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Reloj de Bolsillo CHUSÉ INAZIO NABARRO
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Quimeras estivales y otras prosas valanderas JESÚS MONCADA
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El cura de Almuniaced JOSÉ RAMÓN ARANA
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El tren de Val de Zafán LIBRO COLECTIVO DE RELATOS
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Allí donde sopla el aire para agitar las hojas de los árboles CHUSÉ INAZIO NABARRO
La novela corta El cura de Almuniaced fue publicada en 1950 en Aquelarre, colección impulsada por el propio Arana. En su día tuvo gran reconocimiento crítico, y ha sido analizada y comparada con algunas de las grandes obras de la literatura hispánica del siglo XX, como San Manuel Bueno, mártir (1933) de Unamuno, Réquiem por un campesino español (1953) de Sender –titulada en su primera edición Mosén Millán, y publicada en la misma editorial que El cura de Almuniaced– y Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo. Mosen Jacinto es el personaje central de la novela. Es el cura rural de Almuniaced –localidad ficticia de los Monegros aragoneses donde se vislumbra el pueblo de Monegrillo–, rebosante de buena voluntad, culto, contradictorio y apasionado que, en defensa de sus feligreses, se enfrenta al poder imperante en el pueblo, ya sea el cacique, los milicianos anarquistas o las tropas franquistas.
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El cura de Almuniaced JOSÉ RAMÓN ARANA
JOSÉ RAMÓN ARANA
Adónde vamos ANA TENA PUY
El cura de Almuniaced
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José Ramón Arana (1905-1973), pseudónimo de José Ruiz Borau, nació en Garrapinillos (Zaragoza). Siendo todavía muy joven, entró en contacto con los círculos literarios de la ciudad y publicó sus primeros poemas. Después de desempeñar varios oficios, se casó y emigró a Barcelona para trabajar en una fundición. Ingresó en la CNT, a la vez que adquiría una amplia cultura autodidacta en los ateneos libertarios. Después de cinco años, vuelve a Zaragoza, donde será empleado bancario y se afilia a UGT, llegando a ser miembro de la ejecutiva socialista de Aragón. Al inicio de la Guerra Civil se encuentra en Monegrillo, lugar de procedencia de su familia materna. Allí asiste a la llegada de las columnas de milicianos anarquistas y ejercerá de maestro. Posteriormente se trasladó a Lérida y, al constituirse el Consejo de Aragón, fue nombrado consejero de Hacienda en el mismo. Por entonces entabló relación con María Dolores Arana, de quien tomó el apellido con el que firmó gran parte de su obra literaria. El viaje a Rusia en representación del Consejo de Aragón fue el germen de su primer libro: Apuntes de un viaje a la URSS. Acabada la contienda, pasó a Francia y fue internado en el campo de Gurs. Consiguió escapar del campo de concentración y marchó a América, estableciéndose en Santo Domingo primero y después en México, donde trabajó como vendedor de libros. Allí comenzó publicando colecciones de poemas y destacó como promotor cultural, participando en la fundación del Ateneo Español de México e impulsando la creación de editoriales y revistas literarias, como Aragón, Ruedo Ibérico y Las Españas, constituyendo esta última una de las más importantes publicaciones del exilio español en México. En 1968 empieza a padecer problemas de salud y aumenta su deseo de volver a España, cosa que no pudo conseguir hasta 1972. Publica entonces la primera parte de sus memorias, Can Girona, que no tuvieron continuación porque el tumor cerebral que padecía acabó con su vida. Sus restos descansan en Monegrillo, que no es otro lugar que su Almuniaced literario.
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El tren de Val de Zafán LIBRO COLECTIVO DE RELATOS
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Allí donde sopla el aire para agitar las hojas de los árboles CHUSÉ INAZIO NABARRO
La novela corta El cura de Almuniaced fue publicada en 1950 en Aquelarre, colección impulsada por el propio Arana. En su día tuvo gran reconocimiento crítico, y ha sido analizada y comparada con algunas de las grandes obras de la literatura hispánica del siglo XX, como San Manuel Bueno, mártir (1933) de Unamuno, Réquiem por un campesino español (1953) de Sender –titulada en su primera edición Mosén Millán, y publicada en la misma editorial que El cura de Almuniaced– y Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo. Mosen Jacinto es el personaje central de la novela. Es el cura rural de Almuniaced –localidad ficticia de los Monegros aragoneses donde se vislumbra el pueblo de Monegrillo–, rebosante de buena voluntad, culto, contradictorio y apasionado que, en defensa de sus feligreses, se enfrenta al poder imperante en el pueblo, ya sea el cacique, los milicianos anarquistas o las tropas franquistas.
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José Ramón Arana (1905-1973), pseudónimo de José Ruiz Borau, nació en Garrapinillos (Zaragoza). Siendo todavía muy joven, entró en contacto con los círculos literarios de la ciudad y publicó sus primeros poemas. Después de desempeñar varios oficios, se casó y emigró a Barcelona para trabajar en una fundición. Ingresó en la CNT, a la vez que adquiría una amplia cultura autodidacta en los ateneos libertarios. Después de cinco años, vuelve a Zaragoza, donde será empleado bancario y se afilia a UGT, llegando a ser miembro de la ejecutiva socialista de Aragón. Al inicio de la Guerra Civil se encuentra en Monegrillo, lugar de procedencia de su familia materna. Allí asiste a la llegada de las columnas de milicianos anarquistas y ejercerá de maestro. Posteriormente se trasladó a Lérida y, al constituirse el Consejo de Aragón, fue nombrado consejero de Hacienda en el mismo. Por entonces entabló relación con María Dolores Arana, de quien tomó el apellido con el que firmó gran parte de su obra literaria. El viaje a Rusia en representación del Consejo de Aragón fue el germen de su primer libro: Apuntes de un viaje a la URSS. Acabada la contienda, pasó a Francia y fue internado en el campo de Gurs. Consiguió escapar del campo de concentración y marchó a América, estableciéndose en Santo Domingo primero y después en México, donde trabajó como vendedor de libros. Allí comenzó publicando colecciones de poemas y destacó como promotor cultural, participando en la fundación del Ateneo Español de México e impulsando la creación de editoriales y revistas literarias, como Aragón, Ruedo Ibérico y Las Españas, constituyendo esta última una de las más importantes publicaciones del exilio español en México. En 1968 empieza a padecer problemas de salud y aumenta su deseo de volver a España, cosa que no pudo conseguir hasta 1972. Publica entonces la primera parte de sus memorias, Can Girona, que no tuvieron continuación porque el tumor cerebral que padecía acabó con su vida. Sus restos descansan en Monegrillo, que no es otro lugar que su Almuniaced literario.
