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Adónde vamos Ana Tena Puy Reloj de bolsillo Chusé Inazio Nabarro
3 Quimeras estivales y otras prosas volanderas Jesús Moncada 4
El cura de Almuniaced José Ramón Arana
5
Tren de la Val de Zafán Libro Colectivo de relatos
6
Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles Chusé Inazio Nabarro
7
El libro de Catòia Joan Bodon
8
El juguete rabioso Roberto Arlt
9
Licantropía Carles Terès
10
En medio de la nada Yevgueny Zamiatin
11
El último héroe Henrik Tikkanen
12
Mañana fue la guerra Boris Vasiliev
13
Aniko del clan Nogo / Musgo blanco Anna Nerkagui
14
Se nubla el cielo . Barbastro, 1064. La primera cruzada José Solana Dueso
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Llévame a pescar contigo Juan Carlos Marco Pueo
Hans Fischer, joven estudiante de Filología Románica por la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich, consigue una beca doctoral que lo lleva a la Baja Ribagorza (Huesca). Allí, mientras estudia la lengua de la zona, se convierte en un habitante más de una sociedad subdesarrollada y rural. Cincuenta años después, en el sur de Gran Canaria, deberá enfrentarse al sufrimiento que aquello provocó. Llévame a pescar contigo nos habla del miedo, del rencor y, sobre todo, de lo fuerte que el amor puede llegar a ser.
www.garadedizions.com
Llévame a pescar contigo Juan Carlos Marco Pueo
Llévame a pescar contigo Juan Carlos Marco Pueo
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Juan Carlos Marco Pueo nació en Fonz en 1969. Estudió Ciencias Físicas en la Universidad de Zaragoza. Desde entonces trabaja de profesor de Educación Secundaria. Su pasión por escribir se desarrolló cuando, todavía joven, conoció la obra de los autores clásicos bajorribagorzanos en lengua aragonesa. En las modalidades de poesía y relato corto ha recibido diversos premios en concursos literarios, como el Lo Grau, el Cleto Torrodellas o el Condau de Ribagorza. Ha publicado en revistas, periódicos o libros de fiestas. Algunos de sus textos han sido representados en recitales poéticos o en conciertos de música. Parte de su obra está recogida en el libro Be regulá. En castellano tiene publicado el libro de poemas La arena y el mar. Díxame pescá con tú es su primera novela, que ha sido traducida al castellano como Llévame a pescar contigo. Con ella ganó el X Premio de Nobela Curta Ziudá de Balbastro 2018. @chuandefonz
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3 Quimeras estivales y otras prosas volanderas Jesús Moncada 4
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Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles Chusé Inazio Nabarro
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Llévame a pescar contigo Juan Carlos Marco Pueo
Hans Fischer, joven estudiante de Filología Románica por la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich, consigue una beca doctoral que lo lleva a la Baja Ribagorza (Huesca). Allí, mientras estudia la lengua de la zona, se convierte en un habitante más de una sociedad subdesarrollada y rural. Cincuenta años después, en el sur de Gran Canaria, deberá enfrentarse al sufrimiento que aquello provocó. Llévame a pescar contigo nos habla del miedo, del rencor y, sobre todo, de lo fuerte que el amor puede llegar a ser.
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Llévame a pescar contigo Llévame a pescar contigo Juan Carlos Marco Pueo
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Juan Carlos Marco Pueo
Juan Carlos Marco Pueo nació en Fonz en 1969. Estudió Ciencias Físicas en la Universidad de Zaragoza. Desde entonces trabaja de profesor de Educación Secundaria. Su pasión por escribir se desarrolló cuando, todavía joven, conoció la obra de los autores clásicos bajorribagorzanos en lengua aragonesa. En las modalidades de poesía y relato corto ha recibido diversos premios en concursos literarios, como el Lo Grau, el Cleto Torrodellas o el Condau de Ribagorza. Ha publicado en revistas, periódicos o libros de fiestas. Algunos de sus textos han sido representados en recitales poéticos o en conciertos de música. Parte de su obra está recogida en el libro Be regulá. En castellano tiene publicado el libro de poemas La arena y el mar. Díxame pescá con tú es su primera novela, que ha sido traducida al castellano como Llévame a pescar contigo. Con ella ganó el X Premio de Nobela Curta Ziudá de Balbastro 2018. @chuandefonz
LLÉVAME A PESCAR CONTIGO
gara viceVersa, 15
LLÉVAME A PESCAR CONTIGO
Juan Carlos Marco Pueo Traducción: Pascual Miguel Ballestín
X Premio de Nobela Curta en aragonés Ziudá de Balbastro 2018
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Título original en aragonés: Díxame pescá con tú.
