5 minute read
CON FIRMA
CUMBRES NEVADAS
Confesiones de un masoquista dispuesto a soportar todos los peligros y molestias que entraña la práctica del esquí para terminar rendido a sus encantos en Courchevel, Aspen o el Vall de Arán.
Advertisement
TEXTO FERNANDO SCHWARTZ
ESTA MANÍA DE ESQUIAR ES UN PERFECTO EJERCICIO de masoquismo: se va a una montaña lejana en la que hace un frío inabordable (le recuerdo, querido lector, que la temperatura ideal para esquiar a gusto suele rondar los 5 grados bajo cero). Llegado allí, no sin antes poner las cadenas en los neumáticos para no patinar en el hielo de la carretera (¿ha puesto usted cadenas alguna vez a 10 bajo cero y en la oscuridad?), se deben descargar el maletero y la baca de botas, esquís, palos, trajes de nieve, calzoncillos térmicos, rodilleras (la anterior temporada nos dejó con las rodillas hechas polvo), guantes, pasamontañas, gafas antivaho que de todos modos se empañarán.
Si hay mucha suerte, podrá levantarse la mirada y contemplar la luna llena brillando gélida allá arriba (si es la primera del año, será la que se conoce como wolfmoon, la luna de los lobos: quiere la leyenda que, en ese primer instante, levanten la cabeza y aúllen saludando al diablo; una bobada como otra, puesto que a esa hora los lobos duermen pacíficamente y no piensan en el demonio tenebroso). Si se es propietario, hay que calentar la casa con el abrigo puesto. Y no acaban ahí los dolores.
A la mañana siguiente, bien temprano para no perder el tiempo en fruslerías inútiles que distraigan del objeto principal de la vacación, se viste uno con todas las capas térmicas requeridas hasta parecer el muñeco Michelin, el célebre Bibendum, Bib. Luego se desayunan cantidades ingentes de huevos fritos con beicon, lo que nunca se hace el resto del año, que garantizan la acidez de estómago durante la mayor parte del día.
Se sale a la calle helada con las botas, más grilletes que botas, apretando los tobillos y aplastando los dedos de los pies, cosa también distinta del resto del año, durante el que calzamos mocasines Tod’s blandos.
Cuando finalmente se llega a la silla que ha de subirle a uno a la montaña, se le va a helar sin remedio la punta de la nariz. En mis tiempos de fumador, era el momento del pitillito de la mañana. Una gloria.
Y ahora entra el concepto ‘moda’. No puede uno aparecer en las pistas si no está correctamente ataviado. Por ataviado entiendo que es preciso ir como un figurín de Vo-
En la página siguiente, el empresario y magnate italiano Gianni Agnelli, esquiando en la estación de Saint Moritz, Suiza, el 24 de diciembre de 1976.
El actor Roger Moore, en la estación de esquí de Gstaad (Suiza), en 1981.
gue. Primero, los esquís: no se es nadie si en los pies no se llevan unos Dynastar, unos Salomon o unos Rossignol (los míos). Pero no solo eso: es el tamaño. Cada año los esquís varían, dependiendo de la última ocurrencia del gurú de turno: más anchos, más cortos, más largos, con ataduras más sofisticadas o más simples. Al final, sin embargo, lo que importa no es la configuración de la plancha sino la musculatura de la pierna. Y ni siquiera hemos hablado del mono de trabajo: si no es un Prada, malo.
El esquí es un deporte sencillo pero duro. No entraña dificultad alguna. Lo único que se necesita es tener buen equilibrio y hacer todos los movimientos que son contrarios al instinto: seguir el instinto implica acabar
en el suelo. Por ejemplo, cuando se enfrenta uno a una pendiente excesiva, pienso en el labio de Tignes o en el Escornacabres del Valle de Arán o en Saas-Fee, es imperativo echarse hacia delante resistiendo la tentación de acostarse hacia atrás, si quiere evitarse la zambullida en la pendiente y la nieve entrando por el único espacio libre del cuello.
Las caídas graves, quiero decir, con consecuencias graves, ocurren cuando las sujeciones están demasiado apretadas (con lo que no saltan los esquíes al caer y se rompe el hueso), la nieve se va fundiendo como un puré con el calor de primavera (no salta el esquí y se rompe el hueso) o esquiadores sin control le dan a uno de fuste por la espalda. La última vez que esquié había bajado muy duro, casi a velocidad de competición con un gran amigo por la pista Luis Arias en Baqueira. Ya casi al final, nos detuvimos en un costado de la pendiente para recuperar el aliento. Por el rabillo del ojo vi que bajaba una esquiadora fuera de control a un centenar de metros de donde me encontraba. Pensé “como no me aparte, me da”. No me dio tiempo para más: me entró de lleno y, mientras iba por el aire, pensaba “Dios mío, qué daño me voy a hacer”. Caído en el suelo con gran dolor, comprendí que se me había luxado el hombro derecho; solo que fue mucho más. Llegó otro esquiador, que exclamó “¡no lo toquen! Soy médico, soy el padre de la chica. Déjenme”. Lo único que se me ocurrió decir fue “¿Vienen en equipo?”. Se me había destruido el hombro: tres operaciones más tarde, no he vuelto a subirme a unos esquís.
Que nadie se alarme: esquiar es una delicia. Lo es comer a pie de pista en el Cha-
let des Pierres en Courchevel, lo es cenar en Casa Irene en la Vall de Arán o comer una hamburguesa en el Steak House no. 316 en Aspen. Y una copa en Katz en Courchevel.
Es bueno y relajante un largo descenso por una de las grandes pistas de Deer Valley en Utah, en donde se entrena el equipo olímpico estadounidense. O bajar por las bosses del Gornergrat de Zermatt.
El esquí ha conseguido colarse en el catálogo de los desahogos placenteros del invierno. Tiene, además, una ventaja: cuando se esquía no se piensa en nada más. Y otra: cuando se toma el sol en una de las terrazas al costado de la pista, el entretenimiento principal es contemplar a esquiadores dejando rastros diminutos en la nieve, como hormigas multicolores. Claro que la vida se ha complicado con el advenimiento de los monoskis: cuando pasan a toda velocidad, se juega uno la vida. Además de masoquista, hoy conviene ser más bien joven y elástico.