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EL CURA DE ALMUNIACED
GARA VICEVERSA,
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Diseño de colección: Ricardo Polo. Equipo de Diseño Gráfico de Prames Dibujo de portada: Sèrgio Naya. Equipo de Diseño Gráfico de Prames
1ª edición en esta colección, septiembre de 2011
© Herederos de José Ramón Arana © de esta edición Gara d’Edizions © del prólogo Olga Pueyo Dolader GARA D’EDIZIONS Avda. Navarra, 8 E–50010 Zaragoza www.garadedizions.com e–mail: gara@garadedizions.com
I.S.B.N.: 978-84-8094-404-5 Dep. Legal: Z-Imprime: INO Reproducciones, S.A.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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EL CURA DE ALMUNIACED JOSÉ RAMÓN ARANA
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PRÓLOGO
El escritor y su obra El nombre de José Ramón Arana preserva la dimensión política y personal de José Ruiz Borau y revela su nueva filiación como escritor, librero y dinamizador cultural del exilio mejicano. Nacido el 13 de marzo de 1905 en Garrapinillos, donde su padre ejercía de maestro, fue Arana un hombre comprometido con su tiempo. Experimentó muy pronto el infortunio personal, pues el temprano fallecimiento de su padre, Ventura Ruiz Lara, sumió en graves dificultades económicas a la familia. Su madre, Petra Borau Alcrudo, pese a contar con lazos familiares en Monegrillo, se instaló en Zaragoza para sacar adelante a su hijo. Estos dos paisajes, el urbano donde vive su adolescencia y juventud, y el rural monegrino al que acude con frecuencia, configurarán desde entonces su territorio de vivencias y, más adelante, su región literaria. La capital, con sus callejas y torres mudéjares, especialmente la de San Pablo y el mercado de la plaza de Lanuza, será escenario de sus primeros empleos: ayudante de imprenta, chico de los recados en una ferretería e incluso torerillo en las capeas. Su experiencia laboral estable arranca en una fundición del Poble Nou. Hacia Barcelona parte a comienzos de los años veinte. Allí, conoce a fondo las condiciones extenuantes del mundo fabril y se inicia en la vida política como miembro del sindicato CNT. Es en esta etapa en la que alcanza, gracias a sus numerosas lecturas, un fondo de cultura autodidacta y donde cobra densidad su conciencia de clase, tal y como se recoge en su novela 7
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autobiográfica Can Girona1. En Barcelona contrae matrimonio con Mercedes Gracia Argensó y nacen sus dos hijos mayores, Alberto (1928) y Augusto (1930). En 1931, antes de la proclamación de la II República, está Ruiz Borau de nuevo en Zaragoza. Al poco de su vuelta accede a un puesto en el Banco Hispano-Americano. Su carácter combativo le unirá pronto a la ugetista Asociación de Empleados de Banca y Bolsa, y le pondrá en relación con los medios socialistas de la capital, llegando a formar parte de la Ejecutiva de la UGT en Zaragoza. El golpe militar de 1936 y el triunfo en las tres capitales de Aragón dejó a Ruiz Borau, como a tantos sindicalistas, obreros de izquierdas o simpatizantes republicanos, en el punto de mira de los sublevados. En ¡Viva Cristo Ray!2, nos ofrece un fresco vivo de la Zaragoza en vísperas de la sublevación; vemos a los falangistas crecerse ante la indecisión del gobernador a entregar armas a los militantes anarcosindicalistas y ugetistas que se posicionan frente a los cuarteles, temerosos del cariz que pueden tomar los acontecimientos. Con su familia, que se había incrementado desde su llegada a Zaragoza –Marisol (1934) y Rafael (1935)–, busca refugio en Monegrillo. En el pueblo materno será testigo de la llegada de los milicianos catalanes. De su labor de saqueo y quema de iglesias, se nutre sin duda el episodio que novelará años más tarde en El cura de Almuniaced3. Pese al predominio de la FAI-CNT, permanecerá en el pueblo hasta octubre actuando de representante ugetista en reuniones y asambleas, y ejerciendo entre tanto de improvisado maestro. Continuas desavenencias ideológicas le harán partir para Lérida con su familia, donde tomará contacto con el PSOE. 1 Can Girona. Por el desván de los recuerdos, Madrid, Al–Borak, 1973. Prólogo de Manuel Andújar. 2 ¡Viva Cristo Ray! y todos los cuentos, Zaragoza, Ediciones de Heraldo de Aragón, 1980. 3 El cura de Almuniaced, México, Aquelarre, 1950. Madrid, Turner, 1979. Prólogo de Manuel Andújar. El cura de Almuniaced [Cuentos], Sevilla, Renacimiento, 2005. Edición, introducción y notas de Luis A. Esteve Juárez. Esta edición añade diez cuentos que en diferentes momentos se habían publicado, más un relato inacabado y hasta entonces inédito.
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A partir de aquí se inicia una etapa que será decisiva en su vida. A finales de 1936 es elegido como uno de los representantes de la UGT en el Consejo de Aragón, con sede en Caspe, del que llegará a ser vicepresidente. Su ámbito de gestión en este órgano regional no se circunscribe a su labor inicial como consejero de Obras Públicas, de donde surgen reflexiones y directrices empapadas del amplio ideario de Costa; como consejero de Hacienda, desplegará un gran esfuerzo por levantar una organización tributaria que permita, a los recién creados Consejos Municipales, regular la vida económica estrangulada desde las capitales de Aragón y centralizar recursos para proseguir la guerra. En el poco más de medio año de vigencia del Consejo de Aragón, su trabajo de representación se despliega en numerosas gestiones oficiales, tanto con el Gobierno central en Valencia o con la Generalitat de Cataluña, como formando parte de la amplia representación frentepopulista que acudió a la celebración del 1º de Mayo de 1937 a Moscú4. Su estancia en Caspe supuso un acercamiento a la tesis comunista sobre la necesaria unidad de las fuerzas proletarias en torno a un Ejército Popular, al tiempo que un distanciamiento de sus compañeros anarquistas del Consejo. En el ámbito personal surgirá una inesperada relación con María Dolores Arana, de quien tomará el apellido para crearse, ya en el exilio, una nueva identidad. Disuelto el Consejo de Aragón en agosto del mismo año, no es fácil detallar los pasos de Arana. Se sabe que su familia está instalada en Monistrol en la segunda mitad de 1937 mientras, con un cargo político, Ruiz Borau vive en Barcelona con su nueva pareja. Tras su paso a Francia, a finales de 1938, inicia un camino sin retorno que le separará definitiva y dolorosamente de los suyos –del fallecimiento prematuro de su hija Mercedes (1937), con solo dos años, no tendrá noticia hasta mucho más tarde. El peregrinar de Ruiz Borau no difiere mucho del de otros españoles que sufrieron la fractura de la Guerra Civil. Forma 4 Fruto de este viaje serán sus Apuntes de un viaje a la URSS, Barcelona, Imp. La Polígrafa, 1938 y, posiblemente, un libro de poemas, hoy inencontrable, titulado Mar del Norte, mar Negro. En ambos firma aún con su verdadero nombre, José Ruiz Borau.
