JESร S OVALLOS
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Mártir © Jesús Ovallos jesusdovallosc@gmail.com
ISBN: 978-958-56470-7-7 Ediciones Exilio - Bogotá fundacionexilio@gmail.com Edición al cuidado de Hernán Vargascarreño Primera edición: Agosto de 2018 Tiraje: 1.000 ejemplares Imagen de portada: Martirio de San Sebastián, óleo sobre canvas, de Marcela Vega, recreación a partir de una obra de Guido Remi. Instagram: @amarillocromo Impresión: Editorial Gente Nueva Tel: 320 21 88 Bogotá D.C. Impreso en Colombia / Printed in Colombia
A la memoria de José Ropero Alsina Juan Carlos Pacheco Cabrales y del tío Juancho Ovallos. A mis padres por 28 años de paciencia. Y a mis amigos todos, porque aún somos pero pronto no. ¡Salud!
Prólogo Jesús Ovallos, un aire puro más allá de los estoraques
Es común escuchar, cuando se habla de literatura escrita por nortesantandereanos (para no usar el discutible término de literatura nortesantandereana), nombres como los del escritor y político José Eusebio Caro, el del escritor y periodista Jorge Gaitán Durán y el del poeta Eduardo Cote Lamus, solo por nombrar los tres más destacados. Claro que hay muchos otros, y con obras que sin duda disputarían el podio de privilegio que ocupan los mencionados; pero tristemente en ocasiones la historia de la literatura se encuentra aparejada con la historia política o nace de la pluma oficial de algún intelectual de turno, que se encarga de exaltar ciertos Mártir
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nombres y pasarlos a la posteridad en letras de molde. Afortunadamente nos ha tocado vivir un momento histórico donde la visibilidad de los artistas, no hablo solo de los escritores, es mucho más evidente, una época donde definitivamente se han alterado los rígidos mecanismos tradicionales de difusión cultural. Digo todo esto, precisamente porque me voy a referir a un libro escrito por un nortesantandereano contemporáneo, por Jesús Daniel Ovallos, un joven ocañero que con Mártir, un conjunto de relatos breves que conforman su ópera prima, se presenta como una bocanada de aire puro dentro de la literatura escrita en el nororiente colombiano. El libro está compuesto por seis relatos cortos, con temáticas diferentes, pero con un buen manejo del material narrativo todos ellos. Es destacable cómo Ovallos, recurriendo a la economía verbal, logra manejar la tensión narrativa y atrapar al lector con historias 8
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que siempre guardan una dosis de suspenso. Cuando digo economía verbal no me refiero a la evasión de la descripción del detalle, que muchas veces está presente cuando el texto la demanda, sino quiero decir que hay una voluntad explícita del autor de alejarse de un lenguaje recargado, amanerado, anacrónico. Veamos cómo en el cuento “Mártir”, por ejemplo, con unas pocas pinceladas precisas el autor nos pinta narrativamente un tipo ideológico reconocible en la figura del capitán Matallana, cuando este se refiere a los rojos: –Recientemente– retomó el capitán –han conseguido muchos adeptos entre los colegiales, entre los poetas borrachos y los degenerados disfrazados de intelectuales. Los estudiantes se están dejando ensuciar los oídos con las patrañas liberadoras, que no son sino depravación reprimida, señor Obispo…
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El lector se encontrará en este libro, en primer lugar, con la soledad del samaritano en Tanatocracia. En principio, un espectador de la barbarie irracional impulsada por una secta fantasmagórica que incita a la autoeliminación de los habitantes del pueblo, luego, víctima también él de ese estado de cosas. Cándido Can, si se quiere título emblemático, porque llama la atención sobre el perro, de manera que, como lectores, solo con leer el título esperamos que en el desarrollo de la acción del relato el perro juegue un papel fundamental. Pero como en toda buena narración, aparecen allí diversos aspectos del mundo que rodean y a su vez contienen el hecho narrativo. En este sentido es interesante el punto de vista que elige el autor, porque pareciera como si los hechos que narra fueran vistos por los habitantes de esa vecindad a la que se mudan los dueños de Karenin, el cándido can. Ellos son testigos 10
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de los cambios que experimenta la pareja, los que ven al camión de mudanzas y a Karenin tirarse del auto en movimiento. Son los que reparan en los cambios de hábitos, tanto del dueño del perro como de la mascota. Finalmente, son los que llaman a la policía, para que estos se encuentren con esa escena entre previsible y sorpresiva. Premio Internacional de Poesía de Los Infiernos es un cuento que por momentos me recordó a Sensini, ese gran relato de Roberto Bolaño. Quizá porque su temática sea un concurso literario, que es a su vez el disparador del texto del chileno, pero además tienen ambos relatos otra cosa en común, el cuestionamiento implícito a la poca rigurosidad y falta de profesionalismo por parte de quienes convocan a ese tipo de justas literarias. El relato recoge la accidentada comunicación de Nicolás Bustillo Parra, un joven bogotano, con los murcianos organizadores del concurso. Mártir
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Manuel Jacinto Palomo, máximo hombre de letras de la ciudad, es el relato más extenso del libro. Una crónica que comienza cuando el personaje narrador, siendo niño, conoce al autor del himno de su colegio, un candidato a alcalde frustrado que termina convirtiéndose muchos años después en su mentor. Siguiendo la voz de un ingenuo narrador protagonista, veremos cómo ciertos personajes con experticia en mover los hilos burocráticos pueden ascender en distintas esferas y hacer un culto de la personalidad. Mártir, el cuento que da título al libro, es un relato muy bien logrado que deja al descubierto algunos de los intereses que están presentes en momentos de conflicto armado y político, incluso entre personas del mismo bando. Más allá del proceso psicológico del capitán Matallana y de la tensión que se apodera del discurso cuando este está haciendo su confesión de tintes reaccionarios, es un relato si se quiere 12
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costumbrista, que tiene como telón de fondo los aconteceres de una sociedad. En, Y solo yo sabía por qué, el cuento que cierra el libro, Ernesto, el narrador protagonista de la historia, nos cuenta los pormenores de una amistad con desenlace fatal. Resumiendo, Mártir es un libro que he comparado con una brisa de aire puro que viene desde más allá de los estoraques, porque creo que es una muestra valiosa, un trabajo juicioso y cuidado de la nueva narrativa colombiana. Jesús Daniel Ovallos supo mostrar en estas páginas, no solo el dominio de la técnica narrativa, sino también el conocimiento de la compleja condición humana. Fernando Chelle San José de Cúcuta, 9 de julio de 2018
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Acababa de exhalar la primera bocanada de humo del cigarrillo cuando escuchó el crujir del cráneo que se reventaba contra la acera. Se apresuró a alcanzar la pequeña pared que separaba la terraza del vacío para confirmar que alguien había caído desde el edificio contiguo. Arrojó el cigarrillo en cualquier parte y bajó con prontitud las escaleras mientras buscaba en su celular el número de alguna ambulancia. Ya en la calle, avanzó algunos metros a tientas mientras sus pupilas se acostumbraban al implacable sol de la media tarde. No tardó en percatarse de que el auxilio paramédico sería en vano, pues la larga estela de sangre que emanaba del cráneo roto se escabullía hasta la autopista 1
Cuento semifinalista del Concurso Nacional de Cuento de RCN y el Ministerio de Educación Nacional (Colombia, 2017)
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y comenzaba a coagularse. Pensó que en lugar de una ambulancia, llamar a Medicina Legal habría sido más conveniente. Absorto en la contemplación del cuerpo e intentando identificarlo solo por su vestimenta, le tomó un tiempo considerable advertir que era el único, de entre los miles de habitantes de su ciudad, que había mostrado interés en el finado. Tratando en vano de llamar la atención de algún transeúnte, gritó. Se plantó en medio de la calle buscando que algún automóvil se detuviese para ayudarlo, pero más de una vez tuvo que hacer maniobras de esgrimista ante los vehículos para proteger su integridad. Entre los sonidos de los autos y sus respectivas bocinas escuchó lo que parecía ser el zumbido de un furioso enjambre de abejas asesinas. Afiló su oído. Halló el origen del ruido en un megáfono que era sostenido por un sujeto de aspecto fantasmagórico, envuelto en un frac 16
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negro y que iba acompañado por algunos personajes en similar atavío; mientras sus acompañantes aplaudían, un hombrecillo encorvado por el peso de su propia sotana blanca repartía bendiciones a diestra y siniestra. El samaritano se percató de que quienes pasaban a su lado buscaban conglomerarse en la plaza principal, justo en frente del sujeto del megáfono; desde su posición, se dispuso a desenmarañar la distorsión de los mensajes que el aparato amplificaba. Tardó más tiempo intentando descifrar las palabras que en comprender su terrible magnitud. Incrédulo aún, escuchó sendos discursos que alentaban a la destrucción del pueblo a través de la autoeliminación de sus habitantes. Las premisas eran claras: una vida tranquila, una realidad promisoria más allá de su respectivo tiempo y de su propia existencia terrenal. Según los sujetos en la tarima, la inmolación Mártir
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era el camino hacia la redención, solución definitiva. El samaritano volvió su mirada a los edificios que rodeaban la plaza solo para constatar que la muerte de su vecino no había sido ni un accidente ni mucho menos un caso aislado. Varios de los asistentes a la plaza ahora recorrían el camino señalado por las bestias en la tarima, lanzándose de los edificios cercanos o interponiéndose en el camino de los conductores indiferentes. Mientras el hombre de sotana bendecía el frenesí suicida, un vaho sanguinolento comenzaba a apoderarse de la ciudad. A empujones buscó abrirse paso hasta el frente de la tarima. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de ellos, sus rostros le alarmaron tanto como sus palabras; sus caras parecían sostenidas a la fuerza a sus cráneos, irreales, desfiguradas por una sonrisa inerte. Ahora, en peligrosa proximidad, notó cómo sus trajes dejaban ver las varitas que sostenían las máscaras con las que se 18