X Premio de Nobela Curta en aragonés Ziudá de Balbastro 2018 Diseño de colección y cubierta: Ricardo Polo. Equipo de Diseño Gráfico de Prames
1ª edición en castellano, julio de 2020 Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación, Universidad, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón
© Juan Carlos Marco Pueo © traducción Pascual Miguel Ballestín © de esta edición Gara d’Edizions
GARA D’EDIZIONS Avda. Navarra, 8 E-50010 Zaragoza www.garadedizions.com e–mail: gara@garadedizions.com I.S.B.N.: 978-84-8094-415-1 Dep. Legal: Z 1025-2020 Imprime: INO Reproducciones, s.a. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A Mรณnica
«En un llugá prou tal cual de la Ribagorza baixa va pasá una vez un caso rebutiente de sustancia». Pablo Recio (Cleto Torrodellas Mur)
El taxi que me llevaba al aeropuerto de Múnich cumplía con las indicaciones que se encontraba durante el recorrido. Al conductor, un hombre de mediana edad, se lo veía cómodo con su trabajo. Tenía los labios separados, como si se dispusiera a contar alguna historia en cualquier momento. Conducía un viejo Mercedes, tan bien conservado que parecía que durmiese en un museo cuando no rodaba por las calles. —No hay mucho tráfico. Llegaremos con tiempo de sobra al aeropuerto. ¿A qué hora me ha dicho que salía su avión? —A las cuatro y media. No es necesario que corra —dije yo—. De todas formas, gracias por preguntar. Dejamos la A9 y nos metimos en la A92. Nos costó llegar al Aeropuerto Internacional Franz Josef Strauss diez minutos más. Tras aparcar frente a la terminal, el conductor abrió el maletero y acercó mis dos maletas. Fue muy delicado al dejarlas en el suelo, lo que agradecí. Entre las dos cargaba casi cuarenta kilos. Le pagué la carrera y, al despedirme, le di la mano. Lo hice sin pensar. El hombre se quedó un tanto extrañado, pero no dejó de sonreír. En ese momento tomé conciencia de la inquietud que me alteraba, como cuando la vibración que produce el paso de los trenes a escasa distancia de nuestros hogares nos impide conciliar el sueño. Con una mochila a la espalda y el ordenador colgado del hombro derecho entré en el aeropuerto arrastrando las dos maletas. Lo coloqué todo encima de un carro y, guiándome por los carteles, llegué al mostrador de facturación. Cuando la maleta roja desaparecía por la cinta volví a sentir la misma desazón, esta vez concentrada en el estómago. Tuve la impresión de que la maleta se movía con lentitud. Sin ser muy consciente levanté un brazo varios centímetros e hice un gesto parecido a una despedida. —Su tarjeta de embarque, señor —oí que decía la chica del mostrador. La miré. En sus manos sostenía mi billete y la docu11
mentación. También ella giró la cabeza hacia donde se ocultaban las maletas, como si tratara de descubrir algo. —Gracias —contesté, y salí de la fila notando en la nuca la mirada de los que allí se quedaban. Me dirigí hacia el control de seguridad y, nada más entrar en la zona de embarque, busqué un lugar para sentarme a esperar. El aeropuerto rebosaba de gente a esas horas. En las cafeterías, algunas personas comían mientras otras miraban los teléfonos móviles. Algunos viajeros dormitaban en los asientos de los pasillos, mientras otros contemplaban absortos las pantallas en las que se anunciaban los vuelos. Antes de sentarme me acerqué a una de aquellas pantallas. El vuelo a Gran Canaria salía a las 16:30. Si había que embarcar media hora antes, tenía tiempo de sobra para tomarme un café con hielo. Para estirar las piernas caminé hacia las cristaleras que daban a las pistas. Un Boeing pintado de blanco en su totalidad esperaba junto a mi puerta de embarque. Me extrañó que no llevara ningún indicativo de la compañía, ni siquiera una bandera. Pude observar a parte de la tripulación moviéndose en la cabina. Unos