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parte de esa cohorte de exiliados que cruzaron la frontera para acabar diseminados, tras sufrir la infamia de los campos franceses, por tierras americanas. En el campo de refugiados de Gurs (Pyrénées Atlantiques), y sin duda temiendo por su vida, adopta el que será en adelante su nombre, José Ramón Arana. No debieron ser pocas, en la Francia ocupada y con un gobierno colaboracionista, las vicisitudes que tuvo que pasar Arana para embarcarse. Con su nueva compañera María Dolores y el pequeño Juan Ramón (1939) viajará desde Marsella a la Martinica, de allí a Santo Domingo, donde nacerá Federico, para recalar, como tantos exiliados, en Méjico. Aunque las dotes literarias de Arana ya apuntaban en sus contribuciones de juventud a la revista zaragozana Pluma aragonesa, su quehacer literario cobra hondura en el exilio. En 1940, en Bayona, está fechado el poemario caligrafiado e ilustrado a mano por María Dolores –Marixa–, Viva y doliente voz5. En Santo Domingo publica en 1941 la antología Ancla, un librillo de trece poemas que remite a volúmenes anteriores, hoy desconocidos, al tiempo que introduce composiciones de obra al parecer en preparación. Algunas de ellas verán la luz posteriormente bajo un nuevo título: A tu sombra lejana, su mejor poemario, que fue publicado en Méjico en 1942. La construcción de un futuro en aquellas tierras alejó a Arana del mundo poético. Dirigió su tesón no solo a conseguir un medio de ganarse la vida, su librería6 –primero ambulante y luego con sede en varios domicilios–, sino a crear un espacio donde los exiliados pudieran reunirse y alumbrar líneas de acción cultural y política con el fin de mantener viva la patria perdida. Los cinco números de la revista Aragón (1943–1945) son un ejemplo del hervidero de sueños en el que se movía el círculo aragonés, abierto a colaboradores de peso como los poetas Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti y León Felipe, o filósofos 5 Una cuidada edición de Javier Barreiro, José Ramón Arana. Poesías, Zaragoza, Rolde de Estudios Aragoneses-Diputación de Zaragoza, 2005, reúne la totalidad de la poesía publicada y manuscrita de Arana. 6 Ver el sugestivo libro de Simón Otaola, La librería de Arana. Historia y fantasía, México, Aquelarre, 1952. Madrid, Ediciones del Imán, 1999.
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como García Bacca o Bergamín, entre otros. La segunda revista de Arana se llamó Ruedo Ibérico. Su único número (septiembre, 1944) preludia la que será la labor de una de las cardinales publicaciones del exilio: recrear España desde el diálogo con todas las sensibilidades vencidas para hacer germinar una nueva conciencia nacional, examinar las causas que habían abocado a la Segunda República a la guerra y a la derrota y crear un vínculo de proximidad y entendimiento entre la España peregrina y la del interior. De esas premisas surge Las Españas7 (1946–1963), que modificó su nombre a partir de 1956 en Diálogo de las Españas, y que fue resultado del proyecto que Arana y Manuel Andújar impulsaron junto al esfuerzo de otros exiliados (Anselmo Carretero, José Puche). La actividad intelectual de Arana se prodiga sin desmayo. A sus numerosos artículos y secciones fijas en la revista sobre temas culturales y de pensamiento político, hay que sumar los editoriales, mayoritariamente salidos de su pluma, que a lo largo de los años adquieren carácter ensayístico. A la cuestión de la reconstrucción nacional, temprano motivo del encono con los comunistas, dedicó Arana páginas en las que destilaba su ideario. Teñido de autocrítica y superado el espíritu de bando, busca la derrota del franquismo intentando conectar con las líneas que la resistencia interior promovía y rompiendo con ese espejismo de España que el destierro prolongado acaba forjando. Así, aparecen folletos como Politiquería y política (1945), Esta hora de España (1957), De pereza mental (1967) y el más extenso Las nuevas generaciones españolas (1968) –los dos últimos con el seudónimo de Pedro Abarca. Como editores, el grupo de Las Españas nos ha legado en su colección Aquelarre obras de gran calado y variedad, de las que me limito a citar El cura de Almuniaced (1950) o el drama Veturián (1951), del propio Arana, y Mosén Millán8 (1953) de Sender. 7 Para calibrar la importancia de esta revista puede verse el estudio de James Valender y Gabriel Rojo Leyva (eds.), Las Españas. Historia de una revista en el exilio (1946–1963), México, El Colegio de México, 1999. 8 El título de todos conocido Réquiem por un campesino español fue adoptado por Sender en la edición norteamericana de 1960.
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Con estos dos libros inicia Arana su obra narrativa. En ellos la guerra y la terrible represión cobran vida en un paisaje bien familiar: Monegrillo. Los amplios horizontes, la luz reverberando sobre la tierra abrasada de sol, la soledad de los secanos, la torre mudéjar de San Veturián, la sierra monegrina, todo este paisaje recreado delata la añoranza, acrecentada tras la muerte de su madre en 1956, que inunda a Arana en sus años de exilio. Profundas resonancias aragonesas asoman en el nombre del último de sus hijos, Miguel Veturián, fruto de la relación con la leridana Elvira Godás, con quien se casa a finales de 1960. Cuando al término de esa década su salud empieza a resquebrajarse, la idea de volver a España surge ya inaplazable. Con Elvira se instala en Castelldefels en 1972 y, un año después, en julio de 1973, fallece como consecuencia de un tumor cerebral. Está enterrado en Monegrillo, junto a su madre. El cura de Almuniaced De los espacios que aparecen en la novela, la solana a la que cada mañana, como cumpliendo un rito, sube mosén Jacinto tiene su contrapunto literario. Frente a la panorámica de dominio que arroja la visión de Fermín de Pas9 desde el mirador de la catedral, señoreando su influencia sobre la burguesía de Vetusta, la mirada que mosén Jacinto derrama sobre el horizonte circundante atesora el paso de los años. De la torre mudéjar de San Veturián, saltan sus ojos a las afueras del pueblo y hacia los caminos que ascienden a la Sierra Monegrina para trazar, finalmente, su paisaje interior. Las ruinas de la ermita de San Caprasio testimonian el desmoronamiento de sus ilusiones de juventud: “llegó a soñarse otro apóstol de Cristo. Imaginaba mares lejanos, fabulosas islas, hombres en bárbara inocencia, y al final, el martirio como dulcísimo nacer hacia el corazón del Padre”. La dicotomía civilización/barbarie que dejan entrever estos sueños de seminarista será matizada por los acontecimientos a lo largo de la novela para renovarse con su muerte a manos de un mercenario franquista. 9 Leopoldo Alas Clarín, La Regenta.
