleva al plano de las cuestiones públicas, con todas las características de un inexplicable complejo de inferioridad nacional. La vida del país acaba siendo dirigida por gentes que son como extranjeros en su propia tierra, como podían ser los administradores ingleses en la India hace
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cincuenta años, o los franceses en Argelia, ambos viviendo en función de valores foráneos y prescindiendo, por falta de una vinculación emocional o por simple ignorancia, de auscultar las palpitaciones del conglomerado social que gobernaban”. Esta larga cita precisa la necesidad de un amor al terruño y a las gentes que el padre del expresidente mencionado definió en su testamento leído en la Universidad Nacional en 1959 así: “Bendigo a la Providencia que me dio por patria este suelo fecundo y por conciudadanos a mis compatriotas”. El prejuicio antiespañol fue una de las constantes de las letras, la política y la vida desde los inicios de la República. Más tarde una generación de humanistas –Caro, Vergara y Vergara, los Holguines, Cuervo– tendió el puente de la literatura entre el mar del Caribe y la península. Pero excedieron el olvido de los temas de la esclavitud, la explotación y la servidumbre que el Memorial de agravios de Camilo Torres repitió sin omitir detalle. Posteriormente Colombia entró a la hispanidad cultural y la guerra civil española -1931, 1939- aproximó a los colombianos a los temas de la República y del franquismo. Carranza se quedó con Franco hasta las orillas de la muerte. El nacionalismo por López pregonado es otra cosa. Se refirió en 1957 –muy influenciado por su larga permanencia en Méjico–, al extranjerismo de la clase rectora de Colombia y a su cosmopolitismo postizo y lo enlazó con la inclinación de la elite del Poder a tomar determinaciones contra el interés nacional por amor a las potencias dominantes. Eso perdura, lamentablemente. Un antiguo senador nos dijo un día que un presidente de la República de Colombia suspiraba con ser norteamericano. La dependencia se acentúa y difícilmente se supera si los dirigentes no aman la patria en donde se abrieron sus ojos a la luz del día. Y cuando ese amor existe, el paso siguiente es la concientización de que somos sometidos para poder tener un proyecto político que genere una actitud internacional independiente. El nacionalismo de supremacía y dominación es propio de las potencias en su arrogancia avasalladora. También la decadencia de las antiguas metrópolis hace florecer la nostalgia de la fuerza abolida y aparece “la España militar y misionera” de Menéndez Pelayo o de José Antonio Primo de Rivera, siempre delirando por el Imperio que los libertadores de América derrotaron en combates desiguales hace dos siglos. ¿Cómo enfrentar la dependencia? En primer término buscando una identidad, una coalición de Naciones Proletarias como diría Pierre Moussa y diseñar políticas para desarrollarse –desde adentro y desde abajo– para llegar fuertes a la comunidad de Naciones. La prosa de los libertadores y sus actos definieron el carácter antiespañol de las guerras de emancipación. Sobre Colombia en la repartición imperialista 1870-1914 el académico Álvaro Tirado Mejía escribió documentado ensayo con aportes estadísticos y cuantitativos. Después la teoría de la dependencia ha hecho luz sobre la necesidad de un nacionalismo en Nuestra América Morena. Los mejicanos –con su nacionalismo integral– mostraron el patrio orgullo de su
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raza y de sus valores en el pincel de sus muralistas y las guitarras de sus cantores y no se quedaron en la retórica: expropiaron los inmensos latifundios en manos de extranjeros y nacionalizaron el petróleo en el período cardenista de la Revolución. Raíces del nacionalismo cultural El académico Carlos Restrepo Canal compiló para la Biblioteca de Cultura Hispánica las plumas y las voces de compatriotas que escribieron con adoración sobre España: Quijano Wallis sobre la reanudación de nuestras relaciones diplomáticas con la antigua metrópoli; Miguel Antonio Caro sobre el 12 de octubre y la Lengua es la Patria; Vergara y Vergara, Rafael Núñez, José Caicedo Rojas, Aníbal Galindo, Diego Rafael de Guzmán, Rafael María Carrasquilla, Marco Fidel Suárez, José María Rivas Groot, Antonio Gómez Restrepo, Holguín y Caro, José Joaquín Casas, Carlos Calderón, Laureano Gómez y el padre Félix Restrepo dejaron el testimonio por el aprecio del legado español. Claramente por la fuerza de la blenda racial casi toda peninsular, usos y costumbres se reflejan en la vida cotidiana y resaltan en el amor recuperado medio siglo después del desprendimiento de la vieja encina hispánica. Es el hilo conductor que llega al nacionalismo de Carranza. Un comentarista lo calificó de nacionalismo edípico. Pero también tenemos la historia de la Leyenda Negra Hispanoamericana sobre el Imperio y sus depredaciones. Pocos compatriotas la han combatido. Entre ellos Liévano Aguirre se destaca por haber profundizado más hondo que todos los ya mencionados. Rómulo D. Garbía tiene libro y pretendió hace medio siglo agotar la materia de defensa de la conquista y de la colonia peninsular. Creemos que no se puede bendecir un imperio desde el lado oprimido de la barricada. América en los clásicos españoles es bello libro que el doctor Miguel Aguilera, viejo y brillante profesor de la Universidad Libre y académico de varias disciplinas, integró con exhaustiva indagación… El padre Vitoria, el Gran Cervantes, Quevedo, Lope, Feijoo, Solórzano, el padre Mariana, Tirso de Molina llegan a nosotros en los acápites que, desde la mirada española, dedicaron a las provincias del Imperio en cuyos patrios lares no se ocultaba el sol. La generación de 1930, de la que Carranza fue brillante estrella en la poesía, tomó todo el material ya mencionado para llegar hasta la convicción admirativa de este continente que reza a Jesucristo y habla en español, según Rubén Darío. La patria y el poeta El nacionalismo de los poetas es proverbial. El extranjerismo que aducen es cultural para universalizar conocimientos. Admirada es la oda de Quintana A España, después de la Revolución de marzo cuando en el cieno del oprobio hundida, abandonada a la insolencia ajena el llamamiento canta: Juradlo, ella os lo manda: “¡Antes la muerte que consentir jamás ningún tirano!” Menos enfático Eduardo Carranza se tranquiliza en la admiración de su país:
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Todo está bien: el verde en la pradera, el aire con su silbo de diamante y en el aire la rama dibujante y por la luz arriba la palmera. Todo está bien: la frente que me espera, el agua con su cielo caminante, el rojo húmedo en la boca amante y el viento de la patria en la bandera. No es la única vez que se refiere a la Madre Colombia y a los Llanos Orientales do se meció la cuna y allí advierte que el pueblo más cercano es un lucero. Pero el nacionalismo de Carranza, como el Miguel Antonio Caro y el de Eduardo Caballero Calderón es hispanoamericano y cuando llegan a España creen –poéticamente– que simplemente han regresado. Mi generación, dice Carranza, vuelve sus ojos a España –la Grande España del rotundo 1600 y la España contradictoria de 1900– y procura al mismo tiempo ahondar en la veta de lo genuinamente americano, colombiano, poniendo el oído sobre su secreto espacial y temporal. Conocida es la influencia del derecho castellano en nuestra vida institucional. Y la mayor el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española, que Calderón sublimó hasta las alturas del arte en el Alcalde de Zalamea, y que Alejandro Herculano ha inmortalizado en la historia, según El brindis del Retiro de Marcelino Menéndez y Pelayo. Veamos la noción emotiva de aldea fundadora y de municipio, entre hispánico y chibcha, que define Carranza, bien lejana del polo de desarrollo de Francois Perroux ya que nuestro poeta la toma como célula de nacionalidad: (Nota de E. C.: “El de ese día ha sido, quizá, el mayor éxito o triunfo de mi vida como orador”). Oigamos sus palabras, más sonoras que gráficas, enaltecedoras de la comunidad que su fervor advertía entre la raza castellana que descubría y fundaba y las tierras y las gentes de la América ocupada o descubierta por los conquistadores: “A los cincuenta años de haber puesto planta por vez primera en tierra americana (...)1” Entendemos lo que Eduardo Carranza llamaba su nacionalismo como la admiración a la patria idolatrada a la que aludía Gabriel y Galán. En Chile, en España (Madrid y todas las universidades de provincia), fuera de largos cursos durante medio siglo en Colombia, leyó el poeta amplias conferencias sobre la poesía colombiana. Excepción hecha de una juvenil controversia con Sanín Cano sobre la poesía de Guillermo Valencia, porque la poesía del payanés insigne era intelectual y fría, Carranza fue generoso –cosa rara en todo bardo- con sus compatriotas que portaban la lira.
1.
Ver la totalidad del texto en el Capítulo II, numeral 1.2: El poeta canta a las ciudades hispánicas, en esta misma obra.