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dirigían al público. Desde su posición, podía distinguir los verdaderos rasgos detrás de las caras falsas, facciones demacradas por la eternidad misma, rostros llenos de cicatrices y de pústulas que expelían un olor nauseabundo, prestas a reventar. Buscó con su mirada al de sotana, de quien alcanzó a percibir cómo de sus cuencas oculares salían regordetes gusanos del tamaño de sus dedos. No dudó que se trataba de criaturas sobrenaturales, más allá de las leyes del mundo y de Dios. Con cautela, pero con premura, se abrió paso por la marea humana. Buscaba acercarse más, ansiaba dejar al descubierto a los impostores, derribar sus caretas de un zarpazo, pero mientras se aproximaba a las abominaciones, quienes salían del sermón le dificultaban más el paso; peor aún, quienes salían de la plaza eran inmediatamente reemplazados por corrientes de nuevos concurrentes que aparcaban sus autos en Mártir
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los alrededores y se sumaban a la audiencia. Sin embargo, su determinación de desnudar la verdadera esencia de las criaturas lo llevó hasta la primera línea de la multitud, desde donde podría dejarlos en evidencia. Cuando finalmente logró tenerlos a su alcance, estiró su mano tratando de tomarlos de sus caretas o túnicas. Cuando estuvo a distancia de asir la manga del de sotana, tuvo que ver cómo sus manos parecían cazar mosquitos; tras varios intentos infructuosos por tomar las vestimentas, las manos o las caretas, desistió de su objetivo. No solo eran repulsivos, sino también etéreos, intocables, invencibles. La imposibilidad de derribarlos lo desahució. Miró a su alrededor pero el panorama no había cambiado: el samaritano era una gota en el mar de crédulos. El destino de su ciudad estaba sellado pero él decidió que no atestiguaría el holocausto 20
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definitivo. Avanzó por la marea tratando de llegar al cuerpo de policía, que desde la última fila y en absoluta tranquilidad parecía cuidar lo que parecía un macabro ritual. Ya que el escuadrón seguía hipnotizado por los discursos de las criaturas, se le facilitó despojar furtivamente a uno de los policías de su arma de dotación. Con el dedo en el gatillo se acercó lo más que pudo a la tarima, a solo un par de metros de los monstruos. Era la última esperanza para desterrarlos de la existencia, y sentía que debía agotarla. A pesar de ser consciente de lo inútil de su acción, disparó dos balas que atravesaron sin lastimar a los predicadores, quienes continuaron sus diatribas y pregones mortales. Habiendo confirmado que la suerte del pueblo estaba echada, ya no le quedaba sino consumar su propio destino. Abrió su boca, apoyó el cañón de la pistola en el paladar y la accionó en agónica Mártir
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desesperación. Tal como era de esperarse, el acto público no fue interrumpido ni por su muerte ni por las siguientes. Nadie pareció alarmarse, el pueblo seguía absorto en la palabra que esas prístinas criaturas les presentaban. Solo un objeto se atrevió a perturbar la ceremonia: un globo de helio con forma de corazón rojo que pasó en frente del megáfono y se elevó impune por los aires. Su pequeña dueña permanecía absorta, con la mirada fija en el cadáver de aquel hombre aterrorizado por la indolencia de sus coterráneos. Los diminutos dedos por donde se había deslizado el hilo del globo permanecían ligeramente separados.
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Cándido can
Al dueño de Karenin lo conocieron tres años atrás. Había llegado al barrio en su auto blanco con su esposa al volante, y por la ventanilla asomaba la cabeza el entonces cachorro de labrador que miraba jadeante. Antes de terminar de establecer la mudanza, el perro ya hacía las delicias de los niños del barrio, a quienes correteaba en la acera, con la mirada complaciente de los padres y de sus dueños. En la opinión de los vecinos, se trataba de recién casados corrientes. Los dos primeros años de la pareja en la vecindad fueron idílicos. Eran parte activa de los distintos eventos, iban juntos a las celebraciones del aniversario de la fundación del barrio. Incluso, el hombre lideró el proyecto para la adecuación de la vía de acceso al vecindario, un objetivo cuya consecución Mártir
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pareció agilizarse con la llegada de la familia. En todas sus actividades, el perro los acompañaba, siempre echado a sus pies. Pero el tiempo, implacable con las relaciones como con los humanos, se encargó de hacer estragos con el matrimonio. Ya eran contadas las ocasiones en las que veían salir el auto blanco con los dos asientos delanteros ocupados, y en el mejor de los casos, Karenin ocupaba el lugar al lado del conductor. Eventualmente, la pareja salía a la calle para que su mascota jugara con los niños, pero pocas veces se sonreían el uno al otro y muchas menos se dirigían palabra mientras su mascota correteaba por ahí. Paulatinamente, el silencio se transformó en vociferaciones recriminatorias, quejas y llanto esporádico que escapaban a través de los ventanales del hogar otrora feliz. Para los vecinos no fue sorpresa ver el camión de mudanzas aparcado al frente de la casa de 24
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la pareja. Los encargados llevaron los muebles al camión mientras el hombre, botella de cerveza en mano, se limitaba a observar el desalojo desde la tiendecita de enfrente. Los últimos en salir de la casa desocupada fueron la mujer y Karenin, llevado por ella con un lazo hacia el auto familiar. Cuando el carro ya había avanzado algunos metros, se vio la ya corpulenta figura del perro asomada por la ventanilla del conductor. El animal saltó del coche en movimiento para caer de costado sobre el pavimento, pero se incorporó con rapidez y se apresuró a sentarse al lado de su amo mientras lamía su mano, al tiempo que el auto blanco se alejaba para nunca más volver. Después de la separación, pocas veces se vio al hombre salir de su casa. De su fiel mascota solo se sabía por sus aullidos cuando el amo se iba y por los ladridos de emoción cuando regresaba tarde en la noche. Por su parte, los Mártir
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vecinos de la casa contigua se enteraban de la llegada de su vecino cuando escuchaban el ruido de un televisor catódico encenderse pasada la media noche. La última vez que le vieron entrar a la casa fue dos semanas antes de la llamada a la policía ambiental. Algunos afirmaron que había llegado un poco más temprano de lo habitual, con un caminar sobrio y una bolsa de papel en la mano. Nadie lo había visto salir, así que supusieron que el hombre dejó abandonado a Karenin durante la madrugada. El perro aulló desde el primer día de la desaparición, y sus lamentos se hacían más angustiosos a medida que el tiempo transcurría. Los vecinos, que por la cordialidad del animalito y su efusividad con los niños habían cultivado cierto cariño hacia él, procuraron alimentarlo lanzándole comida desde una ventana contigua, hasta que notaron que esta se acumulaba en el piso. 26
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Cuando decidieron llamar a la autoridad ambiental, ya las señales de vida del can eran una rareza. Días después del llamado a las autoridades, comenzó a percibirse en el barrio un hedor que provenía de la casa del perro. Los padres de familia tuvieron que responder a sus niños con evasivas las preguntas sobre el origen de aquel nauseabundo olor. Llamaron de nuevo a la policía para notificar la novedad, quienes se presentaron esta vez de forma casi inmediata, pero tuvieron que soportar los reproches de los vecinos por no acudir antes de que en la escena hubiera un cadáver. A la vista de los vecinos que se agolparon al frente de la casa, uno de los policías procedió a hacer sonar el timbre y la respuesta que obtuvo fueron unos poderosos ladridos desde el interior. En medio de la algarabía y la emoción de los vecinos por saber aún vivo al perro, el policía forzó la cerradura de la Mártir
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casa. Karenin hizo el respectivo recibimiento; meneaba su cola y arqueaba su columna en señal de sumisión, lo que le dio la confianza a uno de los uniformados para acercar su mano al hocico del animal, quien lamía la mano brevemente y brincaba para hacer lo mismo con su rostro. El policía se deleitó con la espontánea y legítima efusividad del can hasta que este le ladró casi al oído y se apresuró a la puerta de la habitación de su amo. Allí permaneció y ladró repetidamente hasta que los policías se acercaron a registrar. A medida que se aproximaban, el olor a mortecina que los había llevado hasta allí se mezclaba con el aroma del whisky. En la habitación encontraron un cadáver con el rostro despellejado, con la calavera perfectamente visible y algunas pequeñas marcas de sangre en lo que había sido la cara. El único rastro de carne en la cabeza era el que sostenía en su sitio el cabello. La mano izquierda del cuerpo presentaba las mismas 28
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características de la cabeza: quedaban a la intemperie los huesos de las manos y los de una parte del antebrazo. Al lado de la cama, en la mesa de noche, encontraron una copia de La insoportable levedad del ser y una bolsa de papel junto a un paquete vacío de Clonazepam; al otro costado, una botella de whiskey reventada contra el suelo. Aún tan confundidos como horrorizados, los policías debieron escuchar a uno de sus compañeros explicar que, alguna vez, en alguna parte, había leído que las mascotas que quedaban a solas con el cadáver de su amo se encargaban de devorarlo, y que los animales comenzaban su ingesta con las partes más carnudas.