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¿Había valido la pena, se pregunta mosén Jacinto, enterrarse en “aquel secarral de tierras y de almas”? El balance no resulta muy alentador. A su afán evangelizador inicial pondrá freno la diluida fe de sus parroquianos, para quienes Dios era solo “un amasijo de supersticiones que aflora en horas de desgracia y en los umbrales de la muerte”. Su labor pastoral, reducida a ayudar a los más necesitados, le acarreará las sospechas del obispado y la irritación de las “fuerzas vivas”. El desengaño le dicta que su vida es “pasar como una sombra perdida en otras sombras”, pero su espíritu, agudo e inquieto, no logra amoldarse a ese escueto discurrir. A qué aferrarse cuando los suyos resultan “gentes petrificadas”, aupadas en el caciquismo político y lucradas en la explotación: “Para don Froilán, las buenas costumbres eran prestar al treinta por ciento; tener jornaleros por dos pesetas cuando la siembra y la recolección, disponer de los votos y hacer mangas y capirotes en el Ayuntamiento”. Sin referentes de clase, ve con asombro el despertar del pueblo que trae la República y, aunque hace suyo ese reverdecer de anhelos, la negación de Dios lo acabará sumiendo en un presente de cavilaciones. Como un “sueño de vida no vivida” contempla el párroco los años pasados, pero en la confianza mesiánica de algo que está por venir. En este punto de la novela su misión pastoral se imbrica en la historia colectiva de España. En la situación de excepción que introduce la guerra mosén Jacinto irá definiendo su temperamento, heredero de “toda la violencia feudal de su casta”, y su actitud supondrá un desafío a la gente de orden. Desde el casino la radio difunde que el “glorioso ejército ha emprendido la cruzada salvadora”. Con la misma vehemencia que rechaza la violencia evangelizadora –“¡Más pudo el amor de Jesús que la espada de Pedro!”– condena la infamia del lenguaje. Sobre la mezcla de intereses políticos y religiosos que para las fuerzas vivas entraña la palabra cruzada, alzará mosén Jacinto el rotundo y “claro como el agua” mandamiento divino que ha de constituir su única bandera. Su negativa a abandonar el pueblo para ponerse a salvo en la cercana Zaragoza, ofrecerá un nuevo capítulo de enfrentamiento. Como el notario, el cabo Hermógenes Galindo, 13
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atemorizado por el ímpetu irrefrenable del cura, percibe “aquella extraña fuerza que intuía superior al uniforme, a todos los códigos y las ordenanzas”. Igual que la guerra cuestiona la pertenencia de mosén Jacinto a una clase social, la duda espiritual sacude la fe aprendida en el seminario. Con el ánimo quebrantado por los primeros ecos de la guerra, busca en la lectura de Unamuno la razón de su desasosiego. En el aserto: “Antes quiero verdad en guerra que no mentira en paz”, encuentra el cura de Arana su fuente espiritual. Para las almas ambiciona inquietud, viveza, asombro, y no la sequedad que intuye entre los suyos. La imagen del temblor de los chopos en el agua resume la angustia de ese pasar-morir ante el que no cabe resignación cristiana. Dos conflictos, uno interior, de orden metafísico y otro exterior, plasmado en la guerra, convergen en el texto escindiendo la conciencia del abrumado mosén Jacinto. Su “sed de verdad lógica” se irá modulando en concurrencia con personajes y situaciones. Don Jerónimo, el médico, representa el pesimismo existencial ribeteado de materialismo. Nada, ni lo divino ni lo humano le hace mella. Cifra la vida en un espectáculo donde el hombre interpreta el papel más grotesco y considera la guerra como un mínimo episodio en la inabarcable duración del cosmos. En su incredulidad desolada, “prefiero la desesperanza cerca de la verdad que la esperanza en la mentira”, solo un interrogante surge sobre la naturaleza del dolor. A este pensar sobre el significado trascendente o mecanicista del dolor opondrá mosén Jacinto el unamuniano sentir como forma cardinal de entender. Con Fermín, antiguo monaguillo que ha vuelto al pueblo con las columnas de milicianos anarquistas, se actualiza la dimensión esencialista sobre un fondo social en el que predomina la injusticia: “¿Cómo voy a negar que el medio físico y social, junto con la realidad económica, influyen en el hombre? [...] La libertad económica por toda libertad, es el plato de lentejas por el que pretendéis cambiar la progenitura [...] Yo también quiero arrancar a los hombres de la miseria, y tú lo sabes, pero no a costa de secarles el alma”. 14
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La dualidad en la que se debate cobra su máxima expresión la tarde de la quema. Los milicianos arrastran las imágenes hasta la plaza de Almuniaced para prender una hoguera. Con estupefacción contempla el rito que augura un nuevo mañana y formula un análisis sobre la religiosidad del pueblo. Al paganismo soterrado que se adivina en las gentes, los siglos de predominio de la Iglesia católica y romana solo han opuesto “una delgada capa de cal ocultadora del granito ibérico”. Todo ese entramado de advocaciones que la gente venera es un remedo de la antigua idolatría. Observa la plasticidad del cuadro y, en el desfile de las tallas recorriendo a trompicones las calles, ve “carne apolillada, llena de manaderos de serrín muy pálido; [...] ademanes retóricos, gestos de mentirosa huida hacia no vistas claridades celestes; desdén por esta tierra nuestra que es ansia y centelleo en la entraña del hombre”. Toda esa pompa de devociones de la Iglesia palidece ante la presencia serena del crucificado: “¿Qué importaban los santos si Cristo lo abrazaba todo y hasta los bárbaros lo llamaban suyo, presos en su ternura?” La voz del viejo organista apelando a Dios supone para mosén Jacinto un proceso de catarsis, y a la luz que irradia la hoguera se descubrirá “sucio de caridad y de basura de palabras”. La guerra avanza, se oye el cañoneo cercano, y los dos conflictos superponen su demarcación literaria. Sobrecogido ante la tragedia, el párroco niega la legalidad que la violencia instituye. Igual que rechazaba la paz anterior, fundada en la injusticia social y en un statu quo inamovible, desconfía de la paz que establecerán los fusiles, odio enquistado de cuyo fruto solo espera podredumbre: “¡Que no se puede matar y ver morir impunemente!” Con los nervios a flor de piel piensa que todo su consumirse era fruto de su aspiración racional. Incluso el sosiego, aquella “acompañada soledad” que le proporcionaba el campo y el azul del cielo, aquella comunión con el paisaje, no encerraba más que soberbia complaciente. Solo en breves instantes, centelleos de luz, se asoma al misterio, y de nuevo una tristeza gris vuelve a asolar el alma. 15
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Cuando los nacionales entran en el pueblo, la noticia de los fusilamientos acrecienta la intensidad del drama que vive el párroco. El golpeteo de la sangre fluye arreciando su carácter. Arrebatado en furia, se lanzará a redimir la dignidad humana perdida en aquel caos histórico: impedir la matanza es lo único que puede justificar su existencia personal y cristiana. Tres visiones de la Iglesia Es casi imposible eludir la relación entre el cura de Arana y el don Manuel de Unamuno10. El reflejo que tiene el pensamiento unamuniano en mosén Jacinto es evidente, pero la humanidad que este rezuma lo conduce por una senda menos subjetiva. Es Manuel Bueno una conciencia descreída, un intelectual teológico que restringe las distintas religiones al mismo pragmatismo: ofrecer consuelo ante la muerte, levantando un decorado similar repleto de dogmas y de resignación. Su labor pastoral no es otra que mantener vivo el engaño, predicar la trascendencia ante unos feligreses a los que considera insuficientemente preparados para aceptar la amarga verdad: la disolución en la nada. En su aproximación a Lázaro, no busca sino esa intersección en la que se cruzan el camino del que pone en duda su fe aprendida y los de quienes, desde el agnosticismo, están dispuestos a admitir la ilusión como consuelo. Por paradójico que parezca, en el cura de Unamuno se percibe el eco de las tesis marxistas, pues qué otra cosa que adormidera, disfrazada de mentira piadosa, dispensa desde el púlpito don Manuel a sus parroquianos. Una actitud paternalista que vela a su comunidad su propio sufrimiento interior, la culpa de haber nacido, y que acabará por recibir el aplauso póstumo de la Iglesia en forma de proceso de beatificación. Literariamente resulta forzoso hallar un contrapunto entre la estimulante duda unamuniana y la gastada paz que propone su personaje. 10 La novelita corta San Manuel Bueno, mártir apareció en 1931.