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Como bolivariano fervoroso cantó al Libertador y en predios españoles inauguró estatuas y pronunció oraciones panegíricas al padre de nuestra patria. Era otra faceta y muy importante de su nacionalismo hispanoamericano. El grupo humano colombiano de raza muy blanca y de limpieza de sangre –nada de negro, nada de indio, nada de moro y nada de judío– hizo mucha literatura proespañola desde mediados del siglo XIX. Se sentían herederos de don Pelayo y del Cid y Camilo Torres redactó el texto más claro de la representación criolla ante los poderes peninsulares. Y se llamó humanismo colombiano a ese estamento letrado que conocía el siglo de oro, hablaba de la madre patria y cantaba como don Ricardo Carrasquilla así: Somos godos, godos somos, porque en nuestro pecho hidalgo circula la noble sangre de Cides y de Pelayos. Somos godos descendientes de los nobles castellanos que contra la Media Luna por ocho siglos lucharon. Recapitulemos: Fui un niño de campo y de pueblo. En Chipaque está la raíz de mi patriotismo visceral, de mi amor a Colombia, casi carnal; dijo el poeta. Y Gloria Serpa (Gran reportaje p. 159) precisa: El paisaje, la perspectiva, la línea del horizonte físico de los versos de Carranza, son radicalmente nacionales. Desde luego, el poeta está muy orgulloso de esa colombianidad de su poesía. Noción lírica nacionalista, conceptúa el importante ensayo biográfico. Más adelante (p. 296) ante la pregunta formulada al poeta… ¿Qué sientes cuando vienes a España? Carranza responde: Siento que toco mis raíces de piedra y alma, como en Colombia toco mis raíces de indio y de río americano. Mi corazón late pendularmente entre la gran piedra lírica de El Escorial y la gran piedra heroica de Cartagena de Indias. Más claro: su nacionalismo es lírico, es retórico y afirma el afecto por las dos sangres: la chibcha y la española. Él cree (ver Gran Reportaje, pp. 329 y 330) firmemente sobre nuestras dos fuentes genéticas: la hispanidad y el indigenismo. Nacionalismo hispánico planetario con misión universal. Y terminemos, en un alarde de precisión, con este acápite de Eduardo Carranza: “Conquistadores y libertadores cumplieron su destino, el suyo, el de su tiempo, trágica y bellamente: el hermoso y arriesgado destino de ser la generación libertadora. Es el nuestro, ser la generación reunificadora. Avancemos hacia ese destino alegre y seriamente, apoyados en el pasado necesario, andando con los ojos abiertos sobre el presente y con una mano en el alado corcel del futuro. Avancemos hacia la aurora de esa solemne estación humana que ya sentimos en las entrañas del porvenir, tácita, futura, subyacente, como la próxima primavera”. (23)
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3. ARTÍCULOS IMPRESOS A partir de los años treinta la prensa comienza un período de pujanza cultural en Colombia, especialmente en los medios impresos de la capital, periódicos y revistas, con el desarrollo de las rotativas y el comienzo de los avances del periodismo internacional. Ya la prensa deja de ser vehículo del recuento de los sucesos diarios con carácter local y se abre a perspectivas internacionales en el horizonte de la cultura, especialmente en el campo de la literatura cuando se da el paso de la literatura popular o de la poesía afrancesada, hacia los movimientos de vanguardia internacional, españolizados o afrancesados también. Los suplementos culturales de los diarios nacionales comienzan su carrera ascendente de importancia en las publicaciones periodísticas. Han pasado los tiempos en que el pesimismo imperaba y ya se van silenciando las voces de los poetas colombianos como Eduardo Castillo quien se queja en el semanario Cromos de Bogotá en 1920: “Si no estuviéramos en un país de mojigatería y no viviésemos en un ambiente de prejuicios ineptos; si la artista, entre nosotros, pudiera, sin suscitar los aspavientos de los Tartufos, mostrar su alma santamente desnuda como una estrella…”. Tras el remezón que se percibe en la sociedad bogotana con la publicación del primer libro de Eduardo Carranza publicado en 1936, comienzan a tambalear las estructuras rígidas de esta sociedad tradicional y se comienzan a escuchar voces valientes que reconocen y tratan de imponer los nuevos valores que están sobresaliendo por encima de las vetustas estructuras socioeconómicas del país. En este numeral, trato de entregar un mosaico de opiniones sobre la obra de Eduardo Carranza que desde el vehículo pasajero de los periódicos y revistas nacionales o extranjeras, muestran de una forma u otra los avatares de la lucha que atravesaron las conciencias nacionales respecto a los avances de la literatura, hasta lograr un consecuente cambio de mentalidad cultural colectiva.
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3.1 Jorge Padilla Canciones para iniciar una fiesta. Su primer libro Eduardo Carranza acaba de publicar su libro, Canciones para iniciar una fiesta que lo coloca de un salto a la cabeza de los poetas de la última promoción literaria de nuestro país. Con Antonio García, Camacho Ramírez y Darío Samper forma la vanguardia de la nueva poesía colombiana después de los tres grandes poetas mayores Barba Jacob, Maya y de Greiff. García es la fuerza oscura y creadora del subconsciente que no ha encontrado aún su cabal expresión. Samper es el soplo de la épica sobre los frescos motivos del trópico, sobre la sangre del romance de la guerra civil, sobre los flancos dorados de las mujeres de la tierra caliente. Camacho Ramírez es la lírica minuciosa y delicada que impulsa un lindo viento de palabras sobre un campo dorado de metáforas. Carranza representa la lírica pura dentro de las nuevas formas poéticas que le han dado al lenguaje castellano un valor de sugerencia y una riqueza conceptual, que en el fondo constituye una revaluación del vilipendiado don Luis de Góngora. La poesía de Eduardo Carranza está compuesta de extraños ingredientes. Su universo no es el hosco universo sombrío del romanticismo en que los elementos de la naturaleza intervienen en las querellas del hombre y dialogan con él en coloquios que hoy miramos irónicamente. A la orilla de un lago el poeta de hoy no siente acaso ninguna de las emociones que sacudieron el alma de Lamartine. Frente a unas cataratas gigantes no se nos ocurriría jamás afanosamente la lira que pedía Heredia ante la belleza del Niágara. A la sombra de una muchacha en flor no prosperan en nuestros días los heroicos versos amargos de Lord Byron. Existe una poesía de lo minúsculo, un don de canto cuya expresión en idioma cerebral es el secreto de su impopularidad. El universo de Eduardo Carranza es el lindo universo pintado en impalpables trozos tornasolados que se reflejan en la piel de cristal de las pompas de jabón. Allí, en torno de ese pequeño mapamundi de sueño vuelan ángeles y cantan los días como pájaros en el hombro de la niña de los jardines. Allí se mezclan en alegre confusión todos los ingredientes que forman la poesía de este pequeño gran poeta. La estrella y el silencio, las islas y los barcos, la niña y la nube, el viento y la luna, las sirenas y el cristal, el agua y el paisaje. La mujer está inscrita como una fuerza elemental dentro del cosmos. Gladys, orquídea núbil en el rizado vaso de la brisa. Al agudo contacto de tus senos florales el aire que se ahueca de voluptuosidad. Toda la nueva poesía española es en cierto modo un retorno a Góngora. En Carranza se advierten, necesariamente, influencias de excelente linaje. La dulce música de Garcilaso de la Vega y el místico impulso de san Juan de la Cruz han dejado una huella en su estilo, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Pedro Salinas, Federico García Lorca y
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Pablo Neruda han contribuido también a encender con su luz y sus vinos la fiesta de este libro que recoge la inolvidable delicia de unas voces claras levantadas contra el cielo cruzado de aviones. Hay sin embargo en él originalidad, aquella espléndida originalidad de la nueva poesía que según Ortega y Gasset es el álgebra superior de las metáforas. No juega en el poema la fuerza simple del concepto, ni el arrebato loco de la emoción. Ni la desnuda razón del clásico, ni la pasión desbordada del romántico. La raíz de esta poesía está más adentro. Está en el subconsciente, en el oscuro sótano de la sensibilidad donde se van almacenando las nociones sensoriales de las cosas, confusamente, con la indecisión nebulosa de lo que se escapa al dominio de lo racional. Asociaciones de ideas absurdas, imágenes con lógica aparente, sensaciones que sólo el poeta ha sentido en el ímpetu del vuelo. Por eso los nuevos poetas son a veces difíciles de entender y por eso el libro de Carranza está destinado a una eminente impopularidad. Las gentes no han penetrado aún en el hondo sentido de la frase de Voltaire: “el primer hombre que comparó a la mujer con una rosa fue un poeta; el segundo fue un imbécil”. Pasarán todavía muchos años antes de que el gran público esté en capacidad de sentir el arte nuevo particularmente intransferible. En Colombia el corazón de las multitudes se conmoverá indefinidamente con los versos de Julio Flórez, con la oratoria de Rojas Garrido, con las novelas de Vargas Vila, con el ingenio de la Gruta Simbólica, con todo lo que debiera ser el pasado literario, que es sin embargo agobiadora actualidad para las mayorías que conforman la figura de un pueblo. Canciones para iniciar una fiesta es una contribución seria a la cultura colombiana, que sobre el desvío popular renueva la tradición estética de los solitarios poetas que supieron darle a la República un austero decoro intelectual, y es un mensaje alegre de las nuevas generaciones que si buscan la República por los caminos aventureros de la política, no han sabido olvidarla en el Tercer Reino del canto. (24)
3.2 Juan Lozano y Lozano Los poetas de Piedra y Cielo Las publicaciones Piedra y Cielo, fascículos de versos nítidamente editados, que dirige, edita y costea el joven y acaudalado poeta Jorge Rojas, sugieren algunas consideraciones sobre estética, arte y poesía. Nueve poetas juveniles, de diferente formación mental, pero que tienen de común un empecinado ardor por lo ininteligible, logrado con éxito muy lisonjero en la mayor parte de su obra, se han congregado en una especie de nueva hermandad prerrafaelista, para presentar simultáneamente al público una obra que ellos consideran nueva en el arte literario. Son los señores Tomás Vargas Osorio, Carlos Martín, Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, Darío Samper, Gerardo Valencia, Aurelio Arturo, Antonio Llanos y Jorge Rojas, apóstol este último y capitalista de la empresa. Don Antonio Llanos es un joven maestro de la poesía colombiana, y tiene ganado, por sus irreprochables sonetos de inspiración mística y cósmica, al lado de Mario