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Premio Internacional de Poesía de Los Infiernos
Para Jorge Carreño
–Muy buenas tardes, ¿me he comunica’o con el señor Nicolás Bustillo Parra? –Sí señor, habla con él. ¿Qué necesita? –Maestro Nicolás, os hablo de parte del ayuntamiento de Los Infiernos, Murcia. Llamamos para anunciaros que habéis sido escogí’o como el gran ganador del Primer Concurso Internacional de Poesía de Los Infiernos ¿Cómo os hace sentir eso? –Eh, vea usted, en este preciso momento iba saliendo de mi casa, ¡pero es una magnífica noticia! Es la primera vez que gano un concurso de poesía. Mártir
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–Pues para nosotros, debo decir, vuestra participación ha sido todo un honor que… –Discúlpeme por interrumpirlo, eh… ¿Cuál es su nombre? –José Francisco. José Francisco RuizOrtega. –Don José Francisco, verá usted, voy saliendo hacia a mi trabajo y no quiero retrasarme. ¿Me puede dar una dirección de correo electrónico para contactarme con usted en cuanto llegue de trabajar? –Mucho me temo que eso es imposible, maestro Nicolás. Veréis, la administración local ha recorta’o el presupuesto concerniente a los servicios públicos en el departamento de cultura. Por lo tanto, para hacer esta llamada hemos recurrí’o a la amabilidad del señor alcalde, quien nos ha permití’o hacer la llamada internacional desde su oficina. Así que este es el único momento que tenemos 32
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para conversar y concretar la entrega del premio. –Okay. Está bien. Pero por favor, que sea breve… –Antes de daros la información respectiva, maestro, permitidnos anunciaros que tenemos por acá al mismísimo director de la Gaceta de Los Infiernos, quien desea haceros un par de preguntas. ¿Podríais por favor regalarnos unos minutos? Os garantizo no demoraros, además, seguramente vuestro jefe entenderá… –Emmm, sí, seguramente comprenderá… Bueno, si no hay otra opción… –(…) ¿Con don Nicolás Bustillo Parra? –Sí señor. –Es un honor para mí hablar con usted, maestro Bustillo. Soy Ramiro Fuentesbravas, director de la gloriosa Gaceta de Los Infiernos. Mártir
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Quisiera haceros un par de preguntas acerca de vuestra vida y de cómo llegasteis a la inspiración para componer ese maravilloso poema que es Bajo el cielo azul de Los Infiernos. –Le agradezco mucho la amabilidad, don Ramiro; me disculpará si llego a ser cortante, pero de verdad el tiempo que tengo es muy limitado… –No os preocupéis. Para no perder más tiempo, maestro, ¿podéis decirme vuestra edad, domicilio y profesión? Seguramente seréis un profesor de literatura o algo relacionado con la lengua castellana… –Realmente no. No señor. Soy estudiante de ciencias políticas de la Universidad Nacional. Y a las otras preguntas, tengo veinticinco años y vivo en Bogotá. –Ya veo. Pero entonces supongo que os encontráis ya en la etapa final de vuestra carrera… 34
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–La verdad, apenas voy en tercer semestre… –¡Pero me habéis dicho que tenéis que salir a trabajar pronto! ¿Cuál es vuestra profesión acaso? –Soy valet de parqueo en un famoso restaurante de la ciudad… –¡Joder, maestro Bustillo, que no estamos para bromas! –No bromeo. Esa no es más que mi realidad. Ahora, si me disculpa… –¡No, no, no!. ¡Esperad! Para que el reportaje se vea más nutrido, decidme por favor qué os motivó a participar en el flamante Primer Concurso Internacional de Poesía de Los Infiernos y cómo os inspirasteis para escribir el poema ganador. –Para ser totalmente honesto, este premio es apenas uno de tantos a los que me inscribo con tal de arañar algo de plata y llegar a fin Mártir
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de mes con cierta holgura. A menudo navego por internet en búsqueda de certámenes literarios y me encontré con este. Como los cien euros de la dote me caían bastante bien, pues busqué una foto de Los Infiernos y me puse a jugar con la irónica belleza del lugar respecto a su nombre. De allí viene Bajo el cielo azul… –Momento, ¿Cómo que por fotos? ¿No habéis nunca estado en Los Infiernos? –La verdad, no, señor. La situación económica de mi familia nunca ha sido la mejor y he debido trabajar para ayudar a sostener a mis hermanos. Hasta hace muy poco pude iniciar mi carrera de pregrado y por ello no tengo mucho dinero o tiempo para vuelos transatlánticos. –¿Pero si no vais a viajar hasta acá entonces cómo reclamaréis el…? Bueno, lo arreglaréis con el organizador. ¿Aló? ¿maestro Bustillo?, ¿sigue en la línea? 36
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–Sí, acá estoy, pero... –En fin, ya os acerco a la línea al organizador. Os agradezco por la entrevista, y enhorabuena por el triunfo. –Vea, no quiero ser grosero, pero creo que voy a colg… –¿Don Bustillo? –¿Hablo con don José Francisco? Precisamente le estaba diciendo al señor Ramiro que voy a colgar el teléfono ya… –Esperad, maestro. Debo daros las indicaciones para que reclaméis vuestro galardón. ¿No os interesa? –La verdad, sí. Pero sea breve, por favor, que ya me han hecho perder mucho tiempo. –Veréis, como ya os había comenta’o, la crisis por la que ha atravesa’o la región nos ha hecho recortar significativamente el gasto general y nuestro departamento cultural se Mártir
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ha afecta’o; así que mucho temo deciros que el tamaño de la estatuilla se ha reducí’o de cuarenta centímetros de altura a solo diez. Espero no os ofendáis… –Eh, digamos que no hay ningún problema. Si quieren les doy mi dirección para que me la envíen por correo, pueden descontarme el costo del envío de la misma dote… –¿De qué envío habláis? ¡Tenéis que venir a recoger el galardón personalmente, que acá no tenemos acceso a correo oficial! Y por cierto, ¿qué es eso de la dote que mencionáis? –De los cien euros que me corresponden por el premio ¿no? –¡Pero de dónde habéis sacado semejante locura! ¿Quién os ha dicho que hay dinero de por medio? ¡Que os han engaña’o! –¡La misma página web donde me inscribí al concurso hablaba del incentivo económico! 38
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–Pues que ha debí’o ser un error en la digitación, chaval. –No, ¡qué error ni qué hijueputas! ¿Ustedes creen que nadie se da cuenta de que se gastaron la plata en quién sabe qué? Yo ya me los conozco, porque acá también hay miles iguales de torcidos a ustedes, que organizan cualquier estúpido evento para gastarse la plata del gobierno y al final acaban no haciendo un carajo. ¿Y sabe que es lo peor? Que por hacerme perder el tiempo ahora hasta puede que me despidan de mi inmundo trabajo. A la mierda su puto premio, a la mierda sus putos Infiernos. ¿Y la estatuilla? Pues bien pueden cubrirla de grasa y metérsela por el culo. ¡Hasta nunca, malparidos! (Clank). –¿Aló? ¿Aló? Ostia, que no sé qué pudo haber disgusta’o tanto al chaval. ¡Que es un desagradecido el tío este! Pero al menos tenéis la entrevista, ¿no? Mártir
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–La pura verdad, don Fernando. Que es un tío ingrato este tal Bustillo. Despreciar un certamen de la importancia de nuestro concurso. Y sí, acá tengo la entrevista, por lo menos. Ahora sí, a lo que habíamos veni’o. ¿Está to’o listo para el Concurso Internacional de Flamenco Moderno Urbano de Los Infiernos? –Ese va viento en popa, periodista. Que pasa’o mañana abrimos las inscripciones ya. –¡Y así se atreven algunos a decir que en este mundo no se apoya al arte!