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Otro cura que se suele mencionar junto al de Arana es el mosén Millán de Sender, publicado en México solo tres años después. En ambos la acción literaria se sitúa en un momento histórico concreto, la Guerra Civil, y aflora un paisanaje aragonés compartido; pero sus afinidades son más coyunturales que de parentesco. A mosén Millán le es ajena la duda metafísica, es la culpabilidad lo que mortifica su conciencia. Sin ser una delación premeditada, su postura al señalar el escondite de Paco el del Molino resulta francamente ingenua y mosén Millán intentará reparar esa muerte, a manos de los falangistas que han tomado el pueblo, con una misa de réquiem. Sin resabios existenciales, resulta un cura representativo de la Iglesia oficial que abanderaría primero la guerra y posteriormente el franquismo. Le alarma la revolución social que pone en marcha la II República, ve imposible eliminar las diferencias sociales y acaba por revestir la injusticia económica de orígenes casi divinos. En ese compás de espera que resulta ser la novela, mientras las campanas convocan inútilmente a un pueblo que por miedo o reproche no comparece, mosén Millán, con la única asistencia de los tres caciques, solo acierta a contrarrestar su culpabilidad con una misa en sufragio. Mosén Jacinto, con un sentir muy unamuniano, percibe el aguijoneo vivificante de la duda: “La duda es testimonio de fe viva en lucha terrible con las sombras”. Sus vacilaciones espirituales no son fruto de una crisis de fe, como las de Manuel Bueno, sino que buscan la esencialidad en la vida misma. Una vida que en su juventud de seminarista había proyectado en lugares remotos, evangelizando salvajes, con la posibilidad de un martirio como salvoconducto hacia la gloria y que acabó hundida entre aquellas gentes y tierras resecas, donde finalmente sellará su vínculo. Si el “fraude piadoso” que mantiene don Manuel con sus fieles lo acerca a la beatificación, la actitud de mosén Jacinto solo despertará el recelo de la curia. En el contexto de la guerra, su compromiso con la paz, rehusando pasiones banderizas, lo convierte en víctima del fanatismo. Y es que la
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Iglesia que representa mosén Jacinto es una Iglesia militante. Su papel está muy cerca de lo que hacia el final del franquismo será el compromiso social de los “curas obreros” o, posteriormente y en otras latitudes, la teología de la liberación. Por ello, de los tres curas mencionados, resulta el más literario, el atisbo de lo que la Iglesia podría haber sido11. Olga Pueyo Dolader
11 Sobre el personaje del cura en el contexto de la Guerra Civil puede verse Luis A. Esteve Juárez, “La Iglesia que no fue: algunas imágenes del sacerdote en la narrativa del exilio”, en El exilio literario español de 1939. Actas del I Congreso Internacional (Bellaterra, 27 de noviembre–1 de diciembre de 1995), M. Aznar Soler (ed.), Sant Cugat, GEXEL, 1998, Vol. II, pp. 95-105. Un panorama más amplio de la figura literaria del sacerdote puede verse en el artículo de José Giménez Corbatón, “Una lectura de El cura de Almuniaced de José Ramón Arana, a los cincuenta años de su publicación”, Rolde. Revista de Cultura Aragonesa, Nº 94-95, octubre 2000-marzo 2001, pp. 50-59.