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Carvajal y de Germán Pardo García, puesto de primer orden en las letras nacionales. Los demás son mozos todos de noble talento, de verdadero temperamento poético, de grande inquietud espiritual, que en los últimos años han venido llenando los claros que por el agotamiento, por la desidia y por la muerte, dejaron las anteriores generaciones líricas. Son los poetas de hoy, y aspiran a ser, con laudable ambición, los de los siglos venideros. Su advenimiento en grupo inteligente, combativo y unido, es el hecho literario del tiempo presente, y merece un cordial y leal comentario. Se ha dicho que los poetas piedracielistas son todos jóvenes de la generación presente. En consecuencia, no han tenido tiempo de hacerse a una formación intelectual demasiado severa, ni vocación para ello, tampoco. La lectura de los mozos de hoy está constituida por revistas, libros de vulgarización, y novedades; con absoluta inocencia de lo que ha sucedido en el mundo de la poesía antes de 1930; sin sospecha tampoco de que antes de Lombardo Toledano, Haya de la Torre y José Antonio Primo de Rivera se hubiese presentado en el universo algún otro caso de pensamiento político. Así, viven una vida muy despejada y sin contratiempos. Si alguna cosa muy enrevesada y caótica hubo atrás, ella quedó abolida; y ahora asisten los hombres a una nueva aurora de la estética, de la política, de las relaciones sociales, de la cual los muchachos son los constructores. Es la edad de la inocencia. No son, pues, los piedracielistas, jóvenes como son de nuestro tiempo, expertos en disciplinas clásicas; y por ello quizás se muestran tan fervorosos partidarios de la liberación de la poesía. Liberación que no va sin embargo hasta la emancipación del calco de los poetas nuevos, españoles e hispanoamericanos, que constituyen su biblia poética. García Lorca, Alberti, Pellicer, González Rojo, Villaurrutia, Huidobro, Neruda y otros pocos. Sensación de las cosas, elementos decorativos, trucos literarios, vocabulario, todo lo han tomado ya compaginado y compilado y hecho, de esos poetas. Es interesante, por lo tanto, anotar, siquiera sea a la ligera, de cuáles fuentes tomaron los poetas preceptores los elementos que les sirven para actuar de cisternas de segunda mano para los jóvenes artistas colombianos. En artículo posterior se hará un rápido análisis de los cinco cuadernos hasta ahora aparecidos de la colección Piedra y Cielo; para mostrar que en todo aquel galimatías de confusión palabrera no hay nada de original, nada de estable, nada de duradero. Hay sí frecuentes aciertos de expresión; hondo deseo de apartarse de la poesía adocenada, la cual, desde luego, tampoco es poesía; y hay temperamento lírico muy desarrollado. Pero para quienes apreciamos todas las manifestaciones de la vida colombiana en función de la patria colombiana; y para quienes tenemos una visión fuerte y grande de esa patria, constituye deber ineludible salir al encuentro de todo síntoma débil, morboso, extraviado, disociador, decadente, erostrático, que aparezca en el horizonte de la nacionalidad. La patria nuestra ha venido formándose, con tres contribuciones de insuperable excelencia: lo clásico, en lo intelectual; lo liberal, en lo político; lo católico en lo moral. Los tres frentes delimitan la colombianidad; y en todos tres hay necesidad de combatir todos los días. (25)
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N. de E. C.: Cuando aparecieron los Cuadernos de Piedra y Cielo, Juan Lozano escribió un artículo especial para El Tiempo considerando el movimiento literario como un fenómeno ininteligible y antinacional. Yo le salí al quite y escribí un artículo. Realmente no se puede calificar esto de polémica. 3.3 Daniel Arango Valencia y Carranza Sobre la historia literaria colombiana la crítica no ha logrado operar libremente. Se ha rodeado de una atmósfera impenetrable el brillo verdadero de algunos poetas y escritores, como si constituyesen un patrimonio de contemporaneidad antes que la realidad espiritual de la patria. Pero a la medida que los nombres van haciéndose distantes a la estimación o a la adulación, la relectura serena de las obras consagradas nos entrega una verdad más justa en su apreciación de perspectiva. Así las nuevas generaciones tienen, como derecho, el ineludible deber de fallar sobre sus antecesores, elevados o estimados en menos por la crítica de su tiempo. Nos vienen estas reflexiones suscitadas por los reparos que Eduardo Carranza hace en reciente juicio a la obra de Guillermo Valencia. Descontando el rechazo que la aparición de Ritos promovió hace ya cuarenta años, por quienes se creían depositarios de las buenas maneras poéticas como el señor Luis María Mora, nadie hasta ahora, había puesto en terreno polémico la obra del maestro, acogida a la ininterrumpida admiración colombiana. Eduardo Carranza inicia la discusión de sus calidades con la doble autoridad de poeta y de crítico que nadie ha pensado desconocer, y su voz es oída con el respeto que merece su inteligencia, aun por las contrapuestas opiniones. La obra de Valencia está circunscrita a una época porque sus virtudes no alcanzan a traspasarla. Nadie podría referirse a su vigencia permanente sin ignorar su propio encierro. Faltan en la obra de Valencia los elementos humanos, fatales diríamos, con que los grandes poetas mueven al espíritu en todos los tiempos. Como un río de arreglado cauce al que la luz exterior prestara apenas brillo de superficie, la poesía de Valencia no encuentra más direcciones que las de su redacción literaria. Quienes señalan al maestro como el más grande poeta colombiano, confunden los significados de poeta y artista. La poesía de Valencia es “flor de la cultura”, expresión final de la belleza gramatical, ejemplo de exactitud y armonía. Pero su técnica “no opera sobre la tórrida y nebulosa sustancia de los sueños y los amores” y de ahí nace su propia limitación. Se habla de la poesía valenciana como un hecho histórico porque ella es símbolo de las corrientes renovadoras de fines del siglo XIX y fruto del modernismo. Como poeta representativo de esta época en su variedad parnasiana, Valencia no es solamente el buen poeta que anota Carranza, sino el mayor de la lengua castellana, en virtud de la preciosa manufactura, de la simetría cincelada y marmórea que ha hecho de Ritos un libro único. Pero este absoluto dominio del verso, esta deslumbradora perfección,
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no colocan a Valencia en el sitio de los grandes poetas. Con todo su brillante idioma domado, con sus destrezas técnicas y su variada sensibilidad intelectual, Valencia no podría, por ejemplo, discutir a Porfirio Barba Jacob el puesto del primer poeta colombiano. Faltan en la obra del payanés las sustancias vivas, los fondos inagotables que aseguran la perpetua juventud del canto. Faltan las perspectivas y las subterráneas corrientes, la niebla de sugestión, la magia errabunda. El débil rayo que se escapa, el vuelo inaudible, las silenciosas señales que mueven al corazón, la turbada música, el cielo entrevisto -cosas que son la poesía-, faltan en la obra del payanés y le niegan el dictado de gran poeta. *** Recapitulando los aspectos de esta polémica, iniciada apenas, nos encontramos con conceptos del maestro Baldomero Sanín Cano, consignados en ensayos sobre este mismo tema, que son diferentes en su esencia. Eduardo Carranza ha expresado así su pensamiento en líneas sin vacilación. “Los parnasianos ganaron para la poesía el volumen, la tesitura, el calor, el color, la vibración, el brillo del mundo. Pero ¿de qué le sirve a la poesía ganar el mundo si pierde su alma? No cabe duda de que el más representativo entre los parnasianos en América ha sido don Guillermo Valencia. Él supo trasladar con soberano talento a nuestro idioma esta debatidísima tendencia. Así la poesía del payanés, como la de Heredia, por ejemplo, quiso ser estatua, arquitectura, friso y retablo. El afán plástico lo condujo a complacerse en las fastuosas evocaciones, en las brillantes recreaciones romanas, arábigas, bíblicas y grecolatinas…” Valencia había ganado para la poesía toda la magia deslumbradora del mundo antiguo. Pero ¿de qué le sirve a la poesía guardar el mundo si pierde su alma? Nosotros disentimos de Eduardo Carranza al no considerar a Valencia como un parnasiano en su estricto sentido, por cuanto su poesía no es solamente la frígida arquitectura formal. Pero cuantos se han ocupado de la poesía valenciana, así don Baldomero Sanín Cano, como Rafael Maya, como Federico de Onís, como Blanco Fombona, etc., están de acuerdo en considerarla como producto de una época y como síntesis de ella misma. “El instinto de conocimiento que en Valencia se impone con exigencias de déspota enfrente de las otras funciones vitales, le ha ido arrebatando, sin duda, la propensión a fijar en rimas complicadas el treno de sus sensaciones”, dice Sanín Cano en el prólogo a la edición inglesa de Ritos. Y continúa: “La capacidad asimilativa y el placer de adquirir nuevas nociones en el trato con los hombres y con los libros, desvía la fuente de su inspiración. La poesía hispanoamericana les ofrecerá el nombre de Valencia a los críticos del porvenir para determinar el influjo que en esas comarcas ejercieron las corrientes renovadoras en los últimos días del siglo XIX. Valencia es el vate alejandrino por excelencia. Es un poeta de transición”. Si esto asegura Sanín Cano en un estudio no muy lejano a su memoria, ¿por qué ahora, en su contestación a Eduardo Carranza, se refiere a Valencia como el poeta universal que refleja todo el placer, el dolor, la angustia, la esperanza, el alma toda del hombre? Al afirmar esto el eminente letrado se sitúa en contradicción con sus juicios pasados y en un error crítico notable, porque nadie podría sostener que Valencia es un poeta universal. Valencia ha encontrado la emoción de las ideas. No la simple emoción humana. Por esto se asegura que su poesía
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no tiene vigencia permanente y por esto se ha dicho -refiriéndose a su posición intelectual- que es un vate alejandrino. “La vida, bella y cruel, no desgarra la túnica del esteta que proclama que la existencia de los dioses es matemática y pone por encima del poeta que traduce los valores afectivos al hombre de ciencia que juega con valores abstractos”, ha escrito Rafael Maya, esclarecido comentador de la obra valenciana. Parece, pues, que en esta polémica se desee probar lo contrario de lo consignado hasta ahora. Cuando Eduardo Carranza insiste en considerar a Valencia como un poeta de valor restringido, no hace otra cosa que repetir lo ya escrito por los defensores actuales. La poesía de Valencia es un monumento histórico y es necesario que así se valore, no por capricho de sus últimos críticos y poetas sino por su encerrado alcance. Colombia es el único país del mundo que discute todavía sobre las nuevas maneras poéticas y cubre de denuestos a las últimas generaciones. Cuando se habla de la última poesía colombiana, la gente alumbra el nombre de Valencia como un ejemplo. Esto, que es tolerable a la incultura, no puede seguir siendo eje de las dilucidaciones críticas. No ha querido Eduardo Carranza otra cosa que restaurar la verdadera jerarquía de un gran colombiano. Quienes hayan sido educados bajo la rectoría pedagógica de ciertos textos literarios, encontrarán la intemperancia crítica en el elogio de los más modestos letrados. Este vicio, común a nuestros escritores, se agudiza en una jerarquía más alta, al tratarse de la obra de Valencia. Se quiere representar su poesía como un caudal sin cauce. Cubriendo todas las razones de la lírica y señalando direcciones fecundas. Pero Valencia, lo repetimos, no es un gran poeta. Es la más alta expresión del artista literario y musical domador del idioma. Su poesía ocupa un puesto señero en la historia literaria colombiana, y no es probable que otra alcance su excelsa altura serena. Pero, bajo el corazón del poeta, el día levanta su hoja ciega sin alcanzar a cubrirlo. La obra de Valencia está, pues, en gracia de polémica, entregada a la opinión nacional. Sobre la media decena de poemas en que Colombia ha soñado gloria cuarenta años, cae, ahora, el fallo de las últimas generaciones. Eduardo Carranza ha abierto la polémica en su más alto nivel intelectual y estamos obligados a participar en ella quienes han proclamado como síntesis de la poesía colombiana la obra de Valencia, y el propio poeta, a quien se le ha otorgado el título de maestro. El país entero espera su voz en este debate espiritual que él promueve. (26)
3.4 Baldomero Sanín Cano Guillermo Valencia y el espíritu “¿De qué le sirve a la poesía ganar el mundo si pierde su alma?”, pregunta con acento atribulado un crítico de las nuevas tendencias en poesía. Entendemos que si la poesía tiene un alma, necesariamente para los lectores debe tener un cuerpo. Pensamos igualmente que el alma no puede ser otra cosa que el contenido de la poesía y el cuerpo forzosamente debe ser la forma. En toda obra de arte el pensamiento, la idea, la emoción que son el alma, están inseparablemente unidos a la forma. En la poesía nunca será posible desligar estos dos elementos.