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Manuel Jacinto Palomo, máximo hombre de letras de la ciudad
I La primera vez que tuve la fortuna de ver a Manuel Jacinto Palomo fue en los cándidos años de mi infancia. En mi memoria permanece vívido el día en que se presentó a nuestra escuelita, en plena época electoral; también recuerdo que nos visitó en nuestro salón de clases después del descanso de las diez de la mañana. Ya imaginará usted el cuadro: mis compañeritos con sus pantalones de dril y las rodillas puercas de tierra; sus camisas, unas horas antes impecables, ahora llenas de estampas de balonazos, y esas caritas redondas, coloradas y sudadas por la actividad física. Al frente de nosotros, un señor de cabellera y barba excepcionalmente negras, ataviado de camisa guayabera y Mártir
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pantalones blancos inmaculados, rematados por unos zapatos impecables del mismo color. Alto como una casa de dos pisos, el hombre nos miraba con complacencia. “¿Alguno de ustedes sabe quién soy, niños?”, preguntó el hombre. Mis compañeros se miraron los unos a los otros con sus caras de tomaticos confundidos, al igual que las escasas niñas del curso, quienes a esa hora se abanicaban con sus cuadernos para tratar de espantar del salón el calor y el olor a sudor de los muchachitos. Después de una sonrisa de resignación, el tipo preguntó “¿Saben quién escribió el himno que cantan en sus izadas de bandera después del himno nacional?”. A diferencia de mis compañeros, entre quienes reinaba la confusión, yo sí podía responder a esa pregunta: justo antes de que sonara el himno del colegio, nos hacían escuchar el de la ciudad, y yo tenía bien presente el nombre de su autor. “¡Manuel Jacinto Palomo!”, me apresuré a responder. 42
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El hombre se acercó sin ocultar su satisfacción y me estrechó la mano. “Mucho gusto, yo soy Manuel Jacinto Palomo”. Ni siquiera volteé para ver la cara de asombro de mis compañeros; sí, debía ser de asombro, pues, ¿cuándo el compositor de un himno había visitado nuestra escuelita? “A este tipo deben conocerlo en todo el país ¡Y me dio la mano, qué orgullo!”, pensaba en ese entonces. Manuel Jacinto nos contaba de sus libros (sí, porque además de ser compositor de himnos escribía ensayos, poesías, recetas culinarias, entre otras) y de sus obras sociales. ¡Había escrito nada más y nada menos que sesenta y nueve libros! ¡69! ¡Y el tipo no tenía aún ni cincuenta años! Luego nos dio a conocer sus propuestas y sus planes en el caso de llegar a ser elegido alcalde, que era la razón por la que nos había visitado. ¿Pero qué importaban sus proyectos e ideas? ¡Un hombre que ha escrito sesenta y nueve libros debe tener la cura para los males del mundo, era obvio que convencería sin Mártir
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mucho esfuerzo a mi familia de votar por él! Por mi recién adquirida admiración por el hombre de traje níveo, nunca perdonaré la insolencia de mi maestra cuando, después de que Manuel Jacinto se había ido, dijo que el letrado era “de lo más regular que tenía este pueblo” y remató con un falaz “cuando sean más grandes lo entenderán”. Y lo decía ella, una nadie que solo había escrito dos libritos y cuyos máximos orgullos eran haber sido finalista del Concurso Nacional de Poesía y haber escrito el himno del colegio, aquel que sonaba justo después del compuesto por Manuel Jacinto. Al final de la jornada tomé la ruta del colegio convencido de cuál sería el galgo ganador de la carrera por la Alcaldía. Seguía analizando la cifra de sus publicaciones, que retumbaba en mi cabeza: para haber escrito sesenta y nueve libros, suponiendo que su vena literaria se hubiese manifestado a una prodigiosa edad de trece años, el maestro Palomo 44
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debió escribir la nada despreciable cifra de un libro cada seis meses, un poco más, un poco menos. ¡Por fin tendríamos un político del que se pudiera decir que era inteligente! Preso aún por el entusiasmo de mi saludo con Manuel Jacinto, me bajé del bus escolar y me apresuré a la casa para notificar a mi familia de tamaño acontecimiento. Esperé a que estuvieran todos en la mesa y les anuncié que había conocido al hombre más famoso que hubiera nacido en esta ciudad. Mis padres se miraron entre sí; en los ojos del otro, sin decirse, buscaron entre actores, futbolistas, cantantes y demás personalidades notables de mi terruño. Sin respuesta, volvieron sus pupilas hacia mí, con inconfundible curiosidad. “Manuel Jacinto Palomo”, les informé. Mis padres volvieron a mirarse entre sí. Mi madre dejó escapar una expresión de ternura mientras que mi padre apenas disimuló una mueca socarrona. Más tarde, a la hora de la siesta, alcancé a escuchar la conversación de mis padres. Alcancé a Mártir
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escuchar de boca de mi padre frases como “No le bastó la desfachatez de cambiar el himno para poner el de él”, pero no entendí a qué se refería. El día de las elecciones acompañé a mi madre al puesto de votación, en un ritual que se repetía cada que había elecciones. Dentro de la cabina, mi madre me entregó el respectivo marcador y me indicó que marcara el rostro de Manuel Jacinto, a lo que obedecí con orgullo. Ese día no solamente disfruté del helado de ron con pasas que mi madre me brindaba solo por acompañarla, sino que también tuve la satisfacción de influir en su conciencia. Ahora solo quedaba acabarme el helado y esperar a que la Registraduría proclamara el triunfo de mi candidato. Aquel día pasó a mi memoria permanentemente por haber sido mi primera gran decepción electoral. Mi incredulidad aumentaba a medida que la radio anunciaba 46
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cada reporte de la Registraduría. Debí escuchar cómo los candidatos de los partidos de siempre, liberales, conservadores y demás, se repartían miles de votos, mientras que los sufragios por nuestro hombre de letras se podían contar con los dedos de las manos. Al final, a las diez de la noche, el último boletín anunció que el candidato de los conservadores había ganado la alcaldía con dos mil quinientos votos, dos mil cuatrocientos ochenta y tres más que el gran Manuel Jacinto. Desencantado por el resultado y con el corazoncito como bola de papel, prometí que nunca volvería a interesarme por el asunto político. II Volví a saber de mi ídolo unos diez años después de aquellas elecciones. Antes de graduarme como bachiller, leí sus lúcidos artículos en la prensa nacional, en los que demostraba su pasión por los buenos poemas, Mártir
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aspecto que se podía notar en artículos como “¿Por qué volver al verso alejandrino?” o el “Memorial de agravios de Walt Whitman al arte poético”. Recuerdo un fragmento de un poema que da cuenta de sus convicciones poéticas y filosóficas que reza: Para salvar la humanidad/y ya que la biblia pide tal / palo al homosexual. De igual manera, recuerdo algo de su prosa panfletaria que mostraba la firmeza de su convicción política: Mi padre mató un liberal ayer / el tipo cristiano no era / al confesarse, el padre le dijo / que el lugar del liberal es la hoguera. El caso es que vi de nuevo a Manuel Jacinto cuando salía de la puerta principal del ayuntamiento. Iba con su cuñado, otro gran hombre de letras local cuyo aspecto era una semblanza idéntica al profesor Tornasol, el amigo de Tin Tin. El maestro Palomo aún conservaba su atuendo blanco, angelical, pero su barba y su cabellera, tan negras como una noche sin luna veinte 48
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años atrás, ahora se veían grisáceas y le daban un aspecto de sabiduría, como el de un Gandalf recién afeitado. Mi emoción por verlo después de tantos años, sin ápice de rencor con este pueblo ingrato, me animó a saludarlo y presentarle mis credenciales como bachiller recién egresado. Traté de acercarme, y cuando estuve a apenas un par de metros, como con poder telequinético, la palma de su mano detuvo mi andar. “¿Quién es usted?” me preguntó. Mis esperanzas de que me recordara de inmediato, por ser aquel niño que lo había reconocido en la calurosa mañana del año 97 en mi escuela, se esfumaron de inmediato. “Yo fui el único que sabía que usted era el compositor del himno cuando usted visitó la Escuela Núñez, en plena campaña por la Alcaldía, ¿recuerda?”. Manuel Jacinto Palomo me analizó de arriba a abajo, arqueó las cejas y miró al cielo mientras apretaba ligeramente sus labios. Cuando bajó sus ojos, vio mi figura expectante y con los dedos de mis manos entrelazados a Mártir