operarios cargaban maletas en las bodegas de la aeronave y otros le acoplaban las mangueras con el combustible. Creí ver la maleta roja en uno de los carros que estaban a punto de cargar, pero lo movieron algunos metros y le perdí la pista. Me aproximé a las pantallas y vi que retrasaban una hora el embarque. Otros viajeros comentaban la situación con cara de resignación. Decidí darme una vuelta por las tiendas. Los aeropuertos eran los únicos lugares del planeta donde yo podía ir a mirar tiendas. Me ayudaba a pasar el rato hasta que me subía al avión. Curioseaba libros, perfumes, regalos insustanciales. Cuando alguna dependienta me preguntaba si buscaba algo en concreto me la quitaba de encima como podía y seguía husmeando por aquellos pasillos. Al cabo de una hora fui a la puerta de embarque para informarme sobre el retraso del vuelo. Un par de chicos jóvenes, desde 12
detrás del mostrador, intentaban serenar sin éxito a las decenas de personas que pedían explicaciones. El vuelo se retrasaba dos horas más por problemas técnicos, pero ninguno de los dos era capaz de aclarar de qué tipo de problemas técnicos estaban hablando. Ellos eran personal del aeropuerto —según explicaban—, no de la compañía que operaba el avión. Solamente transmitían lo que el representante de la compañía les había comunicado por teléfono. Intentaron tranquilizarnos diciendo que nos tendrían informados, que no debíamos preocuparnos y que en cuanto todo se solucionase podríamos embarcar como si nada hubiera ocurrido. Desde la amplia cristalera que mostraba las pistas vi que uno de los motores estaba descubierto. Dos mecánicos, uno a cada lado del motor, parecían estar reparándolo con la cabeza metida entre sus tripas. Un líquido blanco como el color del avión chorreaba de vez en cuando. En el suelo podían verse con claridad las manchas. —Ese líquido es del sistema hidráulico —explicó un señor jubilado que también viajaba en aquel vuelo—. He trabajado de lo mismo que hacen esos dos ahí, y como sea lo que yo pienso que debe de ser, no lo arreglarán de ninguna manera en dos horas. Esas averías tienen muy mala solución. Me juego lo que quieran a que como no traigan otro avión, hoy no salimos. La gente se alteró al oír el comentario y empezó a levantar la voz. En mitad del griterío los chicos del mostrador no daban abasto para contestar todas las preguntas que les hacían. Mientras me apartaba unos metros de aquella escena, trataba de convencerme a mí mismo de que la compañía pronto haría lo necesario para llevarnos a nuestro destino cuanto antes. Pasadas las dos horas que nos habían dicho, la pantalla informaba de un nuevo retraso; otras dos horas más. Los ánimos acabaron de caldearse. Los dos tipos que aparecieron por el mostrador no eran los mismos que los de la vez anterior. Las explicaciones que nos dieron eran similares, aunque esta vez nos informaron de nuestros derechos como pasajeros. Nos dijeron que iban a repartir unos vales de comida para que tomásemos lo que 13
quisiéramos mientras esperábamos a que saliese el avión. Cogí uno de aquellos papeles y me fui de allí a buscar una cafetería en la que gastarme los quince euros a los que tenía derecho. Cené más de lo que hubiese querido. Mientras dejaba pasar el tiempo repasaba el plan del viaje. Saqué los billetes y la tarjeta de embarque para comprobar los datos. Solo tenía un billete de ida, y de la fecha de vuelta nada más que una noción aproximada. Cuando me cansé de estar en la cafetería lo recogí todo, cargué con la mochila y el ordenador y fui caminando poco a poco hacia la puerta de embarque. A mitad de camino miré una de las pantallas de información. Mi vuelo estaba cancelado. Un hombre de unos cincuenta años al que no había visto con anterioridad estaba en el mostrador. Se le notaba muy acostumbrado a salir de