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No hay reacción química tan fuerte y tan sutil que pueda separarlos. A veces un cuerpo lánguido y enteco echa a perder las facultades del alma. En veces la flaqueza del cuerpo, sirve para exaltar las cualidades del alma. Mas si se pierde el alma, con ella desaparece el cuerpo, y si falta el cuerpo, será menester conformarse con la ausencia del alma, que es su función, como dicen los monistas o su vivificadora según el pensar de los animistas. Para sostener su interesante contraste el crítico de que se habla compara, no sin esconder la preferencia por su malogrado amigo, a Eduardo Castillo con Guillermo Valencia. La pasión intelectual muy intensa y justificada del censor a quien nos referimos por Eduardo Castillo le hace decir en emocionadas frases que el alma está en las poesías del Samaín colombiano, al paso que Guillermo Valencia y los parnasianos, entre los cuales quiere clasificarlo apenas, ha logrado salvar el cuerpo. Si fuera posible la hazaña de mantener el cuerpo vivo, sin conservar el alma, a quien llegase a lograrlo deberíamos ponerle entre el número de los grandes realizadores. Valencia ha salvado el cuerpo de la poesía precisamente por haber puesto en ella un fastuoso contenido de ideas, de intensas emociones, de sugestión poderosa y de infinitos anhelos. Castillo, hondo y sentido poeta de sus penas y sutiles imaginaciones, encanta con la pureza de la forma, a la cual le consagró la más intolerante de las preocupaciones. Era un vate de sí mismo, de sus días y de su ambiente; personalísimo y a todas horas semejante a sí mismo, sin pecar de monotonía. Toda su obra está envuelta en una gasa de dolor y de ensueño que a menudo hace difuso los contornos sin arrebatarles por eso el encanto de su valor representativo. Con todo, es cuerpo y alma. Valencia es un poeta universal. El placer, el dolor, la angustia, la esperanza todo el cansancio, toda la fiebre, toda el hambre, el fulgor de las llamas, las adherencias del lodo, el mártir y la fiera, la suntuosa vida del magnate, las indigencias del can desamparado, todo cabe, surge y brilla en su paleta de artista incomparable. Él se ha apoderado de la ciencia antigua para conocer el alma de los tiempos remotos en el pasado y cavila sobre los textos de los contemporáneos para sorprender, por analogías, toda el alma del hombre. Esa base de conocimientos y de curiosidad inexhausta hace de él un poeta excepcional en su tiempo y le coloca entre aquellos que como Lucrecio, Dante, Goethe, conservaron el cuerpo para salvar el alma. La luz y olor a taller, en las poesías de Valencia, les ha causado jaquecas a los aprendices de gimnasias verbales en Góngora y en los trapecistas de concepto y de las metáforas reñidas con la naturaleza. ¿Dónde circuló nunca más alma que en los verdaderos talleres del arte? Basta leer el San Jorge de Carducci, las páginas de Walter Pater sobre la Gioconda, las expansiones de un espíritu tan refinado y tan extenso como el de Roma para comprender cómo están llenos de espíritu, de alma presente y futura, de evocaciones profundamente humanas en una palabra. En los talleres se recopila el alma de la calle, el espíritu del paisaje, la luz del firmamento. Los poetas de verdadera inspiración nunca se fatigan de visitar los talleres para captar en ellos momentos de la vida interior, de la grandeza humana que acaso se les hayan escapado en su contacto con el tumulto y sus conversaciones con críticos presurosos.
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Hay más alma, por ejemplo, en La parábola del foso y en el poema del centauro que en muchas contorsiones surrealistas del momento que va pasando. La parábola del foso muestra una fase miserable del montón humano, señala cómo para derruir la grandeza es necesario socavarla. En San Antonio y el centauro no hay luz de historia solamente. El poeta evoca con maestría de narrador y de filósofo la línea divisoria de un momento de la vida general del planeta en que una idea encarnada en símbolos dominadores se aleja en el desierto a vista de quien representaba una nueva idealidad, entre la aurora de un concepto superior de las relaciones humanas. No es de sorprender que haya espíritus organizados para inclinarse con jaqueca ante este género de evocaciones. Entre las características de la poesía cuyo representante en Colombia es Guillermo Valencia, predomina lo espiritual, predomina su noción filosófica de la vida, que trata de abarcar todas las ideas y vaciarlas en los moldes de su propia sensibilidad. Parece parnasiano porque en la forma y en el contenido estos poetas dejaron huella perdurable y su ejemplo es un valor adquirido del que no podrá el hombre desprenderse. Tiene lampos románticos su hechura, porque el romanticismo no fue moda pasajera sino una renovación de tan hondo alcance y tan significativa extensión que produjo en el espíritu humano transformaciones perdurables como las religiones y las filosofías. Tomó Valencia de los impresionistas cuanto en esa doctrina vale en el sentido de aproximación a la naturaleza y de ensayo y de representación inmediata de las apariencias. De los simbolistas captó la verdad trascendente, la enseñanza de que la palabra es un símbolo y de que el lenguaje nació, ha crecido y se desenvuelve porque el hombre tiene la capacidad divina de transformar las apariencias en símbolos. Toda su poesía es espíritu y como él mismo lo ha dicho, comentando el aforismo de Nietzsche, escribe con sangre porque la sangre es la mejor expresión del espíritu. (27)
3.5 José Mejía y Mejía Sobre la bardolatría El joven lírico Eduardo Carranza publica un acerbo, arrojado e impávido ensayo crítico sobre la poesía del maestro Guillermo Valencia, a propósito de los hinchados y adulones juicios literarios de Baldomero Sanín Cano sobre el gran bardo payanés. No podríamos negarle justeza y certería a muchos de los conceptos estéticos de Eduardo Carranza sobre la suntuosa labranza estrófica del maestro Guillermo Valencia. Esta afirmación, por ejemplo, la encontramos ecuánime: “Al referirnos a la poesía de Valencia lo hacemos con el hondo respeto que nos merece su personalidad. Siempre vimos en él a uno de los más admirables ejemplares de hombres que haya producido la humanidad colombiana. Sólo que su obra literaria es ya un hecho clásico y como tal pertenece al pasado histórico; un pasado que es cada día más lejano, se pierde tras esa línea divisoria que constituye en la cultura el año 1914. De entonces para acá han ocurrido algunos hechos del orden de la sensibilidad que fatalmente tienen su reflejo en
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las letras. Han advenido nuevas maneras literarias, se ha producido una revolución fundamental en el subsuelo de la creación poética y nuevas estrellas han ascendido al cielo de los cantos. Esto no lo ignora Baldomero Sanín Cano, profesional de las últimas noticias, adelantado por lo recién amanecido, vigía de novedades, meritorio atalaya al acecho de todo cuanto tiene el confuso nombre de las constelaciones recién descubiertas”. Hasta aquí no vemos el menor irrespeto, ni se desabrocha la más leve irreverencia o injuria contra el autor de Ritos. Alguna vez tuvimos la ocasión de llamarlo poeta cesante para referirnos a su voluntaria y deliberada sequedad lírica, y el letrado de Belalcázar se sacudió contra nosotros atlánticamente, como una iracunda fuerza geológica. El maestro cela su honra y su reputación poética con la más altanera de las sobreestimaciones personales. Y nada más justo. Esa honra y esa reputación versista del maestro Guillermo Valencia constituyen para nosotros -aunque Eduardo Carranza se sonría- uno de los más templados escudos de la poesía castellana de los últimos tiempos. Ciertamente habitamos un mundo emocional nuevo, y seguramente de 1914 a nuestros días se ha operado más de una revolución en los subterráneos de la manufactura lírica. Esto no lo ignoran ni Carranza, ni Valencia, ni Sanín Cano. Los ismos y los sismos estéticos que han desplazado el arte de las letras en las últimas décadas, casi pudiera decirse que han llegado a crear sobre el particular un universo tan abismal, lejano y distante del que habitaron las generaciones anteriores, como si se tratara para ellas de un planeta desierto e inhabitado, en torno del cual apenas se lanza hipótesis sobre su población y existencia. Fue un ensayista francés quien afirmó que, hoy día, entre un hombre de letras de veinticinco años y otro de cuarenta, median por lo menos seis generaciones literarias. En el agudo libelo de Carranza contra el maestro Valencia tropezamos con un párrafo que, a su franca irreverencia añade la más desviada de las ponderaciones críticas. A saber: “Para mí -blasfemo de míValencia es apenas un buen poeta al uso del Parnaso. Le falta a su obra trascendencia vital, palpitación sanguínea, pulsos humanos. Está lastrada su poesía de elocuencia ideológico-verbal. Es un impasible arquitecto de la materia idiomática cantando a espaldas de su tiempo y de su pueblo. Es un retórico, genial si se quiere, al servicio de un poeta menor”. En absoluto, Valencia esteta, Valencia poeta, Valencia artífice, Valencia orfebre es por excelencia el hijo de su tiempo. Quizás no es, ni ha sido el intérprete de su pueblo, como no lo ha sido, ni lo es ninguno de los grandes arquitectos y mejores obreros líricos de nuestro siglo. ¿José Asunción Silva fue acaso algún traductor ideológico y político de las conflictivas intrínsecas o extrínsecas del pueblo colombiano? Valencia representa en el cerril mapa de la poesía colombiana el verso cualitativo frente a la poesía cuantitativa, el verso calculado y promediado frente a la lírica primaria, torrencial, inspirada e improvisada. Lo que acontece es que estos temas presentan muy hurañas y esquivas facetas, casi siempre imperforables al primer vistazo crítico. Nosotros estamos con el fino divulgador estético que apuntaba: “Hay poetas de infinitos planos, como el cono, es decir, de un solo plano