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la altura del ombligo. “Ah sí”, dijo “¿Necesita algo?”. No dudé en responderle que, desde que lo había conocido, quería convertirme en su aprendiz. Manuel Jacinto dirigió su mirada hacia el profesor Tornasol; me pareció verles un semblante de incrédula alegría. “No pudiste haber llegado en mejor momento”, dijo el maestro. “¿Tienes dinero para comprar algo de comer? Si lo tiene, acompáñanos y te comentaré de un proyecto en el que podrás sernos muy útil”. No lo podía creer, el sueño principal de mis años recientes estaba próximo a cumplirse. Aunque solo llevaba dinero suficiente para tomar el bus de vuelta a casa, acepté la oportunidad para acompañar a los dos hombres por el resto de la tarde. Luego de atravesar el parque principal llamado Manuel Jacinto Palomo, caminamos un par de cuadras hacia una cafetería en el barrio Manuel Jacinto Palomo. Mientras pisaba las calles de su barrio homónimo, 50
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el doctor Palomo le contaba al profesor Tornasol cómo la violencia política lo había condenado al destierro. Según narraba, el maestro había recibido cartas anónimas que lo habían obligado a dejar a su familia y buscar refugio en un lejano paraje a cinco kilómetros de nuestra ciudad. Tamaña injusticia cometió la revolución, exiliar al máximo representante de la literatura local por expresar con claridad y respeto sus puntos de vista tan imparciales como sus poemas. Nadie adentro de la cafetería fue indiferente a la llegada de Palomo, su cuñado y otro escuálido acompañante. Algunos de los comensales giraban sus cabezas para apreciar al compositor, otros sonreían, murmuraban y señalaban con sus bocas hacia donde estábamos. A veces se miraban entre sí y hacían gestos exagerados para denotar la grandeza de Manuel Jacinto, y luego reían sin disimulo, supongo que por Mártir
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sentirse afortunados de compartir el recinto con semejante personaje. Los más deferentes incluso se levantaban de sus sillas para estrechar la mano de Manuel Jacinto y de su cuñado. Yo por mi parte, debía conformarme con ser testigo de honor del respeto con que eran tratados. Manuel Jacinto deseaba que nos sentáramos en la mesa más cercana a la ventana, así que decidió que estuviéramos cerca de ella hasta que quienes la ocupaban se levantaran y se fueran. Después de que la mesa estuvo disponible y de que el mesero se llevara la media taza de café aún caliente que los otros habían dejado, tomamos asiento. Por primera vez, desde que me había sugerido acompañarlos, Manuel Jacinto me dirigió la palabra. “Aún hay quien se atreve a decir que Dios no existe. Pero si no fue él, ¿qué mágica coincidencia te puso en nuestro camino, muchacho?”, dijo, mientras acercaba el café a su boca. “Estamos iniciando un nuevo 52
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proyecto a cargo de la Biblioteca Pública Manuel Jacinto Palomo. ¿La conoces”. Asentí. “Resulta, y necesito que me prometas que vas a mantener esto en secreto, que la Biblioteca Palomo está organizando el Primer Festival Internacional de Poesía del departamento. ¿Qué te parece?”. En nuestra ciudad, realizar un evento de tal envergadura era impensable, pero gracias a la habilidad del maestro Palomo como gestor cultural, ahora contaríamos con recursos de parte del gobierno para semejante empresa. En ese instante vino a mi cabeza una pregunta fundamental. “¿Y qué puedo hacer yo por usted?”. Manuel Jacinto me puso las manos sobre mi cabeza con ternura. “Por ahora, debes ir todos los días a la Biblioteca y allí te diré lo que tienes que hacer. Te puedo pagar un salario mínimo mensualmente, ¿te parece bien?”. ¿Que si me parecía bien? ¡Hubiera trabajado gratis con tal de estar al lado del maestro Palomo! Así que acepté sin miramientos. Mártir
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Llegado el momento, pagué mi cuenta y me fui a casa. Caminé durante más de una hora, pero por lo menos ahora tenía trabajo. III Por primera vez en mucho tiempo sentí plenitud en el alma. Mi jornada, que iniciaba a las seis de la mañana y culminaba a las seis de la tarde, no representaba mayor dificultad. Mi labor principal era leer los poemas de Manuel Jacinto, versos elevados como cohete gringo, así que de a poco fui tomando pericia en la crítica poética y cuentística. Verlo trabajar era un deleite: podía escribir unos veinte poemas al día cuando no quería dedicarse a los asuntos del concurso; la tinta corría a chorros por las hojas; cuando terminaba un total de cien poemas, yo los organizaba y dejaba listos para ponerles una portada y un título. Manuel Jacinto Palomo, a ese ritmo, era capaz de publicar un libro por semana, y hasta dos cuando se sentía inspirado. 54
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Por otra parte, mi trabajo como coordinador del concurso de poesía se limitaba a firmar papeles y más papeles exigidos por el Ministerio de Cultura y las secretarías departamental y municipal de cultura, ya que el maestro, con esa pericia burocrática que tanto le había ayudado a la hora de hacer justicia a su legado y bautizar tamaña cantidad de sitios de interés con su nombre, se encargaba de todo lo concerniente de los aspectos ejecutivos del concurso. Él mismo llenaba formularios, agendaba a los jurados y les enviaba los poemas participantes, programaba las reuniones concernientes a la realización del concurso y, además, se cercioraba de que los recursos provenientes del gobierno estuvieran disponibles. Incansable, se encargó hasta del último detalle para que no hubiera riesgo de que mi impericia arruinara el éxito del certamen. Varios meses después de la gestión inicial se realizó el acto de premiación del Concurso Mártir
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Internacional, al que asistió lo más granado de la ciudad. Bibliotecarios, gestores culturales, profesores de español, de danza, el arzobispo, autoridades políticas y algunos jóvenes curiosos asistieron a la gran clausura; en total, una multitud de quince personas. Allí me parecía estar viendo de nuevo a todos mis compañeritos de la escuela, sudados y maltrajeados, al frente de un hombre precedido por la grandeza que sus contemporáneos ignoraban; el cuadro también me recordó a mis compañeritas, representadas por esas señoras elegantes que ahora no se abanicaban con sus cuadernos, sino con el folletito de la programación del día, a la par que espantaban el olor a aguardiente que expelían los invitados que no esperaron el brindis de agradecimiento para ponerse a tomar. La Biblioteca Palomo, que había sido creada hacía apenas diez años, solo contaba con la obra completa del maestro Palomo, publicada 56
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en su totalidad por la Editorial Palomo, y constituían una enorme cantidad de libros apiñados en tres estantes recostados a la pared frontal; según el maestro, las colecciones de literatura universal llegarían a completar el catálogo de la biblioteca en el transcurso de este mismo año, pero desde ya me imagino lo bien que se verán los Poemas Clásicos de Palomo al lado de las Rimas de Bécquer o el Werther de Goethe. El espacio que dejaban libre los estantes, unos doscientos metros cuadrados del lugar, fue aprovechado para realizar la clausura y premiación del evento. El profesor Tornasol, designado maestro de ceremonias, leía el programa desde el atril frente al público; a su lado, reposaba en una mesita forrada en un mantel blanco el gran galardón de la noche: el Palomo de Plata, una estatuilla hecha de aluminio con la figura de una Columba Livia, o en términos coloquiales, una paloma común, con su pico en alto y las alas extendidas al vuelo. Los tres jurados eran conocidos para mí, pues fueron Mártir
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aquellos que con más efusividad saludaron al maestro Manuel Jacinto el día que sellamos nuestro contrato verbal de trabajo en la cafetería. Después del respectivo protocolo, himnos, agradecimientos y demás, llegaba el momento crucial de la noche. El profesor Tornasol ya había recibido de los jurados el sobre con el nombre del poeta ganador. Antes de proclamar el fallo, Tornasol anunció que la organización del concurso había recibido poemas provenientes de veinticinco países, así que el concurso definitivamente tuvo el estatus de internacionalidad que se perseguía. Ganarlo sería motivo de orgullo y prestigio no solo para el participante, sino también para su país de origen. Pues cuán sería nuestra alegría cuando la mano del profesor Tornasol sacó del sobre el veredicto que proclamaba que el ganador del Concurso Internacional de Poesía Manuel 58
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Jacinto Palomo, organizado por la Biblioteca Pública Manuel Jacinto Palomo, era nada más y nada menos que: ¡Manuel Jacinto Palomo! Sin duda, era el día más importante en la historia de la literatura de la ciudad, y la noticia, seguramente, aparecería en todos los periódicos nacionales, y pudiera ser que hasta en uno internacional. Manuel Jacinto subió al estrado, recibió de parte de su cuñado el galardón, no sin antes abrazar a cada uno de los miembros del jurado ¡Qué gran calidad humana y cuánta humildad desparramaba ese hombre por donde pasaba! La verdad, la estatuilla lucía muy bien en sus manos, casi como si hubiera sido esculpida específicamente para él. Manuel Jacinto aprovechó el momento para anunciar que el próximo mes publicaría cinco libros, y también que estaba guardando lo más selecto de su poesía para publicar una antología que sin duda revolucionará el mundo de la Mártir