aquellos aprietos. Con expresión severa, pero sin denotar tensión en ningún momento, nos iba contando lo que la compañía le había transmitido. Él era personal del aeropuerto y se limitaba a seguir los protocolos establecidos para esas ocasiones. Lo primero que teníamos que hacer era ir a la sala 6, donde recogeríamos los equipajes. Desde allí saldríamos a la parte exterior y un autobús nos llevaría a un hotel. Al día siguiente la compañía nos informaría de los vuelos que teníamos disponibles para poder llegar al destino. Otra vez nos venían con el cuento de que la cancelación se había debido a problemas técnicos, sin más. En una esquina, el mecánico jubilado que viajaba con nosotros cabeceaba. —Esto yo ya lo he visto venir hace horas —oí que decía. Una fila de gente emprendió la marcha hacia la sala 6. Allí, con los carros del equipaje, fuimos rodeando la cinta que nos asignaron, mientras que por otras cintas salían maletas y bolsas de todos los tipos; incluso una tabla de windsurf envuelta con un plástico transparente. Me fijé en que había revuelo en uno de los mostradores de la sala. —¿Qué problema hay ahora? —le pregunté a un hombre que venía hacia mí murmurando. 14
—No pueden abrir las bodegas —respondió de malas maneras, aunque yo sabía que no estaba enfadado conmigo—. Y las maletas están dentro. —¿Cómo que no las pueden abrir? —Problemas técnicos, dice el del mostrador. ¡Me cago en los problemas técnicos, joder! —gritó el tipo. Algunos de los que deambulaban por allí empezaron a elevar la voz, creyendo que así todo se arreglaría pronto. La gente dejó de mirar la cinta y se asomaron al mostrador de la sala 6. —Tienen ustedes que subir a la sala de facturación, y en la ventanilla de la compañía les darán todas las explicaciones necesarias —contó con calma el hombre del mostrador—. Nosotros no podemos hacer nada. Si se esperan, uno de los guardias de seguridad los acompañará y les irá abriendo los accesos para que puedan llegar allí cuanto antes. En la ventanilla había dos policías escoltando a una mujer que, con la mandíbula apretada y un ligero brillo en la frente, trataba de lidiar con lo que tenía delante. Al igual que los que la habían precedido en aquella complicada tarea, también pertenecía al personal del aeropuerto. La compañía del avión se me antojaba un ente imaginario que solo existiera en una página web para que la gente pudiese sacarse los billetes. Para nada más. —Yo no puedo hacer más de lo que les digo —farfullaba a punto de llorar—. El avión tiene un defecto en el sistema hidráulico, y después de cerrar las bodegas ya no hay forma de abrirlas otra vez. Hay que esperar a que venga un mecánico para que las abra. Lo han llamado a su casa para que venga a hacerlo. A estas horas estamos fuera del horario y solo podemos disponer de los que están de guardia. Tengan paciencia, por favor. Cuando llegue, todos tendrán su equipaje. Los móviles no dejaban de hacer fotos y vídeos de lo que allí pasaba. Yo no paraba de pensar en la maleta roja. La otra me daba igual, pero no así la roja. —¿Por qué no me la habré metido en la mochila? —dije para mí entre el jaleo que había montado delante del mostrador de la compañía. 15
A las doce y media conseguí montarme en un autobús que nos llevaba a un hotel. Las dos maletas iban conmigo. Veinte minutos más tarde nos dejó en la puerta de un cinco estrellas donde ya nos esperaban. Al ver la calidad del hotel, los ánimos se calmaron en cierta medida. Nos asignaron las habitaciones y nos indicaron que tenían dispuesto un picoteo para nosotros solos, si así lo deseábamos. Me fui a dejar el equipaje a la habitación. Estaba agotado. Abrí la maleta verde y saqué unas zapatillas más cómodas que los zapatos que llevaba, pues tenía intención de bajar a comer algo. Cogí la cartera y las gafas. Cuando salí al