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infinito, que no admite dones de la luz, que nos la devuelve más pura, más blanca. Hay otros que sólo tienen muchos planos, como la pirámide, y en ellos la luz incidente desparrama su gavilla de colores. Hay poemas curvos, suaves, en que el alma no puede herirse al rozar su contorno. Hay otros en cuyas aristas tememos sangrar, donde los prismas irisados no dejan deleitarse con el puro cristal. Un cono es lo más semejante a una colina viva, tan grata de recorrer en torno, tan dulce para reposar en ella. Una pirámide es semejante a esos altivos mausoleos donde una tenaz vehemencia fue juntando bloques. Ambas nos incitan a escalar la cumbre, pero la vida es redonda y la muerte acecha en las aristas. Podemos elegir entre el poeta que solo piensa en la vida y el poeta que solo piensa en la inmortalidad. (28)
3.6 Antonio García De Valencia a Carranza Es esencial que la crítica a la poesía pierda del todo el carácter de resentimiento poético. Lo que equivale a decir que, siendo la mayoría de nuestros poetas hombres adscritos autoritariamente a una tendencia literaria, la que ha de servir de punto de mira y ángulo inflexible de relación, gozan de una especial incapacidad para “explicarse” el fenómeno social de la poesía. Y como todos escribimos acá para un público imbuido en las ideas de la escuela tradicional que juzga la poesía como un “fenómeno mágico”, precisa advertir que considerar socialmente la poesía no es otra cosa que explicarla en relación con la trama de hechos que le sirve de fondo social, ya que a pesar de su apariencia de simple expresión de relaciones individuales (en algunos casos de la lírica) es la forma literaria que menos puede desprenderse -y aislarsede los modos transitorios o constantes de sentir y pensar de un pueblo. ¿En qué consiste el alto valor social de la poesía si no en que es el más cierto termómetro de la sensibilidad de un grupo humano, justamente porque se le somete menos al férreo control de la conciencia? No sólo es posible utilizar la poesía como “documento” sino que es el más precioso y honrado de los documentos, dado que el poeta se entrega un tanto irreflexivamente y sin que haga discriminaciones ni recortes del material que elabora. La teoría corriente que explica la poesía como expresión de un momento casi patológico de lucidez, en el poeta que hace un limitado papel de “medio conductor” de fuerzas ocultas, da una forma torpe y simplista al hecho de que la sensibilidad poética es la que condensa con mayor rapidez y precisión los elementos emocionales que -como los detritus- se acumulan en los subterráneos de la sensibilidad colectiva. En este sentido resulta totalmente reaccionaria -a pesar de su brillante forma iconoclasta- la afirmación de Eduardo Carranza de que Guillermo Valencia es un poeta sin perspectiva humana, apenas un buen poeta al uso del Parnaso, “un impasible arquitecto de la materia idiomática cantando a espaldas de su tiempo y de su pueblo”. Es indudable que Carranza ha encontrado en el verbalismo, el aparato retórico y la estética formalista que se condensa en el principio valenciano de
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“sacrificar un mundo para pulir un verso” unas fallas principales de la poesía de Valencia, pero no ha sabido pensar que esto es también, simultáneamente, una de sus principales virtudes. Ni Valencia es sólo una “cuestión formal”, un fenómeno genial pero simple de retórica, ni la tendencia a dominar plenamente la forma puede calificarse a secas de apotéica y ausente de “trascendencia vital”. Por otra parte, si Valencia ha buscado los grandes temas exóticos y manidos para elaborar su concienzuda poesía, desenterrando un falso paisaje grecolatino, eso sólo no es el poeta ni la originalidad de la falsificación le pertenece: esto no es sino la más lógica consecuencia de haber sido fiel a su época y a su medio. Si Valencia hubiera “cantado” de espaldas a su tiempo, no habría tenido nada que hacer con la Grecia de las gentiles cigarras y de los gimnastas que hicieron sonreír a Voltaire, ni con la Roma de mármoles y los emperadores decadentes. La temática de Valencia -y más que la temática el sentido o carácter de la poesía-, no va sólo de Grecia a Roma y de Roma a Francia, la de Heredia y Leconte de L’Isle. Quien apenas pretende ver el catálogo de mitos y paisaje antiguos, sin escarbar en el fondo de esta frígida poesía sin tacha, se condena voluntariamente a confundir el nombre de las cosas con ellas mismas. Esta tendencia hacia la reproducción formalista de la mitología grecolatina no es un acto aislado de un poeta de América en abierta negación de la naturaleza de América: es la conformación -que todavía no pierde vigencia- de que América continuaba siendo en su espíritu una colonia europea y de que carecía de ojos perspicaces y críticos para entender su propia realidad. Y no se crea que poetas como Chocano, que usan en su poesía mitos indígenas logran acercarse más a la naturaleza viva de América, indigenismo o criollismo como éste, son menos artificios de esa misma estética amanerada y sedienta de temas exóticos. De uno u otro modo, como Valencia o como Chocano, América es un continente cuyos límites espirituales están en Europa. Justamente la carencia de un movimiento racionalista firme y la permanencia del abotagado espíritu colonial tan sedentario y ausentista, explican el que los hombres de América continuaron orientándose como los antiguos súbditos españoles. Y no se crea que las más acusadas influencias que se advierten en los siglos XIX y XX son las que hubieran podido conducir a la América a su independencia espiritual, muy al contrario: los tutores de América –que la manejan desde las reales academias- son los más genuinos representantes de la vieja y fosilizada España imperial y monástica; por el estilo de Menéndez y Pelayo o Ricardo León. Así permanece casi inédito Mariano José de Larra, mientras Valbuena o Menéndez constituyen un nuevo Consejo de Indias para dar juicios inapelables en el vasto imperio de la lengua castellana. Valencia se presenta, es útil recordarlo, como un personaje académico, como una insurgencia contra la dictadura estulta de la retórica. Muchos habrán tenido la oportunidad de leer los panfletos de la academia contra este “revolucionario de la poesía” que se atrevió a quebrar los preceptos de la métrica tradicional y a emplear símbolos que entonces eran abstrusos y hoy poseen una claridad mediana. El movimiento que inicia Silva y refuerza Valencia -con tanto vigor como Darío- no puede contemplarse sólo por sus efectos inmediatos y sus inmediatas
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conquistas: es nada menos que el preludio de la moderna revolución literaria, que comienza en el terreno formal y terminará seguramente en el carácter y el espíritu de la literatura. Es ingenuo creer que actuales movimientos literarios pueden explicarse sin esta primera cruzada contra la fosilización académica, cruzada que pudo llegar al barroquismo pero que abrió el campo a la nueva comprensión de las formas. Así que, mientras se aceptan los paisajes grecolatinos como una concesión a las antiguas maneras a la sensibilidad decadente que resucita los viejos mitos imperiales, se adopta una posición revolucionaria frente a los convencionalismos de la Academia. Yo estoy seguro de que Silva y Valencia habrán de quedar en nuestra historia como los precursores de nuestra revolución literaria, por la que no han hecho casi nada ciertamente poetas nuevos como Eduardo Carranza. A pesar de lo que se dice, América no ha vuelto a ser conocida y recorrida tan sistemáticamente como en los duros tiempos de la conquista. Las nuevas generaciones -que se llaman nuevas por un abuso de lenguaje- tienen apenas un conocimiento vago y libresco de la geografía americana, llegando a las más fantásticas apreciaciones de Ortega y Gasset, Kaysserling y W. Frank. Si se explica que en el siglo XIX -lo mismo que en la época colonial- América siguiese los caminos de su exmetrópoli, ¿cómo se explica que hoy nuestra poesía se oriente -para ser más humana- por los rumbos del exótico Juan Ramón Jiménez? ¿No es este neorromanticismo una nueva y amarga comprobación de que América no deja de ser una colonia espiritual de España, ni más ni menos que si estuviera traicionándonos el subconsciente? Valencia vive en un momento crucial de la historia, en el que una sensibilidad entra en decadencia, amparando su agonía en la veneración de lo exótico y otra sensibilidad aparece con una ardiente fuerza, desquiciadora y anárquica. Y éste no es un fenómeno que se verifique de un modo solitario en la poesía; la música, la pintura, el arte en una palabra, la filosofía y la política expresan ese conflicto. La atmósfera imperial que se advierte a fines del siglo es una simple caricatura de la Roma que hizo retórico a Cicerón y soldado a César. El pasado grecolatino se revive –no ya como en el renacimiento para rehacer un espíritu humanista– sino para poseer una carátula. Es más una exhumación de fósiles que una resurrección de cosas vivas. El regreso a Roma y a Grecia que verifica el siglo XIX en su barroco crepúsculo, es apenas un acontecimiento de farándula. Aún puede decirse lo que escribe el genial autor del 18 Brumario, de Luis Bonaparte: “En el momento preciso en que todos parecen ocupados en transformase a sí mismos, en trastornar todas las cosas, en realizar las creaciones nuevas, llaman ansiosamente en su ayuda a los espíritus del pasado, recibiendo de sus antecesores, justamente en estos períodos de crisis revolucionaria, su nombre, su grito de guerra, su costumbre, para representar con este antiguo y venerable disfraz y con lenguaje que no es de ellos, la escena nueva de la historia universal”. Valencia, a pesar de la corta extensión de su obra, da todo lo que puede dar un poeta grande pero encadenado a una tradición retórica y bohemia, sin disciplina para destruir o para crear, y a un mundo cuya principal característica es el desconcierto. La serenidad de la forma