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EL CURA DE ALMUNIACED
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A mi madre
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Cada mañana, después de la misa, subía Mosén Jacinto a la solana. Buscaba en ella la acompañada soledad, ese vivo silencio de los campos donde alma y tierra dialogan sin palabras. Vencido el último escalón daba un hondo suspiro que le volvía los alientos; luego, empujaba el sillón frailuno cerca de la baranda; sentábase; liaba el primer cigarro matinal. Ascendía el humo en espirales lentas, azuladas, truncas cerca del techo en anchos anillos transparentes, y él los contaba en un juego pueril, consciente de aquella niñez suya que no acababa de morirse. Así, hasta la última bocanada. Luego, resbalaba los ojos por aleros y tejadillos buscando la torre mudéjar de San Veturián, el nido vacío de cigüeñas, el gallo loco de la veleta; abrevaderos de nostalgias, inagotable mundo de recuerdos. ¡Y qué dulces recuerdos, y qué acendrada vida tenían en él! Mirábalos como entrañables miniaturas donde veíase quieto en el tiempo, desgajado de este pasar constante hacia la muerte. «Nuestras vidas son los ríos...», y el recuerdo –pensaba– como un vilano de eternidad llovido del paisaje, como el temblor del chopo dentro del agua, que es agua estremecida de belleza y de la angustia de pasar. En este punto era la huida: ¡Fuera recuerdos! Y saltaba más allá de las eras y de los pajares, hacia «la Balsa Vieja» –brillante como un espejo fresco y redondo perdido en los secanos–; hacia las lomas de Santa Águeda y la barrera intensamente azul de Sierra Monegrina. En ella ya, subía los ojos hasta el pico más alto, donde la vieja ermita era un diminuto blancor. ¡San Caprasio! Su paseo de cada día antes de que las piernas se le hicieran torpes y pesadas como sacos de arena. Una hora de camino y se llegaba a las primeras sabinas: allí, en un ruedo de sombra, desayunaba; y luego, arriba de un tirón 23
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por la «senda del Dulero», bordeada de carrascas y tomillos que olían a gloria. Descansaba en los escalones de la ermita, sintiendo el aire ácido y luminoso retozar en su sangre. Sus ojos corrían la llanura buscando las venillas blancas de los caminos, el hondón violeta de los barrancos, el blancor deslumbrante de las parideras. Luego, saltaban a una remota lejanía, hasta la franja verde por donde el Ebro discurre entre mejanas. Mirándola, sentía vaga nostalgia de aquella tierra fresca y rojiza, llena de norias y hontanares, y hasta creía gozar un recordado aroma de habares y cerezos. En ella pasó algunos años de su niñez; en ella tuvo un amor de adolescencia, amor ingenuo y dulce que dejó en su alma como una tenue niebla de melancolía. ¡Buen tiempo aquél; toda la vida por delante, y el corazón lleno de sueños! Cuando la juventud –pensaba–, cada minuto habla de algo inminente que nunca acaba de llegar: hay en la sangre ese zumbido turbador que embriaga y ensordece; la seguridad de que todo es posible; un «siempre» maravilloso y tremendo que no ha de acabar nunca. Ahora, en cambio, sólo ceniza de recuerdos, y la esperanza en Dios, que siente como un gran regazo de ternura y de misericordia. A pesar de este sentir, cada vez más hondo, sufría, a veces, el aguijón de la duda. Dudaba, no en materia de fe, sino de la utilidad de su vida, de si tuvo sentido hundirla en aquel secarral de tierras y de almas. En sus años de seminarista llegó a soñarse otro apóstol de Cristo. Imaginaba mares lejanos, fabulosas islas, hombres en bárbara inocencia, y al final, el martirio como dulcísimo nacer al corazón del Padre. Eso soñé –pensaba–, y he aquí que todo ha ido desgastándose al correr de los días, en roce con estas gentes ásperas, remotas, como aplastadas de fatalismo y de tristeza. Para ellas, el cielo no es sino el gran camino de las nubes, camino en casi continua soledad, y su idea de Dios un amasijo de supersticiones que aflora en horas de desgracia y en los umbrales de la muerte. 24
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Al hacerse cargo de la Parroquia pensó que acaso fuera más importante restaurar el Evangelio en aquellas almas que alcanzar sus sueños de martirio. Por otra parte, en la entrega diaria y callada no cabía pecado de soberbia, y se dispuso a hundirse en el vivir silencioso y lento, a ser uno más, pero semejante a la levadura de que habló el Maestro, que fue escondida «en tres medidas de harina hasta que todo fermentó». Por entonces se le vio con la sotana arremangada, ayudando en sus faenas a los de mayor necesidad. Vinieron años malos y prestó dineros para comprar aperos y simientes, sin cobrar un céntimo de rédito; predicó contra la explotación, contra la usura, contra «quienes pretenden engañar a Aquel que lee dentro de las almas»... Don Froilán, el seráfico don Froilán, puso el grito en el cielo y la insidia en sus aledaños. Se indignaron las «fuerzas vivas». ¿Qué buscaba aquel hombre? Según don Cecilio, un acta; pero el viejo Bruil no opinaba lo mismo. «Ése busca una mitra, y si no, al tiempo», solía decir. Terciaba el farmacéutico: «Lo que tiene ése son muchos pájaros en la cabeza». Don Froilán ponía punto redondo: «Pájaros o mitras, el caso es que peligran las buenas costumbres». Para don Froilán, las buenas costumbres eran prestar al treinta por ciento; tener jornaleros por dos pesetas cuando la siembra y la recolección, disponer de los votos y hacer mangas y capirotes en el Ayuntamiento. ¡Caramba con el curita! Si no hubieran conocido a su familia, hubieran dicho de él que era un descamisado, un anarquista con sotana, pero todos tenían memoria de su padre, hombre acaudalado y devoto a más no poder; todos conocían a su tío, gran señor a la antigua, intransigente partidario de «la causa». Don Nicolás María Socuéllamos y Ferrán de la Viñaza –que así se llamaba–, era, por indiscutido derecho de sucesión y por méritos propios, jefe de la Comunión Tradicionalista en la comarca. Su padre hizo la guerra por la borrosa majestad de Carlos VII, y él, don Nicolás, soñaba el día de lanzarse a las que25
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bradas del Maestrazgo con la divisa del padre y del abuelo: «Dios y Fueros»; Dios, Patria y Rey, como ahora se decía. Temía don Froilán la cólera del caballero y antes de poner en juego sus influencias contra el ingenuo párroco, quiso enterarle de lo que él llamaba, con diplomático eufemismo, «peligrosas extravagancias hijas de la falta de experiencia y de la sobra de caridad». Oyóle don Nicolás con el ceño fruncido y muestras claras de impaciencia. Para él, cargado de pergaminos y de antepasados ilustres, la queja de aquel usurero enriquecido contra «uno de su sangre» andaba cerca de la injuria. Cuando acabó el ricacho, don Nicolás le espetó con voz atronadora: —¿Tiene barragana? —No. —¿Ha dado escándalo? —No. —Pues entonces, señor de Pérez –y mordió el de furiosamente–, pudo usted ahorrarse la visita. Don Froilán intentó dominarse: —He creído que una gestión amistosa... Levantóse don Nicolás echando fuego por los ojos: —La amistad es entre iguales, señor mío. Junto a la puerta oyó tronar la voz del caballero: —Y no olvide usted que es un Socuéllamos, ¿eh?; no olvide usted que es mi sobrino. Salió don Froilán dando traspiés, lívido de rabia. Aquel señor de Pérez sentíalo en el hígado como una picadura venenosa. Las resultas fueron un cólico hepático, que lo tuvo a las puertas de la muerte, y una balsa de odio contra todos los Socuéllamos habidos y por haber, que le anegaba el alma. Meses más tarde murió don Nicolás: él quiso verlo tieso y amarillo, turbios aquellos ojos que despidieron lumbre y desprecio contra su persona. Se puso en viaje y asistió al entierro, muy 26