pasillo recordé que no había avisado al hotel de Gran Canaria de que no llegaría esa noche. Lo había olvidado por completo. Como nos habían dicho que la compañía se haría cargo de todos los gastos que nos ocasionase la cancelación, bajé a recepción, les expliqué la situación y les pedí que se hiciesen cargo ellos mismos del aviso. Me dijeron que con mucho gusto lo harían. Tomé nota de la ubicación del restaurante y me dirigí hacia allí para tomar algo. Lo que me encontré era mucho más variado y abundante de lo que yo necesitaba para pasar la noche, pero me pareció bien después de las vueltas que llevaba dando todo el día. A la mayoría de los que allí estaban ya los había visto esa tarde en el aeropuerto. Todavía no podía decirse que hubieran empezado las vacaciones, pero ya sentía como si nos conociésemos todos desde siempre. Por la mañana sonó el teléfono de la habitación. Yo estaba en el mejor de los sueños. —¿Señor Fischer? —oí que me decían—. Perdone que lo moleste. Era para decirle que su vuelo saldrá esta misma tarde a las 15:30. Cada media hora sale del hotel un autobús hacia el aeropuerto. Por supuesto el desayuno y la comida corren por cuenta del hotel. La compañía aeronáutica nos ha dado todas las autorizaciones pertinentes para que su estancia sea lo más cómoda posible. Si necesita cualquier cosa solo tiene que ponerse en contacto con recepción. Si descuelga el teléfono que tiene en la mesilla y marca el 8 lo atenderemos con mucho gusto. Que tenga buen día. 16
No me dio tiempo a decir nada, pero tampoco hacía mucha falta. Estuve remoloneando un cuarto de hora más en aquella cama tan grande antes de levantarme y ducharme. La camisa y la ropa interior usadas las metí en una bolsa de plástico. De la maleta verde saqué una muda nueva y una camisa de rayas claras. La maleta roja estaba echada en un rincón. Me la quedé mirando medio minuto. Me puse las gafas, cogí la llave de la habitación y bajé a desayunar. Se repitieron muchas de las caras de la noche anterior, aunque esta vez pude distinguir algunas otras; sin duda clientes del hotel que nada tenían que ver con mi frustrado viaje. En un plato puse queso y unos trocitos de embutido. Cogí un pan de semillas y lo llevé todo a una mesa en la que no había nadie. En la zona de las bebidas elegí uno de los vasos que me pareció que estaba más limpio. Lo llené de zumo de naranja y lo puse en la mesa con lo demás. Después de tomármelo todo me serví un café. No vi que hubiese hielo por allí, y tampoco quise pedirlo. Me lo tomé sin azúcar, como solía hacer. La mañana la pasé curioseando por el hotel. Aunque viajar no era extraño para mí, los hoteles de cinco estrellas no los solía pisar demasiado. Tenía cuatro restaurantes, un gimnasio, piscina climatizada, salas de conferencias y otros servicios que recorrí como quien inspecciona una casa recién comprada. Comprobaba si estaba todo limpio y ordenado, si el personal estaba atento, si faltaba alguna cosa o algo no estaba en su lugar. No supe encontrar nada que desentonase. Antes de comer me bañé en la piscina. El aire tenía bastante humedad, aunque no se notaba demasiado el cloro. Cerré los ojos y me imaginé que las olas del Atlántico me acariciaban cerca de los acantilados. Me parecía extraño que el agua no supiese a sal. Después de comer acabé de recoger todo lo que tenía por la habitación y bajé al vestíbulo. Me aseguré del horario de los autobuses que llevaban a los clientes del hotel al aeropuerto y me senté en un sofá. Lo moví hacia adelante, porque una hoja de un pequeño arbolito que había en un macetero detrás de mí me estaba haciendo cosquillas en la nuca. Un cuarto de hora más tarde subí al autobús. 17