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parnasiana es un acto de simulación, en contraste con la angustia vistosa que da un nuevo giro al sentimiento universal. Ni el intento de refugiarse en la perfección formal, ni la utilización de símbolos abstrusos, ni la tendencia de dar a los nuevos mitos poéticos una pátina grecolatina, pueden indicar que el poeta dio la espalda o que se convirtió en un simple cincelador culterano, ajeno a toda corriente humana, a toda aspiración pequeña o grande del hombre. Justamente los defectos esenciales de Valencia no pueden entenderse sino porque absorbió -completa o incompletamente- las múltiples y contradictorias emociones -y manías- de su tiempo: Los camellos y Anarkos bien pueden servir para señalar (sin que tenga la intención de convertirlos en arquetipos) los dos extremos de este mundo paradojal: lo uno el barroquismo literario, la tendencia narcisista a bruñir superficies para contemplarse en ellas, la aspiración a deshumanizar la poesía quitándole su levadura, su fuerza, su sinceridad de cosa imperfecta; lo otro -exceptuando el postizo final jesucristiano- el intento de llevar a la poesía los más grandes conflictos humanos. No pretendo que Anarkos sea una obra revolucionaria. (29)
3.7 Antonio Llanos Homenaje a Eduardo Carranza Entre las dos grandes líneas de la poesía colombiana, es decir entre la que parte de José Eusebio Caro y la que encuentra su exponente romántico mayor en Rafael Pombo, hay una zona intermedia, que deriva de Silva y continúa su tradición en Eduardo Castillo. Estos poetas aman el tono menor, la voz suspirante apenas empañada en una leve congoja. Pero todos ellos trabajan amorosamente la poesía: les preocupa la nitidez de la forma, su cristalina transparencia. Lo que vemos en Silva maravillosamente expuesto: el arte perfecto y bajo su limpidez de agua celeste cierto contenido temblor humano que no alcanza para el grito o para resolver en preguntas trágicas nuestro amargo destino. A este grupo de poetas delicados, suspirantes pertenece Eduardo Carranza. La primera parte de su obra está representada en Canciones para iniciar una fiesta. Allí la poesía aparece por primera vez en Colombia como prolongación del nuevo concepto poético vigente hace largos años en España y América. Es la poesía de la metáfora deslumbrante, especie de relámpago que cayó un día sobre Córdoba, la española ciudad, y convirtió al primero de sus apóstoles: don Luis de Góngora, el soledoso y enigmático señor de un reino que tampoco es de este mundo. Carranza recoge el poético oleaje de su tiempo e inicia entre nosotros una auténtica transformación que tuvo su capilla en Piedra y Cielo. Es cosa juzgada ese movimiento y como todas las escuelas literarias, un paso más de la poesía en persecución de su ideal supremo: la desnudez de la hermosura. Recordemos a Juan Ramón: ¡Oh poesía desnuda para siempre! El primer libro de Carranza traduce su júbilo ante el mundo. El cielo se abre a sus ojos, virginal y la luz, madre virgen de las cosas, lo acompaña en su gozo juvenil. El libro está lleno de aciertos felices,
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presencia de la poesía que lo tiene ya escrito en el libro de los elegidos. El soneto que termina con este verso luminoso: “y cantan como pájaros en su hombro los días”, pudiera señalarse como expresión de su fiebre de adolescente que no puede soportar tanta belleza. Es el asomo del mancebo a la vida, el primer contacto con la dulce boca adorada, en que nace el amor y cree que todos los caminos van al amor. De haberse quedado allí Carranza sería un poeta moderno limitado. Pero la vida no pasa en vano. Luego modela, aún dentro de su tendencia anterior, pero con mayor dominio de la forma, los sonetos que le han dado renombre en América. Son los sonetos amorosos en donde hay ya ciertas vetas salobres, un poco de aquella levadura misteriosa que contienen las lágrimas y que nos hace ver las cosas como bañadas por un resplandor lejano, inclinadas sobre su propia destrucción. Pasa remota, pero pasa, la sombra de la muerte. Y de pronto el poeta la siente y se sobrecoge y dice trémulamente en la Elegía a Maruja Simmonds que la doncella está allí tendida como humana respuesta a las estrellas. Verso único, digno de Quevedo que solía repasar los caminos del misterio con ciertas mágicas palabras, capaces de abrir el abismo y dejarnos temblando de pavor. Posteriormente escribe Eduardo Carranza sus versiones de poetas franceses. Y publica Las santas del Paraíso, en donde logra uno de sus éxitos más resonantes como intérprete de la poesía francesa. El verso se ha desligado de sus medidas clásicas y es ahora fresco ritmo, esbelta arquitectura hacia el azul de los grandes cánticos. Y junto a esta versión están las otras en donde prevalece su afición a la penumbra, a la dulzura de los recuerdos, que no es otra cosa que la música olvidada, y predominio de la melancolía. La melancolía es el placer de estar triste. Ciertamente hay un secreto goce en reavivar el dolor casi extinguido de antiguas heridas. No termina allí la obra de Carranza. El poeta ha viajado por Chile. Conoció el mar abierto, su inmensidad, y este encuentro hace estremecer su corazón y lo prepara para otras voces más desnudas. Los últimos poemas pertenecen al libro El olvidado. Ya se ha despojado de los parásitos verbales; ya sabe que el intelecto no ha cantado jamás, que realmente sólo canta el corazón. Su poesía adquiere ahora una trascendencia humana no conocida antes en su obra y es porque ha sido puesta a cocer al fuego de la pena. Viene de ignotas regiones el poeta; canta las cosas que fueron; le hiere mortalmente esta caducidad de todo lo que vemos o sentimos o amamos. La juventud da paso a la madurez interior. Pero ahora el fruto de la vida es más dulce. La uva llega a su clima de apetecible delicia después de la maceración en los lagares. En toda su carrera poética ha sido Eduardo Carranza fiel a su alma. Ha comprendido la sentencia del Maestro: ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al fin pierde su alma? También para el poeta son válidas las divinas palabras; podemos ganar el mundo retórico a costa de nuestra alma, de lo que perdura en estas vanas palabras de los hombres. Ahora Eduardo Carranza ve las cosas iluminadas por otra luz que antes no veía y el cielo ganado por sus ojos es, sin duda, más bello. (30)
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3.8 Eduardo Cote Lamus Carranza o el orgullo de la poesía Eduardo Carranza es hoy uno de los poetas más importantes del país, conocido ampliamente fuera de nuestras fronteras y un valor consagrado ya en la literatura colombiana. Pero su poesía y lo que hoy representa fue en un tiempo una verdadera revolución. La poesía de Eduardo Carranza tuvo que abrirse paso en un medio hostil acostumbrado a una retórica manida, huera y de mal gusto. Los epígonos del modernismo y los románticos trasnochados habían implantado una estética foránea que practicaban sin talento. Se necesitaba algo nuevo, algo que estuviese de acuerdo con el momento: una expresión distinta que comunicase los sentimientos de siempre. Entonces apareció Eduardo Carranza. Pero no hay que olvidar que la revolución literaria de Carranza es muy singular: con ella la poesía colombiana vuelve al cauce de la poesía hispánica. Se entronca con la poesía tradicional española formando un solo haz expresivo y continúa la labor de nuestros poetas del siglo XVII sobre todo la de Hernando Domínguez Camargo, ese culterano maravilloso. La influencia francesa dominó el siglo XIX y los comienzos del nuestro. Si algunos tuvieron como ejemplo la estética de Boileau, otros duraron cien años entusiasmados con el desbordamiento sentimental de Víctor Hugo. Los moldes eran extraños, sin raigambre nativa. Por eso los cantores del siglo pasado, no obstante haber tenido la máxima epopeya que fue la independencia, o se quedaron sujetos a la rigidez de un esquema o se lanzaron por el desmelenado sendero de los rimbombantes. Sólo José Eusebio Caro salva los primeros cincuenta años del ochocientos. Al mediar el siglo aparece Pombo, cuya poesía, entre clásica y romántica supera en calidad y en pureza a sus contemporáneos. Llega luego al modernismo con Silva a la cabeza. En Silva se encuentra ya esa actitud crítica frente a la sociedad que hoy es la característica de la más nueva poesía colombiana. Y después de Silva, Valencia, con su frigidez de esteta. Y más adelante el Tuerto López, con su agria actitud y con el mismo lenguaje modernista. El tono menor de Eduardo Castillo se agota suspirando. Pero al lado de éstos pululan los que Quevedo llamó poetas chirles, versificadores de mínima cuantía que debido a la sensiblería o al conocimiento superficial de la literatura conformaron un gusto que perdura aún en los supérstites de una época muerta. En un momento aquello fue esnobismo, después se hizo hábito. En verdad, antes de Carranza hubo dos intentos revolucionarios en nuestra poesía, los de Luis Carlos López y León de Greiff. Pero el uno y el otro sólo fueron actitudes insulares sin influencia en la poesía subsiguiente y no pudieron romper la situación creada, a pesar de la calidad de sus obras. Aparece entonces el piedracielismo, movimiento que encabezó Eduardo Carranza. Un título de Juan Ramón Jiménez sirve de arma de combate. Alrededor de las ediciones se reúnen Jorge Rojas, Arturo Camacho Ramírez, Aurelio Arturo, Llanos, etc. Las críticas abundan, los artículos punitivos llenan páginas enteras de periódicos, se dice que es una poesía ininteligible, absurda, y hoy nos parece mentira que aquello hubiera sucedido si la historia no fuese tan cercana. Se