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serio, muy solemne, pero empapadas de un extraño gozo las entrañas. Cuando el albañil echaba las últimas paletadas de yeso, se persignó farfullando: –Ahora te darán orgullo... Media hora más tarde conferenciaba con el señor obispo. Mosén Jacinto tuvo qué sentir de aquella visita. En un tris estuvo de perder su Parroquia; pero lo que llenóle de amargura fue, más que la tremenda injusticia, la sequedad de alma de la burocracia eclesiástica, el tono melifluo y desdeñoso de don Wenceslao Senén –nuevo jefe de «la Comunión»–, el helado azul de los ojos de su ilustrísima. ¡Cuánta tristeza en aquel tiempo! Bien era verdad que las gentes volvían a la Iglesia, pero no dejaba de entender que era por él, por agradecimiento, por cumplido, y que ni una chispa de inquietud o de fervor religioso había prendido en sus almas. Entonces empezaron sus excursiones a la sierra, y allí, con toda aquella belleza de Dios ante los ojos, pensó que había pecado de soberbia en cada intento suyo. ¡Ahí era nada, modificar hombres y costumbres él solo, con su infinita pequeñez! Años y desengaños fueron enseñándole que la vida es cosa vasta y compleja, algo que marcha trabajosamente por el esfuerzo de miríadas y miríadas de seres, y de cuyo avance, lento, maravilloso, sólo puede tenerse idea volviendo los ojos a la historia. Eso enseñaba la experiencia y por verdad lo tuvo; por verdad no sentida; «porque ya es moler –murmuraba– que nuestros actos no tengan sentido en el presente, que este soñar y este abrasarse sean cuando hayan dejado de ser, como la luz de las estrellas apagadas». Más de una vez reverdecieron sus ansias de apostolado. Pensaba entonces en la política como un medio de darse, y las palabras de su tío, de aquel buen caballero rezagado que fue don Nicolás, resonaban en él: «España está podrida hasta los huesos; podrida de caciques y masones, de Mesalinas coronadas, de anarquistas y de liberales hambrientos. Aquí nadie es lo que se llama ni cree en lo que dice; aquí todo está puerco de envidia y de miseria. El remedio está en un rey con las bragas bien pues27
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tas, en la vuelta a la tradición, a los fueros, a la vida patriarcal y sencilla». A cada instante sufría Mosén Jacinto un nuevo desengaño. Eran los suyos gentes petrificadas, hundidas hasta las cejas en polvo de milenios. Acercarse a ellos era verlos desnudos de gestos y chisteras, falsos, vacíos, chatos de fanatismo y crueldad. Así se fueron años y más años, en espera siempre de algo que viniera a justificar su vida, a salvarla de aquel pasar como una sombra perdida en otras sombras. A veces, se asombraba de hallarse en la vejez con el alma jugosa de la mocedad. Los años idos le parecían cosa de sueño, sueño de vida no vivida, donde los días se apagaban unos tras otros vacíos de sentido. Tenía la sensación de que todo iba hundiéndose en su torno, hasta su carne, y que sólo él quedaba igual que en el principio, como en espera de algo extraño y grande que estaba por llegar. Miró la implantación de la República como aviso de la Providencia a quienes se decían defensores de la religión y del orden; como castigo archimerecido a tanta hipocresía, a tanto egoísmo y vaciedad. Ahora despertarán, pensaba. Meses más tarde movía la cabeza lleno de pesadumbre. «¡No tienen remedio, no tienen remedio!... ¡Están dejados de la mano de Dios!» Por otra parte veía con asombro el renacer popular de España. Sus mismos labriegos parecían gentes distintas. Ya no tenían aquel gesto resignado y mustio, aquella opacidad y lejanía que le hacían verlos como sombras. Hablaban ahora de reparto de tierras, de créditos, de una escuela nueva junto al pinarcillo del Negro Bayod. Al caer la tarde los veía pasar hacia «el sindicato», charlando animadamente, y él se sumía en dudas y vacilaciones que le quitaban el sueño. «¿Sería bueno aquello? No, no podía ser bueno, pues se olvidaban de Dios. Pero, ¿y lo de antes? ¡Señor, qué tiempos, qué tiempos y qué angustia!» Percibía, además, un odio sordo, enconado, que iba creciendo y amenazaba arrasarlo todo; y se desesperaba mirando su impotencia, su total aislamiento en medio de los hombres. 28
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Ya nadie le escuchaba. Teníanlo en su partido por un pobre maníaco del amor y de la caridad; la burocracia eclesiástica dividía sus opiniones: unos le encontraban cierto tufillo de herejía y de liberalismo; otros le creían tarado de soberbia, indisciplinado y ambicioso. Para las gentes del pueblo era un hombre chapado a la antigua, bueno como el pan, pero incapaz de comprender la nueva vida que empezaba. Que hasta el viejo sueño de justicias y libertades –su ser más hondo–, les parecía una verdad recién hallada. *** Un atardecer de julio llegó el sacristán con la noticia: —Lo que usted esperaba, Mosén Jacinto. El corazón le dio un gran vuelco: —¿Qué? Desembucha, hombre. —¡Qué ha de ser!; que ya se ha armao la gorda; que se han sublevao los militares, y que pa acabarlo de arreglar hay huelga general en toda España. —¡Dios, Dios!... ¿Pero estás seguro? —Está diciéndolo la radio. Lo acabo de oír en el casino. —Vamos; acompáñame –y se anudaba lleno de azoro las cintas del manteo. Todos sus presentimientos iban a cumplirse. Otra vez padre contra hijo, hermano contra hermano... Otra vez odio por generaciones y generaciones. —¿Vienes? —Le acompañaré hasta la puerta: tengo que afeitar a don Jerónimo. *** Por los balcones del casino, abiertos de par en par, salía el mugido de la radio. Mosén Jacinto cruzó la calle en cuatro zancadas. Entró en el zaguán. —Hasta luego. —Con Dios, señor cura. 29
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Subió como una tromba, temiendo y deseando conocer las proporciones del desastre. Una voz ronca se deshacía en chillidos histéricos: «...¡Españoles! Frente a la anarquía y al caos, frente a la antipatria, es imposible dudar. Nuestro glorioso ejército ha emprendido la cruzada salvadora. En este momento solemne sólo cuentan los intereses sagrados de Dios y de la Patria. ¡Viva España! ¡Viva España! ¡Viva España!» Empujó la mampara hablando para sí: —¡Qué España va a vivir, si la están matando! Dentro las fuerzas vivas de Almuniaced vociferaban en pequeños grupos. Se le acercó el señor notario –alto, cetrino, marchoso– con un destello bronco en la pupila agitanada. —Al fin llegó la nuestra, Mosén Jacinto. Se le encendió la sangre al viejo párroco: —¿La nuestra? Será la suya, señor don Juan. Yo, aunque indigno, soy ministro de una religión que es toda amor y caridad, toda misericordia; que prohíbe expresamente la venganza, y cuyo quinto mandamiento es «No matarás». El notario rió nerviosamente. —¡Hombre!, yo le creía a usted más docto. Usted sabe, o debe saber, que no es igual matar por impulsos personales que matar en defensa de Dios y de la civilización cristiana –y poniendo un retintín maligno en las palabras–: Lo nuestro es una cruzada contra el ateísmo, contra la subversión criminal, contra el amor libre, y, por otra parte, la palabra matar no viene a cuento. Es muy poco poética. Se trata de separar la cizaña del trigo, de hacer una buena limpia... —Señor notario, yo no entiendo de sutilezas. La ley de Dios es clara como el agua, y no tiene, como las de los hombres, ninguna puerta falsa que permita burlarla. Sólo Él puede juzgar lícitamente. En cuanto a defender al Todopoderoso un mísero mortal, me parece falto de sentido, y en todo caso, grave pecado de soberbia. Bueno será, además, que analicemos sentimientos e impulsos, no sea que nos lleve el Malo a confundir nuestro 30
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Reloj de Bolsillo CHUSÉ INAZIO NABARRO
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Quimeras estivales y otras prosas valanderas JESÚS MONCADA
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El cura de Almuniaced JOSÉ RAMÓN ARANA
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El tren de Val de Zafán LIBRO COLECTIVO DE RELATOS
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Allí donde sopla el aire para agitar las hojas de los árboles CHUSÉ INAZIO NABARRO
La novela corta El cura de Almuniaced fue publicada en 1950 en Aquelarre, colección impulsada por el propio Arana. En su día tuvo gran reconocimiento crítico, y ha sido analizada y comparada con algunas de las grandes obras de la literatura hispánica del siglo XX, como San Manuel Bueno, mártir (1933) de Unamuno, Réquiem por un campesino español (1953) de Sender –titulada en su primera edición Mosén Millán, y publicada en la misma editorial que El cura de Almuniaced– y Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo. Mosen Jacinto es el personaje central de la novela. Es el cura rural de Almuniaced –localidad ficticia de los Monegros aragoneses donde se vislumbra el pueblo de Monegrillo–, rebosante de buena voluntad, culto, contradictorio y apasionado que, en defensa de sus feligreses, se enfrenta al poder imperante en el pueblo, ya sea el cacique, los milicianos anarquistas o las tropas franquistas.