En el aeropuerto se repitió lo de la víspera. Facturar equipaje, pasar el control de seguridad, comprobar la hora del vuelo, café, tiendas... Solo después de este ritual me acerqué a la cristalera que estaba al lado de la puerta de embarque, la misma del día anterior. Desde allí vi, a unos cien metros de donde yo estaba, el mismo avión que nos tenía que haber llevado unas horas antes. Me dio por pensar si de verdad volaría ese día o tendría que llamar al hotel de Gran Canaria para que no me esperasen. —El avión es alquilado —oí que me decía un tipo por la espalda. Me giré y reconocí al mecánico jubilado que vaticinó lo que, al final, acabó por ocurrir—. Me he estado informando y parece ser que es un cacharro de Lituania. Por eso no lleva nada pintado en el fuselaje. No sé si lo habrán arreglado o qué demonios habrán hecho, porque lo de ayer tenía muy mala pinta. —Bueno, pronto lo sabremos —le respondí yo mirando el reloj—. Si nos ponen el mismo, supongo que será porque está todo en orden. —Sí, en principio sí. Los pilotos también tienen familia, y si algo no lo ven claro no arrancan. Vamos, como haría cualquiera. El mecánico caminó unos metros arrimado a los cristales mientras yo me quedé mirando aquel avión que estaba solo en la explanada, tratando de imaginar qué pasaría si nos tocara subirnos en él. Por detrás, un aparato con el logotipo de la misma compañía con la que tenía que volar estaba aterrizando en ese momento. Tomó tierra a toda velocidad y fue frenando hasta que lo perdí de vista por una punta del aeropuerto. Cinco minutos después lo vi llegar con cierta parsimonia hasta donde yo estaba. Se acercó a mi puerta de embarque y en un momento empezaron a salir los pasajeros. Los mecánicos y otros trabajadores del aeropuerto lo pusieron todo a punto. A la hora prevista me subí a aquella máquina. En cuanto estuvimos en el aire sentí que, más que ir de vacaciones, estaba volviendo de un largo viaje.
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El autobús aparcó en la explanada de la fuente, junto al lavadero. La puerta trasera chirrió al abrirse y dejó paso a una decena de viajeros que abandonaron el vehículo con aire decidido. El conductor se giró y miró a Hans, quien a través de los cristales observaba el panorama que se extendía ante él. Algunos compañeros de viaje charlaban mientras subían por la cuesta que llevaba al centro del pueblo. Otros se refrescaban la cara y los brazos con el agua de la fuente. Todos acarreaban bultos: bolsas, fardos o cajas de cartón atadas con cuerdas. De una de las cajas asomaba una hoja de acelga. —Ya ha llegado —dijo el conductor dirigiéndose a Hans—. Ahora le saco la maleta. —Ah, bien, muy amable. Ya bajo —contestó Hans. Agarró el macuto que tenía a los pies y se incorporó del asiento. Cuando pisó la calle esperó a que el conductor le alcanzase su maletón. —La fonda la encontrará si sigue por esa calle. Cuando llegue a la escuela solo tiene que girar a mano izquierda. Pregunte por allí, que le darán razón —le explicó el conductor—. Yo no soy de aquí, pero la fonda me la conozco bien. Para las fiestas será fácil que nos encontremos, si todavía no se ha marchado. —Gracias. Que vaya bien —dijo Hans—. El conductor volvió a subir al autobús. Dos mujeres jóvenes subieron tras él y, después de abonar lo que correspondía, el vehículo arrancó hacia las afueras del pueblo. Hans se lo quedó mirando sin dar un paso. Las personas que quedaban por allí lo miraban a él sin ningún disimulo. El calor que saturaba el aire a esas horas de la mañana arrancaba diminutas gotas de sudor de la frente, y amenazaba con empeorar por la tarde. No se veían nubes de ningún tipo, y los repentinos soplos de viento que llegaban eran más molestos que otra cosa. Levantaban el polvo de las eras y de los caminos, irri19