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poesía. Pensé que, semejante trabajo, quizá hasta podría candidatizarlo al Nobel, ¿por qué no? Mientras agradecía a la organización del concurso, y no me lo van a creer, dirigió su mirada hacia mí. “¿Ven a aquel muchacho que está allá? Dios lo puso en mi camino para poder hacer esto posible. Este premio es también tuyo, jovencito, muchas gracias, lo hiciste posible. Llegarás muy alto como gestor cultural”. Ese momento dio sentido a toda mi vida. Organizar el máximo evento literario de la historia del pueblo para que además, entre participantes de países de habla hispana, inglesa y hasta alemana, el premio hubiera quedado en manos de una figura local que tanto se lo merecía. Antes de abandonar el lugar el maestro Palomo me solicitó dejar la biblioteca en orden; así que me quedé allí acomodando las sillas y barriendo las envolturas de alimentos 60
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y vasos de cocteles que los invitados habían dejado tirados en el suelo. Cuando ya casi había terminado, pude ver a través de la ventana el parpadeo de las luces rojas y azules que se acercaban; debía ser alrededor de la una de la mañana, cuando los policías golpearon a la puerta de la biblioteca. IV La cárcel no es un lugar tan incómodo cuando se cuenta con la protección de un ángel como Manuel Jacinto Palomo. El maestro me visita cada semana sin falta, y en una ocasión, logró esconder entre las mangas de su traje el Palomo de Plata para que lo conservara en mi celda y me animara observarla ante cada mínimo descuido de los guardias, pues es una señal inequívoca del gran aprecio que Manuel Jacinto siente por mí. Es por su cariño inmutable que moverá sus hilos para que me sea asignado el mejor defensor público disponible; incluso, no descarta contratar Mártir
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un abogado privado por si el asunto se pone más peludo y, en sus palabras, la Fiscalía se pone más insistente con su preguntadera. Hoy, cuando cumplo mi tercer mes encerrado, ha venido a conversar conmigo el fiscal delegado. Me ha insistido en que, para salir de acá en el menor tiempo posible, lo único que tengo que hacer es admitir que yo no gesté nada del concurso, que todo fue maquinado por Manuel Jacinto: la idea de organizarlo, la elección de los jurados, las bases del concurso, todo. El fiscal insiste en que basta eso para que yo salga de la cárcel y, según él, poner a quien es el verdadero delincuente acá. Pero no entiendo a qué crimen se refiere, y me rehúso firmemente a que mi legado como el organizador fundador del legendario Concurso Internacional de Poesía Manuel Jacinto Palomo quede en el olvido. La verdad, poco entiendo de lo que me ha dicho el Fiscal, y mi abogado no se interesa mucho por explicarme a qué se refiere cuando dice que “Peculado esto”, 62
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“Peculado en favor de terceros lo otro” y demás. Mi abogado solo me recomienda aceptar la responsabilidad, y que del resto se encargarán él y Manuel Jacinto, y aunque no comprendo bien lo que eso implica, sé que el maestro Palomo no permitirá que ocurra una injusticia conmigo. Así que no me queda sino confiar en las habilidades de mi abogado y de mi mentor, que no dudo que estarán en pro de sacarme de acá lo más pronto posible. En cuanto a mis padres, afortunadamente llegan después de que Manuel Jacinto se ha ido, pues mi madre llora desconsolada cada vez que menciono el nombre del maestro como el hombre que se ha encargado de gestionar mi defensa, mientras que mi padre, con una ira irracional e infundada, asegura que si ve al maestro Palomo “lo caga a trompadas”. Sinceramente, no veo por qué mis padres insisten en odiar al hombre que ha puesto todos sus recursos a disposición Mártir
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para que mi estadía en la cárcel sea tan breve como esta línea. Por eso decidí, mientras me llega la libertad, empezar a hacer este relato de lo que ha sido mi relación con Manuel Jacinto, de cuán orgulloso estoy de conocerlo, pues quizá en un futuro, ojalá no muy lejano, su grandeza sea reconocida no solo entre los hispanoparlantes, sino que su obra sea traducida a todos los idiomas habidos y por haber. Quizá, en algún momento, esta historia sea suficiente, ¿por qué no?, hasta para ganarme un concurso departamental de crónica, porque por algo hay que empezar. Ya es la hora de ir a mi juicio; mientras me alisto para salir, veo el inmaculado y níveo traje, los zapatos de perfecto cuero blanco de aquella persona a la que conocí en aquella mañana calurosa de escuelita. Me saluda, viene con mi abogado, vamos a aclarar el malentendido de una vez, y en cuanto vuelva a ver el sol a través de la ventana de 64
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mi habitación completaré la crónica con el final perfecto: celebrando mi libertad con mi mentor y con mi abogado. Ya que no encuentro mejor forma de terminar este relato que expresar lo que pienso de este gran hombre y de lo que ha representado para la cultura del pueblo, solo voy a decir: ¡Qué gran hombre es Manuel Jacinto Palomo!
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El Capitán Matallana cerró tras de sí la enorme puerta falsa de la catedral dejando atrás el rosáceo cielo de las cinco y treinta de la tarde; se dirigió con una decisión parsimoniosa hacia la nave oriental buscando el cubículo confesional donde el obispo Manrique expiaba los pecados de los feligreses más ilustres. Los candelabros antiguos distribuidos a lo largo del techo engalanaban el paso del oficial, a la par que los coloridos vitrales con imágenes santas vibraban a efecto de los porros que la banda municipal ejecutaba desde la tarima del parque principal, justo al frente de la iglesia. De no ser porque llevaba su boina en la mano, tal como lo exige el protocolo en lugares cerrados, se podía decir que Matallana lucía impecablemente su uniforme. Mientras se Mártir
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persignaba, el Capitán apoyó sus rodillas en el reclinatorio, dispuesto a anunciar las novedades y a descargar una que otra angustia en el obispo; sabía que no podía demorar más de la cuenta, pues era él quien debía encender la cadena de cohetes pirotécnicos que clausuraría las fiestas del pueblo y que la misma policía financiaba. –Su puntualidad habitual no deja de sorprenderme, Capitán– le saludó con sincera amabilidad el obispo mientras, dentro del confesionario, desgranaba las cuentas del rosario de oro que el mismo Matallana le había obsequiado en la última fiesta de San Sebastián, patrono del municipio. Por ser el oficial de más alto rango en la región, el Capitán quedaba encargado de las decisiones administrativas de la ciudad durante las prolongadas ausencias del alcalde, quien se excusaba por sus quebrantos de salud para frecuentar la capital de la nación. 68
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–Mi papá solía decir, señor Obispo, que la puntualidad es la forma más sutil de demostrar el respeto, y hacia usted, eso me sobra– se explicó. Dentro del confesionario, el obispo esbozó una sonrisa de satisfacción ante la delicada reverencia. –Cuénteme, ¿viene esta vez a contarme sus culpas o solo a darme a conocer las novedades de la actividad? –Un poco de ambas, señor Obispo, aunque debo decir, con total honestidad, que cierta circunstancia turba mi tranquilidad… –O sea, que las noticias sobre la lucha no son buenas. –Definitivamente no, de ninguna forma, señor Obispo –replicó el capitán, antes de inhalar una enorme bocanada de aire. –Las calles están llenas de rumores de que los rojos están planeando un golpe, un golpe duro. Hablan de dos personas importantes como probables objetivos... Mártir
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El rostro risueño del obispo Manrique demudó en un semblante de intriga. La curiosidad lo llevó a preguntar por los nombres de los amenazados. El policía se tomó su tiempo para responder. –Hablan del Capitán Augusto Matallana y del Obispo Horacio Manrique– respondió con solemnidad. Durante algunos segundos, el Obispo sintió el flujo de su sangre en el rostro y el vacío en el pecho típico del miedo. Por primera vez en su vida le sobrecogió la sensación del peligro inminente. Pasó saliva, en un intento por aliviar su incipiente angustia. Sintió, además, la necesidad de fumar, pero había gastado su último Piel Roja algunos minutos atrás. – ¿Qué tan confiable es la información, Capitán? –Muy confiable, monseñor. El dato provino de nuestro infiltrado. Es una certeza absoluta 70