www.garadedizions.com
El cura de Almuniaced JOSÉ RAMÓN ARANA
JOSÉ RAMÓN ARANA
Adónde vamos ANA TENA PUY
El cura de Almuniaced
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José Ramón Arana (1905-1973), pseudónimo de José Ruiz Borau, nació en Garrapinillos (Zaragoza). Siendo todavía muy joven, entró en contacto con los círculos literarios de la ciudad y publicó sus primeros poemas. Después de desempeñar varios oficios, se casó y emigró a Barcelona para trabajar en una fundición. Ingresó en la CNT, a la vez que adquiría una amplia cultura autodidacta en los ateneos libertarios. Después de cinco años, vuelve a Zaragoza, donde será empleado bancario y se afilia a UGT, llegando a ser miembro de la ejecutiva socialista de Aragón. Al inicio de la Guerra Civil se encuentra en Monegrillo, lugar de procedencia de su familia materna. Allí asiste a la llegada de las columnas de milicianos anarquistas y ejercerá de maestro. Posteriormente se trasladó a Lérida y, al constituirse el Consejo de Aragón, fue nombrado consejero de Hacienda en el mismo. Por entonces entabló relación con María Dolores Arana, de quien tomó el apellido con el que firmó gran parte de su obra literaria. El viaje a Rusia en representación del Consejo de Aragón fue el germen de su primer libro: Apuntes de un viaje a la URSS. Acabada la contienda, pasó a Francia y fue internado en el campo de Gurs. Consiguió escapar del campo de concentración y marchó a América, estableciéndose en Santo Domingo primero y después en México, donde trabajó como vendedor de libros. Allí comenzó publicando colecciones de poemas y destacó como promotor cultural, participando en la fundación del Ateneo Español de México e impulsando la creación de editoriales y revistas literarias, como Aragón, Ruedo Ibérico y Las Españas, constituyendo esta última una de las más importantes publicaciones del exilio español en México. En 1968 empieza a padecer problemas de salud y aumenta su deseo de volver a España, cosa que no pudo conseguir hasta 1972. Publica entonces la primera parte de sus memorias, Can Girona, que no tuvieron continuación porque el tumor cerebral que padecía acabó con su vida. Sus restos descansan en Monegrillo, que no es otro lugar que su Almuniaced literario.
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Allí donde sopla el aire para agitar las hojas de los árboles CHUSÉ INAZIO NABARRO
La novela corta El cura de Almuniaced fue publicada en 1950 en Aquelarre, colección impulsada por el propio Arana. En su día tuvo gran reconocimiento crítico, y ha sido analizada y comparada con algunas de las grandes obras de la literatura hispánica del siglo XX, como San Manuel Bueno, mártir (1933) de Unamuno, Réquiem por un campesino español (1953) de Sender –titulada en su primera edición Mosén Millán, y publicada en la misma editorial que El cura de Almuniaced– y Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo. Mosen Jacinto es el personaje central de la novela. Es el cura rural de Almuniaced –localidad ficticia de los Monegros aragoneses donde se vislumbra el pueblo de Monegrillo–, rebosante de buena voluntad, culto, contradictorio y apasionado que, en defensa de sus feligreses, se enfrenta al poder imperante en el pueblo, ya sea el cacique, los milicianos anarquistas o las tropas franquistas.
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José Ramón Arana (1905-1973), pseudónimo de José Ruiz Borau, nació en Garrapinillos (Zaragoza). Siendo todavía muy joven, entró en contacto con los círculos literarios de la ciudad y publicó sus primeros poemas. Después de desempeñar varios oficios, se casó y emigró a Barcelona para trabajar en una fundición. Ingresó en la CNT, a la vez que adquiría una amplia cultura autodidacta en los ateneos libertarios. Después de cinco años, vuelve a Zaragoza, donde será empleado bancario y se afilia a UGT, llegando a ser miembro de la ejecutiva socialista de Aragón. Al inicio de la Guerra Civil se encuentra en Monegrillo, lugar de procedencia de su familia materna. Allí asiste a la llegada de las columnas de milicianos anarquistas y ejercerá de maestro. Posteriormente se trasladó a Lérida y, al constituirse el Consejo de Aragón, fue nombrado consejero de Hacienda en el mismo. Por entonces entabló relación con María Dolores Arana, de quien tomó el apellido con el que firmó gran parte de su obra literaria. El viaje a Rusia en representación del Consejo de Aragón fue el germen de su primer libro: Apuntes de un viaje a la URSS. Acabada la contienda, pasó a Francia y fue internado en el campo de Gurs. Consiguió escapar del campo de concentración y marchó a América, estableciéndose en Santo Domingo primero y después en México, donde trabajó como vendedor de libros. Allí comenzó publicando colecciones de poemas y destacó como promotor cultural, participando en la fundación del Ateneo Español de México e impulsando la creación de editoriales y revistas literarias, como Aragón, Ruedo Ibérico y Las Españas, constituyendo esta última una de las más importantes publicaciones del exilio español en México. En 1968 empieza a padecer problemas de salud y aumenta su deseo de volver a España, cosa que no pudo conseguir hasta 1972. Publica entonces la primera parte de sus memorias, Can Girona, que no tuvieron continuación porque el tumor cerebral que padecía acabó con su vida. Sus restos descansan en Monegrillo, que no es otro lugar que su Almuniaced literario.