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defienden y de la polémica salen triunfantes. Lo que traía de novedoso la poesía de Carranza era una nueva concepción de la imagen cuyo ancestro se hallaba en el siglo de oro (¿acaso no hablaba Garcilaso de: el monte fatigado, el ardiente jinete?). Y en Carranza la metáfora tradicional, compuesta por elementos de calidad igual o semejante, se rompe. La asociación de esos elementos que ya tenían su valor entendido, da paso a una síntesis de lo real y de lo imaginado tras de una mayor expresividad lírica. (…) La poesía carranciana toca los temas eternos: el amor, la vida, la alegría, la muerte de un modo peculiar, de una manera que lo hace único. Algunos la han calificado de superficial. Pero, ¿no es Valéry el que dijo que lo más profundo que tenía era su piel? Precisamente en la perspectiva está su estilo, el toque inconfundible de su lírica. Es una poesía que nos llega dentro, que nos transporta. Es una poesía que palpita como la sangre en las venas; sale de lo más heroico del romancero, pasa por el destierro y las silvas de Garcilaso, cruza las cuerdas de las liras de san Juan y de fray Luis, se embriaga de vida codo a codo con Lope, abre el cofre inmensamente rico de Góngora para deslumbrarse, en la mitad del siglo XIX respira los suspiros de Bécquer, el cisne de Darío le hace contemplar el agua modernista, reflexiona con don Antonio Machado sobre un monte de Soria, viaja con Juan Ramón por las palabras y se echa a andar por tierras colombianas debajo del cielo y el verano y la palmera. La poesía de Eduardo Carranza es la de un hombre, la de todo un hombre bueno que tiene el corazón alegre. Por eso nos conmueve. La poesía para Eduardo Carranza ha sido la razón de su existencia. Es su manera de ser, su realidad vital, su proyecto. Yo creo que pocos poetas existen con el orgullo de ser poetas como Eduardo. La realidad radical de su ser no es otra que la poesía. Hasta cuando hace política, Eduardo Carranza hace poesía. Con el decoro de un hombre dedicado a la labor más humilde, como dijera el más grande de los románticos, Hoelderlin, va Eduardo Carranza, cabeza en alto, sobre lo alto de su caballo de poesía. Discute, habla, ama el diálogo, recita, dicta clases, se apasiona por las cosas del país y en todo momento, en cada una de sus palabras hallamos eso de la vocación cumplida a la que nunca ha sido infiel porque sabe que el hombre es más él mismo cuando se hace igual a sus sueños. (31)
3.9 Cuatro artículos de Manuel Alcántara De 1967 a 1971 Sobre el discurso La poesía del heroísmo y la esperanza Hemos amado a nuestra patria tanto, Eduardo amigo y patriota; hemos deseado tan intensamente que fuera lo que nosotros llamamos mejor -lo que cada uno entiende por mejor-; hemos querido mirarnos en sus ojos de Gaudiana tantas veces; tanto lo hemos preguntado a los textos y a Gredos, a los montes y a los hombres... Una vez, Eduardo, me tradujo nuestro común amigo Solimán Salom una pequeña estrofa de un poeta turco joven y desencantado:
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¿Qué no habremos hecho por esta patria? Algunos de nosotros hemos muerto, Otros hemos pronunciado discursos. Temí ser joven desencantado. No es joven y estar desencantado, sino estar joven y ser desencantado... Un cierto pudor me ha impedido -creo que nos ha impedido- el reclamo de las palabras hermosas para hablar de la patria. Esas que se oxidan en los discursos y que sin embargo tú, poeta, has cogido orinientas, herrumbrosas, arrambladas, y las has hecho sonar puras, tintinear como recién acuñadas. Has tenido que ser tú el que viniera con la flor del agua y el brindis pródigo a hablarnos de lo nuestro con palabras antiguas y recientes. Inmortales. Hemos amado a nuestra patria tanto, dices en tu verso. Ha tenido que ser un poeta americano, azul de ríos, el cicerone de lo nuestro, el que nos explique lo conocido, el que nos lleve cogidos de su voz por ciudades y por páginas. Abriéndose paso por el aire de los Andes, Eduardo Carranza ha vuelto para decirnos que todavía corre por las venas de España el eros helénico y la cáritas cristiana, el logos griego y la norma, la voluntad romana. Desde su Colombia ha vuelto para publicar su fervor, para hacernos un donativo de entusiasmo, para cantar veredas que aún recuerdan su pisada y para esclarecer abuelos solemnes. Desde su Colombia ha vuelto. ¿Cómo extrañarse, si es un poeta? ¿Cómo agradecérselo, si es un español? El ama a su “joven madre milenaria” y elogia el castellano imperial y habla de nuestra lengua y entiende el hispanismo como un humanismo. Jinetes llaneros cabalgan en sus palabras. La patria es un deseo de llorar y a veces un sueño de cantar. Eduardo Carranza ha escrito un libro como un madrigal. Un libro con versos y con prosas que bien valen su verso. Hay en La poesía del heroísmo y la esperanza reconocimientos y adivinaciones. Por sus hojas desfilan guerreros palúdicos y piafan caballos entre el vaho de la mañana. Nadie, que yo sepa, ha puesto más alta la canción del hispanismo, donde ondean tantas banderas. Porque la hispanidad es el idioma. Ese idioma en el que Eduardo Carranza le ha predicado, allá en Colombia, a sus colombianos: “Y la raíz de nuestro ser, como subsuelo de nuestra historia, nuestra cultura y nuestro estilo colectivo de vida, como veta esencial y cimiento espiritual inconmovible, como inspiración y fuego central de la patria, lo hispánico. España Madre”. Y Eduardo ha recordado: “Decimos España Madre y una ráfaga de sagrado orgullo, de patética música secular, canta a la altura de nuestros oídos. (¿Habéis caído en que jamás se dijo Madre Francia o Inglaterra Madre?) España fundadora es, pues, nuestra Roma. Por acá suele llamarse con aire ponderativo obra de españoles lo que por allá se llama obra de romanos”.
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Eduardo Carranza, varón esencial de dos patrias, ha vuelto, a vueltas con su canción. Estoy con los poetas del tiempo: Manrique, Quevedo, Antonio Machado. Y en una taberna, Eduardo Carranza me dice sonetos inmortales de don Francisco: Y en el hoy y mañana y ayer junto pañales y mortaja y he quedado presentes sucesiones de difunto. Hablamos del Café de Valera y de Eduardo Alonso: El gesto último del español es siempre la elegancia -me dice. Hablamos del padre Rubén -abrazo, mordisco, beso-, de su hijo Juan Carranza, de su hígado blindado, de mi hígado blindado que también resiste lo suyo, y de nuestro Pablo Neruda. Vuelven tardes antiguas como muchachas y versos. Viene Toledo y Leopoldo Panero viene y viene Carlos Pascual de Lara. Le hablo de su whisky con Beethoven, en su casa de Madrid, y él me cuenta cosas de su abuelo y de un Carranza legendario y cierto que mató -porque lo había prometido- a ochenta y tres. ¡Qué tío! Yo siempre digo que es mi antepasado. Le pregunto que dónde se ha comprado el gorro de cosaco, que en qué país y en qué viaje. No, no... En la plaza Mayor. Todo es hispanismo en este hombre que nos enseña que “España se salva en Hispanoamérica, proyección de su sangre y de su alma, se salva en su designio espiritual, se salva en una misión superior de tipo ideal, la misión de restaurar el alma”. Todo es hispanismo en este hombre que ha vuelto diciendo honor, hidalguía, dignidad, libertad... ¿Cómo no agradecerle a nuestro compatriota Eduardo Carranza estas palabras? Sabe uno, porque lo ha visto desde las dos orillas, que es ésta la única manera unitiva e integradora. Que la hispanidad es lo que anda en lenguas de la gente: el idioma. El aya india que dice: No llore vuesa mercesita. El convento de franciscanos que fue lo único que quedó en pie después del terremoto porque era lo único que estaba hecho para siempre. No ir con flores a Isabel y a Fernando. No pronunciar la palabra vínculos. No los discursos, sino los hombres, hacen patria española. No todos los hombres, sino los que son como Eduardo Carranza. Los que son capaces de parecerse a sus tercetos para ir, entre sus orillas, dos instantes río de curvos días anhelantes. Con los aires ardiendo entre sus manos.
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A Eduardo Carranza le hicieron la voz para decir Popayán y Copacabana, Tegucigalpa y Guayaquil, Córdoba, Segovia, Santiago, Ledesma, Isabel, Maracaibo... Palabras de honor y de amor. Nombres que, como deseaba el poeta amigo puedan habitarse y no decirse. Eduardo Carranza: es un terco aprendiz de poeta, uno más en la balada, acaso el más insignificante, el que hoy te da las gracias como español entero y cierto. Que esta joven madre milenaria te devuelva en manos y paisajes lo que tú le has dado en palabras. Que te reconozcan los álamos y que, en cualquier cruce de caminos, el viento inmemorial de Castilla te nombre doctor amoris causa y digan las piedras más viejas: ahí va el perito en Salamanca, un graduado en Alonso Quijano. Que digan: ahí va Eduardo Carranza, con su gorro de cosaco y su sed, con su corazón sin uso de razón, buscando un trago de vino. Es él, no puede ser otro porque no hay otro más proclive a jazmineros... (s. d.) Eduardo Carranza Fue en Toledo. Habíamos tomado unas copas, no sé cuántas, acaso las suficientes para convocar la presencia azul del buen caballero Garcilaso. Las precisas para entender del todo a los espiritados apóstoles del Greco. Las que hacen falta para trepar, sin momentáneo cansancio, las rampas de la peñascosa pesadumbre. Eduardo Carranza, español de Colombia, oriundo de su corazón, había llevado allí un ramo de fogosas palabras, un deje de cordilleras, una vehemente vaharada de designios decidores. No sé si estábamos ya un poco tocados de ala. (Arcangélica ala de los poetas como él, que a mí me rozaba). No sé si ya empezábamos a verlo todo como a través de un cristal esmerilado. Lo cierto es que Eduardo Carranza prefirió, en vez de decírmelo de modo balbuceante, que oyera su voz segura en un disco. Era, entonces, su último poema. Todo es confusión en aquella noche toledana, pero la luna negra y concéntrica del microsurco decía cosas inolvidables. Hablaba como sólo puede hablar un soldado de Bolívar que hubiese sido ¿quién sabe cuándo?, alumno de Platón. Razones vitalistas, anacreónticas, comparecían en el poema que era en sí un hecho coronario. Nada de angustias ni náuseas: gozo de estar, con gente querida, en una sobremesa. Los versos reconocían la capacidad que tiene el humo del cigarrillo para alzarnos la mano y en ellos se verificaba el aroma adicto del café... Todas éstas son cosas inmortales. Pura fe en el vivir y en el volver a esta su patria, la de Eduardo Carranza. ¿Cómo -teniéndolas- no echar las campanas al vuelo? Eduardo Carranza ha vuelto. Aún no lo he visto, pero me he enterado que ha vuelto. Que se bajó del avión, un tanto trastocados los calendarios, y preguntó antes que nada: ¿Dónde está Leopoldo Panero? Eduardo Carranza era aquel que ayer no más decía cosas de Salamanca y de la Alhambra, del comunal idioma, de Teresa y del café de Varela, de Carlos Pascual de Lara y de Cartagena de Indias. El que vino para explicarnos ciudades nuestras de modo definitivo y para que le oyéramos algunas cosas referentes a jazmines.