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que, en una o dos semanas, a alguno de los dos nos van a matar. Gruesas gotas de sudor comenzaron a resbalar por la calva del obispo, bordeando sus sienes; trataba de secarlas con un pañuelo púrpura a medida que aparecían. Respiró hondo y recobró la compostura para continuar su indagación. –¿Y ya se ha tomado alguna medida?– Había guardado su pañuelo, ahora pasaba las yemas de los dedos por su barbilla mientras con su mano libre seguía sosteniendo el rosario de oro. No esperó a la respuesta del Capitán. Desprendió la mano siniestra de su rostro y la sacudió al aire con un ademán de irrelevancia. –Definitivamente no conocen de escrúpulos. ¡Pensar en atentar contra un hombre de Dios, habrase visto! No piense que considero que las amenazas en contra suya son más justificables, Capitán, pero usted Mártir
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era consciente de los riesgos que corría cuando aceptó la carrera policial– sentenció Manrique. –En ambas cosas tiene usted razón, señor Obispo– consintió Matallana. –No sería bien visto, dada mi posición, que me acobarde justo en el momento en que más se espera de mi parte. En cuanto a la moral de los rojos, me sorprende que usted, hombre de reputada inteligencia, pueda pensar que semejante plaga conserve algo parecido a los escrúpulos. El obispo asintió, en reconocimiento a su propia torpeza. –Recientemente– retomó el capitán –han conseguido muchos adeptos entre los colegiales, entre los poetas borrachos y los degenerados disfrazados de intelectuales. Los estudiantes se están dejando ensuciar los oídos con las patrañas liberadoras, que no son sino depravación deprimida, señor 72
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Obispo. Capturamos algunos, pero no hablan, no dan nombres de jefes o algo parecido. El obispo Manrique escuchaba con absoluta atención a Matallana. Compartían la visión de que las nuevas tendencias políticas constituían una amenaza para la devota comunidad, y aplaudía los esfuerzos de la Policía para controlar su expansión e influencia. –¡Qué suerte tiene este pueblo de contar con gente como usted, capitán!– Aseveró con complacencia y exaltación el obispo. –No me cabe la menor duda de que todo ese revuelo es obra del diablo mismo. ¡No hay que permitir que se tome la ciudad, porque si se apodera de una comunidad tan consagrada a Dios como la nuestra, se puede tomar cualquier parte del mundo! ¡Hay que hacer lo que sea necesario, Capitán, lo que sea!– finalizó con vehemencia, alterado, como cada vez que discutía sobre asuntos políticos. Sus últimas Mártir
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palabras alentaron de forma especial al Capitán Matallana a cumplir con el cometido que se había propuesto para aquel día. Augusto Matallana, aún un temeroso de Dios, sentía el deber de seguir consultando al Obispo. –Debo confesarle, monseñor, –comentó dubitativo– que he sentido miedo de obrar mal, de caer en algún tipo de desacuerdo con los designios divinos. El rostro de Manrique se tornó tosco, vehemente, para luego suavizarse en una sonrisa de tranquilidad. –Habrá oído usted aquella típica frase que dice que “Dios trabaja en formas misteriosas”, Capitán. A veces, estas formas parecen contradecirse con la misericordia misma del creador –explicó el obispo– Por eso no cualquiera es capaz de atender el llamado del deber, y pocos son los que se atreven a ejecutar su obra; pocos son los llamados a 74
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cumplir el deber. Usted, Capitán, tiene el carácter y los valores necesarios. Las palabras del obispo Manrique acabaron de convencer al capitán. Ahora, al militar le rodeaba un aura de superioridad moral basada en el beneplácito del mismo obispo y sostenida por la firme convicción de la rectitud de sus acciones. Matallana se convencía a sí mismo de ser un hombre de costumbres correctas, de conducta intachable, dedicado y fervoroso protector de las más nobles y fundamentales causas: Dios, la patria y la familia. La conversación con el Obispo, sin duda alguna, había reafirmado su convicción de ser un soldado de Dios, y como tal, haría lo necesario para cumplir sus designios. Aun así, la duda no tardó en aparecer de nuevo. –Monseñor... ¿Y si fallo? –Entonces será usted un mártir de la causa, Capitán –señaló con gravedad el Obispo– Será usted como tantos otros que han Mártir
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muerto defendiendo la cruz y los valores que ella representa, santos, hombres de Dios. Además, si la desgracia ocurriese y alguno de los dos resultásemos muertos, Capitán, usted bien sabe que el caso llamará la atención de la opinión pública nacional y que el gobierno se verá obligado a reforzar la lucha, con más pie de fuerza y recursos, Capitán. Matallana reflexionaba sobre cada una de las palabras del obispo, ahora con total certidumbre de la pertinencia del paso a seguir, pues hasta el mismo Manrique le había confirmado la convicción con la que había entrado a la iglesia. Se disponía a despedirse cuando volvió a su cabeza la pregunta elemental. –Monseñor Manrique, ¿es normal temer a la muerte? El obispo se reclinó, había memorizado la respuesta que todos los feligreses recibían de su parte al respecto. 76
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–Capitán, quien muere en Dios, obrando de acuerdo a su palabra, no debe tener miedo a la muerte. Usted ha sido un cristiano ejemplar y honesto, y puede estar tranquilo. Se hincó, haciendo una última reverencia antes de despedirse del obispo. –Padre, no se olvide de disculpar mis pecados. El padre realizó la reverente señal de absolución desde su cubículo. –Yo te perdono, en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Recuerde, Capitán, cerrar la puerta, como siempre. El capitán agradeció la atención del obispo y emprendió su camino de vuelta a la calle, nuevamente por la puerta por la que entraban y salían los suicidas. Pero esta vez no cerró la puerta al salir, sino que alzó su mano derecha para persignarse. Mientras formaba la cruz imaginaria, miró a los dos hombres a los costados de la entrada de Mártir
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la iglesia y asintió con su cabeza. Cuando los subordinados pasaron por su lado, les recordó que debían actuar sin temor, pues obraban con la complacencia de Dios. La algarabía producida por la música de la banda y la multitud que bailaba a su ritmo concentraban la atención de todos los presentes en el parque, quienes esperaban que el Capitán Matallana apareciera para encender los fuegos artificiales. Los dos sujetos esperaron hasta que el primero de los voladores de la hilera de cien explotara en el aire para actuar; uno se quedó custodiando la puerta desde afuera mientras el otro, también uniformado, repitió los pasos previos de su Capitán hasta el confesionario, abrió la cortina del cubículo y encontró al obispo aún sentado secándose el sudor de la frente. Ninguno de los habitantes se percató de que se escucharon ciento dos detonaciones, en lugar de las cien correspondientes a los juegos pirotécnicos. El 78
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gendarme encargado de ejecutar la treta tuvo tiempo de cerrar la puerta por donde había entrado y hacer la señal a su compañero para alejarse caminando con tranquilidad, pues solo su capitán los vio entrar, y nadie los vio salir. Dos horas después el pueblo notó el retardo del Obispo para la bendición de la clausura de las fiestas. Lo buscaron primero en la casa cural, pues algunos aseguraron haberlo visto entrar antes de las cinco de la tarde. Al no hallarlo, continuaron su búsqueda en la iglesia, a la que accedieron a través de la puerta que la conectaba con la casa que habían registrado previamente. El denso olor a cobre y el charco de sangre procedente del confesionario delataron pronto la ubicación del cuerpo de Monseñor Manrique. Fue el mismo capitán Matallana el designado para anunciar el terrible suceso a la multitud. Aprovechó la tribuna pública para exaltar las cualidades del inmolado faro espiritual de la Mártir
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ciudad. Ordenó a la comunidad recluirse en sus casas al tiempo que decretaba un duelo de tres días y el fin inmediato de las actividades festivas. La reacción del Gobierno no se hizo esperar, y pronto el presidente de la República desplegó todo su poder retórico en un emotivo discurso radiofónico que versó sobre cómo las ideologías emergentes estaban destruyendo a la sociedad actual, al mismo tiempo que reiteró la necesidad de aumentar el pie de fuerza en la región, tal cual como el obispo y el capitán habían previsto que ocurriría. El capitán, por su parte, escuchó complaciente el anuncio de más hombres a disposición para combatir a los rojos, y con este la confirmación de que su predicción había sido correcta; permaneció convencido de que había actuado por el bien común, pues Manrique era mucho menos indispensable en la lucha contra la insurgencia roja, sobre todo porque monseñor no era capaz de tomar 80
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las medidas necesarias para evitar que el mal se propagara. El resto del país escuchó la alocución presidencial con el periódico en sus manos, ese con la foto del ensangrentado cadáver de monseñor Manrique en la portada. La mano derecha del obispo aún se aferraba al rosario de oro.