tando los ojos y forzándolos a cerrarse. Hans se los frotó antes de cargar con la maleta y emprender la marcha hacia donde le había indicado el conductor del autobús. Los únicos que transitaban por la calle a esas horas eran los que habían viajado con él. Tan solo se cruzó con una mujer. De una bolsa de tela que colgaba de su brazo asomaba una barra de pan. —Buenos días —dijo la mujer. —Buenos días. Hans detuvo el paso e inclinó la cabeza. Al hacerlo se dio cuenta de que llevaba puesto el sombrero. Pensó que sería preferible acordarse de quitárselo cuando saludase a alguien. Por más que le pasaban esas cosas nunca aprendía. Poco después de emprender la marcha reconoció la escuela, o por lo menos lo que él identificó como tal. La fachada estaba descuidada, como en el resto de edificaciones por las que había pasado. Al ver el patio de recreo al que se suponía que tenían que salir a jugar los niños tuvo claro que aquel edificio estaba destinado a la educación de los chicos del pueblo. En esos momentos, por la época en la que estaban, no había ninguno. Antes de girar hacia la calle de la izquierda se fijó en lo alto del campanario. Un par de nidos de cigüeña coronaban aquella mole de piedra desde donde, como podría comprobar días más tarde, se divisaba la sierra de la Carrodilla, la de Guara, parte de los Pirineos y casi todo el territorio del término municipal. Al llegar a la fonda llamó al picaporte. Antes de que le contestasen pudo comprobar el frescor que salía del oscuro patio interior que daba a la calle. Encima de él, una persiana de tiras verdes de madera se iba enroscando en una cuerda. Al levantar la cabeza vio asomarse de un balcón a una mujer con bata y delantal que le recordaba a las que viajaban en el autobús. —Ah, es usted —dijo ella—. Pase, entre al patio que ahora mismo bajo, que me lavo primero las manos y me quito el delantal. Hans entró y dejó la maleta en el suelo. Cuando pudo acostumbrar la vista a la opacidad de la estancia distinguió las figuras 20
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Juan Carlos Marco Pueo nació en Fonz en 1969. Estudió Ciencias Físicas en la Universidad de Zaragoza. Desde entonces trabaja de profesor de Educación Secundaria. Su pasión por escribir se desarrolló cuando, todavía joven, conoció la obra de los autores clásicos bajorribagorzanos en lengua aragonesa. En las modalidades de poesía y relato corto ha recibido diversos premios en concursos literarios, como el Lo Grau, el Cleto Torrodellas o el Condau de Ribagorza. Ha publicado en revistas, periódicos o libros de fiestas. Algunos de sus textos han sido representados en recitales poéticos o en conciertos de música. Parte de su obra está recogida en el libro Be regulá. En castellano tiene publicado el libro de poemas La arena y el mar. Díxame pescá con tú es su primera novela, que ha sido traducida al castellano como Llévame a pescar contigo. Con ella ganó el X Premio de Nobela Curta Ziudá de Balbastro 2018. @chuandefonz
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Juan Carlos Marco Pueo nació en Fonz en 1969. Estudió Ciencias Físicas en la Universidad de Zaragoza. Desde entonces trabaja de profesor de Educación Secundaria. Su pasión por escribir se desarrolló cuando, todavía joven, conoció la obra de los autores clásicos bajorribagorzanos en lengua aragonesa. En las modalidades de poesía y relato corto ha recibido diversos premios en concursos literarios, como el Lo Grau, el Cleto Torrodellas o el Condau de Ribagorza. Ha publicado en revistas, periódicos o libros de fiestas. Algunos de sus textos han sido representados en recitales poéticos o en conciertos de música. Parte de su obra está recogida en el libro Be regulá. En castellano tiene publicado el libro de poemas La arena y el mar. Díxame pescá con tú es su primera novela, que ha sido traducida al castellano como Llévame a pescar contigo. Con ella ganó el X Premio de Nobela Curta Ziudá de Balbastro 2018. @chuandefonz