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¡Qué melancolía! decía, al caer lastimada la tarde, entre música de Beethoven y proyectos inconcretos. Eduardo Carranza ha sido el hispanoamericano, el americano, el español que ha estado más cerca de lo nuestro, de lo suyo y de lo de todos. El que nos dijo canciones para iniciar fiestas y escribió epitafios para Quijanos y Amadises andinos. Entre tantos reticentes y regateadores de nuestra patria desparramada, él vino a poner los puntos sobre las íes y decir mi España, mis ciudades, mis poetas. Él vino a hablar con Eduardo Alonso, a tomar leche de Escocia -menos conocida por whisky-, coñac vernáculo y vino corriente. Por habernos hablado del área del alma y de los rumores de Medellín, por habernos contado cosas de Villavicencio y de las mujeres en general, tenía uno que echar las campanas al vuelo. Eduardo Carranza ha vuelto, seguramente por unos días, pero ha vuelto a ésta su tierra de ojivas y cosechas difíciles. Ya no está Leopoldo Panero. Ya no están Eduardo Alonso ni Carlos Pascual de Lara. Siguen las catedrales, los atardeceres, la dignidad de la meseta desollada, la conversación de Luis Rosales, y la palabra amanecer, en cuyo extremo canta un gallo. Seguimos, además, muchos españolitos agradecidos al hombre que llegó con la flor del agua. Al que habló bien de nuestro esencial pasado, del heroísmo de entonces y de la terca esperanza de ahora. Por eso, uno quisiera echar las campanas al vuelo. Es un español con distancia el que ha llegado. Un español nacido en Colombia y aquí fundado. Aún no he visto el huésped nativo; todavía no me he encontrado con Eduardo Carranza, pero quiero darle mi bienvenida escrita; no basta coincidir en Rubén, en Toledo, en un café o en una muchacha: estas cosas hay que decirlas con tinta azul de río americano. Algún día nos veremos y le preguntaré, como Miguel: ¿Querría vuesa merced, señor Hidalgo, decirme por dónde cae el mesón? Y una vez sabido, comeremos juntos y beberemos juntos y sabremos -juntos- que todas éstas son cosas inmortales. Carranza pasa por España La cabeza cana le cae aún del lado de los sueños, (esa cabeza de Beethoven andino, de Caupolicán de los endecasílabos). Con el tiempo, su andar se ha hecho más grave y su hijo Ramiro más hombre. Con su andar reposado y su hijo está pasando por España Eduardo Carranza. Para andarse despacio esta tierra a la que tiene tanto derecho como una encina, el poeta colombiano se ha comprado un bastón. Un bastón innecesario pero imprescindible para señalar capiteles, para enseñarle a su hijo las piedras antepasadas y los descendientes de los hombres que pusieron la primera piedra de su país hermoso. Piedra y cielo. Yo creo que el bastón del poeta, bajo su empuñadura de ataujía, encubre una varita de zahorí capaz de detectar una botella de whisky o una orquídea. Una mágica varita de radiestesista o bien una batuta para dirigir su orquesta interior. ¿Quién sabe lo que guarda el bastón de Eduardo? Por el contrario, su pecho es transparente y cuando uno se acerca para abrazarlo puede ver en él varios recordatorios. Incluso puede
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leer los nombres de Leopoldo Panero, de Jorge Gaitán, de Cote Lamus, de Carlos Pascual de Lara... –¿Sabes quién está aquí? –No esperan los comunes amigos a que nuestra intriga crezca y añaden, gozosa, inmediatamente: Eduardo Carranza. Vuelve el colombiano donde solía. Sabe que lo conoce el aire de las bocacalles madrileñas y que siempre un ruiseñor disfrazado de turpial habrá anunciado su presencia y que un aprendiz de poeta escribirá un artículo con su nombre. Un artículo que sea como una canción para iniciar la fiesta de su llegada. Es Carranza una de las criaturas más literarias -y, por lo tanto, más llenas de vida escrita y vida vivida- que a uno le haya sido dado conocer. Hable de lo que hable, siempre sale en su conversación de manzana, una muchacha que solía ser morena, los curvos vientos de Popayán, un terceto de Quevedo o un río lejano. Han sido muchos años dedicados a descifrar los acrósticos del aire, la tarde y su libro de estampas. Sólo estando en la pista de estas cosas fundamentales, que no interesan a casi nadie, se puede llegar a la conclusión de que la muerte tiene manos de violeta y de que hay flores afectadas por la extraña manía de crecer en dirección a las pestañas de la mujer amada. Especialistas en el humo de perfil, el poeta de Colombia y de España nos trae, cada vez que se acerca, algo reconfortante y creyente. En él la carne se hizo verbo y después de estar a su lado, no sé por qué, confía uno más en los jazmines. Tal vez Miguel de Cervantes... En el día y la noche azul de Suramérica... Tenemos que pasear, con Salvador Jiménez, por la plaza Mayor... Dice esas cosas Eduardo Carranza o bien habla largamente de sus amigos. (No le importa a este colombiano loco que sus amigos estén o no de moda: le basta saber que lo son y que lo fueron cuando él no tenía la cabeza cana). También habla, cada vez más de su país. A veces se pone triste de patria y poesía. Colombia se ha vuelto una constante de su conversación derramada y exacta. Gracias a él somos muchos los que hemos aprendido a amar a la Hija patria y, sólo por él, podría reclutarse una legión de colombianos de España. ¿Qué otro modo de pagarle a este soldado de Bolívar y sobrino carnal de Rubén, su españolismo? Ahora está recorriendo Ávila y Segovia y Toledo. Mirando los ojos de alabastro del Doncel de Sigüenza y nuestros campos de cuero. Erguida la cabeza de Beethoven andino, bastón en mano, junto al poeta camina un mozo llamado Ramiro Carranza que sabe que un día el bastón de la ataujía en la empuñadura tiene que florecer. Los dos están andando España. Para cantar sus pasos escribo estas palabras. Vale por la palabra adiós Ni amarrados, quisiéramos que se fuera con la letra celeste y con la música oriunda a otra parte. Nos gustaría adoptar a ese hermano
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mayor en edad, saber y sueños; retenerle aquí hasta el día inevitable en que las botellas se conviertan en telescopios. Pero Eduardo Carranza se va, se nos va, se nos está yendo sin parar un punto desde que vino para ayudarnos a iniciar la fiesta de su presencia. Ya sabemos que, si se va, lo hace para cumplir un requisito previo, un trámite imprescindible para tener opción a lo que realmente le gusta: volver. Pero el caso es que se va y nos deja rastreando la huella y la melodía de sus pasos cantados. Nunca será el olvidado entre nosotros, ni se llamará silencio en adelante. Tendrá el tamaño azul de su libro, de su corazón encuadernado y legible. Para hablar con él tendremos que pasar páginas en vez de pasar horas, pero habrá en el aire el mismo revuelo de turpiales. Prefiero un libro que hable como un hombre -decía Unamuno- a esos hombres que hablan como un libro. Eduardo es su poesía encandilada, delicada, enamorada. (…). Sí. Un poeta es su libro y por su obra le seguiremos conociendo y tratando, pero otro poeta dijo que el mal de amor no se cura sino con la presencia y la figura. Justo lo que vamos a perder transitoriamente, sus amigos. El poeta árabe de Apiay, el colombiano loco, español de raíz y de frutos, tiene ya un pie en el estribo y se va como un romance donde fuera el doncel que nunca vuelve. Se va en avión como quien se va a caballo. Ayer leyó, por última vez en público, sus versos combustibles, diáfanos, temblorosos de secretos. Ayer los leyó, por última vez en este viaje ancho y cortísimo... Mira, Manolo, cuando saco el pasaje y sé el día exacto en que tengo que irme, ya no puedo dormir. El desvelado cruza los bulevares empuñando su bastón de ataujía toledana, ese bastón que le sirve, lo mismo para señalar un capitel que una nube conocida. ¿Piensa en Ramiro Carranza, en Leopoldo Panero, en Eduardo Cote y en su Carlos Pascual de Lara? Tiene un aire de excombatiente en las legiones de Bolívar, de Lautaro pacífico, del memorioso Amadís andino. ¿Qué representa el tiempo, qué pinta en los papeles temporales? No sé cuándo -él tampoco lo sabe- volverá este poeta cuyos versos se quedan. Tampoco sabe él -yo menos- qué representa el espacio de idioma comunitario, la España de Allá o la Colombia de Aquí. ¿Dónde está ahora, dónde estará luego nuestro Carranza? ¿Triste de patria y de poesía?, ¿entusiasmado?, ¿absorto?, ¿acaso escribiendo cartas mentales a sus amigos de esta orilla fundadora? Yéndose, quedando, yéndose hacia las frutas veniales o hacia Popayán de piedra pensativa, yo quiero decirle aquí y ahora, mientras él mueve intranquila su mano insurgente, que el ser humano llamado Eduardo, del que es una consecuencia inevitable el poeta Carranza, nos revela cuando canta sus pasos mientras nosotros contamos los días que faltan para su marcha. Porque él se irá. Lentamente como todas las cosas de esta vida, pero se irá. Y se llevará todo lo que es suyo. La mano, los goznes de la primavera en puertas y su palmera. Se irá como un romance donde fuera el doncel que siempre vuelve. Se irá a caballo... Ya nos empieza la melancolía. (32)
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3.10 Mi encuentro con Carranza El tejido de Penélope Desde que lo vi por última vez a lo lejos por los caminos empinados de la universidad, solamente estuve en contacto con el poeta Eduardo Carranza a través de las poesías que con frecuencia publica en el periódico, vecinas a mi columna. Esas poesías que producen vibraciones de ternura en las almas que saben amar, que revuelven sentimientos, que reclaman vida. Pero ayer Carranza, el poeta vivo, se presentó en el Colegio de Colombia ante un nutrido público que lo escuchó estático e inmóvil a través de los primeros versos. El poeta poco a poco con su voz rotunda fue rompiendo el hielo que lo separaba de sus oyentes y se fue incrustando muy hondo con sus metáforas lacerantes de belleza dentro del público conmovido, henchido de toda esa pasión y esa fuerza y esa vida profunda que le iba transmitiendo su propia emoción que destilaba a chorros en cada nueva poesía. Carranza es un poeta generoso que se entrega totalmente. Es un hombre que no deja nada para él. Él mismo se transforma en lo que quiere regalar y lo entrega palabra tras palabra, idea tras idea, imagen tras imagen, en torrentes, como en una explosión de amor a todos los que se quieren acercar a él. A los que se sientan absortos a su alrededor y con avidez se prenden a los movimientos de sus labios para no perder ninguna de las chispas que destilan. Dentro de ese público heterogéneo de embajadores, de médicos, de intelectuales, de universitarios, de damas elegantes, de poetas carrancistas, jóvenes carrancistas y mujeres carrancistas, se produjo una comunicación inolvidable con el mismo Carranza, nuestro poeta, el poeta vivo, el que ya ha quedado inmortalizado por su propia poesía. (33)
N. de A.: Estas fueron mis palabras, escritas ingenua y espontáneamente en 1973 y publicadas en El Tiempo en mi columna de opinión El tejido de Penélope, tras el impacto de conocer y escuchar por primera vez al poeta Eduardo Carranza, al estudio de cuya vida y obra, posteriormente dediqué parte considerable de mi propio transcurrir.
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N. de E. C. Nota de Eduardo Carranza N. de A. Nota de la autora (s. d.) Sin fecha ni edición
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EPÍLOGO (A la manera de Enrique Uribe White)
Como homenaje al admirado amigo Enrique Uribe White, me tomo la libertad de colocar al final de este libro sus propias palabras escuchadas en su casa-barco “Santa Eulalia”, un domingo de visita con mi familia: “Escribí este libro con inmenso esfuerzo. Si el libro es bueno, que se defienda solo, si no lo es… ¡que se caiga de bruces!” Gloria Serpa-Flórez de Kolbe Bogotá, febrero de.2013
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Este libro se termin贸 de imprimir en febrero de 2013, en los talleres de Peri贸dicas S.A.S., Bogot谩, D.C.