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Y solo yo sabía por qué
Fue en una mañana de mediados de enero cuando mi vecino Julián Carmona se paró al frente de su casa para pegarse un tiro en la cabeza. Y solo yo sabía por qué. A Julián lo conocía desde la infancia. Había llegado al barrio donde he vivido siempre cuando ambos rondábamos los siete años, y muy pronto nuestras afinidades por los juegos de video nos hicieron afines. Eso sí, a diferencia mía, Julián era más bien reacio a salir a la calle, era un tipo ensimismado y tímido, bastante respetuoso de los mandatos de su madre, quien prefería mantenerlo encerrado en casa que rondando por allí; aun así, pronto ambos me tomaron confianza y le permitieron algo de libertad a Julián. No mucho tiempo después, con mis otros amigos del barrio, formamos una cofradía Mártir
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a la que se iban adhiriendo otros niños a medida que llegaban y se iban del vecindario. En andadas infantiles duramos hasta que cumplimos doce años, cuando los padres de Julián terminaron de construir su casa a las afueras de la ciudad. Después de eso, solo nos saludábamos cuando nos topábamos accidentalmente en alguna calle; además, nuestras amistades e intereses empezaron a cambiar y nos distanciamos levemente. Eso sí, cada vez que nos topábamos nos sobraban las anécdotas, la risa y los comentarios sobre la actualidad del fútbol mundial. Cuando llegó la hora de comenzar nuestros estudios universitarios, los encuentros se volvieron aún más esporádicos, pues ambos tomamos rumbos distintos. Yo me fui a la capital mientras él a una ciudad más cercana a nuestro pueblo natal. Pero al poco tiempo comenzó el auge de las redes sociales, y pronto nos volvimos a ver en contacto casi permanente. Ahora nuestras charlas no solo 84
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eran sobre fútbol y recuerdos ya lejanos, sino también sobre música, cine, política, y cómo no, mujeres. Fue precisamente a través de redes sociales que Julián me comentó que sus padres volverían a vivir al barrio de nuestra infancia, y que esperaba que eso se tradujera en más charla, chiste y cervezas en época de vacaciones. Y así había sido en general. En los periodos de descanso, varias veces a la semana, nos sentábamos al frente de mi casa con nuestros otros amigos de infancia sin más objetivo que comentar cuán incómoda podía resultar la vida de joven adulto. “Sin plata, sin tiempo, sin novia, lo único que tengo es sueño”, solía decir él, mientras que los ahorros que hacíamos para vacaciones ebullían en nuestras lenguas en forma de cerveza o gaseosa. Fue en ese tiempo cuando empecé a percatarme de las visitas femeninas a casa de Julián mientras sus padres salían al trabajo. Se puede decir que estas visitas se daban sin Mártir
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mayor frecuencia; supongo que su timidez era un rasgo que aún se conservaba, y que eso hacía que no las recibiera en la misma cantidad que yo. Eso sí, valga decirlo, cada visita se trataba de una muchacha distinta, cada cual de una belleza muy diferente a la última que le había visto entrar. Esto cambió cuando lo vi llegar una y otra vez de la mano, repetidamente durante dos años, con una muchacha muy morena, de piernas torneadas y una cadencia al caminar como de modelo; su cabello se curvaba a la altura de sus prominentes nalgas y se movía con soltura al ritmo de su cabeza. Más de una vez le expresé a Julián que su novia era una auténtica belleza, a veces incluso con comentarios que se podrían considerar de mal gusto, pero él, muerto de risa, solo atinaba a agradecer y a advertirme irónicamente que la chica estaba fuera de mi alcance. Considero que la relación de Julián comenzó a deteriorarse un año después de que los 86
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vi juntos por primera vez, precisamente en el día de mi cumpleaños. Yo había rentado una cabaña en las afueras para la celebración de la fecha y naturalmente mis amigos del barrio fueron invitados, junto con algunos excompañeros del colegio con los que nos congregábamos a jugar fútbol. Mientras mis amigos trataban de seducir a las solteras invitadas, quienes habían llevado a su respectiva pareja, Julián incluido, bebían y bailaban con ellas. En uno de esos momentos de jolgorio miré hacia donde Julián y su novia bailaban, solo para percatarme de la incomodidad de la morena; él se veía ridículamente torpe tratando de seguir el ritmo que con tanta gracia y soltura le imponía ella. Sabiendo que Julián no se incomodaría o se sentiría celoso de mí, puse mi mano sobre su hombro, y a modo de chanza le pedí que me “prestara” a su mujer; “ni más faltaba, muchas gracias hombre, seguramente contigo se sentirá más cómoda”, me dijo, y se apresuró a tomar Mártir
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asiento en la mesa de nuestros amigos de barrio. No tardé mucho en acostumbrarme al paso sensual de Carolina; seguía sus caderas casi serpenteantes con destreza y mis pies se movían a la par. Yo aprovechaba para hacer señales burlonas a Julián, ella le lanzaba uno que otro beso mientras girábamos alrededor de la pista. En medio de nuestra segunda canción, Carolina acercó su boca a mi oído para decirme que, indudablemente, yo era mejor bailarín que él. Agregó que ella, al igual que yo, vivía en la capital, e insinuó que Julián no se molestaría si fuera yo quien la invitara a bailar los fines de semana en lugar de alguno de sus compañeros de clase. Al final de la pieza, terminó con un “Entonces saldremos a bailar alguna vez, ¿no?”, y remató asegurando que el baile sería el único vínculo que habría entre nosotros. El caso es que nuestra tercera salida dio inicio a todo un idilio romántico que durante un poco más de dos meses nos 88
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unió en sendos despliegues pasionales que repetidamente nos llevaron a la cama. Al principio entendí cada encuentro sexual como meras casualidades irresponsables motivadas por la lujuria, pero al tiempo me percaté de que ella amanecía con sus brazos aferrados a mi pecho. Esto me llevó a optar a no comunicarme nunca más con Carolina y a romper toda relación o contacto con ella. Al fin y al cabo, a pesar de sus muestras de afecto, si se les puede llamar así, considero que debía entender nuestra situación de amantes furtivos. Así pasaron un par de meses hasta la siguiente época de vacaciones. Más de una vez habíamos ido a jugar fútbol con Julián y los muchachos de siempre, y nos habíamos tomado varias cervezas como era habitual. Un día, Julián rechazó una invitación a jugar diciendo que se sentía indispuesto y que no quería salir de casa, lo que se me hizo muy inusual. En aquella ocasión llegué solo a mi Mártir
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casa y lo vi, primero asomado por su balcón, y luego abriendo la puerta de su casa para abordarme. Ese día no me devolvió el saludo, sino que se acercó para encararme con sus ojos hinchados y enrojecidos, pero en calma aparente. “No hay nada que se oculte para siempre en este mundo, Ernesto, ya me enteré de absolutamente todo, todo”. En ese momento agaché la cabeza. ¿Qué más podía hacer acaso?, y él prosiguió: “Entiendo que follen, sí, es normal, no creas que no lo hice con alguien más cuando ella no estaba. Lo que no voy a perdonarte jamás es que te hayas dado al trabajo de enamorarla, de cogerla a tu antojo y dejarla destruida y totalmente desenamorada de mí. No quiero ni una explicación ni palabra de esto a nadie, ni a nuestras familias ni amigos, si es que aún tienes respeto por lo que fue nuestra amistad. Y no quiero escuchar explicaciones tuyas, no estoy para eso”, y procedió a guardarse 90
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en su casa. No tuve oportunidad de decirle que nuestros encuentros sexuales habían sido casi que accidentales, una deshonrosa casualidad, y mucho menos alcancé a explicarle que nunca hubiera pensado en enamorar a su novia a propósito. Aquellas palabras, las últimas que le escuché, retumban aún en mi cabeza cada vez que veo la puerta de su casa, como también truena el disparo con el que se voló los sesos, como la bocina del auto que sonó para que se moviera de en medio de la calle antes de matarse, como el violento y descarnado aullido de su madre al ver a su hijo sangrante en medio del pavimento; así mismo las palabras de la señora, que en el funeral de su hijo enredó sus manos a mi cuello para decirme que le alegraría mucho verme cada vez porque le recordaría cuánto me quería su hijo. Y por mi mente se desliza, como rollo de película, la imagen de Julián, recostado al balcón, o mirando hacia el infinito desde su terraza, un Mártir
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cuadro que se repitió por dos semanas hasta que tuvo el arrojo de suicidarse en frente de su casa, que también resultaba ser el frente de la mía. ¿Y en cuanto a Carolina? Sospecharía apenas de los motivos de Julián, o quizá muy en el fondo no quisiera admitir que los conocía. La vi por última vez en el velorio, al entierro no quise ir; a veces nos cruzábamos no miradas de odio, sino de culpabilidad, pero nadie entre nuestros conocidos, sentados todos ellos cerca de mí, pudo darse cuenta del secreto escondido entre nuestras miradas. Solo supe que, tiempo después, ella había optado por una beca internacional, había terminado sus estudios en Europa y establecido su familia allí. Ha pasado una década ya desde el suicidio de Juliancho. Tendríamos treinta años y seguramente tendríamos varios estudios de posgrado ambos. Quizá estuviéramos de vacaciones con nuestras familias, mis niños 92
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y sus posibles hijos, quizá ellos de Carolina misma. O quizá le hubiera jugado una mala pasada el destino, quién sabe, a veces me consuelo pensando esta posibilidad. Pero en últimas, siempre que salgo de mi casa tengo que encontrarme la de Julián de frente, allí donde vivieron sus padres hasta unos meses después de su muerte. Diez años desde el suicidio de Julián, y contando. Y, hasta hoy, solo yo sabía por qué.
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Contenido
Prólogo Jesús Ovallos, un aire puro más allá de los estoraques
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Tanatocracia
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Cándido can
23
Premio Internacional de Poesía de Los Infiernos
31
Manuel Jacinto Palomo, máximo hombre de letras de la ciudad
41
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67
Y solo yo sabía por qué
83
Mártir
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Este libro se terminรณ de imprimir para Ediciones Exilio en el mes de agosto de 2018 en los talleres grรกficos de Gente Nueva Editorial en el barrio Teusaquillo de Bogotรก